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El hecho de un ser humano, llamado Cristo, que dice de sí mismo, afirma de sí mismo,
que él es Dios mismo, el Verbo, el Mesías, el enviado. En este momento, la base del
saber teológico se hace histórica, es un hecho histórico. Es una historia, una biografía,
que va a entrar en el discurrir de todos los demás procesos históricos.
Los primitivos cristianos se afanaban, precisamente, por testificar que Cristo era Dios
mismo, y, cuando le requerían la prueba, acudían a la Resurrección, nosotros, los
Apóstoles, somos testigos de que resucitó.
Era tan reciente el hecho, tan vivo históricamente, tan actual, tan extraordinariamente
comunicativo, que creó un impacto social en aquellos círculos: unos, para aceptar el
hecho; otros, para rechazarlo. Pero el acontecimiento era enormemente actual. Por
eso, los cristianos invocaban, como argumento último para demostrar la divinidad de
Cristo, que se había resucitado a sí mismo, ya que nadie, humanamente hablando,
puede resucitarse a sí mismo.
Se refiere a cómo Cristo debe llenar, comunicar, este hecho histórico, este hecho de la
afirmación divina de sí mismo, para que pueda entrar en mí religiosamente.
Si tú, Cristo, eres Dios, entonces esa proposición, ese enunciado, tiene que producir en
mí el convencimiento de que, en efecto, es así. Si lo haces, ya tengo la persuasión;
empiezo a creer que, efectivamente, eres aquello que tú afirmas de ti.
¿Cómo puedes probármelo? ¿De qué manera me vas a probar que Tú eres Dios?
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