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DOSSIER NEGRO VOL.

1
Varios Autores

Primer volumen de relatos cortos publicados en los comics de Terror Dossier Negro.
Relatos publicados entre el número 1 al 35.

IBERO MUNDIAL DE EDICIONES


1968-1972

Esta Edición 2011


Contenido

GRAVE ERROR ................................................................................................................................. 4


ALAS NEGRAS ................................................................................................................................. 8
REPORTAJE MACABRO ................................................................................................................12
LA MATANZA ................................................................................................................................16
LA LLAMADA DEL TAM—TAM .................................................................................................23
RATAS ..............................................................................................................................................29
ORO Y SANGRE ..............................................................................................................................33
EL RETRATO....................................................................................................................................37
FLOR DE ACONITO .......................................................................................................................40
LOS ANGELES PUEDEN VOLAR .................................................................................................44
LA CABEZA NEGRA ......................................................................................................................48
EL ATAUD VACIO..........................................................................................................................52
EL REGRESO ....................................................................................................................................57
MI MEJOR AMIGO ..........................................................................................................................62
CENICIENTA MORTIS ...................................................................................................................66
DERRIBARA LA PUERTA Y TE DEVORARA .............................................................................70
EL MONSTRUO DE CHICAGO .....................................................................................................74
ADELFA LA MUÑECA ..................................................................................................................79
LA BOYA DE GLENDOUGH .........................................................................................................83
LA MANO AMPUTADA ................................................................................................................87
La monstruosa Figura Gris ..............................................................................................................91

DOSSIER NEGRO: Historia ............................................................................................................95


GRAVE ERROR
Oscar Taganow

Dossier Negro Nº 1

Andrés penetró en la casa con cierto miedo. Tenía la sensación de que los terribles
fantasmas de las últimas semanas que pasó en ella iban a salirle al encuentro.
Blanca iba corriendo las cortinas, para que la luz entrase a través de los cristales.
Oía su taconeo diligente y el eco de su voz resonando, de nuevo, entre aquellas paredes,
como si la terrible laguna de los últimos seis meses no hubiese existido.
—¡ Uf! , huele a cerrado. Mamá me prometió que encontraríamos todo perfecto pero, sin
duda, no han ventilado lo suficiente.
Se volvió hacía Andrés que, inmóvil en la mitad del pasillo, vacilaba, como una criatura al
dar sus primeros pasos.
— ¿Qué te sucede, Andrés? , ¡Estás muy pálido! , ¿te sientes mal? .
—No..., estoy bien, es..., Blanca, me gustan a dejar esta casa, irnos a otro sitio.
Blanca le abrazó dulcemente, le acarició el cabello, como se hace con un niño, mientras le
hablaba en forma apaciguadora.
—Querido..., es muy difícil encontrar otro piso, ¿no recuerdas lo que nos costó lograr este,
cuando íbamos a casarnos? . Hemos invertido en arreglarlo todos nuestros ahorros, ¿dónde
vamos a ir?
—Ya lo sé, tienes razón, pero... cada baldosa del suelo, cada mueble, cada cuadro..., todo
me trae el recuerdo de aquellas últimas semanas, de la noche en que iba a matarte...
—¡ Andrés, no hables de aquello! , ¡ no lo recuerdes, estabas enfermo! .
—Loco, Blanca, no te de miedo decirlo, loco,' ¡ si supieses como deseaba destruirte! . Dice el
doctor que el loco aborrece aquello que más ama,...yo, que no puedo soportar la idea de que
algo te lastime, dormí, más de una noche, junto a ti con un cuchillo bajo la almohada,
acariciando con deleite la afilada hoja, pensando en el instante de enterrarla en tu cuerpo.
Las manos de Andrés rodearon el cuello de Blanca.
—Este cuello tan hermoso, tan suave...
—¡ Suelta, Andrés!
La mujer se desasió, con violencia, y retrocedió unos pasos; él se miró las manos, después
buscó los ojos de ella.
— ¿Te has asustado? , ¿Tienes aún miedo de mí, Blanca? , ¡ por favor, ayúdame! , escucha,
nunca ¿me oyes? , nunca te haré daño, ¡ te lo juro! .
Blanca escondió la cabeza en su pecho, Andrés la rodeó con sus brazos, sentirla cobijada
contra él le daba valor; ella hablaba con el rostro "apretado contra el pecho del hombre.
—Tenemos que olvidar, Andrés. Has estado enfermo, aquellos terribles deseos eran
síntomas de tu enfermedad, ahora regresas curado. Hemos de continuar nuestra vida en el
instante en que la interrumpimos.
Es difícil volver a la vida. Compadecía al bíblico Lázaro, el resucitado; también le
señalarían con el dedo, en una mezcla de curiosidad y temor, lo mismo que a él. El primer día
de oficina significó una dura prueba, todos acudían a saludarle, como si hubiesen sido antes
de su estancia en el Manicomio los mejores amigos del mundo, le palmeaban la espalda y se
mostraban locuaces y confiados, demostrándole, demasiado ostentosamente, que le
consideraban de vuelta a la normalidad ; incluso Enrique, con el que jamás tuvo más trato
que el estrictamente preciso en el trabajo, le abrazó dando muestras de alegría y exclamando:
"Bienvenido muchacho, te echábamos de menos".
Se lo dijo a Blanca mientras cenaban, ella le escuchó en silencio, luego, de pronto, su
expresión varió, tuvo la impresión de que, sin saber por qué, algo de lo que acababa de
contarle le había molestado.
—No seas tan suspicaz, Andrés. Antes no lo eras. También con la portera te has mostrado
huraño esta mañana, y no es conveniente. Has de producir la sensación de que eres el de
siempre.
Le dolió, no las palabras, sino algo que le parecía advertir en ellas; tuvo la sensación de que
en el aire, escrito con letras rojas, una de las palabras de Blanca permanecía: "antes", "antes",
"antes"...
Se levantó bruscamente de la mesa y, como un niño enojado, fue a apretar la frente contra
los cristales de la ventana. Blanca, sin abandonar su sitio, le habló:
—¿No quieres seguir cenando?
—Se me ha quitado el apetito.
—El médico dijo...
—¡ El médico dijo! , ¡ el médico dijo! , ¿no podrías olvidar que he estado enfermo?
Blanca recogió en silencio los platos y el mantel, y salió de la habitación. A solas, sintiendo
la frialdad del vidrio contra la piel, fue cediendo su enojo, ¿por qué le habría gritado a
Blanca? , él la adoraba, según le dijo el psiquiatra le había resultado más difícil curarle del
sentimiento de culpabilidad que experimentaba por haber deseado y, al fin, intentado matar a
Blanca, que del trastorno mental producido por el exceso de trabajo, causado por preparar y
ganar unas oposiciones, sin dejar su empleo; fueron noches en vela inclinado sobre los libros;
llegó un momento en que, aunque lo intentase, no lograba dormir, fue en aquellas
interminables noches cuando comenzó a desear matar a Blanca; era por y para ella por lo que
preparaba las oposiciones, para ganar más dinero y ofrecerle otra vida mejor; viajes para
Blanca, vestidos para Blanca, cuchillos para el pecho de Blanca, sogas para su fino cuello...
La mujer le sentía removerse, inquieto en el lecho, se despertaba un instante y decía con la
voz cargada de sueño: "¿No duermes, Andrés? ", ahora ya has sacado las oposiciones, ¿por
qué no descansas? ". En aquellos instantes, él la odiaba, la aborrecía frenéticamente. Una
noche buscó desesperado el cuchillo, necesitaba herir, ¡ herir! casi sollozó al no encontrarlo,
recordó que, por la tarde, en un momento de lucidez, lo había guardado en el cajón de su
mesa de despacho, fue a por él, tropezaba como ebrio, desde la puerta se lanzó sobre Blanca,
el cuchillo se enterró en las ropas, Blanca, de pie, le miraba con los ojos redondos de espanto,
salió gritando, ¡ gritando! ...
Le temblaba la mano al pasarla por su frente. Buscó a Blanca por la casa, la encontró
acostada con la expresión seria y los ojos clavados en el techo.
—Perdóname, Blanca, no quise gritarte. Tienes razón, mañana saludaré más amable a la
portera; si, si, tienes mucha razón, cariño.
Se sentó en el borde de la cama, tomó una mano de la mujer entre las suyas, y acarició con
ella su rostro, el perfume de la piel de Blanca le serenó.
—Ayer, al llegar, dijiste que tu madre arregló la casa, ¿por qué ella? , ¿Dónde estabas tú? .
La mano se volvió de hielo entre las suyas, ¿fue así, en efecto, o sólo era una imaginación
de él?
—Me fui unos días fuera. Quería serenarme, antes... antes que salieses.
Le dió vueltas y vueltas con el pensamiento a respuesta de la mujer, ni siquiera le preguntó
el lugar en que estuvo, recordó que, últimamente, cuando Blanca telefoneaba cada día, el
doctor le llamaba a su despacho y muy sonriente le decía: "Su esposa, no se olvida de usted ni
un sólo día". Eso era lo único que contaba, lo único.
Tumbado sobre la espalda, con los ojos fijos en el techo, "como antes", sintiendo junto a él
la suave respiración de Blanca, pensaba y pensaba, ¿sigue amándome? , duerme, luego no
tiene miedo de mí, pero... ¿duerme realmente? , se incorporó sobre el codo y acarició el rostro
de la mujer; a la tenue luz que entraba por el ventanal la vio bella y tranquila en la paz del
sueño; volvió a tenderse sobre la espalda, ;.es esto normal? , ¿es de hombre en su juicio espiar
así el sueño de mi esposa, analizar sus palabras, querer saber que ha hecho en los seis meses
que he estado en el Manicomio, y no tener el valor de preguntárselo? . Tuvo que dominarse
para, "como antes", no revolverse en el lecho excitado, enterró las manos bajo la almohada...,
algo se le detuvo en el pecho, algo se volvió duro y frió como el cristal en el lugar en que
momentos antes latía su corazón, ¿estaba soñando? , ¡Sí! , tenía que ser un sueño, ¡no! , una
pesadilla, una espantosa pesadilla de esas que, a veces, se repiten con escalofriante realismo;
el cuchillo no estaba allí, ¡ no podía estar allí! Lo sacó con cuidado, despacio, muy despacioso
vio brillar en la oscuridad, como si la luz de la luna quisiera herirse en su afilada hoja, tuvo
que taparse la boca para contener el grito ¡no! , ¡Otra vez, no!, ¡ Empezar de nuevo, no!; él la
amaba, se lo juró, ¡ jamás te haré daño, Blanca!
Se levantó muy despacio, sentía como el puño labrado del cuchillo tatuaba la palma de su
mano. Se acercó a la mujer, llenó sus ojos de ella, hasta que, aunque los cerrase, continuaba
viéndola frente a él, dulce, hermosa, confiada. Salió del dormitorio con cuidado, como si se
tratase de un bebé enfermo, luego corrió a la terraza. Bajo sus pies la calle negra era un
profundo agujero. Saltó al vacío, sin que el cuchillo que llevaba en la mano se desprendiese.
Blanca se incorporó en la cama, los ojos abiertos, el corazón palpitante; sudaba y temblaba
al mismo tiempo; los últimos segundos transcurridos, viendo a través de los párpados a
Andrés frente a ella, con el cuchillo en la mano, habían sido terribles; estuvo a punto de gritar,
de huir...
¡ Todo había terminado al fin! .
Corrió al teléfono. Por la puerta de la terraza llegaban gritos desde la calle, voces de
auxilio.
Le temblaba tanto la mano que no acertaba a marcar el número. Oyó sonar el teléfono dos,
tres, cuatro veces, después la voz conocida:
— ¿Qué?
—Enrique, ya lo hice, puse el cuchillo bajo la almohada, estaba nervioso, lo encontró..., fue
un instante atroz, permanecía frente a mí con el cuchillo en la mano! ..., luego salió del
dormitorio y... se ha tirado desde la terraza. Tengo que dejarte, de un momento a otro pueden
subir... He de dar la impresión de que dormía y no me he enterado de nada... ¿Enrique?,
¿Estás ahí, amor? .
Una voz conocida, pero que despertó un espantoso torbellino en el corazón de la mujer,
respondió desde el otro extremo del hilo.
—Estoy aquí, pero... sufrió una equivocación lógica, dada la excitación del momento,
señora. Ha llamado usted al psiquiatra de su esposo, y no a su amante. Ha padecido un fatal
error, señora.
ALAS NEGRAS
Oscar Taganow

Dossier Negro Nº 2

El doctor Klimper acarició las pálidas mejillas del niño, mientras la madre clavaba en él sus
ojos angustiados.
¿Curará, doctor?
Naturalmente. Es un muchachito fuerte, ya verá como con el reconstituyente que le he
recetado y las inyecciones, mejorará.
Cuando la mujer y el pequeño abandonaron la consulta el Dr. Klimper con el ceño fruncido
y la mirada ausente de cuanto le rodeaba, se encaminó al archivo de fichas. Su alarma no se
vio calmada al consultarlas, al contrario, hacía varios meses que la mayoría de sus enfermos
acusaban idénticos síntomas: palidez, falta de peso, cansancio, inapetencia... El análisis de
sangre revelaba una alarmante falta de glóbulos rojos. La comprobación de fichas venía a
demostrarle que esta misteriosa enfermedad era más frecuente en chiquillos y adolescentes
que en adultos. El doctor se pasó la mano por la fatigada frente. Se preguntaba si aquello era
lo suficientemente alarmante como para comunicarlo oficialmente a los Centros Sanitarios. A
lo largo de su carrera había descubierto que en las grandes ciudades se miraba un poco
despectivamente a los médicos de pueblo; era muy poco probable que aquel cuadro clínico
presentado por sus pacientes se debiera a un virus, pero una y otra vez, la pregunta acudía a
sus labios: "Entonces, ¿cuál es la causa? ".
Desalentado, colocó las fichas en su lugar, se quitó la bata y, con ademanes cansados, se
puso la desgastada chaqueta. Al darle cuerda al reloj de su mesa de despacho, comprobó que
era más tarde que otras noches.
Silvia estará impaciente.
Aligeró el paso. El doctor Klimper estaba viudo desde hacía 15 años, y su hija Silvia
significaba, junto con su profesión, lo que más amaba en el mundo.
Le sorprendió que, al abrir la puerta, saliera a recibirle la señora Carson, su asistenta, que, a
esas horas, acostumbraba a estar ya de regreso en su casa.
Señora Carson, ¿cómo aún aquí?
—No se alarme, doctor, pero... su hija... sufrió un desvanecimiento. La he llevado a la
cama.
No escuchó más. Silvia jamás estaba enferma, era una joven sana y fuerte. De repente le
pareció ver ante sí el semblante de la joven en los últimos tiempos; estaba pálida,
desmejorada.
— ¡Silvia! , ¡Silvia! , ¿Qué te sucede?
La voz de la joven apenas si era audible a sus oídos.
—No quise alarmarte, papá, pero,...hace casi una semana que no me siento bien...
El corazón apenas si latía, la piel estaba húmeda y helada; un miedo inmenso se apoderó
de Klimper; aquello era absurdo, Silvia estaba perfectamente un mes antes, cuando, como
solía hacer dos veces al año, le efectuó un reconocimiento total. Recordó una conversación
sostenida unos días antes con el joven Kaffa, un astrónomo alemán que hacía unos meses
llegó al pueblo para ocuparse del observatorio instalado a pocos kilómetros.
Klimper y el joven habían llegado a ser buenos amigos; Klimper aprendió el alemán
durante los años que permaneció en aquel país haciendo estudios especiales; para el joven
Kaffa, el poder hablar en alemán con el doctor era una verdadera dicha. Klimper le había
hablado de la extraña dolencia aparecida en los jóvenes del pueblo, y Kaffa, sin sonreír, como
si su suposición estuviese presidida por la más perfecta lógica, le había dicho;
Yo diría que hay un vampiro en el pueblo.
Aquel día, Klimper rió las palabras del joven y, sin saber por qué, en aquellos angustiosos
instantes volvieron a su mente, se acercó a la cama de la joven. Parecía postrada, el pecho
apenas si se henchía a efectos de la desigual respiración; le palpó el cuello, los ganglios
abultados y duros; la yema de sus dedos tocó algo húmedo, retiró la mano; sobre su piel seca
y pálida advirtió la huella rojiza de la sangre; apartó el cabello de la jo—Ven, sus ojos
espantados contemplaron dos pequeñas marcas sangrientas sobre la vena carótida. Una
náusea, olvidada desde sus años de estudiante, cuando, por vez primera, se encontró frente a
la putrefacción y la muerte, le subió hasta la garganta. ¿Era posible aquello?. ¡Un vampiro!...
¡un ser negro y monstruoso estaba aniquilando la vida de los jóvenes del pueblo! . Con
ademanes rápidos y bruscos salió al zaguán, descolgó de la pared la escopeta y regresó al
dormitorio. Recordó que el joven Kaffa, después de decirle aquello, le había prestado un libro
sobre fenómenos demostrados sobre los vampiros. Lo buscó febrilmente.
Silvia, con los ojos cerrados, respiraba cada vez más débilmente. Klimper amenazó a la
noche con el puño cerrado.
— ¡No vas a arrebatarme a mi hija! Yo estaré aquí, esperándote. ¡Esto no es la muerte! , ¡Si
vienes a buscarla, yo sabré como acabar contigo!
Se sentó frente a la ventana, la escopeta a su lado, el libro abierto sobre sus piernas.
Le despertó una ráfaga de aire muy cerca de sus mejillas, y un ruido, como el agitar de
unas alas. Se puso en pié tambaleándose.
—¡No! , ¡ No me he dormido! , ¡Silvia!
No tuvo que acercarse para saber que estaba muerta, un brazo exágüe yacía sobre las ropas
de la cama, la mano, crispada, se aferraba a las sábanas, sobre el blanco cuello, extrañamente
rígido, las dos huellas sangrientas destacaban como carbones encendidos.
Klimper se arrojó sobre el querido cuerpo sollozando.
¡Silvia!, ¡mi pequeña!, ¿cómo pude dormirme?, ¿cómo pude dejar que ese demonio
concluyese su obra? .
Poco a poco el hilo de sus pensamientos enjugó los sollozos. Silvia había muerto, ahora lo
principal era vengar esa muerte, destruir la causa de todo aquel horror... Un pensamiento,
que parecía dormir en lo más profundo de su mente, comenzó a aflorar a la superficie, ¡seis
meses atrás nada de esto sucedía , ¡nunca se habló aquí de vampiros! , ¡ el pueblo era feliz
hasta que... hasta que...! , ¡Kaffa! , el nombre le hizo retroceder, como un trallazo, Kaffa, con
sus ojos relucientes y negros, la pequeña y cuidada barba destacando sobre la pálida piel, los
labios rojos... ¡cómo la sangre!
Volvió a leer las palabras impresas en el libro: "solo hay una forma de lograr destruir a un
vampiro—, clavarle en el corazón una afilada cuña de madera; aquél que muere a causa de un
vampiro se torna vampiro a su vez, y vaga en las noches de luna, en busca de víctimas con las
que saciar su sed de sangre; sólo una afilada astilla clavada en su corazón podrá darle el
eterno descanso...".
Las ramas de la encina, que daba sombra al porche, crujieron cuando Klimper las desgajó,
el afilado bisturí hendía la madera fresca con furia. Klimper colocó sobre el lecho de Silvia las
dos afiladas estacas. Su mano había dejado de temblar cuando tomó el teléfono.
—¿Kaffa? , soy yo, Klimper, por favor, venga a casa, ¡mi hija! , ha muerto, ¿quiere venir a
velarla conmigo?
Escuchó unos instantes el colgar del auricular, algo parecido a una horrible sonrisa le
bailaba en los labios, luego desapareció. Muy despacio se aproximó al lecho de Silvia, el
cuerpo había tomado el color de ceniza; por la abierta boca, que Klimper no se había ocupado
de cerrar, aparecían los dientes, asombrosamente amarillos y grandes, con feroz mueca.
Lágrimas ardientes rodaban de los ojos de Klimper al levantar, apretando con las dos manos,
la estaca de encina, sobre el cuerpo inmóvil.
— ¡Silvia!, ¡mi querida niña! , ¡yo no quería hacerlo...! , ¡ No quería! ...
Sobre el hundido pecho, la estaca sobresalía, cual árbol plantado en tierra seca—, una
mancha mu comenzó lentamente a rodearle.
Dos golpes secos, dados en la puerta, quebraron el silencio de la habitación. Klimper
apartó, dolorosamente, los ojos del cuerpo de la hija. Una voz joven y apremiante se dejó oír:
Klimper!, ¡soy yo, Kaffa!, ¡abra! , ¿se encuentra bien?
Arrastraba los pies, como un viejo, por el angosto pasillo; en la mano izquierda el bisturí,
en la derecha la afilada estaca.
Al abrir la puerta, los ojos del joven buscaron los suyos.
— ¿Qué sucede, Klimper? , le noté muy extraño por el teléfono.
El bisturí cayó, con golpe firme y seco, sobre la nuca de Kaffa, la sangre, fresca y roja, saltó,
salpicando la pared y las manos de Klimper; los ojos negros, antes de nublarse, le miraron con
asombrada interrogación. El cuerpo se desplomó sobre el suelo. Klimper, despacio, apoyó la
afilada punta en el lado izquierdo del pecho de Kaffa y luego, con todas sus fuerzas, presionó
con ambas manos...
Fue la señora Carson quien, al ir por la mañana, se encontró con aquél horrible espectáculo.
El doctor, muy sereno, leía en voz alta el libro sobre los vampiros, como si aquellos dos
cuerpos, sin vida, pudiesen oírle.
La versión oficial fue que, la muerte de su hija enloqueció al doctor Klimper, haciéndole, en
un rapto de locura, imaginar que el joven astrónomo era un vampiro, y que la pobre Silvia
saldría de su tumba en busca de sangre fresca si no le clavaba una astilla en el corazón. El
doctor fue recluido en un Manicomio. Kaffa y Silvia enterrados en el Cementerio del pueblo...
pero... algo misterioso sucedió, algo que nadie se atrevió, ni siquiera, a comentar: desde
aquella noche los enfermos comenzaron a mejorar, y la desconocida enfermedad desapareció
para siempre.
REPORTAJE MACABRO
Desconocido

Dossier Negro Nº 3

Edwind Darling detuvo el coche en el polvoriento sendero, y miró, sorprendido, a su


alrededor.
Cuando estuvo en Corea, como corresponsal del Times, conoció aldeas primitivas, como si
el paso del tiempo no hubiese traspasado su frontera.
Esta pequeña aldea escocesa era así, pese a estar acariciada por el mar; su atraso" producía
la impresión de que, por un misterioso conjuro, tras kilómetros de polvorientas carreteras, su
moderno Ferrari había penetrado en el pasado, siglos de civilización le separaban de aquellas
mujeres que miraban recelosas desde los quicios de las puertas, y de los chiquillos que,
medrosos, contemplaban el coche, como si se tratase de un dragón de leyenda.
—¡ Eh!, ¡muchachos! , ¿Sabéis dónde está el inspector Halloran?
Los muchachos retrocedieron un paso al ver que se acercaba a ellos.
—Pero... ¿qué os pasa? ¿No habéis visto por aquí nunca un coche?
—Como éste, no.
Fue un alivio ver que, al menos, de una de aquellas bocas infantiles brotaban palabras en
un inglés lleno de giros defectuosos y cargado de un peculiar acento.
—Bueno, ¿sabes dónde está el inspector?
El chico cabeceó, mirándole con los ojos redondos de expectación.
—Si me llevas, te daré media libra.
Todas las bocas se abrieron ante aquellas maravillosas palabras y así supo que el inspector
Halloran, con tres agentes, estaba en casa de Oliver Carrandine. Oliver era el alcalde de la
aldea y el que había decidido comunicar a la policía lo que venía sucediendo, también era el
padre de los dos muchachos desaparecidos últimamente.
La casa de Carrandine parecía arrancada de un viejo grabado, estaba cubierta de hiedra
casi en su totalidad. Ante la puerta había un polvoriento coche de anticuado modelo.
Edwind lamentó que su presencia allí se debiera al encargo de una Revista y no a unas
merecidas vacaciones; el lugar era tan sorprendente que le hacía olvidar la verdadera razón
de su estancia en él.
Carrandine, con la tosca pipa de madera en una mano y la otra perdida entre sus barbas
frondosas, se acercó a recibirle. El inspector Halloran le acogió con un gesto amistoso.
—¡Caramba, Darling!, siempre buscando la noticia esté donde esté, ¿no?
—¡Hola, inspector! , esto parece algo así como el Jardín del Edén, ¿recuerda, por
casualidad, en qué siglo estamos?
El inspector rió divertido, mientras Carrandine les miraba serio, como si aquellas bromas
estuviesen fuera de lugar.
—El señor Carrandine, Edwind Darling, periodista de sensación en periódicos
sensacionalistas.
— ¡ Ya está bien, inspector! ,¿Qué es lo que sucede aquí?
Fue Carrandine el que respondió a la pregunta de Edwind.
Hace años que desaparece la gente, durante la guerra comenzó, pero entonces nadie le
daba demasiada importancia, ¡morían tantos!, luego, al concluir, continuó sucediendo. Eran
muchos los que, al tratar de llegar hasta aquí, desaparecían en el camino, sin que jamás
volviese a saberse de ellos. Últimamente ocurre con más frecuencia. ¡ Nadie quiere venir! .
Desapareció el médico que nos enviaron, el reverendo, varios jóvenes que pretendieron crear
una escuela... Ni siquiera los vendedores de telas se arriesgan a venir. Los caminos se están
borrando, y la maleza crece en ellos. Desde hace seis meses son los mismos habitantes del
pueblo quienes desaparecen, Mansus, el molinero, y su mujer; Thomas, el matarife; el hijo
pequeño de Harris Leod; ahora, mis dos hijos... ¡Tienen que ayudarnos! Si es obra de satanás,
necesitaremos un sacerdote; si los causantes son alimañas o bandidos, liemos de darles caza. ¡
Ayúdennos!.
Al salir de la casa de Carrandine, Edwind permanecía ensimismado y silencioso. El
inspector le miró socarrón.
— ¿Asustado?.
—Extrañado, ¿qué piensa, inspector? .
—No lo sé. Aquí la gente, como ve, está muy atrasada, creen en fantasmas, monstruos.. Lo
más fácil es que, esas personas hayan dejado el pueblo por su propia voluntad y se
encuentren en alguna ciudad inglesa, ¿no es esa su opinión? .
—Es la más sensata, pero... no sé, ese hombre..., no me parece ni fantástico, ni embustero.
—¿Dónde va? .
—Vagaré un poco por los alrededores. A lo mejor el "monstruo" me rapta. Si no aparezco
en el mesón esta noche ¡búsqueme hasta debajo de las piedras!
La risa del inspector quedó ahogada por los escapes del motor del anticuado coche policial.
Encontró al chiquillo sentado en el guardabarros del Ferrari.
—¿Ya te has gastado la media libra?
—No.
—Llévame al lugar donde la gente desaparece.
El chiquillo se encogió, temeroso.
—Te daré otra media libra.
El chico se puso en pie y comenzó a caminar decidido. Salieron de las callejas del pueblo y
se encaminaron hacia un sendero rocoso, el mar bramaba fiero bajo las rocas; el niño se
detuvo y señaló un centenar de metros más allá.
—Por ahí.
—Pero... eso es un acantilado.
—Hay un sendero, por el que se va a otros pueblos, pero está muy borrado.
—Muéstramelo, anda, te daré una libra más.
El chico movió la cabeza.
—No.
Edwind comprendió que sería inútil cuanto le ofreciese.
— ¿Qué es aquello? , parece una cueva.
—Sí, la cubre el mar cuando sube. No puede haber nada en ella y...está tan oscura...
Con la mano morena y sucia, extendida, aguardó a que Edwind pusiera en ella la otra
media libra ofrecida, luego echó a correr en dirección a la aldea. Edwind subió por el angosto
sendero. Reinaba un silencio mortal, ni cantos de pájaros, ni cricrear de grillos; sólo el sordo
latir del mar contra las rocas. Una rara impresión se apoderó de Edwind, era... como si unos
ojos fieros y crueles le estuviesen vigilando; miró a su alrededor con desasosiego. El pueblo, a
lo lejos, parecía dormido en un letargo mortal. Se detuvo, a la entrada de la gruta, era grande
y profunda, las piedras tenían manchas blancas de salitre. Consultó su reloj, aún faltaba casi
una hora para que comenzase a subir la marea. Se maldijo por no haber cogido del coche la
linterna; si regresaba hasta allí no podría ya, hasta el día siguiente, explorar la cueva; es
posible que eso fuese lo más acertado, pero, "sabía" que no iba a esperar. Arrancó aliagas de
entre las peñas más alejadas del agua e hizo tres antorchas grandes y prietas, luego se
introdujo por la boca de la cueva. Tal y como el niño le dijo, era indudable que el mar bañaba
por entero aquella cavidad; iba ya a salir, cuando advirtió unas rocas adosadas a una de las
paredes con cierta semejanza con escaleras, comenzó a subir, se le resbalaban los pies y el
humo de la antorcha le hacía cerrar los ojos; hubo de reprimir una exclamación: en la pared se
abría un agujero angosto, pero suficiente para que un cuerpo pudiese pasar por él. El mar, al
penetrar en la cueva, no podía llegar hasta allí. Edwind se introdujo. Se hallaba en una
especie de pasadizo natural. El corazón le palpitaba anhelante: ¿estaba aproximándose al
secreto de aquellas desapariciones? . Caminó varios metros, un olor nauseabundo le envolvía
cada vez con más intensidad. La luz de la antorcha iluminó una especie de sala que se abría
en la roca. Edwind alzó la antorcha, sus pies comenzaron a chapotear sobre algo fangoso y
resbaladizo; el olor se hizo tan fuerte que, la cabeza parecía darle vueltas, mientras su
estómago negábase a resistirlo. Los ojos, habituados ya a aquellas espantosas tinieblas,
comenzaron a distinguir los objetos que pendían de las paredes; un increíble espectáculo
apareció ante él, colgando de los salientes de las rocas, aparecían miembros humanos,
blanquecinos a causa de la sal que les cubría brazos, piernas, troncos, cabezas... Algo
demasiado espantoso para que la mente más tortuosa pudiese imaginarlo. Miró a sus piés y
un grito de espanto escapó de su garganta: estaba caminando sobre entrañas humanas que
cual fango pegajoso, cubrían el suelo de la cueva.
Fue entonces cuando vio al hombre, estaba a pocos pasos de él, desnudo casi por completo,
la barba larga, rizada y revuelta hacia su faz espantosa al unirse al hirsuto cabello gris.
¿Quién es usted?
El hombre le mostró los dientes con ademán de fiera salvaje, unos dientes afilados y
amarillos, que helaron, en las venas, la sangre de Edwind. A su alrededor, cuchicheos,
sonidos, movimientos furtivos de fieras en acecho. Edwind encendió otra antorcha en la que
sostenía en su mano vacilante; el reflejo hizo retroceder, por un instante. a aquellos seres que
le rodeaban, todos desnudos, sucios y monstruosos, mostrando los dientes y las uñas,
próximos a saltar sobre él.
Un pavor, jamás conocido, le recorrió de pies a cabeza. Se volvió al hombre y observó
aquellos restos de tela que apenas cubrían algunas partes de su piel: ¡un uniforme!. ¡Los
restos de un uniforme militar!, gritó.
—Eras un soldado! , ¿Qué haces en esta cueva, por qué matas y salas a la gente? , ¿Cómo es
posible que te hayas vueltos caníbal?
El hombre parpadeó, un relámpago de ira le iluminó el terrible semblante; su voz era ronca
y difícil como si llevase años sin hablar:
— ¿Por qué no? , ¡Maté! , ¡Maté! y, ¡maté! , y ni siquiera conocía la razón. Luego me
persiguieron..., me refugié aquí, con ella, los dos escapábamos..., teníamos que comer...¡ Este
es nuestro reino! , ¡Nuestro mundo! , ¡ Nadie saldrá jamás de aquí para descubrirnos! .
Edwind retrocedió. Caminaba mal, tenía miedo de caer sobre aquel horrible fango
pantanoso y putrefacto. La antorcha se escapó de su mano. Gritó en la oscuridad... Unos
cuerpos ágiles y duros, cayeron sobre él. Su último pensamiento fue: "Jamás conocerá el
mundo lo que, sin duda, sería mi mejor reportaje".
LA MATANZA
Florence M. Bridges

