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Por tanto, el creyente en una ley natural establecida racionalmente debe afrontar la
hostilidad de ambos bandos: un grupo que siente en esta postura un antagonismo hacia la
religión y el otro grupo que sospecha que Dios y el misticismo se cuelan por la puerta de
atrás. Para el primer grupo, debe decirse que están reflejando una postura agustiniana
extrema que sostiene que es la fe en lugar de la razón la única herramienta legítima para
investigar la naturaleza y los fines apropiados del hombre. En resumen, en esta tradición
fideista la teología ha desplazado completamente a la filosofía. La tradición tomista, por el
contrario, era precisamente la opuesta: reivindicar la independencia de la filosofía de la
teología al proclamar la capacidad de la razón humana de comprender y llegar a las leyes,
físicas y éticas, del orden natural. Si la creencia en un orden sistemático de leyes naturales
abiertas al descubrimiento por la razón humana es por sí mismos antirreligioso, entonces
también fueron antirreligiosos Santo Tomás y los posteriores escolásticos, así como el
devoto jurista protestante Hugo Grocio. La declaración de que hay un orden de ley natural,
en resumen, deja abierto el problema de si Dios ha creado o no ese orden y la afirmación de
la viabilidad de la razón humana para descubrir el orden natural deja abierta la cuestión de
si esa razón fue dada o no al hombre por Dios. La afirmación de un orden de leyes naturales
discernibles por la razón no es, en sí misma, ni pro ni anti-religiosa.
Como esta posición es sorprendente hoy para la mayoría de la gente, investiguemos esta
postura tomista un poco más. La declaración de independencia absoluta de la ley natural de
la cuestión de la existencia de Dios está implícita más que afirmada directamente en el
propio Santo Tomás; pero como muchas implicaciones del tomismo, fue desarrollada por
Suárez y otros brillantes escolásticos españoles de finales del siglo XVI. El jesuita Suárez
apuntaba que muchos escolásticos habían adoptado la postura de que la ley natural de la
ética, la ley de lo que es bueno o malo para el hombre, no dependen de la voluntad de Dios.
De hecho, algunos escolásticos habían llegado a decir que:
Aunque Dios no existiera o no hiciera uso de Su razón o no juzgara rectamente las cosas, si
existiera en el hombre tal dictado de la razón recta para guiarle, tendría que tener la misma
naturaleza de derecho que tiene ahora.
Si la palabra “natural” significa algo, se refiere a la naturaleza del hombre y cuando se usa
con “ley”, “natural” debe referirse a un ordenamiento que se manifiesta en las inclinaciones
de una naturaleza del hombre y a nada más. Así que, en sí mismo, no hay nada religioso o
teológico en la “Ley Natural” de Aquino.
El jurista protestante holandés Hugo Grocio declaraba en su De Iure Belli ac Pacis (1625):
Lo que hemos venido diciendo tendría un grado de validez incluso si debiésemos conceder
lo que no puede concederse sin la más completa perversidad, que Dios no existe.
Y de nuevo:
Inconmensurable como es el poder de Dios, sin embargo puede decirse que hay ciertas
cosas sobre las que no se extiende ese poder (…) Igual que Dios no puede hacer que dos
veces dos no sean cuatro, Él no puede hacer que lo intrínsecamente malo no sea malo.
La noción de la ley natural [de Grocio] no era nada revolucionaria. Cuando mantiene que la
ley natural es ese cuerpo de reglas que el Hombre es capaz de descubrir por el uso de su
razón, no hace sino restaurar la noción escolástica de una base racional de la ética. De
hecho su objetivo es más bien restaurar la idea que se había visto sacudida por el
agustinismo extremo de ciertas corrientes del pensamiento protestantes. Cuando declara
que estas reglas son válidas en sí mismas, independientemente del hecho de que Dios las
quiera, repite una afirmación que ya había sido realizada por algunos escolásticos.
