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2 Venta callejera y mercados en el antiguo y el nuevo Berlin eConocéis el cuento del «Puchero de oro»? ¢Os acordais de la extrafia vendedora de manzanas, que el estudiante Anselmus encuentra al comienzo?!. ¢O conocéis el cuento de Hauff «El enano nariz», que comienza en un mercado en el que la bruja toca los productos con sus dedos de pata de arafia para llevarse a casa los mejores??. eY no es para vosotros un acontecimiento atrayente y festivo ir al mercado con vues- tras madres? Pues hasta en el més simple mercado semanal hay algo de la magia de los mercados orientales, de los bazares de Samarkanda. ¢Habéis visto la nueva pe- licula que saca el mercado de la Plaza de Wittenberg?’. Es mas emocionante que muchas peliculas de detectives. Aunque, naturalmente, hay una cosa que no sale en la pelicula y de la cual raras veces hablan los libros, y son las conversaciones que tie- nen lugar en el mercado; me refiero al regateo y al trato, al trasiego de productos y dinero, que a su manera es tan rico y jugoso como lo que el mercado ofrece a los ojos. Y esto de modo muy particular en el mercado de Berlin. Hace unos meses os hablé aqui del dialecto de Berlin. El mercado y la venta ambulante en general son uno de los escenarios donde el dialecto berlinés mejor puede escucharse y apreciarse en toda su riqueza y evolucién. Hoy quiero hablaros de la antigua y la nueva venta ambulan- te en Berlin. Las mujeres del mercado eran ya en el antiguo Berlin algo muy especial. Ellas eran, entre todas las que se dedicaban al comercio, las tnicas que tenian permiso ‘A. Hoffmann, Der goldne Topf: Ein Marchen aus der neuen Zeit [El puchero de oro: un cuen- to moderno], Bamberg, Kuns, 1814 2 Wilhelm Hauff, «Zwerg Nase», Stuttgart, Gebriider Franckh, 1827 > Benjamin se refiere seguramente a la pelicula de Wilfried Basse Markt am Wittenbergplatz, 1929, para ofrecer sus mercancias en el mercado semanal, y en su mayoria eran campesi- nas que vendian sus propios productos. Otra cosa eran las Ilamadas baratilleras. Ellas tenian prohibido vender las mercancias mejores y, como compensacién por el permiso que se les otorgaba, debian hilar cuatro libras de lana al mes para el alma- cén general. Como ademés tenian muy restringida la compra -no se les permitia comprar directamente a los agricultores, sino solo llevarse a ultima hora los restos en los dias de mercado-, los negocios de las vendedoras al por menor eran ruinosos, y apenas conseguian lo suficiente para vivir ellas y sus familias. Esto sucedia atin en el siglo xvi. Y si una mujer de la clase ms baja queria mantener a su familia, no le quedaba otra opcién, como a muchas mujeres de soldados, que la de hacerse bara- tillera. Para una auténtica vendedora del mercado no habia peor insulto que llamar- Ja baratillera. Asi, en una de sus mejores escenas, Glassbrenner describe a una ven- dedora del mercado y todo lo que se le ocurre decir en su universalmente famoso Schnauze' berlinés para mandar a paseo a un cliente que la insulta lamandola preci- samente «baratillera». «¢Baratillera?», repite ella levantandose con un brazo en ja- tras. «Oiga usted, viejo bulldog, vaya a ladrar a otro puesto o le pisaré la pata tan fuerte que andar gimiendo ocho dias.» El hombre responde: «No, si es inaudito los insultos que estas baratilleras son capaces de soltar». Y la baratillera: «¢Insultos? A un esparrago chalado como usted no se le puede insultar; es dos o tres veces peor que todo lo malo que se puede decir de usted. ¢Y la sombra de hombre que es usted atin quiere burlarse de la gente? ¢Usted, un famélico pedante, va a jorobar aqui a la gente? ¢Es eso lo que busca, jorobar? ¢Por qué no se cuelga?, asi ninguna persona decente se verd forzada a cometer un crimen contra usted. Vaya y hagase un burru- fio. Vaya al trapero y véndase usted mismo: un cuarto de libra de trapo. Tome areni- lla y restriéguese hasta que no quede nada de usted. Cuélguese de la luna para que los juerguistas se vayan pronto a casa. Y evite a los nifios del coro, no vayan a can- tarle: Que Dios nos