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Arquitectura
Apenas descubiertas las islas del Caribe, los conquistadores —soldados y frailes—
se lanzaron a un vasto programa arquitectónico cuya intensidad y calidad no iban
a poder mantener por mucho tiempo, cuando comprendieran el gigantesco conti-
nente que se les ofrecía a espaldas de esos bastiones insulares.
Los primeros edificios que todavía permanecen en pie en la ciudad de Santo
Domingo, nos recuerdan la magnitud del programa, aunque éste no llegara a ser
completado nunca ni allí ni en Cuba o Puerto Rico. Esa precoz oleada constructo-
ra había contado con los materiales locales y el empleo de las técnicas europeas.
Cuando los únicos elementos a mano eran el adobe y la paja, los propios coloniza-
dores se construían bohíos parecidos a los que se hacían los indios. En cambio,
cuando pretendieron tener edificios más nobles tuvieron que apelar a maestros de
obras y escultores que llegaron directamente de España.
Como puede suponerse, estas primeras manifestaciones abarcan estilísticamen-
te desde el gótico hasta el Renacimiento italiano, entendido al pie de la letra o en
su versión española que llamamos plateresco. A veces los artesonados copiaban los
modelos clásicos que consisten en casetones de madera labrada; otras, se trataba
de repetir los modelos mudejares, lo que se conocía entonces como «carpintería de
lo blanco». Estas últimas cubiertas que formaban polígonos estrellados fueron muy
apreciadas durante toda la Colonia, puesto que no constituían solamente una for-
ma refinada de expresión artística, sino que hasta se revelaron como procedimien-
to ingenioso en una zona donde había escasez de troncos de gran escuadría.
En Santo Domingo el mejor edificio de la época es, sin duda, la catedral que
ordenó levantar el primer obispo, Alessandro Geraldini, italiano amigo personal
de los Reyes Catóhcos. Si bien la construcción no puede jactarse de ser esbelta,
al menos resulta muy digna. Las naves van cubiertas de bóvedas góticas de cruce-
ría, mientras que la fachada —en estilo del quattrocento— ostenta una doble por-
ARQUITECTURA Y ARTE COLONIAL 267
tada con un curioso efecto de trompe l'oeil. Vemos aquí la pretensión de un huma-
nista que no pudo por menos que asegurarse que su propia sede, la primera crono-
lógicamente en toda América, mostrara algún rasgo de su gloriosa tierra natal.
No obstante, este lujo era poco frecuente. En el llamado Alcázar o casa de Die-
go Colón encontramos una especie de fortaleza —desdichadamente hoy restaurada
con exceso— que presenta en sus dos frentes sendas loggias de arcadas, como las
que más tarde le copiará en México la casa de Cortés, en Cuernavaca. Se conservan
también los conventos de San Francisco (1544-1555) y de La Merced (1527-1555)
cuyas estructuras son básicamente góticas, y si el primero es hoy sólo una ruina
imponente, el segundo se mantiene todavía en pie. Los vestigios del hospital de San
Nicolás (1533-1552) muestran que era de planta cruciforme como los que la corona
española había mandado ejecutar en Santiago de Compostela y en Toledo.
En cuanto a las obras, un poco posteriores, llevadas a cabo en Cuba y Puerto
Rico, puede decirse que resultan mucho más modestas que las de ese brillante co-
mienzo dominico. Aparte de algunas pocas iglesias, lo principal de esos puntos es-
tratégicos —arquitectónicamente hablando— son siempre las fortificaciones llama-
das entonces «castillos», que llegarán a su pleno esplendor solamente en los próximos
dos siglos, como ya veremos más adelante.
los oficios sin entrar a la iglesia y, en los ángulos, las «capillas posas», donde se
detenían las procesiones.
En una descripción más detallada, agreguemos que la planta típica del templo
era de nave única con cabecera poligonal, de muros lisos que llevaban contrafuer-
tes al exterior y, entre ellos, se abrían altas ventanas que impedían cualquier intru-
sión extemporánea. Falta decir que esa majestuosa y esbelta nave se cubría de bó-
vedas de crucería: auténticas o fingidas. A menudo la fachada y la capilla abierta
estaban más decoradas que el resto, de manera tal que ese ornato, más que formar
parte del muro, parecía adherirse a él como un simple telón. Los claustros eran más
sencillos, con arcos de medio punto o elípticos y, en algunas raras ocasiones, toda-
vía ojivales.