Dossier Negro Nº 4

El presente relato está basado en un hecho real, ocurrido en la pequeña localidad de


Holcomb, en el Estado de Kansas (U.S.A.) En tal suceso se inspiró el novelista Traman Capote
para escribir su famosa novela, "A sangre fría", que más tarde fue llevada al cine, con el
mismo título.
La historia comienza en la mañana de un domingo, 15 de Noviembre de 1959, cuando
Susan Ewalt llamó a la puerta de la casa de la familia Clutter y nadie respondió a su llamada.
Sorprendidos por lo insólito del caso y por el hecho de que los coches de los Ewalt estaban
en el garaje, los padres de Susan decidieron entrar en la casa por la puerta posterior. En el
interior reinaba el más absoluto silencio. La joven subió a la habitación de su amiga Nancy y
al abrir la puerta...
—¡ Oh, Nancy!
El grito horrorizado de Susan hizo subir precipitadamente a sus padres, quienes vieron
ante sus ojos un espectáculo estremecedor: Nancy, Clutter yacía en el suelo, muerta a tiros, y
atada de pies y manos.
El señor Ewalt, sobreponiéndose a la terrible impresión y ante la sospecha de que al resto
de la familia Clutter podía haberle ocurrido también algo igualmente terrible, se dirigió a la
habitación de los dueños de la casa. Allí encontró a la señora Clutter, bárbaramente
asesinada. Prosiguió su recorrido y en el sótano descubrió el cadáver del joven Kenyon
Clutter, y en el cuarto de la calefacción, atado a una de las tuberías, el cuerpo sin vida del
señor Clutter. Tenía un balazo en el rostro, un profundo corte en el cuello y la boca cubierta
con un ancho trozo de esparadrapo.
Tras aquellos macabros hallazgos, el señor Ewalt avisó por teléfono a la policía del
condado y al poco rato llegaba una patrulla al mando del Sheriff Alvin A. Dewey,
acompañado de un médico forense.
Las primeras conclusiones fueron que la familia había muerto hacía pocas horas, durante la
noche y que, en apariencia, no faltaba nada en la casa. Además había un detalle sorprendente:
el sheriff había hallado la póliza de un seguro de vida, extendida por el señor Clutter el día
anterior, pero la beneficiaría era su esposa y muerta esta, así como sus herederos, a nadie
beneficiaba el seguro, exceptuando otros hijos mayores de los Clutter, que no vivían en
Holcomb y a los que el sheriff consideraba incapaces de cometer aquella monstruosidad.
El sheriff estaba desconcertado. Se habían cometido cuatro asesinatos a sangre fría y no
disponía del menor indicio para iniciar sus pesquisas.
— ¿Quién de los Clutter era la víctima designada? ¿O era toda la familia la que debía
morir? Pero ¿por qué? El crimen gratuito no existe en la realidad. Tiene que haber algún
motivo, alguna relación entre las víctimas y su asesino. Tengo que encontrar esa ligazón para
llegar hasta el culpable.
—¿Piensa que se trata de una sola persona? — preguntó el ayudante del sheriff.
—Las ligaduras que ataban a las víctimas parecen hechas por una sola mano, pero es
posible que hayan sido más de uno. Pero de lo que estoy seguro es de que conocía bien la casa
y de que su acción era premeditada. El esparadrapo, las cuerdas, el arma... todo indica que los
asesinos iban preparados y sabían lo que iba a hacer.
Fueron interrogados amigos y vecinos de los Clutter y la única sospecha recayó sobre el
joven Robert Rupp, un muchacho que se había enamorado de Nancy, y era correspondido
por ella. Sin embargo, debido a sus distintas creencias religiosas tenían la firme oposición del
señor Herbert Clutter. Tras un duro interrogatorio, el sheriff Dewey consideró que aquel no
era motivo para que Robert Rupp, de magníficos antecedentes, asesinara a su amada junto
con el resto de la familia.
La única persona que aportó datos de interés fue la anciana señora Clutter, hermana de
Herbert. Fue a visitar al sheriff después del entierro.
—Recogiendo los enseres de Nancy encontré dentro de uno de sus zapatos el reloj de oro
que le regaló su padre hace poco.
—Acaso la muchacha escuchó algún ruido, creyó que sería un ladrón y lo escondió.
—Además — prosiguió la señora — no he podido encontrar la radio de pilas de Kenyon.
La tenía siempre en su habitación. Estoy segura de que lo han robado.
Pero Dewey no podía admitir que el hurto de un sencillo aparato de radio hubiera sido la
causa de aquella matanza y seguía sin encontrar la relación posible entre los Clutter y sus
asesinos.
Mas el destino iba a proporcionarle las piezas que faltaban en aquel rompecabezas. Fue
algo tan casual como insospechado y absurdo.
El día 17 de Noviembre, en la penitenciaría del estado, un hombre llamado Floyd Wells
estaba escuchando una radio de transistores en su celda. Un locutor daba noticias del caso
Clutter:
—... y se sigue ignorando la identidad del asesino o asesinos, así como los móviles de tan
misterioso crimen...
Al escuchar aquellas palabras no pudo reprimir una exclamación.
—¡No! No es posible... nunca pensé que hablasen en serio.
Durante unos días Floyd estuvo dudando entre callar lo que sabía o revelar la verdad, y al
fin decidió hablar con el director del penal. Su relato, en síntesis, fue el siguiente!
—Hace algún tiempo tuve como compañero de celda a un tal Dick Hickock. En cierta
ocasión le dije que yo había trabajado en casa de los Cluter. Dick se burló de mí por trabajar
para unos miserables campesinos, pero yo le aseguré que eran unas perdonas buenísimas y,
además, muy ricas y generosas. Dick lo puso en duda y yo le aseguré que Herbert Clutter
solía guardar grandes sumas de dinero en la caja fuerte de su despacho. A partir de aquella
conversación Dick Hickock siempre quería que le hablase de los Clutter, de cómo era su
casa... y yo se lo decía, sin pensar que era para nada malo. Hasta que el día que supo que lo
iban a poner en libertad, Dick me confesó que había planeado un robo en la casa de los
Clutter, en compañía de otro sujeto llamado Perry Smith. Yo no lo creí, pensé que quería
tomarme el pelo... pero ahora sospecho que hayan sido ellos los culpables y yo el causante
involuntario de todo lo ocurrido.
El sheriff Dewey fue informado inmediatamente de la declaración de Floyd Wells y acto
seguido se puso en movimiento la máquina policial. Las fichas de Dick Hickock y Perry Smith
fueron enviadas al sheriff, al mismo tiempo que eran buscados en sus domicilios, pero habían
desaparecido. Centenares de agentes, con fotografías de ambos, recibieron el encargo de
localizarlos y al fin, al cabo de unas semanas de la noche del crimen, en víspera de año nuevo,
fueron detenidos en una calle de Las vegas y luego llevados a presencia del sheriff Dewey,
que les interrogó dura e intensamente por separado.
Lógicamente, comenzaron por negar su participación en el asesinato de la familia Clutter,
pero al cabo de unas horas comenzaron a incurrir en contradicciones, perdieron su firmeza
inicial y acabaron por confesar toda la verdad.
Y la verdad, la tremenda verdad, fue relatada cínica y brutalmente por aquellos monstruos.
Para conocerla desde un principio es preciso retroceder al sábado, día 14 de Noviembre de
1959. Aquella mañana, en un pequeño bar de las afueras de Kansas City, Perry Smith pidió
una cerveza para tomar unos comprimidos. El camarero preguntó...
— ¿Se encuentra usted mal?
—Me duelen mucho las piernas. Me las rompí por tres sitios distintos en un accidente.
Estuve seis meses en un hospital...
La llegada de un Chevrolet negro le interrumpió. Tras pagar la cerveza se levantó para
salir del bar. Entonces el camarero pudo observar que aquel hombre tenía una figura más
bien grotesca:
Además, sus facciones, su cabello y el color de su piel denotaban una ascendencia mezcla
de madre Cherokee y padre de raza blanca.
Subió al coche recién llegado. Al volante estaba Dick Hickock, 28 años de edad, dos veces
divorciado y con antecedentes penales. Un grave accidente de automóvil le había dejado
profundas huellas en el rostro, deformándoselo.
— ¿Lo has traído todo?
—Sí, Perry. Mira.

Apartó una manta que cubría el asiento posterior, dejando al descubierto unos guantes, un
cuchillo, un rifle, una linterna... y una guitarra.
—¡ Es para celebrar el "negocio" con música!
Emprendieron el largo viaje hacia Holcomb, pero se detuvieron en una pequeña ciudad
que hallaron en su camino, a fin de comprar otro par de guantes, un rollo de cuerda y un par
de medias negras. Sin embargo, ya en la tienda, Dick cambió de opinión.
—Olvida las medias, Perry. No nos harán falta.
— ¿Cómo qué no? Es mejor ponernos cada uno una en la cabeza, para que no puedan
identificarnos.
La respuesta de Dick tuvo un significado terrible.
—Nadie nos identificará... porque no dejaremos testigos. ¿Comprendes?
Después de haber efectuado las compras y haber comido unos bocadillos reemprendieron
la marcha en dirección a River Valley Farm, donde la familia Clutter vivía sus últimas horas.
Durante el trayecto, Perry estuvo cantando y bebiendo vodka con zumo de naranja. Por la
noche se detuvieron en un modesto parador para cenar y allí gastaron casi todo el dinero que
les quedaba, una vez pagada la cuenta y haber llenado de combustible el depósito de su
coche.
Era media noche cuando llegaron a River Valley Farm. La luz de la ventana de Nancy
Clutter hacía poco que se había apagado y la familia entera estaba descansando, ignorando
que en aquellos momentos el destino había llevado hasta su puerta a aquellos que iban a
exterminarla.
—¿Recuerdas bien todo lo que te dijo el viejo Floyd?
—Sí, Perry. Siempre dejan la puerta de la cocina abierta. Y los vecinos más próximos están
casi a un kilómetro de aquí.
En efecto, la puerta trasera no estaba cerrada. Los dos forajidos entraron sigilosamente.
—El despacho está a la derecha del living.
—Y la caja fuerte detrás de la mesa del despacho ¿no?
Avanzaron sin dificultad, como si ya hubieran estado antes allí. Fueron directamente al
despacho, pero... no hallaron ninguna caja fuerte. Estuvieron buscando un buen rato, pero
inútilmente.
—¡ Maldito viejo! Sin duda la ha cambiado de sitio.
Fue entonces cuando Herbert Clutter, atraído por los ruidos, entró en el despacho...
—¿Quién está ahí?
—Usted debe ser Clutter ¿no? Dónde está su caja fuerte? ¡Hable o le va a pesar!
Al verse ante la amenaza del rifle, Clutter empezó a temblar...
—No la tengo, se lo aseguro. Lo pago todo por cheque. Les firmaré uno por cierta
cantidad... no puedo hacer otra cosa.
—Para que nos pesquen cuando vayamos a cobrarlo ¿eh? ¡ Ni hablar! Sigue registrando,
Perry!
Smith halló una cartera; pero sólo había treinta dólares en su interior.
—Es cuanto tengo en casa.
—No creerás que voy a conformarme con esta miseria ¡veremos qué dice tu mujer, vamos
arriba, a vuestro cuarto!
La señora Clutter, pasada la primera impresión ante la inesperada presencia de aquellos
desconocidos, afirmó también que no había dinero en la casa, y en sus palabras había un total
acento de sinceridad. Perry fue el primero en convencerse de ello.
—Creo que dice la verdad, Dick. Aquí no hay billetes. Aquel cerdo de Floyd te la' jugó bien
con sus patrañas. ¡Vámonos de aquí!
Sin embargo Dick no era tan fácil de convencer.
—¡ No! Yo digo que sí los hay y voy a encontrarlos aunque tenga que registrar toda la casa.
Vamos a atar a ésta.
Y mientras Perry mantenía al dueño de la casa bajo la amenaza de su rifle, Dick ató a la
pobre señora Clutter a los barrotes de la cama, cerrando su boca con un trozo de esparadrapo,
para que no gritara. Luego obligaron a su marido a que les precediera en su recorrido por el
edificio.
— ¿Quién duerme en ese cuarto?
—Mi hijo Kenyon... No le hagan nada, es sólo un chiquillo.
Kenyon despertó sobresaltado al sentir que la puerta se abría con violencia y cuando trató
de incorporarse, un brutal puñetazo en la cara le tumbó de nuevo en el lecho.
—Bueno, chico, vas a decirme donde guarda tu padre el dinero.
—No sé... en el banco, creo...
Kenyon fue encerrado en el cuarto de baño a empellones y los dos forajidos prosiguieron
su búsqueda. La habitación contigua pertenecía a Nancy, la cual se había levantado al oir que
algo extraño ocurría en la casa. La muchacha fue atada igualmente y dejada en la cama.
Tras una concienzuda e infructuosa investigación por todas las habitaciones y
dependencias de la casa, lo único que hallaron, apto para llevarse, fue un aparato de radio
portátil, que Perry dejó en su automóvil. Entretanto, Dick, llevaba a cabo un último intento.
Bajó a Clutter al sótano y le ató las manos por encima de una gruesa tubería del sistema de
calefacción, de manera que el pobre hombre no tocaba de pies en el suelo.
—Por última vez, dinos donde guardas tu maldito dinero o te pesará.
—Ya le he dicho...
— ¡Muy bien, tú lo has querido, imbécil!
Con una sangre fría pasmosa, disparó el rifle a bocajarro destrozando el rostro de su
indefensa víctima.
Un ruido en el piso superior les hizo subir precipitadamente.
— ¿Qué hacemos? Si los dejamos vivos nos denunciarán.
—Hay que acabar con ellos.
Un nuevo disparo truncó la vida del joven Kenyon.. Luego se dirigieron a la habitación de
la muchacha. La encontraron en el suelo, en un desesperado intento de librarse de sus
ataderas y huir. Más no lo había conseguido. Un disparo en la cabeza acabó implacablemente
con su esperanzada juventud. Finalmente le tocó el turno a la madre. Un balazo en la sien le
produjo la muerte instantánea.
Tras recoger todas las cápsulas vacías, Perry y Dick se alejaron rápidamente de allí,
dejando en la casa los cadáveres de la familia Clutter, asesinados por unos pocos dólares y
una radio portátil.
Tras recorrer otros seiscientos kilómetros, los dos asesinos regresaron a Olathe. Perry se va
a dormir a un hotel y Dick se dirige a casa de sus padres. Por los periódicos de Kansas City de
la mañana siguiente, saben que el crimen ha sido descubierto, pero permanecen tranquilos.
¿Qué pueden temer si no dejaron testigos ni huellas? Convencidos de que nunca serán
descubiertos, desprovistos del menor remordimiento, se dedican a vivir de forma
fraudulenta. Compran televisiones, relojes, joyas y otros artículos de valor medio, que pagan
con cheques sin fondos y que empeñan enseguida en casas de préstamos por unos pocos
dólares.
Días más tarde emprenden un viaje a Méjico para pasar allí unas vacaciones. Sin embargo
no consiguen obtener el dinero que esperaban y los pocos dólares de que disponían se les
agotan rápidamente. Tienen que vender su automóvil y regresar a California en autobús.
Aquel día su única comida consistió en un chiclé. Sin embargo quieren volver a Kansas City y
el único medio posible para ello es haciendo auto—stop. Pero surgen dificultades y deciden
robar un automóvil; utilizan de nuevo cheques sin fondos y van de un lugar a otro,
mezclándose entre vagabundos y frecuentando ambientes extraños. Ignoran que, entretanto,
son ya buscados por la policía de varios estados. Hasta que, tras haber recorrido unos quince
kilómetros desde la noche del crimen, seis semanas atrás, fueron localizados y detenidos en
las Vegas. Pero tanto Dick como Perry estaban convencidos de que era a causa de alguna
denuncia contra ellos por extender cheques sin fondos. Por ello quedaron atónitos cuando les
acusaron de asesinato de la familia Clutter.
Algún tiempo más tarde tuvo lugar el proceso. La declaración de Floyd Wells fue
definitiva en apoyo de los cargos del fiscal, así como las huellas que se encontraron en la casa
de Clutter y que correspondían exactamente a las botas de goma, con dibujo especial, que
usaba Perry.
No hubo duda alguna en el jurado cuando les declaró culpables, para ser condenados a
morir en la horca.
La ejecución se fijó para el día 13 de mayo de 1960, pero basándose en defectos legales de
procedimiento, los abogados defensores lograron aplazar tres veces el cumplimiento de la
sentencia. Por fin fue definitivamente fijada para el día 14 de abril de 1965.
Dick Hickock fue ahorcado a las 12 '40 de la noche y Perry Smith moría en el patíbulo a la
1'19 de la madrugada.
Como detalle digno de mención, debemos señalar que Dick hizo donación de sus ojos antes
de morir. Seguramente la única buena acción que llevó a cabo en toda su vida.
LA LLAMADA DEL TAM—TAM
Desconocido

