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Para una adecuada comprensión de las disputas que tuvieron lugar en La Habana
entre el Gobierno Santos y la guerrilla de las FARC en torno al tema de las víctimas es
útil encuadrar dichas disputas en una reflexión sobre la naturaleza del conflicto, de las
dinámicas de victimización que en él tuvieron lugar durante largas décadas y a las
cuales se puso fin mediante una negociación política que incluyó un acuerdo sobre
justicia transicional.
Las figuras de zona gris existen tanto en los modelos verticales de victimización como
en los horizontales, pero tienden a ser más abundantes y más variadas en los
segundos que en los primeros. La claridad en la separación de los campos del
victimario y la víctima propia de los modelos verticales en cuanto articulados sobre
formas monopolísticas de dominación y de ejercicio de la barbarie que tienen su
mejor ejemplo en los campos de concentración y de manera ampliada en los Estados
dictatoriales, suele excluir un número muy grande, pero sobre todo una gran variedad
de grises. Por lo menos en lo que atañe al campo de los victimarios, es más
contrastante la separación entre los campos del victimario y la víctima y más delgada
la franja de las zonas grises en las dictaduras autoritarias que en las totalitarias y que
en aquellos regímenes que como las dictaduras teocráticas y democrático-
mayoritarias del Norte del Sahara implican una mayor movilización fanatizada de la
población en apoyo de los victimarios (jihadistas etc.,).
La mayor fragmentación de las relaciones de dominación, así como la inestabilidad y
el carácter abierto y cambiante de las interacciones entre los bandos enemigos propia
de los modelos horizontales de victimización favorece, en cambio, la proliferación y la
mayor variación en la configuración de los grises. Por supuesto que también en lo que
atañe a las guerras el tamaño de las zonas grises cambia en función de factores como
el tamaño y la naturaleza de los apoyos poblacionales a las distintas máquinas de
guerra. De nuevo, mientras menos ideológicamente movilizada la población de
referencia sometida al dominio represivo y con frecuencia paranoide de un aparato
militar sobre un territorio más o menos consolidado, más contrastante resulta la
diferencia entre los campos del victimario y la víctima.
En ese sentido, los judíos exterminados por los Nazis no pueden ser comprendidos
sino como víctimas inocentes. Y como las víctimas judías del Holocausto han devenido
en La víctima por excelencia y con mayúscula, el concepto mismo de víctima ha
incorporado subrepticiamente la cualidad de la inocencia. Claro que también las
víctimas del Stalinismo en cuanto fueron victimizadas por lo que “tenían” y no por lo
que hicieron, eran víctimas inocentes. En su condición de fábricas de producción de
víctimas inocentes, se parecen, sin duda, los dos grandes totalitarismos del siglo XX.
Por su parte, la “bomba”, la muerte indiscriminada que cae de cielo y que convierte en
víctimas a quienes simplemente estaban en el momento y en el lugar equivocados, de
la misma manera que el “terrorismo” indiscriminado de los jihadistas suicidas,
también han contribuido a ese desarrollo conceptual. Como las víctimas de
“Auschwitz” también Las víctimas del bombardeo de “Guernica” y las de los atentados
suicidas contra transeúntes desprevenidos perpetrados por el grupo terrorista
“Estado islámico” en las grandes ciudades del primer mundo, son, primero que todo,
víctimas inocentes.
La idea de la víctima culpable y con ello la idea de las zonas grises de que habla Primo
Levi en su famoso texto sobre “los hundidos y los salvados” en referencia sobre todo a
los Sonderkomandos y los Kapos, figuras que hacían parte importante de esas fábricas
de la muerte en que consistían los campos de exterminio de los Nazis, como ejemplo
paradigmático de victimización vertical, les molestan a quienes como el filósofo
español Reyes Mate han hecho de la inocencia un elemento de la definición de víctima.
La idea de la víctima culpable estorba la posibilidad de que a través de la purificación
de roles se santifique a la víctima y se demonice al victimario como sin duda lo
prefiere el derecho penal, en cuanto regido por lógicas binarias en su producción de
sentencias. La purificación de los roles del victimario y la víctima facilita la imputación
de las responsabilidades legales y extralegales tanto a los individuos como a los
grupos, pero con frecuencia paga por ello un precio político muy alto: estimula la
polarización.
