Sie sind auf Seite 1von 72

El autor con los hijos de Malú

Ignacio Martínez nació


el 5 de setiembre de 1955
en Montevideo, Uruguay.
La convivencia de su familia
con Malú por más de diez
años, inspiró esta historia
donde, una vez más,
la creación de Martínez
incorpora la vida animal
como principal protagonista.
Ignacio Martínez

Malú
Diario íntimo de una perra

Ilustraciones: Guadalupe Artigas


El presente libro solo puede ser utilizado en el marco del Plan Ceibal, dentro del
territorio uruguayo, en versión digital, y a través de los dispositivos del Centro
Ceibal.
Queda expresamente prohibida su modificación, alteración, impresión o cualquier
forma de transformación. Asimismo se prohibe copiar o recortar en todo o en
parte el archivo, para ser reproducido, trasladado, pegado o integrado a otros
archivos y/o dispositivos, así como la integración del mismo al dominio público.
Quien infrinja lo anterior será el responsable exclusivo por la violación de los
derechos de propiedad intelectual.

Primera edición: Agosto1998


Décimo cuarta edición: Marzo 2012

© 1998, Ignacio Martínez


© Ediciones del Viejo Vasa
Isla de Gorriti 1934
C.P. 11800 – Montevideo/Uruguay
Tel/Fax: (598) 2204 0895
ignabren@adinet.com.uy
www.ignacio-martinez.com
www.dramaturgiauruguaya.gub.uy
Impreso en Uruguay

ISBN: 978-9974-7525-8-2

Todos los derechos reservados.


Cualquier reproducción total o parcial de este libro
deberá contar con la previa autorización del autor.
Queda hecho el depósito que marca la ley.

Ilustraciones de tapa e interior: Guadalupe Artigas


Fotos: Marina Artigas
Armado: Javier Fraga

Distribución: GUSSI Libros – Yaro 1119 • Tels.: 2413 6195 / 2413 3038
Dedico este libro
a todas las mascotas que,
como yo, viven en el mundo
de las personas.
Malú

Me siento hermana de todos los humanos


y de todos los animales que nadan o
vuelan o andan o viven bajo tierra.
Me siento hermana también de todo
lo que tiene raíces, florece y da frutos.
A ellos dedico este libro.
Mi historia
comenzó así

Y
o dormía plácidamente junto a mis hermanos
cuando empezó todo. Mi cama era calentita,
mullida y blanda, tenía barandas marrones que
no me dejaban ver para afuera y era tan grande, pero
tan grande, que podía descansar toda estirada sin mo-
lestar a mis hermanos que también estaban allí, en la
misma cama grande, despatarrados y felices... bueno,
casi felices. En realidad, nos molestaba bastante el
grito de unos hombres que no paraban de anunciar 7
bananas, papas, lechugas baratas y buenas naranjas
para jugo. Yo nunca había probado nada de eso y no
podía entender por qué gritaban tan fuerte ni se esfor-
zaban tanto por vender y vender. El bullicio era muy
grande y eso molestaba nuestro delicioso descanso.
Bueno, sólo eso no, también había otra cosa. A cada
rato algo extraño nos levantaba como si se tratara de
un ascensor y, por arriba de las barandas de nuestra
cama, aparecían unas caras espantosas, con ojos ho-
rribles que decían qué divinos, están para comérselos,
parecen de peluche y un montón de bobadas más. Al
principio nos llamaban la atención y mis tres herma-
nos y yo abríamos los ojos y mirábamos con cierto
asombro, pero después resultó aburrido y ni siquiera
tratábamos de ver quiénes eran los que repetían el
mismo versito Lo terrible era que luego de cada ex-
8 hibición, nuestra cama caía abruptamente sobre el
piso duro y nosotros cuatro nos desacomodábamos
a los topetones y quedábamos hechos un verdadero
revoltijo. Es que, en realidad, mi cama era una vulgar
caja de cartón que se zangoloteaba para todos lados
cada vez que alguien la dejaba caer.
El primero en irse fue mi hermano negro; se lo
llevó un hombre gordo que dijo que necesitaba uno
como él (como el negro, no como el señor gordo)
para cuidar el jardín de su casa. El segundo fue mi
hermano manchado, elegido con gritos de júbilo por
un niño insoportable que no paraba de gritar ¡ése
quiero, quiero ése, TE DIGO QUE QUIERO ÉSE! y lo
hacía señalando con su dedo regordete, casi a punto
de desatar una formidable rabieta. A mi último her-
mano lo llevó una señora muy mayor que explicó
que quería una compañía y prefería un varón porque
nosotras, las chicas, podíamos quedar embarazadas y
eso le traería dolores de cabeza Ahí descubrí por qué
nadie me quería. Es que nadie deseaba hacerse cargo
de mí, porque cuando fuera grande podía tener novio
y hasta marido y, finalmente, dar a luz sextillizos o más
y volver loca a la familia que me tuviera (¡uf! horrible
machismo que tiene la gente). Pero siempre hay algún
valiente. Cuando el sol ya estaba en la mitad del cielo
y el calor estaba en la mitad de mi cabeza, apareció
un señor barbudo y, como no tenía nada para elegir
porque yo había quedado sola, lo único que dijo fue
me la llevo y eso hizo. Me tomó con su mano ancha y
cálida, me sacó de la caja y, a partir de ese momento,
pasé a ser perra con familia. No puedo decir que me
sentí chocha, chocha, pero al menos no estaría sola 9
y alguien se haría cargo de mí, y por lo que veía, el
hombre de barba y su esposa estaban contentos con
mi cola rabona, mis patas blancas, mis manchas negras
y mis orejas enormes.
Por qué
me llamo Malú

M
i nombre nació de otros nombres, cosa que
seguramente ocurre con la mayoría de los
nombres. Pero, también creo que la gente no
debe tener ni idea de dónde surgió el nombre que
lleva puesto desde que nació, ¿verdad? Sería lindo
averiguar por qué cada uno se llama así y de dónde
vienen su nombre y su apellido. Bueno, en mi caso la
cuestión fue que en el hogar donde pasé a vivir había
dos niñas, Marina y Guadalupe, a quien dicen Lupe 11
para abreviar, y ellas fueron las que propusieron cómo
llamarme. Primero pensaron en Rabona, pero no les
gustó, después dijeron Manchita, pero seguramente
debe haber millones de perras en el mundo que se
llaman así. Al fin salió mi nombre uniendo la primera
sílaba de Marina con la primera de Lupe y, aunque no
se reventaron demasiado en buscar un nombre origi-
nal, éste no me desagrada y es bastante único, salvo
por el hecho de que algún tiempo después apareció
en la televisión una actriz de telenovela brasilera que
también se llamaba Malú y casi, como quien dice, me
robó el nombre. Cada vez que anuncian cómo me
llamo, las dos niñas tienen que explicar que no es
por esa joven de la tele sino por el otro motivo. En
fin, así es la cosa.
Lo que sí es realmente insólito es mi apellido. ¿No
12 me creen? Yo soy una perra con apellido y todo, y
eso sí que debe ser único en el mundo, aunque debo
confesar que todo es una gran casualidad. El asunto es
que soy una perra muy inquieta, y cuando me subo
a las camas alguien grita ¡Malú cucha!, cuando me
paro en dos patas y trato de alcanzar algo de comer
que está arriba de la mesa, me dicen Malú cucha, si
hago pis en cualquier lado (cosa que no depende de
mí sino del apuro y de que esté abierta la puerta del
patio), también me dicen Mala cucha. Cuando trato
de escaparme para la calle o intento subir al piso su-
perior o le ladro a algún desconocido que llega a la
casa, siempre me dice Malú cucha, Malú cucha, Malú
cucha, lo que hace que ya nadie tenga dudas de que 13
mi verdadero nombre es Malú cucha. Eso me vuelve
una perra bastante distinguida porque, revisando la
guía telefónica, no encontré por ningún lado el ape-
llido Cucha. En todo caso, sí hallé a un tal doctor Cu-
chá, lo que dice que, sin ofender a nadie, mi nombre
podría estar entre el de los mejores médicos del país
y ¡qué maravilla sería que yo fuera la doctora Malú
Cucha, dentista, especialista, por ejemplo, en dientes
caninos!, ¿no?
Instrucciones
para hacer pichí

