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UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

FACULTAD DE FILOSOFÍA
TRABAJO FIN DE GRADO

TRAS LA HUELLA DE SAUSSURE


Estudio acerca de la noción saussuriana de signo en el
pensamiento de Jacques Derrida

Marta Lezcano Vega

Grupo 5

Septiembre 2016

39.276 caracteres
Índice

Resumen ........................................................................................................................... 2

Justificación: el trabajo enmarcado en el tema del TFG .................................................. 2

La tradición metafísica desde la perspectiva derridiana ................................................... 3

Saussure y la metafísica .................................................................................................... 6

Privilegio del habla ...................................................................................................... 6

La deconstrucción del signo ......................................................................................... 9

Del signo a la huella: la gramatología ............................................................................ 14

Construcción y ruina....................................................................................................... 16

Bibliografía ..................................................................................................................... 16

1
Resumen
Este trabajo tiene por objeto ofrecer un primer acercamiento a las líneas principales del
pensamiento de Jacques Derrida. Para ello, se tomará como punto de apertura la
reflexión derridiana en torno a la noción de signo recogida en Saussure. Esta reflexión
servirá de hilo argumental para exponer la crítica de Derrida al logofonocentrismo, en
especial a la oposición metafísica entre habla y escritura. Seguiremos el camino ya
andado por Derrida en una parte de su De la gramatología y expondremos a partir de
ahí la parte positiva de su pensamiento donde se introducen términos nuevos
(deconstrucción, gramatología, différance) y se desarrollan nuevas nociones de los
términos metafísicos conservados (huella).

Justificación: el trabajo enmarcado en el tema del TFG


Este trabajo pertenece al grupo 5, cuyo tema general es: «Arte y subjetividad.
Momentos de una controversia entre obra y autor». Pero en estas líneas que siguen no
vamos a tratar de la relación entre arte y subjetividad, ni de las controversias entre autor
y obra. Y, sin embargo, este trabajo tiene su lugar también aquí, en todo este asunto.
Esto se debe a que el proyecto derridiano apunta hacia algo mucho más originario que
el vínculo entre arte y subjetividad; aunque, de hecho, esta relación —al igual que
muchas otras— permitiría abrir camino a un juego de remisiones que no tiene fin. Un
término basta, una sola relación es suficiente para conocer todo un engranaje conceptual
que aspira a retener los elementos que se encuentran en él con el fin de asegurar una
tranquilidad, para mantener estables nuestras creencias. Así es como funciona la
metafísica.

Autor y obra, sujeto y objeto, acción y pasión, son vínculos todos ellos que
presentan en la tradición filosófica una relación vertical, una dependencia asimétrica
donde tan sólo uno de los dos términos ocupa un lugar privilegiado. La obra, el objeto
producido, se hace presente sólo cuando existe un actor que la hace posible. Este sujeto
de la acción, antes de ser actor, es conciencia, una conciencia que, como la primera
autoconciencia de Hegel, es consciente de sí antes que de cualquier otra cosa. Una

2
primera conciencia que es presencia para sí y origen de todo lo que sigue1. El sujeto, la
sustancia, el nombre tienen un lugar sobresaliente en la historia de la metafísica.
Ocupan el centro de un espacio ontológico que, en realidad, les viene demasiado grande.
La propia constitución de estos elementos metafísicos revela —aun sin saberlo— que
existen fallas, pequeños huecos y fisuras que permiten vislumbrar que nos encontramos
ante un sistema que quiere cerrarse pero que no se cierra nunca. Y no se cierra porque
no puede. La metafísica, en la medida en que quiere ser segura, en la medida en que
manda callar a todo cuanto la perturba, se delata.

Derrida señala esas fallas, busca en los conceptos propios de nuestra tradición —
como lo son, por su parte, subjetividad, arte, autor y obra— las pequeñas grietas que
hacen tambalear no sólo la íntima relación entre arte y subjetividad, sino toda la historia
de la metafísica. En esto consiste el pensamiento de Derrida: en saber leer los rastros
ilegibles de la tradición filosófica, que calla demasiado aun cuando está hablando a
gritos.

La tradición metafísica desde la perspectiva derridiana


El título que da nombre a este apartado resulta, ciertamente, equívoco. Oponer la
tradición metafísica y la perspectiva derridiana, como si se tratara de dos lugares
diferenciados, es completamente erróneo. Asimismo, la adición de un desde entre estos
dos sintagmas no sólo indicaría que nos encontramos ante dos posiciones distintas, sino
que, a su vez, parece implicar que, desde la perspectiva derridiana, nos situamos en un
lugar externo a la historia de la metafísica. Nada más lejos de las pretensiones —y
posibilidades— de Derrida. Él tiene muy en cuenta que es hijo de una tradición de la
que no puede apartarse. Su modo de entender el mundo, su forma de vida, la expresión
lingüística de sus pensamientos... todo cuanto se puede concebir pasa siempre por el
filtro de la metafísica: «Para nosotros, la diferencia [différance] sigue siendo un nombre
metafísico y todos los nombres que recibe nuestra lengua son todavía, en tanto que
nombres, metafísicos» (Derrida, 1968:25). La dificultad de Derrida consistirá en des-

1
«Pero ¿no se puede concebir una presencia y una presencia para sí del sujeto antes de su habla o su
signo, una presencia para sí del sujeto en una conciencia silenciosa e intuitiva?» (Derrida, 1968:14).

