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Pizarro
Oro, gloria y muerte
Círculo de Lectores
T itu lo dcl original alem án, Pizarro und selne brtidcr
Traducción, Agutí (n Puig
C ubierta, Izquierdo
C irculo de Lectores, S. A.
Lepanlo, 350, 5.°
Barcelona
Edición integra
Licencia editorial para el C irculo de Lectores
3r cortesía de E ditorial G rijalbo. S.A.
S ueda prohibida su venta a toda persona
que no pertenezca al Circulo
© W alter-Verlas, 1962
© Ediciones G njalb o , 1966
Depósito legal B. 22554-68
Com puesto en Garam ond 9
Im preso y encuadernado por
P rim er, ind u stria gráfica sa
M olins de Rey Barcelona
P rinted in Spain
My soul, sit tbout a patient looker-on;
ludge not tbe play before the play is done:
I ler plot hath many changes; every day
Speaks a new scene; the last act crowns the play.
F rancis Q uarles
PROLOGO
1
¡Dejad el pasado,
dejadlo dormir en las ruinas o sepulturas...
Y, ante el milenario sepulcro de las entrañas de la muerte,
dad preferencia a la prosperidad de los jóvenes y de los nuevos!
E l autor
1.a Zarza
Si fueres a Trujillo,
por donde entrares,
hallarás una legua
de berrocales...
Cantar popular
9
te por los extensos y ralos carrascales. En las laderas de sus montes,
habitan coraos y jabalíes, y en las cimas anidan balcones y azores.
Puede ser a eso de 1490:
Más arriba de la aldea de La Zarza, hay un olivo centenario. Sólo
unas ramas verdes descubren que aún se mueve la vida en esta
ruina de árbol, desgajado por el viento y el sol. Un olivo muere
lentamente; cada capa cortical seca cobija vida debajo de sí. Cerca
de él hay un abrevadero, y unos cerdos están tendidos al amparo de
la sombra del muro.
Apoyado contra el tronco del umbroso olivo se ve a un adolescente
de unos dieciséis años; es cenceño y nervudo como todos los hombres
de la estepa, que pocas veces pueden satisfacer su estómago.
La tensa piel de este adolescente es de color oliváceo, y sus manos,
alargadas y flacas, son fuertes y habilidosas para el trabajo; dos hue
sudas y musculosas piernas, demasiado largas, sostienen su trasijado
cuerpo; una ondulada pelambrera le cae sobre su estrecha frente y
le sombrea su alargado rostro y su audaz y avanzada nariz, que parece
oliscar el viento y los campos, sobre los que alienta el céfiro desde las
parduscas montañas de la sierra de Guadalupe.
Con la romería de la aldea, o acompañado por parientes de su
madre, a menudo había ido el joven a Guadalupe, el santuario más
renombrado del reino en aquellos tiempos; allí se reunía gente de
todas las regiones. España se había hecho grande y poderosa, aunque
hacía poco que el país había dejado de ser un ludibrio. El rey
Enrique había gobernado como si el país hubiese sido una ropa
vejería. Incluso los reyezuelos de Granada se negaban a pagar el
tributo, atacaban a su vecino cristiano, cogían prisioneros a sus
súbditos y los vendían como esclavos en Africa. Mas, ahora, Fer
nando e Isabel acababan de unificar el reino. En el palacio de
Chaves, en Trujillo, se había firmado el acta de la unificación y, desde
Guadalupe, la reina Isabel, acompañada de su cortejo, emprendía
el viaje por su reino y, con la amenaza de sus cañones, había obligado
a Pedro de Baeza a la capitulación de Trujillo y hacía tributarias a
las guaridas de salteadores de caminos de la nobleza de Extremadura,
Castilnovo, Figueruela, Orellana. Con energía, sobriedad y parsimo
nia, restablecían los nuevos regentes el orden y la honra en la plebe
y en la nobleza. Así había oído el adolescente contar y, en este mo
mento, pensaba: «¡La honra!»
De su profundo, serio y juvenil rostro, cuya gran boca no suele
replicar, unos ojos castaños oscuros mantienen fija la mirada en las
alejadas y blancas paredes de la casa del molinero Alonso, a quien
él sirve como medio deudo y medio mozo.
Al atardecer, puede que sople d viento de poniente, del cercano
Portugal, del mar; cuando así sucede, el ambiente se refresca un
poco y el aire vespertino se satura de una leve humedad. Los arrie
ros de los villorrios fronterizos con Portugal le decían al muchacho
10
i|uc este viento venía del océano. Hacia el mar van los soldados y
marineros del rey. «¡El mar!», piensa el muchacho. Su inmenso espa
cio líquido es inabarcable por la vista, como el paisaje que se extiende
ante sus ojos. Su fantasía sigue a los soldados del rey que marchan
por los caminos, que van a la aventura, al encuentro de la felicidad,
la cual sólo se consigue con callos y con heridas. Por estos mismos
caminos, según cuenta Tito Livio, fue también Hércules, y Aníbal
prometió cumplir su promesa. Marcharon para crearse un nombre.
¿Y qué nombre tiene él?
Sabe quién es su madre: se llama Francisca González, hija del
labrador Mateo y de su mujer María Alonso, los parientes de la
cuul poseían tierras y un molino en La Zarza, y en casa de quie
nes Francisco, que así se llama el muchacho, servía de mozo. De
joven, su madre había entrado a servir en el convento de mon
tas de San Francisco el Real, en Trujillo, el cual convento estaba
situado en lo alto de la ciudad, y cerca del solar de los Pizarra,
cuyo portal gótico todavía se levanta sosteniendo el escudo, en el
que figuran un pino, dos osos afrontados y empinados al tronco
y, bajo sus pies, dos trozos de pizarra; las paredes estaban fabricadas
de piedra (única riqueza de Extremadura; toda la ciudad está edifi-
cuda así, y la hay en abundancia en los campos de labor y en los pra
dos); una puerta de roble cerraba la entrada.
De zagal, pasó con cautela muchas veces por delante de este portal.
Un día, cuando volvía con su abuela María Alonso de trabajar
en la huerta, pasó por allí; fatigada por el trabajo, la mujer se detuvo
ante la casa, situada en lo alto del camino, dirigió su enflaquecido
rostro hacia la puerta, y dijo:
«¡Mira esa casa, Francisco! Pertenece al señor Gonzalo Pizarra, que
una vez jugueteó con tu madre. El señor Gonzalo es tu padre, Fran
cisco. Y, aunque no se preocupe de ti, no niega que lo sea.»
Francisco fijó la vista en el arco del portal, y en el pino y los osos
del escudo en él labrados. Para el muchacho no estaba muy claro
aquello. Pero una cosa supo desde aquel momento: don Gonzalo
era su padre. Y, aunque no le enterneciera, aquella noticia le hizo
sentirse más fuerte. Fue de una importancia decisiva para su futuro
saber que era hijo de don Gonzalo Pizarra.
A partir de entonces, solía tenderse bajo la sombra de los pám
panos de vid y esperar ante la casa de su padre. Cuando don Gonzalo
salía por la puerta de roble, el muchacho se embebía en la imagen
de éste y absorbía el ritmo de sus pasos.
11
Los motivos heráldicos del escudo de armas no son originarios de
Extremadura, sino que proceden de Asturias, primigenia patria de
los Pizarro, el origen de cuya estirpe está ligado con el insigne nombre
de don Pelayo, quien, en el año 718, derrotó a los árabes en la batalla
de Covadonga, tras lo cual se les hizo retroceder hasta la llanura de
Andalucía, pues con aquel acontecimiento empezó el período de la
Reconquista1.
Por la Historia sabemos que los Pizarra participaron en la batalla
de las Navas de Tolosa, acaecida en el año 1212, en la que los moros
fueron derrotados y expulsados de Extremadura; y, en 1232, parti
ciparon en la toma por asalto de la población de Trujillo. Desde
entonces, el pino, los dos osos y los dos trozos de pizarra adornaron
su escudo de armas sobre el portal de una de las más sencillas casas
de la nobleza en la parte alta de la ciudad.
El paisaje extremeño es uno de los más desérticos y tranquilos
de España.
Sobre una granítica estribación de la Sierra de Guadalupe, se
alza Trujillo, a unos quinientos metros de altura. Abajo, discurre la
carretera hacia Mériaa, con sus valiosas ruinas romanas, Cáceres,
Lisboa y Sevilla, por la que, como antaño, trotan las muías y los
asnos. Bueyes de labor descansan delante de un ventorro en la linde
de la buena.
Por dondequiera se ven losas y bloques de piedra. La morada de
los Pizarro era de sillería, al igual que los palacios de los incas en el
Cuzco peruano.
Quien haya visto el Cuzco, se preguntará: ¿qué occidental pudo
haberse instalado aquí? Y quien haya andado por la rocosa falda de
la montaña donde está situado Trujillo, se preguntará igualmente: ¿De
dónde pueden haber salido los conquistadores de las montañas del
Perú, sino de aquí?
Las casas, las iglesias y las fuentes parecen ser una continua
ción de las rocas, y se elevan hacia el castillo romano que, luego,
1. En el Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles e hispanoameri-
canos, de A. y A. G arda Carraffa, t. ix x , pág. 125, leemos sobre Pizarro: que, según
una no documentada tradición, los Pizarro ya estaban al servicio de don Pelayo en loe
días de Covadonga. Históricamente, se sabe que caballeros con este apellido tomaron
parte, bajo Femando el Santo, en el asalto de Trujillo el 25 de enero de 1232. La estirpe
tiene su tronco en un ilustre linaje visigodo, el de Añasco, que hizo primeramente su
asiento en las montañas de Burgos, pasando luego, en la remota época de les berebere»,
a Trujillo, de donde se vieron obligados a salir sus caballeros y se refugiaron en Asturias
al ser invadida España por los árabes. Después de la reconquista de Trujillo, regresaron
a esta población desde Toledo, donde estaban establecidos loa hidalgos de la familia de
Añasco, que se dice residió en Trujillo, desde la época visigoda, y tuvieron un papel
importante en los asuntos de su gobierno. Del capitán Gonzalo Pizarro, padre de Fran
cisco, se dice que fue un notorio hidalgo que poseía regular herencia, y que sirvió con
Gonzalo de Córdoba en Italia, y con el duque de Nájera en Navarra. Contrajo matrimo
nio con Isabel de Vargas el 29 de julio de 1504. Muchos años antes, allá por el 1475,
tuvo un hijo llamado Francisco con la joven labradora Francisca González.
12
(uc fortaleza visigoda y, más tarde, alcázar árabe. Apenas si
•c ve un árbol o verdosidad viviente en estos parajes. Y las pocas
plantas que existen buscan, del mismo modo que el hombre y los
unimales, el amparo de la sombra de las paredes, recalentadas por
d sol. Sólo los nopales ofrecen a la luz solar sus erizadas palas
ovaladas con sus encamadas flores.
Al extranjero que se embebe en este ambiente, le sobrecoge una
sensación de ahogo: ¡Huye, no sea que estas piedras se conviertan
de nronto en muros y te dejen emparedado!
Pero el extremeño no huye; permanece fiel a esta severa natura
leza; ha sometido esta rocosa ladera; ha edificado sobre ella palacios,
msas de labor e iglesias. Aun la casa más modesta es un testimonio
de dominio sobre esta tierra conquistada.
En la fuente, se refleja el carácter de la viva y terrosa belleza
ile las mujeres y de las jóvenes que a ella se acercan. ¿Alzan la
mirada hacia el jinete que corona esta fuente en la plaza de la
iglesia de San M artín? O tro jinete igual se levanta ante la ca
tedral de Lima, asimismo llamada la «Ciudad del Rey», que él
fundó, o sea Francisco Pizarra el «fundador»; esto suena mejor que
«conquistador». ¡Qué magnífico aparece aquí! ¡Qué plaza, única
en su género, con su amplia fuente, las pérgolas, el cuadrado para
torneos y bailes, la escalinata, el palacio de los conquistadores, de
donde se ve el vasto panorama del palacio de Bejarano, en cuyas
ruinosas torres anidan las cigüeñas y revolotean sin dejar de crasci
tar bandadas de grajos!
En la época de los hechos aquí relatados, el citado don Gon
zalo, llamado El Largo, El Romano, y E l Tuerto, es poseedor del
mayorazgo de la estirpe de los Añasco, y está emparentado con
Hernán Cortés, más tarde conquistador de Méjico, por su prima
( alalina Pizarra Altamirano, madre de éste.
Como hemos dicho anteriormente, la casa solariega estaba cerca
«leí convento de San Francisco el Real, circunstancia que permitió
al joven caballero ver a menudo a la joven sirvienta del convento,
y así, fue fijándose en ella hasta que le puso en sus negros cabellos
una cinta de colores y un prendador de plata. El era rubio, como
la mayoría originaria del norte. Una tarde, se llevó a Francisca en
mi montura a la huerta, donde cantaban los ruiseñores.
Gonzalo reconoció la criatura que Francisca había dado a luz.
Pero luego se marchó, olvidando a la joven y a la criatura. Cuando
cincuenta años después, ya en el lecho de la muerte, hizo un hon
rado examen de conciencia de su vida, pensó en las numerosas
¡tersonas a quienes él era deudor, y les legó ciertos bienes. Pero
nunca más se acordó de la sirvienta del convento y de su hijo
Francisco.
13
Fin de la Reconquista
14
La puerta de Gibraltar sirvió de entrada al mundo, cual un
acaudalado visitante, en la península, así como de salida hacia
rl mismo, cuando, finalizada la Reconquista, llegó el momento
histórico de la conquista del Nuevo Mundo, mientras las otras
naciones continuaban con sus fronteras rodeadas de setos vivos
vueltos a su estado silvestre.
No se puede comprender bien lo venidero, si no se echa un
vistazo a las profundidades de donde ha surgido.
Cuando, en 1492, el sultán Boabdil entregó las llaves de Gra
nuda a los reyes de Castilla, ya estaban al servicio del reino Cris
tóbal Colón y Gonzalo Fernández de Córdoba, fundador de la nue
va escuela militar española; además, lo estaban los Pizarra y mu
chos hombres más, cuyos nombres encontraremos camino del Perú,
los cuales se habían ejercitado en el manejo de las armas en
aquellas luchas.
15
— A donde Dios quiera... —contesta el muchacho, lacónico.
Con su zamarra, su ancho sombrero, cuatro bártulos, pan y
queso en su zurrón, desciende Francisco por la montaña. Prime
ro, lo hace por trochas que conoce desde que tiene uso de ra
zón. Al llegar a la venta junto al manantial, hace un alto en el
camino. Luego entra en caminos que le son desconocidos; pero
ya no va solo. Por ellos se mueve una creciente concurrencia de
hombres; en las encrucijadas, afluyen nuevos caminantes, muchos
de los cuales van armados en su caballería. Todos camino de Se
villa, como si se tratase de una ciudad con muros de oro; camino
de Sevilla, camino de la puerta del mundo.
Todavía hoy sigue cantándose la vieja canción;
16
Aprendiz y maestro
17
Revueltas y sentencias
18
y juntos más que vos, os hacemos nuestro rey con tal que guar
déis nuestros fueros y libertades, y si no, no», pues, como escribe
un moralista: Rex non est solutus legibus. Sabido esto, podría
Imccrse una comparación con el servilismo del Parlamento inglés
unte Enrique V IH en aquella época.
Este sentido del derecho de cada uno vive en los hombres de la
Conquista y encuentra un resonante eco en el vasto continente
americano.
Al comienzo del reinado de Carlos V, la nación amenazaba
con estallar cuando los comuneros se pronunciaron ante el pala
cio flamenco-borgoñés del joven monarca, y exigieron que el ar
zobispo de Toledo, que llevaba sangre extranjera en sus venas, re
nunciase a esta dignidad, y se la cediese a un castellano; y que
el rey prometiese y jurase solemnemente que satisfaría ésta y otras
exigencias nacionales, y no buscarla ningún pretexto para elu
dirlas.
El fin fue trágico.
Vencidos, los caudillos del levantamiento fueron ejecutados. Su
destrozada bandera sería guardada en la antigua catedral de Sa
lamanca.
En América, se repetirían tragedias semejantes.
No se pueden comprender los acontecimientos del Nuevo Con
tinente sin conocer el Viejo Mundo, siendo como es tan múlti
ple, contradictorio e interesante.
No debemos olvidar un nombre, aun cuando nunca estuvo en
tre ellos: Don Quijote. Tanto Francisco Pizarra, que como Don
Quijote llevaba caedizos los bigotes y se parecía a él, como la ma
yoría de los conquistadores, albergaban las mismas aspiraciones
y los mismos hechos en Ib hondo de su alma, y de igual modo que
aquél arrostraron el peligro en los actos que iban realizando. Ac
tos que se convertirían en poemas. Cada uno de ellos lleva a cabo
m i propio sueño y el de su escueta y soleada tierra. V ninguno
medrará con el fruto de sus esfuerzos.
«Has de saber, Sancho, que el hombre no vale más que sus
hechos», le dice don Quijote a su escudero. Y acerca de la liber
tad de los hombres, le explica: «La libertad, Sancho, es uno de
los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con
clin no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
lita r encubre; por la libertad, asi como por la honra, se puede y
debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el ma
yor mal que puede venir a los hombres... ¡Venturoso aquel a quien
el Cielo le dio un pedazo de pan sin que le quede la obligación
de agradecérselo a otro que al mismo Cielo!»
Con qué solemnidad queda dicho eso, y cuánta verdad encie-
11 a la siguiente frase: «Cenaron poco y tarde».
Igualmente suenan las frases de la crónica de Francisco de
19
Jerez: «Nos batimos y esforzamos mucho, y comimos y bebimos
muy poco...»
Así, pues, también encontramos a don Quijote y a Sancho Panza
en las Indias occidentales.
Este es el amplio y profundo sentido humano de España en
aquella época; parte de sus hijos buscaban aventuras en nuevos
mares y continentes, mientras otros se dedicaban, bajo la direc
ción del joven monarca que sentía correr sangre europea en sus
venas, a los problemas del Viejo Continente.
En este escenario había papeles para hombres como los Pizarro,
los cuales querían consagrarse a representarlos.
En la campaña de Navarra, el viejo Gonzalo perdió un ojo
en Amaya, por lo que recibió el tercer apodo de El Tuerto, A
partir de aquel momento, colgó la espada en la campana de la
chimenea y pasó el resto de sus días en Pamplona. Al hacer tes
tamento, pensó en todos sus hijos, sólo olvidó a Francisco, o
puede que considerase ignorado su paradero.
Pero Francisco se había decidido por la atrayente a la vez que
peligrosa América, adonde iban muchos y de donde regresaban
muy pocos.
20
Hs conveniente recordar esta circunstancia antes de proseguir
rl relato acerca de ia conquista de América.
Después de su regreso de Italia, y sin dar noticia de ello,
líuncisco se detuvo en Sevilla, ciudad que podía considerarse
unno mercado de todas las posibilidades. Pues, ¿adonde debía él
dirigirse sino allí? Carecía de hogar. No podía contar con el de
«u madre porque ésta había, entretanto, contraído matrimonio
con un honrado labrador, ni tampoco con el de su padre, quien
nunca se había interesado por él.
A fines de aquel año partieron de Sevilla las primeras grandes
expediciones hacia el Nuevo Mundo, si la salida de tres o cuatro
embarcaciones puede ser considerada como gran expedición. En
Sevilla, se formó el Consejo de Indias, encargado de los asuntos
«le Ultramar. Pues Isabel y Fernando, como monarcas circunspectos,
no daban dinero ni hombres para empresas que no fuesen bien
estudiadas, y querían estar al corriente de las expediciones que
«alian.
Todos los planes eran sometidos al Consejo de Indias, el cual
daba el permiso o lo denegaba, e imponía las condiciones que se
ir sumían en tres cometidos: «Descubrir, relatar y poblar». Es de
cir, descubrir nuevos territorios según copias de las cartas geo
gráficas existentes; redactar informes de carácter etnográfico y
económico, y ver las posibilidades de colonización. Nada debía
«cr abandonado al azar ni a cualquier buena o mala ocurrencia,
fuera del cumplimiento de la expedición. De aquellos templados,
aguerridos, ambiciosos y quijotescos hombres nada escapaba al
severo ojo de la Audiencia, cuyo temible brazo era largo y pa
ciente, del que nadie podía sustraerse por más influencia que tu
viese. En todo el relato de la conquista apenas si encontramos
un hombre, entre los valientes conquistadores, al que no le hiciera
temblar la sombra de dicho brazo.
Francisco examinaba, a su modo, los escenarios europeos de
ln política española en pleno desarrollo, donde él quería probar
lortuna como hacían su padre y su hermano Hernando. En Euro-
|nt había que tener un nombre, y Hernando lo tenía. En las In
dias Occidentales, se podía conseguir también; pero dependía del
|>eso específico de los hechos llevados a cabo por cada uno.
¿Cuándo partió Francisco para Occidente?
El nada nos refleja al respecto. Asimismo fue para su cronis
ta Jerez más importante lo presente que lo pasado. Pues única
mente lo actual edificaba lo por venir.
Una cédula real de 1529 nos remite a mucho después de 1504:
«Don Carlos, emperador semper augustus por la gracia de Dios, y
doña Juana, su m adre..., reyes de Castilla: ...según vuestra peti
ción, Francisco Pizarra, tenéis el deseo de servirnos, al igual que
hicieron vuestros antepasados, como habéis venido haciéndolo
21
desde hace veinticinco años cuando salisteis de este reino para la
isla Española...»
En aquel tiempo, muy bien pudo Francisco haber salido en
una de las carabelas que hacían el viaje regular entre España y la
isla Española, llamada actualmente Samo Domingo, y quizá lo
hiciese como acompañante de la expedición. Si se medita acerca
de lo costoso que era un viaje entonces, cabe suponer posible lo
último.
En mayo de 1499, parte de Santa María una flotilla de cuatro
naves al mando de Alonso de Ojeda, quien pertenecía a la noble-
za{ como paje del duque de MedinaceÚ conoció la vida palaciega,
y, siguiendo a su señor, tomó parte en la conquista de Granada.
Acompañó a Colón en su segundo viaje, y a él se debe el primer
envío de oro a la península, que encontró en las arenas del río
Cibao y con el que se hizo la valiosa custodia de la catedral de
Toledo.
Aquella expedición de Ojeda fue la primera dirigida por un
español. Como pilotos le acompañaban el ilustre cosmógrafo Juan
de la Cosa, con quien volveremos a encontrarnos, y también el
florentino Américo Vespucio, con cuyo nombre se designaría para
siempre el Continente, aun cuando no lo hubiese descubierto ni
conquistado.
Hace suponer que Pizarro tomase parte en aquella expedición',
el que, más tarde, lo veamos estrechamente ligado con Ojeda y
con Juan de la Cosa. Pero puede que no fuese así.
A través de Juan de la Cosa, que, en 1500, publicó el prim et1
mapa de América, obtuvo Ojeda la licencia real para explorar y
colonizar el golfo de Urabá, la actual Colombia, en 1507. Y el gol-i
fo de Darién, situado al norte de aquél, le fue cedido al hacendado!
e instruido hidalgo Diego de Nicuesa. Los dos perecerían en la
realización de aquel favor real.
Lo más probable es que Pizarro saliese con Nicolás de Ovan-!
do, que, en febrero de 1502, partió al mando de la mayor flota
transoceánica conocida hasta entonces: cincuenta y cinco naves'
con dos mil quinientos pasajeros, entre los cuales había veinte
mujeres, artesanos y campesinos con sus aperos de labranza. Se
trataba de un programa de colonización cuidadosamente prepara
do por el Consejo de Indias. A los pocos años, tuvo como resul
tado una floreciente cría de ganado bovino y caballar en las saba--
ñas del Nuevo Mundo y la transmisión de la agricultura y horti
cultura españolas. Lo prematuro de una empresa de tal magnitud
merece especial atención, pues está hecha con el fin de refutar
la obstinada y desacertada idea de que la conquista del Nuevó
Mundo era movida sólo por la sed de aventuras y por el intento
de saquear sus riquezas. Aun así, puede que esta idea perdure
mientras exista el Continente, pues está muy divulgada.
22
Por aquel entonces, Francisco se había convertido en un jo-
vni bizarro. El lienzo de un pintor desconocido, en el museo ar
queológico de Madrid, nos presenta un hombre alto, de cabeza
lirqucña y frente despejada, y ojos negros de mirada atenta y re-
irlosa como los del azor. Mantiene la mano derecha medio ocul-
14 bajo la bastilla de su capa; una prominente nariz domina en
su profundo rostro, y una barba negra ribetea las finas y pro
nunciadas líneas de sus labios. Es la imagen de un hombre caute
loso y audaz a la vez que sereno y apasionado.
Así, pues, desembarcaría Pizarro en Santo Domingo en abril
tlr 1502. La isla servía como punto de apoyo y trampolín del des-
■nhrimiento que había empezado diez años antes. Allí iban reu
niéndose todos los hombres, cuyos nombres están ligados con el
ulterior desarrollo de la conquista: Hernán Cortés, Balboa, Juan
ilr la Cosa, el experimentado Ojeda, y Pizarro.
Para hombres como aquellos, nada había que hacer en dicha
IhIii. Se les habían asignado tierras, que explotaban con indios.
Cortés se enriqueció con la cría de caballos. Mas no habían cru-
mulo el océano para dedicarse a aquello. Se comprende que Pi-
mirro fuese de los primeros que Ojeda incorporase a su expedi-
nón, en 1509, a Tierra Firme. También Cortés, primo de Pizarro,
miaba interesado en participar en ella; pero una llaga en una
pierna le impidió, afortunadamente, hacerlo; de lo contrario, la
inmediata gloria del conquistador de Méjico hubiese quedado em
barrancada, como las esperanzas de muchos, en la homicida ba
hía de Urabá. También fue retenido Balboa por las deudas que
tenía. Tras amargas experiencias, fue promulgada una ley según
la cual nadie podía abandonar la isla sin antes haber hecho efec
tivas sus deudas. Más tarde, Balboa encontró su camino.
KI 10 de noviembre de 1509, Ojeda navegaba con viento favo
rable hacia la desembocadura del Ozama. En las altas orillas des
aparecerían las fortificaciones que el enérgico Bartolomé, hermano
ilc Cristóbal Colón, había hecho construir quince años antes; en
levante, desaparecía también la torre de San Francisco, así como
Iiih ruinas de la primera colonia, destruida por un temblor de
tierra. Pizarro tal vez pensase en sus plantaciones de yuca y de
taña. Otros miraban con satisfacción cómo se perdía el edificio
de la Audiencia, y unos terceros quizá pensasen con agradecimiento
ni el hospital de San Nicolás, donde habían sido asistidos gratui
tamente en un momento de necesidad. La Española ya se había
((invertido en una colonia ejemplar según el plan del Consejo de
Indias; allí, nunca faltó dinero.
El bachiller Enciso, un importante hombre de la expedición,
te quedó en la isla, para salir luego con un barco de provisiones.
Y Nicuesa salía a los diez días para ocupar su puesto de gober
nador. Los dos se apresuraron a abandonar la isla porque, en aquel
23
año, Diego Colón, hijo del descubridor, había sido nombrado go
bernador e hizo valer las reivindicaciones de su padre, según las
cuales le pertenecían la isla y Tierra Firme, descubiertas por éste.
No obstante, si hubieran sabido lo que les esperaba en Tierra
Firme, no se habrían apresurado tanto a salir hacia allí. De todos
modos, Ojeda había navegado por aquellos parajes diez años antes;
por lo tanto, no era un principiante. En la proa de su embarcación,
la divisa del joven monarca, «¡Plus Ultra!», era besada por la
espuma de las olas.
2
TIERRA FIRME
I m catástrofe de Ojeda
25
ros! Allí, a todos les amenazaba el canibalismo de los indígenas*.
¡Un horrendo preludio! La selva y los pantanos estaban cua
jados de mortíferos flecheros. En los poblados, las viejas y las es
clavas estaban sentadas en torno a la lumbre y preparaban una
ponzoñosa untura con curare, veneno de arañas, de hormigas y
de víboras, con el que muchas de ellas morían, para que los gue
rreros emponzoñasen las puntas, de piedra o de hueso de pescado,
de sus flechas.
La noticia de la derrota de los blancos corre a lo largo de toda
la costa y da a los indios un feroz coraje. Las cabezas de los
caídos serán llevadas de un poblado a otro como trofeo.
En su barco, espera Ojeda la llegada de Nicuesa, y lo hace con
preocupación, pues Nicuesa tiene motivos para estar enojado, por
que Ojeda se había marchado con uno de sus barcos, además de
haber desestimado sus derechos.
En realidad, Nicuesa no buscaba tanto a su rival para auxiliar
lo como para pedirle cuentas. Tras advertir el fondeadero de las
naves de Ojeda, ordenó anclar sus barcos y se marchó acompa
ñado de doce hombres en un bote hacia la costa. Ojeda salió a su
encuentro acompañado de dos hombres. Nicuesa, hombre fácil
mente irritable, saltó al agua con la espada y el escudo para lan
zarse al encuentro del otro, antes de que sus hombres lo llevasen,,
como era costumbre, a hombros para que no se mojase. Lanzó una
mirada penetrante a Ojeda, quien le dijo:
—Señor Diego Nicuesa, he sido batido; mi empresa ha sufridoj
un percance. Los indios han dado muerte a mis hombres, entre ellos
a mi ayudante Juan de la Cosa.
Cuando Nicuesa vio brotar las lágrimas
no dijo una sola palabra. Su cólera se trai
miento. Ordenó a su tripulación que desembarcase y, bajo la di
rección de Ojeda, anduvieron un día y una noche hasta el pobladaj
donde se había producido el ataque por sorpresa, y donde fueros
recibidos con gritos de guerra. Asaltaron el poblado, en medio del
cual vieron tendidos a sus camaradas, y también a Juan de la Cosa;
en estado casi de descomposición; sus heridas evidenciaban que
habían sido cogidos vivos por los indios, y utilizados luego coma)
blancos de sus envenenadas flechas. Dieron muerte a hombres y a
mujeres, tras lo cual incendiaron el poblado y, sin descansar en
pleno amanecer, emprendieron el regreso de aquel paraje de la
muerte hacia sus barros.
Después de aquel sangriento y ejemplar castigo, los dos homb
se separaron y no volvieron a verse nunca más.
Allí, Ojeda procedió a la primera fundación en el Continente,
y le dio el nombre de San Sebastián, en honor del patrón protector
contra las flechas de los indígenas.
t. Coof. HntUncz re O viedo: Historia general y natural de las Indias, xxvtt.
26
1.a elección fue desacertada; la fundación no pudo sostenerse.
I .a pequeña guerra no cesó. Las patrullas no buscaban oro, sino
vituallas, cuya obtención se iba haciendo cada vez más difícil. Oje*
da es alcanzado por una flecha; manda que le cautericen la herida
mil un hierro candente que le clavan hasta el hueso. Salva su
vida, aunque no recuperará su extraordinaria fuerza física que lo
había hecho célebre en todos sus viajes a las Indias, desde que
luí izó una naranja a lo alto de la torre de la Giralda en Sevilla.
Despiadadamente, los atormentaba el clima palustre, el tórrido
«ni durante el día, los enjambres de mosquitos por la noche y,
ante todo, el hambre feroz. Comían renuevos de palma y raíces,
|Nir lo que enfermaban. A veces, tenían la suerte de cazar algún
tapir. Las aguas estaban cuajadas de caimanes, circunstancia que les
Impedía dedicarse a la pesca. Consideraban manjar delicado la
mi ne de caballos enflaquecidos.
Esperaban la llegada de Enciso, que debía auxiliarles con un
barco de provisiones de la isla Española. ¡Vana espera!
¡Al fin! Una mañana, llegó desde la costa la voz de «¡Barco a
la vista!» ¿Sería Enciso? ¡Por fin, podrían comer humanamente!
Dispararon sus armas de fuego, y en la costa se levantó una cor
tina de fogonazos y humo de pólvora, a donde la embarcación
Minó rumbo.
No era Enciso, sino un bergantín con sesenta hombres a bordo,
«I mando de un tal Bernardino de Talavera. No estaba clara su
miaión en aquellas latitudes; pero llevaban comestibles, que cam
biaron por oto aquellos hambrientos.
Talavera tenía motivos suficientes para silenciar de dónde ve
nia y a dónde se dirigía. Endeudado en la Española, escapó con
•na compañeros en un barco de aprovisionamiento genovés que
«•taba andado en Ozama, y se hizo pirata; su fin sería la horca
»n alguna parte. Parece ser que estaban enterados de la expedi-
• ión de Ojeda, con quien buscaban concertar algún asunto.
Ante aquella necesidad desesperante, decidió Ojeda valerse de
l nlavcra para conseguir ayuda en Santo Domingo.
¿A quién designar para cubrir, durante su ausencia, la vacante
•li' suplente, que había quedado después de la muerte de Juan de la
< osa?
Sin duda, a Francisco Pizarra, el hombre que, tanto en el avan
te como en la retirada del mes anterior, había dado muestras de
valor, constancia y lealtad ante sus subordinados, y que había
puesto de manifiesto su conocimiento de cómo tratar a los indí
genas ante su comandante.
Kn virtud de sus reales poderes, dio Ojeda el cargo de suplente
ni irujillano, lo ascendió a capitán y puso a sus órdenes, como te
niente, a un tal Valenzuela.
A partir de aquel momento, tenía Pizarra el grado que corres-
27
pondía a su nombre, grado con el que su padre había salido para
Italia bajo el mando de Gonzalo de Córdoba.
—Capitán Pizarra, tomaréis la dirección de la colonia, y en este
cometido adoptaréis las medidas que creáis convenientes. Si den
tro de cincuenta días no he regresado, sois libre de abandonar esta
fundación. ¡Adiós!
Con dichas instrucciones, se despidió Ojeda. Fue el último
«¡Adiós!», la despedida a todas las esperanzas de su vida, grávi
da de esfuerzos y de privaciones
Apenas el barco pirata se hubo alejado del golfo de Urabá,
ordenó Talayera que encadenasen a su pasajero. Fue una suerte
que tomasen rumbo a Cuba y naufragasen allí. En tal situación,:
necesitaron de la experiencia de su prisionero, «que, solo, valía
más que la mitad de ellos». Durante un horrible mes, condujo
Ojeda el grupo a través de la isla, y cruzó la terrible región
pantanosa de Zapata, en donde pereció la mitad de la banda. Era
un descanso encontrar un mangle donde poder tumbarse a dormir.
En los momentos de desesperación, buscaba Ojeda una rama y de
ella colgaba una imagen de la Virgen que le había regalado el
obispo Fonseca, la cual siempre había llevado consigo; ante ella
oraba y renovaba sus esperanzas, cuando parecía no haber ninguna..
Pasada la zona pantanosa, fueron recibidos por unos pacíficos!
indios, con la ayuda de los cuales Ojeda envió un bote a Jamaica.'
El gobernador de la isla, Juan de Esquivel, cuya cabeza Ojeda
había aconsejado cortar, les envió ayuda para que pudiesen tras
ladarse a Santo Domingo; allí, fueron ahorcados los piratas su
pervivientes. Ojeda estaba tan agotado, que no se veía con fuer
zas para llevar a cabo su empresa.
Sobre él, Oviedo nos dice: «Ingresó en un convento frandsl
cano para tener una muerte cristiana, circunstancia que se dio
en muy pocos conquistadores.» Ojeda mereció el sencillo, peto
expresivo, epílogo del estricto fray Bartolomé de las Casas: «En
la búsqueda de oro por estas tierras indias, seguro que los espa
ñoles pasaron las más crueles y amargas privaciones que ser hu
mano haya podido soportar. Pero lo que Ojeda y sus compañeros
sobrellevaron, supera todo lo otro».
28
y relacionándose con las indias, que no resultaban difíciles de
Malquistar. Su capitán considera la forma de cómo dominar el
I>ii ( k, único camino por el que se puede hacer un nombre. Ya está
i<n el primer peldaño.
I.a tropa se impacienta detrás de sus empalizadas, porque se
ve prisionera del país y de los indios que los rodean, los cuales
i»- muestran ya amistosos, ya hostiles, mas siempre enigmáticos,
t’i-ro ningún soldado se queja de Pizarra quien los forja en un
Imreo destacamento. Si se ponen enfermos, los cuida como un
|niilrc; lleva los heridos a hombros cuando regresan de una in-
nirsión, y les venda las heridas como hiciera cuando alguna de
«ii « ovejas se hería una pata en los peñascales de La Zarza. Es
un hombre que parece estar inmunizado de las fiebres. En los
tifus de hambre, no se ponía a comer antes de que cada uno hu
biera recibido su radón, y no comía una mazorca de maíz más
que sus soldados.
Vulcnzuela insiste en abandonar la fundación:
—¿Qué nos espera aquí sino la tumba en el vientre de un cai
mán, o en el de un caribe, y un puesto en la colección de cabezas
ili' algún cacique? —exdama, desazonado.
Mas Pizarra espera que llegue el quincuagésimo día en que
irrmina el plazo. La paciencia es una de sus mejores prendas.
Quedan setenta hombres de los doscientos veinte con que Oje-
ilu había salido de Santo Domingo. Ahora tiene sitio suficiente
ru los dos bergantines de que disponen. Por fin, Pizarra derriba
ri primer poblado que los europeos habían edificado1 en el con
tinente americano, y se hace a la mar, con rumbo al punto de
partida. Tal vez encuentren embarcaciones españolas por el ca
mino. Les sorprende un d d ó n . Uno de los bergantines es destra
tado por las olas, lo cual parece como si un enorme pez le redu-
K a astillas el timón. Un regreso verdaderamente trágico. Son
t nidos por todos los elementos.
Aquello fue la primera derrota y el primer regreso en que Pi
tarra fue puesto a prueba.
Toman rumbo a Isla Fuerte; pero los caribes los ahuyentan.
I'ras esto, se dirigen de nuevo a Cartagena para aprovisionarse de
«lltiu, pues casi se mueren de sed.
1.a fortuna quiere que allí se encuentren con Fernández de En-
«lao, quien, con un bergantín y una nao cargada de gente y basti
mento, sigue la ruta hacia donde se había instalado Ojeda. Desde
t'«lc momento, Enciso toma el mando.
Pizarra le informa del plazo dado por Ojeda para abandonar
rl emplazamiento. Enciso desconfía; sospecha que se trate de un
motín. Pero oye juramentos de aquellos hombres y ve su deplora-
29
ble aspecto y contempla la biliosa amarillez de su piel, producid*
por la prolongada inanición y el infecto aire. Cree en sus pala*
bras; luego les ordena que, junto con él, regresen a San Seba»
tián.
Aquello suponía demasiado para las treinta y cinco hambrien
tas figuras que aún quedaban de la expedición de la Nueva Anda
lucía. ¡No querían regresar a aquella «ciudad de la muerte»! Le
ofrecieron a Enciso doscientas onzas de oro si los dejaba volvef
a la Española, o a donde estaba Nicuesa. ¡Cualquier cosa antes
que regresar al golfo de Urabá!
Pero Enciso no se dejó convencer, y les dijo:
—Tenemos que seguir rumbo a San Sebastián, porque tal ve*
encontremos allí a Ojeda.
Cruzaron la desembocadura del Cenó, pues Enciso había oído!
decir que dicho río arrastraba afena aurífera. Pero los indios les
obstaculizaron la exploración. Y, tras haber perdido dos hom
bres en aquel intento, se hicieron a la mar.
En Punta Caribana, se fue a pique un barco, por negligencia
del timonel. La tripulación pudo salvarse; pero se perdió el valiosa
cargamento de yeguas y de cerdos para carne.
En este punto, también Enciso empieza a creer que esta costa
es un lugar siniestro; pero no queda otro refugio que San Se
bastián. Reparan las abandonadas instalaciones, y esperan a los
enemigos aliados: el hambre, la selva y el indio. Carecen de me
dios para quedarse, y de barcos para irse.
Enciso quiere realizar personalmente una exploración en el in
terior del continente. Los indios de la selva ya no los temen. Tras
dejar algunos muertos, que luego serán comidos por los atacad
tes, se retira derrotado a su campamento. El estado de ánima
amenaza con quebrantarse. Los ciclones y las lluvias torrcnciatti
asolan las pútridas barracas de madera. Los fastidiosos bicho*,
serpientes, escorpiones, salamandras y, por la noche, los millón®
de insectos, y el suave revoloteo de los vampiros, convierten la
estancia en un infierno.
30
ilc Enciso, consiguió esconderse en un barril de cubierta, del que
mitió para descontento de Enciso una vez estaban en alta mar.
El bachiller le amenazó con desembarcarlo en la primera isla que
encontrasen; pero no tuvo ocasión de hacerlo, y cargó con él. Bal-
Immi le agradeció poco esto último, y no le olvidó nunca más
ni|uella amenaza; era paisano de Pizarra, posiblemente fuese oriun
do de Badajoz. Al mando de Bastida, había realizado un viaje de
i i-conocimiento por las costas colombianas y venezolanas, en 1500,
imr lo que conocía bien aquellos parajes. Más tarde, se hizo co
lono sin prosperar mucho en aquella ocupación; ahora estaba
metido en aquel destacamento, perdido en San Sebastián.
—En la parte occidental del golfo, conozco un sitio tranquilo
y fecundo, y con un clima soportable —dijo él— . Los nativos son
pacíficos. Luchan sólo con porras, y desconocen las flechas enve
nenadas. Os podría llevar hasta allí...
Enciso reflexiona profundamente. Es licenciado, y pertenece a
aquellas personas que no pueden tolerar a los soldados. Se toma
ru serio las instrucciones reales, y sabe que la parte occidental
del golfo le ha sido destinada a Nicuesa. Mas como la situación
no ofrece otra salida, da su consentimiento.
Casi pegada su embarcación a las otras más pequeñas, cruzan
las quince desembocaduras del río Darién, y desembarcan en la
tosta indicada por Balboa.
La orilla es próspera en frutos, ofrece un aspecto pacífico y
tiene un clima soportable. Por descontado que los nativos tienen
noticia de los sangrientos sucesos acontecidos en la otra parte del
golfo, por lo cual reciben recelosos a los visitantes. Enciso orde
na construir un puesto fortificado, y le da el nombre de La Guar-
iliu, porque es un puesto de guardia ante los caribes, quienes, al
principio, los contemplan en actitud de espera. Pero, al darse
menta de que los extranjeros piensan quedarse allí, el cacique
tic-maco reúne sus guerreros en un altozano y manda decirles a
los españoles que desaparezcan si quieren conservar sus vidas.
31
fundación ponérsele el nombre de este santuario. Tras lo cual to
dos se arrodillaron para orar.
Luego de haber dado las gracias al Cielo, atacaron como hom
bres para quienes no existía la retirada. Los indios fueron total
mente derrotados. Cemaco y sus guerreros huyeron despavoridos
hacia la selva. Y los extenuados vencedores irrumpieron en el de
solado poblado, donde pudieron apaciguar el hambre de unos
meses con pan de yuca y frutas. Al día siguiente, después de unas
declaraciones de los prisioneros, encontraron ocultas en la espe
sura de la orilla del río provisiones y fardos de tela, mantas para
dormir y ponchos, grandes tinajas con cereales y dos mil onzas
de oro en argollas para el cuello, prendedores, brazaletes y demás
joyas pulcramente fabricadas por los indios.
La fundación de Santa María de la Antigua avanza lentamente,
es decir, según un plan previsto.
En atención a sus plenos poderes, Enciso se nombra alcalde
mayor, o sea la más alta autoridad civil y jurídica.
El capitán Pizarro queda al mando de la tropa. Prudente a la
vez que enérgico, realiza correrías o entradas, como así se llama
ban en los tiempos de la invasión árabe en la Península, para pro
teger los tranquilos comienzos de la primera ciudad europea en
el Continente. Balboa acompaña al trujillano, con quien se entien
de perfectamente. En ocasiones, regresan con oro de dichas co
rrerías.
Todo será rigurosa y legalmente dividido. Tras restar de la
cantidad la quinta parte para el rey, la sobrante es repartida de
modo equitativo según el empleo de cada uno y sus servicios;
prestados. El que intentase quedarse algo del botín, jugaría con
la vida.
Aquí, se siente Pizarro como en la avanzadilla de su futuro. Se
muestra magnánimo con su parte de oro. También Balboa obra
del mismo modo. No es que para ambos el oro tenga menos sig
nificación que para los demás. Pero sus pasiones están domina
das por la hazaña.
Angustiado, arrogante y desapacible como un hombre que se
encuentra entre analfabetos, Enciso lleva un régimen severo. Des-)
de el momento en que se ha acreditado como caudillo valiente,
permanece cual un extraño entre su gente. Tampoco los indios le
tienen simpatía.
Por el contrario, el vigoroso Núñez de Balboa es amable con la
gente y está siempre dispuesto a ayudarla, y, así, va ganando la
simpatía que el bachiller está perdiendo. Nadie quiere amotinar
se, porque es muy peligroso; pero hay diferentes caminos. Balboa
es muy hábil, y tiene una cuenta que saldar con Enciso. No se
olvidan tan fácilmente las horribles horas en que el polizón se
vio amenazado con ser desembarcado entre los caníbales.
32
l,n gente comentaba en voz baja que Balboa sería mejor al-
mide que el bachiller; pero no había más remedio que mantenerse
dentro del marco de la ley. Balboa halla una fórmula muy opor
tuna: ya no se encuentra en la esfera de acción de Ojeda, sino en
la de Nicuesa, y, según ésta, Enciso usurpa derechos que no le
corresponden; pero Balboa no quiere apoderarse del empleo de
éste. Pizarra sería el hombre apropiado para hacerlo; mas no
i|iiicre saber nada de estas cosas, ni nunca se ha preocupado por
aprenderlas; es soldado, y sólo obedece órdenes; si alguna vez
ijiiisicse emprender algo grande, lo haría en su nombre y em
plearía el modo más legal posible.
Así, la mayoría de los ciento ochenta hombres que componían
In fundación eligieron alcalde a Balboa, para oponerse a Enciso
y n sus seguidores. Los dos bandos establecieron una especie de
condominio, con un ojo puesto en la Audiencia y el otro en el
( ionscjo de Indias.
Se construyeron sólidas casas, la iglesia, el consistorio y un
depósito de víveres con sus dependencias administrativas. Fue-
mn haciéndose más amistosas y seguras las relaciones con los
indígenas, gracias a las armas de Pizarra y a la diplomacia de Bal-
U>n. A ello contribuyeron los numerosos sirvientes nativos que se
alojaban junto con los españoles. A causa de su condición servil,
las mujeres se unían gustosamente a los europeos, quienes más
de una vez tuvieron que agradecerles a ellas advertencias que los
libraron del peligro. Los colonizadores estudian el país, conocen
«iis frutos como la harina de la raíz de la yuca, el valioso maíz, la
exquisita fruta de los árboles, y la fauna de la selva como el oce
lote, la víbora venenosa, la anaconda, el gato montés, el lobo cer
vario, el tapir, el perezoso, el policromo pájaro mosca, el colibrí.
Iltilboa quiere enviar de regalo un puma al palacio del monarca.