libre»*. Se habia convertido en todo un deporte provocar a las vendedoras del mercado, que enseguida despotricaban. Aqui se ve que valia la pena. Saber insultar tan cordialmente y de forma tan persistente requiere un gran ta- lento. No puede hacerlo cualquiera que se lo proponga. Requiere no solo mucha groseria y una lengua sana, sino también un gran vocabulario y sobre todo ingenio. Todo esto lo retinen las vendedoras, tanto de los tenderetes como del mercado, de Berlin, como atestiguan algunas bonitas historias. Por ejemplo, esta de una frutera en su lecho de muerte que lleva muy mal la idea de morirse. Tiene al lado a su mari- 4 Vease «El dialecto berlinés». > Véase Adolf Glassbrenner, «Die Hékerin: Szene auf dem Spittelmarkte» [«La baratillera: esce- nas del Spittelmarkt»], en Berliner Volksleben, con ilustraciones de ‘Theodor Hosemann, vol. 2 (Lei- pzig, Wilhelm Engelmann, 1847), p. 159. 40 do, que no sabe qué decir y trata de consolarla: «No estés triste porque tengas que morirte; todo ira bien, todo acabara bien. Todos tendremos que morirnos un dia de nuestra vida». «Imbécil», musita la pobre mujer, «eso es lo malo. Si nos muriéramos diez 0 doce veces, no me preocuparia esta primera». La frase tan repetida en Berlin, «No hay que tener miedo», ha sido también el lema de este tipo de personas. Es sabido que al berlinés no le impresiona mucho la educacién o el refinamiento. O, si le impresiona, no se le nota. Podemos describir una estupenda escena del Berlin de mediados del siglo pasado. Entonces casi no habia atin periédicos satiricos, pero habia librerias y papelerias que vendian estampas pintadas y firmadas por grandes artistas, como Hosemann, Franz Kriiger, Dérbeck y otros‘, a menudo en colores. De una de ellas os hablaré aqui. Cerca de la Puerta de Brandemiburgo se ve a una frute- ra gordita sentada con sus cestos, y junto a ella un sefior mas refinado con una sefio- ra, ambos forasteros que, al parecer, no conocen Berlin. «Perdone, sefiora», dice el sefior, y sefiala la Victoria sobre la Puerta de Brandemburgo, «¢podria decirme qué figura es esa de alli arriba?». Respuesta: «Si, qué sera eso. Historia de los romanos, los electores de Brandemburgo, la guerra de los siete afios. Eso es». «Aja», dice el hombre, «muchisimas gracias». No afirmaré que este tipo berlinés se ha extinguido. Lo que ocurre es que las di- ferencias de clase se han acentuado. El pueblo esta més con los suyos, y hoy ya no es tan facil acercarse como cliente a las vendedoras en la barahtinda de los dias de mer- cado. Por eso no se tiene tiempo para decir los clasicos y exquisitos improperios que nos ha transmitido Glassbrenner. Las vendedoras actuales casi se han convertido en mujeres de negocios, y los carniceros que se instalan en el mercado tienen sus céma- ras en los grandes almacenes frigorificos, de los cuales las cargan antes de la hora del mercado y las vuelven a dejar cuando este se ha cerrado. En cambio, tenemos otro espectaculo que podemos contemplar con deleite para la vista combinado con el re- galo para los ofdos del antiguo mercado semanal de Berlin: los mercados cubiertos. Cuando era pequefio era para mi una gran fiesta que me llevaran al mercado cubierto junto a la Plaza de Magdeburgo, donde siempre teniamos calor en invierno y fresco en los dias calurosos. Todo alli es distinto de los mercados semanales al aire libre. Para empezar, la abundancia de productos del mismo tipo que distinguen unos pues- tos de otros. Pero sobre todo los olores a pescado, queso, flores, carne cruda y fruta, que en un espacio cerrado se mezclan de un modo muy distinto que al aire libre, dando lugar a un aroma indeterminado y crepuscular que tan bien casa con la luz que atraviesa los turbios cristales enmarcados en plomo. Y no olvidemos el pavimento de © Theodor Hosemann (1807-1875), ilustrador aleman; Franz Kriiger (1797-1857), pintor, litografo y retratista aleman; Franz Burchard Dérbeck (1799-1835), ilustrador y satirico balto-alemén. Sobre Hosemann, véase también «Theodor Hosemann», en este libro.

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