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30/9/2016 San Agustín — LA FE Y EL SÍMBOLO

LA FE Y EL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES

Traducción: Claudio Basevi

TESTIMONIO DEL MISMO AGUSTÍN EN EL LIBRO DE LAS «REVISIONES» I,17


LA FE Y EL SÍMBOLO

Por el mismo tiempo, siendo presbítero, traté de La Fe y el Símbolo delante de los obispos que me
lo mandaban, cuando celebraban el Concilio plenario de todo el África en Hipona la Real. La
disertación, a instancias solícitas de algunos de los que más familiarmente me amaban, la reuní en
un libro; en él se trata de esos temas, pero sin ofrecer esa urdimbre de palabras que se entrega a
los competentes para aprenderlas de memoria. En este libro, al hablar de la resurrección de la
carne, digo: Según la fe cristiana, que no puede engañar, el cuerpo resucitará. A quien esto le
parezca increíble, es porque mira sólo a cómo es la carne ahora, pero no considera cómo será;
pues en el tiempo de la transformación angélica, ya no será carne y sangre, sino solamente cuerpo
(10,24), y lo demás que allí traté sobre la mutación de los cuerpos terrestres en cuerpos celestes,
puesto que dijo el Apóstol al hablar de eso: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios.
Quien lo tome así, como suena, estimando que el cuerpo terreno, tal cual ahora lo tenemos, se
cambia por la resurrección en cuerpo celeste, de modo que no tendrá estos miembros, ni habrá
sustancia de carne, sin duda que debe corregirse, advertido por el Cuerpo del Señor, que después
de la resurrección se apareció para ser no solamente visto con los ojos en sus mismos miembros,
sino también para ser palpado con las manos, y además El mismo afirmó de palabra que tenía
carne, cuando les dice: Palpad y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como vosotros veis
que tengo yo. Por tanto, consta que el Apóstol ha afirmado que en el reino de Dios existirá la
sustancia de la carne. Y o bien designó con el nombre de carne y sangre a los hombres que viven
según la carne, o bien se refirió a la misma corrupción de la carne, que ciertamente no existirá
entonces. Realmente, cuando dijo: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios, se entiende
claramente qué quiso decir al exponer lo que añadió a continuación: Ni la corrupción poseerá la
incorrupción. Todo el que lea el último libro de La ciudad de Dios comprobará que he disertado con
diligencia cuanto he podido sobre este tema difícil de persuadir para los paganos. El libro comienza
así: Quoniam scriptum est...

MOTIVO DE ESTA EXPOSICIÓN

1. Está escrito y confirmado por la firmísima voluntad de la enseñanza apostólica que el justo vive
de la fe1. Esta fe exige de nuestra parte el acatamiento del corazón y de la lengua. En efecto, así
dice el Apóstol: Es necesario creer de corazón para justificarse y confesar la fe con la boca para
salvarse2. Nos es muy conveniente recordar tanto la justificación como la salvación, porque, aun
cuando estamos destinados a reinar en la justicia eterna, no podremos preservarnos de la malicia
del tiempo presente si no nos esforzamos por nuestra parte en la salvación del prójimo, profesando
también con la boca la fe que llevamos en el corazón. Y debemos también mantener una piadosa y
prudente vigilancia que impida que la fe pueda ser alterada en ningún punto por las fraudulentas
sutilezas de los herejes.

La fe católica es dada a conocer a los fieles por medio del Símbolo, para que se aprenda de
memoria en la medida en que puede ser resumida en pocas palabras. De este modo, los que
comienzan y están todavía como niños de pecho, tras haber renacido en Cristo, y no han sido aún
fortalecidos por el conocimiento y la explicación muy detallada y espiritual de las Santas
Escrituras, pueden resumir su fe en pocas palabras; mientras que esta fe debe ser expuesta con
muchas palabras a los más avanzados que progresan en la doctrina divina sobre la base firme de
la humildad y la caridad.

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La mayor parte de los herejes han intentado ocultar su veneno bajo los mismos términos sintéticos
que componen el Símbolo. La divina misericordia se ha opuesto y se opone a sus tentativas por
medio de hombres espirituales3 que merecieron no sólo recibir y creer la fe católica expresada
según estas formas, sino también entenderla y conocerla por la revelación de Dios. Porque está
escrito: Si no creéis, no entenderéis4. La exposición de la fe sirve para la defensa del Símbolo.
Pero no porque tenga que ocupar el lugar del Símbolo en la mente de quienes, habiendo recibidola
gracia divina, han deaprenderlo y recitarlo de memoria, sino porque asegura al contenido del
Símbolo una más firme defensa respaldada por la autoridad católica contra las insidias de los
herejes.

PRIMER ARTÍCULO:
DIOS PADRE OMNIPOTENTE

2. Algunos han pretendido demostrar que Dios Padre no es omnipotente. No es que se hayan
atrevido a afirmarlo; pero se ve claramente en sus enseñanzas que esto es lo que piensan y creen.
Así es, en efecto, porque cuando admiten la existencia de una naturaleza que Dios todopoderoso
no ha creado, aunque admitan que a partir de ella haya creado este mundo en el que ellos
reconocen un orden perfecto, están negando la omnipotencia de Dios, y llegan a creer que Dios no
habría podido hacer el mundo sin utilizar para ello otra naturaleza anteriormente existente y no
hecha por El mismo. Se apoyan, al decir esto, en la consideración habitual y vulgar de que los
artesanos, los constructores y demás operarios, si no cuentan con la ayuda de materiales
dispuestos previamente, no pueden conseguir el objeto de su arte. Del mismo modo, entienden
que el autor del mundo no es omnipotente, ya que no podría construir el mundo si no se sirviera
como materia de algún elemento no fabricado por El. Pero si están de acuerdo en que Dios
Omnipotente es el autor del mundo, necesariamente deben reconocer que lo que ha hecho, lo ha
hecho de la nada. Ciertamente, no puede existir nada que no tenga un Creador si este Creador es
Omnipotente. Incluso si El hace algo a partir de otra cosa, como hizo el hombre del barro, no lo
hace a partir de algo que El no haya hecho. Porque la tierra de donde procede el barro Dios la
había creado de la nada.

