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MONOD, El poder de los reyes.

Monarquía y religión en Europa, 1589-1715

Capítulo I: La enfermedad del cuerpo real, 1589-1610

A las ocho de la mañana del 1 de agosto de 1589, en un palacio de Saint Cloud, cerca de París, un
apasionado joven monje dominico llamado Jacques Clément apuñaló en el abdomen al rey Enrique III
de Francia. Clément fue desmembrado y aniquilado porque había dado forma a la destrucción del
cuerpo político.

El crimen de Jacques Clement fue instigado por la Liga Católica, un movimiento religiosos insurrecto
que controlaba París y buena parte del reino. Algunos partidarios de la Liga negaban abiertamente que
los reyes fuesen sagrados. Despreciaban a Enrique III, a quien acusaban de haberse vuelto contra la
verdadera fe al aceptar como heredero a un hereje protestante, Enrique de Navarra. A los ojos de los
partidarios de la Liga, el cuerpo del rey Valois no poseía ninguna dignidad especial, era mortal y
corrupto, y amenazaba con empujar a todo el reino a la impureza.

El crimen de Jacques Clément marcó el punto más crítico de una crisis en la concepción renacentista de
la monarquía sagrada, que había sido desafiada por una renovada preocupación por la pureza religiosa
del yo cristiano. El resultado fue la pérdida de confianza pública en los poderes místicos de la
monarquía. El tratamiento extremadamente irregular que se dio al cuerpo de Enrique III es un ejemplo
de ello, puesto que en circunstancias normales, éste habría recibido una cuidada atención, ya que
encarnaba la presencia espiritual de la realeza. La continuidad del poder habría sido representada en
una efigie de cera del último rey puesta sobre el féretro real. Se trataba a la efigie como si fuese un ser
vivo, y el sucesor del rey no aparecía en público hasta que se retiraba la efigie y el cuerpo se enterraba
en la abadía de Saint-Denis.

Pero en 1589 la ceremonia cambió, porque la Liga Católica controlaba Saint-Denis, y el cuerpo del rey
no pudo depositarse allí, siendo esto posible recién en 1610.

Estas anomalías representaron los vacilantes primeros pasos en una casi desesperada reformulación de
los poderes del cuerpo real. A partir de entonces, la majestad del rey debía ser una cualidad legal fija,
no un carisma personal, que podría ser despilfarrado por error o pecado. Desde entonces, el rey no
debía morir nunca.

En 1589, el sagrado cuerpo regio estaba enfermo no sólo en Francia sino en toda Europa. Se hallaba
sometido a un serio ataque por parte de los reformadores religiosos, tanto protestantes como católicos,
quienes exigían el desmantelamiento de sus atavíos místicos y el retorno de un gobierno divino o
purificado más compatible con la piedad del yo cristiano. La reforma confesional estaba socavando la
fuerza de la monarquía renacentista desde Estocolmo hasta Madrid. Para comprender los procesos que
condujeron a tal cambio, debe regresarse a los orígenes del sagrado cuerpo regio y rastrear la patología
de las enfermedades que para 1589 lo habían llenado de humores tan malignos.

Políticas del cuerpo

El sagrado cuerpo regio era una creación del discurso, pero estaba lejos de ser un concepto legal
estable. Era una noción casi teológica, vinculada al ideal del yo cristiano, y consiguientemente se
distinguía, al menos en cierta medida, del cuerpo terrenal o natural que era asunto de los médicos.

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¿Cómo se originó la noción del sagrado cuerpo regio? El cristianismo promovió una visión
extremadamente ambivalente de los cuerpos humanos como, por una parte, irremediablemente
corruptos y, por la otra, como potencialmente sagrados. La formulación cristiana de la monarquía no
podía dejar de estar afectada por tales actitudes. Sin embargo, con el tiempo, los monarcas empezaron a
reivindicar la santidad personal que antes había estado reservada a sacerdotes y santos. Los clérigos
trataron de mantener tales demandas bajo control, alojando la santidad real no en una forma natural,
sino en un corpus mysticum idealizado, colectivo, o cuerpo místico.

En tiempos del cristianismo primitivo, el cuerpo cristiano era visto como un reflejo de Dios, el
depositario del alma y de la voluntad moral; pero también incluía la carne, una influencia corruptora y
maligna. Los primeros cristianos pensaban que el cuerpo sólo podía ser purificado mediante la auto-
negación y el castigo. El matrimonio era aceptable solamente para aquellos demasiado débiles para
evitar la fornicación.

Sin embargo, el ascetismo cristiano sólo resultaba atractivo para unos pocos, y de manera creciente
entró en conflicto con los objetivos sociales de una Iglesia en expansión. Con el tiempo, la Iglesia
occidental consiguió imponer la solución agustiniana: matrimonio y familia para la multitud, castidad y
santidad personal para la clerecía. El cuerpo del creyente ordinario quedó sujeto a una moralidad social
basada en la ética racional.

