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1. DONDE ESTAMOS
Hace varias semanas, buscando entre mis periódicos del domingo, me topé con un
interesante contraste. La portada de la revista Parade presentaba una entrevista con
la actriz Jane Alexander, quien ahora encabeza la Fundación Nacional para las Artes.
Ahora bien, Parade es el periódico más “casero”, para las clases medias, y de
circulación masiva en América, y cuando una mujer de tan evidente buena voluntad
llama a la tolerancia en sus páginas, el llamado tiene gran fuerza. Después de todo,
¿quién puede no estar de acuerdo con la libertad y la tolerancia, o con ensanchar
nuestro sentido de cultura?
Tom Wolfe argumentó hace como dos décadas que está muy lejos del arte moderno
el triunfo del concepto, la teoría y la forma sobre la sustancia. Como resultado, no
tiene mucho que decir al corazón humano. Simplemente no es muy interesante.
Los ejemplos abundan. El mismo artículo del Times que he mencionado trae la
fotografía de una exhibición realizada por la artista Sherrie Levine en la Galería
Marian Goodman de New York. La instalación de Levine –cálidamente revisada por
una revista llamada International Flash Art- consistía enteramente en seis grandes
pianos, colocados simétricamente y coronados con reproducciones en cristal de una
escultura de Brancusi. Eso es todo. Llámenme un escéptico, pero eso parece un salón
de demostraciones de Steinway. Uno incluso espera que un vendedor se pasee por la
estructura y le ofrezca bajas cuotas mensuales de pago y envío gratis.
Continúa diciendo que “la disciplina del arte, caracterizada por un amor a la
estructura, la claridad, la complejidad, la gradación y la ambición imaginativa, se
retira; y se presentan clamores por la exención. Soy una víctima: ¿cómo te atreves a
imponerme tus modelos estéticos?”.
En las palabras de un conservador de Nueva York, el arte del mundo de hoy enfrenta
la antigua pregunta del cuento de hadas: “¿Está el rey vistiendo ropa alguna?”. La
Sra. Alexander, hábil como actriz y ahora como funcionaria de la FNA, respondió
que sí en las páginas de Parade. Pero sonaba sospechosamente a un funcionario de
relaciones públicas cuando lo dijo.
2. DONDE ESTABAMOS
¿Cómo nos metimos en esta confusión? Culpar al Iluminismo puede ser muy simple,
pero es un buen punto de partida. Hay verdadera ironía aquí. Déjenme explicarlo.
La actitud antigua hacia la actividad creativa humana era simple: el arte, la música,
la escultura, la poesía, eran todos guiados desde fuera, por los dioses. No existe línea
más poderosa y encantadora en la literatura que las primeras palabras de la Odisea de
Homero: “Cántame, Oh Musa, del hombre...”.
Quiero que consideren esas palabras. “Cántame”, no “Háblame”. Hay allí algo más
elevado, algo mágico, algo “distinto a” y santo, acerca del canto y la música. Y noten
que la Musa es una persona, una divinidad objetiva y externa que es la autora real de
la historia, no una fuerza interior o impersonal. Y finalmente, ¿sobre qué es el
poema? Sobre Odiseo, un ser humano. El arte puede aludir repetidamente a dioses y
gigantes, hechiceras y animales mitológicos, pero habla de seres humanos, de
asuntos humanos, del sufrimiento y del carácter humanos. Busca el sentido, y asume
que el sentido existe.
Incluso la tecnología del poema afirma la humanidad, porque los griegos no leían la
“Odisea”. Ellos la escuchaban, once mil líneas completas. Surgió de la tradición oral
y era recitada de memoria por los bardos, cuyas voces encarnaban la historia con
mucha mayor vitalidad que lo que cualquier palabra escrita ha podido alguna vez.
Con la venida de Jesús, la divinidad literalmente tomó nuestra carne. Una “nueva
canción” está siendo cantada. A pesar de todo el martilleo que la Iglesia recibe por
ser supuestamente anti-carnal, ningún arte es más humano, más de carne y hueso,
que el arte de Aquel cuyo corazón herido revela la riqueza de nuestra herencia
gloriosa. Una y otra vez en mis meditaciones sobre la Escritura, vuelvo a aquel
momento en el atrio cuando Pilato presenta a un Cristo salvajemente golpeado a la
muchedumbre: Ecce homo. “He aquí al hombre”.
Sinceramente, este debería ser el tema, explícito o no, de todo artista. He aquí al
hombre. He aquí la humanidad, que es la imagen visible de Dios invisible. Basta tan
sólo referirse al texto clásico del Primer Prefacio de Navidad en el Misal Romano:
“Porque gracias al misterio de la Palabra encarnada, la nueva luz de tu claridad se ha
mostrado a los ojos de nuestra mente; para que conociendo a Dios visiblemente,
seamos llevados por éste al amor de las cosas invisibles”.
Piensen en las imágenes del arte dominantes a lo largo del milenio cristiano: el
nacimiento en el establo; la Virgen y el niño; la huida a Egipto; la crucifixión; la
resurrección; las formas gloriosas de María o Jesús o los santos en el cielo. Cada una
de éstas imágenes es personal, íntima, tangible, familiar; en otras palabras, accesible
a cualquiera; tanto como la alegría, el sufrimiento, el miedo y la esperanza son
comprensibles por cualquiera.
