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invierno 2019 / nº12

Destacado:
*Ausencias en el canon
de la narrativa actual:
Santiago
Rodríguez Santerbás,
Leonardo Romero Tobar

*Carpeta artística de
Alegría del Prado, por
Estela Rojo

*Algunos dibujos de Eloy


Luna para el libro
Fragmenta de Luis
Orozco

Además:
*Artículos, relatos,
poemas...
El desgobierno es la mejor receta para el buen funcionamiento de un país.

(¿?)

Nuestro más sincero agradecimiento a Asís G. Ayerbe. Sin sus fotografías (incluidas las de portada y contrapor-
tada), este número perdería gran parte de su personalidad.

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En las bibliotecas municipales y pública de Burgos hay a disposición del lector ejemplares impresos de esta revista.
No podemos sino expresar nuestra gratitud por ello.

Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús Borro, Luis
Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.
©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.
©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista, JMI.
Contacto: culdbura@gmail.com
SUMARIO
Ausencias en el canon de la narrativa actual: Santiago Rodríguez Santerbás,
Leonardo Romero Tobar....................................................................................Pág. 5
William Goldman y los corazones en la Antártida, Alberto de Miguel Pliego ....................15
Borges inesperado, Luis C. Montenegro .................................................................19
La banalidad del mal, Carlos de la Sierra ..................................................................23
Espejos, Lino Varela Cerviño...................................................................................25
Tuits, Enrique Moya Angulo ....................................................................................29
Carpeta artística de Alegría del Prado, Estela Rojo .....................................................31
tinta, Eliseo González ............................................................................................41
El perro del panadero, Paco Arana ...........................................................................43
Polvos tristes, Manuel Prado Antúnez .......................................................................47
El Rumiante Loco, José María Izarra ........................................................................57
Algunos dibujos de Eloy Luna para el libro Fragmenta de Luis Orozo, Eloy Luna .............63
Poemas, Julián Alonso ...........................................................................................75
Mito (poema), Carlos Contreras Elvira ......................................................................79
Poemas, Enrique Moya Angulo ................................................................................81

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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
Ausencias en el canon de la narrativa actual:
Santiago Rodríguez Santerbás
Santiago Rodríguez Santerbás falleció a finales
del pasado 2018, a los 81 años de edad.

In memoriam

Causas de la más diversa naturaleza explican las ausencias de escritores y obras de


mérito indudable en los repertorios canónicos de cualquier género o época histórico-litera-
ria: pérdida de textos, desinterés de los lec-
tores, desvalorización de temas o géneros,
empleo de lenguas distintas del español,
desconfianza estética, censuras ideológicas
o de intereses empresariales, pereza inte-
lectual... Por ello la escritura de una «His-

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toria de la Literatura Española» sigue siendo
un telar abierto e inconcluso, una construc-
ción en marcha a la que los descubrimientos
de lo ignorado le confieren un dinamismo
vivo y estimulante. El análisis de cada una
de las causas que han motivado o que si-
guen produciendo los aludidos vacíos me
llevaría muy lejos del propósito que guía las
páginas que siguen, dedicadas a exponer la
obra literaria de un escritor actual que,
como otros muchos, es un mero nombre en
las listas al uso de novelistas españoles del
último cuarto de siglo XX, a pesar de que su
obra publicada es una original y valiosa con-
tribución al progreso del género. El porqué
haya sido así, puede obedecer a muchos
motivos, entre los que no se me ocultan los
tropismos profesionales que conducen a crí-
ticos e historiadores a repetir esquemas in-
terpretativos en los que las «tendencias» y
los nombres habituales ofrecen un cómodo
decir para quienes prefieren transitar por
caminos ya rodados. El silencio crítico que
se ha cernido sobre Santiago Rodríguez
Santerbás (nacido en Burgos en 1937) es
análogo al olvido o la rapidez con los que
son despachados en repertorios informativos, panoramas y libros de consulta otros valiosos
narradores de una edad próxima a la suya. En las fuentes informativas sobre narrativa ac-
tual son pocas las noticias y mínimas las estimaciones que se leen acerca de novelistas
como Manuel Derqui (Meterra fue edición póstuma de 1975), Ángel Vázquez, autor entre
otras novelas, de La vida perra de Juanita Narboni, aparecida en 1976 o, más cercano al
momento actual, de Luciano G. Egido (El cuarzo rojo de Salamanca es de 1993). He citado
estos tres casos a título de ejemplo abreviado y para repetir el modelo de las «tendencias
narrativas» que representan estas novelas, del relato expresionista la primera, del monó-
logo interior la segunda y de la novela histórica la última. Otra perspectiva ofrecen rescates
como el descubrimiento póstumo, en circuitos minoritarios, de narradores como Miguel Es-
pinosa (nacido en 1926), afortunadamente incluido al fin en el «canon» gracias a la atención
crítica que le han prestado exigentes lectores vinculados al escenario geográfico en el que
se movió el escritor murciano. Diversas circunstancias del mercado y la difusión de los libros
explicarían los «descubrimientos» recientes de novelistas que llevaban tiempo publicando
(José Esteban, Carlos Pujol, Javier Tomeo...). Para Santiago Rodríguez Santerbás ni siquiera
los centones bio-bibliográficos de carácter local o autonómico le han dedicado un mínimo
espacio1, siendo autor de una pieza teatral, cuadernos gastronómicos, varias novelas cortas,
tres relatos extensos y una docena de muy cuidadas traducciones de textos ensayísticos y
narrativos ingleses y franceses2. Sólo en algunas páginas redactadas por amigos con los que
Rodríguez Santerbás ha compartido complicidades artísticas podemos leer estimaciones sobre
las características y significación de su obra literaria3, y todo ello contra el pronóstico que sentaba
en 1960 Miguel Delibes en el prólogo que escribió para Jorobita, la primera narración editada de
nuestro autor: «Tengo la impresión de que Santiago Rodríguez Santerbás va a dar que hablar
en el campo literario nacional»4. Por aquellas fechas el escritor burgalés escribía en periódicos
castellanos ―El Norte de Castilla y Diario de Burgos―, de los que pasó a ser colaborador habi-
tual; en la revista Triunfo, donde firmaba trabajos de crítica artística, musical y literaria y en los
que mostró poseer un conocimiento y competencia crítica inusitados en la época5. Las notas in-

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formativas que acompañan a las primeras publicaciones de nuestro autor se refieren a novelas
cortas suyas que habían quedado bien clasificadas en concursos literarios; yo no he conseguido
leer las aludidas en esas notas ―Los perros muertos y El camino de las sirenas― ni la colección
de relatos breves La muerte bien temperada, a que se refiere Torres Dulce como libro inédito
en 1996. Y de muy difícil localización es la corta tirada de cien ejemplares que tuvo Valdediós
(1987), una miscelánea de géneros bellamente editada por la gijonesa galería de Arte Cornión,
y que obtuvo el Premio Nacional de Edición de aquel año.
La voluntad de belleza en la presentación editorial de sus publicaciones y la plétora de sa-
beres culturales de muy diversa naturaleza caracterizan, en una primera aproximación, la obra
literaria de Rodríguez Santerbás. Su idea del libro bello como un arte total se aprecia, por ejem-
plo, en la única pieza escénica que le conozco, La doncella y el unicornio (1989), estampa de
teatro poético en la que el texto va acompañado de ilustraciones gráficas firmadas por Sara R.
Chamón y de ilustraciones musicales de Elena R. Chamón, hijas ambas del escritor y cuya «R»
de la firma «se trata de un family affair, una conspiración familiar de indudable buen resultado»6.
En esta pieza, publicada en la colección de literatura juvenil de una conocida editorial es-
pecializada en libros escolares7, un preámbulo en verso que canta el Trovador a telón corrido,

1 . Es un nombre más que se cita en el volumen Literatura actual en Castilla y León (José María Balcells coordinador, Valladolid,
Ámbito Ediciones, 2005, p. 663) y una breve ficha en el Diccionario de la cultura en Burgos. Siglo XX de Fernando Ortega
Barriuso (Burgos, Dossoles, 2001, p. 575).
2 . Rodríguez Santerbás ha traducido Frashwater (1980) de Virginia Woolf, La casa ideal y otros textos (19080) de Robert Louis
Stevenson, Una disertación sobre el cochinillo asado (1982) de Charles Lamb, Una excursión fotográfica (1983) de Lewis Caroll,
Canción de Navidad (1986) de Dickens, La muerta enamorada (1986) de Théophile Gautier, Oraciones de Vailima y Sermón de
Navidad (1986) de Robert Louis Stevenson, Silvia y Bruno (1989) de Lewis Carroll, El sabueso de los Baskerville (1989) de Arthur
Conan Doyle, Fabuleario (1993) de Edward Lear.
3 . Véanse el «Prólogo» de Miguel Delibes a Jorobita (1960) y la «Introducción» y el «Apéndice» que acompañan a la segunda
edición de Tres pastiches victorianos (1996) firmados respectivamente por los conocidos críticos cinematográficos Juan Tébar
y Eduardo Torres-Dulce.
4 . Miguel Delibes, en Jorobita, p. 10.
5 . En la digitalización de la revista Triunfo <http://www.triunfodigital.com> se recogen artículos de nuestro autor.
6 . E. Torres-Dulce, op. cit., p. 192.
7 . El propio escritor era miembro de una familia titular de otra firma editorial muy acreditada también en la producción de
pergeña al modo costumbrista el escenario de un palacio real y el perfil de los personajes
principales de una trama que se resuelve con quiebro poético en el rechazo de la princesa al
pretendiente que, originariamente, había sido un unicornio del que ella había quedado pren-
dada:

La doncella se fue/ con su blanco vestido,/ los ojos muy abiertos/ y el co-
razón cansado./ No fue a recoger flores,/ ni a buscar un marido;/ fue a soñar
unicornios/ en el bosque hechizado8.

La obra narrativa de Rodríguez Santerbás

El refinado culturalismo que impregna los relatos de Santiago Rodríguez Santerbás


no fue, desde luego, la excepción madrileña a la invención periodística de la que fue lla-
mada «escuela de la berza» mesetaria. Rodríguez Santerbás, como otros muchos escri-
tores españoles formados en los años de la inmediata postguerra, tanto del centro
geográfico como de la periferia, buscó la salvación de su mundo interior en la lectura
voraz y en los viajes al extranjero, dos formas de eludir la inhóspita realidad española
de mediados del siglo XX. Con estos recursos fabricó, en mi opinión, las paredes maes-
tras de sus obras narrativas. La integración, pues, de las Bellas Artes en sus relatos
―como ocurre en la pieza teatral a la que me he referido― es un recurso paralelo a la
intensificación de citas intertextuales y guiños devotos a las buenas formas sociales de
los países europeos y al distanciamiento irónico con el que es encarada la vida cotidiana
espejeada en las páginas de sus relatos9. Sí puede apreciarse, con todo, una intensifi-

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cación de esos artificios constructivos en el curso del avance cronológico de su escritura,
ya que en su primer relato Jorobita predomina una sencilla veta de irrealidad poética
que se irá hipertrofiando en los textos posteriores. Desde luego, el juicio de Miguel De-
libes sobre la contención estilística que caracterizaba los primeros relatos de Santiago
Rodríguez Santerbás y en los que se revelaba como «un hábil administrador de palabras,
como un joven maestro de economía literaria», creo que solo se puede aplicar al último
del que tengo noticia, Román y yo (1987), ya que en los años intermedios de su pro-
ducción la abundancia de artificios literarios es mucho más llamativa, como puede com-
probarse en los libros titulados Tres pastiches victorianos (1980), La vuelta al mundo
en ochenta días (1982) y La inmortalidad del cangrejo (1985).
Efectivamente, Jorobita narra la biografía de un toro malforme ―«Jorobita nació
en enero. Lo trajo una cigüeña y lo dejó, acurrucadito y húmedo, junto a la madre»―
que crece aislado de la manada y para el que los contactos afectivos son reducidos y
episódicos. Una noche, en que fue trasteado por un maletilla, dejó huella profunda en
su memoria, y aquel torerillo es el que lo torea y lo remata magistralmente al final del
relato. Los toques de ambientación maravillosa que van subrayando la narración tienen
correspondencia en la novelística fantástica representada por las Industrias y andanzas

textos escolares.
8 . La doncella y el unicornio, p. 44.
9 . Valgan como muestras de este tratamiento sarcástico de la vida española del momento dos breves pasajes de La inmortalidad
de cangrejo: «Desfilaban los últimos encapuchados; ambas hileras se juntaban en una línea transversal de cinco capirotes; el
del centro era sin duda el jefe o preboste de la cofradía (...). La momentánea claridad de un relámpago bañó las capas pluviales
y las dalmáticas de los clérigos que marchaban en pos de la imagen; y el trueno subsiguiente se multiplicó, como un eco
prolongado, en el redoble de los tambores que tañían quince o veinte sujetos disfrazados de legionarios de la antigua Roma.
Un tropel de mujeres enlutadas venía detrás de los soldados romanos, algunas caminaban descalzas y velaban sus rostros con
gasas negras; otras mantenían sus brazos extendidos en forma de cruz. Una voz de falsete inició la primera estrofa de un
cántico penitencial, y el coro de las enlutadas se adhirió mecánicamente a la deprecación: Perdona a tu pueblo, Señor/ perdona
a tu pueblo/ perdónale, Señor. Un nuevo relámpago deslumbró a las suplicantes» (p. 61). «El dieciocho de julio, con las
formalidades acostumbradas, celebramos el octogésimo primer cumpleaños de tío Camilo, y él se obsequió a sí mismo con
un raro ejemplar de la Mona Hieroglyphica de John Dee» (p. 118).
de Alfanhuí (1951) de Sánchez Ferlosio10, y el escueto estilo sintáctico remite a los mo-
delos prosísticos azorinianos que todavía lucraban de prestigio entre escritores de me-
diados de la pasada centuria. Esta sencillez en la prosa coincide, además, con el rápido
trazado de los dibujos que acompañan al texto, varios grabados firmados por «Rodríguez
Santerbás», los apellidos del escritor que serán metamorfoseados posteriormente en
otros impresos por la firma «J. Isaac», nombre propio que forma parte también de la
onomástica del autor.
Las ilustraciones que llevan este segundo nombre las encontramos en libros que,
como Tres pastiches victorianos y La vuelta al mundo en ochenta mundos, revisten mayor
elaboración estilística y una complejidad narrativa que se hace patente en el diseño edi-
torial de ambas obras, un aspecto en el que siempre se ha esmerado nuestro autor y al
que, no sé si desde presupuestos semióticos o desde simples imperativos de buen gusto,
ha prestado singular cuidado en lo relativo a los materiales paratextuales de sus relatos.
Desde luego, en el diseño gráfico de la cubierta que, firmada por él o por otros dibujan-
tes, sitúa al lector ante el artefacto literario con el que se va a encontrar. Y, en grado
eminente, en las numerosas apostillas explicativas o exegéticas que acompañan a las
narraciones.
En Tres pastiches victorianos Rodríguez Santerbás incluye una «nota preliminar»
antes de cada novelita para afirmar la autenticidad de la autoría del texto que la sigue y
del que él mismo sólo se responsabiliza en su condición de traductor. Las abundantes
notas a pie de página abundan en tal planteamiento aunque una breve «Exculpación»
añadida en la segunda tirada del libro sirve para que el autor hispano reconozca haber
reelaborado sus ficciones a partir de los personajes inventados por tres autores ingleses
―Charles Dickens, Lewis Carroll y Arthur Conan Doyle― y excuse tanto la falsificación

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de tres dibujos de ilustradores ingleses ―«Phiz», Tenniel y Paget― que él mismo había
ejecutado para la primera edición de Tres pastiches victorianos como los juicios eruditos
que atribuye a un conjunto de críticos anglófonos expertos en los tres escritores imita-
dos11.
El material paratextual de La vuelta al mundo en ochenta mundos ofrece todavía
mayor complejidad. La dedicatoria a su madrina ―«enferma imaginaria que viajaba sin
moverse de su butaca»― explicaría, además de algunos reflejos autobiográficos que so-
brenadan en la novela La inmortalidad del cangrejo, el despliegue de testimonios sobre
la autenticidad del viaje relatado en este libro, testimonios que se exponen prolijamente
en el «Prólogo», «Apéndice» e «Índices» y que, como señala el autor, «para garantizar
la veracidad de este relato, debería bastar la palabra de honor de un caballero. No obs-
tante, ya que ciertos sujetos se empeñan en privar de validez a mi testimonio personal,
me permitiría aconsejarles que examinaran minuciosamente los diversos objetos, docu-
mentos y utensilios que fui recogiendo a lo largo de mi periplo». Al final, cuatro pági-
nas no numeradas para que el lector escriba «Notas de lectura» siguen a un
«Colofón» repleto de detalles.
Una «Relación pormenorizada de los objetos y documentos reunidos a lo largo de la
circunnavegación del yate mirto» y el dibujo de dos mapas que reflejan el recorrido de la
embarcación son los testimonios de veracidad aducidos por el autor12. Algunos dibujos de

10 . Singularmente el procedimiento de humanización de los animales que recorre el texto, tal como se puede advertir en
este apunte de la suerte final del toreo desde la perspectiva del protagonista: «Vio moverse el trapo. Atacó. Al principio, no
sintió nada. Como si hubiera chocado con una mariposa. Luego, notó que algo caliente le quemaba la joroba. Los cisnes tienen
alas –pensó–. Quizás me están saliendo» (Jorobita, p. 75).
11 . Los expertos dickensianos Edgard Jonson y Martín Gardner, los conocedores de la obra de Lewis Carroll, Anne Clark y
Helmut Gernsheim, y las reconocidas autoridades en Conan Doyle y su detective, Michael y Mollie Hardwick. La «Exculpación»
aparece en la segunda edición de la obra, en la que se cambia el título por el de Pickwick, Alicia y Holmes al otro lado del
espejo y se añaden los comentarios biográficos y críticos de Juan Tébar y Eduardo Torres-Dulce a los que antes he hecho
mención.
12 . Creo que, en un arranque de máxima simulación de la debatida veracidad del viaje, el escritor dibujante podía haber
reproducido las figuras de los objetos a los que alude del mismo modo que un viajero de la Ilustración, Leandro Fernández de
estos testimonios que se reproducen en las páginas de La vuelta al mundo en ochenta
mundos están firmados por «J. Isaac» aunque la mayoría reproducen grabados de otros
artistas o de anónimos folletos publicitarios13. Ahora bien, el juego de las falsas atribucio-
nes y de la erudición imaginada recibe un golpe de gracia en el epílogo titulado «Acción de
gracias», en el que Rodríguez Santerbás, después de aseverar que en este libro «ni creé
a la mayoría de sus personajes, ni inventé todas las palabras que pronunciaron», relaciona
las «Fuentes» de donde proceden los ochenta «azares» (así denomina a cada una de las
aventuras o capítulos del volumen)14 y los ochenta héroes que los pueblan y que, al tratarse
de un periplo iniciado y concluido en Sevilla, comienza con el mítico don Juan y concluye
con la evocación del cantaor decimonónico Silverio Franconetti. Todo un despliegue de cul-
tura literaria y de guiños de culta complicidad con el lector imbuido en las tradiciones lite-
rarias más variadas.