Las capillas abiertas y las posas constituyen otro elemento revelador del carác-
ter del convento novohispano. Las primeras podían estar ubicadas en diversos em-
plazamientos dentro de la planta general; presentaban además una gran variedad
tipológica: algunas eran de tres arcos (Cuernavaca), otras de cinco (Teposcolula),
otras de sólo uno pero muy amplio (Acolman, Actopan), habiendo aún otras solu-
ciones. Por lo que respecta a las posas, se trataba de pequeños edículos de planta
cuadrada, con cuatro arcos en cada una de sus caras y un techo —también de pie-
dra— de forma piramidal.
No debemos permitir que nos confunda el hecho de encontrar juntos elementos
románicos, bóvedas góticas de crucería y fachadas platerescas dentro del mismo
conjunto de edificios. La mayoría de los improvisados constructores empleaba cual-
quier material y técnica a su alcance. Asimismo se dependía mucho de los maestros
y arquitectos —muchas veces algún fraile idóneo—, así como de talUstas y pintores y,
en general, de la mano de obra que pudiera encontrarse. Ciertos historiadores del
arte creen en la existencia de un proyecto deliberado, cuando la realidad era que
los ejecutores del programa debían adaptarse a las circunstancias, a pesar de lo cual
lograron a veces resultados admirables. Tampoco los estilos españoles fueron los
únicos en México; por ejemplo, en la puerta de la porciúncula del convento de Hue-
jotzingo, hallamos la impronta del recargado estilo portugués que llamamos «ma-
nuelino».
A fines del siglo xvi una nueva tipología empieza a afirmarse: la de la iglesia
de tres naves, que adoptaron los franciscanos en Tecali y Zacatlán de las Manzanas
(1562-1567), con columnas altas que soportan una techumbre de madera. Por esa
misma época los dominicos edificaron la gran iglesia de Cuilapán situada en el área
de Oaxaca. Ese templo (1555-1558) —de perfil poco esbelto— se encuentra hoy des-
graciadamente en ruinas.
Escultura
Si bien la cerámica apenas puede considerarse como escultura, nos parece apro-
piado mencionar aquí la producida en la zona poblana como un hábil modo de
decoración en un lugar donde escasea la piedra. Sus azulejos, en general, constitu-
yen uno de los rasgos típicos del arte mexicano, sobre todo en el siglo xviii. En
general, la costumbre poblana consiste en combinar la cerámica roja lisa con azu-
lejos multicolores y blancas yeserías. Es el caso de la famosa casa del Alfeñique,
en Puebla, alegre construcción en donde se utiliza el procedimiento tanto en inte-
riores como en el exterior sobre las fachadas. La escultura de bulto propiamente
dicha, empieza a aparecer en México desde un comienzo. Es probable que las me-
jores piezas provengan todavía de la península ya que están en la línea de la tradi-
ción de la escuela andaluza, especialmente de Martínez Montañés (1568-1649). El
siglo XVII es testigo del desarrollo de una escuela propiamente mexicana con algu-
nos ejemplos en piedra de los que aparecen en las fachadas de los conventos rurales
y urbanos, cuyas portadas, capillas abiertas y posas están con frecuencia correcta-
mente labradas.
Empero, la gran época de la escultura fue el siglo xviii. El «segundo barroco»
es por excelencia un estilo escultórico. El nivel alcanzado en madera, mármol y es-
tuco fue muy alto, más en lo referente a la técnica que a la calidad estética. A fines
del siglo, cuando el neoclasicismo era ya el estilo dominante, será Manuel Tolsá
quien se muestre capaz de crear una importante escultura en bronce: su magnífica
estatua ecuestre de Carlos IV (1803), en Ciudad de México, verdadera obra maestra
en su género.
Desde el siglo xvi en adelante, hubo en Guatemala, una escuela de imaginería
de la que cabe destacar a dos maestros: Juan de Aguirre y Quirio Cataño. De este
último escultor se conserva el llamado Cristo Negro (1595) que todavía se encuen-
tra en el santuario de Esquipulas, aunque la mayoría de sus obras se dispersaron
por toda Centroamérica, cuando no han desaparecido. El siglo xvii en Santo Do-
mingo presenta una sola creación de interés iconográfico y artístico: la decoración
de la capilla del Rosario en la iglesia de los dominicos (1650-1684), en cuya bóveda
quedan reproducidos en relieve los signos del zodíaco. Tampoco en Cuba el siglo
xvii es notable en escultura, sólo vale la pena mencionar un voluminoso San Cris-
tóbal de Martín de Andújar, discípulo de Martínez Montañés.
