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En todas las épocas, los hombres han emigrado, y nos podemos plantear legítimamente
la cuestión de saber por qué tendría el capitalismo una responsabilidad particular en las
migraciones de los siglos XIX y XX. ¿No sería un prejuicio, una postura preconcebida
contra un sistema que en resumidas cuentas no hace más que sacar partido de un
fenómeno natural testificado desde la prehistoria, las migraciones humanas?
Las migraciones son por esencia la consecuencia de situaciones extremas en las que el
individuo no tiene más escapatoria que la salida hacia un lugar y un destino
desconocidos. Podemos entonces sin ninguna duda hacer la distinción entre itinerarios
de promoción social y migraciones de supervivencia. El itinerario de promoción social
es planificado por individuos que abandonan su lugar de residencia con una estrategia
de ascenso social a medio y a largo plazo, para ellos o para la siguiente generación. Las
migraciones de supervivencia son la respuesta inmediata a situaciones intolerables: las
personas huyen para asegurar su supervivencia. Este tipo de migraciones toma a
menudo un carácter de larga duración con que los interesados no habían contado en un
principio.
En el período que nos interesa, yo propondría una clasificación —con los límites que
implica cualquier clasificación— que distinga: las migraciones de carácter colonial, las
de carácter económico, y las migraciones de carácter político. Por otra parte pueden
combinarse unas con otras.
Migraciones de carácter colonial
Los flujos de población hacia estos continentes fueron menos importantes que hacia las
Américas. A pesar de un fuerte estímulo de carácter ideológico, manuales escolares,
exposiciones coloniales, relatos de viajes de las sociedades geográficas, propaganda
religiosa que magnificaba la empresa colonial, los millones de europeos candidatos a la
emigración prefirieron mayoritariamente otros destinos.
Los políticos y los teóricos del siglo XIX preconizaron las colonias de asentamiento.
Esta apuesta fue ganada en Oceanía: Australia, Nueva Zelanda, Tasmania se
convirtieron, a semejanza de América del Norte, en colonias de asentamiento pobladas
casi exclusivamente por europeos. La colonización inglesa no dejó prácticamente
ninguna posibilidad de supervivencia a los pueblos de Oceanía. Los tasmanos fueron
completamente exterminados.[142] Aborígenes de Australia y maoríes de Nueva
Zelanda fueron masacrados, expulsados a las tierras menos productivas, encerrados en
reservas. [143] En la actualidad siguen muriéndose a fuego lento: desempleo,
delincuencia y alcoholismo son su fatalidad cotidiana.
La colonización de Australia comenzó al final del siglo XVIII. Los británicos velaron
para impedir la implantación de poblaciones no europeas, especialmente las de chinos y
japoneses. Poblada primeramente por forzados (eran 150.000 a mitad del siglo XIX),
Australia atrajo a continuación a ganaderos, y luego a buscadores de oro desde 1851 con
el descubrimiento de los recursos auríferos. Esta colonización se prosiguió tardíamente,
puesto que desde 1946 el Gobierno australiano favoreció la implantación de 1.500.000
emigrantes, esencialmente británicos. Este movimiento migratorio se prosigue todavía
hoy: desde el fin del apartheid, numerosos blanquitos de África del Sur se han instalado
en Australia.
Otros intentos se saldaron con fracasos. Desde 1870, Francia quiso transformar Argelia
en colonia de asentamiento. Con una política de naturalización automática de los
argelinos judíos (1870) y de los europeos (1896), consiguió aumentar artificialmente la
población europea. Francia buscó atraer a los candidatos a la emigración ofertándoles
tierras. [l45] Estos colonos campesinos fueron rápidamente atrapados por las
reestructuraciones hipotecarias, víctimas de los colonos ricos y de las sociedades
financieras, que los despojaron. La población europea quedó acantonada en las ciudades
y finalmente aumentó débilmente: no alcanzará el millón de personas en 1954. [146] La
guerra y el apoyo de la mayoría de la población europea a la represión del movimiento
nacional argelino, además de la política de la OAS, empujaron a los europeos a
abandonar Argelia en 1962, tras la independencia.