Pero piensan, además, aquellos que denigran de la zonas grises que quienes con la
intención de mostrar la complejidad de las identidades morales de quienes inter-
actúan en contextos de dictadura o de guerra llaman la atención sobre la frecuencia y
los distintos grados y maneras en que los roles del victimario y de la víctima se
colapsan en una misma persona o en un mismo grupo, lo hacen únicamente para
legitimar a los victimarios a través de convertir a las víctimas en cómplices de sus
propia destrucción. En ese sentido, no resulta casual que en su momento haya sido tan
profundo el rechazo de la comunidad judía a los esfuerzos de Hannah Arendt por
poner sobre la mesa de discusión el asunto de los Judenraete de Hungría en su famoso
texto sobre Eichman en Jerusalen. Al gobierno del naciente Estado de Israel y a sus
apoyos en la diáspora, interesados como estaban en dotar a los nuevos ciudadanos de
una identidad heroica para resistir la hostilidad del entorno político, les resultaba
intolerable que Arendt, con ocasión del juicio de Eichman, visibilizara el asunto de la
colaboración de algunas víctimas prominentes con sus victimarios. A H. Arendt le
puede haber faltado tacto y hasta información factual suficiente cuando hizo alguno de
sus juicios sobre materias tan controversiales como esa, pero el asunto era real y en
cualquier caso su intención al abordarlo no fue la de ensañarse con los líderes de la
comunidad judía en Europa oriental y justificar a los victimarios. Se piensa, así mismo
y en parte con razón, que el énfasis en la inocencia contribuye a liberar a las víctimas
sobrevivientes del Holocausto y de experiencias análogas del sentimiento con
frecuencia irredimible de culpa que les queda por haber salido con vida del infierno a
costa de o por haber sido menos decentes que sus compañeros de desgracia.
Conceptos como el de la “víctima política compleja” de que habla Erika Bouris han
tenido poca recepción en el debate moral y jurídico.
Dicho lo anterior, hay que aclarar que es cierto que también de cara a una
comprensión justa de guerras como la que ahora parece terminar en Colombia, lo que
sucedió en blanco y negro debe ser representado en blanco y negro. En ese sentido,
aquellas víctimas que fueron victimizadas por su condición de clase, o porque –como
suele decirse- simplemente estaban en el momento y en el lugar equivocados cuando
las máquinas de guerra y de terror de cualquier signo las sorprendieron en sus
lugares de trabajo o en sus casas y destruyeron sus vidas, tienen un derecho a que se
las represente y reconozca como víctimas inocentes. Muy seguramente también en
Colombia como en tantos otros lugares han predominado las víctimas inmaculadas.
Sin embargo, piensan algunos, con razón, que también hay que abrirle un espacio a la
visibilización de las victimas políticas complejas, vale decir, de aquellas víctimas que
de alguna forma contribuyeron con sus actos a su propia victimización, y en general, a
la visibilización de las figuras de zona gris que tanto abundan, porque son ellas los
grandes testigos de la humanidad compartida entre victimarios y víctimas, y porque
sin ellas la guerra no puede ser representada, por lo menos desde la perspectiva de la
víctima, como fenómeno político, sino apenas como fenómeno delincuencial. La
importancia de visibilizar las zonas grises no es tanto un asunto de número como de
calidad de la verdad y de la justicia de las representaciones a que da lugar. En esta
materia es en último término un error representacional y moral generalizar de forma
intencional la cualidad de la inocencia a partir de que la mayoría la posee y creyendo
que con ello se beneficia todas las víctimas.