En cuanto a la imaginería de los siglos xvii y xviii en América Central, queda
representada por algunos imagineros de mérito; uno de ellos es Alonso de la Paz,
quien talló el San José de la iglesia de Santo Domingo en Guatemala. En cuanto
al xviii merece mencionarse a Juan de Chaves, creador del San Sebastián de la ca-
tedral guatemalteca.
Pintura
En cada región y cada época se destaca una forma artística particular, que ex-
presa mejor que las otras una situación cultural dada. En México, la pintura se lle-
va la palma en lo que concierne al período colonial. Es fácil comprender que en
el siglo XVI haya habido urgencia en obtener pintura figurativa: se trataba de cate-
quizar a los indios mostrándoles imágenes apropiadas. El afán consistía en deco-
rar las paredes de las iglesias y conventos, y los primeros frailes debieron enfrentar
274 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
ve Ibía quien —al igual que Arteaga y Juárez— murió relativamente joven. De él
puede decirse que es el último «tenebrista». En cambio, Pedro García Ferrer es un
pintor que Enrique Marco Dorta considera inñuido por Francisco Ribalta
(1565-1628), quien llegó a pintar algún cuadro de interés como la Inmaculada en
la catedral de Puebla.
El siglo XVII culmina en México con un consumado artista: Cristóbal de Vi-
llalpando (1645-1714), el cual se vio influido por la pintura sevillana y, más concre-
tamente, por Juan Valdés Leal (1622-1690). Aunque en ocasiones pueda reprochár-
sele un dibujo descuidado, no hay duda de que Villalpando es capaz de elocuencia
positiva y brillantez de colorido. De él son La Transfiguración y la Serpiente de
metal (1683), y dos grandes telas en la sacristía de la catedral mexicana: La Iglesia
Militante y La Iglesia Triunfante. El otro pintor de gran fama que figura en esa
misma sacristía es Juan Correa (activo entre 1674 y 1739). Autor aüí de dos gran-
des composiciones: La Asunción de la Virgen y La Entrada de Jesús en Jerusalem
(1689-1691). Otra de sus obras era el Apocalipsis que se hallaba detrás del altar del
Perdón que, como ya se dijo, desapareció en un incendio. Aunque algunos crean
que el siglo xvii es el gran siglo de la pintura mexicana, hay excepciones conside-
rables en el siglo xviii. Por ejemplo cabe destacar entonces la figura de José Iba-
rra (1688-1756), un mexicano nacido en Guadalajara, quien debe ser considerado
como un hábil dibujante, de paleta muy ampUa y temperamento decorativo. Lo que
se advierte en dos de sus lienzos: La Mujer Adúltera y La Asunción, esta última
de tratamiento algo más convencional. Otro artista importante es Miguel Cabrera
(1695-1768), natural de Oaxaca y que gozó de mucha reputación en su tiempo. Lo
mejor de su obra se encuentra en Santa Prisca de Taxco. En esa iglesia pintó un
Martirio de San Sebastián y un Martirio de Santa Prisca, más una gran Asunción
en la sacristía. Cabrera ejecutó además una enorme Virgen del Apocalipsis y el fa-
moso Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz.
La pintura mexicana de finales del siglo xviii se encuentra entre el barroco y
el rococó; en cuanto a la neoclásica hay que admitir que no llegará a su altura.
De ese período nos han quedado, sin embargo, un importante número de retratos
y autorretratos de gran interés. De sus autores sólo vale la pena mencionar aquí
al valenciano Rafael Jimeno y Planes (1759-1825), quien llegó a México como di-
rector de pintura de la Academia. Se lo recuerda sobre todo por haber retratado
con elegancia a su amigo Manuel Tolsá.