3
sedimentar toda la filosofía tradicional, fundiendo las bases que aseguraban su
estabilidad y asumiendo, no obstante, la imposibilidad de aniquilarla.

Derrida se encuentra en un punto concreto de la historia de la metafísica,


precisamente en aquel en el que se ha llevado a cabo una revolución filosófica: el giro
lingüístico se ha creído capaz de desbancar a la metafísica tradicional. La conciencia
solitaria es derrocada por el lenguaje. La lingüística se presenta como una ciencia
valiosa para comprender la comunicación humana y el estructuralismo independiza al
lenguaje de la carga de la realidad. Pero esto no ha sido más que una mala escena de
terror: la lingüística, que aparentaba tomar el papel de antagonista de la metafísica, es
cómplice de esta tradición filosófica.

La revolución estructuralista no ha sido más que una manera de transformar la


metafísica, pues se siguen manteniendo sus bases y respetando el privilegio a
determinados conceptos. La lingüística, que tiene como objeto científico el lenguaje,
continúa, pues, siendo una metafísica de la presencia. Este tránsito no puede ser
explicado mejor que con las palabras de Peretti:
De forma general y esquematizando al máximo, puede decirse que, para la tradición, los
sucesivos momentos de gestación y expresión del pensamiento van a la par del proceso de
degradación de la plenitud de la presencia. Así, en un primer momento considerado como el
origen, está el pensamiento, la plena presencia del pensamiento a sí mismo. Pero este
pensamiento —pura presencia a sí— sólo puede expresarse y comunicarse a través de sistemas
mediadores. La forma de expresión del pensamiento es el habla que, pese a ser mediación, se
presenta como comunicación natural y directa. Las palabras que emiten «son signos espontáneos
y casi transparentes del pensamiento actual del hablante que el receptor que escucha espera
captar», signos por medio de los cuales se comunican dos personas presentes (Peretti, 1989:37).

La metafísica tradicional es correlato de la presencia. El sujeto sólo es en el momento en


el que se hace consciente de sí, que se presenta ante sí. Las cosas existen porque se
hacen presentes ante un sujeto que se las re-presenta. La realidad, pues, sólo alcanza la
verdad, sólo cobra sentido, en el aquí y el ahora. El ayer y el mañana no existen salvo
cuando no son más que «presentes» instantes —pasados o futuros— que forman parte
de un único argumento. La historia de la metafísica tiene forma lineal y está sujeta a un
logos que la dirige. El logos es el foco de atención de toda la estructura de la realidad.
La historia de la humanidad es la historia del desarrollo del logocentrismo.

4
El logos es el pensamiento mismo del sujeto originario y creador, es su producto,
y se presenta a través de la voz. La voz sería, para la metafísica tradicional, el medio
inmediato que se vincula de forma natural con la conciencia; es el modo de manifestarse
del logos. Así, el logos cobra importancia únicamente cuando está ligado a la presencia,
cuando tiene un sujeto detrás que está en condiciones de responder por él al instante. El
hablante se oye hablar, y habla a otro (o a sí mismo) que está también presente:
El logos es un hijo, pues, y que se destruiría sin la presencia, sin la asistencia presente de su
padre. De su padre que responde. Por él y de él. Sin su padre no es ya, justamente, más que una
escritura. Es al menos lo que dice el que dice, es la tesis del padre. La especificidad de la
escritura estaría relacionada, pues, con la ausencia del padre (Derrida, 2007:113).

El logocentrismo, la metafísica de la presencia, es, pues, fonocéntrica. La voz mantiene


con el pensamiento una afinidad natural, interna y viva. En contraste, la escritura es un
logos que no es logos siquiera, porque es artificial, porque resulta ajena a la presencia
activa de un sujeto viviente.

Se hace visible, así, el sistema de oposiciones que asienta, a juicio de Derrida,


toda la metafísica tradicional. Este sistema jerárquico y desigual queda recogido muy
especialmente en la relación habla/escritura. Dicha oposición integra de igual modo las
relaciones presencia/ausencia, natural/artificial, dentro/fuera, vida/muerte y todos los
pares de opuestos que organizan nuestra configuración de la realidad. Por consiguiente,
trabajar en la remodelación de las tensiones entre habla y escritura implicará una
reformulación de la filosofía entera.

