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Caudal embovedado

Un comentario sobre las repercusiones del establecimiento de Spotify


como solución anti-piratería

Políticas, gestión y marco jurídico de la comunicación en entornos digitales

Universidad de Granada

Juan Francisco Vinueza

03 de Febrero de 2018
En los últimos veinte años la industria musical ha pasado por más mutaciones que
en siglos enteros. Ha pasado por crisis decretadas insostenibles, la migración masiva al
ámbito digital y concesiones ante modelos de negocio que poco atrás se hubiesen
calificado como disparatados. Se enterró al CD, el álbum dio paso a la canción
individual, emergió el MP3, estalló la piratería, sucumbió el MP3, emergió el
streaming, regresó el vinilo y se consolidó el playlist. Podemos señalar al internet como
responsable de todo. Es natural: una canción puede reproducirse de un sitio a otro a
coste cero y que la experiencia se mantenga más o menos intacta (Fink, Maskus, Qian,
2016). Apenas los usuarios lo constataron (y los anchos de banda aumentaron),
empezaron a intercambiar música a ritmo frenético: de repente todos tenían acceso a
todo. Mientras tanto, los artistas interpretaban ante multitudes extraordinarias, pero la
industria daba gritos de socorro. Y en eso, y hace poco, llegaron los mismos
programadores emprendedores que habían desatado la debacle y arreglaron el asunto
de un día para el otro.

El asunto es que hoy por hoy el streaming es una realidad: tanto así que se consume
más música mediante streaming que mediante todos los otros medios juntos (CDs,
LPs, canciones compradas; Buzz Angle Music, 2018). Aquí solo echaremos un vistazo
rápido al caso de Spotify, la plataforma de streaming más utilizada de todas, que
proclama en su propia página contar con 140 millones de usuarios, 70 millones con
suscripción de pago (press.spotify.com) y que ha sido proclamada como “salvadora” de la
industria musical (Vonderau, 2017). Sin embargo, su adopción desaforada ha traído

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una serie de implicaciones para todos los actores de la industria, y las consecuencias
todavía no son evidentes. A su vez, se ha acusado a la compañía en numerosas
ocasiones de infringir derechos de propiedad intelectual: hace no más de unas semanas,
el sello Wixen la demandó por mil seiscientos millones de dólares por, acusan, haberse
aprovechado ilícitamente de miles de canciones de su catálogo (Schacht, 2017).
Mientras las grandes disqueras la elogian públicamente, cientos de artistas han
protestado. Y mientras tanto, la empresa se prepara para su cotización pública en bolsa:
se estima que rondará los veinte mil millones de dólares. Como siempre que interviene
internet, la complejidad de la situación se ha multiplicado exponencialmente.

Primero tengamos en cuenta las circunstancias en las que se gestó el proyecto. Es el


año 2005 y Daniel Ek, sueco, deja el puesto de CEO de UTorrent, un cliente de
intercambio de archivos P2P (Seabrook, 2014) y que facilitaba, principalmente, la
circulación ilegal de archivos. Ek había mantenido numerosas conversaciones con
Marin Lorentzon (quien había adquirido su empresa anterior) acerca de emprender en
la industria musical: cómo replicar la experiencia Napster, pero legalmente, y que el
usuario final tenga toda la música del planeta a su disposición. “El problema de la
industria musical es la piratería”, le dice al New Yorker. “Es genial para el consumidor;
no tanto para el negocio. ¿Pero podíamos hacer algo mejor que la piratería? Quiero
decir, la piratería tenía sus problemas: tenías que preocuparte por los virus, llegar a la
canción era un enredo, y en el fondo no querías piratear. Nos pusimos a esbozar”.

Más allá de las implicaciones morales y filosóficas de las violaciones a la propiedad


intelectual, para entonces su práctica normalizada ya tenía serios efectos sobre la
industria. Entre otros: infringir los derechos de la propiedad intelectual quita confianza
en las reglas que están en el núcleo de las sociedades de mercados modernas. El propio
usuario se somete a circunstancias confusas y hasta peligrosas, como cuando adquiere
medicina adulterada o repuestos sin verificación. Y por último, pero seguramente lo
más importante, quita los ingresos de quienes producen los productos, lo cual bloquea
su desarrollo posterior y la emergencia de nuevas iniciativas (Fink, Maskus, Qian,
2016). Desde hace años que las ventas de discos bajaban en picada, y cada vez más
países incorporaban leyes que sancionaban severamente las infracciones a los derechos

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de autor, siempre teñidas de polémica. En el caso de España, la ley Sinde entró en vigor
en el 2011. Hubo sentencias célebres y soluciones parciales (Apple decidió partir el
álbum y vender canciones individuales a través de su iTunes Store), pero el fenómeno
parecía imparable: los discos se filtraban antes de llegar a las tiendas y las disqueras
cerraban sus puertas. La industria se declaró en crisis.

