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Gestación por sustitución y prejuicios ideológicos

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Escrito por Manuel Atienza


Categoría: Revista 63 , Opinión

MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

A DEBATE: VIENTRE DE ALQUILER

He escrito en otras dos ocasiones, y en esta misma revista, sobre el problema de la gestación por
sustitución, de las “madres de alquiler”. La primera (en el nº 9, septiembre-octubre de 2006), al
hacer un comentario de la “nueva” Ley de reproducción humana asistida, que entonces se acababa
de promulgar. Aclaraba allí que esa práctica, el contrato de gestación por sustitución, no estaba
prohibida por la ley, sino que la misma (en su art. 10) lo declaraba nulo de pleno Derecho, lo que
tenía un significado distinto; defendía que no había razones morales para prohibirla o, si se quiere,
que las razones que se aducían para ello carecían de peso; y criticaba la regulación española que,
me parecía, podía dar lugar a efectos indeseables, al tiempo que defendía la conveniencia de que
ese contrato se regulase en nuestro Derecho “de manera cuidadosa”.
La segunda ocasión (en el nº 27, septiembre-octubre de 2009) me la brindó un polémico caso que
se había planteado unos meses antes. Se trataba de un Auto que había dictado el encargado del
Registro Civil Consular de Los Ángeles-California y que denegaba la solicitud de dos ciudadanos
españoles (ambos varones) de inscripción del nacimiento de sus dos hijos, nacidos mediante
gestación de sustitución. Los interesados habían interpuesto luego recurso ante la Dirección
General de los Registros y del Notariado y esta lo había aceptado y ordenado la inscripción. En mi
opinión (y en ese mismo número de la revista se publicaba también un artículo de Luis F. Muñoz
de Dios Sáez que defendía una tesis opuesta a la mía) , se trataba de una resolución acertada,
1

pero la motivación de la misma presentaba algunos puntos débiles; básicamente, yo venía a


sostener ahí que la fundamentación hubiese sido más sólida si a la misma se hubiesen
incorporado dos argumentos (los que había sugerido ya en el artículo anterior de 2006): que la
gestación por sustitución no está prohibida en nuestro Derecho; y que esa práctica no contradice
ningún principio moral racionalmente justificado ni tampoco los valores y principios de la
Constitución española, de manera que no podía entenderse que fuera en contra del orden público
español.

"En el Derecho español la gestación por sustitución no está prohibida y, aunque lo


estuviera, esa prohibición no podría formar parte del orden público español"

Pues bien, el caso llegó luego ante los tribunales. La resolución fue recurrida por el fiscal ante el
Juzgado de Primera Instancia nº 15 de Valencia que dejó sin efecto la inscripción practicada,
básicamente por entender que no podía obviarse la aplicación de la ley española que prohibía (sic)
la gestación por sustitución. El razonamiento fue asumido por la sección 10 de la Audiencia
Provincial de Valencia que ratificó la decisión del juzgado al resolver el recurso de apelación
instado por los padres de los menores. Y finalmente, interpuesto recurso de casación ante el
Tribunal Supremo, el pleno de la sala civil (la sentencia de 6 de febrero de 2014) ratificó el criterio
del Juzgado y de la Audiencia (aunque no por unanimidad) con una motivación en la que se repite
una y otra vez el argumento de que la gestación por sustitución está prohibida en nuestro país y es
contraria al orden público español.
Las decisiones de los tres órganos jurisdiccionales están, en mi opinión, claramente equivocadas y
constituyen un caso interesante para discutir acerca de qué cabe entender por formalismo jurídico
y si esa es o no una posición sostenible en la práctica (y en la teoría) del Derecho. Habitualmente,
se califica como formalista una concepción de la jurisdicción (del Derecho) que, entre otras cosas,
prescinde de cuáles puedan ser las consecuencias de las decisiones; lo que importa
exclusivamente es el pasado (si los hechos juzgados satisfacen o no las circunstancias
establecidas en el supuesto de hecho de la norma aplicable), y no, también, el futuro (las
consecuencias sociales de las decisiones). Pues bien, en este caso, los tribunales (en particular, el
Tribunal Supremo) sí que se plantearon que su decisión (de no admitir la inscripción en el registro
español) podía tener consecuencias negativas (ocasionaban un perjuicio a los niños) pero
entendieron, por un lado, que esos efectos negativos no eran tan graves y, por otro lado, que los
mismos quedaban compensados por la importancia de ser fieles al ordenamiento jurídico. ¿Es
entonces ese un caso de formalismo jurídico? Yo diría que sí y que la reacción frente a esa actitud
formalista (que ignora la existencia de una “nueva realidad” y la necesidad de procurar “las
soluciones más beneficiosas para los hijos”) es lo que late tras el voto de los magistrados del
Supremo que disintieron de la mayoría. Pero el principal error de la sentencia no radica, en mi
opinión, ahí, sino en haber dado por supuestas ciertas tesis (el lector ya habrá adivinado a lo que
me refiero) insostenibles y que también fueron asumidas (al menos en parte) por los magistrados
disidentes, lo que tuvo como consecuencia que la motivación de estos últimos fuera menos sólida
de lo que hubiera podido ser. Su esfuerzo argumentativo (de manera parecida a lo que había
ocurrido en relación con la resolución de la Dirección General del Registro y del Notariado antes
mencionada) fue dirigido a defender que la norma a aplicar para resolver el caso no era el artículo
10 de la Ley de 2006 (la que se refiere a la gestación por sustitución), que el concepto de “orden
público” había que entenderlo en un sentido “atenuado”, que la vulneración del orden público
tendría que comprobarse caso por caso (no puede aceptarse sin más -sostuvieron- que la
gestación por sustitución vulnera la dignidad de la madre gestante y del niño) y que, en todo caso,
el interés del menor debe ponerse por encima del orden público.
Y vuelvo con ello a mi tesis del artículo de 2006: en el Derecho español la gestación por sustitución
no está prohibida y, aunque lo estuviera, esa prohibición no podría formar parte del orden público
español. Si se acepta esa doble tesis (en realidad, bastaría con aceptar alguna de las dos), me
parece que resulta claro que la decisión del Tribunal Supremo (y de los dos otros órganos
judiciales) está equivocada y que los magistrados discrepantes podrían haber construido también
mejor su argumentación a favor de una decisión acertada: mantener la inscripción practicada en el
Registro Civil. Veámoslo.

"El artículo 10.1 de la Ley de 2006 no prohíbe que alguien realice un contrato de maternidad
subrogada sino que señala que semejante contrato es nulo de pleno Derecho"

En la teoría del Derecho (y en la teoría de las normas) hay una distinción fundamental que consiste
en oponer las normas regulativas (la terminología utilizada no es siempre coincidente) a las normas
constitutivas. Las primeras son aquellas que prohíben, permiten o establecen como obligatorio un
curso de acción; un ejemplo típico es una norma penal. Y las normas constitutivas son las que fijan
las condiciones que tienen que darse para que se produzca un determinado resultado normativo;
un ejemplo típico en este caso es la que establece las condiciones de validez de un contrato. El
origen de esa distinción se remonta al menos a un famoso libro de Herbert Hart, El concepto de
Derecho, publicado por primera vez en 1961. Allí, Hart se oponía a una concepción imperativista
del Derecho (como la de Austin o la de Kelsen) que reducía el Derecho a imperativos, esto es a
normas del primer tipo. Y lo que él defendió fue que la clave para entender la ciencia del Derecho
consistía en ver el fenómeno jurídico esencialmente como una unión de esos dos tipos de normas.
En uno de los capítulos de su libro, Hart se refería a la importancia de no confundir la nulidad con
la sanción; o sea, la nulidad es el resultado de haber incumplido alguno de los requisitos
establecidos en una norma constitutiva (él las llamaba normas que confieren poderes), mientras
que la sanción se vincula a las normas del primer tipo o, mejor dicho, a una clase de las mismas: la
sanción presupone la realización de un ilícito, el incumplimiento de una prohibición.
Pues bien, si trasladamos esa distinción a lo que aquí nos interesa, parece claro que la norma que
se contiene en el artículo 10.1 de la Ley de 2006 (y que existía ya, y con el mismo tenor, en la Ley
anterior, en la de 1988: “Será nulo de pleno derecho el contrato por el que se convenga la
gestación, con o sin precio, a cargo de una mujer que renuncia a la filiación materna a favor del
contratante o de un tercero”) sería precisamente una norma constitutiva: no prohíbe que alguien
realice un contrato de maternidad subrogada, sino que señala que semejante contrato es nulo
(nulo de pleno Derecho). La distinción, de todas formas (y como siempre ocurre), no es del todo
nítida, en el sentido de que, por ejemplo, una de las condiciones para que se produzca la nulidad
(o la validez) de un contrato puede ser la realización (o no realización) de una conducta ilícita
(prohibida). ¿Y no será esto lo que ocurre en relación con la maternidad subrogada? Pues no. No
puede pensarse que, al regular de esta manera la gestación por sustitución, lo que el legislador
estaba haciendo era, en realidad, prohibirla. Hay dos razones para pensar así (para negar esa
hipótesis) que me parecen de mucho peso. La primera es que la conducta no aparece
expresamente prohibida en ningún artículo de la ley (ni en ninguna otra parte del ordenamiento), ni
se establece tampoco ninguna sanción al respecto; o sea, no hay ninguna referencia a la gestación
por sustitución en los artículos que fijan el régimen de infracciones y sanciones y en los que -según
la exposición de motivos de la Ley- “se definen las conductas prohibidas y se les asignan las
correspondientes sanciones”. Y la segunda razón es que, si uno se pusiera a averiguar cuál fue la
voluntad del legislador, llegaría a la conclusión de que no fue la de considerar que se trataba de
una práctica ilícita y que, en consecuencia, debía prohibirse. En la exposición de motivos de la Ley
se hace la siguiente referencia a la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida: “en sus
últimas reuniones ha ido definiendo las líneas directrices que debería seguir la nueva regulación y
que esta Ley incorpora”. Pues bien, yo era entonces miembro de esa Comisión y recuerdo muy
bien que cuando se discutió el asunto la mayoría acordó que ese artículo (el 10) debía mantenerse
con el mismo tenor que en la anterior ley (la de 1988), pero no porque se considerara que esa
práctica fuera ilícita (contraria a los principios de la bioética), sino porque planteaba problemas de
orden práctico que se deseaban evitar. Me imagino que las actas de esas reuniones son públicas,
de manera que el lector interesado podrá consultarlas y confirmar lo que estoy diciendo.

"La gestación por sustitución no supone por sí misma ningún atentado contra la dignidad
humana"

Luís F. Muñoz de Dios Sáez, en un artículo posterior al que antes he mencionado , parece aceptar
2

la tesis de que ese tipo de contrato no está exactamente prohibido en el Derecho español pero, sin
embargo, entiende que “lo que la ley española, sin lugar a dudas, prohíbe es la determinación legal
de la filiación de los nacidos por gestación de alquiler a favor de quien o quienes la encargan -el o
los comitentes-“. Y esta última prohibición sí que formaría parte del orden público español que
“viene dado principalmente por el conjunto de normas imperativas y prohibitivas”, una de las cuales
sería el apartado 2 del artículo 10: “La filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución
será determinada por el parto”. Tiene razón, por supuesto, al decir que esta última norma es de
carácter imperativo, pero en lo que se equivoca es en definir como lo hace el concepto de orden
público. Más en concreto, creo que está confundiendo el concepto de “orden público interno”, que
efectivamente consiste en lo que él dice, con el de “orden público en el Derecho internacional
privado”, que es el que aquí interesa. Este último es un concepto más restringido que el anterior y
está formado, como señala el Tribunal Supremo en su sentencia de 06/02/2014 (y creo es de
pacífica aceptación), por los principios y valores fundamentales del ordenamiento español . Parece
3

obvio que la simple contradicción con una norma imperativa del Derecho español (pensemos en el
caso de un Derecho que no contenga la legítima) no puede ser una razón para dejar de aplicar una
norma extranjera o para no reconocer efectos a una medida que se haya tomado de acuerdo con
esa norma.

"No deben considerarse como prohibiciones éticamente (y jurídicamente) justificadas lo que


no son otra cosa que prejuicios ideológicos erigidos en normas"

Y con ello estamos en la segunda parte de mi tesis que, recuerdo, dice así: aunque la gestación
por sustitución estuviera prohibida en el Derecho español (y como creo haber mostrado, es patente
que no es así), esa prohibición no iría contra ningún principio o valor ni del Derecho español ni de
una ética racionalmente justificada, de manera que no puede formar parte tampoco del concepto
de orden público. En la sentencia de 6 de febrero de 2014 el Tribunal Supremo da por
apodícticamente sentado, y en varios de sus fundamentos jurídicos, que la gestación por
sustitución vulnera “la dignidad de la mujer gestante y del niño”. No se molesta mucho en
aclararnos cuál es su razonamiento para llegar a esa conclusión (es una de las críticas que
aparecen en el voto disidente), seguramente porque a la mayoría del Tribunal le parece una tesis
obvia. Pero me temo que lo que está en el fondo de todo esto es una incomprensión del concepto
de dignidad.
La referencia básica al respecto es, naturalmente, la noción kantiana de dignidad, la segunda
formulación del imperativo categórico (el llamado imperativo de los fines), que dice así: “obra de tal
modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” . Ahora bien, esta prohibición de
4

instrumentalizar al ser humano (al ser racional) se entiende a veces, equivocadamente, como una
prohibición de tratar a otro (o a uno mismo) como un medio, como un instrumento. Y lo que resulta
de ello, naturalmente, es algo absurdo: mis estudiantes me tratan (espero) como un instrumento
para aprender algo de filosofía del Derecho, los magistrados del Tribunal Supremo se habrán
valido también, instrumentalmente, de personas que les habrán ayudado a hacer alguna búsqueda
documental, a transcribir una resolución, etc. Pero en ninguno de los dos casos se produce un
atentado contra la dignidad humana, simplemente porque los estudiantes no me tratan a mí
solamente (repárese en este adverbio que aparece en la formulación kantiana) como un medio ni
tampoco ocurre eso en relación con la conducta de los magistrados. Sí, es un error burdo, pero
que se comete con sorprendente frecuencia: incurre en él un filósofo tan notable como Jesús
Mosterín, que considera inservible la noción de dignidad humana porque la interpreta de esa
manera ; al igual que la Conferencia Episcopal española, cuando se opuso a lo que llamó “bebé-
5

medicamento”: seleccionar preembriones para que nazca un niño que pueda servir para salvar la
vida de un familiar enfermo (una práctica, por cierto, autorizada en la Ley de 2006); y creo que
también incurren en él la mayoría de los magistrados del Tribunal Supremo en la sentencia tantas
veces mencionada.
Si la prohibición de instrumentalizar a un ser humano, o la obligación de respetar su dignidad, se
entiende como debe entenderse, yo creo que se comprende también con facilidad que la gestación
por sustitución no supone por sí misma ningún atentado contra la dignidad humana. Por supuesto,
es posible que en el contexto de esas prácticas -como pasa en el contexto, pongamos por caso, de
un contrato de trabajo- alguien trate a otro sin respetar su dignidad: solamente como un medio;
pero esto nada tiene que ver con la cuestión que aquí importa. Hay, sin duda, buenas razones para
pensar que no todo lo que es técnicamente posible hacer es también moralmente aceptable. Pero
conviene igualmente estar alerta para evitar que consideremos como prohibiciones éticamente (y
jurídicamente) justificadas lo que no son otra cosa que nuestros prejuicios ideológicos erigidos en
normas.
1
Luis F. Muñoz de Dios Sáez, “El registro civil admite el alquiler de vientres”, en EL NOTARIO DEL
SIGLO XXI, nº 27, septiembre-octubre 2009.
2
Luis Fernando Muñoz de Dios Sáez, “¿Se ha legalizado o no el alquiler de vientres?”, en EL
NOTARIO DEL SIGLO XXI, nº 34, diciembre de 2010.
3
El TS (fundamento quinto, 3) considera que se trata de un “concepto esencialmente
controvertido”, que es una noción introducida por Gallie en un famoso artículo de 1956. Pero esa
caracterización, en mi opinión, es equivocada; se trata simplemente de un concepto jurídicamente
indeterminado que tiene un núcleo de significado bien fijado, aunque también zonas de penumbra
en cuanto a su aplicación.
4
M. Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres (trad. De M. García Morente),
Espasa-Calpe (4º ed.), Marid, 1973, p. 84.
5
Jesús Mosterín, La naturaleza humana, Ed. Austral, Madrid, 2006.

Palabras clave: Gestación por sustitución, Inscripción registral, Dignidad humana, Prejuicios
ideológicos.
Keywords: Surrogate pregnancy, registration, human dignity, ideological prejudices.

Resumen

El autor reitera una doble tesis que ya había defendido en esta revista: la gestación por sustitución
no está prohibida en nuestro Derecho y no es una institución que atente contra la dignidad humana
ni contra ningún principio o valor fundamental del ordenamiento jurídico español. En consecuencia,
no se puede erigir como un obstáculo que impida la inscripción en España de niños nacidos en el
extranjero (en un Estado que regule esa institución) mediante gestación por sustitución.

Abstract

The author reiterates a double thesis he has already supported in this journal: that Spanish law
does not prohibit surrogate pregnancy, an institution which is neither offensive to human dignity nor
running counter any principle or fundamental value of the Spanish legal system. Therefore,
registration in Spain of foreign-born children (in a State where this institution is subjected to
regulation) born to a surrogate mother should not be prevented.

Una ley cruel


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Escrito por Manuel Atienza


Categoría: Revista 53 , Opinión

MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

INTERRUPCIÓN DEL EMBARAZO

Una justificación de la ley de plazo


Hace algunos años, cuando se estaba discutiendo el proyecto del Gobierno para reformar la
regulación del aborto, escribí en esta revista un artículo defendiendo el llamado “sistema de plazos”
que se incorporaría luego en la, todavía vigente, “ley de interrupción del embarazo” de 2010. No se
trataba exactamente de una réplica, pero mi postura era básicamente antitética a la que apareció
en otro trabajo publicado en el mismo número de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI y que tenía como
autor a Manuel González-Meneses. Aprovechando esa circunstancia, nos embarcamos en un
debate que tuvo, primero, la forma de un intercambio epistolar y que, finalmente, publicamos (junto
con los dos artículos iniciales) como un trabajo conjunto que titulamos precisamente “Debate sobre
el aborto” .
1

Releyendo ahora esa polémica, no tengo más remedio que reconocer que pequé entonces de
ingenuo. Mi planteamiento partía de considerar que el sistema de plazos planteaba en realidad una
cuestión moralmente más simple que la de los supuestos introducidos por la ley anterior, la de
1985. Y como el Tribunal constitucional había considerado conforme con la Constitución aquella
regulación (despenalizar el aborto terapéutico, el ético –por causa de violación- y el eugenésico),
me parecía que el problema del aborto en España quedaría con la nueva ley, y desde el punto de
vista jurídico-penal, “estabilizado”. No podía imaginarme entonces que, al cabo de no muchos
años, la discusión volvería a plantearse en los términos anteriores a 1985, trazándose con ello un
recorrido (circular) en el que no parece acompañarnos ninguno de los países de nuestro entorno.

"La nueva regulación propuesta para el aborto no sólo no está justificada desde el punto de
vista moral, sino que incurre además en una llamativa contradicción interna"

Mi error de predicción no va, sin embargo, acompañado de un error en cuanto al fondo del asunto.
Sigo pensando que la ley de plazos de 2010 es una ley moralmente justificada, a diferencia de lo
que ocurre con la propuesta de nueva regulación que se contiene en el anteproyecto de “ley para
la protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada” que con tanto
empeño defiende el ministro Ruiz Gallardón. El razonamiento para pensar así no difiere en nada –o
en nada sustancial- con respecto al que había planteado en el debate con González-Meneses. Se
puede sintetizar en cuatro puntos: 1) El valor que moralmente (y constitucionalmente) debe
asignársele al feto varía (va incrementándose) desde el momento de la concepción hasta el del
nacimiento. En particular, 2) no es posible afirmar que un feto de menos de tres meses posea
dignidad, a no ser que se recurra a razones religiosas que, por tener ese carácter, deben dejarse al
margen del discurso público. Lo que lleva a concluir que, 3) durante ese periodo de tres meses, el
valor de la autonomía (la libre decisión de la mujer) es razón suficiente como para justificar la
permisión jurídica del aborto, mientras que en etapas posteriores del desarrollo del feto, la
permisividad de las conductas abortivas requiere además la presencia de otros factores, como el
peligro para la salud de la mujer o la existencia de malformaciones en el feto. Repárese en que he
hablado de “permisión jurídica del aborto”, porque esa es la conclusión a la que se necesita llegar
para defender la ley de aborto vigente. O sea, no es necesario para ello pensar que las acciones
abortivas que la ley permite están también moralmente justificadas, sino que bastaría con aceptar
que no está justificado castigarlas penalmente (aunque se consideraran moralmente incorrectas);
esto último es lo que hace que 4) una persona creyente pueda coherentemente dar su apoyo a esa
ley, siempre que a) no sea un “perfeccionista moral” o “moralista jurídico” (alguien que piense que
todo lo que es moralmente malo debe estar penalmente sancionado) y b) acepte la primera de las
premisas (que el valor moral del feto va incrementándose desde la concepción hasta el
nacimiento).

En qué se fundamenta el anteproyecto


No había leído el anteproyecto de la nueva ley hasta que me he puesto a escribir este artículo.
Pero sí conocía, lógicamente, las noticias de prensa que recogían los cambios que se pretendían
introducir y la justificación de los mismos por parte del ministro Ruiz Gallardón (que se supone
expresa el parecer del gobierno) en diversos medios de comunicación y en el parlamento. Como se
sabe, los dos supuestos en los que la práctica de un aborto no constituiría un delito son: 1) cuando
se trata de “evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada,
siempre que se practique dentro de las veintidós primeras semanas de gestación”; y 2) cuando “el
embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito contra la libertad o indemnidad
sexual, siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación”. Y
la justificación del ministro parece discurrir en torno a los siguientes argumentos: 1)la nueva
regulación tiene un carácter liberador para la mujer, porque su participación en el aborto será a
partir de ahora siempre impune: no es a ella a quien se castigará, sino a quien le provoque el
aborto (aunque sea con su consentimiento); 2) el concebido es una persona moral que posee la
misma dignidad que el nacido o que una persona adulta; 3) el castigo de las conductas abortivas –
fuera de los dos supuestos señalados- está dirigido a defender al ser humano, al feto, que, dadas
las circunstancias, es el que se encuentra en la posición más débil.

Por qué es internamente incoherente


Pues bien, yo creo que la nueva regulación propuesta para el aborto no sólo no está justificada
desde el punto de vista moral (de acuerdo con lo que anteriormente he dicho), sino que incurre
además en una llamativa contradicción interna. Pues si las razones para el cambio legislativo que
se pretende llevar a cabo son las que esgrime el Gobierno (o su ministro de justicia), entonces no
se entiende por qué la violación justificaría que se produjera una acción que habría que considerar
–según los anteriores presupuestos- como el “asesinato” de un “ser indefenso” y cuya vida posee
la misma “dignidad” que la de la gestante. ¿Qué tipo de ponderación habrán llevado a cabo los
redactores del anteproyecto para concluir que una vida humana vale (pesa) menos que las
incomodidades que pudieran causársele a otra (a la futura madre)? ¿No sería más coherente
hacer como en los países de credo musulmán en los que el aborto sólo se justifica cuando está en
riesgo la vida de la madre? ¿Y no es curioso, por cierto, que se haya puesto el límite para la
práctica impune del aborto en ese caso en el mismo momento (12 semanas) en el que lo fija la ley
vigente, aunque sin exigir que haya habido previamente una violación, sino simplemente que así lo
haya decidido la mujer? Estoy seguro de que mi agudo y temible contradictor en el debate al que al
comienzo me refería, Manuel González-Meneses, también verá aquí un serio problema de
coherencia aunque, desde luego, no compartirá para nada el fondo de lo que estoy defendiendo.

"La impresión que dejó en mí la lectura del anteproyecto no fue simplemente que se trataba
de una regulación injusta, sino de una ley cruel; si se quiere, de una crueldad injustificada"

Una ley contra las mujeres pobres


De todas formas, la impresión que dejó en mí la lectura del anteproyecto no fue simplemente que
se trataba de una regulación injusta, sino de una ley cruel; si se quiere, de una crueldad
injustificada. Y me parece que el lector no debería pensar que al decir esto estoy incurriendo en un
juicio desmesurado, extremista. John Rawls, el filósofo de la moral más influyente en las últimas
décadas, de ideología liberal (en el sentido usamericano: o sea, socialdemócrata para nosotros)
pero que difícilmente podría ser calificado de radical, escribió algo parecido en su famoso libro “El
liberalismo político”. Al caracterizar la noción de “razón pública” sostuvo que “cualquier balance
razonable entre estos tres valores [los que estarían presentes en los supuestos de aborto] dará a la
mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone o no fin a su embarazo durante el
primer trimestre”, añadiendo que cualquier doctrina que excluya ese derecho en los tres primeros
meses es “irrazonable” y “dependiendo de los detalles de su formulación [por ejemplo –especifica-
si niega ese derecho salvo en los casos de violación o de incesto] puede llegar a ser incluso cruel y
opresiva” (p. 278-9, nota 32). Y como seguramente el lector recuerde, en la sentencia del Tribunal
Constitucional español a propósito del aborto, al examinar el llamado aborto “eugenésico”, esto es
cuando el feto presenta alguna anomalía seria (un supuesto no reconocido en el actual
anteproyecto), la idea de crueldad (de evitar un trato cruel hacia la mujer) jugó también un papel
destacado. El tribunal dijo entonces que el legislador “puede…renunciar a la sanción penal de una
conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su
caso, siga subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en otros
casos”. O sea, aunque el TC no empleara la expresión, el castigo penal en esos casos supondría
un acto de crueldad.
Me doy cuenta de que un defensor del anteproyecto (por ejemplo, el ministro Ruiz Gallardón)
podría replicar que lo anterior no se aplica a la nueva regulación propuesta, puesto que en ella no
hay ninguna amenaza de sanción penal para la mujer. Pero me parece que esa posible excusa lo
único que haría es añadir a la crueldad una notable dosis de hipocresía. Simplemente porque
resulta muy fácil predecir que las mujeres con recursos que en el futuro decidan abortar en los
supuestos ahora permitidos pero que la nueva ley prohibiría podrán hacerlo sin mayores
inconvenientes, mientras que esto no va a ser así para las peor situadas social y económicamente
que seguramente no dejarán de abortar en los supuestos en los que ahora está permitido hacerlo,
pero lo harán en condiciones mucho peores que las que ahora existen. No me parece por ello que
haya ni una gota de demagogia en afirmar que lo que está proponiendo el Gobierno es
esencialmente una ley contra las mujeres pobres.

"A juicio del autor no hay ni una gota de demagogia en afirmar que lo que está proponiendo
el Gobierno es esencialmente una ley contra las mujeres pobres"

Las leyes no deben ser crueles


Ha caído en mis manos en los últimos días un libro de José Ovejero, La ética de la crueldad, que
recibió en el año 2012 el Premio Anagrama de ensayo. Su tesis central es que la crueldad en la
literatura puede jugar un papel positivo, puede estar justificada en cuanto “pretende una
transformación del lector, impulsarlo a la revisión de sus valores, de sus creencias, de su manera
de vivir” (p. 61); y Ovejero, que se considera a sí mismo un “autor cruel”, nos aclara que de lo que
se trata con esa literatura que él juzga justificada no es de “volver el mundo más espantoso de lo
que es, sino de no dejarse engañar” (p. 86). Bueno, es muy posible que la tesis sea correcta por lo
que hace a la literatura, pero claramente no puede trasladarse al Derecho, a las leyes, que no
narran ficciones, sino que prescriben comportamientos y en ocasiones amenazan con penas. Por
ello, las leyes no deberían nunca ser crueles.
En las primeras páginas del libro, Ovejero pone a la novela picaresca como ejemplo de “género
esencialmente cruel” y recuerda una escena de El Lazarillo en la que “un ciego revienta un jarro de
vino en la cara del niño que está recostado en su regazo, mientras el crío bebe a través de un
agujero que le había practicado en la base”, a la que sigue otra en la que el niño se venga: “Lázaro
le indica a su amo un lugar por el que podrán cruzar sanos y salvos; tras decir al ciego que tiene
que saltar con todas sus fuerzas para no caer al agua, lo coloca frente a un pilar de piedras”.
Quizás no sea muy forzado ver aquí un paralelismo en relación con la situación en la que el
anteproyecto de ley coloca a las mujeres pobres, aunque haya también una diferencia que se debe
resaltar. Pues uno puede entender que el Lazarillo tuviera motivos (más bien que razones) para
querer vengarse del ciego. ¿Pero cuáles pueden haber sido los del Gobierno (o los del ministro
Ruiz Gallardón) para arremeter contra las mujeres pobres y, en el fondo, contra todos aquellos
(mujeres y hombres) que rechazamos la crueldad en las leyes?
1
Los artículos aparecieron en el número 23 de enero-febrero de 2010 y el texto completo de la
polémica se publicó en el libro colectivo Derecho sanitario y bioética. Cuestiones actuales
(coordinado por M Gascón, M.C. González Carrasco y J. Cantero). Tirant Lo Blanch, Valencia,
2011. Puede consultarse en lamiradadepeitho.blogspot.com.es

Resumen

El artículo comienza con una defensa de la todavía vigente ley en materia de aborto, recordando lo
sostenido con anterioridad por el autor en esta misma revista. Critica luego el anteproyecto que
pretende cambiar esa situación, por su falta de justificación ética y por la contradicción interna que
contiene. Y subraya en especial que se pretende establecer una ley cruel y dirigida contra las
mujeres pobres.

Abstract

The article begins by defending the still operative Act on abortion, recalling arguments previously
held by the author in this same journal. He then criticizes the draft bill meant to change that
situation, due to its lack of ethical grounds and its internal contradiction. The author stresses above
all the fact that this Act, the government seeks to lay down, is cruel and targets poor women.

Una modesta proposición en favor de la transparencia


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

La Transparencia, una asignatura pendiente en política

El presupuesto de la transparencia. ¿Es transparente la ley de transparencia


Cuando uno recibe el encargo de escribir sobre algún tema “desde el punto de vista de un filósofo
(o de un filósofo del Derecho)”, lo que parece que se le está pidiendo es que se fije en las
cuestiones más “básicas” en relación con ese tema, como quiera que haya que entender la última
expresión puesta entre comillas. Pues bien, para mí, lo más básico en materia de transparencia (la
condición de posibilidad de este concepto) es que aquello (aquella información) que se pretende
hacer transparente sea comprensible: lo más comprensible posible. Leo por ello, desde esta
perspectiva, el “proyecto de ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno”
(publicado por el Congreso de los Diputados el 7 de septiembre de 2012) y, francamente, con lo
que me encuentro es con un texto del que difícilmente podría decirse que está escrito en una prosa
transparente. Más bien me parece (y no creo que se trate de una mera impresión subjetiva) un
documento notablemente opaco en relación con muchas cuestiones que no son precisamente
insignificantes. De manera que, si lo que se quiere es contribuir a la trasparencia, ¿no convendría
empezar por redactar esa ley de manera que pueda resultar comprensible (fácilmente
comprensible) para una persona, digamos, de cultura media e interesada en contribuir al propósito
que la ley dice perseguir: la transparencia? La “modesta proposición” a que alude el título de este
artículo no tiene un sentido satírico (a diferencia de la famosa “modesta proposición” de Jonathan
Swift ); simplemente, pretende recordar a los legisladores (lo que, en nuestro sistema político,
1

quiere decir, fundamentalmente, al Gobierno) la necesidad de tomarse la técnica legislativa en


serio. Veamos

"Al autor el texto le parece un documento notablemente opaco en relación con muchas
cuestiones que no son precisamente insignificantes"
Los límites al derecho de acceso a la información
Supongo que todos podemos estar de acuerdo con la observación hecha por uno de los
comentaristas del anteproyecto de ley , en el sentido de que la efectividad de la transparencia
2

descansa en estas tres bases: el ámbito subjetivo de la obligación (quién está obligado a
proporcionar la información); el ámbito objetivo del derecho (quién tiene derecho a acceder a la
información y sobre qué –sobre qué información- se tiene ese derecho); y el aseguramiento del
cumplimiento de la ley (qué medidas pueden resultar eficaces para lograrlo). No me cabe ninguna
duda, por lo demás, que elaborar una ley (o un proyecto de ley) que consiga dar una respuesta
satisfactoria a esas demandas es una tarea sumamente compleja; mucho más de lo que cualquiera
que no se haya visto nunca ante esa tesitura pudiera imaginar. En realidad, como el lector con
formación jurídica ya se estará temiendo, la “modesta” proposición podría acabar por convertirse
más bien en una desmesuradamente ambiciosa exigencia si no se le ponen límites severos. Me
ocuparé por ello aquí, exclusivamente, de uno de los aspectos de la futura ley (importante, pero
que apenas supone una décima parte de su extensión total): el de los límites al derecho de acceso
a la información.

"La efectividad de la transparencia descansa en el ámbito subjetivo de la obligación (quién


está obligado a proporcionar la información); en el ámbito objetivo del derecho (quién tiene
derecho a acceder a la información y sobre qué –sobre qué información- se tiene ese
derecho); y en el aseguramiento del cumplimiento de la ley"

Tanto en el comentario al que me acabo de referir como en otro elaborado por la OSCE (la
Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa ) pueden encontrarse una serie de
3

críticas básicamente coincidentes y que, aunque referidas al anteproyecto, siguen siendo de


aplicación en relación con el texto del proyecto de ley. Vienen a ser las siguientes: es difícil
conocer con exactitud cuáles son los límites al derecho de acceso a la información, pues aparecen
en diversos artículos de la ley (con denominaciones distintas –“límites”, “excepciones”,
“inadmisiones” - y tratamientos también distintos) y ni siquiera queda claro si esas son las únicas
limitaciones o cabrían otras establecidas en otras leyes (por efecto de la disposición adicional
primera, apartados 2 y 3); algunas de esas limitaciones podrían no estar justificadas y no debería
aceptarse la existencia de cualquier limitación que impida conocer la existencia de atentados (al
menos, de atentados graves) a los derechos humanos (genocidios, crímenes contra la humanidad,
etc.); los límites deberían establecerse con mucha mayor precisión de como se hace en el texto;
debería especificarse el mecanismo de ponderación previsto y extenderlo a todos los supuestos
que, de hecho, suponen una limitación al derecho; debería establecerse con claridad el criterio de
que, en caso de duda razonable, prevalece el derecho a la información; sólo son justificables los
límites que resulten estrictamente necesarios; los límites deberían interpretarse de manera
restrictiva para que pueda prevalecer el principio de máxima publicidad. Y por mi parte añado que
la lectura de esos artículos me ha producido una cierta impresión de desorden y de oscuridad
desde el punto de vista de su redacción. En definitiva, el temor de los comentaristas (yo diría, el de
cualquier lector del texto con algún sentido crítico) es que ese principio de la transparencia tan
enfáticamente proclamado en la exposición de motivos de la ley se desvanezca en la práctica por
efecto de los límites establecidos al derecho; un buen ejemplo, en definitiva, de hasta qué punto las
funciones manifiestas (declaradas) de las leyes pueden divergir de sus funciones latentes (de los
efectos que, de hecho, producen, sean o no éstos queridos por el legislador).

Una propuesta de redacción


Sugeriré entonces ahora (así es como concreto mi “modesta proposición”) cómo podrían quedar
redactados los artículos de la ley concernientes a los límites al derecho de acceso a la información,
tratando de dar cabida a las observaciones anteriores, pero sólo en la medida en que las mismas
me parecen compatibles con el “espíritu” de la ley. O sea, dejo de lado las cuestiones –o las
discrepancias- que podrían considerarse “de fondo” y planteo mi ejercicio como uno de tipo más
bien técnico, en el que trataré de aunar estos dos elementos: un modelo de redacción
“normalizada” de las leyes propuesto hace tiempo por Layman E. Allen y basado en algunas
4

nociones absolutamente elementales de lógica; y el esquema de la ponderación expuesto por


Robert Alexy en varios trabajos de las últimas décadas. De ambos haré un uso libre. Así, en
relación con la propuesta de Allen, no tomaré en consideración todos sus detalles, sino que me
limitaré a resaltar la estructura condicional de las normas jurídicas y la existencia de nexos lógicos
(conjunciones y disyunciones) que enlazan las propiedades que configuran el caso regulado (el
supuesto de hecho de la norma) con la solución (la consecuencia jurídica) . Y por lo que hace a la
5

teoría de la ponderación de Alexy, tomaré únicamente en cuenta los elementos –las premisas- que
este autor considera deberían explicitarse en un argumento dirigido a justificar la limitación a un
derecho (en nuestro caso, al derecho a acceder a la información pública). En lo esencial, consiste
en mostrar que el límite resulta idóneo, necesario y proporcional en sentido estricto (las razones a
favor de la limitación, dadas las condiciones del caso, pesan más que las razones en contra) . Los6

artículos 11, 12, 13 y 15 del proyecto de ley deberían quedar redactados, en definitiva, de la
siguiente manera:

Redacción actual del Proyecto

Artículo 11. Límites al derecho de acceso.