A pesar de toda esta riqueza, Santa María la Antigua no debe
«cr el final del viaje que han emprendido. No han salido de
Castilla y de Extremadura para hacerse agricultores en América.
Yu ninguno puede soportar este tranquilo y seguro sistema de
vida. La inquietud los empuja adelante, donde perecerán la ma
yoría.I
33
Es Rodrigo de Colmenares, un capitán de Nicuesa.
Nicuesa había zarpado de la Española con casi el doble de
fuerzas que Ojeda. Y su historia había transcurrido aún más de
sesperante que la de éste. Después de su ayuda en Yurbaco, na
vegó hacia el norte en dirección a Veragua. Un temporal deshizo
su flotilla; perdió contacto con Olano, jefe de la flota, embarrancó
y se batió con su gente, acosada por el hambre y los salvajes, en
una lucha agotadora a lo largo de la costa cubierta por la selva.
Se dio la feliz contingencia de que descubrieron la nave de Olano;
pero, a pesar de eso, no pudieron resolver la necesidad. Aumenta
ba el hambre. Durante una correría en busca de alimento, un des
tacamento encontró un indio muerto, sobre el cual se abalanzaron
enloquecidos por el hambre y fallecieron todos tras aquella horri
pilante comida. Más de una vez, comentan los anales de la Con
quista casos de canibalismo motivados por la desesperación.
Nicuesa inspeccionó la embarrancada nave, con cuyo madera
men construyeron una nueva embarcación. Así que continuaron
costeando en busca de vituallas hasta que descubrieron un ade
cuado atracadero. «En nombre de Dios —dijo Nicuesa— , nos que
daremos aquí.» De este modo se dio el apelativo de Nombre de
Dios a aquella hambrienta fundación, que luego desempeñaría un
importante papel como punto de apoyo para cruzar el istmo. Lo
primero que hicieron no fue construir casas, sino tumbas para los
camaradas que iban muriéndose de inanición.
Allí fue donde Colmenares se encontró con Nicuesa; su infor
tunio no había sido menos lastimoso que el de éste. Veintidós
de sus hombres cayeron en una emboscada de los caníbales cuan
do iban en busca de agua potable. Mientras estaban acampados <
descuidadamente, fueron muertos otros cuarenta y siete. Cinco
pudieron escapar al interior de la selva, y salvarse subidos en lo
alto de un árbol. Pero cuando al día siguiente se encaminaron)
hacia su barco, fueron sorprendidos por los indígenas y tuvieron*
el cruel fin que sus compañeros.
Así, pues, navegaba Colmenares con los barriles de agua vacíos
y buscaba desesperadamente el resto de la gente de Ojeda, hasta
que los encontró en Darién.
«Nunca se habían abrazado los españoles derramando tantas lá
grimas como en aquella ocasión», escribe Gomara.
Pero, en aquellos hombres, dominaba tal quijotismo, que parecí^
como si la desdicha no tuviese importancia para ellos.
Tan pronto como le dijo Colmenares a Diego de Nicuesa, en
su hambriento desembarcadero, que el diezmado destacamento de
Ojeda se había establecido, al mando de Enciso, en sus dominios;
juró castigarlos severamente y quitarles todo el oro, por haberse
acomodado allí sin permiso suyo.
Es fácil adivinar con qué estado de ánimos fue recibido Ni-
34
mesa en Santa María. Zamudio, colega de Balboa en el munici
pio, se enfrentó con el exaltado colonizador. Nicuesa, ya agotadas
sus fuerzas, pidió que le permitiesen quedarse allí; si no podía ser
de gobernador, fuese al menos de conciudadano, porque prefería
*|iic lo encadenasen a regresar a Nombre de Dios.
Por más que Balboa se esforzase en impedirlo, Nicuesa fue
encarcelado y maltratado; finalmente, se puso a disposición suya
una embarcación inservible y se le dijo que se hiciese a la mar,
que amenazaba temporal. Con ello quedaba sellado su destino.
IX* los trescientos hombres con que habían partido de Samo Do
mingo sólo setenta habían podido arribar a Santa María; habían
embarrancado con sus naves y perdido su fortuna en aquella em
presa. Tras lo cual siete de ellos le permanecieron fieles, y lo hi
cieron más por compasión, que por cifrar en ¿1 esperanza alguna.
El 1 de marzo de 1511 zarpó Nicuesa de la playa de Darién;
con lágrimas en los ojos, pronunció el salmo: «¡Preséntate, Señor,
y estaremos salvados!» Nunca más se supo de él.
Las Casas dedica a Diego de Nicuesa la siguiente apreciación:
«Fue discreto en el discurso, un gran violinista y un excelente ca
ballero».
35
Balboa es comandante de doscientos cincuenta hombres. Sabe
que sólo hechos de importancia pueden apuntalar sus puntos fla
cos.
Aparte de algunas correrías por la costa, el interior del Con
tinente sigue desconocido para ellos. Escucha a los indios, y pre
para exploraciones.
En estas exploraciones, oímos el nombre de Francisco Piza
rra.
Con seis hombres, explora el Coiba, célebre por sus frutos y
arenas auríferas. A unas tres millas río arriba, le sale al encuen
tro el cacique Cemaco con doscientos guerreros. Pizarra rechaza
a los atacantes; pero tiene que volverse con su patrulla.
Ahora marcha Balboa con ciento treinta hombres hacia Coiba.
El cacique Careta se niega a darle provisiones; ante esta negativa
Balboa lo detiene junto con sus mujeres, sus hijos y sus criados.
Al registrar el poblado, se encontró con que aparecieron tres es
pañoles, desnudos y tatuados como indios. Los tres habían huido
de Nicuesa, y se habían quedado con los indios, que los habían
convertido en una especie de caudillos. Le sirvieron de oportunos1
intérpretes, y Balboa aceptó la propuesta de los tres para poner
en libertad a Careta y ayudarle en su lucha contra su vecino Pon-
ca, a cambio de que le diese provisiones.
A partir de este momento, Careta se convierte en fiel amigo de
Balboa, que posee un prodigioso talento para convertir en seguros
aliados a los indios vencidos.
Los subcaudillos de Careta acompañaron al destacamento es
pañol hacia el interior del país. De regreso a la costó, sucedió un
encuentro decisivo, tanto para Balboa como para Pizarro. A tra
vés de sus amigos indios conocieron al poderoso cacique Comagre,
que vivía con su numerosa familia en una espaciosa casa con una
sala grande donde agasajaba a sus invitados con asado de venado,
pan de maíz, exquisita m ita y vino de palma. En obsequio a ellos
luce una fastuosa vestidura de tela bordada en oro; además lleva
adornos hechos de carey con piedras y metales preciosos, alas de
luciérnaga y plumas de ave, como más tarde asombrarían a Piza
rra en el país de los incas. Grave, acompañó a sus visitantes a la
sala donde se guardaban las momias de sus antepasados, a la del
jefe de tribu, que medía 150 pies de largo por 80 de ancho y tenía
un techo de madera artísticamente tallado. En la bodega guardaba
cubos y cántaros con cerveza de maíz, vino de fruta tinto y
blanco, dulce y agrio, y de almíbar. «Lo cual gustó mucho a nues
tros españoles», advierte un cronista.
Comagre tenía siete hijos de sus correspondientes siete mujeres.
«Los caciques procuraban tener tantas mujeres cuantas pudiesen
mantener y satisfacer en aquellos países», escribe Gomara.
El hijo mayor, Panquiaco, les entregó a los españoles setenta
36
«••clavos para que les sirviesen como ajoberos'. Además, les dio
cuatro mil onzas de oro en trozos artísticamente elaborados. Bal-
Ixia juntó aquel oro con el que ya tenían y lo fundió. Después de
quitar la quinta parte1 para el rey, repartió el resto equitativamente
m ire sus hombres.
Ix)s soldados entraron en discusiones mientras pesaban su parte
»lc oro.
Panquiaco se quedó escuchándolos seriamente; luego, desazo
nado, dio tal puñetazo en los platillos de la balanza, que el oro
kkIó por el suelo, y les dijo:
—Si hubiera sabido que vosotros, cristianos, habíais de discu
tir de ese modo con mi oro, no os lo hubiese dado. Pues soy ami
go de la paz y de la armonía. Me sorprende vuestra ceguera, ca
paz de convertir obras artísticas de oro en lingotes y, siendo tan
Imenos amigos como sois, discutir por objetos tan comunes e in
significantes. Hubiera sido más acertado que os hubieseis que
dado en vuestras lejanas tierras donde, según vosotros, hay hom
bres selectos e instruidos, en lugar de venir a discutir en nuestra
i Ierra donde nosotros, bárbaros como así nos llamáis, vivimos en
piiz. Pero si tanta es la avidez que tenéis por el oro..., os voy a
nombrar un país donde lo encontraréis a montones...
Gomara, de quien hemos tomado este discurso, el cual se de
sarrolló en un estilo totalmente humanitario, agrega: «Nuestros
españoles escucharon con asombro las sabias palabras del joven
Indio...»1
Luego, los tres españoles que entendían el lenguaje le pregun
taron cómo se llamaba dicho país y dónde se encontraba.
-El país se llama Tumanama —respondió Panquiaco— , y está
a seis puestas de sol.
l'ero les advirtió que tendrían que cruzar una montaña antes
dr llegar al otro mar.
Cuando oyó la expresión «otro mar» Balboa abrazó al hijo del
i auque. Aquella era la noticia que inspiraba la obra de su vida.
Ya Colón había buscado un paso hacia el mar occidental, y Bal-
litui comprendió que su misión consistía en encontrarlo.
Panquiaco quedó para siempre amigo de los españoles. Quiere
Hnmpañarlos hacia el mar desconocido, pero con no menos de
mil hombres bien armados, lo cual evidenciaba que el hijo del ca-
i ique no estaba bien informado de aquel fabuloso país.
I fin estas regiones existía U esclavitud en diferentes grados. Los propiamente escls*
* • , estigmatizados la mayoría de ellos, eran considerados como bestias por sus dueños
f militados para casos de ofrendas humanas y de antropofagia. Los otros, llamados nabo*
Mss. (fiiíruuban de algunos derechos y sólo estaban obligados a servir a sus dueños.
i. La «Quinta parte para el rey» era, como en otros usos en la guerra, tomado de loa
julos.
.V Ex improbable que el hijo del cacique se expresase tan vigorosamente. Ello es
muritra de la retórica humanista que a menudo encontramos en Herrera y en Gomara.
37
Uno de los hombres que escuchó aquella conversación sobre
el mar occidental fue Francisco Pizarro. En otras conversaciones
se habló también de un poderoso imperio situado en el sur, cuyo
soberano comía en vasijas de oro. La noticia despertó la fantasía
en Pizarro; también para él significaban bien poco las onzas de
oro comparado con aquella dase de noticias.
Al regreso de aquella larga expedidón, Balboa envió desde
Santa María a Santo Domingo y a España notidas trascendenta
les. Cinco mil pesos de oro, como la quinta parte pertenedente a l .
rey, acompañaban el mensaje, el cual rehabilitaba a Balboa ante
los ojos del rey Fernando. Pero nunca llegaría a su destino: la
carabela que llevaba tan importante mensaje naufragó en un hu
racán.
Im pedente por la suerte de aquella primera embajada, Bal
boa ordenó a Rodrigo de Colmenares y a Juan de Quinoedo, dos
distinguidos hombres de la colonia y notables oficiales del rey,
que zarpasen para España. Junto con las peculiaridades del Con
tinente, entre ellas un «león pardo», llevaban para el rey escogjk
das joyas de oro, con que los indios adornaban sus atuendos, como
ilustración d d informe sobre los trabajos realizados en d terreno
de la colonización y del descubrimiento, y de otros planes.
Descubrir, relatar, poblar: en esta directriz dada por d rey
también se mantenía Balboa. Por más seductor que paredese el
resplandor del oro, no era así en la realidad. Lo persistente y lo
creador en estos hombres consistía en esta triple misión.
En septiembre de 1512, la legación zarpaba de Santa María de
la Antigua rumbo a Sevilla. Los dos hombres llevaban en sus bol
sillos el destino de su capitán.
Francisco Pizarro se quedó con Balboa. Aún continuaba de su
bordinado, como venía siéndolo dos decenios, y tenía que hace^
cumplir las órdenes que redbía; ahora, las recibía de Balboa; luego]
las recibí* para hacerlas cumplir contra éste.
3
POR EL ISTMO, HACIA «LA MAR DEL SUR*
39
un lío puesto en la cabeza, saliendo de un pantano para meternos
en otro, y así dos, tres y hasta diez días consecutivos. Teníamos
más oro que salud, y nos alegraba más una cesta de maíz que un
montón de oro ...» ' Entraron en parajes donde aún se desconocía
la existencia de los blancos en aquel continente. El cabecilla Torecha
les salió al paso con sus guerreros. Pero cuando detonaron los arca
buces y los indios cayeron como alcanzados por un rayo, creyeron
que había llegado un ejército de demonios o de dioses. Seiscientos
guerreros cayeron junto con su cacique; los restantes pusieron pie»
en polvorosa hacia las montañas y los bosques, llevando la noticia
de la aparición de los dioses blancos a todas las tribus. Todo el
país acató a los vencedores.
Esta circunstancia le permitió a Balboa dejar atrás sus hombres
enfermos, casi dos tercios de su destacamento.
Había sido vencida la mayor parte del camino. Ante ellos se
alzaban las cordilleras de Panamá. Los guías, que Careta les había]
tuesto a su disposición, ya habían terminado su misión; en su
Í ugar entraron otros indios que los acompañaban de una tribu a
otra.
En el poblado indio Quarequa, Balboa oyó alentadoras indica^
dones acerca de la proximidad del mar. Por la noche llegaron al
pie de la montaña desde cuya cumbre se veía el océano. Los hom-,
bres estaban agotados; la fiebre llevaba días quemándoles las ve
nas, aunque casi no les privaba del sueño. A la mañana siguienteg
empezaron el ascenso. Delante iban los guías y los que abrían ca
mino; luego seguían los peones; tras éstos, y al frente de sus hom»
bres, iba Balboa junto con Frandsco Pizarra.
Al pie de la cúspide, consultaron la hora solar, y escribieron^
«Son las diez de la mañana del 25 de septiembre de 1513»; el mo
mento es pareado al que se produjo cuando desde la carabela de
Colón un marinero gritó «(Tierra!»
Balboa no quiere compartir con nadie el acontecimiento de ser
el primero en contemplar el nuevo mar. Ningún oro de las Indiatj
Occidentales le contrapesa aquel momento. Ordena al destaca^
mentó detenerse, y, solo, asciende d último tramo de camino qué
falta para llegar a la cumbre, la cual alcanza sudoroso y fatigadd
por el calor. Desde el sur llegó hasta él la deslumbrante brillan*
tez del infinito reflejo del océano. Arrebatado se arrodilla en la
cumbre de su gloria y da gracias a Dios.
Luego, se levantó y les hizo una seña a sus hombres, que esta
ban esperando, los cuales, olvidándose de sus fatigas, suben pre-'
cipitadamente para contemplar el mar; van arrodillándose uno
tras otro. Tienen los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de ago
tamiento y de alegría a un tiempo. El capellán fray Andrés, que1
40
lia pasado las mismas fatigas que los demás, canta un tedéum.
Un mitad de la montaña, acampaban los indios y descansaban
ninguno quiso subir a la cúspide.
Después cortaron un árbol, con el que hicieron una cruz para
alzarla en el sitio desde donde los ojos de los cristianos habían
contemplado por primera vez el mar más grande de la Tierra.
Desde el lugar en que se encontraban la llamaron «la Mar del
Sur», nombre que conservaría mucho después.
41
to el aspecto de los soldados españoles, así como .la diplomacia!*
de su capitán, creyó más conveniente recibirlos bien y concertar
luego un pacto de amistad. Sin comprender exactamente lo que
había sucedido, era ya un vasallo del rey de Castilla. Les entregó
a los españoles oro por valor de cuatrocientos pesos, y puso a su
gente y se puso él mismo como ayudante y diplomático al servicio*
de los españoles.
La expedición se alojó en la residencia de Chiape, y pidió que
fuesen por los camaradas que habían dejado en los dominios del
cacique Torecha y los llevasen allí. j
El 29 de septiembre, día de San Miguel, Balboa tomó posesión]
ceremoniosa de «estos mares, costas e islas..., desde ahora en ade
lante y hasta el juicio final, dispuesto a defenderlas de cualquier)
otro rey, cristiano o pagano...» Mientras hacía tal juramento, iba
penetrando Balboa en el mar hasta que le llegó el agua a la rodi-,
lia; en la diestra mantenía la reluciente espada, y en la izquierda!
el estandarte real, «en el que a nuestra querida Señora, con su
precioso Hijo, nuestros libertadores le rindieron a sus pies los
escudos de Castilla y de León».
Tras de esta escena, preparó asimismo el notario un escrito con
los nombres de los veintiséis testigos que lo habían presenciado. En
tercer lugar puso a Francisco Pizarro, o sea el segundo después del
jefe de la expedición y del capellán.
Desde que, cuatro años antes, desembarcara Ojeda en Urabá,
no se había realizado ninguna empresa sin la participación de Pi
zarra ni superado ninguna calamidad sin su intervención. -
En el descubrimiento, el golfo recibió el nombre de San Miguel;
Aquel hecho era sólo una etapa hacia lejanos objetivos. Con'
cada nuevo descubrimiento iba engrandeciéndose el país. Los ca
becillas de Chiape acompañaban a los españoles a lo largo de la
costa que iba apareciendo en dirección a poniente. La aparición
de los extranjeros despertó pánico en todas partes. Pero Balboa!
supo sustituir la acción de las armas por el diálogo. Por lo que
cada cacique hacía de intermediario con el siguiente, o sea con su
vecino.
En la parte meridional del golfo, y tras el fracasado intento de
movilización guerrera, apareció el cacique Tumaco engalanado con
su atavío de caudillo, compuesto de collares de perlas y de oro;
Fue venerado como un gran señor, y no tardó en oír preguntas
sobre las perlas y el oro. Halagado, el anciano mostró su tesore
ría y les regaló a los españoles 614 pesos oro y 240 medidas de
muchas perlas pequeñas.
«¡Esto fue un tesoro — anota Gomara— , del que los españoles
saltaban contentos de alegría!» !l
Al ver aquella ola de júbilo, envió Tumaco algunos de sus ser-,
vidores y esclavos a los pescadores de perlas, «aun cuando no fuese
42
In época más propicia». A los pocos días, se presentaron con doce
libras de perlas1, las cuales él regaló a los extranjeros.
Hablando luego de islas y de tierras ricas, no sólo se habló de
Terareki, que más tarde se llamaría isla de las flores, así como
isla Rica, sino también de una notificación tan emotiva como la
oída en casa del cacique Comagre:
—Más al sur —contó Tamuco— , vive un pueblo que tiene mu
cho oro y habita en ciudades de piedra. En tiempos anteriores, sus
mercaderes llegaban con veleros hasta estas costas. También lle
vaban consigo bestias de carga raras.
Cuando Balboa preguntó de qué suerte de bestias de carga se
i rutaba, dibujó Tumaco con una púa en una hoja de pita «una
especie de oveja con cuello de camello». Se trataba de la llama de
los Andes, y se hablaba del imperio de los incas.
El Nuevo Mundo ofrecía latitudes desconocidas.
A partir de aquel día, sabe Pizarra dónde buscar la realización
de sus sueños, donde nadie pueda adelantársele. Aún queda mu
cho camino que recorrer. Estamos en el año 1513. Pizarra se en
cuentra en el trigesimooctavo año de su vida.
Balboa ha cumplido su misión.
Tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, surge el descubri
miento de un nuevo mar, hecho con el que Vasco Núñez de Bal-
tx>a, un desheredado hidalgo de Extremadura, escribe su nombre
en las páginas de la Historia.
Balboa no puede perder tiempo. Pues ¿quién sabe lo que pue
de haber sucedido en Santa María durante el mes que ha estado
ausente de allí? Teme a los rivales. Pero lo que más teme es el
inicio del rey; para anticiparse con nuevos hechos a ese asunto
na emprendido precipitadamente esta expedición.
La marcha de regreso a través del istmo exige, una vez más,
enormes esfuerzos. Enfebrecidos y famélicos, los participantes de
esta expedición regresaron a principios de 1514 al familiar para
je de Darién; muchos de ellos fueron llevados en camillas y a
hombros de sus compañeros.
Balboa pudo preciarse de no haber perdido un solo hombre, y
tic no haber recibido herida alguna. Había descubierto un nuevo
mar; había, según Oviedo escribe, logrado la amistad de veinte
mberanos del istmo.
El 19 de enero, llegan a Santa María. La pequeña colonia pre
para un triunfal recibimiento a los expedicionarios.
Se separa la quinta parte real del botín de oro, y se reparte
equitativamente el resto entre los participantes. También «León-
43
cico», p e n o de Balboa, recibió quinientos castellanos, los cuales
devolvió a su dueño, dado que los perros nada pueden hacer con
el oro.
En aquel momento, lo más importante era informar de manera
convincente a la Corte sobre aquel acontecimiento. Pedro de Ar-
bolancha, excelente hidalgo, muy reconocido en la corte, se en
cargó de llevar aquella embajada; junto con un detallado infor
me, llevó al rey veinte mil castellanos en oro y doscientas perlas,
finas y gruesas, además de una exposición del Continente. Arbo-
lancha llegó a tiempo para hacer suspender cualquier medida contra
Balboa. E l hallazgo minero de éste, preeminentemente en la región
de Tumanama, exaltó la fantasía en todo el reino; tanto fue así, que
el rey Femando le dio a la región el atrayente nombre de Castilla
de Oro. Ya quedaba en el olvido el nombre de Tierra de la Muerte,
que se le había dado durante los tiempos malos de Ojeda.
Pero recobraría luego su importancia.
La embajada llegó demasiado tarde, para que Balboa pudiese
alcanzar su merecida capitanía general. El rey Fernando le dio el
rango de adelantado del mar del Sur y el cargo de gobernador
general de Coiba y de Panamá. De poco le sirvió todo eso.
44
El obispo Fonseca, de Burgos, espíritu y rector varios años de
•los asuntos de Indias», se toma interés por esa expedición, la
mal será dirigida por primera vez por uno de los miembros de la
nobleza, aun cuando se trate de un converso de origen judío. Les
promete minas de oro y plata a los reclutas, y alienta a la nobleza
nóstuma a que tome parte. Las ponderosas noticias de Balboa
nacen más de lo debido, como ya hemos oído.
Si todo va bien, las veinticinco carabelas llevarán las dos mil
«risdentas personas a Castilla de O ro. Como quiera que sea, es
dudoso que todo pueda salir bien porque esas embarcaciones no
«nn adecuadas para la navegación transoceánica.
Muchos de los pasajeros para las Indias Occidentales, buscan
«rehacerse en América» y sanear sus economías con el «oro in
dio».
Muchos también se gastan el último dinero de que disponen en la
adquisición de un caballo, armas y un jubón de terciopelo, como
solamente un general podría pensar adquirir.
Una de las personalidades más importantes de la expedición es
el obispo Juan de Quevedo, que, con trece sacerdotes, fundará la
primera diócesis continental en Santa María de la Antigua. Junto
con los franciscanos y dominicos que le acompañan, cumple la
importante misión, encomendada por la fallecida reina Isabel, que
consiste en servir a los indios. Muchos de esos hombres defienden
a sus catecúmenos de la dureza de los conquistadores y, muchas
veces, se ponen de parte de los indígenas, al extremo de llegar a
la injusticia.
Más tarde, Oviedo recrimina la codicia del obispo Juan de Que
vedo; asimismo, como podremos comprobar, su justa pluma se
mueve según el dictado de su conciencia. Bartolomé de las Casas,
de quien vendrá a decirse poco más o menos lo mismo, también
enardecido por el ideal de justicia y de humanismo, le escribe
en lo relativo a esta cuestión al rey; «Obispos así debería vuestra
Majestad elegirlos del círculo de franciscanos, dominicos o de
cualquier otra orden, pues este ministerio no debe ser tomado
como un puesto de honor y de utilidad, sino como trabajo, peli
gro y preocupaciones... Tienen que ser como los obispos de la
Iglesia antigua; ir descalzos y a pie, y ofrecer cada día su vida al
martirio...»
En ambos casos, la realidad humana correspondía bien poco
al concepto evangélico del religioso. Aunque él y sus semejantes
impidieron que la ferocidad de la conquista condujese a una ca
tástrofe y supieron crear las condiciones que, en el encuentro de
tíos razas y culturas distintas, pudiesen hacer surgir nuevos pueblos
y nuevos estados.
El rey Femando espera poder recuperar los grandes desembolsos
de su erario, por lo que envía un enjambre de funcionarios, entre
45
quienes se encuentra el distinguido autor de Historia general y
natural de las Indias, Gonzalo Hernández de Oviedo.
Como ayudante del capitán general, es destinado Juan de Ayora,
distinguido en las campañas de Italia; más tarde, desacreditado
en Castilla de Oro.
No hay que olvidar a los labradores de Castilla que salieron
en aquella expedición, a quienes el rey concedió privilegios espe
ciales, y de quienes uno de sus sucesores, el poeta nicaragüense
Rubén Darío, canta:
46
Al acercarse las barcazas, los salvajes se ocultan detrás de los
troncos de los árboles, profieren gritos salvajes y disparan sus
Hechas sobre los extranjeros.
Según las severas órdenes reales, los españoles no debían em-
l<rzar la lucha sin antes haber leído el requerimiento.
Este requerimiento es una especie de acto jurídico que, pro
ducto de la protesta de los misioneros contra la arbitrarias ope
raciones militares, encuentra su formulación a través de la plu
ma de Palacios Rubio. Su singular texto debía ser una defensa
para los indígenas a la vez que una base internacional para con
tribuir con medidas militares. Era la época en que Francisco de
Vitoria establecía las primeras reglas generales obligatorias de los
derechos naturales. España era la madre patria del derecho inter
nacional, cuya causa estribaba en tener que habérselas con las
despiadadas costumbres guerreras de los árabes, según las cuales
el vencido era botín del vencedor. Vitoria partía del elemental
principio de la libertad de todos los hombres, de la que ni el
rey, ni tampoco el papa, podían disponer por ningún concepto,
l o extraño es que tales reglas y conocimientos, por los que en
la actualidad se viene luchando vanamente, no lograsen cuajar
en las circunstancias y condiciones tan extraordinarias de aquella
época, que podían variar bruscamente. Pero sí resulta maravilloso
rl atrevimiento con que fueron pensadas y expresadas, y hasta el
respeto que impusieron a los poderosos, aun cuando su intento,
mezclar el ideal con la realidad, indujese a ilusorios compromi
sos. El requerimiento era uno de tales compromisos. Con incom
prensibles argumentos teológicos y jurídicos, se requería a los in
dígenas a reconocer el Evangelio y la supremacía del rey de Cas
tilla y a recibir, como vasallos, la paz y la protección de este rey.
I.a clusión del «requerimiento» era considerada como un «acto de
hostilidad». Caso de darse esta circunstancia, «era permitido el
empleo de la fuerza», porque la «culpa era de la otra parte».
Oviedo estuvo casi cuarenta minutos leyendo el requerimiento.
Durante la lectura, los españoles tuvieron que defenderse como
pudieron de la lluvia de flechas enemigas con sus escudos.
Mientras, Pedrarias llegó a la costa. Con buen humor contem
plaba aquel disparatado acto cometido por los indios, que grita
ban desde detrás de los troncos de los árboles y disparaban sus
flechas. Tras lo cual le dijo a su notario:
—Señor, parece ser que los indios no quieren saber nada de
la teología del requerimiento. Y ustedes no tienen nadie capaz
de hacérselo comprender. Déjelo vuestra- merced para cuando dis
pongamos de un indio que lo aprenda y al que pueda explicárselo
el señor obispo.
Tras estas palabras cortó unas ramitas de los árboles con la
espada, y, con este simbólico gesto, tomó posesión del país. Ovie-
47
do preparó la correspondiente acta notarial. Todo se hizo como si
se procediese a la adquisición de tierras de labor en Castilla o en
Navarra.
48
Francisco Pizarra encuentra ahora un nuevo comandante.
Pedrarias ocupa la casa de Balboa, por supuesto. Balboa habita
ion su amiga Anayansi, que le será fiel, suceda lo que suceda.
Al día siguiente, Pedrarias llamó a Balboa; elogió sus hazañas,
y escuchó lo que el otro le comunicaba. El informe era extenso y
detallado: estado de la agricultura; relaciones con los indios ami
gos y enemigos. Pedrarias y sus oficiales habrían hecho bien en
reparar en aquel informe.
A los pocos días, Pedrarias publica la orden de «residencia»,
es decir, de destierro, contra Balboa, con lo que fueron tomadas
las medidas necesarias para probar los hechos. El nuevo gober
nador tiene celos de Balboa. Secretamente, realiza investigaciones
acerca de su pasado y prepara el acta para servirse de ella más
adelante.
Según instrucciones del Consejo de Indias, se procede a or
ganizar la colonia: el obispo y los oficiales forman el consejo de
gobierno; el ayuntamiento, con Endso como alguacil mayor; se
funda la Casa de Comercio y se construyen viviendas, pues la po
blación se ha quintuplicado. Hay que edificar la sede del Consis
torio y fundar la catedral. Para más tarde se prevé la construc
ción de la Casa de la Moneda y de un hospital con cincuenta ca
mas. Se exponen una serie de instrucciones para el transporte de
oro, pues los informes de Balboa hacen esperar la llegada de un
torrente de este metal.
Son interesantes las siguientes ordenanzas: se prohibirá el jue
go de dados; se limitará el lujo en el vestir; se castigará el hacer
vida común entre españoles e indias. En la colonia no debe haber
letrados que sean siempre los causantes de litigios. El gobernador
debe tomar a su cargo la misión e instrucción de los indígenas. No
debe acudirse a las acciones militares sin antes haber empleado
medios pacíficos.
Por estas juiciosas órdenes se evitará tomar en cuenta la rea
lidad del salvaje Nuevo Mundo. El rey está muy lejos. América
es otra cosa; también los hombres serán distintos en ese mundo.
Se procederá a repartir bienes raíces. Pero el excitante país
exige ser cabalgado en todas sus sabanas, valles y montañas.
Así, los caballeros dejan sus campos y se dedican a hacer co
rrerías como en los tiempos de la guerra con los árabes. Lo que
encuentran, lo consideran botín suyo.
Una semana después del desembarco sale Juan de Ayora con
un imponente destacamento montado, para realizar una explora
ción por el continente. Después de los preparativos de Balboa,
yu no resultaba peligrosa una empresa de esta índole. Se sobre
llene a todas las reales ordenanzas. De noche, irrumpe en pobla
dos, mata, saquea, se apodera del oro empleando sin reparo el su
plicio. Oviedo comenta acerca de él: «...Em pleó una inhumana
49
crueldad con los indios, aun cuando no hubiese motivos..., aun
cuando lo recibiesen amistosamente...; alborotó todo el país...»
Año y medio después Balboa se quejaba de que las crueldades
cometidas con los probados amigos y aliados indígenas habían
destruido toda su obra realizada con tanto esfuerzo.
Tras haber conseguido un gran botín, Ayora hizo salir de Pa
namá a sus hombres con misiones especiales, a fin de quitarse
de encima incómodos testigos. Antes de llegar a Santa María es
condió la parte más importante del botín, y sólo entregó una can
tidad insignificante a la administración común. Luego se hizo el
enfermo, y salió para la patria en la primera carabela que zarpó
para España. A pesar de las reales ordenanzas por las cuales de
bería ser fondeada toda embarcación que no llevase declarada la
carga, no se formuló ninguna denuncia respecto a dicha carabela
ante el rango de la personalidad que en ella viajaba. Ayora «ha
bía hecho su América»; no era un descubridor ni un conquistador,
sino un vulgar bandolero; pero nadie advirtió que su «ladrillo de
oro» estaba amasado con sangre. Pues el dorado y el rojo eran
dos colores muy familiares.
Becerra, uno de los hombres que Ayora había enviado fuera
de Panamá, volvió de su viaje al sur con la excitante noticia de la
existencia de un enorme país montañoso, del que Pizarra había
oído hablar a Tumaco. Con intranquilidad, Pizarra escuchó aque
llos rumores. El mismo Becerra pereció con cien hombres en una
salida que realizó más tarde en la región del río Cenó, sin que se
volviese a saber de ellos.
Estos acontecimientos entre los indios de las actuales Colom
bia y Venezuela pertenecían a los más terribles sucesos que pu
diesen darse entre seres humanos: el cotidiano y ritual canibalis
mo y el sacrificio humano, orgías como las que se celebraban en
el Méjico de Moctezuma, las cuales se dejaban sentir también
eri estas regiones boscosas, y llegaban a propagarse, aunque me
nos intensamente, por toda América.
Los caciques dominaban con todo su poder tiránico sobre sus
súbditos. Tenían zaguanetes, se rodeaban de un bárbaro cortejo,
mantenían un gran harén y disponían de un sinnúmero de escla
vos de todos los órdenes. En la región de Dabaibe, la antropofagia
tomaba todas sus horripilantes formas habituales. Los prisione
ros de guerra eran comprados para este fin; se practicaba la caza
del hombre; un enorme comercio de carne viva humana se desa
rrollaba entre la costa y el interior del país. Los desdichados eran
mantenidos en jaulas de bambú y cebados para luego ser dego
llados. H ubo tribus donde el cacique engendraba hijos con sus
esclavas para comérselos más tarde. En las antiguas minas indias,
se encontraron lámparas de minero que ardían con grasa de
esclavo.
50
Sólo los caciques tenían derecho al oro de las minas. Sus exi
gencias sobre sus mujeres y sus esclavos rebasaba la vida terre
nal. En los funerales de estos poderosos señores, sus cadáveres
eran puestos entre dos fuegos para que fuesen derritiéndose lenta
mente, y los restos eran depositados en un sepulcro de piedra,
en el que se ponían sus mejores aderezos, y mucha comida y be
bida. Durante la ceremonia fúnebre, los esclavos danzaban al son
de toscos instrumentos en torno a la pira y al sepulcro. Al final,
«e les daba una bebida embriagadora y, en un profundo desvane
cimiento, descendían a la tumba para ponerse al lado de su señor.
I.us mujeres del difunto estaban sentadas silenciosas e inmóviles,
y mantenían fija la mirada en el sepulcro, donde ellas también se
guirían a su señor1.
El centro de esta región era Dabaibe, situada en la parte alta
drl río Atrato, puerta principal del comercio del oro y de su trans
formación. Miles de esclavos estigmatizados trabajaban en las fun
diciones de oro allí enclavadas.
Ya Balboa había fracasado en un intento de penetrar en aque
llos parajes. Bajo Pedrerías, Juan de Tavira solicitó permiso para
explorarlos; gastó toda su fortuna en la difícil preparación (cons
trucción de embarcaciones fluviales y reclutamiento de su dota
ción). Salió con ciento sesenta hombres. Los indios de Dabaibe los
atacaron en la región anegadiza. Tavira pereció en el ataque, y el
capitán Pizarra tomó el mando de la trágica retirada.
Infatigable, Pizarra está constantemente en camino, y cumple
misiones de bastante responsabilidad, aun cuando sea un subor
dinado.
Con más felices resultados, transcurre una expedición de Pi
zarra con Gaspar Morales por el archipiélago de las Perlas, en
rl golfo de San Miguel. Tras temerarios recorridos en bote, al-
lanzan la isla de Terarequi, cuyo cacique concertó la paz y la
amistad con ellos, después de un infructuoso intento de recha
zarlos, y de haber escuchado las advertencias de los indios veci
nos acerca de la supuesta invencibilidad de los extranjeros. A cam
bio de objetos de hierro, les entregó ciento diez libras de perlas,
m ire las que había una de veintiséis quilates, «grande como una
nuez», y otra de treinta y tres quilates, «del tamaño de una cer
meña, muy perfecta y con mucho oriente, de bello color y pura
nitidez». De hecho, estas riquezas pertenecían al rey; pero los
n! ¡cíales «se consideraban pagados con ello». Un mercader, lla
mado Pedro del Puerto, la adquirió por mil doscientos pesos oro,
v, luego, se la vendió a Pedradas, la esposa del cual, Isabel de
lúibadilla, se la regaló a la reina Isabel, quien le dio a ésta cua
tro mil ducados por el presente. Por su singular belleza, la perla
1 Totenkult and Lebensgfattbt ¡m Caucé-Tti, de Edcett G g. A totalitarian State of tbe
f ii/, de Karsten. O viedo, x x k , 31.
51
recibió el nombre de «Peregrina». Durante un incendio en el Al
cázar, en 1734, se perdió la «perla de la reina».
El archipiélago de las Perlas, llamado por Balboa isla Rica, le
fue adjudicado por Carlos I a Francisco Pizarra como base eco
nómica para su empresa en la conquista del Perú, si bien no pudo
disfrutar de su delicioso clima, ni de su riqueza en frutos y en sal*
vajina.
Cuando el cacique de la isla les mostró desde lo alto de una
torre de madera la inmensidad de su territorio isleño a los visi
tantes, Pizarra dirigió la vista hacia el sur, para ver si aparecían
entre la bruma del mar las montañas de que le habían hablado
los caciques Comagre y Tumaco.
Diez años más tarde, Francisco Pizarra partirá de aquí, y en sus
propias embarcaciones, rumbo a sur y a levante.
La Ciudad de la Muerte
52
Pedrarias intentó dominar el peligro enviando expediciones de
instigo contra los indios; pero éstos no se dejaban amedrentar
rn aquellas circunstancias. Agitaban, como estandartes, las ensan
grentadas camisas de los españoles caídos, y aun osaban ata
car a la ciudad. Demostración del peligro reinante fue que se
procedió a cerrar la Casa de la Moneda. £1 obispo proclamó la
penitencia del ayuno.
Con mucho esfuerzo, hombres de una inquebrantable fuerza
ilc resistencia como Pizarra pudieron restablecer la situación. Pero
muchos de los supervivientes quedaron hartos. ¡Adondequiera que
Iuese irían, menos quedarse en aquella tierra de la muerte!
Arruinados y fracasados, unos consiguieron regresar a España;
mros, con permiso del gobernador, zarparon para la Española.
Entre los segundos, se encontraba Bemal Díaz, que más tarde
■lijo que, en total, salieran ciento dieciséis hombres para dicha
isla.
Balboa permaneció en la ciudad de la que todos huían, pues
ln consideraba su tierra, donde debía cumplirse su destino. Tam
bién Pizarra se quedó allí, porque, o se hacía un nombre en aquel
sitio, o en ninguna otra parte.
Asimismo se quedaron Pedrarias y doña Isabel, quien intervino
en la política de la colonia, y a quien el obispo Quevedo ganó
pura su protegido Balboa, en quien Pedrarias sólo veía un rival.
I I obispo y la gobernadora concertaron un matrimonio político
entre Balboa y la hija del gobernador que se había quedado en
España. «Para servir al rey», se decidió el anciano Pedrarias, y,
desde entonces, llamó hijo a su adversario, aun cuando no llegó
a realizarse el matrimonio.
53
con sus amigos más íntimos, a apoderarse interinamente de la
gobernación, dadas las circunstancias en que se encuentra su em
presa. Aunque dicho plan no pasa de simples discusiones, resulta
fatal para él. Su mensajero «cae en manos de Pedrarias» en la
residencia; éste cree que se trata de una conspiración, y así, todo
el viejo rencor arde de nuevo en llamas. El viejo envía una ama
ble carta de invitación a su hijo político, quien, sin sospechan
nada malo, acude a la cita. Antes de llegar a la ciudad es deteni
do por un destacamento de soldados al mando del capitán Fran
cisco Pizarro.
— ¿Qué significa esto, Pizarro? — inquiere, dolorido, el adelan
tado— . Nunca se me ha recibido de este modo.
Pizarro no sabe qué contestar. Nunca había cumplido una orden
tan penosa como ésta. Pero es un soldado que ahora tiene que
obedecer a Pedrarias.
Pizarro conduce a su prisionero a A da, donde éste tiene muchos
amigos, pero ninguno^de los cuales puede hacer nada por él.
Balboa comparecerá ante un tribunal. Gaspar de Espinosa e s ;
el juez. La acusación nada olvida de lo que sucedió desde que el
acusado se nombró alcalde de Santa María hasta la última cul
pabilidad indemostrable. Con cuatro amigos más, es condenado a
muerte. Balboa apela al rey. Y Espinosa cursa una instancia in-
tercesora. Pedrarias la desestima.
Es a mediados de enero de 1519 cuando el adelantado del mar
del Sur, en Ada, que él había fundado, es conducido al patíbulo:
Ante el condenado, un alguacil dice: «¡Esta es la justicia que el
rey, nuestro señor... hace recaer sobre este hombre, por traidor
y usurpador de las tierras que pertenecen a la Corona!»
— Lo que acabas de decir es mentira y falsedad —objetó el
sentenciado— . Siempre fue mi voluntad servir al rey, como co
rresponde a un súbdito fiel.
El condenado se confesó y recibió la absolución cristiana, tras
lo cual fue decapitado. Con el murió también Andrés de Valderrá-
baño, el notario que había atestiguado el descubrimiento del mar
del Sur, tan difamado luego por un grave homicidio.
¿Fue justa la sentencia? ¿Eran hombres a quienes fuese apli
cable una sentencia así?
Gomara escribe al respecto: «Así terminó Vasco Núñez de Bal
boa, el descubridor del mar del Sur, de donde tanto oro, perlas y
otros valores envió a España; el hombre que tan gran servicio
había prestado al rey...; el hombre que había sido tan querido por
sus soldados».
Oviedo agrega: «De la escuela de Balboa salieron excelente^
hombres para ulteriores empresas...»
Pizarro, Almagro, De Soto, pertenecieron a esta escuela.
La ejecución dio comienzo ya entrada la tarde. Bajo las som*
54
hrus crepusculares, una joven india estaba ante el poste del que
pendía la desangrada cabeza de Balboa.
Era Anayansi, hija del cacique Careta, a quien nadie vio nunca
inris.
55
grc al pie de la sierra de Panamá, y lo hace como quien paga y
licencia a un soldado que ha terminado su carrera en las armas.
Pero a sus cuarenta y cinco años de edad, el capitán Pizarro
conserva integro el sueño de su juventud; corporal y espiritual
mente, permanece inquebrantable, y es impasible al rigor del cli
ma. La inactividad, el juego, la bebida y el desenfreno no han me
noscabado su tenacidad e intrepidez.
En su estancia junto al rio Chagre, Pizarro vuelve a dedicarse
a la agricultura. Tenaz y paciente en el trabajo, afable con los
indios, y circunspecto en la administración, logra acumular una
considerable fortuna, de modo que el cronista puede contarlo en
tre los «potentados panameños».
Pero aquel bucólico sosiego lo desazona.
Otros colonizadores de su categoría se entretienen en la caza
con bolas y lazos, a la usanza india, pues los bosques y las saba
nas son abundantes en caza.
Pizarro es cazador. Cuando haya realizado su obra, y sea gober
nador real del imperio de los incas, sus amigo» lo acompañarán a
menudo en sus partidas de caza por los valles del Rimac. Ahora,
no quiere gastar sus fuerzas en este entretenimiento; es muy so
brio y sistemático.
Siempre que dispone de tiempo libre, se dirige a caballo a la
residencia. ¡Qué residencia, con casas hechas de barro entre ca
lles enfangadas! No quiere que se le olvide. Pasa por casa de doña
Isabel de Bobadilla y Peñalosa, para enterarse de si el gobernador
le tiene reservada alguna misión.
En efecto, hay encomiendas para un capitán, aunque no s o n '
de la importancia que Pizarro desea.
En las regiones occidentales de Panamá y de Nata, entre la
sierra y la costa, se encuentra el cacique Urracá, con sus feroces
bandas de guerreros; atacan a los españoles y a sus amigos in
dios, dondequiera que se encuentren con ellos. Es una terrible
guerra en la selva.
Pedrarias le encarga al licenciado Espinosa que lleve a cabo
una acción de castigo contra el cacique Urracá. Espinosa embar
ca con cien hombres; Pizarro marcha con doscientos infantes, y
Hernando de Soto le sigue con treinta lanceros a caballo. En los
agrestes desfiladeros y montañas, donde los indios luchan como
fieras, se conocen De Soto, Espinosa y Pizarro, y saben apreciar
mutuamente las cualidades de cada uno.
Al regresar a la capital, se entera Pizarro de los comentarios;
que se hacen en el puerto, en el mercado, en las tabernas y en las
reuniones familiares: el nombre de Hernán Cortés, primo suyo,
corre de boca en boca. Hace doce años, desde que se marchó con
Ojeda a Tierra Firme, que no había visto a su primo. Entonces es
taba Hernán Cortés con una llaga en una pierna, ocasionada por
56
»us relaciones con las mujeres indias, y guardaba cama. Sanó de
aquella dolencia, y se dedicó a la cría de ganado caballar y bo
vino, lo cual le proporcionó pingües ingresos. Pero, ¡no estaban
nllf para acumular oro, sino para realizar hechos!
En los años 1519 a 1521, Cortés conquista el imperio de los ta-
busqueños. El 8 de noviembre de 1519 entró en la maravillosa
ciudad de Méjico. Pizarra escuchaba todas estas fabulosas histo
rias que hacían despertar en él sú ambición. La misma sangre co
rría por sus venas. Tenia que realizar algo parecido.
Su Méjico todavía no había sido encontrado; pero sabía en qué
dirección buscarlo, aunque no sabía dónde hallar dinero para los
barcos y para la soldada de los marineros y de los soldados.
Tiene en la tropa de Pedradas un camarada al que le une una
umistad hecha en muchas expediciones; es un hombre sin nom
bre, como él mismo; se llama Diego de Almagro; rechoncho y
íucrte, irritable y bonachón, tiene el rostro cubierto de cicatri
ces; no es muy talentoso, pero sí buen compañero. Huyó de Cas
tilla por causa de una pelea en la que resultó un hombre muerto.
No se tenían noticias de sus padres; pero, después de muerto
Almagro, varios parientes lejanos pretendieron su herencia. Tam
bién él acumuló una importante fortuna; junto con Pizarra, explo
taba unas minas. Se entusiasmó con los planes de éste y puso a
disposición suya su persona y su oro, porque tanto una cosa como
otra, no eran más que castillos en el aire de Panamá.
El dinero que los dos camaradas habían juntado no alcanzaba
para mucho. La gente de importancia no toma en serio su em
presa.
Francisco conoce al maestro en artes de la escuela-catedral,
don Hernando de Luque, religioso dado a la fantasía, que, a me
dida que se va extendiendo el imperio de Dios, sueña con una mitra.
El maestro en artes es una persona acaudalada y tiene amigos
que estarían dispuestos a prestar dinero, si se viese alguna ganan
cia en ello. También ejerce cierta influencia en Pedrarias y en la
administración real, sin los cuales no es posible hacer nada. De
Luque, a quien satíricamente llaman el «Loco», examina las noti
cias acerca de los planes de Pizarra que corren por Panamá.