La técnica de los pastiches

El principio universal de imitación, rector de la creación literaria, está en la base de los


procesos de mimetización textual que, al modo de la «escritura oblicua» de la que ha hablado
Philipe Hamon, da cuerpo a las parodias y los pastiches de las antiguas y las modernas lite-
raturas15. El procedimiento que, en sus orígenes, tuvo una finalidad principalmente burlesca
ha ido desplegando unos propósitos de índole lúdica tan acentuados que ha terminado por
convertirse en un rasgo caracterizador de la literatura reciente. Por ejemplo, Patrick Ram-
baud, escritor francés especialista en la imitación del estilo de
otros, obtuvo el premio Gouncourt por su novela histórica La Ba-
taille (1997), un relato documentadísimo que rescribe la batalla de

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Essling al modo de los grandes novelistas históricos franceses del
siglo XIX, comenzando por Balzac. En la novela española actual el
pastiche es uno de los procedimientos más frecuentados y va
desde la imitación del estilo de fórmulas novelescas populares ―el
folletín, la novela negra, la novela rosa― hasta la atribución de tex-
tos a autores que no los han escrito ―pienso en la colección de
Cuentos únicos (1989) de Javier Marías―.
El tributo a la cultura literaria que paga Santiago Rodríguez
Santerbás alcanza en Tres pastiches victorianos su manifestación
más ostentosa en el conjunto de componentes paratextuales que
antes he mencionado y que pueden resultar reiterativos para un
lector exigente, ya que el acierto de esta selección de tres falsas
novelas ―al modo de Ramón Gómez de la Serna― atribuidas a los
escritores ingleses del siglo XIX Dickens, Lewis Carroll y Conan
Doyle estriba en su hábil imitación de la estructura narrativa y el estilo de los creadores de
Picwick, Alicia y Sherlock Holmes.
En «El último viaje de Mr. Pickwick» imagina Rodríguez Santerbás una nueva aventura
que traslada al personaje de Dickens a la imaginada ciudad inglesa de Sarborough (la per-
tinente nota la identifica con Salisbury) para recuperar un cuadro de Rubens que donará a
la galería de pinturas de Dulwich. En el viaje de búsqueda, acompañado de sus inevitables

Moratín, dibujó en el manuscrito de sus apuntaciones del viaje a Inglaterra diversos objetos del país visitado que le llamaron
la atención.
13 . Por ejemplo, los dos grabados de Durero que se imprimen en las páginas 49 y 70 son trabajos del artista germano que
Rodríguez Santerbás sitúa con precisión en la fuente de donde los toma (cf. The complete Woodcuts of Albert Dürer, ed. Dr.
Willi Kurth, New York, Dover Publications, 1963, p. 47 para «Catón instruye a su hijo en el lecho de muerte» y p. 112 para «Las
siete trompetas son entregadas a los ángeles»).
14 . Las referencias del fondo último de este libro de viajes y aventuras son, por supuesto, Verne y Costaza.
15 . Para abreviar bibliografía, véanse la Introducción de Paola Mildonian a las Actas Parodia, Pastiche, mimetismo. atti del
convengo internazionale di Letterature comparate, Roma, Bulzoni, 1997.
acólitos Sam Weller y Mr. Tupman, experimenta sobresaltos, engaños e incidentes muy si-
milares a los que ocurrieron a los personajes en la novela original. En «Aventuras de Alicia
en la cámara oscura», la protagonista del relato de Charles Lutwidge Dodgson vive una in-
quietante experiencia al convertirse en el negativo de una placa fotográfica y, en «Las aven-
turas del quinteto inacabado», el famoso detective y virtuoso violinista Sherlock Holmes
coincide en el París fin de siècle con el español Sarasate para resolver el enigma de un ase-
sinato que se produce en presencia de ambos. De manera que el moderno escritor español
pone a prueba en su imitación el sugestivo decir descriptivo del costumbrista Dickens, la
fantástica imaginación del profesor de Lógica que era capaz de ver «otra realidad» en el otro
lado del espejo y la inteligencia inductiva del modélico narrador de novelas policíacas16.
Si la asimilación de los modelos narrativos originales está realizada con envidiable ha-
bilidad, un acierto análogo supone la imitación estilística. La expresión lingüística de las no-
velitas supuestamente traducidas produce un efecto de aceptación por parte del lector que,
acostumbrado a las versiones más difundida de la prosa narrativa inglesa, no duda en recibir
los textos falsos como otras tantas traducciones de tres escritos redactados originalmente
en inglés. Por supuesto, Rodríguez Santerbás ha acreditado su competencia como traductor
de textos literarios ingleses, pero en el caso de estos tres pastiches la imitación del «estilo
original» echa mano de las convenciones más acreditadas en la práctica de la traducción de
la literatura inglesa: el empleo de abundante adjetivación que sugiere asociaciones valora-
tivas, la frecuencia de expresiones coloquiales de uso respetable o la construcción sintáctica
ornamentada con meandros subordinantes. Valga el párrafo de una de las tres novelitas
como muestra de esta práctica imitativa:

Hubo, al parecer, algunos pedantes y eruditos de tres al cuarto que se

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atrevieron a insinuar que Las tres gracias no habían nacido del pincel de Ru-
bens, sino de la torpe brocha de un desmañado plagiario. Acaso porque tales
maledicencias llegaron a oídos del donante, o quizás porque éste no lograra
reponerse del catarro adquirido en la fatídica vigilia de Ringstone, el caso es
que el estado de salud de Mr. Picwick se agravó repentina e inexorablemente,
hasta el extremo de que, viéndose forzado a guardar cama y temiendo que
aquella enfermedad pudiera llevarle a una inconsciencia definitiva, decidió
hacer testamento , para lo cual encomendó a su mayordomo que requiriese la
presencia de un honesto y escrupuloso abogado de la vecindad17.

La novelita de 1987 Román y yo apunta también a los juegos del pastiche aunque de
forma más sutil y disfrazada18. Se trata de una narración en primera persona que enuncia la
niña protagonista para dar cuenta de lo que le ocurre en el curso de un verano vivido con su
abuela ―autora de éxito de novelas rosa― en un pueblo marítimo. Allí, Alicia conoce a otros
seres adultos y de su edad pero, singularmente al superviviente de una mordedura del conde
Drácula, Román, del que se hace entrañable confidente y del que recibe el estigma que posee
a la estirpe de vampiros a que dio origen el libro clásico de Bram Stoker; algunos pasajes
de Román y yo recuerdan situaciones de Peter Pan mientras que otros funcionan como sar-
cástica alusión a las narraciones amorosas de una popular escritora asturiana de hace pocos
años. La desazón que suscita la presencia de lo irreal, gracias a la limpidez del tono narrativo
de este relato, toma cuerpo en las consideraciones que se va haciendo a sí misma la niña
protagonista, como en esta que cierra la novela:

16 . J. Vallés Calatrava incluye «Las aventuras del quinteto inacabado» en su relación de novelas policiacas españolas (La novela
criminal española, Granada, 1991).
17 . «El último viaje de Mr. Pickwick» en Pickwick, Alicia y Holmes..., p.73.
18 . No pueden faltar los guiños culturalistas como la dedicatoria del libro -«Para Phocas cuando aprenda a leer»- que, con
independencia del apelativo del niño a que se encamina, evoca el nombre del personaje inventado por el novelista decadente
francés Jean Lorrain y que Rubén Darío retomaría en el soneto «A Phocás el campesino» de sus Cantos de vida y esperanza.
Han pasado varios meses, cuatro o cinco, desde que fui a casa de mi
abuela y conocí a Román y hablé con él y vi su cadáver con una estaca en
el corazón. Procuro portarme como una niña normal. Pero no soporto el olor
de los ajos, y me mareo en las iglesias, y mi rostro no aparece en las foto-
grafías ni se refleja en el cristal de los espejos.
¿Qué voy a hacer? ¿Tendré que irme a mi casa, sin que se enteren mis
padres, y meterme en un ataúd, como Román, y dormir durante el día y
salir por las noches en busca de... alimento?19.

La novela del tiempo ilimitado y los espacios obsesivos

La inmortalidad del cangrejo (1985) es el relato de más aliento, por extensión y


complejidad, que ha salido de la pluma de nuestro autor y que compendia su universo li-
terario con una plasticidad notable. El solapamiento de realidad e irrealidad, la conciencia
angustiosa de un tiempo y un espacio que sofocan el crecimiento de la vida, la acumu-
lación, en fin, de muchas alusiones que, como ironías y homenajes, trazan un recamado
de asociaciones culturales y literarias. Sólo la vista de los libros que reposan sobre la
mesilla de noche de uno de los personajes orienta al lector
acerca de este último recurso: «The return of Sherlock Holmes,
los Essais, de Montaigne, las Epístolas familiares, de fray An-
tonio de Guevara, los Pickwick Papers, los Soliloquios, de Marco
Aurelio en la edición bilingüe de Haines»20.

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El relato, también en primera persona, de un joven pro-
fesor de instituto describe la existencia enclaustrada de los
miembros de la familia Hontanar, indemnes al paso del tiempo
pero muy sensibles a los estímulos de los espacios en los que
se mueven. Algunos no salen prácticamente de su vieja man-
sión, otros ―como el más viejo de todos ellos― viajan incasa-
blemente mientras el protagonista se limita a pasear las viejas
rúas de una mortecina ciudad en cuya descripción se adivina
la natal del escritor21. Frente a la inmovilidad de unos, el mo-
vimiento incesante del viejísimo bisabuelo que da cuenta a sus
parientes de los diversos lugares que visita ―Viena, Venecia,
Creta, París, Amsterdam, Kovenhavn, Edimburgo, Nueva York,
Albi, Viena― para evocar en ellos las resonancias históricas y
artísticas que suscitan en un viajero hiperculto. Y frente al tiempo ilimitado en el que
este grupo humano chapotea con la Fuente de la vida ―no en vano se llaman Hontanar
y descienden de un añoso conquistador que anduvo en la Florida del siglo XVI a la bús-
queda de la Fuente de la eterna juventud―, el narrador protagonista liquida con un pis-
toletazo suicida el diario que había comenzado el primero de enero del año anterior, con
lo que el relato vuelve al punto de partida y cubre exactamente la duración de un año
natural.

19 . Román y yo, pp. 109-110.


20 . La inmortalidad del cangrejo, p. 42.
21 . El tema modernista de las «ciudades muertas» ha vuelto a surgir en la narrativa reciente por la animación que presta a
viejos centros urbanos la narrativa de un Luis Mateo Díez. En La inmortalidad del cangrejo son frecuentes las pistas
identificatorias de la ciudad a que se alude, si bien la más pertinente es una descripción reiterada del paseo del protagonista:
«Crucé el arco de San Miguel, fui caminando hasta el puente de la Estación bajo las ramas desnudas de los tilos, atravesé el
río, que venía turbio y muy crecido, seguí por el paseo del Sotillo, desde donde se veían las torres gemelas de la catedral
perfiladas contra el cielo incoloro, llegué a la plaza del Instituto, esquivé algunos corros de alumnos, franqueé el oscuro zaguán
renacentista...» (p. 28).
La falsa experiencia de una juventud prestada que domina a la familia Hontanar es
rechazada por su más joven descendiente que, ante el estímulo de los jóvenes de verdad
que son sus anodinos estudiantes, proclama:

No quiero ser eternamente joven. Si pronuncié esas palabras, esa súplica


negativa a nadie dirigida, fue porque, desde hacía años, sabía que no era lo
mismo ser joven que poseer una juventud efectiva, pero artificial. Ser joven
era gozar de la inexperiencia y sufrir por ella, descubrir día a día las turbadoras
primicias el bien y del mal, presentir que todo lo que sucediera, habría de ser
absolutamente nuevo y que, una vez acaecido, no volvería jamás a repetirse,
porque la repetición equivalía a la madurez, a la experiencia, al desencanto y
a la muerte22.

El venerable mito de Fausto viene en ayuda de esta vivencia profunda de la imposibi-


lidad de la juventud ilimitada, pero no se trata del mito reelaborado por Goethe sino, en un
quiebro de sutileza literaria, del Doctor Faustus, de Marlowe, sobre el que uno de los Hon-
tanar ha pergeñado una ópera zurcida con piezas musicales de muy distintos compositores.
La promiscuidad musical de esta ópera corre en paralelo con la impresionante acumulación
de citas textuales en varias lenguas, de alusiones a libros y autores de la Literatura Universal
y de primorosos usos sociales de exquisitez cosmopolita escasamente practicados en la vieja
ciudad que sirve de marco inmediato a la historia familiar y, en último término, al tiempo
histórico español sobre el que se proyecta esta fábula sobre el tiempo y el espacio.
El culturalismo que se hacía notar en otros textos de Rodríguez Santerbás alcanza en
esta novela su punto culminante del mismo modo que la intención irónica surge agazapada

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en casi todas sus páginas. Repárese en que el mismo título de la novela, al par que repite
una frase hecha de la lengua conversacional señala al motivo heráldico de la singular y es-
perpéntica familia que la protagoniza. Culturalismo, ironización, sentimiento desazonado
ante el correr del tiempo son algunos de los relieves más acusados de esta narración que no
resultan, por otra parte, muy alejados de las emociones con que impregnaban su escritura
narrativa los autores de la generación de nuestro novelista.

OBRAS PUBLICADAS DE SANTIAGO RODRÍGUEZ SANTERBÁS

Jorobita, prólogo de Miguel Delibes, Valladolid, Gerper, 1960, 76 pp.


Opúsculo de amenas y sustanciosas reflexiones sobre el arte de bien manducar, Bur-
gos, Hijos de Santiago Rodríguez, 1967, 20 pp.
Tres pastiches victorianos; Madrid, Hiperión, 1981, 195 pp. Reimpresión con añadidos
en:
Pickwick, Alicia y Holmes al otro lado del espejo /Tres pastiches victorianos, introduc-
ción de Juan Tébar, apéndice de Eduardo Torres-Dulce Lifante, ilustraciones de José María
Ponce y J. Isaac, Madrid, Anaya, 1996, 207 pp.
La vuelta al mundo en ochenta mundos. Edición profusamente ilustrada, diseño gráfico
J. Isaac y Equipo 109, Madrid, Hiperión, 1982, 263 pp. + 6 pp. sin numerar.
La inmortalidad del cangrejo, Madrid, Hiperión, 1985, 202 pp.
Román y yo, ilustraciones de José Pérez Montero, Madrid, Anaya, 1987, 111 pp.
Valdediós, (Gijón), 1987.
La doncella y el unicornio, ilustración de Sara y Elena R. Chamón, Madrid, Anaya, 1989,
44 pp.

Leonardo Romero Tobar

22 . La inmortalidad del cangrejo, pp. 161-162.