El objetivo de Grocio, añade d’Entrèves, “era construir un sistema de leyes que pudiera
llevar un poder de convicción en una época en la que la controversia teológica estaba
perdiendo gradualmente el poder de hacerlo”. Grocio y sus sucesores juristas (Pufendorf,
Burlamaqui y Vattel) procedieron a elaborar este cuerpo independiente de leyes naturales
en un contexto puramente secular, de acuerdo con sus propios intereses particulares, que no
eran, al contrario que lo escolásticos, principalmente teológicos. De hecho, incluso los
racionalistas del siglo XVIII, enemigos declarados de los escolásticos en muchos aspectos,
se vieron profundamente influidos en su mismo racionalismo por la tradición escolástica.
Así que, que no haya equívocos: en la tradición tomista, la ley natural es una ley tan ética
como física y el instrumento con el que el hombre aprende dicha ley es su razón: no la fe, ni
la intuición, ni la gracia, la revelación o cualquier otra cosa. En la atmósfera contemporánea
de aguda dicotomía entre ley natural y razón (y especialmente entre los sentimientos
irracionalistas del pensamiento “conservador”), esto no puede subrayarse demasiado a
menudo. Por tanto, Santo Tomás de Aquino, en palabras del eminente historiador de la
filosofía Padre Copleston, “destacaba el lugar y función de la razón en la conducta moral,
[Aquino] compartía con Aristóteles la opinión de que es la posesión de razón lo que
distingue al hombre de los animales” y que “le permite actuar deliberadamente a la vista de
entender conscientemente el fin y le pone por encima del nivel del comportamiento
puramente instintivo”.
Por tanto, Aquino pensaba que los hombres actúan siempre con un propósito, pero también
va más allá argumentando que los fines también pueden ser comprendidos por la razón
como objetivamente buenos o malos para el hombre. Así que para Aquino, en palabra de
Copleston, “hay por tanto espacio para el concepto de la ‘razón recta’, la razón que dirige
los actos del hombre para alcanzar el bien objetivo para el hombre”. La conducta moral es
por tanto una conducta de acuerdo con la recta razón: “Si se dice que la conducta moral en
la conducta racional lo que se quiere decir es una conducta de acuerdo con la recta razón, la
razón que comprende el bien objetivo para el hombre y dicta los medios para alcanzarlo”.
Por tanto, en la filosofía de la ley natural, la razón no está condenada, como en la moderna
filosofía posterior a Hume, a ser una mera esclava de las pasiones, confinada a producir el
descubrimiento de medios para fines elegidos arbitrariamente. Pues los propios fines son
seleccionados por el uso de la razón y la “recta razón” dicta al hombre sus fines apropiados
así como los medios para alcanzarlos. Para los tomistas o teóricos de la ley natural, la ley
general de la moralidad del hombre es un caso especial del sistema de ley natural que
gobierna a todos los entes del mundo, cada uno con su propia naturaleza y sus propios
fines. “Para él la ley moral (…) es un caso especial de los principios generales de que todas
las cosas finitas se mueven hacia sus fines mediante el desarrollo de sus potencialidades”.
Y aquí aparece un diferencia vital entre las criaturas inanimadas o incluso vivas no
humanas y el propio hombre, pues las primeras están obligadas a proceder de acurdo con
los fines dictados por sus naturalezas, mientras que el hombre, “el animal racional”, posee
razón para descubrir dichos fines y libre voluntad para elegir.
la ciencia social positivista (…) se caracteriza por el abandono o la huida de la razón (…).
Finalmente, el puesto único de la razón en la filosofía de la ley natural ha sido afirmado por
el filósofo tomista moderno, el veterano Padre John Toohey. Toohey define a una filosofía
sólida como sigue: “Filosofía, en el sentido en que se usa la palabra cuando el
escolasticismo se contrasta con otras filosofías, es un intento por parte de la razón no
auxiliada del hombre para dar una explicación fundamental de la naturaleza de las cosas”.