Spotify se lanzó en Suecia en el 2008, pero tardaría tres años en llegar a Estados
Unidos. Ek se había aliado con Sean Parker, fundador de Napster, en afán de negociar
por los derechos de autor, pero los propietarios de dichos derechos en un principio se
mostraron reacios a trabajar con el enemigo. (Seabrook, 2014) Lo que ofrecía la
aplicación era una biblioteca musical descomunal y que los usuarios puedan acceder a
todos sus bienes sin limitaciones; como un menú bufet. Podían ingresar como
usuarios gratuitos, pero en ese caso su experiencia sería frecuentemente interrumpida
por anuncios. Si no, tendrían que pagar una suscripción mensual. El 70% de las
recaudaciones irían a manos de quienes tengan derechos sobre el contenido; y serían
repartidos a través de un complejo sistema de micro-pagos. Ahora bien, Ek no solo
ofrecía estos porcentajes a las disqueras, sino información sobre sus usuarios. Tras tres
años de negociaciones intensas y con acciones de la empresa sobre la mesa, Warner,
Sony y Universal aceptaron el trato, y poco después la aplicación ingresó en el mercado
estadounidense. Poco después, registraba tasas de adopción récord.

Ahora bien, los acuerdos decretados entonces fueron los momentos cruciales de la
plataforma. Como indica Patrick Vondereu, Spotify no debe verse solamente como un
startup de contenidos sueco, sino como una compañía basada primordialmente en
Estados Unidos que opera en la intersección entre la tecnología, la publicidad, las
finanzas y la música. (2017) Por ahora, ha seguido la misma línea de negocios que el
típico emprendimiento tecnológico californiano: procurar que sus cifras crezcan
cuanto sea posible en la menor cantidad de tiempo y luego cotizar en bolsa (Vonderau,
2017). De paso, efectivamente ha disminuido la piratería en los países donde funciona.
De hecho, se ha convertido (junto con otros servicios de streaming) en la manera usual
de consumir música (Aguiar, Waldfogel, 2015). Pero las leyes de propiedad intelectual
en el ámbito musical son bastante complejas, y esta solución “rápida” está acarreando

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nuevos problemas a los involucrados. Por el otro lado, si bien se pireta menos (y se
mitigan sus repercusiones morales y legales), el usuario se encuentra en una situación
de riesgo: como en muchos otros casos en el ecosistema cibernético, tras la interfaz
amigable hay una empresa poderosa que rige sutilmente su manera de relacionarse con
los contenidos que fuctúan por ella.

Durante los últimos años, el objetivo más importante de la industria musical ha


sido disminuir el daño causado por la reproducción no-autorizada de archivos con
propiedad intelectual. Sin embargo, un servicio “freemium” monopolista nunca llevará
a un equilibrio socialmente valioso (Tomes, 2013). Y aunque durante esos tres años
Spotify firmó convenios con asociaciones de compositores como ASCAP, BMI y
SESAK, sus negociaciones se llevaron a cabo siempre a un nivel empresarial, con
quienes portaban los derechos de reproducción de la obra y no con sus autores. Como
indica un informe de la Universidad de Berklee (una de las instituciones musicales
norteamericanas por excelencia; ReTink Music 2017), hay pocos incentivos para que
tanto Spotify como las disqueras publiquen las cadenas legítimas de esas redes de
micro-pagos y que el dinero llegue donde sus titulares legítimos.
El adagio ‘sigue el dinero’ conduce a un denso matorral de micro-pagos y “cajas negras”
donde las relaciones entre los derechos, los royalties, los procesos y los intermediarios son
deliberadamente oscurecidos a ojos de muchos… los pagos que llegan a intérpretes,
autores y productores se basan en series de marcos, tecnologías, fórmulas y métodos
antiguos que no se mantienen frente al ritmo de consumo moderno.