En la obra De la gramatología Derrida hace un repaso de algunos hitos


señalados de nuestra tradición filosófíca, para señalar el rechazo de la escritura a lo
largo de la historia, poniendo como especial foco de atención el desarrollo de la
lingüística moderna, cuyo máximo exponente es Ferdinand de Saussure. El grueso de
esta crítica se encuentra en el segundo capítulo de dicha obra, «Lingüística y
gramatología», donde señala que la ciencia del lenguaje nace en el seno del
logocentrismo, y que es esta ciencia y los supuestos metafísicos que subyacen en ella
los que han imposibilitado la aparición de una auténtica ciencia de la escritura.

5
Saussure y la metafísica
Saussure no es un filósofo. Sus innovaciones en el campo de la lingüística no aspiran a
tomar una posición acerca de la explicación de la realidad y, sin embargo, resulta de
gran interés a Derrida por diversas razones que están muy próximas a la filosofía. En
primer lugar, el punto central de todo el planteamiento de Saussure, que es la noción de
signo, refleja una estructura que está comprometida con la metafísica tradicional. El
habla ocupa un lugar nuclear en el estudio del lenguaje y, de forma consecuente con
esto, la escritura se comprende sólo parcialmente, quedando restringida a un tipo muy
específico: la escritura fonético-alfabética. En la primera parte de este apartado
mostraremos el soporte metafísico que guarda la teoría lingüística de Saussure,
especialmente a través de lo expresado por Derrida en De la gramatología.

Por otra parte, la teoría lingüística de Saussure, que terminará mostrándose,


pues, como una nueva forma evolutiva de la metafísica, recoge aspectos que están en
condiciones de hacer tambalear los presupuestos que los hace posibles. Y en esto
también entra en juego la noción de signo. Las partes constitutivas del signo, el
significado y el significante, entran en conflicto con ciertos rasgos elementales del signo
lingüístico cuando se toman en serio. El signo se contradice a sí mismo. En la segunda
parte de este apartado daremos cuenta de los desajustes de la teoría saussuriana del
signo lingüístico que servirán a Derrida para desplazar la autoridad del habla y
cuestionar desde ese movimiento la posibilidad de una auténtica ciencia de la escritura:
la gramatología.

Privilegio del habla


Saussure quiere dotar al estudio del lenguaje de un estatus científico. Para ello delimita,
no sin complicaciones, cuál es el objeto de dicha ciencia2. Establece primeramente una
distinción entre lengua (langue) y habla (parole). «La lengua es un sistema de signos
que expresan ideas» (Saussure, 1983:80) y el habla es la actividad lingüística que
realizan los individuos al comunicarse. El habla —tal como lo entiende Saussure— es
un fenómeno que muestra los rasgos lingüísticos propios de cada individuo, mientras
que la lengua es un producto social y posee una realidad autónoma, ajena a las
idiosincrasias de los miembros de una comunidad lingüística. Los hablantes necesitan la

2
A este respecto, vide Saussure, 1983:73-82.

6
lengua, pero ésta no se traduce en la suma de todas las expresiones caprichosas de los
hablantes particulares, sino que es, más bien, un sistema de signos autónomo y sujeto a
reglas internas que hacen posible la comunicación entre los miembros de una sociedad.

Existen —señala Saussure— varios sistemas de signos en todo el entramado


social. De este modo sitúa la lingüística como una parte de otra ciencia superior, la
semiología:
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida
social. Tal ciencia sería parte de la psicología social y por consiguiente de la psicología en
general. Nosotros la llamaremos semiología (del griego semeion, ‘signo’). Ella nos enseñará en
qué consisten los signos y cuáles son la leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no
se puede decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está
determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general
(Saussure, 1983:80).

Aun en el caso de que este detalle no tuviera más propósito que el de realizar una
clasificación sistémica para dotar a la lingüística de un lugar central en todo el dominio
sígnico, lo que sí es cierto es que con este apunte Saussure abre camino a una nueva
ciencia, la ciencia de los signos en general. Esto no pasará desapercibido para Derrida,
pues será un acicate para rechazar el carácter específico del signo lingüístico —siervo
aún de la tradición metafísica— y para proponer el término huella, como veremos más
adelante.

La lengua es, por lo tanto, el sistema de signos por excelencia, y su elemento es


el signo lingüístico. La característica esencial del signo lingüístico es la de que sea
fónico. El estudio de la lingüística se basa en la palabra hablada, cuyo elemento material
es el sonido, y la lengua recoge el aspecto psíquico que se desprende de dicha materia.
El signo lingüístico, pues, no tiene una naturaleza física, no se vocaliza ni se escucha
con nuestros sentidos perceptivos, pero posee una naturaleza psíquica que es fónica. Por
consiguiente, el sonido no es objeto de la lingüística pero sí lo es la representación del
sonido que se proyecta en el pensamiento. Nos oímos hablar aun cuando no hablamos:
«Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros mismos o recitarnos
mentalmente un poema» (Saussure, 1983:138). Voz y pensamiento tienen así una
vinculación natural. Hablar es ante todo oírse hablar, es decir, llevar a cabo una escucha
interna y consciente.

