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Predicación ─ domingo, 13 de enero de 2019

Título: “La epifanía del niño”


por Edgardo José Soto Brito

Introducción

La pasada celebrábamos la Epifanía de nuestro Señor Jesús, en lo que

tradicionalmente se ha llamado el Día de los Tres Reyes Magos. Aprovechando la coyuntura

de la Navidad y del inicio de año, creí conveniente continuar tratando un texto bíblico

relacionado a la niñez de Jesús. Hoy estaremos hablando de la epifanía del niño o de la niña.

¿A qué me refiero? Vamos paso a paso. Repasemos por un momento lo que es «epifanía»,

algo que la Rvda. Maritza Resto nos explicó la pasada semana.

«Epifanía» proviene de un término griego que se pronuncia epifáneia, que significa

aparición o manifestación. El pasado domingo ─el día de la Epifanía del Señor─ la iglesia

celebraba que Dios dispuso un encuentro temprano entre Jesús y los pueblos gentiles,

representados por los magos de Oriente. Y esto para decir que desde el inicio de su plan, Dios

tenía de intención de insertar a los gentiles en su pueblo elegido.

En el relato de los magos de Oriente, en el Evangelio según Mateo, el niño Jesús

aparece en un rol pasivo. Los que se mueven, preguntan, adoran, sueñan y regresan a sus

países son los magos. Mi interés hoy es examinar la manifestación del niño Jesús, ya no como

un bebé que es manifestado por Dios a unos extranjeros que vienen de lejos, sino como un

agente activo que está en capacidad de tomar decisiones. Eso me permitirá hacer algunos

comentarios sobre la importante labor de los padres (o encargados) en el proceso de crianza

y también me permitirá hablar de la manifestación de nuestros niños y niñas, quienes en algún

momento comenzarán a expresar sus propias convicciones.

Los distintivos de Jesús y lo común de su familia


Cuando hablamos de Jesús, los cristianos pensamos en un ser humano excepcional.

Pero esto no lo decimos como lo hacemos de otras personas. Jesús de Nazaret fue y es una

persona excepcional porque él es la encarnación del Logos o del Verbo de Dios. Él es el Hijo

que siempre, desde antes de la fundación del mundo, estuvo junto al Padre y el Espíritu Santo.

Por esa razón, los cristianos no hablamos de Jesús como una persona común y corriente.

Sumado a eso, cuando examinamos la vida de Jesús nos damos cuenta que el calibre ético-

moral de Jesús fue inigualable. ¿A quién conocemos que se le haya atribuido una vida sin

pecado? Eso es lo que las Escrituras testifican de Jesús. Cuando vemos la vida de Jesús y

vemos los milagros que hizo, solo podemos concluir que se trató de un ser humano

excepcional. Viéndolo desde la resurrección, como aquel que venció la muerte más horrenda

que podían infligir los romanos, solo podemos decir como aquel soldado romano al pie de la

cruz: verdaderamente este es el Hijo de Dios. En ese sentido, recuerdo la canción de Jesús

Adrián Romero titulada “No es como yo”.

Estableciendo las distancias ontológicas que nos separan de Jesús, a modo de

paradoja, la Escritura es insistente en plantearnos que Jesús tuvo una vida humana común.

Jesús nació, fue vulnerable, trabajó, oró, fue tentado, lloró, fue al templo, tuvo hambre, hizo

amigos, hizo enemigos y murió. El misterio de la encarnación nos plantea que Jesús sí fue

como nosotros, de modo que, a pesar de los atisbos de divinidad que nos puede plantear su

vida terrenal, todo lo maravilloso que Jesús hizo lo realizó como ser humano.

Esa paradoja de la encarnación de Jesús se nos aparece en sus primeros años de vida.

A pesar de ser aquel por medio de quien fueron hechas todas las cosas, Jesús tuvo una niñez

común y corriente, con una familia común y corriente que esperaba de él una conducta común

y corriente. Nos preguntamos entonces, ¿cómo de un niño común y corriente Jesús pasa a ser

aquel que dice “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi
Padre?” (Lucas 2:29 NVI)? Si la encarnación del Hijo de Dios fue total, no podemos

minimizar la influencia de su entorno ni la de su familia en su proceso de desarrollo. Respecto

a eso, nuestro texto en Lucas nos da unas pistas.

La costumbre de ir a la Pascua

Lucas 2:41-42 dice: “Los padres de Jesús subían todos los años a Jerusalén para la

fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, fueron allá según era la costumbre” (NVI).

El evangelista, como en otras instancias del relato de infancia, nos habla aquí de la piedad de

María y de José, quienes cumplían consistentemente con los mandamientos de la ley. En el

Antiguo Testamento se exigía que los israelitas participaran de tres fiestas al año (Éxodo

23:14-17; Deuteronomio 16:16). Ahora bien, debido a las grandes distancias que algunos

debían recorrer, la fiesta de la Pascua se convirtió en la celebración anual más importante,

que reunía a la mayor cantidad de peregrinos en Jerusalén. Lucas nos dice que todos los años

la familia de Jesús subía a la ciudad a celebrar la fiesta de la Pascua para cumplir con su deber

religioso.

No hay que asumir que la vida de religiosa de María y de José se limitaba a esta

celebración anual. Después de todo, María fue la mujer a la que el ángel del Señor le dijo:

“¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo” (Lc 1:28 NVI).