1. El derecho de acceso podrá ser restringido cuando acceder a la información suponga un
perjuicio para:
a) La seguridad nacional.
b) La defensa.
c) Las relaciones exteriores.
d) La seguridad pública.
e) La prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios.
f) La igualdad de las partes en los procesos judiciales y la tutela judicial efectiva.
g) Las funciones administrativas de vigilancia, inspección y control.
h) Los intereses económicos y comerciales.
i) La política económica y monetaria.
j) El secreto profesional y la propiedad intelectual e industrial.
k) La garantía de la confidencialidad o el secreto requerido en procesos de toma de decisión.
l) La protección del medio ambiente.
2. La aplicación de los límites será justificada y proporcionada a su objeto y finalidad de protección
y atenderá a las circunstancias del caso concreto, especialmente a la concurrencia de un interés
público o privado superior que justifique el acceso

Artículo 12. Protección de datos personales.


1. Cuando la solicitud de acceso se refiera a información pública que contenga datos de carácter
personal se aplicarán las disposiciones previstas en esta Ley. No obstante, se aplicará la normativa
de protección de datos personales cuando los que contenga la información se refieran únicamente
al solicitante, sin perjuicio de que, en este caso, el otorgamiento del acceso permita el
conocimiento por el solicitante no sólo de los datos que contenga la información de los que sea
titular, sino de ésta en su totalidad.
2. Si la información solicitada contuviera datos especialmente protegidos a los que se refiere el
apartado 2 del artículo 7 de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de protección de datos
de carácter personal, el acceso únicamente se podrá autorizar en caso de que se contase con el
consentimiento expreso y por escrito del afectado, a menos que dicho afectado hubiese hecho
manifiestamente públicos los datos con anterioridad a que se solicitase el acceso.
Si la información incluyese datos especialmente protegidos a los que se refiere el apartado 3 del
artículo 7 de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, o datos relativos a la comisión de
infracciones penales o administrativas que no conllevasen la amonestación pública al infractor, el
acceso sólo se podrá autorizar en caso de que se cuente con el consentimiento expreso del
afectado o si aquél estuviera amparado por una norma con rango de Ley. 3. Con carácter general,
y salvo que en el caso concreto prevalezca la protección de datos personales u otros derechos
constitucionalmente protegidos sobre el interés público en la divulgación que lo impida, se
concederá el acceso a información que contenga datos meramente identificativos relacionados con
la organización, funcionamiento o actividad pública del órgano.
4. Cuando la información solicitada no contuviera datos especialmente protegidos, el órgano al que
se dirija la solicitud concederá el acceso previa ponderación suficientemente razonada del interés
público en la divulgación de la información y los derechos de los afectados cuyos datos aparezcan
en la información solicitada, en particular su derecho fundamental a la protección de datos de
carácter personal.
Para la realización de la citada ponderación, el órgano tomará particularmente en consideración los
siguientes criterios:
a) El menor perjuicio a los afectados derivado del transcurso de los plazos establecidos en el
artículo 57 de la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español.
b) La justificación por los solicitantes de su petición en el ejercicio de un derecho o el hecho de que
tengan la condición de investigadores y motiven el acceso en fines históricos, científicos o
estadísticos.
c) El menor perjuicio de los derechos de los afectados en caso de que los documentos únicamente
contuviesen datos de carácter meramente identificativo de aquéllos.
d) La mayor garantía de los derechos de los afectados en caso de que los datos contenidos en el
documento puedan afectar a su intimidad o a su seguridad.
5. No será aplicable lo establecido en los apartados anteriores si el acceso se efectúa previa
disociación de los datos de carácter personal de modo que se impida la identificación de las
personas afectadas.
6. La normativa de protección de datos personales será de aplicación al tratamiento posterior de
los obtenidos a través del ejercicio del derecho de acceso.

Artículo 13. Acceso parcial.


En los casos en que la aplicación de alguno de los límites previstos en el artículo 11 no afecte a la
totalidad de la información, se concederá el acceso parcial previa omisión de la información
afectada por el límite salvo que de ello resulte una información distorsionada o que carezca de
sentido. …

Articulo 15. Causas de inadmisión.


1. Se inadmitirán a trámite, mediante resolución motivada, las solicitudes:
a) Que se refieran a información que esté en curso de elaboración o de publicación general.
b) Referidas a información que tenga carácter auxiliar o de apoyo como la contenida en notas,
borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o
entidades administrativas.
c) Relativas a información para cuya divulgación sea necesaria una acción previa de reelaboración.
d) Dirigidas a un órgano en cuyo poder no obre la información cuando se desconozca el
competente.
e) Que sean manifiestamente repetitivas o tengan un carácter abusivo no justificado con la
finalidad de transparencia de esta Ley.
f) Que afecten a una pluralidad de personas cuyos datos personales pudieran revelarse con el
acceso a la petición, en número tal que no sea posible darles traslado de la solicitud en el tiempo
establecido para su resolución.
2. En el caso en que se inadmita la solicitud por concurrir la causa prevista en la letra d) del
apartado anterior, el órgano que acuerde la inadmisión deberá indicar en la resolución el órgano
que, a su juicio, es competente para conocer de la solicitud.

Redacción propuesta

1. SÓLO se podrá limitar el acceso a la información SI


1.1. La información supone un perjuicio para:
a) La seguridad nacional.
b) La defensa.
c) Las relaciones exteriores.
d) La seguridad pública.
e) La prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios.
f) La igualdad de las partes en los procesos judiciales.
g) Las funciones administrativas de vigilancia, inspección y control.
h) Los intereses económicos y comerciales.
i) La política económica y monetaria.
j) El secreto profesional y la propiedad intelectual e industrial.
k) La garantía de confidencialidad o el secreto requerido en procesos de toma de decisión.
l) La protección del medio ambiente

O BIEN
1.2. La información contiene datos personales y no puede proporcionarse de manera que no se
identifique a las personas afectadas, Y
1.2.1. Se trata de datos especialmente protegidos a los que se refiere el apartado 2 del artículo 7
de la Ley Orgánica 15/1999 y no hay consentimiento expreso y por escrito del afectado, ni el
afectado ha hecho manifiestamente públicos los datos con anterioridad a la solicitud del acceso, O
BIEN
1.2.2.Se trata de datos especialmente protegidos por el apartado 3 del artículo 7 de la Ley
Orgánica 15/1999 o bien de datos relativos a la comisión de infracciones penales o administrativas
que no conllevan la amonestación pública al infractor, y no existe consentimiento expreso del
afectado y el acceso no está amparado por una norma con rango de ley, O BIEN
1.2.3.No se trata de datos especialmente protegidos, pero el derecho fundamental a la protección
de datos de carácter personal prevalece en ese caso sobre el interés público a la información, de
acuerdo con un juicio ponderativo que cumpla con los requisitos señalados en 1.4.

O BIEN
1.3. Lo que se solicita son informaciones:
a) Que están en curso de elaboración o de publicación general.
b) Que tienen carácter auxiliar o de apoyo, como la contenida en notas, borradores, opiniones,
resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas.
c) Para cuya divulgación sea necesaria una acción previa de reelaboración.
d) Dirigidas a un órgano en cuyo poder no obre la información. En ese caso, el órgano al que se
solicita la información deberá indicar en su resolución qué órgano es a su juicio competente para
conocer de la solicitud.
e) Que sean manifiestamente repetitivas o tengan un carácter abusivo no justificado con la
finalidad de transparencia de esta Ley.
f) Que afecten a una pluralidad de personas cuyos datos personales pudieran revelarse con el
acceso a la petición en número tal que no sea posible darles traslado de la solicitud en el tiempo
establecido para su resolución

Y
1.4. El órgano al que se solicita la información motiva adecuadamente su resolución denegatoria.
En los supuestos señalados en 1.1. y 1.2., esa motivación debe contener un juicio ponderativo con
expresión de:
1.4.1. El bien o los bienes cuya protección justifica el no acceso a la información, Y
1.4.2. Las razones por las cuales la medida limitadora resulta idónea para proteger esos bienes, Y
1.4.3. Las razones por las cuales la medida resulta necesaria: no se podría obtener esa finalidad
sin sacrificar el (o con un menor sacrificio del) derecho al acceso a la información, Y
1.4.4. Las razones por las cuales, dadas las circunstancias del caso, los bienes que se tratan de
proteger tienen un mayor peso que el derecho de acceso a la información, Y
1.4.4.1. SI se trata del supuesto al que se hace referencia en 2.1.3.,ENTONCES el órgano debe
tomar especialmente en cuenta:
a) El menor perjuicio a los afectados derivado del transcurso de los plazos establecidos en el art.
57 de la ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español.
b) La justificación de los solicitantes de su petición en el ejercicio de un derecho o el hecho de que
tengan la condición de investigadores y motiven el acceso en fines históricos, científicos o
estadísticos.
c) El menor perjuicio de los derechos de los afectados en caso de que los documentos únicamente
contuviesen datos de carácter meramente identificativo de aquellos. d
) La mayor garantía de los derechos de los afectados en caso de que los datos contenidos en el
documento puedan afectar a su intimidad o a su seguridad, Y 1.4.4.2, SI las razones a favor y en
contra del acceso están equilibradas, ENTONCES debe prevalecer el derecho a la información, en
virtud del principio de máxima publicidad.

2. Aun en el caso de que se hayan satisfecho las condiciones indicadas en 1, la persona que
solicita la información tiene derecho a recibir la parte de la misma no afectada por las anteriores
limitaciones, salvo que de ello resulte una información distorsionada o carente de sentido.

"El temor de los comentaristas es que el principio de la transparencia tan enfáticamente


proclamado en la exposición de motivos de la ley se desvanezca en la práctica por efecto de
los límites establecidos al derecho"

Y una conclusión
Quizás más de un lector piense que lo anterior no hace justicia a lo que los redactores del proyecto
de ley quisieron establecer a propósito de los límites al derecho de acceso a la información pública.
Y es posible que tengan razón, esto es, que yo me haya equivocado a la hora de interpretar cuáles
eran sus propósitos. Lo que sí espero es que, allí donde me haya equivocado, lo haya hecho con
claridad. Pues si fuera así, esta modesta proposición a favor de la transparencia seguiría teniendo
sentido. Podría servir como una base adecuada para poder discutir en condiciones sobre las
cuestiones de fondo.
1
Como el lector recordará, lo que proponía el gran escritor irlandés, a comienzos del XVIII, era
seleccionar cada año a unos 100.000 niños de un año de edad y utilizarlos en la alimentación de
los ricos y los terratenientes de Irlanda, para que aquellos dejaran así de constituir una carga para
sus padres y para el país. ¿No vuelve, por cierto, a cobrar sentido la sátira de Swift en estos
tiempos de neoliberalismo desenfrenado?
2
José Aurelio García Martín, “Ponencia relativa a la Ley de Transparencia , acceso a la información
pública y al buen gobierno”:http://www.cepc.gob.es/docs/ley-de-
transparencia/ponencia-j-aurelio-garcia.pdf?sfvrsn=0
3
En realidad, el autor del informe (efectuado por encargo de la OSCE) es Eduardo Bertoni, director
del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Palermo, Argentina.http://www.osce.org/es/fom/90791
4
Vid. Layman E. Allen, Language,, Law and Logic, Cambridge University Press, 1980.
5
Si la escritura con mayúsculas de los conectores lógicos, así como otras cuestiones estilísticas, se
considerasen “poco elegantes”, no habría, naturalmente, ningún problema en dejar esos aspectos
de lado.
6
Con su teoría, Alexy trata de diseñar un procedimiento argumentativo para resolver conflictos
entre derechos o entre principios (para Alexy sería lo mismo). La idea es que un límite a un
derecho (por ejemplo, el de acceso a la información) sólo está justificado si se respeta el principio
de proporcionalidad en sentido amplio. Ahora bien, ese principio consta a su vez de tres
subprincipios: el de idoneidad (la medida limitadora debe ser adecuada para lograr ciertos fines y
valores (la defensa nacional, la protección de la intimidad…); el de necesidad (no debe ser posible
obtener la misma finalidad con un menor coste);y el de proporcionalidad en sentido estricto o
ponderación. La estructura de la ponderación consta a su vez de tres elementos: la ley de la
ponderación, la fórmula del peso y las cargas de la ponderación. La ley de la ponderación viene a
decir que cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios,
tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro y se concreta a través de tres
variables que para Alexy configuran lo que llama “la fórmula del peso”. Las tres variables son: 1) el
grado de afectación de los principios en el caso concreto; 2) el peso en abstracto (sin considerar
las circunstancias del caso) de los principios relevantes ; y 3) la seguridad que se pueda tener en
las apreciaciones empíricas. Alexy atribuye un determinado valor numérico a esas variables (por
eso habla de “fórmula del peso”), pero de eso podemos prescindir aquí sin más. Y finalmente, si el
peso atribuido a cada uno de los principios según lo anterior fuera el mismo –existiera un empate-
entrarían en juego reglas sobre la carga de la argumentación (por ejemplo, establecer una
prioridad a favor de la libertad –en este caso, de la libertad de información). Vid. Robert Alexy,
“Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho
Constitucional, nº 66, septiembre-diciembre 2002; y (para una discusión de esa teoría), Manuel
Atienza, Curso de argumentación jurídica, Trotta, Madrid, 2013, pp. 249 y ss.

Resumen

La "modesta proposición" a la que se alude en el título es un intento por redactar de la manera más
clara posible los artículos del proyecto de ley de transparencia referidos a los límites al derecho de
acceso a la información pública. Para ello, se combina el modelo de "redacción normalizada" de las
leyes de Layman Allen con la teoría de la ponderación de Robert Alexy.

Abstract

The “modest proposal” alluded to in the title refers to the need of drawing up as clearly as possible
those sections of the Transparency Bill related to restrictions of the right to access public
information. To that end, a combination of the Normalized Legal Drafting Model of Layman Allen
and the Ponderation Theory of Robert Alexy is suggested

Piero Calamandrei, más que un procesalista


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

Hace algunos años, hojeando el libro conmemorativo del centenario del nacimiento de Norberto
Bobbio, me llamó la atención la fotografía de una persona de cierta edad que aparecía de pie, en la
terraza de una casa de campo, con una mano apoyada en una barandilla y la otra metida en el
bolsillo del pantalón, en mangas de camisa, mostrando una sonrisa franca que no ocultaba, sin
embargo, el cansancio del rostro. Había algo que trasmitía confianza en aquella figura, deseos de
haber podido conversar con el personaje retratado, al menos de haber podido escucharle hablar.
Pero no sabría decir qué. (Ni siquiera lo sé ahora que he vuelto a fijarme en la fotografía para
escribir esta nota). El pie de página indicaba que se trataba de Piero Calamandrei en el año 1954
(dos antes de su fallecimiento) y en la página de al lado se reproducía una carta de este último a
Bobbio (fechada en 1946) junto con unos dibujos que el propio Calamandrei había hecho , se
supone que para ilustrar algún número de la revista (político-literaria) Il Ponte que él había fundado
un año antes y en la que ahora aparecería un trabajo de Bobbio (sobre la sociedad cerrada y la
sociedad abierta: dando cuenta del famoso –y entonces muy reciente- libro de Karl Popper, La
sociedad abierta y sus enemigos). De manera que Calamandrei no era solamente, como hasta
entonces había yo pensado, uno de los grandes procesalistas italianos del siglo XX y el autor del
libro que hacía no mucho había leído con gran placer: Elogio de los jueces escrito por un abogado.
Había sido también un intelectual antifascista, compañero de Bobbio en el Partito d’azione,
animador cultural, pintor, uno de los redactores de la Constitución italiana…

"Calamandrei no era solamente uno de los grandes procesalistas italianos del siglo XX.
Había sido también un intelectual antifascista, compañero de Bobbio en el 'Partito d' azione',
animador cultural, pintor, uno de los redactores de la Constitución italiana"

Unos meses después, charlando con Perfecto Andrés Ibáñez, surgió, no recuerdo en qué contexto,
el nombre de Calamandrei y le referí la simpatía que me había transmitido de manera inmediata
aquella fotografía y la sorpresa que me había producido el que hubiera sido tantas cosas: mucho
más que un simple procesalista. Resultó que Perfecto, que era un gran admirador de Calamandrei
y un profundo conocedor de su obra, estaba entonces preparando la edición castellana de un texto
inédito del gran maestro italiano, recuperado hacía poco por su nieta, Silvia Calamandrei. El libro
se publicó en Marcial Pons, en 2009, lleva como título Fe en el Derecho y reproduce una
conferencia dictada por Calamandrei en Florencia, a comienzos de 1940. Ahora, tres años
después, la editorial Trotta publica otra obra de Calamandrei. Se trata de un texto literario,
Inventario de la casa de campo, perteneciente a la misma época que el anterior (son recuerdos de
infancia escritos entre 1939 y 1941), en una cuidada edición con traducción y prólogo de Perfecto
Andrés Ibáñez y xilografías de Pietro Parigi.
Fe en el Derecho es una apología de la ley y de la dogmática jurídica formulada (ya se ha dicho
que el texto permaneció inédito en vida de Calamandrei) en momentos particularmente dramáticos
de la historia de Italia. Contiene una brillante defensa del principio de legalidad al mostrar cómo los
rasgos de generalidad y de abstracción de la ley están ligados al valor de la certeza del Derecho,
pero también a la autonomía, a la igualdad y a la dignidad de las personas. Hay sin embargo
pasajes en los que el autor parece ir más allá y aproximarse al positivismo ideológico, a la tesis
que identifica sin más el Derecho (la legalidad) con la justicia o, mejor dicho, a la tesis de que el
Derecho, en la medida en que consista en leyes generales y abstractas dictadas por el poder
político (cualquiera que éste sea), debe ser obedecido. Ese riesgo parece estar presente, sobre
todo, en su configuración de la dogmática jurídica como una técnica interesada exclusivamente en
el cumplimiento y aplicación del Derecho, en la estricta defensa de la legalidad, con independencia
de su justicia o injusticia: “Que las leyes del Estado sean buenas o menos buenas, que estas leyes
merezcan una valoración política favorable o desfavorable, es una cuestión que, desde el punto de
vista de su técnica, no puede agobiar a los juristas. Su función (…) es sólo la de conocer y dar a
conocer las leyes, cumplirlas y hacerlas cumplir, cualquiera que sean. Dura lex sed lex.”(p. 95).
“Podría decirse que en él [en el lema “la ley es igual para todos”] se concentra toda la moralidad de
la dogmática jurídica. La importancia social, la misión humana de los juristas es, precisamente,
esta: hacer que las leyes, buenas o malas, se apliquen de manera igual a los casos iguales, sin
parcialidad, sin olvidos, sin favores.” (p. 101-102).
Cuando se lee la conferencia de Calamandrei con mirada iusfilosófica es casi inevitable
confrontarla con el famoso artículo de Gustav Radbruch en el que el jurista alemán apelaba a un
“Derecho supralegal” para defender la tesis de que las normas radicalmente injustas, de contenido
manifiestamente arbitrario, no pueden considerarse como Derecho válido y, por lo tanto, no
obligan: ni desde el punto de vista moral, ni desde el punto de vista jurídico. La “cláusula de
Radbruch”, como es obvio, apuntaba a determinadas leyes de la época nazi, ¿pero no habría que
incluir también dentro de su ámbito, por ejemplo, las leyes raciales de Mussolini de 1938 que
implicaban la discriminación por razón de raza (aunque se aplicaran de manera igual a los casos
iguales)? Radbruch, por cierto, era bien consciente del valor de la certeza y de la seguridad jurídica
y aceptaba que normalmente ellos debían prevalecer sobre la justicia sustantiva, pero señalaba un
límite para ello: los supuestos de extraordinaria injusticia de las leyes. ¿Por qué Calamandrei no?

"Fe en el Derecho es una apología de la ley y del Derecho formulada en momentos


particularmente difíciles de la historia de Italia. Contiene una brillante defensa del principio
de legalidad al mostrar cómo los rasgos de generalidad y de abstracción de la ley están
ligados al valor de la certeza del Derecho, pero también a la autonomía, a la igualdad y a la
dignidad de las personas"

Bueno, no creo que sea una pregunta que admita una respuesta rápida ni simple y seguramente
tengan alguna razón quienes ven cierta ambigüedad en el Calamandrei de esta época; en esos
años había aceptado también colaborar en la redacción del Código de procedimiento civil. Mi
impresión, con todo, es que las diferencias con una actitud como la de Radbruch se diluyen
bastante cuando se consideran las circunstancias concretas en que tuvo lugar esa conferencia. Era
un momento en el que el régimen fascista estaba en todo su esplendor (recuérdese que el artículo
de Radbruch se publicó después de terminada la guerra, en 1946) y en el que lo único que podía
hacer alguien en la posición de Calamandrei era optar por el mal menor. De hecho, el núcleo de su
exposición consistía en una contraposición entre dos “sistemas”: el sistema de la “formulación
legislativa” del Derecho, del que hace la apología (“apología atormentada” la llama Zagrebelski en
uno de los comentarios a la conferencia incluidos en la edición castellana); y el sistema de la
“formulación judicial”, del Derecho “caso por caso”, que Calamandrei identifica no con el tradicional
common law, sino con las ideas propugnadas por el movimiento en favor del “Derecho libre” que se
estaban aplicando en países como Rusia o Alemania (Calamandrei es explícitamente crítico al
respecto: también en relación con el Derecho alemán y con los juristas alemanes) y que llevaban,
entre otras cosas, a abolir la prohibición de la analogía en el Derecho penal o a sustituir el principio
de tipicidad por la apelación al “sano sentimiento del pueblo”. Lo que quizás podría objetársele a
Calamandrei es no haber hecho explícitos sus presupuestos, no haber mostrado con claridad que
afrontaba una situación trágica en la que la única opción plenamente legítima, la legalidad
democrática, era imposible de defender en una conferencia pública, de manera que –insisto- lo
único que tenía a su alcance (que se podía decir en aquellas circunstancias) era optar por el mal
menor. ¿Pero es esto, en realidad, algo merecedor de reproche? ¿Y no habrá sido precisamente
esa consciencia de vivir un momento trágico, y el sentimiento de pesar que trae consigo, lo que
explica que Calamandrei no diera nunca a la imprenta el texto de esa conferencia?

"Las experiencias infantiles relatadas apuntan en algún caso a lo que podría llamarse la
construcción de un carácter moral en sentido amplio lo que, obviamente, tiene también una
significación jurídica"

El otro es un libro muy distinto. Calamandrei lo escribió pensando en sus amigos y por ello hizo del
mismo una corta edición, de unos trescientos ejemplares, con ocasión de la navidad de 1941.
Perfecto Andrés Ibáñez lo describe así: “Inventario della casa di campagna es un relato
autobiográfico de muy alta calidad literaria. En él, el autor colecciona, o mejor atesora, con
delicadeza extraordinaria y, no obstante la delicadísima elaboración, singular autenticidad, un
ramillete de preciosas experiencias infantiles sobre las que se proyecta, nostálgica, la mirada del
adulto.”(p. 18-19). Y señala diversos planos que pueden encontrarse en la obra: la descripción de
la vida y la actividad de los campesinos con los que se relacionaba el autor y su familia en los
meses del veraneo; la recreación pictórica del paisaje toscano; y el plano del tiempo que, en
opinión de Andrés Ibáñez, sería “el otro protagonista esencial, omnipresente y difuso”: “Piero
Calamandrei adulto, en su interlocución con el chiquillo protagonista de las experiencias censadas,
se muestra añorante del que fue su tiempo de entonces, ‘cuando aún no había nacido esta lucha
lacerante entre la angustia consciente de la vida que se consume y el gusto despiadado por verla
arder hasta el final’” (p. 20). ¿Cabría encontrar, además de los anteriores, algún otro plano que
conecte con la vertiente jurídica de la personalidad de Calamandrei? Quizás sí, en cuanto las
experiencias infantiles allí relatadas apuntan en algún caso a lo que podría llamarse la construcción
de un carácter moral en sentido amplio lo que, obviamente, tiene también una significación
jurídica.
Ese, llamémosle así, “sentido de la justicia” está muy presente –con connotaciones un tanto
sombrías- en el desconsuelo del niño que va al bosque en busca de setas y no encuentra nada
porque otros han pasado por allí anteriormente y se lo han llevado todo. No se trataría ni de envidia
ni de maldad: “él se lo tomaba así –interpreta el adulto- no porque le desagradase que toda aquella
gente hubiese encontrado su parte de setas, sino porque le parecía injusto que hubieran cogido
todas, sin dejarle nada. Aquel niño creía que cuando la gente va al bosque con la cesta puede
pensar en la justicia y en los que irán después. Con estas ideas es mejor que aquel niño esté
muerto, pues de haber vivido no habría sido feliz” (p. 43). Tiene un tono más optimista y alegre
cuando narra un episodio que hace pensar en las dificultades que a veces pueden darse a la hora
de identificar un premio o una sanción y en la importancia de comprender que la motivación de la
conducta no se reduce a premios y castigos. En una época, su abuelo acostumbraba a darle un
vasito de agua de miel como premio después de la clase, pero a él le horrorizaba su sabor: “El
abuelo me la daba convencido de que me gustaba; yo, al ver la deferencia con que me la ofrecía,
estaba seguro de que de rechazarla le habría ofendido, y por eso me resignaba a meterla para
adentro, tragándola toda de un golpe para no sentir asco”. Y añade: “Ahora bien, no obstante el
terror a aquel premio, aprendí a escribir y a leer igualmente; no por el agua de miel, sino por una
cuestión de honor” (p. 84). También, claro está, aparece –ya en la adolescencia- el sentimiento de
justicia bajo forma de arrepentimiento por haber hurtado unas algarrobas en una tienda utilizando
al tío Domenico al que “por suerte o por desgracia para él, una brusca parada infantil del desarrollo
psíquico había dejado su espíritu en la feliz inocencia de la infancia”: “Volví a casa sin mirar hacia
atrás: caminaba lentamente para darme cierto aire y porque me temblaban las piernas. A mitad de
la escalera, en el descansillo donde había un banco(…)me esperaba el tío Domenico con la
algarroba robada en la mano. No nos dijimos ni una palabra siquiera; él estaba radiante, pero yo no
estaba contento. La dividimos por la mitad y allí mismo nos pusimos a comerla deprisa y con
ímpetu, para hacer desaparecer rápidamente el cuerpo del delito. Mas no pasaba por la garganta:
era corcho, era madera, pésima, repugnante, incomible. Desde entonces no he podido ver una
algarroba sin sentir náuseas” (p. 108). Hay también en el libro algunos episodios significativos de
la sensibilidad moral del niño Calamandrei frente a la crueldad infantil hacia los animales: aunque
se tratara de sapos, mariposas, cigarras o luciérnagas. Y del alivio que sentía, ya como adulto, por
no tener “sobre la conciencia alardes y remordimientos de cazador” (p. 142). Sobre esto último
refiere una anécdota que no puede ser más elocuente. En una ocasión su abuelo le había llevado
donde un vecino para ver un sistema bastante complicado que tenía para cazar pájaros. El vecino
le contó, divertido, que en una ocasión había caído en la trampa un halcón joven y que él había
decidido darle un “trato de favor”: “Lo agarré y, delicadamente, le cosí con hilo los dos ojos, luego
lo dejé volar; que aprendiese para otra vez…”. Y he aquí el comentario de Calamandrei, que podría
interpretarse en el sentido de que la justicia contiene siempre un ingrediente de retribución: “¿Qué
habrá aprendido en el cielo negro el halcón con los ojos cosidos, planeando en busca de un sol
que no salía nunca? Aquel buen señor no me lo explicó: ahora creo que la muerte le habrá cosido
los ojos a él, para que aprenda.” (p. 143).

"Piero Calamandrei ha sido más que un procesalista o que un jurista lo cual, pensándolo
bien, no tendría por qué resultar extraño. Al fin y al cabo, ¿no forma parte de la connotación
de "gran jurista" poseer intereses que van más allá del Derecho?"

Piero Calamandrei ha sido, como se ve, más que un procesalista o que un jurista lo cual,
pensándolo bien, no tendría por qué resultar extraño. Al fin y al cabo, ¿no forma parte de la
connotación de “gran jurista” poseer intereses que van más allá del Derecho? ¿Y se puede ser, en
general, un gran “lo que sea” sin rebasar de alguna manera el ámbito de ese “lo que sea”?

Resumen

En esta nota se comentan dos libros de Piero Calamandrei, traducidos recientemente al español,
que muestran la amplitud de intereses del gran procesalista italiano. El primero, "Fe en el
Derecho", recoge una conferencia pronunciada por Calamandrei en 1940, que es toda una
apología de la ley y de la dogmática jurídica; plantea el problema de si la elaboración doctrinal del
Derecho puede (debe) hacerse prescindiendo de cualquier idea de justicia sustantiva. El segundo,
"Inventario de la casa de campo" es un relato autobiográfico que da cuenta de una serie de
experiencias infantiles que apuntan, en algún caso, a lo que podría llamarse la construcción del
carácter moral -del sentido de la justicia- de Calamandrei.

Abstract

This note comments on two books written by Piero Calamandrei and recently translated into
Spanish, which prove the wide array of interests of this great Italian authority on adjective law. The
first book, Fede nel diritto [Faith in Law] brings us a lecture given by Calamandrei in 1940, which is
an apology of Law and legal doctrines; it raises the problem of whether legal doctrine should be
devised without any reference to substantive justice. The second book, “Inventario della casa di
campagna” [Inventory of the country house] is an autobiographical account of a series of childhood
experiences that, in some cases, point to what we could call the formation of the moral character
?the sense of justice? of Calamandrei.

Una lectura moral de la crisis


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante
Supongo que muchos lectores de periódicos en España han de pensar, como yo, que en las
viñetas de El Roto se encuentra la crítica más desgarrada y acertada de la situación de crisis en la
que vivimos desde hace años. En una de esas viñetas, de hace unas semanas, sobre un fondo de
escombros, aparece un rostro enfadado que exclama con indignación: ¡Es la moral, estúpido! Y
hace pocos días (en El País de 22 de junio), El Roto (o Andrés Rábago) se calificaba a sí mismo
de “dibujante satírico” y reivindicaba la “función social” de la sátira, “sin avergonzarse –según
precisaba el periodista autor de la crónica- del calificativo ‘moralista’, pues, afirmó [El Roto], ‘la
pérdida de la moral pública es precisamente lo que nos ha llevado a la situación actual’ No creo
que pueda afirmarse que la visión que El Roto transmite de la crisis (que la dimensión moral de la
misma es aún más relevante que la económica) la suscriba una mayoría de la opinión pública de
nuestro país. Pero, desde luego, tampoco constituye un punto de vista aislado. Hoy mismo, día 23
de junio, en una entrevista aparecida también en el diario El País, el futbolista Andrés Iniesta
afirma encontrarse muy feliz con su reciente paternidad, pero inmediatamente después de declarar
eso se siente obligado a “justificar” su estado de felicidad: “Digamos que no es el mejor momento
socialmente hablando pero, a nivel personal, me siento muy bien”. Y a la siguiente pregunta que le
hace el periodista: “¿Le afecta la crisis?”, su respuesta es como sigue: “Hombre, claro, no soy
ajeno a los problemas que hay a mi alrededor…Ves que el de la panadería del barrio ha de cerrar,
que han despedido a un amigo…La sociedad está perdiendo valores de una manera evidente.
Tienes una hija y te da miedo imaginar el mundo que les estamos dejando a los niños…Ya no es
solo el problema económico. Detrás de eso hay dramas personales que no puedes ignorar y que
me preocupan, claro que me preocupan“.

"El discurso 'serio' sobre la crisis no está trenzado con conceptos morales; es un discurso
que habla de cómo es el mundo y los hombres que lo habitan, no de cómo deberían ser uno
y otros"

Sin embargo, como decía, la manera más usual de enfocar (al menos, entre “expertos”) la situación
de crisis que estamos viviendo es, me parece, un tanto distinta, en el sentido de que no deja
mucho espacio para la moral, para el “sentimentalismo moral”. Desde luego, han de ser pocos
quienes guían su conducta estrictamente de acuerdo con el lema de que “el sufrimiento ajeno es
ajeno”. Aunque esos pocos (o muy pocos) parecen formar parte precisamente del grupo de los
más poderosos, de manera que su influencia en las medidas que se están tomando (en España y
fuera de España) en relación con la crisis no puede desdeñarse. No lo hace tampoco El Roto, y
recuerdo ahora otra viñeta suya en la que aparecía un paisaje urbano de mansiones opulentas,
con un pie de página en el que se podía leer algo así como: ¡Austeridad!, gritaban desde las
ventanas de sus palacios.
Pues bien, aunque un grado semejante de cinismo sólo está reservado para unos pocos
privilegiados, una opinión que, me parece, es muy frecuente encontrar (entre políticos y no
políticos) en los últimos tiempos podría resumirse así: el sufrimiento que está generando la crisis es
muy de lamentar, pero la salida de la situación no la vamos a encontrar a base de apelar a nobles
pero ingenuos sentimientos morales ligados –pongamos por caso- a una organización social
menos basada en los “valores” del individualismo que la del capitalismo contemporáneo, con
mucha menos desigualdad en cuanto a la distribución de la riqueza, y en la que el poder
económico y financiero esté efectivamente controlado por instituciones realmente democráticas.
Como cualquier oyente de tertulias radiofónicas habrá escuchado en muchísimas ocasiones,
introducir en la discusión invocaciones a la “solidaridad”, a la “igualdad”, a la “justicia”… vendría a
ser una forma de contaminar el análisis objetivo de la realidad (llevado a cabo –pongamos- desde
la economía, la política o el Derecho) con juicios subjetivos (opiniones morales) que no pasarían de
ser la expresión de las preferencias, de los juicios de valor que (“muy legítimamente”, se suele
subrayar), cada uno puede tener sobre cómo debería ser el mundo. En definitiva, el discurso serio
sobre la crisis –esto es lo que, me parece, viene a decir el tipo de opinión al que me estoy
refiriendo- no está trenzado con conceptos morales; es un discurso que habla de cómo es el
mundo y los hombres que lo habitan, no de cómo deberían ser uno y otros. Precisamente por ese
desprestigio que en muchos medios tiene la apelación a nociones morales es por lo que, como
veíamos al comienzo, El Roto mostraba su disposición a asumir la carga de ser tildado de
“moralista”: él, efectivamente, se refiere a cómo tendrían que ser las cosas, a la obscena diferencia
existente entre cómo son y cómo deberían (y podrían) ser.
¿Debemos entonces introducir o no consideraciones morales en el discurso de la crisis? O, mejor
dicho, ¿ayuda en algo traer a colación la moral (y los sentimientos y los valores morales) para
explicarnos la situación en la que vivimos y para adoptar medidas conducentes a superarla? Mi
opinión es que es imprescindible, a no ser que estemos dispuestos también a dejar de hablar de
responsabilidad en relación con la crisis. Pero si no es así, entonces parece claro que tenemos que
recurrir a nociones como la de “moral pública” o “valores sociales” para dar cuenta de los diversos
sentidos –más o menos emparentados entre sí- que usualmente atribuimos a la expresión
“responsabilidad”: como factor causal, como obligación derivada de un cierto cargo o papel social,
como capacidad y estado mental, como merecimiento de un juicio de reproche. Así, el deterioro de
la moral pública no sólo ha contribuido muy probablemente a generar la crisis económica (sería
uno de los factores “responsables” de la misma), sino que al eliminar –o debilitar- entre la población
los sentimientos morales de los que luego hablaré oscurece los conceptos de obligación y de juicio
de reproche, con lo que está contribuyendo también a dificultar que pueda encontrarse una salida a
la crisis.