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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
William Goldman
y los corazones en la Atlántida

William Goldman fue mi primer referente literario sincero. Quitando la paja de grandes
autores o clásicos que, realmente, no me habían interasado más que para hacerme el in-
teresante ante los mayores: “¡Fíjate en este chaval, que ha leído a Boccaccio, y a Cormac
McCarthy! ¡Menudo portento!”, William Goldman fue el primer guionista-novelista al que
admiré de verdad. Por muchas razones: por la limpieza en su forma de narrar ―muestra
gozosa de la anti retórica―; por su humor cabrón, como el picotazo de una avispa; por
sentir, al leerlo, “un contagio humano, como si lo tuviese a mi lado”, que decía José Hierro;
y, sobre todo, por su sinceridad confesional: el protagonista de su novela “The Colour of

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Light” es un joven escritor marcado por el sucidio de su padre. William Goldman encontró
a su padre muerto, una tarde a la vuelta del instituto, cuando tenía 15 años.
Otra de sus novelas, “Boys and Girls together”, también confesión ―esta vez genera-
cional―, que según el propio Goldman cambió muchas cosas en su vida, se abre con la de-
dicatoria: “To my father”. Conociendo de dónde venía el autor, tiene mucha más fuerza que
cualquier posible variante, del tipo: “in loving memory of my father”. En aquellas tres pa-
labras está todo. La primera vez que las leí, recordé el poema con el que Juan Miguel Lamet
inauguró sus clases de guión (¡siempre las primeras veces!), un poema, no es casual, de
José Hierro, en que alaba a Dios por tantas cosas, por haber inventado el silencio, y el chi-
rrido de la chicharra, por el agua, el agua sobre todo, y también lo maldice por haber in-
ventado a su padre “colgado de la rama de un olivo, poco después de recogerse la
aceituna”; y cómo, cuando terminó la lectura, Juan Miguel nos miró y dijo: “Su padre se
ahorcó”.
En un mismo año se me juntaron dos maestros que, al hablarme de su vida en lo que
escribían (Lamet nos leía páginas de su diario tan emocionantes y llenas de verdad como
las mejores de Goldman), digo que, gracias a la sinceridad que ambos dejaron en letra im-
presa, empecé a buscar, bueno, qué había de verdad en mí y en lo que quería escribir.
Y es que una de las cosas más asombrosas de Lamet era su capacidad para distinguir
la sinceridad de los desbarres retóricos en cualquier texto que tuviera delante. Distinguía,
como el león Fernán Gómez en “El Abuelo”, el injerto de la mentira en la verdad y de la vi-
llanía en la nobleza. Claro que ese “radar” solo lo podía dar una experiencia de tantos años
como la suya, pero al ponerse uno a seguir sus pasos, creo que se iba haciendo con las pri-
meras herramientas para acercarse a ese mágico discernimiento.
Algo así me sucedió con “Corazones en la Atlántida”.
***
A William Goldman no le gusta lo que escribe. Lo ha repetido muchas veces, y a su
brevísima lista de excepciones, “Dos hombres y un destino” y “La princesa prometida”, aña-
dió en entrevistas más recientes la adaptación que hizo de “Corazones en la Atlántida”. Del
conjunto de relatos que forman el libro de Stephen King, todos sobre las heridas de mil
tipos que la Guerra de Vietnam dejó en la generación de los “baby boomers” ―su genera-
ción―, el guión desarrolla únicamente el primero y más extenso.
Es 1960. Verano. Casi un subgénero dentro de la narrativa del rey del terror: historias
durante esos meses en que sucedían las cosas que más se recordarían en la adultez ―“el
primer beso será aquel por el que medirás los demás besos de tu vida”, dice el personaje
interpretado por Anthony Hopkins… ahí es nada―; veranos con tardes en los porches y via-
jes de tres en una bicicleta; bailongos con el fondo de “Let´s twist again” y los Beach Boys
por la radio, apenas tres años antes de que monopolizaran las ondas noticias sobre “la pri-
mera guerra que perderían los Estados Unidos”.
Aunque se trata de una adaptación bastante fiel del relato, la aparición en la vida del
muchacho Bobby Garfield de un sesentón misterioso, con sombrero gastado y traje pardo
de popelín (el coloso Anthony Hopkins), que llega como inquilino de la habitación que alquila
la madre de Bobby en la segunda planta del hogar, y se convierte en el maestro fundamental
del chico en literatura, en la narración de historias, y, sobre todo, en la figura paterna, en
el referente que no ha conocido…
Pese a tratarse de una fiel adaptación, decía, dos escenas de la película son cosecha
del guionista, “puro Goldman”. Uno de sus mayores aciertos es haber limpiado en el guión
los elementos fantásticos del relato. El personaje de Anthony Hopkins tiene dotes adivina-
torias por las que le persigue un grupo de hombres, pero solo se apunta, mediante un re-
corte de periódico, que estos hampones que quieren darle caza puedan ser agentes del FBI
―llevados por la paranoia anticomunista de J. Edgar Hoover a reclutar videntes en su lucha
contra “el enemigo rojo”―, en lugar de los extraterrestres con disfraz humano del original.
Goldman siempre ha defendido el misterio de los personajes, tan fácil de arruinar con de-
masiadas explicaciones.

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En la primera de las escenas marca del guionista, se justifica el título de la película
(que pertenece a otro de los relatos del libro, sobre un adictivo juego de cartas universitario)
con una conversación en el porche, entre Anthony Hopkins, Bobby y sus dos mejores ami-
gos. Solo le escucha la chica, Carol, mientras los otros admiran un guante de béisbol.
“Cuando eres joven, tienes muchos momentos de felicidad, y el mundo parece un
lugar mágico… como debió de ser la Atlántida”.
La medio abstracción de Hopkins al hablar, su tristeza pese a la luz y temperatura es-
pléndidas de la tarde, hacen que Carol se levante y se ponga a jugar con los chavales.
Aún con voz más debil, Hopkins dice para sí: “Luego crecemos, y nuestros corazones
se rompen en dos”.
(Pausa para mirar hacia arriba…)
Termina la escena mientras se pone a tocar la armónica, apenas ha dicho la última
palabra, y sus notas se llevan cualquier rastro de solemnidad, dejándonos con la mirada
arriba.
***
Y si Goldman compartía con Bobby la necesidad de un padre que se fue demasiado
pronto, puso en el guión otro recuerdo personal, también en boca de Anthony Hopkins: la
tarde en que vio la última carrera de Bronko Nagurski, el legendario jugador de rugby. Una
carrera a la altura de aquella otra del mensajero, a vida o muerte, llevando la noticia de la
victoria griega en Maratón. Al menos así de importante fue para Goldman. Porque no se la
contaron. La vio en vivo. Formó parte de ese público entre el que también se encontraban
el padre de Bobby y el personaje de Anthony Hopkins. Bears contra Cardinals, los mayores
rivales de Chicago. El monólogo del misterioso inquilino, recordando la tarde en que Na-
gurski, seis años después de retirarse, volvió al campo como suplente del defensa y consi-
guió una victoria que parecía imposible, es la historia que Goldman confiesa haber intentado
escribir más veces. Nagurski levantándose del banquillo en el que creían que iba a pasar
todo el partido, corriendo hacia la línea de los Cardinals... “Y sucedió el milagro, Bobby. Se
le tiraban encima, intentaban detenerle. Pero nadie podía con él. El viejo Nagurski se arras-
traba hacia la línea. Tu padre y yo vimos el milagro… cuando el viejo marcó”.
Aquella leyenda consiguió volver a ser lo que una vez fue. Como Butch y Sundance en
“Dos hombres y un destino”…
Acaso no todos los corazones se rompan en dos.
***
William Goldman ha muerto el 16 de noviembre.
Escribí este artículo el año pasado, cuando aún podía utilizar el presente: “es la historia
que Goldman confiesa haber intentado escribir más veces”.
En su memoria.

Alberto de Miguel Pliego

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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
Borges inesperado

Desde Buenos Aires, Argentina

Nunca esperé visitar el fantástico mundo que habitaba Jorge Luis Borges. Borges, quien
había fascinado mis lecturas juveniles con su prosa musical y perfecta. Borges, fundador mí-
tico de Buenos Aires de la que siempre me sentí devoto ciudadano. Borges, paradigma del
sentido ético de la vida. Borges, asombrado por Sarmiento y por su obra educadora. Borges,
sus milongas por cuartetas y aquella esquina rosada. Borges, quien
me permitiera morir con Narciso Laprida en su Poema Con-
jetural. Borges, feliz conjunción de inteligencia y de talento.
Un encuentro fortuito en los años sesenta, brindó la

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oportunidad para que me explicara que la amistad de su
abuelo el coronel Francisco Borges con mi tatarabuelo el co-
ronel Benito Machado, lo habían motivado a incluir el nom-
bre de éste en el cautivante relato: Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz.
Nuestros antepasados se vieron por última vez com-
batiendo bajo las órdenes del general Mitre en la aciaga ba-
talla de La Verde, en la que Borges perdió la vida y Machado
resultó gravemente herido.
Quince años más tarde, la voz cálida de Adolfo Bioy
Casares sonaba preocupada a través del teléfono: su dilecto
amigo requería asistencia médica.
Acudí a su casa de inmediato. Al entrar, me sorprendió
la perfecta sencillez que adornaba el departamento de la
calle Maipú. Borges me aguardaba sonriendo y balbuceando
tímidos agradecimientos que trasuntaban su resignación por
tener que ocuparse de las cosas del cuerpo.
Me permitió que lo examinara. Conocí así su dormito-
rio, que remedaba una celda monacal, con su también mo- desto camastro. Una lámina con
un tigre de Bengala hacía marco a su cabecera. Recostado, recorriendo con su mano derecha
la desnuda pared vecina, me confió que acariciar su frialdad era una forma de despertar y
establecer así el límite entre lo onírico y lo real.
Repasé con cuidado sus exámenes y finalmente, le propuse operarlo. Sin interponer
preguntas ni requisitos de tipo alguno, aceptó de inmediato.
Con su clínico, Alejo Florín, programamos su internación en la forma más discreta po-
sible, pero inexplicablemente fracasamos. Una guardia de periodistas nos sitió sin darnos
respiro desde el momento mismo de su internación en CEMIC el 3 de septiembre de 1979.
María Kodama estuvo a su lado. Borges demostraba una ansiedad inocultable por saber
si ella se encontraba cerca y la reclamaba con éxito.
Bioy Casares y su mujer Silvina Ocampo, junto a Vlady Kociancich, formaron parte,
entre otros, del pequeño grupo de amigos que lo acompañaron en esa circunstancia.
La intervención transcurrió sin la menor zozobra. Conté para ello con un paciente dócil
que no emitió una sola queja. La anestesia peridural, que le administró con pericia Alfredo
Martínez Vivot, nos permi-
tió de algún modo dia-
logar durante la opera-
ción. Aprendí así por
boca de mi ilustre to-
cayo que el nombre
Luis, originado en Ludwig,
significa “cla- moroso en
el combate”.
Recuerdo también ví-
vidamente la sorpresa al
oírle recitar el P a d r e
Nuestro en di- ferentes
lenguas sin ol- vidar, por
cierto, hacerlo en inglés
arcaico. Lo hizo explicando
y comparando los diferen-
tes textos, pero no pasó inadvertida la curiosa reacción de un declarado agnóstico frente al
riesgo que supuestamente creía enfrentar.
Cada vez que he recuperado este recuerdo, se me ha ocurrido, respetuoso y solidario

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con el poeta, interpretarlo como un reflejo cultural.
El cirujano pudo dormir tranquilo. Sus temores y preocupaciones se esfumaron frente
a la probada fortaleza del escritor, que ansiaba regresar a su trascendente tarea intelectual.
Lo ilusionaba poder cumplir, también, con una invitación del gobierno japonés para viajar al
viejo imperio con María. El destino, felizmente, no lo defraudó.
Durante su convalecencia, yo lo visitaba en su casa para acompañar su buena evolución
y disfrutar del privilegio de su intimidad. Fui allí testigo de sus comidas frugales y apresura-
das. La selecta biblioteca, junto a su mesa, transmitía una mágica sensación sobre el am-
biente. Un modesto mobiliario, resaltado por algún mate de plata colonial, completaba la
escena.
Solamente el cuarto de la que fuera su madre, Leonor Acevedo, mostraba detalles cui-
dados, que Borges conservaba con unción.
Su gato blanco Bepo acompañaba nuestras charlas dormitando, mientras yo lo escu-
chaba intentando disimular mi avidez.
Siempre se mostró cómodo y relajado en aquellos encuentros en los que jamás de-
mostró interés alguno por las cosas personales de su cirujano. Nuestro conocimiento había
quedado suficientemente detenido en la recordada amistad de “nuestros abuelos”, sobre la
que le agradaba volver con cariño.
El poeta estaba acostumbrado a responder, a que se interesaran por sus ingeniosas
opiniones, a permitir que se acercaran a sus personajes, los que iluminaba con textos que
brotaban de su asombrosa memoria.
Conocí de su boca, la realidad de aquel hijo de una familia ilustrada viviendo en el pe-
ligroso Palermo vecino al arroyo Maldonado. La escuela pública de la zona lo había contado
como aventajado alumno. Allí se sorprendió primero con la bravura y agresividad de sus
compañeros y luego con el coraje legendario de sus padres: los malevos de cuchillo al cinto.
Me contó que en tardes estivales y acompañado de otros chicos, visitaban a algunos
de estos personajes, quienes hacían para su deleite, demostraciones de esgrima puñalera
usando inofensivos palillos de tambor. El mismo había vivido alguna vez la emoción de perder
el “arma” de la mano, ante el “ataque” de su inquietante anfitrión.
Años más tarde, al regresar a su casa desde la alejada biblioteca donde trabajaba, se
encontró con al que luego escondiera tras un nombre de ficción, para inmortalizarlo con
Astor Piazzolla en la milonga Jacinto Chiclana.
Se conocían de vista, pero ese día se detuvieron para cruzar unas pocas pero respe-
tuosas palabras. Al despedirse, el matón le ofreció la naranja con la que había estado ju-
gando durante la conversación. Borges la aceptó sorprendido y continuó su camino
acariciando el inusual regalo, con el que creyó sacralizar su amistad metafísica con los due-
ños del mitológico puñal.
Nuestras charlas eran calmas. Le fastidiaban las interrupciones por visitantes inespe-
rados, algunos de los cuales vi despedir sin cortesía: “Bueno Georgie”; se quejó una amiga
intrusa y renuente a abandonar su propósito; “¿Si no me podés recibir ahora, cuándo te pa-
rece que podría regresar?”. Borges le espetó: “Te rogaría que volvieras dentro de dos o tres
años”.
Su vida transcurría aséptica, aislada de todo contacto con lo vano o lo superficial. Re-
cibía el interlocutor la seguridad de estar frente a un ser superior, que descarnado, hacía
gala del vigor de su espíritu atemporal. Entendible entonces que en su casa no hubiera dia-
rios, radio, ni por cierto televisor.
Era simpático comprobar la curiosidad que le despertaban, nombres de personas fa-
mosas que para él eran absolutamente extraños.
Sus selectas amistades, respetando esas reglas de juego, se acercaban a él dispuestos
a discutir solo ideas de alto voltaje intelectual. Ninguno tenía el coraje de arriesgar un co-
mentario vulgar.
Sin embargo el escritor, demostrando indulgencia, me hacía depositario con llaneza de
confidencias y recuerdos. Sus opiniones llevaban como glosa el recitado cadencioso y se-

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ductor de estrofas o párrafos enteros de los textos que más amaba.
Fue difícil ocultar mi asombro cuando me confesó que en su juventud, lleno de temor
y de vergüenza, simulaba encuentros casuales con Leopoldo Lugones cuando éste dejaba
su tarea periodística. La inocente artimaña le valía el privilegio de caminar un par de cuadras
por la calle Florida, escuchando al escritor que veneraba.
En esos tiempos, su inexplicable modestia le sugería también imprudente concurrir con
puntualidad a la peña de los sábados por la noche, en La perla del Once, que presidía Ma-
cedonio Fernández. Se obligaba por ello a faltar semana por medio, para lo cual debía domar
irrefrenables deseos.
Recordaba que un tema recurrente en aquellas tertulias era la muerte, y que durante
las mismas, su admirado Macedonio forcejeaba con las piezas de la dentadura a guisa de
“clavijas de guitarra”, con el fin de “facilitar su caída inexorable”.
No reconocía valores literarios en la obra de Roberto Arlt, ni morales en el Martín Fierro,
al tiempo que se confesaba admirador de la pluma de su amiga Silvina Ocampo.
Y también, su resignación por la ceguera y la tartamudez; su devoción por el Facundo,
por Las Mil y Una Noches, por las novelas policiales, por las sagas escandinavas; por el cine;
por las travesuras literarias con su querido Bioy; su admiración por Dante, por Shakespeare,
por Carriego, por Chesterton, por Chejov; su amor por Buenos Aires, por Montevideo y por
Ginebra; su indiferencia por Neruda, por Sábato y por el dinero; su desprecio por Rosas; su
asombro anticipado por Japón que anhelaba conocer, por su propia fama que consideraba
inmerecida y por el retorno del peronismo.
¿Y qué más de aquel encuentro inesperado? Su figura de gris riguroso en penumbras,
su cabeza erguida con las manos corvas apoyadas en el lomo del bastón y un leve temblor
en sus labios como rezando metáforas; el látigo de su ironía; el buceador de perlas literarias;
el detector infalible de ripios poéticos; su cultura infinita; la patria planetaria; los sueños, la
muerte, los laberintos y los sables; su curiosidad por la etimología; su vocación por la infe-
licidad; su letra pequeña en unas líneas agradecidas, y el adiós que nunca nos dijimos.

