Desde los tiempos de Colón, la región ha estado constantemente sometida a fuerzas
externas. En el siglo xvi, España y Portugal conquistaron el continente y lo colonizaron
utilizando grados diferentes de violencia. Durante los siglos x v i i y xviii, América Latina se convirtió en prenda y premio de la política-europea, cuando gentes ambiciosas de las naciones empresariales —Inglaterra, Francia y Holanda— lograron hacerse con algunas plazas fuertes en el Nuevo Mundo ibérico. Las primeras décadas de la independencia marcaron un descenso temporal de la influencia exterior, ya que las nuevas naciones latinoamericanas se volcaron hacia sí mismas y las potencias expansionistas de Europa centraron su atención en posesiones más lucrativas situadas en África, India y Asia. A partir de 1880, durante el último siglo o algo más, las economías latinoamericanas han quedado profundamente integradas en la economía capitalista global, un sistema dominado por países del centro industrializado: Europa Occidental, Estados Unidos y después Japón. Hasta ahora, América Latina nunca ha logrado ser independiente del mundo exterior. Hasta el nombre de América Latina refleja un legado imperialista. El término fue acuñado por los franceses en la década de 1860, cuando se dedicaron a apoyar a Maximiliano de México y a establecer las bases culturales para emprender una ofensiva política y económica por toda la América española y portuguesa. Sostenían que existía una esencia latina —encarnada en la cultura francesa… Las estructuras económicas eran mercantilistas, es decir, que estaban diseñadas para integrar totalmente a las colonias en la economía de la madre patria. En la América española, esto significó, además, que no hubiera comercio intracolonial, ya que todo el comercio de cada región debía establecerse sólo con España. A la América portuguesa también se le permitió comerciar sólo con la madre patria. La América española y portuguesa se nutrió del modelo de sociedades cerradas. Estaba en guardia constante contra las incursiones políticas y económicas de los rivales europeos. Los afroamericanos establecieron marcas persistentes en la sociedad y la cultura. El proceso fue más profundo en Brasil y el Caribe, pero también fue importante en Colombia, Venezuela, México y Centroamérica. Las lenguas, la comida, los deportes y la música muestran una influencia africana profunda y continua. ¿Y Estados Unidos? A comienzos del siglo xix, no era de ningún modo una potencia hemisférica. Muy al contrario, fue incapaz hasta de impedir que Washington (y la Casa Blanca) fuera devastado por los ingleses en la guerra de 1812. Aunque tenía contactos importantes en México y el Caribe, allí tampoco pudo rivalizar con el poderío naval inglés. Pero, por lo menos, se había convertido en un símbolo del éxito poscolonial para las elites criollas latinoamericanas y, lo que era más significativo, se había despojado del control europeo. Había nacido de una revolución fundamentada en la Ilustración y demostraba cómo una república podía surgir del colonialismo europeo. Los rebeldes estadounidenses habían luchado por el derecho de representación, algo de lo que notoriamente carecían los iberoamericanos. Una primera preocupación en la América Latina postindependentista fue la naturaleza de la relación con la antigua madre patria. Para las islas caribeñas como Cuba, Puerto Rico y Jamaica, el gobierno colonial continuaba. En Brasil, la antigua colonia se había convertido en un «reino conjunto», que tenía a su monarca en Río de Janeiro. El resto de América Latina tenía que ajustarse a la nueva realidad de tratar con España sólo como otra distante potencia europea. Estados Unidos trató de afirmar su poder con la «Doctrina Monroe», promulgada por el presidente James Monroe en 1823. El presidente Monroe declaró con firmeza que «los continentes americanos, por la condición libre e independiente que han asumido y mantenido, no deben considerarse de ahora en adelante sujetos para la colonización por parte de cualquiera de las potencias europeas». Fue Inglaterra quien ejerció la mayor influencia extrahemisférica durante gran parte del siglo xix. Poseía la fuerza naval más poderosa, capaz de imponerse en toda América Latina, a pesar de que este territorio se encontrara a tantos kilómetros de los puertos británicos. En segundo lugar, tenía capital, comerciantes, banqueros y agencias de seguros y embarque para facilitar el comercio entre América Latina y Europa, su gran mercado. Y además profesaba una ideología, el liberalismo, que reforzaba su expansionismo y que las elites criollas latinoamericanas asimilaron en seguida. Ofrecía una razón para integrar a América Latina en la economía mundial, que no por casualidad controlaban los británicos. Entre las décadas de 1820 y 1850, los ingleses impusieron su superioridad en ese continente. De inmediato pasaron a controlar los servicios comerciales y financieros de los países principales. Rápidamente concertaron créditos para los gobiernos y establecieron compañías en México, Brasil, Argentina y Perú. México fue el único lugar donde hizo impacto una potencia externa a América Latina que no era Inglaterra antes de 1850. A h í Estados U n id os siguió su «destino manifiesto», apoderándose