El ascetismo persistió, pero la Iglesia medieval se esforzó en evitar que se volviese una fuerza radical al
acentuar la membresía común de la sociedad de creyentes. El cuerpo ascético fue incorporado al cuerpo
de la Iglesia y se le requirió que prestase atención a la autoridad colectiva, derivada de Cristo. El
mismo san Pablo había enseñado que la Iglesia debía ser un cuerpo único, al que identificó con el de
Cristo. La imagen unificadora del cuerpo de Cristo fue constantemente repetida por los escritores
eclesiásticos de la Edad Media, describiendo a la clerecía como su alma, a los laicos como sus partes
físicas. Solamente los sacerdotes y los miembros de las órdenes religiosas podían reclamar semejanza
personal con Cristo, porque sólo sus cuerpos masculinos eran ordenados por la Iglesia y santificados.

La Iglesia medieval no era el cuerpo de Cristo en un sentido estrictamente material: la relación se


entendía como mística. En otras palabras, Cristo tenía dos cuerpos: uno, humano, y otro “espiritual
colegiado”, un corpus mysticum, o cuerpo místico, que era la Iglesia. El primero, aunque divino, era
finito, histórico y masculino. El segundo era universal, perpetuo y quizás femenino (normalmente se
representaba a la ecclesia como un mujer). Los dos cuerpos de Cristo parangonaban la idea de sus dos
naturalezas: sus elementos humanos y divinos. De hecho, como Ernst Kantorowicz ha señalado, el
término corpus mysticum se aplicó primero a la presencia real de Cristo en la Eucaristía; pero después
de 1150 se utilizó de manera creciente para describir a la Iglesia. En ambos casos era una manera de
imbuir la santidad del cuerpo de Cristo en una entidad física.

El corpus mysticum tuvo pronto una aplicación secular, como respuesta a las pretensiones reales. El
modelo a seguir era Carlomagno, coronado y ungido en el año 800 como el primer Sacro Emperador
Romano. Se decía que por medio de la aplicación ritual del sacro ungüento el cuerpo del rey se volvía
sagrado, como el de un sacerdote.

La Iglesia aceptaba la santidad regia siempre que el rey continuara siendo simplemente parte de su
cuerpo; pero pronto el Sacro Emperador Romano empezó a reclamar que su autoridad sagrada derivaba
directamente de Dios, no del Papa.

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En 1159 el clérigo inglés Juan de Salisbury propuso un acuerdo entre las autoridades clerical y real.
Salisbury comparó la comunidad política con “una especie de cuerpo que es animado por la concesión
de la recompensa divina…y gobernado por una especie de administración racional”. El corpus
ecclesiae mysticum, el cuerpo místico de la Iglesia, era equiparado ahora al corpus reipublicae
mysticum (el cuerpo místico de la república, con el rey como su cabeza).

En el corpus reipublicae mysticum pueden observarse débilmente los orígenes del Estado racional. Era
una idealización colectiva del gobierno, un concepto abstracto pero orgánico que a todos incluía y que
reflejaba el orden del yo. Sin embargo, como compromiso político fue inestable desde el principio,
pues subordinaba el soberano a la Iglesia y a la comunidad corporativa de la cual constituía la cabeza.
Los ambiciosos monarcas no podían aceptarlo, de manera que lo reforzaron con nuevas inventivas que
les proporcionaran más autoridad, semejante a la de Cristo. ¿No era el rey un ser sagrado, consagrado
por Dios? ¿Por qué, entonces, no podría realizar milagros, como habían hecho Cristo y los santos? Ya
al principio del siglo XI los reyes Capetos de Francia comenzaron a reclamar que sólo con sus manos
eran capaces de curar la escrófula, una inflamación tuberculosa de los nódulos linfáticos.

En tan exaltadas formulaciones realistas persistía un desafortunado defecto. A diferencia de Cristo, los
reyes conservaban la vergonzosa mácula de los mortales. ¿Cómo era posible que una autoridad eterna
se hallase unida a una cabeza difunta o se encarnara en un cadáver? Quizás el cuerpo político místico
tuviese una cabeza mística o un parte dominante (la Corona, como a veces se le llamó) que no moría.
La Corona entonces podría hallarse dentro del rey, como un elemento invisible conocido como su
dignitas. Mientras que el cuerpo físico del gobernante podía expirar, la dignitas era inmortal, de manera
que por lo menos una parte de él nunca fallecía. Esta fue la imaginativa solución lograda hacia 1500 en
Francia e Inglaterra.

Cuerpos políticos

Por supuesto, en la práctica no todos los monarcas europeos podían aspirar al mismo grado de cuasi-
divinidad. Solamente en Inglaterra y Francia se había desarrollado totalmente la panoplia de la
monarquía sacra, desde la consagración hasta el tacto regio y la inmortalidad de la dignitas real. En
Suecia y Dinamarca la teología política del cuerpo real no se desarrolló por completo.

La sacralidad de los monarcas electivos, como la del Sacro Emperador Romano y el rey de Polonia, era
aún más cuestionable.