Mientras, en 1522, Pascual de Andagoya recorre las costas del
sur. Pero no descubre más que bosques y terrenos pantanosos.
Regresa enfermo y decepcionado; el poco oro que ha traído, no
cubre ni con mucho los gastos de la expedición.
Una vez más, Pedrarias confía a un protegido, Juan de Basur-
to, el proyecto de explorar aquella región. Pero Basurto falleció
en Nombre de Dios, mientras hacía los preparativos.
A partir de aquel momento, el capitán Pizarra intenta la gran
aventura; con sus propias manos, se agarra a la rueda de su for
tuna; por este tiempo, linda con el quincuagésimo año de su vida.
4
F rancisco de jerez
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Aquellas circunstancias favorecieron el plan de los tres, Piza
rra, Almagro y Hernando de Luque, canónigo y director de ense
ñanza. Formaron una compañía, o hermandad de trabajo y lucha
comunes, muy apropiada en aquella época del descubrimiento en
que la Corona daba las órdenes para llevar a cabo exploraciones,
pero no facilitaba los medios económicos ni los hombres para
realizarlas.
El objetivo era el descubrimiento y la conquista de los terri
torios que luego se llamarían imperio del Perú. Los tres juntaron
solidariamente los medios económicos, y se prometieron una par
ticipación equitativa de los beneficios. Pizarra se encargaba de la
dirección; Almagro, de la organización, y Luque, de mantener con
tacto con el gobernador y de procurar la ulterior financiación de
la empresa. Pero Pedrarias vacilaba; hira pagar cara su confor
midad: sin contribuir con un solo maravedí, pidió la cuarta parte
de los beneficios.
Con estas condiciones, preparó la orden de salida, la cual hizo
firmar por el notario Oviedo.
La opinión pública de la residencia se entusiasmó con aquellos
tres fantaseadores que exponían su vida y sus bienes en un viaje
hacia la zona de bosques y pantanos, y el ingenio castellano con
virtió el apellido del canónigo Luque en el mordaz juego de pa
labras «Compañía de locos».
La primera salida
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lleva a bordo d e a hombres, cuatro caballos, y el habilitado real
Ribera, fiel colaborador en el futuro, así como el celador Juan de
t artillo.
En la isla de las Perlas vudven a abastecerse de agua y de vi
tuallas, tras lo cual navegan rumbo a lo desconocido.
A medida que se aproximan al ecuador, las tempestades tro
picales inundan y hacen estremecerse a la embarcación. ¡En nin
guna parte de la costa aparece un punto atractivo! Por dondequie
ra se ofrece sombrío d bosque tropical bajo pardos jirones de
nubes, lo cual les hace revivir los fatídicos recuerdos del golfo
de Urabá.
También les son desfavorables las condiciones atmosféricas. El
viento de proa les obliga a barloventear y a echar anclas con
irccuenáa. Los soldados matan su aburrimiento jugando a los da
dos y relatando historias de su vida americana, y Pizarra los dis
trae contándoles lo que es d Perú, según la imagen que se forma
en su mente.
Llegan a la desembocadura del río Birú, descubierto por An-
(lugoya.
Durante tres días, andan errantes por sus boscosos y pantano
sos parajes sin lograr ningún resultado. No encuentran ni hom
bres ni comestibles. Ininterrumpidamente, cae una lluvia torren
cial sobre ellos. Desmelenados, descalzos, destrozados los pies por
lus piedras y raíces, atormentados por el hambre y el cansancio,
regresan a su barco y, sin pensar en d regreso, emprenden de
nuevo viaje hada el sur. A los diez días, se acusa la escasez de vi
tuallas; ya se les ha terminado la carne; cada uno recibe dos ma
zorcas al día. No es de extrañar que cundan el desaliento y la
querella. Pizarra lo soporta con paciencia y consuela a sus hom
bres con las siguientes palabras: «Dios nos ofrecerá la tierra que
buscamos».
La situadón era tan desesperanzado», que cambiaron de rum
bo y fondearon en una bahía a la que dieron el nombre de Puerto
del Hambre. «No osaban mirarse unos a otros — escribe el cro
nista— ; así estaban de demudados sus rostros por la inanición.
Por dondequiera, no había más que montañas, rocas, bosque y
pantano, y la incesante lluvia que el délo vertía sobre ellos. Sólo
esperaban la muerte, pues carecían de alimentos para poder re
gresar a Panamá. Además, el pundonor les prohibía a la mayoría
nacerlo sin antes haber realizado un hecho notable.»
Y, así, se deddió de común acuerdo enviar al capitán Monte
negro por comestibles a la isla de las Perlas. Como sustento se
le dio una p id de vaca con raíces del bosque.
—Dentro de siete días podéis estar de regreso —le dijo Pizarra,
til despedirse.
Pero aquellos siete días se convirtieron en cuarenta y siete. En
61
el viaje se comieron la piel de vaca y, además, el cuero de los
fuelles de las bombas de achicar agua.
Para los que se quedaron, empezó el infierno del hambre. Pi
zarra reunió a los más fuertes, y salió en busca de alimentos. El
resultado fue poco feliz. Una de las veces, encontraron un cesto
de maíz en una choza india abandonada. Por lo demás, se alimen
taban de renuevos de palmera, raíces y frutos desconocidos, y,
alguna que otra vez, de moluscos y pescado. Por ello, murieron
veintisiete hombres, o sea más de la tercera parte del conjunto
de la expedición. Muchos estaban abotargados por el hambre, y to
dos estaban destrozados física y moralmente. En aquella situa
ción, Francisco Pizarra mostró toda su grandeza humana: prodi
gaba palabras consoladoras a sus camaradas, palabras que nun
ca se le había oído pronunciar. Personalmente, construía chozas
de madera para los enfermos, les llevaba la poca comida de que
se podía disponer y algunos frutos del bosque que encontraban
en sus salidas, y los cuidaba en la medida que lo permitían las
circunstancias. Mas había momentos en que los supervivientes en
vidiaban la suerte de los que fallecían.
Después de cuarenta y siete días, regresó Montenegro con un
cargamento de salazón, maíz, yuca y bananas. Se abrazaron unos
a otros como si hubiesen vuelto a nacer. Entonces, Pizarra, frisa
ba en la edad madura. En aquella ocasión, los camaradas fueron
a su encuentro con roscos y cuatro naranjas.
Salieron de Puerto del Hambre, y ninguno miró en torno suyo
cuando la nave crujió en el oleaje.
Ante ellos se ofrecía constantemente la monótona configura
ción de la costa con la selva sumergida en la lluvia. A los pocos
días, atracaron y se internaron en el continente; era el 2 de fe
brero de 1525, por lo que al lugar de desembarco le dieron el nom
bre de Candelaria. También allí los indígenas huyeron al impene
trable bosque cuando advirtieron la llegada de los expedicionarios.
Se encontraban en las proximidades del ecuador, y las terribles
tempestades tropicales con su aparatosidad eléctrica gravitaban
sobre ellos. Pocas veces veían el sol, y la plaga de mosquitos se
hacía insoportable.
Una sección siguió por un sendero de la selva, y tuvo la dicha
de dar con un poblado, que los indios habían abandonado tan pre
cipitadamente, que la lumbre ardía aún en las chozas. ¡Qué feli
cidad encontrar maíz, raíces comestibles y salvajina! También en
contraron por primera vez oro, auque de baja calidad. Al ver la
comida en los calderos puestos a la lumbre casi apagada, los in
vadió el horror: en las vasijas se cocían manos y pies humanos.
¡También allí habla caníbales!
A Pizarra le pareció aquel paraje conveniente para una prolon
gada estancia, y pensaba enviar una vez más a Montenegro por
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provisiones a Panamá. Sin que se diesen cuenta, ninguno de los
movimientos escapaba a la atenta mirada de los salvajes. Cuando
Pizarra envió a Montenegro a que hiciese un reconocimiento, al
tiempo que ¿1 se quedaba en el poblado para atender a los en
fermos, los indios creyeron que era el momento oportuno para
aniquilar aquellas dispersas secciones. Pero Montenegro diezmó
fácilmente a los indios. Sin embargo, Pizarra se vio en un grave
aprieto: mientras visitaba las chozas, fue atacado en medio del
poblado; herido de siete flechazos, descendió por la cuesta. Los
salvajes se le echaban encima; mas él empuñó fuerte la espada,
por lo que los atacantes inmediatos cayeron mortalmcnte heridos
por el acero, y los restantes huyeron con sangrientas heridas,
horrorizados por aquel ser que quebrantaba como el dios de la
muerte. Asimismo los demás expedicionarios defendieron sus vidas
con el resto de las fuerzas que aún les quedaba. Y, cuando
Montenegro regresó alarmado por los hombres de su expedición,
los indios ya habían sido derrotados totalmente. Cinco españoles
murieron de las heridas recibidas, y los demás curaban las suyas
con aceite hirviente.
Con el corazón dolorido, decidió Pizarro emprender el viaje
de regreso; pero no hasta la capital. Pues sabía que Pcdrarias
no le daría licencia para un segundo viaje. Inició la marcha por
la costa del golfo de Chicamá, mientras el habilitado Ribera de
bía presentarse en la residencia, para dar un informe fidedigno y
sondear la situación. El poco oro que llevó consigo tal vez pu
diera servir de incentivo para reclutar nuevos voluntarios. Ya en
Chicamá tampoco terminó la angustia de sus soldados, pues fa
llecieron algunos más a consecuencia de hipoalimentación, y otros
despedazados por los caimanes cuando se dedicaban a la pesca.
En conjunto, el resultado fue terrible; por consiguiente, Pizarro
no osaba aparecer ante los ojos del gobernador general.
Al mismo tiempo, iba Diego de Almagro con las provisiones y
los refuerzos prometidos al encuentro de sus camaradas, cruzan
do la desembocadura del río Melón, que así se llamaba porque
flotaban melones en sus aguas, y la del río Baeza, nombre que
había recibido por haberse ahogado en sus aguas un soldado ape
llidado así. Por las ramas cortadas, fue reconociendo las huellas
de Pizarro hasta llegar a los lugares de la última estancia de
éste. Preocupado profundamente por no hallar a su amigo, Alma
gro desembarcó con cincuenta hombres. Los indios lo esperaban
con amenazadores gritos de guerra detrás de sus empalizadas.
Cuando se disponía a ir al ataque, contraatacaron los guerreros,
desnudos y tatuados de amarillo y rojo, con tal ímpetu, que las
filas españolas, compuestas mayormente de nuevos reclutas, va
cilaron. Con su sangre fría y experiencia en la lucha contra los
indios, restableció Almagro el orden, con lo que se desmoronó
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aquella salida de los indios, y el poblado ardió en llamas. Pero el
mismo Almagro pagó cara aquella victoria: un dardo le saltó un
ojo, por lo que hubiera sucumbido ante la superioridad de fuer*
zas, si no hubiese sido por la heroica ayuda de su sirviente ne
gro. Al menos, pudo salvar un ojo. A su rostro cubierto de cica
trices se unía ahora el calificativo de tuerto. Comentando esta
circunstancia, el cronista lo caracteriza con lo que m is tarde vol
verá a repetirse: «Sus soldados dieron muestras de gran interés...,
pues él fue amable y generoso...»
Allí tampoco encontraron ninguna huella de Pizarra. Le dieron
al poblado el nombre de Pueblo Quemado, y se hicieron a la mar
navegando unas millas hacia el sur. Finalmente, perdió Almagro
las esperanzas de encontrar a Pizarra. Sin advertir que habían pa
sado uno por el lado del otro, consideró Almagro perdido a su
compañero, y tomó rumbo al norte.
En la isla de las Perlas, se enteró de que Pizarra estaba en
Chicamá; allí, pudieron los dos probados hombres abrazarse. Se
convino en que Diego de-Almagro, junto con Ribera y Hernando
de Luque, debían asegurar la continuación de la empresa en la
residencia.
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mil pesos oto. ¡También esta cantidad da quebraderos de caber
Pedradas es condenado al pago de una multa por el tribunal,
y trasladado a Nicaragua, a la que se le ha puesto el bello nombre
de Nuevo Reino de León, cuya administración regenta durante
seis años, transcurridos los cuales el rey le autoriza regresar a la
patria después de diecisiete años de servicio en América. Pero no
ve realizado este viaje: el 6 de marzo de 1531, se cierran sus
celadores y desconfiados ojos, que habían visto la conquista de
Granada, y, más tarde, la fundación de Nueva Granada en Nica
ragua. Como temido gobernador de las Indias Occidentales se le
había puesto el apodo de Furor Domtnt. Encontró un duro crí
tico como Hernández de Oviedo, así como un juez indulgente.
Ix>s dos tenían parte de razón. La población civil y militar que
él gobernaba, sólo con mano dura podía ser mantenida en orden;
pero su codicia y afán de poder fueron ilimitados.
Pedrarias introdujo una cláusula, funesta para Pizarra, en la
nueva licencia de salida, por la- que Diego de Almagro era nom
brado capitán de la expedición con igualdad de derechos. Pizarra
lo tomó a mal, y debemos agregar que aquel nombramiento fue,
ulteriormente, el principio de las desavenencias entre los dos con
quistadores.
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ble que también este héroe, rayano en los «cincuenta años de su
vida», se pusiese en camino para ver qué había de hacer en el
mundo, y para, como era lógico en una justa empresa, ganar un
imperio o, por lo menos, una ínsula para su escudero.
Sin duda, no ocultaba Don Quijote a su amigo que, con lo de
la ínsula esperaba totalmente la llegada del final. Sólo después de
lo muy fatigados que estaban por aquel menester y por los ma
los días y peores noches, se les concedió un título y una especie
de valle, o provincia, o algo por el estilo.
Con ese fin anduvieron por el mundo; querían vivir de sus ha
zañas. Pues para ellas no había lugar en su pueblo. En el fondo,
se trataba más de ser que de tener. Así, Don Quijote le dice a su
escudero:
«Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no
hace más que otro...»
Muy parecida era la situación, la conversación y la empresa de
aquellos tres hombres.
El tercero de aquella hermandad, Hernando de Luque, era el
más pudiente e instruido de los tres. ¿Soñaba Luque en las genti
les prosapias que debían ganar el reino de los cielos, y en llevar la
mitra episcopal?
La fantasía y el realismo, los ideales y la prosaica finalidad, ac
tuaban conjuntamente.
Y como se trataba1 de importantes aportaciones, se hizo un
contrato ante el notario real Hernando del Castillo, que rezaba:
Quienquiera que lea este documento, sabrá que yo, don Her
nando de Luque, vicario de la Santa Iglesia de Panamá, por una
parte, y el capitán Francisco Pixarro y Diego de Almagro, ciuda
danos de la ciudad de Panamá, por otra, declaramos:
De común acuerdo, hemos constituido la siguiente estable y
legítima compañía: Después de que nosotros, el capitán Francis
co Pizarro y Diego de Almagro, hemos recibido del señor gober
nador Pedro Arias Dávila licencia para descubrir y conquistar las
tierras y provincias del llamado reino del Perú... No disponemos
de dinero ni de medios para el viaje, barcos, dotación y pertre
chos..., y, como vos, don Hernando de Luque, aportáis el dinero
para formar esta compañía por partes iguales, convenimos en que
ninguno de nosotros tendrá beneficios especiales en todo lo que
descubramos, ganemos o conquistemos y colonicemos en el llamado
reino... del Perú...
Para darle más fuerza a este documento... juramos ante Dios,
y ante los evangelios, los cuales están escritos detalladamente en
67
Cruzan la desembocadura del río Esmeralda, cuyo delta está
rodeado de boscosas montañas, y ribeteado de terreno pantanoso;
pero el paraje aparece más poblado que los anteriores puntos de
arribada. En botes, reconocen el paisaje costero. Un grupo descu
bre un gran poblado, y, por derecho de conquista, se llevan cuan
to encuentran: un verdadero punto de abastecimiento, en el que
abunda principalmente el maíz; también encuentran oro en un to
tal de quince mil pesos. Necesitaban una estímulo así, pues la lu
cha con la naturaleza había exigido grandes sacrificios.
Pizarra concibe una atrevida decisión. Necesita refuerzos. Por
lo tanto, Almagro tiene que salir con uno de los barcos para Pa
namá, y llevar allí el oro como reclamo. Bartolomé Ruiz recibe
la orden de explorar la costa meridional con el otro barco. Piza
rra se queda allí, donde quiere esperar el regreso de las dos
naves.
Ruiz descubre dos islas, que pronto serán el lugar perínclito
de la conquista: la Gorgona y la del Gallo. Explora la bahía de
San Mateo y la región de Coaque, de donde surgirá la leyenda
de El Dorado. Sin saberlo, en estas latitudes limita el imperio de
los Incas. En el cabo Pasado, el sol cae perpendicular sobre ellos;
Ruiz es el primer piloto que cruza la línea ecuatorial del Pacífico.
El paraje se ofrece disgregado, y los poblados y maizales aparecen
más frecuentes. Desde la costa les observan los aborígenes.
Ruiz se encuentra con una cautivadora visión: se trata de un
lejano y resplandeciente velamen. ¿Una carabela, acaso? ¿Habrá
descubierto otro piloto un paso hacia el mar occidental? Toda la
tripulación está apoyada contra la amurada y mantiene fija en el
sur la vista.
Al acercarse la embarcación, reconocen en ella una balsa de ma
dera de copayero, trabada con cuerdas, de la que se elevan dos
velas cuadradas de algodón, y en su cubierta descubren una vo
luminosa piedra atada con un cabo, la cual quizás usen como
ancla; una tabla estrecha les sirve de timón.
Los rostros aceitunados de la tripulación denotaban sorpresa,
así como asombro y regocijo los de los españoles. Ruiz maniobró
cuidadosamente la nave, que a los aborígenes les parecía enor
memente grande hacia la balsa, de la que parte de sus tripulan
tes se tiró al agua en busca de seguridad. Y los más audaces con
templaron cómo se acercaba aquella gran embarcación.
Los guías de la balsa llevaban camisa sin mangas y un capoti
llo de finos dibujos de colores; de su cuello pendían cuentas di
conchas y de dientes de animal, y lucían aros de oro en sus bra
zos y discos del mismo metal en los lóbulos de las orejas. Eran
indios muy distintos de los que hasta entonces habían conocido.
Juan de Sámano, celador de la Corona, hizo trasbordo del barec
a la balsa, y saludó y tranquilizó con respetuosos gestos y palabra:
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a los indígenas. Luego, contempló la mercancía apilada en la cu
bierta: brazaletes, cinturones y anillos fabricados con oro y plata;
vasijas de alfarería de formas sorprendentemente artísticas; cuen
tas de conchas y de esmeraldas, en gran cantidad; bellos tejidos
con dibujos de animales y plantas, para mantas, vestidos, camisas
como las que usaba la tripulación de la balsa.
Tras una pausa de receloso temor, se inició una viva conversa
ción por señas, dado que el desconocimiento del lenguaje no per
mitía hacerlo de otro modo. Los mercaderes informaron a los ex
tranjeros sobre su país, su soberano Huayna Capac y la poderosa
capital de Cuzco, con la que no podía compararse su ciudad de
Salango, cerca de Tumbes.
Entre el asombro y la incredulidad, pues conocían bien la in
clinación de los indios a fantasear, escuchaban los españoles aque
lla información sobre el poder y la riqueza del país, que ellos bus
caban, y con cuyos súbditos estaban conversando.
Bartolomé Ruiz acababa de enterarse de que se encontraba
ante las puertas del Perú. El país era poderoso, estaba bien orga
nizado, y tenía una civilización y un soberano cuyos dominios
eran más extensos que todos los territorios descubiertos hasta en
tonces.
Con aquellos conocimientos, y con tres indios que fueron em
barcados para instruirlos como lenguas (intérpretes), puso Ruiz
proa al norte, para comunicar a Pizarra aquella feliz noticia.
Fue verdaderamente una buena nueva para Pizarra en las pe
nosas circunstancias en que se encontraba. La peste y la muerte
invadían su campamento. Más que el hambre, el terrible clima y
el pestilente ambiente pantanoso causaban verdaderos estragos. Los
ctxrodrilos, en el río, las serpientes y los insectos venenosos en la
tierra, amenazan a cada paso. Nubes de mosquitos acosaban a aque
llos atormentados hombres y les obligaban a esconder la cabeza
por la noche. Los turbiones y los sofocantes calores se turnaban
con desmoralizadora regularidad día tras día. No disponían de ropas
ni de yacijas secas. Martirizados por las calenturas, cubierta la piel
de picaduras y abotargados sus miembros, se revolvían impasibles
y resignados en sus cálidas y malolientes esteras.
Intentan explorar el río; reman por sus turbias aguas arriba.
Pero no pueden escapar de la selva que los rodea; en todo lo que
llevan navegando no encuentran ningún claro, ni sabana, ni campo,
ni ser humano que puede ser considerado como tal; éstas son las
reflexiones que se hacen.
Una sección de catorce hombres embarranca con su bote en la
arena. Sin que se den cuenta, son observados por los salvajes
desde detrás de los troncos de los árboles; se les echan encima, los
matan a flechazos y los degüellan.
La selva, los turbiones, la epidemia, los cocodrilos en las aguas
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pantanosas, y los salvajes que, cual monos, se ocultan entre los
bejucos, son un enemigo contra el que no se puede luchar. La
gente de Pizarro está extenuada. La vida y la muerte son una
misma cosa. Todo lo que ayude a salir de aquel infierno es una
salvación, aun cuando se trate de la muerte, a la que miran con
indiferencia.
En este estado de ánimo, se oye el retumbar de un disparo en
el mar: es el anuncio de la urribada de un barco.
Bartolomé Ruiz atraca en la bahía, y sus velas traen nuevas
esperanzas a aquel campamento de la desesperación. Aun los más
enfermos se levantan de la yacija de su angustia y se dirigen arras
trando los pies río abajo hacia la playa.
Y como la dicha suele venir acompañada, al mismo tiempo
aparece el velamen de la nave de Almagro por entre las ráfagas
de lluvia, el cual viene de Panamá con vituallas y un refuerzo de
cuarenta y seis hombres. Almagro informa de lo muy reducido
que ha quedado su crédito en Panamá. Sólo la diplomacia del ca
nónigo De Luque había podido quebrar los reparos del nuevo go
bernador Pedro de los Ríos, hombre humano y consciente de su
responsabilidad, y así, había recibido a Almagro con todos los ho
nores que su antecesor había otorgado a los expedicionarios, y per
mitido que se reclutasen nuevos voluntarios. Pero estaba claro
que en la residencia pesaban las listas de las pérdidas; por consi
guiente, era necesario evitar cualquier fracaso. Esto incumbía a
los caudillos, circunstancia que no advertía la tropa. Las buenas
noticias de Bartolomé Ruiz y los refuerzos de Almagro alenta
ron los decaídos ánimos de los soldados y, a la orden de: «¡A los
barcos! ¡Rumbo al sur!», siguieron a sus inquebrantables caudillos.
Entretanto, las condiciones atmosféricas fueron más desfavora
bles. Primeramente, Ruiz tomó rumbo a la isla del Gallo, donde
descansaron durante una semana, transcurrida la cual se dirigie
ron a la bahía de Tacames. Allí, pensó acampar Pizarro, esperar
nuevos refuerzos de Panamá y, luego, emprender viaje al Perú.
Los indios de Tumbes, a quienes se les había pedido información,
indicaron que Tacames era una rica ciudad en la que se podía vivir
bien.
Se habían hecho los cálculos sin contar con el dueño de la casa.
Al acercarse los barcos extranjeros, la ciudad se puso en estado
de defensa. Ante la desembocadura se cruzaron catorce canoas
armadas, y la playa era un hormiguero de guerreros.
No obstante, Pizarro envió un bote con parlamentarios, los
cuales recibieron por respuesta una lluvia de flechas y de pie
dras lanzadas con honda. Entonces, los españoles arriesgaron al
gunos de los pocos caballos que llevaban. Los tacameses se que
daron suspensos al ver aquellos animales desconocidos. Retroce
dieron algo; mas, a poco, empezaron a atacar con hondas; uno
70
de los caballos recibió una pedrada en la cabeza, y se encabritó.
Su jinete saltó rápidamente al suelo y atacó a pie. El que de un
ser viviente se desprendiese otro y se moviese independientemente,
fue demasiado para los indios, por lo que retrocedieron hasta
«letrás de los muros de la ciudad y dejaron la playa a los espa
ñoles.
Con ello no se consiguió mucho. Después de un consejo militar,
*c decidió no atacar con el escaso número de fuerzas de que se
disponía. Cualquier acción militar prematura podría sembrar la
alarma por todo el país.
Se estaba ante la puerta del imperio buscado, si bien ésta per
manecía cerrada. Indecisos, los españoles estuvieron fondeados
nueve días en la bahía. En los más valientes empezaron a decaer
los ánimos. La tropa comenzó a amotinarse abiertamente contra
sus jefes, quienes la tenían como presa en aquel báratro de la
naturaleza.
En aquella grave crisis que atravesaba la expedición, Diego de
Almagro fue quien se opuso a la capitulación total. Decidido, dijo:
—Dios no quiera que renunciemos a esta empresa mientras
nos quede aliento y un peso en el bolsillo. ¿Debemos regresar cual
unos mendigos a Panamá, pagar el precio del escarnio y vernos
encerrados en la cárcel por no poder pagar nuestras deudas...?
En Francisco Pizarro estalló la amargura de aquella intermi
nable decepción y contrariedad. Les chilló a sus compañeros:
—Habláis muy a la ligera. O s pasáis cómodamente todo el tiem
po en el barco, mientras nosotros hemos rebasado hasta ahora los
límites de las posibilidades humanas en lo relativo al hambre y a
las calamidades. Si hubieseis padecido una sola vez, no hablaríais
de ese modo...
Almagro respondió colérico; dijo que se quedaba de buena
gana, y que Pizarro debía ir a Panamá en lugar de él. La desmesu
rada excitación hizo que los dos echasen mano a sus espadas, con
lo que el descubrimiento del Perú habría finalizado en aquella
playa si no se hubiesen interpuesto Ribera y Ruiz. Apaciguados,
se dieron un abrazo como buenos amigos, tras lo cual se decidió
que Almagro partiese para la capital en busca de refuerzos, y que
Pizarro se trasladase a la isla del Gallo en el otro barco. La dis
cusión ocurrida entre los caudillos avivó una vez más el lento
fuego del descontento y de la desesperación en la tropa. ¿Es que
no eran suficientes el hambre y la muerte? No había ningún pun
to en la costa donde no hubiesen dejado muertos en aquella
tierra sin bendecir, y de la que no hubiesen sido expulsados ver
gonzosamente por los indígenas. En aquella infinita selva se en
contraban desamparados, tenían que alimentarse de plantas y raí
ces poco apetitosas, estaban mortificados por las picaduras de los
mosquitos, empeñados en una lucha poco digna para un español.
71
¿Es que, después de tantos muertos, los jefes querían sacrificar
aquel lacerado resto de hombres en sus insensatos sueños?
Los jefes tenían que oír esta suerte de palabras. No tenían
, otra respuesta que sus esperanzas fundadas. No podía renunciar
se a la empresa. Temían que aquellos rumores Regasen a Pana
má. Tras haberse hecho Almagro cargo de la correspondencia para
la ciudad, convinieron en no hacerla llegar a sus destinatarios.
Pero la industria operaba contra la industria. Los soldados ha
bían perdido la confianza en sus caudillos, a consecuencia de lo
cual la esposa del gobernador, doña Catalina de Saavedra, recibió
como presente un ovillo de algodón, del tamaño de una cabeza,
en el que había una carta para su esposo. El remitente exponía
con amargura sus penas y la disparatada muerte en aquel cauti
verio. En nombre de Dios le pedía al gobernador que les enviase
un barco para poder regresar a sus hogares, y finalizaba la misiva
con una sarcástica cuarteta, que ningún cronista se hizo suya:
72
Los trece de la fama, en la isla del Gallo
73
amigos, por más que no es necesaria, pues para él no existe el
regreso con el fracaso a cuestas.
—Me quedo; no quiero regresar —le dice a Tafur.
Varios soldados se acercan para oír lo que hablan los dos je
fes. Pizarra advierte que sus palabras son escuchadas con aten
ción por los oídos de los que los rodean, por lo que intenta de
nuevo dialogar con el oficial enviado por el gobernador; lucha por
que no se les pongan impedimentos a quienes quieran quedarse
con él.
Tafur vacila entre la orden y la admiración ante aquella firme
voluntad; por otro lado, sabe que en Panamá se lucha buscando
la posibilidad de que continúe la expedición; con desgana, se
deja vencer por el asentimiento, del que no sabe cómo dará cuenta
luego a sus superiores.
Tras lo cual Pizarra dirige unas palabras de despedida a aque
llos que, después de haberse mantenido firmes mucho tiempo, dan
de mano a la empresa en aquel momento. Entristecido, dice a sus
hombres:
— ¡Os deseo un feliz viaje de regreso, si preferís la pobreza y
el escarnio! Siento que abandonéis el fruto de vuestras incon
mensurables penalidades, cuando, según afirman los indios de Tum
bes, la riqueza y la gloria están ante nosotros. ¡Marchaos, pero
nunca digáis que vuestro capitán no fue el primero en vuestras
penurias y peligros ni que antes se preocupó más de su persona
que de vosotros!
Después de este epílogo a los que retornaban a su hogar, y
que él consideraba como desertores de esta misión histórica, rei
nó el silencio. Todos permanecieron callados, contemplaron sus
descalzos y destrozados pies, dirigieron la mirada al mar, la detu
vieron en la enflaquecida figura de Pizarra, y esperaron por si tenía
algo más que decir, antes de embarcar en la nave del gobernador,
para dejarlo abandonado.
Pizarra miró por encima de los mástiles de los dos veleros.
Después, se separó unos pasos del corro que lo rodeaba y trazó
en la arena una línea en dirección levante a poniente con la punta
de su espada.
í es lo que pretende? ¿Se ha vuelto loco?
la cabeza, pasó la mirada por cada uno de los rostros de
los circunstantes y, apuntando con el reluciente acero hada el
mediodía, dijo:
— Por aquí se va al Perú, con hambre y miseria, hoy; con ri
queza y gloria duradera, mañana. Por allí — indicó con la punta
de la espada hacia el norte— se va a Panamá, con su pobreza
eterna y el pan amargo del fracasado. ¡Quien sea buen español,
que elija lo que le parezca más conveniente! Yo voy al sur.
Y bajó la espada y cruzó aquella línea que había trazado.
74
Silencio. Todos se quedaron inmóviles como postes. ¿Habrá
quien le siga?
A poco, se mueve una de las figuras más harapientas: es Fran
cisco de Villafuerte, el segundo en cruzar la raya. Luego sigue
oiro, seguido de Pedro de Candía, cretense, cuya suerte seguire
mos hasta su trágico fin; Alonso de Ubeda, que no tardará en de
saparecer, en Tumbes; los sigue el fiel Nicolás de Ribera; luego
va Juan de la Torre, a quien le da un ataque de locura en el te
rritorio peruano. En total, se quedan trece hombres, de los ochen
ta y cinco de la expedición. Trece españoles y un mulato. Sus nom
bres pasarán a la Historia como «los trece de la fama». Tres años
más tarde, el emperador Carlos V les concederá a todos el título
de hidalgo.
Juan Tafur tenía que cumplir la orden que se le había dado.
l.os hombres embarcaron en los dos veleros. El capitán no se cre
yó autorizado para conceder lo más mínimo al imperioso ruego de
Pizarro. Los tres indios de Tumbes se quedaron con Pizarro. Una
ración de maíz fue todo lo que Tafur pudo dejarles a los trece y
o su capitán; se hizo cargo de una carta de Pizarro dirigida al
gobernador, en la que exponía su decisión, creyendo servir con ello
a los intereses de la Corona.
Las naves izaron las velas, y los que se marchaban se despi
dieron:
— ¡Adiós! ¡Buena ventura!
A las pocas millas, las embarcaciones desaparecieron entre las
espesas nubes.
Resulta difícil reflejar el estado de ánimo de los que se habían
quedado. ¿Qué pretendían? ¡No renunciar! «¡Resistid, aunque
tengáis que liar el petate!», había transmitido Almagro.
Unos días más tarde, se trasladaron al islote vecino que habían
hallado, porque era más fructífero que la isla en que se encontra
ban, y a la que impusieron el fatídico nombre de Gorgona, por las
muchas serpientes que lo poblaban. «Vieron tantas, que lo com
pararon con un infierno», escribe Herrera.
No pasaron hambre, pues allí había mucha caza. Con la ba
llesta cazaban «guadoquinajes, animal que venía a ser una espe
cie de liebre, pero de mayor tamaño y de carne más estimada».
I'.n la boscosa montaña había muchos sitios; las ensenadas esta
ban cuajadas de peces; abundaban las tortugas y los huevos de
uve; la floresta estaba plagada de papagayos, pavos reales y galli
náceas de la familia de los faisanes.
A la puesta del sol, Pizarro reunía a sus camaradas, para rezar
juntos la salve. «Observaban las fiestas señaladas y los viernes y
los domingos, para que Dios los librase de las grandes penurias.»
Desde un rocoso arrecife noche y día vigilaba un centinela por
si venía la tan esperada nave.
75
Transcurrían las semanas y los meses. ¿Los habrían abando
nado? La lluvia y el decaimiento iban menoscabando lentamente
la salud, incluso la de los más fuertes. La luz y el agua les encen
dían los ojos hasta el extremo de hacerles ver en una nube las ve
las de una embarcación.
Mientras, Hernando de L’ique acosaba incesante con sus ideas
al gobernador. Para ello, puso en movimiento a sus amigos, entre
quienes resultó eficaz el influyente Gaspar de Espinosa.
Tras una larga y desazonada vacilación, autorizó Pedro de los
Ríos la salida de un barco al mando del piloto Bartolomé Ruiz
con" la orden por la que a Pizarra se le daban seis meses de pla
zo a partir de aquel instante. ¡Seis meses de tiempo para descu
brir el Perú!
Hasta aquel momento habían transcurrido cinco interminables
meses. En la isla Gorgona, se habían apagado todas las esperanzas.
Ya se había planeado construir una balsa en que poder alcanzar
el continente y costearlo hasta Panamá. Pero, en aquella hora
crítica, surgió de entre la calina la nave de Ruiz.
«A los trece, les pareció imposible aquella visión, y no cabían
de alegría», escribe el cronista.
76
«c movían unos singulares botes individuales, construidos con
tallos de totora y con los que un indio podía andar sobre las olas.
(En el antiguo arte mochica de este paraje, hay numerosas figura
ciones de este modo de andar sobre las olas durante las faenas de
|>csca.)
Pizarra invitó amistosamente a los jefes de aquella flotilla de
balsas a que subiesen a bordo de la nave. Gracias a los tres adies
trados intérpretes, cuya presencia dejó suspensos a los tumbesi-
ttos, transcurrió el diálogo sin dificultades. *
Asi, los españoles supieron que las balsas armadas llevaban a
cabo una expedición militar contra la isla de Puná, que desde
I luayna Capac estaba bajo el dominio incaico.
Aquel encuentro con la nave extranjera fue lo suficientemente
importante para que suspendiesen su expedición militar y acom
pañasen a los extranjeros a la orilla.
Aquellas costas ofrecían un atrayente aspecto a los españoles.
( atusó una gran impresión en aquellos hombres probados por las
vicisitudes el volver a sentir terreno sano bajo sus pies. Sin em
bargo, Pizarra no se atrevió a correr ningún riesgo. Despidió a sus
nuevos amigos y les dijo que él y sus camaradas eran enviados
de un gran monarca que les ofrecía paz y amistad.
Ya hacía mucho que el velero extranjero había sido divisado
por los centinelas de la pucara (fortaleza) y, anunciada su apari
ción. Todo lo que tenía pies se apresuró hacia la costa, para con
templar aquella embarcación de grandes y flameantes velas. Por
tu parte, los españoles no quitaban los ojos de aquella ciudad ni
de los esquinados muros de su sobresaliente fortaleza.
Mientras las dotaciones de las balsas comunicaban aquella nue
va en la playa, sus caudillos se apresuraron a llevarle al curaca
(el cacique de la ciudad) la emocionante noticia: ¡Unos hombres
blancos habían llegado de más allá del mar en una embarcación
con velas que parecían alas, como si hubiese venido del cielo!
Existía una primitiva leyenda peruana: después de haber hecho
al hombre y las montañas, el Dios Viracocha desapareció trans
formándose en las olas. Pero profetizó que volvería al fin del
imperio (que desde aquel momento comenzaba) por el mismo mar
donde nabía desaparecido. El dios Viracocha tenía blanca la faz
y usaba barba. (La colección de cerámica del arte chimó nos pre
senta, entre este pueblo sin barba, el rostro blanco y barbudo de
una divinidad.)
Así, pues, habían aparecido hombres blancos y barbudos en un
barco, cuyas velas, refulgentes al sol, resplandecían misteriosamen
te afuera del golfo, y las vestiduras de aquellos extranjeros relucían
como si estuviesen regadas con luz.
El curaca envió una docena de botes con selectos comestibles,
(rutas y cántaros de agua fresca y de chicha a la embarcación,
77
fondeada fuera del golfo. La casa de las mamaconas, donde vivían
y se dedicaban a labores femeninas, las «esposas del Sol», aportó
la ofrenda de una llama sacrificada.
Pizarra la contempló, mientras recordaba vivamente el día en
que, doce años atrás, el cacique Tumaco les hablara a él y a Bal*
boa de aquel animal y lo dibujara Tumaco en una pala de nopal.
Ahora lo tenía ante sus ojos. Los rumores quedaban confirmados y
los sueños hechos realidad.
Se daba la feliz circunstancia de que en aquel momento se
encontraba en Tumbes un potentado inca. Estos personajes tenían
ensanchado el pabellón de las orejas en el que llevaban puesto
un disco de oro, como emblema del Sol o de la Luna. Y en su
lenguaje se llamaban Hatun Rincrioc, o sea Orejón.
Dicho príncipe acompañó los presentes del curaca, pues que*
ría contemplar de cerca el buque y sus tripulantes extranjeros.
Hay que suponer que el gobierno incaico tenía noticia, unque fue
se confusa, del primer encuentro de Bartolomé Ruiz con la balsa
de mercaderes. Pues, ¿cómo podía explicarse aquella gente de mar
una cosa nunca vista hasta entonces? Mas, ahora, aquella miste-j
riosa embarcación estaba fondeada en el golfo. ¿Habrían divisado]
en ella a Viracocha? ¿Llevarían la bendición o la maldición?
Pizarra y sus camaradas recibieron a Orejón con la brillantez]
de su armadura y con muchas atenciones, como si se tratase de un
grande de España. Aceptó aquél muy oportunos presentes con el
incurioso gesto de un gran señor que se ve honrado con la corte-l
sía del donante. Ninguno de los españoles dio muestras del ham
bre y de la penuria que hasta hacía poco habían pasado en los;
trópicos; o puede que ya no se acordasen de ello.
Con la ayuda de los lenguas se desarrolló un desenvuelto diá
logo. Con atención y asombro, observaba Pizarra la serena digni-.
dad del visitante y la reflexiva discreción de sus preguntas. Con
tacto, preguntó el príncipe por la patria de los extranjeros y por
los propósitos de su visita. Pizarra hizo atentamente una descrip
ción de la grandeza de su país y del prestigio de su monarca, el
soberano más poderoso de todo el mundo. Concluyó como pudo:
explicando los verdaderos fundamentos de la religión cristiana,
por cuya propagación él había emprendido aquel viaje. Dijo que
apreciaría mucho poder presentar sus respetos al soberano del
país, lo cual haría en la primera oportunidad que se le ofreciese.
Orejón escuchaba atentamente. Mucho debió de sorprenderle y
superar a su imaginación. Sólo la idea de otro mundo, además;
del suyo entre bosques, montañas y costas marítimas, hacía rayar
la fuerza imaginativa de su pueblo con lo mítico. No se cansaba de
ver y de escuchar, y permaneció desde la mañana hasta entrada'
la tarde en el velero.
Los anfitriones lo agasajaron con una comida, exquisita dentro
78
cid marco que permitían las circunstancias. £1 peruano la aceptó
con satisfacción: elogió la comida y ponderó el vino, que consi
deró mejor que la chicha de su tierra.
«Dádivas quebrantan peñas», dice un proverbio castellano, del
cual Pizarra se acordó al final de aquella visita, por lo que, a in
vitación de Orejón, destinó a Alonso de Molina para que lo acom
pañase a la ciudad, y llevase unos cerdos, unas gallinas y un gallo
como presente a la población. Y el príncipe lo obsequió con un
collar de perlas y, lo más valioso, con un hacha. A Molina le
acompañó un negro que llevaba el gallo.
Más de media ciudad esperaba en la playa al pequeño grupo.
No fue sorprendente que se quedase pasmada ante la visión
de los dos extranjeros: uno blanco y barbudo, el otro negro como
si lo hubiesen pintado, lo cual se creyó no podía ser de otra ma
nera. Unos tumbesinos cogieron al sonriente negro, lo metieron en
el agua y se pusieron a lavarlo; pero resultó que ni el agua ni el
negro cambiaron de color. Otros se agolparon en derredor de
Molina, y le pasaron los dedos por su espesa barba para cercio
rarse de si era verdadera. Uno le subió cuidadosamente una man
ga para ver si la piel de debajo de su vestido era también blanca.
Mientras, el negro le hizo cosquillas al gallo, y la intranquilizada
ave soltó un acalorado «quiquiriquí» entre los curiosos, que retro
cedieron movidos por el susto y la curiosidad a un tiempo, y pre
guntaron qué había dicho. En particular, las mujeres se acerca
ron con desenvoltura al barbudo y le dieron a entender que, si se
quedaba, podría encontrar allí la joven más bella de todas las
mujeres.
Molina, no sólo era condescendiente con todos, como le había
recomendado su capitán, sino que le gustó aquella acogida. Ante
el curaca de la ciudad, hizo entrega del regalo. Luego, lo acompa
ñaron para que viese Tumbes. ¡Qué emoción después de tres años
de selva y parajes tropicales! La población era amable y estaba
regida con policía; las casas estaban ordenadas; el palacio del
curaca estaba ricamente adornado con tapices, alfombras, alfare
ría artística y adornos de metales preciosos. Las paredes del templo
del Sol aparecían cubiertas de discos de oro. En los aposentos de
las mamaconas, las mujeres le mostraron su habilidad artística.
Muchos de aquellos objetos nada tenían que envidiar a los
presentados en la feria de Medina del Campo, en España. Subió
la escalera de piedra de la pucara y se convenció rápidamente
de que aquel baluarte no era fácil de tomar como lo eran las em
palizadas defensivas de los indios. Desde la plataforma contem
pló el paisaje donde se extendían campos y vergeles por entre
acequias, igual que en la huerta de Ubeda, su tierra natal.
Molina se fijó en los guerreros de la fortaleza: iban bastante
bien vestidos, así como armados de escudo, clava, espada de ma-
79
dcra de palma, guaraca y almete, por todo lo cual su informe a
Pizarra sería tan maravillado como digno de reflexión.
Mas Pizarra no tomó en serio el informe de Molina, porque
éste era andaluz y, como tal, le gustaba exagerar las cosas. Entre
los «trece de la fama», se encontraba un hombre notable, el cre
tense de Candía, a quien Pizarra consideraba por su sobriedad en
el hablar, y a quien envió para que comprobase lo relatado por
Molina.
El larguirucho cretense era un hombre valiente y discreto. Al
día siguiente desembarcaba en la playa. Con su brillante arma
dura parecía el dios de la guerra. Llevaba su poderoso arcabuz,
cuidadosamente cargado, al hombro. Más tarde, se nos presenta
rá como artillero. Su alta figura, balanceante andar, y el brillo de
sus armas y armadura, les hace pensar a los tumbesinos si esta
rán ante unos mortales o ante los Hijos del Sol.
Un murmullo, mezcla de temor y de emoción, rodea al creten
se. Algunos tripulantes de las balsas ya conocen el arcabuz. Los
intérpretes que acompañan a Pedro de Candía le dicen a éste que
la gente quiere ver el «relámpago».
El cretense, que no ha esperado otra cosa, se quita el arma del
hombro y la apunta a una tabla que no está lejos del lugar. Trans
curre una sofocante y temerosa espera. Aprieta el gatillo y sale,
cual una serpiente de fuego, un fogonazo por la boca del arca
buz, produciéndose un estruendo sobre la temblorosa gente que
lo contempla y haciéndose astillas la tabla de madera.
La impresión es muy fuerte: unos se caen desmayados; otros
gritan despavoridos, y la mayoría no osa moverse del sitio.
De boca en boca corre la medrosa palabra: «¡Viracocha! ¡Vira
cocha!»
Con respetuosa discreción, acompañan al cretense, con su in
accesible y sublime actitud afectada, a la residencia del curaca,
que le enseña todo cuanto merece ser visto.
AI despedirse, el curaca obsequia a su visitante con una pare
ja de «carneros del país», como los españoles llamaban a la para
ellos extraña llama. Pizarra se llevará estos singulares animales
como muestra de la veracidad de su informe cuando emprenda
el viaje para presentarse ante el emperador.
Pedro de Candía puede confirmar y ampliar la descripción dada
por su camarada Molina.
Para Pizarra se convierten en palpable actualidad los sueños
y las fatigas de unas decenas de años. Tal vez en este momento
le embargue un sentimiento de lástima para aquellos hombres
que, en la isla del Gallo, desistieron de la empresa cuando ésta
iba en cierto modo a ser coronada.
Ante el reducido contingente de soldados no cabe pensar más
que en realizar una exploración. Pizarra advierte a su gente que
80
*c limite a adquirir provisiones y a tocar el oro y la plata con la
vista.
El severo destino había tomado otro rumbo. Aquella misma
noche, la expedición cenó asado de llama, además de los frutos
del país, y bebió la chicha peruana. Cenaron como no habían ce
nado desde hacía mucho tiempo.
Invitados de la soberana
81
jillo (la entonces ciudad acabada de fundar) contemplaban estas
ruinas no podían saber quién las había fundado, se reunieron
unos cuantos y empezaron a realizar excavaciones, para dicha
suya. Encontraron bajo tierra un aposento y se tropezaron con
un tesoro, que seguramente no era el más importante. Después de
apartar la quinta parte para el rey, les quedaron todavía ciento
sesenta mil pesos oro (cerca de ochocientos kilogramos). Pero no
sé qué sucedió con este oro, pues desapareció como el hum o...»1
Cerca de los 10° de latitud sur, envió Pizarra a tierra un ma
rinero llamado Bocanegra. Transcurrido cierto tiempo, apareció
en lugar del marinero un indio, que informó que Bocanegra ha
bía decidido permanecer allí hasta que regresase la expedición,
dado lo mucho que le había gustado el ambiente. Juan de la
Torre, que había salido en busca del desertor y no había podido
disuadirlo de su intento, explicó cómo lo habían llevado en una
silla de manos hacia el interior, donde se había encontrado con
ricas tierras cruzadas por importantes acequias; por dondequie
ra había visto rebaños de llamas en medio de extensos campos.
Esto sucedió cerca de Santa. Nunca más se supo de Bocanegra*.