Luis C. Montenegro
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Asís G. Ayerbe
La banalidad del mal

Hannah Arendt acuñó el concepto “la banalidad del mal”, afirmando que cualquier per-
sona mentalmente sana puede llevar a cabo los más horrendos crímenes cuando pertenece a
un sistema totalitario. Una constatación que abre múltiples paralelismos políticos y sociales
cuando los puntos de contacto históricos son abrumadoramente coincidentes: nacionalsocia-
lismo alemán y nacionalcatolicismo español. “Los actos de Estado son al mismo tiempo actos
personales. De ellos son responsables y han de responder personas singulares”. Y exactamente
a esta controversia deben responder las altas jerarquías políticas, clericales, económicas y mi-
litares de España: los actos cometidos por todos ellos, en tiempo de guerra, con una población

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subyugada, ocupada y amenazada no pueden quedar impunes décadas después de sucedidos
sobre todo si existen pruebas fehacientes e incontestables de su existencia.
En 1938, durante el periodo álgido de la Guerra Civil española, los dirigentes del Estado
sublevado, tras arrasar a sangre y fuego con todo vestigio de democracia, libertad o esperanza
para un pueblo sometido al terrorismo de Estado, utiliza el poder que le otorga la fuerza de
las armas para proclamar la exaltación de su pensamiento fascista. Las paredes de miles de
iglesias y catedrales españolas comienzan a salpicarse con cruces, flechas y parafernalia fa-
langista en un acto sin parangón de propaganda partidista, y todo se realiza con la suavidad
de un asesinato mientras la victima duerme, con un silencio de mordaza y una mano de hierro
estrangulando las voces que pudieran quedar disidentes. Y todo ello se santifica con miles de
litros de agua bendita que, pese a lo que se piensa, no logra atenuar la fetidez del horror que
se realiza.
Y queda grabado en piedra. Aquella “banalidad del mal” queda grabada en piedra. En la
piedra más noble extraída de las canteras de Hontoria. Durante años se reproduce el esper-
pento del homenaje al nombre del líder del movimiento fascista en España, y los actos, agru-
pados en un proclamado “Día del dolor”, son materia de propaganda del franquismo en sus
años de dictadura sangrienta, siempre con la Iglesia ocupando el primer plano en el reparto
de los poderes terrenales.
La ocasión de conmemorar el Octavo Centenario de la colocación de la primera piedra
de la catedral, es el momento oportuno para exigir a políticos y clericales la supresión de la
ignominia, y, desde luego, sin otras razones que el cumplimiento de la Ley de Memoria Histó-
rica, y el reconocimiento de la concordia, tantas veces predicada y nunca conseguida, los po-
deres fácticos de la ciudad apoyen decididamente la retirada del nombre de José Antonio Primo
de Rivera de la fachada del Sarmental.
Cualquier otro argumentario, cualquier demora o impedimento, solamente afirmará la
falta de voluntad de las fuerzas empeñadas en perpetuar su poder, su pasado asesino y su
desprecio absoluto por los deseos de la ciudadanía.
Es una batalla dura, sucia, embarrada, mezquina, miserable, nada que no sepamos de
ellos. En manos de los responsables políticos y sociales de la ciudad reside el deber y el de-
recho de mostrar al resto del mundo la imagen más hermosa de la ciudad que coadministran,
de la ciudad que les entregó su confianza para, juntos, ganar el futuro.
Aquí no existe una Hannah Arendt, ni se está juzgando al nazi Adolf Eichmann, es evi-
dente. Nuestra Shoah (holocausto judío) reside en las cunetas, donde todavía permanecen
más de 180.000 asesinados, y nuestro dolor, el de todos los demócratas, vive en el despre-
cio, abandono y olvido de las víctimas. Y les debemos respeto, reconocimiento y presencia.
Nunca más olvido y miedo. No permitamos que la “banalidad del mal” de nuestros fascistas
patrios se perpetúe en su conocida perversión del mal.

Carlos de la Sierra

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Asís G. Ayerbe
Espejos

Nos lo contó hace poco Jesús de la Gándara. Una puericultora que trabajaba en una
casa-cuna en Salamanca llevó a cabo un experimento, realizó retratos a los niños con una
cámara Polaroid y les enseñó las fotografías. El resultado fue que los niños reconocían al
resto, pero no a si mismos. Eran niños que habían vivido en casas humildes donde no había
espejos. En una casa sin espejos, los niños tienen dificultades para reconocerse a si mismos.
De la Gándara, insigne psiquiatra de cabecera de Carles Francino y muchos otros, tiene
gran facilidad para relatar con asombrosa sencillez el complejo comportamiento del alma
humana. Él también nos contó que hay una época en nuestra vida que es vital para obtener

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una respuesta aceptable sobre nuestra identidad: ¿Quién soy yo?. Esta es la gran pregunta
que comienza en la infancia y que necesita en ese momento urgente respuesta. Y ¿dónde
encontrarla? Además de espejos reales necesitamos otro tipo de espejos en los que nos mi-
ramos constantemente, que son los demás. Necesitamos saber quienes somos y como
somos. Necesitamos tener referencias en los demás, sobre todo de nuestros padres y nues-
tras madres.
Yo, que desterré los espejos hace años, prestándoles poca atención, he perdido mucho
tiempo con ellos. Casi el mismo que pierden mis hijos todas las mañanas intentando acicalar
su pelo ante la mirada burlona e inquebrantable de las púas del peine. Me empecé a quedar
calvo muy pronto. A los 23 ya aparecía con amplias entradas (y no de cine precisamente) y
a los 25 mi frente llegaba prácticamente hasta la coronilla. En un principio sentí terror. Creí
que me iba a convertir en un apestado y sobre todo a dejar de gustar a las chicas… pero con
el tiempo descubrí varias cosas. La primera que las chicas son suficientemente inteligentes
como para no hacer casting en función del pelo (o de su ausencia). Luego observé que que-
darme calvo también tenía alguna ventaja. Ahorro en peines y champú, y sobre todo de
tiempo. Ya no perdí más tiempo intentando modelar mis rizos y sobre todo encontré una
mirada nueva frente al espejo: ya no me miraba la pelambrera, ahora me miraba directa-
mente a los ojos. De tú a tú, amigo reflejo.
No hace mucho volví a ver La ley de la calle (Rumble Fish, 1983). Una obra maestra
de Francis Ford Coppola en la que casualmente de nuevo me volví a encontrar con los espe-
jos. En Rumble Fish su protagonista, “el chico de la moto” (personaje interpretado por Mickey
Rourke) trata de explicar a su hermano (Matt Dillon) el extraño comportamiento de los peces
luchadores de Siam: Si pones un espejo junto a la pecera, estos peces se atacarán, viendo
el gesto amenazante de su propio reflejo. Es decir, los peces de Siam ante el miedo adoptan
un gesto amenazante, que en una especie de terrorífico feedback, les produce aun más
miedo que es respondido con ira y violencia…
Pues vaya… Me sorprendo entonces relacionando todo este cúmulo de informaciones
sobre reflejos y espejos con asuntos de rigurosa actualidad. Alguien que teme a su propio
reflejo sin darse cuenta de que su reflejo es su propia amenaza… Veo entonces a lo lejos un
espejo oscuro y el reflejo del fantasma de la extrema derecha asomándose tras él. Si amigos,
este tema que tanta vida nos va dar (o a quitar) este año que comienza.
Hay quien siente en los demás la amenaza que tal vez provenga más de si mismo que
de la realidad circundante. Donald Trump es el mejor ejemplo. Y todo esto se quedaría a
nivel de anécdota si no fuera porque Trump es el capitán del mundo. En una especie de ate-
rradora epidemia vemos como el apoyo a la extrema derecha crece por doquier. Aquí, allí,
por todo el mundo. Ya vivimos épocas oscuras donde al vecino se le veía como una amenaza
(ya fueran judíos, negros, chinos…) y donde una descorazonadora patología colectiva llenó
la urna de votos y los campos de concentración de cadáveres.
Hace poco y a raíz de las recientes elecciones andaluzas, llegó a mis manos una viñeta.
En ella se ve a una hormiga y a una cigarra sobre un fondo de paisaje invernal. Y donde se
puede leer el siguiente texto: ”Érase una vez una cigarra que enojada con la hormiga, votó
por el insecticida”. “Antes muerta que sencilla” decía la canción. Antes muerto que ver como
ese inmigrante que acaba de llegar triunfa en la vida, se compra un piso, un coche y sus
hijos acaban siendo médicos, abogados o ingenieros, mientras los tuyos desaprovechan las
incontables oportunidades del sistema educativo y acaban en la fábrica con un sueldo mísero
y un trabajo precario.
Insecticida para ellos. Muros en las fronteras. Y sin con esto no es suficiente, insecticida
para todos. Paga Trump, paga Le Pen, paga Salvini, paga Bolsonaro, paga Abascal. Es triste.
Que se sepa que nadie está invadiendo nuestros países y que los inmigrantes no han
venido a delinquir ni a violar a nuestras mujeres. Es más, si mañana se largan y dejan de
venir, la economía nacional se va al carajo (y no lo digo yo, lo dicen los expertos). Hay mucho
interés en manipular la realidad y mostrar un mundo mediante espejos distorsionados. Pero
a pesar de la evidencia, las fake news triunfan y un número cada vez mayor de desinforma-

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dos apoyan en este y otros continentes el odio y el resentimiento.
Para todos ustedes permítanme un consejo. Recién levantados por la mañana mírense
al espejo. Pero a los ojos, no al flequillo para los que afortunadamente aún les quede pelo.
Si perciben en su mirada un gesto amenazante, por favor acudan a la consulta de psiquiatría
antes de depositar su voto en la urna.

Lino Varela Cerviño


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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
El sapo: ―Si me besas me convierto en príncipe. La princesa: ―Si te beso me con-
vierto en rana.

Ella: ―Enrique, en mi lista de amantes estás el octavo. Él: ―Cállate, Ana Boluda.

Pigmeo: ―Tengo sueños de grandeza. Watusi: ―Y yo complejo de inferioridad.

“Después del silencio de Dios, lo más angustioso de este mundo es el silencio admi-
nistrativo”, se dijo Josef K.

Ella: ―No te convengo, soy la princesa guisante. Él: ―No te preocupes, nos enten-
deremos bien porque yo soy el príncipe tonto del haba.

Ella estaba pasada de rosca, a él le faltaba un tornillo. Se casaron y fueron muy fe-
lices.

En esta vida, el fin de muchos es no tener principios.

Niño: ―¿Me lees algo antes de dormir? Madre: ―¿Qué prefieres un haiku o Guerra
y paz?

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Eva: ―Desde que nos expulsaron del Edén me han salido canas y se me ha arrugado
la piel: Adán: ―Eso se llama obsolescencia programada.

―¿Te has dado cuenta de que hay un montón de escobas en el despacho de


McCarthy? ―Sí, es que se dedica a la caza de brujas.

Todo misántropo que se precie debe empezar odiándose a sí mismo.

Empujó a las vías a su marido cuando llegaba el tren la mujer que era partidaria
del divorcio exprés.

Le riñeron por comer palomitas en el cine. “Pero si muchos lo hacen”, dijo. “Sí, pero
nadie deja el suelo lleno de plumas”, le respondieron

Roma, siglo I. ―¿Qué ha opinado el senador Incitatus sobre la subida de impuestos?


―Ha relinchado un par de veces.

Los cortesanos se reían a mandíbula batiente cada vez que contaba un chiste Su Gra-
ciosa Majestad.

Al individuo que se estaba ahogando en vez de un flotador le tiraron un libro de au-


toayuda.
Enrique Moya Angulo
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Asís G. Ayerbe
de
R o jo
a
Estel
Por
Ca ica
rpeta artíst
[

]
O
ALEGRÍA A D
PR
DEL
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Universidad de Guadalajaraa
Su nombre ya nos envuelve en una atmósfera llena de sensaciones, un juego de pala-
bras que introduce el mundo de quien lo compone. Alegría del Prado son una pareja de ar-
tistas que impulsados por su pasión por la creación y la pintura unieron su destinos hace ya
casi una década.
Con orígenes culturales diferentes, Octavio Macías Alegría (Jalisco, Mexico) y Ester
González del Prado (Burgos, España) aportan bagajes personales distintos que lejos de su-
poner un obstáculo han enriquecido su universo, logrando fusionar sus individualidades para
generar un estilo totalmente personal.

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Fue en el 2010 mientras Ester cursaba un intercambio universitario en la ciudad de
Guadalajara en Mexico, el momento en que sus inquietudes por la práctica de la pintura
mural hizo posible su encuentro. Compartiendo asignatura en la facultad, se enfrentaron al
primer reto de colaborar juntos en la realización de una pieza mural. Todo debió fluir de
forma natural porque desde entonces no se han separado y aquello que se suponía un tra-
bajo universitario se convirtió en un proyecto conjunto de crecimiento personal y artístico.
A lo largo de todos estos años su estilo se ha ido consolidando, fruto de la experimen-
tación, la fusión de elementos y del intercambio de roles en los propios procesos, abordando
todos los roles ambos por igual desde marcar el muro, abocetar, mezclar color… hasta el
punto que es imposible diferenciar la intervención de uno u otro.
Ellos encontraron desde el primer momento puntos de unión en sus imaginarios per-
sonales y por esta razón para ellos trabajar juntos y evolucionar de la mano ha sido una ex-
periencia fácil y enriquecedora.
A veces definimos nuestro trabajo como un arte mestizo, porque combina dos estilos,
dos nacionalidades, dice Alegría.
Su imaginario visual está plagado de elementos naturales y es que es en la naturaleza
de donde de se nutren y de donde surge todo lo demás. Su obra es una alegoría continua a
un mundo que parece destinado a desaparecer, donde los animales, las plantas y el ser humano
conviven en equilibrio.

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Muro en la llocalidad de Belorado para el proyecto #wallkingbelorado comisariado por @starterproyectos

Nuestra iconografía se inspira en la naturaleza y la relación del hombre con su entorno, pero
en los últimos años hemos ido centrando el protagonismo en animales y plantas frente al ser hu-
mano para recordarnos que dependemos de ellos y que son parte fundamental de nuestro mundo.

La paleta de colores cálidos con la que trabajan también está estrechamente ligada a u ex-
periencia visual hacia el mundo natural. Nos gustan los colores suaves, que se integren, y que
remitan a la tierra.
Todo este universo pictórico lleno de referencias naturales se envuelve en un manto onírico
con referencias surrealistas, convirtiendo sus muros en una puerta a relatos mitológicos, mágicos
y cargados de fantasía.
Los seres que los habitan y las plantas interactúan entre ellos como un tejido único místico
y armónico como un continuum donde todo se teje de forma única eliminando los límites entre
unos y otros.

Todo parte de la necesidad de involucrar al ser humano con esa naturaleza que ha ido olvi-
dando a lo largo de la evolución y más ahora con el uso masivo de la tecnología y asi tratar de
reintegrar esa relación de nuevo al menos visualmente

Probablemente su personal mirada a los seres que habitan ese entorno vegetal, los
animales y su forma tan personal de representarlos, como seres híbridos, se ha convertido
en una de las señas de identidad de su trabajo. Seres cargados de exotismo y fuerza.
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Pieza mural para proyecto en La Defense. Paris

El ser humano siempre ha utilizado los animales como símbolos, nos hemos refe-
renciado en animales para aludir a ciertas cualidades y es parte de lo que nosotros
también queremos transmitir; por ejemplo, las mariposas Monarca son los insectos
que mas kilómetros recorren en sus viajes, a pesar de su pequeño tamaño y su apa-
rente fragilidad , al igual que los seres humanos que también somos seres vulnerables
y frágiles frente al mundo, reflexiona Octavio al hablar sobre elementos de su icono-
grafía.
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Mural “El guardián del grano”

Su obra no solo se desarrolla en los muros sino también en el lienzo y otro tipo de
soportes pero los trabajos en el espacio público les ha llevado a viajar por todo el
mundo y les ha aportado experiencias que difícilmente la obra en un estudio puede ge-
nerar. El arte en la calle tiene la capacidad de transformar el lugar y por ende, diría yo,
a la sociedad que habita ese lugar, de ahí su enorme potencial, es capaz de generarnos
otros experiencias visuales y reflexiones.
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Nos interesa el público que se genera en el espacio tanto rural como urbano aunque
nuestra mirada a la ruralidad es muy fuerte. Y es que en los contextos rurales aún se convive
con la sabiduría que les da mirar de cerca la tierra y lo que en ella sucede y es ahí donde
entronca la obra de este duo con la experiencia diaria de lo que nos rodea y ahora cada vez
más reclama nuestro cuidado y protección el entorno natural.