Y si el mismo cielo y la tierra, esto es, el mundo y todo lo que en él se encuentra, han sido hechos
de alguna materia, como está escrito: Tú que creaste el mundo de una materia caótica5 —o bien,
informe, como lo atestiguan otros manuscritos—, en manera alguna hay que pensar que aquella
materia de la que ha sido hecho el mundo —aunque informe, o caótica, o de la manera que sea—
haya podido ser por sí misma, como si fuese coeterna y coexistente con Dios. Pero cualquiera que
fuese su modo de ser y su posibilidad de
recibir las formas de diferentes cosas, no las posee sino por Dios Omnipotente, por cuyo beneficio
tienen las cosas no sólo el ser formadas, sino también el ser formables. Entre el ser formado y el
ser formable hay esta diferencia: que lo formado ha recibido ya una forma, mientras que lo
formable puede recibirla todavía. Pero quien da a los seres su forma, les da igualmente el poder
ser formados. Porque de El y en El tienen todas las cosas su belleza perfecta e inmutable.

Esta es la razón por la que es uno mismo el que concede a cada ser no sólo el ser hermoso, sino
también el poder serlo. Por consiguiente, tenemos toda la razón al creer que Dios ha hecho todas
las cosas de la nada. Porque, incluso si el mundo ha sido hecho a partir de una materia cualquiera,
esta misma materia ha sido hecha, a su vez, de la nada. De esta manera, por un don de Dios
perfectamente ordenado, fue creado primeramente un elemento capaz de recibir todas las formas
y a partir del cual se formasen, a su vez, todos los seres que han sido formados.

Hemos dicho esto para que nadie pueda creer que existe una contradicción en las enseñanzas de
las Sagradas Escrituras, donde se encuentra, por una parte, que Dios ha hecho todas las cosas de

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la nada, y por otra, que el mundo ha sido hecho a partir de una materia informe.

Así, pues, los que creemos en Dios Padre Omnipotente debemos afirmar que no hay ninguna
criatura que no haya sido creada por el Omnipotente.

SEGUNDO ARTÍCULO:
EL VERBO HIJO DE DIOS

Y puesto que Dios ha creado todas las cosas por medio de la Palabra, y a la Palabra se la llama
Verdad6, así como también Poder y Sabiduría de Dios7 y se le aplican muchos otros nombres que
descubren que nuestro Señor Jesucristo, en quien creemos, es nuestro Liberador y Guía, y es el
Hijo de Dios, y la Palabra, por la que han sido creadas todas las cosas, sólo ha podido ser
engendrada, a su vez, por aquel que las ha creado por medio de ella.

III. Por todo esto, creemos también en Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios Padre, es decir, único
Señor nuestro.

No debemos concebir esta Palabra a imagen de nuestras palabras, que, pronunciadas por nuestra
boca y nuestra voz, vibran en el aire y no duran más que el instante que suenan. Aquella Palabra,
por el contrario, permanece inmutable, pues de ella se dice cuanto se afirma acerca de la
Sabiduría: Permaneciendo en sí misma, renueva todas las cosas8. Se llama Palabra del Padre
porque el Padre se da a conocer por medio de ella. Del mismo modo que nuestras palabras tienen
por efecto, cuando decimos la verdad, el manifestar nuestra
alma a quien nos escucha, y son signos que revelan los secretos de nuestro corazón al
entendimiento de la otra persona, así aquella Sabiduría que Dios Padre engendró —puesto que
manifiesta la intimidad del Padre a las almas que son dignas de ello— es llamada muy
oportunamente Palabra suya.

Pero entre nuestra intimidad y las palabras con las que nosotros nos esforzamos por revelarla hay
una gran diferencia. Porque nosotros no engendramos las palabras que resuenan, sino que las
producimos. Y para ello utilizamos como materia el cuerpo ya existente. Sin embargo, hay gran
distancia entre nuestro interior y el cuerpo. Por el contrario, Dios, al engendrar su Palabra,
engendra lo que El mismo es; y no de la nada ni de ninguna materia ya creada
o formada, sino que de El mismo ha engendrado lo que El mismo es.

En efecto, nosotros intentamos hacer lo mismo cuando hablamos — si tomamos cuidadosamente


en consideración el deseo de nuestra voluntad—, pero no cuando mentimos, sino cuando decimos
la verdad. Está claro que pretendemos mostrar nuestra intimidad —en la medida en que sea
posible— a la persona que nos escucha para que penetre en ella y la conozca íntimamente. Es
decir, queremos quedarnos en nosotros mismos y, al mismo tiempo, sin salir de nosotros, producir
un signo capaz de hacernos conocer por el otro. Y así —en cuanto nos lo permiten nuestras
posibilidades—, queremos producir, partiendo de nuestra intimidad, como otra intimidad por medio
de la cual aquella se manifiesta.

Para conseguir esto nosotros empleamos las palabras, el tono mismo de la voz, las expresiones de
la cara, los gestos, industrias todas que sirven para dejar traslucir lo que ocurre en nuestro
interior. Sin embargo, no somos capaces de producirlo y, por tanto, la intimidad del que habla no
se revela completamente, y de ahí que quede lugar para la mentira. Pero Dios Padre, que quería y
podía revelarse con absoluta verdad a las almas que habían de conocerle, engendró, para
mostrarse a sí mismo, algo que es idéntico a quien lo engendró. Se le llama también su Poder y
Sabiduría, porque el Padre ha hecho y ordenado todas las cosas por medio de El. Por eso se dice
de El que se extiende con fuerza del uno al otro confín, lo
dispone todo con suavidad9.

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TERCER ARTÍCULO:
DIOS CREA TODAS LAS COSAS POR MEDIO DE LA PALABRA LA PALABRA ES IGUAL AL
PADRE.