En el caso de Guatemala, la principal influencia en pintura fue debida a Zurba-
rán. Es lógico, puesto que la iglesia de Santo Domingo posee todavía un «aposto-
lado» de estilo zurbaranesco, en donde el San Matías y el San Juan podrían ser
del propio maestro andaluz. En Guatemala también se encuentran algunos cua-
dros de Juan Correa y los que Villalpando reahzó para la iglesia de San Francisco,
en Antigua. Hubo también dos pintores de relativa importancia, de actuación ex-
clusivamente guatemalteca: Pedro de Liendo, un vasco que murió en 1657 y que
pintó la Vida de Santo Domingo, en el convento de la orden; y el capitán Antonio
de Montúfar (1627-1655), que terminó ciego pero había pintado interesantes esce-
nas de la Pasión en la iglesia del Calvario, en Antigua. En Puerto Rico encontra-
mos la curiosa figura de José Campeche (1751-1809), quien nunca abandonó su isla
natal pero que tuvo la fortuna de aprender del español Luis Paret y Alcázar. Cam-
peche fue un miniaturista reputado y además buen pintor de cuadros. De él nos
276 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
SUDAMÉRICA HISPANA
Arquitectura
mina la ciudad, fue completado en su primera versión entre 1630 y 1657. La larga
muralla ciudadana es obra de Cristóbal de Roda, quien también había actuado en
Panamá.
En Venezuela, en cambio, la arquitectura fue extremadamente modesta durante
los dos primeros siglos de hegemonía hispánica. Se destacan apenas dos iglesias:
la Asunción (1590-1599) en Margarita, y la catedral de Coro (1583). Estos dos tem-
plos se convertirán en prototipos en lo referente a la planta y estructura. Son de
tres naves separadas por pilares y pies derechos de madera, con techo de vigas sim-
ples recubiertas de tejas. La escasa decoración se concentra en las portadas, en las
que se dibujan tímidos motivos renacentistas.
Caracas, fundada en 1567, tuvo una primera catedral que se derrumbó en 1641.
Allí mismo, en 1655, Juan de Medina inicia una gran iglesia de cinco naves que,
en lo fundamental, es semejante a la de hoy, menos la fachada que data del siglo
XVIII. También Venezuela contó con un gran despliegue de fortificaciones, entre
las que cabe destacar las de la península de Araya, frente a Cumaná (1622-1650).
En el Ecuador, casi todo se concentra en la ciudad de Quito. Su catedral (1562),
que es la más antigua de Sudamérica, resultó parcialmente destruida por un tem-
blor de tierra, aunque el núcleo central permanezca aún en pie. Durante el siglo
XVII se le añadirá una cúpula que guarda poca relación con la arquitectura origi-
nal, de pilares cuadrados de estilo gótico y artesonado mudejar.
Quito resulta siempre la más «europea» de las ciudades coloniales hispanoame-
ricanas, debido sin duda a que muchos de los franciscanos y jesuítas que allí llega-
ron procedían de Italia, los Países Bajos o Alemania. Todavía se conserva de la
primera época el enorme convento de San Francisco donde se halla el mejor arte-
sonado mudejar de la región (aunque una parte se incendió en el siglo xviii). La
fachada de la iglesia principal es una interpretación nórdica de modelos manieris-
tas italianos, extraídos a veces directamente del tratado de arquitectura de Sebas-
tiano Serlio, como es por ejemplo el caso de la escalinata cóncavo-convexa del an-
gosto atrio.
El movimiento arquitectónico más notable se produjo, sin embargo, en el vi-
rreinato del Perú (actualmente Perú y Solivia), donde coexisten al menos, dos pro-
cedimientos constructivos distintos: la arquitectura «moldeada» de la costa y la «ta-
llada» propia de la sierra. En la costa —que incluye Lima, Trujillo, lea, Pisco y
Nazca— se emplearon materiales livianos como el adobe, el ladrillo, y, más tarde
la quincha (un aglomerado de cañas y barro seco que se cubre con cal). En el Alti-
plano, por otra parte, la arquitectura se realizó casi siempre en ladrillo y piedra:
granito o andesita.
En Lima, la catedral y los conventos de las grandes órdenes comenzaron a le-
vantarse desde los primeros años de la conquista, y se siguió trabajando en ellos
durante todo el siglo xvii. No obstante, Lima, fundada por Pizarro en 1535, no
iba a tener una catedral sólida hasta 1569, cuando se realizara el proyecto de Bece-
rra, el mismo que actuó en Puebla y, a su paso por Quito, pudo dejar las trazas
de los conventos de Santo Domingo y San Agustín que se le atribuyen. La parte
posterior de la catedral de Lima sería terminada sólo en 1604.