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Mural en Villangomez

Elegidos para formar parte de una reciente selección de nuevas promesas del mura-
lismo mexicano podemos rastrear sus obras a lo largo de numerosas ciudades en el mundo
por ejemplo Guadalajara, México, Tonalá, Jalisco, París, Canadá, California o Burgos. Pero
también en pueblos más cercanos como Belorado, Villangómez , Trespaderne o Quintana
Martín Galíndez, donde podemos disfrutar de sus obras y contagiarnos de ese canto visual
al mundo natural.
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PARA SABER MAS:

Viento-de-papel.blogspot.com

@alegriadelprado

http://www.isupportstreetart.com/wall-king-belorado-first-wall-alegria-del-prado/

Universidad de Guadalajara
Centro universitario de Tonalá, en México
tinta
tenía que ver con el ardor. No lo sé. Tal vez con la manera en que de noche pronunciaba
sus nombres. Recién acostados. A salvo. Felices. Sus hijos. Tenía que ver con esa magia,
esa nube interior, ese hechizo en que todos estamos al sentirnos distintos. Ella.
Puede que un buen día al despertar se des-
cubriera a sí misma con- tándole a la almohada
todo lo que faltaba por hacer. Entonces de re-
pente crecería, sería ve- rano, ya de noche o
cuando quieras, pero ella engendraría en su ca-
beza esas ganas terribles de vivir, esa urgencia im-
periosa de volar, ese vér- tigo feliz de ser amada.
Otro día cualquiera el pasado ronronea y no
lo dejas estar. Todavía es verano. Te has puesto un
bikini, te has lanzado a una piscina y, de re-
pente, bajo al agua, has pensado en tu madre.
Tenías nueve años cuando por primera vez
supiste que lo eras todo para ella. Tú. Justo
cuando te estaba per- diendo. Y viste bajo el
agua la expresión de quien añora sin remedio

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cuanto tiene cerca. Por- que huye la infancia igual
que un día ya eres otro. Sin saberlo.
tenía que ver con las cosas que tenemos
delante. No lo sé. Quizá con la angustia de mirar-
los crecer día a día como crece la idea de que
pronto dejarán de ser nuestros. Los hijos.
Una vez hubo un hombre que se subió a
un tejado y antes de volar contra el suelo pro-
nunció palabras inaudi- bles. Yo lo conocía. A
veces cierro los ojos y re- creo su salto y soy yo y
soy tú. Sin piscina. No murió, pero a día de hoy,
sigue hablando de cosas que a nadie le interesan,
como largas despedidas, si pudiera si pudiera si
pudiera estar allí.
¿Dónde?
Tenía que ver con el amor. Y el tatuador lo
sabía. Por eso debía de haber mar, un mar de
carne y hueso, sin color, como las cosas simples
que nos salen del alma. Haz ya la tarea. Come
esto. Estate quieto. Y uno piensa: Si pudieras
volver a peinarme … madre. Pero el tatuador
imagina un mundo hacia dentro, pintado en un ojo
de luz. Has de subir al faro para encender la vida. Y jugar sin cansarse al porvenir. Todos
juntos. Tenía que ver con mamá.
Yo le hubiera devuelto la vida por verme pintado en su brazo, sí, un día de sol, jugando
a ser tinta en la playa.

Eliseo González
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Asís G. Ayerbe
El perro del panadero

http://tauroflamenca.blogspot.com.es/

Es realmente ingrato trasnochar, mal dormir y madrugar, para comenzar el día pasando
del fuego de la boca del horno, al frío invernal que se acentúa con el chorro de agua de la
fuente que golpea sobre los calderos y me salpica los pies en su acarreo hasta el obrador.
Hay que amasar, hacer bolas, hornear, barrer los ladrillos candentes del suelo, y con-
tinuar con la hornada siguiente. Lo único que se hace por sí solo es fermentar la masa, que
aún así podría complicarse si le atacase alguna corriente de aire maligno.
Con esta premisa, no puedo por menos que acordarme de aquel dicho que tan sabia-
mente repetía mi abuelo y que ahora se me antoja indiscutible. ¿Cómo era aquello?

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¡Ah! Sí, ya lo recuerdo: “de panadero a cabrón, solo falta un escalón”.
Bueno, pues no sé si he bajado soñoliento al obrador, o lo he soñado, pero en el último
peldaño de la es-
c a l e ra dormi-
taba tum- bado mi
perro Be- nifusco,
que in- tentaba
aprove- char con
su barriga y sus
p a t a s todo el
frescor de las baldo-
sas. Me ha cedido
el paso, me ha sa-
ludado con reve-
rencia, creo, y se
ha vuelto a su re-
llano dor- mitorio.
No me fio mucho de
e s t e perro, me
gustaba más su
p a d r e Fusco.
Aquel di- f u n t o
ejemplar sí que era
un autén- tico y ver-
dadero amigo del
hombre.
Este hijo de
perra, es otra cosa, bueno, realmente es un macarra. Un engendro de aquel pointer de morro
partido y una perdiguera legañosa, que dio como resultado este encaste golfo y bellezón,
que desaparece cada noche con sus patitas blancas para irse de putas callejeras; motivo
por el que ya le han partido la cara un par de veces y ha vuelto a casa con alguna dentellada
barriobajera.
Anselmo, el oficial amasador ha llegado tan puntual como siempre y hemos empezado
la faena codo a codo. Todo ha ido de maravilla, da gusto trabajar con un obrero así; con qué
agilidad y destreza han ido cayendo las hornadas una tras otra, hasta cuatro en total. Yo le
veía entregado en su trabajo, como a un verdadero oficial de pala, que lo es, pero no podía
hablarle, intentaba dirigirme a él y su cara se me trastocaba en la del perro; sus manos se
llenaban de pelos y las uñas se le alargaban; tenía desabrochadas la camisa y el pantalón,
y caminaba sobre sus dos patas traseras con gran agilidad mostrando su pechera, su barriga
y su pijo encarnado y puntiagudo, apuntando al infinito.
Me ha ayudado incluso a dar el pan a la pala, cosa que nunca le hubiera permitido ni
siquiera a mi mejor empleado, y con la cuchilla ha trazado un nuevo dibujo sobre la masa
de las hogazas y los panes que a mí no se me hubiera ocurrido nunca, me ha dibujado un
extraño pentágono, adornado con un agujero en el centro que reproducía su propia pezuña.
Este jodido perro me tiene abstraído, se me representa a diario con su pelaje negro-
brillante, sus ojos verde-gris y el lucero blanco que tiene situado en el centro de la frente.
Cuando ha bajado mi mujer al obrador, Benifusco ha desaparecido y, a partir de en-
tonces, todo ha vuelto a la normalidad. Yo diría incluso que mejor de lo normal; curiosamente
hoy no ha habido reproches, ni broncas, ni voces, ni disgustos.
Han empezado a llegar las primeras parroquianas y han elogiado el pan y al panadero
también. Menos mal.
―Qué bendición de hombre tienes en casa, Amelia. ―le han dicho a la parienta―.
Vengo oliendo a pan nuevo desde la calle de en Medio, y te digo que esto es un verdadero

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manjar. Lo peor es que, mis hijos se lo van a comer como si fueran rosquillas.
Tumbado sobre un tablero de la panadería, con un saco doblado por almohada, he
caído rendido en un sueño profundo y reparador, y al despertar me he encontrado otra vez
con la mirada misteriosa de Benifusco que, seguramente, ha custodiado mi sueño.
Él espera una señal mía para saber si vamos a cazar. Me mira inquieto, a ver si me en-
cinto la cartuchera, y entonces mueve la cola y levanta las orejas; tiene una algo caída y
tronchada por los perdigones que yo le he ido alojando con mis disparos fallidos, y yo no le
he hecho mucho caso, ya que me ha vencido el cansancio y me he dado otra cabezada. En-
tonces he soñado que estaba de cacería con él.
Ha estado bien la cosa; no he acertado ni un solo tiro, pero me ha hecho dos muestras
a la codorniz dignas de plasmar en un cuadro. Solo por esto y por el olor a trigo recién se-
gado, ha merecido la pena el esfuerzo.
Ya de vuelta, Benifusco ha emprendido una carrera veloz hacia casa; yo le he llamado
con insistencia pero él huía. Le he silbado para que volviera y ha hecho el amago, pero
cuando se ha puesto a mi costado, no le reconocía, le he observado con atención y he visto
que tenía la cara de Anselmo y corría a cuatro patas, semivestido con su camisa clara y sus
pantalones grises; corría hacia la casa con sus zapatos traseros, sus pezuñas delanteras y
su pijo puntiagudo y colorado, seguramente, para encontrarse y retozar en mi ausencia con
Amelia.

Paco Arana
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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
Polvos tristes

No había dado a luz hijos en el transcurso de su matrimonio y tanto su marido, como


la familia de su marido, la culpabilizaban con violenta crueldad, aun sin la certeza médica,
con saña, como divinidades olímpicas. En aquel momento, se esforzaba por desaparecer.
En las fiestas familiares y en las reuniones sin fiesta y en las comidas sin fiesta y sin
reunión, los dedos acusadores que empuñan tenedores y cuchillos y que, de bárbaros, sen-
tencian con ferocidad, la apuntaban rápidamente y la ajusticiaban sin conmiseración, a tiro
pronto, nada gracioso. Y lo efectuaban con tanta urgencia y tanto así, que, hasta su propia
madre, sin preguntarle si la verdad estaba de su parte, la culpabiliza de igual talante into-

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lerante.
―Y ¿por qué no vamos a hacernos la prueba? ―le sugirió a su marido tras un viaje va-
cacional que habían disfrutado en las alejadas islas Seychelles.
―Porque está bien claro de quién es la culpa ―y la sentenció soberbio, nada sobrio, y
sin lastima mientras apuntaba certero con el dedo a su tripa, a la que llegó a tocar, sin aca-
riciar.
El dedo de la justicia sobre su ombligo bobo, sin cordón umbilical.
Al encontrar todo el mundo tan claro de quién era la culpa y que aquello no tenía so-
lución que voltease la situación, decidió, que hasta por caridad, a partir de aquel mismo ins-
tante, se acostaría con todo el que se lo pidiese o se insinuase.
No haría ascos a ningún rostro ni a ninguna chepa. Todos por igual se podrían jactar
en plena calle o donde gustasen, de haber sido su amante y habérsela llevado a la cama.
Ser dos yacentes nada anónimos. Querría emplear palabras de mayor rudeza y dureza al
oído, pero le daba vergüenza ahora.
―Y buscaré, además, a alguien a quién confesarle mis amoríos.
El primero, el que abrió la cuenta de amante, hubo de ser alguien importante, un di-
rector general o un concejal del ayuntamiento de Burgos, o ambos a la vez, en una especie
de orgiástica reunión en el despacho donde se reparten privilegios. Sobre aquella preciosista
mesa barroca en mitad de la sala.
Según contaba a la hora del café en bares de mala muerte, los condujo sin remisión y
sin dudar, al paroxismo, a una excitación de los sentidos, que los nubló por completo el en-
tendimiento. Alterados en su conciencia, agitados en su ser, pudo pedirles lo que se le an-
tojara, pero prefirió observarles como animalillos dependientes en la excandecencia. Decidió
dejarlos disfrutar en la sobreexcitación a la que los había conducido, ardorosos de ella, no
fuera a haber lugar a la irritación y la armáramos.
Los prefería excitados, animados, dispendiosos, dados a llamar a la recepción para que
subieran a la habitación más champán y nuevas copas. Los amaba vivificados, así, conmo-
vidos, no tan muertos y recios, necios, como aparentaban cuando paseaban del brazo de
sus respetables esposas por el espolón burgalés.
Los deseaba como los poseía en la habitación, de frenesí en frenesí, con el eretismo en
el miembro viril. Efervescentes como una pastilla que calmara el dolor que provoca la familia
que se enroca en la misma idea, en culpabilizarla de ser la estéril.
Al marido, empero, ni un reproche por su absoluta impiedad de malevolencia maloliente
y brutal.
―Bien, pues mirad, en esta habitación y con mi sexo abierto, arrebato al más muerto y
lo torno de un fogoso, que se emociona con un enajenamiento fanático.
Entre copa y copa de champán, se deleitaba en engolosinarse con aquellos penes en los
que se le iba la mula, al cabalgarlos. Los soplaba en la punta con la honestidad embutida en
un preservativo, con la suavidad de la brisa que comienza a nacer desde el mar de medianoche,
y los sabía ya convulsos y urgentes. Atizaba dactilarmente sobre el tronco venoso del pene
erecto, y despabilaba el acaloramiento, azuzaba la fiebre, reanimaba la fogosidad que se creía
perdida.
―Contarlo no, verlo, ¡cómo me hubiera encantado que estuvieseis acompañándome en
la habitación!―nos anunció con flor y nata en la voz.
―Y donde nos esconderías, ¿en el armario? ―le preguntó con inocencia residual en la
voz la que acabaría casada con un filósofo de mala leche y peor digestión.
Cuando escuché preguntar esa incongruencia con una voz de descalce y escabechina, me
asaltó un acceso de tos que me obligó a escupir el trago de café tan largo que alcanzó con
puntería de misil filodirigido al jersey oscuro del parroquiano que llamaba a Dios de tú.
―Disculpe ―acerté a mascullar mientras me tapaba la boca de soslayo, oblicuo derecho.
Prosiguió su relato escenificando con cinematográfica movilidad la batalla que mantuvo
contra aquellos dos encalabriados hombres, enardecidos con la excitable imagen retenida en
la retina, de aquella mujer desnuda que ahora sólo bebía café y entornaba los ojos con fruición;

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y con la inocencia de la víctima. Pero también de la crueldad.
Juntó sus dedos de manera tal que quedara en el medio una oquedad cilíndrica y con di-
vertido mohín de su boca, simulaba que ésta bajaba y subía desde aquella cavidad cilíndrica
simulada.
―Lo haces mal ―gritó sofocada la mujer que casaría con filósofo sin defensas, y de esta
manera quería evitar que el resto del bar nos mirase infernalmente, condenándonos por pro-
mover el deleite que ellos consideraban obsceno y que mejor se ocultaba en las habitaciones
de los puticlubs que hacen esquina, sin salida de humos.
No amilanada por tal desprecio a su manera de narrar lo acontecido y más obscena que
picara siempre, ofertó su culo en barrena para que ninguno imagináramos nada, que todo que-
dará bien visible. Creí entender en sus gestos, todos lo supieron, que ambos hombres la so-
metieron a sus antojos sin que ella propusiera ningún obstáculo a sus manos ni a sus labios ni
a las lenguas ni a la saliva ni al semen lanzado con propulsión de chorro. Ni a la sangre, que
los marcó bien marcados de uñas y dientes en todo el cuerpo.
―¿Otro café, amigos? ―nos ofertó la damisela que se propuso como objetivo olvidar el
nombre del marido que la pisoteaba delante de su familia y consiguió que ésta la pisoteara,
asimismo.
En el otro café, finalizó el relató de aquellos amoríos de hotel, los primeros, con un se-
cretario general y un concejal sin porvenir, a los que extrajo hasta la última gota de la impa-
ciencia por agotarla, en una ceremonia en la que procesionaba de una oculta quimera a un
mitológico espejismo, y ellos la seguían babeantes.
Nada de nada en ninguno de los dos. Ella lo expresaba al aproximar el índice al pulgar,
hasta el punto de casi juntar las dactilaridades de ambos dedos, y la centella en sus ojos.
―¡Mala, mala, mala! ―le espetó la mujer sin defectos que se enamorará del hombre de-
fectuoso.
―Como una cuchilla de afeitar.
Como una broncha inmisericorde su arma negra, herrusca, se enrosca en los hombres
vidriosos, que aguardan, sólo aguardan, la espectacular irrealidad que brotará del ojo fan-
tasmón eyaculatorio.
Allí los abandonó, en el hotel, durmiendo en sus alucinaciones, aguardando a otro santo
advenimiento, que ya no se producirá, porque a ella no le interesaba repetir amante, si no
coleccionarlos.
Coleccionar se convirtió en una obsesión fatídica, uno detrás de otro, y otro, y otro
más, y el último, que no será el último, por ahora.
El último, al que ha conocido en el trabajo. Un tipo alto, delgado, con voz de tipo alto
y delgado, bullicioso y alocado. Ceremonioso y afable, siempre ase el asa del tazón de café
con leche con la mano izquierda mientras lo acoge con su mano derecha y con los labios
compone un mohín de fingida altivez. En ese mohín se podía leer la humildad de quien lo
componía porque se relacionaba sin decir nada con gente de alta altura social, mera alcur-
nia.
―¡Ay, ¡qué caliente pone esta mujer siempre el café, no hay quien lo trague a la pri-
mera!
―¿Te gusta toma el café de un solo trago? Con lo extraordinario que resulta ir sorbito
a sorbito.
―Como los inútiles pajaritos en el estaque de mi jardín.
Y elevó la taza del café hasta ocultar su rostro con la porcelana blanca, sólo la montura
de las gafas a la intemperie. Y bebió con delicada maniobra de sus labios de exhortación y
con su mirada de dedicación a la labor que realiza ahora. Y al finalizar su largo trago de café
amargo, que el azúcar no se cristalizó para matar el amargor del negro y caliente café, volvió
a la vida con entereza contagiosa.
―Así ha de tomarse y no sorbito a sorbito, como un pajarito.
Aquel mismísimo día, tras salir del trabajo, ella se ofreció a llevarlo hasta su casa y de-
jarlo en la puerta, cosa que no ocurría todos los días. Los otros que lo transportaban hasta