E
sta cuestión no fue fácil. Unos decían que la
gente de la casa debía forrar todos los pisos
con diarios y sacarlos de a poco, día a día, así
yo haría pichi sobre el papel y, finalmente, cuando
quedara el último diario, ése sería el sitio receptor de
mis necesidades. Otros explicaban que lo mejor era
refregar mi hocico allí donde hubiera hecho pis, al
tiempo de recibir un rezongo o palmada. A mí, ya de
pensar en eso, me daba asco. ¿Acaso los humanos se 15
refriegan las narices en los pañales mojados? Claro
que no, entonces no veo por qué deben hacérmelo
a mí. ¡Por favor!
La mayoría coincidió en que debían sacarme a la
calle por las noches un ratito, para que yo hiciera mis
cosas, quisiera o no. También podrían dejarme la puer-
ta del patio abierta o enviarme a dormir afuera aunque
lloviera e hiciera mil grados bajo cero o, sencillamente,
podrían hacer un agujero en la puerta de atrás para
que yo saliera y entrara cuando quisiera. Todas estas
cosas pensaron y al fin se decidieron por esta última
alternativa y ahora ya no tengo problemas con el pis.
El problema lo tienen los humanos de la casa porque
cuando se van, esa abertura de la puerta del fondo
podría permitir la entrada de una persona chiquita o
el brazo de cualquiera que intentara abrirla. Por eso
16 no soportaron más sus temores y ahora trancan esa
salida de emergencia cuando se van, me dejan adentro
y que sea lo que sea. Ellos están dispuestos a limpiar
y yo también quedo más tranquila porque no tengo
que preocuparme en hacerle frente a los ladrones.
Aunque me entristece que no me tengan confianza
ni sepan la capacidad luchadora que tiene una perra
marca perro como yo, pero mala y ladradora, capaz
de ahuyentar al más valiente. En fin, así lo quisieron
y yo no me hago problema, ¡ah, no!, cuando tengo
ganas hago y chau.
En la calle pisho aunque no tenga ganas. En
realidad dejo señales por todos lados marcando mi
territorio y huelo aquí y allá para saber quién estuvo
cerca de mi casa.
En mi primera salida descubrí que los perros levan-
tan la pata para no hacerse encima. Cuentan los perros
viejos que hace muchos años no hacían pis así, pero
un día ocurrió que un gran danés hizo sus necesidades
al lado de un árbol y éste se le cayó encima. Por eso,
desde entonces, ellos tienen por costumbre levantar
su pata, por las dudas, tratando de sostener árboles,
paredes y postes de la calle por si se les caen arriba
como aquella vez. Nosotras, las perras, no hacemos
así, apenas nos agachamos un poquito con más de-
licadeza. Lo más lindo es que después andamos por
todos lados oliéndonos para saber quiénes somos y
conocernos un poco más, como los humanos, que a
veces se dan besitos o se acarician. Los perros nos
olemos y nos lamemos y eso nos gusta mucho, como
a ustedes les gustan las flores y los helados. Al que
no le gustó nada fue a Nacho que vive conmigo en
mi casa; cuando yo era una cachorrita él me subió a
su cama, yo busqué el calorcito del hueco de su bra-
zo para acurrucarme allí, pero antes me mandé flor
de pis y la fiesta terminó en un desastre de sábanas
tendidas, colchón ventilado y yo estrenando la cucha
que, finalmente, terminaría dándome un apellido.

17
Pulgui,
mi primera aventura

D
espués de la tierna infancia, cuando ya había
entrado en la adolescencia, mi familia permitió
que saliera a la calle. Era la primera vez que
veía autos y nunca supe por qué uno de mis perros
vecinos salía corriendo atrás de cada coche que pasaba
y le ladraba hasta el cansancio. Siempre me pregunté
qué pasaría si uno de esos coches se hubiera detenido
de golpe, se pusiera de pie sobre sus ruedas de atrás,
diera vuelta toda su carrocería hacia el perro atacante y 19
también le ladrara con todo el rugido de su motor. ¡Ay,
mamita querida! seguramente mi perro vecino saldría
volando de tal manera que ni las patas se le verían.
Bueno, yo bajé la escalera de mi casa, olí el primer
árbol que encontré, seguí la línea del cordón de la
vereda olfateando por todos lados y ni cuenta me di
de que el cordón doblaba en la esquina. Seguí, seguí y
seguí hasta que levanté la cabeza y noté que esa cua-
dra no era la mía y que, sencillamente, estaba perdida.
Ahí apareció Pulgui, un perro vecino, marroncito y
sin ninguna gracia, casi desdichado el pobrecito, bien
típico de un animalito que llevaba una vida de perro,
pero merecedor de todo el cariño, porque fue verlo y
me enamoré locamente. Él no vino a los empujones
olfateándome por todos lados, no me hizo fiestas ni
se puso a saltar a mi lado, no ladró ni se paró en dos
20 patas, nada de eso. Simplemente vino y me siguió
adónde yo iba, siempre manteniendo cierta distancia,
mirándome. Al principio yo me hice la distraída, no
le demostré nada de mis sentimientos, pero cada tan-
to le tiraba una mirada bien femenina y él respiraba
exaltado y movía la cola a toda velocidad, cosa que yo
correspondía moviendo la mía. Y ahí fue que cola va,
cola viene, nos lanzamos suspiros mutuamente justo
en el momento en que oí perfectamente mi nombre
desde lejos. Era mi familia que andaba buscándome
por toda la manzana. Pulgui comprendió la situación
y me mostró el camino de regreso hasta mi casa de
altos. Yo me dirigí sin apuro hasta la puerta y antes de
entrar le tiré una última mirada que casi lo deja frito
ahí en el piso. Desde entonces él es mi novio. Cuan-
do está en la vereda de enfrente yo lo miro desde el
balcón, él cruza y yo corro escaleras abajo para estar
con él aunque no puedo verlo porque tenemos una
puerta entre medio que permanece cerrada. Entonces
Pulgui se retira a su vereda y yo subo corriendo hasta
el balcón para volverlo a mirar, y él cruza otra vez, y
yo vuelvo a correr escaleras abajo a toda velocidad,
recorriendo los treinta escalones, hasta que una y otra
vez, repetida esta correteada, me deja de cama y ya
no corro más y mi amor se desinfla y quedo con la
lengua afuera y él tampoco cruza más por ese día.
En casa no están muy de acuerdo con que Pulgui
sea mi novio porque dicen que no es merecedor del
amor de una perra como yo, pero a mí no me impor-
ta y en el patio del fondo tengo escrito en la pared
Pulgui y Malú adentro de un corazón que hice con
mis unas en el lugar donde acostumbro tomar sol por
las mañanas.

