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49.
La moral cristiana
en un mundo pluralista
I. SITUACIÓN ACTUAL
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rechazar toda persona honesta: “Si extirpáis al género humano su fe... todo
estará permitido, hasta la antropofagia”5.
Pero admitir una ética laica, confesionalmente neutra y sin una
fundamentación trascendente, no se identifica tampoco con una postura
laicista, que intenta imponer una mentalidad anti- o, al menos, profundamente
arreligiosa. Es un peligro real suscitado, quizás, por un sentimiento de
revancha, cuando se ha conseguido suprimir el talante religioso de una
sociedad determinada. El laicismo, como la cristiandad, no se abre al diálogo
pluralista y se convierte también en un fundamentalismo peligroso.
La moral civil busca, precisamente, dar el margen necesario para que todos
puedan actuar según sus convicciones personales, sin exigir a nadie la
renuncia a su propia identidad. Poder expresar la fe religiosa o vivir de acuerdo
con la propia conciencia, no es ningún privilegio que el Estado concede, sino
un derecho que él mismo tiene que defender, mientras tales prácticas respeten
las exigencias concertadas.
Hay que admitir, entonces, que la ética civil queda reducida a unas
exigencias mínimas, aceptadas por la mayoría. No se pueden imponer
obligaciones más altas para no cerrar la puerta a quienes no se sienten
vinculados por ellas. Pero también resulta comprensible que la moral católica –
y otras éticas diferentes– se queden insatisfechas con la normativa reductora
de la sociedad civil.
El cristianismo aspira a una moral de máximos, muy por encima de los
mínimos exigidos en una legislación laica. Aunque la praxis de los creyentes no
responda al ideal dibujado, nunca se pueden sentir satisfechos con el programa
minúsculo de las obligaciones legales. Habría que dejar muy claro desde el
principio que la ética civil no tiene que cambiar en nada la moral de los que
tienen otra serie de exigencias. Dicho de otra manera, todo lo que se permite
en una legislación civil, como signo de tolerancia y de respeto, no tiene por qué
5 F. M. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazovi, Libro II, VI, Obras Completas, vol. II,
Aguilar, Madrid 1943, 860; L. KOLAKOWSKI, Si Dios no existe..., Tecnos, Madrid 1988, insiste
en la vigencia actual de esta frase. Una crítica a su libro en: C. GÓMEZ SÁNCHEZ, Kolakowski
y la religión: reflexiones sobre un tema de Dostoievski: Pensamiento 46 (1990) 201-224.
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ser aprobado por la moral cristiana. De la misma manera que las exigencias de
ésta, tampoco deben quedar sancionadas por el derecho.
El mismo santo Tomás, en su lenguaje escolástico, afirmó: “La ley humana
es impuesta a una multitud de hombres, de los que la mayor parte no son
perfectos. Por ello, la ley humana no prohíbe todos los vicios de los que se
abstienen los hombres, sino sólo los más graves, de los que sí pueden
abstenerse la mayor parte, sobre todo si van en perjuicio de los demás, pues
sin la prohibición de éstos, la sociedad humana no podría conservarse... Por
tanto, la ley humana no puede prohibir todas las cosas que prohíbe la ley
natural”6. De ahí que, en la más amplia tradición de la Iglesia, se haya
mantenido siempre una clara distinción entre la tolerancia civil de un hecho y su
aprobación moral, sabiendo que no todo lo que está permitido legalmente es
lícito éticamente.
Aceptar esta división entre lo legal y lo ético, no supone tampoco privatizar
la fe y borrar sus huellas en nuestro mundo. Algunos desearían que la Iglesia
se ocupara exclusivamente del culto y dejara el campo libre a otras fuerzas de
signo diferente. Incluso, ciertos movimientos de espiritualidad corren el peligro
de refugiarse en la vida interior, como si la fe fuese una simple relación privada
con Dios, sin ninguna resonancia en los niveles sociales, políticos y
económicos. Sería una postura demasiado cómoda para escaparse de estas
responsabilidades; semejante huida supondría, además, la renuncia a ser la sal
de la tierra y la levadura de la masa. Sin embargo, mantener el espíritu
misionero y profético no requiere, como en otros tiempos, valerse del brazo
secular para imponerse con la fuerza de la ley.
Por eso, aunque la ética cristiana no coincida con la civil ni deba cambiar
sus exigencias, sin embargo, su forma de actuar y de proclamar el mensaje
cristiano debe adquirir nuevos matices. Es el anuncio a un mundo que conoció
al cristianismo, pero terminó por rechazarlo. Su lenguaje ya no puede ofrecer
un contenido exclusivamente religioso, pues en una sociedad laica perdería
toda su credibilidad. Sus propuestas son un intento por defender la dignidad del
ser humano, en la que no siempre estamos de acuerdo. La Iglesia y la ética
cristiana tienen derecho, como cualquier otra institución, a manifestar su
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7 Este planteamiento no parece ajeno a la Veritatis splendor (ver especialmente nn. 98-
101) y a otros documentos de Juan Pablo II. Cf. J. A. LOBO, La “Veritatis splendor” y la
ética civil: Moralia 17 (1994) 93-106. La tradición de la Iglesia, con su teoría sobre la ley
natural, ha querido precisamente insistir en la fuerza secular de los valores éticos.
