Sie sind auf Seite 1von 7

Racismo, Estado y chilenidad: Falacias

de la visa consular a ciudadanos


haitianos
¿Por qué no nos llama la atención que la autoridad migratoria, mientras
limita el ingreso de haitianos al país, al mismo tiempo anuncie la creación
de una visa especial para quienes tengan títulos de postgrado en alguna
de las mejores 200 universidades del mundo (situadas, en su mayoría, en
países europeos o de Norteamérica)? ¿No es esta una nueva forma de
seleccionar a nuestros migrantes con criterios racistas, que no hace sino
profundizar todavía más las graves diferencias sociales que dividen a
nuestro país?

Por Menara Guizardi, Tomás Greene y Eleonora López / 26.05.2018


Compartir en FacebookCompartir en TwitterEnviar por WhatsAppCompartir
Enviar por EmailCompartir en LinkedIn

No nos gusta que nos digan racistas. Nos da vergüenza cuando nos lo
enrostran, y entonces decimos: “No, no es que yo sea racista, pero
objetivamente los peruanos (o los colombianos, o los haitianos) son… ”. Al
intentar justificarnos, damos cuenta nuevamente de nuestro racismo y,
adhiriendo a verdaderos malabarismos conceptuales, lo disfrazamos en
argumentos que pretendemos legítimos (la “objetividad”, en el ejemplo
anterior). Vivimos en una era cínica, caracterizada, entre otras cosas, por la
dificultad transversal (de personas, grupos, instituciones, gobiernos) de aludir
a ciertas violencias por el nombre que les cabe. Cuando denegamos llamar el
racismo por su nombre, contribuimos fuertemente a su existencia y a la
profusión de sus consecuencias más nefastas.

Hay racismo cuando consideramos que personas de un grupo distinto al


nuestro, ya sea por sus apariencias fenotípicas, su religión, su lengua, su
adscripción étnica, entre otras, presentan características de inferioridad, las
que asociamos (no siempre de forma explícita) a condiciones biológicas. El
racismo, en su acepción más clásica, resulta precisamente de esta
operación que enmarca las prácticas y experiencias de los grupos como
determinadas por una supuesta característica biológica relacionada, a su
vez, con el color de la piel, de los ojos, del pelo. En términos científicos,
tanto la antropología, la arqueología, como la sociología han demostrado que
esta relación causal entre biologías, sociedades, comunidades y culturas es
una ficción. La biología genética también lo hizo, desde los hallazgos del
Proyecto Genoma Humano, los cuales identifican que los seres humanos no
tenemos distintas razas en términos genéticos, sino que somos todos de una
misma raza: variamos solamente en aspectos más tangenciales de la
estructuración de nuestros ADN.

Con todo, a contracorriente de aquello que nos enuncian las ciencias,


seguimos estructurando apreciaciones despreciativas sobre las gentes y
grupos según enunciados tácitamente racistas (“los indios son flojos”, “los
negros son puro cuerpo”). Pero también hay racismo cuando consideramos
que algunos son superiores (“los europeos son más desarrollados”), porque
esa superioridad siempre se entiende en relación con la inferioridad de otros.
Hay racismo en nuestros paternalismos (“pobres haitianos”) o en nuestros
asimilacionismos (“si quieren venir a quedarse a Chile, se tienen que adaptar a
nuestra cultura”). Desde que se ha vuelto políticamente incorrecto adherir
abiertamente a concepciones racistas –cambio histórico que podemos situar
en 1948, con el término de la Segunda Guerra Mundial y la Declaración
Universal de los Derechos Humanos–, el racismo se viene desplazando hacia
enunciados culturales. Seguimos pensando de forma racista, pero hablamos
de ello asumiendo que la superioridad o inferioridad de los grupos se
manifiesta en diferencias de orden cultural o identitaria. Se trata de aquello
que algunos autores denominan “un racismo sin raza”.
Por otro lado, cabe recordar que el racismo no es lo mismo que xenofobia ni
que aporofobia, aunque muchas veces los tres van juntos y de la mano, por lo
que se confunden (desastrosamente). Podemos rastrear esta confusión en la
formación política de los Estado-nacionales (desde 1789 en adelante), la cual
ha ejecutado formas muy concretas de cristalización de la interconexión entre
las discriminaciones y jerarquías de raza, clase y género, mezclándolas con la
oposición entre los “unos” y “otros” de este o de aquel país. Nada nos pone
más en tensión que encontrarnos con personas y grupos que nos hacen
recordar que somos un país heterogéneo, que se constituyó desde su
formación –y antes de ella, desde la colonia–, a partir del encuentro y del
conflicto entre grupos muy diversos, asimétricos y marcados por formas
violentas de desigualdad.