Dossier Negro Nº 9

Después de haber leído la carta varias veces, aún le parecía mentira, ¡regresar a Londres! .
De repente se daba cuenta de que los diez años pasados en África habían sido para él como
una condena por la muerte de Flora. África, con sus misterios, con sus gentes primitivas y
extrañas, había llenado su vida, ayudándole a olvidar y a perdonarse aquella loca
imprudencia que le hizo perder lo que más amaba.— ¡Flora! , su querida esposa y madre de
Kate, aquella muñequita desolada, que lloraba entre los restos del coche destrozado,
milagrosamente ilesa, contemplando el cadáver ensangrentado de su madre; fue el llanto lo
que hizo al profesor Maxvell recobrar el conocimiento y, arrastrándose sobre su pierna
herida, salir de entre los restos del coche para enfrentarse con la tragedia.
Maxvell se pasó una mano por la frente, ¡diez años de realidad y estudios en el corazón de
África! Estaba al borde del suicidio, cuando una revista le pidió que fuese a realizar aquel
reportaje; él quiso llevarse a Kate, a pesar de que los amigos le decían que era una locura
encerrarse en la selva con una niña de nueve años... Se equivocaron—, el reportaje salió para
Londres un mes más tarde, pero Kate y él se quedaron en África, lejos de las gentes, de su
raza y civilización; para Kate, la selva fue el paraíso, para él, el lugar en que encontró la paz
de su espíritu y el tiempo para escribir el libro que siempre deseó escribir.
Últimamente, su nombre había llegado a hacerse popular en Inglaterra, a través de sus
libros y de los artículos publicados en revistas científicas. El puesto de director en el Instituto
de Cultura Africana que le ofrecieron, era la confirmación de que su exilio debía terminar. En
realidad en Kate lo que le hacía desear volver a la civilización.
Kate ha llegado a saber de África aún más que él, es... como si llevase bajo su piel blanca y
transparente, la sangre de África. A Maxvell, a veces, le sorprende el descubrir que, mientras
él estudia e investiga los misterios de las gentes de la selva, Kate los presiente y adivina como
si fuese una más de ellos. Además, él piensa que es ya hora de que Kate conozca a hombres
de su raza: hace tiempo que dejó de ser una chiquilla para convertirse en una mujer, una
hermosa mujer llena de vida...
—¡Padre!
El mirar a Kate era, siempre, un placer Maxvell, pero, en aquel momento, al placer se unió
la admiración: el cabello dorado le caía por la espalda empapado en agua, al cuello llevaba un
collar tejido con flores silvestres y, sobre el cuerpo, pegado a su piel, una ligera túnica
confeccionada por las mujeres africanas; su belleza, serena y delicada, contrastaba con el
primitivo atuendo dándole el aspecto de una bella diosa, adorada y venerada por su pueblo
bárbaro.
—¿Qué me miras, padre? te noto algo extraño.
_¿fe bañaste en el lago? ¿Quién te ha dado ese collar?
—¡Ah! , fue Makamoy, lo tejió para mí.
—¿Makamoy?
— Sí, el hechicero del poblado Chumay.
Maxvell apoyó sus manos en los hombros de Kate.
—Querida, he de comunicarte algo muy importante: ¡volvemos a Inglaterra! .
Kate retrocedió unos pasos, sus pupilas se contrajeron hasta volverse diminutas, como
cabezas de alfileres, sacudió con fuerza la cabeza de un lado a otro, y la cabellera se
desparramó sobre sus hombros como un manto de oro.
—¡No! ¡yo no! esta es mi tierra, ¡no quiero salir de ella, ni conocer otra! .
Maxvell la mira consternado.
—¿Qué dices, Kate? , tú eres inglesa, tu sitio está allí. Te gustará, estoy seguro. Yo tengo la
culpa de que pienses así por haberte tenido tanto tiempo alejada de la civilización. Tienes que
tratar con muchachos como tú, conocer a jóvenes de tu edad...
Kate echó atrás la cabeza y dejó escapar un torrente de risa, seca y dura, como el penacho
de chispas que escapa a la hoguera al quebrarse una rama.
—Padre, tú quieres que busque macho, ¿No es eso?.
Kate! eso es para las bestias y para las gentes de aquí. Yo quiero que trates con jóvenes de
tu clase y raza, que te enamores y... que, cuando esto suceda, tomes esposo.
Kate se puso muy seria, por su rostro pareció deslizarse una sombra que apagó los ojos,
nubló su frente y borró de sus labios la risa. —Estoy ya desposada con la selva. Maxvell
movió la cabeza. Kate es como una niña, pensó ¿qué sabe ella de la vida?, todo variará
cuando lleguemos a Londres, cuando conozca a muchachos apuestos y distinguidos.
Comieron en silencio, evitando que sus palabras volviesen a referirse a la partida.
El profesor pasó el resto del día tomando notas y ordenando los papeles que pensaba
llevar consigo.
La noche cayó de repente, con esa rapidez de 'a selva que, en los primeros tiempos,
Maxvell le daba la sensación de que el gran electricista celestial había apagado su foco.
El "tam—tam", monótono y alucinante, parecía chocar contra las ramas de los árboles
haciendo estremecer sus hojas; los animales salvajes corrían hacia sus escondrijos, asustados y
temerosos era "la gran llamada", "el toque de los espíritus". En un claro, los sacerdotes, con el
rostro pintado y adornado con plumas y pieles, permanecían inmóviles, con los ojos clavados
en un punto invisible para los demás; las cabezas, teñidas con arcilla roja, se movían de
adelante a atrás, y de izquierda a derecha, siguiendo el obsesionante son. El lechón, afeitado,
aguardaba sobre la piedra del sacrificio con sus patas trabadas con tiras de cuero; los ojillos
del animal se revolvían medrosos, como si adivinase que el momento final se acercaba. De
repente se hizo el silencio. Una espantosa figura pareció surgir de las profundidades de la
selva, una horrible máscara le cubría el rostro, sus manos estaban teñidas de sangre, lo mismo
que sus pies y piernas; caminó sobre las brasas de la higuera hasta llegar frente a la piedra del
sacrificio; la hoja del largo cuchillo brilló en el aire, luego cayó sobre, el cuerpo del animal,
rasgándole desde el cuello al sexo, el cerdo chilló con alaridos estridentes y estremecedores;
las entrañas palpitantes se desparramaron sobre la piedra, el corazón aún latía débilmente
cuando aquellas manos rojas lo arrancaron con un violento tirón, después, lentamente,
dejando que la sangre se chamuscase por las brasas para, finalmente, caer en goterones sobre
el cuerpo del lechón, que aún se estremecía, lo elevó hasta la boca devorándolo.
Los "tam—tam" comenzaron a sonar como enloquecidos, seguidos por los gritos
guturales...
El profesor Maxvell se incorporó en la cama, tardó unos minutos en darse cuenta de qué le
había despertado; el latido desenfrenado de las sienes y el corazón se le mezclaba con el
retumbar de el "tam—tam". Apartó las ropas del lecho para levantarse, y no pudo reprimir un
gemido de dolor: una gran mancha de sangre se había formado sobre la teja del pijama, con
precaución tanteó el lugar, luego desgarró, nervioso, la tela con las manos, ¡la herida estaba,
de nuevo, abierta! , Maxvell la miró incrédulo, ¡no era posible! Cuando, poco antes de
acostarse se duchó en el cobertizo pudo ver la rosada cicatriz resaltando sobre la piel curtida;
ahora los bordes de la herida aparecían abiertos e inflamados como entonces. Sintió que las
fuerzas le abandonaban, comprendió que iba a desvanecerse y sólo pudo llamar con voz
débil:
—¡ Kate! ¡Kate!
La llegada de Gabriel Foy, joven biólogo, a quien el Instituto de Cultura Africana envió a _
entrevistarse con el profesor, pareció devolver la normalidad a Maxvell, ya que la extraña
forma en que la herida de su pierna había vuelto a abrirse, y la actitud huraña y lejana de
Kate, le tenían en un estado de completo abatimiento. Foy, con su apostura, su sentido del
humor, la viveza de su charla y la "magia" de su avioneta, parecieron cambiar a Kate, que le
escuchaba con los ojos fijos en él.
—Kate, le encantará Londres.
—Y, a usted África, ¡quédese aquí!.
Al profesor, que les escuchaba amodorrado por la ligera fiebre que le producía la pierna
enferma, las palabras de Kate fueron como un golpe en el corazón; por un momento temió
por ella, era como si a un trozo de selva virgen lo fuesen a encerrar en un invernadero.
Gabriel rió:
—No puedo, me caso dentro de unos meses. Fiona, mi prometida, es una persona de
ciudad, le espantaría África.
El bello rostro de Kate pareció volverse de piedra y sus ojos azules se oscurecieron, como el
cielo al hacerse la noche; el silencio llegó a volverse tan agresivo, que Maxvell se sintió
obligado a romperlo.
—Creo que tiene usted razón, doctor Foy. Kate y yo haremos el viaje en su avioneta. Esta
pierna no mejora, temo que el clima de la selva sea culpable de ello. Deseo que me vea algún
médico de prestigio.
Gabriel respondió satisfecho por haber logrado lo que dudaba conseguir: salvar al profesor
Maxvell de aquel rincón africano, en el que parecía haber echado sólidas raíces.
—¡Magnífico!.
—Kate se levantó silenciosa como una sombra.
—¿Dónde vas, Kate?
—He de arreglarme para la cena, padre. Si volvemos a la civilización, he de adquirir
buenas costumbres.
Cuando se reunieron en la veranda para cenar a la luz de las bujías que Kate había
ordenado colocar en la mesa, a Maxvell le sorprendió su animación y el brillo de su mirada.
— ¿Estás mejor, padre?
—Sí. Me he cambiado el apósito y me molesta menos la herida.
Gabriel parecía algo embarazado cuando se sentaron alrededor de la mesa.
—¿Le sucede algo, Gabriel?
La voz de Kate tenía un dulcísimo acento.
—¡ Oh! ,... es..., seguramente una tontería, pero... la fotografía de Fiona no está sobre la
mesita de mi cuarto.
Maxvell captó un destello en los ojos de Kate.
—Es extraño. Luego preguntaré a los sirvientes, son caprichosos como chiquillos; es
posible que alguno la tomase, ellos... ellos creían que yo era la única mujer de piel blanca que
existe.
Gabriel recobró su sonrisa y sencillez.
—¡Oh, no les diga nada! A Fiona le encantaba la anécdota.
Maxvell se retiró pronto a descansar, no quería que Gabriel y Kate se diesen cuenta de las
molestias que la herida le producía... además, era preciso comenzar, al día siguiente, a
preparar la marcha.
Se despertó tiritando de frío, a pesar de que el sudor le bañaba; el ruido del "tam—tam" le
retumbaba dentro de la cabeza; aquella noche su sonido era diferente, más continuo y
profundo que otras veces; comprendió que se trataba de una ceremonia especial. Trató de
contar los golpes de su pulso, no le fue posible, pero, por lo agitado y continuo, supuso que la
Fiebre era alta. Arrastrando la pierna y apoyándose en las paredes fue en busca de Kate a su
habitación, el lecho estaba intacto y la ventana abierta. En aquel momento, el ruido del "tam—
tam" le pareció una espantosa amenaza. Kate nunca se había mostrado interesada por los ritos
selváticos, pero es posible que, ante la idea de que pronto abandonaría para siempre aquel
lugar, la llamada del "tam—tam", al despertarla, le hubiese inducido a, por una vez,
penetraren el secreto de los ritos... Maxvell sintió un estremecimiento de pánico. Salió al
exterior, sobre la arena del sendero, las huellas de los pies descalzos de Kate eran visibles aún,
se adentró, siguiéndolas, en la selva, caminaba como en sueños, cada golpe de "tam—tam" lo
sentía en su cerebro y su sangre, el repugnante olor de las antorchas engrasadas le produjo
náuseas; estaba muy cerca del claro en el que se realizaban los ritos; protegiéndose en la
maleza se aproximó más y más.
El espectáculo que apareció ante sus ojos era tan alucinante que, por un momento, pensó
que estaba delirando. Rodeado de diabólicas Figuras con las cabezas teñidas con arcilla roja,
se hallaba un extraño ser, de brazos y piernas tintos en sangre, sus pies se posaban sobre las
brasas rojas, que despedían un repugnante olor a carne quemada. Debía de estar realizando
un exorcismo, Pues alzaba al cielo sus manos y, con voz gutural, Pronunciaba extrañas
palabras; luego, bruscamente, como un ave de presa, hundió los dedos en el cuerpo de una
paloma, y brutalmente la desgarró con ellos, el animal palpitó un instante entre las
sangrientas manos, que se hundieron en sus entrañas y extrajeron el pequeño corazón. La
repugnancia de Maxvell le hizo iniciar un movimiento para apartarse de aquel lugar. Fue
entonces cuando lo vio, estaban colocados frente a la hoguera, eran dos muñecos hechos de
trapo y paja, en uno de ellos descubrió trozos del traje que él solía llevar, también el cabello
del muñeco tenía el mismo color, entre amarillo y blanco que lucía el suyo... Aquel monigote
se le asemejaba groseramente y..., hubo de cubrirse la boca con la mano para contener la
exclamación. La figura espantosa aproximó su horrible máscara al rostro de Maxvell y le
amenazó con el cuchillo.
—¡No me iré!, conozco vuestro embrujamiento, ahora sé porque la herida de mi pierna ha
vuelto a abrirse..., ese hombre y esa mujer nada tienen que ver con nosotros, ¡ dadme esa
fotografía y ese muñeco!.
Con rapidez, olvidándose del dolor de su pierna, cruzó el claro y tomó el muñeco que
representaba a Gabriel y la fotografía de Fiona, a la que le arrancó las astillas clavadas.
La horrible figura lanzó un aullido inhumano, su puño se alzó en el aire y, con salvaje
furia, lo descargó sobre el pequeño monigote que representaba a Maxvell. El profesor se
derrumbó en el suelo con un sordo gemido. De entre la fronda surgió un fogonazo, la figura
enmascarada se llevó las manos al pecho y cayó sobre la hoguera. Gabriel, con la pistola en la
mano, irrumpió en el claro.
—¡No os mováis!, ¡ dispararé contra el que se acerque! .
Con repugnancia tiró del cuerpo que se quemaba en la hoguera, al hacerlo, la espantosa
careta se desprendió. Gabriel miró atónito aquel rostro blanco y hermoso, en el que, los ojos
azules, como turquesas, habían quedado enormemente abiertos.
—¡Kate! ¡Era Kate! .
Luego se volvió hacia el profesor, sus manos trataban de alzar al caído, pero rápidamente
las retiró espantado; era difícil reconocer al profesor en aquel cuerpo machacado, en
sangriento amasijo, como si un elefante le hubiese pisoteado, que yacía junto al monigote
desarticulado, vestido con ropas iguales a las del profesor.
Gabriel retrocedió sin poder creer lo que estaba viendo.
El "tam—tam" comenzó a sonar de nuevo.
Gabriel se dio cuenta de qué, a su alrededor, se había formado un círculo de rostros
pintados en colores y cabezas teñidas de rojo, un círculo que comenzó a estrecharse... a
estrecharse...
RATAS
Oscar Taganow

Dossier Negro Nº 12

Desde que salieron de París, Michel había comprendido que el hombrecillo y él


terminarían riñendo. De todas formas, la Revista le pagaba demasiado bien por escribir el
reportaje, para abandonarlo por no aguantarla compañía de un arqueólogo chiflado. No
conocía al fotógrafo, sólo sabía que se les reuniría en el Cairo, pues estaba terminando unos
trabajos en el Japón. La Revista le mostró algunas fotografías hechas por Malín: eran
francamente buenas; le aceptó como compañero sin más investigaciones. Fue al conocer a
Rundy cuando empezó a rogarle al destino que Malín fuese un sujeto aceptable; sus choques
con Rundy comenzaron en seguida, este era desconfiado y meticuloso como una vieja;
ninguno de los porteadores que les ofrecían le parecían de confianza. A Michel le interesaba
no prolongar excesivamente la estancia en El Cairo, si el trabajo no se realizaba en un mes
perdería los festivales cinematográficos, donde era figura conocida y temida, ya que, con sus
acervos artículos podía elevar o hundir a un director o a una estrella.

La llegada de Malín resultó espectacular. Su asombro no tuvo límites cuando, al comenzar


a bajar los viajeros por las escalerillas del avión, apareció una graciosa figurilla, enfundada en
unos estrechos pantalones blancos, una camisa a cuadros de colores vivos, y una revuelta
cabellera negra; colgadas al hombro varias cámaras. La figurilla miró hacía ellos e hizo unos
alegres gestos de saludo con la mano. Rundy gritó:
—¡Malín!
Y corrió hacia la figurilla, a la que estrechó con fuerza entre sus brazos, luego rodeándole
los hombros la atrajo hacia Michel.
—Malín, te presento a Michel Craven. Craven, ésta es Malín, mi esposa.
— ¿Su esposa?
Malín reía. A la luz del fuerte sol, Michel comprobó que los ojos de la muchacha eran
grises con pequeñas motas doradas.
—Rundy, eres un viejo zorro, ¿no le dijo que yo era su esposa, verdad?
—No.
Malín rio divertida.
—A Rundy le encanta sorprender. No se preocupe, Michel, le aseguro que, aunque sea
mujer y la esposa de Rundy, sé hacer mi trabajo.
Era difícil mostrarse frío con Malín, cuanto más la miraba menos comprendía que se
hubiese casado con aquel tipejo antipático y seco como una chumbera.
Al principio parecía que la presencia de Malín iba a mejorar la tirantez reinante entre
Michel y Rundy. Malín era fuerte y animosa como un muchachito, las duras jornadas en el
desierto las soportaba sin dar muestras de fatiga, todo le agradaba, el sol, la noche, las
ondulaciones de la arena, el canto de los nativos...
Michel descubrió que contemplarla era un bello espectáculo. Por las noches, sentados ante
la hoguera, la escuchaba embebido. Malín hablaba de sus padres, de la primera cámara que
poseyó cuando contaba ocho años, de sus estudios... Rundy guardaba un hosco silencio.
Es posible que todo comenzase el día que llegaron a las tumbas. Rundy discutía
acaloradamente con los porteadores, parecía un muñeco movido por los hilos, alzó el puño y
pegó a uno de los hombres en pleno rostro, luego, echando fuego por los ojos, se acercó a
Malín y Michel, que contemplaban la escena.
—Tenemos que regresar.
—¿Qué sucede?
—Estos estúpidos, se niegan a quedarse, dicen que el que penetra en las tumbas sufre el
castigo de los dioses. Se van.
— ¿No has podido convencerlos?
—¡ Ya lo has visto!
Michel se encaró irritado con Rundy.
—¿Y para esto eligió tanto? ¿no les dijo a dónde veníamos?
—No. Se habrían negado a salir.
Aquello terminó de indignar a Michel.
—¡ Oh! , ¿así que usted ya sabía que iba a suceder esto? , ¿Sabe lo que le digo? , que yo me
quedo aquí, vine hacer un reportaje sobre la tumba de Anakanaun, y lo haré.
Malín se situó junto a Michel.
—También yo, Rundy.
—¿Estáis locos? , tenemos que montar las tiendas, hacer guardia durante la noche, cocinar.
El que Malín hubiese aceptado su idea envalentonó a Michel.
—No montaremos las tiendas, nos quedaremos sólo lo preciso, haremos que los
porteadores regresen con los demás; dormiremos dentro de las tumbas. Ya tengo título para
el reportaje: "Yo he dormido tres semanas en la tumba de Anakanaun".
Fue inútil que Rundy tratase de disuadirlos. A Malín le había tentado la aventura. A
Michel le labia tentado Malín.
Al principio fue un juego, un cruel juego para tortura de Rundy, ver sus ojos afelinados
fijos en Malín y en él, advertir la angustia que sentía cuando Michel y Malín tenían que
quedarse solos... Luego, sin saber cómo, Malín y Michel comprendieron que se amaban; en la
soledad del desierto, en contacto directo con aquella bella forma de enterrar a sus muertos de
los antiguos egipcios, Malín y Michel se entregaron a su amor, la presencia de Rundy les
molestaba, con sus ojos fríos y sus labios prietos; la sociedad y sus prejuicios habían quedado
lejos.
Cuando Michel regresaba a la tumba, tras hacer la guardia, no evitaba sonreír irónicamente
al decirle a Rundy.
—Ahora usted, ¡no se duerma, Rundy!
Luego, las manos de Malín y de él, en el silencio de la tumba, se enlazaban tiernamente.
La aparición de las ratas puso la nota terrorífica. Fue Malín quien las descubrió al ir a
buscar los carretes en un saco de lona; las había a montones, sabe Dios de dónde venían;
habíanse comido varios carretes de película, infectando alimentos... Comenzaron una guerra
feroz contra ellas, Rundy las atrapaba con habilidad, luego las metía en un saco, lo rociaba
con gasolina y les prendía fuego. Era un espectáculo repulsivo, que a Malín le crispaba los
nervios.

—¿No existe otra forma de matarlas?


Rundy le respondía.
—No, no tenemos suficiente agua para ahogarlas, ni veneno. Es preciso destruirlas.
Las ratas chillaban, chillaban, y Malín corría a apretarse contra los brazos de Michel.
—¡ No puedo resistirlo!
Así les sorprendió Rundy. Sus ojos se achicaron y la mandíbula se le endureció, mientras
Malín se desprendía de los brazos de Michel, dijo:
—Mañana las quemará usted. Yo, voy a ir con el jeep al poblado próximo. Necesitamos
algo para defendernos de esas alimañas.
Malín balbuceó:
— ¿Estarás fuera mucho tiempo?
—Un par de días.
Si Rundy advirtió la mirada que se cruzó entre Malín y Michel, no lo acusó en su
expresión.
Michel se apresuró a aceptar:
—Está bien, yo las quemaré, no se preocupe...
Rundy, en el jeep, con el salacot sobre el hirsuto cabello, se volvió hacia Michel.
—¡ Vamos, échele la gasolina y préndalo! Aproveche ahora que Malín no está por aquí.
Con repugnancia, evitando acercarse demasiado al saco, Michel lo roció de gasolina, arrojó
la cerilla y se apartó. Le espantaban los chillidos que daban las ratas.
Rundy, sonriente e inmóvil, contemplaba la escena. Algo había en sus ojos... ¿por qué no
chillaban las ratas como otras veces? el saco se movía... se movía... Rundy comenzó a reírse.
— ¿Qué sucede, Rundy? ¿Por qué se ríe así?
Bajó del jeep y, despacio, muy despacio, comenzó a aproximarse a Michel.
— ¿Está seguro de que lo que arde ahí dentro son las ratas? ¿Está seguro, Craven?
Un horrible pensamiento le ahogó a Michel la voz en la garganta.
— ¿Qué quiere decir, Rundy? ¿Dónde está Malín? ¡Malín! ¡Malín!
El bulto envuelto en llamas, despedía un olor acre y repugnante. Michel buscó a Malín, sus
ojos se detuvieron en la puerta de la tumba, estaba cerrada con la piedra. Varias veces, Malín
había dicho:
—Me horrorizaría quedarme encerrada ahí dentro.
Rompiéndose las uñas, hiriéndose los dedos hasta sangrar, corrió la piedra enorme. La
tumba estaba oscura y silenciosa.
—¡ Malín!
—¡Bárbaro! la ha encerrado aquí, ¡Malín! ¡Malín!.
Oyó como la puerta volvía a cerrarse a sus espaldas, estaba demasiado aturdido para
reaccionar con rapidez. En la oscuridad comenzó a buscar a la mujer, sus dedos rozaban algo
palpitante y suave, ¡Malín! Un agudo dolor en el dedo le obligó a retirar la mano, sentía el
calor de la sangre sobre su piel. A su alrededor comenzaron a agitarse pequeños y
escurridizos cuerpos; algo le hirió en una pierna, luego en un brazo; un cuerpo blando le saltó
al rostro. ¡Ratas! , ¡Ratas! , ¡Era allí donde Rundy había encerrado a las ratas que cazó durante
la noche!
Entonces..., lo que ardía dentro del saco...
Comenzó a gritar como un loco, golpeando la piedra que cerraba la puerta.
¡Malín! ¡Malín!
Por el desierto, bajo el ardiente sol, dejando tras sí una nube de polvo, un jeep se perdía en
el horizonte.
ORO Y SANGRE
JAMES L. FOUNTAIN

Dossier Negro Nº 19

El camino, estrecho y rocoso, ascendía en suave pendiente por la desnuda y alta montaña.
El guía se mostraba incansable, llevando del ronzal un pequeño y peludo caballejo sobre el
que iba el viajero, casi dormido y fatigado por las largas horas de marcha.
De vez en cuando, entreabría los ojos y contemplaba el desnudo paisaje. Con su mano
derecha comprobaba si estaba bien cerrada la voluminosa cartera de cuero colgada de la
rústica silla de montar y luego, tranquilizado, volvía a cerrar los ojos para protegerlos del
helado viento que azotaba con violencia su rostro.
Miguel Donnaien era un hombre joven y fuerte, pero aquel largo viaje desde la ciudad de
Kalofer, al pie de la cordillera balcánica, le había fatigado y estaba deseando intensamente
hallarse ante un buen fuego de chimenea, y una mesa con abundante comida.
—Hemos llegado. — anunció el guía.
Unas sombras oscuras que se recortaba contra el horizonte advirtieron al viajero que se
hallaba ante un pueblo. Una luz amarillenta apareció tras lo que podía ser una ventana y el
jinete se apeó del animalejo que montaba. El guía, en cambio, permaneció inmóvil y
silencioso, como si creyera que, ya cumplido su trabajo, fuera inútil toda conversación. El
viajero le .entregó un Lev de plata y el hombre, sin despedirse siquiera, se alejó de allí y
desapareció en la oscuridad.
El recién llegado estiró sus entumecidas piernas, cogió su cartera y se dirigió hacia la
ventana iluminada. Era una vieja casucha de madera. Llamó la puerta y gritó:
—¡Buenas noches! ¿Quieren darme alojamiento?
— ¿Quién es usted? — preguntó, una voz desde el interior.
—Un pacífico viajero. Deseo alojamiento para esta noche. Estoy dispuesto á pagar lo que
sea.
Después de un breve silencio se escuchó el metálico ruido de un cerrojo y la puerta se abrió
sólo lo suficiente para dejar ver el barbudo rostro de un anciano iluminado por la débil luz
del candil que sostenía en su mano alzada.
—Pase.
El viajero penetró en la casucha, y se halló en una estancia de reducidas dimensiones. Las
paredes estaban oscurecidas por el humo que durante todo el año debía desprender la leña
que ardía en la vieja chimenea, junto a la cual estaba sentada, en u... silla muy baja, una vieja
mujer vestida con gruesas y oscuras telas.
—¿A dónde se dirige? — preguntó el hombre que le abrió la puerta, mientras colgaba el
candil.
—A Bolinkai, pero el guía no ha querido pasar de este pueblo. Quisiera descansar antes de
reemprender la marcha. También quisiera cenar. Supongo que con esto habrá bastante.
Sacó de su bolsillo unas monedas de plata y las dejó sobre la mesa. Su brillo pareció
impresionar vivamente a los dos ancianos. La vieja, con una agilidad increíble a sus años, se
levantó de su asiento y casi arrebató las monedas de las manos del viajero, mientras se
inclinaba servilmente ante él.
—El señor tendrá todo lo que desee.
Poco después ardía en la chimenea un vivo fuego de ramas secas y el viajero pudo
contemplar mejor el lugar donde se hallaba. Sin duda alguna, aquella gente vivía de un modo
miserable y primitivo.
—¿Qué tal la vida por aquí? —preguntó al viejo.
—Mal, como siempre. Estamos casi solos en el pueblo. Los jóvenes se han ido con el
ganado a los pastos del sur, para que no se murieran de hambre los animales. ¿Tiene usted
familia en Bolinkai?
—Sí. Hace años que no los veo. Vengo de América y me propongo darles algún dinero,
para remediar parte de sus necesidades.
La llegada de la vieja con un humeante plato de sopa cortó la conversación. Luego le
sirvieron cerdo con verduras y queso. Todo ello acompañado de un vino de agrio sabor.
Poco después de apurar la frugal cena. Miguel Donnaiev fue llevado a un mísero
cuartucho, se desnudó a la luz de un candil de aceite y se acostó.
Atravesar el pequeño cementerio de Yargalka, a media noche, era algo superior al ánimo
Bel más corajudo de los supersticiosos montañeses. Pero los dos viejos que dieron alojamiento
al viajero, en cuanto este se hubo retirado a su dormitorio, se decidieron. Armándose de
valor, penetraron en el camposanto y se dirigieron directamente a una de las tumbas.
Pertenecía a un caprichoso y rico terrateniente que, luego de comprarla, se había ausentado
del pueblo. Nadie había sido enterrado allí jamás... y en ella vivía Dimitri, un miserable
vagabundo.
Los dos viejos lo hallaron sentado ante el rescoldo de una pequeña hoguera, envuelto en
una amplia capa parda.
—Queremos hablar contigo, Dimitri — le dijeron — ¡Te traemos un Lev de plata.
—Hablad.
Theodor, el viejo, le refirió la inesperada llegada del viajero, el motivo del viaje y mencionó
la abultada cartera que llevaba con él.
— ¿Con quién ha venido ese hombre? — preguntó Dimitri.
—Lo acompañó un guía, que se marchó enseguida sin enterarse siquiera de donde pensaba
alojarse.
— ¿Alguien del pueblo está enterado de su llegada?
—No. Sólo llamó a nuestra casa y le hicimos entrar.
—Está bien. Vamos a apoderarnos de su equipaje. Tal vez contenga dinero.
—¡Espera! — dijo María, la vieja — ¿No podría ver antes lo que nos enseña tu espejo?
Tengo miedo...
Dimitri sacó un pequeño espejo redondo, con un marco negro, del bolsillo de su mugrienta
pelliza.
—¿Qué deseas ver?
—¡El futuro!
—Toma el espejo. Mira intensamente en él, ¿qué ves?
—Un hombre joven... su rostro es agradable... a su alrededor hay plata y oro...
—¡Seremos ricos! — exclamó, gozoso, Theodor. — ¡Es el dinero que obtendremos!
De pronto, María lanzó un grito...
—¡Ahora veo sangre, mucha sangre, que mancha las monedas de plata y de oro!
—Es necesario verter sangre. — Dijo Theodor.
—¡No! —gritó María.