5. Por todo ello, el Hijo Unigénito de Dios no ha sido hecho por el Padre, porque, como dice el
evangelista, todas las cosas han sido hechas por El10. Ni tampoco ha sido engendrado en el
tiempo, porque Dios, siendo eternamente sabio, tiene siempre consigo su Sabiduría sempiterna; y
tampoco es inferior al Padre, es decir, menor en algo, porque también dice el Apóstol: Pues El,
siendo por su propia existencia de rango divino, no consideró como precioso tesoro el mantenerse
igual a Dios11.
Esta fe católica excluye también a aquellos que sostienen que el Hijo es la misma persona que el
Padre, porque dicha Palabra no podría estar en Dios12 si no es en Dios Padre, y quien está solo no
es igual a nadie. Quedan excluidos también los que dicen que el Hijo es una criatura, aunque
diferente de las otras. En efecto, por muy perfecta que consideren a esa criatura, siempre fue
«producida» y «hecha». Porque en latín «producir» es sinónimo de «crear», si bien el uso del latín
permite emplear algunas veces la palabra «crear» por
«engendrar», mientras que en griego se distinguen. Llamamos criatura a lo que ellos llaman
(PALABRAS EN GRIEGO), y puesto que queremos hablar sin equívocos, no diremos crear, sino
producir. Si, pues, el Hijo es criatura, por muy eminente que sea, ha sido hecha. Nosotros, sin
embargo, creemos en aquel por quien se han hecho todas las cosas, no en aquel por quien han
sido hechas las demás cosas. Porque no podemos entender aquí la palabra «todo» sino como todo
lo que ha sido hecho.

Pero, por cuanto la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros13, la misma Sabiduría que ha
sido engendrada por Dios se ha dignado ser creada como hombre. Tal es el sentido del texto: El
Señor me ha creado en el principio de sus caminos14. En efecto, el
«principio de sus caminos» es la cabeza de la Iglesia, que es Cristo
hecho hombre, por el que se nos ha dado un ejemplo para nuestra vida. Este es el camino cierto
por el que llegaremos a Dios.

Nosotros no podíamos volver a Dios sino por la humildad porque habíamos caído por la soberbia,
como se dijo a nuestros primeros padres: Probad y seréis como dioses15. Nuestro mismo Redentor
se ha dignado mostrar en sí mismo un ejemplo de esta humildad, camino por el que habíamos de
volver: Pues El no consideró usurpación el ser igual a Dios, sino que se vació a sí mismo tomando
forma de siervo16, hasta tal punto que, al principio de sus caminos, fue creado como hombre el
Verbo por el que todas las cosas han sido hechas. Y por esto, como es Unigénito, no tiene
hermanos; pero, en tanto que es el primogénito, ha querido llamar hermano a todo aquel que,
después de El y por su primacía, renace a la gracia de Dios por la adopción como hijo,17 como
enseña el mandato apostólico18.
Luego el Hijo natural es el único que nació de la misma sustancia del Padre, siendo lo que el Padre
es: Dios de Dios, Luz de Luz. Nosotros no somos luz por naturaleza, sino que somos iluminados por
aquella Luz para que podamos brillar por la sabiduría. Ciertamente, El era la luz verdadera que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo19.
Añadimos a la fe en las realidades eternas del plan salvífico que nuestro Señor se ha dignado llevar
a cabo y otorgarnos por nuestra salvación. Así, en lo que se refiere a que es el Hijo Unigénito de
Dios, no puede decirse que fue o será, sino sólo que es. Pues lo que fue, ya no es, y lo que será,
todavía no es. Aquél es inmutable, sin condición de tiempo ni variación. Y considero que es ésta la
razón del nombre con que se manifestó a su siervo Moisés. Cuando le pregunta quién ha de decir
que le envía si el pueblo al que se dirige le desprecia, recibe como respuesta: Yo soy el que es. Y
después añade: Y esto dirás a los hijos de Israel: El que es me ha enviado a
vosotros20.

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De donde confío que a las almas espirituales les quede claro que no puede haber ninguna
naturaleza que se oponga a Dios. Pues si aquél es, y la frase anterior puede decirse propiamente
sólo de Dios (porque, en efecto, lo que verdaderamente es permanece inmutable, pues lo que
cambia fue algo que ya no es y será lo que todavía no es), no hay nada que se oponga a Dios. Si
se nos preguntase qué es lo contrario de lo blanco responderíamos que lo negro. Si se nos
preguntase qué es lo contrario de lo caliente diríamos que lo frío. Si se nos preguntase qué es lo
contrario de lo rápido responderíamos que lo lento. Y lo mismo cualquier cosa parecida. Pero
cuando se nos preguntase lo opuesto de lo que es, correctamente responderíamos que lo que no
es.

CUARTO ARTÍCULO:
LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA

Puesto que, como ya dije, esta Sabiduría inmutable de Dios ha asumido nuestra naturaleza
mutable a causa del plan salvífico realizado por la Bondad divina en vistas a nuestra salvación y
reparación, añadimos a nuestra fe los acontecimientos de salvación que se han cumplido en el
tiempo por causa de nosotros. Creemos en el Hijo de Dios, que ha nacido de la Virgen María por
obra del Espíritu Santo; creemos que «es» por el don de Dios, esto es, por el Espíritu Santo, por
quien se nos ha concedido tan gran humildad de tan gran Dios, que se ha dignado asumir un
hombre completo en el seno de una Virgen, habitar en un cuerpo materno intacto y dejarlo intacto
al nacer.

En contra de este plan salvífico, los herejes han acechado de muchas maneras, pero quien
mantenga la fe católica y crea que un hombre completo fue asumido por el Verbo de Dios (esto es,
cuerpo, alma y espíritu), está suficientemente protegido frente a ellos. Y puesto que esta asunción
se ha realizado para salvarnos, hay que tener cuidado no sea que al creer que algún elemento de
nuestro ser no ha sido comprendido en esa asunción, creamos que no está destinado a la
salvación. Pero, ya que el hombre no difiere del animal —aparte de la forma de los miembros, que
varía según las distintas especies de seres vivos— más que por su alma racional, que se llama
también espíritu, ¿cómo será sana una fe que cree que la Sabiduría de Dios asumió lo que nosotros
tenemos de común con el animal, pero no aquello que es iluminado por la luz de la Sabiduría y
que es propio del hombre?