Cuando observamos que la relación entre la chilenidad y sus supuestos


“otros” sigue estando fuertemente interpelada por un miedo a la
(auto)reflexión, comprendemos que el racismo no es solo un delirio de
unas cuantas personas: se constituye a través de relaciones económicas,
de poder y simbólicas que impactan profundamente las interacciones
entre grupos sociales. Es más, el racismo crea condiciones materiales
concretas: limita a las personas que son racializadas el acceso a bienes,
oportunidades, (re)conocimientos y derechos varios. Por lo mismo, se trata de
un motor –y uno de los motores más incesantes en Sudamérica– de la
exclusión social. ¿Es obra de la casualidad que los más pobres en Chile y en los
demás países Sudamericanos sean precisamente negros, indígenas y
mestizos?

Con todo, una de las dimensiones más peligrosas del racismo dice relación con
su naturalización: lo tenemos tan arraigado en nuestras costumbres, prácticas,
perspectivas y valores que ni siquiera somos capaces de identificarlo. Lo
vivimos como un hábito incorporado. De niños escuchamos comentarios
racistas de nuestros padres, familiares, colegas e incluso de nuestros y
nuestras profesoras, nunca los cuestionamos y cuando lo hacemos, somos
convocados a callarnos; se nos reprime el gesto. Los chistes racistas nos dan
risa: los asociamos al “buen humor”. Es lo mismo que pasa con el machismo.

Estos imaginarios son tan potentes que permean grupos y espacios sociales de
arriba hacia abajo, del centro a los márgenes y viceversa. Por veces, las
mismas personas que reciben un trato distinto, las mismas personas que son
racializadas, terminan aceptándolo y creyéndose inferiores en ciertos
ambientes. Las jerarquías raciales se reproducen con tanto vigor porque
generan entramados simbólicos compartidos por personas de diferentes
grupos: discursos, narrativas, ideologías, formas de sentir, de personalidad y
de vincularse a los demás. El racismo no es, por lo tanto, una cuestión de
racionalidad. Y si lo es, representa la imposición de una racionalidad violenta,
una racionalidad que justifica formas de dominio.

Muchos políticos saben que los chilenos son racistas. En realidad, el racismo
está en todo el mundo: ha creado el capitalismo contemporáneo tal cual lo
conocemos (y lo sufrimos) y es, por lo mismo, parte de las miserias humanas
que compartimos los países del norte y del sur globales. ¿Por qué nosotros no
seríamos racistas también? Un gesto de sinceridad y autocrítica política
debiera partir del reconocimiento de los peligros de “hacer que no vemos” las
diversas prácticas racistas que reproducimos a diario (incluso sin darnos
cuenta). Pero este no debiera ser un ejercicio solo de las gentes que
integramos un país. Debiera ser un mandato político de los Estados.

Lo anterior viene especialmente al caso en lo que concierne a las


recientes acciones del Gobierno de Chile respecto de los y las migrantes
haitianas. En ellas observamos la instrumentalidad política del racismo.
Desde diferentes ministerios, y en las palabras del propio presidente, se
habla de la “mano dura” contra los extranjeros “ilegales” (nosotros
preferimos “indocumentados”), a los que señalan como los culpables de
los “desórdenes de la casa”. En coherencia con este discurso, se ha
promulgado el Decreto Supremo que impone una visa consular de turismo a
los haitianos. En términos generales, este Decreto justifica la medida alegando
que: 1) es de interés nacional dotar al país de una migración ordenada, segura
y regular. 2) Que el aumento sostenido de ciudadanos de origen haitiano que
ingresan al país con fines declarados de turismo, pero permanecen en Chile en
situación irregular, es una realidad insoslayable. 3) Que, al permanecer en
Chile, más allá del tiempo previsto para los turistas, expone a los migrantes y a
sus familias a ser objeto de redes de tráfico de personas y a otros riesgos
derivados de su situación irregular en el país. 4) Que tales circunstancias
exigen una gestión integral que tienda a la gobernabilidad migratoria,
permanencia regular en el país, protección al migrante y ejercicio pleno del
estado de derecho.