21
Los manjares
de la casa

T
engo una vasija de barro con mi nombre y eso es
un enorme privilegio porque no creo que haya
nadie que coma en un plato con su nombre. Allí
me sirven siempre la misma comida de la casa y a
veces me pregunto cómo esta gente no se ha vuelto
china con todo el arroz que come. No digo que no
me guste, no. Pero a veces me tiene pasada y pienso
que voy a quedar amarilla, con los ojos estirados y
ladlando y ladlando como deben ladlal mis hermanos
asiáticos. Me fascinan los gajos de mandarina y debo 23
admitir que recibo bastante cuando compran frutas
en la feria. A veces veo que comen manzanas y me
dejan los cabitos para mí, que si ando con hambre,
los liquido de una engullida, pero si no, los dejo por
ahí y me dicen que soy una perra fina que ando des-
preciando la comida. Carne veo poco porque en la
casa comen poca carne, pero cuando hay pescado o
sardinas o panchos la verdad es que me remuero...
bueno, en realidad me revivo de apetito y hago todo
tipo de fiestas por recibir un bocado. Ellos me hacen
desear, inundan de olor todo el lugar y mi barriga se
mueve para todos lados, mi lengua también y mis ojos
tratan de captar cada movimiento de la casa para ver
cualquier descuido y atacar. Al fin mi plato se llena
de esos exquisitos manjares y yo lo chupeteo hasta
dejarlo brillante como un espejo. El asunto es que
24 siempre quiero más y aprovecho para llegar hasta la
basura, rompo la bolsa y como los restos, dejando un
desparramo que siempre me hace ganar un rezongo.
Una vez descubrí la bolsa de los mandados con
un montón de cosas adentro. La olí con cuidado, la
abrí, metí mi hocico despacito, hallé el paquete con
fiambre, lo abrí también y me comí todo el jamón;
luego seguí con los panchos y fue el deleite supremo,
después con las mandarinas y terminé con unos bizco-
chos de dulce que me dieron mucha sed. El banquete
terminó con una penitencia en el patio como por dos
días, la colocación de un gancho bien alto para po-
ner la bolsa de las compras lejos de mí y el regreso
al arroz diario que ha hecho de mi vida una vida de
pelos, perdón, de perros.
Esas malditas pulgas

Y
a no sé más qué hacer. Me quito una y aparecen
tres. Compran los más variados productos y la
que termina descompuesta soy yo, mi cucha
queda con un olor insoportable y las pulgas lo más
tranquilas, como si engordaran con esas cremas y
esos líquidos. A veces dudo si serán realmente pulgas
porque Marina no deja de decir que parecen elefantes,
pulgones prehistóricos, parecidos a los dinosaurios, y
hasta aviones, por lo rápido que saltan y desaparecen
entre mis pelos. 25
Lo más terrible, lo verdaderamente insoportable es
que no tengo pulgas sino verdaderas asambleas de
pulgas, congresos enteros, campamentos completos, in-
mensos recreos de pulgas sobre mí, que corren, saltan,
se ríen y me pican, me pican mucho. Yo me rasco por
todos lados, en la barriga, detrás de las orejas, entre
los dedos de mis bellas patitas y en la espalda, lo que
me obliga a torcerme como si fuera un trapo de piso
para poder llegar al lugar que me pica o recurro a
pasar por debajo, de las sillas y las mesas y las camas
para rascarme bien, casi raspándome hasta el punto
de lastimarme.
En fin, la cosa es así y nada ha dado resultado
para eliminar las malditas pulgas... bueno, nada no.
Marina tiene una paciencia de maestra y se sienta a mi
lado, separa con sus dedos pelo por pelo de todo mi
26 cuerpo y descubre a las muy pícaras que parecieran
estar jugando a la escondida. Marina igual las atrapa,
las saca de mi cuerpo y después, como si fuera una
hechicera, una bruja capaz de las peores maldades,
las envuelve en un algodón mojado, las deja tontas
(yo festejo), las va juntando una a una (yo me río) y
cuando las tiene a todas abombadas en el algodón,
las tira por el wáter (¡yo salto de felicidad!) y tira de
la cisterna y las dos las vemos irse por el caño y es lo
máximo de mis alegrías, pero dura poco.
Yo no sé quién fabrica pulgas, si lo supiera ya se
enteraría de mí y mis maldades, pero lo cierto es que
a los pocos días tengo pulgas otra vez y ahí empieza
todo de nuevo.
Por suerte no tengo paperas ni sarampión ni va-
ricela ni ninguna de esas enfermedades que tienen
los humanos. Tampoco me resfrío seguido, aunque a
veces estornudo. No voy al terapeuta ni hago régimen
para adelgazar o trato de dejar de fumar y todas esas
cosas. Tal vez por eso mismo estoy condenada a pa-
decer cada tanto el suplicio de las pulgas que, encima,
son la causa de que me rezonguen. Andá a rascarte
en otro lado Malú. Llevate tus pulgas de acá. Tenemos
que bañarla más seguido (lo que me pone los pelos
de punta), y esas son algunas de las expresiones que
me hacen sufrir y las dicen a cada rato, ¿y todo por
qué?, por las pulgas pulgosas. 27
La patente
y mi médico

U
n día me llevaron a un lugar que se llama
veterinaria. Allí compraron una cosa de color
amarillo que tenía algo escrito y me la colo-
caron alrededor del cuello. A partir de ese momento
comprendí que tengo Cédula de Identidad y que,
precisamente, ese triangulito era mi documento. Pensé
que me iban a sacar una foto y que tenía que firmar
con mi pata, pero nada de eso ocurrió. Lo que sí su-
cedió fue que vino un señor joven y, según Lupita, 29
muy guapo, y me revisó toda. Al principio sentí un
poco de vergüenza y no me dejaba tocar, pero des-
pués comprendí que ese joven era mi médico y quería
saber cómo andaba yo de salud. Me miró las orejas,
que siempre las tengo muy limpitas y atentas, miró
adentro de mi boca, especialmente los dientes y luego
me miró las patas, me pesó y anotó mi nombre en un
papel, junto con mi color (blanco y negro) mi tamaño
y algo que llamaron raza y que yo no entendí bien;
después me enteraría de que hay un montón de tipos
de perros por todo el mundo. Pero lo más interesante
fue la última frase que dijo mi doctor:
–Los perros (y supongo que también nosotras las
perras) son los mejores amigos del hombre–. Eso me
encantó, pero enseguida me quedó dando vueltas
en la cabeza una pregunta: si nosotros, los perros y
30 las perras, somos los mejores amigos del hombre, el
hombre, ¿de quién es el mejor amigo, eh?
Dragón,
mi segunda aventura

C
ontra todos los pronósticos –soy perra casera y
no me sacan ni para ir al árbol de la esquina–
esta vez me llevaron a la playa. Nunca antes
había visto el mar y quedé fascinada. ¡Qué olas! ¡Qué
espuma! Y la arena no me molestó para nada, al
contrario, qué placer revolcarme en ella. La gente me
encantó. Por primera vez veía a tantas personas casi
desnudas y yo me sentí feliz con mi desnudez comple-
ta. Es lógico, ¿se imaginan cómo me vería vestida con
malla o bikini? ¡Por favor! Fue tan grande la fascinación 31
por el mar que no lo dudé y me metí en el agua hasta
el cuello y fue realmente increíble. Enseguida nadé,
traspasé olas y aprendí a sacudirme el agua en la orilla
y a recibir alguna que otra protesta de la gente que
yo mojaba con mi desparramo de gotitas, pero no me
importó nada y repetí la operación infinidad de veces,
entrando y saliendo del mar.
Estaba radiante y mi familia gozaba viéndome feliz
en el agua. Tan seguros estaban que ni ellos ni yo
notamos que el mar me iba alejando del lugar preci-
so donde debía bañarme. No sé cuánto tiempo pasó,
pero la torre lejana que yo había visto durante toda
mi diversión, ahora estaba ahí cerquita y las rocas de
la punta de la playa también aparecieron muy cerca
de mí, lo que indicaba, sin equívocos, que me había
alejado muchísimo. Salí del agua como pude y no vi a
32 Lupe ni a Marina. Todas las mujeres me parecían igua-
les, con sus trajes de colores y sus pieles tostadas por