Esa es, por lo pronto, una de las razones por las cuales los mecanismos judiciales
deben ser complementados por dispositivos de construcción extrajudicial de verdad
como las comisiones de la verdad. Y es que como bien lo muestra el informe del Grupo
de Memoria histórica que se creó en el marco de la Ley 975 de Justicia y Paz durante el
Gobierno de Álvaro Uribe en Colombia (2005) en desarrollo de las negociaciones
entre éste y los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC),
mientras los juicios penales tienden a invisibilizar las figuras de zona gris, las
comisiones de memoria histórica y de verdad, por lo menos en principio y si no se las
convierte siguiendo la ortodoxia humanitaria en simples “auxiliares de la justicia”,
favorecen por lo menos en parte su visibilización. En el marco de Justicia y Paz tuvo
lugar, en efecto, una doble operación de purificación de los roles del victimario y de la
víctima. De un lado, fue frecuente que durante la etapa inicial de los procesos
judiciales a los que dio lugar el sometimiento a la justicia por parte de los grandes
responsables de graves crímenes no amnistiables pertenecientes a las AUC, los fiscales
exigieran a los jefes paramilitares que rendían sus “versiones libres” que por respeto a
sus víctimas evitaran hacer “apología del delito” a través de presentarse como héroes
contra-insurgentes o como víctimas de la guerrilla –que con frecuencia sí eran-. Y del
otro, ya durante la etapa de juzgamiento, sucedió que los abogados representantes de
las víctimas como partes civiles en los incidentes de reparación les recomendaron a
éstas que evitaran auto-incriminarse a través de reconocer las culpas en que hubieran
incurrido y que incidieron en su propia victimización. Los jueces mismos, enfrentados
a figuras de zona gris, prefirieron en algunas ocasiones ignorar las complejidades
propias de sus historias y presentarlas de forma simple como víctimas o como
victimarios. Por lo menos en sus comienzos, como lo muestra uno de los dos Informes
del Grupo de Memoria Histórica que se ocupa del tema, cuando todavía dicho
dispositivo capturaba con fuerza la atención de los medios y de la sociedad, algunos de
los primeros operarios de Justicia y Paz la manejaron como una máquina de justicia
pedagógica que debía cumplir su propósito a través de humillar al victimario y de
exaltar a la víctima. Para ello era importante purificar los roles de uno y otra y evitar
la visibilidad de las zonas grises por su efecto allanador sobre las diferencias entre
ellos.
La tendencia a construir narrativas en blanco y negro que pasan por alto de manera
consciente o inconsciente la existencia de figuras de zona gris no es exclusiva del
derecho. En un campo del discurso y de la práctica social como el de la Justicia
transicional en el cual es hegemónica la perspectiva jurídica, también muchos
científicos sociales y activistas humanitarios que piensan como abogados y como
criminólogos la practican. Muchos investigadores sociales tienden en efecto a
identificar la “memoria de la víctima” con el “hecho víctimizante” y a producir con ello
un cortocircuito entre memoria histórica y testimonio de la víctima directa, así como
entre verdad histórica y verdad judicial, cortocircuito que le sigue los pasos, de forma
espuria, al paradigma investigativo del derecho penal liberal, individual y de acto en
su versión más tradicional. En la medida en que la historia de las víctimas pierde su
condición de historia de vida en la que se suceden, en una trayectoria larga, episodios
en los cuales alguien ocupa a veces el rol del victimario y a veces el de la víctima, de
manera que la narración queda reducida a los términos temporales y espaciales muy
recortados de los datos requeridos para construir el “hecho victimizante”, muchas
figuras de zona gris se invisiblizan. Y lo que es igualmente importante, en la medida en
que el hecho victimizante se construye como “porno-dolor” las victimas suelen
adquirir con frecuencia y para mal, lo que los antropólogos llaman un carácter
“sagrado”. Y es que mientras más espantoso lo que se cuenta sobre las circunstancias
y el modo de la victimización, más intocable se vuelve la imagen de la víctima.
En síntesis, cabe pensar que únicamente aquellos que han sido acusados política o
penalmente de haber perpetrado graves crímenes y se han visto compelidos a
reconocer su condición de victimarios, tienen un incentivo poderoso para presentarse
ante la opinión o ante los jueces, de manera a veces veraz y a veces mendaz, como
víctimas y con ello como habitantes de la zona gris, porque ello configura una suerte
de justa causa belli que justifica sus delitos. Las víctimas políticas complejas y quienes
las representan, suelen no contar, en cambio, por lo menos en escenarios judiciales,
con ningún incentivo para mostrarse como culpables de simpatías y de apoyos a una
de las partes en conflicto porque con ello debilitan la justicia de su causa y la fuerza de
sus demandas de justicia y de reparación, y aún se arriesgan en ocasiones a dejar de
ser tratadas como víctimas y a ser tratadas como victimarios. Únicamente aquellas
víctimas, siempre muy pocas, que sienten que hace parte de su dignidad poder decir
su agencia política y reconocer que fueron sus convicciones, por lo menos en parte, la
causa de su propia victimización, suelen estar dispuestas a decir públicamente su
compleja verdad como víctimas políticas, aunque no necesariamente a reconocer una
culpa de la que se arrepienten. Y en lo que atañe a los jueces, si bien está claro que la
vieja discusión sobre las causales de justificación y de exculpación y la más moderna
sobre los eximentes y los atenuantes de la misma son un espacio importante para la
iluminación de las zonas grises, tampoco parece que la justicia tenga en términos
generales un interés fuerte en desvelarlas. Y lo que es igualmente importante, dado el
carácter binario de la distinción entre culpables e inocentes que está en el corazón del
derecho como máquina de establecer e imputar responsabilidades, la justicia cuenta
con límites epistémicos internos para dar cuenta de los grises, sobre todo en sus
sentencias.