Hay que detestar también a los que niegan que Cristo nuestro Señor haya tenido a María por
madre en la tierra.Porque este plan salvífico ha honrado a los dos sexos —tanto al masculino como
al femenino— y ha demostrado que Dios tiene cuidado no sólo de quien asumió, sino también de
aquella por quien asumió la naturaleza humana, pues se hizo varón naciendo de una mujer. Y no
nos obliga a despreciar a la Madre de Cristo lo que El dijo: ¿Qué hay
entre tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora21. Más bien este texto nos llama la atención
para que comprendamos que Jesús, en cuanto Dios, no tiene madre. Pues en ese momento se
disponía a manifestar la majestad de su Persona, al convertir el agua en vino. Sin embargo,
cuando fue crucificado, lo fue en cuanto hombre. Y ésta era la hora que aún no había llegado
cuando dijo: ¿Qué hay entre tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora; esto es, aquella en que te
reconoceré. Porque es entonces —como hombre crucificado— cuando reconoce a su madre según
la carne y la encomendó con
todo cariño a su discípulo muy amado22.

Ni debe preocuparnos el hecho que, cuando le anunciaron que estaban a la puerta su madre y sus
hermanos, respondiera: ¿Quién es mi madre o quiénes son mis hermanos?23, sino que nuestras
obligaciones nos enseñan que, si llevamos la palabra de Dios a nuestros hermanos, no debemos
hacer caso a nuestros padres cuando nos lo impiden. Pero, además, si alguno creyera que El no
tenía madre en la tierra porque dijo ¿Quién es mi madre?,
necesariamente tendrá que negar que los apóstoles tuvieran padres en la tierra, por el hecho de
que les ordenara: No llaméis padre a

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nadie sobre la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos24.
No haga vacilar nuestra fe el pensamiento de las entrañas femeninas, como si hubiera que
rechazar para nuestro Señor una generación semejante. Pues sólo consideran vil esta generación
quienes son ellos mismos viles. Porque hasta lo necio de Dios es más sabio que los hombres25, y
todo es limpio para los limpios26, dice con gran verdad el Apóstol. Los que piensan así, que
consideren los rayos de nuestro sol, al que no sólo alaban como criatura de Dios, sino que adoran
como a Dios. Estos rayos del sol se difunden
por todas partes a través de las más fétidas cloacas y los más horribles lugares, y actúan allí según
su naturaleza. Y, sin embargo, no se manchan con ninguna porquería, aunque la luz visible está
casi al mismo nivel de las suciedades visibles. ¡Cuánto menos se podrá manchar la Palabra de
Dios, que ni es corpórea ni visible, a causa del cuerpo femenino donde asumió una carne humana
con alma y espíritu! La presencia de estos principios vitales no impide a la Majestad del Verbo
habitar en lo más íntimo, aislado de la fragilidad del cuerpo humano. De donde es manifiesto que
de ningún modo pudo mancharse la Palabra de Dios a causa del cuerpo humano, que no mancha ni
a la misma alma humana. Pues el alma es manchada por el cuerpo no cuando lo rige o vivifica,
sino cuando es vencida por el deseo de sus bienes mortales. Así, pues, si quieren evitar manchas
al alma, que teman más bien estas mentiras y sacrilegios.

QUINTO ARTÍCULO:
MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO

11. Pero era poca humillación para nuestro Señor el nacer por nosotros, pues incluso llegó a
dignarse morir por los mortales, se humilló hecho sumiso hasta la muerte y muerte de cruz27,
para que ninguno de nosotros, aunque pueda no tener miedo a la muerte, se horrorice si recibe un
género de muerte especialmente ignominioso establecido por los hombres. Así, pues, creemos en
aquel que fue crucificado y sepultado bajo Poncio Pilato. Era necesario añadir el nombre del juez
para dar a conocer la fecha.

Cuando creemos en su sepultura, eso nos trae a la memoria el sepulcro nuevo, que daría
testimonio de que había resucitado a una vida nueva del mismo modo que había nacido de un seno
virginal. Pues así como ningún muerto fue sepultado en aquel monumento28 ni antes ni después,
tampoco ningún mortal fue concebido en aquel seno ni antes ni después.

12. Creemos también que resucitó de entre los muertos al tercer día. Primogénito entre los
hermanos que le habían de seguir, a los que llamó a la adopción de hijos de Dios29 y se dignó
hacerles copartícipes y coherederos suyos.

SEXTO ARTÍCULO:
LA ASCENSIÓN A LOS CIELOS Y LA GLORIFICACIÓN DE CRISTO

13. Creemos que ha subido a los cielos, lugar de felicidad, que también nos prometió a nosotros
cuando dijo: Serán como ángeles en el cielo30 en aquella ciudad, que es madre de todos nosotros,
la Jerusalén eterna del cielo31. Sin embargo, suele ofender a algunos gentiles impíos o herejes el
que creamos que el cuerpo terreno es llevado al cielo. A menudo, los gentiles procuran usar contra
nosotros los argumentos de los filósofos, afirmando que es imposible que algo terreno esté en el
cielo. Y es que no conocen nuestras Escrituras ni saben en qué sentido fue dicho: Se siembra un
cuerpo animal y surge un cuerpo espiritual32. No se dice que el cuerpo se convierta en espíritu y
se haga espíritu: pues nuestro cuerpo, que llamamos animal, no se ha convertido en alma ni se ha
hecho alma. Por cuerpo espiritual se entiende que está de tal manera sometido al espíritu, que es
apto para la morada celestial, una vez que haya sido transformado y que toda la fragilidad y
suciedad terrestres se hayan convertido en la pureza y estabilidad celestes. Este es el cambio
acerca del cual el Apóstol dice: Todos resucitaremos, pero no todos

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seremos transformados33. Esta transformación no será a peor, sino a mejor, como nos enseña
cuando dice: También nosotros seremos transformados34. Pero investigar cómo y de qué manera
está en el cielo el cuerpo del Señor es una curiosidad superflua e inútil; basta con creer que está
en el cielo. No es propio de nuestra fragilidad discutir los secretos del cielo. Por el contrario, sí es
propio de nuestra fe reconocer la dignidad sublime y honrosísima del cuerpo del Señor.

