Sie sind auf Seite 1von 19

La moral cristiana en un mundo pluralista

49.

La moral cristiana
en un mundo pluralista

EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE*

I. SITUACIÓN ACTUAL

Al vivir hoy en una sociedad que se caracteriza por el pluralismo de


opiniones éticas y religiosas, la unanimidad de otros tiempos ha quedado rota.
Esto significa, como consecuencia inevitable, que el influjo de la Iglesia en la
configuración del orden social ha quedado muy reducido y sin apenas eficacia.
El régimen de cristiandad, en el que la legislación civil aceptaba y defendía los
planteamientos de la religión católica, no está hoy vigente en ningún país.
Podrá gustarnos o no esta situación, pero la constatación de la realidad resulta
tan evidente que nadie se atreverá a negarla, aunque se valore de forma distinta.
No es necesario recordar que el mismo Vaticano II consagró la legítima
autonomía de las realidades temporales y la libertad ética y religiosa de cada
individuo para actuar de acuerdo con sus propias convicciones, respetando
siempre el derecho de los demás. El cambio suponía una ruptura tan fuerte con
la tradición anterior que provocó una alarma justificada. Era el miedo que
manifestaron algunos obispos españoles a Pablo VI, tratando de impedir la
aprobación del decreto conciliar sobre la libertad religiosa, cuando la inmensa
mayoría ya había dado su parecer positivo1.
A pesar de la nostalgia de algunos por volver a épocas pasadas, donde la
unanimidad mayor estaba respaldada por la misma legislación, y eliminar el

* * Profesor en la Facultad de Teología de Granada.


1 La carta, hecha pública varios años después, es un testimonio significativo sobre el
cambio que se estaba realizando. Cf. J. IRIBARREN, La libertad religiosa. Una carta inédita
de obispos españoles a Pablo VI: Teología y Catequesis n. 41-42 (1992) 153-170.

165
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

pluralismo indicaría una ingenuidad excesiva, así como imponer la conformidad


por la fuerza sería también ilícito 2; sin embargo, la convivencia social requiere
una cierta regulación ética.
La democracia, defendida como un derecho humano, tolera la diferencia,
pero no tiene por qué estar reñida con la moralidad. Si admite el pluralismo es
porque rechaza imponer una determinada ideología o valoración; pero eso no
significa abrir la puerta a cualquier tipo de conducta.
En estas circunstancias, la ética civil aparece como la única alternativa
posible, definida como el conjunto de exigencias mínimas en las que coinciden
los ciudadanos que mantienen diferentes concepciones éticas o religiosas 3. Si
se acepta que no todos han de estar de acuerdo en todo, y que la divergencia
no ha de ser un estímulo para un relativismo individualista que no tiene en
cuenta el bien de la comunidad, es imprescindible la búsqueda de una
plataforma común formada por unos criterios básicos que orienten la praxis de
los individuos y de las instituciones por encima de las diferencias existentes, ya
que ninguna valoración concreta posee la suficiente garantía para ser impuesta
a los demás. No cabe, por tanto, más salida que la del respeto a la diferencia.
La tolerancia es un signo de madurez personal y comunitaria. Si nadie puede
imponer su propia normativa, es necesario llegar a un acuerdo entre los
diferentes grupos e ideologías para impedir actuaciones en contra del bien
común.

II. EL RESPETO A LA DIFERENCIA EN UNA ÉTICA LAICA

La legislación civil, por tanto, no ha de prohibir o aceptar los códigos éticos


de una mentalidad concreta, sino que debe permanecer abierta a otras
2 J. R. LÓPEZ DE LA OSA, Crisis de valores y cultura del conocimiento: Estudios Filosóficos
47 (1998) 431-472.
3 I. CAMACHO, Los cristianos y la ‘ética mínima’ en la vida política: Sal Terrae 80 (1992) 517-
529; A. CORTINA, Ética civil y religión, PPC, Madrid 1995; G. GONZÁLEZ, Ética civil: la historia
de un nombre: Diálogo Filosófico 12 (1996) 196-216; J. Mª. SETIÉN, Ética cristiana y ética
civil: Labor Hospitalaria 29 (1997) 138-150; C. THIEBAUT, Cruces y caras de la ética civil:
Iglesia Viva n. 187 (1997) 49-61; B. BENNÀSSAR, Ética civil y moral cristiana en diálogo,
Sígueme, Salamanca 1997; J. R. AMOR PAN - V. M. GALLARDO, Ética civil y ética cristiana,
un amplio espacio para el diálogo y consenso: Compostelanum 44 (1999) 267-306; M.
VIDAL, Nueva Moral fundamental. El hogar teológico de la ética, Desclée, Bilbao 2000, 737-
760; J. CARRERA, “¿Qué es la ética civil?”: Selecciones de Teología 40 (2001) 219-224.