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la capital desde el trabajo pueblerino lo abandonaban en la parada del autobús, como se
abandona a un fardo que tiene que llegar a otra población que no es de paso. Se despidió
de los otros anunciándoles que le dejaban en la puerta de su casa por vez primera.
No fue así. Se detuvieron con ansia de sexo en el motel de nombre de barco y tras
tomar posesión de la llave de la habitación 22, se introdujeron el uno en el otro con impulsión
mecánica, conectados con superfluidad. Fue sexo verboso. Prolijamente difuso. Se dijeron
perifrásticamente toda clase de pleonasmos. Nada sobraba.
Arráncame la camisa botón a botón con tu lengua, circunferenciada. Abrevia, instan-
taneidad al abrir la hebilla del cinturón, y tira con fuerza que la parte flexible no se resiente.
Vivacidad con el cierre del sujetador, que tampoco consta de tantos corchetes, de copa casi
inexistente. Presura sin precipitación, hermana, a la hora de extraer mi camiseta interior
térmica, elévala hasta mi pecho, y sácala por encima de la cabeza de un solo tirón. Desho-
nestidad lujuriosa cuando coloques tus manos sobre mis bragas, que no son bragas, lencería
fina, una braguita en forma de red en raso rosa. Con cuidado, que el roce de una uña mal
cortada la hiere de manera mortal, y habré de tirarla. Prudencia a la hora de arrastrar mi
calzoncillo a lo largo de mis largas piernas, que son de musculación, calzoncillos para posar
la totalidad de la musculatura, incluso el músculo viril, que no engaña.
Desnudos como estaban, que hasta el espejo en mitad del armario lo reflejaba, no les
quedó sino hacer composiciones en el lugar, inventar movimientos maquinales y fraguar ca-
ricias que generasen de todo menos tranquilidad, moverse en un tira y afloja sin precau-
ción.
Desnudos como estaban, sin mesura ni parcos en besos y caricias, les restaba sólo co-
rrer cada cual, a sus infiernos sin el compás en la mano, ciegos de los cien ojos y sin muela
del juicio. Abrazados a su piel sudorosa, combatían por no resbalar de ella y seguir apretados
tan juntos, que no se le permitiría a una gota de sudor o a una lágrima de placer resbalar
entre ellos hacia el suelo. Unidos tan perfectos que no hubiera ambigüedad en torno a la ac-
tividad que en aquel momento llevaban a cabo en gozosos movimientos peristálticos.
Oleadas volcánicas de grasa entrechocando concentradas en un solo punto del mundo
en un silencio propicio al susurro en la cornucopia del oído atento al mosqueteo incesante
en las habitaciones de moteles baratos. Solfa de los isquiotibiales, de los bíceps y sus anta-
gonistas, del soleo que mantiene el equilibrio con la fuerza de un titán, apretando sobre el
mundo, del extensor de los dedos del pie cuando él se pone de puntillas para alcanzar con
la puntita de la lengua la puntita de risueña nariz que le proclama su oniromancia.
―¡Dios, hazme reír, hazme llorar, embálsame, por Dios, entra, ingresa entremétete,
entra de rondón, o de cabeza, invádeme, adelante, no eres intruso y soy accesible, entre-
téjeme, sé mi corteza, mi cáscara, estúchame, amánsame como no lo lleva a cabo mi marido
nunca, ahorcájate en mí como un jinete libre y salvaje, domestícame, ensancha mi entereza,
haz de mi corazón, tripas, haz de mi virtud, necesidad, rompe mi insensibilidad con el com-
pás de tu tamaño!
Allí se vino abajo con un mordisco en el cuello del deseado y las uñas clavadas en su
espalda. No lo noto, él mismo se deseslabonó, se desengarzó y tomó la dirección de la al-
mohada, mientras la veía a ella acercarse morronga a la redondilla retórica en delectación
morosa.
―La ornamentaré de nuevo con la palabra pita pitera cabuya jeniquera, pirateada por
mi lengua salivosa en la gloria armada ―le pincelaba embadurnada ella en su pene plan-
chado.
―Al pendolaje, hay derecho por carta de marca de alcanzar tus senos con mis manos
parásitas y purpurina para la pirotecnia.
―Sé salvaje y no adornes paisajes. Muerde con desenfreno en mis profundidades, es-
trella errante.
No pudo si no, a buen paso, comenzar de nuevo la tarea de la complacencia. No pudo
si no, con agrado, quitarse el amargor de la boca de tantos años con otra que se equivoca.
No pudo si no enajenadamente voraz, perseguir, sibarita voraz, mundanal, el fruir y el solaz.

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No pudo si no encenegado, correr, regodeado mantecón, hacia aquel lugar donde sólo se
cabe contento y cuanto más contento, más si cabe, se cabe. No pudo si no, lujurioso en la
mirada, estar en su centro que era el centro fruente que a su frente se abría como un frente
sin defensas, para que se recreara en la conquista, y en la rendición. No pudo si no, salvaje,
gozar en la blandura dulce de la holganza mientras se le caía la baba con tanto mundanal
profanamiento.
―Sé simiesco catirrino, platirrino, antropoideo, no, no, no cejes en la falda, prosigue a
la cumbre, encúmbrame en cada escabrosidad que topes en tu camino a la cima, conjúntame
con tu piel, mézclame enhacinada con la harina, desgástame, corróeme, atraviésame de pri-
vilegios, no digas para tu sayo lo que puedes estallar orogénico, citramontano, encastíllanos
en el ala de un mosquito, oscilemos, ondulémonos, vibremos agitados en el deslizamiento
de nuestros cuerpos, trasladémonos de tránsito en tránsito en una danza sin pasos, entre
frotación y frotamiento, así, así, así, molienda, machacamiento, pistadero, concomio, ines-
tabilidad, portátil, rebulle, hormiguea, de quita y pon, de pon y quita, locomovible, no es-
peres más, no, sé lanzadera…
―¡Bien! ―gritó como en un rito nacional vocifera quien porta la banderita, y la agita.
Se agitaron como botellas de champán en manos de un niño de teta, que las porta,
portátil, en su silla de confortable sillín, allí donde le apartan para que se duerma, que va de
viaje por un camino que le mece con sus múltiples vaivenes. Explotaron como pirotecnia en
un día festivo de un pueblo del sur de la península que no sabe muy bien que festeja salvo
lanzar la propia pirotecnia.
Se descargaron como se desagua el agua de un depósito que lleva cientos de años
acumulándola y que ya se ha podrido en su interior; y al que le han horadado un enorme
agujero, a vómitos aventados. Se desplegaron amplificativamente con tensión difusiva, des-
perezando una tensión a sobre haz, recién descubierta.
Extrajeron de sí mismos hasta la ausencia con sacacorchos de fantástica punta, hasta
el histriónico esperpento formularon con sus movimientos de adulante adhesión a la inso-
noridad y sellaron los labios con cada beso y se sobreentendieron con el serpenteante cim-
brear de sus caderas eróticas.
La libido se les escapaba con cada arrancasiega, con cada sobresembrado, adictos al
estremecimiento sin conformidad.
―¿No os aburríais? ―le pregunté, condenado como estaba a escuchar sus confesiones
de atardeceres de motel y noches sin sexo deseado y deseante.
―¡No! ―sonó destilado con firme liberación―. Es más, creo que nos sabía a poco.
―¿A ti o a él? ―pregunté cuando debí preferir la decisión de la Rota, o, mejor, andar de
estaciones.
―A ambos, tonto, a ambos, que disfrutábamos, porque no, como cochinos en su por-
quera.
Cada tarde de cada día encobrados en el coche, se dirigían ambos aquí que no peco,
hacia la habitación del motel donde el emotivo reconcomio con el que viajaban se materiali-
zaba monogramático en la transvasación de sus amores humeantes. Cada tarde de cada día
continuaban enroscados a sus amaneceres imposibles, cada cual pasaba la noche y amanecía
en la cama donde era un acetímetro cualquiera.
Se buscaban con denuedo con miradas de hacha afilada, de guillotinas de plaza mayor,
de verdugo de terrosas manos. Se encontraban en los despachos vacíos de gloria y repletos
de libros que nadie leerá jamás. Se buscaban con la urgencia provocada por las noches y las
auroras que sucedían en otros reinos, donde ellos oficiaban como tiestos sin planta, como
tiestos sin semilla.
Se alcanzaban como corredores de vallas que saltan hasta la última de las mismas, aun-
que derribándolas, al cruzar la meta cuando dispara el dedo rápido del juez de línea. Se pre-
cisaban con la necesidad perentoria del yonki por su dosis, del abuelo por la nieta perdida en
un parque de pederastas, de la ninfómana por un sexo erecto o cuninforme, que tanto le da.
Cuando se obtenían, cuando se tenían el uno al otro en los brazos, se desnudaban con

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la rapidez con la que se roba el mosaico romano de un pueblo mesetario olvidado de los pre-
supuestos de cualquier gobierno mercantil.
El, con perfecto don de mayordomo inglés, le retiraba pieza a pieza, cada parte de su
vestimenta, y la dejaba perfectamente dispuesta sobre la silla de la habitación, solmene. Ella,
sin embargo, se enfurecía como la leona de la jaula del circo y lanzaba zarpazos que alcan-
zaban los diminutos botones de nácar de la camisa de color de tierra reseca.
El la acogía en su corazón aferrándola por los pechos, como si pretendiera arrancárselos
de un tirón animal. Ella mordía su pelambrera enroscada entre el esternón y el ombligo
oblongo, que se rellenaba de lana de la camiseta interior.
Él la lanza con delicada violencia sobre la cama de colchón de látex y espuma sintética,
y ata las manos al radiador y las piernas a cada lado ―a la cabecera y a los pies de la cama―
.. Ella no se resiste a nada de lo que las manos de él dirigen y pide que le ciegue los ojos con
una toalla que se abulta bajo las sábanas amarillentas dl motel.
―¿Qué me harás amor?
―Aguarda a que arda mi interior y soplaré la incandescencia a tu piel.
¡Qué poéticos se presentan los literatos en la tarde ante un cuerpo desnudo! Pero sólo
hasta que abren los ojos, amigos, tan sólo hasta que los abren, los ojos, y de tan cerca que
sienten las nalgas en sus pupilas, alzan sus manos y las alcanzan.
Tras esos roces de piel tan livianos que son etéreos, el literato de poéticas vopiscas se
transforma en feraz pervertido babeante y conduce con su mano, pero la mirada aviesa, una
cuchara de palo, de paella, desde la cima de los senos a la brecha baja del sexo travieso, que
se estremece y serpentea y escupe láminas de ardiente y pegajosa exigencia en cada precisa
excreción.
―Estoy viendo la vida rosa y te estoy viendo a ti, que me la agradas.
―Calla y sé canalla, sólo y a menudo
Persistía perfeccionista, en el juego de la cuchara de madera de paella ondulando ma-
terial sobre la piel de vellos erizados. Un beso sobre Venus, en la ingle íntegra y en la hendi-
dura del ombligo y en la sima de los senos; y sobre la nuez que indica el estremecimiento
al ondularse bajo la piel.
―Me dormirás entre tus recuerdos borrosos en cuanto acabes de erizar mi piel.
―No sólo, que te levitaré camino de la estasis y te devolveré sana y salva.
Un beso tan cerca del sexo avaro, que se desencapucha; y que asemeja vaya a tragar
sin constreñir a la cuchara y el cucharón. Un beso desencadenante del serpentear del cuerpo
repleto de lujuria, aun atado a barras de triste aluminio antiquísimo y desconchado. Un beso
alargado al amparo de la longitud excesiva de las esperadas piernas ampliadas, proseguidas
en un eternizado instante extendido.
―Ármame, que soy tu rompecabezas
―Un rompecabezas maniatado y que sólo puede aguardar lo que yo le descubra.
―Adelante, muchachito, a ver qué eres capaz de realizarme.
―Todo lo que florece como lirio de nube.
La acogió entre sus manos como quien recoge de la yerba el imperdible caído o la pis-
tola perdida. La acogió entre sus manos como el imberbe muchachito enfriado acoge el tazón
de metal esmaltado que contiene la leche hirviendo mezclada con coñá. Y con coña se asoma
entre las piernas para pintar del color de su ansia la vulva, con la cuchara de madera como
pincel redentor.
―Cariño, con algo que no sea tan frío.
Se alzó como Poseidón que emergiera de los océanos más profundos, con la altura de
una hora repleta de tristeza contenida, con la corpulencia de un grano de maíz inflado y con-
vertido en palomita de sesión tardía en un cine nocturno, con la mirada asida a los senos de
pelotas de tenis que lo obligaban a balancearse así lo haría alguien que tuviera más peso en
una pierna que en otra y viceversa, con el ombligo como un garfio amarrado al ombligo
como una escarpia que le aferra con la fuerza de mil hombres que evitan el afloja, su flojera,
y se deja ir como una ola inmensa que arremetiera de repente contra un acantilado desco-

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munal pero hueco, ola que se abalanza contra la tierra firme que aguanta el envite alzando
su cuerpo hacia el cielo como quien iza un puente.
―¿Por qué no quieres nunca hablar de eso?
―Creo que nunca más nos volveremos a ver.
―Deberíamos ahondar en nuestras vidas
―No lo creo.
―¿Hablemos de eso, quieres?
Ella se alzó sobre la desnudez que la cubría y por toda contestación, se zafó de su ím-
petu y, vestida, se largó con viento y portazo. Puro aspaviento.
Ahondar, ella era de las que ahondaban, pero también de las que callaban, sobre todo
de aquello de lo que nunca se debía ni ella quería ni a nadie le permitía hablar. Ahondar,
quería ahondar sobre lo que la había traspuesto a su humor sano en ira y que remarca ella
misma con excesivos ademanes abrasivos de sus manos, que abanican al aire mismo.
¡Vamos a tomar café!
Una orden que en voz restalla como el látigo el domador de circo sobre la arena de la
pista central. Nada bueno presagia el que me ordene y mande que la siga con la lengua
fuera y la boca abierta, que va a zancadas y se desplaza sin aguardar a los que la acompañan
y sólo silabea entre dientes palabras ininteligibles que vuelan a sus propios oídos.
Ahondar quiere ahondar, pero no precisa hablar de lo que no debe ni quiere. Acodada
sobre la barra del bar me aguarda, que llego tarde, imposible seguir sus zancadas al pie
mismo, sólo perseguir su sombra, a la que tampoco nunca se alcanza, oculta en su cintura.
―¡No lo vas a creer!
Antes pedimos los dos cafés de rigor al camarero que quiso ser torero y lo expresó en
el nombre del bar que regenta hasta la saciedad entre toda la suciedad que se pueda reunir
entre todos los Diógenes del mundo.
―¡Cuánta tristeza!
―¿Tanta?
―No te hagas el tonto
―¿Tanto?
―¡Me ha llamado su mujer!
“Su mujer”, sonó en sus labios como sonaría el látigo sobre la piel del león drogado en
la pista del circo. “Su mujer”, que se convertía en su dicción, en la eterna culpable de la con-
denación del ser humano a no residir en el paraíso. “Su mujer”, reverberó entre sus dientes
como rechinaban estos en un hombre que los frotase entre sus esmaltes todo el tiempo del
mundo. “Su mujer”, repitió reiterativa entre repelentes ademanes de teatro de los hermanos
Quintero.
―Me ha llamado su mujer ―quiso gritar, pero apaciguó la voz, se enfureció mientras
me lo comunicaba, pero con soberanos esfuerzos para no elevar la voz más de lo preciso y
que le oyese el tipo de al lado, un lugareño prototípico de pocas luces y mucho tragar licor,
de poco lavarse y mucho sudar en camas de prostíbulos y en las tardes de polvo y rastro-
jos.
―No será para tanto ―preciso para limar el asunto todo lo que tiene de punta que se
clava en la cava de la carne.
―¡No será para tanto! ―y lo repite tres veces, como si la trinidad dijera más que la
unicidad en la dicción
En su lengua de chamán francés las palabras mal suenan más abiertamente que lo ha-
rían en la lengua de una gitana de calle vendedora del perejil del buen follar echando las
pertinentes pestes al malnacido que no se lo compra. En sus palabras, que resuenan como
un ciclón girando a velocidad de tiovivo, de montaña rusa, de noria de giro infinito, de vér-
tigo, se concentra toda la maldad que el mundo guarda para lanzar sobre la humanidad el
día del juicio final. En la saliva que salta de sus labios al pronunciar cada sílaba se puede
observar a través del microscopio molecular la cantidad de virus que contiene y que provo-
carán un contagio masivo a todo aquel que le caiga encima, una pandemia en su saliva.