"La pérdida de los valores sociales de carácter moral se debe a la creciente desigualdad de
nuestras sociedades que ha tenido lugar durante las últimas décadas"

Parece, en efecto, bastante razonable pensar, como algunos autores vienen señalando desde
hace ya tiempo, que la pérdida de los valores sociales de carácter moral se debe, sobre todo, a la
creciente desigualdad de nuestras sociedades -empezando, por supuesto, por las desigualdades
económicas- que ha tenido lugar durante las últimas décadas. Las desigualdades extremas y la
ideología del individualismo -que parece haberse impuesto por todas partes y que algo tiene que
ver con lo anterior- llevan de una manera casi diría “natural” a que deje de tener sentido hablar de
valores compartidos, de solidaridad social, y a que en su lugar se imponga, como meta que la
sociedad fija a quienes la integran, el éxito individual, el enriquecimiento personal, para cuyo logro
han dejado de existir los límites que antaño fijaban ciertas reglas de moralidad pública. En su
último libro, ¡Acabad ya con esta crisis! (Ed. Crítica, Barcelona, 2012, cap.5), Paul Krugman
sugiere una “flecha de causalidad” que iría de la desigualdad de ingresos a la crisis financiera,
pasando por la relajación de la norma social de “restricción por escándalo” (el principal límite hasta
entonces –hasta los años 80- en la fijación del sueldo de los altos ejecutivos), la desregulación
financiera y el fuerte incentivo que los dos factores anteriores suponen para realizar inversiones
arriesgadas e incurrir en todo tipo de actuaciones fraudulentas.
¿Y qué sentido tendría emitir un juicio de reproche moral contra alguien (contra los causantes –
responsables- de la crisis) si no tuviéramos clara cuál es la norma de moral pública infringida, el
deber moral que ha incumplido? ¿O acaso no hay más responsabilidad que la de carácter jurídico
y político? ¿No es incluso bastante razonable pensar que esos dos tipos de responsabilidad se
debilitan bastante si no podemos encontrarles una firme base moral? Pues bien, yo creo que en las
viñetas de El Roto y en las declaraciones de Iniesta afloran dos tipos de sentimientos morales, la
indignación y la compasión, que resulta urgente tomarse en serio. No son una expresión de
“sentimentalismo moral”, sino ingredientes fundamentales para que pueda existir una moral pública
y lo que podríamos llamar valores de la solidaridad. Y, por supuesto, no tienen nada de novedoso.
En el libro II de la Retórica de Aristóteles (Ed. Gredos –introducción, traducción y notas de Quintín
Racionero, Madrid, 1990), puede encontrarse una caracterización de esos dos sentimientos que
puede resultarnos de sorprendente actualidad. Aristóteles (que presenta aquí un estudio de las
pasiones en términos más bien descriptivos: lo que le interesa es cómo el orador puede valerse de
las pasiones del auditorio para lograr la persuasión) distingue la compasión y la indignación,
propias de un talante honesto, de la envidia, que sería un sentimiento destructivo y característico
de un “espíritu pequeño”. Por compasión entiende “un cierto pesar por la aparición de un mal
destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno
mismo o alguno de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo”. Señala
también que no sienten compasión los que se creen muy por encima de los demás, ni tampoco los
que están muy atemorizados, pues estos últimos “andan absortos en la preocupación de sus
propios daños”; mientras que compadecemos “a los que son semejantes a nosotros en edad,
costumbres, modo de ser, categoría o linaje”. La indignación, por el contrario, es el “pesar… que se
produce por los éxitos inmerecidos”, y a Aristóteles le parece un sentimiento tan adecuado que
“incluso a los dioses atribuimos indignación”. Podría suponerse –nos dice- que la naturaleza de la
indignación es muy próxima a la de la envidia, pero es justamente lo contrario: “porque la envidia
es ciertamente un pesar turbador y que concierne al éxito, pero no del que no lo merece, sino del
que es nuestro igual o semejante”. Y, en fin, el sentimiento de indignación sería propio de quien
posee lo que hoy llamamos “autoestima”: “esta es la razón de que los serviles, los inmorales y los
que no tienen ambiciones no sean propensos a la indignación, ya que nada hay que ellos crean
merecer”.
Una conclusión provisional de todo lo anterior. La recuperación de la moral pública (cuya pérdida
ha llevado a la situación actual de crisis) precisa del restablecimiento de sentimientos como la
compasión y la indignación que, en cierto modo, hacen posible el discurso moral y los juicios de
adscripción de responsabilidad. Pero todo ello presupone, al mismo tiempo, una sociedad de
iguales o, al menos, en la que se hayan eliminado las desigualdades extremas. Y,
lamentablemente, no parece que sea ese el camino que estamos tomando.

Abstract

To recover public morals, whose loss has taken us to the present crisis, we have to restore feelings
like compassion and indignation that enable moral discourse and accountability in the first place.
But to do so we need a society of equals or, at least, the suppression of extreme inequalities.
Unfortunately it seems this is not the solution we are opting for.

La autoridad y los límites del derecho


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Escrito por Manuel Atienza


Categoría: Revista 37 , Opinión

MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

¿Más allá de la ley?

El Derecho, obviamente, es un fenómeno autoritativo y ello quiere decir que, en su ámbito, los
argumentos de autoridad juegan un papel esencial: no es sólo que su uso (apropiado) no
constituya ninguna falacia, sino que los argumentos más fuertes que tienen a su disposición los
juristas prácticos son normalmente los que se basan en la autoridad (del legislador, de los jueces
superiores, etc.); es más, apartarse de la autoridad (no hacer caso de los argumentos de autoridad
que se aplican a la situación) es un serio motivo de crítica de la decisión de un órgano público e
incluso, en ciertos casos, puede constituir un delito.

"Al interpretar un texto, el jurista –el juez- debe procurar obtener la mayor satisfacción
posible de los valores y propósitos que caracterizan una determinada práctica jurídica"

Pero el Derecho no es sólo eso. Como escribió Jhering, al comienzo de La lucha por el Derecho,
“el Derecho es una idea práctica, es decir, indica un fin”, y a esa famosa fórmula habría que añadir
hoy –en el contexto de los Estados democráticos- que los fines del Derecho no están por completo
librados al arbitrio de las autoridades, ni son tampoco simplemente las “condiciones de vida de la
sociedad” de las que hablaba el gran iusfilósofo: existen ciertos valores, plasmados en derechos
fundamentales, que suponen un límite a lo establecido por cualquier autoridad (incluido, como es
obvio, el legislador). Esa doble naturaleza del Derecho (autoritativa y valorativa) es fundamental
para comprender el fenómeno de la interpretación. La existencia de textos autoritativos es lo que
hace que la interpretación tenga tanta importancia en el Derecho (a diferencia de lo que ocurre, por
ejemplo, en la moral); es lo que permite –digamos- contestar a la pregunta de por qué interpretar.
Pero la finalidad última de la interpretación, el para qué interpretar, se contesta de otra manera; al
interpretar un texto, el jurista –el juez- debe procurar obtener la mayor satisfacción posible de los
valores y propósitos que caracterizan una determinada práctica jurídica.

Las decisiones de la Audiencia Provincial de Navarra


Traigo esto a propósito de dos conocidas resoluciones procedentes de dos secciones de una
misma Audiencia Provincial, la de Navarra, que resolvieron de manera básicamente antagónica
dos recursos que planteaban una misma cuestión jurídica. Como se sabe, se trataba de un crédito
hipotecario suscrito con una entidad bancaria por una cantidad algo inferior al valor de tasación. Al
poco tiempo (como consecuencia de la crisis económica), el prestatario deja de pagar las cuotas,
se inicia un proceso hipotecario contra él y del mismo resulta que el banco se adjudica la casa,
pero por un precio muy inferior al de la tasación inicial y que no cubre toda la deuda. El banco
solicita entonces que se prosiga con la ejecución por la cantidad no cubierta por la subasta y el
juzgado de primera instancia lo deniega. Contra esta resolución, el banco interpone recurso ante la
Audiencia.

"El Derecho en su conjunto es aproximadamente justo, en el sentido de que la mayoría de


las normas constitucionales lo son y en el de que los jueces pueden, en la mayor parte de
las ocasiones, encontrar una respuesta justa y conforme al Derecho (correcta) a los casos
que han de decidir"

Pues bien, el que llega a la sección segunda resulta desestimado, esto es, la Audiencia confirma la
resolución del juzgado consistente en dar por saldada la deuda. A efectos de justificar su decisión,
la Sección examina dos posibles argumentos. Uno consiste en recurrir a la figura del abuso de
derecho (como lo había hecho el juzgado), pero en seguida lo descarta: “en definitiva, la ley
procesal permite a la parte ejecutante que se continúe la ejecución respecto de otros bienes del
ejecutado”. El otro argumento, el que le sirve para apoyar su decisión, es el siguiente. El banco
afirma que el valor real de la casa es inferior a la deuda reclamada. Para probarlo, la entidad
financiera había aportado una nueva tasación, pero la Audiencia no había aceptado ese
documento en un Auto “que no fue recurrido y por lo tanto es firme”. De manera que la Audiencia
(su sección segunda) considera que el valor de la casa es el que figura en la escritura del préstamo
con garantía hipotecaria: “no consta en las actuaciones otro valor de tasación de la finca”, y al
figurar en las cláusulas del contrato, ello constituye “un acto propio, del propio banco”. Hay además
un tercer argumento, pero al que la propia Audiencia atribuye un valor más bien moral que jurídico:
la situación no supone un abuso de derecho, pero es “moralmente rechazable” que el banco
alegue que ha habido una pérdida de valor de la finca, pues ello se habría debido a la crisis
económica motivada por “la mala gestión del sistema financiero”; no quiere decir ello –aclara el
auto de la Audiencia- que el banco en cuestión sea “el causante de la crisis económica”, pero no
puede desconocerse “su condición de entidad bancaria y por lo tanto integrante del sistema
financiero”.

"El concepto de autonomía – de independencia- judicial tiene un carácter funcional; el juez


no debe ser 'independiente' con respecto al Derecho, sino en relación con los 'factores
ajenos al Derecho mismo'"

El recurso que se interpuso ante la sección tercera tuvo una suerte bien distinta. Los magistrados
entendieron que se trataba de un caso claro y que debía resolverse en el sentido de anular el auto
del juzgado: argumentaron que había un artículo de la Ley de enjuiciamiento civil en el que el
supuesto tenía un “perfecto encaje” (el 579, en relación con el 1911 del Código civil) y eso hacía
que no pudiera aceptarse tampoco la figura del abuso de derecho; a favor de esto último citan
numerosas sentencias del Tribunal Supremo. Pero además (viene a ser el pendant del tercer
argumento de la otra sección), los jueces de esta sección tercera señalan que, dada la evidencia
del caso, “no alcanzan a comprenderse las razones por las cuales el Juez ‘a quo’ eludió la
aplicación (…) de la preceptiva mencionada”. De hecho, antes de la motivación propiamente dicha,
habían hecho una especie de declaración previa en la que señalaban lo siguiente: “[L]a Sala
considera oportuno recordar que el art. 117. 1 de la Constitución establece las notas que
conforman el estatuto esencial del Juez constitucional, cuando regula los requisitos básicos
atribuidos a todos quienes ejercen funciones jurisdiccionales tales como, entre otros, la
independencia y la sumisión a la ley; y es que el juez ha de estar sometido en el ejercicio de la
potestad jurisdiccional a las leyes aprobadas por los órganos legislativos, al conjunto del
ordenamiento jurídico, como expresión de la soberanía nacional(…) en razón y como contrapeso
de la independencia que adorna el ejercicio de su función de juzgar, debiendo tenerse muy en
cuenta que ésta, junto con la garantía de inamovilidad, no se atribuyen al juez en sí, sino
atendiendo a la función que el mismo desempeña al servicio de la sociedad, lo que se plasma en
esa libertad de enjuiciamiento propia de la independencia pero con el consiguiente sometimiento a
la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.

Autoridad del Derecho e independencia judicial


Cuando se habla de autoridades se suele distinguir entre autoridades teóricas y prácticas. La del
Derecho es, obviamente, una autoridad práctica, que plantea un complejo problema de
justificación. Reconocer la autoridad práctica de X significa reconocer que el hecho de que X, en
las circunstancias C, nos haya ordenado realizar H es una razón para, cuando se dan las
circunstancias C, realizar H. Y el problema de justificación se plantea porque el hecho de postergar
nuestro juicio al de otros parece significar renunciar a nuestra autonomía que es, precisamente, lo
que nos caracteriza como entes morales. ¿Está entonces justificado –moralmente justificado-
obedecer al Derecho?

"El valor moral fundamental que se protege con el principio de legalidad, con el rule of law
(la otra cara de la independencia judicial) no es otro que el de la autonomía de los
individuos"

No es, naturalmente, posible entrar aquí en detalles sobre esta clásica y espinosa cuestión, pero
yo creo que hay buenas razones para pensar que no puede justificarse la existencia de una
obligación general (de carácter moral) de obedecer al Derecho, aunque se trate de un Derecho
democrático; lo cual, por cierto, es compatible con reconocer que, por ejemplo, el Estado está
legitimado (sin tener por ello un derecho en sentido estricto, esto es, sin implicar tampoco, en el
otro lado de la relación, una obligación ) para establecer cierto tipo de directivas y usar la fuerza
para asegurar su cumplimiento. Esto, sin embargo, vale, en mi opinión, para los ciudadanos en
general, pero no para los jueces y los órganos públicos, respecto de los cuales, sí que parece
acertado hablar de una obligación general o cuasi-general de obedecer al Derecho, al menos en
relación con ciertos sistemas jurídicos.
Una de las razones para pensar así es que puede sostenerse que, en los Estados que llamamos
constitucionales, el Derecho en su conjunto es aproximadamente justo, en el sentido de que la
mayoría de las normas constitucionales lo son y en el de que los jueces pueden, si no siempre al
menos en la mayor parte de las ocasiones, encontrar una respuesta justa y conforme al Derecho
(correcta) a los casos que han de decidir. Dada además la función que ellos cumplen en el
mantenimiento de ese sistema aproximadamente justo, ello significa que la obligación moral de
aplicar su sistema jurídico puede alcanzar incluso a los supuestos en los que seguir el Derecho
puede llevar a algún apartamiento (siempre, claro, que no sea un apartamiento radical) de lo que
sería la solución perfectamente justa.

"Los jueces pueden ir más allá del Derecho, pero no pueden ir contra el Derecho, no pueden
sustituir el gobierno de las normas por el gobierno de los hombres"

Y otra razón (vinculada con esto último), es la manera como debe entenderse la autonomía –la
independencia- de los jueces; algo a lo que aludía la “declaración previa” de la sección tercera de
la Audiencia de Navarra. Pues, en efecto, la noción de autonomía, de juicio independiente, tiene un
significado muy diferente cuando se refiere a los individuos o cuando sus destinatarios son los
jueces. El concepto de autonomía – de independencia- judicial tiene un carácter funcional: lo que
se está protegiendo con ello no es la autonomía del juez como individuo, como persona moral, sino
–como dice el art. 1 del Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial- “el derecho [de los
ciudadanos] a ser juzgados con parámetros jurídicos, como forma de evitar la arbitrariedad y de
realizar los valores constitucionales y salvaguardar los derechos fundamentales”; el juez no debe
ser “independiente” con respecto al Derecho, sino en relación con los “factores ajenos al Derecho
mismo” (art. 2 del mismo Código). Precisamente, si los jueces pudiesen tomar sus decisiones
apartándose del Derecho, entonces faltaría un presupuesto necesario para que los individuos
puedan ser autónomos. Como recientemente ha señalado Francisco Laporta con particular
elocuencia , el valor moral fundamental que se protege con el principio de legalidad, con el rule of
1

law (la otra cara de la independencia judicial) no es otro que el de la autonomía de los individuos.

Entre el formalismo y el activismo judicial


Ahora bien, el que los jueces no puedan tomar sus decisiones apartándose de lo que establece el
Derecho (eso es lo que significa el principio de independencia) no supone, obviamente, que deban
considerarse esclavos de las palabras de la ley o que deban renunciar a jugar un rol activo en la
conformación del Derecho. Como dice el mismo Código de Ética Judicial (art. 40): “El juez debe
sentirse vinculado no sólo por el texto de las normas vigentes, sino también por las razones en las
que ellas se fundamentan”. Es decir, tanto por las reglas como por los principios. Y esto constituye,
precisamente, el principal antídoto frente al formalismo: los jueces no pueden desentenderse de los
valores jurídicos y deben, por ello, procurar hacer justicia por medio del Derecho. Pero tienen que
reconocer también que su poder (legítimo) para lograrlo es limitado y que, en consecuencia, hay
ocasiones en que no pueden tomar ciertas decisiones que estaría justificado tomar si fueran
simples ciudadanos y no desempeñaran el rol institucional que desempeñan. Esa necesidad de
auto-restricción es el principal antídoto frente al activismo. Los jueces deben, por lo tanto, evitar
tanto el formalismo como el activismo, precisamente porque deben conjugar la dimensión
autoritativa del Derecho con la valorativa. O, dicho todavía de otra manera, pueden ir más allá del
Derecho, en cuanto contribuyen a desarrollarlo aunque, naturalmente, no de cualquier manera,
sino según criterios de coherencia; pero no pueden ir contra el Derecho, no pueden sustituir el
gobierno de las normas por el gobierno de los hombres. Ni que decir tiene que este ejercicio de
equilibrio no siempre es fácil de lograr.

"El abuso de derecho es una técnica que podrían –deberían- utilizar los jueces para evitar,
algunos resultados que son manifiesta e insoportablemente injustos y que, en
consecuencia, producen en el prestatario 'un daño excesivo o anormal'. No se trata de
considerar como abuso de derecho cualquier supuesto"

Las decisiones de la Audiencia y el abuso de derecho


Volvamos entonces a los dos autos de la Audiencia de Navarra y tratemos de verlos, de
enjuiciarlos, a la luz de lo anterior.
La decisión tomada por la sección segunda viene a significar que, con la devolución al banco del
piso hipotecado, la deuda queda saldada, lo cual parece (le ha parecido a mucha gente) una
resolución justa: una forma, diríamos, más o menos equitativa de repartir el daño producido por la
crisis entre las entidades financieras y los particulares. ¿Pero está bien justificada –motivada
jurídicamente- por los jueces esa decisión? Me temo que no. El último de los argumentos –el que
apela a la moral- no pasa de ser un desahogo emocional, que no aporta fuerza alguna a la
decisión: si el banco –como reconoció la sección- no era culpable de la crisis, entonces no tiene
mucho sentido atribuirle una especie de responsabilidad objetiva por el hecho de pertenecer al
sistema financiero en su conjunto; pero además, lleva a una contradicción, pues presupone
precisamente lo contrario de lo que la sección parece haber aceptado para que pueda funcionar su
anterior argumento: que ha habido una pérdida de valor de la finca. Y es que el argumento central,
el segundo, constituye realmente una muestra de formalismo jurídico que se hace muy difícil de
aceptar: en lugar de buenas razones, el tribunal parece haber construido simplemente una ficción.
Y al basar en eso la decisión (en la ficción de que el valor de la casa es el que figuraba en la
escritura del préstamo con garantía hipotecaria), se hace además difícil o imposible que la ratio
decidendi de la resolución pueda servir para otros casos, pueda universalizarse: para impedirlo,
bastaría con probar que el valor de tasación de la casa ha cambiado.

"La racionalidad jurídica es limitada. Los límites no son caprichosos, sino que están al
servicio de valores de gran importancia"
¿Quiere ello decir que la solución jurídicamente correcta es la otra, la de la sección tercera? Tengo
algunas dudas al respecto. Yo creo que el tribunal hizo bien en subrayar la obligación del juez de
someterse al ordenamiento jurídico (a la autoridad) y el valor que eso implica. Pero no veo muy
claro que tuviera razón al descartar radicalmente, como también lo hizo la otra sección, que
pudiera aplicarse al caso la figura del abuso de derecho. Entendió que era así, fundamentalmente,
porque había un precepto claro que se aplicaba a la situación, pero esa circunstancia no excluye
que pueda hablarse de abuso de derecho, sino que constituye más bien un presupuesto para ello.
El abuso de derecho se plantea cuando existe un supuesto de laguna axiológica, un caso resuelto
por las reglas del sistema, pero de manera contraria a los principios, a las razones subyacentes a
las reglas. Como se sabe, es una figura introducida en nuestro Derecho por el Tribunal Supremo,
como una técnica para evitar –podríamos decir- que, en ciertos casos, el Derecho se distancie de
la justicia. Su forma de operar es ésta: una conducta que en principio (según una interpretación
puramente literal) estaría permitida (constituiría el ejercicio de un derecho) pasa a estar prohibida
(a considerarse abusiva) si hay buenas razones para pensar que actuar así no obedece a otra
finalidad que la de causar un daño a otro o en todo caso no obedece a ningún fin serio o legítimo, o
bien (aunque no exista esa intencionalidad) si produce un daño excesivo o anormal . 2

No estoy afirmando que en ese caso (o en el otro, en el resuelto por la sección segunda) se daban
esas circunstancias del abuso del derecho: o sea, que se podía hablar de un daño excesivo o
anormal. Y, desde luego, no creo que la figura de la dación en pago pueda introducirse en nuestro
Derecho a través de la jurisdicción; en el caso de que estuviera justificado hacerlo, la única vía
posible (que no cuestionaría la autoridad del Derecho) sería la legislativa. Lo que pretendo decir es
que el abuso de derecho es una técnica que podrían –deberían- utilizar los jueces para evitar, en
determinados supuestos de préstamos con garantía hipotecaria, algunos resultados que son
manifiesta e insoportablemente injustos y que, en consecuencia, producen en el prestatario “un
daño excesivo o anormal”. No se trata, por tanto, de considerar como abuso de derecho cualquier
supuesto en que se prosigue un proceso de ejecución hipotecaria después de que el banco
prestamista se ha quedado ya con el bien hipotecado, sino cuando se dan además una serie de
circunstancias adicionales (que justifiquen hablar de “daño excesivo o anormal”), y que los jueces
deberían determinar de manera razonable: esforzándose por dar sentido tanto a la dimensión
autoritativa como a la valorativa del Derecho . 3

La racionalidad jurídica –como todas las racionalidades- es limitada. Hay ocasiones en que esos
límites impiden que se pueda dar una solución plenamente justa a determinadas cuestiones. Pero
no debe olvidarse tampoco que esos límites no son caprichosos, sino que están al servicio de
valores de gran importancia. Y, por lo demás, dentro de esos límites, es mucho lo que la técnica
jurídica bien entendida, al servicio de la justicia, permite lograr a un buen jurista.
1
Francisco Laporta, El imperio de la ley. Una visión actual, Ed. Trotta, Madrid, 2007.
2
El abuso del derecho sería una de las figuras que integran lo que, en un libro
escrito con Juan Ruiz Manero, hemos llamado “ilícitos atípicos”: Manuel Atienza y
Juan Ruiz Manero, Ilícitos atípicos. Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y
la desviación de poder, Trotta, Madrid,
3
Me satisface comprobar que si –como espero- le he entendido bien, mi propuesta
está en la misma línea de lo sostenido por Segismundo Álvarez en su artículo “Las
ejecuciones hipotecarias en el contexto de la crisis”, publicado en el anterior
número de esta revista.
Abstract

Law is obviously an authoritative phenomenon which implies that, in its field, appeal to authority is
essential. Appropriate use of this kind of arguments is no fallacy as, usually, the strongest
arguments at disposal of lawyers appeal to the authority of legislators, judges, superiors, etc.
Disregard of applicable authoritative arguments is seriously criticized when it comes to decisions of
public institutions and, in some cases, it can even be considered an offense.
But Law is more than that. As Jhering wrote in his introduction to The Struggle for Law: “Law is a
practical idea which means it points to an end.” Nowadays, democratic States should add to this
famous formula that the ends pursued by law cannot be left to the discretion of the authorities as
they are not just the “social life conditions” the iusphilosopher referred to. There are certain values,
expressed in fundamental rights, that constitute a limit to whatever may have been established by
any authority whatsoever (including legislators). Law´s double nature (authoritative and valorative)
is essential to understand the phenomenon of interpretation. The mere existence of authoritative
texts gives a huge importance to interpretation in Law (unlike in morals, for example) because it
answers the question of why interpreting is necessary. But the aim of interpretation, the question of
what for, requires a different kind of answer. Anytime a jurist or a judge gives an interpretation he
must try to make as much as possible of the values and aims of a certain legal practice.

Dos cuestiones a propósito de la huelga


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Escrito por Manuel Atienza


Categoría: Revista 33 , Opinión

MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

REFORMA LABORAL

SOBRE LA HUELGA

La reciente “huelga general" del 29 de septiembre ha sido, como es lógico, objeto de muchas
reflexiones, análisis y disputas. En mi caso, hay dos cuestiones relacionadas con ese
acontecimiento que me resultan de particular interés: una, la más general, en cuanto ciudadano, y
la otra, de carácter más específico y técnico, en cuanto jurista y estudioso de una institución cuya
aplicación al caso de la huelga aparece como disputada: el abuso del derecho.

El papel de las huelgas y de los sindicatos en la sociedad postindustrial


La cuestión general se refiere al papel de las huelgas y de los sindicatos en lo que se ha llamado la
sociedad postindustrial. Como el lector sabe, sobre la pasada huelga ha habido distintas y
contrapuestas valoraciones. En términos generales cabría decir que los medios conservadores
(muy críticos con la convocatoria de huelga y con el papel de los sindicatos en general) la han
juzgado como un sonado fracaso. Por el contrario, los sindicatos convocantes (como era también
previsible) se han atribuido un gran éxito. Y lo que me parece más próximo a la realidad (a veces
es cierto que la verdad se encuentra en el término medio) es que no ha sido ni una cosa ni otra: ha
tenido una repercusión notable (y es posible que cumpla cierta función "preventiva"; parece que
hay acuerdo en pensar que no logrará que se echen atrás las medidas aprobadas por el Gobierno
contra las cuales se convocó) pero, desde luego, ha estado muy lejos de ser una huelga general.
Ahora bien, con independencia de lo que realmente haya pasado en ese día (y de sus posibles
consecuencias) la pregunta más de fondo a hacerse podría ser esta:¿es cierta la afirmación -
repetida una y otra vez por los políticos y medios de comunicación más conservadores- de que los
sindicatos no representan ya (los) intereses generales de la sociedad, que se han constituido más
bien en un obstáculo para el progreso social y que la convocatoria de la huelga era injustificada
porque lo que la gente quiere –y necesita- es trabajo y no la vuelta a planteamientos de" lucha de
clases" claramente periclitados?

"Sobre la pasada huelga ha habido distintas y contrapuestas valoraciones. En términos


generales cabría decir que los medios conservadores la han juzgado como un sonado
fracaso. Por el contrario, los sindicatos convocantes se han atribuido un gran éxito"

En El País del domingo 3 de octubre, Joaquín Estefanía hacia una observación que puede servir
como punto de partida: "La huelga del 29-S fue masiva en la industria e inexistente en los servicios,
provocando esa dualidad tan evidente (calles llenas de gente ajena al conflicto y fábricas yacías)"
que, sigue afirmando, contrasta claramente con "la mas célebre y masiva huelga general
contemporánea" (la del 14 de diciembre de 1988). La explicación (dejando a un lado las
singularidades de la convocatoria de esta huelga) vendría a ser, entonces, que el poder de los
sindicatos sigue siendo considerable en el sector industrial, pero no así en el de servicios, ni quizás
tampoco (cabría agregar) en relación con la gente desempleada. Ahora bien, ¿significa eso aceptar
que la huelga fue una técnica de movilización adecuada para las sociedades industriales clásicas,
pero que quizás haya dejado de serlo en las nuestras, en las post-industriales? Naturalmente que
no, aunque, desde luego, el significado que en un tiempo tuvieron las huelgas generales
probablemente sea ya irremediablemente cosa del pasado y, por supuesto, la huelga no sea el
único instrumento (y en ocasiones tampoco el más adecuado) para luchar por condiciones mas
dignas de trabajo. En realidad, es posible que la huelga y, sobre todo, la huelga general haya
perdido algo, o buena parte, de la funcionalidad que tuvo en otros tiempos, aunque personalmente
no me parece que eso sea en absoluto una buena noticia. Pero hay dos grandes cambios que han
ocurrido en las últimas décadas y que podrían explicar esa (relativa) decadencia.

La nueva organización del trabajo


Uno de esos cambios es la nueva organización del trabajo, como consecuencia de la revolución de
la información (la tercera revolución industrial), que parece llevar a una situación de desempleo
estructural, puesto que no tiene lugar exclusivamente en épocas de crisis. Como todo el mundo
sabe, en España la cifra de desempleo esta muy por encima de la media de los países europeos,
pero el desempleo no es un problema exclusivamente español, sino que afecta (en grados
distintos, pero siempre como un problema grave) a todas las sociedades tecnológicamente
avanzadas, y en todas las fases del ciclo económico. La explicación parece simple: las
innovaciones tecnológicas suponen un aumento de la productividad y, con ello, un aumento del
desempleo, puesto que cada vez se necesitan menos trabajadores para producir los bienes y
servicios requeridos. Como sostiene Jeremy Rifkin (El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra
puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Paidós, 2010), en el pasado, cuando las
nuevas tecnologías sustituían a los trabajadores de un determinado sector económico, aparecían
nuevos sectores que podían absorber a los trabajadores despedidos. Hoy, sin embargo, el único
sector aparentemente emergente es el relativo al conocimiento que, sin embargo, "no se espera
que absorba más que a una pequeña parte de los cientos de millones de seres humanos cuyos
puestos de trabajo quedarán eliminados en las próximas décadas" (p. 59). La alternativa sensata
parece que tendría que consistir en proceder a una nueva organización del trabajo (disminuir la
jornada laboral, repartir el trabajo, introducir el derecho universal a una renta básica, adelantar la
edad de jubilación, etc.), pero la lógica del mercado lo hace imposible; a lo que parece estar
llevándonos es, por el contrario, a una situación que el mismo Rifkin describe en términos de una
aguda polarización entre "una nueva elite cosmopolita de ‘analistas simbólicos’ que controla las
tecnologías y las fuerzas de producción, y el creciente grupo de trabajadores despedidos, con poca
esperanza y menores perspectivas de encontrar trabajos significativos en la nueva economía
global basada en las altas tecnologías" (p. 60). Pues bien, parece obvio que esa situación hace
más improbables las huelgas y, sobre todo, las huelgas generales, las que tienen una connotación
más política: los trabajadores de elite, con altísimos sueldos, no son muy proclives a ir a la huelga,
los que no trabajan, simplemente, no pueden ponerse en huelga y los que tienen empleos
precarios tratan desesperadamente de no perderlos.

"En España la cifra de desempleo esta muy por encima de la media de los países europeos,
pero el desempleo no es un problema exclusivamente español, sino que afecta a todas las
sociedades tecnológicamente avanzadas"

El individualismo como ideología


El segundo cambio es el triunfo arrollador del individualismo como ideología fundamental de las
sociedades capitalistas. Un fenómeno probablemente ligado al anterior (a la nueva organización
del trabajo) y que supone también un obstáculo formidable para la realización de acciones
colectivas como son las huelgas. Con lo de individualismo no me refiero a la idea de que el
individuo es el sujeto de la moral, razón por la cual tiene ciertos derechos fundamentales:
atribuibles a todos y cada uno de los individuos. Me refiero al hecho de que los individuos de
nuestras sociedades están cada vez mas aislados los unos de los otros, sin un proyecto común
que los una ni conciencia de compartir unos mismos intereses, lo que les lleva también a una
gestión estrictamente individual del conflicto. Ahora bien, lo que esta a la base del derecho de
huelga (de la actividad como tal de la huelga y de las razones para considerar la huelga como un
derecho fundamental) no es eso. Y no lo es tanto si se considera como un derecho del que son
titulares cada uno de los individuos, de los trabajadores (por eso sería fundamental), pero cuyo
ejercicio requiere de una acción colectiva y concertada. Como si se ve (lo que me parece más
adecuado: es lo que sostiene Manuel Palomeque en el libro colectivo coordinado por Antonio
Baylos, Estudios sobre la huelga, Ed. Bomarzo, Albacete, 2005) como un derecho complejo, en el
que hay que distinguir varios planos: habría así un conjunto de derechos y de facultades de
titularidad colectiva (convocatoria de la huelga, elección de la modalidad de huelga, adopción de
medidas de desarrollo de la huelga -como las acciones de piquetes informativos- desconvocatoria
o finalización de la huelga); y otra serie de derechos y facultades de los que es titular el trabajador
singular (la adhesión a una huelga, la participación en acciones de desarrollo de la misma, etc.).
De manera que lo que da sentido al derecho de huelga no es la consideración de los individuos
como mónadas aisladas, sino como agentes que persiguen propósitos comunes y están unidos
entre ellos por lazos de solidaridad. Cuando la única “salvación" que se vislumbra es la "individual",
el recurso a utilizar no es precisamente la huelga y, menos aún, la huelga general.

"Lo que da sentido al derecho de huelga no es la consideración de los individuos como


mónadas aisladas, sino como agentes que persiguen propósitos comunes y están unidos
entre ellos por lazos de solidaridad"

El abuso del derecho como ilícito atípico


Hace algunos años escribí con Juan Ruiz Manero un libro (Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero,
ilícitos atípicos. Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder; Ed. Trotta,
Madrid, 2000) en el que presentábamos el abuso del derecho como una de las figuras integrantes
de la categoría mas amplia de "ilicitos atípicos". La idea general venía a ser esta: los ilícitos (en su
sentido más amplio) son acciones contrarias a alguna norma de mandato (una norma que prohíbe
u obliga a realizar una acción). Pero las normas de mandato pueden , a su vez, ser reglas o bien
principios, y de ahí que existan dos tipos de ilícitos: los ilícitos típicos, que son acciones opuestas a
reglas de mandato; y los ilícitos atípicos, que son acciones opuestas a principios de mandato. Más
exactamente, los ilícitos atípicos son acciones que, prima facie, están permitidas por una regla,
pero que, una vez consideradas todas las circunstancias, deben considerarse prohibidas; y esto es
así por una necesidad de coherencia del sistema, para evitar lo que sería un formalismo extremo
en la aplicación del Derecho. En el caso del abuso del derecho, se parte de la existencia de una
regla que permite a un sujeto -en cuanto titular de un derecho subjetivo- realizar una acción; esa
acción supone un daño para otro, y no existe ninguna regla que prohíba causar ese daño; sin
embargo, el daño resulta injustificado, bien porque la acción no persigue ningún fin serio o legítimo,
o bien porque el daño es excesivo o anormal; en consecuencia, la acción va más allá del alcance
de los principios (subyacentes a las reglas), y de ahí la justificación de una nueva regla que
establece que la acción en cuestión (dadas esas circunstancias) esta prohibida.
En ese libro nos planteábamos también la posibilidad de trasladar la categoría del abuso del
derecho (surgida, como se sabe, en el ambito del Derecho patrimonial) al campo de los derechos
fundamentales y llegábamos a la conclusión de que esto era posible, al menos en relación con
algunos derechos fundamentales, entre los que se encontraba el derecho de huelga. Poníamos
como ejemplo una situación en la que un pequeño número de trabajadores en un sector
estratégico de la producción, y a efectos de lograr salarios muy superiores a los que reciben
trabajadores de cualificación similar, planteasen una huelga que supusiera un daño grave a la
economía del país.

Abuso del derecho y derecho de huelga


La regulación del derecho de huelga en España —como muchos articulistas han recordado en
estos días- es anómala e insatisfactoria. El derecho de huelga reconocido en la Constitución no ha
sido desarrollado mediante una ley orgánica (incumpliendo, durante mas de 30 años, el mandato
constitucional: un ejemplo notable de lo que Ferrajoli llama "laguna legislativa"), de manera que la
normativa básica aplicable sigue siendo hoy la contenida en un Real Decreto ley de 1977 (por
tanto, de época pre-constitucional), interpretado de acuerdo con una importante sentencia del
Tribunal Constitucional (11/1981) que resolvió un recurso de inconstitucional. El Real Decreto-ley
habla en algunos de sus artículos de "huelgas abusivas" y el Tribunal Constitucional (en su
sentencia interpretativa) ha aceptado que, efectivamente, el ejercicio del derecho de huelga puede
dar lugar a abusos por parte de los trabajadores : por ejemplo, puede suponer un límite
injustificado a la libertad personal del empresario o a la libertad de los trabajadores que no quieran
sumarse a la huelga, o puede tener una incidencia desproporcionada en relación con terceros
ajenos al conflicto. La argumentación descansa en la doctrina de que los derechos fundamentales
no son absolutos, sino que tienen límites provenientes de otros derechos fundamentales (con los
que pueden entrar en colisión) o con bienes constitucionalmente protegidos (aunque no sean
estrictamente derechos).