Un grato calor invadía a Miguel Donnaiev en su viejo lecho. Estaba cubierto por mantas de
lana y pieles de cordero. Se sentía cansado pero no podía dormir. Extrañaba el duro colchón y
la áspera almohada. De pronto, creyó oír unos pasos amortiguados y un leve crujir de
madera. Estaba seguro de que la puerta se abría... Miró hacia allí y pudo ver, a la amarillenta
luz de un candil, los marchitos rostros de los ancianos, que entraban sigilosamente. Detrás de
ellos apareció una sombra siniestra...
Los tres seguían avanzando lentamente hacia la oscuridad del sórdido cuartucho, mientras
la trémula llama del candil proyectaba deformes sombras contra la pared. ¿Qué buscaban?
Miguel Donnaiev se disponía a incorporarse cuando, súbitamente, en un saltó de fiera, el
desconocido se arrojó sobre él y apretó con fuerza una mano fuerte y velluda contra su boca,
cortándole la respiración. El corazón de Miguel le dio un salto de angustia en el pecho.
Dirigió sus ojos, dilatados por el espanto, hacia un lado, en busca de ayuda y vio los
contraídos rostros de los dos viejos, cuyas bocas entreabiertas y jadeantes dejaban escapar
exclamaciones de impaciencia y de cólera. Unas manos sarmentosas, pero dotadas de una
fuerza increíble le sujetaron los brazos, mientras la mujer le impedía todo movimiento
cubriéndole con las mantas. El terror de Miguel era cada vez más intenso. Trataba inútilmente
de gritar mientras su corazón latía tumultuosamente al adivinar la verdad. Rabioso y
desesperado luchó con todas sus fuerzas para no sucumbir, a pesar de que el intenso pánico
le agarrotaba los nervios. La falta de respiración le debilitaba poco a poco y un intenso calor le
hacía sudar copiosamente bajo el asfixiante peso de las mantas que le oprimían.
De pronto, se dio cuenta de que el viejo empuñaba un largo cuchillo de ancha hoja, que iba
acercando a su cuerpo, buscando un punto a través de las ropas. Su angustiado pecho ya no
podía soportar más aquel enorme esfuerzo y, entonces, súbitamente, un frío agudísimo y un
dolor muy intenso en el costado le hicieron proferir un grito de agonía, que la mano de
Dimitri no pudo sofocar. Aquel grito de muerte atemorizó a los tres asesinos que, espantados,
retrocedieron unos pasos mientras contemplaban las convulsiones de aquel hombre
apuñalado. Los ojos de la víctima giraron en sus órbitas y, finalmente, quedaron inmóviles,
fijos en los dos viejos que, encogidos en un rincón, no se atrevían a acudir a su lado. Y así
permanecieron hasta que el cuerpo de Miguel Donnaiev quedó totalmente inmóvil.
EL RETRATO
Edgar Allan Poe
Adaptación de E. Castellanos

Dossier Negro Nº 20

El castillo en el que mi paje se había aventurado a entrar por la fuerza, antes que
permitirme, herido como estaba, que pasara una noche al raso, era uno de estos edificios,
mezcla de melancolía y de grandeza, que durante tanto tiempo han levantado sus frentes
altivas en medio de los Apeninos. Según todas las apariencias, había sido abandonado muy
recientemente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y más modestamente
amuebladas. Estaba situada en una apartada torre del edificio y su decoración era rica, pero
ajada y antigua. Las paredes estaban recubiertas de tapicería y adornadas con múltiples
trofeos heráldicos, junto con gran cantidad de pinturas modernas, que colgaban de las
paredes en marcos dorados.
Estas pinturas, debido quizás a un incipiente febril desvarío, me habían inspirado un
profundo interés. Mandé a mi criado que cerrara los pesados porticones de la habitación, que
encendiera un gran candelabro, pues ya era de noche, situado cerca de mi cabecera, y que
abriera de par en par las cortinas de terciopelo que rodeaban mi cama. Deseaba que todo
estuviera así, para poderme resignar, si no a dormir, por lo menos en la contemplación
alternativa de las pinturas y en la lectura de un libro que había encontrado y que contenía su
crítica y análisis.
Largamente leí y devotamente contemplé. Volaron las horas y llegó la profunda
medianoche. La posición del candelabro no me gustaba y lo puse de manera que enviara su
luz más directamente sobre el libro. Aquella acción mía produjo un efecto del todo
inesperado. Ahora, la luz de las velas llegó hasta un nicho de la habitación que hasta entonces
una de las columnas de la cama había escondido en una sombra profunda. De este modo vi
una pintura en la que antes no había reparado. Era el retrato de una adolescente, casi mujer.
Miré rápidamente la pintura y cerré los ojos. ¿Por qué? Yo mismo no me di cuenta en el
primer momento, pero mientras mis párpados estaban así cerrados, repasé en mi espíritu mi
razón para cerrarlos. Era un movimiento impulsivo para ganar tiempo y pensar, para
asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y preparar mi fantasía a
una contemplación más serena y más cierta. Al cabo de pocos momentos miré de nuevo
fijamente la pintura.
El retrato era, simplemente, el de una cabeza. Los hombros, la garganta e incluso las puntas
de los radiantes cabellos se fundían imperceptiblemente en la sombra vaga, pero profunda,
que hacía de fondo al conjunto. El marco era oval, ricamente dorado y. afiligranado, según el
gusto morisco. Como cosa de arte, nada podía haber más admirable que la pintura en sí, pero
pudiera bien ser que ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortal de la fisonomía fuesen lo
que tan de repente y tan fervorosamente me emocionó. Aún menos podía ser que mi fantasía,
en un semisueño, hubiese confundido la cabeza por la de una persona viviente. En estas
consideraciones permanecí largo rato, acaso horas, reclinado en las almohadas, con la vista
perdida en el retrato. Al fin, persuadido del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer sobre
la cama. Había adivinado que el encanto de la pintura era una expresión vital absolutamente
adecuada a la vida misma, que primero me había hecho sobresaltar y, finalmente, me había
confundido, subyugado, asustado.
Con un terror profundo y reverente, volví el candelabro a su primera posición y busqué
ávidamente el volumen que trataba de las pinturas y de su historia. En el número que
designaba el retrato oval, leí las palabras que siguen:
"Era una doncella de rarísima belleza, y no menos amable, llena de alegría. En mala hora
ella se casó con el pintor. Este era un hombre apasionado, estudioso, y austero, que había
encontrado una esposa en su arte; ella, una joven llena de alegría, toda luz y sonrisas,
juguetona como el cervato; amaba y quería todas las cosas y sólo odiaba el Arte, que era su
rival; temía sólo la paleta y los pinceles y los demás instrumentos enojosos que la privaban de
la presencia de su amado. Fue una cosa terrible para esta mujer oír que el pintor hablaba de
su deseo de hacer el retrato incluso de su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente y se
sentó, amorosa, durante largas semanas en la sombría y elevada habitación de la torre, donde
la luz goteaba sobre la pálida tela sólo por el techo. Pero él, el pintor, ponía su gloria en su
obra, que avanzaba de hora en hora y de día en día. Y era un hombre apasionado, extraño y
meditabundo, que se perdía en fantasías. De tal manera, que no quería ver que la luz que caía
tan lúgubremente en aquella torre aislada secaba la salud y el espíritu de su joven esposa, que
languidecía visiblemente para todo el mundo, excepto para él.
A pesar de todo, ella sonreía siempre, sin una queja, porque veía que el pintor sentía un
placer vivo y ardiente en su trabajo.
Trabajaba día y noche para pintar a la que tanto quería, pero que cada día se volvía más
lánguida y más débil.
Y, en verdad, alguien que contempló el retrato, hablaba de su parecido en voz baja, como
de una poderosa maravilla y de una prueba no tanto del pintor como de su profundo amor
por la que él pintaba tan prodigiosamente bien.
Pero al fin, cuando el trabajo se acercaba a su conclusión, ya no se admitió a nadie en la
torre, porque el pintor había enloquecido con el ardor de su obra y apartaba sus ojos de la tela
rara vez, ni siquiera para mirar el rostro de su mujer, y no quería ver que los colores que
extendía sobre la tela eran arrancados de las mejillas de la que se sentaba cerca de él.
Y cuando hubieron pasado muchas semanas y quedaba ya poca cosa que hacer, excepto
algún retoque sobre la boca y un matiz sobre los ojos, el espíritu de la joven vaciló como la
llama de la punta de Una vela.
Y entonces fue dado el toque final, y entonces el matiz fue puesto. Y durante unos
momentos el pintor se mantuvo en éxtasis ante la obra que había elaborado. Pero instantes
después, mientras aún la contemplaba, tembló y se puso muy pálido. Se estremeció y,
gritando con fuerte voz "eso, en verdad, es la vida misma" se volvió bruscamente para mirar a
su amada: ¡Estaba muerta!
FLOR DE ACONITO
Boris Fletcher

Dossier Negro Nº 21

La gente, en el metro atestado, no hablaba de otra cosa. Era el 28 de mayo y plenilunio.


Todos esperaban con morbosa impaciencia la noche de aquel día que comenzaba a despertar
bajo la bruma azulada que flotaba sobre el río. Pero David Walker no escuchaba en absoluto
los medrosos comentarios que, sacando a los londinenses de su habitual y característica
flema, les hacía agitarse inquietos y charlar con sus ocasionales vecinos. David Walker, ajeno
al sordo murmullo del tren en marcha, evocaba el último crimen del hombre lobo. Había sido
el mes anterior y la víctima fue una jovencita de diecisiete años. La encontraron muerta,
despedazada cerca del río, la aorta seccionada de un zarpazo, la tráquea horriblemente
mutilada, el seno arrancado por aquellas misteriosas zarpas que no dejaban huella...
Se llamaba Emily Winters y fue la víctima número nueve en la larga lista de asesinatos que
el público, y casi también la totalidad de la policía, atribuía al misterioso hombre lobo.
Aquella mañana, recargando las tintas, toda la prensa publicaba amplios reportajes sobre el
licántropo que desde un año antes, mensual y sistemático, aterrorizaba a todo Londres.
Abriéndose paso en el corrillo de gentes que rodeaban al vendedor de periódicos, David
Walker salió del metro y con andar pausado se dirigió a la entrada de New Scotland Yard. Un
enjambre de fotógrafos y periodistas salió a su paso, pero consiguió librarse de ellos sin hacer
declaraciones y encerrarse en su despacho.
Allí le esperaba Patrick Oland, su ayudante. El mayor Walker. con movimientos pausados,
se despojó de la gabardina. Oland se movía de un lado a otro, en silencio, nervioso como una
fiera enjaulada.
—¿No ha visto el periódico? — explotó al fin ¡Si seguimos a este paso van a ser ellos
quienes nos despedacen a nosotros! ¡El "Guardián" ha publicado una esquela en blanco y,
debajo, esta nota: "espacio reservado para la próxima víctima del hombre lobo"!
Ingenioso, pero no podrán terminar el chiste.
—¿Ingenioso?
Cálmese, Oland. Esta noche lo atraparemos. ¿Ya ha dispuesto todo lo que le ordené?
—Desde luego Jefe. Todas las órdenes han sido transmitidas y todo está dispuesto para
esta noche. Las flores han sido instaladas estratégicamente, en los lugares por usted
señalados.
—¡ Perfecto!
— ¿Pero crees de veras que eso de las flores dará resultado, mayor?
No lo dude, Oland. no lo dude.
El joven ya se había retirado. A solas con su pipa, David Walker repasó mentalmente, una
vez más, el dispositivo que había tan cuidadosamente montado para capturar al sádico
asesino que aterrorizaba la ciudad del Támesis con sus periódicas fechorías. No había sido
fácil. Pero cuando lodos los medios tradicionales de la policía se habían revelado ineficaces
para aprehender al misterioso licántropo, sus superiores, no sin ocultar su escepticismo, le
autorizaron al fin a poner en práctica su plan.
¡Su plan! Que prodigio de sencillez y cordura... Había estudiado a fondo toda la
bibliografía existente en la Biblioteca Nacional sobre licantropía y también se había hecho
proyectar cada uno de los films de terror archivados en la filmoteca. Había terminado
asqueado de la pobreza mental de guionistas y directores, pero había podido reconstruir el
hilo principal de la leyenda (o mejor sería decir de la crónica) que ya recogieron autores
griegos y latinos en la antigüedad, bardos y trovadores teutones en el medioevo, haciendo
suyos los relatos populares de las montañas del Harts, los mitos franceses del Poitou con sus
loups garous, los brucolacos y lobisomes de la galaica España, los mismos werewolf
ingleses...

Pero en cada uno de los dispares relatos había un nexo común: el licántropo se siente
atraído en sus crisis por la flor del acónito, el aconitum napeilus, una de las doce flores de los
rosacruces que no crece en Europa sino en las alturas tibetanas.
Venciendo dificultades. David Walker había conseguido traer del Himalaya las dos
docenas de plantas para distribuirlas en veinticuatro estratégicos lugares, a lo largo y lo
ancho del barrio que había servido de escenario a las fechorías del hombre lobo. Todo estaba
pues dispuesto y sólo quedaba esperar a la noche.
Las horas habían transcurrido rápidamente y, a las once. David Walker se encontraba
inspeccionando los puestos que sus hombres habían establecido en los más oscuros zaguanes
del barrio. Se despidió de Oland y se instaló en el puesto que se había a sí mismo asignado.
Con un gesto cuidadoso, para que no cayera, apoyó su paraguas contra la pared y sacó su
pistola. Extrajo el cargador y contempló las siete balas de plata que había hecho fundir
especialmente. Volvió a introducir la vaina, hizo entrar una bala en la recámara, y guardó la
pistola en el bolsillo de su gabardina. Casi sin transición, mientras la luna llena asomaba
oronda entre las nubes, oyó dar las doce en el reloj de la torre.
Oland también había escuchado las campanadas. Tras ellas, un pesado silencio se abatió
sobre el sector. Pero duró sólo unos segundos. De pronto, un terrible alarido rompía el aire
quieto de la noche.
— ¡Ha sido allá, el puesto del mayor! —rugió el agente que acompañaba a Oland.
—¡No se mueva de aquí! ¡Yo iré!
Oland echó a correr y un minuto más tarde se encontraba en el portal que debía haber
ocupado Walker, pero el mayor no estaba allí. Vio el paraguas y una prenda caída en el suelo,
la gabardina de Walker. Recogió el arma y comenzaba a revisar la destrozada gabardina
cuando advirtió que era observado. Se volvió de golpe y entonces vio a la mujer, agazapada
contra el muro, al otro lado de la calle. Oland se acercó lentamente.
No se asuste, milady... ¿Qué es lo que ha visto usted?
La mujer intentó hablar, pero de sus labios sólo partió un quejido. El terror la dominaba
impidiéndole articular palabra alguna.
¿Le ha visto? insistió el detective.
Ella asintió con un brusco movimiento de cabeza y, cuando Oland ya creía que no podría
hacerla hablar, un confuso torrente de palabras escapó de los labios de la mujer.
¡ El hombre lobo! ¡Estaba allí, en la puerta! ¡Negro y velludo como una aparición infernal! ¡
Me quedé paralizada por el terror y pensé que iba a lanzarse sobre mí. pero lo que hizo fue
escapar con un ramo de flores en la mano!
—¡El mayor tenía razón! ¡Es la flor del acónito lo que busca! ¿Pero no ha visto al hombre
que estaba en esa puerta?
¡El hombre lobo! ¡El hombre lobo! ¡Él estaba allí!
Oland confió la mujer al cuidado de un agente que se había acercado y echó a correr hacia
el siguiente puesto. ¡El mayor tenía razón! El hombre lobo se sentía atraído por el acónito y
había desdeñado atacar a una mujer indefensa para huir con un puñado de flores. ¿Pero
dónde estaba el mayor Walker? ¿Habría salido tras el licántropo? No había duda de que había
luchado con él. Su gabardina desgarrada y su pistola abandonada lo probaban claramente.
Las reflexiones del detective se truncaron bruscamente, al llegar al siguiente puesto. En el
suelo, en medio de un charco de sangre yacían Williams y Benton. Antes de inclinarse sobre
ellos supo que estaban muertos. De sus gargantas destrozadas y de sus rostros mutilados
seguían saliendo borbotones sangrientos.
Echó a correr de nuevo y. antes de llegar al siguiente puesto, un alarido estremecedor heló
la sangre en sus venas. Siguió corriendo y aunque sus ojos todavía no podían distinguir nada,
sus oídos percibieron claramente los rugidos de la fiera. La luna redonda y clara acababa de
surgir entre dos nubes. La fiera estaba despedazando la garganta de Nick Stewart. Oland
podía ver como el inanimado Nick era un juguete entre las fuertes garras del licántropo, que
seguía ensañándose con él.
Al fin lo arrojó a un lado y se abalanzó sobre las flores, que arrancó de cuajo y comenzó a
devorar con un sordo rugido de satisfacción. Como presintiendo su presencia, la fiera se
volvió de golpe y se encaró con él detective. Oland tenía la pistola de Walker en la mano y
comenzó a disparar, una y otra vez hasta agotar el cargador. El hombre lobo no llegó siquiera
a tocarle. Con un bufido mortal y prolongado, como el deshincharse de un globo, se
derrumbó a sus pies.
Oland no tuvo necesidad de encender la linterna. La luna iluminaba suficientemente la
escena. El rostro contraído de la fiera, los colmillos y el vello ensangrentado, sus pupilas
desmesuradamente dilatadas, parecían brillar siniestras y cambiantes. Era la expresión, sí, lo
que cambiaba. La rígida contracción de los rasgos comenzaba a distenderse, a suavizarse,
mientras los colmillos retrocedían ocultándose en sus alveolos y el vello volvía a ocultarse
dentro de los poros.
Oland no había advertido los pasos precipitados de los hombres que llegaron corriendo
para agruparse a su alrededor. Y todos ya reconocían los rasgos del hombre que yacía a sus
pies, perdiendo segundo a segundo sus atributos bestiales.
¡Condenación! ¡Es el mayor Walker! rugió alguien, aterrado.
LOS ANGELES PUEDEN VOLAR
Enrique Castellanos

Dossier Negro Nº 22

Una mano enguantada empujó la vieja puerta de hierro y los oxidados goznes chirriaron
con lastimero gemido. Luego, un hombre enfundado en una gabardina azul entró en el
pequeño cementerio y con paso lento siguió el camino flanqueado de tumbas hasta detenerse
frente a una de ellas. En la lápida había un nombre: Alejandra.
— ¿La conoció usted?
El hombre de la gabardina se volvió al oír la voz a su escalda v se halló ante un
hombrecillo que le miraba con evidente interés.
—Soy el encargado del cementerio. Bueno... el sepulturero. Usted no es de por aquí. ¿Fue
amigo de Alejandra?
—Sí, muy buen amigo. Nunca creí que llegara a quitarse la vida.
—Alejandra no hizo tal cosa. Yo conozco bien toda su historia, porque antes de estar entre
muertos fui jardinero de sus padres. Pero ¿por qué no seguimos charlando dentro de casa?
Aquí hace demasiado frío. Venga.
El forastero aceptó y poco después el viejo proseguía su charla ante un fuego de leños y
con un vaso de vino negro y barato en la mano.
—Alejandra fue siempre una chica con demasiada imaginación. Su madre no debió
encerrarla nunca en aquel internado, pero como nunca vio con buenos ojos a la pequeña, se
deshizo de ella en cuanto el padre murió. Era alcohólico ¿sabe? y por su culpa nadie había
sido feliz en la familia. Un día, Alejandra, se fugó del pensionado, cansada de malos tratos
vino a ocultarse en la finca de su familia, en las afueras de este pueblo, en la que sólo vivía yo.
Naturalmente, avisé a su madre y se la llevaron a la ciudad. Muchas veces me arrepentí de
haberlo hecho, porque ella deseaba la vida li—
bre que podía tener por aquí y, en cambio, la obligaban a estudiar cosas para las que no
estaba capacitada, tenía que frecuentar ambientes que no le gustaban y vestir como ella no
quería. Todos los veranos venía a pasar unas semanas en la finca y entonces charlaba mucho
conmigo... Sí, supe que no gustaba a los chicos y que no tenía amigos. Quizá la culpa fuese de
ella, no sé... Pero un día, llegó más contenta que de costumbre. Me dijo que tenía novio, que
estudiaba para piloto y que ella quería ser azafata...
—Lo sé. Pero no la admitieron porque no pudo pasar las pruebas oficiales y su novio la
dejó.
—¡ Ah! Veo que está enterado. Pues sí, lo supe cuando Alejandra se presentó de improviso
en la finca en pleno invierno. Estaba desesperada, parecía distinta a la chica que todos
conocíamos. Daba largos paseos por el bosque, siempre sola. La ventana de su cuarto aparecía
todas las noches iluminado hasta la madrugada... y fue en esos días cuando conoció a Rufo el
"Chaveta".
— ¿Quién?
—Un tipo sesentón que vino a vivir a una casa vieja y solitaria de las afueras del pueblo.
En realidad nadie sabía quién era ni cómo se llamaba, aunque él aseguraba muy serio que era
ingeniero e inventor. Todos, en el pueblo, se burlaban de él... excepto Alejandra, que pareció
tomarle afecto y comenzó a frecuentar su casa. A mí me decía que Rufo era un sabio y un
hombre maravilloso, pero yo no lo creía. Hasta que un día Alejandra me llevó con ella a casa
del "Chaveta",.. Bueno, del inventor. Era la cosa más tétrica que había visto en mi vida, más
que este cementerio. Por todos lados había extraños artefactos, planos, dibujos... Vi una
especie de taller... y en un lóbrego rincón, algo así como un laboratorio eon unos cacharros de
esos de las películas de médicos. Pero todo viejo, medio roto, lleno de suciedad. En los
rincones del techo había telarañas, los cristales estaban empañados y la porquería invadía los
suelos por los que merodeaban las ratas... Y Alejandra me dijo:
—"¿Quieres saber una cosa, Pedro? Voy a volar. ¡Rufo me enseñará! "
—Naturalmente, lo tomé a broma y ella, viendo que me sonreía, añadió:
—"No me crees ¿verdad? Pues ven y verás".
—Entonces me llevó hasta el taller y quitando unas mantas que cubrían un bulto muy
alargado, me mostró unas extrañas alas, hechas de tela negra sobre un armazón metálico.
—"Dentro de poco, tal vez antes de una semana, haremos las pruebas. Pero serán en
secreto. Rufo no quiere que nadie lo sepa".
—Yo quedé muy preocupado y decidí que debía avisar a la madre de Alejandra. La llamé
por teléfono, le conté lo que pasaba, pero me contestó que no me preocupara por una de las
muchas tonterías que hacía su hija. Y colgó. Pero yo no estaba tranquilo. Conocía las fantasías
de Alejandra y desconfiaba del viejo Rufo y decidí espiar sus andanzas. Y aquella noche me
dirigí hacia la casucha del loco. Me acerqué cautelosamente hasta una de las ventanas y desde
fuera apenas vi lo que ocurría en el mal iluminado interior, pero gracias a los cristales que
faltaban pude oír bien lo que decían. Rufo estaba ante un fogón encendido en el que hervía
un líquido rojizo y al cual añadía algo así como una masa viscosa que vertía desde un
mortero que sostenía en sus manos. La expresión de su cara, al hablar, era siniestra,
diabólica...
—"Sangre de murciélago... ojos de cuervo y entrañas de águila... te darán el poder de
volar..."
—Alejandra le contemplaba anhelante, pendiente de sus actos y de sus palabras.
—"Estoy deseando beberlo"— dijo.
—"No, ahora no... Mañana, antes de empezar".
—Al cabo de un buen rato, la chica regresó a su casa y yo volví a la mía. Pero aquella noche
me costó dormir, intrigado por todo lo que había visto y oído. Estaba tentado de volver a la
casa y a garrotazos destrozar aquellos cacharros y esparcir por el suelo aquellos líquidos
asquerosos que Alejandra deseaba beber. Recordé de nuevo su extraña expresión, como
hipnotizada, mirando a Rufo... y decidí que mi obligación era impedir que aquellas cosas
absurdas se repitieran para que nadie más en el pueblo se enterara. Por lo cual me propuse
hacerlo a la mañana siguiente, temprano. Pero cuando al siguiente día llegué a la casa de
Rufo, comprobé que allí no había nadie... y que las grandes alas que había visto el día
anterior, habían desaparecido. No es que yo me considere muy listo, pero enseguida me di
cuenta de lo que aquello significaba. Alejandra y el "Chaveta" seguramente estaban ya
llevando a cabo lo que ellos llamaban "la prueba". Salí corriendo de la casa, pero una vez
fuera no supe a dónde dirigirme. ¿Dónde diablos podían estar? Una cosa era evidente, que no
habían podido ir muy lejos con aquella carga. Después pensé que si querían volar era preciso
que lo hicieran desde un sitio alto... En el pueblo, no, desde luego... y en las afueras sólo había
un sitio adecuado: el Cabezo de los Lagartos, un montecillo aislado, como a un kilómetro lejos
de allí. Corrí como un poseso, intuyendo que algo malo iba a ocurrirle a Alejandra, pero ni
mis piernas ni mis bronquios aguantaron mucho rato el esfuerzo y tardé bastante en llegar al
pie del cabezo... donde atónito y aterrado, pude ver cómo, en lo alto de una roca, con las
enormes alas negras sujetas a sus brazos. Alejandra se erguía orgullosa y sonriente, con sus
largos cabellos flotando al viento, y al parecer dispuesta a lanzarse al vacío, como pudiera
hacerlo un nadador a las aguas del mar... Grité desesperadamente... ¡Alejandra! ¡Espera! ¡ No
hagas locuras! Pero no me oyó... o no quiso oírme... pues al mismo tiempo Rufo la empujó
hacia adelante... ella flotó en el aire por unos segundos... y luego cayó bruscamente de cabeza,
como un muñeco roto o como un ave abatida en pleno vuelo por el disparo de un cazador... y
fue a estrellarse contra las rocas que había bajo ella. Yo quedé helado, mudo de espanto,
incapaz de dar un paso... Luego vi que Rufo huía velozmente de allí... Y yo, cuando pude
serenarme, subí hasta donde ella estaba. El espectáculo fue horrible. El pobre cuerpo de
Alejandra apareció ante mí hecho un sangriento guiñapo, casi destrozado. No supe qué hacer.
¿Denunciar aquel asesinato? ¿Revelar la verdad de lo ocurrido? Preferí no hacerlo, para que
así respetaran su memoria. Le quité las alas que aún tenía sujetas y me las llevé otra vez a
casa de Rufo. Luego me fui al pueblo y dije que había estado paseando con Alejandra por el
cabezo y que por una fatalidad, cuando ella quiso subirse a lo más alto, le falló el pie y cayó
entre las rocas... Lo creyeron y aquí la enterraron. Desde entonces pedí la plaza de
sepulturero, para estar cerca de ella y velar su cuerpo muerto ya que no supe hacerlo cuando
estaba vivo.
— ¿Cree que... estaba loca?
—No podría decírselo, porque yo no entiendo de locuras. Pero sí parecía como
obsesionada con la idea de volar... ya que no pudo hacerlo como azafata... o como compañera
del novio que la abandonó.
El forastero apuró el vaso de vino y se levantó para encaminarse hacia la puerta.
—Gracias por todo, pero... ¿puedo saber por qué me ha contado esa historia?
—Hombre, pues... porque lleva usted uniforme de aviador... y ya le dije que no soy muy
listo... pero tonto, tampoco. Y así, si ahora, desde el más allá ella ha podido enterarse de su
visita, sabrá que usted ya nunca podrá tener la conciencia tranquila del todo. ¡ Buen viaje de
regreso, amigo!
LA CABEZA NEGRA
RAMON HERVAS
Dibuja: MIGUEL G. ESTEBAN

Dossier Negro Nº 23

Era el viernes doce de marzo y el viejo reloj de la torre retumbaba aún con el eco de las seis
campanadas que exhalara un momento antes. La hora sexta del último día de la semana judía,
la hora en la cual el Mesías debía descender a los infiernos, después de su resurrección, la
hora que, veinte siglos antes, Cristo había señalado para su descenso a los antros infernales.
Frente al fuego de la chimenea, la copa de borgoña en la mano, con el rojo vino encendiendo
más sus reflejos con las llamas del hogar, David Bloch evocaba las fatídicas muertes que, sólo
en el transcurso de un año, habían aniquilado a su familia hasta no quedar sino él, único y
último representante de los "Bloch Fréres", los más importantes joyeros de París.
David Bloch, con los ojos fijos en la negra cabeza de ónice descansando sobre la repisa de la
chimenea, se preguntaba por qué Saúl, Rubén y Asher habían muerto tan dramáticamente.
Recordaba cada uno de los gestos de Saúl, ahora hacía justamente un año, al despedirse de
ellos, acariciando la negra cabeza, exultante de alegría pues, como un chico con un juguete
nuevo, salía aquella misma noche para Antibes dispuesto a probar su nueva motora. Dos días
después llegaba la noticia. El escueto telegrama de la policía informaba que Saúl había
muerto al estallar el tanque de combustible de su barco. Un accidente incomprensible que
nadie supo explicar cómo pudo haber sucedido.
Dos meses después le había tocado el turno a Rubén. Estaba disponiendo uno de sus viajes
a Ámsterdam y preparaba su avioneta. Las aspas de la hélice le decapitaron limpiamente,
inexplicablemente también, pues a nadie se le ocurre hurgar en el motor con la hélice en
movimiento. No fue hasta el otoño, sin embargo, al morir Asher, cuando David comenzó a
pensar en el absurdo fin de sus hermanos y en la maldición que se cernía sobre los Bloch.
Asher había muerto devorado por las ratas, en su casa de campo. Teniendo verdadero horror
hacia esta clase de roedores, Asher había acondicionado su casa para que ni un solo ratón
pudiera acercarse a un kilómetro a la redonda. Sin embargo, una tarde, habiéndose quedado
inexplicablemente dormido en el granero, una también inexplicable bandada de furiosas ratas
sedientas de sangre, le había devorado en pocos minutos sin dejar más despojos que sus
huesos y unos pobres restos ensangrentados.

David Bloch consultó su reloj. Eran ya la seis y quince minutos. Su cliente se estaba
retrasando. ¿Vendería o no la tienda? ¿Qué iba a hacer él sin la joyería? No podía, al contrario
que sus hermanos, vivir de sus rentas como un Playboy cualquiera, él amaba y necesitaba el
trabajo. La ociosidad le daba náuseas y hasta aquella corta espera comenzaba a impacientarle.
Iba a levantarse para salir nuevamente a la tienda cuando los discretos golpes del viejo
Glauber sobre la puerta le hicieron sobresaltar. Apareciendo en el despacho, su dependiente
de confianza le anunció que la visita que esperaba había llegado ya.
El desconocido, Hardy Müller como su tarjeta rezaba, estaba ya ante David. Müller se
contentó con una distante inclinación de cabeza, ignorando la mano tendida de David.
Glauber salió de nuevo dejándoles solos.
—He recibido su oferta, monsieur Müller y, verdaderamente, no sé qué' pensar. Es toda
una sorpresa, pues jamás había pensado en vender mi negocio. Sin embargo, debo añadir que
su ofrecimiento es altamente tentador.
—¿No me recuerda, Bloch?
— ¿Recordarle? — preguntó a su vez David, desconcertado.
—Me pareció usted muy afectado, la tarde que nos conocimos.
—Pues, verdaderamente, no sé...
—Era usted un niño. Fue en la pequeña sinagoga de la calle Rosiers y usted acababa de
tener su barmitzava (Rito religioso judaico de significado similar a la primera comunión cristiana.)
Como un mazazo, los recuerdos golpearon el cerebro de David. Sí, ahora sí le recordaba.
Aquel era el hombre, el ser misterioso que había poblado de pesadillas sus sueños hasta
después de haber cumplido los veinte años, el monstruo que había maldecido a su padre y a
toda su descendencia en el transcurso de aquella fiesta solemne.
—Supongo que no ignora a qué he venido... Su padre y cada uno de sus hermanos recibió
mi visita antes de partir para el gran viaje.
—¡Usted está loco!
La carcajada del hombre le heló la sangre en las venas. David Bloch tuvo que hacer un
esfuerzo poderoso para dominar el temblor que amenazaba apoderarse de él.
— ¡Usted está loco! —repitió — ¡Mis hermanos murieron accidentalmente, lo mismo que
mi padre!
—Usted también morirá accidentalmente... Mi venganza se cumple inexorable, malditos
Bloch, que arrastrasteis a los míos a la muerte.
—¡Eso no es cierto!
— ¿No es cierto? ¿No denunció tu padre a los míos, a la Gestapo? ¿No se apoderó de
nuestras joyas y no inició así su fortuna? Pero el viejo Bloch cometió un error, mi pequeño
David. Su ambición le hizo acoderarse también de la cabeza negra.
David siguió la dirección señalada por el hombre y sus ojos se clavaron en la cabeza de
ónice, reposando siempre sobre la chimenea.
— ¡No puede probar eso! i La cabeza negra siempre ha pertenecido a mi familia!