el sol. Agucé más mis orejas y mi olfato, pero no pude


identificar nada ni distinguir algo familiar entre el ruido
del mar y el olor a playa. Corrí para un lado y para
otro, y nada. Subí a la parte más alta de los médanos,
y nada. Tuve la intención de volar y me reventé contra
el suelo. Ladré una, dos, cien veces y nada, solo recibí
unos bolazos de arena húmeda que me tiraron tres
niños para que me callara la boca. Entonces comencé
a caminar derrotada y triste por la orilla.
–¿Estás perdida?– me preguntó alguien desde atrás
y yo me sobresalté, giré y ahí lo vi.
Era un setter irlandés de pelo casi rojo, con enor-
mes mechones colgando de su cola peluda y su
cuello, alto, delgado, divino. Casi largo un suspiro,
pero no, volví a pararme como estaba al principio y
seguí caminando. No podía demostrar que me había
enamorado así, a simple vista, y mucho menos que
estaba perdida porque era la primera vez que venía
a la playa, pero él igual se dio cuenta.
–No temas, chiquita –me dijo y eso terminó de
derretirme–. Sé que estás perdida y vengo a ayudarte.
Yo sabía que había muchos perros aprovechado-
res y traté de cuidarme, pero enseguida comprendí
que este pelirrojo tenía buenas intenciones porque
no vino a olerme ni lamerme como hacen todos los
perros (menos mi recordado Pulgui que es todo un
caballero), sino que se puso a mi lado y caminó con-
migo sin propasarse.
–¿Cómo te llamas? –quiso saber. 33
–Malú, ¿y vos?
–Me llamo Dragón –y enseguida pensé que ese
nombre pudieron habérselo puesto por su color de
fuego como el de los dragones que queman con su
boca o, tal vez, se lo pusieron porque se pasaba drago-
neando y tenía dragoncitos por todos lados con perras
de la ciudad entera. Ahí volví a pensar en mi Pulgui
y me vino cierta tristeza que mi nueva compañía se
encargó de interrumpir.
–¿Tenés novio?
–No –mentí con picardía.
–¿Con quién viniste a la playa? –y en ese momento
no dudé más y le conté todo. Le dije que ése era mi
primer día de playa, que me había encantado el agua
y la arena, pero alguna corriente mala me había lleva-
do lejos del lugar y ahora no tenía ni idea de dónde
34 estaba mi gente.
Cuando terminé me di cuenta de que debí haber
andado demasiado porque estaba oscuro y la playa
había quedado desierta, el horizonte tenía un lejano
color rojo y Dragón y yo estábamos rodeados de pe-
numbras. Él sugirió ir a su barrio pasando las puntas
rocosas, allá donde se veían los mástiles de algunos
barcos pequeños. Es que pronto refrescaría por ahí, en
la costa, y era bueno buscar refugio. El asunto era cru-
zar la rambla. ¡Ay, mamita del reino de los perros! Él no
tuvo problemas, se metió entre dos autos estacionados
y, cuando vio que era posible, cruzó a toda velocidad.
Yo no lo seguí y me quedé del otro lado mientras
millones de luces y bocinas y ruedas corrían para un
lado y para otro interponiéndose entre nosotros dos,
como si estuviéramos lejísimos, en veredas separadas
por un río infernal de autos, motos y camiones.
Dragón me gritó que cruzara, que no tuviera mie-
do, que él me avisaría, y no sé cuántas veces me ladró
¡AHORA! ¡AHORA!, pero yo parecía estar clavada en
el piso, asustada, con mi rabito entre las patas y los
pelos erizados. En ese momento algo se le ocurrió a
Dragón porque me hizo señas de que lo siguiera. Él
por una vereda y yo por la otra comenzamos a cami-
nar para algún lugar, rambla arriba. Al fin llegamos a
unas luces de colores que después me enteraría de
que se llaman semáforos y tienen tanto poder que
son capaces de detener a todos aquellos monstruos
de chapa, goma, humo y luces. Allí sucedió lo increí-
ble. Cuando las luces frente a mí se pusieron verdes
y las que miraban a los autos se volvieron rojas, las
máquinas infernales se detuvieron y apareció ante mí
una especie de alfombra de rayas blancas pintadas
en la calle. Del otro lado, mi peludo Dragoncito me
gritaba que cruzara, que no perdiera tiempo y eso
hice con elegancia y orgullo, mirando de reojo a esas
bestias que también me miraban con sus enormes
ojos blancos y carraspeaban sus motores a mi paso.
Yo caminaba engreída y sobradora. ¡Pobre de mí que
creí que la luz verde iba a durar toda la vida! En un
instante todo se volvió amarillo y yo, que aún tenía un
buen tramo para llegar al otro cordón, sentí el ladrido
desesperado de Dragón que me daba el último aviso
¡APURATE O MORÍS! y eso fue suficiente para que yo
diera un salto olímpico. Detrás de mí se levantó un
35
huracán provocado por los vehículos y creo que si
yo no fuera rabona, hubiera perdido mi cola aplasta-
da por alguna rueda asesina. Por suerte nada de eso
pasó y yo caí entre las patas de mi héroe que en un
arranque de amor y telenovela me besó con pasión...
¡GUAU, qué beso de fuego!
Dragón y yo anduvimos de romance en romance
36 toda la noche. Primero jugamos por la vereda, nos
metimos en cuanto jardín hay por allí y terminamos en
el montecito que está frente al Museo Oceanográfico.
Después caminamos hasta la pequeña y vieja Aduana
de Oribe, volvimos a cruzar otra vez la rambla feroz
y nos metimos en el muelle del puertito del Buceo,
mirados desde el cielo por una luna esplendorosa,
arrullados por el murmullo de las olas y acompañados
de vez en cuando por el saludo de alguna gaviota
nocturna que seguramente jamás había visto una
pareja tan romántica como la de mi Dragón, marca
setter irlandés, y yo, marca perra de acá nomás. Esa
fue la noche más inolvidable de mi vida que ojalá no
se hubiera terminado nunca.
A la mañana siguiente fui hallada por Lupe y Ma-
rina que habían recorrido toda la zona con su tía en
el viejo auto verde. Debo admitir que fue muy lindo
verlas y el encuentro se produjo en el medio del
muelle entre abrazos y besos. Cuando me di vuelta
para ver a Dragón él ya no estaba, seguramente se
había escondido entre las rocas debajo del pequeño
faro. Yo regresé contenta para casa, con la seguridad
de haber conocido un verdadero amor de perro esa
noche de verano.
La cucha
de las personas

U
na vez quedé sola en casa (o al menos eso creí).
No había nadie. Todo era silencio y yo, des-
de mi cucha, noté que no habían cerrado los
cuartos de las niñas, cosa que siempre hacen cuando
se van y me dejan adentro. Con cierta desconfianza
salí de mi rinconcito, asomé la nariz por la puerta del
dormitorio prohibido y allí la vi, espléndida, tendidita,
cálida, blandita, con decenas de muñecos de peluche,

37
ositos, perros, un enorme tigre, muñecos de trapo y
dos conejos. Siempre me había parecido una cucha
increíblemente confortable, pero ahora, ahí, delante
de mi hocico, era, sin dudas, una irresistible tentación,
como un helado de crema, como los panchos y los
gajos de mandarina, como el pescado calentito y las
cáscaras del queso. Yo comencé a saltar de alegría.
38 Brinqué una y otra vez sobre mis cuatro patas como
si fuera una bailarina, al tiempo que cantaba para
adentro moviendo mi cabeza para un lado y para otro,
con los ojos entornados de felicidad y acercándome
a mi meta que parecía estar allí, recostada a la pared
blanca, llamándome. La verdad es que me sentí dicho-
sa, colmada de felicidad, en un día que seguramente
se anunciaba con mucha suerte para mí porque un
momento así de soledad no venía mal, pero, encima,
con todas las puertas abiertas y la cama de Marina a mi
disposición, eso ya era algo sencillamente maravilloso.
Hacia allí me encaminé danzando. Con un salto
final, propio de las mejores bailarinas, que en lugar
de hacerme caer en los brazos de un perro galán me
derrumbaría sobre la cucha más linda del mundo.
Me suspendí en el aire para gozar cada segundo y
sentí que comenzaba a caer como una pluma suave
y delicada, en calma y en paz, plácidamente. En ese
mismísimo instante tronó la habitación en un incon-
tenible terremoto.
–¡¡MMMAAALLLÚ!!– gritó Marina desde alguna par-
te de la habitación. A mí se me pararon los pelos, se
estiraron mis orejas, la pobre cola rabona quedó tensa
y mis cuatro patitas se abrieron de terror. Es que Mari-
na también había aprovechado el silencio y la quietud
de la casa para estudiar y, en lugar de hacerlo sobre
su cama tendidita, se había sentado en un rincón del
dormitorio. ¡Cómo iba a saber yo que ella estaba allí!
Su grito fue tan terrible que quedé dura en el aire y,
así como me elevé cual un pájaro delicado, caí como
un pote de crema salpicándome yo misma para todos
lados, como si mis patas, mi cola y mi hocico salieran
desarmados para cualquier parte.
A Marina también debe haberle sorprendido mi
actitud antes y después del grito, porque se rió como
nunca, contó el hecho a toda la familia y ese día recibí
las caricias que tanto me encantan. Al menos valió la
pena el susto, pero aún tengo prohibido subirme a las
cuchas de las personas, ¿será por eso que las personas
tampoco se acuestan en mi cucha?