El virrey Toledo había insistido en 1583 para que el Cuzco —antigua capital
de los incas— tuviera su propia catedral, en lugar de la barraca con techo de paja
que había hecho sus veces. Si bien pudiera ser que la idea de ese nuevo templo fuera
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repetición del de Lima (debido él también a Becerra), lo cierto es que desde 1649
las obras estuvieron a cargo del arquitecto Chávez y Arellano, a quien se considera
como autor de la amplia «fachada-retablo», prototipo imitado después en toda la
región. El enorme edificio no sufrió demasiado con el temblor de 1650, de modo
que pudo ser consagrado cuatro años más tarde. Al igual que la de Lima, la cate-
dral cuzqueña es ancha, de cinco naves, y va cubierta por bóvedas de crucería, téc-
nica más «elástica» y por consiguiente capaz de resistir mejor a los movimientos
sísmicos. Si las bóvedas del Cuzco son de ladrillo, las de Lima fueron reconstrui-
das en quincha después del gran terremoto de 1746.
El de 1650 en el Cuzco tuvo consecuencias arquitectónicas. Como casi toda la
ciudad quedó en ruinas —salvo la catedral y parte de San Francisco— hubo que
reconstruir todo de nuevo. La Compañía poseía un terreno vecino a la catedral y
en plena Plaza de Armas, allí se levantó la ñamante iglesia jesuítica que parece
deberse al padre Gilíes, un flamenco cuyo nombre hispanizado se transformó en
Juan Bautista Egidiano. La iglesia (1651-1668) es de nave única con crucero y cúpu-
la. Representa un gran atrevimiento constructivo ya que en contra de la tendencia
de edificar hasta poca altura, aquí los constructores afirman la verticalidad del con-
junto. Espléndida fachada-retablo flanqueada por dos campanarios gemelos anun-
cian el templo, imitado después en Arequipa y Potosí. Geográficamente, la región
más próxima al Cuzco por el lado de la meseta, es lo que se llama El Collao, a
orillas del lago Titicaca. Allí, en un primer tiempo los dominicos recibieron tierras
para catequizar; mal debieron hacerlo cuando el virrey de Toledo les ordenó que
las abandonaran (1659). No obstante, ya habían construido más de 20 iglesias, an-
gostas y largas, cubiertas con techo a dos aguas. Su única decoración consistía en
portadas sencillas con elementos del primer Renacimiento italiano: pilastras, fron-
tis, medallones en las enjutas. Las volveremos a ver más adelante cuando los jesuí-
tas se hagan cargo de ellas.
En el Alto Perú (la actual Bolivia) encontramos a los agustinos instalados a ori-
llas del lago Titicaca en el lugar llamado Copacabana, donde más tarde construi-
rían un famoso santuario consagrado a la virgen del mismo nombre. Las trazas
del convento son del arquitecto Francisco Jiménez de Sigüenza, las obras se escalo-
naron entre 1610 y 1640. En su gran atrio «a la mexicana» encontramos capillas
posas y una central, llamada de Miserere o de las Tres cruces, donde se puede ofi-
ciar al aire libre.
Una ciudad significativa del siglo xvi en Bolivia es la actual Sucre, llamada tam-
bién antiguamente Charcas, Chuquisaca o La Plata. Su catedral es obra de Juan
Miguel Veramendi: hacia 1600 estaba ya terminado el núcleo central del templo que
entonces contaba con una sola nave, puesto que las laterales le fueron añadidas en
el siglo XVII (1686-1697).
Si bien en Sudamérica hubo también otras manifestaciones arquitectónicas en
el primer siglo y medio de colonización, fueron éstas tan perecederas que no vale
la pena detenerse en ellas. Una excepción, quizás, podría ser la del convento e igle-
sia de San Francisco (1572-1618) en Santiago de Chile. El edificio sobrevivió a los
terremotos o incendios que periódicamente devastaban la ciudad.