Tanto las FARC como sectores radicales entre los militares y el Centro Democrático,
en los extremos discursivos de la polarización, interpretaron el modelo más bien
horizontal de victimización que de manera creciente se cristalizó en Colombia como si
se tratara de un modelo vertical. Mientras las FARC entendían que como en las
dictaduras más represivas, el Estado tenía el monopolio de la barbarie, en tanto que
ellas, las guerrillas, tenían apenas el monopolio de la inocencia y de la cuasi-
indefensión. El Centro democrático, por su parte, en un juego de espejos invertido,
afirmaba que, en ausencia de una verdadera guerra, lo que el país enfrentaba era una
situación en la cual una democracia estable, funcional y legítima estaba siendo
agredida por grupos terroristas sin apoyo poblacional. El Gobierno, en cambio, en
representación de un Estado demo-liberal, partía más bien del carácter horizontal del
modelo de victimización que había tenido lugar, lo cual lo incapacitaba moral y
políticamente para adoptar a plenitud el rol de la víctima en la dialéctica excluyente la
víctima y el victimario y con ello, el juego invertido de espejos que sobre todo las
FARC practicaron en la Mesa de negociaciones a través de auto-representarse como
víctimas y como representantes de las víctimas, y de representarse al enemigo como
victimario.
Así las cosas, urge preguntarse ¿va a ser posible que la Jurisdicción Especial para la
Paz (JEP) o por lo menos la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia
y la No Repetición (CEV), además de reconstruir los blancos y los negros de las
dinámicas de victimización, aborden la tarea de estudiar las figuras fantasmagóricas
de la zona gris? No va a ser fácil. Como lo muestra lo sucedido en Justicia y Paz, pasar
por alto la culpa política de las víctimas las protege de la Justicia penal pero les niega
el derecho a ser reconocidas como agentes políticos, pero sobre todo, le niega a la
sociedad la posibilidad de entender la complejidad política de lo que sucedió en todas
sus dimensiones. Y sin dicha comprensión acaso no es posible la construcción de una
memoria colectiva capaz de contribuir a la reconciliación y a la garantía de no
repetición. Destapar la culpa política de las víctimas, por su parte, las expone y las
hace vulnerables no únicamente frente a los jueces penales sino también frente a los
cobradores implacables de las cuentas de la guerra. Pero de otro lado, como ya se dijo
más arriba, las figuras de zona gris, tanto las que habitan el campo de los victimarios
como las que habitan el de las víctimas, son la plena prueba de que los roles del
victimario y de la víctima y con ellos la maldad y bondad, no son compartimentos
estancos. Por eso hacerlas visibles contribuye a la despolarización. Si no en el corto,
por lo menos en el mediano y en el largo plazo, la verdad únicamente puede ser
suficientemente compleja, completa y reconciliadora si las nombra. Pero exponer los
grises a la luz de la opinión pública resulta tanto más difícil cuanto implica no tanto
destapar engaños como desvelar autoengaños y con ello ilusiones de las que
participan no únicamente las víctimas y los victimarios sino también la sociedad en
general.