Una crítica común y burlona por parte de los oponentes a la ley natural es: ¿quién va a
establecer las supuestas verdades acerca del hombre? La respuesta no es quién sino qué: la
razón humana. La razón humana es objetiva, es decir, pueden emplearla todos los hombres
para descubrir verdades acerca del mundo. Preguntar qué es la naturaleza humana es invitar
a la respuesta. ¡Ve y estudia y descúbrelo! Es como si hombre fuera a afirmar que la
naturaleza del cobre estuviera abierta a la investigación racional y un crítico le retara a
“probar” esto inmediatamente aportando en ese momento todas las leyes que se hayan
descubierto respecto del cobre.
Otra acusación común es que los teóricos de la ley natural difieren entre sí y que por tanto
deben descartarse todas las teorías del derecho natural. Esta acusación tiene su aquél, al
provenir habitualmente de economistas utilitarios. Pues la economía ha sido una ciencia
notoriamente polémica y aún así poca gente defiende echar toda la economía en el descarte.
Además, las diferencias de opinión no son una excusa para descartar a todos los bandos en
una disputa; la persona responsable es la que utiliza su razón para examinar las distintas
posiciones y adoptar su propia postura. No dice simplemente a priori “¡Malditas vuestras
familias!” El hecho de la razón humana no significa que el error sea imposible. Incluso
ciencias “puras” como la física y la química han tenido sus errores y sus fervientes disputas.
Ningún hombre es omnisciente o infalible (por cierto, una ley de la naturaleza humana).
La ética de la ley natural decreta que para todas las cosas vivientes, “el bien” es el
cumplimiento de todo lo que es mejor para ese tipo de criatura; por tanto “el bien” es
relativo a la naturaleza de la criatura implicada. Así, el Profesor Cropsey escribe:
La doctrina clásica [de la ley natural] es que cada cosa es excelente en el grado en que
puede hacer cosas para las que su especie está dotada naturalmente (…) ¿Por qué es bueno
lo natural? (…) [Porque] no hay forma ni razón que impida que distingamos entre bestias
inútiles y útiles, por ejemplo y (…) lo más empírico y (…) racional que sea el patrón de
utilidad o el límite de la actividad de las cosas lo establece su naturaleza. No juzgamos que
los elefantes sean buenos porque sean naturales o porque la naturaleza sea buena, signifique
esto lo que signifique. Juzgamos si es bueno un elefante en particular a la luz de lo que la
naturaleza del elefante hace posible que hagan y sean los elefantes.
En el caso del hombre, la ética de la ley natural establece que lo bueno o malo puede
determinarse por lo que cumple o frustra lo que es mejor para la naturaleza del hombre.
Luego la ley natural dilucida lo que es mejor para el hombre: qué fines debería perseguir el
hombre que sean más armoniosos y tiendan más a cumplir con su naturaleza. Por tanto, en
un sentido importante, la ley natural ofrece al hombre una “ciencia de la felicidad”, con los
caminos que le llevarán a esta felicidad real. Por el contrario, la praxeología o la economía,
así como la filosofía utilitaria, con las que esta ciencia ha estado íntimamente relacionada,
tratan a la “felicidad” en el sentido puramente formal como el cumplimiento de aquellos
fines que la gente suele (por cualquier razón) poner más alto en su escala de valores. La
satisfacción de esos fines da al hombre su “utilidad” o “satisfacción” o “felicidad”. El valor,
en el sentido de valoración o utilidad, es puramente subjetivo y decidido por cada
individuo. Este procedimiento es perfectamente apropiado para la ciencia formal de la
praxeología, o teoría económica, pero no necesariamente en todas partes. Pues en una ética
de la ley natural, los fines demuestran ser buenos o malos para el hombre en distintos
grados; el valor es aquí objetivo, determinado por la ley natural del ser humano, y aquí la
“felicidad” del hombre se considera en sentido de contento de sentido común. Como dijo el
Padre Kenealy:
Esta filosofía mantiene que hay de hecho un orden moral objetivo dentro del ámbito de la
inteligencia humana, al que están condenadas las sociedades humanas conscientemente a
seguir y del cual dependen la paz y la felicidad de la vida personal, nacional e internacional.