39
Las cosas
que no me gustan

L
a primera vez que la vi fue horrible. Primero oí
sus gritos, parecía una sirena infernal que me
agujereaba los oídos; después quedé paralizada
ante su forma estrafalaria. Parecía un dinosaurio de
cuello larguísimo, cuerpo deforme, patas cortitas, cola
larga y finita, y un ojo rojo, duro y terrible, pero más
cerca de la cola que de su cabeza. Y lo peor era que
andaba por toda la casa metiendo su nariz por los
rincones sin que nadie le hiciera nada. 41
Yo la ataqué con todas mis fuerzas y descubrí que
su piel era durísima porque me reventé el hocico con-
tra su caparazón, y mordisco va, mordisco viene, no
le hice absolutamente nada. Ella, muy pancha, seguía
por toda la casa moviendo su cuello como si fuera
una víbora. Lo que más me llamó la atención fue que
Marina la llevaba de un lado para otro como me llevan
a mí cuando me sacan a pasear con la correa –esa
maldita cuerda que tanto odio– y me vinieron unos
ataques de celos que no pude contener. Volví a atacar
y me estrellé otra vez contra el monstruo, hasta que su
cola, que había estado toda enroscada, quedó tirante.
De pronto se soltó de algún lado, como si se hubiera
desenchufado, y ahí cayó muerta la cosa rara, se calló
la boca y no pasó nada más. Yo me acerqué, la olí
una, dos veces y debo haber dado un salto hasta el
42 techo cuando Marina fue hasta su cola, la enganchó
otra vez en la pared y el bicho volvió a vivir con todas
sus fuerzas, tragando todo lo que había a su paso,
olfateando aquí y allá, totalmente indiferente a mis
ataques, aspirando hasta el aire que respiro.
Al día siguiente otro monstruo más chico, pero
igual de escandaloso, desató mis tremendas ganas
de morder. Se trata de un bicho petisón, de nariz
contorneada y cola larga y finita como la de la otra
bestia, pero en lugar de arrastrarse por el piso, anda
por el aire sostenido por las manos humanas. ¡Qué
espantoso, cómo odio esos dos aparatos que después
supe que se llaman Aspiradora y Taladro! (hasta sus
nombres son horribles). Hoy ya estoy resignada y
cada vez que se ponen a molestar, me voy solita para
mi cucha, escondo mi cabeza entre las patas, bajo las
orejas y rezo a San Perro para que se acabe pronto
ese suplicio de ruido y revoltijo. Yo solo aspiro a que
ese taladro me deje en paz.
Por último, lo que menos me gusta es el piso en-
cerado.
Una vez me llamó la atención el brillo del piso,
¡parecía un espejo! y yo quedé encantada hasta que me
puse a caminar por él. Primero salté como siempre lo
hago, pero cuando caí, lo hice despatarrada, como un
trapo y me pegué flor de porrazo. Enseguida traté de
salir corriendo, pero fue en vano, sólo movía las patas
en el mismo lugar, como si patinará, sin avanzar ni un
centímetro. Entonces comprendí que lo mejor sería,
precisamente, patinar para salir de esa pista resbalosa.
Tomé impulso, apoyé mis dos patas delanteras para
que se deslizaran y entonces, comencé a patinar, pero 43
cuando vi que me iba a estrellar contra la biblioteca,
intenté frenar. Todo fue inútil, seguí resbalando a pesar
de mis rapidísimas patadas contra el piso para poder
detenerme. Fue tan grande el golpazo que se me
hizo un chichón en la cabeza, el mueble de los libros
se movió todo y para colmo, un jarrón de porcelana
que servía de adorno, cayó de la estantería superior.
Yo traté de agarrarlo en el aire, pero no pude hacerlo
porque volví a resbalarme quedando aplastada contra
el piso, igual que el jarrón, que se había convertido en
miles de pedacitos. No quieran saber el rezongo que
me llevé por ese accidente ni las cosas que le dije a
la cera, al piso brillante y al resbalón.
Quiero que sepan que, cuando estuve cerca de
cumplir mi primer año de vida –ya era una joven, por
cierto–, llegaron las Navidades y, si bien recibí comida
44 especial, más carne que de costumbre, menos arroz
y hasta algún helado (era el primero y me deleitó)...
¡ODIO LA NOCHE BUENA! por los horribles cohetes,
el ruido tremendo, esas detonaciones parecidas a la
guerra que me ponen los pelos de punta, me sobre-
saltan sin aviso y lo único que logran es dejarme las
orejas como dos lechugas marchitas, asustada hasta
lo insoportable, metida en mi cucha, apretada en el
rincón sin poder disfrutar de la fiesta.
El día
de los ladrones

Y
o siempre creí que ladrones eran aquellas per-
sonas que ladraban y ladraban mucho y por
eso se les había puesto ese nombre. Pero no es
así, ellos no descienden de nosotros, los perros, y ni
siquiera saben ladrar. Aunque sería bueno, ¿no? Ima-
gínense personas que desciendan de los pájaros: ten-
drían picos, alas y podrían volar. Piensen en descen-
dientes de las jirafas, serían altísimos y tendrían ojos
muy bellos, con enormes pestañas como abanicos.
Otros podrían tener a los elefantes como antepasados 45
y andar trompeando por todos lados (¿los boxeadores
descenderán de los elefantes?) ¡Qué bueno sería que
hubiera gente que viniera de los caballos!... bueno,
en realidad, yo he visto entre los humanos muchos
caballos y muchos burros. Pero lo mejor sería que la
gente descendiera de muchos animales y no sólo de
los monos ¿verdad? ¿Será por eso que los humanos
se pasan haciendo monerías y algunos se comportan
como verdaderos gorilas? No lo sé.
46

Bueno, lo que quiero contar es que esa noche


oscura y fría yo estaba sola en mi cucha (en la cucha
siempre estoy sola). En casa no había nadie porque
una había salido con su novio, otra fue a estudiar y
los más grandes no tengo ni idea adónde habían ido.
Todo era silencio y quietud cuando oí que alguien
movía el pestillo de la puerta de entrada. No era rui-
do de llaves, no tocaron el timbre, solo tantearon la
puerta y yo paré mis orejas, abrí los ojos y esperé.
Enseguida oí voces de hombres que no me resultaron
familiares: “mirá si la ventana está abierta, vigilá, que
no te vean los vecinos, disimulá, tené cuidado” y un
montón de cosas más decían esas personas. Entonces
ocurrió lo inesperado, un ruido fuerte y seco me dijo
que estaban rompiendo la puerta de entrada con un
fierro grande y grueso. Alguien gritó ¡LADRONES! y
yo comencé a ladrar como enloquecida. Deben haber
pensado que yo era una perra inmensa y fuerte, con
mandíbulas de cocodrilo, porque salieron corriendo
sin titubear y yo tras ellos... bueno, en realidad bajé
la escalera a toda velocidad, pero no me di cuenta de
que la puerta de calle aún estaba cerrada y me pegué
flor de porrazo que, sin embargo, finalmente mereció
su recompensa porque cuando llegó mi familia todos
me hicieron mimos y prepararon una comida especial
para mí. Alguien les había dicho que los ladrones
huyeron gracias a mi valiente intervención.

47
¿Quién inventó
la correa?