Los juicios de Núremberg, a pesar de los esfuerzos que en ellos hicieron las potencias
vencedoras de tradición liberal y sus jueces –en contravía de la justicia política y
administrativa que los soviéticos practicaban en casa y que querían que se replicara
en el tribunal militar aliado- sin embargo de haber hecho una justicia respetuosa de
los principios del rule of law, fueron un ejercicio de justicia de vencedores. Por lo
pronto, ni en Núremberg ni en Tokio se juzgaron los graves crímenes de guerra
perpetrados por los aliados. La memoria de los bombardeos aliados de las ciudades
del Norte de Alemana y de lo que sucedió en Iroshima y Nagasaki son, por lo menos
para los vencidos, un monumento a la impunidad de los vencedores. Los juicios de
Núremberg le atribuyeron, tanto en términos de jus ad bellum como de jus in bello,
todas las culpas al vencido. La prioridad conferida en ellos al cargo de “agresión” jugó
un papel importante en ese ejercicio. La justa causa de la guerra defensiva contribuyó
a que las potencias vencedoras pudieran justificar el privilegio político-epistémico de
no ser juzgadas por sus propios crímenes de guerra. Como consecuencia de ello, una
dinámica de victimización horizontal como la que se puso de manifiesto en la llamada
“guerra total” fue judicialmente representada por ellos como si se hubiera tratado de
una dinámica de victimización vertical.
De lo dicho se derivan para la institucionalidad jurídica de los derechos humanos por
lo menos tres corolarios problemáticos: a) una separación excesiva entre los campos
del victimario y la víctima que se ha hecho extensiva al derecho humanitario, b) La
idea de que el Estado es por excelencia “El” gran victimario potencial, lo cual se
manifiesta en el carácter marcadamente anti-estatal de los derechos humanos, y c) un
punitivismo humanitario exacerbado que ha renegado de la vieja convicción liberal
según la cual la justicia penal funciona mejor como administradora de la paz que ya
existe que como negociadora de la paz que apenas se desea.
En lo que atañe a los orígenes del discurso hegemónico sobre la justicia transicional
en el mundo de hoy, es de capital importancia llamar la atención sobre cómo La
Herencia de Núremberg le vino como anillo al dedo a las transiciones de la dictadura a
la democracia que tuvieron lugar el Cono Sur suramericano durante la década de los
ochenta de la centuria pasada. La representación verticalizada de los fenómenos de
victimización, propia de la institucionalidad de los derechos humanos en la herencia
de Núremberg, constituyó un rasero jurídico-político perfecto para juzgar unas
dinámicas de victimización que como las de las dictaduras argentina y chilena
también habían sido, aunque en grados distintos, marcadamente verticales.
1 No debe parecer extraño, en tal sentido, que en 2013, bajo el título “Repitiendo la Historia? El Modelo
Argentino aplicado a Colombia”, las Fuerzas Militares de Colombia hayan publicado un “Cuaderno de
Trabajo” en el cual denuncian que hay una suerte de conspiración internacional liderada por las ONGs de
Derechos Humanos para aplicar a Colombia el modelo argentino. Se trataría, en el caso colombiano, de la
misma manera que en el del país austral, de exonerar de responsabilidad a la subversión y de trasladarle
toda la responsabilidad a los militares, de manera que quienes salieron vencedores en la guerra contra la
subversión, terminen siendo derrotados en los estrados judiciales. El documento es especialmente
crítico de la CONADEP, por su sesgo narrativo, benévolo con las guerrillas y muy duro con los militares.
Dice el Cuaderno, además, que a pesar de que en Argentina se prometió que la Comisión de la Verdad
habría de cumplir una función extrajudicial y de que con base en esa afirmación engañosa se consiguió el
testimonio de muchos militares, en la práctica se la utilizó para alimentar los juicios contra miembros de
la institución.
Comisionado de ONU para la Justicia transicional, Pablo De Greiff, llama la atención
sobre la importancia creciente que tiene el debate sobre la diferencia entre
transiciones desde contextos en que el Estado es una unidad articulada y que cuenta
con un aparato de justicia dependiente del ejecutivo e hipertrofiado, y aquellos otros
en que el Estado está fragmentado y en los que el aparato de justicia es más bien
inexistente. No menciona en forma explícita la diferencia entre la dictadura y la guerra
como puntos de partida para la transición, pero se puede leer entre líneas que dicha
diferencia está allí. En cualquier caso, la generalización de los criterios de
comprensión y de valoración de modelos como el argentino y el chileno a casos como
el colombiano es muy problemática.