7
Así, pues, parece claro que la teoría del signo de Saussure sigue siendo presa de
una metafísica que pone en su núcleo la voz y el pensamiento, y la presencia ante sí a
través de la voz. En consecuencia, deja de lado la contraparte de la lengua, la escritura:
«Lengua y escritura son dos sistemas de signos distintos; la única razón de ser del
segundo es la de representar al primero» (Saussure, 1983:92). Reduce, así, la escritura a
mera representación del lenguaje hablado, el cual es, a su vez, el medio por el cual se
transmite el sentido. La escritura es, por consiguiente, «mediación de mediación» (Cfr.
Derrida, 1971:19). Saussure dedica un espacio relevante en su Curso a marcar la línea
divisoria entre el objeto de la ciencia del lenguaje y su doble, su instrumento, su modelo
de representación. Indica los errores y los peligros de la irrupción de la escritura en el
conocimiento científico, la cual lucha por usurparle el trono a la palabra hablada. Hace,
así, de la escritura un niño marginado, lo excluye del juego del sentido.

Pero todo esto nace de una trampa. Saussure opone la lengua en general a un
sistema de escritura particular: la escritura fonético-alfabética. Toma la escritura como
algo ajeno al lenguaje, pero sólo tiene en cuenta un tipo concreto de escritura3. Ésta es
una trampa, pese a todo, inocente. Saussure no reduce la escritura por un deseo de
perpetuación de los presupuestos metafísicos tradicionales, sino que se trata, más bien,
de un reflejo no intencionado del privilegio del habla frente a un tipo de escritura que
hizo posible la implantación de la lingüística como ciencia:
Esta determinación representativa, además de comunicar sin duda esencialmente con la idea de
signo, no traduce una elección o una evaluación, no expresa una presuposición psicológica o
metafísica propia de Saussure, sino que describe o más bien refleja la estructura de un
determinado tipo de escritura: la escritura fonética, aquella de la que nos servimos y en cuyo
elemento la episteme en general (ciencia y filosofía), la lingüística en particular, pudieron
instaurarse (Derrida, 1971:41).

Así, pues, el logofonocentrismo pierde de vista el sentido de la escritura en general para


centrarse en el tipo de escritura que le conviene. Escritura sólo es escritura fonético-
alfabética y queda rebajada a un lugar exterior y secundario con respecto al habla. Pero
sucede de hecho que ni siquiera la escritura fonética es (sólo) fonética. Los espacios en
blanco, las comillas, la puntuación, cualquier resalte tipográfico está muy lejos de ser un

3
«... ¿por qué un proyecto de lingüística general, concerniente al sistema interno en general de la
lengua en general, esboza los límites de su campo excluyendo, como exterioridad en general, un sistema
particular de escritura, por más importante que sea y aunque, de hecho, fuese universal?» (Derrida,
1971:52).

8
mero signo representativo de un signo lingüístico4. Y, de la misma manera, la lengua no
es fónica exactamente: «... la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que
se conviene es indiferente. La cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el
problema del lenguaje» (Saussure, 1983:75). Poco importa en la lengua la materia de la
que estén hechos sus signos porque lo relevante es cómo se organizan dentro del
sistema5. Los signos lingüísticos no son más —ni menos— que participantes de un
juego.

La deconstrucción del signo


Enfrentarse a la noción de signo es enfrentarse también a toda la metafísica. La
operación que lleva a cabo Derrida no consiste en salir de los límites de la metafísica
hacia un «afuera». El estudio de la noción de signo no se puede hacer desde un lugar
externo a la noción de signo. No hay que situarse «más allá» de la metafísica, sino que
se trata, más bien, de hacer una revolución interna, que no es interna siquiera. La
estrategia de la deconstrucción no desciende tampoco hasta las profundidades de los
conceptos metafísicos. No va en busca de las esencias, no atiende (o al menos no sólo) a
lo central. La deconstrucción actúa en los márgenes6. Se trata de recorrer la noción de

4
A este respecto resulta ilustrativo el juego que Derrida realiza con la distinción différence/différance.
Un juego vocálico que es meramente gráfico y no fónico, aun cuando se produce en el seno de la escritura
fonética:
Sin duda este silencio piramidal de la diferencia [différence] gráfica entre la e y la a no puede funcionar
sino en el interior del sistema de la escritura fonética, y en el interior de una lengua o de una gramática
históricamente ligada a la escritura fonética así como a toda la cultura que le es inseparable. Pero diré que
ello mismo —este silencio que funciona en el interior solamente de una escritura llamada fonética— señala
o recuerda de manera muy oportuna que, contrariamente a un enorme prejuicio, no hay escritura fonética
(Derrida, 1968:4).
Así, pues, es precisamente la escritura fonética la que se destruye a sí misma (y desde sí misma) para dar
paso a una transgresión que trascienda la propia noción de escritura. Un paso que no puede darse más que
de forma interna. En esto consiste la deconstrucción.
5
Saussure no será el último en emplear como sistema análogo al del lenguaje el juego de ajedrez:
Aquí es relativamente fácil distinguir lo que es interno de lo que es externo: el que haya pasado de Persia a
Europa es de orden externo; interno, en cambio, es todo cuanto concierne al sistema y sus reglas. Si
reemplazo unas piezas de madera por otras de marfil, el cambio es indiferente para el sistema; pero si
disminuyo o aumento el número de las piezas tal cambio afecta profundamente a la «gramática» del juego.
[...] es interno todo cuanto hace variar el sistema en un grado cualquiera (Saussure, 1983:89).
6
Cabe mencionar lo iluminador que resulta el libro Texto y deconstrucción, de Cristina de Peretti (v.
Bibliografía). Concretamente, en relación a lo que Derrida considera como los dos intentos —externo e
interno— de enfrentarse a la tradición metafísica (el de Marx y el de Heidegger), vide p. 126. Por otra
parte, para una exposición sobre las divergencias entre la deconstrucción y la hermenéutica, vide p. 151 y
ss.