Mientras, tocaba a su fin la prórroga dada por el gobernador.
Por su parte, los soldados y marineros apremiaban para regre
sar, y Francisco Pizarra no creía poder ver más de lo que ya había
visto.
Así, le dio orden a Ruiz de que pusiese proa rumbo al norte.
De regreso, no encontraron a Molina en el lugar que lo habían
dejado. Según informes de los indios, tenían que buscarlo más
al norte. Así sucedió. Emocionado, Molina les habló de sus aven
turas a sus camaradas, y de cómo había sido invitado por una
soberana llamada Capullana.
En el referido lugar, más tarde llamado Santa Cruz, la nave
fue esperada por unas balsas de Capullana, entre las cuales una
llevaba exquisitos presentes y una invitación de la soberana. No
era posible desestimar aquel rasgo. Pizarra presentó sus excusas,
y, en su puesto, envió a cuatro oficiales, quienes fueron recibidos
solemnemente y agasajados con montones de regalos. Pera Ca
pullana no se conformó con no conocer personalmente al caudillo
extranjero; por lo tanto, no se pudo evitar ofrecerle una invita
ción a bordo de la nave, que aceptó sin vacilar.
Pizarra la recibió con ponderada cortesía; sin embargo, Capu
llana quería que fuese su huésped. Tras aquel prolongado viaje,
él necesitaba un descanso en tierra, y, después del valor que ha
bía demostrado la mujer al visitarlo a bordo, no podía negarse12
82
a la invitación de ella. Ante aquel ataque, tuvo que capitular y
decir que se complacería en visitarla al día siguiente.
Al amanecer, los españoles se encontraron con que su nave
estaba rodeada de numerosas balsas; en una de ellas habían lle
gado doce orejones, quienes subieron a bordo y comunicaron que
te quedaban allí en calidad de rehenes para la seguridad de los
extranjeros; por más que Pizarra protestase, se quedaron en la em
barcación atendiendo lo dispuesto por su soberana. Las demás
balsas llevaron a los españoles a tierra.
Se habían puesto de fiesta, en particular Pedro Alcón, que ya
había estado de visita el día anterior en la residencia de la sobe
rana; vestía medias y calzas negras, jubón de terciopelo, sombre
ra con una cinta dorada y una medalla, y ceñía a un costado la
espada y al otro un puñal. Sus camaradas se mofaban de él dicien
do que iba vestido como un oficial italiano en lugar de ir cual
un guerrero de la selva.
En la playa fueron recibidos por la soberana y su séquito con
ramas verdes y mazorcas en la mano, en señal de paz y de amis
tad.
Bajo un amplio follaje, había dispuesto un gran festín con toda
la riqueza de aquella tierra: pescado, carne, fruta, bebidas elabo
radas con frutos del campo y de los vegetales. Pizarra ocupó el
puesto de honor al lado de Capullana, quien, para distinguir más
a su visitante, le sirvió los platos y le iba poniendo la comida en
la boca.
Tras la comida, empezaron el canto y el baile. Primero, baila
ron los indios con sus mujeres; luego, los españoles no vacila
ron en mostrar su arte en este terreno, y lo hicieron cautiva
dos por el encanto y la belleza de las bailarinas, cuanto más
que habían carecido de la compañía del sexo débil durante mucho
tiempo.
En medio de aquella magnificencia, Pizarra se acordó de que
no había salido del Trujillo extremeño para divertirse en aquellas
lejanas costas, donde diez años más tarde fundaría el Trujillo
peruano. Su misión era extender el imperio de Dios y del rey de
Castilla.
Con grave solemnidad, se incorporó y, aunque no era elocuen
te, intentó poner de manifiesto lo que creía conveniente decir.
Primero, expresó a través de sus lenguas su agradecimiento por
la amistad y honor acogedores que se les había dispensado. Este
agradecimiento sólo podía expresarlo hablándoles de los evange
lios que hablaban de un Dios que había hecho el mundo, y que
guiaban y redimían a los hombres. Dijo también que él no tenía
la suficiente habilidad para explicarles dichos evangelios; por lo
que, en su viaje de vuelta, vendría con hombres capaces para
tal cometido. Con igual solemnidad, les habló de su majestad el
83
rey Carlos I de Castilla1, cuya soberanía debían reconocer. Para
hacerlo debían coger la enseña, que él tenía en la mano y les
ofrecía, y alzarla...
Como para cualquier otro europeo, era difícil para los españo
les imaginarse que sus razonamientos no fuesen comprendidos igual
mente en todas partes. Aún no se habían tendido los puentes
espirituales en el Nuevo Mundo descubierto por ellos. Existía un
solo Dios, un solo mundo, una sola humanidad, por lo tanto
tenía que existir un solo imperio. Así lo decían los antiguos libros,
según ¿1, Pizarra, sabía.
Por consiguiente, era lógico que los oyentes no comprendiesen
lo que les transmitían los intérpretes. Pero su cortesía no les
permitía recusar las palabras al parecer importantes del extran
jero, pues lo dicho por él tal vez fuese una singular representación
de baile y de canto en sus países. Tras el ejemplo de Capullana*,
los circunstantes cogieron la enseña de Castilla, que Pizarra ha
bía llevado intencionadamente, y la alzaron tres veces consecuti
vas. Ninguno pensaba que con ello se comprometía; sólo presen
tían que en el mundo podía existir otro soberano más poderoso que
el inca Capac, de Cuzco.
La despedida transcurrió con la misma ceremonia que el reci
bimiento. Se despidieron con muchos regalos y feliz amistad.
Al arribar a la embarcación, zozobró la balsa, y por poco se
ahogan todos.
El viaje de regreso tuvo el agradable carácter de una amistad
'eneral por parte de los habitantes de la ribera. Más al norte, se
Íes acercó una balsa, cuya tripulación les hizo señas. Cuando la
nave se hubo acostado a dicha embarcación, los indios les entre
garon un cántaro de plata y una espada, que los españoles ha
bían perdido al dar un bandazo una balsa en su viaje al sur. Un
pescador había recogido y guardado los dos objetos para entre
gárselos cuando pasasen por allí de vuelta.
En Tumbes, pidió Alonso de Molina permiso para quedarse en
Perú, y esperarlos allí hasta el otro viaje.
1. Cirios V era para loa españoles solamente Carlos I, etcétera; pero no emperador,
circunstancia muy significativa. Sobre ello, Herrera escribe y lo precisa: «Es de notar
que, al Invencible don Carlos, aunque sea emperador de los romanos, debemos llamarlo
rey, mas no emperador, pues los castellanos en sus descubrimientos le servían sdlo como
a su rey de Castilla y de León, porque no reconocían otra corona mis elevada que ésta...»
Décadas, V, IV, 10.
2. Sobre Capullana o Capillana, leemos en Lizirraga: «A unas leguas hacia el interior
del país... llegamos al caudaloso rio Motape; la población situada allí llevaba el mismo
nombre. Desde muy antiguo, el dominio de aquellas regiones era ejercido por mujeres, a
quienes loa nuestros llamaban capullanas... Dichas capullanss eran reinas, y contraían
matrimonio tantas veces como querían. Cuando estaban cansadas de su cónyuge, buscaban
otro. El día en que se celebraba la boda, el nuevo elegido estaba sentado al lado de la
reina, y la fiesta duraba hasta que los circunstantes estaban totalmente embriagados.
También tenia que participar el excónyuge; pero debía permanecer sentado en un rincón
y llorar su desdicha, sin que nadie le diese una gota de agua para apagar su sed. El nuevo
esposo era objeto de todas las atenciones, y se reta de la desdicha de aquel a quien habla
sustituido».
84
A Pizarra le pareció oportuno dejar eri aquel lugar un colabo
rador familiarizado con d país y sus habitantes, por lo cual ac
cedió a la petición. Le recomendó a Molina, a quien le dejó un
marinero, llamado Ginés, para que lo acompañase, que se com-
|tortase afablemente con los nativos y no perdiese de vista d ob-
|clivo prindpal de su estancia. Nunca más se supo de aquellos
dos hombres. Luego, se dijo que los dos habían sido muertos por
escándalos sucedidos con mujeres; asimismo se dijo que habían
«ido sacrificados, y también que habían caído en una expedidón
militar contra la isla de Puná.
Pizarra le pidió al curaca de Tumbes que le cediese un par de
indios, jóvenes y aplicados, para enseñarles el castellano. En Pa
namá fueran bautizados y se les impusieron los nombres de Mar-
tinillo y Fdipillo respectivamente. Con sorprendente rapidez apren
dieron dicha lengua. A uno de ellos, Felipillo, se le imputará más
tarde un siniestro papel en el procedimiento judicial contra Ata-
hualpa.
Después de ser abastecida copiosamente, la nave se hizo a la
mar rumbo al norte. La prórroga dada por el gobernador había
«ido infringida considerablemente; pero el cargamento de nove
dades que llevaba era más que suficiente para disculpar aquella
infracción.
No sólo iban importantes noticias hacia Panamá; también de
Tumbes se enviaron exactos informes al palacio del inca Huayna
Capac, que en aquella ocasión se encontraba gravemente enfer
mo en Quito, y recibió con profunda emoción las noticias que se
le enviaban desde la costa. También el inca y su consejero se pre
guntaban. ¿Serían aquellos hombres blancos y barbudos, con des
lumbrantes vestiduras, enviados de Viracocha?
Huayna Capac falleció en aquel mismo año.
La expedición, cuya responsabilidad y éxito compartían Piza
rra y Bartolomé Ruiz, había alcanzado con un mínimo de pérdi
das el punto en que la empresa podía darse por realizada.
Con viento favorable, navegaban hacia la residencia. Hicieron
escala en la isla Gorgona, para recoger a los dos camaradas que
lutbían dejado enfermos. Solamente encontraron vivo a uno, junto
con unos indios de confianza; el otro resposaba en aquella inhospi
talaria tierra. Una víctima más.
El año 1527 tocaba a su fin cuando Bartolomé Ruiz maniobra
ba su pequeña embarcación con el gran mensaje en el golfo de
Panamá. Al igual que Cristóbal Colón, regresaba Pizarra como un
descubridor. Como aquél, abandonado y expuesto en los peñascos
ile Gorgona, renunció enconadamente a todo menos a su objetivo.
Se había buscado descubrir, conquistar, poblar. Lo primera ya
se había conseguido.
5
SALIDA HACIA LA CONQUISTA
hombres,
ya curtios por el frío del invierno,
y tostaos por el sol de meyodia,
y bañaos por las aguas de febrero,
y besaos por la luna cuando duermen
en las eras, junto al trillo, cara al cielo;
que estos hombres son los machos de una raza
de castúos labradores extremeños...
Conversaciones en Panamá
ZÁRATE
87
salieron con ellos? ¿Cuántos? ¡Tantos como tumbas han quedado
en la selva, en los pantanos y en el mar! Pero en ninguna parte
queda indicio alguno de sus sufrimientos y de su muerte. ¡Sólo
un momento! Luego, se ven transportados a la hora actual; reco
nocen caras amigas. Alzan las manos, y gritan; no son palabras
lo que pronuncian, sino voces, voces de alegría y de victoria. De
sembarcan, y no pueden librarse de los abrazos de quienes ven en
ellos héroes legendarios.
Francisco Pizarra y Bartolomé Ruiz abrazan a sus amigos Al
magro y Hernando de Luque. Con su esfuerzo común, han logrado
esta obra asimismo común. ¡Cuánto esfuerzo media entre la sali
da y el regreso!
«Pizarra y Ruiz estuvieron siete días sin abandonar la casa de
sus amigos», escribe el cronista.
Hablan de lo pasado y de lo por venir.
Las mercancías que han llevado consigo serán expuestas en
una gran sala. En realidad no es mucho ni de gran valor, pues
esta vez falta el oro; pero su calidad es convincente. Unos objetos
valiosos de la isla del Muerto, y de la de Dios, son dignos de ver.
Las tejedoras contemplan maravilladas la valiosa colección de
prendas textiles, la calidad del algodón y de la lana, cardada con
una finura desconocida hasta entonces; se enteran de que pro
cede de un ganado lanar llamado vicuña, originario de las altas
cordilleras. Se quedan suspensas ante la variedad de la trama, y
ante los dibujos de animales, aves, plantas y hombres en estos
singulares vestidos de vivo colorido. Se prueban un poncho o una
túnica blanca y guarnecida. Y afuera, en el patio, no hay quien
deje de contemplar los singulares animales que, con sus largos
cuellos, miran por encima de los curiosos como si ignorasen su
presencia; un amable indio que está al cuidado de dios les ad
vierte diciéndoles que, si estas llamas se enfadan, escupen cuanto
tienen en sus largos cuellos sin errar la puntería.
Todo ello no es más que una exposición.
Pizarra informa a sus amigos, y lo hace sobriamente, tanto
en lo malo como en lo bueno. Al (Úa siguiente, d canónigo oficia
una función de gracias en la catedral, a la que acude todo Pana
má con su gobernador a la cabeza, así como muchos de los que
perdieron la confianza en la isla del Gallo.
El entusiasmo general no es compartido por el gobernador, pues
no quiere consumir las pocas fuerzas de que dispone, por lo i
que, cuando los tres, con el canónigo al frente, le presentan los
planes para una inmed. -ta gran empresa «Perú», les dice:
—No cedo una colonia para fundar otra.
Por otro lado, tampoco está convencido de la importancia de
la expedición realizada. Pues las pérdidas en hombres han sido
demasiado elevadas, respecto a las reservas. Ante todo es Pedro.
88
tic los Ríos un alto funcionario del rey, cuyo cargo asume mucha
responsabilidad.
El apuro de los tres era muy grande; habían consumido todo
su capital, y tenían cerrados todos los caminos. Los agobiaban
lus deudas, y buscaron desesperadamente una salida. En Nicara
gua, Pedrarias disponía de hombres y dinero; pero conocían bien
ni viejo a quien la muerte parecía haber echado en olvido. Sin
embargo, enviaron a Nicolás de Rivera, porque Pedrarias estaba
rodeado de conocidos conquistadores como De Soto, Hernán Pon-
ce, Benalcázar, además de oficiales y gente adinerada. Pero no se
|K>día esperar. El tiempo apremiaba; también apremiaba la edad
de Pizarra y de Almagro que ya habían rebasado el quincuagésimo
año de su vida. Mas todas las posibilidades discutidas durante ho
ras enteras se estrellaban contra la roqueña negativa de Pedro de
los Ríos.
Pero Almagro le dio un nuevo giro al asunto en aquellas con
versaciones. Dijo:
—Esta negativa es una suerte. Pues nuestra empresa es de
masiado grande para ser sometida a un gobernador y, con ello,
puesta en manos ajenas. Tenemos que dirigirnos al rey. Ningún
gobernador puede escatimarle al soberano una provincia; por lo
Unto, no puede prohibirnos que enviemos una embajada a la
(lorie.
Aquella proposición resultaba atrevida para los tres insignifi
cantes hombres, ninguno de los cuales era hidalgo. Aunque, en
aquella ocasión, a los regentes les interesaba más la valía y capa
cidad del hombre que su condición nobiliaria. La proposición he
cha por Almagra no era estéril. Pero, ¿quién costearía el viaje a
Sevilla y, luego a Toledo, donde en aquel tiempo residía la Corte?
Hernando de Luque intentó una vez más hacer el papel de
banquero y, sacó mil quinientos pesos oro, lo cual representaba
una considerable suma para aquella sociedad en quiebra.
¿Quién iría de tercer agente a visitar al rey? Luque pensó en
el licenciado Corral, que emprendía el viaje para España. Pero
Almagro intervino:
— ¡Nada de extraños! El mejor embajador es el hombre que ha
realizado desde el principio al fin toda la aventura con sus vici
situdes, y que puede hablar por propia experiencia: Francisco
Pizarra.
El trujillano se espeluznó; lo embargó un estado de inquietud
al acordarse de su patria después de veinticinco años de perma
nencia en América, y aún más tener que presentarse ante el so
liera no y hablarle de lo que habían hecho, de lo que quedaba por
hacer, y de lo que necesitaban. Necesitaban mucho, pues aquellos
Itombres no eran modestos en el pedir cuando se trataba de gran
des y prometedoras empresas. El zagal de La Zarza no tenia en
89
poco estar al frente de una capitanía general. £1 expósito de Al
magro no consideraba mucho pedir el empleo de adelantado.
Durante sus cavilantes coloquios, los tres habían pensado en
dichos cargos para sí. Bartolomé Ruiz debía alcanzar el puesto de
alcalde mayor; al canónigo le correspondía la mitra del nuevo;
obispado que iba a ser fundado; los supervivientes de «los trece
de la fama» de la isla del Gallo debían ser elevados a la condi
ción de hidalgos, y los que perteneciesen a la nobleza ascenderlo»)
en su rango nobiliario.
Pizarra prometió cumplir fielmente aquella misión, luego de
haber accedido a hacerse cargo de ella, tras la insistencia de Al
magro.
Los cronistas ya hablan suscitado la cuestión de si Pizarra no
se habría visto forzado a una demanda, la cual se había reserva->
do desde el principio. Era una costumbre suya, que luego se
repitió en las soluciones críticas. Parecía más bien que a Pizarra,
en los momentos difíciles, le costaba tomar una decisión; peto
cuando la había tomado, la llevaba hasta el final.
El canónigo, que conocía bien a sus dos amigos, quería que
éstos fuesen juntos. Mas Almagro no aceptó. Ello suponía una mag
nífico gesto de confianza respecto a su amigo, el cual le aseguraba'
la simpatía de éste. Por lo tanto, el canónigo les advirtió: i
— ¡Dios nos quiera, hijos míos, que ninguno de vosotros venda
los derechos de primogenitura al otro por un plato de lentejas,
çomo hizo Esaú a Jacob!
H errera
90
puerto del Atlántico y punto de donde parte el camino a través
del istmo hacia Panamá.
Aquí, embarca Pizarro junto con su reducido acompañamiento:
Pedro de Candía, héroe de Tumbes; unos indios peruanos, entre
ellos Martinillo y Felipillo como pajes, y su pequeña colección de
llamas.
La carabela navega meciéndose por el Caribe; mientras, va de
sapareciendo en la blanquecina y húmeda calina la tierra, ía tierra
que considera suya; que lo ha hecho suyo.
¿Qué le espera en Sevilla? Sevilla, la gran ciudad. Extremadu
ra. La Zarza y Trujillo, que se elevan en una rocosa corcova. Vi
sitará Trujillo. ¡Trujillo! Los muros del castillo, y la fuente en
la plaza ante la iglesia, son imágenes que se le ofrecen confusas,
al tiempo que su espíritu vaga entre lo pasado y lo por venir,
entre las inquietas formas de lo que fue y de lo que ha de ser
Francisco de La Zarza.
Ahora, podrá ver la tierra que lo viera nacer; pero lo hará
después de haberse presentado al rey Carlos.
Él tórrido sol de Andalucía se deja sentir cuando su barco
arriba a Sevilla. Confiado en sí mismo, sin que nadie advierta,
eche de menos o llame a su alta figura, pisa la tierra patria des
pués de veinticinco años de haberla abandonado. Quiere trasla
darse inmediatamente a la corte de Toledo. Sus medios son esca
sos, y su tiempo no espera. Sí; teme perder su tiempo, porque,
poco antes de su salida, Almagro le había enterado de los planes
de Pedrarias respecto a una expedición al Perú.
Pero el regreso le depara una terrible sorpresa: Fernández de
Enciso había logrado contra él una orden de prisión por deudas
contraídas de cuando se fundó Santa María en el golfo de Ura-
bá. El descubridor del Perú es encarcelado a su regreso a la pa
tria. ¿Debe malograrse el destino de todo por semejante tonte
ría?
El Consejo de Indias viene en conocimiento de ello, comprue
ba la importancia de la misión de Pizarro, y transmite los asun.
tos al rey, que, no queriendo dificultar a la justicia ejecutora de
la ley, ordena cargar dichas deudas a la Corona y pone a disposición
de Pizarro los medios necesarios para que llegue lo antes posible
a palacio.
En aquel año, Carlos I se encontraba en el apogeo de sus
éxitos. Después de la batalla de Pavía, hizo llevar prisionero a su
principal enemigo Francisco I, a Madrid, y contrajo esponsales
con su enviudada hermana Leonor de Portugal. El papa Clemen
te V II tuvo que amoldarse a la paz del poderoso emperador y
prometer la coronación. Al mismo tiempo, vio Carlos I la inva
sión de Hungría por los ejércitos de Solimán II, y la amenaza
del Mediterráneo por los barcos piratas del emir de Africa. Por
91
lo cual, le esperaban decisiones de suma responsabilidad que exi
gían la atención y el empleo de todas las fuerzas.
Fue entonces cuando llegaron de las tierras del Nuevo Mundo
dos hombres que encarnaban la eficiencia y el ímpetu de la nación
española: uno puso a los pies del emperador la diadema de un
imperio conquistado, mientras el otro le ofrecía la conquista de un
imperio tal vez más grande que el conquistado.
Casi a un tiempo que Pizarra, desembarcaba en Palos su pri
mo Hernán Cortés. El conquistador de Méjico apareció cual un
príncipe oriental con su séquito de insignes personajes: la noble
za tlaxcalteca, al frente de la cual iba el hijo del último soberano
con el altisonante nombre castellano de don Luis de Vargas; y
aristócratas aztecas, entre quienes figuraba un hijo de Moctezu
ma. Con sus criados, juglares, bailarines, mestizos y una peque
ña colección de exóticos animales mejicanos, dejó asombrados a
sus compatriotas. Una caravana de mulos cargó con cajas que
contenían mil quinientas libras de plata, doscientos mil pesos oro
(Pizarra había podido reunir solamente mil quinientos), oro sin
acuñar, vajilla y adornos de oro, piezas del antiguo arte mejica
no. Cortés se instaló en el único edificio capaz de poder alojar
a su séquito: el convento franciscano de La Rábida, donde Cris
tóbal Colón encontrara acogimiento y consuelo en sus horas de
extremado desaliento.
Cortés anticipó a su visita al emperador unas cartas y unos infor
mes relativos a sus hazañas y una culebrina, con una aleación de
dos tercios de plata, en la que se leían los siguientes versos de
dicados al emperador:
92
convenientes para presentarse en palacio, se procuró acémilas y
cabalgaduras y se puso en camino hacia Toledo.
De haberlo hecho por el de Zafra, Mérida y Guadalupe, hubie
se recorrido el mismo que en su juventud recorrió para ir de Ex
tremadura a Sevilla, y hubiese pasado cerca de Trujillo; pero ha
bla decidido tener primero la audiencia con el rey y visitar luego
su tierra.
Y, así, la pequeña caravana con los indios y las nunca vistas
llamas, que tanta sensación hablan causado en Sevilla, emprendió
los quinientos kilómetros por la ribera del Guadalquivir, a través
«le los extensos campos y olivares andaluces, de la Sierra Morena
y del páramo de Castilla la Nueva, hasta ver el pujante alcázar de
ín capital del Tajo. El tórrido sol de Toledo no era desconocido
para los indios y las llamas. Los tumbesinos se admiraron de las
aceñas en la ribera del Tajo, del enorme puente de San Martín,
y de la iglesia de San Juan de los Reyes. En lo alto de la ciudad,
pudo detenerse Pizarra y dirigir la vista por encima de la verdosa
vega de poniente hacia la árida Extremadura, donde, bajo la nitidez
atmosférica, estaba su terruño.
Toledo, ciudad de montaña y de campo, es la capital histórica
«le España; la ciudad de donde saliera el Cid Campeador, prototipo
«le los españoles, y en donde fuera ensalzado. Aquí, puso a los
pies de su rey Alfonso V I la conquista de Valencia, y el rey honró
a su vasallo con las siguientes palabras:
93
que está seguro de sí mismo, y el rey, aunque joven, sabe apreciar
las cualidades de un hombre. Pizarra expone ante su monarca
su pequeño muestrario peruano, en el que se puede conocer la
importancia económica de aquel país. Hasta aquí, el descubrí*
miento de las Indias Occidentales sólo ha ocasionado gastos a la
Corona. A ese fin, informa él; relata la expedición de 1524; la lu
cha contra los elementos de la naturaleza, las epidemias, el sal
vajismo y el hambre; la desesperada temeridad de los trece en la
isla del Gallo.
—Hay que ser castellano para poder soportarlo sin desespe
rarse —dice él, en tono grave. Luego, agrega— : A tales peligros
y privaciones hemos estado expuestos tres años, con el fin de di
fundir la fe cristiana para grandeza de vuestra Corona y para hon
ra de nuestra nación.
Pizarra expone cuanto ha visto y sufrido; su discurso es pausado
y tiene contenido.
£1 rey censura la oposición del gobernador Pedro de los Ríos,
sobre quien ya se llevan recibidas algunas quejas. Carlos I reco
mienda y transmite los memoriales al Consejo de Indias. A él
le apremia el tiempo: le esperan las Cortes en Monzón, y está
anclada la flota de Andrea Doria en el puerto de Barcelona, la cual
ha de llevarlo a Génova, para la coronación en San Petronio, en
Bolonia.
Inscripción en el escudo
de armas de Pizarro.
94
viará el dolor!» «No gritaré, aunque me muera...», respondió la
joven emperatriz.
En el curso de los trece años de feliz matrimonio con don
Carlos, gobernó con acierto y prudencia durante las seis largas
ausencias de su esposo.
Tras cuatro meses de negociaciones, fue redactada el acta. Este
tipo de documento merece ser esencialmente reproducido, dado el
modo con que el Consejo de Indias resolvía los asuntos, así como
por lo funestos que son algunos fragmentos del mismo en los ulte
riores acontecimientos:
95
nuestro padre espiritual don Hernando de Luque... Hasta que
le sea concedida la bula para dicho obispado, le nombraremos
protector de los indios de aquellas tierras, con un haber anual de
mil ducados.
Item: A l susodicho capitán Diego de Almagro le concedemos
la merced de nombrarlo intendente de la fortaleza de Tumbes,
con unos haberes anuales de cien m il maravedís... aunque per
manezca en Panamá o en cualquier otro lugar, y lo elevamos a la
condición de noble con todos los privilegios de que gozan los
hidalgos en tierras indias... (Su hijo bastardo será legitimado.)
Item: Según vuestra propuesta, elevamos a Bartolomé Ruiz
al cargo de almirante del mar del Sur..., y concedemos a su hijo
el título de notario de la ciudad de Tum bes...
Item: Por cuanto habéis recomendado vos a Su Majestad la
perseverancia de vuestros trece compañeros..., hacemos de vues
tro ruego nuestra voluntad, y concedemos la dignidad de bidal- {
gos a los que no lo sean, y la de caballeros de espuela dorada a ¡
Jos que lo sean...
Item: De nuestra remonta, os enviaremos a Jamaica veinticinco
yeguas y otros tantos caballos padres. (Ulteriormente, recibió dine
ro para adquirir piezas de artillería, y para fundar un hospital.)
Todo lo expuesto es válido a condición de que vos, capitán
Francisco Pizarro, salgáis de nuestro reino con el necesario sumi
nistro para doscientos cincuenta hombres... Después de vuestra
llegada a Panamá, continuaréis el reseñado descubrimiento duran
te seis meses... Deberéis llevaros con vos funcionarios de nuestra
administración, así como misioneros para enseñar la fe cristiana
a los nativos. Tendréis que procuraros dinero para los gastos de
viaje y alojamiento de los mismos..., según la jerarquía de cada
uno de ellos.
Por último: En la susodicha conquista, observaréis todas las
instrucciones que han sido dadas, respecto al trato a los nativos
y al respeto de sus bienes... Y si vos, capitán Francisco Pizarro,
cumplís todo lo fijado en esta acta..., os damos nuestra real pala
bra de que serán cumplidas todas las promesas que os han sido
hechas... A nte todo, os obligamos, capitán Francisco Pizarro, ante
notario público, a acatar y cumplir el contenido de esta acta, has
ta tanto os concierna lo expuesto en ella.
Expedido en Toledo el 26 de junio de 1529.
Yo, la Reina.'
Por orden de su Majestad: Juan Vázquez, notario.
96
los barcos, al plazo fijado, al trato con los nativos y al respeto de
sus bienes. Se verá obligado a llevarse misioneros para la ense
ñanza de la fe cristiana a los aborígenes.
Para esta difícil misión tendrá concentrada toda la fuerza en
sus manos: será gobernador, adelantado y alguacil mayor. (Como
apoyo financiero le será puesta a su disposición la isla de las Flo
res, en el golfo de las Perlas, junto con sus pobladores indios,
con la condición de no utilizarlos en trabajos de minería o en faenas
de la pesca de perlas.)
Esta distribución de empleos pesó desde un principio sobre
Pizarra, por la desconfianza de Almagro. Es indiscutible que Pi
zarra de ningún modo eclipsó los merecimientos de sus compañe
ros, aun cuando ellos, frente a sus obras y a su personalidad, pasa
sen a segundo término.
En vista de las sangrientas luchas por envidia habidas entre
los caudillos que habían conquistado a Méjico, querían tanto el
rey como el Consejo de Indias una homogénea dirección y un
mando único. Ulteriores acontecimientos afirmaron esta sabia de
cisión, la cual complacía sin duda a Pizarra, circunstancia que
casi no se le puede recriminar. Pues los acuerdos de Panamá ha
bían sido tomados personal y provisionalmente. Ahora, se trataba
de un eficaz plan de acción.
De hecho, Perú era un descubrimiento de Pizarra. Pues Alma
gro había cumplido las funciones de abastecedor y de enlace;
Luque había sido el oportuno diplomático y fmandador, y Ruiz, el
piloto de confianza. Sin ellos, no habría sido posible la hazaña de
Pizarra, aunque él la había realizado.
El motivo preponderante para Pizarra era el objeto en sí, para
el alcance del cual tuvo que soportar días infernales, y tenía ahora
los empleos que la Corona le había atribuido.
Mas para dichos empleos necesitaba conseguir la capa de caba
llero de la orden de Santiago.
En el archivo de Ordenes militares de la Biblioteca Nacional
de Madrid, hay un documento con la inscripdón: «Informadón
sobre la investidura de Francisco Pizarra con la orden de Santia
go». Este informe fue prescrito por el notario real Frandsco Gue
rrero, en la ciudad de Trujillo, y a él agradecemos, como ya he
mos aludido al principio, el conocimiento del origen de Pizarra.
Con ello no quedaban todavía satisfechas las pretensiones del
conquistador, relativas a su nombre. Podía llevar el blasón de su
estirpe; pero ello era poco. En su escudo de armas no debía figu
rar el pasado ni Asturias, sino el presente, y aún mejor el futuro
y el Perú. Por eso, solicitó al rey tener su propio escudo. También
este dato merece ser reproducido, aunque de forma extractada,
por su sustancial aserción:
97
Don Carlos emperador semper augustas por la gracia de Dios...
Doña Juana, su madre, y don Carlos, reyes de Castilla y de León...
por la gracia de D ios... Según vuestro informe, Francisco Pizarro,
gobernador, adelantado y capitán general de Tumbes, hijo del
capitán Gonzalo Pizarro, municipe de la ciudad de Trujillo, mani
festáis el deseo de servirnos, como sirvieran vuestros antepasados
a esta Corona, desde hace veinticinco años en que salisteis para la
isla la Española..., de allí, lo hicisteis con el gobernador Alonso
Ojeda para Tierra Firme, asimismo llamada Castilla de O ro... Asi
como participasteis en el descubrimiento del mar del Sur...; allí os
encontrasteis con tribus guerreras en impenetrables bosques y mon
tañas, donde los indios construyen sus chozas en los árboles...
...Después de haber prestado estos servicios, deseáis volver a
aquellas tierras, para llevar a cabo vuestra empresa. Con este fin,
os habéis dirigido a nosotros para que se os conceda un escudo
de armas, además del que habéis heredado de vuestros antepasados,
en el que estén repujadas o pintadas vuestras casas y haciendas...
Consideramos justo este ruego, pues aquellos que sirven fiel
mente a sus soberanos, serán elevados y honrados por éstos... Asi
deberéis... y llevar en vuestro blasón un águila negra, con una
corona ceñida en la cabeza, que abarque con sus alas aos columnas,
además de la ciudad de Tumbes, descubierta por vos, con sus muros
y torres, un león y un tigre, que guarden la entrada, unas em
barcaciones como las que se usan en aquella tierra, rebaños de
llamas y de otros animales, y la inscripción: Caroli Caesaris auspicio
et ingenio ac impensa ducis Pizarro inventa et pecata.
Expedido en Madrid el 13 de noviembre de 1529 después del
nacimiento de nuestro Redentor.
Yo, la Reina.
Trujillo
98
todo, encontrar en ellos hombres curtidos en la lucha y capaces
de soportar las calamidades, como él mismo.
El año toca a su fin. Entre la sierra de Gredos y Guadalupe
gravitan grises nubes, y el cierzo sopla frío por entre los oscuros
robledales y sobre los parduscos campos cuando Pizarra, con unos
amigos, cabalga de Toledo a Poniente por la orilla del Tajo;
esta vez, no pasa de largo por delante del santuario de Guada
lupe, que se encuentra a poco menos de una legua del margen del
camino.
Guadalupe supone una sosegada etapa en la larga andadura
de sus hazañas. No lejos de allí está La Zarza, a cuatro leguas de
Trujillo. Sobre rocas graníticas surge la ciudad, cuyos muros han
sido rozados por el viento y el tiempo. Sin embargo, cuarenta años
no han dejado huella alguna. Siguen todavía en pie los mismos
árboles de madera dura y las piedras que forman los edificios.
Sólo las flores de los tiestos de las ventanas han sido sustituidas
por otras, y las cigüeñas que anidan en las torres pertenecen a
otras generaciones. Las sombras en la gran plaza se suceden con
el mismo ritmo de otrora. Los hombres lo hacen con mayor ra
pidez que aquellas. Ya nadie queda de las personas que él cono
cía, o que tuviesen alguna significación para su vida.
Pero allá arriba, en la ciudad, le esperan tres hermanos, hijos
de Gonzalo, habidos con tres mujeres distintas.
Francisco entra en la casa paterna que no le había sido accesi
ble en su infancia. Ningún orgullo ni presuntuosidad amarga su en
trada. Francisco le está agradecido a su padre por haberle dado,
aunque sólo fuese, el nombre. Lo recibe Hernando, único hijo
legítimo, poseedor del mayorazgo, de treinta años de edad y de
complexión fuerte, apuesto e instruido. A su lado aparecen Juan,
de veinte años, y Gonzalo, tímido y sensible, que aparenta estar
en la edad de los dieciséis años.
Era la primera vez que los hermanos se veían; sin embargo,
se abrazaron cordialmente, y desde aquel momento reinó una fiel
unión entre ellos. Los tres distintos Pizarra eran a cual más altivo.
A ellos se había unido Francisco Martínez de Alcántara, hermano
de madre, que, aunque sencillo labrador, también estaba dispues
to a seguir a su célebre hermano hasta la muerte. Este herma
nazgo formaría el núcleo de los hombres de Francisco Pizarra.
Este encuentro significaba para Francisco un gran aconteci
miento. Indudablemente, es una gran cosa ser uno «hijo de sus
propios hechos». Pero, aun cuando ello satisfaga la serenidad de
un hombre, no puede satisfacerle al corazón. Pizarra nunca for
mará una familia. No obstante, ansia formarla. Es una dicha per
tenecer a una familia; ser miembro de una estirpe. No cabe duda
de que Francisco ha sentido esta satisfacción por primera vez en
mi vida. De ahora en adelante, no se separará de sus hermanos,
99
aunque éstos sean culpables de algo, y ellos se mantendrán unidos
a él.
Es posible que Hernando ya se hubiera encontrado cor ¿1 en
Toledo, hubiesen hablado de los preparativos para el nuevo via
je, y del reclutamiento de hombres extremeños de un temple que
no se fundiese en los eriales peruanos.
Aquí tenemos a Francisco, ufano ante sus hermanos, y es lógico
que sea así; pero su ufanía es comedida. ¡Gobernador! ¡Señor de
la isla de las Flores en el golfo de las Perlas! Ello es algo más de
lo que puede forjar la fantasía. Como quiera que sea, tiene que
realizar estos atributos, los cuales hacen valiosos a sus herma
nos; realización que será obra común de todos ellos. Su cutis
está fuertemente curtido por el mar y el calor ecuatorial; su es
tatura supera la de sus hermanos, por cierto bien desarrollada, y
su porte es el de un caballero que conoce su valía. Cubre el vesti
do, adquirido en Sevilla para presentarse a la Corte, con la capa
de caballero de Santiago.
No tardan en reunirse para tratar de la cuestión, y él les des
cribe el desconocido mundo que los espera. Y Hernando da cuen
ta de una serie de hombres que están dispuestos a seguirle, entre
los cuales más de uno dejará escrito su nombre en la historia de
América.
Poco a poco, van presentándose dichos nombres en casa de los
Pizarra; muchos son descendientes de su linaje, y otros amigos.
Los cronistas nos hablan de Juan Pizarra y Orellana, primo de
ellos, que con su primer botín regresará a la patria; de G ara-
manuel de Carvajal, futuro fundador de Arequipa, al pie del po
roso Mistí; de Ñuño de Chávez, que fundará Santa Cruz, en el
Alto Perú; de Francisco de Orellana, quien, junto con Gonzalo,
se dirigirá a Quito y, abriéndose paso por la selva, descubrirá el
Amazonas; de Pedro de Hinojosa, valeroso capitán bajo el corto
dominio de Gonzalo. Oro y gloria son los móviles que empu
jan a estos hombres. A ellos se unirán unos monjes misioneros, en
tre los cuales se encuentra fray Vicente de Valvetde, pariente le
jano de los Pizarra; su nombre adquirirá significación histórica
por su diálogo con Atahualpa, y será el primer obispo de Cuzco.
100
«ños atrás, Francisco anduviera con el zurrón colgado del hom
bro. Las embarcaciones los esperan en Sanlúcar; hacia ellas se
dirige este destacamento, inferior en número al que las capitula
ciones obligan a Pizarro. En la España de Carlos V era difícil re
clutar marineros y soldados, porque estaban ocupados en toda
Europa, o sea desde las costas de Africa hasta la llanura de Hun
gría.
Antes de finalizar el año, Pizarro había mandado una nave con
veinte hombres y seis dominicos hacia Occidente, pues alarman
tes noticias hacían temer la salida de una expedición del viejo
Pedradas hacia Perú, lo cual era necesario evitar.
Apremiaba el plazo fijado por el Consejo de Indias. La inspec
ción reaccionaba escrupulosamente ante cualquier negligencia. Por
incumplimiento de alguna de las cláusulas de las capitulaciones, se
desposeía de los plenos poderes concedidos. Pizarro sabía lo di
ficultoso que resultaba cumplir aquellas exigencias. Se carecía de
muchas cosas. Serían derogadas las capitulaciones, si se hacía una
circunstanciada revisión de su equipo.
Ante la situación, sólo la habilidad podía ayudar a salir del
iuso. El 19 de enero de 1530, dio Pizarro la orden de salida de
Ía nave capitana sin el permiso de las autoridades, pues había
llegado a sus oídos el rumor de que se iba a realizar una inspec
ción en su flotilla. A Hernando, que debía salir con la siguiente
embarcación, se le enconmendó advirtiese a las autoridades que lo
que faltaba en las dos naves iba en la capitana. La temida ins
pección se realizó el 27 de enero. (Todavía existen los comproban
tes.) Afortunadamente, se creyeron las explicaciones dadas por
Hernando, aunque no por eso varió la falta de hombres y de ma
teriales de que carecía aquella gran empresa. Los infantes sumaban
en total ciento venitidneo hombres.
Unos días después, zarpaban de Sanlúcar las dos naves, para
unirse a su evadido jefe de expedidón, que, preocupado, las estaba
esperando en la isla Gomera d d archipiélago canario.
101
querido dividir el mando; en vano se esfuerza en asegurar que ni
para él ni para sus hermanos habría pedido una merced sin antes
haber conseguido una capitanía general, equivalente a la suya y al
sur de ella, para su viejo compañero.
Se sabía que aquella tierra era más fructífera a medida que se
extendía hacia el sur. Mas Almagro, «que prefería un cargo hono*
rífico a los beneficios», se mostraba desairado. Nadie más que él
disponía de dinero y de crédito. La situación era crítica en aque
llos momentos, pues volvían a reinar la necesidad y el hambre.
Una parte de los soldados recién llegados no tardaría en sentir
aquella inesperada miseria. Almagro, conocido por su generosi
dad, invitó a Pizarra y a sus hermanos, a quienes consideró riva
les suyos, especialmente a Hernando, a una modesta comida. Des
de el primer momento, pareció que los hermanos de Pizarra ame
nazaban, cual una cuña, con henderse en la vieja camaradería de
los dos jefes y con hacerla astillas. Se habían hecho a la idea de
ver en Francisco un capitán general y un hombre competente, por
lo que consideraban a Almagro un intruso dentro de la esfera de
su cometido. Aquellos ufanos extremeños no se avenían a ser man
dados por otro que no fuese su hermano.
Los amigos, Hernando de Luque, Juan de Ribera y Gaspar de
Espinosa, se esforzaban por apaciguar los ánimos y por restable
cer la vieja camaradería y la fructuosa empresa que habían inicia
do. Mientras intentaban lograrlo, iba tupiéndose una trama de
agravios y conflictos amenazadores, que, cual una lenta llama, se
mantuvieron los siguientes años, hasta que fue llevándolos uno
tras otro a la ruina; el principal culpable fue Hernando.
Al final, los dos caudillos se dan un abrazo, y la expedición
puede continuar su empresa. Pizarra le cede a Almagro sus de
rechos a la isla de las Flores, que se convertirá en una capitanía
general para éste, y los beneficios serán repartidos proporcional
mente entre los tres socios.
Almagro parece bastante impresionado ante las perspectiva»'
de una nueva asociación entre Pizarra y los administradores nica
ragüenses.
Después de la muerte de Pedrarias en Nicaragua, tuvieron
Portee de León y Hernando de Soto libertad de acción; por encar
go de Pizarra llevaba Nicolás de Ribera negociaciones con aqué-
Uos, a los cuales Pizarra, presionado por las dificultades, ofreció
ventajosas condiciones si colaboraban con él; además, le prome
tió a Soto el puesto de subgpbernador. De este modo, los dos pro
metieron dotar dos embarcaciones. Como primera condición, Her
nando de Soto debía salir en el primer barco, y Ponce de León
cuidaría de la organización y saldría en el segundo. Nos encon
tramos con los dos en momentos decisivos en el Perú, de donde
luego saldrán convertidos en dos potentados.
102
A fines de 1530, quedó establecida la armonía entre los par
ticipantes, de modo que pudo ser renovado el pacto hecho en
1526. Los últimos preparativos se llevaban a cabo con actividad
y rapidez. Ya estaban dispuestos los soldados, el material bélico y
fas vituallas, y las mercancías para hacer intercambio con los nati
vos. El cronista P. Naharro, que ha examinado el registro de la
iglesia de la Merced, escribe que el día de San Juan Evangelis
ta se dirigió Pizarra en una solemne procesión a la iglesia para
que fuese bendecido su estandarte. Y, al día siguiente, fiesta de
los Santos Inocentes, volvieron el comandante y sus soldados para
confesar y tomar la comunión.
Ningún cronista nos dice la fecha de salida de la expedición.
Pero, dado el estado de cosas, cabe suponer que Pizarra no vaciló
en emprender la marcha después de las dos fechas indicadas. «En
los primeros días de enero las tres naves se hicieron a la vela — lee
mos en Zárate— , en las que embarcaron ciento ochenta hombres,
la mayoría de los cuales estaban acostumbrados a obedecer, a lu
char y a soportar penalidades. Además fueron embarcados treinta
y siete caballos.»1
«Su equipo — escribe luego un español— parecía más bien des
tinado a una empresa corsaria que a la conquista del estado más
grande y mejor organizado del Nuevo Mundo.» Los informes de
Pizarra al rey demuestran que sus «andes designios eran produc
to de la realidad, y que si los esfuerzos se encontraban con la
suerte se lograría el éxito.
Z árate, ii , i.
Tierra hostil
105
con tres o cuatro indios; estas viviendas estaban en lo alto de los
árboles, y parecían nidos de cigüeña; sus moradores soltaban bufi
dos como los gatos o los monos. Cogimos un indio; pero no pudi
mos entendernos con él. Al fin, con señas llegamos a comprenderi
que, a quince días de camino, había sitios poblados donde poder
encontrar comida; no buscábamos otra cosa que encontrar algo
de comer.»
Desvanecidas las esperanzas de hallar allí un paraje saludable,
levantaron el campamento y continuaron avanzando por la selva
y los pantanos. Cruzaron dos ríos que venían a tener un kilómetro
de ancho; construyeron unas balsas para los enfermos y los pertre
chos; los que no lo estaban, lo cruzaron a nado. Encontraron una
de las orillas cuajadas de cangrejos, con lo que pudieron saciar sus
estómagos; mas por poco se mueren, porque aquellos crustáceo»
se alimentaban de hierbas venenosas. (
En esto, tuvieron la dicha de encontrar uno de sus veleros; se
le pudo suministrar un cuarto de harina de maíz a cada soldado.
1. Los crooiitu recuerdan, además del toldado Trujillo. la poco honrosa conducta de
fray Reginaldo, quien, en tu ropa talar, se cosió cien esmeraldis, y en el barco del mercader
Gregorio regresó a Panamá, donde enfermó y murió. Al ser halladas dichas esmeraldas, el
juca ordenó que fuesen devueltas a los participantes de la expedición, quienes, a su vez,
las enviaron como presente al rey.
106
vida», escribe refiriéndose a esto el joven sobrino del gobernador,
Pedro Pizarra, cuya fidedigna voz oiremos con frecuencia.
Después de haber sobrellevado aquella calamitosa marcha, era
ile inapreciable valor aquel botin de quince mil pesos oro y qui
nientos mil marcos de plata. Puede que esto elevase el crédito de
la expedición, que ya no podía ser más bajo. Pizarra se apresuró
a poner en acción aquel metal precioso. Dos barcos llevaron la
carga a Panamá, de la cual un tercio fue llevado a Nicaragua,
para ser entregado a Ponce de León. «Desde aquí hasta Cajamar-
ra no llegamos a encontrar siquiera mil pesos oro», escribe Pedro
Pizarra.
De nuevo, habían quemado las naves en una de las regiones
más malas de la zona ecuatorial. Se vivía de esperanzas, de las
esperanzas puestas en Almagro y en Hernando de Soto. Pizarra
volvió a ponerse en marcha por aquel intransitable infierno de ve
getación, por el sombrío abismo del bosque tropical.
Permanecieron siete meses envueltos en aquella penuria.
Por aquel entonces, Pizarra promovió a uno de sus hombres a
oficial en virtud de sus poderes de gobernador. Pues hasta aquel
momento no había hecho uso de sus plenos poderes.
Poco después, arribaba de Panamá el barco del mercader Gre
gorio con un cargamento de vituallas y acompañado de un grupo
cíe funcionarios, que Pizarra, en su precipitada salida de Sevilla,
liubía dejado allí; entre ellos venía el tesorero Alonso Riquelme,
quien traía alentadoras promesas y buenos deseos de Almagro.