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Habla de prisa, de prisa.
“quieres creer que va y me llama así sin más y me dice expresamente que permita a
su marido volver a su casa que tiene tres hijitos y a ella que no tiene nada más que a él po-
brecita y sus hijitos que la están mirando con ojitos de pena degollada y yo lo tengo todo
que ya tengo otro marido y que para qué quiero más que eres una acaparadora y seguro
que hay más hombres en mi vida y que para qué quiero a su marido, que lo deje ir, déjelo
volver señorita, que usted es buena y se compadece de los ojitos de cordero degollado de
estos niños tan chiquitos que no tienen más que a su padre, por favor, permita que mi marido
vuelva, a ver, señorita, que a usted nada la cuesta, que seguro que tiene otras pollas con
las que jugar, ¿verdad?, porque es usted conquistadora y fácil en el trato, y fácil de todas
maneras, y yo, señorita, yo para mi casa sólo tengo a ese que usted acapara y que dios le
dé un chancro, que es un picaflor, y se puso a llorar”
―Y le colgué el teléfono, claro.
―¿Qué quieres que te diga?
Nada.
Se acabó nuestra relación de beata y confesor el día que la destinaron a otra sucursal
de la misma empresa. Se fue, con sus problemas de sexo, se fue. A buscar a otro confesor,
que, como yo, gordo y callado, la absolviera de cualquier pecata minuta, y de los otros ma-
yores que cometería y que comete a toda lujuria.
A tomar café de media mañana y aprovechar y quejarse de lo mal que la trata el mundo
y las mujeres de los hombres con los que ella se acuesta con no otra finalidad que la pro-
piamente, disfrútatela. A media tarde, siempre a media tarde, en el motel de carretera que
alberga cañones sin retroceso, carros de combate y un barco sin patrón ni marinero que
bien serviría de dormitorio a la servidumbre. En mitad de la meseta, decorado como el motel
de cualquier carretera de Norteamérica. No le faltan ni las serpientes de cascabel, expuestas
en urnas de calibre cincuenta, para que no puedan picar ni escapar. ¡Cómo las admiran los
niños!
La perdí de vista durante años y se agradece no ejercer de beatífico padre confesor
que absuelve y aprende.
Años más tarde, frente a la línea de productos frescos del Hipercor, habría de verla de
nuevo, con su cara renovada, estiramiento a estiramiento, y sus tetas nuevas, tan discreta
como siempre al saludar, que nadie comentaría que te ha reconocido a ti y que se alegra de
volver a verte, de reencontrarte y más allí, en el supermercado, donde no se esperaba que
apareciera mi rostro desconsolado y tan tristón como siempre, y me barriga de aspirina.
―¿Cómo tú por aquí? ―y me mira con los ojos chispeantes, que pro un momento creo
que me querrá contabilizar entre sus conquistas de cama y no entre los que la escuchan con
embobamiento botúlico.
―Comprando ―le respondo de inocencia supurante ―aquí― para certificar lo evidente.
Con las bolsas en las manos, evitábamos que nuestros cuerpos se rozaran, como sí
que lo experimentaban las bolsas, que, la rozarse, provocaban un ruido chirriante, de esos
que provocan dentera.
―¿Y si tomamos un café?
Inevitable.
Acodados sobre la barra del bar, mirándonos frente a frente, cara a cara, rostro a ros-
tro, evitamos preguntarnos nada, que sorbíamos el líquido espumoso de su taza de porcelana
a la par que mojábamos en el líquido elemento la magdalena que el mismo Proust nos legó.
―¿Sabes? ―abrió el fuego del fatuo proceder―. No te lo creerás cuando te lo cuente.
―A estas alturas, mujer, me lo creo todo.
La verdad más cierta que mis labios pronunciaron alguna vez en su presencia. Cierto,
qué cierto, que me creeré cualquier cosa que me cuente, porque a mi nada ya me anonada.
Todo tiene su momento, y todos nos prodigaremos en acciones que ni por asomo creeríamos
ser capaces de realizar.
Mordió la magdalena y sorbió el café. Posó la taza en el plato de flores tatuado y se

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limpió los labios con ademán de mujer educada, antes de hablar. No fuese a saltar las mi-
guitas de magdalena de sus labios a mis ojos, o a mi boca. Pandemia.
―Nadie quiere follar conmigo ―y se detuvo conmigo tras silabear la palabra follar, me
agarró las manos como para sujetar la ignominia que la provocaba y que yo pudiera obser-
varla entre nuestras manos arrejuntadas―, porque dicen que soy vieja.
La cara que compongo la descompone y asiente con la cabeza para que crea que lo
que cuenta es la verdad tal y como sucedió ante sí misma con otros. Ogros. Mastodontes
sin piedad que la aplastan con su soberbia. Así de cruda se le presentó la realidad cuando
ella sólo deseaba que alguno de los presentes en la conversación sólo ansiase desnudarla y
comérsela, masticarla, chuparla, joderla. Pero amigo, no fue así.
―Tuvieron el atrevimiento no sólo de llamarme vieja a la cara sino de explicar aún más
y llamarme puta vieja.
Lloró, claro, como no podía ser menos. Las lágrimas, el café y la magdalena no com-
binaban bien y no pude si no abrazarla. Su espalda llana y lisa, con la protuberancia del bro-
che de cierre del sujetador provocando el daño en mi mano, por la que paso la caricia. Su
oreja, cornucopia que recibe el susurro que la calma. No es cierto, bella dama, vos no sois
vieja ni puta y quien no quiera penetraros, es que no desea disfrutar de la vida como se
debe.
―No sé cómo puede haber gente de tal calaña en el mundo.
Me mira sonriente y con la magdalena en la mano, que me la ofrece para que le hinque
el diente y le arrebate una porción de la misma.
―Yo tampoco.
Se arrima aún más a mí, abrazada del todo, rozando su mejilla en mi mejilla, sus tetas
nuevas en mi pecho extenso, sus labios negros en la barbilla hundida, su pubis convexo en
el mío atildado. Tan arrimados nos hallamos que nos soplamos el aliento a café a los ojos
sin querer, que nos rozamos los sexos sin poder evitarlo. Como en el metro repleto, en el
autobús a los doce en punto o en la consulta de un médico que tiene la habitación de espera,
estrecha.
―Lo siento ―me explica―, no me puedo quedar más.
Coge su cesta y yo la mía, y ambos nos dirigimos a la puerta que da acceso al aparca-
miento. Entonces recuerdo que me debe una respuesta.
―¿Por qué no quieres hablar de eso?
Abre la puerta. Sale al aire de la noche y sin mirarme, se dirige a su coche, aparcado
en la segunda fila. La miro abrir la puerta, introducir la cesta de la compra, mirar al cielo de
la blanca luna inamovible.
La miro fijamente, mientras se aferra a la puerta para sostenerse en pie.
―¿Sabes? ―me grita―, la culpa siempre fue suya.

Manuel Prado Antúnez

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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
El Rumiante Loco

Uno, con los años, ha llegado a estar convencido de algunas cosas; pocas, bien es ver-
dad. Por ejemplo, de que le aqueja un cierto deterioro cognitivo (aparte de percibirlo, se lo
han diagnosticado; nada fuera de lo normal, dada su edad provecta); de que no siente de-
masiada empatía por sus semejantes (solo lo han favorecido cuando lo han abandonado,
caso de amigos y mujeres); también, y esto lo ha inferido al contrastar su pensamiento con
lo que viene leyendo en los periódicos (en la mayoría de ellos) y escuchando de un tiempo
a esta parte en los informativos y programas de opinión de las emisoras de radio y televisión
más significativas, que es un hijo de puta y un facha, cuando no un reaccionario, retrógrado,

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fascista, machista, homófobo, xenófobo… Menos mal que no lo sabe nadie. Lo peor de todo
es que uno ha empezado a dudar de si llevan razón o no; alguna deben de llevar, puesto
que son tantos y se manifiestan en nombre del progreso, y en la lejana juventud uno mismo
fue como ellos, cuando la culpa de todos los males que padecía la humanidad la tenían siem-
pre otros, fundamentalmente los ricos y los poderosos (categorías, por otro lado, unívocas,
pues ambas se dan en los mismos individuos), axioma marxista que la universidad nos había
imbuido a muchos de los que habíamos pasado por ella, sin duda los que habíamos cursado
letras y teníamos el cerebro más blando. ¡Cómo admiraba uno entonces a aquellos profeso-
res! ¡Qué claridad expositiva la suya! ¡Qué verbo tan sostenido: se tiraban hablando en un
tono monocorde la hora de clase sin hacer siquiera una pausa para carraspear! Y lo ganaron
a uno para la causa, la causa de Carlos Marx y Marta Harnecker. A fuer de sincero, para la
de esta última (El capital lo dejaba uno para los de mollera más consistente; uno prefería
perder el tiempo en otras actividades; por ejemplo, en no hacer nada). Pero uno cree, a
pesar de su leve deterioro cognitivo (leve, con las reservas pertinentes, puesto que, a lo
peor, uno está peor de lo que sospecha), que es ahora cuando, pensando sin ayuda de nadie,
percibe que está más atinado (aunque posiblemente tal sea un desvarío), habiéndose des-
prendido de las ideas ajenas; más que ideas, eructos, doctrina consistente en una serie de
lugares comunes, baladronadas e imprecaciones contra los empresarios, la Iglesia, el Ejército
y el Estado fascista. Ser de izquierdas, como lo era uno antaño, como lo era un porcentaje
mayoritario de los que de izquierda se consideraban, como lo son hoy los que de tal costado
se pregonan, es no saber en qué consiste verdaderamente semejante afección, si es que
consiste en algo, porque, a tenor de sus manifestaciones, no parecen tener más argumentos
que los de odiar a los de derechas y despotricar contra ellos; exactamente lo mismo, por
cierto, aunque a la inversa, que ocurre con los de derechas respecto de sus contrarios, si
bien hay que reconocer que los que empezaron con los reproches e insultos fueron aquellos
y que estos no hacen sino imitarlos. Cuando no lo llaman a uno hijo de puta, lo llaman rojo,
maricón, promiscuo, sidoso… Tales para cuales. Los unos son mancos de la extremidad iz-
quierda; de la diestra, los otros. Lo peor de todo es que España (cualquier país, aunque a lo
mejor no tan virulentamente), cuando no manquea de un lado, manquea del otro. Lo acer-
tado sería que los gobiernos no padecieran discapacidad de ningún tipo, pero tal es imposi-
ble. (De hecho, en la actualidad, todas las oposiciones, incluso a las más altas magistraturas,
tienen un cupo de reserva para aquellos aspirantes con deficiencias físicas, mentales, inte-
lectuales o sensoriales). Casi todos han intentado colar alguna vez que no les afectaba tara
de ninguna clase, proclamando a los cuatro vientos no ser de izquierdas ni de derechas, sino
de centro, como dando a entender que gozaban de ambos remos, cuando la triste realidad
es que ser de centro significa ser manco por partida doble. En cualquier caso, mejor la man-
quera diestra que la siniestra (eso es lo que le dicta a uno la razón; con buen criterio, cavila,
por más que se le haya deteriorado ―levemente, se supone―con la edad). Recuerda uno
las dos últimas veces que la progresía ha ocupado el Gobierno en este país; mejor, las dos
últimas veces que las urnas la han desalojado del Gobierno: la nación se había sumido en
un carajal al quebrar miles de empresas y haber aumentado el paro por encima del 20 por
ciento de la población activa, y la progresía ―siguiendo de mala manera a Keynes, que pre-
coniza el buen uso de los recursos del Estado―, en vez de reducir el gasto, como hubiera
hecho cualquier ama de casa celosa de su hacienda, pedía prestado en los mercados a altos
tipos de interés para invertir en obra pública que ni solucionaba el problema del paro ni, en
muchos casos, era de utilidad ninguna. Que tales periodos coincidieron con crisis económicas
de ámbito mundial, sí, hay que reconocerlo; pero también hay que reconocer que, en ambas
ocasiones, fue la derecha la que, nada más entrar en el Gobierno, utilizando las fórmulas
clásicas del liberalismo (menos gasto público a costa de los servicios menos esenciales ―no
se produjeron grandes recortes en sanidad ni en educación― y reducción de impuestos a
empresas y ahorradores a fin de favorecer la inversión privada, entre las más importantes)
y contando, todo hay que decirlo, con el viento a favor del resurgir económico del resto del
mundo (que, también hay que decirlo, había dado en aplicar las mismas fórmulas) empezó

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a enmendar la catástrofe que se avecinaba. No obstante, la progresía aduce (puede que no
le falte su pizca de sentido) que tanto las crisis como los periodos de bonanza a que uno se
ha referido hay que contemplarlos en un contexto internacional y que, de haber estado la
derecha en el Gobierno cuando se produjeron las crisis, estas hubieran sido mucho peores;
de la misma forma que, si en las épocas de vacas gordas hubiesen estado ellos, el creci-
miento económico hubiera sido mucho mayor y, lo que es más importante, la riqueza gene-
rada se hubiera repartido más equitativamente. No, si palabras no les faltan. Lo mismo le
venden a uno un peine que, a cambio del doble de su precio, le regalan una bicicleta (la de-
mocracia, decía Aristóteles, acaba degenerando en demagogia). No sabe uno, pero los he-
chos son los hechos y están ahí; incluido el de la corrupción, que, a juzgar por lo que ha
trascendido en los medios, solo ha afectado a la derecha; pareciera que la progresía no hu-
biera caído nunca en prácticas tan nefastas o que los casos que le afectan, apenas aireados,
no merecieran la atención de la opinión pública por no tener sino un significado anecdótico.
Indiscutiblemente, en asuntos de propaganda, la izquierda es infinitamente superior a la de-
recha; quizá, también, uno no va a negarlo, en cuestión de moralidad pública, como ellos
mismos se encargan de apostillar cada vez que tienen ocasión, poniendo cara de circuns-
tancias y juntando las manos en actitud orante. Se hacen un flaco favor, porque lo que está
percibiendo la sociedad es que la derecha, aun robando, saca al país adelante, mientras que
la progresía, con sus aspavientos de honradez, acaba habitualmente situándolo al borde de
la bancarrota. También pudiera suceder que la derecha no fuera tan ladrona como escupen
sus detractores ni la izquierda tan honrada como aseguran sus acólitos. A uno le parece que,
en general, todos los que se meten en política lo hacen para alcanzar una situación de pri-
vilegio sobre los que se conforman con ser gobernados de manera regular; una situación de
privilegio cifrada no solo en la remuneración económica correspondiente al cargo que ocupen
(normalmente, bastante generosa), sino en prebendas de todo tipo para sí y para la familia
y amigos, y algún gatuperio que otro. Eso lo sospecha uno y todos los ciudadanos de a pie,
y hasta nos parece llevadero (o nos hemos acostumbrado a que nos lo parezca); lo que ya
no nos gusta tanto es que nos roben habiendo hecho votos de honradez y encima nos lleven
al desastre. Pero ¿por qué la progresía tiene tan buen concepto de sí misma? ¿Por qué niegan
que otras ideas, sin duda más simples y consistentes, puedan ser mejores y más eficaces
que las suyas? ¿Por qué presumen de altruismo, generosidad, bonhomía, cuando son tan
egoístas, interesados y pícaros como los ejemplares más sobresalientes del mundo del
hampa, entre los cuales ha de hallarse, cómo no, más de un derechista? ¿Por qué siempre
encuentran una justificación plausible, exculpatoria, para sus fraudes a la par que inculpa-
toria para sus adversarios políticos? ¿Por qué odian las tradiciones arraigadas en el tiempo
mucho antes de que izquierda y derecha hubieran obtenido carta de naturaleza en el ámbito
del pensamiento y de la opinión, pónganse como ejemplos procesiones de Semana Santa y
corridas de toros? ¿Por qué, aduciendo con justicia que los animales no deben ser maltrata-
dos (adoptarlos como mascotas o juguetes de compañía no implica maltrato), pero también
invocando razones tan peregrinas como que son dignos, o deberían serlo en cuanto que
seres vivos, de los mismos derechos que las personas, y que el propio Estado debiera ha-
cerse cargo de su bienestar, pretenden acabar con los festejos que tienen a los animales
como protagonistas (peleas de gallos y de perros, carreras de caballos y de galgos, entre
otros), con el deporte de la caza, con los burrotaxis, con las granjas de pollos, cerdos, etc.,
con la exhibición de animales en los circos, con la cría de palomas…, todos ellos vicios de la
derecha? A uno no le cabe en la cabeza (no la tiene muy grande y, por añadidura, al parecer,
no del todo cabal) que a esta serie de maximalismos, unos más prudentes que otros, se le
pueda llamar progreso. Progreso sería, en el supuesto de que los animales llegaran a alcan-
zar el estatus que la progresía pretende para ellos, que los hombres alcanzaran el estatus
de los animales. A más, uno se pregunta si alimañas, sabandijas y bichos deberían ser con-
siderados a todos los efectos como animales de pleno derecho. Y, si así fuera, ¿por qué uno
ha tenido que ver a más de un animalista taparse los ojos porque le repugnaba una lombriz,
o a más de una animalista ponerse a gritar por la presencia de una araña y subirse a una