166
La moral cristiana en un mundo pluralista

valoraciones diferentes, válidas y razonables para otros grupos. Debe


renunciar, incluso, a encontrar la justificación de cada postura y las
motivaciones, a veces, tan divergentes. La explicación última, y más razonable,
radica en la urgencia de un pacto común y en la necesidad de adherirse y
defender lo que resulta válido para todos. Aunque tolere formas de
comportamientos excluidos para determinadas ideologías, tendrá que hacerse
intolerante con los atropellos, injusticias y discriminaciones que la colectividad
en su conjunto considera inaceptables.
Es cierto que, para algunos, la muerte de Dios es un requisito previo para
elaborar una ética. Según ellos hay que excluir cualquier tipo de justificación
religiosa, pues para muchos ha sido siempre un obstáculo al verdadero
humanismo. Prescindir de la fe, sería la primera condición para revalorizar al
ser humano: “la muerte de Dios [...] no sólo no conlleva la muerte del hombre,
sino que, por el contrario, presupone su propio nacimiento” 4, como si su
plenitud sólo pudiera construirse sobre las ruinas del Creador. Sin embargo,
para otros su muerte llevaría también a la destrucción de la ética, al no
encontrar ningún punto de apoyo con garantías suficientes.
La ética civil no entra tampoco en ese complejo diálogo, donde la postura de
los mismos cristianos reviste matices diferentes. Su reflexión se caracteriza por
tener un punto de partida aconfesional y religiosamente neutro, sin exigir a
nadie el abandono de su propia identidad.
Para el creyente ni Dios ni la fe constituyen un estorbo en la configuración
de su existencia, sino una ayuda para su reflexión moral; pero tampoco se
debería concluir que, al prescindir de esta fundamentación religiosa, el sujeto
ético se pierde por completo y que ya no existen valores humanos que se
puedan garantizar. Un lenguaje como éste tiene el peligro de ser una
alternativa demasiado radicalizada, y de obstaculizar el camino para el diálogo
en un mundo secular: o se acepta a Dios, o la búsqueda del bien se hace
imposible. Si la fe fuese una condición insustituible para vivir con honradez,
estaríamos confirmando aquella idea, tantas veces repetida, que debería

4 E. GUISÁN, Manifiesto hedonista, Anthropos, Barcelona 1990, 18; cf. J. L RUIZ DE LA


PEÑA, Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas en: AA.VV., La pregunta
por la ética. Ética religiosa en diálogo con la ética civil, Universidad Pontificia, Salamanca
1993, 19-39.

167
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

rechazar toda persona honesta: “Si extirpáis al género humano su fe... todo
estará permitido, hasta la antropofagia”5.
Pero admitir una ética laica, confesionalmente neutra y sin una
fundamentación trascendente, no se identifica tampoco con una postura
laicista, que intenta imponer una mentalidad anti- o, al menos, profundamente
arreligiosa. Es un peligro real suscitado, quizás, por un sentimiento de
revancha, cuando se ha conseguido suprimir el talante religioso de una
sociedad determinada. El laicismo, como la cristiandad, no se abre al diálogo
pluralista y se convierte también en un fundamentalismo peligroso.
La moral civil busca, precisamente, dar el margen necesario para que todos
puedan actuar según sus convicciones personales, sin exigir a nadie la
renuncia a su propia identidad. Poder expresar la fe religiosa o vivir de acuerdo
con la propia conciencia, no es ningún privilegio que el Estado concede, sino
un derecho que él mismo tiene que defender, mientras tales prácticas respeten
las exigencias concertadas.

III. RELACIÓN ENTRE LA ÉTICA CRISTIANA Y LA CIVIL

Hay que admitir, entonces, que la ética civil queda reducida a unas
exigencias mínimas, aceptadas por la mayoría. No se pueden imponer
obligaciones más altas para no cerrar la puerta a quienes no se sienten
vinculados por ellas. Pero también resulta comprensible que la moral católica –
y otras éticas diferentes– se queden insatisfechas con la normativa reductora
de la sociedad civil.
El cristianismo aspira a una moral de máximos, muy por encima de los
mínimos exigidos en una legislación laica. Aunque la praxis de los creyentes no
responda al ideal dibujado, nunca se pueden sentir satisfechos con el programa
minúsculo de las obligaciones legales. Habría que dejar muy claro desde el
principio que la ética civil no tiene que cambiar en nada la moral de los que
tienen otra serie de exigencias. Dicho de otra manera, todo lo que se permite
en una legislación civil, como signo de tolerancia y de respeto, no tiene por qué
5 F. M. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazovi, Libro II, VI, Obras Completas, vol. II,
Aguilar, Madrid 1943, 860; L. KOLAKOWSKI, Si Dios no existe..., Tecnos, Madrid 1988, insiste
en la vigencia actual de esta frase. Una crítica a su libro en: C. GÓMEZ SÁNCHEZ, Kolakowski
y la religión: reflexiones sobre un tema de Dostoievski: Pensamiento 46 (1990) 201-224.

168
La moral cristiana en un mundo pluralista

ser aprobado por la moral cristiana. De la misma manera que las exigencias de
ésta, tampoco deben quedar sancionadas por el derecho.
El mismo santo Tomás, en su lenguaje escolástico, afirmó: “La ley humana
es impuesta a una multitud de hombres, de los que la mayor parte no son
perfectos. Por ello, la ley humana no prohíbe todos los vicios de los que se
abstienen los hombres, sino sólo los más graves, de los que sí pueden
abstenerse la mayor parte, sobre todo si van en perjuicio de los demás, pues
sin la prohibición de éstos, la sociedad humana no podría conservarse... Por
tanto, la ley humana no puede prohibir todas las cosas que prohíbe la ley
natural”6. De ahí que, en la más amplia tradición de la Iglesia, se haya
mantenido siempre una clara distinción entre la tolerancia civil de un hecho y su
aprobación moral, sabiendo que no todo lo que está permitido legalmente es
lícito éticamente.
Aceptar esta división entre lo legal y lo ético, no supone tampoco privatizar
la fe y borrar sus huellas en nuestro mundo. Algunos desearían que la Iglesia
se ocupara exclusivamente del culto y dejara el campo libre a otras fuerzas de
signo diferente. Incluso, ciertos movimientos de espiritualidad corren el peligro
de refugiarse en la vida interior, como si la fe fuese una simple relación privada
con Dios, sin ninguna resonancia en los niveles sociales, políticos y
económicos. Sería una postura demasiado cómoda para escaparse de estas
responsabilidades; semejante huida supondría, además, la renuncia a ser la sal
de la tierra y la levadura de la masa. Sin embargo, mantener el espíritu
misionero y profético no requiere, como en otros tiempos, valerse del brazo
secular para imponerse con la fuerza de la ley.
Por eso, aunque la ética cristiana no coincida con la civil ni deba cambiar
sus exigencias, sin embargo, su forma de actuar y de proclamar el mensaje
cristiano debe adquirir nuevos matices. Es el anuncio a un mundo que conoció
al cristianismo, pero terminó por rechazarlo. Su lenguaje ya no puede ofrecer
un contenido exclusivamente religioso, pues en una sociedad laica perdería
toda su credibilidad. Sus propuestas son un intento por defender la dignidad del
ser humano, en la que no siempre estamos de acuerdo. La Iglesia y la ética
cristiana tienen derecho, como cualquier otra institución, a manifestar su