En España, una poderosa aunque relativamente nueva monarquía disfrutaba de pocos de los atributos
convencionales de la soberanía sacra; lo que en parte puede derivar de la influencia del Islam, ya que
para un soberano musulmán habría sido una terrible blasfemia reclamar la divinidad de su persona. Las
costumbres asociadas con la monarquía castellana, como el levantamiento de estandartes durante la
coronación y la práctica de no permitir que nadie más montase el caballo del rey, tenían orígenes
islámicos. Una vez desaparecida la ceremonia de coronación en el siglo XIV, los reyes de Castilla
dejaron de ser consagrados, perdiendo sus atavíos especiales (el cetro, el trono y la corona).

A pesar de lo dicho, los elementos más descollantes de la monarquía cristiana occidental no eran en
realidad ajenos a España, cuyos monarcas tampoco eran seres humanos comunes. En los escritos
políticos castellanos del siglo XV destacan distintas referencias al corpus reipublicae mysticum, las
cuales no desaparecieron por completo en la siguiente centuria. El rey de España gobernaba “por la
gracia de Dios” y se consideraba el adalid de Dios en la defensa de la ortodoxia católica.

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La monarquía cristiana no siguió el mismo patrón en el Este que en el Oeste debido en parte a que allá
el ideal ascético del yo nunca fue totalmente domesticado por la autoridad de un san Agustín. Teólogos
bizantinos del siglo XIV, como el monje Gregorio Palamas, continuaron defendiendo el ascetismo,
conducente a la unión mística con Dios, como la forma más elevada de experiencia religiosa.

El elemento divino en el cuerpo imperial bizantino se encontraría en su naturaleza animada o física, no


en una dignitas mística (lo cual explica por qué las discapacidades físicas, en especial la ceguera,
descalificaban a los candidatos al trono).

La santidad principesca implicaba exaltación física (en otras palabras, la divinidad del soberano se
hallaba enraizada tanto en su cuerpo natural como en su cuerpo espiritual). El reino no era un corpus
mysticum adherido al cuerpo natural del soberano. Se describía, por el contrario, simplemente como la
propiedad personal del príncipe, de la misma forma que el gobierno era una extensión de la
administración de sus propias tierras.

El príncipe ruso no era un déspota; como otros gobernantes cristianos, estaba sometido a Dios y a los
preceptos de la Iglesia. En el agitado siglo XVI, los rusos continuaron buscando en los líderes
religiosos la orientación política que una monarquía inestable no podía proporcionar. Por consiguiente,
aunque hubiera un corpus mysticum del pueblo ruso, éste se hallaba bajo la custodia de la Iglesia.

Lo que diferenció tajantemente al gobierno europeo occidental del oriental (por lo menos después de
1650) no fueron tanto los supuestos teológicos como la influencia del saber clásico, influencia que se
acentuó especialmente durante el Renacimiento, cuando la exaltación medieval de la monarquía
alcanzó nuevos niveles. El humanismo del Renacimiento se explayó en temas preexistentes de santidad
corporal, desarrollándolos de tal manera que podían suscitar la suspicacia religiosa. Poniendo nuevo
énfasis en antiguos modelos de virtud, los estudiosos humanistas incitaban a los reyes al logro
mundano en cualquier aspecto de la vida, desde el mecenazgo del arte a la ciencia militar.

De este modo, el rey renacentista se convirtió en un dios clásico, en un héroe sobrenatural o en el


objeto de elaboradas alegorías con significados encubiertos. Revestido de ropajes tan estudiados,
resplandeciendo aún con más brillo ante sus pocos súbditos ilustrados, el cuerpo deslumbrante del rey
se alejó todavía más de la sombra vigilante del Papa. Pero del mismo modo el monarca se distanció
más de la masa de sus súbditos y se desplazó hacia los límites de la cristiandad.

La reforma del cuerpo

Los movimientos religiosos del siglo XVI amenazaron la concepción renacentista del cuerpo regio
porque redefinían la potencial santidad del cuerpo humano y reconfiguraban el equilibrio espiritual del
yo cristiano. El protestantismo rechazó la idea de los dos caminos hacia la santidad (el de la castidad
para los clérigos y el de la conformidad social para los laicos). En su lugar adoptó la idea del cristiano
totalmente integrado. Además, debido a que el protestantismo negaba la santidad física, podía chocar
fácilmente con una monarquía que sacralizaba el cuerpo del gobernante.

Para Martín Lutero, el ascetismo pertenecía al mundo de las obras no al de la fe. En consecuencia, el
llamamiento de san Pablo a la abstinencia sexual fue invertido: la virginidad fue denigrada, y el
matrimonio, exaltado. Este rechazo de la pureza corporal y el énfasis puesto en la obra de la gracia en
la vida diaria iba a impactar irremediablemente en el corpus mysticum de la comunidad política. La

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divinidad del cuerpo del rey ya no era mayor que la de cualquier otra persona. Cuando Lutero escribió
sobre el gobierno secular, no le concedió en absoluto atributos sagrados. Por el contrario, la autoridad
consistía en mera fuerza, una “espada temporal” que tenía que ser utilizada para defender la Iglesia y
mantener bajo control a los no virtuosos.

