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The dreamers

En 2003 Bernardo Bertolucci entrenaba en el Festival de Venecia, lo que algunos consideraban


una especie de retorno: The dreamers. Retorno, tal vez, después de una intensa relación con
Hollywood y un evidente desgaste. Paradójicamente, es en ese contexto, (que tenía como gusto
a despedida, a decadencia) que terminé por conocer a Bertolucci. Había visto El último tango en
París (1972) muy pronto, y aún lo procesaba, pero fue The Dreamers una especie de puerta (o
tal vez una ventana) que me hizo conectar con el realizador y ver el resto de sus obras. Si bien
no es de sus mejores películas, la conexión de la trama como mi juventud de bisoñez cinéfila fue
total. El film está plagado de referencias a otras películas, música, libros y personajes (trillados
varios) de ese momento transcendental, distante, idílico y hasta mítico que fue mayo del 68 en
Paris. Aún recuerdo la voz de Janis Joplin cantando “I Need a Man to Love” en una de las
escenas, lo emocionante que fue ver el homenaje a Bande à part (1964) de Jean-Luc Godard o
el enamoramiento instantáneo al ver a Eva Green como una Venus de Milo.

Incluirme en esta descripción no pasa por un mero ejercicio introspectivo o ególatra, es


simplemente inevitable. Creo que, como yo, muchos de los que han seguido (y en algunos casos,
admirado) la obra de este director, se han llevado algo grabado, con alguna o muchas de sus
imágenes, entre perturbadoras y entrañables y, al final, solo entrañables. Que una o varias
películas de este autor puedan ser asociadas en algún espacio caótico de los recuerdos
personales, ya es un indicio de su genialidad, Bertolucci ha sabido siempre conjugar puesta en
escena, historia y personajes, de una manera notable.

El disfrute, de este tipo de cinematografía que usa imagen, diálogos y silencios con profunda y
evocadora fuerza estética y simbólica, sin embargo, no nos aleja de la miseria, visceralidad y
angustia que narran sus historias. Esto pasa también en The dreamers. Historia ambientada en
los inicios de un movimiento juvenil que deparó en la revuelta de mayo del 68, la primavera
parisina, una mezcla de ingenuidad, valentía y el más alto idealismo. Todo eso tiene la película,
narrada a partir de tres personajes protagónicos que crean su mundo en una especie de bunker
que es tan solo la casa familiar, pero sin padres. Es evidente que la intención es realizar un
paralelismo entre los hechos históricos y la subjetividad de los protagonistas: Matthew (Michael
Pitt) un joven norteamericano fascinado por la cultura francesa y por el cine en general, y dos
hermanos franceses que comparten sus gustos cinéfilos, Theo (Louis Garrel) e Isabelle (Eva
Green). Pese al contexto histórico, esta película puede ser vista y leída en muchas dimensiones,
pues la solidez en la construcción de los personajes, la tensión (a partir de un erotismo bien
manejado) que envuelve a los amantes y su desarrollo, es atrapante y conmovedor. Eso sí, no
hay un equilibrio en la interpretación y por momentos la trama alcanza picos para luego caer
intermitente, poco a poco ahonda en la relación amorosa del trío de amigos, la de Matthew e
Isabelle por un lado, la relación cuasi incestuosa de esta con su hermano Theo y la coexistencia
de los tres en medio de ritos y ritos de iniciación, y luego, el cine, siempre presente en los
momentos claves, montando perfectamente fragmentos de películas que citan los personajes
con las acciones de estos.

Por un tiempo considerable, y por razones que solo se puede atribuir a lo intrincado de la
memoria, recordaba como final de la película una de sus mejores escenas, que de hecho sí puede
considerarse parte del epílogo, pero que, en realidad, es solo la antesala a la secuencia final.
Paso a describirla, solo a grandes rasgos. Los tres personajes, dormidos en una especie de tienda
de campaña, por fin reconciliados, son descubiertos por sus padres que no atinan a otra cosa
que dejarles un cheque en medio de los restos de comida y bebida, nunca hablan con ellos, solo
se van en silencio. Y ahí viene “mi escena” final, o la escena que eligió mi memoria como final.
Una vez que los padres se van, los tres quedan solos nuevamente, Isabelle es la única que
despierta y al saber, a través del cheque, que había sido descubierta por sus padres decide
suicidarse y con ella llevarse a sus dos amantes. En este caso, Bertolucci no pensaba en una
escena grotesca o descarnada (de eso ya había hecho), el resultado fue una interesante y sutil
metáfora nuevamente: los tres soñadores, en su mundo particular, soñando para siempre,
alejados de la realidad, o creando su propia realidad, todo esto se monta con fragmentos de la
escena final de Mouchette (1967) de Robert Bresson. La convulsión social en las calles irrumpe
violentamente como una piedra que rompe la ventana, pues afuera, en las calles, un grupo de
jóvenes se enfrenta a la policía, y ahí comienza el verdadero final.

Aún creo que la película podría haber terminado ahí, sin embargo, entiendo que el círculo debía
cerrarse, que era necesario volver a poner el foco en la rebelión, completar la empresa
nostálgica que emprendió la película desde el principio, y, también, ubicar al personaje de
Matthew en el lugar en donde siempre estuvo, un espectador, un norteamericano (casi un
estereotipo) que ve todo desde afuera, y que, con asombro, descubre que siempre fue usado, y
nosotros, al mismo tiempo, sabemos que, pese a todo, él tiene y siempre tuvo límites. A riesgo
de sobreinterpretar esta película, y recordando la escena de los jóvenes revolucionarios, pienso
si finalmente hoy avanzamos, retrocedimos o simplemente ahora es cuando todo nos parece
sospechoso. Eso que los jóvenes de abril y mayo del 1968 miraban como futuro, viviendo el
ahora, la libertad, la imaginación como motor de la revolución, el bordear los límites, romperlos
y sin miedo, es ahora el pasado, un pasado imaginable pero difícil de replicar, o difícil ya de creer,
ahí tal vez radica la nostalgia, la de Bertolucci, y la nuestra.

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