A LA DERECHA DEL PADRE

14. Creemos también que está sentado a la derecha del Padre. No es que haya que imaginarse al
Padre como limitado por una forma humana, de tal modo que aparezcan ante nosotros una
derecha y una izquierda. Y, por lo mismo, tampoco hay que creer que dobla las rodillas cuando se
dice que está sentado. No vayamos a caer en aquel sacrilegio que execró el Apóstol al condenar a
aquellos que cambiaron la gloria del Dios incorruptible en una semejanza de hombre
corruptible35. Si ya es sacrílego para un
cristiano colocar tales imágenes de Dios en un templo, mucho más sacrílego será tenerlas en el
corazón, donde se halla el verdadero templo de Dios, cuando se encuentra limpio del error y de la
concupiscencia terrena. Al decir a la derecha hay que entender lo siguiente: en la suma felicidad,
donde están la justicia, la paz y la alegría. Del mismo modo se dice que los cabritos son puestos a
la izquierda36, esto es, en la miseria, llenos de penas y tormentos por sus pecados. Así, pues,
estar sentado, cuando se dice de Dios, no
significa la posición de los miembros, sino la potestad de juzgar que nunca falta a su majestad,
porque siempre otorga a cada uno según sus merecimientos, aunque en el Juicio Final el Hijo
Unigénito de Dios haya de manifestarse con absoluta claridad como Juez de vivos y muertos.

SÉPTIMO ARTÍCULO:
EL JUICIO FINAL

15. Creemos, por último, que vendrá de allí en el tiempo oportuno y juzgará a los vivos y a los
muertos. Con estos nombres puede que quiera indicar a los justos y a los pecadores, o también
que sean llamados vivos los que se encuentren en la tierra, antes de haber muerto, y muertos, por
el contrario, los que resuciten a su llegada.

Este plan de salvación en el tiempo no sólo es, como su generación eterna en tanto que Dios, sino
que también fue y será. En efecto, nuestro Señor estuvo en la tierra, está ahora en el cielo y será
en la gloria Juez de vivos y muertos. Así, pues, vendrá como ascendió a los cielos, según lo
muestra la autoridad de los Hechos de los Apóstoles37. Se habla también de este plan salvífico en
el Apocalipsis, donde está escrito: Esto dice el que es, fue y será38.

OCTAVO ARTÍCULO:
EL ESPÍRITU SANTO

16. Así, pues, anunciada y confiada a nuestra fe la generación divina de nuestro Señor y su plan de
salvación de los hombres, se añade a nuestra confesión, para completar la fe que tenemos de Dios,
el Espíritu Santo de naturaleza no inferior al Padre y al Hijo, sino, por decirlo así, consustancial y
coeterno, porque esa Trinidad es un solo Dios. No de modo que el Padre sea la misma persona
que el Hijo y el Espíritu Santo, sino que el Padre es el Padre, y el Hijo es el Hijo, y el Espíritu Santo
es el Espíritu Santo, y esta Trinidad es un solo Dios, como está escrito: Escucha, Israel, el Señor tu
Dios es un
solo Dios39. Sin embargo, si se nos pregunta sobre cada una de las personas y se nos dice: El
Padre, ¿es Dios? Responderemos: es Dios. Si se nos pregunta si el Hijo es Dios, responderemos lo
mismo. Si tal pregunta fuese acerca del Espíritu Santo, debemos responder que no es otra cosa
que Dios; cuidando sobremanera de no interpretarlo del modo en que se dijo de los hombres: Sois
dioses40. En efecto, no son dioses por naturaleza los que han sido hechos y creados del Padre, por
el Hijo, mediante el don del Espíritu Santo.

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En efecto, se designa esta misma Trinidad cuando dice el Apóstol: de El, por El y en El son todas
las cosas41. Por consiguiente, aunque respondamos al que nos pregunta sobre cada uno, que es
Dios aquel de quien se pregunta: ya sea el Padre, ya sea el Hijo, ya sea el Espíritu Santo; sin
embargo, nadie pensará que nosotros adoramos a tres dioses.

Y no es sorprendente que se digan estas cosas sobre la naturaleza inefable de Dios, puesto que
incluso en las cosas que vemos con nuestros ojos corporales y que distinguimos con el sentido
corporal sucede algo semejante. Así, pues, al que nos pregunta sobre la fuente no le podemos
contestar que es el río, ni cuando nos preguntan sobre el río podemos llamarlo fuente; y, a su vez,
a la bebida que proviene del río que mana de la fuente no podemos llamarla ni río ni fuente; sin
embargo, acerca de estas tres cosas hablamos siempre de agua, y cuando se pregunta sobre cada
una, respondemos siempre que es agua. En efecto, si pregunto si el agua está en la fuente, se
responderá que sí; y si preguntamos si el agua está en el río, no se responderá otra cosa; y acerca
de aquella bebida, la respuesta no podrá ser otra; y, sin embargo, no decimos que sean tres
aguas, sino una sola. Ahora bien: se ha de cuidar que nadie entienda la sustancia inefable de
aquella majestad como una fuente visible y corpórea o como el río o la bebida. Pues respecto a
estas cosas sucede que el agua que ahora está en la fuente, sale al río y no permanece en sí
misma, y cuando pasa del río o de la fuente a la bebida, no permanece allí donde es tomada. Así,
pues, puede suceder que la misma agua se refiera ya al nombre de la fuente, ya al del río, ya al de
la bebida; mientras que en aquella Trinidad ya dijimos que no puede suceder que el Padre sea
unas veces el Hijo y otras el Espíritu Santo. Igual que en un árbol la raíz no es sino la raíz, y el
tronco no es otra cosa que el tronco, ni podemos decir que las ramas son sino ramas. En efecto, lo
que se llama raíz no puede ser llamado tronco ni ramas; ni la madera que pertenece a la raíz
puede estar ahora en la raíz y luego, por algún cambio, en el tronco, y después en las ramas, sino
tan sólo en la raíz; aunque aquella regla del nombre permanece, de modo que la raíz es madera, el
tronco es madera y las ramas son madera, y, sin embargo, no se dice que sean tres maderas, sino
una sola. Pero, a lo mejor, estas maderas pueden tener alguna diferencia, de tal manera que
puede hablarse de tres maderas distintas, sin que sea un absurdo, a causa de la distinta
consistencia que tienen. En cambio, todos admiten que si de una sola fuente se llenan tres copas,
se puede hablar de tres copas, pero no de tres aguas, sino solamente de una única agua, aunque,
interrogado por separado sobre cada una de las copas, respondas que en cualquiera de ellas hay
agua, a pesar de que no se haya producido ningún trasvase, como en el ejemplo de la fuente y del
río.