"El derecho de huelga reconocido en la Constitución no ha sido desarrollado mediante una


ley orgánica incumpliendo, durante mas de 30 años, el mandato constitucional, de manera
que la normativa básica aplicable sigue siendo hoy la contenida en un Real Decreto ley de
1977, de época pre-constitucional"

Como puede leerse en un interesante trabajo de Julia López (incluido en el mismo libro colectivo
antes mencionado), la mayoría (si no la unanimidad) de los laboralistas esta en contra de la
traslación de la figura del abuso del derecho al campo del derecho de huelga. Pero me parece que
las razones que dan para ello no son convincentes. No es cosa de entrar aquí en detalles, pero da
la impresión de que lo que les lleva a adoptar esa actitud es su temor a que la utilización de esa
figura (que supone atribuir a los jueces un papel decisivo: ellos serían los que, en ultimo término,
tendrían que decidir qué huelga es abusiva) suponga en la práctica un recorte (una limitación
indebida) del derecho de huelga. Ahora bien, me parece que con ello se están confundiendo dos
cuestiones distintas: Una es la de si la figura del abuso del derecho, entendida como categoría
general del Derecho (el que haya surgido en el Derecho patrimonial es un dato, a estos efectos,
contingente), se puede o no extender al campo del derecho de huelga; la respuesta, yo creo, es
claramente que sí, con independencia de que en la realidad existan muchos o pocos casos de
abuso. Y la otra cuestión es la de cómo debe usarse el abuso del derecho en relación con la
huelga, qué aplicación debe hacerse de esa figura.
Para contestar a esto último, es importante darse cuenta de que la función del abuso del derecho
es justificar el establecimiento de un límite: a un simple derecho o a un derecho fundamental. Y si
se trata de esto último, lo que habría que aplicar es un test de proporcionalidad que nos permita
ponderar cual es el peso relativo, por ejemplo, de las razones en favor del derecho de huelga, por
un lado, y de las provenientes del derecho a la autonomía de los empresarios, de la libertad de los
otros trabajadores para no ir a la huelga o de los derechos (o intereses) de terceros a no sufrir
determinados daños, por el otro; el abuso del derecho tendrá lugar cuando estas últimas razones
pesen más que las primeras.
Naturalmente, no hay ningún mecanismo, ninguna fórmula que, de manera automática, nos
permita realizar esa operación, pero sí algunos criterios que suelen seguir los tribunales y que se
han sistematizado en diversas teorías. Una de ellas -quizás la más conocida- es la de Robert
Alexy, elaborada precisamente en el ámbito de los derechos fundamentales y que, bien
interpretada, puede usarse para disipar las preocupaciones de los laboralistas (o de algunos de
ellos) en el sentido de que el origen iusprivatista del abuso del derecho lleva a dar una primacía a
los intereses individuales frente a los colectivos. Pues bien, no tiene por qué ser así. Uno de los
elementos fundamentales de la ponderación (la proporcionalidad en sentido estricto) es el “peso
abstracto" otorgado a cada uno de los derechos o de los bienes que entran en conflicto; y otro, el
grado de afectación de los mismos en cada caso concreto. De manera que, para evitar que la
balanza se incline en contra de los trabajadores huelguistas, lo que habría que hacer (y cabe hacer
justificadamente) es otorgar un gran peso abstracto al derecho de huelga, o defender que, dadas
las circunstancias de un determinado caso en que se plantea un posible abuso del derecho de
huelga, limitar una determinada facultad otorgada a los trabajadores, de las que forman ese
derecho complejo que es la huelga, supone un grado de afectación muy intenso a ese derecho.
Algunas conclusiones
No hay razones, por lo tanto, para oponerse a la utilización de la noción de abuso del derecho en el
campo del derecho de huelga, pero sí las hay para pensar que las situaciones reales de abuso del
derecho de huelga por parte de los trabajadores son, por lo general, pocas, y han sido también
pocas en la reciente huelga general. Aunque no pretenda valer como un argumento concluyente:
En EI País del pasado domingo se publicaba una encuesta según la cual el porcentaje de quienes
se habían visto forzados a hacer la huelga y el de los que se habían visto forzados a no hacerla (la
pregunta se dirigió a ciudadanos que actualmente tienen trabajo) era exactamente el mismo: el 7
por ciento; mientras que ascendía hasta el 84 por ciento el de quienes habían decidido libremente
hacer o no hacer la huelga, sin presión ni coacción alguna.

"La desigualdad y la marginación suponen indefectiblemente una disminución de la


cohesión social y de la confianza entre las personas y un aumento de la delincuencia, de las
enfermedades mentales, del fracaso escolar... de los "males sociales" que hacen que
nuestras vidas sean peores"

Lo que verdaderamente debería preocuparnos en relación con la huelga pasada son las
contestaciones a otras preguntas que aparecen también en esa encuesta: que el 57 por ciento
piensa que los sindicatos han salido debilitados tras esta huelga y que sólo el 42 por ciento de los
encuestados dice tener un trabajo. A lo que eso apunta es a una sociedad desequilibrada en
cuanto al poder de las diferentes ”fuerzas sociales" y una sociedad en la que las desigualdades y la
marginación serán cada vez mayores. Y esas son muy malas noticias para todos. Por supuesto, lo
son, especialmente, para aquellos a los que se les niega la posibilidad de una vida razonablemente
satisfactoria; el desempleo o la precariedad laboral impiden cualquier proyecto de desarrollo
personal. Pero lo son también para los privilegiados dotados de un sentido normal de la justicia y
de una mínima perspicacia: la desigualdad y la marginación suponen indefectiblemente una
disminución de la cohesión social y de la confianza entre las personas y un aumento de la
delincuencia, de las enfermedades mentales, del fracaso escolar... de los "males sociales" que
hacen que nuestras vidas, las de todos, sean peores. No está claro que vayamos a hacer algo para
evitarlo. Y menos aun con unos sindicatos débiles. Por supuesto, puede haber muchas razones
para criticar la actuación de los sindicatos. Pero si no ellos, ¿quiénes son los agentes que pueden
llevar a cabo la lucha contra los anteriores males?

Abstract

Recent “general strike” of September the 29th has logically been the object of reflection, analysis
and dispute. The author highlights two particularly interesting questions related to this event. The
first one is general and the author asks, as a citizen, what role strikes and labor unions might play in
post-industrial societies. The other one, more technical and specific, has attracted his interest as a
jurist and specialist in an institution whose application in case of strike has been challenged: abuse
of rights

El caso Gürtel y la objetividad del derecho


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

¿Pueden intervenirse las comunicaciones recluso/abogado?

Las escuchas de las comunicaciones carcelarias y el auto del Tribunal Superior de Justicia
de Madrid
Hace algunos días (el 25 de marzo) el Tribunal Superior de Justicia de Madrid dictó un auto en el
que anulaba, por considerarlas ilícitas, las escuchas de las comunicaciones carcelarias entre tres
imputados del caso Gürtel y sus abogados. La decisión, sin embargo, no fue unánime: uno de los
tres magistrados que componían la Sala discrepó del parecer de sus compañeros. Y por lo demás,
tanto el auto como el voto particular constituyen piezas argumentativas razonablemente bien
elaboradas aunque, como por desgracia suele ocurrir, innecesariamente largas: en total, unas 90
páginas que, con algún esfuerzo (sobre todo por parte del magistrado discrepante), podrían
haberse reducido a unas 20 ó 30, sin ninguna pérdida apreciable por parte del lector. Pues bien,
¿estaremos quizás en presencia de uno de esos supuestos de indeterminación del Derecho, o sea,
ante un caso difícil en el que hay dos respuestas igualmente bien fundamentadas, de manera que
no cabría decir exactamente que una es la correcta y la otra no, sino que una es la que prevalece
simplemente porque -según las reglas del sistema: por ser el parecer de la mayoría- se le atribuye
fuerza vinculante? Si fuera así, por cierto, ningún sentido tendría acusar de prevaricación al juez
Garzón por haber dictado los autos que autorizaban las anteriores escuchas.
A decir verdad, cuando leí la noticia en la prensa y, sobre todo, un artículo de Javier Pradera
(“Abogados bajo sospecha”, en El País de 31 de octubre), tuve la impresión de que la decisión
correcta podía ser la de la mayoría aunque, naturalmente, no por eso pensé que Garzón hubiese
prevaricado; en realidad, esta última suposición me parece simplemente ridícula y únicamente
explicable por motivos de los que suelen calificarse de “inconfesables”. Lo que venía a decir
Pradera es que, frente al conflicto planteado “entre bienes igualmente protegidos: de un lado, el
derecho a la confidencialidad de las comunicaciones entre imputados y letrados; de otro, el deber
de perseguir los delitos”, el primero de esos bienes parecía tener más peso: el derecho
fundamental al secreto de comunicaciones, unido al secreto profesional, al derecho de los
imputados a no declarar contra sí mismos y a no confesarse culpables ante el juez hacía que el
argumento del auto cobrara “una gran fuerza persuasiva”; mientras que el razonamiento del
magistrado discrepante (en favor del mayor peso del segundo de los bienes: facilitar la persecución
de los delitos) resultaba debilitado por “la ausencia de necesidad, proporcionalidad y motivación en
la medida, la naturaleza del delito y la remisión genérica a la lista de abogados espiables”. Sin
embargo, la lectura del auto y del voto particular me hicieron cambiar de opinión y me llevaron a
pensar que la tesis correcta era la del magistrado discrepante (que había sido también la del fiscal
y la del magistrado instructor que había ratificado los autos de Garzón). Lo cual, por cierto, no es
ningún argumento a favor de la indeterminación o falta de objetividad del Derecho, sino más bien a
favor de la tesis contraria: en ocasiones hay casos que nos parecen difíciles, sobre los que, en
principio, tenemos dudas razonables que, sin embargo, terminan por disiparse una vez que se ha
llevado a cabo un estudio cuidadoso del problema; o sea, que la verdad (o la corrección) sea difícil
de alcanzar y que no coincida con lo que, en principio, parece ser verdadero (o correcto), no quiere
decir que no exista, que no quepa hablar de objetividad.

"El TSJ de Madrid dictó un auto en el que anulaba, por considerarlas ilícitas, las escuchas
de las comunicaciones carcelarias entre tres imputados del caso Gürtel y sus abogados"

El error en el planteamiento de Pradera estriba, en mi opinión, en que ha interpretado que el auto


planteaba el problema como si se tratara de efectuar una ponderación. Y no es así. Lo que
sostiene la mayoría es que la norma que se aplica al caso es el art. 51.2 de la Ley General
Penitenciaria que establece que las comunicaciones de los internos con el abogado defensor no
pueden ser suspendidas o intervenidas “salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos
de terrorismo”. Estas dos últimas condiciones tienen (según el auto, que dice seguir en este punto
la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) carácter “acumulativo” (las dos son condiciones
necesarias para la intervención), de tal manera que, si no se trata de un supuesto de terrorismo
(como no se trataba en relación con los encausados por el caso Gürtel), nunca es posible intervenir
la comunicación entre un interno en un establecimiento penitenciario y su abogado defensor. No
estaríamos, pues, ante un supuesto de ponderación, sino de subsunción de un caso en el supuesto
de hecho de una regla específica, la del art. 51.2. Es cierto que el auto habla de ponderación, pero
se refiere a una cosa distinta: a la necesidad que tiene el juez de ponderar factores distintos a la
hora de ordenar la intervención. Dicho de otra manera, la ponderación, según la argumentación del
tribunal, tendría un lugar si se tratara de un supuesto de terrorismo, o bien si se tratara de
intervenir comunicaciones con sus abogados de personas acusadas de la comisión de algún delito,
pero que gocen de libertad. Es cierto también que el auto del tribunal, en su fundamento quinto,
efectúa una ponderación “especial” en relación con uno de los abogados, puesto que de él (pero
no de los restantes) el auto del juez Garzón autorizando la intervención de la comunicación había
hecho una mención “nominativa y específica”. Pero eso resulta contradictorio con la tesis (la “ratio
decidendi”) del auto, tal y como lo señala el magistrado discrepante, o, al menos, innecesario,
como acaban por reconocer los propios magistrados en el último párrafo de ese fundamento
jurídico (y después de varias páginas de argumentación ad cautelam): “Si fuera posible diferenciar
la intervención de comunicaciones referida a este Letrado de los demás genéricamente afectados,
lo que es difícil ante el contenido taxativo del artículo 51.2 LOGP, habría faltado además esa
especial ponderación de los intereses en juego”.

"Lo que sostiene la mayoría es que la norma que se aplica al caso es el art. 51.2 de la Ley
General Penitenciaria que establece que las comunicaciones de los internos con el abogado
defensor no pueden ser suspendidas o intervenidas 'salvo por orden de la autoridad judicial
y en los supuestos de terrorismo'"

Por qué es equivocada la decisión


Pues bien, la tesis del tribunal (la ratio decidendi del auto) es, yo creo, manifiestamente errónea.
En primer lugar, porque la interpretación que hace de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
es equivocada o, por lo menos, sumamente discutible. La sentencia del TC (183/1994, de 20 de
junio) debe interpretarse, razonablemente, en relación con una sentencia anterior (73/1983, de 30
de julio) en la que el TC había entendido que, en los casos de terrorismo, no era necesaria la
autorización judicial; o sea el TC habría cambiado, en 1994, su anterior criterio, y de ahí su
insistencia en el carácter acumulativo de ambas condiciones; pero no está diciendo que la
intervención de la comunicación, entre interno y abogado defensor, esté prohibida de manera
absoluta si no se trata de un delito de terrorismo: está diciendo que en los supuestos de escuchas
en delitos de terrorismo se necesita contar también con autorización judicial. En segundo lugar,
porque sostener esa prohibición absoluta lleva (como afirma el magistrado discrepante) a una
consecuencia absurda: a establecer una ”inmunidad absoluta no prevista en la ley” (fundamento
quinto) e imposible de justificar, al menos si se piensa (como es usual hacerlo) que, en nuestra
Constitución, en nuestro sistema jurídico, no existen derechos absolutos. Y en fin, si tuviera razón
el Tribunal Superior de Madrid, lo que ocurriría es que los acusados de un delito que estuviesen en
prisión estarían, en ese aspecto, en una situación de ventaja en relación con los acusados que
gozaran de libertad (el tribunal reconoce que las escuchas, fuera de la cárcel, serían, aunque
excepcionalmente, posibles en delitos que no fueran de terrorismo), lo que resulta verdaderamente
difícil de entender.

La ponderación en el caso concreto


Descartada entonces la tesis del Tribunal Superior de Madrid (que supone, insisto, excluir que este
caso deba resolverse ponderando esos dos bienes o conjuntos de bienes), cabe plantearse ahora
la pregunta de cuál tendría que haber sido, dadas todas las circunstancias del caso, el resultado de
la ponderación. Desde luego, la importancia del derecho a la defensa (por todos reconocida) hace
que resulte razonable aceptar que el mismo sólo pueda resultar limitado (y es obvio que la
intervención de las comunicaciones supone un límite) de manera excepcional; o sea, existiría una
especie de presunción a favor del derecho a la defensa, derivado del mayor peso abstracto de este
bien (en relación con el otro: la finalidad de perseguir y castigar los delitos). De ahí que para
justificar una intervención de la comunicación entre un acusado y su abogado defensor tenga
sentido establecer condiciones como las siguientes: que se haga por un bien, una finalidad, de
gran importancia; que sea mediante medidas adecuadas para obtener el fin, necesarias (que no
haya otra medida también conducente al fin pero que no lesione ese derecho o lo haga en menor
medida) y proporcionadas; y que todo ello esté debidamente motivado por el juez que ordene la
intervención. Y lo que ocurre es que todas esas circunstancias parecen darse en este caso: los
delitos por los que estaban acusados los internos revisten una gran gravedad (el magistrado
discrepante emplea muchas páginas -demasiadas- para ilustrar la necesidad de perseguir el
blanqueo de dinero); la medida parece idónea y necesaria, puesto que se trata de delitos de una
gran complejidad, de manera que no es fácil pensar en algún medio alternativo de parecida
eficacia y menor lesividad; la proporcionalidad se advierte en que el magistrado que autoriza las
escuchas establece también medidas para asegurar que se afecte en la menor medida posible el
derecho a la defensa: en el tercer auto (de 27 de marzo de 2009) el magistrado acuerda
“excluir…las transcripciones de las conversaciones mantenidas entre los imputados… y sus
letrados y que se refieren en exclusiva a estrategias de defensa”; y la motivación de los autos
parece también haber sido suficiente si se acepta (como hace el Tribunal Superior de Madrid:
fundamento quinto) que las razones que se contienen en la orden de intervención deben integrarse
“con los propios datos objetivos obrantes en la causa antes de dictarse la resolución” y, en
consecuencia, se toma en consideración el dato (al que el magistrado discrepante se refiere una y
otra vez, pero que es silenciado por la mayoría del tribunal) de que dos de los tres abogados
defensores habían sido imputados con anterioridad por hechos relacionados con los delitos de los
que eran acusados sus defendidos.

"Para justificar una intervención de la comunicación entre un acusado y su abogado


defensor tiene sentido establecer condiciones: que se haga por un bien de gran
importancia; que sea mediante medidas adecuadas para obtener el fin, necesarias y
proporcionadas; y que todo ello esté debidamente motivado por el juez"

Indeterminación del Derecho y ponderación


Hablaba al principio de la indeterminación del Derecho, pues los casos de ponderación son
precisamente aquellos en los que parece más difícil hablar de objetividad. Muchos juristas (quizás,
sobre todo, juristas teóricos) ven por ello con prevención la utilización de un “método” que,
consideran, no es otra cosa que un subterfugio, un manto retórico con el que recubrir la
arbitrariedad que necesariamente implica una operación de ese tipo. Ahora bien, por un lado,
parece difícil negar la necesidad de acudir a ese procedimiento en aquellos supuestos en que un
caso no puede ser resuelto mediante la simple aplicación de reglas específicas del sistema: esto
puede tener lugar porque se trata de un caso no regulado (por las reglas), de un caso regulado
insatisfactoriamente o de un caso (probablemente, una combinación de los dos supuestos
anteriores) con respecto a cuya regulación (siempre en el nivel de las reglas) existen dudas
razonables (o sea, no está claro si el caso está o no regulado). Esto último es lo que aquí ocurriría:
además del art. 51.2 de la Ley Orgánica General Penitenciaria al que antes se hizo referencia,
existe otro artículo (el 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) que, aunque de manera genérica,
autorizaría la intervención de comunicaciones entre el acusado y su abogado defensor: el Tribunal
Superior de Madrid descartó que este último artículo fuera aplicable al caso, a diferencia de lo
sostenido por el magistrado discrepante o por el fiscal: la tesis del fiscal al respecto parece, por
cierto, cuando menos plausible: considerar que el art. 51.2 de la LOGP se refiere a medidas de
régimen penitenciario, mientras que el art. 579 LECrim tendría como ámbito de aplicación las
medidas de investigación adoptadas en un procedimiento penal.

"Existen dos principios aplicables, cada uno de los cuales lleva a una conclusión
incompatible con la del otro: el de la protección del derecho a la defensa, a invalidar la
intervención; el de hacer posible la persecución de los delitos, a considerarla válida"

Por otro lado, la ponderación puede y debe verse, en mi opinión, como un procedimiento racional
aunque, naturalmente, se trate de una racionalidad limitada. Simplificando mucho las cosas, se
trataría de un razonamiento cuya primera premisa establece que, en relación con un determinado
caso (por alguna de las razones que se acaban de señalar) existen dos principios aplicables, cada
uno de los cuales lleva a una conclusión incompatible con la del otro: el de la protección del
derecho a la defensa, a invalidar la intervención; el de hacer posible la persecución de los delitos, a
considerarla válida. La segunda premisa señala que, en relación con ese caso, y dadas
determinadas circunstancias, tal principio prevalece sobre tal otro. Este último juicio no es, por lo
demás, arbitrario. Robert Alexy (en diversos escritos sumamente influyentes) ha mostrado
convincentemente que el mismo depende esencialmente de estos tres factores: el grado de
afectación de cada uno de los principios en el caso concreto; el peso abstracto que se asigne a los
principios relevantes; y la seguridad que se pueda tener en relación con las apreciaciones
empíricas que se refieren a la afectación que la medida examinada en el caso concreto proyecta
sobre los principios relevantes. La conclusión del razonamiento es una regla que empareja las
circunstancias antes mencionadas con la consecuencia jurídica del principio prevalente. En nuestro
ejemplo (aproximadamente): si se trata de investigar un delito grave, no hay otra medida disponible
de parecida eficacia, se previene en lo posible el derecho a la defensa, hay razones objetivas para
pensar que los abogados defensores pueden contribuir a ocultar pruebas o a colaborar en la
comisión de delitos y la orden judicial que autoriza la intervención está razonablemente motivada,
entonces la intervención de la comunicación entre un interno en un establecimiento penitenciario y
su abogado es lícita y, en consecuencia, válida. El test de racionalidad básico consiste en que esa
regla (la ratio decidendi del caso) resulte aceptable (o sea, pueda verse como universalizable,
coherente con los valores del ordenamiento y capaz de producir consecuencias sociales positivas),
lo que, en mi opinión, ocurre con la tesis del magistrado discrepante (del fiscal y del magistrado
instructor). Y lo que no ocurre con la ratio decidendi de la decisión de la mayoría: sostener que,
salvo que se trate de un delito de terrorismo, nunca es lícito intervenir las conversaciones entre un
interno y su abogado defensor parece claramente una regla no universalizable, que atenta contra
valores básicos del ordenamiento (entre otros, el principio de igualdad) y con consecuencias
sociales verdaderamente inasumibles: favorecer la impunidad para cierto tipo de delitos.
Todo lo cual confirma, una vez más que, cuando se maneja adecuadamente, el Derecho de una
sociedad democrática lleva, casi siempre, a una sola respuesta correcta que es, además, la que el
sentido común dicta.

Abstract

This article comments on the writ of the Supreme Court of Madrid that annulled the electronic
eavesdropping of the communications among three suspects of the Gürtel case and their counsels
for the defence. The author explains why in his opinion this decision –not based on a weighting of
the assets, but on a subsumption of facts under de facto assumption of a section of the Spanish
General Penitentiary Law– is wrong. He defends that a weighting that bears in mind all the
elements of the case should lead to the opposite solution, as the judge that dissented from the
majority adduced. Finally, he ends with an explanation about why weighting is, in certain cases, a
necessary argumentative procedure to which we should as well apply the rules of juridical
rationality.

Libertad de información y ponderación


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

Libertad de expresión

La condena a los periodistas de la cadena Ser y sus críticos


En los últimos días se ha comentado con profusión (y, en general, en sentido crítico) la sentencia
de un juez de lo penal de Madrid que condenó, por “revelación de secretos”, a un año y nueve
meses, más otra serie de penas accesorias, a dos periodistas de la cadena SER que habían
publicado en la página web de la emisora una lista de militantes del Partido Popular que se afiliaron
irregularmente (o sea, sin seguir los procedimientos estatutarios) a ese partido. Esa afiliación
estaba ligada a un proceso de luchas internas en el PP y tenía también alguna conexión con un
escándalo urbanístico.
Una de las críticas más duras que he leído es la dirigida por Juan Luis Cebrián, en El País de 10
de enero. Tras algunas consideraciones algo maliciosas sobre la carrera del juez (que había
accedido a su cargo desde su anterior condición de secretario judicial), y sobre la “pésima calidad”
de la sentencia (que no merece “respeto alguno” desde ningún punto de vista: legal, político o
gramatical), Cebrián considera que las deficiencias jurídicas del documento en cuestión se deben a
estas tres circunstancias: a) no tiene en cuenta “la prevalencia constitucional del derecho a
informar sobre el de protección de la vida privada, cuando se trata de noticias relevantes y de
interés general”; b) a dichos efectos se desprecia “la veracidad de la noticia y la eficacia profesional
con que fue elaborada”; y c) “se establece el peculiar criterio de que las informaciones a través de
Internet no merecen la protección prevista en el art. 20 de nuestra Constitución, pues no se trata de
un medio de comunicación social, sino universal”. En opinión de Cebrián, la sentencia es un
“despropósito”, una “agresión a la convivencia democrática”, pues pretende mandar a la cárcel y
tratar como delincuentes a dos personas “por cumplir con sus obligaciones como ciudadanos y
como periodistas, y por rendir así un servicio valioso a la sociedad”.

"El derecho a la información de un periodista no prevalece siempre, necesariamente, frente


al derecho a la vida privada; puede haber circunstancias en las que no sea así"

Yo creo que Cebrián (a pesar de su tono descalificatorio un tanto excesivo) tiene básicamente
razón al criticar la sentencia. Pero hay varios extremos en su planteamiento que habría que
matizar. Uno es que el derecho a la información de un periodista, con tal de que se trate de noticias
veraces y con relevancia pública, no prevalece siempre, necesariamente, frente al derecho a la
vida privada; puede haber circunstancias en las que no sea así. Otro se refiere a la afirmación del
juez en relación con Internet. Es cierto que se trata de una afirmación sin mucho sentido; yo diría
incluso que es conceptualmente errónea, puesto que “universal”, simplemente, no se contrapone a
“social”. Pero la verdad es que, leyendo la sentencia, uno se da cuenta de que ese es un
argumento (si realmente lo es) al que el propio juez atribuye poco peso; podríamos decir: es una
premisa prescindible de su argumentación. Y un último extremo concierne a algo que Cebrián (y,
por lo que yo recuerdo, en general, los periodistas del grupo de medios al que pertenece la SER)
omite pero que, sin embargo, es probablemente el argumento de más peso (junto con la
interpretación que el juez hace de la intimidad en relación con el dato de pertenecer a un partido
político) de los que aparecen en la sentencia para condenar a los periodistas; me refiero a la
insistencia del juez de que para dar la información (a la que reconoce relevancia social y
veracidad) no era necesario haber publicado esa lista de nombres.

Ponderación y derrotabilidad en el razonamiento jurídico


El caso a resolver integra –cabría decir- un problema de ponderación, aunque el juez no lo haya
planteado formalmente así. O, mejor dicho, no exactamente. Normalmente, suele decirse que la
justificación de una decisión judicial, en lo esencial, consiste en un proceso de subsunción, si, para
el caso en cuestión, se puede partir de una regla, o sea, de una pauta específica de conducta, bajo
la cual (bajo cuyo supuesto de hecho) se subsumen los hechos concretos del caso. Mientras que
tiene que procederse a una ponderación cuando el juez no tiene a su disposición una regla, sino
principios; dicho de manera más exacta, el juez tiene que transformar esos principios en una regla
(en eso consiste la ponderación) y, una vez obtenida la regla, podrá proceder ya a la subsunción.
Pues bien, la sentencia utiliza, en primer lugar, un procedimiento argumentativo subsuntivo:
comienza por establecer como probado el hecho de que los periodistas (a los que siempre califica
de “acusados”) cedieron a la sociedad Ser.com ciertos datos sin contar con la autorización de los
afectados, y concluye (al cabo de algunas páginas –demasiadas- de lectura ciertamente farragosa)
que esa conducta cae dentro del art. 197.2 (descubrimiento y desvelación de secretos); incluso que
integra un tipo agravado (el 197.5), al haber revelado datos “referentes a la ideología”, o sea, a la
afiliación a un partido político. En segundo lugar, una vez dado ese primer paso, a efectos de
resolver si el haber obrado los periodistas en el ejercicio legítimo de un derecho puede
considerarse como una eximente, es cuando la argumentación del juez adopta la forma de una
ponderación.

"Suele decirse que la justificación de una decisión judicial consiste en un proceso de


subsunción, si, para el caso en cuestión, se puede partir de una regla, de una pauta
específica de conducta, bajo la cual se subsumen los hechos concretos del caso"

Es interesante hacer notar que, si se quisiera reconstruir la sentencia desde un punto de vista
lógico (o, si se prefiere, desde el punto de vista del contexto de justificación), la argumentación del
juez de nuestro caso tendría un carácter básicamente ponderativo: la clave de la misma es que,
como resultado de la ponderación que el juez efectúa, los hechos no integran un supuesto de
eximente completa (sino sólo incompleta), de manera que se condena en aplicación del referido
artículo 197, 2 y 5. Dicho de otra manera, la ponderación es (lógicamente) previa a la subsunción;
condición necesaria para efectuar la subsunción como él lo hace. Pero desde un punto de vista
“narrativo” (o del contexto de descubrimiento ), las cosas se presentan de manera distinta. Cuando
1

el juez empieza a efectuar la ponderación (en el fundamento cuarto titulado “circunstancias


modificativas de la responsabilidad criminal”, y después del fundamento segundo, “calificación
jurídica de los hechos”, y tercero, “autoría o participación”), el lector ha llegado ya a la conclusión
(inducido obviamente por la manera cómo el juez plantea la motivación) de que los hechos en
cuestión (según lo argumentado por el juez) son delictivos. Diríamos que habría algún tipo de
contradicción (aunque no fuera estrictamente lógica) en haber realizado un esfuerzo
(argumentativamente) tan considerable para concluir que se ha satisfecho el tipo respectivo, y
luego concluir que concurre, no obstante, una eximente completa, de manera que los hechos, al fin
y al cabo, no serían punibles.
Nos encontramos aquí, por cierto, con una cuestión de gran interés desde el punto de vista teórico
y que consiste en lo siguiente. En los últimos tiempos, los teóricos del Derecho y de la
argumentación han prestado gran atención a la cuestión de la “derrotabilidad”. Lo que quiere
decirse con ello, es lo siguiente. El concepto clásico de deducción o inferencia lógica implica la
nota de monotonía, es decir, si a partir de una determinada premisa se infiere una conclusión,
entonces esa conclusión puede seguir infiriéndose, aunque sigamos añadiendo cualquier otra
premisa. Por ejemplo, de las premisas “si alguien muere sin dejar testamento y tiene como único
familiar un nieto, entonces este último es el heredero universal del primero” y “A ha fallecido sin
dejar testamento y tiene como único familiar a su nieto B”, se infiere la conclusión: “B es el
heredero universal de A”. Y a esa misma conclusión sigue llegándose deductivamente si a las
anteriores premisas se le agregase esta otra: “B es notario de Madrid” (lo que aceptaríamos
cómodamente); o bien (y esto ya si que lo consideraríamos problemático, antiintuitivo): “B es el
asesino de A”; o sea, no pensaríamos que, si aceptáramos esta última premisa, podríamos seguir
aceptando también la conclusión. Dicho de otra manera, el razonamiento jurídico (como, en
general, el razonamiento de la vida ordinaria) parece ser no monótono, esto es, nuestras
conclusiones se van (o pueden irse) modificando a medida que agregamos información (premisas).
Pues bien, una manera de evitar ese resultado indeseable (o, si se quiere, de dar cuenta de ese
rasgo de no monotonía), consiste en tratar las premisas (lo que aquí nos interesa: la premisa
normativa) como si fueran ellas mismas derrotables, esto es, revisables. La idea es que una norma
jurídica (o, por lo menos, algunas de ellas) llevarían siempre consigo una especie de cláusula de
“a no ser que...”. Por ejemplo, la norma penal que castiga la desvelación de secretos no habría que
formularla exactamente como aparece en el art. 197.2 y 5 del Código penal: “ El que, sin estar
autorizado, se apodere, utilice o modifique, en perjuicio de tercero, datos reservados de carácter
personal que revelen la ideología de otro, que se hallen registrados en ficheros o soportes
informáticos, electrónicos o telemáticos, o en cualquier otro tipo de archivo o registro público o
privado, será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro
meses, en su mitad superior” . Su enunciado exacto sería: “El que...a no ser que (por ejemplo, y
2

entre otras cosas) concurra la eximente de ejercicio legítimo de un derecho”.


Pues bien, el interés teórico al que antes me refería consiste en comprobar que la teoría clásica del
delito, o sea, el concepto de delito como acción típica, antijurídica, culpable y punible es, en cierto
modo, una manera de dar cuenta, de institucionalizar, ese rasgo de no monotonía del
razonamiento jurídico (penal). Precisamente por eso, el esquema resulta de gran utilidad para
quien tiene que argumentar (como abogado defensor, como fiscal, como juez) en ese contexto.
Pero es muy importante ser consciente de que una cosa es la formulación que uno puede
encontrarse en el Código penal (el mencionado art. 197.2 y 5) y otra la premisa acabada de un
razonamiento (por ejemplo, del silogismo judicial) que, al menos en los casos de alguna
complejidad, exige una operación (que puede ser muy ardua) de manejo –interpretativo- de los
textos. Podríamos decir, como conclusión de todo lo anterior, que, en contra de lo que parece
pensar el juez de nuestro caso, la norma, la premisa mayor, de su razonamiento no se encuentra
sin más en el artículo 197 que él esgrime. O, si se quiere, la interpretación adecuada de ese
artículo exigía un ejercicio (previo) de ponderación.
"Un problema de ponderación supone que, para resolver un determinado caso, existen dos
(o más) principios que tiran en direcciones opuestas"

Un problema de ponderación entre la libertad de información y el derecho a la intimidad


Un problema de ponderación supone que, para resolver un determinado caso, existen dos (o más)
principios que tiran en direcciones opuestas. Así, en relación con el de los dos periodistas de la
cadena Ser, estaríamos frente a un supuesto en el que, en principio, se llegaría a una conclusión
distinta (opuesta) si se entendiera que lo que ha de prevalecer es el derecho a la libertad de
expresión, o bien el derecho a la protección de la intimidad (y, en concreto, de los datos
personales). A favor de cada uno de esos principios, pueden aducirse –se han aducido- razones de
cierto peso, de acuerdo con las circunstancias del caso (o sea, aparte de las razones de tipo
general existentes para considerar que la libertad de expresión y la intimidad son bienes valiosos).
Así, en favor del primero, como se ha dicho, obrarían fundamentalmente: a) el interés general -la
relevancia- de la información, y b) su veracidad. Y, en favor del segundo (de acuerdo con la
sentencia), las tres siguientes consideraciones: a’) Internet no es un medio de comunicación social,
sino universal (fundamento de Derecho tercero), b’) “revelar la afiliación a un determinado partido
político afecta a la intimidad más estricta de toda persona al tratarse de un dato de absoluta
privacidad” (fundamento de Derecho segundo, apdo V), y c’) la información facilitada (la lista de
3

nombres) pudo ser necesaria para la confección de la noticia, pero lo que no era necesario era
difundirla (fundamento jurídico cuarto).

"Si el juez hubiese hecho bien la ponderación, se habría dado cuenta de que lo que tendría
que haber hecho prevalecer en su resolución era la libertad de expresión"

Pues bien, el juez se equivocó al decantarse a favor del derecho a la intimidad, porque efectuó mal
esa ponderación, o sea, atribuyó a estos tres últimos factores un peso que, realmente, no tienen.
Lo de que Internet no es un medio de comunicación social no es –como se ha dicho- una
afirmación atendible y, por tanto, no cabe atribuirle ningún peso. Tampoco parece aceptable que el
dato de estar afiliado a un partido político forme parte del núcleo duro de la intimidad: los partidos
políticos son, precisamente, instrumentos para la participación en la vida pública; en ese sentido,
una información a ese respecto tiene un carácter muy distinto, por ejemplo, a una referida al
padecimiento de una enfermedad, como el SIDA, que, efectivamente, sí habría que considerar que
forma parte de ese núcleo duro; así es que, en caso de atribuirle a b’) algún peso, éste tendría que
ser mínimo. Y, en fin, dado que el dato en cuestión no forma parte de tal núcleo duro (unido al
hecho de que la información era relevante y veraz), la consideración de si su divulgación tenía o no
carácter necesario no puede hacerse en términos muy estrictos; quiero decir, basta con considerar
que esa divulgación no fue completamente gratuita (y los hechos del caso hacen pensar que,
efectivamente, no lo fue), para llegar a la conclusión de que estaba justificado hacerla; de manera
que, también en relación con c’), su peso o es inexistente o es mínimo. En definitiva, si el juez
hubiese hecho bien la ponderación, se habría dado cuenta de que lo que tendría que haber hecho
prevalecer en su resolución era la libertad de expresión.
Para seguir con el esquema anterior. La ponderación correcta supondría que el juez construye,
como premisa de su razonamiento, una norma (lo que antes he llamado la “premisa acabada de su
razonamiento”) que aproximadamente podría formularse así: “si un periodista 1) revela datos
relativos a la pertenencia de alguien a un partido político, 2) la información es socialmente
relevante, 3) veraz, 4) se difunde a través de Internet y 5) no puede entenderse como
absolutamente gratuita, entonces esa conducta no puede considerarse como de “desvelación de
secretos” a efectos del art.197 del Código penal”. Es lo que suele llamarse la “ratio decidendi” de
un caso y que podrá, en ciertas circunstancias, tener valor de precedente.

¿Qué concepción del Derecho?


Me parece que una de las circunstancias que pueden haber llevado al juez a equivocarse es no
haber percibido la diferencia existente entre el caso que tuvo que decidir y otro anterior (resuelto
por el Tribunal Supremo en 1999, y al que la sentencia se refiere en el fundamento cuarto) en el
que se condenó a un periodista que publicó en un determinado diario que dos internos en un
Centro Penitenciario, de los que reveló sus nombres y apellidos, tenían el SIDA y trabajaban en la
cocina. Es, sin duda, un ejemplo que sirve para darse cuenta de que Cebrián (y quienes piensan
como él) yerran al creer que basta con que una noticia sea relevante y veraz para considerar que,
en nombre de la libertad de información, está justificada su difusión. Pero, como se ha dicho, el
dato de afiliarse al PP (con independencia de que haya sido o no de forma regular) no puede
merecer la misma protección (sobre todo, si se trata de protección penal) que el de haber contraído
el SIDA. El juez pudo haber creído de buena fe que estaba siguiendo un precedente y aplicando
una norma válida de su sistema, pero realmente no era así.