S
algo poco, pero cuando me sacan a pasear me
ponen una correa con un complicadísimo siste-
ma que pasa por debajo de mi pecho, por enci-
ma de mi cuello, se ata sobre mi espalda y finalmente
continúa por una cuerda que llevará alguna persona en
su mano. Yo he visto perros gigantescos, más grandes
que sus dueños, que parecen que hubieran sacado
a pasear al señor o la señora que corren tironeados
por el can (qué linda palabra “can”, ¿no?). También vi
personas muy elegantes que llevan perritos diminu-
tos, vestidos y hasta con moños, y me mato de la risa 49
desde mi balcón viéndolos pasar como modelos por
una pasarela desfilando para mí. Sin embargo, debo
confesar que esa correa que me sujeta es horrible. Yo
tiro y tiro y tiro, y más que un paseo es un sufrimiento.
No puedo detenerme donde quiero, no puedo hacer
pichí donde me gusta, no puedo olfatear a los perros
que se me cruzan y ando con la lengua afuera como
si me estuviera muriendo de sed, cosa que es de mala
educación, pero, en realidad, ando así porque la mal-
dita cuerda me está ahorcando. Sé que debo tener
cuidado con los autos y que no debo caer en la ten-
tación de morder algún pie regordete que pase cerca
de mí, lo sé, pero, de todas maneras, nada justifica esa
correa infame que me saca a pasear envuelta como un
matambre. Al fin de cuentas soy un can y me deben
tratar como un can, respetando mis derechos caninos.
50 Y a propósito de la palabra can, me enteré de que
es una palabra muy antigua y me dio gracia el otro
día cuando Lupita preguntó: ¿cómo se llama el perro
que salta más? y respondió, el CAN-guro. Entonces me
di cuenta de que era una broma porque los canguros
no son perros sino, más bien, ratones gigantes. Ahí se
me ocurrió que el perro que ladra mejor debe ser el
CAN-tor y el que trabaja menos es el CAN-sado y el
que te hace reír más es CAN-tinflas y la perra que hace
más pis es la CAN-illa y... ¡BASTA, POR FAVOR! –dije
al fin– porque me reí tanto que comenzó a dolerme
la barriga y casi necesito un CAN-dado para que me
cerrara la boca.
Mis ídolos

N
unca me había detenido a mirarla de cerca.
Pasaba al lado de ella y no le hacía el más mí-
nimo caso, pero, aquella tarde de invierno, el
ladrido claro y fuerte vino de allí, de la televisión. Yo
giré mi cabeza, miré la pantalla en blanco y negro y
quedé chocha, loca, embobecida y enamorada para
siempre. Era Rin Tin Tin, un bellísimo pastor alemán
que salvaba personas, ayudaba mucho a la gente y
estaba soltero. Por un momento creí que el corazón
me iba a saltar del pecho. Traté de meterme adentro 51
del televisor, entre sus cables, por sus botones, pero
no fue posible y sólo me quedé contemplando aquel
hermoso ejemplar. Ahí fue que me acordé tanto de
mi Dragón de pelo rojo... pero enseguida me vino la
desilusión cuando supe que esa película tenía como
cuarenta años y que Rin Tin Tin podía ser mi tatara-
buelo y por eso se veía así, sin color, en un programa
que mostraba animales famosos del cine, un aburrido
domingo lluvioso y gris.
¡Qué pena la mía! Todo hubiera sido nada más
que una ilusión de no ser por la aparición de otro
personaje hermoso: Lassie, peludito, de color blanco
y miel, hocico fino y mirada dulce. Pero también fue
un desastre cuando nadie supo decirme si era perro
o perra. A mí me pareció que era una muchacha igual
que yo, aunque Lupe comentó que podía ser mi bis-
52 abuela porque esas películas también eran viejas, y
allí aparecían cachilas y cosas antiguas.
Durante varios días no miré más la televisión. Me
dediqué a soñar con mi setter irlandés pelirrojo que
había conocido en la playa. También inventaba his-
torias con algún novio caniche o cocker o pointer o
cualquier otra clase de perro, menos los pequineses
petisos y de cara achatada. Entonces vino la sorpresa:
mostraron una película de dibujitos y apareció un tal
Vagabundo que me devolvió todo el amor. ¡Qué ojos,
qué carita delicada, qué romántico! En la escena final
lloré a mares y ahí hubiera querido ser la dama o el
insignificante tallarín, cuando él comienza a comer
desde una punta y ella de otra y los dos se encuentran
en un beso exquisito casi sin darse cuenta. ¡Ah! lo que
yo hubiera dado por estar en esa escena, pero eran
solo dibujitos y ya nada podía hacer más que soñar
un millón de veces con ese instante.
A partir de esa película no saqué el hocico de la
pantalla. ¡Oh, adorado cine! Después vi “La noche de
las narices frías” y me encantó, pero lo más grande
fue ver perros verdaderos en los “101 dálmatas”. Ahí
sí que tenía para elegir, pero ¿qué podía hacer yo con
ciento un perros, con ciento un novios?
Mi lista de ídolos se fue ampliando día a día. Pluto,
ese perro atorrante, desgarbado, torpe y bueno, tam-
bién me quitó parte de mi amor, aunque él tiene sus
amores en el cine y ni noticias sabe de mí. Después 53
vino un enorme San Bernardo con su pequeño barrili-
to colgado del cuello y me pareció un gigante bueno,
pero demasiado grande para mí que soy tan chiquita.
En fin, los amores iban y venían todos los días.
Una vez quedé deslumbrada con una perra que
viajó al espacio y se llamaba Laika. ¡Qué maravilla
debe ser poder ver la Tierra desde el cielo y contem-
plar los planetas y las estrellas! Laika se convirtió en
mi verdadera ídola, lástima que después supe que
jamás había podido volver a nuestro planeta. Tal vez
esté viajando de astro en astro, conquistando perros
de otros mundos, ¿no? Y hablando de otros mundos,
precisamente, les quiero contar lo más increíble, lo
que sólo a una perra como yo le puede suceder. Fue
también una tarde invernal en que el televisor estaba
encendido, cuando casi sin darme cuenta fijé la mirada
54 en un personaje de la pantalla que jamás había visto.
No podía darme cuenta si era un ser humano o no,
aunque hablaba como las personas, con voz ronca y
levantando las cejas. Tampoco podía distinguir si era
perro o no, aunque tenía hocico como todos nosotros
y el cuerpo peludo, dos ojos, dos orejas puntiagudas
y dientes como colmillos. La verdad que, al día de
hoy, aún no sé lo que es, pero quedé perdidamente
enamorada, enloquecida, derretida, chochísima y no
me lo pierdo todas las veces que está. Soy capaz de
no ir al baño con tal de esperarlo y verlo. Como dije
no sé aún lo que es, pero ya no me importa, porque
su nombre es ALF, mi encantador e inteligente ALF
que siempre sabe ver el otro lado de las personas.
Debo admitir que tengo una linda vida de perra...
bueno, claro, soy una perra y si soy una perra no voy
a tener una vida de elefante, pero ahora lo único que
me falta es ser mamá, cosa que puede suceder en
cualquier momento. La verdad es que me encantaría
tener hijitos como aquel Rin Tin Tin, pero con el co-
razón de Alf. No creo que yo esté alguna vez en una
película, aunque eso nunca se sabe, pero por ahora
estoy en este libro y eso ya es bastante, no muchas
perras son el personaje principal de un libro, ¿verdad?
Quiero decirles, además, que todo lo que aquí les
cuento es absolutamente cierto. Yo se lo conté a este
escritor en mi idioma perruno, aunque primero tuve
que enseñarle a hablar como los perros, y luego él se
encargó de traducirlo para ustedes. Ojalá algún día
aprendan a ladrar como yo, así les podré contar cosas
sin necesidad de intérpretes. Ni se imaginan todo lo
que tengo para decirles todavía.
–Bueno, Malú, ahora andá a tu cucha que ya es
hora de dormir –me dice alguien en la casa y eso voy
a hacer. Hasta mañana todos.