Las dos monarquías luteranas de Dinamarca y Suecia se vieron fuertemente afectadas por estas
enseñanzas. En ninguno de estos reinos la monarquía había disfrutado jamás de mucha santidad física.
En ambos, la Reforma fortaleció la figura del gobernante como protector de la religión, si bien no
aumentó la santidad de su cuerpo.

En comparación con la interpretación luterana del cuerpo real, la calvinista era menos clara, debido en
parte a que se hallaba más próxima a las enseñanzas de san Agustín. Juan Calvino dio un tono más
grave que Lutero a los asuntos concernientes al cuerpo, ya fuera el cuerpo físico o el político. No
confiaba tanto en la carne como el reformador alemán. Aun así, estaba firmemente en contra del
ascetismo y no vaciló en condenar el celibato clerical. En su lugar, Calvino elogiaba constantemente el
núcleo matrimonial como fundamento del gobierno cristiano divino.

Calvino concedía autoridad divina a las cabezas de familia, así como a los líderes políticos. Aunque no
era partidario de la santidad personal, Calvino claramente deseaba que los cristianos aceptaran el poder
de los gobernantes de una forma más que terrenal.

Dados los peligros ideológicos del protestantismo, ¿encontraron los monarcas sagrados mayor consuelo
en el catolicismo? Todo lo contrario. La dirección reformadora que tomó la antigua religión después de
1540 fue incluso menos agradable para la monarquía divina. Si el protestantismo apuntaba hacia la
desmitificación del cuerpo real, el catolicismo de la Contrarreforma a menudo hizo lo mismo de una
manera más temeraria, reafirmando el ideal purificador del yo ascético.

Junto a la reforma de la piedad católica tuvo lugar un escrutinio renovado de la monarquía,


desarrollado en su mayor parte por jesuitas españoles. Sostenían que los reyes eran responsables ante la
Iglesia, ante el Papa y quizás incluso ante el pueblo. Para Pedro de Ribadeneira, el rey debía actuar
como fiel instrumento de Dios y de la Iglesia.

Juan de Mariana llegó al extremo de justificar el asesinato como medio legítimo de eliminar a un
tirano. Mientras que para Francisco Suárez, el corpus mysticum residía en el pueblo y no en el
gobernantes: aunque los súbditos estaban destinados por Dios a obedecer a sus gobernantes, también
sostuvo que aquéllos tenían derecho a defenderse mediante la guerra justa contra el tirano.

Los escritos de los jesuitas instigaron numerosos ataques católicos contra las pretensiones de santidad
de los reyes. Los reyes cristianos no eran más divinos que cualquier otra criatura y no ejercían ninguna
función sacerdotal. Jaime I se alarmó de tal manera ante semejantes puntos de vista que escribió para
refutarlos tres extensas obras entre 1607 y 1615, en las que soltaba muchos más vituperios contra los
jesuitas que contra los protestantes radicales.

Los reformadores protestantes y católicos tenían mucho en común. Lutero fue tan agudo como Suárez
al separar lo que era sagrado de lo que no lo era, y al situar la libertad espiritual del yo cristiano por
encima del gobierno terrenal. Por tanto, los monarcas sagrados hallaron escaso consuelo en la religión
reformada, de cualquier tipo que fuese. Sin embargo, podían descubrir en ella una justificación
diferente para sus poderes terrenales, si sólo pretendían transformarse en lo que Lutero llamaba una

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“espada temporal” o en lo que Ribadeneira denominaba “un ministro de Dios” (en otras palabras, si
sólo deseaban convertirse en representantes del yo cristiano reformado). Los historiadores alemanes
han denominado este enfoque confesionalización. Adoptada primero por los príncipes en los Estados
territoriales del Sacro Imperio Romano, se basaba en alianzas políticas entre reformadores devotos y
gobernantes seculares. Los reformadores enfatizaban la necesidad moral de sumisión a la autoridad
terrenal, mientras que los príncipes hacían valer la unidad doctrinaria y la disciplina moral. Se
exhortaba a los súbditos a la obediencia por los nuevos imperativos de salvación. De este modo el
poder del príncipe estaba atado a la transformación confesional de la vida pública y privada.

Sin embargo, a largo plazo la confesionalización se convertiría en el principal pilar de la monarquía


barroca y prepararía el camino para el surgimiento del Estado racional.

En toda Europa la piedad renovada del yo cristiano subvirtió hábilmente los designios cósmicos de la
monarquía renacentista y situó un nubarrón sobre la resplandeciente divinidad del cuerpo real.

Vertumno en otoño: los Habsburgo

El jeroglífico regio

Los Habsburgo no eran solamente la casa real que gobernaba en España y en el Sacro Imperio Romano,
era una corporación de gobierno internacional con su propia mitología y un fuerte sentido de destino.
Creían que su familia poseía la misión otorgada por Dios de proteger la Iglesia, como se evidenciaba en
un gran número de leyendas.