"Lo que me parece peor de la sentencia (en la que, por cierto, hay que reconocer un notable
esfuerzo de fundamentación) es que trasluce una concepción formalista y yo creo que
profundamente equivocada del Derecho"

Por lo demás, lo que a mí me ha gustado menos de la sentencia (en la que, por cierto, hay que
reconocer un notable esfuerzo de fundamentación) es que trasluce una concepción formalista y yo
creo que profundamente equivocada del Derecho. Leyéndola, uno tiene la impresión de que el juez
considera el Derecho como una serie de disposiciones autoritativas, que debe aplicar de manera
rígida e inflexible, sin pararse a pensar si el resultado al que llega, la decisión que adopta, es o no
razonable. Pero esa no puede ser una concepción adecuada del Derecho; sobre todo, del Derecho
de un Estado constitucional. En lugar de ello, el jurista, el juez, debería ver en las normas legales y
constitucionales, en los precedentes, etc. un material que ha de manejar honesta e
inteligentemente para resolver con justicia un caso. El Derecho no puede –o no debería- ser otra
cosa que sentido común refinado.
1
La distinción entre esos dos contextos está tomada de la filosofía de la ciencia. Trasladada al
campo de la argumentación (jurídica), quiere decir que una cosa es el procedimiento (los pasos
que tienen lugar en la cabeza del juez) mediante el cual se llega a establecer una premisa o
conclusión (contexto de descubrimiento), y otra el procedimiento que consiste en justificar dicha
premisa o conclusión (contexto de justificación)
2
El enunciado es, en realidad, el resultado de combinar el art. 197, apdos 1, 2 y 5, pero sin
someterlo a ningún proceso de interpretación
3
Puesto que sería “revelación de ideología” y, en consecuencia, caería dentro del tipo agravado del
197.5

Abstract

This article is about the judgment issued by a criminal court judge of Madrid who sentenced two
journalists from the Spanish radio network SER to one year and nine months of imprisonment, plus
a couple of additional penalties, considering them guilty of «secrets disclosure». The journalists had
publicized a list containing the names of members of the Partido Popular (Popular Party) whose
affiliation process had been highly irregular, allegedly, due to internal disputes wthin this political
party and a town-planning related scandal. The author agrees with the polemic theory published by
Juan Luis Cebrián in the Spanish newspaper El País on January the 10th but adding some
qualifications. He clarifies the ideas of «weighing up» and «possible setbacks» of legal reasoning
explaining why he considers the judge has weighed up inadecuately letting the right to intimacy
prevail. Finally, Atienza regrets a judgment based on a formal conception of the Law he considers
very mistaken.

De nuevo sobre las madres de alquiler


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

Inscripción de hijos de madre de alquiler


Hace cosa de tres años publiqué en EL NOTARIO DEL SIGLO XXI un pequeño trabajo
comentando algunos aspectos de la Ley (14/2006) de Reproducción Humana Asistida. Entre otras
cosas, me refería allí a la regulación de la gestación por sustitución (las “madres de alquiler”). Esta
práctica no está exactamente prohibida por la ley, pero el art. 10.1 establece que el contrato
realizado con esa finalidad es “nulo de pleno derecho” y el apdo 2 que “la filiación de los hijos
nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto”. En el trabajo mencionado
criticaba esa regulación por entender que la gestación por sustitución no es una práctica contraria
a la moral; señalaba algunos efectos indeseables a que podría dar lugar la nueva ley; y daba
cuenta de un fenómeno del que entonces hablaban algunos periódicos: “al parecer, hay un cierto
número de parejas españolas que [a través de internet] han recurrido a esa práctica que es legal,
por ejemplo, en diversos Estados de los Estados Unidos: después del parto (...) la pareja obtiene
un certificado médico que acredita que el niño es suyo; se corre el riesgo de que la madre gestante
denuncie el caso ante las autoridades españolas (que tendrían que reconocer su condición de
madre –a efectos jurídicos), pero la probabilidad de que ocurra seguramente no sea muy alta y, en
consecuencia, el riesgo resulta asumible al menos para algunos”.
Pues bien, el polémico caso que la Dirección General de los Registros y del Notariado resolvió el
pasado 18 de febrero y que aquí pretendo comentar es algo distinto. No se trata de ninguna
denuncia por parte de la madre gestante, sino de un Auto dictado por el Encargado del Registro
Civil Consular de Los Ángeles-California en el que se deniega la solicitud de dos ciudadanos
españoles (ambos varones) de inscripción del nacimiento de sus hijos, nacidos mediante gestación
de sustitución. Los interesados interpusieron recurso ante esa Dirección General, la cual lo aceptó
–y ordenó la inscripción en el registro-, esgrimiendo una sutil argumentación que, en lo esencial,
consistió en lo siguiente.
La inscripción del nacimiento de un español en el extranjero puede tener lugar a través de dos
modalidades: mediante la declaración del sujeto o sujetos interesados; o bien mediante la
presentación de una certificación registral extranjera. En este caso, el medio empleado es el
segundo y, por ello, la solución legal del problema no lleva a la aplicación del Derecho sustantivo
español (la ley 14/2006), sino del art. 81 del Reglamento del Registro Civil que establece un
mecanismo técnico específico para el acceso al registro español de esas certificaciones. La
cuestión de la que depende la solución del problema –dice la resolución de la Dirección General-
no es de “Derecho aplicable”, sino de “validez extraterritorial de decisiones extranjeras en España”.

"La inscripción del nacimiento de un español en el extranjero puede tener lugar a través de
dos modalidades: mediante la declaración del sujeto o sujetos interesados; o bien mediante
la presentación de una certificación registral extranjera"

Pues bien, el mencionado art. 81 no exige que la solución dada por las autoridades registrales
extranjeras tenga que ser idéntica a la que hubiesen establecido las españolas. Si lo exigiera, ello
supondría desconocer una característica básica del Derecho internacional privado (que presupone
la pluralidad de sistemas jurídicos nacionales), se perjudicaría la seguridad jurídica (una situación
jurídica válidamente creada en un Estado, no lo sería en otro), y se atentaría además contra el
principio de economía procesal (los particulares tendrían que plantear dos -o más- veces la misma
cuestión). El documento extranjero debe cumplir, por supuesto, diversas exigencias legales: debe
tener carácter público; la certificación debe haber sido elaborada y adoptada por una autoridad
registral extranjera que desempeñe funciones equivalentes a la española; y, aunque la solución
jurídica contenida en la certificación registral extranjera –como ya se ha dicho- no tenga por qué
ser idéntica a la que hubiera dado una autoridad española, sin embargo, no debe ser contraria al
orden público español. Como los dos primeros requisitos no plantean mayores problemas, la
resolución se detiene en el tercero. Las razones aducidas para justificar que, en el caso, se ha
cumplido con el mismo, son las siguientes: 1) el Derecho español admite, en caso de adopción, la
filiación en favor de los varones; 2) en Derecho español se admite también la filiación, sin que
medie adopción, a favor de dos mujeres, de manera que sería discriminatorio negárselo a los
varones; 3) si se rechazara la inscripción, podría resultar que los hijos de nacionalidad española
quedaran privados de filiación inscrita en el registro, lo que iría en contra del principio del interés
superior del menor; 4) se atentaría también contra el derecho del menor a una identidad única, otra
de las exigencias del anterior principio; 5) en Derecho español, la filiación natural no se determina
necesariamente por la “vinculación genética”, “como se deduce del antes citado art. 7.3 de la Ley
14/206, precepto que permite que la filiación natural de un hijo conste en el Registro Civil a favor
de dos mujeres, personas del mismo sexo”; 6) no se puede aducir que haya habido en el caso
fraude de ley (por parte de los interesados); 7) aunque “es indudable que los contratos de
gestación están expresamente prohibidos por las leyes españolas” (art. 10.1 LRHA), ese precepto
“no es aplicable al presente caso, ya que no se trata de determinar el ‘Derecho aplicable’ a la
filiación y tampoco procede determinar la filiación de los sujetos”; además, la certificación registral
extranjera no produce efecto de “cosa juzgada” y en la certificación de las autoridades californianas
no consta que el nacimiento haya tenido lugar a través de la gestación por sustitución.
Ahora bien, además de cumplirse los requisitos del art. 81, los menores concernidos en el caso
ostentan la nacionalidad española. Esto es así porque el art. 17.1 a) del Código civil establece que
son españoles de origen “los nacidos” (no: “los hijos”) de español o española; de manera que el
precepto no exige que haya quedado “determinada legalmente” la filiación; es suficiente con que
pueda acreditarse “el hecho físico de la generación”.
Y la conclusión del conjunto de los argumentos anteriores es que debe procederse a la inscripción
en el Registro español.

"El documento extranjero debe cumplir diversas exigencias legales: debe tener carácter
público; la certificación debe haber sido elaborada y adoptada por una autoridad registral
extranjera que desempeñe funciones equivalentes a la española"

Como antes decía, se trata de una argumentación de indudable finura jurídica que, sin embargo,
no deja de ofrecer algunos puntos débiles.
Uno, sin mucha importancia, se refiere al anterior punto 5). Para justificar que la filiación natural no
se determina en nuestro Derecho necesariamente por la “vinculación genética”, el argumento a
utilizar, me parece, no tendría que haber sido el de que un hijo pueda constar en el Registro a favor
de dos mujeres: técnicamente es posible que nazca un bebé que tenga solamente la carga
genética de dos mujeres (o de una sola), aunque esto no podría ocurrir en relación con
progenitores varones. En su lugar, hubiese sido más claro señalar que la posibilidad de usar
material genético de donante (un tercero en relación con la pareja) lleva, como es lógico, a que,
efectivamente, la filiación natural pueda no implicar vinculación genética con los padres jurídicos
(pensemos en una mujer a la que se le implanta un embrión resultado de la fecundación de un
óvulo de otra mujer con semen procedente de un varón que no sea su pareja –la pareja de la
primera mujer). Pero, como decía, esto no afecta al conjunto de la argumentación.
Tampoco es muy claro, en mi opinión, que el caso no integre un supuesto de fraude de ley, si fuera
cierto que la maternidad subrogada está categóricamente prohibida en nuestro Derecho, esto es,
supone una conducta ilícita. Pues, entonces, haber optado por la vía de la presentación de una
certificación registral extranjera en lugar de la declaración del sujeto interesado podría verse como
la elusión de una norma imperativa del Derecho español. Sobre esto volveré un poco más
adelante.
Pero la dificultad fundamental, en mi opinión, es que toda la argumentación resulta un tanto
artificiosa. Al comienzo de la misma, como se ha visto, se traza una distinción (entre declaración y
presentación de certificación registral extranjera) para evitar tener que resolver el caso aplicando la
Ley 14/2006 (su art. 10), pero esa cuestión vuelve a aparecer en seguida (aunque la Resolución no
lo explicite del todo) bajo la forma de la cláusula de orden público. La Resolución plantea las cosas
como si se tratase de examinar simplemente si una certificación registral extranjera atenta o no
contra el orden público, eludiendo entrar –al menos, de manera clara-, en la cuestión de fondo: si la
gestación por sustitución, como tal, va o no contra el orden público español. Como consecuencia
de esa manera de proceder, lo que resulta es una fundamentación débil y formalista; un ejemplo
extremo de esto último se encuentra en el anterior punto 7), donde se afirma que en la certificación
registral extranjera no constaba “en modo alguno que el nacimiento de los menores haya tenido
lugar a través de gestación por sustitución” (cuando, por cierto, en el hecho 1 se había dicho que
los interesados habían solicitado la inscripción de nacimiento “de sus hijos (...) nacidos en San
Diego, California (...) mediante ´gestación de sustitución`”), con lo que, en cierto modo, lo que se
hace es eludir la cuestión. Por lo demás, al final de ese mismo punto 7) -fundamento V- uno tiene
la impresión de que el argumento fundamental que la Resolución esgrime (pero –insisto- nunca de
manera clara) vendría a ser éste: es posible que una inscripción registral extranjera que recoja un
supuesto de gestación por sustitución vaya contra el orden público español pero, en todo caso, el
valor del “interés superior del menor” tiene en el caso una mayor fuerza: “En la disyuntiva de dejar
a unos menores (...) sin filiación inscrita en el Registro (...) o de permitir la inscripción (...) siempre
es preferible proceder a dicha inscripción en nombre del ‘interés superior del menor’”.

"La filiación natural no se determina en nuestro Derecho necesariamente por la 'vinculación


genética'"

Pues bien, en mi opinión, la Resolución de la Dirección General, que me parece acertada en


cuanto a la solución que da al problema, podría haber tenido una fundamentación más sólida, si se
hubiesen incorporado a la misma dos aspectos que me parecen esenciales.
Uno se refiere a lo afirmado por la Resolución (y por el auto del Encargado del Registro Civil
Consular) en el sentido de que la gestación por sustitución está categóricamente o expresamente
prohibida en nuestro Derecho. Pero esto no es así. Lo que la ley establece, como varias veces se
ha repetido, es que esos contratos son nulos de pleno derecho. Ahora bien, la nulidad no equivale
(o, por lo menos, no equivale necesariamente) a una sanción, de manera que de ahí no se puede
seguir que el antecedente de esa consecuencia jurídica (la nulidad) sea un acto prohibido, un acto
jurídicamente ilícito. La distinción entre nulidad y sanción es un tema al que la teoría –analítica-
del Derecho ha concedido mucha importancia desde hace ya bastantes décadas, precisamente
porque enlaza con la necesidad de distinguir entre dos grandes tipos de normas jurídicas: las
normas constitutivas (como las que establecen las condiciones de validez de los contratos) y las
normas regulativas (que establecen que ciertas acciones son obligatorias o están prohibidas o
permitidas). Naturalmente, no es cosa de entrar aquí en detalles, pero quizás no venga de más
recordar que Hart consideró (en su famoso libro de 1961: El concepto de Derecho) que la
articulación entre esos dos tipos de normas era la clave para comprender la ciencia de la
Jurisprudencia (y, en alguna medida, la práctica del Derecho). Uno de los ejemplos que él ponía
para aclarar las peculiaridades de ese tipo de normas (las normas constitutivas a las que él
denominó “reglas que confieren poder”) era el de la exigencia de la presencia de dos testigos para
que cierto tipo de testamento pudiera considerarse válido. Parece obvio que el haber realizado (o
intentado realizar) un testamento sin cumplir con esa formalidad no supone haber efectuado ningún
comportamiento ilícito, simplemente porque esa conducta no estaría –según el ejemplo- prohibida:
lo que la norma establecería es que ese requisito es condición para que se lleve a cabo un
testamento válido.
Pues bien, en relación con la gestación por sustitución, la situación –aunque menos clara, pues no
se trata de requisitos formales o procedimentales- puede ser parecida. Quiero decir, sería posible
que el contrato de gestación por sustitución, que es declarado nulo de pleno derecho en uno de los
artículos de la ley 14/2006, estuviese regulado en otra parte de la ley (o del ordenamiento jurídico)
como una conducta prohibida, ilícita. Pero esto no ocurre; o por lo menos, no de manera expresa y
categórica. La ley no establece ninguna sanción para quien participa en este tipo de prácticas (a
diferencia de lo que ocurre, entre muchos otros ejemplos, con la elección del sexo –cuando no se
trata de evitar una enfermedad hereditaria). Tampoco hace ninguna referencia a ello la Exposición
de Motivos. Y si se leyeran las actas de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida
(cuya opinión, la exposición de motivos de la ley dice haber tenido muy en cuenta), se vería que la
razón fundamental por la que ese órgano se manifestó en contra de esa práctica no fue de carácter
moral (por considerarla ilícita), sino de conveniencia: para evitar las dificultades de diverso tipo que
la existencia de esos contratos generarían. Desde luego, es posible considerar que una
determinada acción o práctica está prohibida por el Derecho simplemente por razones de
conveniencia. Pero parece obvio que ese tipo de razones no son aptas para justificar que tal acción
o práctica pueda ser considerada como contraria al orden público. Cosa muy distinta sería, por
poner un ejemplo significativo, un supuesto en el que se tratara de inscribir –pongamos- un
matrimonio poligámico, institución que, naturalmente, va en contra del orden público español,
puesto que atenta contra el principio de igualdad de sexos.

"La gestación por sustitución no va en contra del orden público de ninguno de los sistemas
jurídicos pertenecientes al constitucionalismo contemporáneo: en algunos es positivamente
regulado: como es el caso de California, mientras que en otros (como en España) se trate de
desalentarlos con no muy buenos resultados"

Pero además –este sería el segundo aspecto a incorporar-, aunque se pensara que la gestación
por sustitución está (implícitamente) prohibida por la ley 14/2006, lo que me parece bastante claro
es que esa práctica no contradice ningún principio moral racionalmente justificado, ni tampoco los
principios y valores de la Constitución española. En el trabajo publicado en EL NOTARIO DEL
SIGLO XXI a que hacía referencia al comienzo señalaba precisamente que la gestación por
sustitución es compatible con los tres grandes principios que –se suele considerar- presiden la
bioética: el principio de dignidad y de daño (no causar un daño injustificado), el de autonomía y el
de igualdad. No voy a repetir aquí los argumentos aducidos entonces, pero sí quisiera remarcar
que esos principios están también incorporados a nuestra Constitución, como resulta más o menos
evidente. De manera que, en definitiva, habría que considerar que la gestación por sustitución no
va en contra del orden público de ninguno de los sistemas jurídicos pertenecientes al
constitucionalismo contemporáneo: eso explica que, en algunos de esos países, no se haga nada
por impedir ese tipo de contratos (positivamente regulados: como es el caso de California y de
otros Estados de los Estados Unidos), mientras que en otros (como en España) se trate de
desalentarlos, seguramente con no muy buenos resultados. En definitiva, la justificación de la
Resolución hubiese sido más clara y más sólida si hubiese contenido, de manera explícita, un
fragmento de razonamiento constitucional y moral, puesto que la interpretación de la Constitución
en esta materia implica apelar a razones morales. ¿Pero no significaría esto ir en contra del
paradigma estrechamente positivista característico de nuestra cultura jurídica?

Reformatio in Peius
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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

BOLONIA Y LOS ESTUDIOS JURÍDICOS

PLAN BOLONIA

Durante todos estos meses de debate (si así puede llamarse a lo que hemos tenido en España)
sobre el proceso de Bolonia me ha venido muchas veces a la cabeza una frase que un conocido
penalista español, Enrique Gimbernat, escribió a propósito de una de las reformas del código penal
en la época democrática: “Desdichado el penalista que tiene que asistir a este espectáculo”. Mi
estado de ánimo en relación con lo que está ocurriendo con el proceso de Bolonia, al menos en
relación con el campo de las humanidades y de las ciencias sociales y jurídicas, es semejante:
“Desdichado el profesor que tiene que asistir a este espectáculo y más desdichado aún el que
tenga que sufrir las consecuencias, una vez culminado el proceso destructivo –o autodestructivo- al
que, al parecer, estamos abocados”.
El futuro está, naturalmente, abierto y cualquier juicio que se haga al respecto es sumamente
aventurado. Pero todo hace pensar que la universidad española (en particular por lo que se refiere
a los estudios a los que antes me refería) será claramente peor en los años venideros. No es cosa
de ser agorero, pero los indicios (incluido el creciente poder de pedagogos y psicólogos en el
Ministerio competente: que no es ya el de Educación) apuntan a que estamos comenzando a
asistir a un proceso de deterioro semejante al padecido por la enseñanza media desde hace
algunas décadas. Para ser más exacto (y hacer justicia al empeño de algunas autoridades
universitarias por “explicar” lo que significa Bolonia), el desastre que (me temo) se avecina no será
tanto un efecto directo del dichoso plan, sino más bien una consecuencia de que en España el
mismo va asociado a una serie de cambios en las titulaciones y en los planes de estudio (y
coincide además con un nuevo –y más que discutible- sistema de promoción del profesorado).
"Todo hace pensar que la universidad española será claramente peor en los años venideros.
No es cosa de ser agorero, pero los indicios apuntan a que estamos comenzando a asistir a
un proceso de deterioro semejante al padecido por la enseñanza media desde hace algunas
décadas"

Muchos piensan que el gran beneficio que se va a obtener con Bolonia es crear un “espacio
europeo” en el que puedan circular libremente los profesionales; para entendernos, que al que
haya hecho su carrera en alguna universidad española se le reconozcan sus estudios en los otros
países europeos. Pero esta es una creencia infundada, al menos por lo que se refiere al Derecho.
Entre otras cosas, porque ninguno de los países “que importan” (ni Alemania, ni Italia, ni Francia ni
el Reino Unido) están en el proceso de Bolonia. Además, porque los estudios de Derecho (a
diferencia de los de matemáticas, medicina o biología, y a semejanza de lo que ocurre en algunos
de humanidades o de ciencias sociales) son, en muy buena medida, “propios de cada pueblo”, o
sea, el objeto de estudio varía de país en país. Y finalmente, porque la manera como se está
abordando la reforma de los planes de estudios es, para llamar las cosas por su nombre, una
vergüenza (o, si se prefiere usar una expresión más exculpatoria con sus actores principales, una
locura). Digo en seguida por qué.
A cualquiera se le ocurriría que el procedimiento razonable para elaborar un plan de estudios, por
ejemplo, en Derecho, tendría que consistir en empezar por fijar cuál es el tipo de estudiante, de
jurista, que se desea formar y, a partir de ahí, ver cuáles tendrían que ser las materias a cursar, los
métodos, etc. Pues bien, lo que en general están haciendo las Facultades de Derecho españolas
es algo muy distinto: de lo que al parecer se trata es de repartirse un botín -los llamados “créditos”-
entre las diversas áreas o departamentos, pues cada uno (cada representante de los mismos)
supone que su poder académico depende (o dependerá en el futuro) de eso. Dicho de otra
manera, se ha sustituido lo que tendría que ser una discusión racional (en el sentido –
pongámonos pedantes- de la racionalidad comunicativa) por un puro proceso de negociación, y los
resultados están siendo los que cualquiera (menos, al parecer, el Ministerio) podía fácilmente
prever.
Los disparates, de todas formas, son mayores o menores según cual sea la situación en cada
centro; y en esto, me temo, la Facultad de Derecho de Alicante está entre las peores: el
alejamiento con respecto a lo que sería un plan de estudios “racional” es, en nuestro caso, abismal.
Pongo tres ejemplos (hay muchos más) de ello. En los planes de estudio tendría que haber una
serie de asignaturas de “formación básica” tendentes a asegurar cierta base común entre las
titulaciones pertenecientes a la misma “rama del conocimiento” (en el caso del Derecho, las
ciencias sociales y jurídicas). Pues bien, en el caso del plan de estudios de Derecho, eso pretende
ser, lisa y llanamente, suprimido: según la propuesta, sólo habría economía y contabilidad. Los
estudios de grado –se supone- deben suministrar algo así como una formación de tipo general lo
que, obviamente, resulta contradictorio con el establecimiento de unos “itinerarios” que no se sabe
a dónde pueden llevar; y, en todo caso, si cinco años de carrera no permitía pensar en ningún tipo
de especialización, ¿cómo es posible que vaya a haberla ahora con solo cuatro? En fin, si en algo
consiste el llamado “espíritu de Bolonia” es, como se nos dice una y otra vez, en poner el acento
en los aspectos de razonamiento más bien que en los de contenido. Pues bien, la Facultad de
Derecho de Alicante va a ser (si termina por aprobarse la propuesta del decanato) una de las
pocas en España en cuyo plan de estudios no figura (ni siquiera como materia optativa) una
asignatura de argumentación jurídica; lo que parece especialmente llamativo –por no decir ridículo-
, cuando resulta que en la Facultad radica uno de los grupos que más han hecho por desarrollar
ese tipo de estudios en el plano internacional.

"Muchos piensam que el beneficio que va a obtener con Bolonia es crear un 'espacio
europeo' en el que puedan circular libremente los profesionales pero al menos por lo que se
refiere al Derecho ninguno de los países que importan (Alemania, Italia, Francia, el Reino
Unido) están en el proceso de Bolonia"

A la vista de la situación, cualquiera podría preguntarse: ¿Por qué la universidad española y, en


particular, las Facultades de Derecho, han decidido emprender un camino que tantos
consideramos es hacia peor (soy sincero cuando digo que no conozco a nadie –y en el “nadie”
incluyo a algunas autoridades académicas que están “dirigiendo” el proceso- que crea
genuinamente en las bondades de la reforma de los planes de estudio)? Para preparar mis clases
de filosofía del Derecho he vuelto a leer hace poco la Apología de Sócrates y el Critón. En esos
diálogos, Platón relata, con un dramatismo y una profundidad filosófica insuperables, cómo
Sócrates está dispuesto a afrontar la muerte con tal de no cometer un acto deshonroso. Pues bien,
no hay por qué pedir a nuestras autoridades académicas, y a los responsables en general de llevar
a cabo la reforma en curso de los planes de estudio, un comportamiento heroico, pero una
modesta llamada a la responsabilidad institucional –que podría traducirse en presentar la dimisión
cuando se piensa que no hay condiciones objetivas, por ejemplo, para lograr aprobar un plan no
vergonzoso- no parece ser una exigencia excesiva. La justificación para ello me parece, además,
muy clara: cada uno de nosotros tiene la obligación de no contribuir a empeorar el mundo, sobre
todo cuando, para ello, no se necesita poner en riesgo ningún interés individual o colectivo de
importancia.

Sobre la nueva regulación del aborto


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofia del Derecho en la Universidad de Alicante

POLÉMICA SOCIAL SOBRE EL ABORTO

Hace aproximadamente un cuarto de siglo hubo en España una considerable polémica a propósito
de la ley que despenalizaba determinados supuestos de aborto. La Iglesia organizó una verdadera
cruzada en su contra y el partido conservador entonces en la oposición llevó el proyecto de ley
ante el Tribunal Constitucional, el cual, en lo esencial, vino a decir lo siguiente. El "todos tienen
derecho a la vida" del art. 15 de la Constitución debe entenderse en el sentido de que el nasciturus
no es titular de ese derecho fundamental, aunque constituya un bien jurídico que debe ser
protegido. Esa protección, sin embargo, aunque pueda incluir la utilización de normas penales,
tiene un carácter limitado, en el sentido de que pueden surgir conflictos graves en los que debe
procederse a ponderar ese bien con otros valores como la dignidad, la autonomía o la intimidad. El
Tribunal considera que los tres supuestos introducidos por el proyecto de ley (el aborto terapéutico,
el aborto ético "por causa de violación" y el aborto eugenésico) son, en principio, constitucionales.
Pero, a partir de ahí, pasa a preguntarse si la regulación en cuestión, en sus detalles, garantiza
suficientemente el resultado de la ponderación de bienes y derechos.
La respuesta es afirmativa en el caso del aborto ético, y negativa en los otros dos supuestos: a los
requisitos establecidos en el proyecto deben agregarse otros como la intervención de un médico de
la especialidad (en el aborto terapéutico) y la comprobación del supuesto de hecho y la realización
del aborto en un centro autorizado (tanto en el aborto terapéutico como en el eugenésico).
La sentencia no suscitó, como era de esperar, grandes entusiasmos. Los sectores más
conservadores (en particular, la Iglesia) consideraron que, con ello, el Tribunal Constitucional
había, en realidad, legalizado el aborto: "el asesinato de seres inocentes". Los más progresistas
vieron en la sentencia un avance, pero insistieron en que la despenalización del aborto debía
extenderse a otros supuestos; más exactamente, la práctica del aborto tendría que estar permitida
al menos durante los tres primeros meses del embarazo. Y, en fin, aunque quizás contara con la
aprobación de una "mayoría silenciosa", ésta se expresó con la discreción que le es connatural. En
cualquier caso, la sentencia, aunque no terminó del todo con la polémica, contribuyó a que la
misma disminuyera de intensidad de manera muy considerable. El aborto, en cierto modo, dejó de
ser un problema (legal).

"Un filósofo de la moral como John Rawls ha podido escribir que negarle a la mujer ese
derecho implicaría actuar de manera irrazonable. Ahora bien, es innegable que para muchos
o algunos individuos de nuestras sociedades el aborto representa un mal absoluto"
A esa situación de relativa pacificación contribuyeron probablemente diversos factores. Uno fue
que, con la modificación del código penal, la regulación jurídica del aborto en España (y su
aplicación en la práctica: el law in action que, en este caso, lo que ha significado es una
interpretación laxa de los supuestos despenalizadores) pasaba a ser, aproximadamente, la misma
que en los países de nuestro entorno; o sea, se había alcanzado una cierta "normalización"
jurídica. Otro tiene que ver con un efecto estudiado en ocasiones por los sociólogos del Derecho y
que consiste en que las opiniones morales de la gente tienden a aproximarse a las reflejadas en la
normativa jurídica; el Derecho es una fuente importante de la moralidad social, de manera que la
nueva regulación (y, sin duda, cambios que se han ido produciendo en estos últimos años en el
ámbito social) fue haciendo que disminuyera el número y la intensidad de quienes sostenían
posiciones antiabortistas. En fin, un tercer factor a considerar es el de la conveniencia política:
ninguno de los dos grandes partidos políticos ha tenido, hasta fechas muy recientes, interés en
modificar la situación legal y, de hecho, durante todo el tiempo en que gobernó el Partido Popular
(bastantes años con mayoría absoluta) no hubo ninguna iniciativa política (ni tampoco una presión
perceptible por parte de la Iglesia) para revertir la situación.

Una polémica abierta y con muchas facetas


El anuncio de que el Gobierno se propone ahora modificar el código penal (para dar seguridad
jurídica: hacer que el law in action coincida con el law in books) y, según parece, introducir el
sistema de plazos (que se añadiría a los tres supuestos existentes) no ha producido, ni mucho
menos, una polémica comparable a la de entonces. Con independencia de cuál pueda ser la
explicación de este fenómeno (a los factores que se acaban de mencionar podría agregarse la
creciente despolitización y el empobrecimiento consiguiente del debate público en nuestro país), yo
diría que esa (relativa) indiferencia está justificada, en cuanto la fundamentación (en términos
morales) del nuevo supuesto presenta, en realidad, menos dificultades que los otros tres, esto es,
que los supuestos ya admitidos. Veamos por qué.
El argumento que utilizan los antiabortistas, esto es, quienes defienden que la situación, desde el
punto de vista jurídico-penal, debería ser la que había antes de la reforma del código penal de
1985, podría sintetizarse así: 1) La vida humana es un valor moral absoluto. 2) La vida humana
empieza en el mismo momento de la concepción. 3) El Derecho penal no debe ir nunca en contra
de lo que dicta la moral. Por lo tanto, 4) el Derecho penal no debe legalizar el aborto en ningún
caso. Es obvio que el argumento es formalmente correcto, en el sentido de que la conclusión se
sigue necesariamente de las premisas. Lo que ocurre es que las premisas (al menos tal y como
están formuladas) no son aceptables.

"El concepto de dignidad es, como resulta obvio, extraordinariamente difícil de precisar y el
uso de la expresión 'dignidad humana' suele cumplir una función puramente emotiva, ayuna
de cualquier significado (descriptivo) distinguible"

Que la vida humana es un valor moral absoluto o que es un valor que está por encima de todos los
otros se dice con mucha frecuencia pero, en realidad, es una tesis que casi nadie acepta de una
manera reflexiva. Basta con pensar en los muchos supuestos en los que justificamos (en nuestros
Derechos y en nuestros juicios morales) la existencia de acciones que suponen atentar contra la
vida de otros o contra la propia: la legítima defensa, el estado de necesidad y la guerra (al menos
en determinadas circunstancias) son, diría, de aceptación prácticamente universal; el suicidio, la
eutanasia o la pena de muerte pueden considerarse entre los casos que caen en la zona de la
penumbra.
Además, si verdaderamente pensáramos que la vida es el mayor de los bienes, entonces parece
que también tendríamos que aceptar que existe la obligación moral de sacrificar cualquier otro bien
(no digamos la propiedad de bienes materiales que no son usados para satisfacer necesidades
básicas de su propietario) para garantizar la vida de los demás. O sea, que lo inmoral no sería
únicamente matar a otro ser humano, sino dejarlo morir, cuando podríamos evitarlo sacrificando
algún otro bien de valor inferior (por definición, cualquier otro que no sea la vida). Pues bien, con
independencia de la mayor o menor complejidad que plantean los anteriores supuestos, lo que
parece claro es que la tesis que enuncia la primera de las premisas no puede ser aceptada. La
vida humana no es un valor absoluto, y tampoco los antiabortistas piensan, en realidad, que lo sea.
Es un valor moral fundamental pero que puede entrar en conflicto con algún otro y resultar
derrotado. Dicho todavía de otra manera, la vida humana no nos suministra, en nuestros juicios
morales, razones de carácter absoluto sino, simplemente, razones prima facie que, consideradas
todas las circunstancias, pueden resultar o no concluyentes.
En relación con la segunda de las premisas, hay también bastantes y poderosas razones como
para rechazarla. Una (no la más fuerte, pero de algún peso) consiste en recordar que
históricamente no ha habido acuerdo en pensar que la vida humana empieza con la concepción,
ni siquiera en la institución que ha hecho de esa afirmación un dogma. En efecto, en la Iglesia
Católica prevaleció, hasta fecha relativamente reciente, una opinión diferente, y de ahí, por
ejemplo, la prohibición de bautizar a los fetos. La doctrina actual de la Iglesia sobre la materia
proviene de Pio IX, es decir, del Papa que promulgó el Syllabus que, como se sabe, es una
encíclica en la que son condenados de la forma más radical los derechos humanos y las libertades
políticas.

"A veces se sostiene que, desde la concepción, existiría ya un ser humano en potencia.
Pero decir que el concebido es un ser humano porque puede llegar a serlo es lo mismo
(desde un punto de vista lógico) que afirmar que una bellota es una encina o que todos
nosotros estamos ya muertos"

A veces se sostiene la premisa 2) con el argumento de que, desde la concepción, existiría ya un


ser humano en potencia. Pero a ello se ha replicado, con razón, que el argumento no puede ser
utilizado, al menos sin alguna restricción, puesto que, en otro caso, lleva fácilmente al absurdo:
decir que el concebido es un ser humano porque puede llegar a serlo es lo mismo (desde un punto
de vista lógico) que afirmar que una bellota es una encina o que todos nosotros estamos ya
muertos.
Otra razón que se esgrime con frecuencia es la de la definición "científica" de vida. Ahora bien,
aparte de que entre los científicos no hay consenso al respecto, las definiciones no son
procedimientos que nos permitan determinar la realidad o la esencia de las cosas. Las definiciones
tienen simplemente carácter convencional y nada impide, sino que es bastante razonable, pensar
que "vida humana" puede definirse de maneras distintas: cabe, por ejemplo, dar una definición que
puede ser útil a efectos biológicos (y que puede más o menos hacer coincidir el comienzo de la
vida humana con la concepción) pero que no tiene por qué ser la misma noción de "vida humana"
que pueda considerarse como relevante a efectos morales.
Dicho de otra manera, el problema de qué haya de entenderse por "vida humana" a los efectos
morales (o jurídicos) no puede resolverse echando mano de la ciencia, aunque la ciencia aporte,
sin duda, razones relevantes ( razones auxiliares) para el juicio moral. Pero un enunciado científico
no puede adoptar la forma categórica "la vida humana comienza...", sino otra simplemente
hipotética: "si por vida humana entendemos....entonces la vida humana comienza...". En definitiva,
lo que tendría que enunciar la premisa 2) para que pudiera ser usada como sustento del
argumento antiabortista es que el tipo de entidad existente en el momento de la concepción (y que
bien puede llamarse, en algún sentido de la expresión, "vida humana") encarna un valor moral de
carácter absoluto o, en todo caso, un valor moral equivalente al de otras entidades como un feto de
tres meses, un bebé recién nacido o una persona adulta; más crudo: que el cigoto representa "vida
humana" en el sentido moral del término. Sobre esto volveré en seguida.
Finalmente, la tercera premisa, la afirmación de que el Derecho penal no debe ir nunca en contra
de la moral es también, por decir lo menos, discutible. En primer lugar, porque la afirmación en sí
misma no tiene (o no tiene siempre) un sentido claro, dado que existen fuertes desacuerdos sobre
si determinadas acciones o normas de comportamiento deben considerarse o no morales. En
consecuencia, dos sujetos que estuviesen de acuerdo con esa premisa podrían, sin embargo, estar
diciéndonos cosas distintas e incluso opuestas (por ejemplo, uno, que el aborto debería castigarse
penalmente, y otro, que debería ser una acción jurídicamente permitida).
Para que la premisa pudiera cumplir el papel que le atribuyen los antiabortistas, habría que
presuponer algo que constituye el punto central de todo el argumento y que no hay por qué dar por
probado: que el aborto es una acción intrínsecamente inmoral. Podría pensarse en sortear esta
dificultad e interpretar la premisa en términos más débiles (digamos, a partir de una ética
meramente consecuencialista): si el Derecho penal no castigara penalmente los supuestos de
aborto, entonces las consecuencias, en términos sociales e individuales, serían mucho peores que
en el caso contrario. Pero las cosas no parecen ser así.