6 Suma Teológica, I-II, q. 96, a. 2.

169
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

palabra, pero conscientes de que, para entrar en diálogo, no la han de


presentar en nombre de la religión o de una autoridad, que otros muchos no
comparten ni admiten. Es la única plataforma de encuentro que ahora tenemos,
para configurar un orden social justo y humano.

IV. LA PÉRDIDA DE UN MONOPOLIO

En este contexto, la ética cristiana, como el mismo Jesús, sufre un proceso


de rebajamiento para encarnarse en la realidad limitada e imperfecta de la ética
civil. Entrar en el debate como un interlocutor más, obliga, por una parte, a
superar cualquier sentimiento de prepotencia y de desprecio que despertaría
de inmediato el rechazo de los que no piensan lo mismo. No es una táctica sutil
para defender con eficacia sus propuestas, sino el reconocimiento sincero de
que ya no posee el monopolio de la solución a los múltiples problemas éticos
de la vida. Rehuye cualquier tipo de imperialismo moral que no deja espacio a
otras posturas lejanas de sus ideales.
Pero, por otra parte, esta situación constituye un desafío. La moral católica
se había distinguido, precisamente, por su apoyo religioso. La garantía de sus
enseñanzas se fundamentaba en la Palabra de Dios y en la autoridad del
magisterio para aplicarla a las situaciones concretas 7. Semejante planteamiento
ha perdido su vigencia en nuestro mundo secular. Ahora la Iglesia ha de hacer
comprensible y razonable su proyecto ético para poder ofertarlo a otras
personas que no comparten su fe. Por ello, lo primero es que, como ya pidió el
Concilio, la Teología moral adquiera una verdadera “exposición científica”. Es una
forma de indicar que si los valores éticos pertenecen al mundo de la razón
habrán de tener una justificación razonable y convincente. Un desafío importante
en nuestra sociedad actual, al que aún no hemos respondido de forma
adecuada8.

7 Este planteamiento no parece ajeno a la Veritatis splendor (ver especialmente nn. 98-
101) y a otros documentos de Juan Pablo II. Cf. J. A. LOBO, La “Veritatis splendor” y la
ética civil: Moralia 17 (1994) 93-106. La tradición de la Iglesia, con su teoría sobre la ley
natural, ha querido precisamente insistir en la fuerza secular de los valores éticos.
8 Cf. J. M.ª MARDONES, Análisis de la sociedad y fe cristiana, PPC, Madrid 1995,
especialmente los capítulos 7 al 9; J. ANDONEGUI, Los católicos ante la ética moderna:
Lumen 47 (1998) 297-325 y 403-438. Y el interesante libro de P. VALADIER, Un
cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, PPC, Madrid 1999; E.

170
La moral cristiana en un mundo pluralista

Cuando defiende un determinado valor ético, el cristiano expone las razones


que lo justifican, reflexiona sobre las críticas provenientes desde otros puntos
de vista, reconoce los fallos y deficiencias históricas, admite la fragilidad de
ciertos argumentos que nunca serán evidentes, con el deseo último de que su
respuesta resulte lo más convincente posible. Creer que cualquier rechazo es
consecuencia del escozor que produce la denuncia profética o fruto de una
persecución religiosa, es un recurso poco honesto y excesivamente cómodo,
cuando no ha habido una seria justificación.
Quien tenga miedo al pluralismo o excluya el diálogo entre las diversas
posturas, se ha incapacitado para colaborar en el rearme moral de la sociedad.
Es el único foro donde el cristiano puede decir una palabra creíble y con
posibilidad de ser escuchada.
Tal vez, uno de los mayores retos sea cómo preparar a los creyentes para
que sepan dar una explicación razonable de su ética en un mundo donde no
puede excluirse la confrontación y el diálogo pluralista.
Por convencimiento o por necesidad, en las actuales circunstancias no
existe otra alternativa para el cristiano que la ética civil; pero aceptarla no
implica ignorar sus riesgos y desconocer las dificultades que plantea.

V. LOS RIESGOS DE LA ÉTICA CIVIL

El enorme pluralismo de nuestra sociedad encierra también una serie de


riesgos. En primer lugar, aumenta el talante de escepticismo e indiferencia ante
la dificultad de una fundamentación cierta y segura. Cuando son tantas las
opiniones y tan diferentes las ofertas éticas, no hay ningún motivo para aceptar
unas más que otras. No existe ningún imperativo por el que merezca la pena
un determinado sacrificio. Como la verdad no está garantizada, que cada uno
actúe como le parezca.
Esta incertidumbre e indiferencia se convierte, también, en un estímulo para
la comodidad, pues si cualquier oferta ética aparece tan válida como las otras,
la inclinación hacia lo menos exigente se hace comprensible. Nadie tiene
derecho a exigir o a prohibir una conducta determinada, ya que todas gozan,

LÓPEZ AZPITARTE, Cuestiones morales pendientes en la Iglesia de hoy, en: AA.VV., Retos
de la Iglesia ante el nuevo milenio, PPC, Madrid 2001, 265-287.