Animados por aquel pequeño refuerzo, emprendieron de nuevo
la marcha y cruzaron la línea ecuatorial por Pasao.
La entrada que habían hecho en Coaque menoscabó su repu
tación. «Como no había sucedido hasta aquella ocasión —escribe
llenera— , corría el rumor entre los nativos de que eran unos
Ilumbres crueles; que se dedicaban a saquear el país, montados
rn caballos que corrían como el viento y esgrimiendo afiladas es-
Inulas que cortaban cuanto encontraban a su paso. Unos lo creían
•le palabra; otros querían verlo con sus propios ojos. La noticia
llegó hasta el gobernador de los incas, y éste la transmitió a Cuz
co.» También el cacique de Pasao procuró ocultarse ante la pre
sencia de los extranjeros. Con mucho esfuerzo, consiguió Pizarra
apaciguarlo y ganar su ayuda para continuar la marcha. «Tras re
galarle una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma, los es-
Ilañóles salieron de Pasao, dejando un grato recuerdo a los nati
vos», escribe el mismo cronista.
Pizarra intentó recuperar el prestigio perdido. Y en Caraques
fueron recibidos amistosamente; pera por el miedo a sus armas,
pirque, si alguno se separaba del destacamento, era atacado y
muerto la mayoría de las veces.
Tras varios días de penosa marcha, el destacamento llegó al
107
limite norte de la conocida bahía de Tumbes. Pizarra lamentaba i
haber perdido tanto tiempo en aquella prolongada andadura. «Si
bien parece que la providencia lo quiso asi —escribe un cronis
ta— , pues si hubiera llegado antes, se hubiese encontrado en el
momento en que estaban enfrentados los ejércitos de Atahualpa
y de Huáscar, y puede que no hubiera habiJo salvación para él
con su pequeño destacamento.»
En aquellas circunstancias, no habia otra salida que quedarse
donde se encontraban. La tropa estaba agotada y decepcionada..
En lugar de encontrar montañas de oro, se veían acosados por
la selva. Estaban ya cansados. Querían quedarse allí por el mar
y las buenas condiciones que ofrecía el sitio. ¡Por fin, se queda
ron! Por el contrario, Pizarra pensaba en utilizar la isla de Puná
como base de sus ulteriores expediciones, por lo que ordenó em
barcar al capitán nicaragüense Benalcázar (que más tarde habría
de hacerse célebre) con treinta hombres y dirigirse a la isla. Los
planes de Pizarra encontraron acogida, y la gente aprobó unánime
mente aquella travesía.
En la isla de Puná
108
ron por la espalda la cabeza a dieciséis caciques de la isla de
Puná, se formó una revuelta general que acabó en una lucha de
guerrillas en la selva, en la que no podían participar los caballos.
La ludia en el bosque día tras otro destemplaba los nervios de los
españoles. ¡Selva, mosquitos, indios! Detrás de esta sucia cortina,
estaba d suelo del dorado país peruano, d cual parecía al alcance
de la mano.
«En efecto —nos cuenta Pedro Pizarra—, las peruanas lleva
ban en sus faldas un escrito que decía: Vosotros que venís a este
país, sabed que en él hay más oro y plata que hierro en Vizcaya».
El gobernador procuraba divulgar aquella historia; pero nadie
la creía. Los soldados .consideraban lo d d escrito como un truco
de su capitán para poder tenerlos sujetos. Había sido él, y no
Molina, como se decía, quien les había puesto aq u d escrito en las
faldas'.
En aqud sombrío estado de ánimo, un buen día aparecieron
flameantes las blancas velas de dos naves. Hernando de Soto había
llegado con soldados y caballos de Nicaragua.
«Lo cual alegró mucho al gobernador y a sus amigos, al tiem
po que éstos sufrían un gran desengaño ante el precario aspecto
de la isla, acostumbrados a la abundanda paradisíaca de Nicara
gua... Ni oro ni plata... Algunos, o quizá todos, hubieran prefe
rido volverse, si el capitán no hubiese mantenido su pundonor y
la firme disdplina de sus soldados...», con estas palabras nos re
vela Pedro Pizarra la decepción de los recién llegados.
Sí; los ánimos estaban tan decaídos que el tesorero Riquclme
sobornó a un timonel para intentar la huida a Panamá, la cual Pi
zarra logró impedir en el momento preciso.
De nuevo en Tumbes
1. Sobre la raerte de loa españoles que hablan quedado allí, corrían distintas versio
nes: que Molina habla caldo en la lucha de los tumbeamos contra los indios de Puní;
que, en estado de embriaguez, habla sido asesinado; que lo habían ajusticiado por meterse
en ilos de mujeres. Gutiérrez de Santa Clara escribe: «Después del regreso de Pizarra,
oñaaron dichos rumores...»
2. Con Hernando de Soto, llegó la primera mujer española, Juana Hcmlndez. Entre
laa que llegaron mis tarde encontramos a la esposa del inspector García de Salcedo, y a
iInfla Inés Muñoz, cónyuge de Martínez de Alcéntara, hermanastra de Pizarra.
109
y varías mujeres notables, poniéndoles a su disposición los bar
cos para que se trasladasen al continente. Pues estaba decidido
a entrar amistosamente en el Perú. Como muestra de su ilimitada
confianza, envió tres de sus hombres con los tumbesinos para que
estableciesen los primeros contactos con la población. Tampoco
se supo más de aquellos tres españoles. Transcurridas unas semanas,
se dijo que habían sido sacrificados. Su desaparición fue una
seria advertencia. En lo sucesivo, Pizarra no confiaría más que
en la punta de la espada. Para el transporte de la tropa habla
dispuesto dos barcos, además de varias balsas, las cuales los tum
besinos dotaron de balseros, con aparente buena voluntad. El go
bernador estaba satisfecho y confiaba en el feliz transporte de sus
tropas del que dependía el resultado de su carrera. No había moti
vos para desconfiar, pues si alguien debía estarle agradecido, eran
los tumbesinos. Nunca se los había tratado con hostilidad.
Es difícil comprender la causa de aquellos inesperados y ene-
mistosos actos de los nativos. Posiblemente fuese una orden del
nuevo emperador inca. Zárate sabe que Atahualpa se dirigió per
sonalmente de Cajamarca a Tumbes, al verse obligado por las tropas
de Cuzco a enviar todo su ejército contra el de Huáscar.
Acerca de aquel desembarco, Pedro Pizarra escribe: «Como
luego se vio, los tumbesinos concibieron la pérfida idea de trans
portar en grupos a los expedicionarios con sus caballos y pertre
chos. Cuando empezó a oscurecer, y Puná ya había quedado atrás,
los balseros dirigieron sus embarcaciones a unos solitarios islotes,
para que la tropa desembarcara y pasara la noche en aquel lu
gar... Después fueron por refuerzos y atacaron a los durmientes.
(Muchos españoles perdieron de ese modo la vida, ulteriormente.)
A Francisco Martínez, hermanastro del gobernador, a Alonso de
Mesa y a mí, casi nos sucede lo mismo, si no llega a ser porque
Alonso de Mesa tenía la fiebre de Malta y se negó a desembarcar.
Martínez y yo lo hicimos y nos quedamos a unos sesenta pies de
donde estaba fondeada la balsa. Nos preparamos para dormir en
la arena. Sobre la medianoche los indios creyeron que Mesa estaba
dormido, y se dispusieron a levar la pótala, nombre con que de
signaban la gruesa piedra que empleaban como ancla, con el fin
de dejarnos abandonados, y de dar muerte a Mesa; pero éste, como
no podía dormir por causa de la dolencia que padecía, se puso a
dar voces cuando advirtió los propósitos de los indígenas. Desper
tamos, nos lanzamos sobre la balsa, maniatamos a los tres balse
ros, y estuvimos de guardia toda la noche. Por la mañana, los de
satamos para que gobernasen la balsa hasta la playa de Tumbes;
poco antes de llegar a ella, se tiraron al agua, por lo que anduvi
mos a la deriva en el fuerte oleaje. Medio ahogados, y con las ro
pas empapadas, pudimos alcanzar la playa. Al darse cuenta de que
estábamos en tierra, los tres indios nadaron hasta la embarcación,
110
se apoderaron de ella y se hicieron a la mar, llevándosenos nues
tros bártulos, así como el voluminoso bagaje del gobernador que
iba con ella, y dejándonos con lo puesto. Asimismo les sucedió a
otros expedicionarios que habían confiado su petate a los indios
con la esperanza de que lo llevasen a Tumbes».
Entre los primeros jinetes que llegaron a la costa, estaba Her
nando Pizarro. Mientras trataba de hallar un acceso a la ciudad,
se metió en un terreno pantanoso desde donde vio cómo sus hom
bres, confiados y totalmente desarmados, iban a la deriva en sus
balsas hada la costa, y cómo los esperaban bandas de guerreros
tumbesinos para arrollarlos. Con los pocos jinetes de que dispo
nía, se aventuró Hernando a ir por el pantano al encuentro de
dios; logró alcanzar rápidamente la playa y se lanzó impetuosa
mente sobre los sorprendidos indios que creían poder capturar a
los españoles que iban a desembarcar.
La situación del destacamento era precaria, pues la mayoría de
sus hombres habían naufragado, quedándose con lo puesto y en
contrándose sin comer en la tierra de la que otra cosa hablan es
tr a d o .
El gobernador se encontraba todavía a bordo, y Hernando tomó
el mando de las tropas desembarcadas; no tardaron en unirse a él
la sección de Soto y las demás fuerzas que venían en los barcos.
Permanecieron toda la noche sin apearse de sus caballerías. A la
mañana siguiente, desembarcó Pizarro, y los dos veleros tomaron
rumbo a Puná para embarcar el resto de los expedicionarios.
Pizarro seguía creyendo poder entrar en contacto amistoso con
la población y sus nobles. Seguía la conducta de Balboa: «Mos
trar la fuerza, pero ganar por la amistad». Con una reducida es
colta montada, se metió tierra adentro. Los españoles en vano bus
caban nativos con quienes poder hablar. El paraje se ofrecía de
solado; sus habitantes habían huido armados a las montañas. Pi
zarro regresó a las embarcaciones, reunió a sus hombres y entró en
la incendiada y abandonada ciudad de Tumbes.
Aquella entrada era la realización del sueño de muchos años.
tQué distinto era ahora Tumbes de como lo habían descrito Mo
lina v Pedro de Candía! Quedaba apagada para siempre la brillan
tez de aquella ciudad, que mucho antes de ser conquistada por el
Imperio de los Incas había sido floreciente por la fertilidad de sus
valles y el comercio con el norte y el sur, y sus balsas de vela ha
bían llegado hasta el archipiélago de las Perlas. Conquistada e in
cendiada ahora en la guerra con la isla de Puna, había sido la
causa de que los tumbesinos liberados por los españoles diesen
muerte a los dieciséis caciques isleños que los habían tenido pri-
«loneros.
Entristecido, Pizarra ocupó algunas casas habitables de aquella
extinguida ciudad. Mientras, desembarcaron los grupos, llegados
111
de la isla de Puná, que hablan quedado allí ante la constante ame
naza de guerra en la selva.
E l aspecto del destruido puerto impresionó a los bisoños, la
mayoría de los cuales no habían tenido un momento de sosiego
en las terribles marchas a lo largo de la costa desde San Mateo
hasta Tumbes; durante semanas habían anhelado llegar a esta ciu
dad, que consideraban como un paraíso, como un lugar donde po
der descansar y reponer sus fuerzas menguadas en aquella cala
mitosa marcha. Pero se encontraron con una población saqueada
y un país sublevado. Los nicaragüenses, acostumbrados a unas con
diciones inmejorables, empezaron a lamentarse a coro y a malde
cir las esmeraldas de Coaque, por las que habían emprendido
aquella angustiosa odisea.
En medio de la más cruel decepción, ante la que todos los in
tentos persuasivos de Pizarra no surtían efecto, se presentó en el
puesto de mando un notable tumbesino que se había quedado en
la ciudad. El visitante se convertiría en aliado de Pizarra.
Dijo que no se había marchado de la ciudad porque entendía
en asuntos de guerra, y suponía que los blancos conquistarían el
país. Conocía la ciudad de Cuzco, y describió sus riquezas, las mo
radas de la gente de linaje, y el Inti-huasi, templo del Sol, y su
Cori-cancha, tesorería del imperio. Informó a los caudillos españo
les sobre la disputa por la posesión del imperio entre Atahualpa
y Huáscar, y se ofreció como guía y mensajero, a condición de que
se le respetase su casa.
Pizarra no podía esperar nada mejor; procuró divulgar la no
ticia entre sus soldados. Si lo del escrito sobre el oro y la plata
del Peni en las faldas de las mujeres lo consideraban una inven
ción de su caudillo, no podían tomar como fábula lo dicho por
aquel tumbesino.
Complacido, el gobernador accedió a los deseos de su visitan
te; le propuso señalar su casa con una cruz, y dio orden al apo
sentador Rodrigo Núñez de que comunicase a la tropa que se
prohibía la entrada en toda casa que estuviese marcada con una
cruz, y que no se tocase nada de lo perteneciente a su dueño. El
incumplimiento de dicha orden «sería castigado por el tribunal».
«Esta ley se observó hasta la llegada de Pedro de Alvarado al
país», advierte Pedro Pizarra, y lo hace en un sentido alusivo, que
luego comprenderemos.
Mientras tanto, los aborígenes emplearon la estrategia de «tie
rra calcinada» contra los extranjeros, con lo que encontraron más
dureza que en campo abierto.
Pizarra envió unas patrullas al mando de De Soto para adqui
rir vituallas; además, debían buscar a los tres españoles desapa
recidos, y hacerlo con k escasa probabilidad de hallarlos aún con
vida. Encontraron maíz, yuca y carne, y varios indios, a quienes
112
el gobernador utilizó como emisarios ante el curaca de Tumbe
Chili Masa, para ofrecerle la paz en nombre del rey de España, y
exigirle la devolución de los tres españoles desaparecidos. De acep
tarlo, lo trataría como amigo, no obstante la rebelión en el país;
si no, le amenazaban el fuego y la espada.
Transcurrieron unos días sin recibir respuesta alguna; luego,
fue advertida la presencia de guerreros en la orilla opuesta del río,
de donde les hicieron saber a los blancos que podían acercarse si
uerían; que se les trataría como a los otros tres españoles. Poco
Q espués se supo que los desaparecidos habían sido encerrados en
una casa, sacándoles los ojos y despedazándolos vivos.
Con la misma crueldad trataban a sus compatriotas al servicio
de los españoles: los atacaban por caminos solitarios y les daban
muerte.
Contra su voluntad, creyó Pizarra necesaria una acción arma
da. Los caudillos De Soto y Hernando Pizarra buscaban de nue
vo un paso por el amplio y legamoso río arriba; avanzaban por ca
ñizales y bosque, y cogieran desprevenido a Chili Masa al amane
cer. «A él le hicieron responsable de todos los daños ocasionados...
y durante días persiguieron a los que huían, hasta dejarlos exte
nuados. A Chili Masa le obligan a aceptar la paz.»
«El gobernador les perdonó, en nombre de Su Majestad, todo
cuanto habían hecho —escribe Diego de Trujillo— . Mientras nos
sosteníamos allí, llegaron de Nicaragua veinte hombres y fray Jo-
dok1, un franciscano que ahora se encuentra en Quito.»
Como siguiente cometido de su misión- vio Pizarra las reales
directrices, relativas al reconocimiento y colonización del litoral.
Era necesario iniciar una fundación en un paraje fértil y saluda
ble, y con acceso al mar, para mantener contacto con Panamá.
Para tal empresa se disponía de las normas dadas por el Consejo
de Indias, lo cual estaba protegido por la legislación española.
Pizarra le hablaba de importantes cuestiones referentes a la
continuación de su expedición a su amigo tumbesino, y se sor
prendía cuando éste le detallaba acerca de la floreciente capital del
imperio. «Aquel indio decía la pura verdad —observa Pedro— ;
pero la tropa se había vuelto tan desconfiada, que incluso esto lo
consideraba como una artimaña del gobernador.» Por su parte, Pi
zarra pensaba en las descripciones que su primo Hernán Cortés le
había hecho de Méjico. Su gran empresa iba perfilándose.
Escuchaba atentamente, como era habitual en él, los relatos
del tumbesino, para tener informes concretos de la región litoral del
antiguo imperio chimó, y, asi, no entrar a ciegas en aquel des
conocido país cuando saliese en busca de una base para su avance
t. Fray Jodok Ricki, flamenco oriundo de Mechelcn, fundador de! convento de Quito.
I.lcvó lo» primeros grano» de trigo al Ecuador en un barril con la inscripción en flamen*
co: ¡Té que me vacias, no olvides a Diosf
113
hacia la cordillera. Pues no cabía contar con la destruida y pestí
fera ciudad de Tumbes.
114
sus verdosas plantaciones de maíz, algodón, caña y (en dicha época)
de todos los primores de que goza la huerta de Andalucía. El clima
permite sembrar todo el año y cosechar como se quiera...»
«Los nativos beben cerveza de maíz en lugar de vino — escribe
Geza— . Los granos de maíz, para la elaboración de dicha bebida,
son primeramente masticados por mujeres y hombres a ello de
dicados; luego, la pulpa así obtenida se pone a fermentar en gran
des tinajas... A esta bebida se le ha dado el nombre de la isla de
Chicha; pero los nativos la llaman azúa. (Uno de los muchos casos
en que los españoles cambiaron vocablos del pueblo indio.) Se
embriagan con facilidad, y serían capaces de vender su tierra por
una borrachera... Conocen, además, bebidas elaboradas de frutas,
que son menos estimadas por ellos...»
Más tarde, los indígenas, cuando conocieron el vino español,
que ya había ponderado el orejón de Tumbes y preferido a la
chicha al ser invitado por Pizarra, mezclaron este caldo con su
bebida. «Fuego al fuego», se lamentaba el monje, al referirse a esa
mezcla de bebidas.
«La embriaguez ha desolado valles enteros —leemos en una de
las crónicas de 1580 del dominico Lizárraga— . Si no se toman
medidas urgentes, dentro de poco se dirá lo mismo de los indios
montañeses..., que elaboran k sota..., bebida obtenida del maíz,
más fuerte que el vino y que les quema las entrañas... Ese estado
de embriaguez ha causado la muerte a muchos indios de la lla
nura; en particular, desde Lima hacia el norte. La culpa de ello
la tiene el gobierno del virrey que no se preocupa por los indios,
aunque gobierne como nosotros. No es que deba emplearse con
ellos la dureza de los reyes incas; pero sí imponerles castigos que
les hagan temer embriagarse. Es cierto que el virrey Toledo ha
publicado un edicto, relativo a los casos de embriaguez; pero na
die lo observa. Los daños son terribles... Sé que también se abusa
de la bebida en Flandes, en Alemania y en España —continúa di
ciendo preocupado el misionero— ; mas allí la gente no llega a
beber hasta el extremo de morirse de una borrachera. Si en los
países que acabamos de mencionar todos sus ciudadanos se echa
sen a perder, ¿no tendrían que intervenir sus monarcas con se
veras medidas? Aquí, el abuso de la bebida despuebla regiones en
teras...»
No dejaba de tener significación económica el deporte de la
caza, privilegio de reyes y de príncipes. Ciervos, guanacos, vicu
ñas, animales de presa como jaguares, pumas, gatos monteses,
zorros, y aves como perdices, urogallos, tórtolas, gavilanes, hal
cones y cóndores eran cazados con flechas, guaracas, dardos y re
des, dándose grandes batidas en la región del Chaco. A la pobla
ción les estaba prohibido bajo pena de muerte entrar en los cotos
de sus soberanos. Los habitantes del litoral practicaban el depor-
115
te de la pesca con cuervos marinos, al cuello de los cuales ponían
un anillo para tenerlos sujetos1.
116
y de Almotaje llevaban tramada una conspiración, desde el día en
que llegó Pizarra, para atacar y dar muerte a los blancos. Tras
haberlo comprobado, hizo coger por sorpresa a los conspirado
res y dio un castigo ejemplar; hizo dar garrote al cacique de Al
motaje y a trece cabecillas de Lachira, y quemar sus cadáveres.
Perdonó al cacique de Lachira, por no quedar del todo probada su
culpabilidad, y por no dejar sin dirigentes aquellas localidades;
además, le confió la administración de Almotaje hasta que el he
redero, o sea el hijo del cacique ajusticiado, fuese mayor de edad.
El hijo no fue ajusticiado junto con el padre, como era costumbre
en los incas.
Aquel ajusticiamiento impuso tal respeto en toda la región,
que cualquier intento de conspiración se desmoronaba antes de
haber arraigado. Con ello pareció haberse conseguido dejar atrás
de las tropas expedicionarias una retaguardia tranquila, y asegu
rar la obediencia del cacique a los colonizadores que allí quedaban.
Al principio, la nueva fundación quedó unida al poblado indio
de Tangarara; luego, fue trasladada a orillas del río Chira, lo cual
sucedió el día de San Miguel, o sea después de que Pizarra hu
biese llegado con su destacamento hasta las montañas. Más tarde,
a la fundación se le dio el nombre de San Miguel.
Como muchas otras fundaciones, tampoco aquella fue estable.
Después se malogró por causa de las insalubres condiciones cli
máticas. «San Miguel —leemos en Lizárraga— fue la primera ciu
dad fundada por los españoles en Perú, con vistosas edificaciones
y acomodados ciudadanos...; (pero en ella vi muy pocos a quienes
no les faltase un ojo...» (El tuerto aparece mucho en la plástica
del arte chimó.)
En el río, los bateos esperaban ser despachados. El gobernador
hizo esperar y repartir el oro y la plata, que no era mucha can
tidad, ingresados de las tributaciones. Con ello pagó el flete, y el
resto se lo transmitió a la compañía Almagro-De Luque para cu
brir las deudas.
En una carta dirigida a Almagro, presionaba entre ruegos y
amenazas, y ponía de manifiesto lo conveniente de desistir de sus
planes, por considerar «lo poco que Dios y el Rey serían servidos
en aquella empresa», si no le enviaba los soldados necesarios. Pues
no se podía demorar el encuentro con el rey de los incas.
Mientras esperaba los refuerzos solicitados, que debían por lo
menos doblar la fuerza combativa de sus efectivos, se dedicó Pi
zarra a organizar la zona de retaguardia, según las instrucciones
dadas por el Consejo de Indias.
Reunió todos los informes posibles acerca de las discordias fra
ternas en el estado inca, y supo que Atahualpa había reunido un
poderoso ejército en el valle de Cajamarca, que se encontraba a
quince días de camino de allí.
117
£1 efecto de la proximidad del soberano inca, tan temido por su
poderío y sus crueldades, se hizo sentir hasta el mismo litoral,
donde en la mayoría de las localidades empezó a relajarse la obe*
diencia de los nativos a los españoles; aquéllos les aseguraban
asustados a éstos que bastaba una parte reducida de su ejército
para acabar con todos los cristianos.
Antes de haber oído hablar de Atahualpa, y por lo que Cortés 1
le había relatado de Moctezuma, era evidente para Pizarra que
en aquellas discordias entre los dos hermanos incas se ventilaba
el dominio del inmenso país.
Con creciente inquietud dirige la vista hacia el mar para ver
si llegan los tan esperados barcos de Panamá.
¿Piensa Almagro independizarse de Pizarra como ya manifestó'
cuando éste llegó de España a Nombre de Dios? ¿Pretende dejar
al gobernador que fracase con su escaso número de fuerzas, para
luego aparecer y hacerse con el éxito definitivo de la conquista de
las tierras del Perú?
Las provisiones que envía para que no fracase la empresa, por
una parte, y los refuerzos que retiene, por otra, dan a entender
que quiere impedir el logro del objetivo, con el fin de salir a es
cena cuando ya todo esté hecho. Estas circunstancias hacen sos
pechar que su demora es premeditada. Mas Francisco Pizarra no
espera con los brazos cruzados. Envía su mejor hombre, H ernán-:
do de Soto, a realizar un descubrimiento; éste cabalga de nuevo ha-
cia las montañas y reúne toda la información posible. Cada le
gua de camino que recorre engrasa el número de noticias sobre
el ejército acantonado en Cajamarca. El cronista que lo acompaña
no encubre en modo alguno la creciente preocupación de los sol
dados, y así, Pedro Pizarra cuenta la siguiente anécdota: «Un tal
Francisco de Isaga ofreció regalar su caballo a quien le gestionase,
cerca del gobernador el permiso para regresar a su casa. Lo reci
bió, entregó su caballo y partió feliz para Santo Domingo».
Cómo vigilaba Atahualpa a los extranjeros, nos lo explica Pe
dro Pizarra en el siguiente episodio: «Cuando Hernando Pizarra.'
hubo llegado a Pohechos, el inca envió como espía un orejón, o
apoo como allí los llaman. Se vistió a usanza de los t allamas,!
para así inspeccionar la situación y conocer al capitán, sin que
fuese advertida su jerarquía. Le llevó un cesto de guanábanas como;
presente del cacique de Pohechos, cuyos respetos le presentaba.,
Pero Hernando se enojó de tal modo, que, con toda su corpulencia,;
agarró al indio por el pañuelo con que cubría su cabeza, lo de
rribó al suelo y le soltó unos puntapiés. El encubierto espía ocul
tó su rostro para no ser reconocido y desapareció. Luego se supo
la verdad de todo por el mismo orejón, cuando, transcurrido cierto
tiempo, se presentó ostentando su jerarquía para ver al gober
nador...»
118
i
Como última gestión diplomática, estableció Pizarra relaciones
amistosas con el soberano de la región del litoral, quien llevaba
a disgusto el yugo de los soberanos de la región montañosa. Aquella
gestión pareció contribuir a que toda la costa permaneciese tran
quilizada, mientras se desarrollaban los acontecimientos en las
tierras altas.
En vista de que no llegaban los refuerzos, Pizarra hizo un aná
lisis de la situación y dedujo que continuar vacilando no hacía
sino menoscabar el prestigio de los españoles y aumentar su ries
go. Dejó un comandante de confianza, junto con el habilitado real
Antonio Navarro, en San Miguel, dio las oportunas disposiciones
sobre el avituallamiento y pasó revista a sus hombres para la mar
cha hacia los Andes peruanos.
7
EL OCASO DE LOS DIOSES
EN EL IM PERIO DE LOS INCAS
121
dorada, que el genial mestizo Garcilaso compuso en España cua
renta años después de haber abandonado la patria de su madre.
En todo caso, haremos referencia de algunos de los primeros e
importantísimos trabajos autóctonos sobre la historia del Perú:
ya en 1542, ocho años después de la conquista, el justicia real li
cenciado Vaca de Castro, enviado allí, preguntó a los quipucama-
yos por las todavía recientes y vivas tradiciones del pasado de sus
pueblos y sus reyes; las actas levantadas sobre este asunto estu
vieron guardadas hasta 1892 en el archivo de Indias, en Sevilla.
En 1547, Cieza de León compuso su eminente Descripción del Perá.
En 1572, Sarmiento de Gamboa, que dirigía las investigaciones his
tóricas del virrey Francisco de Toledo, escribió una breve histo
ria de los incas en la que se reveló como una pluma maestra; en
1576, se unió a él Cabello de Balboa, lo cual había hecho antes que
éste Betanzos, quien estaba casado con una ñusta y conocía bien
el idioma incaico, además de una serie de notables trabajos de li
cenciados y juristas de la Corona, trabajos que, aunque valiosos,
apenas si pueden superar a la Leyenda dorada, de Garcilaso, en
la literatura y en los textos de divulgación científica, ni tampoco
en la producción cinematográfica. Es muy bella y propia para gra
barla así: un gran imperio, con su natural humanismo y bajo no
bles soberanos, fue extinguido por la sombría barbarie de la aven
tura española. En esta leyenda se inspiraron la fantasía historia
dora, desde el idílico sentimentalismo de Juan Jacobo Rousseau
hasta la ingenua novela histórica Cajamarca, de J. Wassermann, y
las últimas películas sobre el Perú.
En su lenguaje llaman los incas a su imperio Tahuantinsuyu,
constituido por cuatro cantones: Anti-Suyu al este, hacia la cor
dillera de los Andes; Cunti-Suyu al norte; Chincha-Suyu al oeste,
y Colla-Suyu al sur hacia el país de los collas. Es posible que el
número cuatro (que en la mística oriental de los números es el
«número del mundo») tuviese también aquí una significación uni
versal, parecido a como el rey Lugalzagizi, de Uruk, 2 500 a. G , se
llamaba «soberano de los cuatro mundos». En las vastas regiones
del Perú se encuentran muchas estructuras análogas al período
histórico de Babilonia, desde el monstruoso Tiahuanaco, cuyas plás
ticas recuerdan al bisonte europeo, hasta las pirámides escalona
das de la región del litoral.
Tahuantin-Suyu se extendía desde el ecuador hasta más allá
de los 30° latitud Sur hacia el río chileno Maulé y las provincias
argentinas de Salta y Tucumán, y aún más abajo. Por poniente, li
mitaba con el océano, y por levante, con la selva brasileña, de cu
yos sombríos misterios se asustaban aquellos pueblos montañeses.
122
V a rie d a d d e l p a ís
123
campo; escenas de guerra; prisioneros desnudos y con la cuerda al
cuello, como en los relieves asirios y egipcios; escenas de ofren*
das humanas en las que las víctimas son lanzadas desde peñascos
a los ríos divinos; míticas luchas entre dioses y demonios, figura*
das con espesas y confusas líneas en la parte más prominente de
la redondez de las vasijas; cabezas de reyes con grotescos y sober
bios rostros, tatuados o pintados con sangre y color, y con cabe
zas de león y colmillos de jaguar como símbolo de su poder:
mendigos, ciegos y mutilados; reos aherrojados y conducidos para
ser ejecutados. La variedad de su artístico atavío, del que todavía
los españoles se maravillaron al frecuentar las moradas de los po
tentados, descubre en los vasorretratos un elevado nivel de vida,
al menos en las clases altas, como no lo hubo en ningún otro lugar
de América.
Parecidas culturas, aunque de menos rango y más enigmática
espiritualidad, surgieron en la costa meridional en Ancón y Chin-
cay; con extraordinariamente caprichosas abstracciones en Naz
ca y en Inca, en cuyas confusas y fragmentadas composiciones se
inspira el arte moderno.
Aún más oscuras, en lo relativo a su origen, tiempo y evolu
ción, se nos ofrecen las dos culturas del altiplano: la de Chavín,
al norte, y la de Tiahuanaco con sus gigantescos monolitos, grue
sas piedras labradas y grandes figuras de arenisca rojiza y de an-
desita, en la orilla meridional del lago Titicaca, a unos 4 000 me
tros sobre el nivel del mar, todo ello ya convertido en ruinas an
tes de que los incas llegasen allí; los pueblos donde Viracocha
había creado el mundo son con bastante seguridad el origen del
que surgió el culto de todo el Perú a esta divinidad. ¿Cómo se
inició? De ello guarda silencio la figura central de la Portada del
Sol, cuya imagen mira por encima de quien la contempla hacia
los deslumbrantes ventisqueros de las cordilleras. Pero Viraco
cha irradió sobre todo el reino, y reaparece como esplendorosa
deidad en los vasorretratos de Chimú. ¿O trashumó de la costa
a las montañas en tiempos anteriores? Como quiera que sea, el
mito sobre este dios blanco y barbudo consiste en que se marchó
hacia poniente, desapareciendo en las olas, y profetizó que volve
ría por el mismo camino. Así se conservó esta leyenda. Y, al apa
recer los españoles en Tumbes y en Cuzco, como también eran
blancos y usaban barba, los indios exclamaron: «¡Viracocha! ¡Vi
racocha!» La admirable sencillez y finura con que fueron esculpi
das en andesita estas figuras de Tiahuanaco, con sus expresivos
rostros y estéticos y opulentos tocados, nos recuerdan particular
mente las primitivas plásticas de Mesopotamia. Sus creadores de
bieron de poseer un gran sentido de la imagen humana y una mís
tica y profunda religiosidad. Pero los desconocemos, por lo que
no podemos entender su símbolo. En toda la América antigua,
124
nuda hace despertar en nosotros tanta admiración como este arte
granítico de Tiahuanaco.
125
cualquier otro pueblo en lo relativo a la autocrítica radical. Valga
como ejemplo la frase de Bartolomé de las Casas sobre la milicia
incaica: « ...E n este feliz y famoso imperio de los Incas, ningún
soldado osó llevarse una gallina o un grano de maíz, aunque hu
biesen estado enloquecidos por el ham bre...» Los incas tenían un
museo donde guardaban los cráneos de sus vencidos enemigos.
Atahualpa bebía la chicha en una vasija guarnecida con oro, he
cha del cráneo de su hermano Atoe, a quien cogió prisionero en
la guerra e hizo matar cruelmente. O tra de las peculiaridades allí
guardadas eran las pieles de caudillos muertos, para hacer los
parches de las cajas de guerra. Después de haberse dado la ba
talla, el vencedor pasaba por encima del cuerpo yacente de su
enemigo, como se hacía en el antiguo Oriente: «De tus enemigos
hago yo escabel para mis pies». En el país de los cañaría, existe
un pequeño lago llamado Yahuar-Chocha, que quiere decir lago
de sangre; así se llamó como recuerdo de las muchas batallas que
Huayna Cápac dio allí para someter a este valeroso pueblo. Por
ello, los cañaris se aliaron desde el principio con los españoles.
Con la pluma del historiador sereno, ha escrito Sarmiento so
bre estas costumbres, por lo que se le ha culpado de ensombrecer
la historia de los incas. Con justa crítica, llama el historiador pe
ruano R. P. Barrenechea «una humana versión del imperio incai
co» al trabajo de Sarmiento, y agrega: «Los incas se alzaron como
verdaderos señores del mundo americano... Regresaban hacia su
punto principal, Cuzco, por encima de los cuerpos de los venci
dos... Eran altivos, poderosos y violentos...» «Fueron creados para
vencer...», dice una de las plegarias de su culto. Desconocían la
conmiseración, la amistad y el temor. Su moral era la de domina
dores y vencedores. En cambio, Garcilaso nos ofrece una idílica
ficción del imperio de los incas cuando, entre otras cosas, escri
be: «El inca es clemente, amistoso, apacible..., conquistó toda Su-
damérica, sin romper un plato». Garcilaso es «el eco de la entriste
cida elegía de sus parientes, de las vencidas ñustas y de los dolo
ridos ancianos»'.
Los datos reunidos en las crónicas sobre el origen de la dinas
tía incaica igualan a los altozanos que cubren las antiguas pobla
ciones de la costa. Si se dejan a un lado las vagas, aunque no del
todo desdeñables leyendas, que Montesinos reunió, podemos po
ner el siglo xii como surgimiento de dicha dinastía. Su derrumái
bamiento abarcó las regiones andinas desde el ecuador hasta el
centro de Chile. El mito eleva los incas a hijos del Sol, y nom
bra cuna de ellos la isla del Sol en el lago Titicaca, así como1
126
describe la región de Machu Picchu; esto último, m is verosímil
ara la Historia, resultaría un singular cambio, porque de este
S ígar desapareció sin dejar huella alguna el último inca Manco
—así se llamó también el primer rey de su dinastía— en la zona
de la selva. En todo caso, el origen de los soberanos incas se ini
cia en los valles de Cuzco.
La puna, o tierra alta, con sus duras condiciones de vida, creó
una raza fuerte, disciplinada y enérgica, y sobre todo m is capaz
ue las razas de las fatigosas selvas o de los oasis subtropicales.
2 a puna obligó a sus habitantes a defenderse de los rigores dél
clima: días calurosos, noches frías, y temporales, les enseñaron a
tejer la lana, a defender sus tierras de labor con hormazas en las
abruptas laderas, y a construir edificios de piedra. La minería
creó la necesidad de formar fundidores. De este modo, los indios
montañeses se convirtieron en sufridos agricultores, experimenta
dos constructores de caminos y puentes — aunque suele exage
rarse el encomio de estas construcciones—, fundidores de bronce,
caldereros y trashumantes por montañas y valles.
Para pueblos así debió llegar el momento de crear un impe
rio. En la época de prosperidad de los incas, dos reinos andinos
ya estaban sumergidos en confusas tinieblas: el reino de Chavín
y el de Tiahuanaco. En el fondo, nada sabemos de su principio ni
de su fin, salvo que sus súbditos fueron hombres de cualidades
muy distintas de las de los indios actuales.
En la lucha defensiva ante sus poderosos vecinos fue desarro
llándose en el reino de Cuzco un imperialismo agresivo, que en
poco menos de un siglo creó un gran estado al que no pudo com
pararse ningún otro país americano. Fue fundado allá por el año
1440 por la enérgica personalidad de Yupanqui Pachacutec. Como
al quipomayo guardador de la tradición, los amautas le atribuían
el poder y la orden del imperio. Sus sucesores Tupac y Yupanqui
y Huayna Cápac extendieron las fronteras por el norte y el sur.
Del poderoso fuerte de montaña descendían las milicias, bajo
estos tres soberanos, por los estrechos y cálidos valles hacia los
prósperos países de la llanura, mucho más ricos que el pobre sub
suelo de las tierras altas. Los conquistadores siempre han salido
de tierras pobres. Allí se encontraban, para su prosaico modo de
vida, con una civilización en pujante y fastuoso desarrollo, así
romo con hombres sexualmente degenerados, los cuales desistieron
de oponerse con las armas a los dominadores montañeses, cuando
conocieron la dureza de éstos, considerando que era mejor la ca
pitulación sin lucha. En poniente, los reyes de Cuismancu y de
Chuquimancu tuvieron que humillarse ante los vencedores. Y el
oráculo del litoral desde el ecuador hasta Chile, Pachacámac, rin
dió homenaje al Inca e hizo construir para su dios Sol un templo
junto al de La Luna, clemente divinidad de los mares.
127
un suyo-yoc (gobernador), que ejercía la inspección general, mien
tras que los curacas, o cinches, velaban por la obediencia de sus
súbditos. La fiscalización era ejercida por el tucorico (hombre que
lo ve y oye todo).
Los hijos de la nobleza recibían educación en la capital, donde
se les enseñaba la disciplina de la administración y del lenguaje.
Se les tenía allí como una especie de rehenes por si sus padres co
metían algún acto de negligencia.
La población dudosa era desterrada hacia alejadas regiones,
donde tanto ella como los indígenas se ejercían una mutua vigi
lancia. De esta manera, el Sapa-Inca tenía puestos los ojos y oídos
en todas partes. X a prestación forzada era continua como qui
zá pueda serlo en los estados comunistas modernos. Tupac Yu-
panqui introdujo el siguiente reglamento de servicio: el curaca
de Chunga estaba al frente de diez unidades; el de Pachacha, de
cien; el de Piscapachac, de quinientas; el de Guaranga, de mil, y
el de Unu, de diez mil. Cada diez curacas tenían un jefe supe
rior1. «Nadie era dueño de una mazorca, ni de un par de sanda
lias ni tampoco era libre de contraer matrimonio sin el beneplácito
tlcl Inca», contaban los quipomayos. Por lo tanto, no es extraño
que el idioma incaico careciese del vocablo libertad.
Del producto total de la producción del país, un tercio perte
necía al Inca, otro tercio al Sol, o sea también al Inca, y el res
tante tercio quedaba para la población. Algunas mercancías como
el oro, la coca y la lana de vicuña, le eran entregadas totalmente.
«En el imperio incaico no se mueve ninguna hoja de los árbo
les ni levanta el vuelo ave alguna, sin la voluntad del Inca», les
dijo Atahualpa a los españoles. La desobediencia era castigada con
la pena de muerte, empleando para ello los métodos más crueles.
En toda la obra de los incas se refleja su sentido prosaico: su
reino, sus edificios y su insignificante aportación al arte, refinadas
ánforas con dibujos puramente geométricos o simétricas plantas
de maíz. Pero fueron maestros en la tejeduría, donde, en las formas
geométricas escalonadas, escaqueadas, cruzadas y sinuosas, domina
un sintonizado y armonioso colorido.
La caída
129
£1 inca Huayna Cápac se enamoró de una reina quiteña, des
pués de la conquista del Ecuador. Fuese por el magnífico país de
la «eterna primavera» al pie del Cotopaxi, o por pasión por la
bella Scyri Paccha, que le había dado su hijo predilecto Atahual-
pa, el anciano dejó a Cuzco en manos de sus hijos Huáscar, Man
co y Paullu (estos dos últimos representarían un importante papel
con los conquistadores) y se dirigió a Q uito, para pasar el cre
púsculo de su vida rodeado de un amor otoñal. Tras él quedaba
su importante obra como soldado y organizador, digna de com
pararse con la del más grande de los de su estirpe.
Obrando contra el orden sagrado de dejar la regencia al heredero,
procuró que Huáscar, el hijo legítimo de pura sangre inca, fuese
el Sapa-Inca y ostentase el cetro del imperio; y Atahualpa here
daría el país de su madre bajo la línea divisoria del cielo.
Cuando, en 1526 ó 1527, falleció Huayna Cápac, sus funerales
constituyeron una arrolladora orgía de muerte. Más de mil perso
nas (según Cieza, cuatro mil) entre mujeres y sirvientes del so
berano fallecido, fueron sacrificados o se suicidaron, con lo que
se anunciaba al cielo y a la naturaleza aquel óbito. La nación pasó
por un gran dolor como si fuese a extinguirse la estirpe. Pudo ser
que los ulteriores y sangrientos sucesos, los cuales no tardarían
en conmover a todo el Tahuantinsuyu, reflejasen desfigurados los
informes.
La muerte sorprendió al último Inca en territorio de Atahual
pa; esta circunstancia debía determinar los posteriores aconteci
mientos. Atahualpa, que contaba a la sazón treinta años y tenía
gran energía política y militar, tomó el mando de las tropas fron
terizas que estaban mandadas por Chalicuchima y Quizquiz, dos
eminentes, hábiles y enérgicos militares. Le comunicó a su herma
nastro la muerte del anciano Inca y, al tiempo que le pedía jurase
fidelidad, le exigió la cesión del reino del Ecuador.
Mientras, en el templo del Sol, en Cuzco, y según ritos ha
bituales, Huáscar estaba ante los «malquis» de incas y de coyas y
recibía de manos del villac umu el llauto con la mascapaycha de
oro que lo investían como Sapa-Inca. Consciente de su indivisible
soberanía, rechazó la petición de su hermanastro, le demandó im
periosamente que jurase fidelidad a la capital y le prometió trans
ferirle un proporcionado dominio; pero no la región fronteriza con
Quito. Esto fue un prudente arreglo político, para evitar distur
bios.
No obstante, la tirantez derivó rápidamente hacia una guerra
civil de inaudita crueldad, que condujo al casi total extermino de
la casta de los de Cuzco.
Atahualpa se aconsejó con sus generales y decidió tomar la de
lantera al Inca de Cuzco. La feliz circunstancia de poder contar
con los ejércitos dispuestos en la frontera tentaba a tomar una de*
130
terminación. Atahualpa marchó hacia el sur; pero, en Tomebamba,
región cañari, se encontró inesperadamente con un fuerte contin
gente de tropas de la capital al mando del príncipe Atoe, herma
nastro suyo, que estaban reforzadas por guerreros cañaris. Tras una
encarnizada batalla, que ocasionó grandes pérdidas a los dos ban
dos, las unidades quiteñas fueron vencidas y Atahualpa hecho
prisionero en el puente de Tomebamba.
¡Triunfal victoria para la legítima dinastía! Pareció que la dispu
ta había quedado decidida. Mientras se encerraba a los valiosos
trisioneros en un tambo, los vencedores se entregaron — como
[uego nos describe Pedro Pizarra— a una fiesta tal, que, entre la
chicha ingerida y la danza con las mujeres vivanderas del convoy,
terminó en un agotamiento general.
Pero Atahualpa no había perdido las esperanzas; aquello le hizo
reflexionar acerca de su situación en Cajamarca. Valiéndose de
una alzaprima de bronce, que le facilitó ocultamente una de sus
mujeres, abrió un boquete en la pared y huyó a Quito; allí, dijo
ue su padre se había presentado en forma de serpiente, überán-
3 olo del cautiverio. Consiguió reclutar un nuevo ejército, con el
ue se lanzó sobre las tropas cuzqueñas y las aniquiló en Amboto.
S . partir de aquí, empezó su venganza. A su hermanastro Atoe,
que cayó vivo en sus manos, hizo que le clavasen estacas en el
cuerpo y mandó hacer de su cráneo un vaso guarnecido de oro
para beber. Descargó ferozmente su cólera sobre los cañaris, las
mujeres de los cuales fueron a su encuentro con ramas verdes, ju
rándole sumisión e implorándole misericordia; sin embargo, hizo
dar muerte a miles de esposos e hijos, cuyos corazones fueron es
parcidos por los campos, «pues — según él— quería ver qué clase
de fruto daban los corazones traidores».
En Tomebamba recibió Atahualpa la mascapaycha y el jura
mento de fidelidad del soberano al cantón. En aquel estado de
cosas, el imperio estaba bajo las discordias de los dos hermanos
reinantes, y cada uno de los bandos consideraba traidor al otro.
Durante las luchas en la región de los cañaris cayeron dieciséis
mil hombres entre los dos bandos. Diez años más tarde, cuando
los españoles se dirigieron a Quito, vieron todavía los esqueletos
de aquellos vencidos que no habían sido enterrados.
La victoria parecía inclinarse al usurpador; pero Cuzco queda
ba todavía muy lejos. Huáscar reunió otro ejército. La mayor par
te del imperio permanecía fiel al heredero legítimo. Por ello, to
davía no se perfilaba el desenlace; pero sucedió lo inesperado.
Atahualpa envió sus caudillos al frente de una fuerte vanguardia
contra sus rivales. Huáscar cayó prisionero de aquellos destaca
mentos, tras haberse alejado del grueso de sus fuerzas para dar
tina batida de caza.
El Inca de Cuzco estaba prisionero de su enemigo; con ello,
131
quedaba resuelto el conflicto. Pues el Inca suponía todo el terri
torio con sus súbditos.
¿De qué habría servido que las fuerzas hubieran contratacado
y copado a los quiteños, aunque fuesen treinta veces superiores en
número?
Chalicuchima le dijo a su prisionero que pagaría con la cabeza
si alguno de sus soldados intentaba fugarse; era un hombre capaz
de eso y mucho más. Luego le exigió que ordenase venir varios de
sus personajes, para llevar a cabo negociaciones. Como era una
orden del Inca, se presentaron. Chalicuchima los hizo prisioneros
y mandó decapitar a los más destacados en presencia de Huáscar.
Después, les dijo a los supervivientes:
—Asimismo os sentenciará Atahualpa, si no disolvéis y licen
ciáis vuestro ejército...
Con aquella estratagema se desmoronó la resistencia del pode
roso ejército cuzqueño. El Inca prisionero quedó en poder de Cha-
licuchima. Su camarada de armas Quizquiz se dirigió sin obstáculo
alguno hacia la capital andina, para hacerse cargo del poder y de
la justicia en nombre de su soberano.