8 Cf. J. M.ª MARDONES, Análisis de la sociedad y fe cristiana, PPC, Madrid 1995,
especialmente los capítulos 7 al 9; J. ANDONEGUI, Los católicos ante la ética moderna:
Lumen 47 (1998) 297-325 y 403-438. Y el interesante libro de P. VALADIER, Un
cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, PPC, Madrid 1999; E.
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LÓPEZ AZPITARTE, Cuestiones morales pendientes en la Iglesia de hoy, en: AA.VV., Retos
de la Iglesia ante el nuevo milenio, PPC, Madrid 2001, 265-287.
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9 “Non enim Deus a nobis offenditur nisi quod contra nostrum bonum agimus”, Suma
contra los gentiles, III, 122.
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gran tarea educativa en la que aún queda mucho camino por andar, después
de tanto tiempo en que los argumentos de autoridad eran los prioritarios.
De esta forma, la ética civil se convierte para los cristianos en una invitación
y en un desafío al que tenemos que responder por fidelidad al ser humano y a
nuestra fe. La única posibilidad para ello es nuestra participación en ese
diálogo, sin los privilegios que existieron en tiempos pasados. Esta nueva
situación ha de abrir camino hacia una actitud de tolerancia que supere los
fanatismos de otras épocas10.
Cualquier institución, sin excluir las de signo religioso, requiere una cierta
identidad que la especifique y distinga. Esto supone un nivel de armonía y
cohesión entre sus miembros para no poner en peligro su propia permanencia.
Como el organismo biológico, el grupo está dotado de mecanismos de defensa
que rechazan todo elemento extraño que pueda romper su integridad. La
ortodoxia, hasta la de los partidos políticos, constituye una preocupación y
responsabilidad de sus dirigentes. Defender los valores que pertenecen a la
naturaleza constitucional no supone ninguna actitud intolerante, sino
coherencia fiel con los principios fundacionales. Pero también es evidente que
este celo por mantener lo esencial siembra inevitablemente el peligro de la
intolerancia. Se trata de saber, en último término, cuándo lo intolerante se
hace por completo intolerable 11.
Este peligro aumenta más en el ámbito sagrado de la religión. Aquí no se
trata de salvaguardar ideologías humanas, sino de proteger la absoluta
fidelidad a las enseñanzas reveladas por Dios, mantener la unidad de los fieles
e intentar comunicar el mensaje a los que todavía no lo han descubierto.
Cuando el creyente está convencido de que su fe es la única verdadera, sin
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12 C. VIDAL MANZANARES, Psicología de las sectas, San Pablo, Madrid 1990; EDITORIAL,
Religión y violencia: Razón y Fe 228 (1993) 22-26; CH. DUQUOC, Du dialogue
interreligieux: Lumière et Vie n. 222 (1995) 61-75; F. VELASCO, La religión a prueba:
tolerancia versus fanatismo: Moralia 18 (1995) 189-202.
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13 Cf. Carta a Pomponio IV, 3 en: J. CAMPOS (ed.), Obras de san Cipriano, BAC, Madrid
1964, 376. Ideas que repetían san Ireneo, san Ignacio de Antioquía, Clemente de
Alejandría, Orígenes, etc.
14 Carta a Bonifacio en Obras de san Agustín, t. XI, BAC, Madrid 1953, 633.
15 SAN ISIDORO, Sententiarum liber III, cap. 51; Patrología Latina, 83, 723.
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4. Mecanismos psicológicos
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1. Voluntariedad de la fe cristiana
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VIII. CONCLUSIÓN
Hoy somos mucho más críticos con las razones ideológicas y culturales que
sembraron de intolerancia los caminos de la historia, pues no deja de ser
chocante y poco comprensible que en nombre de un Dios-amor, como se le
designa en casi todas las religiones, hayan existido condenas, violencias,
guerras y muertes.
Defender las propias creencias es un derecho en cualquier sociedad
democrática; trasmitir y ofrecer a los demás las propias convicciones constituye
también un ejercicio protegido por la libertad de conciencia, dentro de un
pluralismo ideológico. Lo que ya no cabe, dentro de la comunidad humana, es
el desprecio, el rechazo, la incomprensión absoluta frente a lo que escapa a
nuestros esquemas.
Algo de esto subsiste aún en grupos radicalizados, incapaces de vivir en un
clima de respeto y tolerancia. Si el que actúa de esta manera se considera
creyente, hay razones fundadas para no creer en su mensaje y testimonio,
pues toda religión o persona que se hace intolerante pierde su autoridad para
hablar de Dios. También la moral cristiana ha de aprender a abrirse paso en
una sociedad pluralista y a evitar un rostro intolerante.
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