9
signo observando los badenes y los baches, y de encontrar en él las grietas por donde
desea escapar y con las que termina por arrollarse a sí mismo.

El signo es una unidad sintética cuyos componentes son un significante y un


significado. El significante es el rasgo fónico (pero inmaterial) del signo. El significado,
por su parte, es el concepto, da el sentido, es el elemento más próximo al logos. El
significante funciona, por así decir, como la imagen que remite al concepto. El
significante se pone en lugar del concepto, que es su doble; es como una huella.
Significante y significado son dos caras de una misma moneda, pero son dos caras
distintas: «Y el signo debe ser la unidad de una heterogeneidad, puesto que el
significado (sentido o cosa, noema o realidad) no es en sí un significante, una huella: en
todo caso no está constituido en su sentido por su relación con la huella posible»
(Derrida, 1971:25-26). En esta diferenciación entre el significante y el significado existe
ya la oposición metafísica sensible (significante) / inteligible (significado) (Derrida,
1976:55).

El significante y el significado de un signo lingüístico están vinculados


íntimamente, pero su vínculo es arbitrario. No hay una causa esencial y propia en los
componentes del signo que justifique su íntima ligazón, sino que ésta procede, en
realidad, de toda la estructura sígnica. Es decir: las reglas que posee el sistema de la
lengua obligan a un significante y a un significado a permanecer unidos y conformar un
signo; no habría más razón que el sistema y la pertenencia de esos elementos al sistema.
Asimismo, la idea de lo arbitrario del signo estaría en conexión con el carácter
diferencial del signo: «Arbitrario y diferencial son dos cualidades correlativas»
(Saussure, 1983:191). Estos dos aspectos son primordiales en la teoría saussuriana del
signo. El sentido del signo no lo determina el valor propio de sus componentes, sino que
sus valores, tanto el valor del significante como el del significado7, dependen del lugar
que ocupan dentro de la estructura sígnica:
Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por sus conexiones y diferencias con
los otros términos de la lengua, otro tanto se puede decir de su parte material. Lo que importa en
la palabra no es el sonido por sí mismo, sino las diferencias fónicas que permiten distinguir una
palabra de todas las demás, pues ellas son las que llevan la significación (Saussure, 1983:191).

7
Ya hemos señalado supra que el signo es una unidad heterogénea y, por ello, Saussure trata el tema
del valor lingüístico desde sus dos aspectos (cfr. Saussure, 1983:187-193).

10
Por lo tanto, «... en la lengua no hay más que diferencias» (Saussure, 1983:193). El
valor del significante no está en él, sino en su relación con el resto de significantes; del
mismo modo el valor del significado está determinado por cómo se establecen las
relaciones con el resto de conceptos que se encuentran en el sistema. Parece, pues, que
tanto el significado como el significante son remisiones a otro(s), la manifestación de un
algo que no está en ellos; su ser consiste en remitir a otro ya que por sí mismos no
tienen significación. De acuerdo con esto significante y significado aparentan ser la
misma cosa, y sin embargo antes hemos visto que hay una cierta diferenciación
cualitativa.

Entramos aquí en una contradicción. Por una parte, afirmar la diferencia de


grado entre significante y significado permite mantener la idea, tan arraigada en la
metafísica de la presencia, de un significado trascendental. Si se defiende la distinción
entre significante y significado, entonces necesariamente llegará un momento en el que
el significado trascienda la cadena de significación para llegar a un significado que no
remita más que a sí mismo, que posea carga positiva, que su ser sea en sí, sin remisiones
a otros: un significado pleno; de lo contrario significante y significado serían ambos un
mero remitir a otro. Por otra parte, el carácter arbitrario y diferencial del signo es
precisamente lo que hace al signo «ser signo». El «ser» del signo es ser en relación con;
es, por así decir, el hueco donde lo totalmente otro se anuncia como siendo totalmente
otro dentro de lo que no es él. Es decir, el signo es el espacio donde otro se aloja, pero
este otro, en realidad, no se presenta porque en todo momento sigue siendo otro, dado
que es el signo el que se pone en su lugar. Ese otro, además, de acuerdo con el carácter
diferencial del signo, no puede ser una cosa, no es una esencia; el signo no remite a un
significado trascendental, sino que está referido a otro signo, el cual, a su vez, remite a
otro, y así indefinidamente.