171
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

más o menos, de la misma probabilidad. La elección pertenece en exclusiva al


propio individuo y, en esta hipótesis, sería absurdo optar por la más difícil y
sacrificada. Frente a una ética de exigencias y de heroísmos se levanta la
moral del menor esfuerzo, pues cualquier opción que se tome está respaldada
por la ley. Una ética de mínimos es a lo único a que se puede aspirar.
La legislación civil tiene, además, una función pedagógica. De alguna
manera ilumina y condiciona la vida de los ciudadanos, trazando las fronteras
entre lo que no se debe admitir de ninguna manera –los mínimos éticos– y
aquello que se ha de tolerar, aunque no responda a una moral de máximos. El
peligro radica, entonces, en no distinguir suficientemente lo legal de lo ético, y
terminar aceptando que la tolerancia jurídica se identifica, sin más, con la
bondad ética. Incluso, cuando sólo se despenaliza una conducta, sin añadir
sanción alguna a ese hecho determinado, se termina aceptando que semejante
comportamiento se ha convertido en un verdadero derecho.
En estas condiciones, la ética cristiana no puede perder su sensibilidad
evangélica. Hay que aumentar el convencimiento interior de los creyentes en
su propia identidad moral y religiosa. Lo jurídico no puede dejarnos nunca
satisfechos, como si no hubiera otros ideales por los que luchar; pero
conscientes, también, de que la inseguridad y fragmentación que ahora vivimos
no se superan con imperativos categóricos, ni con simples denuncias retóricas.
Si la ética civil corresponde a la sensibilidad generalizada de sus miembros, el
gran esfuerzo habría que ponerlo en elevar esta conciencia comunitaria, que se
manifieste, después, en una legislación más acorde con la dignidad del ser
humano.
Un esfuerzo de formación más serio para que los creyentes puedan explicar,
de manera razonable, que nuestras exigencias éticas se identifican también
con lo humano. Cuando santo Tomás reflexiona sobre la ofensa que el pecado
infiere al Creador, lo hace con una visión científica y humanista, pues afirma
con una profundidad impresionante: “Dios no se siente ofendido por nosotros,
si no es porque actuamos contra nuestro propio bien” 9. Lo que se defiende es la
dignidad de la persona, aunque no todos compartan la misma valoración. Es la

9 “Non enim Deus a nobis offenditur nisi quod contra nostrum bonum agimus”, Suma
contra los gentiles, III, 122.

172
La moral cristiana en un mundo pluralista

gran tarea educativa en la que aún queda mucho camino por andar, después
de tanto tiempo en que los argumentos de autoridad eran los prioritarios.

VI. FACTORES QUE HAN FOMENTADO LA INTOLERANCIA

De esta forma, la ética civil se convierte para los cristianos en una invitación
y en un desafío al que tenemos que responder por fidelidad al ser humano y a
nuestra fe. La única posibilidad para ello es nuestra participación en ese
diálogo, sin los privilegios que existieron en tiempos pasados. Esta nueva
situación ha de abrir camino hacia una actitud de tolerancia que supere los
fanatismos de otras épocas10.
Cualquier institución, sin excluir las de signo religioso, requiere una cierta
identidad que la especifique y distinga. Esto supone un nivel de armonía y
cohesión entre sus miembros para no poner en peligro su propia permanencia.
Como el organismo biológico, el grupo está dotado de mecanismos de defensa
que rechazan todo elemento extraño que pueda romper su integridad. La
ortodoxia, hasta la de los partidos políticos, constituye una preocupación y
responsabilidad de sus dirigentes. Defender los valores que pertenecen a la
naturaleza constitucional no supone ninguna actitud intolerante, sino
coherencia fiel con los principios fundacionales. Pero también es evidente que
este celo por mantener lo esencial siembra inevitablemente el peligro de la
intolerancia. Se trata de saber, en último término, cuándo lo intolerante se
hace por completo intolerable 11.
Este peligro aumenta más en el ámbito sagrado de la religión. Aquí no se
trata de salvaguardar ideologías humanas, sino de proteger la absoluta
fidelidad a las enseñanzas reveladas por Dios, mantener la unidad de los fieles
e intentar comunicar el mensaje a los que todavía no lo han descubierto.
Cuando el creyente está convencido de que su fe es la única verdadera, sin

10 Remito a algunos estudios generales: AA.VV., La tolerancia: Estudios Filosóficos 44


(1995) 409-486; AA.VV., La tolerancia. Escenarios y tareas: Sal Terrae 83 (1995) 421-474;
AA.VV., Tolerancia: Cuadernos de Realidades Sociales n. 47/48 (1996) 13-99; AA.VV.,
Tolerancia: virtud cívica, virtud cristiana: Iglesia Viva n. 182 (1996) 99-187; AA.VV.,
Cultura de la Tolerancia, Seminario de Investigación para la paz, Zaragoza 1996.
11 Ver las interesantes reflexiones de P. RICOEUR, Tolérance, intolérance, intolérable, in:
ID., Lectures I, Éditions du Seuil, Paris 1991, 294-311.