Las guerras suelen ser, en realidad, una mezcla de dinámicas verticales y horizontales
de victimización. Las burocracias armadas en guerra suelen operar, al igual que las
burocracias dictatoriales en contextos de paz, como represores de sus poblaciones de
referencia, y no únicamente de las del enemigo. De la misma manera que en
situaciones de guerra las dinámicas de victimización pueden ser verticales u
horizontales, también las dinámicas de la reconciliación mediante las cuales se
construye una paz estable y duradera están llamadas a tener uno u otro carácter. En
cualquier caso, la reconciliación horizontal entre enemigos, sobre todo en cuanto
involucre dinámicas de perdón recíproco, tiene una mayor probabilidad emocional de
acaecer que la reconciliación vertical entre victimarios y víctimas.
En Colombia, por su parte, el Acuerdo Final, edificado como está sobre el carácter más
bien horizontal del modelo de victimización subyacente refleja sin duda un balance
entre las lógicas de la reconciliación y las de la justicia retributiva, favorable a las
primeras. La amnistía amplia para todas las partes, las penas reparadoras y
restaurativas que se adoptaron para los condenados de todas las partes y la
integración política de las guerrillas, son apenas algunos entre los muchos indicadores
certeros de que las cosas son así. Está por verse, sin embargo, si a pesar del fin de la
guerra con las FARC, el nuevo Gobierno de Derecha consigue, contra toda evidencia,
convencer al país de que el modelo de victimización que tuvo lugar en Colombia fue
un modelo vertical, una suerte de inverso subversivo del terrorismo de Estado.
Y por último, en lo que atañe a la distinta forma en que se valoran las negociaciones de
élite que hacen posibles y dan su impulso inicial a las transiciones desde la dictadura y
desde la guerra, debido a su importancia para la comprensión comparada de lo
sucedido en Colombia, también es importante observar lo siguiente:
Los pactos mediante los cuales se negocian las transiciones de la guerra a la paz
suelen ser, en cambio, formales, públicos y honrosos para quienes los firman, sobre
todo si se trata de pactos para salir de un conflicto armado en los cuales las partes no
se amnistían recíprocamente sino por el contrario, se comprometen voluntariamente
a someterse a la justicia. Y es que las transiciones desde la guerra suelen ocurrir sobre
el trasfondo de modelos más bien horizontales de victimización, en los cuales las
responsabilidades por los crímenes perpetrados están distribuidas entre todas las
partes intervinientes en el conflicto y en los cuales abundan las figuras de zona gris
como los vengadores, y en las que se colapsan los roles del victimario y de la víctima,
de manera que resulta muy difícil, prima facie, determinar quiénes son los buenos y
quiénes son los malos, asunto que suscita titubeos y hasta una cierta impotencia
judicandi temporal en quien juzga como tercero imparcial. Es por ello que a los pactos
en los cuales se cristalizan las negociaciones mediante las cuales se busca terminar la
tragedia de una guerra se les atribuye un alto valor moral que invita al respeto del
principio pacta sunt servanda. Entonces se ve a todas luces como equivocado que los
defensores de derechos humanos anuncien que van a salir de cacería y su desatino
solamente se explica porque obnubilados por la herencia de Nuremberg y por
experiencias como la de las transiciones del Cono Sur, tratan las transiciones desde la
guerra como si se tratara de transiciones desde la dictadura.
El carácter solemne, público y honroso de los acuerdos de paz no es, por supuesto,
garantía de que los mismos se van a cumplir. Ello depende, además, de muchas otras
cosas. Por lo pronto, la historia reciente de lo sucedido en Colombia con los acuerdos
de La Habana después del triunfo del No en el plebiscito refrendatorio de los mismos,
dejó claro que la fuerza jurídica del principio pacta sunt servanda depende de la
solidez del piso político sobre el cual se asiente. Las negociaciones de La Habana se
habían adelantado con el apoyo de países garantes (Cuba y Noruega) y acompañantes
(Venezuela y Chile), y contaron, además, con la presencia de enviados especiales de
Naciones Unidas, Los Estados Unidos, La Unión Europea y Alemania. Y como si ello
hubiera sido poco, el Acuerdo de Bogotá fue depositado en Ginebra frente al CICR
como Acuerdo Especial y presentado después en Nueva York frente a Naciones
Unidas, a manera de declaración unilateral que expresaba la voluntad de
cumplimiento por parte del Estado colombiano. Todo fue en vano. Demolida su
legitimidad política, la fuerza jurídica del Acuerdo de Bogotá también se fue, en buena
medida, al piso.