Nadie llegó tan lejos como Carlos V, quien persiguió sin descanso los objetivos universalistas de su
familia. Se pasó roda la vida soñando con encabezar una cruzada contra los turcos y devolver los
territorios otomanos al redil cristiano. Durante algún tiempo, como Sacro Emperador Romano y rey de
España, con todos sus dominios americanos, debió parecer que Carlos era realmente emperador del
mundo. Sin embargo sus sueños nunca se cumplieron, abdicó en 1555, derrotado y exhausto por el
avance del protestantismo.

Los sucesores del imperio de Carlos V empezaron a perder la confianza en la eficacia de la antigua
ideología de los Habsburgo y trataron de apuntalarla con nuevos apoyos culturales. Rodolfo II encargó
en 1589 el que quizá sea el retrato real más extraño de la edad moderna: la representación del
emperador disfrazado del dios romano Vertumno, obra de Giuseppe Arcimboldo.

El historiador del Arte, Tomás DaCosta Kaufmann, señala que la pintura no era una rebuscada burla.
Se pretendía que fuesen alegorías políticas, que representaran el derecho imperial a dominar todo el
mundo. Todas las partes de la naturaleza eran “siervas” del emperador. Sin embargo, en la pintura de
Vertumno es el mismo emperador quien encarna la naturaleza, como si se tratase de una deidad de las
estaciones y los elementos.

R. J. W. Evans ha destacado que la fascinación rodolfina por la magia obedecía a un serio intento de
reconstruir la certidumbre en un mundo de división y duda religiosas. Numerosos contemporáneos de
Rodolfo compartieron preocupaciones similares, entre ellos el zapatero remendón y místico luterano de
la Alta Lusatia, Jakob Boehme, quien acudió a la ciencia oculta de Paracelso con la esperanza de
encontrar la pansophia, una síntesis universal de creencias. Al igual que Boehme, Rodolfo fue
sospechoso de heterodoxia.

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Como Montaigne, Rodolfo hizo de la exploración del yo su principal preocupación. Quizás esperaba
que, por medio de los poderes mágicos conferidos a su ser regio, podría aunar su fragmentado imperio
como las diferentes frutas que conformaban el cuerpo de Vertumno. Sus objetivos eran los del
neoplatonismo renacentista, si bien adaptados a su propia megalomanía fantástica.

La corte de Rodolfo estaba modelada más de acuerdo con sus propios intereses culturales que según las
aspiraciones de los grupos religiosos a quienes gobernaba. En general, Rodolfo dio la espalda a las
políticas confesionales. Ignoró a aquellos protestantes que le solicitaron en vano que declarase su
independencia del Papa y se convirtiese en “espada temporal” de una Iglesia reunida bajo su autoridad.

Si Rodolfo II hubiese abrazado los objetivos de los juristas protestantes, habría violado la herencia
religiosa de los Habsburgo y la imagen propia del emperador, como presencia armoniosa situada por
encima de los intereses confesionales.

El negligente

Felipe II era más un monarca renacentista que un ministro de Dios. Se consideraba un gobernante
universal, cuya persona se hallaba próxima a la santidad. El carácter de su reinado se comprendía en el
espectacular monasterio-palacio de San Lorenzo de El Escorial.

El Escorial puede revelar la influencia del neoplatonismo y de otras filosofías herméticas en la corte de
Felipe II. Juan de Herrera estaba aparentemente fascinado con las “proporciones divinas” y trató de
convertir el palacio en un microcosmos del universo.

Al seguir los modelos humanistas de la monarquía renacentista, la corte de Felipe II nunca llegó a ser
un semillero de disciplina confesional. Allí, como en otras partes, los códigos de honor continuaban
siendo más importantes que la moral católica reformada en la conformación de la conducta de la alta
clase social. Es poco lo que Felipe II hizo para evitar la preocupación por el honor y la reputación o
para orientarla hacia el autocontrol interno. Su corte no realizó ninguna contribución notable al proceso
“civilizador” tan diestramente bosquejado por Norbert Elias.

Como es bien sabido, el régimen de Felipe II fue más personal que burocrático. Su éxito dependió de la
propia energía del rey y empezó a desfallecer a medida que sus poderes declinaron. Los sombríos
acontecimientos que sucedieron entre 1588 y 1598 (el fracaso de la Gran Armada, el saqueo de Cádiz y
sobre todo la continuación de la rebelión en los Países Bajos) tuvieron lugar en un escenario de malas
cosechas y endeudamiento real, que crecía exponencialmente. El gobierno parecía estar
desintegrándose, y en todas partes se observaba un incremento del bandidaje. Como en toda Europa, se
culpó de la enfermedad del reino a la debilidad del rey; sin embargo, el clero español fue mucho más
abierto que la mayoría de la gente en sus críticas al monarca, a quien muchos consideraban más que un
ser humano.

En todos los reinos de Felipe II, la monarquía renacentista, apoyada en la corte y con pretensiones
universalistas y sagradas, se convirtió en un peligro ideológico a finales del siglo XVI bajo la presión
de grupos que se inclinaban por la renovación política mediante la reforma religiosa. Tras la muerte del
rey en 1598, su hijo y sucesor, Felipe III, se encargó de completar la degradación moral de la
monarquía, tras concertar la paz con los ingleses y establecer la tregua con los holandeses.