Pero si todo esto es verdad, ¿cómo explicamos la jerga de la crítica del arte? ¿O a
Karen Finley embarrando su cuerpo con barras de chocolate y llamando a eso arte?
Por otro lado, donde la libertad artística fue menos distorsionada por la ideología,
varias tendencias, comenzando con el Romanticismo, continuando posteriormente
con el Cubismo, Expresionismo y llegando hasta nuestros días con el post-
modernismo, comenzaron el camino hacia el exceso y el nihilismo –el
descubrimiento de que la libertad sin sentido es sólo una diferente, menos evidente,
forma de condenación-. Obviamente estoy usando una brocha muy ancha aquí. Pero
lo que quiero subrayar es la ironía central de nuestra era: el hombre expulsa a Dios
del arte y la cultura humana para proteger y ennoblecer al hombre. Lo que logra en
cambio es separarse a sí mismo de la fuente de toda belleza, de toda verdad, de todo
sentido, dañando así gravemente su propia dignidad.
Uno de los exponentes más críticos de una estética teológica, Hans Urs von
Balthasar, escribió acerca de esta desastrosa separación del conocimiento “mundano”
y el encuentro del hombre con la Palabra de Dios que ha caracterizado a la cultura
occidental por siglos: “Siempre que se corta la relación entre la naturaleza y la
gracia..., la totalidad del ser mundano cae bajo el dominio del ‘conocimiento’, y las
fuentes y fuerzas del amor inmanentes en el mundo son subyugadas y finalmente
sofocadas por la ciencia, la tecnología y la cibernética. El resultado es un mundo sin
mujeres, sin niños, sin reverencia por el amor, en pobreza y humillación, un mundo
en el que el poder y el margen de ganancia son los únicos criterios, donde el
desinteresado, el inservible, el que no tiene un fin determinado es despreciado,
perseguido y al final exterminado, un mundo donde el arte mismo es forzado a vestir
el manto de la técnica”.
Mi punto aquí es simple. El día en que podíamos dar por sentada la permanencia de
nuestro patrimonio cultural –nuestra mejor música, arte y literatura- se ha terminado.
El proceso del CD-ROM que acabo de describir fue realizado por un alumno del
último año de secundaria en una máquina casera relativamente barata, con un
software que cualquiera puede comprar. Eso es poder. Esa es la nueva democracia de
la información. Mientras digitalizamos el registro de nuestra civilización, éste se
vuelve infinitamente plástico, infinitamente retrabajable. Por primera vez en nuestra
historia como especie, podemos jugar con nuestra memoria colectiva, y por lo tanto
con nuestra conciencia colectiva. No es un pensamiento tranquilizador.
Hace siete años, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó uno de los más
importantes, y también más proféticos, documentos morales del siglo. Se centraba en
la bioética, y específicamente en el impacto deshumanizador de las nuevas
tecnologías reproductivas y genéticas para la procreación humana. Desde entonces,
nuestro conocimiento genético se ha incrementado dramáticamente. Tiempo atrás, el
New York Time Book Review dedicó toda su portada, y varias de sus reseñas
principales a la pregunta: “¿Cuánto de nosotros está en los genes?”. No estoy seguro
de que tengamos la madurez o la sabiduría para manejar la respuesta. En realidad,
luego de 37 años de escuchar confesiones, estoy del todo seguro que no.
Del mismo modo que la revolución digital nos dará una enorme influencia sobre el
pasado mediante el control de los registros electrónicos históricos que forman
nuestra memoria, así también la revolución genética nos dará la ilusión de un control
sin precedentes sobre el futuro, al descubrir los planos exactos de la vida biológica
misma. Podría parecer que estamos aboliendo la enfermedad. Podría parecer que
estamos eliminando el envejecimiento. Estas ideas no son tan remotas u ocurrentes
como podríamos pensar. Y tampoco lo es la posibilidad de una procreación selectiva,
pues la eugenesia es una realidad muy viva y profundamente peligrosa en los países
de alta tecnología.
No es del todo imposible que estemos viviendo los últimos decenios de la especie
humana tal como la conocemos. Alan Dressler, en su fascinante nuevo libro de
astronomía y cosmología, Voyage to the Great Attractor, predice la descomposición
definitiva de la especie humana. “Es mi conclusión, por lo tanto, que estamos muy
posiblemente cercanos al fin de lo que hemos conocido como humanidad. Los dones
que nos ha dado la naturaleza nos han guiado a las claves secretas de la evolución, y
es poco probable, creo, que nos contengamos por mucho tiempo de abrir esta caja de
tesoros y problemas”.
La “necedad de la Cruz” nos recuerda también que, con todo lo bella que es, la vida
es tan sólo un sello de agua en relación a la realidad real, a la inmensamente mayor
realidad que a veces vislumbramos, pero que nunca llegamos a capturar, al mirar
hacia Dios a través de la ventana de la belleza mortal. Hopkins, en su poesía, nos
recuerda esta antigua intuición.