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No nos gusta que nos digan racistas. Nos da vergüenza cuando nos lo
enrostran, y entonces decimos: “No, no es que yo sea racista, pero
objetivamente los peruanos (o los colombianos, o los haitianos) son… ”. Al
intentar justificarnos, damos cuenta nuevamente de nuestro racismo y,
adhiriendo a verdaderos malabarismos conceptuales, lo disfrazamos en
argumentos que pretendemos legítimos (la “objetividad”, en el ejemplo
anterior). Vivimos en una era cínica, caracterizada, entre otras cosas, por la
dificultad transversal (de personas, grupos, instituciones, gobiernos) de aludir
a ciertas violencias por el nombre que les cabe. Cuando denegamos llamar el
racismo por su nombre, contribuimos fuertemente a su existencia y a la
profusión de sus consecuencias más nefastas.
Con todo, una de las dimensiones más peligrosas del racismo dice relación con
su naturalización: lo tenemos tan arraigado en nuestras costumbres, prácticas,
perspectivas y valores que ni siquiera somos capaces de identificarlo. Lo
vivimos como un hábito incorporado. De niños escuchamos comentarios
racistas de nuestros padres, familiares, colegas e incluso de nuestros y
nuestras profesoras, nunca los cuestionamos y cuando lo hacemos, somos
convocados a callarnos; se nos reprime el gesto. Los chistes racistas nos dan
risa: los asociamos al “buen humor”. Es lo mismo que pasa con el machismo.
Estos imaginarios son tan potentes que permean grupos y espacios sociales de
arriba hacia abajo, del centro a los márgenes y viceversa. Por veces, las
mismas personas que reciben un trato distinto, las mismas personas que son
racializadas, terminan aceptándolo y creyéndose inferiores en ciertos
ambientes. Las jerarquías raciales se reproducen con tanto vigor porque
generan entramados simbólicos compartidos por personas de diferentes
grupos: discursos, narrativas, ideologías, formas de sentir, de personalidad y
de vincularse a los demás. El racismo no es, por lo tanto, una cuestión de
racionalidad. Y si lo es, representa la imposición de una racionalidad violenta,
una racionalidad que justifica formas de dominio.
Muchos políticos saben que los chilenos son racistas. En realidad, el racismo
está en todo el mundo: ha creado el capitalismo contemporáneo tal cual lo
conocemos (y lo sufrimos) y es, por lo mismo, parte de las miserias humanas
que compartimos los países del norte y del sur globales. ¿Por qué nosotros no
seríamos racistas también? Un gesto de sinceridad y autocrítica política
debiera partir del reconocimiento de los peligros de “hacer que no vemos” las
diversas prácticas racistas que reproducimos a diario (incluso sin darnos
cuenta). Pero este no debiera ser un ejercicio solo de las gentes que
integramos un país. Debiera ser un mandato político de los Estados.
Lo primero que llama la atención es que sólo se menciona a los haitianos una
vez. Si todo lo que se dice en los numerales 1, 3 y 4 es supuestamente
aplicable a todos los extranjeros del país, ¿por qué concluir que sólo se debe
limitar el ingreso de los haitianos a Chile? Por otra parte, la irregularidad
migratoria derivada de permanecer en el país más allá del tiempo previsto
para el turismo es algo sencillo de solucionar. Basta con pagar una multa y
solicitar una visa de residencia. Este cambio de condición migratoria, de turista
a residente, es una facultad que contempla la ley en vigor, y no supone ningún
engaño ni abuso del derecho. Según datos del propio Departamento de
Extranjería, ecuatorianos, peruanos y colombianos tardan más tiempo en
solicitar visa de residencia desde su ingreso a Chile como turistas que los
haitianos. ¿Por qué entonces enfocar la medida sólo en estos últimos?
Sorprende también que se diga que permanecer en Chile después de vencido
el turismo expone a los migrantes a redes de tráfico de personas, porque este
delito supone que el extranjero esté fuera del país, y no dentro.
Ahora bien: ¿Por qué no nos llama la atención que la autoridad migratoria,
mientras limita el ingreso de haitianos al país, al mismo tiempo anuncie la
creación de una visa especial para quienes tengan títulos de postgrado en
alguna de las mejores 200 universidades del mundo (situadas, en su mayoría,
en países europeos o de Norteamérica)? ¿No es esta una nueva forma de
seleccionar a nuestros migrantes con criterios racistas, que no hace sino
profundizar todavía más las graves diferencias sociales que dividen a nuestro
país? En el Decreto Supremo vemos claramente cómo la discriminación hacia
los haitianos se enuncia desplazando el racismo –ocultándolo y justificando su
razón de ser– en aspectos supuestamente beneficiosos para el país. Se
discrimina un colectivo a desazón de los datos estadísticos producidos por los
mismos organismos estatales y se le atribuye a este mismo grupo nacional
responsabilidades sobre fenómenos sociales que constituyen un problema
nacional y no de los y las migrantes (la actuación de redes de trata humana o
la falta de mecanismos razonables de regularización de extranjeros).
Hoy sabemos de manera cada vez más encarnada, más cotidiana, que Chile se
ha engendrado desde la complejidad, desde la heterogeneidad y desde la
pluralidad. Así, lo que está en cuestión aquí es precisamente preguntarnos
cuánto tiempo más podremos seguir sosteniendo estos mitos auto-normativos
de la homogeneidad de “los chilenos”. Lo decimos así, en masculino, porque,
como salta a la vista en estas últimas semanas, esta narrativa también excluyó
a las mujeres o las situó en un lugar identitario marginal en la chilenidad.
Debiéramos plantearnos, y muy seriamente, si los principios de una
ciudadanía sentada en mitologías de la homogeneidad es lo que queremos
realmente para este país. Las culturas e identidades son claves políticas
centrales para esta reflexión. ¿Qué ciudadanía queremos para el Estado
chileno en este complejo siglo XXI? ¿Una multicultural? ¿Intercultural? ¿Inter-
histórica? La respuesta no la tenemos nosotros y no la debiera tener nadie a
priori. Ella debiera devenir del debate entre aquellos y aquellas que,
actualmente, componemos el Estado-nación que llamamos Chile.