173
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

otra alternativa de salvación, y de su carácter obligatorio para todos, dada la


universalidad de su mensaje, la semilla de la violencia se hace presente en su
corazón. La experiencia de lo sobrenatural, en lugar de llevar al respeto de los
que no la comparten, conduce a la lucha intransigente para vencer al error. Por
eso, es muy difícil que el fanático ortodoxo se crea intolerante, pues tiene
conciencia de que lo que está en juego no es la fidelidad a sus propias ideas,
sino la obediencia a Dios. No olvidemos que el fanatismo tuvo en sus
comienzos una connotación sagrada por su relación primitiva y etimológica con
el templo12.
Lo difícil, sin embargo, es trazar la frontera entre las verdades básicas y sus
derivaciones falsificadas o menos correctas; saber cuándo el pluralismo se
convierte en una amenaza a la unidad o supone un enriquecimiento de las
tradiciones recibidas; discernir si los medios para la predicación de la fe son los
adecuados o se utilizan métodos que, a pesar de su posible eficacia, no
ayudan a la integración de una doctrina. El análisis y la interpretación de estos
aspectos son los que han generado, en el decurso de la historia, épocas de
mayor o menor tolerancia/intolerancia.
Señalo, brevemente, aquellos criterios que fomentaron las actitudes
intolerantes, para examinar, después, las razones que condujeron a un clima
de mayor diálogo y comprensión.

1. Posesión de la verdad absoluta

Existe un concepto de verdad, heredado de la filosofía griega, que acentúa


una visión monolítica y objetiva, desconocedora del conocimiento histórico y
evolutivo, que descubre paulatinamente toda su riqueza interior, similar a una
fórmula matemática sobre la que no cabe discusión. O se está de acuerdo con
ella, o no existe más alternativa que la del error. No hay espacio para el
pluralismo relativizador, ni la posibilidad de sentirse iluminado por otras
interpretaciones que sólo sirven para robar claridad a las enseñanzas recibidas.

12 C. VIDAL MANZANARES, Psicología de las sectas, San Pablo, Madrid 1990; EDITORIAL,
Religión y violencia: Razón y Fe 228 (1993) 22-26; CH. DUQUOC, Du dialogue
interreligieux: Lumière et Vie n. 222 (1995) 61-75; F. VELASCO, La religión a prueba:
tolerancia versus fanatismo: Moralia 18 (1995) 189-202.

174
La moral cristiana en un mundo pluralista

La aplicación de esta mentalidad se proyecta sobre las verdades reveladas


que, por serlo, no necesitan aclaraciones posteriores. La palabra de Dios es
definitiva, inmutable y no queda otra opción que aceptarla en su totalidad.
Cualquier confrontación o intercambio supondría negar el carácter supremo de
la revelación. El pluralismo no sería un enriquecimiento, que completa visiones
parciales, sino la confesión explícita de que la autoridad divina no es el criterio
último para la aceptación del mensaje revelado. Como si la inteligencia humana
pudiera comprender lo que trasciende por completo a su capacidad, o su
conocimiento fuera definitivo. El mandato divino de no fabricar imágenes de
Dios habría que aplicarlo también al mundo de las ideas. Basta tener un poco
de perspectiva para darse cuenta de las deformaciones históricas con que
hemos traducido la buena noticia de la salvación.
El esfuerzo racional quedaba siempre subordinado a las exigencias
derivadas de la fe. La filosofía era una ciencia al servicio de la reflexión
teológica, cuya tarea fundamental se reducía a confirmar con la razón los datos
revelados. Si sus conclusiones resultaban diferentes era por haberse apartado
del camino verdadero, fiándose más de la propia capacidad que de la
revelación. El creyente sólo encuentra en Dios la justificación de sus creencias.
No cabe otra garantía que el recurso a su Palabra para evitar el riesgo de la
equivocación.
Semejantes presupuestos contienen una mezcla de afirmaciones poco
clarificadas, que, aunque no excluyan por completo la posibilidad de la
tolerancia, inclinan más bien hacia la radicalidad fundamentalista. Quien no
acoja esta irrupción de la divinidad, no tiene otra alternativa que vivir en un
error lamentable y quedar excluido de la salvación.

2. Fuera de la Iglesia no hay salvación

Esta mentalidad ha estado vigente en el catolicismo durante muchos siglos,


incluso como soporte de su dimensión misionera. La Iglesia se presentaba
como el único espacio sagrado donde era posible el encuentro del ser humano
con Dios. Fuera de sus límites visibles e institucionales no existía ninguna
esperanza salvadora.

175
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

El axioma tradicional de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, está


tomado de san Cipriano, pero en un contexto y con un significado diferente.
Como otros santos Padres, aprueba la conducta de algún obispo que
excomulgaba a los que rompían la disciplina eclesiástica y negaban la
obediencia debida a la autoridad. Como rebeldes o herejes se apartaban de la
comunión y quedaban excluidos de la única casa de Dios, por renegar
voluntariamente de la fe aceptada en el bautismo. Es lógico que, en estas
circunstancias, se afirmara que “fuera de la Iglesia no hay salvación para
nadie”13. La universalización de este principio, aplicable también a quienes no
pertenecían a la institución eclesial, fue el motivo primario para propagar e
imponer la religión.
El mismo san Agustín, que condenó el uso de la fuerza contra los herejes
donatistas, terminó por admitirla para evitar su proselitismo. El “obliga a
entrar” (Lc 14,23) de la parábola evangélica lo interpreta así: “Los que se
hallan por los caminos y los setos, esto es, en la herejía y el cisma, son
obligados a entrar por el poder que la Iglesia recibió, a su debido tiempo,
como don de Dios, mediante la religión y la fe de los reyes” 14. La condena
evangélica de los que usan la espada queda ya reducida exclusivamente a
quienes la empleen ahora sin el mandato de la legítima autoridad. Desde la
aceptación del cristianismo, con el edicto de Tesalónica (380), como la única
religión oficial del Imperio, la Iglesia va a encontrar en el poder civil su mejor
aliado para la propagación del Evangelio.

3. Las armas al servicio de la fe

La historia continuará por este camino, en el que la autoridad temporal


queda al servicio de los intereses religiosos. Los reyes no serían necesarios si
las personas aceptaran voluntariamente la fe cristiana. Su oficio y misión se
centra en imponer la verdad por el “terror de la disciplina”15.