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Dos cuerpos: de Isabel a Jaime

Los Habsburgo gobernaron sobre imperios universales; por el contrario, los Tudor lo hicieron sobre
una sola nación. Sin embargo, al igual que otros monarcas renacentistas, los Tudor definieron “la
nación” en términos de imperium, o de dominio indiviso, no de identidad común. Al principio de la
Reforma, el parlamento anunció que “este reino de Inglaterra es un imperio”, cuyo rey poseía “un
cuerpo político, compuesto por toda clase y grados de personas” y que contenía aquella parte…llamada
espiritualidad que ahora viene a ser llamada normalmente la Iglesia inglesa”. En pocas palabras, el
pueblo y la Iglesia eran ambos parte del cuerpo real sagrado. Consideremos la tenue pervivencia de esa
idea renacentista poco ortodoxa, y su desintegración a partir de la década de 1590.

La perfecta unidad de la Iglesia y el Estado no sobrevivió durante mucho tiempo a la muerte de Enrique
VIII. Cuando Isabel I le sucedió en el trono en 1558, los obispos de la Iglesia de Inglaterra mostraron
profundas reservas sobre otorgar a un gobernante de sexo femenino el tipo de poderes religiosos que
había disfrutado su padre.

El concepto legal de los “dos cuerpos del rey” fue inventado por los juristas, que lo bosquejaron en una
serie de decisiones de los tribunales superiores. Quizás la declaración más sucinta de la doctrina fuera
la que los juristas de la Corona realizaron en 1561: “El Rey tiene en él dos Cuerpos, viz., un Cuerpo
natural y un Cuerpo político. Su Cuerpo natural…es un cuerpo mortal, sujeto a todas las Dolencias que
vienen por Naturaleza o Accidente…Pero su Cuerpo político es un cuerpo que no puede ser visto o
manejado, consistente en política y gobierno, y constituido para la Dirección del Pueblo y para la
Administración del bienestar público; y este Cuerpo se halla totalmente vacío de Infancia y de Vejez y
de otros Defectos e Imbecilidades naturales, a los cuales está sujeto el Cuerpo natural”.

La doctrina claramente pretendía fortalecer los poderes místicos de la monarquía, al definir legalmente
su parte sagrada. La doctrina no sólo asumía la semejanza del gobernante a Dios, sino también la
existencia de una presencia divina completamente formada dentro del cuerpo físico del gobernante, un
milagro de encarnación que rivalizaba con la misma doble naturaleza de Cristo. Tal mistificación era
muy difícil de mantener en la práctica legal o de reconciliar con la teología reformada. No es de
extrañar que al clero no le entusiasmara.

Fueron los cortesanos, no los clérigos, quienes dieron forma al sorprendente “culto a Isabel”. Como
producto de los valores cortesanos del Renacimiento, el culto de Isabel se hallaba más relacionado con
el honor caballeresco que con la disciplina personal o el autocontrol.

La imagen de la “reina-virgen” era potencialmente conflictiva, porque se había modelado según la


representación de la Virgen María, que nunca fue favorita entre los protestantes devotos.

De manera similar, la Isabel real se vio obligada a adoptar múltiples personalidades para complacer a
los divididos grupos dominantes. Sus admiradores elogiaban esta cualidad como muestra de sus
poderes divinos, pero reflejaba principalmente su necesidad de legitimación como mujer gobernante.
Isabel consiguió sacar ventajas políticas de su “mutable” feminidad sin atentar contra las normas
aceptadas sobre el género.

El nuevo rey, Jaime VI de Escocia y I de Inglaterra, era un intelectual que aspiraba a hacer el cuerpo
real más aceptable para los protestantes. Su interpretación de la monarquía aparece en The trew law of
free monarchies (1598) y en el Basilikon Doron (1599), en los cuales aconseja a su heredero cómo

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gobernar. Probablemente ni el mismo Calvino habría encontrado algo que objetar en estos tratados. El
enfoque de Jaime se basaba en un conocimiento sólido de las Escrituras, y se hallaba desprovisto no
sólo de doctrinas místicas, sino también de alusiones paganas extravagantes. No comparaba al rey con
Cristo, ni lo dotaba de cualidades milagrosas ni lo ataviaba como una deidad del Olimpo.

Los escritos del rey Jaime sobre la monarquía se dirigían directamente al yo protestante reformado. Sin
embargo, no dieron lugar a una revisión de las prácticas de la monarquía sagrada inglesa. Por ejemplo,
aunque Jaime consideraba que el tacto regio para curar la escrófula era una práctica papista, continuó
realizándola por consejo de sus cortesanos. Jaime recurrió incluso a la teoría de los dos cuerpos con el
fin de salvar su proyecto favorito, la unión de Inglaterra y Escocia.

Jaime I no fracasó en todo, como han sostenido en ocasiones los historiadores. Hacia 1610 el cuerpo
real estaba prácticamente desmitificado y centrado en una persona masculina, no en las numerosas
diosas paganas del culto isabelino. Sin embargo, Jaime no fue un reformador y decepcionó las
esperanzas puestas en una monarquía piadosa.