Sangrientos castigos recayeron sobre la augusta casta de Cuz
co, con el fin de quebrar la lealtad al legitimo soberano. El odio
que Atahualpa les tenía a los ayllus era ilimitado, pues los miraba
con humillante desprecio. Envió un verdugo a Cuzco en la perso
na de su primo Cuxi Yupanqui. Atahualpa era Inca, y su legitimi
dad quedaba testificada por sus victoriosas armas. No debía que
dar ni uno de la soberbia dinastía de los hijos del Sol, para que
no le disputasen su derecho al trono.
Garcilaso el Inca, cuya madre perteneció a una de las familias
afectadas, nos describe la bárbara matanza cometida por los qui
teños entre los miembros de la antigua nobleza cuzqueña. Huáscar
tuvo que presenciar cómo les abrían el vientre a sus mujeres para
sacarles el hijo que llevaban en sus entrañas.
— ¡Oh Pachayachachic! — exclamó Huáscar—. ¡Guía del mundo,
por poco tiempo me has dado la vida y has sido misericordioso
conmigo! ¡Haz que a aquel que me hace esto le pase lo mismo que
a mí y vea lo que estoy viendo...!
Y los que tenían su tronco en Cuzco imploraban:
— ¡Oh Viracocha Pachayachachic, guía del mundo, envía del cielo
ayuda para el cautivo H ijo del Sol!
«Pocas mujeres pudieron escapar de aquella degollina —escribe
Garcilaso— , fuese porque no tenían hijos, o porque, dada su
belleza, serían entregadas a Atahualpa.»
Entre los que eludieron la venganza de Atahualpa estaban Manco
y Paullu, hermanos del Inca, que se encontraban dirigiendo ex
pediciones militares en el mediodía de Charcas cuando aquellos
acontecimientos.
132
Pero la prosperidad del linaje de Cuzco iba desangrándose rá
pidamente.
Atahualpa recibió la noticia del total triunfo de su causa en las
termas de Pultamarca, por arriba de Cajamarca, donde tenía in
tención de esperar junto al grueso de sus fuerzas el ulterior desa
rrollo de los acontecimientos, es decir, a medio camino entre las
dos capitales y cerca de la costa, de donde hacía unos meses lle
gaban inquietantes noticias.
Unos hombres, blancos y barbudos, y con resplandeciente ves
timenta, habían desembarcado en Tumbes. Noticias contradicto
rias afirmaban que dichos hombres avanzaban a lo largo de la
costa. ¿Serían mensajeros de Viracocha?
Con gran satisfacción por su victoria, creía Atahualpa en el po
sible regreso de Viracocha como coronación de su dicha. No obs
tante, ordenó que se vigilasen los movimientos de los blancos.
Esperaba el encuentro con su rival prisionero, y aguardaba los
asuntos venideros en un lugar tranquilo y seguro. Nada parecía
poder causarle inquietud.
Dejemos el acantonamiento de las milicias de Atahualpa en las
termas próximas a Cajamarca, y volvamos a ocuparnos del reducido
destacamento que ya está en camino para ir a su encuentro.
8
LA CONQUISTA
H errera : Déc. V, 1 . 1, c. 3.
135
expedición hacia las cordilleras, hacia el encuentro con la suerte;
una marcha de casi 400 kilómetros por desierto y terreno monta
ñoso.
Los infantes y la impedimenta cruzan el río Piura en balsas de
güira, y los jinetes lo hacen a nado montados en sus caballerías.
Luego, siguieron días de marcha por el desierto, martirizados
por el calor, la sed y las tempestades de arena. En el valle del río
Motupe, apareció una tierra fértil y una población amistosa. Piza
rra concedió a sus hombres un descanso de diez días, para que se
rehiciesen de las calamidades pasadas, y recuperasen tuerzas para
las venideras en la ascensión a la sierra. Improvisaron una herre
ría para reparar las armas y las guarniciones de las caballerías.
Se pensaba formar una compañía de arqueros, compuesta de vein
te hombres con su capitán.
Pizarra echó una ojeada a sus unidades y contó, aparte de
Francisco de Jerez, ciento diez infantes y sesenta y siete jinetes,
media docena de arcabuces y dos culebrinas.
Mientras se hacían aquellos preparativos, iba ampliándose para
Pizarra la red de noticias, la cual confirmaba los anteriores infor
mes en cuanto al número de fuerzas militares incaicas. En el cam
pamento, el estado de ánimo de los expedicionarios vacilaba de un
modo peligroso, ante lo que Pizarra reaccionó con su peculiar
modo de ser. En aquella arriesgada empresa necesitaba hombres
de buena voluntad y que estuviesen dispuestos a todo. Como ha
cía poco que había recibido una carta de San Miguel, en la que
Navarro manifestaba preocupación por la vulnerabilidad de la co
lonia, les dijo a sus hombres que quienes vacilasen podían regre
sar sin temor ni vergüenza a San Miguel; que no por ello dejaría
de asignarles tierras y nativos para que las trabajasen; que él, no
obstante, continuaría persiguiendo su fin con quienes quisieran se
guirlo, fuesen pocos o muchos...
Cinco jinetes y cuatro infantes optaron por regresar a la colo
nia, cuya población era de sesenta personas. Preferían la cómoda
existencia cerca de la costa a la precaria marcha hacia la inhos
pitalaria cordillera, sin advertir que el destino de todos era indi
visible. Carecían de barcos para poder zarpar o huir, caso de un
fuerte ataque de las milicias de los montañeses. Cortés había hecho
destruir sus barcos en la costa de Méjico. Debido a la escasez
de medios, Pizarra y su hueste ya habían decidido respecto a la
retirada o la huida, tras haber andado por el camino entre la ruina
y la gloria.
Tanteando el terre»v paso a paso, la tropa llegó a las estriba
ciones de la cordillera. Él paraje era más fresco y saludable. En
la localidad de Pabor, situada en los valles cálidos, buscaron al
cacique, a quien conocían de San Miguel. El territorio bajo su ju
risdicción había soportado enormes gravámenes de guerra durante
136
el reinado de Huayna Cápac. De las heridas, aún sin cicatrizar, se
nutría un latente odio contra todo lo que descendía de las cordi
lleras; ello le inclinaba a confiarles su sed de venganza a los ex
tranjeros. Desde la primera vez que trabó amistad con ellos, se
había acreditado como circunspecto y seguro aliado, por quien Pi
zarra se podía informar del camino hacia Cajamarca, de las re
giones importantes y de la conducta de sus habitantes. Al oír que,
a dos días de camino de Caxas, que ya De Soto había descubier
to en su audaz y aislado avance, se encontraban unos destaca
mentos de Atahualpa, envió al mando de De Soto una sección de
caballería para explorar circunstancialmente y, caso de confirmarse
la noticia, hacer todo lo posible para concertar un acuerdo amistoso
con las huestes incaicas.
Transcurridos cinco días llegó de Caxas un mensajero; ocho
días después, regresó De Soto. Dijeron que, luego de haber explo
rado el terreno, habían entrado en Caxas; allí no encontraron nin
gún guerrero incaico; pero sí vestigios de haber existido un impor
tante acantonamiento de trapas. Se habían puesto en contacto
con un alto funcionario de la administración, que les había dado
información de Cajamarca y de Cuzco, esta última muy impre
sionante. Como de costumbre, el informador, complaciente, había
recargado las tintas en su descripción, diciendo que era necesario
cabalgar todo un día para recorrer las murallas de la dudad; que
el palacio del soberano medía cuatro tiros de flecha de largo;
uue allí existía un aposento con el suelo de plata y las paredes
de oro y plata, donde se guardaban los restos del antiguo sobera
no. Dicho indio nunca había estado en Cuzco; se limitaba a repe
tir el mito que salía de la capital del imperio e iba ponderándose
con la distanda.
Políticamente era importante saber que el país había estado
de parte de Cuzco en la disputa por el trono, hasta que la áurea
hacha de lucha resplandedó en las montañas. Se quejaban amar
gamente de los gravosos tributos en especie y de las prestaciones
personales de hijos para la milida y de hijas para los nuevos se
ñores.
Al entrar en la dudad, los jinetes de De Soto se encontraron
con una macabra visión: tres homhres y una joven pendían cabe
za abajo de las ramas de un árbol. Supieron que uno de los hom
bres había sobornado a los otros dos para poder entrar en una
casa de mujeres del Inca, edificio de redos muros en el que es
taba encerrada su amada. Tales hechos eran considerados grave
delito contra el soberano en el estado inca. Según el código Penal,
los delincuentes debían permanecer colgados por los pies «hasta
que muriesen».
Con mayor atención debió de escuchar Pizarra el informe que
l)c Soto le hizo de su visita a Guacabamba; su escuadrón llegó a
137
dicha localidad por un camino construido por los incas. Las des
cripciones de estos «caminos reales» son, mayormente, exageradas-
como todas las historias de aquel imperio. No debe olvidarse que
en un país donde no se usó la rueda, no eran necesarios caminos
sólidos, cuanto más que muchos de ellos discurrían por terrenos,
pantanosos y no eran sino una simple explanación y trazado. En
los parajes desérticos, estaban protegidos por muros y jalonados
por arbolados y acequias. La construcción de caminos pertenecía,
a la servidumbre de los parias, partiendo de la enseñanza política
de que un pueblo fatigado es un pueblo sumiso.
Este discutible tramo de camino fue descrito más tarde por
Cieza, con admiración: «Este camino es tan ancho, que pueden an
dar desahogadamente seis caballos uno junto al o tro ... A su lado
hay una acequia revestida de piedra, la cual debe de alimentarse
de otros lugares. En ella beben todos los que transitan por él. A
trechos de un día de camino, se encuentra un edificio a modo de
posada, donde el caminante encuentra albergue»1.
Admirados, los exploradores habían observado dos tambos re
pletos de ropas y de vituallas, entre las que se encontraron unos
frutos «a modo de turmas de la tierra»; así describe el cronista
las primeras patatas que vio. La impresión general fue que «aquel
pueblo vivía con comedimiento y buen orden».
Emisario y espía
1. Caluncha cuenta cómo a su pregunta sobre el sentido de los dos caminos que
discurrían paralelamente, le fue contestado: «Cada sexo tenía su camino propio; el mis
ancho era para los hombres; el estrecho para las mujeres. Así caminaban unos al lado de
otros según la voluntad del Inca, su amo y señor.»
138
época árabe en España, los soldados españoles consideraban intan
gible su barba.
El mensajero examinó con los dedos el filo de las espadas y
las bridas de los caballos. El informe que luego hizo a su señor no
fue halagüeño para los españoles: «Se trata de una hueste de
salvajes, algunos de los cuales iban montados en moruecos como
los que se criaban en la región de los collas; eran unos ladrones y
unos mal engendrados. Por lo que el Inca debía preparar la cuerda
necesaria para atarlos, porque se escabullirían en cuanto viesen
las poderosas milicias incaicas...».
Pizarra obsequió al orejón con camisas españolas y otros va
liosos objetos de procedencia india, y le dijo que comunicase al Inca
que tenía el propósito de marchar hacia Cajamarca, con el fin de
ofrecerle sus respetos.
En penosas marchas por montañas- y valles, avanzaba Pizarra
hacia su objetivo. Después de tres días de camino, llegaron a un
valle, muy fértil y poblado. Posteriormente, escribe Cieza acerca
de los habitantes de aquella región: «Los montañeses, que fuimos
conociendo desde la fundación de San M iguel..., son un pueblo
sucio. Comen la carne y el pescado crudos. Asimismo están sucios
sus templos. (¿De qué otro modo puede calificar los sacrificade
ros?) En ellos sacrifican lo mejor que tienen. Cada mes ofrendan
vidas humanas, incluso lo hacen a gusto si se trata de sus propios
hijos. Con la sangre de las víctimas embadurnan sus (dolos y la
entrada del templo... Y lo curioso del caso es que los indios
destinados al sacrificio van de buena gana a la muerte, y lo hacen
hcbiendo, riendo, cantando y bailando hasta que son decapitados...1.
Cuanto más iban adentrándose en la cordillera tanto más pa
tente se manifestaba la presencia del Inca. Atemorizados, los in
dios eludían contestar a las preguntas que se les hacían, y apenas
osaban pronunciar el nombre de su soberano. Al fin, decidió Pi
zarra interpelar a un cabecilla de allí por medio del tormento. Se
empleaba el miedo contra el miedo; mal procedimiento para sa
ber la verdad. Supo que las milicias de Atahualpa esperaban a los
blancos en tres sitios: al pie de las montañas de Cajamarca, en lo
alto de sus picos, y en la misma población.
Al término de los acontecimientos, esta aserción ni quedaba
confirmada ni desmentida. Pues las milicias de Atahualpa no les
salieron al paso, ni les impidieron la subida a la cordillera. Por
otro lado, los espías los seguían atentamente, y una ulterior orden
del Inca a su cabecilla Rumi-Ñahui para que capturase a los es
pañoles en su esperada marcha hacia las montañas de Cajamarca,
era una prueba elocuente de ello. Las muestras de pacifismo que
1. Oviedo complete cito con las siguiente» palabras: «En aquellas regiones de los
yungas, eran sacrificados jóvenes y muchachas. Les quitaban la piel, que luego rellenaban
■Ir paia y la colgaban con los brazos extendidos en el templo.»
139
daba el Inca quedaban contrapesadas por alguna que otra escara
muza con grupos aislados, las cuales no suponían ningún riesgo,
pues cada legua de camino por la sierra alta hacía más estéril la
situación de los españoles. Acabarían perdiéndose en desconocidos
valles como venado en la red. A los indios les gustaba el chacu
(las grandes batidas), y eran maestros en él.
Más adelante, el cacique del lugar, partidario de Huáscar, les
comunicó que Atahualpa tenía concentrados cincuenta mil hom
bres en los alrededores de Cajamarca. El español desconfiaba de
la aritmética de los indios; pero tuvo que convencerse de que en
Perú se sabía contar perfectamente del uno al diez, del diez al cien
y del cien al mil, y multiplicar estos números. (Aunque parecía
distinta su imaginación respecto a cantidades y magnitudes.)
Dicho cacique era el señor del valle y se había escondido por
temor cuando la invasión de Atahualpa. Como represalia a su
fuga, los quiteños habían dado muerte a todos sus guerreros, y se
habían llevado seiscientos jóvenes y doncellas para el ejército.
Tales noticias despertaban discordantes sensaciones entre los
expedicionarios. Y su jefe tuvo que meditar de nuevo acerca de
sus planes.
Si se hacía caso de cualquier noticia, se podía creer que emi
sarios de Huáscar ya habían estado en Zarán, para entrevistarse,
con los españoles y sondearlos con el fin de ganarlos para su
causa.
La importante victoria del contrapretendiente de Quito le ha
bía restado valor a la tan anhelada y favorable posibilidad de me
diar entre los dos soberanos. Atahualpa se había convertido en
indiscutible regente, mientras Pizarra avanzaba por las estribaciones
de la cordillera; no necesitaba ninguna ayuda, ni podía ofrecér
sela a Huáscar, pues era demasiado tarde para hacerlo.
La guerra fratricida, que al comienzo parecía una dádiva del
G elo, amenazaba con volverse un peligro mortal, por la concen
tración de fuerzas militares, con las que los españoles no habrían
tenido necesidad de enfrentarse en condiciones normales.
140
litoral, hombre muy confiado en sí mismo y enemigo jurado de los
montañeses, que fuese de espía a Cajamarca.
El curaca se negó rotundamente, porque estimaba su pellejo
y estaba seguro de perderlo si descubrían que era un espía. En
casos así, se empleaba la antigua costumbre de desollar vivo al
prisionero, y de hacer de su piel los parches de un tambor mágico,
adornado con la cabeza de la víctima. El cauto curaca se permitió
hacer una contraproposición, que suponía menos peligro y condu
cta al mismo fin:
—Quiero ir a Cajamarca; pero como emisario tuyo. De este
modo, podré ver de cuánta gente dispone el Inca y saber cuáles
son sus planes.
Pizarra convino con lo dicho por el otro y le dio, para que lle
vase un considerable presente, copas venecianas y finas camisas de
lino y otras prendas de vestir. El Inca se quedó maravillado de la
belleza de las copas, y preguntó si las usaban sólo los reyes. Cuan
do oyó que también podían ser adquiridas por gente que no fue
se de la realeza, las dejó con un gesto despectivo. El emisario de
bía exponerle a Atahualpa que los españoles trataban pacíficamen
te a los pacíficos y belicosamente a los belicosos. Le podía asegu
rar al Inca que Pizarra iría a su encuentro como amigo y herma
no, sí lo deseaba, y que estaba dispuesto a unirse a su causa.
De entre los que lo acompañaban, el curaca debía mandar de
vez en cuando un mensajero con noticias. Con estas instrucciones
los indígenas yungas se pusieron en camino.
La tropa exploraba lentamente el terreno, y lo hacía procurando
el contacto con la población. No se sabía cómo finalizaría la em
presa.
A los tres días llegaron a una encrucijada donde se cruzaba el
camino que venía de la costa con el que iba de Q uito por Chincha
a Cuzco. Este último conducía a una fértil y tranquila región. In
cluso había tramos sombreados por árboles que lo jalonaban,
wra cuyo regadío discurría una acequia paralela a ellos. Todavía
Ítoy se ven restos de estas acequias y de algunos tramos de muro
de protección contra las arenas movedizas.
En aquel último cambio de vías, seducía fuertemente la inevita
ble opción por el camino que más risueño se ofrecía. Parte de la
tropa se inclinaba a ello.
En esta encrucijada del destino, Pizarra les habló con su parco
discurso a sus hombres:
—Marchamos bajo la atenta mirada de los espías, que comu
nican cada paso que damos a su cuartel general, donde se forman
una idea de nosotros. Hemos notificado que nos dirigimos a Caja-
marca. Cualquier desviación en nuestro objetivo sería interpretado
allí como temor por parte nuestra... El único camino seguro es el
que nos lleve derechos al campamento de los incas... Cada uno
141
debe cobrar ánimo y hacer lo que de él espera su comandante.
¡No prestéis atención únicamente al número de adversarios! Pen
sad también que el Señor os ayudará a conducir nuestro adversa
rio por el camino de la religión cristiana. Algo así nos ha sucedido
en empresas anteriores. ¡Cuántas veces hemos sido salvados como
por milagro de situaciones peligrosísimas! Esta vez no puede suce
der de otro modo, porque tenemos el buen deseo de hacerles cono
cer la verdad a esos paganos, sin causarles daño alguno, salvo que
intenten atacarnos...
Los soldados se rindieron obedientes a estas palabras. Pizarra
podía elegir el camino que le pareciese mejor. Lo seguirían a donde
los condujese y podría ver cuál de ellos era un cobarde cuando
llegase el momento.
Al día siguiente, se detuvieron antes de subir la sierra de Caja-
marca. Pizarra concedió a sus soldados otro alto en el camino,
mientras deliberaba con sus oficiales sobre las últimas disposi
ciones.
Tenía el propósito de subir por los valles, estrechos como caña
das, con sesenta jinetes y cuarenta de sus mejores infantes en
formación de combate. El resto de la tropa quedaría con el tren
de aprovisionamiento al mando de De Soto, esperando órdenes de
la vanguardia, a la que deberían seguir con mucha prudencia.
Con ello, comenzaba la verdadera ascensión, si se la quiere
llamar así en el doble sentido de la palabra; era tan abrupta, que
los jinetes tuvieron que echar pie a tierra y llevar cogidas sus
caballerías de la brida. En algunos sitios, los pasos eran tan estre
chos que, según palabras del expedicionario Francisco de Jerez,
«con pocos españoles se habría podido detener a todo un ejército».
Pero Pizarra escribe acerca de aquel recuerdo estrcmecedor: «Para
desdicha suya, Atahualpa se tranquilizó por los informes que le
daban los espías sobre el escaso número de nuestras fuerzas. Bas
taba un tercio de sus fuerzas para derrotar a los españoles en
aquellos desfiladeros, y los pocos que posiblemente hubieran podido0
escapar, habrían encontrado la muerte en su huida por la llanura.
Pero Dios había dispuesto que nosotros, cristianos, llegásemos a
aquella tierra...»
A eso del mediodía llegaron a una altiplanicie, en un morro de
la cual surgía un pucará; allí, la expedición hizo un alto en el
camino. En aquel paraje se hacía sentir el clima de altara. Do
la tórrida región de los valles cálidos, habían pasado al frío de las
tierras altas, donde el calor se turnaba súbitamente con el frío
de la sombra y de la noche. Aquellos bruscos cambios de tempe
ratura afectaban principalmente a los caballos; cubiertos de sudor,
quedaban expuestos al frío viento y empezaban a sufrir resfriados.
Una gran región se alzaba ante su camino. Bajo el cielo azul
turquí de levante, se extendían tierras nevadas y cumbres glacia-
142
les, encendidas por el sol de los trópicos. El paraje aparecía yer
mo: jaras, aulagas y árboles desgajados por el tiempo. Acá y acullá
se veía algún que otro arroyuelo, en cuyas orillas verdeaba la vege
tación. En las copas de aquellos estériles árboles posaban oscuras
bandadas de hambrientos buitres y se cernían acechando la presa.
De vez en cuando se veían manadas de pacientes llamas y de lanu
das alpacas. Por el cristalino aire, que apagaba el ruido del andar
de los caminantes, y seguido de veloces halcones, veía deslizarse
algún que otro cóndor, símbolo de los incas, como lo eran el puma
y la serpiente.
Al atardecer de aquel mismo día llegaron a otro pucará, grande
como un castillo español; su sillería estaba canteada de suerte que
los canteros españoles no la hubiesen mejorado. En el poblado
encontraron sólo algunos ancianos y mujeres; se supo que unos
días antes el Inca había estado en aquel paraje. Se desconocían
sus propósitos; pero se decía que quería recibir pacíficamente a
los extranjeros.
Poco antes de ponerse el sol llegó el tan esperado avisador de
la embajada que Pizarra había enviado a Atahualpa. Dijo que su
señor lo había mandado venir, después de haber sido recibidos
por una legación del Inca; que éste los recibiría más tarde, y que
no habían encontrado ningún campamento militar en todo el re
corrido.
A la mañana siguiente, los expedicionarios continuaron la mar
cha hasta el puerto de la sierra y montaron sus tiendas de cam
paña cerca de un nacimiento de aguas. Al débil amor de la lumbre
intentaban mitigar el frío penetrante. «En las tierras de la meseta
castellana no hace tanto frío como en esta desnuda región mon
tuosa, donde apenas si crecen las aulagas. Sólo existen árboles
desmedrados, y el agua es tan fría, que no se puede beber sin
antes calentarla», anota Francisco de Jerez.
Tras haber acampado, llegó la retaguardia; poco después lle
gaba una embajada de Atahualpa, anunciando que el objeto de su
visita era precisar la llegada de los extranjeros, con el fin de pro
curarles vituallas. El caudillo comunicó que su soberano llevaba
cinco días esperando a los hombres blancos, y que disponía de
pocas fuerzas, porque el grueso de ellas habían sido enviadas a
(áizco. Luego hizo una exposición de la guerra fratricida, según
1« versión oficial del vencedor, por supuesto.
—Mi señor —continuó el emisario—, es hijo del difunto sobe
rano de Cuzco, que ha gobernado estos territorios. Al morir dejó
a su hijo Atahualpa la gran provincia al norte de Tomebamba,
llamada Quito. Al hijo mayor le legó el resto del imperio y su
soberanía. No contento con ello, empezó esta guerra contra su
licrmano Atahualpa; éste le pidió pacíficamente que lo dejase en
poder del territorio heredado de su madre, enviando a tal fin una
143
embajada, la cual fue mal recibida; al caudillo de la misión, her
mano de Atahualpa, se le dio muerte por orden de Huáscar. En
tonces, Atahualpa marchó con sus poderosas huestes sobre To-
mebamba; como encontró resistencia, incendió la población y mató
a sus vecinos. Luego, dirigió sus tropas contra las de su hermanas
tro, con lo que ha ido conquistando territorio y engrandeciendo su
poder. Hace unos dias que sus caudillos le comunicaron la derrota
total de las tropas de Cuzco, la conquista de la capital y captura
de su rival Huáscar, junto con un gran botín de oro y plata.
Ahora, llevan al prisionero camino de Cajamarca...
El contenido de esta información trataba de impresionar po
niendo de manifiesto el poder del soberano quiteño. Pizarra escu
chó atento, y respondió impasible:
—Me alegro de todo lo que acabas de decirme, y de la victoria
de tu señor. Su hermano, no conforme con lo que le pertenecía,
ha querido usurparle a tu señor el reino que su padre le ha dejado.
A los soberbios suele sucederles lo que al rey de Cuzco; no sólo no
alcanzan lo ajeno, sino que acaban perdiendo lo propio, y, al re
mate, la vida.
En actitud grave y confiado de sí mismo, continuó diciendo:
—Creo en todo lo que me has dicho. Atahualpa es un gran sobe
rano y un poderoso militar, según los informes que tengo. Pero
sábete que mi señor, emperador y rey de las tierras españolas, y
de todas las islas y continentes indios, tiene muchos soldados. Sus
capitanes han vencido y capturado a ejércitos mucho más numero-'
sos que los que hayan podido vencer Atahualpa, su hermano o su
padre. El Rey me ha enviado a esta tierra para hacer saber a sus
habitantes la existencia de Dios, al que es necesario obedecer. Con
los pocos hombres que me acompañan, he vencido a ejércitos ma
yores que los que Atahualpa haya podido vencer. Pero si tu señor
desea mi amistad y me,recibe pacíficamente, como otros señores
han hecho, seré buen amigo suyo y le prestaré mi apoyo en su
contienda. Vengo de muy lejos, y en mi camino he descubierto
un nuevo m ar... Si quiere guerra, la tendrá, de la misma manera
que he guerreado contra la isla de Puná, contra Tumbes y contra
todos los que la han deseado. Pero no guerreo contra nadie ni le
causo daño si no lo desea...
Tras haberles traducido este discurso, los emisarios se queda
ron suspensos, según anota el cronista, ante el hecho de que tan
pequeño número de españoles hubiese podido hacer cosas tan
grandes. Luego le pidieron permiso para comunicar a su soberano
todo cuanto habían oído, y para prepararles a su debido tiempo
provisiones a los extranjeros. Es dudoso que los enviados osa
sen transmitirle fielmente el discurso del español al soberbio Ata
hualpa.
La proximidad del acantonamiento de las tropas incaicas se
144
hada perceptible por numerosos encuentros y visitas. Al amanecer
del día siguiente, los españoles continuaron su camino hacia el
objetivo que perseguían. Anochecía cuando llegaron a un gran
poblado montañés, donde hicieron noche. Allí recibieron la visita
de un conoddo, el emisario y espía de Zarán que les había llevado
los ánsares asados. Esta vez vino con dieciséis llamas. Pizarra se
mostró contento por aquel encuentro, trató amistosamente al visi
tante y procuró enterarse de dónde se encontraba el Inca. El
orejón dijo con aplomada elocuencia que se encontraba acompa
ñado de numerosa servidumbre e invitaba a los españoles a beber
chicha de cinco cántaros de oro. Se mostró, además, dispuesto a
acompañar a los expedicionarios hasta Cajamarca, e hizo osten
siva su satisfacción hasta que ocurrió un inddente: a los dos días,
regresó de la región yunga el curaca, a quien ya se había dado
por desapareado. Apenas advertir la presenda del enviado de Ata-
hualpa, se enfureció, se echó sobre él y tiró con fuerza de los
discos de oro de las orejas, hasta que intervino Pizarra.
El irritado curaca empezó a soltar un torrente de lamentadones:
— ¡Este emisario es un embustero! ¡Todo lo que dice es men
tira! Cerca de Cajamarca hay concentrados numerosos guerreros...
Me habrían matado, si no los hubiera amenazado con que tú mata
rías a sus emisarios. Ni una sola vez me han dado de comer. Tam
poco han dejado que me acercase a Atahualpa, pretextando que
observaba el ayuno y no recibía a nadie. Luego ¿alió a recibirme
un caudillo pariente suyo, y me preguntó qué dase de gente eran
los cristianos, y qué armas tenían. Le contesté que eran unos hom
bres muy valientes; que sus caballos corrían como el viento y
mataban a los hombres con los dientes y los cascos; que sus espa
das partían de una cuchillada a los que mataban a los hombres
con flechas; que tenían armas que disparaban balas de fuego...
Pero el caudillo se echó a reír, y dijo que no sería tanto; que los
caballos no llevaban armas, y que serían muertos a lanzazos. Como
no pude hablar con el Inca, decidí regresar. ¡Tú mismo debes ver
si tengo razón o no! Recibes al emisario de Atahualpa, y lo invitas
a comer en tu mesa. En cambio, a mí no me han dado audiencia,
ni se han dignado darme de comer una sola vez. ¡Es una suerte
que haya escapado con vida...!
Era digna de atención la idea que se tenía de las armas espa
ñolas y el poco miedo que infundían los caballos en el cuartel
general de Atahualpa. El servicio de espionaje incaico había infor
mado detalladamente. Nadie creía en la superioridad de los extran
jeros.
El enviado de Atahualpa, sorprendido momentáneamente por
aquel inesperado ataque, se recuperó en seguida, y dijo:
—Si Cajamarca está vacía, es porque se ha querido hacerles
sitio a los extranjeros. Si el Inca tiene sus milicias acantonadas,
145
es porque están haciendo prácticas desde que empezó la guerra.
— Y dirigiéndose con cierto desprecio al curaca— : Si no te han
dado audiencia, es porque el Inca guardaba el sagrado ayuno.
Cuando sucede así, nadie puede visitarlo; nadie ha osado notifi
carle tu presencia. De lo contrario, te habría recibido y dado de
comer.
Pizarra escuchaba atentamente; luego dijo:
—Está bien; te creo porque tengo confianza en mi hermano
Atahualpa. Siento mucho que te hayan ofendido... — No dudaba
lo más mínimo de que el curaca de San Miguel había dicho la
verdad. Y su vigilancia se acrecentaba con la proximidad de las
huestes peruanas.
Sólo unas leguas los separaba del desenlace de aquella empresa.
Pizarra estableció un ritmo de marcha que le permitiera dos
días más tarde, a mediodía, llegar a Cajamarca. Al atardecer del
día siguiente, los españoles dispusieron su vivaque en una meseta
cubierta de vegetación. De nuevo llegó a ellos una columna de
provisiones de Pultamarca. ¿Era un acto de hospitalidad? ¿O se
trataba de un ardid del cazador que ceba la caza antes de echarle
las redes?
Sobre la oscura configuración de las montañas, que rodeaban la
meseta, brillaban algunas estrellas. Y en el horizonte destacaba
la Cruz del Sur cual consolador signo del cielo. Con el ocaso des
apareció el último aliento de calor diurno. Frío y ocioso, alentaba
el aire puro de la meseta. No se veía luz alguna. Reinaba la oscu
ridad total. Sabían que d en pares de ojos los estaban observando
ocultos en la álgida noche de los trópicos; tal vez lo hidesen de
detrás de los peñascos que los rodeaban. Fatigados, los caballos
piafaban, resoplaban y, de vez en cuando, relinchaban en el fresco
y seco aire de la noche.
La quietud invitaba a echar un párrafo; mas todos guardaban
silendo. El frío se metía en la sangre y helaba el corazón. Frío el
cuerpo y desocupada la cabeza de pensamientos, oficiales y soldar
dos estaban acostados en el silendo nocturno; era un sueño pro
fundo y desasosegado a un tiempo.
Con la misma prontitud que había llegado la noche, llegó el sol
a las seis de la mañana, borró las sombras nocturnas de los picos,
y dejó caer, cual el redoblar de un tambor, su clara luz sobre el
campamento que ya estaba despierto.
Temprano, se puso Pizarra en marcha. No era necesario dar
orden alguna. Cada uno obedecía una orden del momento. En gru
pos dispersos iban subiendo las últimas devaciones. A una legua
de la dudad, la vanguardia al mando del jefe de la expedición se
detuvo para esperar que la retaguardia se uniese a ella. Luego
dispuso sus fuerzas en orden de combate, dividida la caballería en
tres secciones. La primera la mandaba Pizarra, y las otras dos, De
146
Soto y su hermano Hernando, respectivamente. Al mismo tiempo
envió una legación de indios a Atahualpa, para anunciar su llegada
y pedir que fuese recibido en el límite de la ciudad.
Aquella medida fue innecesaria, porque cada hora el Inca era
informado del movimiento de los españoles y, por otro lado, no
pensaba satisfacer la petición de los mismos.
Era más de mediodía, y el sol empezaba a declinar en las leja
nas montañas de poniente, cuando los expedicionarios alcanzaron
la cumbre y abajo se ofrecieron a su vista los edificios y las plazas
de Cajamarca, y el extenso valle de cultivos y numerosos rebaños
de llamas. Pero lo que más avivó su atención fue la deslumbrante
blancura, al reflejo del sol, de las hileras de tiendas de tela de
algodón de las milicias incaicas, dispuestas en la ladera meridional
y a una legua de la población.
Eran las tres de la tarde, la hora del rosario, como anotó Fran
cisco de Jerez, del 15 de noviembre de 1532, cuando entraban lenta
v solemnemente, y con el corazón alterado por la preocupación y
la esperanza, en la plaza principal de Cajamarca.
Cajamarca apareció vacía y desolada; sólo se veían algunas asus
tadizas mujeres por sus calles. Cajamarca produjo la sensación de
una ciudad muerta, de un escenario vacío y dispuesto para una
obra cuyo contenido era desconocido por todos los que debían
intervenir en su representación.
La ciudad de Cajamarca
147
una puerta falsa en la roca, construida seguramente por razones
de simetría. Fuera del distrito habitado, y rodeado de recios muros
y de árboles, surgía el espacioso edificio del templo del Sol, como
en todas las importantes poblaciones sometidas a los incas; evi
dentemente, no sería nada extraordinario, pues los cronistas ape
nas si los mencionan en sus escritos. En cambio, también existía
la institución de las mamacomas que, en provincias, como sabemos,
se dedicaban más a la tejeduría incaica que al servicio de los tem
plos. De estas casas se abastecían de tejidos y de hilos todos los
almacenes del imperio. El Inca disponía de estas mujeres ancianas,
y las ofrecía como presente a personalidades destacadas o a cu
racas.
Cajamarca fue sometida durante el reinado del Inca Tu pac
Yupanqui. Aún perduraba el espíritu de independencia de otrora.
El gobierno de Cuzco había avecindado grupos de mitimacos en
aquellas regiones, lo cual había creado en la población del valle
una discrepante idiosincrasia, que se reflejaba en su conducta con
los extranjeros. Aquella gente era más tratable y espiritualmente
abierta que las tribus con que se hablan encontrado hasta enton
ces; asimismo era más aseada en el vestir y limpia en la prepa
ración de los alimentos.
Pizarra no tardó en encontrar amigos seguros entre ella.
Sin duda, apremiaban de momento al capitán español la preo
cupación por la pura existencia y los preparativos de aquel lance,
cargado de imprevistas contingencias.
La primera Inquietud fue que el Inca no daba muestras de su
presencia. La ciudad, con su gran plaza, estaba sumergida en una
quietud sepulcral. Algunas mujeres pasaban apresuradas y pare
cían mirar a los extranjeros como si fuesen visiones de ultra
tumba.
Poco después, se personó un suboficial del acantonamiento in
caico de Pultamarca y les dio a entender a los españoles que
podían permanecer en el edificio que habían ocupado; pero en
ningún caso en la torre de los ídolos (como la llamaban los cro
nistas), pues estaba destinada para oficios religiosos.
Sin aquella advertencia, Pizarra ya había dado las órdenes
oportunas para la seguridad del momento y para el posible resul
tado de una acción, más imaginada que planeada.
En el campamento de Atahualpa
148
nalidad importante, enérgica, cauta y, sobre todo, extraordinaria.
En la lucha contra su hermano dio muestras de ser un astuto,
circunspecto y valeroso caudillo. Vino observando exacta y conti
nuamente a los extranjeros desde su desembarco en Tumbes, y
puede que desde el de Coaque. No daban un paso que no fuese
observado por la atenta mirada de sus hombres.
Por otro lado, existen muchos indicios de que el Inca no aca
baba de formarse un juicio preciso de los extranjeros. Por eso
vacilaba entre la enemistad y la hospitalidad, la desconfianza y la
atención. Debió de ver en ellos los emisarios de un poderoso sobe
rano, pues lo sorprendente de sus «gigantescos carneros» y lo
fascinante de sus armas, como el brillo de sus espadas y el mortí
fero relámpago de sus arcabuces, lo ponían de manifiesto.
Más tarde, Atahualpa les habló abiertamente —en tanto la pru
dencia de su sinceridad no se extralimitase— de las deliberaciones
de entonces en su consejo militar. Primero se habló de impedir el
desembarco de los extranjeros. Luego él mismo dio la orden de
que cesase la resistencia en Tumbes. En su afianzamiento en la
costa y su ulterior adentramiento en el país, no vio razón alguna
para inquietarse. Pues no era problema para él acabar con aquella
reducida hueste de guerreros blancos y barbudos. Tan pronto
como terminó felizmente la guerra fratricida, quedaba por resolver
el problema de cómo proceder con los extranjeros. Sobre el par
ticular hubo variedad d e opiniones según el temperamento de cada
uno en el consejo militar: los precavidos advertían que no debían
menospreciarse los propósitos de aquellos intrusos, y los exalta
dos, ufanos por la inesperada victoria sobre Cuzco, no querían
tener demasiados miramientos con «aquel puñado de ladrones bar
budos». Tanto ellos como sus pacos (así les llamaban a los caba
llos) eran unos simples mortales. El asunto se barajaba entre darles
muerte o convertirlos en yanaconas (esclavos del Estado que desde
el primer momento se pusieron de parte de los españoles).
El Inca se decidió por la táctica de esperar y no quitarles el
ojo de encima. De todos los puntos de vista, el más oportuno y
acertado era el de dejar que los extranjeros se adentrasen en el
país, pues detenerlos en la costa suponía facilitarles la retirada
en sus barcos.
Pero ni pensaba ceder un paso de su soberanía ni dejar impu
nes a los extranjeros. Sobre ello, Diego de Trujillo escribe: «Mar
chamos con mucha precaución hacia Cajamarca, pues el Inca que
ría cogernos por sorpresa en un barranco. No lo hizo, porque un
orejón, que nos había visitado (al que ya conocemos), le dijo: «No
hace falta que envíes tropas; yo mismo te los traeré atados. Mi
presencia ya les infunde miedo. Pero debes dejar con vida a tres
de ellos.» — Se trataba de Juan de Salinas, el herrero; de Francisco
(¿pez, el barbero, y de Hernán Sánchez Morillo, el mozo de caba-
149
líos... Los participantes de la expedición Estete, Mena, Pedro
Pizarro y Ruiz de Arce coinciden en ello.— «Había decidido quitar*
nos los caballos y yeguas... y cogernos para sacrificarnos en el
templo o castrarnos y convertirnos en esclavos...» Más tarde, Ata*
hualpa le dijo sonriente a Pizarro:
— Me acuerdo de cómo había planeado hacerte prisionero; pero
ha resultado todo lo contrario...1
Las contradictorias afirmaciones de los cronistas sobre la con
ducta de Atahualpa encuentran su explicación en esta escueta
frase.
Cargado de análogas impresiones, regresó ya entrada la tarde
del jueves el mensajero que Pizarro había enviado a Pultamarca,
y dijo que tenía la impresión de que el Inca no abrigaba propósi*:
tos amistosos.
El caudillo español estaba convencido de ello; no podía ser de
otro modo, dada la información que tenía respecto a Atahualpa.
Por consiguiente, tomó las medidas necesarias.
Durante la llegada había hecho tiempo para poder tomar con
tacto con la población y reunir toda la información posible.
No se podía perder tiempo. Si Pizarro al ver la plaza principal
concibió el plan de aprehender allí al soberano peruano —la idea
de este plan se la pudo haber sugerido la conversación que sostu
viera con Hernán Cortés en Toledo— , hay que reconocer que la
audacia de su fantasía iba de la mano con su firme carácter.
150
Poco después se encapotó el cielo y descargó una granizada.
Refrescó el ambiente. La gente tenía frío, y se cobijó en el edificio
que les servía de alojamiento. Pedro de Candía, desatendiendo la
advertencia que había hecho el suboficial enviado de Pultamarca,
ocupó con sus arcabuceros, dos culebrinas y unos ballesteros, la
torre de los ídolos.
En aquel momento, De Soto era recibido en el campamento
incaico.
Con su escolta montada anduvo el amplio camino real sin im
pedimento alguno hasta las cercanías del acantonamiento, donde
dicho camino acababa en un terreno cenagoso, que evidentemente
a partir de aquel punto había sido destruido para crear un obs
táculo. Pero los indios se quedaron sorprendidos, al ver que los
caballos se abrían paso por la ciénaga. Por el lugar del emplaza
miento de las tiendas discurría el riachuelo de Chontas, y se apre
ciaba su crecida por la lluvia. No obstante haber un pequeño
puente sobre él, prefirió De Soto vadearlo, acompañado del intér
prete Martinillo, para no inquietar a los numerosos guerreros que
había al otro lado. Ufano y despreocupado, iba al trote de su brio
sa y torda yegua de sangre árabe, que se había hecho famosa por
su galope en «tierras indias», por entre las brunas huestes hacia el
pabellón del soberano, situado cerca del riachuelo. Mientras el ofi
cial lo acompañaba a presencia del Inca, vio unos cuatrocientos
hombres armados de la escolta real.
Ante la puerta de su aposento esperaba Atahualpa al emisario
extranjero, sentado en un taburete de oro y rodeado de sus pala
dines y de sus mujeres; dos de ellas sostenían delante de la per
sona del soberano una tela fina y transparente, a través de la cual
podía ver sin ser visto. «Pues —escribe Pedro Pizarra— aquellos
reyes solían aparecer con poca frecuencia ante sus súbditos.»
Cuando De Soto se detuvo ante él, bajaron la cortina; el Inca
lanzó una penetrante mirada al extranjero, que le saludó con
nobles gestos sin mirarle ni dirigirle una sola palabra.
«La majestuosidad del rey peruano impresionó profundamente
al visitante», escribe el cronista. De aquel encuentro surgió una
amistad que perduró hasta el fin.
Atahualpa contaba unos treinta años de edad; era alto y un
poco grueso. Francisco de Jerez nos lo describe así: «Su rostro era
grave, bello y sañudo; sus ojos, encarnizados, como todos los de
su raza. Su discurso fluía suave y mesurado como el de un gran
soberano; en el curso de una deliberada argumentación, su tono
podía adquirir súbita animación, y aun, apasionamiento...»
Ceñía la cabeza con el llauto, del que pendía la mascapaycha,
símbolo de poder, lo cual realzaba aún más su dignidad innata.
De sus hombros pendía un poncho de finos dibujos bordados en
oro y plata. Calzaba sandalias entretejidas con oro.
151
Así estaba sentado el Inca en medio de su grandeza, y perma
necía inmóvil cual una estatua. Parecía como si el menor movi
miento lo amenazase de muerte. Mantenía inmóviles los ojos, y
fija la mirada en el suelo. Ningún leve gesto que denotase en él
la idea de que tenía un extranjero delante.
Con la gentileza de un cortesano español, De Soto le presentó
en nombre del rey de Castilla los respetos de su comandante y el
ruego de que le hiciese la distinción de una pronta visita.
De Soto, la figura más elegante entre los oficiales de Pizarra,
se había puesto un uniforme de seda y brocados finísimos. Era un
hombre pudiente, y llevaba puesta una fortuna en su cuerpo. El
lujo de su vestidura, el resplandor de sus armas y armadura, uni
do al impulso de su vigorosa personalidad, debieron de causar
profunda impresión. Era una magnífica representación de su sobe
rano. Pizarra no podía haber enviado a otro hombre mejor.
Martinillo tradujo perfectamente aquel fino discurso; todos se
admiraban de que hubiese llegado a dominar la lengua castellana
en tan poco tiempo.
El Inca, no sólo parecía ignorar el discurso, sino también la
presencia de su visitante. Durante la ceremonia permaneció inmó
vil y mantuvo baja la mirada, de modo que parecía como si no
hubiese oído nada.
Tras una incómoda pausa, en la que las palabras del español se
quedaron materializadas como aire líquido, respondió un ayudante
del soberano:
— ¡Ari! ( ¡Está bien!)
Esta breve palabra sonó fría y amenazadora.
En aquel crítico momento, se produjo un movimiento en la
explanada. Llegaba Hernando Pizarra. Por la sección que estaba
en el lado opuesto del río, a la que pertencían sus hermanos Juan
y Gonzalo Pizarra y el soldado cronista Estete, supo que De Soto
había ido solo a visitar al Inca. Siguió el ejemplo de De Soto, dio
orden a las dos secciones para que acudiesen en su ayuda, si las cir
cunstancias lo requerían, y vadeó el riachuelo para apoyar como
fuese la misión de De Soto, pues no faltaba valor para ello.
Hernando se presentó en un momento en que el discurso había
llegado a un punto muerto, o quizá mortal.
Aliviado, De Soto aprovechó la presencia de Hernando, y le ad
virtió al Inca que acababa de llegar el hermano de su comandante.
Después de estas palabras, Atahualpa alzó por primera vez la
vista para fijarse en la figura del nuevo visitante; era un hombre
que vendría a tener la edad de él, extraordinariamente fuerte y
con correcta confianza en sí mismo. Se dice que, a partir de aquel
momento, el Inca tuvo confianza en Hernando y trabó amistad
con él, y lo más notable es que el altivo y violento Hernando co
rrespondió a esa amistad y permaneció fiel a ella.
152
Hernando le hizo una cortesana reverencia, y reiteró que Su
Majestad podía ir con todas sus tropas a Cajamarca; que no por
ello los españoles se asustarían, pues ya estaban acostumbrados
a ver grandes ejércitos.
El Inca salió de su estática postura para decirle que le agra
decía su buena voluntad; pero que no era posible hacerlo por lo
avanzado de la tarde. El día siguiente, iría a Cajamarca. Y, luego
de un breve silencio, agregó:
—Con todas mis tropas...; pero no temáis nada.
A poco, surgió de repente la parte sombría que hacía referencia
a los españoles:
— Un curaca de la costa, Mayta Villca, del río Turicara —dijo
con enfado—, me ha informado de lo mal que habéis tratado a
mis caciques, de que habéis encadenado a algunos. Como muestra
me ha enviado unas gargantillas de hierro, y me ha dicho que
mató a tres españoles y un caballo. Sin embargo, mañana quiero
visitaros y ser amigo vuestro...
Lo acabado de contar no era para que fuese admitido sin ré
plica por un hombre como Hernando, por lo que, excitado, replicó:
— Mayta Villca es un embustero. Un solo cristiano se bastaría
para echarlo de allí a él y a todos sus indios Su hermano no mal
trataba a los cabecillas, si no le obligaban a ello. Los que
deseasen la paz, serían tratados como amigos, y los que quisiesen
la guerra, la tendrían hasta ser aniquilados. Puedes aprender la
táctica mUitar de los cristianos, si quieres ser nuestro aliado.