13 Cf. Carta a Pomponio IV, 3 en: J. CAMPOS (ed.), Obras de san Cipriano, BAC, Madrid
1964, 376. Ideas que repetían san Ireneo, san Ignacio de Antioquía, Clemente de
Alejandría, Orígenes, etc.
14 Carta a Bonifacio en Obras de san Agustín, t. XI, BAC, Madrid 1953, 633.
15 SAN ISIDORO, Sententiarum liber III, cap. 51; Patrología Latina, 83, 723.

176
La moral cristiana en un mundo pluralista

Cuando la guerra se emprende en nombre de Dios ya no es rechazable,


como lo fue en los primeros tiempos del cristianismo, sino que se convierte en
un magnífico testimonio de fe. Se consagra la violencia de las armas, siempre
que sea en defensa de la cristiandad. Existía hasta una liturgia especial para
bendecir la espada y la armadura de los cristianos que se oponían a las
invasiones ideológicas o territoriales contra la Iglesia. Fue el mismo motivo que
se utilizó en la conquista de América. El mandato de Jesús: “Id por todo el
mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15) exigía el
recurso a las armas contra los indios que se opusieran a este mandato
universal.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que en aquellos momentos, la
unidad política estaba profundamente vinculada con la comunión religiosa. El
hereje o cismático era el gran enemigo de la sociedad, contra el que había que
defenderse para salvaguardar el mismo orden público. La afirmación de Lutero
de que el “quemar a los herejes va contra la voluntad del Espíritu Santo” fue
condenada por el Concilio de Trento 16. En este contexto, la Inquisición fue un
tribunal público que imponía la pena de muerte a quien atentara contra la paz y
convivencia religiosa de los ciudadanos, de la misma manera que se hacía con
los criminales. Semejantes conductas merecen hoy una completa reprobación,
pero aquel contexto cultural hace más comprensible lo que para nosotros,
ahora, resulta intolerable.
La opinión de santo Tomás, aceptaba como doctrina común, no ofrecía
ninguna duda: “Mucho más grave es corromper la fe, que da la vida al alma,
que falsificar el dinero necesario para la vida temporal. Por tanto, si los
falsificadores y otros malhechores son condenados de inmediato a muerte por
los príncipes seculares, con mucha más razón los herejes, después de
probada su herejía, no sólo pueden ser excomulgados, sino también matados
con toda justicia”17.
Incluso después de la reforma, con el cisma de las Iglesias, se quiso
mantener esta unidad socio-religiosa con el célebre principio “cuius regio, et
eius religio”, para que cada nación se sintiera unificada bajo la fe de un mismo

16 Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 1963, n. 1483.


17 Suma Teológica, 2-2, q. 11, a. 3.

177
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

credo. La historia demostró, sin embargo, que este pluralismo de iglesias no


facilitó la convivencia pacífica, sino que el espíritu bélico e intolerante provocó
múltiples guerras, hasta que la paz de Westfalia (1648) estimuló un mejor
entendimiento entre católicos y protestantes. Si, a pesar de todo, hubo
momentos de mayor tolerancia, algunos estiman que no fueron tanto fruto del
respeto y comprensión, sino de otros intereses políticos y económicos 18.

4. Mecanismos psicológicos

Además de todos estos factores ideológicos y culturales, el psiquismo


humano ha servido también como un estímulo complementario 19.
La psicología nos recuerda que lo distinto es percibido como una amenaza a
nuestra seguridad. Al romper con nuestros esquemas habituales o no encajar
dentro de nuestras costumbres, se vivencia como algo peligroso. Es el mismo
fenómeno que acontece con todo lo nuevo que con su originalidad inédita
conmociona el orden establecido.
No resulta extraño, por tanto, que los mecanismos de defensa actúen contra
estos elementos difíciles de integrar. El rechazo o marginación son los caminos
más frecuentes para evitar una presencia molesta. La historia está llena de
acontecimientos que demuestran esta exclusión con aquella violencia inherente
a cualquier forma de fanatismo.
Por otra parte, la agresividad es siempre fruto de una frustración, de una
expectativa sin respuesta. Cuando la persona no acepta la inevitable finitud de la
vida, fomenta en su interior un rechazo visceral contra todo lo que se oponga a

18 El cardenal Richelieu, por ejemplo, no dudó en apoyar a los protestantes alemanes en


su oposición a Carlos I, mientras se mostraba intolerante con los hugonotes de Francia.
19 G. MÜLLER, El problema del fundamentalismo: observaciones de orden psicológico:
Praxis n. 45/46 (1993) 27-40; J. MASIÁ, El miedo, raíz de la intolerancia. “Dime cómo
dogmatizas y te diré qué temes”: Sal Terrae 81 (1993) 547-554: J. MOYA - A. I.
CILLERUELO, Raíces psicosociales de la intolerancia: Moralia 18 (1995) 173-178; A.
ESCARRÀ, La “personalidad” del hombre y mujer tolerantes: claves y cultivos: Sal Terrae
83 (1995) 449-458; F. CHISPAR, La violence dans l’expérience humaine: la fragilité et la
puissance: Lumière et Vie n. 236 (1996) 7-18. Sin olvidar tampoco la ignorancia que se
atribuía a los inquisidores, cuando se afirmaba de ellos que, además de no conocer
lenguas extranjeras, “sólo saben un poco de teología escolástica y de moral casuista”, J.
DE JOVELLANOS, Representación a Carlos IV sobre lo que era el Tribunal de la Inquisición ,
en: ID., Obras, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid 1953, v. 87, 334.