Éste, en una carta al ministro de los DOM-TOM, escribía en esos momentos: "Nueva
Caledonia, colonia de asentamiento, aunque consagrada al abigarramiento racial, es
probablemente el último territorio tropical no independiente en el mundo al que un país
desarrollado pueda enviar a sus súbditos. A corto y medio plazo, la inmigración masiva
de ciudadanos franceses metropolitanos u originarios de los departamentos de ultramar
(Reunión), debería permitir evitar este peligro (una reivindicación nacionalista, NDLR),
manteniendo y mejorando la relación numérica de las comunidades. El éxito de esta
empresa indispensable para el mantenimiento de las posiciones francesas al este de
Suez, depende, entre otras condiciones, de nuestra aptitud para conseguir finalmente,
después de tantos fracasos en nuestra Historia, una operación de asentamiento
conducida de otro modo". Apostamos que la situación actual en Nueva Caledonia, como
consecuencia de la aplicación de esta política, proseguida por todos los gobiernos que
han sucedido al de Pierre Messmer, le reconforta en sus análisis.
Los campesinos ingleses estuvieron entre los primeros en pagar las consecuencias de la
Revolución industrial. Desde el comienzo del siglo XIX, Inglaterra entró en un proceso
global de transformación económica, reformó su producción agrícola. La agricultura,
que sufría la competencia en el mercado interno inglés de las agriculturas europeas y
coloniales, fue reemplazada por la ganadería. Los campesinos ingleses, improductivos,
fueron expulsados de sus tierras. La incapacidad de las incipientes industrias para
absorber la totalidad de esta mano de obra obligó a un buen número a expatriarse en
América del Norte, en las Indias, en África y en Oceanía. Entre 1825 y 1920, 17
millones de ingleses abandonaron su país. [147]
Alemania conoció un fenómeno análogo: entre 1820 y 1933, seis millones de alemanes
se expatriaron hacia los Estados Unidos, Brasil y Argentina. La mayoría de los países
europeos, incluidos los de Europa oriental, [148] aunque con un desfase temporal con
relación a Europa occidental, conocieron fenómenos de emigración. Los Estados Unidos
y América Latina absorbieron a la mayor parte de los emigrantes europeos.
Francia fue un caso aparte. Su falta de dinamismo demográfico --Francia era un país
poco poblado en el siglo XIX--, combinado al hecho de que su agricultura resistió mejor
que la inglesa las consecuencias de la Revolución industrial, hizo de este país un polo de
inmigración.
El caso de Irlanda en el siglo XIX es ejemplar. Irlanda era en ese momento un país rural
cuyos habitantes eran en su inmensa mayoría pequeños campesinos que vivían de
minúsculas explotaciones. Entre 1814 y 1841, la población irlandesa pasó de seis a ocho
millones de habitantes. Las malas cosechas de 1846 a 1851 como consecuencia de la
enfermedad de la patata provocaron hambrunas. Combinadas con epidemias de cólera,
fueron las responsables de la desaparición de un millón de personas. En ese mismo
período, un millón de irlandeses abandonaron su país hacia Inglaterra, Australia, Canadá
o los Estados Unidos. Este flujo migratorio ya no cesó más.
En 1890, los irlandeses eran más numerosos fuera de su país que en la misma Irlanda.
Durante todo el siglo XIX, desarrollaron una cultura de emigración. El precio del pasaje
para la travesía hacia los Estados Unidos era recolectado en el ámbito del círculo
familiar y de vecindario. También podía ser enviado por los miembros de la familia ya
instalados en el extranjero. Una vez desembarcado en los Estados Unidos, en Canadá,
en Australia, el emigrante irlandés no quedaba aislado porque encontraba redes de
ayuda mutua. En el país de acogida, se reunía con los emigrantes que le habían
precedido, instalándose en la misma ciudad y en el mismo barrio. La red de ayuda le
acogía, le alojaba y le procuraba un empleo.
Sin extrapolar demasiado, nos damos cuenta de cómo las solidaridades comunitarias
[150] –solidaridad en la salida, en la llegada o en el proceso de inserción– todavía
funcionan del mismo modo en la actualidad.
Vacunaciones en un campo de inmigrantes de California, EEUU (1936)
Francia, país de inmigración desde el siglo XIX, acogió desde 1850 a belgas, polacos,
italianos, españoles, atraídos por las posibilidades de empleo que les ofrecía el país. Al
mismo tiempo, esta demanda era satisfecha parcialmente por las migraciones internas.
Los campesinos franceses abandonaron tempranamente sus tierras para emigrar hacia
las ciudades buscando ingresos complementarios [151] o un trabajo mejor remunerado.
El siglo XIX y la primera mitad del XX vieron a hombres y mujeres de las regiones más
pobres abandonar su país para trabajar en la ciudad. Esta puede ser tanto la capital del
cantón como la capital regional o París. Sus itinerarios son a menudo comparables con
las migraciones intercontinentales. Bretones, corsos, auverneses, por citar a los más
numerosos, llegaron a las ciudades, donde fueron acogidos por redes de solidaridad
parecidas a las de los emigrantes extranjeros.