55
Mi aventura final

¿
A quién se le ocurre salir de noche sin docu-
mentos? ¿Quién pudo ser tan boba, alejarse de
la casa y no avisar? ¡SI, yo y solamente yo, la
perra más distraída!
Me habían sacado a hacer pis como todas las
noches, pero esta vez sin correa porque bien saben
en la casa que odio esa cuerda maldita. Yo empecé
a olfatear árboles y paredes, cordones de veredas y
esquinas (a veces también huelo cordones de zapatos),
y así, oliendo aquí, oliendo allí, me fui alejando de la
casa. El barrio estaba oscuro y silencioso. De tanto en 57
tanto alguna luz amarilla cortaba la noche y yo salía
de las sombras sin preocuparme de nada, hurgando
bolsas de basura, rincones y zaguanes. Estaba verda-
deramente tranquila porque ya había oído el silbido
lejano de Lupe que me indicaba que no me alejara
demasiado, pero yo igual seguía sin rumbo.
Primero pasó una moto a toda velocidad, después
un auto detuvo su marcha y apagó sus luces. Al fin dos
focos muy blancos y fuertes se detuvieron cerca de mí
y no me hubiera quedado paralizada, hubiera salido
disparando temerosa y erizada, si no fuera porque oí
perfectamente un montón de ladridos que venían de
la parte de atrás de esa camioneta azul, cosa que me
dejó clavada ahí, en ese mismo lugar.
–¡Andá por ese lado! –dijo un hombre.
–¡Dejámela a mí! –gritó otro. Y enseguida vi cómo
58 los dos se acercaban cerrándome toda posibilidad de
huida. Uno de ellos traía una red que tiró con destreza
sobre mi pequeño y delicado cuerpito y me quedé
atrapada, enredada, presa por esos funcionarios de una
Brigada de no sé qué cosas contra perros de la calle.
Lupe, desde lejos, gritaba que me soltaran, que ella
era mi dueña (palabra que nunca antes había oído),
que enseguida traería la Patente de Perros y que por
favor, déjenla, no hace nada, es divina, es mía, y no
sé cuántas cosas más dijo, en medio de lágrimas que
salían a borbotones. Los hombres no hicieron caso,
dijeron que estaban trabajando, que esa era su labor y
cualquier reclamo vaya al Depósito de Perros y pague
la multa por tener perros sin patente y sin correa (¡UF!)
en la vía pública y esto y aquello. Lo cierto es que en
un momento me encontré metida adentro de una jaula
oscura con seis o siete perros, y más rápido que un gal-
go, la camioneta llegó al depósito de animales (¡bah!,
animales serán ellos que nos trataron como a perros).
El lugar era frío, húmedo, triste, con olor a viejo. Yo
no soy muy limpita que digamos, no soy de esas que
se pasan en baños de cremas y jabones perfumados,
nada de eso, soy una perra normal, pero ahí había un
olor a perro que no se podía aguantar. Lo terrible, lo
abominable, lo que era verdaderamente insoportable
era pensar en el futuro que nos tocaba a cada uno de
nosotros si no venían a reclamarnos. Bueno, ustedes
saben, en algunos países a las salchichas les dicen
perros calientes y en China comen perros asados y
¡PUAJ!, me da asco de sólo pensarlo.
A mi lado estaba tirado un perro marrón y se le
veía verdaderamente arruinado. 59
–¿Por qué estás aquí? –quise saber.
–Por morderle el pie regordete a una señora
regordeta que me corre a escobazos todos los días
porque uso el jardín de su casa como cuarto de baño
– contestó y siguió en su posición de entrega total,
de derrota y resignación.
–¿Y usted? –pregunté a otro perro que parecía vie-
jísimo, canoso y con mirada perdida en mil años atrás.
–Ah, mi pequeña damita –me dijo– yo estoy acá
porque robo las bolsas de basura y me las llevo a un
terreno baldío y ahí las rompo para buscar comida
para mis hijos, mis nietos, mis bisnietos y mis...
–No siga, ya entiendo.
–Si yo tuviera diez años menos –agregó– ya iban
a ver estos cazadores de perros, les hubiera hecho
pasar mil vergüenzas y hasta me hubiera animado a
60 atacarlos como un verdadero dragón– y cuando dijo
esa última palabra me vino al recuerdo aquel apuesto
y hermoso can que había sido mi amor en la playa.
Me vinieron ganas de volverlo a ver y en eso estaba
pensando cuando se acercó a mí una perra muy bo-
nita, elegante, que no parecía una perra de la calle.
–¿Y a vos por qué te trajeron? –preguntó. Yo le
conté mi mala suerte, pero enseguida le dije que se-
guramente vendrían por mí al día siguiente. Sobre esos
temas nos quedamos ladrando toda la noche hasta
que ocurrió lo inesperado, lo increíble, lo que nos
llenó a todos de alegría, especialmente a mí. Pulgui,
mi adorado Pulgui, mi fiel amigo y enamorado vecino,
asomó su hocico entre las rejas.
–Malú. Malú –dijo bajito–. ¿Estás ahí?
–Sí, mi Pulgui pulguiento. ¿Cómo sabías que estaba
aquí?
–Yo vi cuando te agarraron y lo único que hice
fue seguir la camioneta hasta aquí, esperé que los hu-
manos se fueran a dormir y acá estoy para ayudarte.
–¿Qué podemos hacer? –pregunté.
–No lo sé.
Enseguida se incorporaron mis amigos. El perro
marrón que había mordido a la señora, dijo que de-
bíamos tener cuidado porque siempre había uno de
guardia que tenía las llaves de las jaulas. Mi amiga
elegante contó que ella había estado muchas veces ahí
porque la agarraban cada vez que intentaba escapar de
la gran mansión donde vivía, rodeada de veinte perros
distinguidos que le hacían la vida imposible y querían
casarse con ella, sin entender que estaba enamorada
de un perro vagabundo que todas las noches se paraba
delante del gran portón de hierro y le recitaba poemas
perrunos. Eleonor –así se llamaba ella– había decidido
escaparse, pero sus dueños siempre hacían la denuncia
y esos hombres malos la pescaban porque no estaba
acostumbrada a vagar por las calles y a esconderse de
los perseguidores. Al final nos dijo que seguramente
también la vendrían a buscar tempranito por la ma-
ñana del día siguiente y el perro más viejo dijo que,
si eso sucedía, quizás sería la mejor oportunidad para
escapar todos cuando abrieran la puerta.
–¡SSSSSIIIII! –exclamamos y Pulgui, más nervioso
que una hoja movida por el viento, pidió que por
favor no hiciéramos tanto barullo.
–Lo que tú puedes hacer, Pulgui, es ir a buscar a 61
Dragón en la playa. Por fa’ ¿sí?, él seguramente vendrá
a ayudarnos también– y Pulgui, murmurando algo
entre dientes, como si estuviera celoso, salió rumbo
a la costa en busca de mi dragoncito.
Con las primeras luces de la mañana Pulgui regresó
del río y, para sorpresa de todos, Dragón venía acom-
pañado de diez o doce perros amigos de él que se
decidieron, sin más ni más, a ayudarnos, aún corriendo
el riesgo de quedar allí adentro por ser perros calle-
jeros. Después me enteraría de que uno de ellos, el
conocido con el nombre de Tallarín por ser flaquísimo
y amarillo, era el enamorado de Eleonor, la perra fina y
bella que compartía las penas allí, encerrada conmigo.
El plan estaba preparado, cada uno sabía qué
hacer. Cuando llegó la familia de la linda Eleonor,
todos nos pusimos en guardia. El funcionario llenó
62 unos papeles y tomó la llave que nos daría la libertad
siempre y cuando todo saliera bien. La mujer grandota
y el hombre guardián se encaminaron a las celdas y
ambos señalaron a Eleonor. El señor abrió la puerta
y en ese preciso momento el perro marrón, conocido
por el apodo de Pan Quemado, porque eso era lo que
parecía, ladró con todas sus fuerzas. El Viejo Tractor
–así se llamaba mi perro amigo mayor, aunque ahora
pareciera solamente una destartalada carretilla– se le-
vantó y ladró ¡AHORA! y todos le seguimos. El hombre,
al verse atacado trató de cerrar otra vez la reja, pero
en ese momento un malón de perros encabezado por
Dragón, Tallarín y el mismísimo Pulgui, arremetió por
detrás de los dos humanos y ambos cayeron al piso,
la señora encima del pobre empleado que quedó
aplastado como un huevo frito. En ese preciso instante
salimos en bandada, como enloquecidos de felicidad,
ladrando de alegría con todas nuestras fuerzas. Otros
hombres corrieron en auxilio de los dos accidenta-
dos, pero en el trayecto también se encontraron con
todos nosotros que nos metimos entre sus piernas y
los hicimos caer uno a uno sacudiendo en sus propias
narices nuestras colas... bueno, menos la mía que es
muy cortita porque soy rabona.
Ya en la calle más de un transeúnte que pasaba no
podía creer lo que estaba viendo: un grupo de perros
saltando de alegría, abrazándose y dándose besitos.
Tallarín y Eleonor parecían pegados como un abrojo
a la media, como el sello postal al sobre, como un
chicle en el pelo, como el beso final de una telenove-
la. Pulgui y Dragón estaban esperando mi beso y yo
decidí besarlos a los dos al tiempo que me puse muy
colorada y eso hizo que se rieran a carcajadas (¿que
los perros no se ríen? están muy equivocados, nos
podemos matar de la risa... bueno, matar no, claro). Al