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mesa o una silla y sofaldarse escandalizada por la aparición de una rata, un ratón o un to-
pillo? ¿Habrá que dejar que las moscas lo coman a uno y que los mosquitos lo piquen y que
las polillas lo dejen en cueros? El hombre que mate un insecto ¿será juzgado por homicidio?
Bien está que la progresía sueñe y sea de pensamiento tan elevado, pero, al menos de vez
en cuando, debiera tocar tierra y comprobar que entre los de su especie hay muchísimos
problemas que exigirían cierta atención por su parte; por ejemplo, la pobreza, la vejez de-
satendida, la violencia dentro de las familias y en la calle. Y no, contra la pobreza, en vez de
crear las condiciones económicas que habrían de paliarla, y a pesar de haber denostado la
caridad cristiana y haber hecho suyo el lema “No le des un pez. Enséñale a pescar”, se de-
dican a pedir y dar subvenciones que son pan para hoy y hambre para mañana, y a auspiciar
la inmigración, que, al no encontrar donde ocuparse por estar saturado el mercado de tra-
bajo, en vez de contribuir a la creación de riqueza y a asegurar el pago de las pensiones,
como gustan de esgrimir engañosamente sus defensores, no hace sino incrementar la factura
del gasto social y crear malestar entre los autóctonos, tanto entre los que pagan impuestos,
que, piensan, sin esa carga, tendrían que pagar menos, como entre los más desfavorecidos,
que, juzgan, siendo menos a repartir, recibirían más y mejores prestaciones. A uno, a estas
alturas de su existencia y con esa pequeña ―optimista que es uno― tara cognitiva que se-
guramente le impide ser clarividente, le parece que la progresía busca más epatar que con-
tribuir a solucionar los problemas del común de los mortales. Y eso que son ocurrentes.
Además del de la pobreza, citaba asimismo el problema de la vejez. ¿Qué se le ha ocurrido
a la progresía para dar a los ancianos la atención que merecen? Facilitar la creación de asilos
privados, por la falta angustiosa de plazas en los centros estatales para mayores (a propó-
sito, uno está asilado en uno de estos, y tutorizado ―hacen de uno lo que quieren― por
quien es su director). Y también ―con lo que voy a decir podría comulgar uno tranquilamente
si no se pusieran trabas de ningún tipo en el texto legal correspondiente― despenalizar la
eutanasia activa. También citaba la lacra de la violencia familiar y zascandil. Para combatir
la primera ―hay que advertir que la progresía reconoce ocho tipos diferentes de familia―,
se ha sacado de la chistera la llamada ley de violencia de género, solo aplicable si la víctima
es una mujer y el agresor, un hombre; si sucede al revés, no hay violencia de género, pa-
sando la violencia a calificarse de doméstica, que acarrea castigos mucho menores. Uno es
consciente de que la violencia física de género viene ejerciéndose por un porcentaje infini-
tamente mayor de hombres, pero eso no quita que coyunturalmente sea ejercida por las
mujeres. De hecho, el habla coloquial nos ha dejado más de una pista al respecto. Así,
cuando se dice que en determinada casa es ella la que lleva los pantalones, o cuando se
hace mención a una virago o a un súcubo; la misma expresión “ama de casa” induce a recelo,
porque ―al menos en el martirologio comunista― es el amo, patrón, el que ejerce la violen-
cia sobre el subalterno, o el que, tomando decisiones injustas, provoca la de este. Disquisi-
ciones aparte, lo que el sentido común dicta es que debe protegerse a la víctima efectiva e
inmediatamente, con independencia de cómo esté sexuada. Frente a la violencia doméstica,
la callejera apenas ha merecido especial atención del progresismo, que, tirando de doctrina,
ha diagnosticado, eso sí, que la mejor forma de combatirla es realizar un reparto más igua-
litario de la riqueza, complementado con la promoción de cursos y terapias de reinserción
social dirigidos a los delincuentes, tipificación en la que bajo ninguna circunstancia ―faltaría
más― habrá de incluirse a los integrantes de los CDR (Comités de Defensa de la República
catalana). Con todo, se diría que no existe más violencia que la machista; es dogma de la
progresía que la mujer nunca actúa violentamente, y es que el feminismo es una de las pie-
dras angulares, quizá la más importante de todas, del movimiento progresista. Bien está,
porque es de justicia que el feminismo persiga la igualdad absoluta entre hombres y mujeres
(habrá que entender que tal equiparación se pretende llevar a cabo con los hombres mejor
posicionados en la escala social, pues no tendría sentido efectuarla con aquellos que son
unos pobres desgraciados). En efecto, a uno le parece que es justo; aunque, para lograrlo
no debieran valerse de atajos como la discriminación positiva o los cupos tasados, porque
eso es forzar las cosas y desprende cierto tufo a paternalismo. La igualdad, mastica uno, no

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debe conseguirse por la fuerza, sino de manera natural, como en un sistema de vasos co-
municantes el líquido vertido en un vaso alcanza la misma altura en todos ellos. En su afán
por conseguir una igualdad que a uno no se le antoja tal sino supremacía, han llegado a ex-
tremos de difícil justificación; verbigracia, la creación del lenguaje sexista para ―dicen―
hacerlo inclusivo y visibilizar a las mujeres (más que visibilizarlas, hacerlas ubicuas) a costa
de estupidizar una lengua que, como todas, se ha ido materializando a fuego lento, de
acuerdo, entre otros que rigen su evolución, con el principio de economía, o sea, la tendencia
a invertir el menor esfuerzo posible, abreviando, cortando o simplificando, en la transmisión
íntegra de una determinada información. En ese mismo afán, devienen abolicionistas. De-
sean acabar con la prostitución (que sean ellos los prostitutos), las más radicales; las más
sensatas y prácticas quieren que se legalice y que, como trabajadoras que son, se les reco-
nozcan todos los derechos de los que disfrutan los autónomos o los empleados por cuenta
ajena. Uno ve más razonable la segunda postura; no obstante, se malicia, en buena lógica,
que su legalización va a encarecer desaforadamente los servicios amatorios y eso haría dis-
minuir el trasiego de hombres en las casas señaladas con una baliza roja; a juicio de más
de uno, puesto de manifiesto el peligro que corren, no estaría de sobra que tales casas las
adquiriera Patrimonio Nacional para declararlas de inmediato BIC, o en su defecto, hay quien
perora, para convertirlas en asilos para ancianos o casas de misericordia; bien, siempre hay
quien asiente aunque añada un pero, pero atendidos por sus antiguas inquilinas, puesto
que, tratan de justificar el envite, nada hay más parecido a las cuidadoras y a las enfermeras
que las putas, dicho sea, añaden, en honor de estas y no en menoscabo de aquellas. Uno,
como ya se ha dejado decir, remugante, a lo largo de este callado discurso, está recogido en
un asilo de titularidad pública para ancianos (centros o residencias para mayores los llaman
ahora), donde el director tutoriza su voluntad, que uno nunca suele poner de manifiesto;
mas tiene que confesar que, en más de una ocasión, ha llamado putas, mayormente para
sus adentros, a sus cuidadoras, aparentemente con rabia, pero, en realidad, ha sido siempre
con admiración, casi devoción, y, quizá ―de eso ya no está seguro, porque los años le bajan
a uno la libido hasta cotas abisales―, hasta con mucha lascivia. En fin… Otra de las piedras
angulares del progresismo (mejor progresía, que es femenino) es el movimiento ecologista,
enemigo acérrimo de que el hombre intervenga en la naturaleza, pues siempre lo hace de
forma dañosa. Curiosa actitud, cuando menos, en quienes están a favor del progreso, puesto
que el mayor grado de bienestar material de la sociedad se ha alcanzado gracias a la masiva
intervención del hombre en la naturaleza. Sin embargo, los ecologistas son partidarios de
sacrificar el progreso material en aras de la conservación del medio ambiente. Por eso pro-
ponen avanzar, progresar, decreciendo. A uno, que no se tiene por progresista, también le
encantan las paradojas, pero, a su modo de ver, la mayoría de ellas no tienen más virtualidad
que la meramente literaria. En su empeño por que la naturaleza no sufra más daños y, a ser
posible, por revertir una situación ya muy deteriorada, han focalizado toda su atención y
energías en luchar contra el cambio climático. De pronto ―de un tiempo, no mucho, para
acá―, hay cambio climático… ¡y uno que estaba creído que una de las características fun-
damentales del clima era su mutabilidad! Pues no, señor, a juicio de los conservacionistas,
el clima, que se había comportado hasta hace relativamente poco de acuerdo con el postu-
lado de la negación del movimiento de Parménides, como quien dice de golpe, por culpa de
diversos factores perniciosos desencadenados por la mano del hombre, se ha vuelto hera-
clitiano, cambiante. Lo bueno ―lo malo― es que el ideario progresista ha permeado en las
clases medias, en los partidos políticos (incluso en los denominados conservadores o de de-
rechas) y en los gobiernos, con especial intensidad en el sostenido, a estas calendas, por la
izquierda y las formaciones nacionalistas, tanto de izquierdas como de derechas, dispuesto
a permanecer en el poder a todo trance, aunque eso le cueste la ruina al país entero. Y ahora
urge remplazar los combustibles fósiles y la energía nuclear por las energías renovables,
agua, sol y viento. ¡Qué bonito va a quedar el paisaje lleno de saltos de agua, huertos solares
y molinos de viento! Habrá que aprender a contemplarlo desde un nuevo punto de vista: el
paisaje como cárcel. Ahora sí, a uno no le queda más remedio que estar de acuerdo con el

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gran Ambrose Bierce cuando define al conservador como el enamorado de los males exis-
tentes por oposición al progresista, que desea remplazarlos por otros. Y entre esos males,
cómo no, están los periodos de la historia que no gustan al poder establecido. De ahí la Ley
de Memoria Histórica, que debiera haberse llamado, masculla uno, Ley de los Cortos de Me-
moria, porque no se retrotrae más lejos de la Guerra Civil, como si, con anterioridad a dicho
conflicto no hubiese habido otros, entre los mismos españoles o con potencias extranjeras,
con miles de perdedores y damnificados, y como si no hubiese habido más dictadura o ré-
gimen autocrático que el que siguió a la mencionada guerra. Son ganas de revolver en aque-
llo que debiera dejarse quieto, sobre todo por lo que respecta a los nombres de determinadas
calles o establecimientos, máxime tratándose de cerrar viejas heridas y establecer la con-
cordia entre todos los españoles. O se quitan los nombres de los héroes (o asesinos, depende
desde qué bancada se miren) tanto de un bando como del otro (los hay de los dos) o si se
permiten los de un bando, habrá que permitir los del otro. Y lo mismo vale decir para mo-
numentos y símbolos. De otro modo, la ley de memoria no habrá servido para lo que se
apunta en su exposición de motivos. Esto, a uno, antes, ni le iba ni le venía, pero, parecién-
dole bien que hayan quitado el nombre de Francisco Franco del asilo de ancianos al que han
ido a parar sus huesos, no está de acuerdo en absoluto con que dicho nombre haya sido re-
cambiado por el de Pedro Sánchez Castejón, porque este Pedro es cierto que no perteneció
ni a un bando ni a otro, pero ha expresado claramente sus preferencias. Por lo tanto, y de
acuerdo con la ley, nunca debiera haber ocupado el frontispicio de la que hoy es casa de
uno. Y que conste, uno no es de izquierdas ni de derechas, uno es un librepensador; o sea,
que, según el axioma estatuido por la izquierda, uno es de derechas y, por ende, un hijo de
puta, facha, machista, homófobo, xenófobo... Claro que, según el estatuido por la derecha,
al declararse librepensador, uno también es un hijo de puta; adicionalmente, rojo, maricón,
promiscuo, sidoso… Ni que decir tiene que para izquierda y derecha ambos juicios son tan
evidentes que no necesitan demostración, pero es que, según el credo político, confunden
el axioma o el acto de fe ―quién lo iba a decir, tan agnósticos los de izquierdas, tan fervo-
rosos los de derechas― con el acto de fe o el axioma, puesto que no puede considerarse
como axioma un apotegma cuya falsedad es fácilmente demostrable. Dados los conjuntos A
y B y el elemento x, si x no está incluido ni en A ni en B, no puede pertenecer ni a A ni a B.
De la misma manera, uno no es de izquierdas ni de derechas; es un librepensador, a pesar
de su deterioro cognitivo (no demasiado importante, por otro lado; uno es optimista de na-
cimiento), a pesar de que los compañeros de asilo lo tomen a uno por idiota (a uno, es de
figurarse que por su aspecto y actitud abstraídos y porque no pega la hebra con bicho vi-
viente alguno, lo llaman el Rumiante, el Rumiante Loco), lo cual le viene de perlas, porque,
al rehuirlo a uno, se ahorra tener que demostrar que no siente ninguna empatía por sus pró-
jimos. Hay otros muchos axiomas falsos (o no del todo indiscutibles), actos de fe, etiquetas,
formulados por el progresismo o por la derecha, con frecuencia indistintamente. A continua-
ción, un listado (de profesiones y oficios): los artistas son de izquierdas; / la buena gente,
de derechas; los manguis, de izquierdas (y viceversa); / los toreros y cazadores, de dere-
chas; / las putas, de izquierdas; los puteros, de derechas (y viceversa); / los obreros (salvo
los tontos), de izquierdas; los patronos, amos, capitalistas (salvo los adjudicatarios de los
contratos otorgados por los gobiernos de izquierdas), de derechas… Más muestras (de creen-
cias y afectos): creer en Dios es de derechas; creer en el ser humano, de izquierdas; / au-
todenominarse neutral, de centro, imparcial, objetivo, de derechas; ídem que ser del Real
Madrid; ser del Barça, por el contrario, es de izquierdas… Más madera (de estados y actitu-
des): la monogamia o monoamor, es de derechas; el amor libre, de izquierdas; / los ma-
chistas (ellos y ellas), de derechas; los feministas (ellos y ellas), de izquierdas; / la
inteligencia, de izquierdas; la majadería, de derechas (y viceversa)… Uno, si se mira desde
el exterior del edificio hacia la fachada, está alojado en el ala derecha del PSC; si se mira
desde el interior hacia fuera, en el ala izquierda. En todo caso, da exactamente igual, porque
al ser la incineración de izquierdas y el entierro de derechas, en esta residencia para mayo-
res, más tarde o más temprano, al no tener familia ni amigos, como es la triste circunstancia

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de uno, por decisión de su tutor, que viene haciendo de uno lo que le peta, a falta de infierno,
en el que no creen, acabarán achicharrándolo a uno en el crematorio de la funeraria que les
haga un precio más barato.

José María Izarra

Asís G. Ayerbe
Algunos dibujos de Eloy Luna

[Bien conocido de los lectores


de culdbura y excelente dibu-
jante con una larga e intensa
trayectoria artística reconocida
con diversos premios, para el
nuevo libro del también burga-
lés Luis Orozco de las Heras
titulado Fragmenta, que reúne
retazos de vida, acompañados
de impresiones, reflexiones y
emociones que van asociadas al
desgarro y la alegría de vivir. Li-
cenciado en Filosofía por la Uni-
versidad de Barcelona en 1978
ha desempeñado diversas ta-
reas docentes en Burgos e Ibiza
y es autor también de Mani-
fiesto Domun, publicado por la
editorial Dossoles en 2015.]
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Miro al campo vacío 1
y la tierra
me devuelve silencio

El dolor, de improviso, 2
me encontró a la intemperie
desnudo y afligido.
No llevaba paraguas
cuando me cayó encima
todo el diluvio triste
de los años inciertos
Veo llegar las nubes 6
y los tiempos sombríos.
y a las olas,
alzadas por el viento,
golpear en la arena
A veces también yo 3 ―látigos vivos―
me he sentado a llorar…
fustigando en la tarde
¿Es vana la esperanza?
los dorados corceles
¿Dónde plantó sus tiendas
de un sol que ya declina.
la impía realidad?
Las huellas de mis pies
¿Dónde queda la línea divisoria

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se marchan con el agua
entre cierto y soñado,
en busca de otras costas
entre viva esperanza y desesperación,
que nunca pisaré.
entre el gris y lo verde?
Sonrío.
En la playa anochece.
Una negra cortina
Cuando cierre los ojos 4 está cubriendo el mar.
tal vez
todo se recomponga
y cada sueño tenga
la forma de una casa, ¿Qué lluvia limpiará las hojas ateridas
una calle con niños, de este invierno
que no termina nunca? 7
una fuente con pájaros cantando,
una mano tendida. Tras la belleza, el barro.

Se abren heridas 5
y los muros sangran.
Por sus llagas supuran los recuerdos.
Se derraman exhaustos por la acera,
Pisoteados
por zapatos ajenos.
Crece la pérdida
envuelta en un silencio
del que huyeron los gritos. Julián Alonso
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Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
Mito

Mi padre habla la lengua de los muertos,


palabras en desuso
desde un eco que no supo regresar.
Y en su deconstrucción llega a mugidos
que el pinar le devuelve con sus cucos,
con su resina muda.

Mi padre habla la lengua de los muertos


y, algunas veces, ellos le responden

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desde los ojos sin nadie de sus vacas
cuando les abre su puño antiguo como un pan.
Hay sierras y fronteras en sus palmas
y Tespis las bordea con un carro
cantando ditirambos
con los que mi música no sabe dialogar.

Mi padre habla la lengua de los muertos


porque intuye que entre la palabra y el silencio
hay un abrevadero
en el que retrasarse con su encuentro,
un pozo desde el que se cae al cielo
o un cielo hacia el que se derrama el mar.

Carlos Contreras Elvira

Asís G. Ayerbe
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Asís G. Ayerbe
Así como en otoño secas hojas
van cayendo en jardines y aceras,
se nos caen continuas primaveras
en un vaivén de luz y de congojas.

Tantos recuerdos que a un montón arrojas,


y se consumen en vivas hogueras,
en las que algún rescoldo tenue esperas
no carbonicen esas llamas rojas.

Para que en la negrura de tu cielo


puedas a veces ver alguna estrella
en esas noches de nostalgia y pena.

lo
gu
Para dar algo de calor a tu hielo, An
para distinguir tal vez alguna huella,
mientras le quede a tu reloj arena.
a
oy
M

Recuerda hoy, al cabo de los años,

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ue

cuando el alma aún sueña


con aquellos dulces episodios,
riq

cómo fue la vida.


En

Recuerda cómo los campos de trigo


eran mecidos por el viento,
y a ti te parecían sinuosas olas de color verde
entre las que cantaban las sirenas.

Recuerda, pues aún encuentras placer


en retornar a aquellas tardes
cuando los péndulos de los relojes
estaban paralíticos,
y todo tenía tantos colores
que el corazón se aceleraba de alegría.

Tuyo era entonces el infinito,


y todo el orbe formaba parte de tus juegos,
eras el brujo de una tribu misteriosa,
el capitán de un navío que surcaba los mares.

¡Aquel tiempo cuajado de estrellas


y aquellas tardes
en las que todo sucedió sin premura!
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