Lo primero que llama la atención es que sólo se menciona a los haitianos una
vez. Si todo lo que se dice en los numerales 1, 3 y 4 es supuestamente
aplicable a todos los extranjeros del país, ¿por qué concluir que sólo se debe
limitar el ingreso de los haitianos a Chile? Por otra parte, la irregularidad
migratoria derivada de permanecer en el país más allá del tiempo previsto
para el turismo es algo sencillo de solucionar. Basta con pagar una multa y
solicitar una visa de residencia. Este cambio de condición migratoria, de turista
a residente, es una facultad que contempla la ley en vigor, y no supone ningún
engaño ni abuso del derecho. Según datos del propio Departamento de
Extranjería, ecuatorianos, peruanos y colombianos tardan más tiempo en
solicitar visa de residencia desde su ingreso a Chile como turistas que los
haitianos. ¿Por qué entonces enfocar la medida sólo en estos últimos?
Sorprende también que se diga que permanecer en Chile después de vencido
el turismo expone a los migrantes a redes de tráfico de personas, porque este
delito supone que el extranjero esté fuera del país, y no dentro.

Ahora bien: ¿Por qué no nos llama la atención que la autoridad migratoria,
mientras limita el ingreso de haitianos al país, al mismo tiempo anuncie la
creación de una visa especial para quienes tengan títulos de postgrado en
alguna de las mejores 200 universidades del mundo (situadas, en su mayoría,
en países europeos o de Norteamérica)? ¿No es esta una nueva forma de
seleccionar a nuestros migrantes con criterios racistas, que no hace sino
profundizar todavía más las graves diferencias sociales que dividen a nuestro
país? En el Decreto Supremo vemos claramente cómo la discriminación hacia
los haitianos se enuncia desplazando el racismo –ocultándolo y justificando su
razón de ser– en aspectos supuestamente beneficiosos para el país. Se
discrimina un colectivo a desazón de los datos estadísticos producidos por los
mismos organismos estatales y se le atribuye a este mismo grupo nacional
responsabilidades sobre fenómenos sociales que constituyen un problema
nacional y no de los y las migrantes (la actuación de redes de trata humana o
la falta de mecanismos razonables de regularización de extranjeros).

Cuando el racismo se convierte en política estatal debemos


preocuparnos. Cuestionar e impugnar judicialmente decisiones como la
que ha tomado el actual gobierno de Chile sobre la visa turística consular
para haitianos no es obstruccionismo, sino el ejercicio propio de una
democracia lúcida y un deber ciudadano. El requerimiento interpuesto en
contra del Decreto Supremo ante el Tribunal Constitucional la semana pasada
en el Congreso Nacional es un avance en este sentido. Se constituye como un
mecanismo democrático fundamental, puesto que la construcción de esta
acción aunó a movimientos sociales, académicos, organizaciones sin fines de
lucro y partidos políticos de muy variado espectro.

La tarea histórica a la que se nos convoca actualmente en Chile es de gran


envergadura. Ella se refiere a la necesidad de cuestionar aquello que, por
tanto tiempo, supusimos ajeno a este “nosotros imaginado” formulado muy
violentamente para dar unidad al Estado-nacional. Las fuerzas políticas a la
derecha, al centro y a la izquierda están convocadas a hacerse con esta
realidad y con la reflexión que ella demanda.

Hoy sabemos de manera cada vez más encarnada, más cotidiana, que Chile se
ha engendrado desde la complejidad, desde la heterogeneidad y desde la
pluralidad. Así, lo que está en cuestión aquí es precisamente preguntarnos
cuánto tiempo más podremos seguir sosteniendo estos mitos auto-normativos
de la homogeneidad de “los chilenos”. Lo decimos así, en masculino, porque,
como salta a la vista en estas últimas semanas, esta narrativa también excluyó
a las mujeres o las situó en un lugar identitario marginal en la chilenidad.
Debiéramos plantearnos, y muy seriamente, si los principios de una
ciudadanía sentada en mitologías de la homogeneidad es lo que queremos
realmente para este país. Las culturas e identidades son claves políticas
centrales para esta reflexión. ¿Qué ciudadanía queremos para el Estado
chileno en este complejo siglo XXI? ¿Una multicultural? ¿Intercultural? ¿Inter-
histórica? La respuesta no la tenemos nosotros y no la debiera tener nadie a
priori. Ella debiera devenir del debate entre aquellos y aquellas que,
actualmente, componemos el Estado-nación que llamamos Chile.

Dicho lo anterior, esperemos que los y las lectoras no se escandalicen de que


este texto haya sido escrito por una brasileña, un chileno, una mexicana y que
los tres se sientan plenamente parte de este espacio político que llamamos
Chile.

Das könnte Ihnen auch gefallen