"Históricamente no ha habido acuerdo en que la vida humana empieza con la concepción ni


siquiera en la institución que ha hecho de esa afirmación un dogma. La doctrina actual de la
Iglesia sobre la materia proviene de Pío IX, en cuyo Syllabus son condenados de la forma
más radical los derechos humanos y las libertades políticas"

Se dice a veces que lo que destruye una legislación permisiva con el aborto es el "valor moral" de
la sociedad o de los individuos, pero eso no es, en realidad, una consecuencia sino, más bien, una
manera de decir que el aborto es intrínsecamente malo, inmoral. Si, por el contrario, las
consecuencias se vieran en términos de bienestar, integridad física, autonomía para los individuos
(para las mujeres), etc., entonces lo que habría que decir es que el argumento consecuencialista
es abiertamente favorable a la permisividad del aborto: una legislación penal que incluyera los tres
o cuatro supuestos de despenalización del aborto a los que antes me he referido sería moralmente
preferible a la que existía en España antes de 1985. Y, en fin, aunque se considerase que una
determinada conducta es (intrínsecamente o no) inmoral, de ello no se sigue necesariamente que
deba estar prohibida jurídicamente. Lo cual, como es obvio, no supone defender la tesis (que
ciertamente es indefendible) de la separación estricta entre el Derecho y la moral.

Reflexiones en torno a la dignidad


Del análisis anterior resulta que la clave del argumento antiabortista reside en la afirmación de que
el embrión humano, desde el momento de la concepción, tiene un valor intrínseco, posee dignidad
y, por ello, no está justificado sacrificarlo en aras de ningún otro valor o interés (salvo que lo que
estuviese en juego fuera la vida de la madre, en cuyo caso habría que hablar de un estado de
necesidad). ¿Pero tienen dignidad los embriones?
El concepto de dignidad es, como resulta obvio, extraordinariamente difícil de precisar y el uso de
la expresión "dignidad humana" suele cumplir una función puramente emotiva, ayuna de cualquier
significado (descriptivo) distinguible. Eso ha llevado a muchos autores a proponer su abandono y
su sustitución por nociones más manejables. En mi opinión, sin embargo, esta última actitud no
está justificada, pues es posible reconstruir el concepto de manera que no resulte ni confuso, ni
vacío ni ideológico. Puede verse, por ejemplo, como un concepto de enlace, en el sentido de que
se usa con dos funciones básicas: para decir que determinadas entidades poseen dignidad; y para
adscribir determinadas consecuencias normativas a las entidades así calificadas. Supongamos que
la consecuencia sea que, si algo posee dignidad, entonces ese algo no puede ser tratado sólo
como un medio, como un instrumento, sino siempre y al mismo tiempo como un fin en sí mismo.
Puede haber ciertas dudas en relación a lo que, aplicado a determinadas circunstancias, pueda
significar lo anterior (la segunda formulación del imperativo categórico kantiano), pero eso, desde
luego, no lo vuelve un concepto inservible: la esclavitud, la tortura o la humillación son, sin duda
alguna, comportamientos contrarios a la dignidad humana, y la Iglesia católica cree que también lo
es (muchos -entre los que me encuentro- consideran que esa creencia se basa en un error) llevar a
cabo una selección embrionaria para dar lugar a un bebé que luego será usado (pero eso no
quiere decir que sea tratado sólo como un medio) para salvar la vida de un hermano (el famoso
"bebé-medicamento"). Lo que aquí nos importa, de todas formas, es el otro aspecto del concepto:
cuáles son las condiciones de la dignidad, de la personalidad moral; qué rasgos o características
debe poseer una entidad para ser calificada así.
Obviamente, caben, en principio, diversas respuestas a la pregunta. Por ejemplo, se puede pensar
en propiedades biológicas, como la pertenencia a la especie humana, el poseer determinado
número de cromosomas. Pero esto parece realmente insatisfactorio, un prejuicio "especifista".
Supongamos que aparecieran seres que no pertenecieran biológicamente a la especie humana,
pero que estuvieran dotados de sensibilidad, de inteligencia, de capacidad de decidir...,
¿dejaríamos por ello de reconocerles como seres dotados de dignidad? ¿Por qué razón? Más
plausible parece, por ello, fijarse en características del tipo de las que se acaba de mencionar (
Kant, por ejemplo, predicaba la dignidad del "ser racional"), aunque ello no deje de plantear
problemas que derivan sobre todo del carácter gradual de esas propiedades.
Por supuesto, todas esas dificultades quedarían eliminadas de un plumazo si aceptáramos un
criterio como el que defiende la Iglesia: que los únicos seres dotados de dignidad somos los seres
humanos desde el momento de la concepción, porque somos criaturas de Dios y él nos habría
infundido desde ese primer momento un alma inmortal. El problema, claro está, es que para
aceptar ese criterio se necesita un acto de fe, y esto es algo que no puede exigírsele a nadie que
aspire a guiar sus juicios morales mediante la razón.

"Que la vida humana es un valor moral absoluto se dice con mucha frecuencia pero, en
realidad, es una tesis que casi nadie acepta de una manera reflexiva. Basta con pensar en
los muchos supuestos en los que justificamos la existencia de acciones que suponen
atentar contra la vida de otros o contra la propia"

Pues bien, a donde se llega después de las anteriores consideraciones es a la conclusión de que
los embriones, al menos antes de que se pueda predicar de ellos alguna propiedad como la
sensibilidad, la capacidad de sentir placer y dolor (lo que no ocurre antes del final del tercer mes de
embarazo; hasta entonces no existe un desarrollo del sistema nervioso que lo haga posible: este sí
es un dato científico), no son entidades dotadas de dignidad, porque no poseen ninguna propiedad
que pudiera justificar esa atribución. No quiere ello decir que carezcan de todo valor, sino que el
valor que puedan tener es inferior al del propio embrión en momentos posteriores de su desarrollo
y, desde luego, incomparablemente menor que el de una persona adulta. Dejar, por ello, que,
hasta ese momento (hasta el final del primer trimestre del embarazo), sea la mujer la que decida si
desea o no seguir adelante con el embarazo es, en principio, una cuestión moralmente más simple
que la de permitir el aborto en los otros supuestos.
Eso explica que un filósofo de la moral como John Rawls haya podido escribir que negarle a la
mujer ese derecho (decidir interrumpir su embarazo hasta ese momento) implicaría, lisa y
llanamente, actuar de manera irrazonable. No hace falta añadir que las razones del Derecho (en
este caso, la calificación como permisivas de ciertas acciones) no son las últimas razones cuando
se delibera sobre una cuestión práctica; las razones últimas son las de naturaleza moral, las que
apelan a la conciencia de cada individuo.
Ahora bien, es innegable que para muchos o algunos individuos de nuestras sociedades el aborto
(también en los anteriores supuestos, y aunque sean otros quienes lo practiquen o consientan)
representa un mal absoluto. Pero ese juicio proviene, por así decirlo, de razones de naturaleza
privada (su propia conciencia) que, en consecuencia, no son aptas para justificar la punición penal
del aborto en los supuestos mencionados. Y el castigo penal injustificado no sólo es un mal
absoluto, sino una forma de atentar contra la dignidad de las personas.

Un Auto polémico
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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

¿Es posible que haya buenas razones para oponerse a la defensa de una causa justa? Si uno se
formula esa pregunta fijándose en el reciente y famosísimo auto del juez Garzón, parecería que
tendría que contestar que sí. Pues, sin duda, condenar las atrocidades franquistas y dar
satisfacción a los familiares de las víctimas de la represión constituye un objetivo justo. Y, sin
embargo, el auto en cuestión, en el que el juez se declara competente para instruir una serie de
denuncias por más de cien mil desapariciones forzadas ocurridas bajo la sublevación militar y
durante los primeros años de la dictadura franquista (hasta diciembre de 1951), es, en mi opinión,
indefendible.
La base de la argumentación del juez Garzón consiste en calificar los hechos denunciados por
diversas asociaciones ciudadanas como “un delito permanente de detención ilegal... en el marco
de crímenes contra la humanidad”. Esa figura híbrida y de contornos algo imprecisos le permite
sortear los diversos obstáculos jurídicos (él los llama “escollos”) que parecerían existir en el caso.
Así, frente a la objeción de que estaría aplicando un tipo penal (el de delito “contra la humanidad”)
de manera retroactiva, puesto que su introducción en el Derecho español es muy reciente (por
tanto, muy posterior a los hechos perseguidos), el juez opone fundamentalmente que las
conductas de detención ilegal sin dar razón del paradero ya constituían delito de acuerdo con el
Código penal de la República. Y como, en su opinión, esas conductas “siguen cometiéndose en la
actualidad, dada su naturaleza de delitos permanentes”, tampoco cabría hablar de prescripción.
Por razones parecidas, tampoco sería de aplicación al caso la Ley de Amnistía de 1977: porque los
delitos contra la humanidad son imprescriptibles, de manera que una ley (incluso una ley
democrática) que pretenda borrarlos sería nula de pleno Derecho; y, sobre todo, porque “la acción
se sigue produciendo hasta el día de la fecha y, por ende, después de las leyes de amnistía”. En
fin, aunque el juez reconoce que él no sería competente en relación con las detenciones ilegales,
sí que tendría competencia sobre un delito conexo, el delito contra Altos Órganos de la Nación
(incluido en el Código penal de la República) que habrían cometido los sublevados del 36 e
instigadores de la serie de acciones que constituyen un crimen contra la humanidad.

"El modelo de juez del Estado de Derecho no es simplemente el de alguien que posee la
virtud del valor y del sentido de la justicia, sino el de quien une a ello la cualidad de la
prudencia, de la modestia y de la autorrestricción"

Pues bien, aparte de otros muchos argumentos que pueden darse para rechazar la pretensión del
juez Garzón (y expuestos con sobriedad y solidez por el fiscal del caso), hay uno que a mí me
parece particularmente contundente: si para sostener una determinada tesis (la competencia del
juez para instruir la causa) es necesario aceptar una teoría de la acción tan extraña como la que
parece suscribirse en el auto, no hay más remedio que concluir que la tesis en cuestión es
inaceptable. Pues lo irrazonable no cabe dentro del Derecho. En efecto, ¿tiene algún sentido
afirmar que las conductas de detenciones ilegales (sucedidas antes de finales de 1951) siguen
cometiéndose todavía hoy? ¿Alguien puede entender que Franco y el resto de los sublevados del
36 sigan hoy realizando acciones delictivas (o sea, acciones intencionales; no que sigan
produciéndose consecuencias de acciones suyas realizadas en el pasado)? ¿Y cómo se puede
detener (o seguir deteniendo) a personas de las que se sabe con certeza que están muertas (razón
por la cual el juez ha ordenado que se exhumen sus restos)? ¿No supone todo ello una concepción
mágica del actuar humano que, lisa y llanamente, es irracional?
Sorprende por ello que personas no sólo razonables, sino reconocidamente inteligentes, hayan
dado en defender el auto en cuestión. Por ejemplo, Josep Ramoneda, en Garzón, la derecha y el
franquismo (EL PAÍS de 21 de octubre) reconoce que “sin duda, la actuación de Garzón...es
discutible desde un punto de vista jurídico”. Pero luego, continúa el resto del artículo analizando los
argumentos en pro y en contra de la acción de Garzón, como si no se tratara de una actuación
jurídica (judicial, por más señas), sino de una iniciativa política. Y, naturalmente, no es lo mismo. Al
día siguiente, el mismo periódico publica un artículo de Jordi Gracia (Franco, en los calabozos de la
conciencia) en el que se justifica el auto de Garzón no por “su capacidad operativa para
hacer...justicia”, sino por su valor simbólico: “el juez Garzón ha entendido útil esa iniciativa...para
fortalecer simbólicamente la asediada interpretación racional y más justa del origen de la guerra y
el aplastamiento de la Victoria”. Pero, ¿acaso puede ser esa la finalidad de un auto judicial? ¿No
hay alguna diferencia entre el papel del juez (en cuanto juez) y el del crítico social o el del político?
Y, en fin, un conocido penalista, Joan Queralt (Al final justicia, en EL PAÍS de 29 de octubre), no
tiene empacho en afirmar que a la acción de Garzón “[s]e opone, en primer término la
competencia; pero, a fin de cuentas, es irrelevante” (porque si no fuera competente Garzón, lo
serían otros jueces). A lo que cualquiera replicaría: ¿cómo va a ser eso irrelevante para enjuiciar el
auto de Garzón si la parte dispositiva del mismo consiste precisamente en declararse competente?
Soy, naturalmente, consciente de que la explicación de lo que acabo de calificar como extraño se
encuentra, simplemente, en el hecho de que los tres articulistas están haciendo una lectura más
bien política que jurídica del auto. Pero eso es lo que hace, me parece a mí, que incurran en una
falacia, la ignoratio elenchi, a la que, según Aristóteles, podrían reducirse todas las otras. O sea, lo
que –según creo- se trata aquí de refutar o de justificar no es si la acción de condenar los crímenes
del franquismo y de procurar dar satisfacción a las víctimas es o no justa, sino si está o no
justificado que eso lo haga un juez penal en las circunstancias concretas de este caso. Con ello se
disuelve, por cierto, la aparente paradoja con la que empezaba este artículo: seguramente nunca
hay buenas razones para oponerse a una causa justa, pero puede haberlas para oponerse a una
cierta manera de defender una causa justa.
Supongo que algún lector pensará que la posición que aquí defiendo (la misma, me parece, que la
del fiscal del caso y la de dos de los columnistas a los que más admiro: Miguel Ángel Aguilar y
Javier Pradera) supone la asunción de lo que suele llamarse formalismo jurídico. Pero no es así.
Simplemente, se trata de reivindicar lo que parece constituir el núcleo del Estado de Derecho: el
gobierno de las leyes (en este caso, la Ley de Amnistía de 1977 y la reciente de la Memoria
Histórica) frente al de los hombres. No puede negarse al juez Garzón el mérito (compartido quizás
con la también famosa “astucia de la razón” hegeliana) de haber hecho contribuciones de
extraordinario valor en la lucha por el Derecho y por la justicia en España y en el mundo. Pero la
justicia a la que tiene que aspirar un juez es una justicia limitada: la que cabe en el Derecho; el
papel de los jueces en el sistema jurídico no es el mismo que el de los abogados, o el de las partes
en un proceso, y, por ello, los primeros no pueden adoptar en relación con el Derecho una actitud
puramente estratégica, instrumental. El modelo de juez del Estado de Derecho no es simplemente
el de alguien que posee la virtud del valor y del sentido de la justicia, sino el de quien une a ello la
cualidad de la prudencia, de la modestia y de la autorrestricción. Quienes hoy defienden el auto del
juez Garzón harían bien en pensar en las consecuencias que puede tener a la larga el que los
jueces (y no sólo los jueces de cierta orientación ideológica: el activismo judicial no es sólo de
izquierdas) se consideren por encima de las leyes.

'El gran espectáculo de los donantes'


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

SOBRE LA ÉTICA DE LOS TRANSPLANTES DE ÓRGANOS


"A Jessica Gorlin"

En el pasado mes de mayo, una cadena de televisión holandesa anunció que emitiría un programa
de reality show, "El gran espectáculo de los donantes", en el que una mujer, con un cáncer
terminal, donaría (en vida) uno de sus riñones a uno de los tres candidatos que competirían en el
concurso: cada uno trataría de convencerla para que fuera él el elegido; además, se pasarían
diversas entrevistas, previamente grabadas, con los candidatos y con familiares y amigos de estos
últimos; y los teleespectadores podrían influir en el resultado (no determinarlo) votando, vía SMS,
en favor de alguno de los tres candidatos.
El anuncio produjo un gran escándalo nacional e internacional. La Federación holandesa de
Trasplantes, por ejemplo, lo consideró un caso "cercano a la venta de órganos"; y varias
asociaciones de pacientes y televidentes, algunos partidos políticos, etc. criticaron ásperamente a
la cadena televisiva y a la empresa productora (la misma que en su día ideó "El gran hermano") y
exigieron a las autoridades que prohibieran la difusión del programa. El ministro de educación (en
funciones del de sanidad) afirmó que el programa le parecía "impropio y contrario a la ética",
especialmente por el elemento de competitividad que contenía, pero se negó a tomar ninguna
medida para impedir su emisión: "la Constitución me prohíbe interferir en el contenido de los
programas; (...) sería censura". Añadió que "la donación en vida de un órgano a una persona
elegida por el afectado es perfectamente posible [en Holanda]". Y aprovechó la ocasión para
animar a que hubiera un debate acerca de qué incentivos para la donación de órganos podían
considerarse o no éticos; puso como ejemplos la iniciativa de una empresa funeraria que ofreció
descuentos a los familiares de los fallecidos que se hubiesen inscrito como donantes, y la
propuesta del Instituto Holandés del Riñón en el sentido de dar preferencia en las listas de espera
de órganos a los que fueran donantes. Por su parte, el presidente del canal televisivo dijo conocer
que el programa era muy controvertido y que mucha gente consideraba su emisión de mal gusto
pero, en su opinión, "la realidad es todavía más chocante y de peor gusto: esperar por un órgano
es como jugar a la lotería". Al parecer, en Holanda el tiempo de espera es superior a cuatro años y
muchos enfermos mueren por no haber sido trasplantados. El programa, según él, podía contribuir
a concienciar a la población al respecto y, de esa manera, a mejorar la situación.

"¿Es inmoral la acción que responsables del canal televisivo llevarían a cabo? La opinión
parece considerar que atentaba contra la dignidad de los posibles receptores del órgano. El
problema, que no es tan fácil aclarar qué debe entenderse por 'dignidad' o por 'trato
indigno'"

En España, las reacciones fueron más adversas. La ministra de sanidad y consumo declaró en una
rueda de prensa que "hay límites que en absoluto se pueden franquear" como es "la consideración
de la medicina como un espectáculo"; y añadió que "si el caso holandés se hubiera producido en
España, el Ministerio hubiera intervenido" solicitando "la intervención judicial si hubiera sido
necesaria para impedir la emisión de un programa así". El director de la Organización Nacional de
Trasplantes calificó el concurso de "compraventa de órganos" y de "comercialización aberrante". Y
en los foros de opinión de internet que he tenido oportunidad de consultar las reacciones ante la
noticia han sido, por lo general, de indignación: "es inmoral lo que se les hace pasar a los posibles
receptores de ese riñón"; "[el programa] sólo puede ser fruto de personas desequilibradas y sin
escrúpulos (...) los posibles espectadores del reality serían por el estilo"; "¿no se puede prohibir un
programa denigrante en el que se juega con la vida de las personas?"; "un concurso así es
equivalente a la venta de órganos"; "es lo más aberrante e indigno que he visto nunca"; "no se trata
de libertad de expresión, sino de jugar con la enfermedad y el dolor de unos enfermos"; etcétera.
El programa se emitió el viernes 1 de junio y tuvo una gran audiencia: más de un millón de
espectadores (en un país de unos 16 millones de habitantes). En el último momento del programa,
antes de saberse quién era el ganador del riñón, el presentador reveló que, en realidad, se trataba
de un montaje destinado a sensibilizar a la opinión pública y que, en consecuencia, no iba a tener
lugar ninguna donación. La enferma terminal de cáncer resultó ser una actriz y los concursantes
(una locutora de radio, un estudiante de enfermería y un asistente social) eran, efectivamente,
enfermos a la espera de un trasplante y que habían participado en el programa conociendo de qué
se trataba. Durante la emisión, 12.000 personas se hicieron donantes y 6 se ofrecieron como
donantes en vida de un riñón. Las opiniones de los anteriormente críticos con el programa habían
cambiado también significativamente: el ministro de Educación calificó la emisión de "maniobra
excepcional" y de "una forma inteligente" de llamar la atención sobre la escasez de donantes en
Holanda; el presidente del gobierno reconoció que, aunque no había sido el instrumento más
adecuado para llamar la atención sobre el tema, se había avivado el debate sobre la donación de
órganos; y, en general, nadie pasó de considerar el programa como algo peor que una muestra de
"mal gusto".
El caso holandés plantea diversas cuestiones normativas (morales y jurídicas) de interés. Una es la
de si el montaje televisivo integra un supuesto de mentira justificada. Otra, la de qué hubiera
pasado si el programa hubiese sido un reality show en serio: ¿se trataría realmente de un
comportamiento -moral y/o jurídicamente- ilícito?, ¿por parte de quién? y ¿por qué?. Y la tercera se
refiere a algo de carácter más general y presupuesto en el caso: ¿qué puede -en sentido fáctico y
en sentido normativo- hacerse para incrementar la donación de órganos?, ¿qué criterios deben
utilizarse para su distribución?

Cuestiones candentes
En un texto clásico (Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía), Kant defendió la idea de
que el deber de ser veraz tiene carácter incondicionado y no admite excepción alguna. Según él,
no está justificado mentir ni siquiera en una situación en la que unos asesinos nos preguntaran si
un amigo nuestro a quienes persiguen con intención de darle muerte se ha refugiado en nuestra
casa. Es decir, aunque la mentira suponga la evitación de un grave daño (o la obtención de un
gran beneficio), para uno mismo o para otro, se trataría siempre de "una injusticia cometida con la
humanidad en general", ya que al mentir uno estaría haciendo "que las declaraciones en general
no encuentren creencia alguna y también con ello que caduquen y pierdan vigor todos los
derechos que están fundados en contratos".

¿Mentira filantrópica?
Ahora bien, Kant acierta seguramente al señalar cuál es la razón última por la que está mal recurrir
al engaño: mentir (aunque sea para un buen fin) genera desconfianza, la desconfianza pone en
riesgo instituciones básicas de nuestra sociedad y, en último término, hace imposible una vida
racional y moral. Pero no me parece que haya una buena razón para seguirle en la consideración
del deber de veracidad como un deber absoluto. Algo parecido ocurre con el deber de preservar la
propia vida: Kant consideró que el suicidio no puede justificarse nunca porque, al suprimir la
persona moral, hace imposible la moralidad misma; sin embargo, muchos piensan -yo también-
que se puede ser kantiano en ética -suscribir los tres principios básicos del imperativo categórico:
los de universalidad, dignidad y autonomía- y considerar que el suicidio, en determinadas
circunstancias, es un comportamiento éticamente lícito. Volviendo a nuestro caso, puede pensarse
que la excepción al principio de veracidad (no sólo el permiso sino, incluso, la obligación de mentir
en ciertas circunstancias -por ejemplo, para hacer posible cierto tipo de investigación médica-) no
sólo podemos universalizarla (o sea, aplicarla sin contradicción a todos los supuestos en los que se
den esas mismas circunstancias), sino que es además condición necesaria para el desarrollo de
instituciones básicas de nuestra sociedad, como la ciencia y la medicina.

"Hay razones para pensar que un programa como "El gran espectáculo de los donantes"
atentaría en alguna medida contra la dignidad de las personas, aunque de ahí no pueda
concluirse que su emisión debiera estar prohibida"

El problema reside entonces en determinar cuáles son las circunstancias que justifican (aunque
sea excepcionalmente) recurrir al engaño, y si se dan o no en el caso holandés. Desde luego, no
es fácil encontrar una respuesta general y completa, o sea, una formulación del principio de
veracidad con sus excepciones (o, al menos, yo no estoy en condiciones de hacerlo), pero me
parece que pueden señalarse determinadas características de nuestro caso que hacen plausible
pensar que se trató de una mentira justificada: 1) El engaño tenía una motivación altruista y
produjo, al menos a corto plazo, consecuencias positivas, en cuanto contribuyó al progreso de un
objetivo valioso: incrementar el número de donantes de órganos. 2) Los participantes directos en el
programa conocían de qué se trataba, de manera que en relación con ellos -los que estaban en la
posición más vulnerable- no puede hablarse en absoluto de manipulación o de trato denigrante. 3)
La mentira se mantuvo sólo por un corto tiempo (el estrictamente necesario para la consecución
del objetivo -valioso- perseguido). 4) Es razonable pensar que los engañados -o, al menos, muchos
de ellos- hubiesen consentido en un montaje de ese tipo, si hubieran tenido la oportunidad de
pronunciarse al respecto: o sea, tendrían razones para sentirse engañados, pero no para sentirse
tratados con falta de consideración y respeto (las declaraciones del ministro de educación
holandés después de emitido el programa son, en este sentido, elocuentes). 5) La institución que,
como consecuencia del engaño, parece haber quedado erosionada es, de manera central, la de los
reality show, pero seguramente ello no puede ser considerado como una grave pérdida para la
sociedad.

"Kant acierta al señalar cuál es la razón última por la que está mal recurrir al engaño: mentir
(aunque sea para un buen fin) genera desconfianza, la desconfianza pone en riesgo
instituciones básicas de nuestra sociedad y hace imposible una vida racional y moraL"

Jurídicamente inatacable
A pesar de lo sugerido por la ministra de sanidad española, no creo que en el Derecho español
haya base para prohibir la emisión de un programa como el que se había anunciado en Holanda. Y
no lo creo, por lo siguiente.
En primer lugar, es dudoso que la Ley sobre extracción y trasplantes de órganos de 1979 y el Real
Decreto de 1999 que la desarrolla (y que deroga el anterior, de 1980) prohíban un tipo de donación
como el anunciado en "El gran espectáculo de los donantes". La ley prevé la posibilidad de obtener
órganos procedentes de un donante vivo. Exige, entre otros, el requisito de que “el destino del
órgano extraído sea su trasplante a una persona determinada, con el propósito de mejorar
sustancialmente su esperanza o sus condiciones de vida garantizándose el anonimato del
receptor" (art. 4, d). A primera vista, la exigencia de anonimato (que sigue apareciendo en el Real
Decreto: en el art. 2) afectaría al caso holandés, pero también a cualquier donación entre personas
con relaciones de parentesco o afinidad que son, precisamente, los supuestos más frecuentes en
la práctica. Se trata entonces de dilucidar cómo debe interpretarse el término "anonimato". Muchos
(siguiendo a Romeo Casabona) han entendido que la garantía se refiere a terceras personas
ajenas al proceso, o sea, que lo que se pretende impedir es la difusión de esos datos a través de
los medios de comunicación de manera que, en definitiva, la prohibición sí que afectaría al caso
holandés. Pero cabría hacer otra interpretación, seguramente también plausible (y más abierta que
la anterior): el requisito del anonimato está dirigido a proteger al receptor (y al donante), pero es
dudoso que en un supuesto como el que nos ocupa necesiten ser protegidos; o sea, más que de
anonimato habría que hablar aquí de confidencialidad o, si se quiere, de anonimato como derecho
renunciable. En apoyo de esta última interpretación podría aducirse el art. 2 del Real Decreto
(sobre "Normas y principios generales") en el que, después de enunciar cuáles son esos principios
("voluntariedad, altruismo, gratuidad, ausencia de ánimo de lucro y anonimato"), se añade, como
fin justificativo de los mismos: "de forma que no sea posible obtener compensación económica ni
de ningún otro tipo por la donación de ninguna parte del cuerpo humano". Y aquí, a pesar de las
opiniones antes recogidas (alguna tan autorizada como la del director de la Organización Nacional
de Trasplantes), no parece que se tratara -tal y como se publicitó el programa- de nada parecido a
la venta de órganos; o, en todo caso, es perfectamente posible pensar en alguien completamente
altruista (un donante genuino) que, sin esperar recibir nada a cambio, desea entregar uno de sus
órganos no a cualquiera, sino a una persona que considere merecedora de ello.

"Una cadena de televisión holandesa anunció que emitiría un programa de reality show, en
el que una mujer con cáncer terminal donaría (en vida) uno de sus riñones a uno de los tres
candidatos que competirían en el concurso"

En segundo lugar, aunque se entienda que la normativa española de trasplantes prohíbe ese tipo
de donación, de ahí no se puede inferir, sin más, que el Derecho español prohíba la emisión de un
programa televisivo en el que se pretenda obtener -y es, en realidad, lo que se pretendía- el
compromiso de una persona para hacer una donación; compromiso que, como es obvio, puede ser
revocado en cualquier momento (en España o en Holanda); antes de la emisión del programa en
Holanda hubo muchas voces que advirtieron de que, por diversas razones, esa donación no se iba
a poder materializar. Digamos que la sanción apropiada podría ser la de hacer imposible la
donación (lo que puede ser una manera de abortar ese tipo de programas televisivos) o (caso de
que la donación tuviera lugar) tomar algún tipo de medida contra los profesionales de la medicina o
los centros implicados. Pero no la de prohibir la emisión televisiva. Así, no parece que se pudiera
prohibir la emisión de un programa en el que, pongamos por caso, se defendiera un modelo
legislativo de trasplantes distinto -u opuesto- al actual (por ejemplo, basado en la compraventa de
órganos), como no se han prohibido numerosos programas de los últimos años que abogan en
favor de la eutanasia activa, de la despenalización del tráfico de drogas, etc. (o sea, conductas
prohibidas y no por normas administrativas, sino de carácter penal). De manera que, en esto, el
Derecho español no parece ser distinto del holandés, aunque las reacciones de las autoridades
políticas en uno y otro país sí que lo hayan sido.

¿Moralmente correcto?
Ahora bien, una cosa es la calificación jurídica de una conducta, y otra su calificación moral. Cabe
por ello preguntarse: ¿es inmoral el tipo de acción que donante, receptores, responsables del canal
televisivo y televidentes llevarían a cabo en un programa de esas características? La opinión más
generalizada parece haber sido la de considerar que el mismo atentaba contra la dignidad de los
posibles receptores del órgano: estos últimos serían las víctimas morales del espectáculo y los
otros (en diversos grados) culpables de una acción que supone un trato denigrante, indigno, para
ciertas personas. El problema, naturalmente, es que no es tan fácil aclarar qué debe entenderse
por "dignidad" o por "trato indigno".
Hay quien piensa, como el filósofo Jesús Mosterín en un libro reciente, que palabras como
"dignidad" (cuando se usan para afirmar, por ejemplo, que el ser humano tiene dignidad) carecen
de cualquier contenido semántico y que su utilización se debe a que "provocan secreciones de
adrenalina en determinados hombres tradicionalmente proclives a la retórica"; de ahí su propuesta
de que "en una discusión ética racional no deberían admitirse términos tan vacíos (...) so pena de
convertirla en una ceremonia de la confusión". Yo no creo que Mosterín tenga razón en esto. Como
es sabido, Kant entendía que la dignidad supone que al ser racional debe tratársele como un fin en
sí mismo y no meramente como un medio, y no me parece que con ello se enuncie algo carente de
significado; para poner un ejemplo claro, significa que la esclavitud es un atentado contra la
dignidad -y una institución carente de justificación moral-, porque a un ser humano se le trata como
un objeto, como la propiedad de otro; y si esto ocurre con la esclavitud, otro tanto (o algo parecido)
cabría decir de muchas otras relaciones de dominación que suponen la anulación o una merma
considerable de la personalidad moral, de la capacidad de actuar autónomamente. De todas
formas, hay que reconocer que la diatriba de Mosterín tiene el interés de que obliga a utilizar la
expresión "dignidad", y otras semejantes, con cautela; o sea, no basta con apelar sin más a la
dignidad cuando se quiere desacreditar moralmente un comportamiento o una institución.
¿Por qué, entonces, un programa de las características de "El gran espectáculo de los donantes"
supone tratar a ciertos seres humanos de manera indigna? La contestación quizás pudiera ser que
quienes tienen que competir por un órgano están en una posición semejante a los gladiadores en
el circo romano: unos y otros se ven obligados a luchar por su vida, por su supervivencia, porque
se les ha colocado -sin ellos desearlo- en una especie de estado de necesidad y con el único
propósito de crear un espectáculo, de entretener a un auditorio; su autonomía ha quedado, por
ello, seriamente dañada. Sin embargo, la comparación no es del todo exacta: en el caso del
programa televisivo holandés -tal y como se había anunciado- junto con la intención de crear un
espectáculo estaba también el propósito de contribuir a un objetivo valioso (concienciar a la
población de la necesidad de donar órganos); y, sobre todo, el estado de necesidad estaría
provocado, en el caso de los gladiadores, por la acción voluntaria de otros seres humanos mientras
que, en relación con los necesitados de un trasplante, su situación se debe a factores como el azar
biológico, haber sufrido un accidente, o haber llevado cierto tipo de vida. Lo relevante (o lo más
relevante) moralmente de la situación parece que no sería tanto el que algunos seres humanos se
vean en una situación de estado de necesidad, y quizás tampoco el aprovecharse de esta
circunstancia para hacer de ello un espectáculo, cuanto (sobre todo) el que alguien (distinto al que
se encuentra en esa situación) la haya generado o, pudiendo evitarla, no lo haya hecho. En
definitiva, el reproche de trato indigno parece suponer, en este caso, la idea de que existe otra
forma de obtener y de distribuir órganos que no consiste en hacer que los posibles receptores se
vean obligados a competir entre sí.

"La Federación holandesa de Trasplantes lo consideró un caso "cercano a la venta de


órganos", y varias asociaciones de pacientes y televidentes, algunos partidos políticos, etc.
criticaron ásperamente a la cadena televisiva"

Sistema correcto
Llegamos con ello a la última cuestión que me había planteado: ¿cuál es la forma justa de obtener
y de distribuir órganos? El sistema español de trasplantes es calificado con frecuencia de modélico
y, de hecho, España parece ser el país con mayor número de donantes en términos relativos,
aunque ello no impide que también aquí el problema fundamental sea el de la escasez de órganos.
¿Pero cuáles son los rasgos generales del modelo?
Ernesto Garzón Valdés ha distinguido ocho alternativas posibles en relación a la manera como
pueden obtenerse órganos (de seres humanos) para ser trasplantados. El cuadro resulta de
combinar tres variables, esto es, según que la obtención sea de vivo o de cadáver, voluntaria o no
y gratuita o no. El modelo español se caracteriza porque los órganos se extraen tanto de donante
vivo (aunque en un número muy reducido) como, sobre todo, de cadáver. Se excluye obviamente
la posibilidad de extraer un órgano sin contar con el consentimiento del afectado, pero aquí hay
una peculiaridad interesante en relación con los cadáveres. Según la ley de 1979, si el fallecido no
ha dejado constancia de su oposición, se pueden extraer los órganos para finalidades terapéuticas
o científicas (art. 5. 2). Sin embargo, en la práctica la extracción sólo se realiza si se cuenta con el
consentimiento de los familiares. A veces se dice que con ello lo que se hace es extremar las
cautelas éticas, pero esto último no parece muy convincente: un cadáver no es una persona y,
aunque no por ello deje de ser un bien digno de protección, parece claro que la satisfacción de los
deseos de familiares (o incluso de los del propio fallecido expresados en vida) no pueden
prevalecer sobre el bien de la vida y de la salud de los enfermos que podrían beneficiarse de sus
órganos; puede que sea cierto que contradecir la voluntad de las familias produce un movimiento
de rechazo de la población hacia los trasplantes, pero eso no supone una razón moral sino más
bien de carácter prudencial. Con respecto a la gratuidad o no de la relación, la legislación española
pone un gran énfasis en descartar cualquier ánimo de lucro y se basa en el principio de la más
completa generosidad del donante: "en ningún caso -establece el art. 2 de la Ley- existirá
compensación alguna para el donante, ni se exigirá al receptor precio alguno por el órgano
trasplantado". Evitar la compraventa de órganos parece estar plenamente justificado por razones
de justicia, de igualdad, pero para evitar esa consecuencia no parece que sea estrictamente
necesario prohibir que el donante (o sus familiares) reciban algún tipo de compensación; digamos
que para evitar que opere el mercado y que los ricos estén, en consecuencia, en una posición de
ventaja, bastaría con que el Estado controlase el proceso de extracción y trasplante de órganos,
aunque fijara (o permitiera que se fijara) alguna cantidad -o alguna ventaja- para los donantes o
sus familiares (ese era uno de los temas de discusión que planteaba el ministro de educación
holandés). Puede pensarse también ahora que esas medidas pueden tener un efecto negativo (en
cuanto al número de donantes o en cuanto a favorecer situaciones de explotación), pero de nuevo
se trata de una razón prudencial y no moral.
Dada, en todo caso, la escasez de órganos que -como ya he dicho- afecta a todos los sistemas, un
problema fundamental es el de la distribución de los órganos. Ernesto Garzón Valdés, en el trabajo
al que antes me refería, distingue al respecto tres alternativas, que resultan de excluir únicamente
la posibilidad de "abastecedores" no voluntarios de órganos. La primera es la del mercado, que
rechaza por razones más o menos obvias: no sólo porque favorece a los ricos, sino porque
"reforzaría la vulnerabilidad de sectores de la población que no tienen otros productos que vender
como no sean partes de su propio cuerpo". Las otras dos son el banco de órganos y el club, y
elegir entre una u otra le parece asunto difícil. El banco de órganos supone un sistema en el que
los órganos están, en principio, abiertos a todos pero, en su opinión, tiene los inconvenientes de la
manipulación (por parte de quienes manejan el banco) y de la gorronería (los comportamientos de
free-rider: se puede no donar, pero recibir el órgano cuando se necesita). En el club, el principio
básico es el de reciprocidad (el que acepta ser donante tiene un derecho -al menos, un derecho
preferente- a recibir un órgano), aunque cabe también "aceptar en el club" a quienes no pueden ser
donantes por razones de edad o de incapacidad física (es decir, combinar la reciprocidad con
cierta generosidad); el club -considera Garzón- resuelve algunos de los problemas del mercado y
de los bancos de órganos, pero no es un mecanismo del todo satisfactorio, sobre todo porque no
asegura la autonomía individual: "el club corre el riesgo de transformarse en un recurso eufemístico
para ocultar un reclutamiento coactivo de abastecedores".