El cuerpo soberano: de los Valois a los Borbones

El confesionalismo de Jaime I fue marcadamente distinto de la postura religiosa de Enrique IV de


Francia, más preocupado por la definición de la soberanía inherente al cuerpo real que por acomodarse
a sí mismo a las demandas de la religión reformada.

El último Valois era la quintaescencia de los gobernantes renacentistas. Su corte sobrepasaba a la de


Isabel en suntuosas diversiones neoplatónicas. Ballets y otros festivales italianizados representaban, por
medio de emblemas, rituales y espléndidos vestidos, los misterios sagrados de una monarquía
multifacética.

En 1584, Enrique de Borbón, rey de Navarra, un hugonote convencido y por tanto inaceptable para el
partido católico, se convertía en sucesor por línea directa de Enrique III, su cuñado y primo. El
resultado fue una renovada militancia religiosa, centrada en una asociación nacional, la Liga Católica.

Al tiempo que purgaban sus propios cuerpos y el cuerpo político urbano, los miembros de la Liga
negaban toda santidad especial al cuerpo del monarca, lo que implicaba una gran afrenta a Enrique III.
Convencido de su propia sacralidad, Enrique utilizaba con frecuencia el tacto regio, e incluso se
comunicaba de dos maneras, como rey y sacerdote. De L’Estoile, todavía un politique, o partidario del
rey, recabó no menos de trescientos libelos contra Enrique que se vendían de puerta en puerta por las
calles de París. Al igual que los calvinistas radicales, los miembros de la Liga afirmaban que el
gobernante era responsable ante el cuerpo del pueblo, particularmente ante los Estados Generales,
reunidos en Blois en octubre de 1588. Una vez que el rey Enrique III hubo ordenado el asesinato del
duque de Guisa en diciembre, la Sorbona anunció que todos los súbditos se hallaban dispensados de
obedecerlo. La propaganda de la Liga proclamó entonces el derecho de asesinar al tirano. Finalmente,
la doctrina del tiranicidio fue puesta en práctica por Jacques Clement en agosto de 1589.

Ensimismados en una lucha de todo o nada contra el nuevo rey, Enrique IV, el fervor ascético de los
miembros de la Liga se radicalizó aún más.

La larga resistencia de la Liga hirió mortalmente a las ficciones renacentistas de la monarquía de los
Valois. En su lugar, los Borbones acudieron a las redefiniciones del poder real de las obras de abogados

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y juristas, la clase de oficiales cultos a la cual pertenecían Montaigne, Pasquier y Pierre de L’Estoile.
Bajo el reinado de Enrique IV, los oficiales jurisdiccionales fueron aceptando que el rey tuviera un
poder supremo inquebrantable, conocido como soberanía. Su expresión política más evidente estaba en
los celebrados Los seis libros de la república del jurista Juan Bodino, publicado en 1576.

Su principal inquietud era la soberanía, el “poder absoluto y perpetuo de una comunidad”. Aceptaba
que originalmente pudiera conferirse por el pueblo, el cual no podría poner luego ninguna restricción al
gobernante. Bodino veía en la soberanía la única fuente de ley. Era indivisible; ninguna parte de ésta
podía concederse a otras instituciones. Su locus era el cuerpo físico del rey, no una persona mística.

La imagen de soberanía en Bodino procedía del poder patriarcal ejercido por los padres sobre sus
mujeres e hijos. En cierto sentido, Bodino cambió la imagen mística del rey por la de una figura
paternal, que derivaba su autoridad de una institución social, la familia. El cuerpo natural del
paterfamilias había sustituido al cuerpo espiritual de Cristo.

Sin embargo, Bodino no fundamentó su argumentación en razones puramente seculares. Además, su


concepto de soberanía contenía atributos sobrenaturales, que daban una cualidad divina a un principio
abstracto. Como la divinidad cristiana, la soberanía era perfecta, única, absoluta. La autoridad soberana
inherente a la condición humana del rey pasaba inmediatamente después de la muerte a su sucesor.
Bodino nunca escribió sobre los “dos cuerpos” o sobre una dignidad trascendente separada de la forma
humana del rey. En efecto, eliminó la dualidad entre el ser físico del gobernante y el cuerpo político
inmortal. Ambos se hallaban completamente unidos por la posesión de la soberanía, la cual elevaba los
poderes innatos del cuerpo del rey al más elevado nivel imaginable. En vez de transformar al
gobernante en un semidiós, la soberanía lo convertía en encarnación de un principio jurídico casi
divino. Mediante este legalismo espiritual, una extraña mezcolanza de fe y ley, Bodino dio renovadas
fuerzas a la concepción humanista de monarquía, al combinarla con la estricta integración del yo
cristiano reformado.

La noción de soberanía perpetua pronto fue adoptada por el establishment legal francés, aunque con
modificaciones. Los juristas se consideraban guardianes de la ley fundamental, que para algunos era un
poder más elevado que el del mismo rey.

Probablemente Enrique IV nunca leyó a Bodino, pero comprendió bien las implicaciones de la
soberanía, que se convirtieron en el centro de su regio autoforjado.