Hardy Müller miró a David fríamente y el joven Bloch se sintió desfallecer.


—Es un recuerdo que le dejo gustoso, pues ella es el instrumento de mi venganza. Hasta
nunca, Bloch.
Poniéndose los guantes, Müller salió de la habitación. David respiró aliviado al encontrarse
solo. No deberían permitir que los locos andarán sueltos, se dijo al echar el pestillo de la
puerta. Volvió junto al hogar y llenó de nuevo la copa de borgoña. Al alzar la cabeza y beber,
vio en la negra cabeza como dos rubís a modo de ojos, pero ello no podía ser posible. Debía
ser, sin duda, un efecto óptico producido por el reflejo del vino. Al bajar la copa, sin embargo,
las dos rojizas llamas permanecieron allí, en las órbitas de la negra cabeza. Quiso asegurarse y
le puso los dedos encima. Las rojas llamas, los incorpóreos rubís, sea lo que fuera aquello,
seguían brillando pese a la pantalla formada por sus dedos.
La dejó de nuevo sobre la repisa y entonces lo supo. Sus dedos estaban llagados,
quemados, y él no había notado dolor porque su voluntad ya no le pertenecía, al igual que le
ocurriera a su padre y a sus hermanos, unos momentos antes. Tuvo la certeza en aquel fuego
de brasas que ardía junto a él y tendió las manos a las llamas. No, no se quemaba. La piel se
hinchaba y comenzaba a chisporrotear, soltando sus humores, su grasa, que olía ya,
chamuscada, ennegreciendo sus manos. Pero las dos llamas seguían allí, entre las brasas de
los leños, mirándole con fijeza, con irresistible atracción, lo mismo que los ojos de sus
pesadillas infantiles, llamándole al ardiente beso de la muerte, y acercó su rostro, sus labios,
que reventaron de pronto, lo mismo que sus ojos, llenos de brasas blancas, una luz vivísima
que traspasaba todo su ser con el último grito que salía de su lengua mortalmente quemada.
EL ATAUD VACIO
ENRIQUE CASTELLANOS
Dibuja: MIGUEL G. ESTEBAN

Dossier Negro Nº 24

Cuando el viejo Kirby regresaba a su casa tras una dura jornada de labor en sus tierras de
labranza, pasó por el camino que bordeaba las tapias del cementerio, según tenía por
costumbre, pues aquel atajo ahorraba casi un par de millas de andadura al recio caballo
percherón sobre el que iba montado.
Kirby no era supersticioso ni cobarde y por ello no le importaba pasar por aquel lugar,
incluso al anochecer. Se burlaba de los timoratos que parecían sorprendidos de que el viejo
labrador pasara por aquel camino, todos los días, sin compañía alguna.
—¿Por qué no voy a pasar? —decía — A mí no me asustan los muertos, sino los vivos. Y
por allí no he visto nunca a nadie.
En eso precisamente estaba pensando cuando, de pronto, hasta él llegaron unos alaridos
escalofriantes. Su primer impulso fue detener la cabalgadura y escuchar con atención. Al
instante se convenció de que aquellos gritos eran humanos y que procedían del cementerio
cercano, cuyas tapias y cipreses recortaban su oscura silueta contra un cielo encapotado que
ocultaba la luna. Iba a saltar al suelo para correr hacia la puerta de hierro que daba paso al
interior del fúnebre recinto, pero algo le detuvo. Reflexionó con rapidez: ¿Quién podía gritar
a tales horas y por qué motivo? Aquello no era una cosa natural. Además ¿y si acudiendo allí
corría peligro?
Más al fondo y en el lado opuesto se veían brillar las luces de las primeras casas del
pueblo. Por vez primera en su vida Kirby tuvo miedo y espoleó a su caballo para correr en
busca de ayuda.
Había transcurrido apenas media hora cuando un grupo de vecinos armados, con un
agente de policía al frente, abrieron las chirriantes puertas y avanzaron con cautela por entre
las tumbas, iluminando caminos y rincones con la débil luz de unos faroles de aceite. Los
lentos pasos de los hombres resonaban siniestramente sobre la grava de los senderos. Nadie
hablaba. Sólo el jadeo de algunos hombres denotaban la tensión que reinaba entre ellos. Nada
parecía haber de anormal allí... allí... hasta que, súbitamente, alguien gritó...
—¡Eh! ¡Allí hay algo en el suelo!
Todos se dirigieron hacia el lugar donde un cuerpo humano yacía de bruces sobre la tierra.
El agente se inclinó sobre él y le dio la vuelta. Cuando quedó boca arriba, la amarillenta luz
de los faroles reveló la expresión de un rostro contraído por el terror. Su boca estaba
entreabierta, los ojos salidos de las órbitas, los cabellos erizados y las manos contraídas como
por una enorme angustia, producida por la visión de algo horrible.
—Está muerto — dijo el policía — ¿alguno de ustedes lo conoce?
No era del pueblo y no le habían visto nunca por allí. Nadie se explicaba qué podía estar
haciendo en aquel lugar... hasta que un nuevo grito llamó la atención del grupo.
— ¡Venid, pronto! ¡Hay una tumba abierta!
Todos corrieron hacia el hombre que había hecho el descubrimiento. Estaba pálido y su
voz temblaba al decir...
—Es la tumba de Sir Peter... y el ataúd está vacío.
Sir Peter Lairg había recibido sepultura en la tarde del día 14 de Noviembre de 1896 en una
tumba del cementerio de Loch Morfield, en el Noroeste de Escocia. Precisamente unas horas
antes de que su fosa fuera encontrada vacía.
Era un hombre rico, por haber heredado fincas, tierras y dinero de sus antepasados, de los
cuales heredó también un carácter déspota e inhumano. Sin parientes cercanos, sin amigos,
con muy escasas personas que quisieran tratar con él, su vida transcurrió miserablemente
entre riquezas. Solía hacer frecuentes viajes a Inglaterra y al continente para evadirse de su
soledad. Y ocurrió que, al regreso de uno de aquellos viajes, dio la gran sorpresa al comunicar
que había contraído matrimonio en Francia.
Su esposa, bastante más joven que él, era una muchacha de gran belleza, aunque sin mucha
distinción. Los primeros en tratarla declararon que era simpática, pero poco educada; amable,
pero poco inteligente. Y la gente del pueblo no tardó en preguntarse en qué posada de camino
la habría conocido Sir Peter o de qué elegante burdel la había sacado, pues la dama era más
aficionada a la amistad de los hombres que al trato con las mujeres.
Y ocurrió que, cierto día, la señora se sintió indispuesta y fue llamado a la mansión de los
Lairg el médico del pueblo, un hombre joven y apuesto, de gran capacidad y fuerte atractivo
personal. Fue a partir de entonces que el doctor John MacCally se convirtió en visita asidua
de la casa y en solícito acompañante de Marie Lairg, con la que daba largos paseos a caballo
por las verdes colinas cercanas.
Pero, de repente, todo pareció cambiar. El doctor MacCally dejó de frecuentar la mansión y
el matrimonio Lairg salió inesperadamente de viaje. Gentes suspicaces sospecharon que había
habido algún disgusto entre ellos y no faltó quien asegurara que Sir Peter y el doctor habían
tenido una violenta disputa a causa de los celos del primero. Sea lo que fuere, lo cierto es que
la gente olvidó lo ocurrido durante algún tiempo, hasta que el matrimonio regresó de su
viaje. Durante unas semanas tampoco ocurrió novedad alguna, pero cierta noche la gente
supo que el doctor había sido llamado urgentemente para asistir a Sir Lairg, que se había
puesto repentinamente enfermo. Nadie supo lo que ocurrió en realidad en la alcoba del
matrimonio, pero por la servidumbre de la mansión se enteró la gente que pese a los
esfuerzos del doctor, Sir Peter murió a la madrugada. El certificado de defunción declaraba
muerto por ataque cardiaco y nadie puso la menor objeción.
El grupo de hombres, en el cementerio, observaba aún con estupor la oscura fosa abierta en
cuyo fondo había el ataúd vacío. Al borde de la tumba, unas herramientas desperdigadas
ofrecían la primera pista. Eran dos palanquetas, un martillo, un escoplo y unas tenazas.
Evidentemente, el desconocido que había hallado la muerte en aquel lugar era un ladrón de
tumbas, que seguramente intentaba apoderarse de cuanto de valor hubiera en los cuerpos
enterrados. Era costumbre, en aquella época, que al vestir los cadáveres para ponerlos en su
ataúd, se incluyeran en sus ropas dijes, cadenas e incluso relojes, todo ello de oro, como un
postrer homenaje a la persona que los había llevado en vida.
La tumba abierta tenía pues una explicación, pero la desaparición del cadáver de Sir Lairg
no la tenía. Las opiniones de los hombres del grupo eran abundantes y dispares.
—He oído decir que en algunos hospitales compran cadáveres para que hagan prácticas los
estudiantes de medicina.
—En el zoo de Londres dan carne humana a cierta clase de animales. ¡Me lo han
asegurado!
—Volvamos al pueblo — dijo, al fin, el agente de policía — debo consultar con mi jefe. Pero
sería conveniente que, por ahora, guardáramos silencio acerca de lo que hemos visto, para no
alarmar a los demás.
En la mansión de los Lairg, en aquellos momentos, todo estaba en silencio y en el edificio
reinaba una profunda oscuridad, a excepción de una sola ventana de la planta noble, que
aparecía iluminada.
En su interior, la viuda de Sir Peter paseaba de un lado al otro de la estancia, nerviosa e
intranquila. Junto a la chimenea, donde crepitaban unos leños, el doctor MacCally miraba
fijamente las vacilantes llamas que proyectaban su silueta contra la pared.
—Has sido demasiado imprudente viniendo aquí esta misma noche, John. Si se sabe en el
pueblo...
—Nadie me ha visto. V aunque así fuera, no podrían sospechar. Sigo siendo tu médico y
hoy precisamente es cuando puedes necesitarme.
—Creo que será mejor que vayamos a acostarnos.
—No... hoy no debes dormir aquí, John... no estaría bien.
El doctor sonrió burlón mientras abrazaba a Marie.
—¿Tienes escrúpulos o acaso temes que el fantasma de tu estúpido marido venga a turbar
nuestro sueño?
—No te burles, John. Tenemos muchos días por delante para pensar en nosotros.
Y ahora...
Un extraño ruido interrumpió a la señora Lairg, que se abrazó impulsivamente al doctor.
—¿Has oído? ¿Qué ha sido eso?
—No sé... parecía en el pasillo. Tal vez alguna criada que ha pasado y...
De nuevo algo les interrumpió. Esta vez estaban seguros. Eran unos pasos lentos y quedos
que sonaban junto a la puerta de la habitación. El doctor se desprendió de los brazos de Marie
y tras coger un candelabro que había sobre una mesa abrió la puerta y salió al pasillo. No
había nadie. Sólo sombras fuera del reducido círculo de luz de las velas del candelabro.
Luego volvió a entrar.
—No he visto nada anormal.
—Tengo miedo, John.
—En tal caso, motivo de más para que me quede contigo, amor mío.
Una puerta, que daba paso a una habitación contigua, se abrió lentamente a sus espaldas.
Pero los goznes chirriaron y los dos amantes llenos de sobresalto miraron hacia allí. No había
nadie. Sólo el hueco tenebroso de la puerta en el muro... y entonces, en el marco, fue
apareciendo una sombra difusa que fue tomando forma de figura fantasmal y que avanzaba
sin ruido hacia ellos, como si flotara en el aire.
Y cuando la aparición llegó hasta la zona iluminada por las velas...
— ¡Peter!
—¡No! ¡No es posible! ¡He visto cómo te daban sepultura!

La aparición seguía avanzando implacablemente hacia la pareja, que retrocedía presa de


terror, hasta que una mesa a sus espaldas les impidió el paso. Y entonces, en un incontenible
impulso de ira y miedo, John arrojó el candelabro encendido contra la figura que avanzaba.
Más no le alcanzó y las velas cayeron al suelo, junto a la pared. Por unos instantes la estancia
quedó sumida en tinieblas, pero seguidamente una luz rojiza comenzó a destacarse en un
rincón. El fuego de las velas había prendido en los flecos de seda de unos cortinajes y las
llamas comenzaban a alzarse inquietas y peligrosas hacia el techo.
Marie, enloquecida por el pánico, salió al corredor dando gritos, mientras el doctor
MacCalley quedaba a solas con el cuerpo, surgido de la tumba, de Peter Lairg.
Poco después, en el pueblo, Marie era atendida de una intensa crisis nerviosa y confesaba a
quienes la escuchaban, la verdad de lo ocurrido:
—El doctor MacCalley acudió a casa para atender a Peter... era cierto que había sufrido un
ataque al corazón... pero John que deseaba su muerte, al comprender que podía recuperarse,
le administró una droga que le produjo una especie de catalepsia. Aparentemente, Peter era
cadáver... pero no había muerto... y fue enterrado en vida...
—Y el destino hizo que precisamente aquella noche, un vulgar ladrón de cementerios
abriera la tumba de Sir Peter Lairg... dando ocasión a que pudiera salir de su ataúd... y
provocando con ello la muerte, por terror, de aquel desgraciado intruso.
La explicación del policía era lógica. Ahora era preciso detener al doctor, por intento de
homicidio, y a Marie por complicidad. Pero en aquel momento alguien entró con otra
noticia...
—La casa de los Lairg está ardiendo.
Cuando la gente llegó a las inmediaciones de la mansión, presta a apagar el incendio, se
detuvo ante una insólita aparición. De entre las llamas había surgido la figura de Sir Peter,
llevando sobre su hombro el cuerpo inanimado de John MacCalley. Avanzó hasta el grupo y
en un gesto cansado y despectivo, arrojó a los pies de aquellos hombres el cadáver del doctor.
—En el cementerio hay un ataúd vacío. Aquí tenéis a quien puede ocupar en él mi lugar.*
EL REGRESO
Ramón Hervás

Dossier Negro Nº 25

Nadie hubiera podido entenderlo. La amaba, ciertamente, pero al estar a su lado la


impulsión destructora era más fuerte que todos los demás sentimientos. Por esta causa había
siempre procurado pasar el mayor tiempo posible alejado de ella. Diez años ya que estaban
casados y apenas podían sumarse un centenar de días los que habían estado juntos. La
enviaba a San Francisco, a New York, a Londres, a cualquier parte con tal de tenerla lejos,
pues sabía que, de estar juntos, tarde o temprano ocurriría lo inevitable.
Y lo inevitable, más que ocurrir, se había precipitado. Jackson, su criado, acababa de
anunciarle el regreso de Myrtle. Ella le besó, llena de naturalidad, y subió a cambiarse. Estaba
fatigada, le dijo. Acababa de regresar de París y por culpa de las huelgas llevaba cuarenta
horas rodando de avión en avión. Le devolvió el beso, rozándole apenas los labios y, con un
esfuerzo, sepultó las manos en los bolsillos. La vio subir escaleras arriba, ágil y graciosa en
sus movimientos, desmintiendo la fatiga. El corazón le saltaba a golpes en el pecho.
Queriendo serenarse, abandonó la casa. La piscina, con su presencia refrescante, le acogió
sombreada y amiga, perfumada por los tilos. El zumbido de los insectos, la quietud azulada
del agua, invitaban a la reflexión. El llevaba años reflexionando. Unos pasos se acercaban
sobre la grava y, sin levantar la cabeza, ordenó a Jackson que dejara su jugo de pomelo sobre
la mesa. Pero no era Jackson, sino Myrtle quien se acercaba.
—John, quiero hablar contigo — le dijo besándole fugazmente, al sentarse a su lado.
—¿Sí?
—Cuando nos casamos nos prometimos ser siempre sinceros.
—¿Y bien?
—No quiero andar con rodeos, John... Amo a otro hombre.
—¿Pero...?
—Lo siento. Nunca pensé que pudiera ocurrir y, sin embargo...
—¿No eres feliz conmigo?
— ¡John! Llevamos diez años de casados. Jamás te veo, nunca estamos juntos, siempre me
alejas de tu lado... Tal vez esto era inevitable.
—No hay nada inevitable. Volvamos a la casa, querida.
—¿Verdad que lo comprendes, John? Le conocí en Florencia y nos enamoramos en
seguida. Es americano y...
— Por favor, querida. No tienes por qué explicarme los detalles.
Nadie podrá entender a John S. Hunter. Todos dirán que mató a su mujer por despecho,
humillado por querer Myrtle separarse de él, que era la segunda fortuna de América, al
primer oilmillonario de Texas. Y no es cierto. Él la amaba. Pero aquel impulso oscuro siempre
estuvo metido en él, desde que la conoció. Y cuando se casaron sabía que, tarde o temprano,
lo inevitable ocurriría. La amaba y había ocurrido. La amaba, ahora también, viéndola a sus
pies, como una muñeca de lujo, rota, con el cuello torcido y los ojos aterrorizados saliéndosele
de las órbitas, la boca llena de espuma rosada, sanguinolenta.

Había ocurrido de pronto. Subieron a la habitación y ella le hablaba cuándo, sus manos,
apresando su cuello, apretaron, apretaron, apretaron... Su voz dulce y lánguida, como su
vida, se habían extinguido al mismo tiempo, en su garganta.
Retrocediendo vacilante, John S. Hunter se daba cuenta de pronto del alcance de su acto.
No tanto por el escándalo que estallaría sino por la súbita y definitiva ausencia de Myrtle. Su
alma se había quedado vacía en un instante. La amaba y la había matado.
Cerró con llave y bajó corriendo la escalera de la mansión. Desde el hall, Jackson le
observaba atónito. Saltó al Odsmobile y partió a toda velocidad hacia Dallas. Las treinta
millas se hacían interminables. Un motorista, observando su marcha enloquecida, le siguió
durante seis millas, con la sirena aullando, y al alcanzarle le obligó a parar. Pero cuando hubo
visto de quien se trataba, saludándole cortésmente, le abrió paso con su máquina entre el
denso tráfico de las afueras.
El viejo Newman estaba en su casa. Nunca se movía de allí, en realidad, pero John S.
Hunter, por un momento, había temido no encontrarle. Y Newman era el único hombre en el
mundo capaz de ayudarle. El viejo judío escuchó sin pestañear su relato, impasible, haciendo
sólo chasquear su lengua, de vez en cuando, como si con aquel sonido manifestase su
emoción. El viejo médico, apoyado en el deslucido busto de Hipócrates, acariciaba distraído
las blancas barbas de yeso mientras, encorvado, escuchaba atentamente el relato del
millonario.
—Usted me dijo que podría volverla a la vida, me dijo un día — terminó implorante.
—Veremos, veremos lo que se puede hacer. Pero le advierto que es una experiencia que
jamás he intentado. Tal vez los resultados...
— ¡Inténtelo! ¡Debe volverla a la vida!
Encogiéndose de hombros, el viejo médico comenzó a revolver en la estantería. Hunter,
ansioso, vio como manoseaba los gastados volúmenes, la Mecánica de Cardan, un volumen
de Pico de la Mirandola, las obras de Matta, el siniestro de Masticatione mortiorum y,
finalmente, el enigmático Necromicon. Reunió todos los viejos volúmenes y, vaciando su
polvoriento maletín de médico, los metió adentro.
—¿Nos vamos ya?
—Un momento.
Newman atravesó el gabinete para recoger su negro y anticuado sombrero, colocado sobre
la cabeza de yeso de Fabriccio Acquapendente.
Instalados ya en el coche, Hunter y el médico partieron hacia la villa. El millonario
apretaba el acelerador y el médico, el negro maletín sobre las rodillas, lo sujetaba con fuerza,
asustado por la velocidad.
— ¿Es cierto que Matta pudo volver a la vida a su amante?
—Eso es lo que se dice en su libro, pero para ello le hizo falta la ayuda de los maestros
cristaleros de Murano.
— ¿Entonces?
—Oh, yo no emplearé ese método. Utilizaré la fórmula del Necromicon.
Media hora más tarde, ya ante el cadáver de Myrtle, todavía tibio, el viejo abrió el maletín.
Hunter, cada vez más nervioso, le observaba con ansiedad.
—Siéntese allí y procure no interrumpirme — ordenó el médico.
Newman, excitado también por la diabólica experiencia que la fortuna le deparaba, pasó
rápidamente las amarillentas páginas del Necromicon hasta encontrar el pasaje deseado. A
continuación, con una voz grave y profunda que Hunter jamás le había oído, comenzó el
conjuro infernal:
—Enchiridion. Leonis Paupe. In lauden honrarem Diaboli so proximi utilitatem. Yo te
conjuro, Myrtle Hunter, criatura que fuiste y ya no eres, de parte de los espíritus que lleva
grabados este anillo mágico, a que atiendas a mi llamamiento. ¡Oh, gran Lucífugo Rofocale,
señor de las moradas infernales y del pestífero olor de la muerte, te ruego, desde donde
quiera que te halles, vengas a devolver el alma a esta mujer! Accede a nuestros deseos, oh
gran Lucífugo, sometiéndote al poder de mi conjuro, por Agion, Telegray, Vaycheon.
Ezparaz, Retragrammaton, Oryoraf, Extyon, Existion, Brasim, Moyn, Soter, Sabaot y Adonay,
a quienes invoco.
El viejo médico hizo una pausa y trazando unos círculos alrededor de la muerta, repitió los
mismos pases sobre el rostro de la mujer, colocándole en la boca abierta el sello de Salomón.
Luego saliendo con cuidado de los imaginarios círculos, prosiguió su invocación:
—Oh gran Lucífugo, emperador excelso de los antros infernales. Yo me postro ante ti para
pedirte el alma de Myrtle. Sé cuál es el precio y él está dispuesto a pagarlo. Sea admitido,
soberano señor, y reciba yo la iluminación de la magia misteriosa y sobrenatural para poder
llevar a cabo este trueque que todos queremos...
Ansioso, sentado en una esquina del dormitorio, John S. Hunter respiraba ruidosamente.
El médico se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
—¿Está dispuesto?
—Desde luego. ¿Cuál es el precio? Quinientos mil millones? ¡Pagaré cualquier cosa con tal
que ella viva!
—No es dinero lo que él quiere, ¿no lo comprende?
Hunter le miró sin comprender, pero ya con una vaga sospecha asomada a sus ojos.
— Le he propuesto un cambio y espera. Debe decidirse ya. Para que ella vuelva, usted
debe...
—¿Morir?
—En efecto, Hunter. Esos son los términos del trato. ¿Está de acuerdo sí o no? Decídase.
—Sí, pero—
Las luces temblaron al pronunciar el sí fatídico y un rayo aterrador se precipitó sobre la
casa. De pronto advertía que no podía respirar. Su terror aumentaba a cada instante, mientras
su garganta se cerraba. Con un jadeo insoportable, como el silbido de la serpiente, intentando
gritar, se desplomó cerca de su mujer y sus piernas patearon un instante en el vacío, antes de
quedar definitivamente inmóviles.
Newman se arrodilló junto a él y comprobó su muerte. Luego, sin incorporarse,
arrastrándose, se acercó a la mujer. Vio, poseído de una alegría loca y serena, como sus ojos
comenzaban a moverse en las órbitas. Se puso la mano sobre el pecho. El corazón comenzaba
a latir, lentamente. Con su sucio pañuelo, le limpió la boca y cogiendo sus muñecas entre sus
manos, comenzó a moverle rítmicamente los brazos sobre el pecho, ayudándola a respirar.
Lamentó haber vaciado su maletín, pues un estimulante cardíaco la habría ayudado a
recuperarse. Pero un instante después, sin embargo, supo que no era necesario. Ella se
reponía rápidamente y sus ojos, atónitos y helados, le miraban sin comprender.
— Las puertas se habían cerrado sobre mí — articuló trabajosamente — y las negruras del
infinito se vertieron sobre mí ser, entrando mi sombra en el vacío sin límites... Y ahora la
tierra ha vuelto bajo mis pies... ¡Tengo miedo, doctor! ¿Qué ha sucedido?
—No tema nada, mi querida señora. Su esposo ha muerto de emoción, al ver como usted
sufría el colapso. Pero usted es fuerte y sabrá superarlo, ¿no es eso? Vamos, la ayudaré a
incorporarse. Más adelante, cuando esté más serena, me hablará de esas tinieblas que la
poseyeron. Eso me interesa mucho, mucho...
MI MEJOR AMIGO
Andres Martin

Dossier Negro Nº 26

—No le llames "criado" — reprochó sir Stephrent —. Es mi mejor amigo. Haría cualquier
cosa que yo le ordenara.
Y, sin embargo, Payne vestía de criado. Era bajito y regordete, y su rostro, del que colgaban
sobrantes de piel en bolsas fofas y repulsivas, tenía una beatífica expresión de ingenuidad.
Los ojos redondos, medio cubiertos por los párpados indiferentes, siguieron mirando
inexpresivamente a sir Stephrent y a su novia Arcadia, sin acusar el embuste.
— ¿Cualquier cosa que tú le ordenaras? — preguntó lady Arcadia.

No era su mejor amigo. Payne no había tenido más que un amigo en su vida. Se llamaba
Longtime y era viejo y excéntrico, y le pasaba la mano sobre el hombro de vez en cuando, y
llamándole "muchacho", le contaba cosas de las suyas. Sir Stephrent no era amigo de Payne. A
veces, hasta le pegaba.
En los ojos de Arcadia había algo parecido a la picardía cuando se abrazó un poco más a sir
Stephrent y alzó provocativamente la barbilla para hablarle al oído. Le habló en voz baja sin
poder contener la risa. Oyéndola, sir Stephrent sonrió sin ganas. Y Payne les miraba
inexpresivo.
Le odiaba, pero no podía hacerle nada. Él era sólo un criado y el otro todo un sir.
Longtime, antes, le decía siempre que tenía que vengarse de las humillaciones, y que él
podría ayudarle. Pero Payne no se lo creía. Y, un día, cuando Longtime fue a ver a sir
Stephrent y a escupirle a la cara, supo que Longtime acabaría mal. No le extrañó nada que sir
Stephrent le dijera a la policía que había sorprendido a Longtime robando y por eso le había
matado. Sir Stephrent era capaz del asesinato y de mucho más. Por eso no se podía nada
contra él. Longtime reposaba ahora en una tumba del jardín, junto al gran panteón de los
Stephrent. y Payne era un escéptico.
El dueño y señor de Payne rió con toda la boca, enseñando los colmillos, y accedió con un
gesto de cabeza. Arcadia se sintió feliz.
—Payne: vamos al cementerio. Vas a demostrarle a Lady Arcadia que haces cualquier cosa
que yo te pido.
Lloviznaba, los pies chapoteaban en barro y era desagradable cavar allí. Era noche cerrada
y la débil luz iluminada sólo la lápida y un par de metros más allá. Payne tenía miedo. Era
como si más allá de la luz, se acabara el mundo. Completamente empapado, Payne trabajaba
con todas sus fuerzas para acabar cuanto antes. Sir Stephrent y lady Arcadia, embutidos en
sus impermeables le observaban, invisibles, bajo el porche.
En los ojos de Payne había, por primera vez en su vida, un destello de odio.
Cuando la punta de la pala se hundió blandamente y tocó la madera del ataúd, Payne se
detuvo un instante. "No podrás", se dijo. Pero continuó antes de que sir Stephrent y lady
Arcadia se dieran cuenta de su duda. Y el ataúd estuvo pronto al descubierto. Embarrado y
mojado. El cadáver estaría mojado también, porque las tablas habían empezado a separarse.
Sintió que un sollozo le invadía cuando rompió la tapa del ataúd. Y volvió a ver a
Longtime, después de todo un año.