María fue aquella que al escuchar las palabras del ángel anunciándole el nacimiento de Jesús

respondió diciendo: “Aquí tienes a la sierva del Señor.... Que él haga conmigo como me has

dicho” (Lc 1:38 NVI). Su pariente Elisabet describió a María como una mujer de fe cuando

le dijo: “¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!” (Lc

1:45 NVI). Por su parte, José es descrito por el Evangelio según Mateo como el hombre justo

con un corazón compasivo (Mt 1:19). Además, en más de una ocasión se caracteriza a José

como un hombre obediente a la voz de Dios (Mt 1:24; 2:13-15, 19-21). Vemos así que Jesús
no solo creció yendo a fiesta anual en el templo de Jerusalén, sino que creció en un hogar

piadoso con unos padres que le enseñaron a amar a Dios y a amar sus mandamientos en todo

momento.

El niño Jesús se pierde

Nuestro pasaje en Lucas, luego de ubicarnos en el contexto de la piedad de José y de

María, da un giro súbito. El niño Jesús, que hasta ahora había aparecido como un bebé y

ahora tiene 12 años, se mueve por su cuenta, distanciándose de sus padres y quedándose en

la ciudad de Jerusalén mientras aquellos regresaban a Nazaret.

Este punto del pasaje me llevó a unas preguntas que son sumamente relevantes a todo

padre o encargado. ¿A qué lugar van nuestros niños y jóvenes cuando no los vemos? ¿Qué

manifiestan cuando están fuera del alcance de nuestra supervisión? ¿Qué hay en sus

corazones? ¿Qué valores exteriorizan con sus palabras y conducta? O dicho en tiempo futuro:

¿qué manifestarán al mundo cuando tengan agencia propia?

Por haber leído o escuchado el pasaje de Lucas 2:41-52, ya sabemos qué pasó con

Jesús. Luego de tres días, sus padres lo encontraron inquiriendo en el templo con los maestros

de Jerusalén. De alguna manera, Jesús ya tenía conciencia de ser el Hijo de Dios desde

temprana edad. Pero sabemos que en su hogar recibió una formación coherente con las

intenciones de Dios. ¿Por qué otra razón José y María llevaban a Jesús a la Pascua sino para

que fuese formado al escuchar la historia de Israel y los mandamientos de Dios?

La pregunta hoy no es sobre María, José y Jesús, es sobre nosotros. ¿Estamos

asumiendo nuestra responsabilidad en formar y dirigir hacia el buen camino a las próximas

generaciones?

La preocupación contemporánea
Dos cosas que trajeron el asunto de las próximas generaciones de forma urgente a mi

reflexión fueron: (1) mi viaje a Europa hace unos meses y (2) leer sobre “el paradigma de la

secularización” del sociólogo Steve Bruce. Como muchos de ustedes saben, el grueso de la

historia cristiana se gesta en Europa. Sin embargo, hoy Europa está en una época poscristiana

y solo un mínimo de la población practica la fe. Los grandes y hermosos templos y las

famosas obras de arte clásicas atestiguan de un tiempo de gloria ya pasado. Es posible que

las iglesias mueran. Es posible que algo que vemos como inherente a nuestra vida y hasta

evidente, como nuestra fe, no se pase a la próxima generación.

Steve Bruce, un sociólogo que ha investigado mucho sobre el proceso de

secularización en Occidente, en uno de sus libros, describe la importancia de que ambos

padres tengan un alto compromiso con la misma religión para que haya una alta probabilidad

de que sus hijos asuman la fe como propia cuando tengan la edad suficiente. El argumento

de Bruce es más complejo y extenso que lo mencionado, pero al final la pregunta que nos

incita a hacer este planteamiento es la misma que la pastora nos hacía la pasada semana al

terminar su predicación: “¿Qué es lo más importante para ti?”.

Lo más importante

Si queremos que nuestros hijos, nietos, sobrinos, bisnietos y todos aquellos niños y

niñas que nos encontramos en la vida conozcan a Jesús, primero tenemos que amar a Jesús.

Si queremos que las próximas generaciones amen la iglesia, primero debemos amar la iglesia.

Si queremos que esos niños y niñas que tanto amamos tengan pares que se formen junto a

ellos en la fe, debemos traerlos a la iglesia para que los conozcan. Al final, debemos ser lo

que queremos ver en aquellos que vienen subiendo.

Si nuestro trabajo es lo más importante, nuestros niños y niñas aprenderán que lo más

importante en el mundo es tener una buena profesión. Si tener cosas es lo más importante
para nosotros, ellos aprenderán que su valía depende de lo que posean. Si actividades triviales

son más importantes que el congregarse de forma consistente, nuestras niñas y niños

aprenderán que ir a la iglesia no es necesario.

En el texto de Lucas se habla de lo que es costumbre. Las próximas generaciones

deben conocer y comenzar a actuar las costumbres que definen la fe y que se cristalizan en

la vida de la iglesia. Deben, además, ver en las figuras de aquellos que aman (i.e., a ti y a mí)

los patrones y hábitos que definen una fe en Cristo apasionada y entregada.

Conclusión

Hoy escuchamos de María, José y el niño Jesús y su travesía a la fiesta de la Pascua

en Jerusalén. Hoy necesitamos nuevos Josés y nuevas Marías que enseñen con sus vidas a

sus niños y niñas a amar a Dios y a su iglesia. Pero el proceso no comienza cuando ellos están

en posición de elegir, comienza hoy con la epifanía de nuestro amor por Dios. Quiera Dios

que cuando nuestras niñas y niños tengan la conciencia para elegir su camino, puedan

aparecerse o manifestarse como aquellos que tienen asuntos con el Padre celestial como lo

hizo Jesús.

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