Debemos ver ahora lo que ocurrió en los últimos 120 años de dominio español,
época de la que sí nos han quedado infinidad de monumentos aún en pie, algunos
en su estado original, otros reconstruidos posteriormente. En el habitual recorrido
ARQUITECTURA Y ARTE COLONIAL 279
de norte a sur comenzaremos por Panamá la Nueva, ciudad que había sido apenas
desplazada de su sitio original. La única construcción importante es la de la cate-
dral, que se inició anteriormente, pero en la cual sólo se iba a trabajar de firme
a partir de 1726, para llegar a completarse a fines del siglo xviii.
En Bogotá, la mayoría de las obras arquitectónicas religiosas datan del siglo
xvii; el XVIII se caracterizó principalmente por las remodelaciones y, en ocasiones,
por alguna construcción nueva. El ingeniero militar Domingo Esquiaqui (1740-
1820), por ejemplo, restauró la torre de la iglesia de San Francisco y la dotó de
una nueva fachada. Mientras tanto, el arquitecto español fray Domingo de Petrés
(1750-1811) se encargaba del interior, donde mostró un gran sentido histórico al-res-
taurar lo que ya existía sin introducir cambios innecesarios. Petrés también trabajó
en las iglesias de Santa Inés y Santo Domingo (ambas desaparecidas) y, especial-
mente en la de San Ignacio, que fue abandonada tras la expulsión de los jesuítas
en 1768. Ikmbién creó el Observatorio Astronómico que permanece aún en pie.
Su obra maestra fue, sin embargo, la catedral de Bogotá, espléndido edificio
neoclásico de tres naves con capillas laterales, crucero, cúpula y una fachada bien
proporcionada con dos elegantes campanarios. Entre otras obras del siglo xviii en
la capital del virreinato de Nueva Granada, debemos mencionar igualmente la igle-
sia de la Tercera Orden de San Francisco, comenzada en 1771, y la espadaña —que
abarca toda la fachada— que le fue añadida a la vieja iglesia de Las Aguas. Volve-
remos a encontrar a Petrés fuera de los límites de la ciudad, en el proyecto de la
catedral de Zipaquirá y el santuario de Chiquinquirá. Una de las raras obras rura-
les importantes en Colombia es el convento franciscano de Monguí (comenzado
en 1694 y sólo completado en 1858). Es de tres naves, cúpula sin tambor, y falsa
bóveda que disimula una simple estructura de madera. Lo más valioso del conjun-
to es la escalinata interior, de rampas convergentes colocada lateralmente en el claus-
tro (1718).
Arquitectónicamente hablando, las ciudades más importantes del siglo xviii son
Cartagena y Popayán. En Cartagena, el monumento más trascendente del siglo es
el convento jesuítico de San Pedro Claver, con una impresionante iglesia de piedra
coralina. Su fachada, de superficie lisa sin resaltos, es de estilo herreriano y va flan-
queada por dos campanarios relativamente bajos.
Aparte de las iglesias, debemos mencionar la llamada «Casa de la Inquisición»
y la residencia urbana del marqués de Valdehoyos, que dan testimonio de cómo
vivían quienes sustentaban el poder en una ciudad tropical fortificada. En lo que
respecta a Popayán se puede decir que es la ciudad «más barroca» en un país que,
de hecho, no es tan barroco en su arquitectura como lo es en su mobiliario y deco-
ración. Sus iglesias más destacadas son las de San Francisco, Santo Domingo y la
de los jesuítas conocida hoy como San José. La primera es obra del arquitecto es-
pañol Antonio García, y su fachada constituye un correcto ejercicio barroco, aun-
que la tercera dimensión no resulte acusada. Dicho frente remata por lo alto en
un perfil ondulado que desciende en curvas, disimulando la diferencia de altura
entre la nave principal y las laterales.
Popayán fue casi totalmente destruida por un terremoto en 1736 y entre las igle-
sias que sufrieron está la del convento dominico. La reconstruyó el bogotano Gre-
gorio Causí, quien la hizo de tres naves relativamente pequeñas, en fábrica de la-
drillo aparente, que era característica de Popayán. El frente de la iglesia evidencia
280 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
tilíneos y azulejos en el zócalo. Siempre en Lima, las nuevas obras muestran una
recrudescencia del barroco. Merecen destacarse dos frentes cubiertos de relieves es-
culpidos: el de La Merced (1697-1704) y el de San Agustín (1720). Se trata de verda-
deras fachadas-retablo, la primera realizada toda en molduras, y la segunda —más
delirante— totalmente compuesta de una compleja red de formas curvilíneas y pro-
tuberantes.