Estamos, pues, en una encrucijada: mantener lo esencial del signo —la


distinción de grado entre el significante y el significado— ofrece la posibilidad de la
existencia de un «significado trascendental», lo cual negaría el carácter arbitrario y
diferencial del signo; y, paradójicamente, mantener lo esencial del signo —este carácter
arbitrario y diferencial— implica rechazar la distinción entre significante y significado,
pues el significado se vuelve significante cuando entra en la cadena de la significación 8.

8
Así señala Derrida:

11
La teoría saussuriana acerca del signo es un gran intento por poner fin al significado
trascendental y por eliminar del lenguaje cualquier carácter trascendente. Sin embargo,
acaba asumiendo acríticamente los supuestos trascendentes de la metafísica.

Las grietas de la teoría saussuriana no acaban aquí. Otra de las fallas reside en la
oposición metafísica entre habla y escritura. Como ya vimos supra, Saussure afirma que
la escritura es un sistema de signos cuya función es la de representar el sistema de la
lengua. Sin embargo, el carácter arbitrario y diferencial del signo no se aplica
únicamente al signo lingüístico, sino a todos los signos, incluidos los signos gráficos.
Esto quiere decir que la relación entre el signo y aquella otra cosa a la que el signo
remite es arbitraria, a diferencia del símbolo9; y esta arbitrariedad se da también en los
signos gráficos. En consecuencia, resulta contradictorio que el grafema sea al tiempo
representación y signo:
No se trata sólo de que el fonema sea lo inimaginable en sí mismo, y que ninguna visibilidad
pueda parecérsele, sino que es suficiente tener en cuenta lo que dice Saussure de la diferencia
entre el símbolo y el signo para no comprender cómo puede decir de la escritura,
simultáneamente, que es «imagen» o «representación» de la lengua, y por otra parte definir la
lengua y la escritura como «dos sistemas de signos distintos». Pues lo propio del signo es no ser
imagen (Derrida, 1971:59).

Pero además, si los signos gráficos son realmente signos, ¿qué disimilitudes habría entre
el significante fónico y el significante gráfico? Si la diferencia es lo que caracteriza al
signo, y ésta consiste en no atender al elemento material y constitutivo del signo —pues
no habría en realidad tal cosa— sino a las diferencias que guarda el signo con el resto de

El mantenimiento de la distinción rigurosa —esencial y jurídica— entre el signans y el signatum, la


ecuación entre el signatum y el concepto dejan abierto por derecho la posibilidad de pensar un concepto
significado en sí mismo, en su presencia simple al pensamiento, en su independencia frente a la lengua, es
decir, por relación a un sistema de significantes. Saussure contradice las adquisiciones críticas de que
hablábamos hace un momento, al dejar abierta esta posibilidad —y ella se encuentra en el principio mismo
de la oposición entre significante y significado—. Saussure hace valer la exigencia clásica de lo que yo he
propuesto llamar un «significado trascendental» que no remitiría en sí mismo, en su esencia, a ningún
significante; que excedería la cadena de los signos y que no funcionaría ya, él mismo y en un cierto
momento, como significante. Por el contrario, a partir del momento en que se cuestiona la posibilidad de tal
significado trascendental y en que se reconoce que todo significado se encuentra también en posición de
significante, la distinción significante/significado —el signo— se hace problemática desde su raíz (Derrida,
1976:55).

9
En el símbolo habría una cierta motivación, un «rudimento de vínculo natural entre significante y
significado» (Saurrure, 1983:140). El símbolo, para Saussure, sería una imagen —algo tosca,
ciertamente— de aquello a lo que significa.

12
elementos del sistema, entonces nos situamos de nuevo en una encrucijada10. Por un
lado, si se afirma que la escritura es imagen de la lengua y se mantiene, a su vez, que los
signos gráficos son signos, entonces se pierde el carácter arbitrario y diferencial del
signo, y, por consiguiente, los signos dejan de ser signos (pues eso es lo que les
caracteriza); y, por otro lado, si lo arbitrario y la diferencia se aplican a todos los signos,
entonces se pierde la distinción entre significante fónico y significante gráfico, pues no
habría ningún rasgo positivo que pudiera distinguirlos en lo que respecta a su estructura
funcional11. Uno y otro no serían más que trazas, huellas que se graban recordando
siempre a otras huellas, las cuales están inscritas ellas también.