Era un cuerpo estirado y acartonado, de color pergamino. Mantenía su eterna expresión


severa y las manos cruzadas sobre el pecho, como Payne se las pusiera un día. Un cuerpo
agarrotado, muy delgado, casi esquelético. En el abdomen, dos agujeros de bala y grandes
manchas que se habían vuelto negras. Payne temió que, al sacarlo del ataúd, se rompiera.
Le hicieron llevar el cadáver hasta la casa y Payne lloró en silencio todo el rato.
—Hoy, Payne, dormirás en una de las camas con dosel del piso de arriba. Y' dormirás con
tu amigo Longtime. ¿Verdad que lo harás?
Arcadia se reía con una mano delante de la boca.
Le ataron contra su amigo Longtime. A pesar suyo, Payne sintió repulsión, terror, náuseas.
El corazón le latía fuertemente y tenía que cerrar los ojos para no ver aquella cara delgada,
severa, huesuda y color de pergamino. Sabía que no debía comportarse de aquella manera,
que Longtime había sido un amigo y que era una especie de deslealtad sentir aquel horror
hacia él. Pero no podía evitarlo.
Les ataron fuertemente uno contra otro, y les dejaron sobre la cama de dosel. Se burlaban
con grandes risotadas. Luego, se fueron.
Le dejaron sobre la cama, rodeado de cortinas negras que la convertían en ataúd,
sólidamente atado a su cuerpo maloliente que crujía cerca de él. Un cuerpo sin labios y casi
sin nariz, con los ojos cerrados plácidamente. Un cuerpo hediondo y monstruoso que parecía
estar durmiendo. Que fingía estar durmiendo. Solo, con un muerto y rodeado de cortinas que
daban a todo aquello el aspecto de un ataúd. Cortinas negras. Y el corazón aporreándole el
pecho con ritmo desigual y desenfrenado. Unos latidos, un golpeteo insoportable que se
colocó en las sienes de Payne disfrazado de dolor insoportable.
No dormiría en toda la noche. Ni siquiera podría desmayarse. Tendría que pasar toda la
noche en aquel calor sofocante, con aquel olor angustioso con aquella oscuridad llena de
imaginación, con aquellas manos crispadas y huesudas cerca de su cara. Y el corazón latiendo
en sus sienes, y la respiración agitándole al ritmo del corazón, haciendo crujir el cuerpo que
se apretaba contra él. Toda una noche... ¡Quizá todo un día, si se olvidaban de él! ¡Quizá toda
su vida!

No, no, no: no debía ser así. Había que razonar. Longtime era su amigo, hacía mucho
tiempo que no pasaban una noche charlando amigablemente.
Payne trataba de encontrar la normalidad en la situación, entre latido y latido. Hablarían
amigablemente toda una noche. Longtime era su amigo... Y el corazón martilleaba insistente y
doloroso... Y ese hedor de tumba...
—Tú eres mi mejor amigo, mi único amigo. No te tengo miedo, sólo... aprensión... Tú me
dijiste un día que me ayudarías a vengarme... Pero ya ves que no puedes... — Y el corazón:
Bum, bum, bum... Hay que transigir. No nos podemos resistir. Stephrent es un hombre malo,
un asesino, tú lo sabes... — La boca seca, ese dolor en las sienes, ese hedor... — Me gustaría
vengarme. Vengarme y vengarte, pero tú sabes que eso es imposible. Me mataría a mí
también. Y, después la muerte, uno no se puede ya vengar...
Longtime abrió los ojos, que fosforecieron en la oscuridad. Toda señal de vida se detuvo en
Payne. Longtime empezó a moverse. Sus manos huesudas rozaron la barbilla carnosa de
Payne. Toda la ropa acartonada se estaba moviendo.
A Payne le costó muchísimo abrir la boca, y, luego, no le sirvió de nada, porque no le salían
las palabras.
Longtime crujía contra él, moviéndose lentamente.
Arcadia estaba sentada ante sir Stephrent y ambos bebían. Era divertido lo que habían
hecho con Payne.
Endiabladamente divertido.
—Sí — dijo Arcadia, arrastrando la ese —: es tu mejor amigo. Me has convencido.
Se volvió para coger la copa, y miró a la escalera.
La boca se le abrió mucho, desorbitó los ojos, y se pegó a Stephrent, horrorizada, apartando
su vista de "aquello". Sir Stephrent también lo había visto y se sintió acorralado entre ella y el
sillón, sin posibilidad de huir.
—¡ Longtime! — gritó sin saber por qué. — ¡Longtime!
Aquello no podía ser verdad.
Aquel cadáver al pie de la escalera, dirigiéndose a ellos lentamente, muy tieso, como un
autómata... Aquello no podía ser verdad. Con los ojos como único signo de vida en medio de
un cuerpo oscurecido por la muerte. Muy abiertos, muy blancos, muy brillantes, con la pupila
fija allí, en el centro, mirándoles. Amenazándoles. No podía ser verdad.
Arcadia chillaba y se abrazaba a sir Stephrent, arañándole la espalda. En un movimiento
repentino, Stephrent se la sacó de encima, lanzándola violentamente contra la mesita enana.
Hubo un repentino estruendo de botellas y de copas rotas, y Arcadia cayó al otro lado, hasta
los pies de Longtime. Chillaba a intervalos cortos, penetrantemente, como un cerdo.
Longtime se agachó sobre ella y la levantó sobre su cabeza. Stephrent la vio volar y dar
contra la pared. Vio la sangre y, entonces, un dolor insoportable se le agarró al corazón.
Algo se rompió en su interior. Físicamente. Y babeó.
Y cayó al suelo, antes de que Longtime llegara hasta él.

Payne estaba en lo alto de la escalera, sonriendo beatíficamente, olvidado completamente


el terror. Ahora comprendía que todo lo que Longtime le explicaba sobre sus experimentos de
brujería y de la vida después de la muerte, no era tan fantástico como parecía. Payne sonreía
mirando a su amigo de color apergaminado.
Estaba dejando de ser escéptico.
CENICIENTA MORTIS
Annibal Lupus

Dossier Negro Nº 28

No; Barry Pristillo no debía haberse añadido a la triste comitiva de aquel solitario entierro.
Pero, es que Barry Pristillo, además de un pobre diablo, era un sentimental al que
afectaban en gran manera los entierros solitarios. Así era Barry y, seguramente, al ver su
figura rechoncha y su brillante cráneo calvo nadie le hubiera imaginado poseedor de una
sensibilidad tan particular. Porque Barry tenía, en definitiva, todo el aspecto de perro bien
alimentado pero apaleado.
Hacía un minuto que estaba en aquella esquina, cuando cruzó frente a él el entierro. No era
un entierro como todos. Barry se dio cuenta casi enseguida, pero no pudo hacer nada para
evitarlo. Atravesó la calle y se unió al cortejo. Barry adaptó su paso al de la destartalada
furgoneta de ínfima categoría y sintió tristeza al contemplar el mal acabado ataúd, forrado de
barato paño negro.
Y, gracias a Barry Pristillo, aquel cadáver solitario tuvo un acompañante hasta el
cementerio.
La furgoneta iba ahora un poco más deprisa, y, es curioso, a Barry, a pesar de sus grasas,
no le costó demasiado seguirla bien de cerca. Porque Barry tenía los ojos fijos en el ataúd y
por nada del mundo los hubiera apartado de él. Por eso corría sin darse cuenta, y el sudor
empapaba toda su frente, deslizándose por su cara hacia el cuello de la camisa, un maldito
cuello que apretaba lo suyo.
Afortunadamente, estaban cerca del cementerio. Se divisaba ya la magnífica verja de la
puerta de entrada. La furgoneta se detuvo un momento, y entonces advirtieron su presencia.
Le tomaron por un familiar, y fueron bastante amables con él. Le invitaron a sentarse delante,
y no le incomodaron con más preguntas. Iban un poco estrechos, y Barry se sintió culpable.
Sin embargo, no tardaron en llegar al sitio exacto.
Y Barry Pristillo tuvo entonces una gran sorpresa. Esperaba una miserable tumba, uno de
aquellos deprimentes nichos, y he aquí, que estaban parados frente a un soberbio panteón de
mármol. Barry se fijó detenidamente en los motivos escultóricos, y sin saber bien por qué,
sintió algo de miedo. Eran dos esqueletos, sonrientes y con testas coronadas, esculpidos en
mármol negro, los que, arrodillados a los pies de una muchacha de mármol blanco, le
calzaban la zapatilla amorosamente.
Los hombres ya tenían el ataúd dispuesto junto al panteón. Dos albañiles se disponían a
abrir la pesada losa de granito que daba entrada al panteón. Todos le miraban expectativos.
Barry no sabía qué decir. Por fin, haciendo un esfuerzo sobrehumano se encontró diciéndoles
que cumplieran con su obligación. Inmediatamente, la frase se le antojó imbécil.
En breves minutos el panteón quedó abierto, y todos se introdujeron dentro con presteza y
denotando claramente las ganas de acabar cuanto antes. Todos menos Barry Pristillo, que,
tímidamente, fue el último en entrar. Tuvo que bajar cinco peldaños; después, una vez dentro,
lo primero que vio fue mucho polvo, algunas cucarachas y una infinidad de flores secas, que
se iban convirtiendo, casi instantáneamente, en un polvillo amarillento.
Barry se sintió mal y quiso marcharse. Estaba ya en el tercer peldaño, cuando se topó con el
conocido ataúd de paño negro que bajaban aquellos hombres.
Y entonces se le nubló la vista, y le pareció que caía por las escaleras antes de perder el
conocimiento.

Cuando se recobró, se vio en el suelo entre todos aquellos hombres, y sin decir nada se
levantó. El panteón ya estaba cerrado. Barry sintió muchos deseos de quedarse un rato
contemplando aquella escultura de la muchacha en mármol blanco escoltada por los negros
esqueletos sonrientes. Apenas tuvo que insistir para que le dejaran solo, bastó con darles una
pequeña propina. Y Barry Pristillo se quedó solo en aquel rincón del cementerio admirando la
extraña sepultura, sin que ya nadie le importunara.

***
No advirtió su presencia hasta que ella tocándole levemente un hombro, le habló con
dulzura. Barry, sorprendido no supo qué decir y se quedó embobado mirándola. Había algo
de familiar en ella. Su rostro fino y níveo de pómulos salientes, su cabellera dorada, su
sonrisa triste y su mirada ausente embrujaron a Barry Pristillo.
Por fin, sin saber cómo, pudo sobreponerse y empezaron a conversar de mil cosas.
Pasearon durante largo tiempo por entre la sombra de los cipreses. Cerca de la verja de
entrada, ella le tendió su fría y a la vez cálida mano. Barry creyó que nunca se atrevería, pero
lo hizo. La besó suavemente en los helados y ardientes labios. Luego, casi sin creerlo se oyó
decir:
—Me gustaría volver a verte... ¿Es posible?
Ella le miró y contestó con infinita dulzura.
—Mañana me volverás a ver... Pero nunca me preguntes nada... Únicamente te diré mi
nombre... Me llamo Corola...
En un instante la perdió de vista. Barry, de improviso, recordó que no se habían
intercambiado las direcciones, y salió corriendo en su busca. Recorrió una y otra vez todo el
cementerio, pero fue inútil. Corola había desaparecido.
Horas más tarde, desesperado y extenuado, Barry Pristillo llegaba a su casa.
Aquella noche no pudo dormir pensando en Corola. El pensamiento de no volverla a ver
se le hacía intolerable, pero recordó la extraña seguridad con que ella le había dicho que
volverían a verse, y Barry decidió esperar al día siguiente.
Y al día siguiente, tal y como había dicho, ella estaba allí, junto a la puerta de su casa,
esperándole.
Estuvieron todo el día juntos, y Barry Pristillo no intentó siquiera preguntar como ella
había obtenido su dirección. Fue un día inolvidable para Barry, que dudaba a cada instante
de que fuera cierto lo que estaba viviendo. Pero no, no había duda, era cierto, Corola existía y
estaba ahora a su lado.

Hacia el anochecer, Barry le confesó su amor eterno fuera quien fuera. Corola no dijo nada,
pero una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Entonces se encaminaron juntos, enlazados
por la cintura, hasta el apartamento de Barry.
Barry nunca podrá olvidar aquella noche, ni las noches siguientes a aquella. Pero algo
empezaba a torturarle. Hacia las once de las noche, sin una palabra, sin un gesto. Corola
abandonaba a Barry hasta el día siguiente. Y Barry no preguntaba nada tratando de cumplir
lo pactado. Sin embargo, Barry Pristillo sabía que algún día no podría evitar el faltar a su
promesa.
Y un mes más tarde, vencida su resistencia, Barry siguió a Corola cuando ésta abandonó, a
las fatídicas once, su apartamento.
Corola andaba por las calles con paso rápido, sin vacilar. Barry tenía que esforzarse para
no perderla de vista. Por fin, llegaron a las afueras de la ciudad, y entonces Barry comprendió
que ella se dirigía al cementerio.
No importaba ya el haberla perdido en la lejanía, Barry sabía dónde encontrarla.
Llegó al panteón de Corola, y Barry forcejeó un buen rato hasta desplazar la losa de la
entrada. No tuvo más que bajar los peldaños, para en la penumbra divisar el ataúd. El mal
olor y el calor asfixiante hacían prácticamente irrespirable el escaso aire. Barry se encaminó
hacia el ataúd, pero no fue necesario, Corola, le tocó un hombro dulcemente, como la primera
vez.
Barry se giró y reconoció a Corola a pesar de su horrible aspecto de cadáver en avanzado
estado de descomposición. Barry Pristillo no pudo evitar una mueca de espanto, pero no
intentó huir, sabía que era inútil.
DERRIBARA LA PUERTA Y TE DEVORARA
Annibal Lupus

Dossier Negro Nº 29

Se llamaba Anna, era viejecita, encorvada y arrugada, y estaba sentada en una mecedora,
de cara a la puerta. El temblor de sus manos en torno a la botella no era debido a sus sesenta
años, sino al miedo. Vestía pobremente y el piso que la rodeaba tenía apariencia pobre y
descuidada. Había desconchones en la pintura, y una enorme mancha negra sobre los fogones
de la cocina, y una infinidad de pequeñas manchas oscuras en las puertas, en las paredes,
alrededor de los interruptores, donde las manos huesudas de Anna se solían posar. Había
manchas amarillentas en el techo.
... Y, más allá del techo, en el piso de arriba, seguían aquellos jadeos, ronquidos, rugidos.
Aquel arrastrarse pesadamente.
Lo había estado oyendo toda la noche desde que, a las ocho, se había producido aquel
estallido de cristales rotos. No había conseguido dormir ni un segundo, sintiendo el rebullir
del monstruo sobre su cabeza. Y había estado allí, sentada, inmóvil, aterrorizada.
Había aprendido a distinguir el instante en que las uñas del monstruo, largas y duras como
el marfil, arañaban el suelo de parquet. Casi era capaz de decir cuándo goteaba en el suelo la
baba asquerosa del monstruo. Habría sido capaz de describirlo perfectamente. Por eso, Anna
sentía la boca reseca y los nervios a flor de piel. Por eso, tenía entre sus dedos la botella de
whisky casi vacía y, de vez en cuando, se la llevaba a la boca y, echando la cabeza
violentamente hacia atrás, dejaba que el líquido cayera, casi ahogándola.
A lo mejor tenía suerte y, cuando el monstruo se arrastrara escaleras abajo, ella ya estaba
completamente borracha, desmayada, insensible.
Había momentos en que ya le parecía oírlo bajar, precedido por la pestilencia de su baba,
de su boca abierta; precedido por sus jadeos y ronquidos. Cuando ya se lo imaginaba muy
cerca de la puerta, lanzaba un largo trago de whisky.
No sabía si el corazón le latía con tanta violencia debido al terror, o debido al whisky.
Cuando el monstruo bajara por las escaleras arrastrándose y hundiera la puerta bramando,
aumentaría la fuerza y el ritmo de aquellos latidos. A lo mejor, cuando llegara el monstruo y
su olor nauseabundo inundara el pequeño piso, el ritmo y la fuerza de los latidos llegaran
mucho más allá de lo normal, y el corazón reventaría, antes de que el monstruo se acercara y
la devorase.
En aquel momento, en el piso de arriba, el monstruo se desplazaba hacia la cocina,
renqueando, cada vez más de prisa, más nervioso. Dentro de nada recordaría que en el piso
de abajo vivía la vieja a la que odiaba con todas sus fuerzas. Entonces, ella le oiría derribar la
puerta y arrastrarse escaleras abajo más de prisa, nerviosamente, como una fiera que se lanza
sobre su presa.
Anna bebió un nuevo trago de la botella.
El monstruo la odiaba.
Había empezado a odiarla un mes o antes, cuando aún tenía forma humana y se hacía
llamar Sebastián.
Estaba subiendo a su piso una serie de recipientes, retortas y alambiques de cristal, con
mucho cuidado; y Anna le salió al paso chillando, diciéndole que el piso estaba alquilado
como vivienda y no como lugar de trabajo. Entonces, él le replicó con malos modos, y le
levantó la voz, y le dijo que se metiera donde la llamaran. Y ella le había llamado
contrabandista de alcohol y, como sin querer, accionando con la escoba, le rompió uno de
aquellos tubos de cristal. Ya entonces, el monstruo le había mirado con infinito odio en sus
ojos amarillentos y le había dicho que ella no tenía derecho a prohibirle nada, que en el
contrato no se decía ninguna de las estupideces que ella decía, y que tendría que pagarle la
probeta que había roto. Anna se dio cuenta de que había decidido vengarse.
Al día siguiente, había llamado a la puerta de Anna, sosteniendo por la cola a aquel gato
muerto, sucio y sangrante. A Anna le costó mucho reconocer en aquel gato a Orion, pero en
seguida lo cogió cuidadosamente y se puso a llorar en silencio. Se sentía impotente ante aquel
monstruo sin escrúpulos. Se veía incapaz de devolverle la venganza. Y los ojos amarillentos le
seguían mirando con algo parecido al triunfo y a la alegría.
—Se atravesó en el camino de mi bicicleta — dijo fríamente — Tendría que tener más
cuidado con él — Y luego, recalcó — No hará falta que me pague la probeta, señora.
Dentro de un rato, no le sería preciso llamar a la puerta. Sólo la arrancaría de su marco y
aparecería allí, peludo y viscoso a la vez, con sus ojos amarillentos y saltones. Y se arrastraría
hacia ella, acercándole aquel olor asqueroso de su boca abierta, donde la lengua se retorcía
continuamente.
Anna recordó la primera vez que había visto aquel monstruo. Había sido en un dibujo, en
el cuarto de Sebastián. un día que éste acababa de salir y ella llevaba el duplicado de ia llave
en el bolsillo. Entró, curiosa, deseando encontrar allí una forma de vengarse cruelmente de
aquel ser malvado. Allí vio a aquel reptil descuartizado, sobre la mesa, con unos cuantos de
sus órganos interiores distribuidos alrededor de la cabeza. A Anna, aquello le dio mucho
asco. Al mirar a otro lado, había visto todo aquel alambique y. apoyado en él, el libro antiguo
con ilustraciones.
Un libro escrito a mano hacía mucho tiempo, siglos quizá. Anna leyó en él algo de las
Adoraciones de Jack el Destripador, del Placer de la Perversidad, de la alquimia diabólica y
de las mutaciones satánicas. No entendía demasiado de todo aquello, pero se entretuvo
mucho rato ante aquellos títulos escalofriantes y aquellas terroríficas ilustraciones.
"La configuración del cuerpo humano es impropia para alcanzar la Suprema Maldad. El
placer de la Perversidad sólo se puede alcanzar con un cuerpo que, a la vez de producir
horror, dolor y repugnancia, haya sido creado expresamente para saborear la Maldad..."
Una de las ilustraciones representaba una especie de murciélago brillante y escamoso, de
dientes puntiagudos y cortantes, y rugosos y repugnantes ojos de camaleón. Otra fotografía
representaba al monstruo viscoso y peludo: AL MONSTRUO.

Al que, en aquel instante, se arrastraba por el piso de arriba. ¡Se arrastraba hacia la puerta!
Con un gesto nervioso, Anna trató de beber: ya no quedaba más whisky. Había poco, no
había logrado emborracharse. No pudo estar sentada por más rato: se levantó y caminó con
toda la rapidez posible hacia la cocina. ¿Por qué no gritar? ¿Por qué no había intentado huir,
en toda la noche? Respiraba sonoramente.
Sobre la mesa de la cocina había un gran cuchillo del pan, con el filo de sierra. El monstruo
debía de estar bajando las escaleras. Anna casi podía oír sus largas uñas arañando los
escalones. Debía de haber arrancado la puerta de arriba de cuajo. Cogió el cuchillo. E' corazón
le brincaba, desbocado, a punto de estallarle. "Quizá, con un poco de suerte, antes de que el
monstruo llegue hasta mí..."
El monstruo estaba en medio de la habitación. Verde, brillante, con aquellas cerdas, pocas,
largas y erizadas, sobre su lomo. Con la lengua removiéndose lentamente dentro de su boca
abierta, pestilente. Jadeaba, como si el bajar las escaleras le hubiese agotado. El corazón
golpeado furioso el pecho de Anna, con el deseo de romperle el tórax. Y ella abrió la boca.
Estaba a punto de morir... ¡ Pero no la devoraría el monstruo!
Se lanzó adelante, sujetando el cuchillo con las dos manos. Hubo sangre y un fuerte
topetazo. Y ella gritó.
El monstruo, chilló, dejando de respirar agitadamente.
Anna, recuperando su equilibrio, desclavó el cuchillo y volvió a clavarlo; y el monstruo
volvió a gritar, mirándola con los ojos amarillentos muy abiertos, y la mano crispada en el
aire...
Y Anna volvió a clavar su cuchillo en aquel pantalón, en aquel vientre humano de
Sebastián, el vecino. Y la sangre bajaba por aquellas piernas humanas e inseguras. Aquellas
piernas que retrocedieron dos pasos antes de que Sebastián tropezara con la mecedora.
Miraba a Anna sin comprender nada cuando cayó de bruces.
Anna, cuchillo en mano, tampoco comprendía nada. Aquel monstruo había recobrado la
forma humana: era Sebastián... ¿Pero había tenido alguna vez la temible forma de monstruo?
La policía dijo que no, que ninguna puerta había sido derribada, que no había ningún olor
nauseabundo, y que no había ningún monstruo. Todo habían sido imaginaciones creadas por
la gran cantidad de whisky que había ingerido una anciana de sesenta años. Detuvieron a
Anna por asesinato y la juzgaron duramente.
En el piso de Sebastián, todos los alambiques, recipientes retortas y probetas estaban
destrozados. Aquel extraño libro antiguo escrito a mano fue subastado. Y el hombre que lo
adquirió tenía los ojos amarillentos y sonreía cruelmente enseñando un colmillo. Lo colocó en
su librería siniestra, junto al Necronomicón.
EL MONSTRUO DE CHICAGO
F. Allen