Y el eminente jurista inglés, Sir William Blackstone, resumía la ley natural y su relación
con la felicidad humana como sigue:
Ésta es la base de lo que llamamos ética, o ley natural (…) demostrando que esta o aquella
acción tiende a la felicidad real del hombre y por tanto concluyendo con justicia que su
realización es una parte de la ley de la naturaleza; o, por el contrario, que esta o aquella
acción supone la destrucción de felicidad real de hombre, y que por tanto la prohíbe la ley
de la naturaleza.
Sin utilizar la terminología de la ley natural, el psicólogo Leonard Carmichael ha indicado
cómo puede establecerse una ética objetiva y absoluta para el hombre sobre métodos
científicos, basada en la investigación biológica y psíquica:
Una objeción filosófica común a la ética de la ley natural es que confunde, o identifica, el
realismo del hecho y el valor. Para nuestra breve explicación bastará la réplica de John
Wild:
Al responder podemos apuntar que su visión [de la ley natural] identifica el valor no con la
existencia sino más bien con el cumplimiento de tendencias determinadas por la estructura
de la entidad existente. Además, identifica lo malo, no con la inexistencia, sino más bien
con un modo de existencia en que las tendencias naturales se ver frustradas y privadas de
realización (…). La planta joven cuyas hojas se están secando por falta de luz no es
inexistente. Existe, pero en un modo insano o privativo. El hombre cojo no es inexistente.
Existe pero con un poder natural parcialmente no realizado. (…) Esta objeción metafísica
se basa en la suposición común de que la existencia está totalmente acabada o completa.
(…) [Pero] lo que es el bien es el cumplimiento del ser.
Tras establecer que la ética, para el hombre igual que para cualquier otra entidad, se
determina investigando tendencias existentes de esa entidad, Wild se hace una pregunta
crucial para toda ética no teológica: “¿por qué siento que esos principios me obligan?”
¿Cómo se incorporan esas tendencias universales de la naturaleza humana a una escala de
valor subjetiva de una persona? Porque
las necesidades factuales que subyacen a todo el procedimiento son comunes a los hombres.
Los valores basados en ellas son universales. Por tanto, si no cometo ningún error en mi
análisis tendencial de la naturaleza humana y si me entiendo a mí mismo, debo ser ejemplo
de la tendencia y debo sentirla subjetivamente como una llamada imperativa a la acción.
David Hume es el filósofo que suponen los filósofos modernos que demolió efectivamente
la teoría de la ley natural. La “demolición” de Hume tenía dos flancos: la exposición de la
supuesta dicotomía “hecho-valor”, eliminando así la inferencia del valor a partir del hecho,
y su opinión de que la razón es y sólo puede ser esclava de las pasiones.
En resumen, frente a la visión de la ley natural de que la razón humana puede descubrir los
fines apropiados a perseguir por el hombre, Hume sostenía que sólo las emociones pueden
en definitiva establecer los fines del hombre y que el lugar de la razón es el de ser un
técnico y criado para sus emociones. (Aquí a Hume le siguen los científicos sociales
modernos desde Max Weber). De acuerdo con esta visión, las emociones de la gente se
suponen hechos dados primariamente y no analizables.