Pero hemos puesto estos ejemplos materiales no porque tengan semejanza con aquella naturaleza
divina, sino por la unidad de las cosas visibles, para que se comprenda que puede suceder que tres
cosas posean un solo y único nombre no sólo aisladamente, sino también al mismo tiempo, y
también para que nadie se extrañe ni considere absurdo que llamemos Dios al Padre, Dios al Hijo y
Dios al Espíritu Santo y, sin embargo, no haya tres dioses en esta Trinidad, sino un único Dios y
una única sustancia.

Y, más aún, hombres sabios y espirituales trataron del Padre y del Hijo en muchos libros en los que
mostraron a los hombres, en cuanto podían y como podían, que el Padre y el Hijo no eran una
sola persona, sino una sola cosa; e intentaron manifestar qué es propiamente el Padre y qué el
Hijo: que aquél es el que engendra y éste el engendrado; aquél no proviene del Hijo, éste procede
del Padre; aquél es principio de éste, por lo que se le llama cabeza de Cristo42, aunque Cristo es
también principio43, pero no del Padre; aquél, en verdad, es imagen de éste44, en nada
desemejante y absolutamente igual y sin diferencia. Pero esto es tratado más extensamente por
quienes quieren explicar, no tan brevemente como nosotros, toda la profesión de la fe cristiana.
Así, pues, el Hijo

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en cuanto es Hijo, ha recibido del Padre el ser, mientras que el Padre no ha recibido el ser del
Hijo; y en cuanto hombre mudable, esto es, en cuanto creatura que ha de cambiar a mejor, el Hijo
recibió el ser del Padre por una misericordia inefable como una concesión temporal.

Acerca del Hijo se encuentran en las Escrituras muchas cosas, dichas de tal manera que han
inducido a error a las mentes impías de los herejes, más deseosos de opinar que de saber, de
modo que pensaban que el Hijo no es igual al Padre ni de la misma sustancia, apoyados en
aquellas frases: El Padre es más grande que Yo45, y la cabeza de la mujer es el varón; la cabeza
del varón es Cristo; pero la cabeza de Cristo es Dios46, y entonces El mismo estará sometido a
aquel que sometió a sí todas las cosas47, y Voy a mi Padre y vuestro padre, a mi Dios y a vuestro
Dios48, y algunas otras de esta naturaleza.

Todo esto no ha sido escrito para significar una desigualdad de naturaleza y de sustancia, porque
no pueden ser falsas aquellas otras frases: El Padre y yo somos una sola cosa49, y El que me ve a
mí, ve al Padre50, y el Verbo era Dios51; el Hijo no ha sido hecho, puesto que todas las cosas han
sido hechas por El mismo52, y no tuvo por usurpación ser igual a Dios53, y otros dichos
semejantes.
Aquellas expresiones han sido escritas, más bien, en parte refiriéndose a las operaciones de la
naturaleza asumida, y así se dice que se anonadó a sí mismo54, no porque la Sabiduría haya
sufrido una transformación, puesto que es completamente inmutable, sino porque quiso
manifestarse a los hombres de modo tan humilde; en parte, como digo, han sido escritas
refiriéndose a las operaciones de la naturaleza humana aquellas expresiones que
los herejes interpretan calumniosamente; y en parte porque el Hijo debe al Padre lo que es, incluso
el hecho de ser igual y lo mismo que el Padre; el Padre, en cambio, no debe a nadie lo que es.

Por otro lado, los doctos y grandes tratadistas de las divinas Escrituras aún no han debatido acerca
del Espíritu Santo tan extensa y diligentemente que pueda ser comprendido con facilidad lo que es
propio de El. Por tanto, de El podemos decir que no es ni el Hijo ni el Padre, sino solamente el
Espíritu Santo. Pero ellos proclaman que es un don de Dios para que no creamos que Dios da un
don inferior a sí mismo. Proclaman también que el Espíritu Santo no ha sido engendrado del Padre
como el Hijo, pues Cristo es, en efecto, único; ni procede del Hijo, como si fuera nieto del Padre
supremo; pero lo que es no lo debe a nadie sino al Padre, de quien provienen todas las cosas,
para no establecer dos principios sin principio, cosa que es totalmente falsa y absurda y que no es
propia de la fe católica, sino del error de ciertos herejes. Otros, por su parte, han llegado a creer
que el Espíritu Santo es la misma comunión y, por decirlo así, deidad del Padre y del Hijo, a la que
los griegos llaman (PALABRA EN GRIEGO) ; y así como el Padre es Dios y el Hijo es Dios, la
misma divinidad por la que están unidos, uno engendrando al Hijo y el otro estando unido al Padre,
iguala al engendrado con aquel que le engendra; y esta divinidad, que quieren que sea concebida
como amor y caridad mutuos, dicen que se llamó Espíritu Santo. Defienden esta opinión con
muchos documentos de las Escrituras, por ejemplo, con aquel texto que dice: porque la caridad de
Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo,
que nos ha sido dado55, o bien con otros testimonios semejantes; y por el mismo hecho de que
nos reconciliemos con Dios por medio del Espíritu Santo (por lo que también es llamado don de
Dios), piensan que es bastante claro que el Espíritu Santo es el amor de Dios, pues no nos
reconciliamos con Dios sino por el amor, por el que también somos llamados hijos56, de modo que
ya no estamos bajo el temor como los esclavos, porque el amor consumado aleja el temor57, y
recibimos el espíritu de libertad por el cual clamamos
¡Abba! ¡Padre!58 Y como, una vez reconciliados y llamados a la

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amistad por el amor59, podremos conocer todos los secretos de Dios, por esto se dice del Espíritu
Santo: El os conducirá a toda verdad60. Y por esto, la seguridad para predicar la verdad, de la que
los apóstoles se llenaron con su llegada61, es atribuida con razón al amor, porque la inseguridad
se añade al temor, al que excluye la perfección del amor. Por eso también se llama don de Dios62,
porque nadie goza de aquello que conoce a no ser que también lo ame. Pero gozar de la sabiduría
de Dios no es otra cosa que estar unido a El por el amor, y nadie permanece en aquello que
percibe sino por el amor, y por esto el Espíritu se llama Santo, porque todo lo que es ratificado, es
ratificado de modo permanente, y no hay duda de que la palabra santidad proviene de ratificar.
Pero los defensores de esta opinión se sirven sobre todo de este testimonio escrito: lo que ha
nacido de la carne, carne es; y lo que ha nacido del espíritu, espíritu es63, porque Dios es
Espíritu64. Aquí se habla, en efecto, de nuestra regeneración, pero no de la carne según Adán,
sino del Espíritu Santo según Cristo.