Aquí sale a la luz que cuando se aparta a la escritura del estudio del lenguaje,
cuando se la destierra del juego del sentido, aparece de nuevo como un mal sueño. Pero
aparece sin restricciones. La escritura que descubrimos ahora ya no es la escritura
segundona, dependiente de la voz, a la que se echó fuera; esta escritura no ha estado
fuera nunca. La nueva escritura ha estado ahí siempre, pero en ninguna parte; es la que
hace posible el lenguaje:
Pero inversamente, como decíamos más arriba, es en el momento en que ya no se trata de manera
expresa de la escritura, en el momento en que se ha creído cerrar un paréntesis sobre este
problema, cuando Saussure libera el campo de una gramatología general. Que no sólo ya no
estaría excluida de la lingüística general, sino que la dominaría y la comprendería. Entonces se
percibirá que quien era arrojada fuera de las fronteras, la errante proscripta de la lingüística,
nunca dejó de obsesionar al lenguaje como su primera y más íntima posibilidad (Derrida,
1971:57).

10
Ya lo señalamos previamente e insistimos una vez más: Saussure recalca en varios pasajes que lo
importante del signo —de cualquier signo— no es su elemento material sino las reglas de su sistema, es
decir, las conexiones entre los componentes de dicho sistema. Así en la lengua:
Esto es más cierto todavía en el significante lingüístico; en su esencia, de ningún modo es fónico, es
incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las diferencias que separan su
imagen acústica de todas las demás (Saussure, 1983:192).
Y así también la escritura:
... los valores de la escritura no funcionan más que por su oposición recíproca en el seno de un sistema
definido, compuesto por un número determinado de letras. [...] Siendo el signo gráfico arbitrario, poco
importa su forma, o, mejor, sólo tiene importancia en los límites impuestos por el sistema (Saussure,
1983:193).
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La escuela de Copenhague, donde se encuentra Hjelmslev como fundador de la glosemática,
resolvió este problema librando al signo de toda carga material. Introduce el término cenema (a partir del
griego kenos, ‘vacío’) con el que resalta el carácter insustancial del signo (Černý, 2006:178). Sitúa, así,
tanto al habla como a la escritura en un nivel neutral: los deja fuera. Esto será criticado por Derrida, pues
dirá que la glosemática se mantiene todavía, pese a sus intentos, en espacios conceptuales restringidos:
«En lo que puede tener de liberador e irrefutable, la glosemática opera aún con un concepto corriente de
escritura» (Derr, 1971:78).

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Del signo a la huella: la gramatología
La escritura es el origen del lenguaje. Esto, que podría parecer una inversión de la
jerarquía que imperaba, no lo es realmente. Derrida, al poner en duda la autoridad del
habla en pro de la escritura, no ha cambiado los papeles, ha revuelto el guion. Nos
encontramos ante una nueva noción de escritura, mucho más general y que poco tiene
que ver con el concepto limitado de escritura fonético-alfabética. Esta nueva escritura
—a la que también pondrá el nombre de archiescritura—, que aparece tras la licuación
de los fundamentos epistemológicos que mantenían firme la noción de ciencia, abre la
pregunta por la posibilidad de la gramatología, es decir, de una nueva ciencia que tenga
como objeto el grama. Este nombre tiene su origen terminológico a partir de la palabra
griega gramma, sustantivo resultativo formado a partir del verbo grafein, que puede
significar ‘escribir’, ‘dibujar’, ‘rayar’, ‘trazar’. Por ello el gramma —y el grama— es
una letra, pero lo es en la medida en que es, ante todo, una traza, una huella.

Derrida emplea el término huella (y grama) para referirse a la marca de la


diferencia, una diferencia que Saussure sólo bosquejaba y que era malogradamente el
principio del signo. La huella no es más que huella, un remitir a otro, el movimiento de
la remisión. Por ello hace posible el signo, porque cualquier signo —fonema o
grafema— se constituye «a partir de la traza, perceptible en él, de otros elementos de la
cadena o del sistema» (Derrida, 1976:60). La huella se presenta, así, como condición de
posibilidad, como anterior al signo, y como anterior también a lo ente:
La huella, donde se marca la relación con lo otro, articula su posibilidad sobre todo el campo del
ente, que la metafísica ha determinado como ente-presente a partir del movimiento ocultado de la
huella. Es necesario pensar la huella antes que el ente (Derrida, 1971:61).

La huella es el origen. Pero hay que cuidarse de esta frase porque ni la huella es huella;
ni el origen, origen. Una y otra palabra están viciadas por la metafísica de la presencia y
Derrida quiere librarlas de esa carga. Origen se concibe como lo primero, lo uno, la pura
presencia, aquello que no regresa a ningún otro lugar porque el origen es ya ese lugar.
Pero resulta que la huella no es presencia, la huella es un remitir a otro, un otro que aquí
no se entiende en terminos metafísicos, y por ello la huella no remite a un uno simple,
originario. La huella es el origen, y el origen no es, por tanto, simple. La huella
originaria no es el lugar al que se regresa porque la huella originaria es el regreso

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mismo. La huella originaria es ese movimiento de regreso y por consiguiente es al
tiempo origen y no origen:
La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale a decir, una
vez más, que no hay origen absoluto del sentido en general. La huella es la diferencia
[différance] que abre el aparecer y la significación (Derrida, 1971:84-85).