Varias otras ciudades del Perú conocen un siglo xviii muy activo. Trujillo, en
la costa, es una ciudad de quincha y madera, que simula una construcción normal
en ladrillo; muy destruida en el terremoto de 1970, está actualmente siendo bien
restaurada. Cajamarca, en las montañas al norte de Lima, desarrolló su propia téc-
nica constructiva: toda en piedra, incluso las bóvedas, de lo que resulta un estilo
característico. En efecto, la decoración de la catedral (1690-1737), de San Antonio
(1699-1704) y la de El Belén, consiste en un marcado relieve aplicado en bandas,
que subraya la horizontalidad. La relativa pesadez e ingenuidad del barroco caja-
marqueño tiene un aire provinciano que trae a la memoria Antigua, en Guatemala.
Ayacucho es una pequeña ciudad en la sierra, a medio camino entre Lima y Cuzco,
cuyo mayor orgullo es el magnífico estado de conservación en que se encuentra.
La mayoría de sus monumentos religiosos fueron comenzados en el siglo xvii, pero
sufrieron cambios y adiciones interesantes. Santo Domingo es del siglo xviii con
planta en cruz latina y una galería exterior. Se destaca también la catedral, cuyo
aspecto más atractivo se encuentra en el interior, puesto que encierra algunos de
los mejores retablos de la época.
Arequipa —en un valle relativamente bajo— es otra ciudad que presenta curio-
sos problemas estilísticos. Su privilegiado material de construcción es una piedra
porosa, tufa volcánica de un blanco deslumbrante, liviana y fácil de tallar. Estas
circunstancias favorables han dado ocasión al llamdo estilo «mestizo», vale decir
una expresión decorativa en que se mezclan elementos tradicionales europeos con
otros tomados de la fauna, la ñora y un sentido de la forma típicamente indígenas.
Ese estilo se manifiesta por primera vez, justamente en Arequipa de donde irradia-
rá por El Collao hasta La Paz y Potosí.
La iglesia de los jesuítas en Arequipa fue comenzada en 1590 y su puerta lateral
data de 1660, mientras que la fachada es del siglo xviii. Constituye una afirma-
ción temprana —pero perentoria— de ese estilo mestizo que, más tarde, pasará a
otros edificios eclesiásticos y civiles arequipeños, tanto como a algunos de los alre-
dedores: Paucarpata, Yanahuara y Caima.
Tenemos que tratar ahora, aunque sea sucintamente, del resto de los países su-
damericanos de habla hispana: relativamente pobres durante la Colonia, apenas
si en ellos quedan rastros arquitectónicos importantes que daten del siglo xvii. Así,
habrá que ocuparse de los del xviii que han llegado hasta nosotros no demasiado
modificados. Por ejemplo, en Santiago de Chile sólo parece haber en ese tiempo
una iglesia que valga la pena de mencionar: la de Santo Domingo, de planta basili-
cal y una falsa bóveda de estuco. La catedral actual, muy restaurada a través de
los años, es una reconstrucción del primer edificio que se quemó en 1769. Su dise-
ño neoclásico de finales del siglo xviii fue obra de Joaquín Toesca (1745-1799), un
arquitecto italiano cuya obra maestra —también en Santiago— es la Casa de la Mo-
neda, generalmente conocida como La Moneda, actual sede del gobierno chileno.
Sigue, a su vez, las normas del neoclasicismo, pero a diferencia de la catedral ha
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son debidas al bávaro hermano Antonio Harls (nacido en 1725 y muerto en Italia
tras la expulsión de los jesuítas). En cambio, las de Jesús María y Alta Gracia son
atribuidas a Bianchi.
bien restaurada, la iglesia de San Javier, obra del jesuíta suizo padre Schmid
(1694-1772).
El territorio que corresponde hoy al actual Uruguay fue durante siglos objeto
de dura disputa entre España y Portugal. La ciudad de Montevideo, fundada en
1726 en la desembocadura del Rio de la Plata, es demasiado reciente como para
tener monumentos importantes del período colonial. No obstante, la catedral —co-
nocida como La Matriz— construida entre 1784 y 1799 según un proyecto del inge-
niero militar portugués José C. de Sáa y Paria, es un edificio de dimensiones im-
presionantes de 83 m de largo y 35 m de ancho. La nave alcanza una altura interna
de 18 m y las torres de más de 35 m. El otro edificio colonial que merece ser men-
cionado aquí es el cabildo (1804-1812), construido según las trazas del arquitecto
español Tomás Toribio. Es una hermosa creación neoclásica enteramente de pie-
dra, con una gran escalinata del mismo material que asciende orgullosamente has-
ta la planta principal.