Por todo lo cual, ellos señalan que si en este texto se hace mención del Espíritu Santo al decir que
Dios es Espíritu, no se ha dicho que el Espíritu es Dios, sino que Dios es Espíritu, dando a entender
con esta palabra que se llama Dios a la misma deidad del Padre y del Hijo, que es el Espíritu
Santo. A esto se añade otro testimonio por el que el apóstol Juan dice que Dios es amor65. En
efecto, tampoco dice aquí: el amor es Dios, sino Dios es amor, para que la misma deidad sea
entendida como amor.

El hecho de que en aquella enumeración de cosas conexas entre sí, cuando dice: todas las cosas
son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios66, y: la cabeza de la mujer es el varón,
y la cabeza del varón, Cristo, pero la cabeza de Cristo es Dios67, no se hace ninguna mención del
Espíritu Santo, dicen que es debido a que la misma causa de la conexión no suele ser enumerada
en la serie de cosas conexas. Por consiguiente, los que leen con mucha atención, creen reconocer
a la misma Trinidad también en aquel texto donde se dice: porque de El y por El y en El son todas
las cosas68. De El, como de aquel que no debe a nadie lo que es; por El, como por el mediador; en
El, como en aquel que contiene, esto es, que junta con unión copulativa.

Contradicen esta opinión los que creen que esa comunión, que llamamos deidad o amor o caridad,
no es una sustancia; al contrario, quieren que el Espíritu Santo les sea explicado según una
sustancia, sin entender que no hubiera podido decirse de otro modo Dios es amor si el amor no
fuese sustancia. En realidad, se guían por la condición de las cosas temporales; porque cuando
dos cuerpos se unen en cópula, de manera que estén yuxtapuestos mutuamente, la misma
copulación no es el cuerpo, puesto que, separados los cuerpos que habían estado copulados, no
queda cópula alguna ni hay que entenderla como si se hubiese ido o emigrado, como los mismos
cuerpos. Que ésos limpien su corazón cuanto puedan para poder ver que en la sustancia de Dios
no se da que allí una cosa sea la sustancia, otra lo que se añade a la sustancia sin ser sustancia;
sino que todo lo que allí puede entenderse es sustancia. Todo esto fácilmente puede decirse que es
verdadero y puede ser creído; en cambio, no pueden contemplarlo en absoluto como no vivan con
pureza de corazón.

En consecuencia, tanto si esta opinión es verdadera como si la verdad es distinta, se ha de tener


una fe inquebrantable, de modo que llamemos Dios al Padre, Dios al Hijo y Dios al Espíritu Santo;
y no digamos que hay tres dioses, sino que esta Trinidad es un único Dios y que no son distintos
según la naturaleza, sino que tienen la misma sustancia; y no digamos que el Padre unas veces es
el Hijo y otras el Espíritu Santo, sino que el Padre siempre es Padre, y el Hijo siempre es Hijo, y el
Espíritu Santo siempre es Espíritu Santo. Y no afirmemos a la ligera algo sobre las cosas invisibles
como sabedores, sino como creyentes, porque no se pueden ver sino con

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un corazón purificado. Y el que ve estas verdades en esta vida, parcialmente y en enigma69, como
se ha dicho, no puede lograr que las vea también la persona con quien habla si está frenada por la
impureza de corazón. Bienaventurados, en cambio, los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios70. Esta es la fe sobre Dios Creador y Salvador nuestro.

Pero, puesto que no sólo nos ha sido exigido el amor a Dios cuando se ha dicho: amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente71, sino también al prójimo,
pues dice: amarás a tu prójimo como a ti mismo72; si esta fe no comprende a la reunión y
sociedad de los hombres en la que actúa la caridad fraterna, es poco fructífera.

NOVENO ARTÍCULO:
LA IGLESIA CATÓLICA

X. Creemos también en la Santa Iglesia, que, por cierto, es la católica. Pues también los herejes y
los cismáticos llaman iglesias a sus congregaciones. Pero los herejes, creyendo cosas falsas acerca
de Dios, violan la misma fe; los cismáticos, por sus separaciones inicuas, rompen con la caridad
fraterna, aunque creen lo que nosotros también creemos. Por lo cual, los herejes no pertenecen a
la Iglesia católica, ya que ama a Dios, ni tampoco los cismáticos, porque también ama al prójimo.

Y, por tanto, la Iglesia perdona con facilidad los pecados del prójimo, porque pide que le perdone
sus pecados aquel que nos reconcilió consigo borrando todos los pecados pasados y llamándonos a
una nueva vida. Y hasta que no alcancemos esta vida perfecta no podemos estar sin pecados; por
esto es interesante saber cuáles son.

DÉCIMO ARTÍCULO:
LA REMISIÓN DE LOS PECADOS

Pero ahora no es el momento de tratar de la diferencia de los pecados, sino que se ha de creer sin
vacilación que de ningún modo se nos perdonará lo que pecamos si somos inflexibles a la hora de
perdonar los pecados73. Así, pues, creemos también en la remisión de los pecados.

UNDÉCIMO Y DUODÉCIMO ARTÍCULOS:


LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA

Y como son tres los elementos de los que el hombre está constituido: espíritu, alma y cuerpo (que
a veces se nombran como dos, porque, a menudo, el alma es nombrada juntamente con el
espíritu; y, en efecto, la parte racional del alma, que los animales no poseen, se llama espíritu), así
lo propio y principal de nosotros es el espíritu; luego, la vida por la que somos unidos al cuerpo se
llama alma, y, finalmente, el mismo cuerpo es la parte más ínfima de nosotros, porque es visible.