de una extensa parte del territorio mexicano. También expresó amenazas hacia el Caribe y Centroamérica. De 1850 a 1880, América Latina cambió su postura hacia el mundo exterior. El liberalismo, tanto político como económico, ganó preponderancia creciente. Los años comprendidos entre 1850 y 1880 también contemplaron el crecimiento de la influencia francesa en la región, sobre todo en la cultura. El francés era la lengua extranjera que más hablaba la elite, lo que reflejaba una práctica tradicional en la misma Europa. Su prestigio cultural duró hasta bien entrado el siglo xx y siguió siendo predominante en algunos países hasta el final de la segunda guerra mundial, mucho después del declive de Francia como potencia mundial. Aunque las elites francesas y latinoamericanas pudieran admirar las proezas económicas de los anglosajones, despreciaban los valores «materialistas» que habían difundido Inglaterra y Estados Unidos. La clase intelectual francesa había producido su propio razonamiento para defender a su país contra Inglaterra, sosteniendo que Francia tenía una visión más humana de la sociedad que la deshumanizadora Revolución Industrial inglesa, y las elites latinoamericanas se identificaban con la superioridad cultural que proclamaban los franceses. Entre 1880 y el estallido de la primera guerra mundial, Gran Bretaña perdió su supremacía en América Latina. Otras potencias europeas, sobre todo Francia y Alemania, aumentaron sus vínculos económicos, compitiendo con los inversores y comerciantes ingleses. Pero el desafío más importante provino de Estados Unidos. Su entrada en la revuelta cubana contra España señaló una nueva fase en sus relaciones con América Latina. Después de la guerra Mexicano-Americana (1846-1848), había continuado ocupando y colonizando partes del suroeste actual. Cuando Estados Unidos entró en Cuba en 1898 y venció a España de forma decisiva, fue más que una victoria militar. Fue una lucha simbólica que impresionó a toda América Latina. La guerra de 1898 era la batalla de los patriotas cubanos contra España y otros latinoamericanos simpatizaron de inmediato con ellos. Pero los yanquis se hicieron de improviso con el control de la rebelión y desmoralizaron a muchos cubanos, que habían ansiado vencer a España por ellos mismos. En la década de 1890, el racismo estaba en todo su apogeo en Europa y Estados Unidos. Las leyes Jim Crow habían institucionalizado la segregación y las universidades y las iglesias estaban des-í bordadas de profesores y sacerdotes que explicaban tranquilamente las bases científicas para creer en razas «inferiores» y «superiores». Entre 1880 y 1914, Estados Unidos también intentó crear una nueva alianza hemisférica de naciones. Comenzó con los ambiciosos planes del secretario de Estado James Blaine, por cuya iniciativa se celebró en Washington, en 1889, la Primera Conferencia Panamericana. La reunión de 1889 fue la primera en la que participaron todas las naciones latinoamericanas y Estados Unidos. Irónicamente, fue cuando el último estaba acelerando su ofensiva imperialista en América Latina. De la conferencia en 1889 surgió una autorización para una «Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas», de la que provino la Unión Panamericana y después la Organización de Estados Americanos (OEA). Los logros se limitaron principalmente a temas comerciales. La influencia europea continuó siendo muy importante en América Latina entre 1880 y 1914, a pesar del ascenso de la estadounidense. La primera guerra mundial, aunque en sus inicios no afectara directamente a América Latina, cambió de forma sustancial sus relaciones con el mundo. En primer lugar, aceleró el declive de Gran Bretaña como fuerza económica más importante del hemisferio. Desgastada por las costosas y largas hostilidades en la Europa continental, tuvo que hacer uso de sus inversiones ultramarinas para pagar la guerra. En segundo lugar, la guerra puso de relieve la dinámica economía estadounidense, basada en un continente lleno de recursos y ya lo suficientemente maduro como para convertirse en un exportador de capital neto. Su decisiva intervención en la guerra demostró que ahora era el que podía mantener el equilibrio del poder económico y militar: las potencias europeas ya no podrían volver a dejarlo de lado. La Gran Depresión golpeó con dureza a América Latina, pues dejó de afluir nuevo capital y a los inversores extranjeros les resultó difícil repatriar los beneficios. Un país tras otro dejaron de pagar sus deudas. La razón era evidente. El derrumbamiento de la economía mundial había reducido la demanda de los productos primarios en los que se basaba América Latina para obtener divisas. De improviso, estos países no tuvieron modo de ganar los dólares, las libras, los marcos o los francos que necesitaban para pagar a sus acreedores exteriores. Y lo que es más importante, no iban a contar con las divisas suficientes para pagar las importaciones esenciales para el desarrollo de la economía interna, en especial la industrialización. De este modo, los años treinta fueron una etapa en la que los países latinoamericanos tuvieron que mirar hacia dentro. No resulta una coincidencia que también se caracterizaran por un alto sentimiento nacionalista.