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Entre el psicoanálisis y la
psicomotricidad: el cuerpo en acción
Se necesita un enfoque teórico que haga emerger al cuerpo como un polo de tensión
fundamental, que no lo diluya en el discurso del sujeto, sino que lo haga aparecer en
sus dimensiones biológica, social e individual, en sus manifestaciones conductuales.
Para esta investigación, es importante establecer que la dimensión del cuerpo que
aquí interesa no es anatómica ni fisiológica; se trata de un cuerpo en acción que, por
un lado, despliega un hacer en parte codificado y socializado, en parte decidido y
elegido, pero por otro, es un cuerpo pleno de sensaciones, afectos y deseos; un
cuerpo que se articula con los ámbitos conscientes e inconscientes del psiquismo.
Hablamos, entonces, de un cuerpo en el que confluyen tanto el cuerpo-acción de la
psicomotricidad, como el cuerpo-imaginación del psicoanálisis.
Sami-Ali (1993) afirma que la psicomotricidad, como disciplina de conocimiento,
deriva sus conceptos de la neuropsiquiatría infantil y de la psicología genética. Enfoca
los problemas funcionales desde el parámetro de equilibrio motor que propone sobre
todo la neuropsiquiatría, y plantea técnicas de manipulación que actúan sobre el
cuerpo “real” para ajustar al individuo al “modelo de normalidad”. Deducimos que la
psicomotricidad clásica de la que habla Ali, trabaja sobre un cuerpo objetivo que, de
manera semejante a cualquier técnica de entrenamiento, prescribe acciones y opera
transformaciones en el movimiento del cuerpo, de acuerdo con ciertos parámetros; es
decir, opera modificaciones en las acciones efectivas de un “cuerpo real”.
Entendamos por cuerpo “real” aquél que se mueve en el espacio y el tiempo, al que
se le prescriben actos que puede reproducir. Es un cuerpo “intervenible” en el más
estricto sentido de la prescripción de acciones corporales.
Sin embargo, con Sami-Ali, el cuerpo “real”, manipulable, no está desligado del
imaginario que concibe el psicoanálisis; es decir, que cualquier manipulación
deliberada o no deliberada, social y/o especializada sobre el cuerpo, conlleva tocar,
sin duda, los aspectos imaginarios conscientes e inconscientes del sujeto que se
mueve.
Es indispensable articular las propuestas de ambas áreas de conocimiento: por un
lado la psicomotricidad como disciplina y praxis que promueve ciertos usos en el
cuerpo real; y por otro, la idea psicoanalítica de imagen del cuerpo, que pone el
acento sobre los procesos mentales de significación.
- Fase anal. Desde el punto de vista freudiano, se trata de la etapa del control de
esfínteres. La pulsión de movimiento aparece de manera más evidente porque
se da un control progresivo de todo el sistema neuromuscular, es decir, se da
el paso de movimientos aparentemente pasivos de la etapa oral (por los que
apenas discrimina su cuerpo del otro), a un movimiento que se objetiva en la
manipulación y dominio del propio cuerpo, de objetos, y por la que se
mediatizan el tiempo y el espacio respecto del propio deseo. El “placer
inmotivado” que el niño encuentra en el movimiento, diría Freud, es para
Garralda una función vital para la constitución y la preservación de la identidad.
El juego supone una simbolización lúdica, que satisface el deseo y permite la
manipulación de fantasmas a través de actos simbólicos.
Considero que al concebir la autonomía de la pulsión de movimiento, será posible
asociar lo imaginario al desempeño motor y no sólo a los orificios corporales. Es a
partir de la base biológico-motriz del aparato muscular que se podrá idear una
manera alternativa de producción imaginaria inconsciente y consciente, asociada
directamente con el movimiento corporal.
Desde una perspectiva filogenética, dice Garralda, se sabe que el movimiento de los
órganos internos se produce mediante la musculatura lisa; y el movimiento
externo, el de la acción y el desplazamiento, que no es posible sin el primero, se
hace por medio de la musculatura estriada, y pone en relación al sujeto con el medio
y los otros.
El aparato muscular estriado es un sistema muscular complejo, que se estructura
progresivamente en cada individuo por medio de receptores sensoriales profundos en
los que se modulan los diversos matices del tono muscular, para llegar a un control
de la conciencia que nunca es total. Así, la acción corporal a partir de la musculatura
estriada tiende a eslabonarse con diferentes grados de conciencia, en tanto que el
movimiento de los órganos internos no establece conexiones con la corteza cerebral.
Para Garralda, el movimiento muscular no parece tener en principio ninguna
significación consciente, pero sí es percibido y representado en un sistema
inconsciente de imágenes psíquicas, equivalentes a lo que Dolto llamó “imagen
inconsciente del cuerpo”. Y es a partir de esto que se estructura un “yo corporal” que
va más allá de un “yo piel”, término de Didier Anzieu que después revisaremos, en el
que sólo participaría una sensibilidad superficial. En lugar de eso, el yo-corporal se
configura por el propio movimiento y por la relación con otros cuerpos.
En el mismo sentido, André Lapierre, también ubicado entre las concepciones
psicoanalíticas y psicomotrices, apunta a la tridimensionalidad de lo que llama el “yo-
carne”; las sensaciones que el sujeto tiene no conciernen sólo a la piel, sino a la
musculatura que tiene su propia sensibilidad: los músculos se transmiten unos a otros
cierta presión que llega a los tendones y a las articulaciones. La carne, el músculo, es
emisor y receptor.
“El yo corporal no es solamente una superficie, sino también un volumen; no sólo un
continente, sino también un contenido; un espacio interno emisor de sensaciones y
vivido en lo imaginario inconsciente como la sustancia del yo, sin la cual la piel no es
más que un envoltorio vacío.” (Lapierre, 1997: 86)
En el desarrollo psíquico y motor de los seres humanos, la acción motriz opera la
conexión entre las percepciones aisladas iniciales y la constitución de un sentido
global, en donde todas esas sensaciones se articulan a favor de la construcción del sí
mismo: hasta los 6 meses, dice Lapierre, el movimiento del bebé sólo logra
sensaciones corporales dispersas que no se integran a una globalidad. A los 9 meses
(de los 6 a 18, según Lacan) las sensaciones dispersas se unen en una
representación global. Se trata del estadio del espejo en que se unifican los
fragmentos perceptuales en una totalidad por la identificación con una imagen global.
Este momento es fundamental para constituir un primer esbozo del yo. Alrededor de
los dos años, en la etapa llamada anal, el niño ya tiene un dominio muscular que
afirma su identidad corporal, su autonomía, y aparece un yo consciente.
Estamos hablando de un cuerpo que se mueve, que emplea la musculatura estriada
para reproducir los patrones motores aprendidos y para reproducir patrones
ajustables al azar de las situaciones vividas.
El aparato muscular estriado tiene un rol fundamental entre lo consciente y lo
inconsciente, presentando una gama de estados de conciencia que se alcanzan con
acciones corporales particulares y aunque alcance ciertos grados de conciencia no
alcanza el control consciente total. Esto quiere decir que cuando nos movemos, parte
de la acciones quedan en un nivel inconsciente. En suma: moverse supone siempre
ciertos grados de inconciencia y ciertos grados de control consciente.
El movimiento y las representaciones mentales (conscientes e inconscientes)
mantienen vínculos de complementariedad, no son traducciones unas de otras, sino
polos de un mismo proceso que consiste en que todas las acciones corporales están
acompañadas de representaciones mentales.