Poco a poco, músicos de distintos géneros han protestado en contra de las confusas
políticas de pago de la plataforma. Según Spotify, cada stream genera
aproximadamente 0,007$ para el artista. Pero hay muchos testimonios que indican que
los ingresos percibidos son mucho menores. En la misma artículo del New Yorker
(Seabrook, 2014), Marc Ribot, jazzista de larga trayectoria, reporta haber ingresado
$87 dólares después de 70.000 streams; Rosanne Cash reporta $104 de 600.000.
Bernardo Arévalo, un cantautor ecuatoriano, me dijo que ha percibido “un poco
menos de doscientos dólares”; su banda, Pastizales, reporta 500.000 streams, y eso que
no tiene disqueras intermediarias (2018). Si bien los músicos mainstream reportan

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ganancias exuberantes (se calcula que el rapero norteamericano Drake ha ingresado 33
millones de dólares mediante la plataforma; Rethink Music, 2017), los músicos menos
populares perciben ingresos minúsculos. Podemos decir que “así ha sido siempre”; que
“peor es nada”. Pero hay otra situación. ¿La piratería fue dañina para los artistas? Sí, de
muchas maneras. Y muchos músicos protestaron (recordemos las mediáticas
declaraciones de Lars Ulrich, baterista de Metallica, contra Napster). Pero muchas
bandas menos conocidas se encontraron frente a beneficios inesperados: se les
acercaron nuevos adeptos, se mitigó el efecto súper-estrella, en ciertos casos aumentó la
audiencia de los conciertos (Bacache-Beauvallet, Bourreau, Moreau, 2015). La
verdadera damnificada era la industria, que no solo depende de creadores: se necesitan
ingenieros, productores, diseñadores, equipos de logística. Para producir música de
calidad se necesitan fondos. Pero no solo se trata del dinero: a través de las plataformas
de streaming, las disqueras han retomado el control.

Spotify alberga treinta millones de canciones. Ningún melómano tiene derecho a


estar insatisfecho. Sin embargo, la plataforma ha ido cambiando sutilmente la forma en
la que despliega sus contenidos. Como Liz Pelly comenta en Te Bafer, la plataforma
prioriza el consumo de playlists sobre el consumo de álbumes (si uno busca el nombre
de un artista conocido, antes que sus álbumes, se le desplegará la lista de reproducción
que Spotify ha “curado” sobre él o ella o ellos; 2014). Los playlists con más seguidores
son los de la propia plataforma, que no solo ha enfatizado los artistas que promulgan
las grandes disqueras, sino que, en otro caso polémico, han llegado a incluir a artistas
“falsos”: músicos contratados por la propia disquera para que generen música más o
menos genérica, pero que funciona en ciertos contextos; de paso, la empresa ahorra en
regalías (Ingham, 2017). Se puede decir que los supermercados hacen lo mismo con
sus productos “de la casa”, pero hay otras implicaciones al tratarse de un productos
culturales; sobre todo porque otras canciones de circunstancias semejantes existen, y
no encuentran en estos playlists por razones puramente financieras. Al mismo tiempo,
Spotify promulga “playlists para empresas”, en las que una marca puede asociarse con
artistas sin necesidad de notificárselos. En el mismo artículo, entrevista a George
Saunier, baterista de Deerhoof, que se encontró con que una de las canciones de la

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banda había encontrado sitio en uno de los playlists de Nike, con medio millón de
seguidores. George no estaba particularmente molesto, pero le dice que “de todas
formas, no hay mucho que yo pueda hacer al respecto. Estos servicios de streaming se
han convertido en la única opción para una carrera musical hoy en día” (Pelly, 2017).
Por último, Liz critica los algorritmos que subyacen el sistema de recomendaciones de
la plataforma: si siempre nos recomienda música con la que estaremos “a gusto”, nos
daremos las vueltas en el mismo círculo y no habrá demasiado “descubrimiento” en
nuestras andanzas musicales. Es especialmente mordaz con la proliferación de música
“de fondo”: playlists concebidos para “relajarse”, “estudiar”, “trabajar”, que son los que
permiten que estas canciones de artistas falsos encuentren cabida sin que el usuario las
note demasiado (2017).