El Profesor Hesselberg ha demostrado, sin embargo, que Hume, en el curso de sus propias
explicaciones se vio obligado a reintroducir un concepto de ley natural dentro de su
filosofía social y particularmente en su teoría de la justicia, ilustrando la burla de Etienne
Gilson: “La ley natural siempre entierra a sus enterradores”. Pues Hume, en palabras de
Hesselberg, “reconocía y aceptaba que el (…) orden social es un requisito indispensable
para el bienestar y la felicidad del hombre: y que esto es la constatación de un hecho”. Por
tanto el orden social debe mantenerse por parte del hombre. Continúa Hesselberg:
Pero no es posible un orden social salvo que el hombre sea capaz de concebir lo que es y
cuáles son su ventajas y asimismo concebir aquellas normas de conducta que son necesarias
para su establecimiento y preservación, a saber, respeto por la persona de otro y sus
posesiones legítimas, que son lo esencial de la justicia (…) Pero la justicia es producto de la
razón, no de las pasiones. Y la justicia es el apoyo necesario del orden social y el orden
social es necesario para el bienestar y la felicidad del hombre. Si es así, las normas de la
justicia deben controlar y regular las pasiones y no al contrario.
Hesselberg concluye que “así que la ‘primacía de las pasiones’ original de Hume resulta ser
completamente insostenible por su teoría social y política y (…) se ve obligado a
reintroducir la razón como un factor cognitivo-normativo en las relaciones sociales
humanas”.
Hemos visto en nuestra explicación que la doctrina de la ley natural (la opinión de que
puede establecerse una ética objetiva a través de la razón) ha tenido que afrontar dos
poderosos grupos de enemigos en el mundo moderno: ambos ansiosos por denigrar el poder
de la razón humana para decidir sobre su destino. Están los fideistas que creen que la ética
sólo puede ofrecerse al hombre por revelación sobrenatural y los escépticos que creen que
el hombre debe tomar su ética de los caprichos o emociones arbitrarios. Podemos resumirlo
en la dura pero penetrante opinión del Profesor Grant de que
El hecho históricamente interesante es que estas dos tradiciones anti-racionalistas (la del
liberal escéptica y el revelacionista protestante) deberían haber venido originalmente de dos
(…) visiones opuestas del hombre. La dependencia protestante de la revelación deriva de
un gran pesimismo acerca de la naturaleza humana (…) Los valores inmediatamente
aprehendidos del liberal se originan por un gran optimismo. Aún así (…) después de todo
¿no es la tradición dominante en Norteamérica un protestantismo que se ha transformado
por la tecnología pragmática y las aspiraciones liberales?
De hecho los principios legales de cualquier sociedad pueden establecerse de tres formas
alternativas: (a) siguiendo la costumbre tradicional de la tribu o la comunidad; (b)
obedeciendo a la voluntad arbitraria y ad hoc de quienes gobiernan el aparto del Estado o
(c) por el uso de la razón del hombre al descubrir la ley natural; en resumen por la servil
conformidad a la costumbre, por el capricho voluntario o por el uso de la razón humana.
Estás son esencialmente las únicas formas posibles de establecer una ley positiva. Aquí
simplemente afirmaremos que el último método es a la vez el más apropiado para el
hombre en su humanidad más noble y completa, y potencialmente el más “revolucionario”
frente a cualquier status quo existente.
Acton añadía que los estoicos desarrollaron los principios correctos (sin estado) de la
filosofía política de la ley natural, que luego fueron revividos en el periodo moderno por
Grocio y sus seguidores. “Desde entonces se hizo posible hacer de la política un asunto de
principios y de conciencia”. La reacción del estado a este desarrollo teórico fue de terror:
Acton veía claramente que cualquier serie de principios morales basados en la naturaleza
del hombre deben inevitablemente entrar en conflicto con la costumbre y la ley positiva.
Para Acton, un conflicto tan irrefrenable era un atributo esencial del liberalismo clásico: “El
liberalismo desea lo que tendría que ser, independientemente de lo que sea”. Como escribe
Himmelfarb de la filosofía de Acton:
Y así, para Acton, el individuo, armado con los principios morales de la ley natural, está
entonces en una posición firme desde la que criticar los regímenes e instituciones
existentes, sometiéndolos a la fuerte y dura luz de la razón. Incluso el mucho menos
orientado políticamente John Wild ha descrito mordazmente la naturaleza inherentemente
radical de la teoría de la ley natural:
El elogiado “Segundo tratado sobre el gobierno civil” fue ciertamente una de las primeras
elaboraciones sistemáticas de la teoría libertaria e individualista de los derechos naturales.