"En España, las reacciones fueron más adversas. La ministra de sanidad y consumo declaró
en una rueda de prensa que 'hay límites que en absoluto se pueden franquear'"

Pues bien, el sistema español es el de un banco de órganos en el que la adjudicación no depende


de ninguna circunstancia que el receptor pueda o haya podido controlar: por ejemplo, no depende
de si ha aceptado o no ser donante, del tipo de vida que ha llevado (si ha sido un fumador
empedernido necesitado ahora de un pulmón), etc. Lo único que se toma en cuenta son datos
como la edad, el estado clínico (para el trasplante pulmonar tienen prioridad, por ejemplo,
pacientes menores de 60 años en situación de riesgo vital) o el territorio (se establece una
prioridad en favor, en primer lugar, del hospital generador del órgano, luego de los de la ciudad, la
comunidad, etc.). Es importante añadir que los criterios de adjudicación son públicos (pueden
consultarse en internet) y que todo hace pensar que se aplican de manera uniforme y sin sesgo de
ningún tipo.
Lo que muestra el sistema español (pero no sólo el español) es que resulta posible pensar e
implementar un procedimiento de obtención y distribución de órganos en el que los posibles
receptores no necesitan competir entre sí, simplemente porque los criterios utilizados no dependen
en ninguna medida del “merecimiento” del receptor. El principio que rige es el de la igualdad, no en
el sentido de una igualdad absoluta (que debería llevar probablemente, dada la escasez de
órganos, a un procedimiento de sorteo), sino de una igualdad en relación con las necesidades y
modulada por razones de eficiencia. Muestra también la importancia de la noción formal,
procedimental, de justicia; especialmente cuando los criterios materiales de justicia son difíciles de
establecer y, por tanto, discutibles, lo más importante puede ser que sean conocidos, que se
apliquen de manera uniforme, que puedan someterse a una crítica racional, pero que no dependan
de la simple voluntad -de las pasiones- de uno o de muchos. Y si todo esto es cierto, entonces
parece que hay razones para pensar que un programa como "El gran espectáculo de los donantes"
atentaría en alguna medida contra la dignidad de las personas, aunque de ahí no pueda concluirse
que su emisión debiera estar prohibida.

De Juana Chaos. Reflexiones sobre el caso


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

A lo largo de los últimos meses he reflexionado en diversas ocasiones a propósito de algunas de


las vicisitudes que se han ido sucediendo en el caso De Juana Chaos. No creo que mis opiniones
difieran mucho de las que podría expresar cualquier jurista que se mueva dentro de los parámetros
del Estado constitucional; lo peculiar, si acaso, lo encontrará el lector en algunas consideraciones
de teoría jurídica y moral explicables por razones (espero que no por "deformaciones")
profesionales. Dado que se trata de textos muy circunstanciales, antepondré a cada uno de ellos
una sucinta exposición de los hechos que aclaran el "momento procesal" en que aquellos fueron
escritos.
Por qué las garantías penales deben aplicarse a todos sin excepciones. Entre los años 1987 y
2000, el etarra De Juana Chaos fue condenado, en diversas sentencias y por diversos delitos entre
los que se incluían 25 asesinatos, a penas que, en su totalidad, superaban los tres mil años de
cárcel. Sin embargo, en virtud de la legislación que le era aplicable (el código penal de 1973), el
cumplimiento de la condena se habría reducido a algo más de 18 años lo que, en la práctica,
implicaba que en 2005 habría abandonado la prisión. Eso no ocurrió porque, en enero de 2005, un
juez de la Audiencia Nacional le imputó dos nuevos delitos, uno de pertenencia a ETA y otro de
amenazas terroristas, por dos artículos publicados por De Juana Chaos en el diario Gara y, como
consecuencia de ello, se decretó su prisión provisional. Aunque el Juzgado Central de Instrucción
nº 1 resolvió que los hechos no eran constitutivos de delito, su decisión fue recurrida por el fiscal y,
finalmente, la Audiencia Nacional condenó a De Juana Chaos, en agosto de 2006, a doce años y
seis meses de cárcel por el delito de amenazas terroristas. La pena coincidía aproximadamente
con la que había solicitado el fiscal en el juicio, pero se separaba mucho de lo que la fiscalía había
pedido, por los mismos hechos, tiempo atrás.
Muchos publicistas y probablemente la mayor parte de los ciudadanos consideran la condena de la
Audiencia Nacional a De Juana Chaos por el delito de amenazas terroristas justificada e incluso
excesivamente leve. De hecho, el cambio de criterio por parte de la fiscalía ( que pasó de pedir 96
años de prisión a 12 por la publicación de dos artículos en el diario Gara) fue ásperamente
criticado por muchos medios de comunicación y por el partido popular. Sin embargo, son bastantes
(yo diría que son mayoría) los juristas profesionales que discrepan de la sentencia; en mi opinión,
es bastante probable que el Tribunal Supremo la anule. La razón para ello es que la Audiencia no
parece haber seguido en su sentencia el criterio (básico en el Derecho penal democrático) de que
a alguien sólo se le puede imponer una pena como consecuencia de alguna acción que haya
realizado (y que esté previamente tipificada de manera específica en una norma), y no como
consecuencia de sus características personales (lo que los penalistas suelen llamar “Derecho
penal de autor”: el de los sistemas políticos totalitarios o el de los juicios de Guantánamo). Por más
que De Juana Chaos sea un asesino sanguinario, un ser detestable -razonarían muchos juristas-,
el Derecho penal (y sus garantías) debe(n) aplicársele exactamente igual que a cualquier otro.

"Las definiciones legales no siempre son coincidentes con las del diccionario o con el uso
común de una expresión en el habla natural. Aunque el auto del juez hubiese estado mal
fundamentado, no es fácil saber por qué esa circunstancia habría de convertir en ilegal la
decisión del Gobierno"

De manera que aquí se produce un claro contraste entre lo que piensan las personas comunes y
corrientes y lo que opinan los juristas profesionales. Si se quiere, una diferencia de acento: los
primeros subrayan la gravedad del delito y la necesidad de que la pena guarde proporción con esa
gravedad, así como la importancia para una sociedad de que los delitos resulten castigados; los
segundos, la intangibilidad de las garantías penales (además de la señalada, la presunción de
inocencia, la prohibición de la tortura, etc.). Cualquiera que tenga experiencia como profesor en
una Facultad de Derecho sabe de la existencia de esa discrepancia y probablemente ha
considerado como una de sus principales funciones educativas la de inculcar en sus estudiantes
una visión garantista del Derecho (en particular, del Derecho penal). ¿Pero por qué debemos ser
garantistas?
Una respuesta frecuente a esa pregunta apela a las consecuencias positivas que se siguen de ello,
al menos a largo plazo; las garantías nos protegen a todos del riesgo de sufrir un castigo injusto,
aunque en algún caso pueda suponer que alguien no recibe un castigo del que se ha hecho
merecedor ¿Pero es ésta la única o incluso la mejor razón para defender esa concepción del
Derecho penal? Yo diría que no. Las garantías penales son también –fundamentalmente- un
conjunto de derechos que derivan directamente del principio de dignidad humana, esto es, que
tienen valor por sí mismos y no simplemente por sus consecuencias. Al que se le niega una de
esas garantías no se le está reconociendo como persona, como alguien que debe ser tratado como
un fin en sí mismo y no meramente como un medio... De manera que la única forma de justificar
que a los terroristas o a otro tipo de delincuentes no se les aplique esas garantías es negarles la
calidad de personas. Lo mismo que ocurre con los condenados a muerte.
¿Un caso trágico?. En agosto de 2006, De Juana Chaos había iniciado, como medida de presión
para lograr su libertad, una huelga de hambre que abandona dos meses después. Tras la condena
por parte de la Audiencia Nacional, reinicia la huelga de hambre. A finales de noviembre, ingresa
en el hospital y poco después se ordena su alimentación forzosa. El 25 de enero de 2007, el Pleno
de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional decide (por 12 votos a favor y 4 en contra) que De
Juana Chaos siga en prisión provisional y alimentado por la fuerza en un hospital.
Los casos que tienen que decidir los jueces pueden dividirse en tres categorías: fáciles, difíciles y
trágicos. Un caso es trágico cuando no hay, en relación con el mismo, ninguna decisión que no
suponga un daño para algún bien considerado esencial. Es cosa discutible si existen o no casos
trágicos en el Derecho (o en la moral) pero, de existir, un ejemplo podría serlo el del juez que tiene
que optar entre alimentar por la fuerza a un preso en huelga de hambre (lo que supone un
atentado contra la autonomía de un ser adulto y -se supone- en pleno uso de sus facultades
mentales), o bien permitir que siga adelante con su acción y se produzca una muerte no querida (el
que se pone en huelga de hambre no es un suicida: está dispuesto a -pero no quiere- morir).
¿Fue trágico el caso que tuvo que resolver hace días la sala de lo Penal de la Audiencia Nacional
sobre si mantener en prisión al etarra De Juana Chaos o bien concederle la libertad provisional
(como lo pedía su representante legal) o la prisión provisional atenuada (como solicitaba el
ministerio fiscal) Mucha gente diría que no. La mayoría de la sala de la Audiencia Nacional (12 de
sus 16 integrantes) decidió mantenerle en prisión por entender que «lo que agrava su salud» (y
pone en riesgo su vida) es «su voluntad de no comer» y no «la situación de prisión»; por lo tanto, la
decisión no habría supuesto incrementar el peligro para el bien vida. Y tampoco parece ver nada
trágico en la decisión una buena parte de la opinión pública (probablemente la mayoría) que,
simplemente, no considera que exista nada de valioso en esforzarse por mantener en vida a quien
ha cometido 25 asesinatos y no ha mostrado nunca el menor signo de arrepentimiento. Uno de los
síntomas de que un caso (una situación) es trágico(a) es que deja en quien tiene que tomar una
decisión (cualquiera que ésta sea) un sentimiento de pesar. Pero nada de ello parece traslucirse ni
en la prosa del auto de la Audiencia, ni en las muchas opiniones de apoyo al mismo vertidas en los
últimos días en los medios de comunicación; recordemos cómo acogió Rajoy la noticia de la
decisión: «me he llevado una de las mayores alegrías de mi vida».

"De Juana Chaos no tenía, en el momento de redacción de los escritos, la condición de


integrante o colaborador de banda armada (no habría habido “amenazas terroristas”) pero
sus expresiones se tienen como gravemente amenazadoras debido a la presunta
implicación relevante de aquel en ETA"

Quienes se han manifestado en contra del auto de la Audiencia Nacional tampoco parecen pensar
que los jueces estuvieran ante una elección trágica. Simplemente, porque existía una alternativa (la
prisión atenuada) que, si bien no habría asegurado la vida de De Juana Chaos (puesta en peligro,
en efecto, por él mismo), habría mejorado de alguna manera su situación y contribuido a crear un
mejor clima político, sin poner por ello en peligro ningún valor importante del Estado de Derecho. A
pesar de las soflamas de diversos dirigentes del PP, esa decisión -opinan muchos de los críticos
del auto- no hubiese supuesto ceder a ningún chantaje, sino aplicar la ley de la manera como
probablemente los mismos jueces habrían hecho si no hubiesen tomado en consideración
aspectos de la conducta del etarra anteriores al hecho por el que está ahora en prisión. Y tampoco
hubiese creado ningún precedente peligroso, dada la excepcionalidad de la situación y el peligro
evidente que supone mantenerse en huelga de hambre durante más de dos meses, de manera
que es difícil pensar que la medida -la huelga- pueda verse como un fácil expediente para
conseguir un beneficio penitenciario; por lo demás, cualquiera que se dé una vuelta por internet
puede comprobar cuántos internautas desean que la huelga de hambre se generalice entre los
presos etarras, y no precisamente por simpatía hacia los mismos.
Aceptemos entonces que el caso no es trágico. ¿Pero no lo fue la decisión de alimentar al etarra
por la fuerza? ¿Y no podría ocurrir que algún acontecimiento futuro (por ejemplo, la revocación de
la sentencia de condena por parte del Tribunal Supremo) situara a quienes ahora han dictado y a
quienes defienden el auto en una posición insostenible? ¿Es mera casualidad que los tres
magistrados que en su día condenaron a De Juana a 12 años de prisión por el delito de amenazas
hayan defendido ahora la prisión atenuada? ¿Acaso no hay una buena razón para sentir pesar por
la situación aunque, desde luego, eso no tenga por qué suponer la menor simpatía personal hacia
un asesino monstruoso como De Juana Chaos?
Sobre el odio. El 12 de febrero de 2007, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (compuesta por
13 magistrados) da a conocer su fallo en el recurso de casación interpuesto contra la sentencia de
la Audiencia Nacional. Condena a De Juana Chaos por el delito de amenazas no condicionales (no
por el de amenazas terroristas) en concurso ideal con el de enaltecimiento o justificación del
terrorismo, a la pena de tres años de prisión. Hay cuatro votos particulares: dos defendiendo que la
pena tendría que haber sido superior (como mínimo, de 5 años y 3 meses), y otros dos justificando
la libre absolución. El 24 de febrero, la Asociación de Víctimas del Terrorismo, con el respaldo del
PP, se manifiesta para exigir que De Juana Chaos cumpla la pena íntegra. El 28 de febrero, el
Gobierno (Instituciones Penitenciarias) concede a De Juana Chaos la prisión atenuada; la medida
es aprobada por el Juez de Vigilancia penitenciaria, que entiende que "se ha cumplido
estrictamente la legalidad vigente". El 1 de marzo, De Juana Chaos abandona la huelga de hambre
y es trasladado a un hospital de San Sebastián. El PP convoca una manifestación para el 10 de
marzo en protesta por la decisión del Gobierno.

"Las garantías penales son un conjunto de derechos que derivan del principio de dignidad
humana. Al que se le niega una de esas garantías no se le está reconociendo como persona.
La única forma de justificar que a los terroristas no se les aplique esas garantías es negarles
la calidad de personas"

Oigo en la radio, a propósito del caso De Juana Chaos, la opinión de un periodista que, me parece,
capta un aspecto de considerable importancia para comprender la situación que se ha creado con
la última medida del Gobierno, concediéndole la prisión atenuada para el año y medio que le queda
por cumplir por el delito de amenazas y enaltecimiento del terrorismo. Las palabras del periodista,
aproximadamente, fueron éstas: “De Juana Chaos es la persona más odiada en España; más
incluso que los autores del 11 M; quizás el Gobierno no haya tenido en cuenta suficientemente esa
circunstancia”. Yo no sé, por supuesto, si la ha tenido en cuenta o no, pero que esa circunstancia
se da me parece indudable. De ahí la pregunta que me hago: ¿está bien odiar a De Juana Chaos?
En nuestra cultura, y supongo que básicamente por influencia cristiana, el odio al otro ha sido
considerado siempre como un mal, como una pasión a evitar, lo que, naturalmente, no quiere decir
que no se haya practicado o no se practique con abundancia probablemente no menor que en
sociedades no cristianas. Pero nos hemos educado bajo la admonición de que “no se debe odiar a
nadie” o de que “nunca hay que alegrarse de la muerte de otro”, y la Iglesia siempre ha
interpretado –me parece- que el “prójimo” del precepto evangélico (aludido en el deber de amar al
prójimo como a uno mismo) era tanto el amigo como el enemigo, tanto el que está en la verdad
como en el error, tanto el santo como el pecador. El odio, por tanto, sería un sentimiento que no
debería albergarse –menos aún, expresarse- hacia los individuos sino, en todo caso, hacia sus
acciones o hacia nociones abstractas como el error, la maldad, el pecado o el delito. Seguramente
a eso se debe el que hayan podido hacer fortuna frases como la de Concepción Arenal: “odia el
delito y compadece al delincuente” (trasunto del “odia al delito y ama al delincuente” de San
Agustín). Y que a muchos nos resulte desconcertante que en un medio de comunicación afín a la
Iglesia Católica, como la COPE, se predique sin demasiados disimulos algo bastante parecido al
odio hacia personas bien determinadas: no sólo hacia un terrorista como De Juana Chaos, sino
también hacia algunos miembros del Gobierno o de partidos nacionalistas.
No escribo esto con el propósito de denunciar la incoherencia de tantos católicos que parecen
estar dispuestos a dejarse llevar, hasta no se sabe donde, por el odio no solamente hacia un
terrorista, sino también hacia quienes, presuntamente, le estarían dando trato de favor por
debilidad, por connivencia o por convicción. Lo peor de este asunto no son cuestiones formales,
como la coherencia, sino de contenido: la regla de actuación jurídica, política y moral que se está
difundiendo en la sociedad. El precepto de amor evangélico parece ciertamente exagerado, pero
tampoco conviene sustituirlo por el mandato de fomentar el odio hacia los otros: enemigos o
simplemente adversarios. Si se me permite un poco de pedantería filosófica, creo que no vendría
mal traer aquí la distinción que Aristóteles hacía entre la ira y el odio: mientras que el que siente ira
busca simplemente causar algún daño al otro, el que odia no se conforma con nada que no sea su
destrucción; la ira –añadía Aristóteles- tiene cura, el odio, no. ¿Sería mucho pedir a quienes
encabezan la reacción frente a la decisión del Gobierno en el caso De Juana Chaos que trocasen
su odio en simple ira y que se limitasen a indignarse frente a lo que ellos estiman como un trato
injusto?

"La decisión del Gobierno ha sido acertada, pero quizás no se hayan ofrecido las mejores
razones para justificarla. La razón del Gobierno para actuar como actuó es minimizar la
violencia, una finalidad, si se quiere, de carácter político, pero con un evidente trasfondo
moral"

Por lo demás, considero que la decisión del Gobierno ha sido acertada, pero quizás no se hayan
ofrecido las mejores razones para justificarla. Es equivocado (o, por lo menos, equívoco) aducir
razones “humanitarias” que, de una u otra forma, apelan a la compasión que (como una y otra vez
se nos repite) De Juana Chaos no sintió nunca por sus víctimas. No es, naturalmente, que me
parezca mal la compasión (incluso la compasión asimétrica; aunque esto último no sería muy
aristotélico). Pero la razón del Gobierno para actuar como actuó no tendría que haber sido (y
quizás no haya sido) fundamentalmente esa, sino la de minimizar la violencia; una finalidad, si se
quiere, de carácter político, pero con un evidente trasfondo moral.
Tampoco me parece del todo acertado el argumento profusamente utilizado en los últimos días o
semanas de que De Juana Chaos ya ha saldado sus cuentas con la sociedad (al menos, por lo que
se refiere a los asesinatos cometidos) y que, en consecuencia, nos guste o no, ahora habría
pasado a ser un miembro más de la sociedad, merecedor de la misma consideración y respeto que
los otros. Subyace aquí una cierta confusión entre el Derecho y la moral. O sea, desde el punto de
vista jurídico (jurídico-penal), es cierto que el que ha extinguido una condena pasa a tener los
mismos derechos que los demás (restringidos hasta entonces, en parte, pero sólo en parte –los
derechos vinculados con la dignidad humana no pueden sufrir ningún límite-, por su condición de
interno en un establecimiento penitenciario). Pero eso no significa que pase a ser, lisa y
llanamente, “uno más”, simplemente porque las responsabilidades que cada uno tiene no se
agotan en la esfera del Derecho. Y, en tal sentido, a mí no me cabe ninguna duda de que la culpa
moral de De Juana Chaos está muy lejos de haberse extinguido…por mucho que su conciencia (y
la de quienes le respaldan y se permiten “felicitar a la sociedad vasca” por haber logrado su “vuelta
a casa”) parezca(n) decirle(s) otra cosa.
A modo de conclusión. Escribo mi última reflexión, y a modo de conclusión, después de la
multitudinaria manifestación del 10 de marzo, en Madrid, y cuando ya está convocada la próxima,
esta vez en Pamplona, para el 17. ¿Cómo es posible -cabe preguntarse- que el caso De Juana
Chaos haya tenido semejante repercusión pública? ¿Acaso no ha sucedido algo parecido (haber
cumplido una parte minúscula de la pena a la que fueron condenados en su día) en tiempos
recientes con muchos otros presos etarras culpables de horribles asesinatos, sin que se produjeran
reacciones ni siquiera remotamente semejantes?
Como mucha otra gente, creo que la explicación fundamental para esta "anomalía" se encuentra
en el hecho de que el caso se ha utilizado como una excusa para obtener determinadas finalidades
políticas. No me interesa entrar aquí mucho, sin embargo, en ese tipo de consideraciones que, por
lo demás, parecen llevar inevitablemente a conclusiones bastante deprimentes sobre la eficacia del
arte de la manipulación, especialmente cuando se cuenta con medios poderosos y se dan ciertas
circunstancias políticamente propicias. De lo que quiero tratar no es de explicaciones, sino de
justificaciones. ¿Están justificadas las decisiones tomadas por las autoridades -judiciales,
administrativas o gubernamentales- en este caso? ¿Es posible que una decisión justificada
jurídicamente no lo esté, sin embargo, desde el punto de vista político o moral?
La respuesta a la primera de las anteriores preguntas no puede, obviamente, ser unívoca puesto
que, frente a unos mismos hechos (la publicación de los dos artículos en el diario Gara), las
resoluciones emitidas por diversos órganos judiciales han sido muy distintas. ¿Cuál es, entonces,
la respuesta jurídicamente correcta, si es que la hay, para ese caso? Pues bien, en mi opinión, la
de los dos magistrados del Tribunal Supremo que defendieron, como anteriormente lo había hecho
ya el juez de instrucción, la inexistencia de delito . Uno de ellos adujo, como razón fundamental,
1

que expresiones semejantes a las que había utilizado De Juana Chaos en su artículo nunca habían
sido consideradas por la Sala como constitutivas del delito de amenazas. El otro, además de
señalar que el razonamiento de la mayoría adolecía de numerosas inconcreciones (demasiadas
para que la condena pudiera satisfacer las exigencias del principio de legalidad penal), puso de
manifiesto una cierta contradicción de la sentencia: según los magistrados, De Juana Chaos no
tenía, en el momento de redacción de los escritos, la condición de integrante o colaborador de
banda armada (por eso no habría habido “amenazas terroristas”) pero, sin embargo, sus
expresiones se tienen como gravemente amenazadoras debido a la presunta implicación relevante
de aquel en ETA.

"La Audiencia no parece haber seguido en su sentencia el criterio (básico en el Derecho


penal democrático) de que a alguien sólo se le puede imponer una pena como consecuencia
de alguna acción que haya realizado y que esté previamente tipificada de manera específica
en una norma"

De todas formas, y con independencia de cuál pueda considerarse como la respuesta correcta al
caso, lo que sí parece haber quedado jurídicamente desacreditada es la opinión de que la
publicación de esos artículos constituía un delito de amenazas terroristas o de integración en
banda armada. Si, con la presión mediática que se ha ejercido sobre el Tribunal Supremo, no ha
habido ni un solo magistrado que así lo haya entendido, eso parece prueba concluyente de que no
existía forma "jurídicamente presentable" de sostener semejante tesis.
Por lo que se refiere a la decisión de conceder la prisión atenuada a De Juana Chaos, la
conclusión a la que necesariamente hay que llegar es que se trata de una decisión inobjetable
desde el punto de vista jurídico. Muchos parecen haberlo visto de otra manera, pero a partir de
consideraciones puramente emocionales o de argumentos verdaderamente débiles. José Ignacio
Wert (y lo pongo como ejemplo de actitud reflexiva; véase "El País" de 8 de marzo) critica las
razones aducidas por el Gobierno -por el ministro Rubalcaba-, pues la decisión no le parece "ni
legal, ni humanitaria, ni firme, ni inteligente". No es legal, en su opinión, porque el auto del juez de
Vigilancia Penitenciaria antes mencionado no se funda "en el logos de la subsunción de la norma
jurídica en el caso concreto", y porque tanto desde el punto de vista jurídico como desde el lógico,
la afirmación del juez de que el cumplimiento de la prisión en el hospital y luego en su domicilio
bajo vigilancia telemática no constituye ningún beneficio penitenciario "es - afirma a su vez Wert-
insostenible, por no decir que resulta grotesca". Ahora bien, leyendo ese artículo (y el auto del
juez), es imposible saber a qué se refiere el articulista de “El País” con el primero de sus reproches;
la norma aplicable, esencialmente, es un artículo del Reglamento penitenciario (el 100.2) que
otorga una amplia discrecionalidad a las autoridades penitenciarias a la hora de clasificar a un
interno; lo que se le pide al juez es, simplemente, comprobar que se han cumplido ciertos
requisitos y eso es lo que, de manera muy explícita, muestra en su auto: hay una propuesta de la
Junta de Tratamiento, la propuesta señala un modelo de ejecución específica, la medida propuesta
tiene carácter excepcional, y existe un informe favorable del Ministerio fiscal. Y para desactivar la
segunda de las objeciones de Wert, basta con darse cuenta de que las definiciones legales no
siempre son coincidentes con las del diccionario o con el uso común de una expresión en el habla
natural; el juez, en definitiva, no tiene la culpa de que el Reglamento penitenciario solo considere
"beneficios penitenciarios" el adelantamiento de la libertad condicional y el indulto particular (art.
202.2). Y, en fin, aunque el auto del juez hubiese estado mal fundamentado, no es fácil saber por
qué esa circunstancia habría de convertir en ilegal a la decisión del Gobierno.
Cosa distinta, naturalmente (y voy con ello a la segunda de las preguntas que me hacía al
comienzo), es que una decisión jurídicamente impecable pueda ser moralmente cuestionable o
políticamente desastrosa. Esto bien puede suceder y es algo que merece la pena, desde luego,
discutir a propósito de éste y de muchos otros casos. Pero el procedimiento para hacerlo no es la
algarada callejera, sino el discurso racional; una actitud, en definitiva, que poco tiene que ver con
las airadas reacciones que han acompañado a las resoluciones en el caso De Juana Chaos.
Acabo, por ello, mi reflexión con una cuestión de las que suelen calificarse de "retóricas", pues la
forma de pregunta contiene en realidad una afirmación. ¿Tienen -tenemos- los juristas alguna
suerte de deber profesional de contribuir a que el debate público se desarrolle de manera que se
satisfagan ciertas reglas y principios de la argumentación jurídica que forman parte también -o lo
forman en algunas ocasiones- de la discusión racional sobre cuestiones prácticas? ¿Existe, por
ejemplo, un deber de decir la verdad (toda la verdad) y de evitar que en el foro de la discusión
pública puedan ingresar argumentos intencionadamente engañosos? Si fuera así, no hay más
remedio que concluir que no pocos juristas han hecho, en el caso De Juana Chaos, dejación de
ese deber profesional.
1
No me resisto a señalar una diferencia de “estilo” que me parece significativa: mientras que la
sentencia está redactada en un lenguaje frío y burocrático que transmite la impresión de que en la
deliberación no ha jugado el menor papel cualquier elemento ajeno a la más estricta técnica
jurídica, en los votos particulares de estos dos magistrados hay una referencia explícita a los
elementos emocionales del caso y a la necesidad de esforzarse por superarlos en el proceso de
toma de decisión.

Reproducción Humana Asistida: Sobre la Nueva Ley


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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

Las leyes pueden evaluarse desde muy diversos puntos de vista. Por lo pronto, en relación con sus
objetivos: ¿cuáles son?, ¿hay objetivos o resultados no declarados (queridos o no por el
“legislador”)?, ¿están o no justificados de acuerdo con los valores socialmente dominantes, con los
principios constitucionales o con los de una determinada concepción de la ética? Pero también en
relación con cuestiones de carácter más “técnico”: ¿son los contenidos de la ley (las obligaciones,
prohibiciones y permisos que contiene) así como las instituciones que crea adecuados para lograr
esos objetivos?, ¿existen los incentivos (sanciones positivas o negativas) y recursos (por ejemplo,
financieros) que puedan asegurar la eficacia de la ley?; ¿deja la ley vacíos y/o crea contradicciones
o, por el contrario, regula todo lo que pretende regular y lo hace armoniosamente, teniendo en
cuenta el conjunto del articulado y el resto del ordenamiento jurídico?; ¿está, en fin, redactada de
manera que el mensaje de sus normas resulte razonablemente preciso y sea comprensible por sus
destinatarios –directos e indirectos- de forma que no dé lugar a problemas interpretativos que
podrían haberse evitado?.

Los ejes del debate. La multitud de opiniones que se han vertido sobre la nueva ley española
sobre técnicas de reproducción humana asistida (antes, durante y después de su tramitación
parlamentaria) se han centrado –lo que resulta fácilmente comprensible- en los aspectos éticos de
la misma. Yo diría que la discusión ha girado, fundamentalmente, en torno a tres tipos de conducta
que la ley autoriza y que algunos consideran debería prohibir: 1) fecundar más de tres ovocitos en
cada ciclo (superando el límite que había puesto la anterior ley de 2003 que modificaba en esto la
de 1988); 2) efectuar diagnósticos preimplantacionales con fines terapéuticos para terceros (el
llamado “bebé-medicamento”); 3) investigar con preembriones sobrantes de tratamientos de
infertilidad (con las células madre que se extraen de ellos) con ciertos requisitos, el más importante
de los cuales es que sea antes del día 14 de desarrollo del embrión (esta última es, precisamente,
la definición que la ley da de “preembrión”). De manera secundaria, el debate tiene que ver
también con dos tipos de conducta que la ley prohíbe (o pretende evitar) y que algunos consideran
debería permitir: 4) la elección del sexo del futuro bebé; y 5) la gestación por sustitución (las
“madres de alquiler”).
Las posturas que se han mantenido al respecto se sitúan, por lo tanto, entre estos dos extremos: el
de los partidarios de prohibirlos todos (los cinco supuestos que acabo de señalar) que es, de
manera muy notoria, el caso de la Iglesia católica, y el de quienes abogan por permitirlos todos, o
sea, quienes defienden una posición “liberal” que, en mi opinión, es a lo que lleva una concepción
laica y desprejuiciada de la ética. Los dos principales partidos políticos, el PP y el PSOE, ocupan
lugares intermedios: el primero, más próximo a la postura de la Iglesia (pero no coincidente con
ella, al menos en cuanto a las razones esgrimidas para justificar la prohibición); y el segundo, a las
posiciones liberales (pero el PSOE no es tampoco plenamente liberal, en relación con 4) y con 5)).

"Las posturas se sitúan entre dos extremos: el de los partidarios de prohibir los cinco
supuestos, que es el caso de la Iglesia católica, y el de quienes abogan por permitirlos
todos, o sea, quienes defienden una posición 'liberal'"

La discusión, tanto en el parlamento como en los medios de comunicación, ha sido –es- bastante
confusa y, con frecuencia, se ha alejado mucho de lo que suele llamarse un “diálogo racional”. Me
parece que ello se ha debido, sobre todo, a estas dos circunstancias: Una es que esas cuestiones
–digamos, todo lo que tiene que ver con la reproducción humana asistida y, más en general, con la
bioética- tienen un fuerte trasfondo ideológico y, en particular, religioso; podríamos decir que
afectan más a lo que Ortega llamaba “creencias”, esto es, algo que nosotros no hemos creado,
sino que más bien heredamos y sobre lo que no cabe dudar, que propiamente a las “ideas”. La otra
es que se trata de un tema con connotaciones inmediatamente políticas, en el sentido de que una
regulación más o menos restrictiva o liberal de la materia (o la impresión de que así es) puede
tener repercusiones electorales a corto plazo: a mucha gente le importa, por ejemplo, saber si se
va a poder o no investigar con células madre porque piensa –no sin fundamento- que ahí puede
estar la clave para la curación de enfermedades graves y que afectan a un porcentaje significativo
de la población, como la diabetes, el Alzheimer o el Parkinson.
No obstante lo anterior, me parece que puede decirse que los prohibicionistas tienden a utilizar,
para defender sus tesis, básicamente el argumento de la dignidad humana, mientras que los
liberales recurren sobre todo a argumentos que se apoyan en las ideas de autonomía y de felicidad
(“bienestar” o “evitación del sufrimiento”, a estos efectos, pueden considerarse como equivalentes
a “felicidad”). Pero, naturalmente, dada la fuerte carga emotiva de signo positivo que tienen esas
expresiones (que se refieren a valores ampliamente aceptados), lo que distingue en realidad a
unos y a otros, desde el punto de vista del uso de los argumentos, es más que nada una cuestión
de énfasis: pues los liberales no aceptan que permitir esos comportamientos suponga ninguna
merma para la dignidad humana, y los prohibicionistas protestan cuando se les califica de
enemigos de la autonomía o de la felicidad humana.
La apelación a la dignidad (y básicamente a la dignidad del preembrión) es el argumento
fundamental de la Iglesia católica para estar en contra de que se permitan los tipos de conducta
antes señalados y, en general, el uso de cualquier técnica de reproducción asistida; la razón
fundamental es que todas esas técnicas llevan consigo la generación de preembriones sobrantes,
cuya “dignidad” no se respetaría si se mantienen congelados en una clínica durante años y luego
pueden acabar destruyéndose: las clínicas de reproducción asistida vendrían a ser para ella algo
así como campos de exterminio de seres humanos. He sostenido en muchas ocasiones que esa
tesis descansa en una toma de postura irrazonable (no irracional) y que su posible fuerza
argumentativa depende enteramente de que se asuman ciertos dogmas religiosos (por ejemplo,
que desde el momento de la concepción Dios infunde un alma al cigoto); para el que no comulgue
con esos dogmas, un grupo de células sin ninguna capacidad de conciencia ni de sentir placer o
dolor (el preembrión) no puede equipararse con el embrión en fases ulteriores de su evolución y,
menos aun –como sostiene la Iglesia-, con el ser humano plenamente desarrollado; no quiere decir
que el preembrión no merezca ninguna protección sino, simplemente, que en esa fase del
desarrollo embrionario no tiene sentido hablar de “dignidad”, porque no existe una persona en
sentido moral (ni en sentido jurídico).
Esta crítica con respecto al argumento de la dignidad es, por supuesto, aplicable al Partido Popular
(que tanto en las discusiones parlamentarias como en otros foros ha hecho un amplio uso del
mismo), pero con el agravante de que la postura de este grupo político (a diferencia de lo que
ocurre con la de la Iglesia católica) es notoriamente incoherente. Mejor dicho, fue más o menos
coherente en la época en la que se discutió y aprobó la primera ley de reproducción humana
asistida (1988), la cual fue recurrida “en su totalidad” ante el Tribunal constitucional por 63
diputados de ese grupo parlamentario. Pero esa coherencia se fue perdiendo a medida que se
asentaba la aplicación de la ley y se generalizaba el uso de las técnicas de reproducción humana
asistida (no es de suponer que las mujeres de ideología afín a la del partido popular recurran
menos a la inseminación artificial que las que se encuentran más a la izquierda en el espectro
político). El punto de inflexión se puede situar en el año 2003 en el que se aprobó, a instancias del
PP, una ley que modificaba la anterior y en la que, entre otras cosas, se permitía la investigación
con preembriones sobrantes (con los existentes antes de la promulgación de la nueva ley) e
implícitamente (puesto que no se derogaron los artículos correspondientes) se daban por buenas
conductas que en el mencionado recurso se consideraban contrarias a la Constitución (e
inmorales). Es cierto que la reforma de 2003 partía del supuesto de que, al limitar a tres el número
de ovocitos fecundados en cada ciclo, se pondría fin al problema de los preembriones sobrantes.
Pero no hacía falta ser un experto para darse cuenta (ya entonces) de que se trataba de un
mecanismo de autoengaño o, quizás mejor, de una mentira piadosa que permitió que la Iglesia
católica, sin llegar a justificarla del todo, asumiera aquella reforma con cierta indulgencia, al
considerarla como una especie de mal menor (con respecto al mayor mal que suponía la situación
anterior).
Si se descarta (como creo que hay que hacer desde planteamientos que antes llamaba laicos y
desprejuiciados) que en relación con los anteriores supuestos pueda usarse el argumento de la
dignidad, a lo que se llega, en mi opinión, es a la conclusión de que no hay ninguna razón de peso
suficiente como para prohibir esas conductas (las cinco). No quiero decir con ello que la autonomía
o la felicidad deban verse como valores o principios de carácter irrestricto o que las razones que
dimanan de ellos tengan mayor fuerza que las provenientes del valor de la dignidad. Para mí está
clara la legitimidad de poner límites al ejercicio de la autonomía o a la persecución de la felicidad,
pero sólo cuando se dan ciertas circunstancias como la de evitar un daño a otro o garantizar que
un individuo sea realmente autónomo. Mi tesis es, precisamente, que en ninguno de los cinco
anteriores supuestos se dan esas circunstancias u otras que pudieran considerarse de fuerza
equivalente. Veámoslo
En relación con la supresión del número de ovocitos transferibles en cada ciclo, es obvio, por lo
que se acaba de decir, que ni está afectada la dignidad, ni se produce un daño o, por lo menos, no
un daño de entidad suficiente como para justificar ese límite; al tiempo que, con ello, se promueve
la autonomía y la felicidad (de la mujer o de la pareja). Además, la nueva ley no cambia
prácticamente las cosas en relación a como estaban. Lo único que hace, en realidad, es
simplificarlas, puesto que la reforma de 2003, después de fijar el límite de tres ovocitos, dejaba
abiertas numerosísimas excepciones, de manera que se puede decir que, en la práctica, estamos
en donde estábamos.
Algo parecido puede decirse a propósito de la investigación con preembriones sobrantes (con
células madre obtenidas de ellos). Las condiciones bajo las cuales se puede investigar ahora son
muy parecidas (prácticamente idénticas) a las que antes existían, con el único cambio significativo
de que se suprime el límite de que se trate de preembriones crioconservados antes de cierta fecha;
pero ese era un límite –como antes decía- carente de justificación y que sólo puede explicarse
como una medida para acallar a la Iglesia.