178
La moral cristiana en un mundo pluralista

su deseo de omnipotencia infantil. Y si el ideal de una sociedad cristiana se le


resiste, a pesar de su esfuerzo inagotable, tiene que proyectar sobre los
causantes de este fracaso todo su malestar interior. La intolerancia será siempre
una conducta infantil, que no se resigna al realismo de nuestra pequeñez e
insuficiencia.
A pesar de que la intolerancia ha sido históricamente una característica de
las religiones –y del catolicismo, en concreto– 20, es posible encontrar no pocos
documentos y testimonios que defienden la alternativa contraria, con un talante
muy parecido al que hoy podemos respirar.

VII. EL LARGO CAMINO HACIA LA TOLERANCIA

Si en la antigüedad clásica el fenómeno religioso se vivió más como un hecho


sociológico, pues se recibía por tradición las creencias de los antepasados, fue el
cristianismo quien subrayó la necesidad de un convencimiento personal.

1. Voluntariedad de la fe cristiana

Ya desde los tiempos de Tertuliano, muchos autores reconocían el derecho


de cada persona a adorar lo que cada uno quisiera, pues la religión debe ser
adoptada espontáneamente y nunca por la fuerza.
El mismo edicto de Milán (313) no es el triunfo del cristianismo sobre las
demás religiones, como a veces se ha dicho, sino una verdadera defensa de la
libertad religiosa. Como afirmaba Lactancio: “No hay cosa más voluntaria que
la religión, puesto que deja de serlo y reducida a la nada, si falta la intención
del que ofrece sacrificios... No exigimos que se adore a nuestro Dios a la fuerza
y mediante coacción, aunque sea el Dios de todos, y no nos molestamos con
quien se niega a ello”21. Y de san Agustín –aunque después cambió su postura–
es la célebre frase: “nadie puede creer contra su voluntad”22.
20 F. VELASCO, a. c. (nota 12).
21 LACTANCIO, Divinae Institutiones, lib. 5, c. 20 y 21; Patrología Latina, 6, 616 y 619-620.
Cf. M. J. SEDANO SIERRA, Tolerancia e intolerancia en la historia de la evangelización:
Sinite 36 (1995) 57-80.
22 In Ioannem, XXVI, 2; Patrología Latina, 35, 1607. Como en otra ocasión repetiría que
“nadie puede ser obligado a la fe contra su voluntad”, Contra litteras Petiliani, II, 83;

179
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

No resulta extraño, entonces, que haya testimonios de papas, obispos y


teólogos que condenan el celo exagerado de quienes no permiten a otras
religiones sus cultos y manifestaciones externas 23. El Papa Nicolás I repite al
rey Boris de Bulgaria que ni siquiera para la conversión de los paganos es lícito
utilizar la violencia, pues “Dios gusta de la ofrenda espontánea, ya que si
hubiera querido utilizar la fuerza nadie hubiera podido resistir a su
omnipotencia”24. De la misma manera, san Isidoro o el Concilio IV de Toledo
rechazaron la alternativa, propuesta a los judíos españoles por algún rey
visigodo, de convertirse al cristianismo o ser desterrados.
Frente a la intolerancia en la conquista de América, donde se actuó con los
criterios mayoritarios de la época, no faltaron tampoco las denuncias contra los
métodos de evangelización. Baste como ejemplo, entre otros muchos, el
parecer de los teólogos de Salamanca, elaborado por F. de Vitoria: “Los indios
tienen derecho a no ser bautizados y a no ser coaccionados a convertirse al
cristianismo contra su voluntad. Todos y cada uno deben de convertirse
libremente y no se puede obligar a renunciar a la religión de sus antepasados.
Los pueblos indios, que espontánea y libremente se han sometido a príncipes
cristianos con la condición de que no sean obligados a creer en la religión
cristiana, no pueden ser coaccionados por el Emperador o Rey de España a
convertirse y se debe respetar la libertad religiosa pactada” 25.
Durante mucho tiempo, se mantuvo el criterio defendido por santo Tomás de
que “es voluntario aceptar la fe, pero es necesario mantener la ya aceptada” 26.
De ahí que se deba obligar, incluso con la fuerza, a que los herejes cumplan
con lo que prometieron, pero hay que respetar las creencias de los que nunca
han sido cristianos.

Patrología Latina 43, 315.


23 Pueden verse diferentes testimonios en: A. DE LA FUENTE, Fe cristiana y tolerancia
religiosa: Teología y Catequesis n. 55 (1995) 25-40.
24 Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 1963, n. 647.
25 Corpus Hispanorum de Pace, vol. V, 127. Para el pensamiento de este autor, cf. R.
HERNÁNDEZ MARTÍN, Francisco de Vitoria. Vida y pensamiento internacionalista, BAC,
Madrid 1995. Ver también I. PÉREZ, Las conquistas de indias fueron, en sí mismas,
injustas y antisigno de la evangelización. (Una lección básica de la evangelización de
América: fray Bartolomé de las Casas): Studium 32 (1992) 7-76.
26 Suma Teológica, II-II, q. 10, ad 8.