—Tengo un caudillo — respondió Atahualpa— que se niega a
obedecerme. Os cederé soldados para que podáis demostrar vues
tra valentía peleando contra él... (A la sazón, el Inca sostenía fuer
tes luchas con los chanchas en Jauja.)
—Para combatir un caudillo — repuso Hernando, arrogante— ,
no necesitamos tus guereros. Con diez de los nuestros basta para
vencerlo, por más soldados de que disponga...
Atahualpa se echó a reír y los invitó a beber.
Pero los españoles no estaban acostumbrados a la chicha. Su-
ieron eludir la invitación, empleando el mismo pretexto que el
r nca había usado. Le respondieron:
—No podemos beber porque guardamos ayuno.
Mas el Inca no dio crédito a esta excusa. Unas morenas y bellas
mujeres trajeron la bebida en vasijas de oro. Atahualpa las miró
sin despegar los labios. Desaparecieron y volvieron con volumino
sos cántaros de oro llenos de chicha1.
I. Diego de TrujlUo, que estuvo con Hernando en Pultamarca, nos lo cuenta algo
distinto: «Luego, vino Atahualpa con dos pequeños rimaros de oro llenos de chicha;
uno se lo dio a Hernando, y se puso a beber def otro. Tras lo cual le ofrecid uno de plata
• De Soto, y bebió del otro también de plata. Por lo que Hernando le ordenó si ¡mér
mete: «Dile que no existe diferencia entre De Soto y yo; los dos somos oficiales del
Rey.» Diego no estuvo en el campamento.
153
Sin embargo, De Soto y Hernando bebieron. Mientras la tarde
iba avanzando, pareció extenderse un ambiente de amistad y de
confianza.
Los dos oficiales españoles se despidieron con amistosa dis
posición de ánimo. El Inca hizo alusión al edificio que ocupaban
en Cajamarca, y, con notable entonación, recalcó:
— Sólo ese edificio; ningún otro más.
Al dia siguiente por la mañana visitaría a Pizarro.
Cuando salían del campamento, empezaba a anochecer. Las
huestes indias armadas formaron en dos filas. Aquella demostra
ción del poder militar del Inca no dejó de causarles impresión,
aunque no les decía nada, pues habían estado bebiendo con Ata-
hualpa en cántaros de oro. Pero continuaban sin vislumbrarse sus
intenciones.
Según Francisco de Jerez, aquella legión se componía de treinta
mil hombres.
Meditabundos, los dos emisarios cabalgaban al frente de sus
secciones, que, temerosas, los habían estado aguardando al otro
lado del riachuelo, cuesta abajo hacia la desolada ciudad.
154
Era imprescindible fortalecer los ánimos ante la presencia de
miles de guerreros armados.
— Pero — dijo— miro con regocijo su considerable número.
Pues, cuantos más sean, mayor será el desbarajuste que sufran,
lo cual no tardaréis en presenciar. Pensad que hemos venido a
estas tierras como portadores de la fe cristiana. Nuestra noble
causa y nuestra superioridad corporal nos dan fe en la victoria.
Confío en que Dios, que todo lo decide, nos ayude tanto en lo gran
de como en lo pequeño. Por esa razón, podéis aguardar como hom
bres que tienen ya la victoria en la mano.
Aun con aquella confianza, que era cierta por las razones que
les había expuesto a sus hombres, Pizarra no dejó de tomar toda
suerte de precauciones. Le encargó a su hermano Hernando, ex
perimentado soldado que había recibido el bautismo de fuego en
la campaña de Navarra, que cuidase de la distribución del servi
cio de guardia y de patrulla. Luego, ordenó a la tropa que se re
tirase a descansar. Pues, al día siguiente, se necesitaba tener des
pierto el corazón, inquebrantable el espíritu y descansados los
brazos y las piernas. Era el sueño del soldado con el arma en la
mano. Los misioneros que le acompañaban se pasaron la noche
salmodiando: Exurge Domine...
155
tras fuerzas, mientras yo entro en la plaza. Las secciones de van
guardia, armadas de clava, deberán llevar oculta el arma...
Acto seguido debió de dar las correspondientes órdenes, pues,
aquella misma noche, el frecuentemente citado general Rumi-Ñahui,
ocupó con cinco mil hombres armados de mangana los cerros de
Cumbe y de Chicuana, situados detrás de Cajamarca, para capturar
a los blancos en su esperada huida.
Por consiguiente, la preocupación en el campamento inca, no
era la lucha, sino impedir la retirada de los extranjeros.
Ya entrada la noche, los españoles contemplaban oprimidos cómo
ardían innumerables hogueras, de suerte que la vertiente del cerro
Chaullo parecía un cielo cuajado de exóticas y rutilantes estrellas.
9
EL 16 DE NOVIEMBRE DE 1532
La espera
157
Transcurrido cierto tiempo, el centinela del torreón comuni
có que había empezado la salida de tropas del acantonamiento si
tuado en la ladera del cerro Chaullo. Pero avanzaban con tal
lentitud, que pasó la mañana hasta que llegaron al verde llano
de enfrente de la ciudad, mientras continuaban saliendo grupos de
aquella localidad constituida por tiendas de campaña y edifi
cios.
Pizarra dio nuevas órdenes. Pedro de Candía ocupó con sus ar
cabuceros y algunos ballesteros el torreón. Pizarra le dio de re
fuerzos trompetas y tambores, lo cual explica el sentido de esta
clase de artillería. Pedro recibiría personalmente de Pizarra la señal
de abrir fuego.
Las calles de acceso a la plaza fueron ocupadas por observa
dores ocultos, de suerte que el comandante pudiese en todo mo- .
mentó tener una idea exacta de la situación.
Por el modo como se había ocupado la plaza principal, el plan
de acción, madurado lentamente, preveía apoderarse de la perso
na de Atahualpa. Con este fin, la caballería fue dividida en tres
secciones al mando de Hernando, de De Soto y de Benalcázar,
respectivamente. Y para producir el desconcierto y sembrar el pá
nico, ataran cascabeles a las patas de los caballos.
Pizarra se reservó el ataque al Inca, que pensaba llevar a efecto,
al frente de veinte de los mejores infantes, cubiertos por dos sec
ciones de igual número de hombres.
Aquella fue la última alarma que se dio. Cada uno estaba en
su sitio y conocía su misión. Las calles y plazas aparecían deso
ladas; ello no hacía despertar la menor sospecha a los espías del
Inca. Sólo el vigía del torreón no apartaba la mirada de los cam
pos cercanos, donde los batallones incaicos acampaban tranquila
mente como si para ellos hubiese finalizado el día.
Hernando y Francisco iban de grupo en grupo para infundir
ánimos a la tropa. Cada uno tenía que hacer de su corazón una
fortaleza; no había otra salida. El valor y el miedo iban a menudo
cogidos de la mano. Sobre aquel momento, Francisco de Jerez
escribe: «Parecía como si cada uno tuviese el valor de cien; así
era de insignificante el temor ante la superioridad del enemigo».
Pedro Pizarra, que participó en aquellos hechos, escribió luego:
«Los espías de Atahualpa decían en sus informes que nosotros está
bamos medio muertos de miedo... A fe mía que decían la ver
dad...»
Atahualpa recibió con satisfacción las respuestas de sus men
sajeros; seguía su plan, y hacía esperar a los españoles en un esta
do de amenazadora incertidumbre. El vigía pendía observar cómo
acampaban las huestes en torno a las hogueras, y con qué lentitud
comían el rancho, que parecía no terminar nunca.
Herrera cuenta que, desde la torre de los ídolos, Pizarra ob-
158
servaba con creciente inquietud la comitiva que iba acercándose
procesional y solemnemente a la ciudad.
Se distinguían tres grupos. En vanguardia, marchaban unos
doce mil hombres que formaban la tropa ligera e iban armados,
unos de guaraca y otros de clava; luego seguían los ayllas, arma
dos de pértigas con mangana; finalmente, iba la comitiva real.
Las tropas ocupaban los campos de ambos lados del camino, re
servado al Inca.
La silla de manos del soberano era llevada por escogidos don
celes. Tanto su interior como exterior estaba engalanado con bri
llantes plumas de diversos colores, tan artísticamente dispuestas
que parecía como si fuesen adnatas; por entre ellas brillaban pe
queñas láminas de oro y plata, símbolos del dorado Sol y de la
plateada Luna con signos del arco iris; daba la impresión de un
castillo dorado, visto desde lejos.
Detrás de Atahualpa iban otras sillas de manos con personali
dades de la realeza, entre ellas el poderoso cinche de la rica re
gión de los cinchas. Una singular distinción, aunque esta vez para
desgracia de los soberanos. La retaguardia la formaba un podero
so cuerpo de lanceros, seguido de un interminable convoy de abas
tecimiento con el tropel de mujeres que acompañaban el campa
mento.
La solemnidad de aquella interminable procesión torturaba los
nervios en tensión del castellano en la atalaya.
El Inca envió de nuevo un cabecilla para comunicarles a los
castellanos que «su llegada se demoraría por causa del miedo que
su gente les tenía a los caballos y a los perros, así que deberían
tenerlos atados. Mantener los soldados en los galpones, para no
alarmar a sus milicias. No obstante haberlo prohibido, muchos
venían armados, pues como estaban tan acostumbrados a ello...».
Poco a poco, creía Pizarra ir descubriendo los planes del Inca,
y discernió una inesperada posibilidad de asestar el golpe prin
cipal a la élite de las fuerzas incaicas. El gentío acorralado en la
espaciosa plaza, no les permitiría desplegar sus fuerzas, al tiempo
que las tres secciones de caballería y la férrea cuña de infantería
se lanzarían impetuosamente sobre la inmóvil masa. Ya no se tra
taba sólo de aprehender al soberano, sino también de diezmar
todas las fuerzas del imperio; este plan le pareció un envite en
aquellas circunstancias.
159
El desenlace
160
primeros grupos por el angosto portal de piedra en la desolada
plaza de Cajamarca.»
Dicha plaza servía de lugar de reunión para proclamas, tor
neos y festejos idolátricos. En la plataforma de la torre de los
(dolos se situaba el Inca con su báculo y contemplaba a sus súb
ditos. Unos años antes, había sido escenario de la capitulación del
soberano de Chimó ante Tupac Yupanqui.
¡Qué escena tan trágica y secular iba a desarrollarse transcu
rridos unos minutos! ¡Qué poco presentían los dos bandos las in
tenciones del otro, y cuál sería el resultado!
Los ocultos centinelas, unidos con el puesto de mando por me
dio de señales, observaban atentos la lenta entrada de los perua
nos. Los guerreros de vanguardia —la plaza fue ocupada por unos
seis u ocho mil hombres— se distribuyeron por los ángulos, para
dar acceso a las fuerzas que iban llegando. Finalmente, apareció
la esplendorosa élite de orejones, ceñida la frente con un aro a
modo de diadema, y rodeando la silla de manos del Intip-Churin
(hijo del Sol).
Los vibrantes cantares de los coros llenaban el recinto de sacra
solemnidad, al tiempo que se oían los gritos de ovación:
—¡Haillu! ¡Haillu! ¡Haicha! ¡Haicha! ¡Intip-Cburin!
La avalancha humana invadía la plaza, cual una corriente des
bordada por los muros de una presa.
Después que el Inca, con su séquito, hubo llegado al centro
de la plaza, se incorporó en la silla de manos y miró en derredor
buscando los extranjeros. Como no vio alma viviente, se le en
sombreció el rostro.
Fue un momento de fatídica tensión. Hasta entonces, los cas
tellanos no habían presenciado tan magna y fastuosa escena en
aquel país.
La dramática tensión del momento se percibe en todos los es
critos de los cronistas que estuvieron presentes. Parecía como si
los españoles se sintiesen consumados actores de una prescrita
tragedia de deuda y de reparación pasadas y venideras.
El curso exacto de los acontecimientos, que iban a suceder con
la brusquedad de un movimiento sísmico, quedaba confuso en
aquellos momentos. Concebible, dado lo apremiante del suceso.
Al no ver a los extranjeros, Átahualpa se inclina a sus oficiales, y
les pregunta:
Dónde están?
3 eñor, muertos de miedo, se han escondido en los galpones
—le contestaron.
—Pues están listos — murmura el Inca.
Luego, observa con enojo los centinelas que, desatendiendo su
prohibición, están en la plataforma de la tone de los ídolos. Orde
na a uno de sus caudillos que vaya y los haga bajar de allí. El
161
caudillo en cuestión sube la escalera de donde les hace una seña
con la lanza a las tropas.
Aquello suponía un gesto amenazador.
En aquel momento, Pizarro le pidió a su capellán castrense
fray Vicente de Valverde que saliese y hablase con el Inca. En
este caso puede muy bien tratarse de la obligatoria ordenanza del
requerimiento. El dominico siguió la indicación y, acompañado de
Hernando de Aldana y de Fdipillo, salió a la plaza llevando la
cruz en una mano y el breviario en la otra. Los peruanos hicie
ron paso hacia el vehículo de su señor a aquel hombre de alta es
tatura.
El monje fue al encuentro del Inca con la misma considera
ción que solía tratar a un personaje de igual jerarquía en España.
Y le saludó con las siguientes palabras:
—Muy excelente señor...
El contenido de su discurso es transmitido y está lleno de con
tradicciones. Pues él no lo dejó escrito. En nombre de Pizarro
le ofreció la paz y le pidió que, por su parte, hiciese lo mismo.
El Inca contempló al monje y se asombró de que fuese desar
mado y vestido distintamente de los blancos que había visto hasta
entonces. Preguntó:
— ¿Quién es ese hombre?
— Un villac —contestó el intérprete.
Luego, el dominico explicó el significado de su ministerio:
— Soy un ministro de Dios y enseño la doctrina de El a los
cristianos. H e venido para predicarla a ti y a tu gente, con el fin
de traeros la paz, pues la guerra es una atrocidad a los ojos de Dios.
Además, dijo que venia en nombre de Dios y del Rey, a quien
el Padre Santo había conferido aquellas tierras... Finalmente, le
pidió al Inca que aceptase su mensaje y se convirtiese en vasallo
del Rey... Que el gobernador de la Corona lo esperaba en su apo
sento, para hablar de ello...1
Felipillo tradujo como pudo aquel discurso, pronunciado en
condiciones extraordinarias. El Inca escuchaba con creciente có
lera. Al fin, interrumpió al monje con amenazadora vehemencút,
gritó que él nunca serla vasallo, sino soberano de Tahuantinsuyu.
No quería oír que existiese otro señor más poderoso que él. Noj'
obstante, deseaba conocer al emperador como amigo suyo, pue*
debía de ser un gran rey cuando podía enviar tales ejércitos por
el mundo, como ellos decían. No estaba dispuesto a obedecer al
Papa porque «disponía de lo que no era suyo». No pensaba poner
el imperio de su padre bajo el dominio de otro señor, al que él
desconocía. Y en lo relativo a la religión, se encontraba a gusto con
la suya. Ni quería ni podía dudar de un asunto tan sagrado como
1. En realidad, el plan de Pizarro ere un reflejo del de H erain Corría: Aiahualpa
debía aer apresado en ef cuno de una conversación.
162
era aquel. Si Jesucristo había muerto, los dioses suyos no morían.
Y ¿cómo sabía el monje que su Dios había creado el mundo?1
Así lo leemos en Gomara, que seguro que lo estilizaría. Es muy
posible que se sucedieran ulteriores diálogos entre Atahualpa y
Valverde; no es probable que en el primer momento surgiesen
tales consideraciones, aunque las palabras del Inca seguramente
contenían argumentos esenciales.
Fray Vicente respondió que todo ello estaba escrito en el libro
que llevaba en la mano, el cual tendió al Inca. Algunos cronistas
lo llaman la Sagrada Escritura; más posible es que fuese un bre
viario que el dominico usaba diariamente.
Atahualpa cogió el libro, lo abrió, lo contempló, se lo puso al
oído, escuchó y dijo:
—No me dice nada...
Y lo tiró despectivamente a unos pasos de él.
La escena está descrita con algunas pequeñas variaciones, aun
que en este detalle coinciden todos.
Uno de los puntos fundamentales de la religión peruana era la
esencia del oráculo. Los oráculos daban las respuestas por sus
huacas (sacerdotes) a quienes las pedían. Atahualpa, que hasta el
fin de sus días no pudo comprender la escritura, esperaba un he
chizo y, como éste no se dio, tiró desilusionado el libro. Onecía
de la desarrollada inteligencia de los blancos.
Lo simbólico de aquel gesto no podía pasar inadvertido. Si se
piensa en el peligro y la tensión en que Valverde se encontraba,
se comprenderá el estado de nerviosismo de éste.
Con ello terminó el diálogo diplomático. Enfurecido, Atahualpa
lanzó acusaciones a los castellanos, las cuales oyó De Soto:
—Sé que habéis saqueado mis depósitos de provisiones y mis
poblados. ¡No saldréis de aquí hasta que lo hayáis devuelto todo...!
El monje se retiró; mientras, Atahualpa se incorporó en la
silla de manos y les dirigió la palabra a los componentes de su
séquito. Le respondieron con un sordo murmullo, y con voces:
—¡Hu, Sapay inga! ¡Ancha hatun apu iníip churi!*
t . Atahualpa do podía avenirle a la esencia de Dioi; por cao consideró la vos caste
llana Oios algo asi como Viracocha. La lengua quichua ao ha tenido hasta hoy otro vo
cablo para designar a Dios que el castellano.
2. |Has hablado muy bien, Inca! ¡Gran Señor, hijo del Sol!
Barrenediea tiene una lista de testigos de vista dignos de confianza (Pérez, Mena,
Hílete, Pedro Pizarra, Rulz de Arce, e inéditas aserciones) que Justifican el violento
carácter de la conversación de Atahualpa, y dan a sus palabras un sentido de ultimátum.
Esta actitud corresponde tanto al espíritu dominante del Inca como a la situación.
Después del diálogo sostenido con Valverde, se incorporó, miró en derredor y le
habló a su gente: Trujillo cita la frase: «|Ninguno debe escapar!» Tras lo cual se oyeron
vocea de asentimiento, y se produjo un estado de confusión en la plaza ocasionadojmr la
decisiva determinación de Pizarra. ¿Qué le habría dicho Valverde? Nada que Pizarra
no hubiese visto: «El Inca instó a su gente a que se lanzase contra los españoles.» M.
Verdugo dice: «...Quería cogerlos vivos.» El soldado Castalio dice: «El monje opinaba
que habla que atacar antea de anochecer; si no, seriamos aplastados por la superioridad de
ellos...» Gutiérrez de Santa Clara dice que el dominico clamó: «¡Cristianos, el Evangelio
por los suelos! ¡Justicia! ,Castigo! ¡Qué escarnio a nuestra fe...l»
163
El Inca había dado una orden que no pudo llevar a efecto.
— ¿Qué le habría dicho Valverde a su comandante? ¡Unos gritos!
Nadie había prestado atención a ellos; mas, luego, cada uno los
interpretó a su manera. No cabía duda de que los gestos y las pa
labras del Inca debían ser considerados como una grave amena
za. Las palabras de Valverde eran indiferentes al respecto.
En aquel momento, Pizarra le hizo la seña convenida a Pedro
de Candía; un segundo después en el torreón detonaron los arca
buces mezclándose su ruido con el del enconado redoble de los
tambores y el toque de ataque de las trompetas. De los galpones
salieron promoviendo una infernal algarada las secciones de ca
ballería, y las cuñas de la infantería de Pizarra se abrían paso a
gritos de «¡Santiago y a ellos!» hacia la silla de manos del Inca.
El éxito del efecto psicológico fue total. Los peruanos debieron
de creer que se les echaba encima el infierno con demonios y
todo. Los fogonazos por las bocas de las armas de fuego, el es
truendo de las salvas, el olor a pólvora, el chocar de las herradu
ras y el encabritarse de los caballos, y los gritos de guerra en un
lenguaje que desconocían, quebranto toda resistencia espiritual
de suerte que ninguno pensó en hacer uso de sus armas, con las
que, dada su superioridad, habrían podido triturar a los blancos.
Dominados por el pánico, cada uno procuró salvarse; en este
empeño, la masa ejerció tal presión sobre el muro que enmarca
ba la plaza, que este paso cedió en toda su largura, para dicha de
miles de ellos, quienes, de no haberse venido abajo, habrían sido
machacados por la caballería.
Sí; aquellas horrorizadas huestes huían por la brecha hacia los
campos, donde la noche que se avecinaba los protegería de la per
secución de las fuerzas moñudas. Y la circunstancia de que se
pusiese a llover, les facilitó la fuga hacia parajes familiares para
ellos.
Mientras se desarrollaba la feroz escena, Pizarra se había abier
to paso hacia la silla de manos del Inca, que continuaba siendo
sostenida por donceles y protegida por sus cuerpos. Allí, ninguno
pensaba defenderse ni tampoco huir. Con ciega sumisión, rodeaban
el vehículo de su señor, formando un muro viviente en torno de él;
eran incapaces de todo menos de morir.
El grupo de choque mandado por Martínez de Alcántara había
alcanzado la litera del señor de Cincha, el cual sangraba bajo las
espadas de los atacantes.
La feroz degollina llevada a efecto por los españoles parecía la
reacción de un pánico retenido largo tiempo. Sus espadas asesta
ban golpes y m auban con ciega excitación.
Pizarra, cuyos nervios parecían estar hechos para soportarlo
todo, percibía el peligro que por ese medio amenazaba su empre
sa. También sus soldados daban estocadas a todo lo que encon-
164
traban delante. La pasividad de los servidores incaicos excitaba
aún más a los castellanos. Donde caía uno, su sitio era ocupado
por otro. No era una lucha, sino una matanza de desarmados es
piritualmente. Olvidando la severa orden de que no se hiriese al
rey peruano, arrojó Estete su cuchillo contra la silla de manos
real; pero Pizarra, que estaba cerca de ella disponiéndose a co
ger al Inca, desvió rápidamente el arma, acción que le ocasionó
una herida. (Se dice que fue la única sufrida en aquel ataque.) Se
desmoronó el tropel de silleteros, y la litera se vino al suelo. En
este momento, Pizarra cogió al Inca por un brazo, lo sacó de
aquel vacilante trono y se lo llevó prisionero a su aposento.
Los que formaban la guardia real ya no pudieron contenerse,
y todo lo que aún tenía vida salió huyendo hacia la oscuridad de
la noche. No eran muchos. Sin vida yacían los señores que ha
bían venido en silla de manos; entre ellos estaba el cacique de
Cincha, ministro y paje predilecto de Atahualpa; sin vida también
yacían los altos oficiales de su escolta y los comandantes de su
ejército.
Aquella dramática acción finalizó en poco más de un cuarto
de hora, tiempo que tardó en desmoronarse un poderoso imperio,
y en que encontró su fin una gran historia.
No coinciden las cifras dadas respecto al número de muertos.
Debió de ser sobre unos dos mil. Creerlo mayor, no lo permiten
las circunstancias de la acción, el tiempo que duró, el espacio li
mitado y el objetivo fijado'.
Los treinta mil guerreros, que acampaban ante los muros de
Cajamarca, huyeron despavoridos. Ninguno pensó en acudir a sal
var a su rey; tampoco lo pensó Rumi-Ñahui, jefe de las tropas de
los ayllos.
Atahualpa resultó ¡leso, sólo quedó con el vestido hecho ji
rones.
Sobre aquella memorable hora, Francisco de Jerez escribe la
lacónica frase: «Cosa maravillosa fue ver preso en tan breve tiem
po a tan gran señor que tan poderoso venía».
Había anochecido. Pizarra no quería que en la oscuridad se le
perdiese un solo hombre. Ordenó a las trompetas que tocasen
alto el fuego y a replegarse. La caballería regresó con algunos pri
sioneros. En U plaza reinaba el silencio; tan era así, que parecía1
165
como si nada hubiera sucedido. Los cadáveres yacían en la mis
ma postura que habían caído, cubiertos sólo por la fría noche. En
el emplazamiento de las tiendas de campaña, en Pultamarca, no
se veía luz alguna. Sobre las techumbres de paja de Cajamarca,
rumoreaba la lluvia.
10
EL PRISIONERO
P edro P izarro
La noche
167
las siguientes, hay que reforzar la centinela y la ronda, con el
fin de que no nos cojan dormidos.
Francisco de Jerez nos lo transmite como lo oyó; lleva el sello
característico de Pizarra; ninguna palabra altanera ni jactanciosa.
Luego se fueron a cenar.
Pizarra ordenó que se le diesen al Inca prendas de vestir de
su propio repuesto, y lo invitó a cenar junto con De Soto, Hernán*
do, Benalcázar y Pedro de Candía, a quienes advirtió que tratasen
cortésmente al prisionero.
Ya en medio de la catástrofe había cogido a Atahualpa con toda
la caballerosidad. Luego que el Inca se hubo cambiado de ropa,
fue a verle y le prodigó palabras consoladoras.
—No consideres deshonroso haber sido vencido y hecho pri
sionero de ese modo. Pues, aunque pocos, los cristianos bajo mi
mando han rendido grandes territorios y vencido a poderosos cau
dillos, y los han sometido al Emperador, del cual soy vasallo. Por
orden de él hemos llegado a estas tierras, para notificaros la
existencia de D ios... Con el tiempo, comprenderéis y experimen
taréis los grandes beneficios de nuestra presencia. No somos crue
les con el enemigo vencido... y, aunque podamos aniquilar a nues
tros enemigos, no sólo no lo hacemos, sino que nos reconciliamos
con ellos. Cogí prisionero al curaca de la isla de Puná, y lo puse
en libertad, para que en lo futuro sea más razonable. Lo mismo
hice con el de Tumbes, y con otros más que tuve en mis manos:
Podía haberles dado muerte, mas no lo hice. Y, si he diezmado
tus milicias, ha sido únicamente porque tú te has presentado con
una poderosa fuerza, cuando nosotros queríamos recibirte pacífica
mente.
El Inca debió estar agradecido por aquella mezcla de consuelo
y amargura; lo primero que vio fue que su vida estaba segura. 1
Atahualpa vivió la catástrofe en un innoble estado de conmo*
ción. En los momentos de azoramiento no fue capaz de tomar una
decisión, así como no lo fueron sus oficiales para dominar el pá
nico entre sus tropas.
Sería erróneo hablar aquí de la superioridad de las armas es
pañolas. Los pocos arcabuces de que se disponía no hubiesen tar
dado mucho en acabar la pólvora. El armamento de los indios
no era inofensivo. Sus hondas eran un arma eficaz contri la ca
ballería; sus lanzas, clavas y hachas de combate, dieron más tarde
muerte a muchos españoles. Pero Jerez escribe; «En todo el en
cuentro, ningún indio levantó su arma contra un español». Goma
ra dice; «No lucharon porque nadie les dio orden de hacerlo. La
señal quedó por dar».
Lo que sucedió fue una manifestación de «estrechez espirituu
de la sociedad india», o, como se expresa Kubler, de undeveloped
human wealth of indian soríety. Sin duda, Atahualpa fue, perso*
168
nnlmcnte, una revelación importante. Pero también aquí sería un
desacierto hablar de una «primacía frente a los bárbaros españo
les», que no ha de ser más sensata porque sea repetida constante
mente.
El diálogo con Pizarra supone para el Inca una ayuda que se
da a sí mismo. Su primer encuentra con los blancos fue para él
una catástrofe. ¿Qué pensaban hacer con él? ¿Podría comparar su
situación con la de su hermanastro Huáscar al caer en manos de
sus generales? ¿Qué pensaba hacer con él Pizarra?
Atento y circunspecto, escucha el cautivo las palabras del otro.
Responde:
—Había pensado venir pacíficamente. Pero mis espías me han
llevado a la confusión. El cabecilla que te envié, me dijo que no
erais guerreros; que por la noche desensillabais los caballos; que
no podíais correr sin ir montados a caballo; que bastaban dos
cientos hombres para derrotaros. Me han engañado como el may-
ta villac. Pero todos los que me han aconsejado mal están muertos.
Luego, hablando de Chalicuchima, dijo:
—Ha sido voluntad de Viracocha. Rumi-Ñahui estaba preparado
ron cinco mil hombres, y no ha atacado.
Pizarra le cede su dormitorio al valiente prisionero, y hace
montar una guardia especial. Saben que la seguridad de todos depen
de de la vigilancia.
Finalmente, se apagan las rojizas y humosas llamas de las an
torchas que alumbran los galpones.
Hernando Pizarra distribuye los centinelas y las patrullas, e
inspecciona los relevos durante la noche.
La fría lluvia repiquetea sorda e incesantemente sobre las ba
jas techumbres de los edificios, y rumorea en la silenciosa plaza
y sobre los enmudecidos cadáveres.
\it mañana
169
mentó de las termas, donde, por entre las tiendas y los edificios,
deambulaban desorientados centenares de hombres y mujeres. To
dos pensaban que su Inca estaba muerto. Cundió la alegría cuando
se enteraron de que su señor se encontraba incólume en poder de
los blancos.
De Soto inspeccionó el gran campamento, que al principio tamo
le había preocupado. En el fondo del lugar vallado, donde había
visto el día anterior a Atahualpa rodeado de su corte, entró en
el pabellón del Inca; era un edificio no muy grande, pero estaba
lujosamente instalado. Al centro del patio interior afluían, por dos
conducciones de piedra, agua fría y caliente de las termas a una
conducción mayor, para mezclar el líquido a la temperatura desea
da, y de ésta a una pila artísticamente labrada. El pabellón se
componía de cuatro aposentos pintados de colores claros. «Tan
bonita casa no se había visto en América», escribe uno de los
visitantes. En los jardines había galerías que conducían a las ca
sas vecinas de los altos servidores reales.
Mientras, los de la escolta de De Soto rebuscaron en el campa
mento, y llevaron una sorprendente riqueza en metales preciosos
y finísimos tejidos «tan impecables como se pueden ver en las
tiendas de los mercaderes flamencos o en la feria de Medina del
Campo».
Cerca del mediodía, una procesión se acercó a Cajamarca, aun
que muy distinta de la del día anterior. Decenas de hombres y
mujeres, que debían de ser de la corte del Inca, seguidos de lla
mas cargadas con los bienes del campamento, y de rebaños de la
misma especie destinados al avituallamiento del ejército.
En la plaza fueron reuniéndose hasta unos ocho mil, entre los
prisioneros del día anterior y los vecinos de Pultamarca. Salvo,
un determinado número de ellos destinados a prestar servicio, orde
nó Pizarra a todos que se marchasen a sus respectivas poblaciones
Cuando le mostraron a Atahualpa los objetos de oro y plata,
dijo con desdén:
— Eso no son más que objetos comunes. Lo de más valor se lo
han llevado los guerreros en su huida.
Entre el botín había cántaros, cuencos, fuentes, braseros y
cubiletes de oro. Todo ello valorado en cuarenta mil pesos oro y
siete mil marcos de plata, sin contar los valiosos tejidos y cua
renta esmeraldas de gran tamaño.
En Cajamarca, a los soldados los alegró el hallazgo de un tam
bo repleto de telas y prendas de vestir. Tras un largo mes de mar
chas por desierto y tierras altas, tuvieron la dicha de poder reno
var sus vestidos. Dicho depósito estaba tan repleto, que apenas se
notó la falta de lo que se llevaron.
Los prisioneros puestos en libertad llevaban la noticia de los
inauditos acontecimientos de Cajamarca por todos los valles y
170
montañas. El efecto fue diverso. En Quito, produjo dolor el des
tino del soberano; en otros lugares, particularmente en las re
giones recién sometidas, se produjeron síntomas de desintegración.
Por eso, se formó un ambiente de sentimiento indígena en torno
al cautivo de Cajamarca.
De los alrededores, y de los lugares distanciados, llegaban dia
riamente caciques cantonales y regionales para someterse al ven
cedor extranjero. Pero la visita era a su señor, a quien ellos, no
obstante estar preso, se acercaban con gran temor y humildad.
Era el hijo del Sol. En nombre de él se nacía todo en al país: la
guerra y la paz, la siembra y la recolección. El era la nación; en
él vivían ellos.
Ninguno podía entrar en el aposento si no llevaba a cuestas un
presente, y no iba descalzo, aunque se tratase del príncipe de una
provincia grande. Se echaban al suelo, mientras él no les miraba
siquiera una sola vez, y le besaban los pies y las manos, según
era costumbre.
«Era poco frecuente ver qué dignidad afectaba este indio y
cuánta obediencia se le rendía», escribe Jerez, quien andaba alre
dedor de él.
Como vemos, Pizarra hizo cuanto estuvo a su alcance para ali
viar la situación de su prisionero. Le permitió que formase, como
más le conviniera, su corte con sus pallas, orejones y demás
servicio conveniente. No le faltaba nada, salvo la libertad.
Sin impedimento alguno, le permitió comunicarse con sus súb
ditos. Una intervención en este sentido hubiese sido harto difícil,
dado el desconocimiento del idioma y casi el de las relaciones polí
ticas. Es lógico que, debido a la ausencia de dicha intervención,
se originase con el tiempo una desconfianza de funestas conse
cuencias.
Después de superado el primer trastorno y de haber salvado la
vida, por supuesto, Atahualpa se avino con risueña tranquilidad
con los españoles; en cambio, no había variado el trato del sobe
rano respecto a sus súbditos, los lamentos de los cuales calmaba
con la consideración filosófica de que el vencer y el ser vencido
pertenecía al lance de la guerra. Había vencido a Huáscar. Y los
hombres llegados del mar lo habían vencido a él...
A Pizarra le gustaba conversar con el rey peruano. Tanto al
uno como al otro no les faltaba tema de que hablar. El Inca quería
conocer el mundo de donde habían llegado sus debeladorcs. El
castellano le contaba muchas cosas de allí; era una necesidad des
cribirle la grandeza de su país y de su rey en un sentido de supe
rioridad cultural y humana, para justificar su conquista, aunque
tal vez no lo hiciese conscientemente.
De este modo, el peruano fue conociendo lo más importante de
los extranjeros y de su país, del monarca y de su religión. Unas
171
cosas no las comprendía; otras lo emocionaban profundamente.
También él empleaba aquel tipo de conversaciones para acercar
a los hombres, y manifestar sus propias inquietudes. Le confió a
Pizarro su vida y la de sus mujeres y de sus hijos. Pizarra lo tran
quilizó. En aquel momento existían sinceras relaciones entre los
dos. Le pidió al prisionero que le comunicase todos sus deseos,
aun cuando se tratase de quejas. Quería que no le faltase nada
correspondiente a la dignidad de su persona.
Así, pues, las relaciones entre el vencedor y el vencido parecían
desarrollarse en un ambiente de mutua confianza durante el pri
mer mes.
172
merecía la pena hablar del botín de oro que habían cogido hasta
entonces, si se comparaba con que él podía cubrir de oro todo el
suelo de la estancia donde conversaban. Los interlocutores se echa
ron a reír, como si se tratase de una broma. Pero el Inca se puso
serio, se incorporó de donde estaba sentado, señaló a unos dos
metros y medio de altura en la pared y dijo:
— Hasta esta altura quiero llenar de oro este aposento, y de
plata los dos contiguos, si me prometéis la libertad.
También Pizarra se puso serio, y le preguntó:
— ¿En cuánto tiempo piensas llenarlo?
— En dos meses —contestó el Inca.
—¿Pata quién será el rescate? —inquirió Pizarra.
—Para todos aquellos que derrotaron mi ejército y me hicieron
prisionero.
El aposento medía veintidós pies de largo por diecisiete de
ancho. Era una inaudita y fabulosa oferta. Los oyentes se quedaron
suspensos.
Pizarra la aceptó, e hizo levantar un acta notarial. Atahualpa
recibió la formal promesa de obtener la libertad en cuanto el res
cate alcanzase la altura del trazo rojo hecho eo la pared.
Por aquellos días, llegaban a Cajamarca noticias de la venida
de tropas blancas.
Almagro, de quien hace mucho que no sabemos nada, acababa
de llegar con otra expedición. La noticia perturbó la tranquilidad
del Inca. Cuanto más fuertes fuesen los extranjeros menos necesi
dad tendrían de aquellas negociaciones. Así, se enviaron correos
a todas las tesorerías del imperio, a Cuzco, a Q uito, a Pachacámac
en la costa y a la isla del Sol en el lago Titicaca, con la apremiante
orden de reunir todo el oro disponible y enviarlo sin pérdida de
tiempo a Cajamarca.
En aquel estado de cosas, lo que más preocupaba a Atahualpa
era Huáscar. Se había hecho derramar mucha sangre y, cometido
no menos crueldades con la estirpe de Cuzco, para que él pudiese
contar con una reconciliación. En sus charlas con los españoles
había advertido el interés de éstos por su rival. Por lo tanto, veía
una amenaza en la persona de su hermano legítimo: podría ocupar
su puesto, lo cual le haría perder la partida.
Poco después de haber convenido en el rescate, Pizarra le for
muló a Atahualpa la tan temida pregunta:
— ¿Qué ocurre con tu hermano Huáscar, Inca?
Pero el interpelado tenía preparada la respuesta:
—Mis caudillos lo cogieron prisionero, y lo conducen hacia aquí.
Te lo entregaré y haz de él lo que te parezca.
— ¡Procura que no le suceda nada! —recalcó Pizarra—. Si muere,
también tú morirás.
¡Huáscar en Cajamarca! Para evitarlo, era capaz de ofrecerles
173
su legitimidad y todo el imperio a los extranjeros. Huáscar pre
sentaría quejas de los asesinatos cometidos en las personas de su
estirpe. Ello supondría una oportuna ocasión para que los extran
jeros llevasen a cabo el suyo. ¡Huáscar no debía llegar a Caja-
marca! ¿Cómo lograrlo? «¡Si muere, también tú morirás!» ¿Es
que no había ninguna salida? El astuto hombre encontró una.
174
taba sano y salv en el cautiverio, le enteró de los planes de
1luáscar y pidió instrucciones respecto al caso.
A la sazón, Atahualpa representaba el papel de hombre afligido
ante Pizarra. Su ardid era simple, pero efectivo. Pizarra lo creyó,
y así, consolaba y tranquilizaba a su cautivo. No quería hacerle
responsable de un hecho que no había podido impedir se come
tiese.
Con esta seguridad, envió urgentemente la orden de ejecución
contra su hermano a Chalicuchuna, que la cumplió al punto; el
inca de Cuzco fue muerto, y su cuerpo arrojado al río Anda-
marca. Este modo de ajusticiar era considerado el más cruel, por-
iiue, según la creencia incaica, la existencia extraterrenal quedaba
destruida por el fuego y el agua.
En el momento de morir, Huáscar le echó la maldición de los
antepasados a su rival:
— ¡Mi reinado ha sido corto; pero el de ese traidor será más
corto todavía...!
Pizarra no tenía la menor idea de lo sucedido; así era engañado
¡>or el Inca. Pero el destino de Huáscar influyó mucho en que los
españoles, los «vengativos viracochas», encontrasen amigos en Cuzco.
El joven Pedro sabe de otra premeditada estratagema del cau
tivo: dos príncipes de la estirpe de Huáscar, Huamantito y Mayta
Yupanqui, se habían dirigido a Pizarra, huidos del desaforado
Quizquiz, que administraba la ciudad de Cuzco. Hace suponer que
vinieron con el plan de destronar a Atahualpa. Mientras iban lle
vando las entregas de oro, los dos querían regresar a Cuzco. Al
llegar esto a oídas de Atahualpa, rogó a Pizarra que no los dejase
salir, pues eran muy impopulares y, si les ocurría algo, le echarían
la atipa a él. Pizarra lo comunicó a los dos auquis (príncipes) y
retardó su salida unos días. Pero los auquis insistieron en su pro-
l>ósito y pidieron se les cediese una buena espada española con
uuc poder defenderse. Apenas habían salido de Cajamarca, envió
Atahualpa un mensajero detrás de ellos; los dos hermanos nunca
más volvieron a ver Cuzco.
11
ORO BERMEJO Y FUNESTO
B. G racián: E l criticón.
Sin interrupción llegan a Caj amarca los correos del Inca con
el rescate. El aposento en que se deposita el metal precioso es
grande. Si el oro fuese líquido, se podría nadar dentro de la estan
cia. Pero el trazo rojo está alto. La crecida es lenta, demasiado
lenta para la impaciencia de algunos.
El prisionero apenas puede disimular su creciente inquietud.
De continuo, busca la manera de ganarse la voluntad de los blan
cos. En su corte, se encuentran princesas jóvenes, hermanastras
tuyas, hijas de los numerosos hijos e hijas más jóvenes de Huayna
Cápac. ¿Podría comprometerse a Pizarra con tan precioso regalo?
Una capciosa idea no nueva en la historia universal. La bella ñusta
te llama Huailla Yupanqui, lleva el primer nombre de su madre,
rincesa de la provincia de Huailla, y el paterno del tronco incaico.
P ara los conquistadores no quedaba descartado el peligro de verse
llevados a contraer matrimonio, seducidos por una hija de los
hijos del Sol, de la creación de una raza común y, tal vez, de
formar su propia dinastía, como un decenio más tarde propone el
rebelde Carbajal a su joven amigo Gonzalo.
Francisco Pizarra, que casi raya en los sesenta, no parece ser
indiferente respecto a este asunto. Acepta la noble Huailla, des
pués de haber sido bautizada y de habérsele impuesto el nombre
de Inés. (Esta era la condición que los misioneros ponían a los
conquistadores si tomaban a una india como manceba.) Sin em
bargo, ello no influye en su firme decisión ni hace variar su sobrio
carácter.
Con la llegada de Almagro, ve el Inca incrementarse la tirantez
entre los blancos. Por otro lado, sabe que tiene muchos enemigos
entre su pueblo y su estirpe: la gente de la raza cañari, duramente
Castigada; los orejones del clan cuzqueño, cuya política conviene
con la de los españoles, entre ellos los cronistas Cassi Tupac y
Uuallpa Yupanqui, a quienes intentar quitar de en medio disimu
ladamente; los yanaconas, que ven llegar el momento favorable
para ellos, y que conocen la política del país y el juego entre basti
dores, por pertenecer la mayoría de ellos a familias distinguidas
177
de provincias. Todos odian al prisionero; desean su muerte; le
temen mientras esté vivo.
De estos círculos llegaban a oídos de los españoles incesantes
rumores de concentraciones de tropas acá y acullá. Aunque preo
cupado, Atahualpa se echó a reír cuando Pizarra le pidió una
explicación sobre el particular.
— ¿Es que no me tenéis en vuestras manos? ¿Debo planear mi
propia ruina, tal vez? ¿No sería yo la primera víctima? —exclamó
el Inca, sagaz—. Si no, envía soldados a caballo a donde te han
indicado que hay tales concentraciones. Encontrarán tranquilo el
país. Ninguna mano se alza sin mi consentimiento.
— El oro para tu rescate llega con mucha lentitud —le dijo
Pizarra, con un tono que sonaba a desconfianza— . Lo cual quiere
decir que demoras el transporte para ganar tiempo.
Las distancias son muy grandes —se justificó el Inca—: dos
cientas leguas hasta Cuzco o hasta Pachacámac; cuatrocientas!
hasta la isla del Sol. Te ruego que envíes gente a Cuzco y a Pacha
cámac, con el fin de custodiar y acelerar las entregas de oro;
pondré a su disposición una escolta...
¿Podía Pizarra desestimar dichos rumores?1 ¿No sería lo más
probable? Entonces, ¿qué había acerca del verdadero poder de
aquel vasto país? Un puñado de habitantes en el litoral y unos
centenares en los valles, aparte los importantes centros del Ta-
huantinsuyu. ¿No sería más probable que el país y sus caudillos^,
permaneciesen inactivos? .|
Indudablemente, ningún español era molestado; al contrarió,
dadas las advertencias del cautivo, se les honraba y servía como
señores. Pero ¿qué otra cosa podía hacer Atahualpa?
Los poderosos ejércitos de que los generales del soberano aún
disponían, eran bien conocidos por los españoles: un campamento
situado en una afilada y elevada cumbre.
Pizarra aceptó la proposición de Atahualpa: mandó unas pa
trullas de reconocimiento, y envió tres españoles a Cuzco.
Los nombres de los tres están anotados, y los cronistas parecen |
más bien criticarlos. Eran Pedro M artín de Moguer, Francisco Mar
tínez de Alcántara y M artín Bueno. Al parecer, se trataba de sim
ples soldados a quienes se eligió porque conocían el quichua. En
toda su vida, los tres castellanos no habían emprendido ni empren
dieron un viaje tan rumboso como aquél. En sillas de manos, y a
paso ligero, fueron llevados por valles y montañas hasta las tierras
1. También Kublef acepta como lógico que Atahualpa pte paraba su liberación por
medio de las armas: «.../be Jncé's tugare, frustreted callt lo «raer among b it proviacát
antr/er...» («ios vagos y frustrados llamamientos del Inca a las armas entre sus ejércitos da
provincias»). Y, al mismo tiempo, alude al verdadero (alio de su autoridad: Tbe incesbtp
a b ite relatnlng tirar/ lym bolicsl potencUl, now locked poU tictí e//ec//tmerr._ (El Inca,
mientras conservaba el que habla sido su poder simbólico, consideraba ahora su efectividad
política...»)
178
donde surgía la capital del imperio inca. Dondequiera que hiciesen
un alto en el camino, eran recibidos por los curacas y la población
con los honores que le habrían tributado al Inca reinante. «Sólo
(altaba que los adorasen», anota el cronista. A los tres les venían
anchos tantos honores; aun cuando llevasen vestidos del Empera
dor, no dejaban de ser rudos soldados. Se burlaban de la gente
que les hacía profundas reverencias y les miraban como seres su
periores, y parece ser que trataron indebidamente a los orejones.
Pero la escolta del Inca era suficiente para protegerlos de la ira
de los indios. El escándalo dado por ellos menoscabó la confianza,
e hizo menguar las entregas de oro. Les parecía bien el papel que
se habían atribuido. Fueron los únicos españoles que pudieron ver
a Cuzco bajo la soberanía inca. Quizquiz, gobernador de la ciudad,
ordenó que se les entregase todo el oro de la Tesorería. El 28 de
abril de 1533, o sea al mes, llegaron a Cajamarca con ciento siete
cargas de oro y siete de plata. Entre aquel tesoro había una ban
queta de oro del templo del Sol, puesta allí en una gran piedra,
y de la que se decía que «en ella se sentaba el Sol»; una figura de
oro, que nunca llegó a verse, y ánforas de oro. La banqueta pasó
a poder del gobernador don Francisco Pizarro como objeto de
adorno en su capitanía general.
Los tres emisarios contaron toda suerte de historias del temido
Quizquiz; si un indio le irritaba, se recreaba con hacerle comer
ajíes hasta que el desdichado moría revolcándose por el suelo.
Otro de sus recreos, con carácter más simbólico, consistía en que
todas las mañanas le trajesen las aves capturadas, sin faltarles una
sola pluma, para darles la libertad y contemplar cómo salían vo
lando hacia ella.