"Los prohibicionistas tienden a defender sus tesis con el argumento de la dignidad humana,
mientras que los liberales recurren sobre todo a argumentos que se apoyan en las ideas de
autonomía y de felicidad"

En cuanto al uso de técnicas de diagnóstico genético preimplantacional para seleccionar


preembriones cuyos tejidos sean compatibles con los de personas (familiares) enfermos, de
manera que el futuro bebé pueda contribuir (mediante trasplante) a salvar la vida o a curar una
enfermedad grave, por ejemplo, de un hermano ya nacido, oponerse a ello resulta, simplemente,
irrazonable, por no decir cruel y absurdo; quizás no esté de más recordar aquí que la dignidad
humana –según la famosa formulación kantiana- no prohíbe tratar a un ser humano como un
medio –cosa que hacemos a cada rato- sino sólo como un medio. El PP no tenía –me parece a
mí- ninguna necesidad de seguir en este extremo la postura de la Iglesia; de hecho, cuando en el
seno de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida se discutió hace algunos años la
posibilidad de autorizar una práctica de ese tipo, la casi totalidad de sus miembros (muchos de
ellos de ideología conservadora y probablemente simpatizantes de ese partido político) consideró
que no había obstáculos morales para ello, pero que la ley (la anterior), tal y como estaba
redactada, no lo permitía. Al oponerse a ese tipo de actuación, el PP se ha situado en una posición
de extremada debilidad argumentativa, como es fácil de comprobar cuando se leen las
intervenciones de su representante parlamentario en la Comisión y en el Pleno del Congreso de los
Diputados: lo único que se encuentra en los diarios de sesiones es un uso abusivo de términos
emotivos de alcance puramente retórico (“propósitos eugenésicos”, “instrumentalización de la vida
humana”, “bebé-medicamento”…); afirmaciones (como la de que la ley permite el uso de esas
técnicas “sin límite alguno”, “sin garantías de seguridad”…), cuya falsedad es fácil de comprobar
por cualquier lector desprejuiciado de la ley; o acusaciones (que el PSOE y los grupos que
apoyaron la ley –todos menos el PP- estarían buscando el beneficio de las clínicas privadas
cuando no “oscuros intereses sociales”) que parecen simplemente infundadas (¿acaso no hay en
las clínicas privadas de reproducción asistida médicos y personal sanitario –aparte de empresarios-
afines al PP?) y cuyo propósito no parece ser otro que el de presentar al PP (en una especie de
“tiro por elevación”) como el defensor de la medicina pública y de la igualdad en el uso de esas
técnicas.
Pasemos a lo que la ley prohíbe o pretende hacer imposible. Esquerra Republicana fue la única
fuerza política que defendió en el parlamento la posibilidad de elegir el sexo (a partir del tercer
hijo), pero su propuesta no tuvo prácticamente eco. En la discusión en comisión (el 21 de
diciembre de 2005), el único interviniente que se refirió a ella fue el representante del PSOE, pero
lo que dijo al respecto quizás sea mejor no considerarlo ni siquiera como un intento de argumentar:
“La enmienda (…) que se refiere a la elección de sexo, no nos parece que tenga que ver con el
objeto de esta ley [pero el art. 26,C, 10ª de la nueva ley califica de “infracción muy grave” “la
selección del sexo o la manipulación genética con fines no terapéuticos o terapéuticos no
autorizados”], ni nos parece que sea este el momento oportuno para plantearla [¿cuál entonces?],
ni que se refiera a una demanda socialmente justificada [¿por qué no?, ¿qué quiere decir
“socialmente justificada”?]”. He defendido en otro lugar que no hay ninguna razón ética para
oponerse, en términos absolutos, a la elección del sexo cuando no se trata de evitar la transmisión
de una enfermedad. No voy a extenderme aquí en este extremo, pero me limito a señalar que
ninguno de los argumentos que suelen esgrimir los prohibicionistas está, en mi opinión, justificado:
la elección del sexo (por ejemplo, a partir del tercer hijo, como se permite en Gran Bretaña) no
tiene por qué tener consecuencias “monstruosas”; no supone “instrumentalizar a un ser humano”
(como no supone instrumentalizar a un niño el que sus padres hayan decidido tenerlo en tal
momento de sus vidas); y no es cierto que la norma moral en que se apoya la permisión no sea
perfectamente universalizable aunque, al mismo tiempo, pueda tener excepciones y, en ese
sentido, no ser completamente general (por ejemplo, puede estar justificado prohibir la selección
de sexo si se da la circunstancia de que, en tal sociedad, existe una clara preferencia a favor de
tener, digamos, hijos varones).
Finalmente, la gestación por sustitución o maternidad “subrogada” no está exactamente prohibida
en la nueva ley (no hay previstas sanciones para quienes participan en ese tipo de prácticas), sino
que un contrato con esa finalidad se declara “nulo de pleno derecho” (art. 10. 1) y se establece que
“la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto” (art. 10.
2). En las últimas semanas, los medios de comunicación se hicieron amplio eco de la existencia en
internet de diversas empresas que facilitan madres de alquiler y, al parecer, hay un cierto número
de parejas españolas que han recurrido a esa práctica que es legal, por ejemplo, en diversos
Estados de los Estados Unidos: después del parto (y de haber pagado cantidades que oscilan
entre 60.000 y 75.000 euros), la pareja obtiene un certificado médico que acredita que el niño es
suyo; se corre el riesgo de que la madre gestante denuncie el caso ante las autoridades españolas
(que tendrían que reconocer su condición de madre –a efectos jurídicos-), pero la probabilidad de
que ocurra seguramente no sea muy alta y, en consecuencia, el riesgo resulta asumible al menos
para algunos.
Ahora bien, con independencia de que esa práctica exista, ¿se trata de un comportamiento ilícito,
contrario a la moral y que el Derecho haría bien en prohibir? No lo creo o, para precisar más, no
creo que haya razones para prohibirlo con carácter general. Si volvemos a los tres grandes
principios una y otra vez puestos en juego: la gestación por sustitución no va contra la dignidad del
niño que ni es tratado con crueldad por haber sido gestado de esa manera ni pierde ninguno de
sus derechos (si no fuera así, ¿qué diríamos de los niños no deseados o de los dados en
adopción?); tampoco tiene por qué suponer para los implicados un daño que justifique su
prohibición en toda circunstancia (en relación con el niño, y aún aceptando que ello pueda ser una
fuente de dificultades psicológicas, ¿acaso no se permite el nacimiento de niños en circunstancias
en las que es seguro que van a vivir vidas de grandes sufrimientos?); y no atenta tampoco contra
la autonomía de nadie (aunque podría ser razonable reconocer a la madre gestante el derecho –
basado en razones paternalistas- a cambiar de opinión –y ser reconocida como madre legal-
durante un corto periodo de tiempo después del nacimiento). En resumen, en lugar de prohibirla, lo
que habría que hacer es regular ese tipo de práctica de manera cuidadosa. La ley española la
regula, pero de manera tan expeditiva, tan tosca, que probablemente va a producir efectos muy
poco deseables: no impedirá que se recurra a la gestación por sustitución, pero puede hacer de
ella una práctica elitista y que suponga algunos riesgos adicionales a los que, de suyo, conlleva.

"Está clara la legitimidad de poner límites al ejercicio de la autonomía o a la persecución de


la felicidad, pero sólo cuando se dan ciertas circunstancias como la de evitar un daño a otro
o garantizar que un individuo sea realmente autónomo"

Consenso político y técnica legislativa. Decía al comienzo que una ley puede juzgarse desde el
punto de vista de los fines perseguidos o de los medios establecidos para lograrlos; o sea, desde
un punto de vista ético o técnico. No hay, como he tratado de mostrar, ninguna objeción ética
fundada que oponer a la ley, como no sea la de no haber sido suficientemente liberal; pero también
es cierto que no lo es en relación con dos aspectos de importancia relativamente secundaria. En
contra de lo que muchas veces –interesadamente- suele afirmarse, yo creo que es relativamente
fácil llegar a un consenso en materia de reproducción asistida (y, en general, de bioética) que
permita resolver los problemas de lo que podríamos llamar “la vida en común” (que son aquellos de
los que tiene que ocuparse el Derecho). La razón es que, para ello, no se necesita un consenso
profundo (no hace falta que compartamos el mismo “sentido de la vida”), sino que basta con un
consenso superficial (por ejemplo, en reproducción asistida, bastaría en realidad con aceptar la
idea de que el valor de la vida humana no es el mismo en todas las fases de su desarrollo o, si se
quiere, que está justificado que el Derecho parta de ese presupuesto: algo a lo que ninguna
persona razonable, en mi opinión, podría oponerse). La nueva ley española ha sido consensuada
por formaciones políticas de muy diverso signo ideológico (algunas de ellas son partidos políticos
de explícita inspiración cristiana, como el PNV y CiU) y no creo que haya ninguna razón de fondo
(sino más bien motivos de carácter político que tienen que ver con la lucha partidista a corto plazo)
para explicar la oposición frontal a la misma por parte del PP. Por lo que hace a las cuestiones de
técnica legislativa, sin embargo, el juicio no puede ser tan favorable, sobre todo en relación con lo
que cabría llamar su “racionalidad lingüística”: muchos artículos están redactados de manera
manifiestamente mejorable y la lectura de alguno produce verdadera desazón. No puedo entrar
aquí en detalles, pero me limitaré a dar algún ejemplo.
La ley atribuye considerable importancia a la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida
y –en mi opinión con buen criterio- le confía, entre otras cosas, la labor de emitir informes sobre
las nuevas técnicas que en el futuro puedan ir apareciendo, de manera que las autoridades
sanitarias podrán autorizarlas sin necesidad de cambiar constantemente la ley. Sin embargo, me
parece que los legisladores se han olvidado de una cosa esencial: de evaluar seriamente esa
institución, o sea, de aprovechar la experiencia de estos últimos años (hablo con algún
conocimiento de causa: he sido miembro de la misma desde su creación que, más allá de
mandatos legales, se debió a la iniciativa de un funcionario del Ministerio, Javier Rey del Castillo,
quien en todos estos años ha sido el secretario y el “alma” de la institución) para mejorar su
funcionamiento futuro. Cuando se leen las intervenciones de los representantes de los partidos
políticos en la comisión y en el pleno (o la propia exposición de motivos de la ley) se advierte que
unos (los del PSOE) estaban interesados más que otra cosa en usar la Comisión como una
especie de “argumento de autoridad” que oponer al PP (argumento, por cierto, discutible: si se
repasa la documentación de la Comisión, se verá que, en su mayoría, sus miembros no se
mostraron ni mucho menos “particularmente críticos” en relación con la reforma de 2003); y otros
(los de los partidos nacionalistas) parecían realmente obsesionados con disminuir su peso a favor
del de las comisiones homólogas de las diversas comunidades autónomas. Por sorprendente que
resulte, las principales dificultades para llegar a un acuerdo en cuanto al contenido de la ley
surgieron de cuestiones competenciales y no sustantivas; al parecer, para los partidos
nacionalistas, la existencia de una comisión nacional (cuando lo de “nacional” remite a España)
representa un mal, una amenaza, frente a la que hay que defenderse: cuanto menos –y menos se
diga de la comisión nacional, tanto mejor. Supongo que esa será la explicación de que la ley
establezca (art. 20.2) qué órganos nombrarán a los miembros de la comisión, pero no fije cuántos
miembros puede nombrar cada órgano y cuántos miembros tendrá en total lo que, ciertamente, me
parece relevante para el funcionamiento de la misma. Eso (y algunas otras cosas que son de
importancia cardinal para la comisión: recuérdese que, en la época en la que fue ministra Celia
Villalobos, la institución dejó de existir, simplemente, porque el ministerio dejó de convocarla) se
deja ahora a un reglamento posterior, esto es, al gobierno. ¿Pero no hubiese sido mejor que lo
estableciera la ley, sobre todo si se está pensando en una Comisión que actúe con criterios de
agilidad e independencia?
El artículo 1 es un verdadero pandemonium, en donde aparecen (desmintiendo lo que anuncia su
título: “objeto y ámbito de aplicación de la ley”) no sólo las conductas objeto de regulación, sino
también una definición (la de “preembrión”: ¿no sería mejor un artículo o una disposición que
contuviera esa y otras definiciones?) y una prohibición (la clonación con fines reproductivos: ¿era
necesario incluirla ahí cuando, además, aparece también en el art. 26,c,9ª?). Pero además, al
describir los tres tipos de conducta que dice regular (de hecho, regula también otras conductas que
no figuran ahí) lo hace de manera tan desmañada que roza el despropósito; así, en el art. 1, ap. 1
letra b) puede leerse: “[la ley tiene por objeto] regular la aplicación de las técnicas de reproducción
humana asistida (…) siempre que (…) sean debidamente autorizadas en los términos previstos en
esta ley”; pues bien, la ley regula también las técnicas no autorizadas: lo hace prohibiéndolas y
estableciendo sanciones al respecto. Y, en fin, ¿no hubiese sido mejor haber acomodado los
sucesivos capítulos de la ley a esos tres objetos de regulación, siguiendo el mismo orden
establecido en el art. 1 y utilizando siempre las mismas expresiones (o sea, la misma palabra si se
pretende designar el mismo concepto)?
El último ejemplo que pondré se refiere al art. 9 que responde al título de “premoriencia del
marido”, o sea, la norma que regula qué ocurre cuando el marido ha fallecido antes de que su
material reproductor se halle en el útero de la mujer. Su redacción resulta verdaderamente
intrincada, pero podría simplificarse (y clarificarse) enormemente si se manejaran algunas nociones
muy simples de lógica elemental y de teoría (no menos elemental) de la norma jurídica. Quizás se
trate de conocimientos que no hay por qué presuponer en los parlamentarios. ¿Pero no hay
técnicos en el ministerio y en el parlamento? ¿No ha llegado aún la hora de tomarse en serio la
técnica legislativa?
Las caricaturas de Mahoma y la libertad de expresión

MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

El asunto de las caricaturas de Mahoma es probablemente el tema sobre el que más se ha escrito
en los últimos tiempos. No se debe sólo a que, en el contexto de nuestro mundo globalizado, haya
sido interpretado por muchos como uno de los primeros episodios del llamado "choque entre
civilizaciones" (entre las dos civilizaciones que acogen a algo así como a la mitad de la
humanidad), sino a que ese conflicto (y sus consecuencias) plantea también un problema interno a
nuestra civilización occidental: ¿qué peso debemos -estamos dispuestos a- dar a lo sagrado en
nuestras sociedades laicas?, ¿hasta qué punto debemos aceptar que los sentimientos religiosos
de las gentes, su sentido de la identidad, limiten las libertades de los individuos, el derecho de
cada cual a la libertad de expresión?
De hecho, esa limitación está legalmente prevista. Por ejemplo, en nuestro código penal (y algo
parecido podría decirse de casi todas las legislaciones europeas) se castiga a quienes “para
ofender los sentimientos de una confesión religiosa” hagan públicamente “escarnio de sus dogmas,
creencias, ritos o ceremonias” (art. 525). Y aunque no sea por motivos religiosos (pero quizás sí
que afecte de alguna manera al sentido de lo “sagrado”), la negación del holocausto es, como bien
se sabe, un delito en países como Austria o Alemania: recientemente se ha condenado en Austria
a una pena de cárcel al historiador británico David Irving, en esencia, por haber afirmado que "los
nazis no mataron a tantos judíos, ni tenían un plan para su exterminio sistemático"; mientras que
en España (de acuerdo con la doctrina del TC en el caso Violeta Friedman), el "negacionismo" no
sería un ilícito penal, pero sí un supuesto de límite justificado al derecho a la libertad de expresión.
De manera que, frente a la tendencia más o menos generalizada en la opinión pública de acusar al
Islam de estar en contra de la libertad de expresión y de significar, por ello, una amenaza para la
cultura occidental, algunos han esgrimido esta pregunta: ¿No estaremos siendo incoherentes,
arbitrarios, en todo esto? ¿No será que aplicamos un criterio en relación con la manera de
entender lo sagrado por parte de otras culturas, mientras que, simultáneamente, operamos con un
criterio muy distinto cuando de lo que se trata es de proteger nuestra propia forma de entender lo
sagrado?
Pues bien, para determinar si se les debe dar o no la razón a quienes piensan así, lo primero que
hay que hacer es tratar de aclararse acerca de qué es lo que se está diciendo o escribiendo sobre
el asunto. Y dada la profusión de opiniones al respecto, parece imprescindible comenzar
elaborando alguna taxonomía que nos permita introducir un poco de orden. Como, además, el
asunto de las caricaturas de Mahoma hace surgir una multitud de preguntas de toda índole
(históricas, filosóficas, morales, políticas, jurídicas...), reduciré todo el problema (consciente de que
es una "reducción") a una única cuestión: ¿Está justificado poner algún límite a la libertad de
expresión por razones exclusivamente de protección de las creencias religiosas de un grupo? O,
dicho de otra manera: ¿a qué debe atribuirse más valor, a la libertad de expresión o a las creencias
religiosas? En mi opinión, así planteada, la cuestión admite, básicamente, cuatro respuestas.
1) Los fundamentalistas religiosos y los comunitaristas extremos ponen inequívocamente el valor
de lo sagrado, de la religión, por encima del de la libertad de expresión. Está claro que esto es lo
que ocurre en buena parte de la cultura islámica. Pero lo mismo puede decirse de la doctrina
tradicional de la Iglesia católica (que se condensa en el dictum "sólo hay libertad para la verdad y
el bien"), que no parece haber sido abandonada del todo por la actual jerarquía católica. Y algo no
muy distinto es lo que parecen sostener muchos pensadores comunitaristas de nuestros días que
consideran que la religión es, simplemente, un rasgo de la identidad de algunos grupos sociales,
con la consecuencia de que esos valores comunitarios (el "bien común", tal y como lo entiende el
grupo) debe prevalecer sobre la autonomía de los individuos aislados.
"Frente a la tendencia más o menos generalizada en la opinión pública de acusar al Islam de
estar en contra de la libertad de expresión y de significar una amenaza para la cultura
occidental, algunos han esgrimido esta pregunta: ¿No estaremos siendo incoherentes,
arbitrarios, en todo esto?"

2) Los comunitaristas moderados y los creyentes no fundamentalistas (de cualquier religión)


tienden a plantear el problema en términos de la necesidad de conciliar dos valores del mismo
rango. Es la opinión que se encuentra en los escritos de muchos teólogos, arabistas y científicos
sociales que muestran una actitud de "simpatía" o de "comprensión" hacia el Islam. Un ejemplo
claro de esa postura (desde una perspectiva no religiosa) lo representa el politólogo Sami Naïr,
para el cual lo que tendríamos aquí es un enfrentamiento entre un "derecho sagrado" a la libertad
de expresión y otro "derecho sagrado" a la identidad (el Islam constituiría el ingrediente básico de
la identidad política de muchos grupos humanos).
3) Esta última tesis es negada por los liberales moderados (al igual que por los más radicales). Yo
diría que un liberalismo moderado es la posición que mejor permite dar cuenta de la práctica (y de
la doctrina) jurídica en los países europeos. Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos ha ido desarrollando en los últimos tiempos una jurisprudencia que cabría esquematizar
así: la libertad de expresión no es un derecho absoluto y, por ello, cuando entra en contradicción
con otros posibles derechos o valores, es necesario proceder a una ponderación para ver cuál
tiene un mayor peso, dadas las circunstancias; la libertad de expresión goza, en principio, de cierta
prioridad, pero puede resultar derrotada (digamos, excepcionalmente).
4) Finalmente, los liberales más radicales consideran que las convicciones religiosas por sí mismas
no pueden triunfar nunca sobre la libertad de expresión. No se trata, por tanto, de "ponderar" o, si
se quiere, en la ponderación la balanza se inclina siempre del mismo lado, porque la libertad de
expresión es un valor y las creencias religiosas no; o, mejor dicho, estas últimas pertenecen
exclusivamente a la vida privada y constituyen, por lo tanto, un valor puramente privado: si lo
ofendido en el ejercicio de la libertad de expresión es una "creencia", no una persona, no hay
ninguna razón para que el Derecho (el poder público) tenga que intervenir. Eso, por cierto, es
compatible con pensar que, por ejemplo, los periódicos europeos que no publicaron las caricaturas
de Mahoma hicieron bien e, incluso, que actuó mal el periódico danés en el que originariamente
aparecieron; pero simplemente por razones prudenciales, por el mismo tipo de razón por el que no
se debe decir algo que pueda incomodar a quien nos está apuntando con una pistola, o tirar una
cerilla al suelo si esa acción puede provocar un incendio.
Volvamos ahora a la cuestión de la coherencia ¿Cuál es, en realidad, el sentido de la crítica? Si la
anterior clasificación resulta aceptable, entonces parece obvio que hay un sentido en el que la
reacción del mundo europeo -occidental- al problema de las caricaturas de Mahoma es
incoherente, esto es, no hay una única respuesta, sino varias e incompatibles entre sí (al menos
en parte). Pero, por un lado, parece obvio que esa no puede ser la noción de coherencia que aquí
se está esgrimiendo: quien adopta cualquiera de esas cuatro posturas no puede ser tachado de
arbitrario simplemente porque la suya no sea compartida por todos los miembros de su sociedad.
Y, por otro lado, si la coherencia se viera en términos puramente formales, parece también claro
que ese no podría ser el único criterio a tomar en consideración para dirimir una cuestión práctica;
por ejemplo, las posturas extremas de la anterior clasificación (cada una por separado) tienen
quizás más probabilidades de producir respuestas coherentes, unívocas, a los casos a enjuiciar,
simplemente porque son de más fácil aplicación, pero eso no constituye una razón definitiva para
optar por alguna de las dos y descartar las otras; se podría pensar también que, dada la
complejidad de los casos a resolver, es preferible adoptar una posición más abierta, más "flexible",
aunque ello suponga también menor seguridad, mayor incertidumbre (más probabilidad de que se
produzcan respuestas incoherentes).
Consideraré entonces que la crítica va dirigida, en realidad, a la postura del liberalismo moderado
que, como antes decía, caracteriza, a rasgos generales, nuestras prácticas jurídicas; y que cuando
se habla de "incoherencia" o de "arbitrariedad" no se hace con un alcance puramente formal: lo
que quiere decirse es que esa posición es equivocada, produce resultados injustos. Veámoslo
"Ahora bien, ¿habría que considerar que una norma como la del art. 525 del código penal
español es justa y que, en consecuencia, no habría nada que cambiar en la jurisprudencia
del TEDH basada en ponderar la libertad de expresión y las creencias religiosas?"

Una buena manera de poner a prueba la coherencia interna y la corrección de fondo de esa teoría
puede consistir en tratar de precisar la doctrina construida en los últimos años por el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, a la que antes me refería, tomando como base los tres casos
siguientes, que bien pueden considerarse como paradigmáticos.
El primero, resuelto por el Tribunal en agosto de 1994, había enfrentado al "Instituto Otto-
Preminger" con el Estado austriaco. Esa institución vienesa había producido un film en el que,
entre otras cosas, se presentaba a Dios padre como un viejo senil, a Jesucristo como un estúpido y
a la Virgen María como una casquivana. De acuerdo con un artículo del Derecho austriaco que
sanciona el acto de denigrar o insultar a una persona o a lo que es "objeto de veneración por una
iglesia o por una comunidad religiosa establecida en el país”, se había decretado la confiscación y
pérdida de las diversas copias del film. El problema consistía en decidir si esa medida era
compatible con el art. 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos que señala que una
interferencia al ejercicio de la libertad de expresión sólo es admisible si "está prescrita por el
Derecho", "persigue un fin lícito" y "es necesaria en una sociedad democrática". El Tribunal, por 6
votos frente a 3, entendió que no se había infringido el artículo, básicamente por estas dos
razones: 1) cuando la libertad de expresión afecta a opiniones y creencias religiosas, el ejercicio de
ese derecho incluye "una obligación de evitar en la mayor medida posible expresiones que sean
gratuitamente ofensivas para otros (...) y que, por tanto, no contribuyen a ninguna forma de debate
público capaz de promover el progreso de los asuntos humanos"; 2) a la hora de determinar la
existencia y la extensión de esa interferencia debe dejarse "un cierto margen de apreciación" a las
autoridades nacionales.
Es interesante hacer notar que los jueces que sostuvieron la opinión contraria esgrimieron, entre
otras, estas tres razones: 1) la interferencia al derecho a la libertad de expresión tiene carácter
excepcional y, por eso, los requisitos que la vuelven permisible deben interpretarse
restrictivamente; 2) la decisión sobre si una forma de expresión contribuye o no a un debate
público que promueva el progreso de los asuntos humanos no puede depender de la idea de
"progreso" que tengan las autoridades de un país; 3) la Convención no garantiza un derecho a la
protección de los sentimientos religiosos: en particular, ese pretendido derecho no puede derivarse
del derecho a la libertad religiosa que sí que incluye el derecho a expresar puntos de vista críticos
sobre las opiniones religiosas de los demás.
En el caso Wingrove contra el Reino Unido (resuelto en noviembre de 1996), el señor Wingrove
había recurrido al TEDH alegando que la negativa de las autoridades británicas a expedir un
certificado de distribución para un video titulado “Vissions of Ectassy” vulneraba su derecho a la
libertad de expresión reconocido en el art. 10 de la Convención. Una de las escenas del video
representaba a Santa Teresa teniendo dos fantasías eróticas: una con la figura de Cristo
crucificado y otra, lésbica, con una imagen que representaba “la psique de Santa Teresa”. Las
autoridades (no judiciales) habían considerado que el video era pornográfico y que carecía de
cualquier valor histórico, religioso o artístico, por lo que entendían que cualquier jurado razonable
al que llegara lo calificaría de blasfemo (tal y como el delito de blasfemia está tipificado en el
Derecho británico) lo que las llevaba, en definitiva, a no autorizar su distribución; en la motivación
se recordaba que el certificado de distribución se había expedido con anterioridad para filmes
como “La vida de Bryan” de Monty Python o “La última tentación de Cristo” de Scorsese. El TEDH,
siguiendo los criterios antes indicados, entendió que la interferencia a la libertad religiosa en este
caso perseguía un fin lícito, el de proteger el derecho de los ciudadanos a no ser ofendidos en sus
sentimientos religiosos. Reconocía que la regulación británica sobre la blasfemia, en la medida en
que sólo protegía las creencias cristianas, podía no ser compatible con la Convención, pero
entendía que esa no era una cuestión sobre la que tuviera que pronunciarse. También consideró
que la interferencia era “necesaria en una sociedad democrática”, por cuanto: 1) las razones
esgrimidas por las autoridades nacionales eran relevantes y suficientes (básicamente por el
carácter pornográfico del video y la falta de mérito artístico); 2) dadas las circunstancias, en caso
de ser distribuido, el video habría podido ser visto por un público que podría haberse sentido
ofendido.
De todas formas, la decisión no fue unánime. De los 9 jueces del tribunal, 2 votaron con la
mayoría, pero formularon votos concurrentes; y hubo también otros 2 votos disidentes. El aspecto
más controvertido se refería a la configuración del delito de blasfemia en el Derecho británico. Uno
de los magistrados que se apartaron de la fundamentación de la sentencia, aunque no de la
decisión, subrayó que el tribunal tenía que haber aclarado que la base para no otorgar el
certificado se encontraba en la necesidad de proteger las creencias religiosas (no solamente las
cristianas), filosóficas o de cualquier otro tipo: la prohibición de la distribución del video hubiese
estado justificada –señalaba- si en lugar del éxtasis de Santa Teresa hubiese mostrado, por
ejemplo, “al anti-clerical Voltaire teniendo relaciones sexuales con algún príncipe o rey”. Mientras
que los disidentes pusieron en cuestión el tercero de los requisitos (que la medida fuera necesaria
en una sociedad democrática): uno de ellos, porque no veía justificado que existiera el delito de
blasfemia; y el otro porque, en todo caso, no le parecía aceptable que la figura delictiva protegiera
únicamente a la religión cristiana. Es interesante hacer notar que en la sentencia se recuerda que
los tribunales británicos se negaron en su momento a proceder contra “Los versos satánicos” de
Salman Rushdie, precisamente porque entendieron que el delito de blasfemia no protegía las
creencias no cristianas.
Recientemente, en enero de 2006, el TEDH resolvió un caso (Giniewski contra Francia) en el que,
de nuevo, se había invocado la protección del art. 10 de la Convención, tras la condena por los
tribunales franceses de un periodista por el delito de difamación pública. Paul Giniewski había
publicado un artículo, a propósito de una de las encíclicas del Papa Juan Pablo II (Veritatis
Splendor), en el que, en esencia, sostenía la tesis de que ciertos principios de la religión católica
que la encíclica en cuestión volvía a afirmar ( la Iglesia católica como única detentadora de la
verdad divina, la superioridad de la "nueva alianza" frente a la "antigua alianza"), unidos al anti-
judaísmo de la versión católica de la historia sagrada, habían favorecido el Holocausto ("conducen
al antisemitismo y han formado el terreno en el que ha germinado la idea y la realización de
Auschwitz"). Como en los otros dos casos, la motivación del TEDH se centró en el requisito de si la
interferencia en la libertad de expresión podía considerarse o no necesaria en una sociedad
democrática. El Tribunal (en este caso, por unanimidad) entendió que no y, en consecuencia, dio la
razón al periodista, fundamentalmente por estas dos razones: 1) la injerencia en la libertad de
expresión no se correspondía con una "necesidad social imperiosa", puesto que el artículo había
querido elaborar una tesis, obviamente discutible, sobre el origen del Holocausto y suponía, por
ello, una contribución a un debate de ideas, sin abrir una polémica gratuita; 2) la sanción impuesta
por las autoridades nacionales era desproporcionada y podía llevar a disuadir a la prensa y a los
autores de participar en la discusión de cuestiones de interés general.

"La única manera de no producir discriminaciones por razón de religión es considerar a la


libertad religiosa como una libertad negativa que se satisface si y sólo si el Estado es
estrictamente laico (lo que, por cierto, no ocurre hoy en España)"

Pues bien, a partir de aquí podríamos plantearnos una especie de experimento mental que
consistiría en tratar de adivinar qué decidiría el TEDH en el caso de que llegara hasta él el conflicto
desatado por la publicación de las caricaturas de Mahoma (o de "Los versos satánicos" de Salman
Rushdie). O sea, imaginemos que un Estado europeo, aplicando su propia legislación, hubiese
condenado a los autores de (algunas de) las caricaturas de Mahoma a una pena de multa o
hubiese tomado alguna medida contraria a su publicación; algo, por cierto, enteramente posible
donde esté vigente un artículo como el 525 de código penal español. Si los autores de las viñetas y
el periódico hubiesen recurrido ante el TEDH alegando que se ha infringido su derecho a la libertad
de expresión recogido en el art. 10 de la Convención, la respuesta más probable, en mi opinión,
sería la siguiente: el tribunal, aplicando su propia jurisprudencia (presupongo que actuaría en
coherencia con la doctrina establecida hasta ahora), consideraría (seguramente por mayoría) que
la medida en cuestión no vulnera el art. 10. Su decisión se fundamentaría probablemente en estas
dos razones. 1) las caricaturas (por ejemplo, la del profeta con un turbante que esconde una
bomba, o diciendo -a la entrada del edén musulmán- a unos mujaidines que acaban de inmolarse
que ya han entrado tantos que no quedan disponibles vírgenes huríes) son gratuitamente
ofensivas, no contribuyen a un debate de ideas ni tienen especial mérito artístico; 2) la limitación
de la libertad de expresión responde a una necesidad social imperiosa.
El resultado de ese experimento mental lleva entonces a que -hasta cierto punto- pueda tacharse
de incoherentes a quienes defienden la libertad de expresión de los autores de las caricaturas
basándose en una especie de "derecho a la irreverencia" incorporado en la cultura occidental y
europea, dado que nuestras prácticas jurídicas desmienten que exista tal derecho; pero no hay por
qué pensar que el juicio de incoherencia valga también para la propia práctica del TEDH. Mejor
dicho, si la jurisprudencia del Tribunal puede producir resultados incoherentes, arbitrarios, ello se
debe a la existencia de Derechos como el británico que, según hemos visto, contienen un delito de
blasfemia que sólo protege los sentimientos religiosos de los cristianos (más incluso: de los
anglicanos). Pero, en realidad, todo el mundo parece estar de acuerdo en que esa norma es
injusta, y en que su razón de ser no es otra que ciertas peculiaridades (anomalías) del common law
inglés que permiten la existencia de figuras delictivas no establecidas por el legislador (y que
contradirían el principio de legalidad penal, tal y como es entendido en el continente). Sin embargo,
no parecería haber ninguna incoherencia si la legislación de base fuera, por ejemplo, la española,
en donde lo protegido no son sólo las creencias religiosas (de cualquier religión), sino también las
no religiosas, pues el legislador del código penal, al párrafo antes transcrito del art. 525, añade
éste: "en las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por
escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna".
Ahora bien, ¿habría que considerar por ello -porque no produce resultados incoherentes,
arbitrarios- que una norma como la del art. 525 del código penal español es justa y que, en
1

consecuencia, no habría nada que cambiar en la jurisprudencia del TEDH basada en ponderar la
libertad de expresión y las creencias religiosas con los criterios que acabamos de ver? Yo creo que
no. A mí me parece más bien que los que llevan la razón en este punto son los liberales más
radicales que niegan la legitimidad de proteger penalmente (y, en general, con medidas jurídicas o
políticas) los sentimientos religiosos, no religiosos o irreligiosos de la gente. El delito establecido en
el código penal español carece, en mi opinión, de justificación y no me parece nada claro que no
sea además incoherente. Como acabamos de ver, el legislador se esfuerza por construir la figura
de manera que no suponga una desigualdad de trato entre creyentes y no creyentes pero,
simplemente, no lo logra. Por un lado, esa configuración del tipo penal lleva a postular categorías
de difícil comprensión (¿no es un oxímoron hablar de "creencias de los que no profesan creencia
alguna"?), especialmente cuando se repara en que (de acuerdo con el título de la sección en la que
se ubica el artículo) se trataría de un delito "contra los sentimientos religiosos". Por otro lado, en el
artículo hay una clara asimetría en el tratamiento dispensado a los creyentes y a los no creyentes:
en relación con los primeros, lo prohibido es hacer escarnio "de sus dogmas, ritos o ceremonias"
así como vejar a "quienes los profesan o practican", mientras que en relación con los segundos, la
única conducta prohibida es la de hacer escarnio "de quienes no profesan religión o creencia
alguna" . Por lo que se refiere a la jurisprudencia del TEDH, mi opinión es que debería modificarse
en el sentido apuntado en alguno de los votos particulares que, en realidad, vendría a ser el del
liberalismo que yo calificaba de "radical".
La razón seguramente de más peso para sostener esta última posición ("radical" tiene en
ocasiones un sentido encomiástico que no hay por qué desterrar de la lengua) es que va ligada a
la defensa de valores universales como (además de la libertad) la igualdad y la verdad. La única
manera de no producir discriminaciones por razón de religión es considerar a la libertad religiosa
como una libertad negativa que se satisface si y sólo si el Estado es estrictamente laico (lo que, por
cierto, no ocurre hoy en España). Y quizás el aspecto más amenazador de la polémica en torno a
las caricaturas de Mahoma radica en que la aceptación de establecer límites a la libertad de
expresión para proteger no a las personas, sino a sus creencias (o sea, la postura más "tolerante")
parece ir acompañada de un relativismo moral y cultural que tiende a situar a las creencias
religiosas en el mismo plano que las teorías científicas o que los hechos históricos. Mostrar por
qué, a propósito de la libertad de expresión, deben ir unidos el carácter laico del Estado, la
universalidad de la moral y la objetividad de las verdades científicas puede quedar para otra
ocasión.
1
El texto completo del art. 525 es el siguiente:
"1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos
de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o
mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o
vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.
2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito,
de quienes no profesan religión o creencia alguna".

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