Escultura
retablo peruano no puede trazarse desde Lima, donde se han perdido demasiados
ejemplares, sino en el Cuzco, donde resulta claramente identificable. Conocemos
los nombres de los escultores de este período, por ejemplo, el de Martín Torres,
quien realizó el retablo de la Trinidad en la catedral; y el de Pedro Gaicano, respon-
sable del retablo de la Soledad en la iglesia de La Merced. El artista más considera-
ble es, sin embargo, Diego Martínez de Oviedo, quien introduce tímidamente el ba-
rroco que después el indio Juan Tomás Tuyrú Túpac desarrollará hasta el paroxismo
en la iglesia de San Blas. Sin duda la obra maestra de todo este período es el gran
retablo mayor de la iglesia de La Compañía, de autor anónimo.
Regresando ahora a Colombia, debemos destacar en el siglo xviii a Pedro Ca-
ballero, quien creó en la Orden Tercera de San Francisco una decoración vegetal
considerada muy original en su momento. A su vez, en Quito, los escultores más
importantes de esta época son los mismos arquitectos que trabajaron en la iglesia
jesuítica: Deubler, Vinterer y Ferrer. Existía allí la costumbre de que los imagineros
tallaran también los retablos donde iban a colocarse las imágenes; tal es el caso
de Bernardo de Legarda (c. 1700-1773) en el altar mayor de la admirable Capilla
de Cantuña, dependencia del convento de San Francisco. La gloriosa secuencia de
retablos de Quito culmina con el retablo —ancho y relativamente bajo— de la ca-
pilla del Rosario en Santo Domingo. El retablo del Carmen Antiguo muestra ya
el espíritu del rococó, con columnas pareadas lisas y un remate de curvaturas cón-
cavas y convexas. La historia del retablo peruano del siglo xviii puede seguirse mejor
en Lima que en otras ciudades. El primero en llevar columnas salomónicas fue el
de San Francisco Javier (1687?) en la iglesia de San Pedro, la que —como San Fran-
cisco y Jesús María— encierra los retablos mejor conservados de Lima. Descono-
cemos a la mayoría de los autores responsables, aunque conservemos el nombre
de José de Castilla (c. 1660-1739), diseñador del altar principal de la iglesia de Je-
sús María. Más tarde, aparecerán en los retablos una suerte de cariátides; se las
ve por ejemplo en el que llevó a cabo José Flores en 1764 para la iglesia de San
Francisco de Paula en Rímac, suburbio limeño.
Otros ejemplos hay que buscarlos ya fuera de Lima, en obras sueltas que se en-
cuentran en Trujillo, Ayacucho y Cajamarca, que tienden hacia el rococó, aunque
en las provincias ese estilo nunca alcanzara una expresión unificada. Hacia fines
del período colonial veremos en esta área algunos ejemplos de neoclasicismo, en
el que se destaca la obra del arquitecto español Matías Maestro, quien era a un mismo
tiempo pintor y escultor.
Cada ciudad parecía tener su propia especialidad: Lima y el Cuzco, por ejem-
plo, eran imbatibles en las sillerías del coro. La de la catedral de Lima fue resultado
de un concurso que ganó el catalán Pedro Noguera, quien en seguida convocó a
sus recientes competidores: Ortiz de Vargas y Mesa para pedirles colaboración. La
sillería de la catedral del Cuzco es un poco posterior, aunque igualmente muy her-
mosa obra de Sebastián Martínez, según sabemos por un contrato de 1631. Ya no
estamos aquí en el caso del Renacimiento tardío que se había visto en Lima, sino
por el contrario, en pleno barroco. En esa sillería se notan elementos sueltos que
encontramos tanto en los retablos como en la arquitectura en piedra de las facha-
das, ya que en ese tiempo se producen toda clase de «transferencias».
Los pulpitos representan un mundo aparte. En Colombia, apenas si hay alguno
286 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
Pintura