63

final alguno dio la orden de huir del lugar y salimos


corriendo todos menos Tractor que parecía un pirata
mal herido con una pata de palo. Dragón no lo dudó
y casi cargándolo sobre sus espaldas lo ayudó a salir
de la zona de peligro.
En la esquina, al final de la calle, nos despedimos.
Dragón volvió con su banda para las playas de la ciu-
dad. Tallarín y Eleonor se perdieron en el parque y,
según oímos todos, tenían pensado marcharse lejos, a
las playas del este. El Viejo Tractor volvió a los fondos
del mercado con su amigo Pan Quemado (salió un
versito). Pulgui y yo regresamos al barrio y cuando ya
estábamos casi en nuestras casas, vimos a Lupe y a
64 Marina que salían a buscarme. La alegría no la puedo
describir, fue fantástica. Las dos me abrazaron y me
sacudieron para un lado y para otro, para un lado y
para otro, zangoloteándome sin parar, hasta que una
me dijo que me despertara, que dejara mi cucha para
arreglarla y sacudirla y que saliera al patio a hacer pis.
Yo me puse de pie, estiré mis patas delanteras primero
y mis patas traseras después, y salí con bastante mal
humor porque hubiera querido seguir con mi sueño
de aventuras que estaba verdaderamente delicioso,
pero, en fin, será para otra oportunidad.

¡Guau, guau!
(que en lenguaje perruno quiere decir “Chau, chau”)

Fin
(que en lenguaje humano quiere decir “se terminó”)
¡Noticia de
último momento!

L
o que me acaba de suceder es, sencillamente,
fantástico, increíble, maravilloso. Me siento di-
chosa de lo ocurrido y nada pudo hacerme tan,
pero tan feliz.
Resulta que volví a mi primer amor, el Pulgui, y
comencé a salir con él y... bueno, terminamos casán-
donos, y hace algunos días, sí, sí, ¡SSSIII!: ¡nacieron
dos cachorritos!

65
Al principio pensé en que nacieran debajo del es-
critorio, pero al fin resultó cerca de la cocina, calentita,
acogedora, encima de sábanas limpias y mullidas. Pri-
mero nació Tobías, blanco, marrón y cremita; después
nació Bruno, blanco y negro como yo. Enseguida los
limpié y por un largo rato los estuve contemplando
enchochecida. Después me dediqué a alimentarlos y
66 ¡cómo tomaban leche los bandidos! Se empujaban,
se pisaban, se peleaban por una teta sin darse cuenta
de que yo tenía tres o cuatro más con mucha leche,
pero, en fin, me han hecho feliz.
Después vino la difícil discusión: los dos no po-
dían quedarse conmigo. Bruno marchó a casa de una
vecina a la vuelta de la esquina y Tobías ¡se quedó!
Por suerte ninguno terminó en la feria, regalado
como si fuera perejil o vendido como si fuera un quilo
de zapallo. Los dos tienen familia como no podía ser
de otra manera y yo, que estoy terminando de escribir
esta historia, oigo que me llaman para sacarme una
foto junto a Tobías, que ya está hecho un cachorro
joven y grande. Me siento a su lado, miro la cámara
y pienso cuántas cosas vivirá Tobías, cuántas novias
tendrá, con quién se casará, qué aventuras le tocará
vivir y quién las escribirá... bueno, no lo sé, pero eso
será tema de otro libro.
–¡Miren la cámara! –grita alguien de la casa y
¡FLASH!
Indice

Mi historia comenzó así.............................................. 7


Por qué me llamo Malú............................................. 11
Instrucciones para hacer pichí.................................. 15
Pulgui, mi primera aventura..................................... 19
Los manjares de la casa............................................ 23
Esas malditas pulgas.................................................. 25
La patente y mi médico............................................ 29
Dragón, mi segunda aventura.................................. 31
La cucha de las personas.......................................... 37
Las cosas que no me gustan..................................... 41
El día de los ladrones................................................ 45
¿Quién inventó la correa?.......................................... 49
Mis ídolos................................................................... 51
Mi aventura final........................................................ 57
¡Noticia de último momento!.................................... 65
IgnacIo Martínez
para niños y jóvenes
• El libro de todos
• La vereda de enfrente
• El viejo Vasa
• La fantástica historia de una granja
rebelde y el secreto de un río
• Detrás de la puerta... un mundo
• Los fantasmas de la escuela
• Los fantasmas de la escuela pasaron
de clase
• Milpa y Tizoc
• Colección “¿Adónde fueron los
bichos?” (5 libros)
• Los piratas del Atlántico Sur
• La mochila infernal
• Malú, diario íntimo de una perra
• Los niños de la independencia
• Verónica y Nicolás
• Colección “Para los dientes de Leche”
(20 libros)
• Poemas y canciones (con CD)
• 50 fichas ambientales
• Las aventuras de Tobías
• Historias del Sur
• Cuentos para antes de ir a dormir
• Más cuentos para antes de ir a dormir
• Memorias de Lucía
• Franca, la ballena valiente
• Colección Cuentos mágicos del
Uruguay (20 libros)
• La Hechicera de Vaupés I, II, III, IV y V
• Los chiquilines del barrio I y II
• La niña del Valle Edén
ignabren@adinet.com.uy
www.ignacio-martinez.com
www.dramaturgiauruguaya.gub.uy
Mal
Ignacio Martínez

MALÚ
para niños y jóvenes
• El libro de todos
• La vereda de enfrente
• El viejo Vasa
• La fantástica historia de una granja
rebelde y el secreto de un río
• Detrás de la puerta... un mundo
• Los fantasmas de la escuela
• Los fantasmas de la escuela pasaron
de clase
• Milpa y Tizoc
El autor con los hijos de Malú
• Colección “¿Adónde fueron los
bichos?” (5 libros)
• Los piratas del Atlántico Sur
• La mochila infernal Ignacio Martínez nació
• Malú, diario íntimo de una perra el 5 de setiembre de 1955
• Los niños de la independencia en Montevideo, Uruguay.

IGNACIO MARTÍNEZ
• Verónica y Nicolás La convivencia de su familia
• Colección “Para los dientes de Leche” con Malú por más de diez
(20 libros) años, inspiró esta historia
• Poemas y canciones (con CD) donde, una vez más,
• 50 fichas ambientales la creación de Martínez
• Las aventuras de Tobías incorpora la vida animal
• Historias del Sur como principal protagonista.
• Cuentos para antes de ir a dormir
• Más cuentos para antes de ir a dormir
• Memorias de Lucía
• Franca, la ballena valiente
• Colección Cuentos mágicos del
Uruguay (20 libros)
• La Hechicera de Vaupés I, II, III, IV y V
• Los chiquilines del barrio I y II
• La niña del Valle Edén
ignabren@adinet.com.uy
www.ignacio-martinez.com
www.dramaturgiauruguaya.gub.uy

Das könnte Ihnen auch gefallen