180
La moral cristiana en un mundo pluralista

2. Hacia un cambio de mentalidad

Estas ideas, ciertamente minoritarias dentro de la comunidad eclesial,


fueron ampliándose en la sociedad civil a partir de la Ilustración. La separación
Iglesia-Estado ayudó a clarificar la función de ambas instituciones, aunque no
faltaron críticas y enfrentamientos por invasión de poderes, que provocaron la
condena de varios pontífices contra la indiferencia religiosa, el racionalismo
extremo y la tolerancia exagerada. Habrá que esperar todavía algún tiempo
para que la Iglesia se resigne a perder su relevancia social. León XIII (1885)
insistía en que lo ideal –la tesis– es la situación de privilegio para la verdadera
religión, aunque como solución transitoria para conseguir otros bienes o evitar
males peores –la hipótesis– se acepte la tolerancia de cultos 27.
El largo camino hacia la tolerancia se fue recorriendo con dificultad hasta
adoptar un talante diferente. Los presupuestos que motivaron este cambio
adoptan una óptica muy alejada de los de épocas pasadas.
El concepto de verdad adquiere una dimensión mucho más histórica, donde
entran múltiples mediaciones humanas. No es un objeto de museo, que
perteneció a otros tiempos, sino que se enriquece y actualiza de manera
progresiva. La revelación divina no es tampoco patrimonio exclusivo de los
creyentes, ni queda reducida al ámbito de la Iglesia 28. El Dios que se manifiesta
y desea comunicarse a todos, se nos acerca de múltiples maneras, a través,
incluso, de otras religiones y culturas. Su imagen, que será siempre un misterio
inaccesible, se completa y perfecciona con otras experiencias religiosas.
La Iglesia se siente evangelizada por los profetas seculares. Si en
ocasiones, fue ella la que abrió el camino para responder a necesidades que
después asumió el Estado, o despertó preocupaciones que sensibilizaron a los
demás, en otras, ha sido la sociedad civil quien ha descubierto valores y
actitudes más difuminadas en la comunidad eclesial.
Desde las “razones seminales” de Justino, o la filosofía como “nuevo
testamento para los griegos”, hasta los “cristianos anónimos” de Rahner, la fe

27 Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 1963, n. 3176.


28 J. MARTÍN VELASCO, Revelación y Tradición. Una aproximación fenomenológica desde
la historia de las Religiones: Revista Española de Teología 52 (1992) 315-347; A. TORRES
QUEIRUGA: ¿Qué significa afirmar que Dios habla? Hacia un concepto actual de
revelación: Sal Terrae 82 (1994) 331-347.

181
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

ha descubierto una presencia religiosa y salvadora en múltiples realidades


humanas. La misma consideración podría hacerse desde una óptica secular:
todo lo que sea auténticamente religioso estará también impregnado de
humanismo verdadero.
Como reconoce el Vaticano II, en la génesis del ateísmo han tenido parte no
pequeña los propios creyentes, cuando el rostro genuino de Dios se ha
desfigurado, no tanto por los misterios que transcienden la razón, sino por las
insensateces que, en ocasiones, hemos añadido. De esta manera, cualquier
valor legítimo se descubre como una nueva epifanía de Dios.

3. Los derechos de la conciencia

Finalmente, el respeto a la libertad de conciencia ha perdido las


connotaciones negativas de otras épocas para convertirse en un derecho
basado en la dignidad de la persona.
El decreto sobre libertad religiosa del Concilio supone un cambio completo
de orientación frente a la intolerancia: “En materia religiosa ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en
privado o en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.
Aquí no intervienen para nada la buena o mala voluntad de las personas en la
búsqueda de la verdad, ni siquiera el contenido de la opción que cada una
realice, pues “el derecho a esta inmunidad permanece también en quienes no
cumplen con la obligación de buscar la verdad y darle su admisión”. La única
condición, como señalará más adelante, es “tener en cuenta los derechos
ajenos y sus deberes para con los demás y para con el bien común de todos”.
Reconocer el valor de la tolerancia religiosa no significa caer en un
indiferentismo absoluto, como si nuestra experiencia de fe hubiera perdido su
carácter prioritario, o el impulso misionero fuese una pérdida de tiempo. En
nada tiene que aminorar el aprecio del don recibido, por el que Dios se nos ha
hecho cercano, y la ilusión por que otros compartan la perla evangélica (Mt
13,45) que se nos ha descubierto. La unidad en una misma fe es imposible en
esta sociedad descreída, agnóstica y pluri-religiosa, mientras caminamos hacia
la etapa final. Sólo Dios sabe cómo su voluntad salvadora se hace presente en
el mundo, con esquemas que no corresponden a los nuestros.

182
La moral cristiana en un mundo pluralista

En una situación como ésta, no se trata de emprender nuevas cruzadas


religiosas para convertir a la única religión verdadera, sino de conocer y
respetar a los que buscan a Dios por otros caminos, y de ofrecer a los que lo
deseen el gozo de nuestra propia experiencia personal. Cuando los discípulos
de Juan fueron a preguntar a Jesús si era el Mesías esperado, sólo respondió:
“Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído” (Lc 7,22). Entre el proselitismo
exagerado del pasado y la apatía misionera del presente, el evangelio nos
vuelve a recordar la importancia del testimonio y de la coherencia con la fe, que
invita, provoca y estimula, pero que manifiesta también la bondad y tolerancia
de Dios sobre buenos y malos.

VIII. CONCLUSIÓN

Hoy somos mucho más críticos con las razones ideológicas y culturales que
sembraron de intolerancia los caminos de la historia, pues no deja de ser
chocante y poco comprensible que en nombre de un Dios-amor, como se le
designa en casi todas las religiones, hayan existido condenas, violencias,
guerras y muertes.
Defender las propias creencias es un derecho en cualquier sociedad
democrática; trasmitir y ofrecer a los demás las propias convicciones constituye
también un ejercicio protegido por la libertad de conciencia, dentro de un
pluralismo ideológico. Lo que ya no cabe, dentro de la comunidad humana, es
el desprecio, el rechazo, la incomprensión absoluta frente a lo que escapa a
nuestros esquemas.
Algo de esto subsiste aún en grupos radicalizados, incapaces de vivir en un
clima de respeto y tolerancia. Si el que actúa de esta manera se considera
creyente, hay razones fundadas para no creer en su mensaje y testimonio,
pues toda religión o persona que se hace intolerante pierde su autoridad para
hablar de Dios. También la moral cristiana ha de aprender a abrirse paso en
una sociedad pluralista y a evitar un rostro intolerante.

183

Das könnte Ihnen auch gefallen