De hecho, la similitud entre la opinión de Locke y la teoría establecida a continuación
resultará evidente en el siguiente pasaje:
[C]ada hombre, empero, tiene una propiedad en su misma persona. A ella nadie tiene
derecho alguno, salvo él mismo. El trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos podemos
decir que son propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la
naturaleza le pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo
que de él es, y así se constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que
se hallaba por naturaleza, obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho
común de los demás hombres. Porque siendo el referido trabajo propiedad indiscutible de
tal trabajador, no hay más hombre que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde
hubiere de ello abundamiento, y común suficiencia para los demás. (…)
El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de los
árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento sea suyo.
Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo? Mas es cosa llana que si la recolección
primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel trabajo pone una
demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. Él les añade algo, sobre lo que obrara la
naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho particular del recolector.
¿Y dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o manzanas fuesen así
apropiadas, por faltar el asentimiento de toda la humanidad a su dominio? (…) Si tal
consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre de inanición, a pesar de la
abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por convenio en tal
estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del estado en que
lo dejara la naturaleza cómo empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera utilizable.
No debería sorprender que la teoría de los derechos naturales de Locke, como han
demostrado los historiadores del pensamiento político, esté llena de contradicciones e
inconsistencias. Después de todo, los pioneros de cualquier disciplina, de cualquier ciencia,
están condenados a sufrir inconsistencias y lagunas que corregirán los que les sigan. Las
divergencias con Locke en la presente obra sólo sorprenderán a los que crean en la
desgraciada moda moderna que prácticamente ha abolido la filosofía política constructiva
en favor de un mero interés de anticuario por los textos más antiguos. De hecho, la teoría
libertaria de los derechos naturales continuó expandiéndose y purificándose tras Locke,
llegando a su culminación en las obra del siglo XIX de Herbert Spencer y Lysander
Spooner.
La multitud de teóricos de los derechos naturales tras Locke y los niveladores, dejaba clara
su opinión de que estos derechos derivan de la naturaleza del hombre y del mundo que lo
rodea. Algunos ejemplos notablemente nombrados: el teórico germano-estadounidense del
siglo XIX, Francis Lieber en su tratado temprano y más libertario escribía: “La ley de la
naturaleza o ley natural (…) es la ley, el cuerpo de derechos, que deducimos de la
naturaleza esencial del hombre”. Y el eminente ministro unitario estadounidense del siglo
XIX William Ellery Channing: “Todos los hombres tienen la misma naturaleza racional y
el mismo poder de conciencia y todos están igualmente hechos para su mejora indefinida de
estas facultades divinas y para la felicidad que se encuentra en su uso virtuoso”. Y
Theodore Woolsey, uno de los últimos teóricos sistemáticos de los derechos naturales en
los Estados Unidos del siglo XIX: los derechos naturales son aquéllos “en los que debe
invertirse, por justa deducción de las características presentes físicas, morales, sociales y
religiosas del hombre (…) para cumplir con los fines a los que le llama la naturaleza”.
Si, como hemos visto, la ley natural es esencialmente una teoría revolucionaria, entonces
con mayor razón lo es su rama individualista de los derechos naturales. Como dijo la
teórica estadounidense de los derechos naturales del siglo XIX Elisha P. Hurlbut:
Las leyes deben ser meramente declaratorias de derechos y prohibiciones naturales y (…)
lo que sea indiferente para las leyes de la naturaleza debe quedar inadvertido para la
legislación humana (…) y la tiranía legal aparece siempre que nos alejamos de este sencillo
principio.