Por otra parte, las actitudes hacia ellos no son nada cariñosas. Cuántos textos, artículos
de periódico para denunciar a estos provincianos como sucios, frustrados,
inasimilables... Cuántos más para explicar que los polacos no practican el mismo
cristianismo que los franceses y que son incapaces de integrarse en la sociedad francesa.
Este tipo de violencia colectiva parece desterrado en la actualidad. Aunque las crónicas
de sucesos sean ricas en agresiones y asesinatos de carácter racista. El joven lanzado al
Sena en París por un grupo de cabezas rapadas, el 1 de mayo de 1995, tras una
manifestación del Frente Nacional, demuestra hasta qué punto las tentaciones y los
riesgos están presentes.
Las migraciones de carácter político salpican la historia. Podríamos citar gran número
de ellas. Se traducen en migraciones masivas de poblaciones, algunas de las cuales
desaparecen casi totalmente de los lugares en que tradicionalmente vivían.
Entre las más importantes, si se puede establecer una jerarquización, hay que hablar de
las migraciones de judíos de la Europa del Este, ahuyentados por las persecuciones
durante todo el siglo XIX. Este fenómeno clásico de exacerbación de los odios y de la
utilización del racismo en un contexto general de transformación de las sociedades
europeas encontró su paroxismo con la Segunda Guerra Mundial y la tentativa de
exterminio sis-temático de judíos llevada a cabo por los nazis. Los judíos de Europa del
Este que escaparon al exterminio escogieron en su inmensa mayoría expatriarse, en
Israel, en los Estados Unidos, en Europa occidental. En algunos países, como por
ejemplo en Polonia, los judíos han desaparecido prácticamente.
El genocidio perpetrado por los turcos y los kurdos con los armenios entre 1915 y 1923
tuvo consecuencias similares. Masacres y desplazamientos de población orquestados
por las autoridades turcas de la época no dejaron otra opción a los armenios que huir de
Cilicia, región de Asia Menor en la que vivían desde hacía siglos. Si bien una parte de
ellos ganaron la Armenia soviética, muchos otros se refugiaron en Europa y en los
Estados Unidos. Junto con el genocidio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial,
el genocidio armenio es uno de los traumas mayores del siglo XX.
La miseria en la que son mantenidos estos países, orquestada por el sistema capitalista,
es más propicia que nunca para el desarrollo de ideologías de carácter fascista, que van
del integrismo islámico hasta el etnicismo. Actualmente, los pueblos, junto a sus
dirigentes, expresan cada vez menos reivindicaciones en términos de revoluciones y de
resistencia al orden establecido, y cada día más en términos de oposición entre pueblos,
etnias, comunidades, etc. Numerosos países conocen situaciones de implosión, que se
saldan con conflictos internos y la salida de grupos de población: es el caso de
Mauritania, de Ruanda, de Burundi...
Situación actual
Este cambio no era en realidad tan nuevo. Desde el primer conflicto mundial, los países
europeos solicitaron a sus colonias que enviaran hombres para combatir, y también para
paliar la falta de mano de obra. La industria francesa solicitó por este motivo
indochinos, argelinos, marroquíes, algunos de los cuales se quedaron en la metrópoli
una vez terminado el conflicto. Por este mismo motivo, hubo reclutadores que desde la
década de 1910 hicieron venir varios centenares de chinos por un tiempo limitado,
empleados como peones, obreros, enfermeros, etc.
El viraje tiene lugar a partir de 1970. Ante la crisis económica que se agudiza, ante las
reestructuraciones industriales, el Gobierno francés anuncia su voluntad de inmigración
cero. Francia, como el resto de Europa occidental, ya no necesita inmigrantes. Ellos no
pueden, según una expresión que se pondrá de moda más tarde "acoger toda la miseria
del mundo".
Desde entonces, los países ricos han implementado barreras jurídicas y un arsenal
policial para restringir la entrada en su territorio de estos emigrantes, provenientes de
países cualificados lo mismo como países del Tercer Mundo, países subdesarrollados,
países en vías de desarrollo, países del Sur...
