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Comentario al Evangelio del 7 de octubre de 2018, XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Texto: Mc 10,2-16

Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre

El Evangelio es buena noticia. Siempre. También cuando nos plantea desafíos. Incluso desafíos
enormes. La cultura contemporánea parece haber renunciado a la buena noticia de la familia.
Jesús, al afirmar que la tolerancia del divorcio de la Ley de Moisés se debía a la dureza de corazón
de los hombres y no al proyecto originario de Dios, no establece un camino imposible de recorrer,
sino abre nuestros ojos a la verdadera dignidad del matrimonio. Ser una sola carne no es un acto
superficial, sino una entrega radical, en la que se pone en juego algo más grande y definitivo que
un encuentro pasajero. El cuerpo es signo e instrumento del alma espiritual. Toda intimidad
matrimonial involucra íntegramente al hombre y a la mujer, y reclama una donación total. El amor
matrimonial es don hermoso, que vincula desde lo más profundo a quienes lo viven. La dureza de
corazón que favorece la superficialidad en las relaciones matrimoniales deja ver qué tan hondo ha
calado el pecado en la naturaleza humana. Pero Cristo mismo concede al ser humano un horizonte
de redención. La Iglesia anuncia con alegría esta buena noticia, y llama a los esposos cristianos a
vivir su relación en la gracia y la responsabilidad. Ello incluye también la acogida gozosa de los
niños como una bendición particular. Las contradicciones de nuestro tiempo vuelven urgente
presentar este mensaje con testimonios vivos, que dejen ver, a través de su historia concreta, que
el amor pleno, fiel e indisoluble no sólo es deseable y posible, sino sobre todo una realidad
palpable que, incluso en medio de las dificultades, garantiza la plenitud del amor humano. El
Evangelio nos invita a no conformarnos con menos, ni renunciar a la belleza del amor conforme al
designio divino, que es un designio de sabiduría, armonía y felicidad.

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