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La educación es la práctica cultural en la que nos proponemos “formar” al otro. Pero esto
de “formar” tiene sus implicaciones. Para analizarlas, vamos a recurrir a la argumentación
del pedagogo Philippe Meirieu (1998), que escribió un libro con un título muy sugerente:
Frankenstein Educador.
En este libro, el autor nos propone pensar el vínculo educativo a partir del personaje de
la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, porque esta novela
inglesa del siglo XIX conocida en todo el mundo y llevada al cine varias veces se apoya
en un mito que atraviesa el acto educativo: la idea de la fabricación del otro.
La novela de Mary Shelley narra la historia de Víctor Frankenstein, un joven médico que,
fascinado por las posibilidades que parece ofrecer el progreso científico, se propone crear
un ser humano.
Con partes de cadáveres, construye una criatura a la que luego logra infundir vida a través
de conexiones eléctricas. Cuando lo hace, se espanta de su propia obra y la abandona. La
criatura, que no tiene maldad sino solo aspecto monstruoso, intentará relacionarse con
otros seres humanos, pero no lo logra, ya que todos le temen por su aspecto. Con el tiempo
conocerá la verdad sobre su origen: fue creada por las ansias de trascendencia del doctor
Frankenstein. Presa de odio contra su creador, la criatura va en su búsqueda.
¿Qué tiene que ver Frankenstein con la educación? Meirieu explica que la educación es
constitutiva de la formación del sujeto: mujeres y hombres somos “hechos” por otros a
través de la educación. Sin embargo, “formar un sujeto” no significa “fabricar un objeto”
y, a partir de esta distinción, entra en juego la alusión a Frankenstein. Educar es introducir
al otro a un universo cultural.
Si educar es introducir al otro en un universo cultural, se aprecia el gran poder que tiene
el educador, dado que es quien presenta ese universo al educando. El vínculo pedagógico
se caracteriza por la asimetría, ya que el educador selecciona qué mundo mostrar: qué
historia contar, qué matemáticas presentar, qué biología enseñar. Aun cuando damos la
opción a los alumnos de elegir qué quieren aprender, somos nosotros quienes “damos”
esta opción, dentro de un abanico determinado. Es decir, siempre estamos ejerciendo ese
poder.
Decidir qué enseñar implica tener poder pero también responsabilidad. Es decir, como
docente, no es posible decir “no sé por qué les enseño esto”. El poder de elegir qué enseñar
nos confiere esa responsabilidad. Son las dos caras de una moneda. Si decidimos no
ejercer ese poder, podemos estar desligándonos de nuestra responsabilidad. De hecho, al
entrar en la relación pedagógica, el educando está aceptando someterse al poder del
educador al reconocer su autoridad.
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Pero el poder del educador es limitado. El otro está ahí y es una falacia creer que lo voy
a moldear según la imagen interna que tengo. Educar no es fabricar a otro. No es una
actividad técnica en la que tengo un modelo prefijado de cómo queremos que “nos” quede
el “producto terminado”.
El mito de la educación como fabricación nos enfrenta con la omnipotencia del educador:
el educador puede desear trascender a través de “su obra”. Pero si no reconoce la libertad
de la persona que está formando, el educador ejercerá violencia con ella y esta persona se
volverá contra él.
La paradoja de la educación
Entonces, ¿qué nos aporta la alusión a Frankenstein? Meirieu afirma que nos enfrenta con
el “núcleo duro” de la aventura educativa, una historia que cada uno de nosotros debe
rehacer por cuenta propia… Que más allá de todos los conocimientos, seguirá habiendo
“algo” que entra siempre en juego cada vez que un adulto se encuentra en la coyuntura
de educar:
[…] el cara a cara con «otro» a quien debo transmitir lo que yo considero necesario
para su supervivencia o para su desarrollo y que se resiste al poder que quiero ejercer
sobre él (Meirieu, 1995); el cara a cara con «alguien» que está, respecto a mí, en una
relación primordial de dependencia inevitable; alguien «que me lo debe todo» y de quien
quiero hacer «algo», pero cuya libertad escapa siempre a mi voluntad. (Meirieu, 1998,
p.19).
Como puede verse, el planteo de Meirieu es muy interesante y nos invita a pensar el
vínculo pedagógico a partir de la paradoja de la educación como fabricación. Por otra
parte, este autor también advierte que, en la vereda opuesta de la educación como
fabricación, está la abstención pedagógica: esa posición que, supuestamente por centrase
en el niño, renuncia a establecer fines desde afuera y puede hacernos creer que “el niño
lleva en sí los fines de su propia educación” (Meirieu, op.cit., p. 68).
Una primera reflexión se relaciona con la idea de que la asimetría de poder es constitutiva
del vínculo pedagógico. Esto significa que esa asimetría no puede eliminarse: puede
manejarse de maneras mejores o peores, pero la asimetría es inherente a este vínculo.
Para el modelo escolar, el docente es definido no solo por sus conocimientos específicos,
sino también como encarnación del acto educativo: todo su ser aparece desempeñando
una labor pedagógica. El modelo escolar tiene una matriz eclesiástica, ya que, al
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pastoral, y el colectivo docente fue interpelado como “sacerdote laico”. Se puso un peso
muy importante en su accionar, por lo que el maestro debía ser un modelo aun fuera de la
escuela, perdiendo así su vida privada, que quedó convertida en pública y expuesta a
sanciones laborales” (Pineau, 2001, p. 32).
De modo que los vínculos en la escuela deben analizarse simultáneamente desde los roles
institucionales (las relaciones de poder) y desde las significaciones emocionales
(vinculadas al “mundo interno” de los sujetos). Aprender en la escuela implica “aprender
en público” y en un contexto especial, gobernado por evaluaciones y comparaciones,
donde reina el control y los juicios, que no se limitan solo al aprendizaje, sino al
comportamiento completo de cada uno Marta Souto (1996) define la clase escolar como
el “ambiente en el que transcurre la vida cotidiana de sus actores y donde se produce
sentido a las interacciones en torno al saber” y destaca:
“La vida social de la clase, las relaciones de poder y saber en ella, las paradojas en
la comunicación”.
“La vida inconsciente de la clase como espacio intersubjetivo, como campo transferencial
y vincular y como red de identificaciones” (p. 137).
Aprender implica un cambio: pasar de un “no saber” a un “saber”, pasar de ser “alguien
que no sabe x” a ser “alguien que sabe x”. El aprendizaje pone en juego la propia identidad
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El aprendizaje requiere de una disposición emocional: para poder aprender, tengo que
sentir confianza y seguridad, y estar a gusto “en situación de aprendizaje”. Una misma
situación será vivida de modo diferente por cada persona en función de sus experiencias
de aprendizaje anteriores y de su percepción de esa situación concreta.
A veces, desde afuera, los docentes no advertimos lo difícil que puede ser para los
alumnos conectarse con su pensamiento y poner en "funcionamiento su cabeza” para
poder aprender en una situación determinada. El aprendizaje requiere que la persona, por
unas horas, haga a un lado sus problemas cotidianos y sus preocupaciones. Pero, cuando
estos problemas y preocupaciones nos desbordan, no podemos aprender. No depende de
la percepción que alguien pueda tener “desde afuera” sobre los problemas del otro, ni
depende de si es un niño o un adulto. Cuando una preocupación nos inunda, no importa
si para los demás es grave o no, no importa si es real o imaginaria: nuestra cabeza está
ocupada en otra cosa.