Un ejemplo notable del uso revolucionario de los derechos naturales es, por supuesto, la
Revolución Americana, que se basaba en un desarrollo radicalmente revolucionario de la
teoría de Locke durante el siglo XVIII. Las famosas palabras de la Declaración de
Independencia, como dejaba claro el propio Jefferson, no enunciaban nada nuevo, sino que
eran simplemente un brillante destilado de las opiniones que sostenían los americanos de
aquel entonces:
Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son
creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre
estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad [la expresión más común de la
triada era “Vida, libertad y propiedad”]. Que para garantizar estos derechos se instituyen
entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de
los gobernados. Que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de
estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla.
Hablaremos de “derechos” a lo largo de toda esta obra, en particular los derechos de los
individuos a la propiedad en sus personas y en objetos materiales. ¿Pero cómo definimos
los “derechos”? El “derecho” ha sido definido convincente y agudamente por el Profesor
Sadowsky:
Cuando decimos que alguien tiene el derecho a hacer ciertas cosas queremos decir esto y
sólo esto: que sería inmoral que otro, sólo o en combinación con otros, le impidiera hacerlo
mediante el uso de fuerza física o su amenaza. No queremos decir que cualquier uso que
haga un hombre de su propiedad dentro de los límites fijados sea necesariamente un uso
moral.
La definición de Sadowsky destaca la distinción crucial que haremos a lo largo de este libro
entre el derecho de un hombre y la moralidad o inmoralidad de su ejercicio de ese derecho.
Argumentaremos que es un derecho de un hombre hacer lo que quiera con su persona, que
es su derecho no ser molestado o interferido con violencia en el ejercicio de ese derecho.
Pero lo que pueden ser formas morales o inmorales de ejercitar dicho derecho es una
cuestión de ética personal en lugar de filosofía política, qué afecta solamente a asuntos del
derecho, y del ejercicio apropiado o inapropiado de la violencia física en la relaciones
humanas. La importancia de esta distinción crucial no puede exagerarse. O como decía
concisamente Elisha Hurlbut: “El ejercicio de una facultad [por un individuo] es su soólo
uso. La forma de su ejercicio es una cosa: eso implica una cuestión moral. El derecho a su
ejercicio es otra cosa”.
La diferencia entre el científico político y el filósofo político es que los juicios morales del
“científico” están ocultos e implícitos y por tanto no sujetos a un escrutinio detallado y por
tanto es más probable que sean insensatos. Además, evitar los juicios éticos explícitos lleva
a los científicos políticos a un primordial juicio de valor implícito: en favor del status quo
político que suele prevalecer en cualquier sociedad concreta. Como mínimo, su falta de una
ética política sistemática impide que el científico político trate de convencer a nadie del
valor de cualquier cambio en el status quo.
Entretanto, además, los filósofos políticos de hoy en día generalmente se limitan, también
de una forma neutral, a descripciones de anticuario y exégesis de las opiniones de otros
filósofos políticos desaparecidos hace tiempo. Al hacerlo así, eluden la principal tarea de la
filosofía política, en palabras de Thomas Thorson, “la justificación filosófica de las
posiciones de valor relevante para la política”.
Por tanto, para defender la política pública, debe construirse un sistema de ética social o
política. En siglos pasados ésta era la tarea esencial de la filosofía política. Pero en el
mundo contemporáneo, la teoría política, en nombre de una “ciencia” espuria, ha eliminado
la filosofía ética y se ha descartado a sí misma como guía para el ciudadano curioso. Se ha
seguido el mismo camino en cada una de las disciplinas de las ciencias sociales y de la
filosofía al abandonar los procedimientos de la ley natural. Eliminemos por tanto los
duendes del Wertfreiheit, del positivismo, del cientifismo. Ignorando las imperiosas
demandas de un status quo arbitrario, construyamos (por muy manido que pueda ser este
cliché) un patrón de ley y derechos naturales en el que puedan reparar los sabios y
honrados. En concreto, busquemos establecer la filosofía política de la libertad y del ámbito
adecuado de la ley, los derechos de propiedad y el Estado.