La huella inaugura el sentido. La huella abre la representación porque ella misma no se


presenta nunca, porque la huella es en su borrarse. La huella se borra para remitir a otro
inmediatamente. La huella es la presencia diferida, que se aplaza y que se aleja y pone a
otro en su lugar, a otra huella, para que ésta haga también lo mismo: «Lo único que
existe, de parte a parte, son diferencias de diferencias y trazas de trazas» (Derrida,
1976:60). Todo son huellas, no hay más que ese juego iterativo al que Derrida se
referirá con el nombre de «différance».

Con esta palabra —que es también un juego en relación con la palabra


différence, ‘diferencia’(v. nota 4)— Derrida quiere señalar un movimiento doble, una
doble significación. El término différance quiere dar cuenta de los dos sentidos que
guarda el verbo diferir, del cual procede. Por una parte, diferir significa tomar distancia:
la différance implica un salto, un hueco que imposibilita la llegada al padre, a la pura
presencia, al origen (pues ya hemos dicho que no existe tal origen); es espaciamiento.
Por otra parte, diferir significa aplazar, dejar para más tarde; la différance es el rodeo
que se toma, la espera, la demora que impide llegar al padre, el cual es anterior a él; es
temporización. La différance es la dilatación espaciotemporal que impide que algo sea
plenamente aquí y ahora, en el presente; y, a su vez, es esta dilatación la que posibilita
que algo sea aquí y ahora en cierto modo.

La différance es la operación de producción de diferencias, que produce


diferencias y que es producido por las diferencias. Esta ambigüedad suspende la
oposición actividad/pasividad, como también suspende todas las oposiciones y
conceptos que se dejaban comprender por la metafísica de la presencia. Todo cuanto se
piensa como presente —el sujeto, el ser, la sustancia, el nombre...— se muestra
finalmente que está constituido en base a doblamientos y referencias a otros. La
metafísica queda subordinada al dinámico juego de la différance.

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Construcción y ruina
A lo largo de estas páginas hemos visto cómo la estrategia de la deconstrucción ha
conmovido todo un sistema que parecía una estructura cerrada y fija. La ha revuelto
realizando su ataque justo en el lugar de cierre del sistema, en el límite. La
deconstrucción es una estrategia de lectura que consiste en colocarse en el borde, en la
frontera, en el quicio. El quicio es un lugar de indecisión, porque desconoce cuál es su
sitio: no es el adentro ni el afuera, pero es al tiempo adentro y afuera. Es esa y, la
conjunción, la juntura. La deconstrucción se aloja en los ensamblajes de los textos,
porque es donde se hace visible que el punto de cierre es incapaz de cerrarse. Así, lo que
parecía un edificio firme y estable se revela como una ruina que ha sido ruina desde el
momento de su construcción. La construcción es, por tanto, construcción y ruina; es ya
de inicio des-construcción.

Todo texto alberga construcción y ruina. Por ello la deconstrucción es una


operación continua e indefinida, porque esta forma de «lectura sabe que no puede
transgredir de una vez por todas el orden del saber logocéntrico» (Peretti, 1989:155) y
porque, asimismo, ese carácter de ruina, el resto que toda construcción lleva consigo, se
resiste al olvido, intenta tenazmente encontrar un sitio en cualquier texto. Construcción
y ruina, nacimiento y muerte, se dan al tiempo indefinidamente; uno y otro impiden su
desaparición, la suya y la de su contrario, ofreciendo una lucha continua,
permaneciendo siempre en disputa en cada entrada y salida de todo el entramado
textual. Se trata de buscar en cada nota, en cada glosa y en cada silencio que guardan los
blancos, la debilidad de las fronteras, la imposibilidad de una permanencia y la
incesante remitencia a una alteridad; y habilitar, de esta suerte, la apertura a una red
infinita de diferencias.

Bibliografía
ČERNÝ, J. (2006). Historia de la lingüística. Cáceres: Universidad de Extremadura.

DERRIDA, J. (1968). «La diferencia [différance]». Edición digital de la Escuela de


Filosofía de la Universidad ARCIS. Disponible en línea:

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<http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/590.pdf> [Consulta: 12 de julio de
2016].

— (1971). De la gramatología. Madrid: Siglo XXI.

— (1976). «Semiología y gramatología. Entrevista de Julia Kristeva». Ideas y valores,


vol. 25, n. 46-47, pp. 53-67. Disponible en línea:

<http://www.revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/21603> [Consulta: 1
de agosto de 2016].

— (2007). «La farmacia de Platón». La diseminación. Madrid: Fundamentos, pp. 91-


262.

PERETTI, C. (1989). Jacques Derrida: texto y deconstrucción. Badajoz: Anthropos.

PERETTI, C. y VIDARTE, P. (1998). Derrida (1930). Madrid: Ediciones del Orto.

SAUSSURE, F. (1983). Curso de lingüística general. Madrid: Alianza Editorial.

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