Dossier Negro Nº 30

Eran las once y media de la noche cuando el célebre cirujano doctor T.T. Stanhorpe,
especialista en injertos glandulares, fue despertado violentamente por el timbre del teléfono.
La llamada procedía de la clínica y la voz demudada de uno de sus ayudantes, Smith, dijo
con palabras entrecortadas por el miedo:
—Le ruego que venga enseguida, doctor, se trata de algo gravísimo.
Durante unos momentos, el doctor Stanhorpe permaneció indeciso, con el teléfono en la
mano.
Arrancado bruscamente de su sueño por la llamada, se perdía en conjeturas acerca de lo
que habría podido ocurrir en la clínica durante su ausencia, dado que no tenía ningún
paciente grave.
Además, le sorprendían el tono y las palabras de Smith, que denotaban un nerviosismo
rayano en el terror, y el hecho de colgar el aparato sin darle tiempo a pedir algún detalle.
Lo mejor era acudir a la clínica y averiguar lo sucedido.
Con ademán decidido, pulsó el timbre, mientras saltaba de la cama y se dirigía al cuarto de
baño. Ordenó a su ayuda de cámara que el chófer sacara el coche pequeño, y le preparasen
una taza de café bien fuerte.
La noche era oscura y tormentosa. La lluvia que caía intermitentemente obligó a Perkins, el
chófer, a cerrar los cristales y aminorar la velocidad.
Detúvose, por fin, el pequeño automóvil a la puerta de la verja de la clínica. El doctor, al
apearse, vio que había parado unos metros más allá un formidable automóvil cerrado, de
color gris, y le pareció que por el cristal posterior le estaba observando un rostro de aspecto
siniestro.
La verja del jardín estaba abierta. Entró con pasos precipitados y llamó a la puerta
principal, saliendo a abrirle uno de los enfermeros de noche, cuyo rostro, generalmente
tranquilo y sonrosado, estaba pálido como el de un cadáver.
— ¿Qué le ocu...?
No terminó la pregunta dirigida al enfermero.
En ese mismo instante se apoyó en su sien el frío cañón de una pistola automática.
Comprendió al punto el motivo de la voz aterrorizada del ayudante, doctor Smith, y
también que con aquellas palabras había caído en una trampa.
Lentamente volvió la cabeza para ver quien le amenazaba.
Estremeciéndose, reconoció en su atacante a Donal McEwen, uno de los más temibles
gangsters de Chicago, a quien la policía perseguía sin descanso.
— ¡Hola, doctor! — le dijo el bandido —. He venido a que me haga una pequeña
operación... Claro, no me quedaré aquí en su clínica... Vendrá usted con nosotros... Puedo
permitirme el lujo de hacerme operar en su casa...
—Lo siento mucho — respondió el doctor, recobrando la serenidad —, pero no puedo
abandonar a mis enfermos...
— i Bah! Sus ayudantes son personas eficientes y por una ausencia de unos días no le
echarán mucho de menos... Venga...
—Pero...
— ¿Quiere que su hijo sufra las consecuencias de su terquedad? Lo necesito y vendrá
conmigo.
La amenaza surtió el efecto propuesto por el criminal.
El doctor se encogió de hombros y siguió a sus secuestradores al automóvil gris.
— ¡Pat! — ordenó McEwen a uno de sus satélites —. Sube al coche del doctor y obliga al
chófer a que nos siga... No quiero "chivatos" detrás de mí...
Dos minutos más tarde, los dos coches emprendían la marcha a gran velocidad,
perdiéndose en la sombra de la noche.
A la mañana siguiente, el propio coche del doctor Stanhorpe se detenía ante la puerta de la
casa del célebre cirujano y Perkins, el chófer del doctor, acompañado de un sujeto bien
vestido, pero de siniestra catadura, se apeó del vehículo y llamó al timbre de entrada.
— i Hola, Perkins! — le saludó el mayordomo — ¿No viene el señor?
—No... Está asistiendo a un enfermo grave... Me ha dicho que viniera a llevar al señorito al
colegio, como siempre...
Sin sospechar nada, el mayordomo entró en la casa y al cabo de cinco minutos apareció de
nuevo, acompañado de un niño de unos doce años de edad. Tommy Stanhorpe, hijo único del
doctor.
El muchacho llevaba colgando su repleta cartera, y de un salto cruzó los escalones.
—Buenos días, Perkins — saludó al chófer con un guiño de complicidad.
—Buenos días, señorito Tommy. ¿Nos marchamos ya?
— ¡Sí! ¡Qué lata! Con un día tan fantástico y tener que encerrarse en el colegio. Vámonos,
Perkins... Adiós, Martyn.
Después de cruzar la amplia calzada, emprendieron veloz carrera, aunque en vez de
dirigirse hacia el centro de la ciudad, donde estaba el colegio, salieron a la carretera principal,
apretando de firme el acelerador.
— ¡Eh, Perkins! ¿Qué sucede? —preguntó el niño divertido — ¿No ves que te equivocas de
camino?
—No se ha equivocado, mocoso — contestó el tercer ocupante del coche, colocado entre
Tommy y Perkins — V cállate... Me molestan las preguntas.
El niño asustado más por la expresión del rostro de su interlocutor que de sus palabras,
guardó silencio.
La intervención quirúrgica que fue realizada en una habitación de la guarida secreta de la
pandilla, transformada en quirófano, tuvo al doctor Stanhorpe casi en constante trabajo
durante dos días.
Tuvo que cambiar por completo el rostro del conocido gángster, dándole una expresión tan
distinta a la que antes tenía, que nadie que no estuviese en antecedentes de la transformación
habría podido sospechar que el siniestro McEwen fuese aquel mismo joven de aspecto
agradable y estereotipada sonrisa que daba las gracias cordial—mente al cirujano quince días
después de la operación, una vez levantado el apósito.
El doctor no quiso aceptar un solo centavo de los diez mil dólares que le ofrecía el criminal
como "recompensa a sus servicios" y sin responder a las frases de agradecimiento de su
"paciente", cruzó el jardín y subió al cochecito que lo aguardaba.
— ¡Que no se le ocurra gastarme una bromita, doctor, porque saldrá perdiendo! — le gritó
el gangster desde la puerta.
Pero Stanhorpe, sin hacer caso de la amenaza del bandido, dio orden en voz baja a Perkins
de que le condujera directamente a la Jefatura de Policía.
—Si el señor me permite una sugerencia, le aconsejaría que no lo hiciera. ¿Por qué?
—Porque tienen al señorito Tommy en su poder...
Palideció el rostro del cirujano al ordenar al chófer que diese media vuelta y regresara al
punto de partida.
El bandido aguardaba todavía en la puerta, sonriendo irónicamente. —¡McEwen! — gritó
el doctor —. ¡Devuélvame a mi hijo! ¡No me marcharé sin él!
—En tal caso, tendrá que quedarse a vivir con nosotros — repuso el gangster
pausadamente —. Mire, doctor, conozco sus escrúpulos y no quiero que haga inútil la
operación que ha efectuado en mi rostro proporcionando mis nuevas señas personales a la
Policía... ¿Comprende? ... Tommy me servirá de salvaguardia... Mientras esté en mi poder,
usted no se atreverá a hacer nada que pueda perjudicarme, sabiendo que repercutiría en el
niño...
En aquel momento uno de los secuaces de McEwen, azoradísimo, vino corriendo del
interior de la casa y se detuvo jadeante ante el pequeño grupo. —¿Qué ocurre Ned?
—i La po... li... cía, jefe!
El gangster se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó una pistola y, encañonando con
ella al doctor y al chófer, les ordenó con voz seca:
—i Pasen volando!
No tardaron en oírse las sirenas que anunciaban la llegada de los representantes del orden.
Cinco coches cargados de agentes uniformados, a las órdenes de dos inspectores de paisano,
rodearon la casa en un santiamén, haciendo toda fuga imposible.
— ¡McEwen! — gritó uno de los inspectores, guareciéndose detrás de un árbol del jardín —
¡Ríndete y no nos hagas derramar sangre inútilmente!
— i Ven a cogerme! —rugió el bandido desde dentro, descargando la pistola contra el
inspector.
Aquella fue la señal para la batalla. Las ametralladoras de la policía empezaron a vomitar
fuego contra ventanas y puertas, mientras del interior, las armas automáticas de media
docena de bandidos hacían llover sus proyectiles sobre los asaltantes.
Entre el horrísono estrépito de los disparos se oyó el clamor de una voz infantil que gritaba
acongojada:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Tengo miedo!
El doctor Stanhorpe, estremeciéndose reconoció la voz de su hijo.
—Voy a buscarlo — dijo con firmeza.
Pero McEwen se lo impidió.
—Si da usted un paso — murmuró con voz ronca —, le relleno la cabeza de plomo.
El cirujano se dejó caer en una butaca, ocultando el rostro entre las manos.
Continuaron los disparos sin cesar. Una bala pasó a pocos centímetros de la cabeza del
doctor, sin que éste se estremeciera. El pensamiento de la suerte que pudiera correr su
pequeño Tommy en aquella lucha a muerte no le dejaba ocuparse de la suya propia.
— ¡Oh, papá, pa...!
Un grito del niño que heló la sangre en las venas del padre.
Como un loco, el cirujano saltó sobre McEwen y le arrebató la pistola, disparándola a
bocajarro contra el bandido que cayó desplomado.
Luego, asomó la cabeza por la ventana y gritó:
— ¡Por aquí, inspector! ¡Por aquí!
De un balazo certero el cirujano tumbó al gangster que, armado de una pistola
ametralladora, custodiaba la puerta de entrada, que Perkins se apresuró a abrir, saltando
sobre el cadáver.
Media docena de agentes, precedidos de un inspector, penetraron en la casa y un cuarto de
hora más tarde cesaba el fuego graneado, al lanzar un postrer gemido el último de los
bandidos.
Pero cuando el doctor, desesperado y tembloroso de ansiedad, llegó a la habitación en que
los gangsters encerraron a Tommy, vio a su hijo inmóvil en medio de un charco de sangre.
El niño estaba muerto.
El inspector fue identificando uno a uno los cadáveres de los gangsters.
—Este es Rudy Wisconsin; este Ralf County; este Dog Sleepy; este Gun Smith y éste, Cari
Herzog, el segundo de la banda... Pero a ése no le conozco... Debe de ser nuevo... V vive
todavía.
Perkins quedó boquiabierto cuando oyó decir al doctor, que se acercó tambaleándose.
—Ese herido es mi ayudante John Carroll, inspector... Permítame que lo lleve a mi clínica
inmediatamente... he de practicarle una cura de urgencia.
Al día siguiente fue enterrado el infortunado Tommy y, llegada la noche, el doctor,
después de encerrarse en su despacho con el más inteligente y adicto de sus ayudantes, Andy
Smith, el mayordomo y el chófer, les habló de este modo:
—Amigos míos, quizá voy a pedir demasiado de ustedes... ¡Mi pobre Tommy ha sido
sacrificado inhumanamente! Ustedes saben quién ha sido el culpable de su horrorosa muerte;
lo que ignoran todos, a excepción de Perkins, es que tengo a su asesino en mis manos... Es el
herido que fue inscrito en el registro de la clínica con el nombre de John Carroll...
Prosiguió hablando el doctor en voz muy baja, y sus oyentes, estremeciéndose, asintieron
sin vacilar, aunque todos tenían el rostro palidísimo cuando salieron del despacho y,
descendiendo lentamente la escalera, fueron a buscar el coche que los condujo a la clínica.
Aquella misma noche una ambulancia trajo a John Carroll a casa del doctor, aunque en el
registro de la clínica aparecía como "alta definitiva".
Una habitación del sótano fue acondicionada secretamente para alojar al nuevo paciente, y
dos días después, siempre a horas en que la servidumbre dormía, el doctor, acompañado del
mayordomo, su ayudante y el chófer, fue llevando a la improvisada sala de operaciones todos
los instrumentos y aparatos necesarios para practicar una delicada intervención quirúrgica.
Tres meses después el automóvil del doctor Stanhorpe se detenía en un lugar solitario de la
carretera de Chicago, frente a la casa donde la policía había liquidado a la banda de Donal
McEwen, con la sola excepción de su jefe.
Bajaron del vehículo el doctor, el ayudante Smith y el chófer. Luego, este último abrió el
compartimento posterior del coche y obligó a salir de él a una especie de orangután sujeto por
una cadena.
El cuadrúmano siguió a regañadientes a los tres hombres hasta la puerta de la verja y, una
vez allí, lo dejaron en libertad, regresando al automóvil.
Los faros potentes del vehículo iluminaron por unos instantes la figura horrorosa del
monstruo.
El rostro, simiesco y arrugado, en el que faltaba la nariz, no se contrajo al recibir la luz de
lleno, pues hacía tiempo que aquellos ojos habían dejado de ver.
De la boca, que le llegaba de oreja a oreja, dejando ver dos dientes en cada mandíbula,
amarillos y descarnados, salía un pingajo de carne seca que en otro tiempo fue una lengua.
La espalda, horriblemente arqueada, daba al monstruo aspecto de dromedario. Todo el
cuerpo estaba cubierto de vello largo como crin de caballo...
El doctor Stanhorpe exhaló un suspiro y, ordenando con un gesto a Perkins que
emprendiera la marcha, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó:
— ¡Adiós, McEwen!

FIN
ADELFA LA MUÑECA
Annibal Lupus

Dossier Negro Nº 32

Me empeñé en creer que aquella era una muñeca como las otras, pero sabía que no era
cierto.
Cualquiera que la hubiese mirado sólo un par de veces, al instante hubiera advertido que
Adelfa no era una muñeca corriente; pero yo, aunque la estuve contemplando largo rato, no
supe o no quise darme cuenta de que con ella acabaría por atravesar la frontera de lo maldito.
Muchas veces me he preguntado que tenía Adelfa para que yo, convencido, pudiera hacer
semejante afirmación, y siempre me he contestado de igual manera. No había ninguna duda.
Adelfa lo tenía todo para ser cualquier ente avernal, pero no una frágil muñeca de infantiles
sueños.
Seguramente, ciertas mentes pragmáticas e incrédulas me exigirían hechos con qué probar
mis argumentos y que hicieran posible la comprensión de tan extraño fenómeno. Está bien, sé
que Adelfa sonreirá burlona desde su rincón, pero trataré de hacerlo.
En primer lugar. Adelfa era increíblemente desapacible; podría decirse que era una
muñeca horrorosa, pero más que su fealdad, lo que impresionaba de veras, lo que producía
angustia y desasosiego, era su aspecto frío y profundamente inhumano. Es cosa sabida que
todas las muñecas tratan de ser lo más hermosas posible; en efecto, sus delicadas siluetas, sus
esplendorosas cabelleras en largos y rizados bucles de oro, sus caritas sonrientes y
sonrosadas, todo en ellas rezuma belleza y simpatía por los cuatro costados. Pues bien, como
he dicho, ninguna de estas cualidades tenía Adelfa, sino más bien todo lo contrario; el
contorno de su silueta parecía víctima de una tenebrosa malformación goyesca, sus cabellos
eran sucios y grises, y en su cara los labios dibujan algo así como un repugnante rictus, a
medio camino entre la mueca de crueldad y la sonrisa sardónica.
Ahora bien, lo más insufrible, lo más insoportable de todo era aquella ausencia
inexplicable de los dos ojos en su rostro. Sí, en el rostro de Adelfa se distinguían claramente
los labios, la nariz, las orejas; pero allí donde debería tener los ojos, nada, ni tan siquiera dos
feos agujeros que disimularan tan ilógica aberración.
Y yo pregunto, ¿cuántas muñecas sin orificio ocular se ven normalmente expuestas en los
escaparates de las jugueterías?
Desde luego, no necesito respuesta. La conozco de antemano.
Sin embargo, al principio traté de creer que todo era debido a un defecto de fabricación, y
que merced al imperdonable descuido de algún operario distraído Adelfa había sido
distribuida para su venta, en vez de ir a parar al montón de material de desecho, tal y como
sus muy especiales características parecían aconsejar.
Muy pronto tuve que reconocer mi error. La misma noche del día en que pasó a ser de mi
propiedad.
Adelfa y yo nos conocimos un viernes por la tarde. No me fijé mucho en el tipo aquel,
únicamente en la muñeca que sostenían sus manos. Aunque aquel tipo no debía ser un
individuo corriente, ya que todos los otros parroquianos del bar de Gorgo no le quitaban el
ojo de encima. Yo, como he dicho, no le veía porque únicamente la miraba a ella; y así
empezó todo.
Cuando media hora más tarde el tipo aquel salió por la puerta, sin duda pude gritarle que
se olvidaba su muñeca. Ojalá lo hubiera hecho, aunque ahora sé que él lo hizo a propósito y
de nada hubiera servido. Sí, estoy seguro de que aquel tipo supo de alguna manera que
Adelfa y yo nos habíamos elegido mutuamente, y por ello hizo lo que hizo.
Entonces, no sé si estaría escrito o no, pero fatalmente no tuve más remedio que, con
disimulo, acercarme a Adelfa y tras ocultarla bajo mi chaqueta salir precipitadamente a la
calle. Allí, una vez a salvo de miradas suspicaces v curiosas, me disponía a contemplarla a
placer cuando a unos veinte metros ocurrió el accidente.
Otro maldito accidente de tráfico y otra maldita casualidad —, me dije a mí mismo,
tratando de quitar importancia al hecho de que la víctima fuera el tipo aquel del bar, él, hasta
hacía pocos instantes, acompañante de Adelfa.
No voy a negar que me puse algo nervioso, pero imagino que cualquiera que hubiera visto
a un tipo con la cabeza abierta ante sus propias narices le hubiera ocurrido lo mismo.
Por fortuna, horas más tarde, en la complicidad de., mi apartamento me tranquilicé por
completo. Ahora nada ni nadie iba impedirme ya, disfrutar filenamente de la inquietante
presencia de Adelfa. La tenía frente a mí, y cuanto más la miraba más monstruosa me parecía;
sin embargo, por nada del mundo me hubiera desprendido de ella.
Adelfa era una muñeca de cartón, y es muy posible que esto fuera una de las cosas que
mayormente me atraía. Sí, siempre he sentido una profunda aversión por todas esas
modernas muñecas de pasta o goma, que se me antojaban como auténticas imitaciones de
fantasmagóricos fetos plastificados. Por el contrario, las muñecas de cartón eran otra cosa; no
cabía la menor duda de que algo en ellas alentaba vivo, eso es, tenían personalidad y vida
propias.
Aquella noche me costó mucho dormirme, sobre todo cuando al apagar la luz me pareció
ver que dos puntos fosforescentes me observaban desde las inexistentes pupilas de Adelfa. Al
mismo tiempo, oí por primera vez su débil voz, casi como un gemido, mientras musitaba
entrecortadamente A... del...fa... A... del... fa...
Puede que todo fuera un sueño debida a las emociones de la jornada, pero no lo creo; por
ello, desde entonces supe cómo debía llamarla y así lo hice, según sus deseos.
En los días siguientes fui acostumbrándome a Adelfa y ya no podía pasarme sin la vaga
sensación de angustia y temor irracional que su compañía me producía. Incluso llegué a
amarla, quizás por ello entré en aquella tienda y compré aquellos dos maravillosos ojos
azules de cristal.
Fue una sencilla operación. Con un cuchillo hice dos incisiones allí donde debería tener los
suyos y le coloqué a presión los dos ojos artificiales. Por desgracia, éstos eran demasiado
grandes para el pequeño rostro de Adelfa, y contribuían a darle un aspecto más horrendo. Sin
embargo, lo importante es que ella, por fin tenía ojos como las otras muñecas de cartón, y ya
nunca volvería a sentirse disminuida.

Pasaba el tiempo, éramos felices y lo hubiéramos sido durante mucho tiempo, si un


desgraciado día no hubiera aparecido por la puerta mi hermana Lucrecia con su hijo Máximo.
Desde el primer momento el condenado crío se fijó en Adelfa, y ya no la dejó en paz. El
niño jugaba con ella brutalmente; una y otra vez, Adelfa fue volteada. No sé en cuantas
ocasiones cayó al suelo, sólo recuerdo que yo sufría lo indecible, pero en presencia de mi
hermana me sentía lleno de vergüenza y tuve que dominarme.
Entonces ocurrió aquello. ¿Cómo pude permitirlo? ¿Acaso, no presentía yo lo que
inevitablemente sucedería? No. nunca debí dejar que el maldito crío saliera de mi casa
llevando en su poder, fuertemente cogida, a Adelfa.
En realidad, cuando vi escapar corriendo al niño, acompañado por la risa de su madre, me
quedé tan anonadado que no supe reaccionar. Fue entonces cuando mi hermana dijo algo en
torno a que perder una muñeca tan fea como aquella, sin duda no me importaría, e
inmediatamente salió en pos de su retoño.
Al quedarme solo no tuve fuerzas para enfrentarme con la fatalidad. Me tomé un
comprimido y dormí durante mucho tiempo. Estaba seguro de que el hado se cumpliría
irremediablemente.
Veinticuatro horas más tarde me encaminé a casa de mi hermana sin abrigar esperanza
alguna de estar equivocado. Cuando llegué, el pequeño ataúd que contenía los restos de
Máximo ya había, sido cerrado. Traté de consolar como pude a mi desgraciada hermana, pero
tenía la cabeza únicamente pendiente de Adelfa. ¿Dónde estaría? Por fin, cuando me pareció
oportuno inquirí con disimulo sobre ella. Cuál no sería mi espanto al contestarme mi
hermana, que en vista de que parecía haber sido el último y más apreciado juguete de su hijo,
la había depositado en el ataúd junto a él. Un temblor convulsivo me invadió, creo que las
piernas me fallaron y perdí la noción de cuanto me rodeaba.
Ha pasado una semana desde tan horribles sucesos y sé lo que va a sucederme. Adelfa
nunca me perdonará. Sé que de alguna manera escapará de la sepultura de Máximo y vendrá
a buscarme.
Yo, la estoy esperando.
LA BOYA DE GLENDOUGH
Desconocido
Historias de Fantasmas

Dossier Negro Nº 33

Hay CUENTOS e HISTORIAS de fantasmas. Los primeros son fragmentos de la imaginación


literaria, los segundos son HECHOS cuyos testigos nos afirman sucedieron realmente. Esta serie
tratará de estos segundos: de los HECHOS en los que intervinieron FANTASMAS, y que nos son
presentados como reales.

Un navegante aficionado que hubiera consultado durante la primavera de 1875 a cualquier


pescador de la costa noreste de Escocia acerca de los parajes cercanos al puerto de Hoy. en las
aguas donde estaba fondeada la boya de Glendough, hubiera recibido el consejo de no
acercarse por allí. Y no porque la boya marcase un punto particularmente traicionero de la
costa, sino por las extrañas y terroríficas visiones que habían contemplado, una noche de
febrero, los tripulantes del pesquero Braemar.
Había sido una noche de niebla cerrada, con una visibilidad limitada a unos cincuenta
metros. Todos los hombres estaban en cubierta aguzan—de sus oídos para escuchar el sonido
de la boya de Glendough, que les indicaría que estaban en el buen rumbo, cerca del estrecho
canal que llevaba al puerto de Hoy.
Por fin, oyeron los profundos y melancólicos tañidos de la campana, produciendo ecos
sobre el mar. Pero algo más parecía flotar sobre las olas, algo que hizo que aquellos marinos
esforzasen aún más la vista, intentando perforar la niebla: los gritos agudos e histéricos de
una mujer.
Venían exactamente del mismo lugar que el sonido de la boya.
El Capitán Macdonald ordenó que se redujera la velocidad y se pusiera proa a la boya, al
tiempo que se preparaba el lanzamiento de una lancha salvavidas.
Durante un cierto tiempo no pudieron ver aún nada, pero siguieron oyendo los gritos, en
ocasiones ahogados por el tañido de la campana de la boya. Era algo estremecedor, aquel
navegar entre la niebla guiados por unos sonidos tan desgarrados.
Al fin, se hallaron a unos cincuenta metros de la boya, y todos ellos recorrieron con sus ojos
la limitada zona de visión, esperando divisar un bote volcado o a la deriva. Mas, al principio,
no lograron hallar nada.
Entonces asombrados, pudieron ver a una mujer, asiéndose desesperada a la parte de la
boya, luchando por salvar su vida, y gritando que la rescatasen.
La boya de Glendough era del tipo que tenía una campana en su parte superior, encerrada
en un recipiente cilíndrico. La parte que sobresalía del agua tenía unos seis metros de altura,
y sus verdes y resbalosos costados se alzaban lisos desde el agua, sin ofrecer apoyo alguno
por el que encaramarse, por lo que los pescadores se maravillaron de que aquella mujer
hubiera logrado subir a lo alto.
Pero, al acercarse aún más el Braemar a la boya, una sensación de horror y repugnancia se
apoderó de todos los tripulantes, pues lo que habían tomado por una mujer no era sino un
esqueleto, con una larga cabellera negra que flotaba al viento y jirones de sus vestidos aún
pegados a los huesos.
Y tal era su espanto, que de no haber comenzado el Capitán Macdonald a gritar órdenes
para que se ocuparan de las velas y el timón, los marineros hubieran dejado que el pesquero
fuera a chocar contra la boya. Sin embargo, cuando completada la maniobra, el Braemar
volvió a pasar junto a ésta, el esqueleto había desaparecido.
Naturalmente, pocas fueron las personas que, en Hoy, creyeron las afirmaciones del
Capitán Macdonald y de sus tripulantes, cuando contaron su historia al día siguiente.
Hasta sus mejores amigos les aseguraron que debían de haber visto algún gran pájaro
marino blanco que, envuelto por la niebla, les había hecho imaginar la espectral aparición.
Pero el Capitán Macdonald sabía muy bien que no era así, y tanto él como su tripulación
persistían en su versión, afirmando que, para unos lobos de mar como eran ellos, resultaba
bastante difícil confundir un pájaro con un espectro, y los lamentos de una mujer con los
chillidos de un ave marina.
Algunos días más tarde, otra nave entraba en el puerto de Hoy. Su tripulación no había
oído hablar de la aparición al Braemar, pero tenía una experiencia similar que relatar, pues
también ellos habían visto un esqueleto con largos cabellos y jirones de ropa flotando al
viento, que los había llamado por entre la niebla de la bahía de Glendough.
Pronto hubieron sucedido tantas visiones de este tipo, que la mayor parte de los
pescadores locales se negaron a aproximarse a la boya, prefiriendo tomar la entrada norte al
puerto, a pesar de que era infinitamente más difícil y peligrosa.
Al fin, durante una noche de tormenta, varios meses después, un pesquero danés se vio
obligado a refugiarse en el fondeadero de la bahía de Glendough, a corta distancia de la boya.
Su capitán, Erederick Jelman, no sabía nada del espectro de la boya, así que se dispuso a dejar
pasar allí el temporal.
Pocas horas después de la media noche, uno de los tripulantes oyó gritos procedentes de la
boya, y corrió a advertírselo a Jelman. El Capitán salió a cubierta y, a pesar del fragor de la
tempestad, pudo comprobar la afirmación de su subordinado, por lo que ordenó que se
bajase un bote, al que subió con cinco de sus hombres.
Remando entre las monstruosas olas, se acercaron a donde creían hallar una mujer en
peligro. Y, en efecto, pronto pudieron divisar la boya, subiendo y bajando en las crestas de las
olas y, aferrada a su parte superior, la blanca figura de una mujer.
La visibilidad era muy mala, y Jelman apenas si podía divisar la silueta de la mujer,
aunque algo le prevenía de lo poco natural de aquella situación. Llevándose el megáfono a los
labios, le gritó a la náufraga que sería demasiado peligroso que el bote se acercarse a la boya,
así que lo mejor era que ella se lanzase al agua, de donde la recogerían.
Más ella no hizo caso de las instrucciones, siguiendo con sus lamentos. Al fin, mirando en
dirección al bote dijo en forma clara:
—¡ Soy la esposa de Angus McBride, y lo maldigo...! — y desapareció.
Por la mañana, cuando la tormenta hubo pasado, el preocupado capitán danés entró en el
puerto de Hoy. A pesar de no ser supersticioso, estaba convencido de que la noche anterior
había visto un fantasma. Así que se dirigió sin dudarlo a la iglesia del lugar, para
entrevistarse con el pastor de la misma, Reverendo Berkeley.
Este conocía muy bien la historia del espectro de la boya, y era de los partidarios de la
teoría del pájaro marino, que unido al terror supersticioso de los pescadores, había creado ya
una leyenda. No obstante, al enterarse de los detalles de lo ocurrido la noche anterior, y
especialmente de las palabras pronunciadas por la mujer de la boya, palideció.
Y había un buen motivo para ello.
Angus McBride era un pescador local, joven, irritadizo y vengativo, que unos meses antes
se había casado con una joven llamada Maggie, llevándosela a vivir a su casa del poblado de
Kilcagrow.
Pero, a los pocos meses de la boda, la joven había desaparecido. Según Angus, esto había
sucedido tras una pelea, por nada grave, pero que aparentemente había irritado tanto a su
esposa, que esta había decidido abandonarle. Creía que debía haber ido a Garry Head, el
poblado donde vivían sus padres, pero al ir a buscarla al día siguiente, comprobó que no era
así.
En la búsqueda que siguió a la desaparición, fue hallado, en un sendero que llevaba desde
la casa al mar, un zapato que fue identificado como perteneciente a Maggie. La policía
comenzó a sospechar de un asesinato o un suicidio, pero en vista del aparente dolor y
desesperación del marido, ninguna sospecha recayó sobre él. Con el paso del tiempo, la
policía abandonó el caso.
Pero las malas lenguas locales comenzaron a comentar las frecuentes disputas entre
Maggie y su esposo, y las amenazas de éste, dado que — también según rumores — su mujer
tenía un amante. Pero, faltos de nuevos datos, también los rumores murieron al fin.
Sin embargo, la conversación del capitán danés con el pastor había aportado ese nuevo
dato, que aconsejaba abrir el caso de nuevo.
Dos días más tarde, la patrulla costera, a petición del Reverendo remolcaba la boya al
puerto de Hoy, entre las asustadas miradas de los lugareños, que contemplaban la operación
desde una prudente distancia.
Se emplearon casi dos horas en desatornillar la escotilla que daba paso al interior del
recipiente cilíndrico de la campana. Una vez abierta el
Reverendo miró al interior, y halló un cadáver.
No costó mucho identificarlo como los restos mortales de Maggie McBride pues, aunque
sólo quedaba el esqueleto, se podía reconocer los jirones de su ropa, y llevaba un pie descalzo.
El macabro hallazgo hizo que la policía volviese a buscar, intensamente al asesino. Se
interrogó, una y otra vez, a Angus, pero éste siguió aferrado a su historia, negando toda
participación en el crimen.
El misterio parecía que nunca iba a resolverse.
Así que, el día 1 de junio de 1875, Maggie McBride fue enterrada en el Kirk de Garry Head.
El Capitán Jelman había partido de vuelta a su país, y el único que poseía ahora una clave
para desentrañar el misterio era el Reverendo Berkeley.
Y su plan era esperar y ver que sucedía...
Tres días más tarde, Angus McBride se suicidó despeñándose por un acantilado. Se halló
en su granja un documento que explicaba detalladamente cómo había asesinado a su esposa,
y cómo había escondido su cadáver en el interior de la gran boya, que se hallaba en aquel
momento en el puerto de Hoy, tras una reparación, y que iba a ser remolcada a su fondeadero
a la mañana siguiente.
Sabía que había muy pocas posibilidades de que alguien descubriera su secreto, y pensaba
desaparecer antes de la siguiente revisión periódica de la boya...
Pero no pensó en el único testigo del crimen: en su esposa, de cuyo cadáver surgió el
vengativo espectro de la boya de Glendough.
LA MANO AMPUTADA
Desconocido
Historias de Fantasmas

