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Fin de fiesta.

Dicen cantantes y novelistas “que veinte años no es nada”. Pero lo cierto es que ese lapso de tiempo
da para que se modifiquen tan sustancialmente las ideas, creencias y valores que, al cabo, nos
resulten extrañas. Para muestra, un botón: hace veinte años José Bono escribía en sus Reflexiones
para la renovación del socialismo que “el poder, por sí mismo, ni suscita adhesión ni garantiza la
transformación del presente”. Defendía, con énfasis, que el reto era consolidar una ética democrática
que hiciera de los avances de la propia política una conquista social irreversible. Es de suponer que
escribía sus máximas desde el convencimiento de un corazón socialista. Pero han pasado los años y
aquella lucidez político-discursiva se ha desfigurado hasta convertirse, para él y para sus herederos,
en una sombra retórica de la que echar mano en ocasiones especiales. Es incuestionable que
cumplieron con su cometido de renovar el socialismo, aunque quizás se desviaron de la dirección a la
que apuntaban entonces.

Veinte años después, en esta semana postelectoral, escuchamos voces socialistas que desaconsejan
formar gobiernos “pastiche”, plurales. Asustan e incomodan gobiernos en los que se haga
imprescindible hacer política democrática en serio: debatir, negociar, ceder, decidir lo mejor para la
mayoría. Y es que hay hábitos políticos adquiridos que son como síntomas, imposibles de eliminar sin
una larga terapia. Los síntomas, para colmo de males, se hacen más evidentes y visibles en los
momentos menos oportunos, justo cuando se debe tener altura de miras y dar la talla.

En las elecciones autonómicas y generales la ciudadanía ha votado pluralidad. Emerge una nueva
aritmética parlamentaria en las regiones y en el país que requiere de una ética democrática distinta.
En este nuevo escenario hay gobernantes que andan perdidos sin saber qué hacer, diciendo una cosa
y la contraria, esperando su turno. Ahora, cuando las cosas fallan, aparece la verdad oculta de
aquellas palabras del ex presidente. Ahora vemos las costuras éticas y políticas que animaban la
irreversibilidad de “sus conquistas”. El socialista es un partido ensimismado en su propia lógica de
reparto, de equilibrios precarios entre baronías, de cuotas de poder y asuntos internos, de
ambiciones personales antepuestas al interés general de la mayoría del país.

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