Pero toda esta creatura gime y sufre dolores de parto hasta ahora74. El espíritu, sin embargo, ha
dado las primicias porque creyó en Dios y es ya espíritu de buena voluntad. Este espíritu es
llamado también mente, acerca de quien dice el Apóstol: con mi mente sirvo a la ley de Dios75.
Igualmente dice en otro lugar: tengo a Dios como testigo, al cual sirvo en mi espíritu76. El alma,
en cambio, cuando todavía desea los bienes carnales y resiste al espíritu, es llamada carne no por
naturaleza, sino por el hábito de los pecados. De donde se dice: Con mi mente sirvo a la ley de
Dios, pero por la carne a la ley del pecado77. Este hábito se ha transformado en naturaleza según
la generación mortal por el pecado del primer hombre. Y por esto se ha escrito: también en otro
tiempo fuimos por naturaleza hijos de la ira78, esto es, del castigo por el cual se ha hecho que
sirvamos a la ley del pecado. Luego la naturaleza del alma es perfecta cuando está sometida al
espíritu y cuando le sigue en su seguimiento de Dios. Por esto, el hombre animal no percibe las
cosas que son propias del espíritu de Dios79.

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Pero, por otro lado, el alma no se somete tan pronto al espíritu para hacer las buenas obras, como
el espíritu a Dios para la verdadera fe y la buena voluntad, sino que, a veces, su impulso se
demora más porque corre hacia lo carnal y temporal. Pero puesto que ella misma es purificada
recobrando la firmeza de su naturaleza por el dominio del espíritu —que es su cabeza, cuya
cabeza, a su vez, es Cristo—, no hemos de desesperar de que también el cuerpo sea devuelto a su
propia naturaleza. Pero no ciertamente con tanta rapidez como el alma, así como tampoco el alma
tan rápidamente como el espíritu, sino en el momento oportuno, con la última trompeta, cuando
los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados.

Y, por esto, creemos también en la resurrección de la carne, no sólo porque es renovada el alma
que ahora es llamada carne a causa de las inclinaciones carnales, sino que también lo será esta
carne visible, que es carne por naturaleza —cuyo nombre se aplica al alma no por su naturaleza,
sino a causa de las inclinaciones carnales—. Por consiguiente, debemos creer sin duda que este
cuerpo visible, que propiamente es llamado carne, resucitará. En efecto, el apóstol Pablo parece
casi señalarlo con el dedo cuando dice: es necesario
que esto corruptible se vista de incorrupción80, pues cuando dice esto casi dirige el dedo hacia el
cuerpo, porque lo visible puede ser señalado con el dedo. Aunque también el alma se puede llamar
corruptible, pues ella misma está corrompida por los vicios de las costumbres. Y cuando se lee que
esto mortal se vista de inmortalidad81, designa la misma carne visible, porque, por decirlo así, el
dedo está extendido continuamente hacia ella. En efecto, así como el alma es corruptible a causa
de los vicios de las costumbres,
así también puede llamarse mortal. La muerte del alma es apostatar de Dios82: éste fue su primer
pecado en el paraíso, como está descrito en las Sagradas Escrituras.

Así, pues, según la fe cristiana, que no puede engañar, el cuerpo resucitará. A quien esto le
parezca increíble es porque mira sólo a cómo es la carne ahora, pero no considera cómo será: pues
en el tiempo de la transformación angélica, ya no será carne y sangre, sino solamente cuerpo.

En efecto, cuando el Apóstol habla de la carne, dice: una es la carne del ganado, otra la de los
pájaros, otra la de los peces, otra la de las serpientes, y hay cuerpos celestes y cuerpos
terrestre83s; no dijo: y una carne celeste, sino que dijo: y hay cuerpos celestes y cuerpos
terrestres. Pues toda carne es también cuerpo, pero no todo cuerpo es también carne: y ello
primero en las cosas terrestres, porque la madera es un cuerpo, pero no es carne, mientras que el
cuerpo del hombre y del animal son también carne; en las cosas celestes, en
cambio, no hay ninguna carne, sino cuerpos simples y luminosos, que el Apóstol llama espirituales
y algunos llaman etéreos. Por esto, no contradice a la resurrección de la carne aquello que dice: la
carne y la sangre no poseerán el reino de Dios84, sino que proclama cómo será lo que ahora es
carne y sangre.

Los que no creen que esta carne puede ser transformada en tal naturaleza han de ser llevados a la
fe paso a paso. Pues si les preguntas si la tierra puede convertirse en agua, no les parece increíble
a causa de la proximidad. Si de nuevo les preguntas si el agua puede convertirse en aire,
responderán que esto tampoco es absurdo, pues están próximos. Y si les preguntas si el aire puede
convertirse en un cuerpo etéreo, esto es, celeste, ya les persuadirá la misma proximidad. Por
consiguiente, tu oyente admite que paso a paso se puede conseguir que la tierra se convierta en
un cuerpo etéreo. ¿Por qué, entonces, no cree que con la intervención de la voluntad de Dios —por
la que el cuerpo humano pudo andar sobre las aguas—, esto puede ser hecho muy rápidamente,
como se ha
dicho, en un abrir y cerrar de ojos85, sin pasos semejantes, tal como el humo generalmente se
convierte en llama con una rapidez asombrosa? Por un lado, nuestra carne proviene ciertamente
de la tierra; por otro lado, los filósofos, con cuyos argumentos se rechaza

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muy a menudo la resurrección de la carne, pues afirman que ningún cuerpo terrestre puede estar
en el cielo, admiten, sin embargo, que cualquier cuerpo puede convertirse y cambiarse en otro
cuerpo.

Hecha esta resurrección del cuerpo, y librados de la condición temporal, gozaremos de la vida
eterna en un amor inefable y una estabilidad sin corrupción. Entonces se realizará aquello que ha
sido escrito: la muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
¿Dónde está, oh muerte, tu poder?86

Esta es la fe que debe resumirse en pocas palabras y que se entrega a los nuevos cristianos en el
Símbolo. Estas pocas palabras son conocidas por los fieles para que, creyendo, se sometan a Dios;
sometidos, vivan rectamente; viviendo rectamente, purifiquen su corazón; y purificando su
corazón, comprendan lo que creen.Ampuewro23015a

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