El pasado noviembre, el sello independiente alemán ECM, con cincuenta años de


trayectoria, decidió liberar su catálogo a servicios de streaming (ECM Press Ofce,
2017). En su comunicado de prensa, enfatizan que siguen creyendo que el CD o el LP
es la forma óptima de consumir música (el álbum completo, con el mejor sonido
posible, que cuenta una historia de principio a fin), pero que, tras la proliferación de la
piratería, era necesario trasladarse a otro marco en el que los derechos sean respetados.
Pero esos son sus argumentos; su primer enunciado dice que su prioridad principal es
que la música sea escuchada. Tras diez años de resistencia, ECM se quedó sin opciones:
los cambios tecnológicos han cambiado nuestros hábitos, y hay segmentos
importantes de la población que simplemente no consumen música de otra manera.
Por su parte, Damon Krukowski, baterista de Galaxie 500, publica sus propias críticas
en la revista web Pitchfork (2018). Cita a los rastreadores de datos de BuzzAngleMusic
y revela un dato contundente: más del 90 por ciento del streaming transmite un 10 por
ciento del material disponible; las canciones más populares. Aunque el mensaje de la
empresa sea que tenemos acceso a bibliotecas de música descomunales (y de hecho es
cierto), nuestro consumo es más angosto que nunca.

Según la lógica del mundo capitalista, quien encuentre soluciones a los problemas
de la sociedad se hace “merecedor” de los réditos que esa solución implique. No es
nuestro propósito cuestionarlo. Tras la irrupción de internet, muchas industrias se

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vieron dislocadas de un momento a otro, y las soluciones provinieron de quien
encuentre la solución sofware con más rapidez. Es el caso de Netfix con las películas,
con sus propias taras; el caso de Amazon con los libros, y es el caso de Spotify con la
música. No llegó desde la industria, sino de emprendimientos sofware que ofrecen,
mediante capas indescriptiblementes delgadas, la conexión entre bienes y
consumidores (Vondearu, 2017). Su crecimiento desmedido y su adopción frenética ha
conseguido disipar el problema de la piratería, pero también ha traído consigo nuevas
problemáticas. Y aunque dejemos de lado las repercusiones sociales, psicológicas y
culturales, también se han suscitado infracciones importantes a las leyes de propiedad
intelectual. Ahora mismo, a vísperas de su IPO, Spotify debe responder a la demanda
más importante que se le ha presentado: según Wixen, que a su vez cita un artículo del
Wall Street Journal, Spotify no paga a los propietarios de los derechos el 21% de las
veces, y en ese porcentaje entran varios de sus clientes, que incluyen a Tom Petty, Te
Doors y Neil Young (Schacht, 2017, Smith, 2015). Según un portavoz de la compañía
que habla en el mismo, “no es que Spotify esté guardándose el dinero, sino que no sabe
a quién pagar. La industria debe ponerse de acuerdo y facilitar el proceso de
recaudación”. Por lo pronto, la propia empresa dice haber repartido cinco mil millones
de dólares a los dueños de los derechos. El mismo informe de la Universidad Berklee
llega a las mismas conclusiones: es necesario desenmarañar el código de propiedad
intelectual para facilitar que los réditos llegen a sus acreedores (Rethink Music, 2017).

Por el otro lado, como señala Krukowski, las mismas bases de datos que calculan el
ánimo, la locación y los horarios preferidos de cada usuario también podrían albergar
datos cruciales como los ingenieros, compositores y demás involucrados de cada tema
(Krukowski era especialmente crítico con la falta de créditos en cada canción; Spotify
anunció que los estaba empezando a desplegar este mismo viernes; 2018). Ha sido una
constante de las empresas tecnológicas de siglo XXI el desplegar datos con
“transparencia”, pero en numerosas ocasiones esto se ha convertido en un artificio
retórico más que en una realidad sustancial. Para finalizar: puede ser que las
intenciones de la empresa sean nobles, pero aquí entra el problema de la escala: se
pretende solucionar un problema al ofrecer un mismo servicio a cientos de millones de

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usuarios, con un solo servicio, una sola interfaz, y que los grandes servidores y la súper-
computación se encarguen de aplacarlos. Si, como en este caso, se pretende encausar
toda la producción musical de los últimos años -gestada, interpretada, producida
desde realidades tan dispares- a través de una sola plataforma, es necesario tomar en
cuenta todas las sutilezas del caso, escuchar atentamente todas las disonancias
suscitadas y emplear esas mismas tecnologías para alcanzar armonías auténticas entre
los involucrados, sean creadores, productores, distribuidores, programadores,
empresarios y melómanos.

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