Dossier Negro Nº 34

A África se la ha denominado el continente misterioso, tal vez porque sus selvas


impenetrables siempre hayan contenido secretos que el hombre blanco, a pesar de su
orgullosa civilización, jamás ha logrado descifrar. Y no cabe extrañarse por ello, pues lo cierto
es que la penetración de la civilización occidental no ha sido demasiado profunda, y su
influencia bastante periférica, no llegando al interior de la espesura del selvático continente.
Hace aún muy pocos años, grandes espacios blancos en los mapas de África señalaban los
lugares que continuaban siendo "tierras incógnitas", territorios vírgenes, no hollados por la
planta de ningún explorador.
Luego, vino el reparto del continente.
Los países europeos, que a finales, del pasado siglo y comienzos de este se hallaban en la
cúspide de su poderío y engreimiento, se distribuyeron África como si se repartieran un
pastel, buscando apropiarse de las tajadas más apetitosas. Era la época del colonialismo.
Y el colonialismo proporcionó a diversos países europeos, especialmente a Francia y a
Gran Bretaña, varios millones de nuevos súbditos de piel negra, con extrañas costumbres y
una tradición de misterios y brujerías de la que los blancos se reían... hasta que algún
acontecimiento inusitado hacía helarse esas sonrisas en los labios de los colonizadores...
C.V. Tench, Comisionado local para asuntos nativos del Gobierno de Su Majestad la Reina
de Inglaterra en una zona de Rhodesia del Sur iba a ser uno de esos europeos que se hallan
frente a frente con lo desconocido.
Empleado de la División Africana del Departamento de Asuntos Coloniales de la Oficina
Colonial Británica, el señor Tench llegó a Goli, en Matabelelandia, una mañana de julio de
1950 con el propósito de recolectar el impuesto anual de una libra por choza que debían pagar
los nativos a cambio de "protección" policíaca y otras ventajas de la civilización europea.
Llevaba un acompañamiento de seis policías nativos armados hasta los dientes, veinte
porteadores y criados, y su boy o asistente personal. Yubi.
Una vez en el poblado, el británico se fijó en una choza vacía, situada a una cierta distancia
de las demás, y le ordenó a Yubi que la arreglase y limpiase, para meter luego en ella sus
útiles personales y preparársela como alojamiento.
Pero, al dar esta orden, se fijó en que los nativos que habían salido a saludarlo dejaban de
sonreír y parlotear; y se quedaban mirándole con terror. Entonces Sura, el jefe del poblado, le
rogó que no intentase habitar aquella choza, porque estaba encantada.
Con gran acompañamiento de gestos, los nativos le explicaron al Comisionado local cómo
el hombre blanco que la había hecho construir había sido asesinado en el interior de la misma,
mientras dormía, sin que se hubiese logrado jamás averiguar por quién ni cómo.
Dando muestras, una vez más de la engreída superioridad con que los europeos — y
especialmente los que ostentaban cargos oficiales — despreciaban los usos y costumbres
locales, y creyéndose ducho y versado en los miedos y supersticiones de los nativos. Míster
Tench, se alzó de hombros y sonrió. No iba a hacer caso, de las tonterías que contaban aquel
grupo de salvajes negros; ¿qué podía amenazarle a él, un súbdito de Su Graciosa Majestad
Británica, contando con un cargo oficial y una fuerte escolta armada?
Pero, a veces, África se venga de los que no la toman en serio...
Como había enviado mensajeros para que dieran previo aviso de su visita, el británico
pudo ver cómo iban llegando los nativos de los contornos para pagar el impuesto. Así que,
disponiendo una mesa a la sombra de un árbol, comenzó la colecta. Al caer la noche, ya había
recolectado varios centenares de libras, que guardó cuidadosamente en su caja del dinero,
tras lo que la introdujo en la cabaña, frente a la que dispuso dos policías como guardia.
A continuación, Míster Tench cenó, y compartió con los habitantes del poblado el fuego
que habían encendido en el centro del mismo hasta que comenzó a sentirse somnoliento, y
decidió irse a su cabaña, para dormir.
Ordenando a los policías que se retirasen a descansar, colocó la caja con el dinero bajo su
catre, comprobó la carga de su revólver, poniéndolo en un lugar que estuviera al alcance de
su mano, se desnudó y se metió entre las sábanas. Su boy, Yubi, había hecho un buen trabajo,
y el interior de la cabaña estaba limpio e invitaba el descanso. Apagó la lámpara portátil y se
quedó en la oscuridad, escuchando el zumbido de las voces que le llegaban de alrededor del
fuego.
Pronto se quedó dormido.
De lo siguiente que se dio cuenta es que estaba medio despierto, jadeando e intentando
hacer llegar aire a sus pulmones. Algo estaba apretando con tremenda fuerza su garganta,
impidiéndole respirar.
Pensó que sería un ladrón, que deseaba robar el dinero, y el pensamiento lo despejó de
inmediato. Tanteó en la oscuridad, en busca de su revólver, pero no logró hallarlo.
El apretón en su garganta se hacía más fuerte. Notaba una sensación de frío y humedad en
el cuello y lo que le ahogaba no tenía el tacto de una mano humana. Se imaginó que una
serpiente debía habérsele enrollado, pero cuando logró aferrar lo que lo asfixiaba se dio
cuenta que era una mano, tan fría como el hielo.
Aferrándola con su mano derecha, tiró de ella hacia un lado, y logró que soltase presa.
Inmediatamente notó cómo el aire llegaba a sus pulmones, dándole nuevas fuerzas. Con su
mano izquierda buscó el cuerpo de su atacante, al tiempo que lograba sentarse en el catre.
¡Pero no podía hallar cuerpo alguno... sólo una mano, que terminaba en la muñeca!
Asiéndola con toda la fuerza de su brazo derecho, tanteó con el izquierdo, buscando el
cuerpo de su atacante, sin hallar nada más que el aire. Aparentemente lo que le atacaba era
una mano, que terminaba en la muñeca, una mano tan fría como la muerte. Una mano que se
estremecía y hacía unos esfuerzos desmesurados para alcanzar de nuevo el cuello del hombre
blanco, y que, poco a poco, se estaba imponiendo por su superior fuerza.
Al darse cuenta de ello, una oleada de pánico invadió al Comisionado; por lo que, sin
soltar su apretón a la fría mano sin cuerpo, comenzó a dar grandes gritos, pidiendo ayuda:
—¡ Socorro! ¡Guardias! ¡Leta Malampur! ¡Pangisa! (¡Traigan lámparas! ¡Dense prisa! )
Se oyeron gruñidos, gritos y algarabía, mientras los policías nativos se despertaban.
Entretanto, el británico se aferraba a la mano helada, luchando por su vida. Pasaron
algunos instantes, que a él le parecieron horas, mientras llegaban los policías, llevando
lámparas, en su ayuda.
Y, en el mismo instante en que entraban en la choza, iluminándola, Míster Tench notó
como la muñeca se escapaba, resbaladiza, de entre sus dedos. Aunque más que escaparse
pareció disolverse, como si se hiciera humo.
Se puso en pie, buscó el revólver y ordenó que se revisase detenidamente la cabaña y el
poblado entero.
No hallaron nada.
Su boy, Yubi, había corrido en su ayuda con los policías, y el Comisionado le ordenó que le
mirase el cuello; así que tomó una de las lámparas y se acercó a él. El rostro del boy adquirió
una expresión de terror, y se echó hacia atrás, estremecido: el cuello de Míster Tench ha
mostrado las señales de unos dedos humanos.
Yubi le aseguró que aquellas señales no habían sido hechas por ningún ser vivo, sino por
una mano muerta, la de un isituhwane, o sea el espíritu de un habitante del más allá.
El poblado entero estaba despierto. Sura, el jefe, llegó corriendo. Cuando le hubieron
contado lo sucedido, asintió, y dijo que también se lo había advertido al otro hombre blanco,
el que había sido estrangulado durante la noche: le había dicho que no edificase en aquel
lugar, pero el blanco no le había escuchado... los blancos nunca escuchaban.
Le dijo al Comisionado que en aquel lugar se había alzado antes un poblado Makalanga
cuyos habitantes habían sido exterminados una noche, hacía muchos años, por un hiinpi
Matabele. Indudablemente, añadió el jefe, la mano amputada pertenecía a una de aquellas
víctimas, que aún buscaba vengarse.
El británico aceptó la explicación del jefe, pues ya comenzaba a sentirse menos seguro de sí
mismo, y a creer que quizá en África hubiera cosas difícilmente explicables por el hombre
blanco.
Ordenó que retirasen su equipaje de la choza y que prendiesen fuego a la misma,
esperando que así desapareciese el fantasma de la mano amputada.
Las autoridades imperiales no hicieron mucho caso del informe del Comisionado,
enterrándolo entre las montañas de papel que son la razón de ser de toda burocracia, y
consignando el caso al olvido. Para Londres, era posible explicar aquello como una
alucinación... o quizá como el producto de una afición desmesurada a las bebidas alcohólicas,
cosa corriente entre los funcionarios coloniales.
Es fácil reírse de los misterios del continente negro desde un confortable despacho en la
City.
Pero míster Tench, retirado ya del servicio colonial y viviendo en Hampton-on-Thames, en
Inglaterra, aún se despierta, súbitamente, algunas noches, soñando que una mano fría,
húmeda, amputada, le aprieta la garganta.
La monstruosa Figura Gris
Luis Vigil
Historias de Fantasmas

Dossier Negro Nº 35

Los países anglosajones parecen tener un atractivo para los seres supranaturales, y no sólo
en la vieja Europa, sino también en las jóvenes regiones de América. Buena prueba de ello es
la extraña serie de apariciones que consternaron a los habitantes, en su mayoría descendientes
de inmigrantes holandeses, del Valle de Granburg, en los Estados Unidos.
Todo comenzó cuando una tarde de los setenta del pasado siglo dos viajeros, los jóvenes
Herbert Hall y Walter Wren, llegaron a una aldea cercana a la margen derecha del Hudson, y
tras un refrigerio, le preguntaron al dueño de la posada el camino a Grenburg, pequeño
puerto fluvial del citado río, a donde deseaban ir a pasar la noche.
El buen hombre les indicó la existencia de dos caminos, aconsejándoles que, ya que se
hacía de noche, sería mejor que tomasen el más largo. Los jóvenes desearon saber si era por
ser malo el más corto.
—Es bastante difícil en algunos lugares — les dijo el posadero —, pero no es eso en lo que
estaba pensando.
— ¿Entonces? — inquirió Hall.
El posadero dudó. Luego añadió:
—Pasa por un valle que tiene muy mala reputación...
— ¿Ladrones?
—No — dijo el posadero, negando con la cabeza —. Lo que sucede... es que la gente de por
aquí cree que está embrujado.
Los viajeros se echaron a reír, y dejaron bien claro que no creían en fantasmas, y que sólo
por el hecho de que existiese tal leyenda, no les cabía duda de que preferían seguir el camino
que pasaba por el valle.
El posadero se encogió de hombros, y les explicó cómo seguir ambos caminos que llevaban
a Grenburg. Dándole las gracias, los jóvenes tomaron sus mochilas y partieron a buen paso
por el camino que llevaba al valle.
Al fin llegaron a la cresta de una colina y, a sus pies, vieron un valle poblado por una
espesa vegetación, que a la luz del sol poniente adquiría un aire tétrico y misterioso. Al bajar
hacia él, se dieron cuenta de un hecho bastante extraño: un silencio absoluto parecía imperar
en los parajes. Los dos amigos apresuraron el paso, dispuestos a salir de allí lo antes posible, y
maldiciendo la bravuconería que les había hecho desoír las advertencias del bienintencionado
posadero.
Por el valle, la oscuridad era casi completa. Forzando la vista para no equivocarse de
camino, llegaron a un espacio abierto.
Y, entonces, vieron algo que se movía frente a ellos, en la penumbra. Era una figura muy
alta, y aparentemente se trataba de un hombre, vestido de gris, que caminaba a grandes
zancadas.
Trataron de alcanzarle, pero por mucho que corrían el otro mantenía la distancia.
Intentaron llamarle la atención a gritos, pero no pareció oírlos. Luego, en el silencio que
siguió a sus llamadas, notaron otro hecho asombroso: el gigantesco desconocido no hacia
ruido alguno al andar, y las únicas pisadas que resonaban eran las de los dos viajeros.
De pronto, la figura giró, saliendo del camino por un sendero lateral. Y entonces lo
divisaron claramente a la luz de la luna, no pudiendo contener el grito que se escapó de sus
labios: ; La figura estaba desnuda, y su piel brillaba con un horrible color gris! ¡Tenía brazos y
piernas muy largos, y una cabeza muy pequeña y redonda, cuyas facciones eran más o menos
humanas... pero sus ojos, grandes, profundos y verdosos, no; ¡sus ojos eran los de un
demonio!
Anonadados, Wren y Hall se echaron atrás, pero por fortuna el ser de color gris no pareció
interesado por ellos, y, con sus largas zancadas, desapareció tras una curva del camino
secundario.
No había acabado su terrible experiencia, pues, en cuanto la figura hubo desaparecido, el
valle se llenó de temibles gemidos y alaridos, medio humanos medio animales, coreados por
el eco lejano de una risa infernal. Los jóvenes se quedaron helados, incapaces de moverse, y
sólo cuando cesaron los horribles sonidos, al cabo de unos minutos, pudieron reanudar su
camino, alejándose de aquel lugar que ya no dudaban estuviera hechizado.
Algún tiempo después un irlandés llamado Patrick O'Rourke, al tener noticias de lo
sucedido a los dos muchachos, fue a la posada, logrando allí convencer a su propietario para
que le contase todo lo que sabía sobre el misterioso valle.
El posadero le relató que, cuatro años antes, él también había tenido un encuentro con la
fantasmal figura
gris: Iba caminando por el valle, a lomos de su cabalgadura, cuando vio a la sombra de un
árbol una figura que al principio tomó por un vagabundo dormido. Al acercarse, la figura se
puso en pie de un salto, y entonces pudo ver con pavor que se trataba de un ser de color gris,
desnudo, cuyas facciones parecían las de un cráneo, por lo tensa que estaba la piel sobre los
huesos.
El caballo, tal vez con más sentido que su amo, decidió no permanecer en aquel lugar tan
poco recomendable y, desbocado, salió al galope. Cuando el posadero logró contener al noble
bruto, mirando hacia atrás vio como la criatura gris desaparecía a grandes zancadas por el
camino que llevaba a una casa abandonada llamada la Granja Blanca.
Luego, siguió al dueño de la posada, se produjeron nuevas apariciones del extraño ser. Y,
en una ocasión, llegó a tocar a un viajero.
Esto se produjo cuando dos amigos estaban caminando por el valle, entre los bosques, y
notaron que alguien les seguía. Al volverse vieron tras ellos a una figura gris, cuyos largos
brazos rozaban el suelo al caminar. Su cabeza, aunque parecía perderse entre las copas de los
árboles, era visible: tenía las facciones de un cadáver.
Los viajeros echaron a correr, pero aquel ser cubría con uno de sus pasos la distancia que
ellos recorrían con diez. Y así les fue ganando terreno, hasta que al fin, alargando uno de sus
desmesurados brazos, tapó con una mano blanda, viscosa e increíblemente repugnante, la
cara de uno de los dos perseguidos.
Este lanzó un grito y cayó al suelo. Su compañero no se detuvo a ayudarle, sino que,
haciendo un esfuerzo supremo, escapó a la carrera. La cosa no le persiguió.
A la mañana siguiente un grupo de rescate partió del poblado en busca del viajero que
había quedado en el bosque. Lo encontraron vagando entre los árboles, medio loco. Jamás se
recuperó del todo.
Dándose cuenta de que todas las apariciones que le relataba el posadero se habían
producido cerca de la Granja Blanca, el irlandés decidió intentar una experiencia: tras obtener
el permiso del actual propietario de la casa abandonada, y acompañado por tres amigos,
anunció su propósito de pasar una noche en la edificación del valle encantado.
Asegurándose de que no había nadie escondido que pudiera estar haciéndose pasar por
una aparición sobrenatural, O'Rourke y sus compañeros cerraron puertas y ventanas y se
dispusieron a permanecer en vela. Pero, a medida que pasaban las horas, los cuatro amigos
fueron quedándose dormidos unos tras de otro.
Despertándose súbitamente, O'Rourke vio que eran las tres de la madrugada.
Inmediatamente despertó a sus compañeros, diciéndoles:
—Ya ha pasado casi toda la noche, y no ha sucedido nada. Como tenemos que volver
pronto a casa, lo mejor será...
Se le quebró la voz, y con tono excitado gritó:
—¡ Dios mío, ahí está!
A la débil luz que se filtraba por las rendijas de las ventanas pudieron entrever un algo
luminoso que, si bien al principio apenas si era una silueta, poco a poco se iba materializando,
tomando los rasgos del misterioso ser gris.
Aterrorizados, encendieron una vela, y como rechazada por la luz, la aparición se
desvaneció, dejándolos perplejos. Pero no se quedaron a estudiar el fenómeno, sino que se
apresuraron a salir de la casa y del valle.
Una semana después, O'Rourke, fascinado por el lugar, volvió al mismo. Y, cuando se
hallaba en los alrededores de la casa, un desconocido se le acercó y le explicó que, la noche en
que habían realizado su experiencia en la Granja Blanca, él había estado pasando por allí. Y
había visto la figura gris.
—Salió de allí — dijo el desconocido, señalando a un alto árbol aislado situado junto al
camino, cercano a un pozo de amplia boca negra —. Vigile ese pozo mañana por la noche, de
las doce a las tres de la madrugada. Es por culpa de ese pozo por lo que este valle está
embrujado. Este agujero llega hasta las mismas entrañas de la Tierra. He visto pozos como ése
en Perú y en el Brasil. Hay algo en ellos que atrae y da cobijo a una sucia y peligrosa categoría
de espíritus elementales.
A la hora indicada, O'Rourke estaba de guardia junto a la boca del orificio. La noche era
buena, pero unas nubes oscuras presagiaban lluvia. Algo que parecía emanar del pozo le
hacía sentir escalofríos. Era una sensación extraña y amenazadora.
Se acercó cautelosamente al mismo, y estaba mirando a su interior cuando se le paralizó el
corazón: de sus inconmensurables profundidades estaba surgiendo una horrible cabeza gris,
la cabeza de un cadáver, en la que lo único con vida eran los tétricos y luminosos ojos,
profundamente hundidos en sus cuencas. Eran las mismas espantosas facciones que había
visto en la Granja Blanca.
Se quedó de una pieza, pero cuando los grisáceos hombros surgieron por la boca del pozo,
la fuerza volvió a sus miembros y. sin volver la cabeza atrás, salió a una carrera que más bien
era un vuelo bajo.
Había comprobado que las palabras del desconocido acerca del pozo eran ciertas. Y esta
segunda visión de la aparición pareció saciar su sed de emociones fuertes: nunca más volvió
al valle.
Algunos años más tarde la boca del pozo del que se decía que no tenía fondo fue obturada
por las autoridades locales. Entonces cesaron las apariciones del extraño gigante gris.
Pero la gente de aquellas regiones del Hudson aún procura no pasar de noche por el valle
en el que se alzan las ruinas de la Granja Blanca. Pues, ¿quién sabe? , quizá el grisáceo
habitante del pozo encuentre algún día otra salida...
DOSSIER NEGRO: Historia
Libros de historieta con 132 páginas en blanco y negro, más cubiertas en color,
encuadernados en rústica (posteriormente el formato cambió a cuaderno, con lomo o sin él,
con mayores dimensiones). Colección de tebeos editada por cuatro sellos distintos a lo largo
de veinte años, que sufrió numerosos cambios (tanto en sus características externas como en
sus contenidos) a lo largo de sus 217 números ordinarios (entre los cuales hubo dos EXTRA
integrados en la numeración: núms. 100 y 200) más seis ejemplares extraordinarios fuera de
numeración: EXTRA (de XI-1972; 50 ptas/ 132 págs.), EXTRA Verano 73 (50 ptas./132 págs.),
EXTRA Invierno 73 (50 ptas./132 ptas.), EXTRA DEDICADO A LOS VAMPIROS (de XI-1974;
50 ptas./124 págs.), EXTRA CIENCIA FICCIÓN (Verano de 1976; 60 ptas./116 págs.) y
ESPECIAL ESTEBAN MAROTO (III-1978; 100 ptas./116 págs.). Los seis extraordinarios fuera
de numeración fueron libros en rústica que aparecieron en la etapa en que la colección era
publicada por IMDE.

Editoriales que la publicaron

Ibero Mundial de Ediciones (números 1 a 124):


Sello que inicia la colección. En el núm 67, de diciembre de 1974, figuró como editor Garbo,
sello que por aquel entonces había absorbido otras cabeceras de IMDE, pero IMDE siguió
apareciendo como sello editor en los siguientes números. Es por ello que, si bien no se reflejó
en créditos, algunos aficionados consideran que los números 68 a 124 fueron publicados por
Garbo Editorial.

Ediciones Delta (números 125 a 149):


Esta editorial retoma la colección en el momento en que la deja de publicar IMDE
manteniendo la numeración y el formato que tenían los ejemplares en ese momento. Salvo
por los números 147 a 149, el nombre de la editorial nunca figuró en créditos, si bien en
páginas interiores de algunos ejemplares se publicitaban otras colecciones de dicho sello.

Gyesa/Giesa (números 150 a 201):


Sello que retoma la colección en el momento en que la deja de publicar Delta manteniendo
la numeración y el formato que tenían los ejemplares en ese momento. Se ha atribuido la
edición de esta etapa a Ediciones Zinco. Si bien es cierto que en páginas interiores se
publicitaban títulos de esta editorial, su nombre nunca figuró en créditos, donde por el
contrario (junto a la empresa impresora y distribuidora) figuraba GYESA, presumible sello
editor.
Del número 150 al 160 (coincidiendo con la etapa en que la colección llevaba en portada la
etiqueta “NUEVA ETAPA”) la denominación fue GYESA. A partir del siguiente número, y
hasta el 201, la grafía cambió ligeramente pasando a denominarse GIESA, pero los datos que
figuran en créditos demuestran que se trata del mismo sello.
Ediciones Zinco (números 202 a 217):
ello que retoma la colección al dejar de publicarla Gyesa/Giesa manteniendo la numeración
y el formato que tenían los ejemplares en ese momento y publicándola hasta su cancelación

Formato, dimensiones y número de páginas


Inicialmente los ejemplares eran pequeños libros con lomo y cubiertas de cartoncillo.
Tenían unas dimensiones de 21x15 cm. y constaban de 128 páginas más cubiertas (números 1
a 18)
Posteriormente se transforman en cuadernos de cubiertas flexibles con lomo. Aumentan las
dimensiones a 27x20,5 cm y reducen su número de páginas a 64 más cubiertas (números 19 a
98)
El número 99 es ya de un cuaderno grapado, si bien mantiene las dimensiones y número
de páginas de los números anteriores.
El número 100 (número extraordinario integrado en la numeración que conmemora el
centenar de números publicados) es un libro en rústica, con 27x20,5 cm. y 112 páginas más
cubiertas.
A partir de este extraordinario se vuelve a los cuadernos grapados de 27x20,5 cm. pero el
número de páginas se reduce a 48 más cubiertas (números 101 a 114)
Desde aquí, los números siguen siendo cuadernos grapados de 48 páginas más cubiertas si
bien reducen ligeramente sus dimensiones a 27x19 cm. Este formato se mantendrá hasta el
final de la colección (números 115 a 217) con la excepción del número 200, extraordinario
integrado en la numeración de la colección que conmemora los doscientos ejemplares
publicados, que fue un cuaderno grapado de 27x19 cm., pero con 80 páginas más cubiertas.

PVP
Inicialmente, 25 ptas (números 1 a 55) que fue aumentando a medida que avanzaba la
colección: 30 ptas. (números 56 a 79), 35 ptas. (números 80 a 98), 40 ptas. (números 99 y 101 a
115), 50 ptas. (números 116 a 124), 60 ptas. (números 125 a 142), 75 ptas. (números 143 a 155),
90 ptas. (números 146 a 166), 100 ptas. (números 167 a 176), 115 ptas. (números 177 a 185), 125
ptas. (números 186 a 195) y 150 ptas. (números 196 a 199 y 201 a 217). Los números 100 y
200,extras integrados en la numeración, tuvieron un precio de 75 ptas. y 250 ptas.
respectivamente.

Contenidos
La revista contuvo casi exclusivamente historietas de horror en principio. A medida que
avanzaba la colección se publicaron historietas de suspense, fantasía, ciencia ficción y de
género aventurero o policíaco. Los primeros números ofrecieron material autóctono, a partir
del número 24 comenzaron a traducirse historietas procedentes de los editores americanos
Warren y Skywald, así como de la agencia milanesa Gino Sansoni, alternándolas con las que
se venían publicando procedentes de las agencias barcelonesas Bardon Art y la propia Ibero
Mundial de Ediciones (el subtítulo corresponde a esta etapa)
A partir del número 52 se publicaron menos historietas procedentes del editor Warren y
más del sello Skywald, que supusieron el grueso de obras publicadas en los siguientes 20 ó 30
números, sin que por ello, aunque en menor proporción, se dejase de publicar material de
Warren.
Desde el 78 se incorporaron algunas historietas del sello estadounidense Red Circle
Productions. Algún autor español ostentó su propio copyright en esta publicación desde el
núm. 62 (Figueras, con páginas de humor negro servidas por Selecciones Ilustradas) y desde
el 79 (Juan Boix, propietario de sus aportaciones).
El núm. 80 dio entrada a historietas procedentes del sello DC Comics, serializándose las
aventuras de Swamp Thing a partir del núm. 86 y poblándose la revista de firmas filipinas.
Hacia el número 110 la revista ofreció historietas casi en su totalidad procedentes del sello
Warren, que de nuevo fueron disminuyendo en cantidad para ceder paso a obras procedentes
de agencias británicas, publicaciones italianas o argentinas (o de argentinos a través de
agentes italianos).

Redistribuciones.
Aparecieron varios retapados que redistribuían material de la etapa publicada por Zinco.
Los ejemplares se encartaron manteniendo sus cubiertas originales y las cubiertas de los
retapados se confeccionaron con ilustraciones procedentes de alguno de los números
contenidos. Cada retapado contuvo 4 ó 5 ejemplares originales y llevaron un P.V.P. de 530
ptas. que en los últimos tomos subió a 600 ptas. Estos retapados llevaron la etiqueta “EXTRA”
y fueron numerados. Ambas (numeración y etiqueta) figuraron inicialmente en el lomo y
posteriormente en portada.

Retapado 1 (EXTRA 1).- Números 154 a 158


Retapado 2 (EXTRA 2).- Números 159 a 163
Retapado 3 (EXTRA 3).- Números 164 a 168
Retapado 4 (EXTRA 4).- Números 169 a 173
Retapado 5 (EXTRA 5).- Números 174 a 178
Retapado 6 (EXTRA 6).- Números 179 a 183
Retapado 7 (EXTRA 7).- Números 184 a 187
Retapado 8 (EXTRA 8).- Números 188 a 191
Retapado 9 (EXTRA 9).- Números 192 a 195
Retapado 10 (EXTRA 10).- Números 196 a 199
Retapado 11 (EXTRA 11).- Números 200 a 203
Retapado 12 (EXTRA 12).- Números 204 a 207
Retapado 13 (EXTRA 13).- Números 208 a 211
Retapado 14 (EXTRA 14).- Números 212 a 215.

COMENTARIOS
Los primeros números llevaron diferente depósito legal cada uno hasta que se adoptó uno, de
1970, para el resto.
La periodicidad pasó a ser mensual a partir del núm. 19, fechado en noviembre de 1970.
En la etapa en que la colección fue editada por Zinco figuraba el año de publicación en
portada, si bien se tomó 1970 como año I (por haber fijado entonces el depósito legal) aunque
la colección comenzó a publicarse dos años antes.
Fueron varias las imprentas que desfilaron a lo largo de la publicación: INDUSTRIAS
GRÁFICAS MIRALLES, GRÁFICAS BG, GRÁFICAS ROMÁN, LAYSE, ALOMINSA,
LITOCOLOR, LEVSA-GIESA o GRÁFICAS FUTURA entre otras.
El subtítulo cambió a RELATOS GRÁFICOS DE TERROR Y SUSPENSE
Sólo el núm. 200 llevó un encarte (de 16 páginas) en color.

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