Inmigrantes desalojados por las autoridades francesas de la Iglesia de San Bernardo de
París (1996)
Esta política es acompañada por una práctica de una gran hipocresía, que consiste en
emplear en las empresas a los emigrantes, preferentemente en situación irregular, a
precios inferiores a los nacionales. Imponiendo salarios inferiores a los aplicados
corrientemente, las empresas saben que en un plazo más o menos largo, bajarán los
salarios de todo el mundo.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en las grandes explotaciones agrícolas californianas,
que emplean trabajadores mejicanos ilegales a la vista de todo el mundo. Estos son los
trabajadores mejicanos que acosa la policía americana en el paso de frontera, mientras
las empresas que les explotan nunca son molestadas. La misma hipocresía ha
prevalecido y prevalece todavía en Francia, donde en nombre de la competencia los
administradores imponen precios que no permiten a los subcontratistas ganarse la vida,
si no es utilizando trabajo clandestino.
Pero la visión más deformada nos viene del debate político francés. En efecto, al
escuchar los discursos de unos y otros, se podría pensar que las hordas hambrientas
están a las puertas de nuestras fronteras, dispuestas a acudir en tropel sobre Francia y
Europa. Esto es no evaluar justamente la realidad actual. En efecto, los flujos
migratorios con destino a los países ricos son muy minoritarios. Apenas representan una
quinta parte de los flujos migratorios a escala mundial, lo que da una suma ridícula.
Existen varias razones para ello. En primer lugar, la mayor parte de los candidatos para
emigrar poseen muy pocos fondos en el momento de la salida. Están inscritos en un
proceso de migración de supervivencia más que otra cosa. Este es el caso, por ejemplo,
de ese millón y medio de mujeres asiáticas censadas hoy día como emigrantes, que
proceden a proponer sus servicios en oficios muy poco calificados (asistentas,
empleadas del hogar) o a prostituirse. Algunas sufren situaciones que apuntan
prácticamente a la esclavitud. Los emigrantes pakistaníes o filipinos por ejemplo,
obligados a exiliarse en los estados del Golfo –grandes demandantes de mano de obra
proveniente del Tercer Mundo–, ven confiscados sus pasaportes desde su llegada y son
obligados a trabajar en condiciones inhumanas.
En segundo lugar están las restricciones a la emigración hacia los países ricos, que
implementan medidas cada vez más represivas hacia los emigrantes. Mientras los países
ricos se han beneficiado directamente del empobrecimiento de los países del Tercer
Mundo, proviniendo en gran parte su riqueza del pillaje de sus recursos, alimentándose
de su subdesarrollo y de su endeudamiento, ahora rechazan asumir las consecuencias
lógicas de esta situación.
En todas las épocas, el capitalismo ha sabido impulsar grandes flujos migratorios para
cubrir sus necesidades. Cuando no los ha impulsado directamente, ha sabido
aprovecharse de ellos. Actualmente vivimos un período de transición en que las
migraciones ya no constituyen forzosamente como antes un beneficio para el
capitalismo.
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[140] Las cifras sobre la trata son controvertidas, algunos avanzan la estimación
altamente improbable de 100 millones de africanos deportados. Esto no resiste al
análisis, sobre todo si se tiene en cuenta la densidad de población de África y la
capacidad de transporte de los barcos que efectuaban la travesía del Atlántico.
[143] A fines del siglo XVIII, los aborígenes eran entre 300.000 y 400.000, repartidos
sobre el conjunto del territorio. En 1989, se censaron 40.000, así como 30.000 mestizos.
Recientemente, el Gobierno australiano ha sido interpelado sobre la política llevada a
cabo desde 1950, consistente en retirar los niños aborígenes a sus familias, confiándolos
a instituciones del Estado. Cientos de niños han sido víctimas de estas prácticas.
[146] Los europeos eran 109.000 en 1847, 272.000 en 1872, 578.000 en 1896, 829.000
en 1921 y 984.000 en 1954.
[147] El 80% de entre ellos se instalaron en los Estados Unidos yen Canadá, el 11%
en Australia y el 5% en África del Sur.
[148] Entre 1875 y 1913, cuatro millones de súbditos del Imperio austro-húngaro
emigraron. Entre 1900 y 1914, Rusia sólo contaba con 2'5 millones de emigrantes, buen
número de ellos polacos y judíos perseguidos por la intensificación de las persecuciones
religiosas.
[149] Entre 1876 y 1926, el 84% de los emigrantes irlandeses salieron rumbo a los
Estados Unidos.
[150] El término comunitario es, como el término etnia, de un uso delicado. Supone que
los emigrantes de un mismo país se constituyen en un grupo coherente, con relaciones
colectivas e identitarias. Nada es tan incierto como esto. Existen redes de sociabilidad,
más o menos bien organizadas. En el caso presente, a falta de un término más preciso,
éste designa la red de acogida alrededor del emigrante, su familia, sus vecinos,
relaciones...