Enrique estaba vivamente interesado en crear una imagen pública menos centrada en el simbolismo
neoplatónico que en demostraciones de carisma personal, hombría y virtud guerrera.

De hecho, la soberanía era culturalmente un concepto inseguro. Requería el sometimiento interno del
yo cristiano a la autoridad humana, una operación que la mayoría no estaba preparada para realizar.
Hacia 1610 su flexibilidad parecía haber funcionado. La pacificación de Francia era completa, e incluso
la imagen pública del rey se estaba transformando, adquiriendo un semblante pacifista. Entonces, de
repente, Enrique también recibió una puñalada de muerte, en esta ocasión de mano de otro católico
asesino, el monje demente Francois Ravaillac.

El asesinato de Enrique revela con total claridad la fragilidad constitutiva de la monarquía francesa. En
un momento el gobierno retornó a un estado de crisis, del cual tuvo que ser rescatado por improvisados
rituales de soberanía. Horas después del asesinato, el sucesor de Enrique, un niño de ocho años de

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edad, Luis XIII, convocó a un lit de justice en el parlamento de París (una asamblea de príncipes,
nobles, obispos, oficiales de la Corona y juristas, ante los cuales el rey podía poner de manifiesto su
voluntad): Al aparecer en público antes de que su padre fuera enterrado, el afable Luis (o más bien su
madre, la reina María de Médicis) comunicaba que el interregnum ceremonial del funeral regio,
suspendido en 1589, carecía ahora de sentido. Luis se presentó como “la imagen viviente” del monarca
difunto, un papel desempeñado hasta entonces por la efigie funeraria. Nadie puso en duda que la
soberanía era perpetua, que el rey nunca moría.

La coronación del joven rey cinco meses más tarde fue concebida como un mero acto de
reconocimiento del poder real que ya disfrutaba. Como en 1594, la ceremonia realzó la soberanía
innata y perpetua de los reyes franceses.

El concepto de soberanía se convirtió en parte integral de la monarquía francesa gracias a los asesinatos
de 1589 y 1610. Sin embargo, como otras crisis recurrentes iban a demostrar, sólo le confirió un poder
absoluto aparente. No alteró la engorrosa estructura del gobierno francés; por el contrario, fomentó un
mito de autoridad unificada que no siempre se correspondió con la práctica administrativa. Además, se
trataba de una reliquia renacentista que enfatizaba las virtudes masculinas y heroicas, y no de los
valores del yo católico que anteponían el cuerpo purificado y el alma devota al orgullo del guerrero.

¿Era el concepto de soberanía exclusivo de Francia? Aunque Bodino fue leído en toda Europa, sus
ideas fueron asumidas de muy distintas maneras: fue extremadamente detestado en España; en los
Países Bajos se le citó en defensa de la soberanía de los Estados Generales y no del rey. Los estudiosos
protestantes alemanes explotaron diligentemente los escritos de Bodino, sin embargo los juristas del
Reich tendieron a argumentar que, aunque la autoridad suprema debía de ser en teoría indivisible, en la
práctica podía estar dividida. Algunos juristas alemanes imaginaban una maiestas dúplex, una doble
majestad, que consistía en una parte instrumental, mantenida por la Dieta, los príncipes territoriales y
los Estados, y una parte personal o simbólica, de la cual disfrutaba solamente el emperador.

La acogida más calurosa de Bodino en el extranjero se produjo en Inglaterra. Hacia 1603, la idea de
que el rey nunca moría se había extendido más allá del Canal de la Mancha. Aun así, como señalaba un
observador clerical, la soberanía seguía siendo Vox Gallica, un término francés. La soberanía indivisa
era una innovación nada atractiva para la mayoría de la clase gobernante inglesa, porque implicaba un
parlamento débil, una corte arrogante y, lo peor de todo, la unidad política con escocia. Jaime I no tuvo
suficiente habilidad para unificar sus reinos; por el contrario, a Enrique IV no se le permitió separarlos.

Sin embargo, Inglaterra y Francia eran similares en otro sentido. En ambos reinos (aunque no en
España o en el Sacro Imperio Romano), el desafío de la religión reformada había contribuido hacia
1610 a moderar la sacralidad polivalente de la monarquía renacentista y a reformular parcialmente el
cuerpo real. Algunos de los aspectos casi paganos y mágicos de la monarquía habían sido eliminados.
Estos cambios aún debían consolidarse, ya que todavía no habían tenido demasiado efecto directo sobre
los súbditos. Las tendencias moralizantes y ascéticas potencialmente explosivas del yo cristiano
reformado no se habían difundido. Por el contrario, empezaron a canalizarse hacia el desarrollo de un
público político y de una política pública: en otras palabras, hacia una nueva clase de audiencia para el
teatro de la monarquía. En las próximas tres décadas los reyes empezarían a dirigirse a esta audiencia y
a aprender cómo utilizar la imagen de un gobernante devoto para afirmar su autoridad sobre cada
familia, sobre cada alma, sobre cada cuerpo humano.

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