179
hualpa. No tenían por qué desprenderse de su oro para el rescate
de aquél. Sus territorios llevaban un siglo sometidos al dominio
de los incas. Parece que ellos quisieron hacer desistir de su propó
sito al cautivo, lo cual puso de mal talante a éste, que, en presen
cia de Pizarro, les ordenó a los «hechiceros»:
— Marchaos con el hermano del apoo —el peruano trataba a
Pizarro de apoo (señor)— , y entregadle todo el tesoro del templo.
Pues si he prometido llenar de oro la habitación en que me encuen
tro, vosotros podéis llenar dos con el vuestro. Ese PachacámaC:
vuestro no es ningún dios. Y ¡aunque lo fuese! Pero como no lo es,
entregad el oro.
La expedición salió de Cajamarca la víspera de la Epifanía.
Además de Hernando, iban sus hermanos Juan y Gonzalo con
veinte jinetes. Miguel Estete los acompañaba como inspector reaL
En la susodicha conversación se terció un epílogo: Pizarro había
oído con asombro la frase de Atahualpa: «Ese Pachacámac no es
ningún dios».
— ¿Por qué has dicho eso? — le preguntó él.
— Porque miente —contestó el Inca— . Quiero hacerte saber,
apoo, que cuando mi padre estaba enfermo en Q uito, mandó pre
guntar qué debía hacer para recuperar la salud. El oráculo res
pondió: «Ponedlo al sol». Lo pusimos al sol, y se murió. Mi
hermano Huáscar envió a uno para que le preguntase quién sal
dría victorioso en nuestra disputa, él o yo. El oráculo responda^
que él. En cambio, he vencido yo. Cuando llegasteis a mi país,
mandé que se enterasen de quién vencería, vosotros o yo. El
oráculo respondió que yo. Y habéis vencido vosotros. Como ves,
Pachacámac miente; no es ningún dios.
Con estas palabras también quiso poner de manifiesto el des
precio del montañés por todas las regiones costeras.
Ya en noviembre de aquel mismo año, 1533, y en ocasión de su
viaje a España, Hernando Pizarro hizo un detallado informe de
aquella expedición en la Audiencia de Santo Domingo. Dado su
polifacético interés, lo reproducimos en forma compendiada:
Magníficos señores:
Camino de España, he entrado a este puerto de la Yahuana.
Por encargo del gobernador don Francisco Pizarro debo enterar
a Su Majestad de los acontecimientos en aquella gobernación del
Perú, y de las particularidades del país. Como es costumbre que
los que pasan por esta ciudad den cuenta a vuesa merced de las
180
últimas noticias, me parece bien transmitiros un breve resumen
Je todo lo acontecido en aquellas tierras...
18(
Salvo las fatigas pasadas en los desfiladeros y en los tramos
desérticos, la expedición transcurrió normalmente. La gran decep
ción fue cuando llegamos al término del recorrido.
Después de mi llegada a la mezquita y a sus hospederías, pre
gunté por el oro. Me contestaron que nada sabían de ello; que allí
no había oro alguno. Busqué, pero no conseguí encontrarlo. Los
curacas de por allí me llevaron unos presentes. Luego se encontró
en la mezquita cierta cantidad de oro sucio que habían dejado, al
esconder el resto. De ese modo, pudimos reunir ochenta y cinco
mil castellanos y trescientos marcos de plata...
182
lugar se les advirtió que, de noche, no se acercase ningún indio
a curiosear los caballos, porque eran bravos y podían matarlos.»
Es de suponer que la advertencia surtiría efecto.
A la mañana siguiente vino Chalicuchima.
Visitó a Hernando. Su porte denotaba férreo aplomo; todo su
ser emitía una frialdad repulsiva. Se convino en salir dentro de
tres días. En este tiempo, el orejón trajo treinta arrobas de oro
y cuarenta de plata.
A los castellanos les resultaba desagradable la mirada de aquel
hombre. «En estos días —anota Estete en su diario— hicimos
guardia y tuvimos ensillados los caballos para cualquier descuido
que pudiese estimular a ese caudillo a una agresión.»
Al término de su informe en la Audiencia de Santo Domingo,
Hernando escribe:
183
con aguda mirada, le describe al rey los sitios en que surgirán las
venideras ciudades iberoamericanas, cuna de nuevos pueblos y
culturas.
Rubén Darío, brote de esta nueva raza americana y gran lírico
de Hispanoamérica, lo pone de manifiesto en estos enfáticos versos:
Regreso a Cajamarca
184
Lo mismo hicieron los demás personajes de su comitiva. Con el
peso a cuestas entró seguido de los otros al aposento de su sobe
rano; tan pronto como éste le miró, alzó las manos al sol y le agra
deció que pudiese verle. Luego se acercó al Inca, y, con lágrimas
en los ojos, le besó la cara, las manos y los pies. Los personajes
que lo acompañaban siguieron el ejemplo de él. En ello, Atahualpa
mostró tal arrogancia, que, aunque en su imperio no hubiese otra
persona a la que estimase más, parecía no mirarlo ni prestarle
más atención que a cualquier otro indio... Acto seguido, Chalicu-
chima dijo: «¡Si yo hubiera estado aquí, los cristianos, no te ha
brían cogido prisionero!» «Ha sido la voluntad de Viracocha. Los
he desestimado más de lo debido, y Rumi-Ñahui huyó con sus mili
cias en vez de luchar...», respondió el Inca.
El Sábado de Gloria, poco antes del 14 de abril, se encontró
Hernando con Diego de Almagro, que iba al frente de unos dos
cientos hombres, entre ellos cincuenta jinetes, en las montañas de
Cajamarca1. Pizarra había salido a esperarlo en el puerto de la cor
dillera. Tras un decenio de desmoralizadoras decepciones, los dos
viejos camaradas se abrazaron en la cumbre del triunfo y entra
ron codo a codo, como hermanos, en Cajamarca.
Almagro se apresuró a ofrecer sus respetos al Inca. Con gesto
cortesano besó la mano al vencido rey y conversó, como solía
hacer, sincera y cordialmente con él. El tuerto nunca inspiró con
fianza a Atahualpa, aunque éste sabía ocultar su creciente preocu
pación con palabras y gestos joviales.
Junto con Almagro aparecieron los funcionarios reales de San
Miguel, los cuales no eran bien vistos por los soldados. Nadie que
ría faltar al reparto del oro; además, se habían atribuido el nom
bramiento de procuradores de la Corona.
Luego transcurren semanas de imperturbable monotonía. Los
hombres pasan el tiempo con juegos de azar. Donde ruedan los
dados, aumentan las disputas y peleas. Pizarra se ve obligado a
nombrar un inspector de prisiones. Empieza a decaer la moral
de la gente y a aumentar el nerviosismo y la impaciencia en pro
porciones equivalentes.
Surge una tirantez entre la veterana y victoriosa guardia de Pi
zarra y los envidiosos bisoños de Almagro. Tropas de distintos
comandantes nunca se han podido soportar unas a otras en un
mismo campamento. Este fenómeno se volverá a producir luego
con los soldados de Guatemala.
El regreso de Hernando Pizarra resultó un nuevo elemento de
inquietud. La sola mirada de Almagro bastaba para despertar tan
violentamente en Hernando los anteriores resentimientos de Pana
má, que éste le negaba el saludo. Pero su hermano se esforzó
185
por convencerlo para ir juntos a visitar al ofendido mariscal y
restablecer unas relaciones llevaderas, por lo menos.
Don Diego le tendió campechanamente la mano.
G omara
186
decisión. Orífices indios convierten la obra de los orfebres al ser
vicio del Inca en informe metal.
Kl 13 de junio llega el grueso del oro de Cuzco. En total, se
luihla de doscientas cargas de oro y veinte de plata, ya poco ape
tecible. Cabe suponer que en esa cantidad estuviese incluido el de
liiuja. En detalle, se citan setecientas planchas de oro de tres a
• mitro cuartas de largo por una de ancho, y cuyos agujeros deno-
imi que están destinadas al revestimiento de paredes.
Todo el oro y plata fue pesado por funcionarios reales; se dese
chó el metal de baja calidad. La cantidad definitiva dio 1 326 339
|iesos de oro fino.
Mientras se llevaba a efecto este trabajo, surgieron, como es
natural, varias discusiones sobre la distribución y el derecho a par
ticipar en ella. No en vano Pizarro había puesto una cláusula
respecto a esa en el convenio con Atahualpa.
La gente de Almagro pedía, al principio, una participación total,
arguyendo que su llegada había acelerado la entrega de oro, y sus
armas y caballos contribuido a la custodia del mismo; que era
antiguo uso en la guerra repartir equitativamente el botín entre
celadores y combatientes.
Dada la situación, era necesario evitar toda discordia, y así, tras
deliberaciones conjuntas, se acordó entregar al jefe de los alma-
gristas doscientos mil ducados; con ello, todos se sintieron satisfe
chos; tenían motivo para estarlo.
Luego, el notario real Pedro Sancho procedió al prorrateo del
metal precioso con que el Inca esperaba rescatar su vida y su
libertad.
El documento llevaba estampada la fecha del 19 de julio. Unos
•lias después, en la festividad de Santiago, terminaba solemne
mente aquel acontecimiento.
La nómina notarial da una detallada exposición de la cantidad
alienada a cada uno.
La quinta parte del rey, como ya conocemos por la carta de
I lernando, sumó 264 459 pesos oro.
El secretario Cobos recibió el uno por ciento de derechos de
lundición, lo cual sumó 13 265 pesos. El pago de derechos a la
Tesorería importó 2 000 pesos.
Los colonos de San Miguel reciberon 15 000 pesos para ser
repartidos entre ellos.
A la iglesia franciscana, que debía ser erigida en el lugar donde
Atahualpa había sido hecho prisionero, se le asignaron 2 720 pesos
uro y 90 marcos de plata.
El gobernador no olvidó a ninguno de los que habían esperado
participar en el reparto del tesoro. «En esto, el Marqués fue siem
pre muy cristiano, y a nadie escatimó lo que le pertenecía»,
ubserva su sobrino Pedro. También los marineros, que esperaban
187
en los veleros, y los mercaderes fueron agraciados con una can
tidad significativa.
Como gobernador, a Pizarro se le destinó la suma de 57 220 pe
sos (250 kilogramos de oro) y 2 350 marcos de plata. A su hermanó)
Hernando, 31 080 pesos y 1 267 marcos de plata; a De Soto, 17 740
pesos y 724 marcos de plata (cantidad superior a la que le correar!
pondía; con ello se le quería inducir a que regresase a España o a
Nicaragua.) Los soldados de caballería recibieron de siete a ocho
mil pesos, y los de infantería la mitad.
Huelga hablar de Almagro; debió quedar satisfecho, porque
no se le oyó quejarse.
El canónigo De Luque, tercer socio de la compañía constituid^
en 1526, sin cuya enérgica intervención no se hubiese realizado la
empresa, había entregado su alma poco antes de que aquélla fuese
coronada con el áureo resultado.
Pizarro había cumplido su promesa. Cada uno de sus hombre*)
se había convertido en un caballero rico, en tanto se consideras^
el valor real del oro en quilates.
Pero, por supuesto, no tardó en agriarse el vino. La abundando
del bermejo metal puso los precios por las nubes. El áureo torrente)
afluyó a los bolsillos de los mercaderes, que habían zarpado de
Panamá, al enterarse del viento que soplaba en Perú.
Francisco de Jerez nos ofrece una lista de precios: «Puedo afir*
marlo, pues... yo mismo compré. Un caballo costaba de mil qui
nientos a tres mil pesos oro; un cántaro de vino, sesenta; unas
calzas, de treinta a cuarenta; una capa, cien, y una espada, de
cuarenta a cincuenta pesos oro; así era de valorado este precioso)
metal. Si uno debía algo, cortaba un trozo de oro, sin pesarlo ni
comprobar si la cantidad entregada era doble que la deuda con
traída...»
Los prudentes, que eran los menos, guardaron su oro y plata
en cajas y esperaron la primera oportunidad de un permiso para
visitar a la patria.
De todo aquel montón de oro se apartaron las obras artística!
más importantes para ofrecérselas como presente de la tropa ni
rey. Jerez dice que, debido a su enorme cantidad, no se atrevió a
describirlas. Sólo recuerda un tallo de maíz con sus mazorcas; una
banqueta; un manantial, por cuyos caños caía agua en un estan
que; diversas variedades de aves; unos indios sacando agua de una
fuente, todas ellas de oro. Queda por aclarar si se trataba de relie
ves o de figuras. Según relatos de Chalicuchima, en Jauja debía
de haber un juego de llamas y sus pastores, de oro, heredado de
Huayna Cápac. Junto con sencillos broches y poco acertadas figu
ras de forja, había valiosos brazaletes con bajorrelieves artística
mente repujados. Si se pueden comparar o no los orífices perun
nos con los europeos o con los orientales, es cuestión de juicio
188
estético. Las descripciones de los cronistas están mayormente ins
piradas en la emoción perceptiva del momento1.
Oviedo dice que continuamente pasaban por Santo Domingo,
donde eran expuestas, camino de Sevilla, artísticas obras de la
orfebrería peruana.
Poca prosperidad les proporcionó el oro de Cajamarca.
LA MUERTE DE ATAHUALPA
Confusión
191
contra ti y tus soldados, con el fin de mataros a todos. Estas
huestes marchan al mando del caudillo Rumi-Ñahui. Se encuentran
muy cerca de aquí. De noche, piensan atacar vuestra guarnición,
matarte a ti y liberar al Inca...
«Pizarra hizo levantar un acta notarial de aquella denuncia.
Luego interrogó a unos parientes de Atahualpa, indios distinguidos
de su cortejo, e indias que vivían con los españoles. Estos afirma
ron la denuncia del curaca de Cajamarca. ¿Es que pertenecían al
partido de la oposición del Inca? A continuación, Pizarra hizo
objeto de una seria reprimenda a su cautivo:
»— ¿Planeas traicionarme? ¿No te he honrado como un hermano
y no he confiado en tu palabra, acaso?
»E1 Inca intentó prevenirse de la acusación como de una broma
pesada, por lo que contestó preguntando:
»— ¿Es que te burlas de mí? Siempre estás de broma. ¿Quiénes
somos nosotros, yo y toda mi gente, para que podamos hacer peli
grar a hombres tan valientes como vosotros? ¡No me vengas con
semejantes chanzas!»
Esto lo dijo sonriente y sin la menor confusión. «Para ocultar
mejor sus malas intenciones», completa Jerez. «Porque nada tenía
que ocultar», escribe Oviedo, en la isla Española.
El Inca demostró más de una vez el dominio que tenía de su pa
labra y de su juego fisonómico.
¡Vano esfuerzo! Pizarra no respondió. El Inca comprendió que
la cosa iba en serio. Fue aherrojado. Se reforzó la guardia. Caja-
marca se puso en estado de alarma. De noche, una sección mon
tada de cincuenta hombres patrullaba por los alrededores de la
ciudad; al amanecer, hora en que los indios solían atacar, salían
de exploración los ciento cincuenta soldados que formaban la uni
dad de caballería. Fuese la noticia cierta o no, los españoles vivían
oprimidos noche y día por aquellos rumores. «Muchas noches no
podíamos dormir, dominados por el temor de esos caciques y
sus guerreros», escribe uno de los participantes.
El miedo es mal consejero. El miedo ve pronto lo que le asusta
ver. La verdadera situación nunca sería aclarada.
Dicha situación duró desde el reparto del botín de oro, y puede
que empezase mucho antes, hasta la muerte de Atahualpa. Para
llenar este espacio de tiempo, pueden, aun cuando sean desorde
nados, ayudarnos detalles de los apuntes de Pedro Pizarra. Otros
testigos de vista, como los cronistas Pedro Sancho, Mena y Tru-
jillo, coinciden esencialmente con él.
Según narra Pedro, la llegada de Almagro hizo que Atahualpa
viese más en peligro su vida. Lo comprendió al formular preguntas
capciosas. Un día mandó a uno de sus orejones preguntar a Pizarra
que cómo pensaba arreglárselas con las prestaciones de los indios.
— Encomendaré a los caciques que se encarguen de ello —con-
192
testó Pizarra. En realidad era el modo habitual entre los incas, y
continúa siéndolo hasta hoy.
De ello creyó Atahualpa inferir que ya lo tenían proscrito. Pa
reció tener unos días de mayor depresión. Pero luego se dirigió
a Pizarra con un consejo práctico:
—Quiero indicarte, apoo, cómo debes tratar a los indios para
que os obedezcan. Tenéis que matar a la mitad; así, el resto os
servirá sumisamente. —Y volviendo a su preocupación principal— :
Tú me matarás.
Pareció haberse dado cuenta de que no había sitio suficiente
para los dos en el país, como no lo había habido para Huáscar
y para él.
Pizarra lo tranquilizó. Evidentemente, aún no había tomado
decisión alguna; le costaba tomarla, rasgo que encontramos en él
más adelante. Le respondió:
—Quiero dejarte la provincia de tu madre, y nosotros, los cris
tianos, ocuparemos el territorio entre Cajamarca y Cuzco.
«Pero como Atahualpa era un hombre inteligente —continúa
Pedro— , advirtió que el gobernador lo engañaba. Trabó profunda
amistad con Hernando Pizarra, quien le había prometido no con
sentir que lo ejecutasen. Solía decir que Hernando era el más
caballero de todos los españoles.»
Es curioso que tan riguroso y altivo hidalgo hiciese amistad con
el Inca, desde un principio; él y De Soto.
Mientras, entre Francisco Pizarro y Almagro había madurado
el plan de enviar al embarazoso Hernando con un honrosa misión
a España y, si todo iba bien, quitárselo de encima. Nadie mejor
que él para una urgente embajada a la Corona. La misión parecía
tan apremiante, que ni siquiera se aguardó a toda la quinta parte
del tesoro que debía llevarse. Hernando debía zarpar en una de las
carabelas fondeadas en San Miguel, como portador de la primera
de las quintas partes del rey y, m is importante que el oro, una
detallada relación de las particularidades de las nuevas provincias
del imperio de Carlos V; y, finalmente, solicitudes de nuevos favo
res reales tanto para su hermano Francisco como para Almagro,
(luc solicitaba se le concediese la gobernación de la región meri
dional, limítrofe con la de Pizarro. Sin duda, Almagro no tenía
mucha confianza en su rival cuando confió su petición individual
al capitán Juan de Sosa y a Cristóbal de Mena.
Quizá la salida de Hernando fuese la causa de la desventura
de Atahualpa.
—Siento de veras que te marches, capitán — le dijo a Hernan
do— . Sé que si te vas, el gordo y el tuerto me matarán...
El «gordo» era el tesorero real Riquelme, y el «tuerto», Al
magro.
Los móviles de la hostilidad de los funcionarios reales al cau-
193
tivo no quedan definidos. El copioso material de las crónicas da
a entender que ellos se sentían perjudicados y, contra el prisio
nero y frente a Pizarra, esgrimieron la causa de la Corona: Mien
tras el astuto Inca contase con la obediencia de sus súbditos, no
cabía pensar en el dominio de los españoles. Si se le ponía en
libertad, levantaría a la nación y acabaría con el puñado de cas
tellanos. «Y si se deja a un lado su mala voluntad, tenían razón
—advierte Pedro Pizarra— , porque era imposible poner en libertad
al Inca y conquistar el país.»
Sin quererlo, el cautivo contribuyó a mantener tensa la preocu
pación de los castellanos, de modo que llegó a convertirse en un
nocivo nerviosismo ante su poder, pues continuamente aludía a la
incondicional sumisión de sus vasallos: «Sin mi voluntad, ninguna
ave levanta el vuelo...» «Los indios temían tanto a su señor, que
eran capaces de tirarse por un precipicio, ahorcarse o emplear
cualquier medio para quitarse la vida si éste se lo ordenaba...»,
escribe Pedro. Motivos parecidos a los de los funcionarios de San
Miguel respaldaban la animadversión de los almagristas a Ata-
hualpa. También ellos se sentían preteridos por el reparto del botín;
por otro lado, no tenían ninguna relación personal con el cautivo,
que no hacía sino estorbar sus planes.
Un episodio recalca lo singular de la confusa situación en que
se encontraba el Inca: mandó a su fiel hermano Illescas por sus
hijos a Quito. Dicha provincia estaba dominada por Rumi-Ñahui;
este esratega pareció haber considerado decidida la suerte de su
rey, o puede que pretendiese el reinado del Ecuador. Invitó a
Illescas a una cena; cuando éste y sus acompañantes se hubieron
embriagado, mandó darles muerte, y desollar a Illescas y hacer de
su piel parches de tambor, adornados con cráneos reducidos1.
194
o hundirse entre Atahualpa y los españoles. «Y muchos indios,
enemigos de Atahualpa, les aseguraban a los castellanos que no
habría paz y tranquilidad en aquel país mientras viviese aquel astuto
y taimado hombre, de quien ellos debían desconfiar», anota el
cronista. Era la voz de los cañaris, del clan de Cuzco y de los
yanaconas.
En aquella premura sucedió un caso que hizo conmover al pri
sionero más que la cadena que lo tenía sujeto: unos veinte días
antes de su trágico fin, estaba Atahualpa charlando y bebiendo
chicha con unos españoles, cuando de repente se vio por la parte
de Cuzco un claro resplandor en el cielo vespertino; el fenómeno
consternó al Inca, pues otro parecido se había producido unos
días antes de la muerte de su padre. Ahora sabía que tenía que
morir.
«En este tirante estado de cosas, quiso el diablo que el intér
prete Felipillo, uno de los jóvenes que el Marqués se había llevado
o España, se enamorase de una de las mujeres del Inca», leemos
en Pedro Pizarro. En estas significativas palabras se percibe, ade
más, la indignación del Inca, para quien semejante osadía era una
afrenta intolerable. Se quejó de ello a Pizarro. Este agravio le
ofendió más que su propio cautiverio, aun cuando éste amenazase
ron poner en peligro su vida. Las antiguas leyes castigaban esta
clase de delitos, condenando al dclicuente y a la mujer, si se la
consideraba culpable, a ser quemados vivos; a los padres, herma
nos y demás parientes, a muerte, y el poblado y las tierras de
labor, a ser arrasadas, arrancando incluso los árboles, para que
quedase un eterno recuerdo del castigo... Los españoles castigaron a
Felipillo, la pasión y sed de venganza del cual buscaron una opor
tunidad para el desquite, que se ofreció de por sí.
Pedro Pizarro culpa a Felipillo de haber echado sistemática
mente aceite al fuego de la agitación general. De modo malinten
cionado hizo uso de sus funciones de intréprete. Por último, llevó
ii Pizarro el rumor de que, en la región de Huamachuco, el Inca
había movilizado fuerzas para una acción contra los españoles.
Pizarro interrogó a Chalicuchima; éste lo negó. Pero Felipillo tra
ducía las respuestas en un sentido ambiguo, premeditadamente.
Intervino De Soto, y se ofreció para comprobar si eran ciertas
las acusaciones.
A Pizarro le pareció bien, y dio su consentimiento; «porque,
cierto, el Marqués no quisiera matalle», escribe Pedro.
Con cuatro camaradas, entre ellos Estete, De Soto salió hacia
la región del hipotético levantamiento. Al segundo día de camino,
rl guía se arrojó a un precipicio por causas desconocidas. Los
cinco jinetes continuaron su camino. Por dondequiera encontraron
los indios en actitud pacífica, y dispuestos a prestarles ayuda como
•olían hacer. Cuando transcurridos unos días llegaban a Caja-
195
marca con la certeza de revocar las acusaciones contra el Inca, era
ya demasiado tarde.
De Soto quería sacar al cautivo del fuego de las sospechas. En
realidad, su ausencia dejó a los enemigos libre el camino para sus
constantes y enconadas ofensivas. Los funcionarios reales y los
almagristas apremiaban al gobernador con sus viejos argumentos:
se trata de la seguridad de todos y de la causa de la Corona.
Aquel mismo día (era sábado), se presentaron unos indios en
la ciudad y dijeron, alterados, que venían huyendo de los guerre
ros sublevados en las montañas; que éstos se disponían a liberar
al Inca por la noche. Dada la fácil sensibilidad imaginativa de los
indios, es imposible adivinar todo lo que había detrás de estos
relatos. Tal vez fue un medio premeditado para presionar la vaci
lación del gobernador.
Realmente, ¿vacilaba Pizarra? Su proceder es característico en
este sentido. Más tarde volverá a repetirse con Almagro. Herrera,
que escribe con el estilo de un historiador político de la escuela
renacentista, suplanta los hechos diciendo que desde un principio
Pizarra decidió ejecutar al Inca por razones políticas. Pedro Pi
zarra, que narra candorosa y desinteresadamente, escribe al res
pecto: «Consiguieron, al fin, convencer al M arqués... y, contra su
voluntad, lo condenó a muerte. Veía al Marqués llorar de amar
gura, porque no le podía dejar con vida por temor a las exigencias:
(de los funcionarios reales) y debido al peligro que se corría en el
país, si se le daba la libertad...» Pedro nos enuncia el fondo
de la situación y se nota, además, el propio sentimiento de condo-'
lencia en sus palabras, porque él se había ganado la confianza y la
amistad del Inca. Con este relato se sitúa Pedro en el grupo de los
mejores testigos de aquel hecho. Diego de Trujillo advierte lo
mismo con su sencillo modo de expresarse: «Luego, le exigieron al
Marqués que hiciese matar a Atahualpa...; de otro modo, podría
costarle caro al Rey...»
196
por parte de los enemigos de Atahualpa, la influencia de los cuales
debió de ser grande en el destino de éste; pues no sólo se ha
blan identificado con la causa de los castellanos, como los yana
conas que sólo a través de los blancos podíán esperar la libertad,
sino que también se habían esforzado continuamente para identifi
carse con los deseos de éstos1.
No sin vehementes discusiones, dentro y fuera del tribunal,
transcurrió la vista de la causa. Según parece, se procedió de
nuevo al interrogatorio de una serie de testigos indios, en el que
Fclipiüo cumplió mal su cometido. Atahualpa repitió sus asevera
ciones y reclamó al gobernador que creyese en sus palabras:
— ¡No me creáis un insensato...! ¿No estoy en vuestras manos?
¿O no me podéis cortar la cabeza en cuanto aparezca el primer
guerrero? Si creéis que actuarán sin mi consentimiento, entonces
puede decirse que desconocéis cómo se me teme y cómo se me
obedece... —Ofreció dar rehenes por cada español al que le ocu
rriese algún percance. Invocó a De Soto y a Hernando Pizarra.
Por último, le rogó al gobernador que lo enviase a España, y que
no se manchase las manos de sangre de un hombre que no le ha
bía causado daño y lo había hecho rico.
En sus Comentarios, Garcilaso el Inca dice que, de los veinti
cuatro jueces del tribunal, trece pidieron la pena de muerte; y da
sus nombres*.
Se ha perdido el acta de la sentencia que Francisco Pizarra y
Almagro firmaron. Según ella, se condenaba al reo a garrote con la
consiguiente incineración de su cadáver. De ahí que sea posible
la afirmación de Garcilaso por la que se le acusó, entre otros cargos,
de incesto.
La acusación y la sentencia originaron entre los españoles exal
tado partidismo en pro y en contra del Inca. Los oficiales, que le
habían tomado afecto en su prolongado trato con él, protestaron
por aquel fallo, porque el inca se había mostrado franco con ellos;
porque no se le había podido probar ninguno de los cargos; por
que la disputa entre los dos hermanos no era asunto que incum
biese a los castellanos. Por último, esgrimieron un argumento de
mucho peso: se trataba de un soberano prisionero que no podía
acr juzgado por unos funcionarios subalternos, sino por el Rey;
que si se temía por la seguridad del país, podían enviarlo a España
como él pedía. Esto último había sido propuesto por De Soto
mucho antes, y se había comprometido a tramitarlo.
«Habría sido lo mejor — escribe Gomara— ; pera hicieron lo
otro, manipulados por los almagristas.» Sobre eso, Pedro Pizarra
comenta: «...es dudoso que el Inca hubiera soportado el viaje y el12
1. Trujillo hace a tos indios de Jiu¡a responsable* del último tumulto imputado a
Atahualpa.
2. GAJtctutso: ComeiUtrios r ttltt, II, lib. t, c. 37.
197
abandono de sn patria, porque era un señor distinguido y sensible».
De aquellos hechos debieron de llegar noticias a Santo Domin
go para transmitirle a Hernández de Oviedo el material con que
preparó su destructiva y acusadora relación de los sucesos.
Con el fin de tener tranquila la conciencia, de ampliar la base
de la responsabilidad y de amortiguar la crítica, Francisco Pizano
consultó con el capellán castrense fray Vicente de Valverde antes
de dictar sentencia; el capellán dio su aprobación1.
Así fue condenada la conducta del último soberano del imperio
inca. La protesta de los oficiales fue considerada como un acto de
insubordinación y enmudecida con la amenaza de un consejo
de guerra.
Pero la sentencia no enmudeció, pues las competentes voces de
los contemporáneos y las a menudo incompetentes de la posteri
dad han hablado de ello*. El ingenuo Pedro es quien se ha expre-
1. El dominico Vicente Valverde aparece de pronto a la luz pública con cierta»
actuaciones. No te sabe de cierto por qué. Estaba evidentemente convencido de la leta
lidad de la conquista, y no daba impresión de verdadero hombre ilustre. Salvo el compen
diado dictamen que Oviedo hace de A, nada se encuentra que lo justifique. En una ulterior
carta de Jauja, dirigida a Oviedo, testifica lo contrario: «Ea una persona activa y ejem
plar... en la que muchos españoles han encontrado consuelo...»
2. Hernández de Oviedo emitió de manera fulminante su opinión «obre loe jueces de
Cajamarca. Oviedo es un benemérito cronista y un laborioso recopilador de noticias del
Nuevo Mundo, para lo que su puesto en Santo Domingo le ofrecía una oportunidad
inmejorable. Fue un hombre apasionado; también estuvo de descubridor y conquistador
en la región de Darién, donde se hizo enemigo jurado de Fedrarias. Durante su estancia
en Panamá, conoció a Almagro, quien le confió su hijo y conservó la valiosa amistad
del cronista hasta el fin de sus días, pues la pluma de éste dominaba un vasto campo.
Sus relatos influyeron en fray Bartolomé de las Casas, que estuvo tan poco como él en
el Peni. He aquí su informe:
«Cuando don Francisco Pizano tenia preso al gran rey Atahualpa, gentes insensatas
le aconsejaron que le diese muerte (puede que él mismo estuviese interesado en ello).
Porque, cargados de oro, creyeron poder fácilmente depositarlo en España o en cualquier
ona parte, después de la muerte de aquel señor, cuando abandonasen el país; por ouo
lado, pensaban poder sostenerse allí mejor que si vivía aquel rey, temido y venerado por
sus súbditos... La experiencia ha demostrado lo mal que planearon y llevaron a cabo todo
aquello, desde la captura de Atahualpa hasta su ejecución. Apane de la (alta que
cometieron ante Dios, robaron al emperador y rey y, a aquellas tierras como en España,
incalculables tesoros que aquel rey les habla dado. Además, ninguno de sus súbditos se
habría movido o sublevado, como hicieron luego...
»Es sabido que el gobernador le garantizó la vida a Atahualpa. Sin ello, tenia c u
garantía, porque ningún capitán puede disponer de la persona de un rey prisionero, sin
el consentimiento de su rey y señor. Cuanto más que, tras haberles pedido seguridad a
los españoles, prometió empedrarles de plata los caminos, cederles las montañas y los
bosques, y entregarles a ellos y a loa cristianos cuanto oro quisieren...
»En pago de esto, quemaron paja debajo de sus pies para obligarle a confesar su
traición. Levantaron falsas acusaciones contra él... El conjunto fue montado por perso
nas ruines, graciss al descuido y mal atesoramiento del gobernador. Se le formó proceso,
mal organizado y peor realizado; los principales promotores (un inquieto, desasosegado y
deshonesto clérigo, y un desalmado e intrigante notarlo) estaban en unión con otros tan
ruines como ellos dos. Asi, la cuestión terminó de aquel modo... En eso, nadie se
acordó de cómo les habla llenado las casas de oro y plata ni de qué modo se habla
requerido a sus mujeres y, adúlteramente, abusado de ellas a la vista de él. Y, como a
esos culpables les pareció que semejante afrenta era imborrable, y que un buen día
Atahualpa les darla su merecido, se les colmó el corazón de amargo temor y animad
versión. Para quitarse de encima esta preocupación y desasosiego, dispusieron la muerte
de él, por un hecho que, no sólo no llevó a cabo, pero que ni pasó siquiera por su imagi
nación...» O viedo, lib. vm , c. 22.
Estas lineas han sido escritas por la indignación, o la envidia, o por el alecto. Las
198
nido con mayor sinceridad: «Cierto, estos señores (Pizarro y Alma
gro) no hablan leído ni comprendido otras leyes que fallar senten
cia contra un infiel, que no conocía el Evangelio.» Esta opinión no
es sólo de él; también es el parecer del memísimo moralista espa
ñol Francisco de Vitoria.
E . E c h e v a r r ía
199
dumbre, que, enmudecida, espera un inconcebible acontecimiento.
De nuevo, se oculta el sol ante el crepúsculo, que avanza rápida
mente. O Inca puede dirigir la vista hacia los picos de las cordi
lleras, por detrás de cuyos deslumbrantes ventisqueros desciende
el astro diurno, mítico creador de su tronco genealógico, hacia la
desértica franja occidental de su país, hacia el inmenso océano:
en las olas del cual Viracocha desapareciera prometiendo que apa
recería por las mismas.
— ¡In tt...! ¡Apoo....n —dam a la familia del Inca al dios que les
había donado su país montuoso.
Sereno y majestuoso, Atahualpa se dirige por entre la oscura:
muchedumbre humana hacia el patíbulo. Cuando los indios fijan:
la atendón en su rey, se produce una erupción de desenfrenado*)
lamentos y gritos salvajes; muchos se desploman al sudo como;
aturdidos. Lo mismo sucedió en d óbito de Huayna Cípac, así
como en d de Huáscar.
Pero también hacen acto de presencia otros representantes del
pueblo peruano que, aunque conmovidos como los demás, se sien
ten satisfechos por ver cumplidos sus anatemas; son los amigos de
aquellos cuyas cabezas Hernando Pizarra vio ensartadas en la
plaza de Jauja, son los cañaris, los yanaconas, los parientes de
Huáscar.
El sordo redoble de los tambores satura el crepúsculo que en
vuelve la plaza. I
En un aro de hierro sujeto a una estaca, el reo será ejecutado»
dos horas después de haberse puesto el sol, el día 29 de agosto
de 1533*.
El último Inca ha muerto.
Así quedaba extinguido el imperio de Tahuantinsuyu, el redrojo
imperial de una desconocida serie de reinados y culturas del vasto.;
territorio entre el océano, las montañas y la selva.
Francisco de Jerez, testigo ocular, concluye su informe con estas;
palabras:
«Así murió este hombre que tan cruel, resuelto e inconmovible
había sido... Murió en sábado, a la misma hora en que fue vencido
y cogido prisionero... De este modo pagó todo el daño y cruelda
des que cometió con sus vasallos. Pues todos convenían en que era
el más grande y cruel carnicero que se había conocido; que exter
minaba un poblado por cualquier falta cometida por uno de sus
vecinos...»
Esta es la voz de uno de aquellos que condenaron su conducta.
Es una voz verídica. Adicionemos la resonancia de la pluma de
fray Bartolomé de las Casas desde su lejana isla:
«Aquí encontró su fin el próspero y glorioso reino de los In-12
1. ¡Sol! iSefior!
2. La fecha de la ejecución no ha sido transmitida con precisión.
200
cas, el gran rey soberano de este vasto imperio del país que noso
tros llamamos el Perú.»
Esta es la voz del juez sobre la sentencia, que, convertida en
coro, ha resonado en la posteridad. También es una voz verídica.
El viento de la noche llevaba de los campos hasta allí penetran
tes gritos de desesperación, que se perdían en la lejanía. Indescrip
tibles escenas de extático duelo, como correspondía al óbito de un
rey, se desarrollaban entre las mujeres y servidores del desapare
cido. Muchos se ahorcaban; otros se tiraban al precipicio. Junto
con sus doncellas, las mujeres se estrangulaban valiéndose de las
guedejas de sus propios cabellos. Al día siguiente se presentaron
cantidad de mujeres a los españoles, y les rogaron que las enterra
sen junto con su señor. Una orgía de muerte que, como la del
fallecimiento del padre de Atahualpa, costó la vida a centenares
de personas de su corte1.
Pizarra envió fuerzas de caballería para poner fin a aquella
danza macabra.
El joven Pedro cuenta que, a la mañana siguiente, se presenta
ron unas mujeres pidiendo se las dejase entrar en las habitaciones
del ajusticiado: «Entraron, se pusieron a llamarlo por su nombre
y a buscarlo por todos los rincones. Como no les respondía, for
maron gran clamoreo y salieron. Les dije que los muertos no re
gresaban. Entonces, se retiraron.»
La muerte de Atahualpa hizo cambiar repentina y totalmente el
estado de ánimo de los castellanos. Parecía como si todos se sin
tiesen culpables de ella.
AI otro día por la mañana, un magno cortejo fúnebre acompañó
los restos mortales del Inca a la recién construida iglesia de San
Francisco, para tributarle un solemne réquiem con todos los hono
res que correspondían a un rey cristiano; pues Atahualpa había
muerto como tal. Al frente de sus oficiales, iba Pizarra con uni
forme de gala. «Los castellanos hicieron una manifestación de
duelo por este caso único», así expresa Herrera esos contradicto
rios sentimientos, y su verídico fondo.
Al llegar a este sitio, la mayoría de autores se sienten obligados
a poner de relieve el «cinismo de esa conducta»; pero se pierde de
vista el modo de ser de estos hombres, pues ellos atendían más al
honor de un hombre que a su vida: le quitaron la vida, pero su
pieron respetar su dignidad. (En ello estriba el llamado «cinismo».)
Durante las honras fúnebres, asistidas por el padre Morales, se
1. Orgía de muerte: En todas las culturas de América ae encuentra la creencia
prcanimista. El muerto es, por decirlo asi, «un cadáver viviente» con todas las
necesidades terrenales; por consiguiente, se procura etcrniaar su cuerpo por medios
naturales y mágicos, como disecar la piel. Con este concepto, se origina la gran
Indiferencia por la muerte, que lleva al deseo de morir y al suicidio en masa. Esta
tendencia estaba muy divulgada en el Perú. Pizarro mandó soldados para que pusieran
fin a aquel macabro paroxismo.
Conf. G. ECXERT: Totcnkult uaá Lebensgltube in Cauca-Tal.
201
produjeron las ya citadas escenas de extático duelo con las mu
jeres.
De este modo honraron los protagonistas de esta tragedia al
enemigo que tenia que caer porque así estaba prescrito en la His
toria, la cual sigue su curso independiente. Si se leen detenida*
mente las memorias, se percibe cómo reconocían estos hombres lo
discrepante de su papel. Y si para ellos hay una apología, es la que
se dieron a sí mismos con su actuación.
Resonancias
202
cómo maniobraba oculta, hábil y sistemáticamente para salir de su
prisión. Carecía de escrúpulos para lograr sus designios. Su des
comedida crueldad y sed de venganza son bien patentes, y no dan
lugar a duda. Lo reafirman los numerosos enemigos que tenía
entre su pueblo y su casta. Las escenas de duelo durante sus exe-
|uia$ no son contraprueba de ellos. Su origen es mucho más pro-
?undo.
Incluso Oviedo sabe de indios de Tomebamba que reclamaban
justicia contra el soberano de Q uito, porque les había quitado
las hijas y matado a sus hijos. £1 resumen de Francisco de Jerez,
«Por tiranía tenía sujeta toda aquella tierra», engloba muchas
voces acusadoras. Sin duda, la personalidad de Atahualpa ejerció
gran influencia entre los hombres de su raza.
El modo con que, más tarde, los escritores han tratado la legi
timidad de la sentencia, lleva a menudo la encubridora capa de la
hipocresía. No se trataba de ningún aislado casus laesae humarti-
tatis. Veamos: por aquel tiempo, Enrique V III hizo decapitar a
su canciller Thomas Moro, y descuartizar a los cartujos de Londres
porque no estaban de acuerdo con su política.
A los pocos días de la ejecución de Atahualpa, regresó De Soto
de la exploración. Pizarra lo recibió vestido de luto «como mani
festación de condolencia». De Soto no pudo contenerse y, con aspe
reza, le dijo:
—Señor, habéis obrado muy mal. Habría sido mejor esperar
nuestro informe, y así, os hubieseis convencido de que eran infun
dadas las acusaciones contra Atahualpa. No hemos encontrado nin
gún hombre armado; por dondequiera reina la tranquilidad...
Debía habérsele enviado a España, y doy mi palabra de que habría
llegado bien.
—Veo que se me ha engañado — respondió Pizarra.
A partir de aquí, el estado de ánimo general completó el brusco
cambio que había empezado. La figura de Atahualpa fue idealizada.
De ello vemos un reflejo en fray Bartolomé de las Casas. La
crónica se convirtió en leyenda. Todavía, en el siglo xix, llevó Juan
de Valera el glorificado Inca al teatro. Sus jueces ocuparon el ban-
|uillo de los acusados y, sin que se les permitiera defenderse,
? ueron condenados. Como sabemos, habrían podido decir algo en
su defensa: «Hicimos lo que otros hicieron antes de nosotros,
cuando nosotros y después de nosotros...»
Dada la autoridad de su autor, es necesario señalar aquí un cri
terio de Francisco de Vitoria, que, con Erasmo y Thomas Moro,
pertenece a los letrados más ilustres de entonces y hay que consi
derarlo fundador del Derecho internacional.
Gomara acompaña a los primeros «peruanos» que regresan a la
patria con el oro de Cajamarca y con la gloria del descubrimiento
y conquista de un nuevo reino, con las siguientes palabras: «Hin-
203
charon la Contratación de Sevilla de dinero y todo el mundo de
fama y de deseo.»
Si las fantásticas noticias de las Indias Occidentales caracteri
zan el sentimiento general que, como es natural, causó en España,
aún más hay que maravillarse de la imparcialidad e incorruptibi
lidad de un hombre que entonces ocupaba la cátedra de Moral y
Derecho natural de la universidad de Salamanca: el dominico fray
Francisco de Vitoria. Nada exige tanto esfuerzo como enfrentarse
en nombre de la ética, de su comunidad, con la victoria y el éxito;
pero Vitoria y sus amigos lo hicieron. Ciertamente, resulta difícil
armonizar los principios éticos del orden con las inevitables situa
ciones del momento histórico.
Miguel de Arcos formuló por escrito preguntas relacionadas con
los acontecimientos del Perú a Vitoria, quien le contestó el 8 de
noviembre de 1534:
204
no lo aceptaría. Antes prefiero se me sequen la lengua y la mano
que justificar y firmar tan inhumano y anticristiano hecho...
El ingenioso hidalgo
C erv a n tes:
Don Quijote de la Mancha.
El regreso
.. .cuanta riqueza
ha ganado y trae acá,
ganó con gran fortaleza:
peleando y trabajando,
no durmiendo, mas velando,
con mal comer y beber...
207
El asunto del regreso a la patria maduró con la salida de Her
nando Pizarra. Por su parte, el gobernador dio a entender que no
tenía inconveniente en este sentido. Pues el oro atraía nuevos con
tingentes de soldados con los que engrosaba sus efectivos milita
res. En los tiempos difíciles, Pizarra había licenciado a los vaci
lantes; por lo tanto, no tenía inconveniente en licenciar a quienes
lo deseasen. Con Hernando se marcharon una serie de personas
destacadas, entre ellas el clérigo Juan de Soza.
Mientras él preparaba nuevos planes para continuar la conquis
ta, cierto número de compatriotas suyos decidieron dar por termi
nado el descubrimiento de América y llevar el oro a donde conser
vase su valor. El gobernador puso magnánimamente a su disposi
ción llamas e indios para el transporte del valioso cargamento a
los que se marchaban. Entre los veinticinco que sumaban estaba
Francisco de Jerez, quien no dejó de relatar las fatigas que pasaron
por el camino: «Las llamas se despeñaban o se escapaban con la
valiosa carga; los indios que las gobernaban desaparecían durante
aquel largo camino». Una vez más experimentaron la venganza de
la tierra americana: se encontraron sin vituallas ni albergue; tuvie
ron que pasar frío, sed y hambre, y dormir a la intemperie sobre
sus cofres repletos de riqueza, hasta llegar a San Miguel y alcanzar
el tan anhelado embarcadero. No parecía que se despidiesen de las
montañas del Inca con el corazón afligido.
Siguieron rumbo a Panamá, donde, ante la brillantez de lo logra
do, ya nadie recordaba los años tristes, ni se burlaba de la «com
pañía de locos»; cruzaron el istmo y embarcaron en Nombre de
Dios. Con el corazón aliviado, podían contemplar cómo iba que
dando atrás el país, en cuyos desiertos y selvas habían muerto
muchos camaradas; pero ellos se habían hecho ricos.
Los expedicionarios arribaron en cuatro carabelas distintas a
Sevilla. El 5 de diciembre desembarcaron Mena y Cristóbal Sosa,
hombres de confianza de Almagro; el 9 de enero de 1534, o sea un
mes más tarde, llegó Hernando Pizarra en la «Santa María del
Campo». Además de la quinta parte y de los regalos de la tropa
para el Rey, llevaba 310 000 pesos oro y 30 500 marcos de plata,
destinados a personas privadas. «Aparte — leemos en las últimas
frases de la crónica de Jerez— , en el barco venían para Su Majes
tad treinta y ocho obras de arte peruano de oro y cuarenta y ocho
de plata, entre ellas una gran águila de plata, cántaros y cuencos de
oro, dos vasijas también de oro con una capacidad de dos fanegas
cada una... Los pasajeros civiles llevaban veinticuatro cántaros de
plata y cuatro de oro.»
El tesoro fue desembarcado en el malecón y llevado a la Casa
de contratación; las vasijas fueron llevadas a cuestas, y las veinti
siete cajas transportadas por catorce yuntas de bueyes. ¡Qué espec
táculo para Sevilla, y para la gente que esperaba allí su felicidad!
208
«El 3 de junio arribaron los dos restantes barcos...; en uno de
ellos viajaba Francisco de Jerez, natural de Sevilla, que durante
su estancia en Nueva Castilla y en Cajamarca, como secretario del
señor gobernador don Francisco Pizarro, y por mandato de éste,
ha escrito esta relación.»
Con estas palabras sobre sí mismo, concluyó Jerez su relación
de los hechos de su señor, el gobernador Pizarro, de los tiempos
malos y del feliz término de su gran viaje, evidentemente satisfecho
de que con ello finalizase para él la gran aventura.
Compuso sus memorias en lenguaje sencillo y estilo poco ágil.
No conocía humanidades, como Oviedo o Gomara, ni era erudito,
como Acosta o Cobo, ni poseía la fantasía del poeta, como Garcilaso
el Inca. Pero esta insuficiencia era precisamente lo que le daba
mérito a su crónica. Francisco de Jerez no tenía graduación mili
tar; mas había vivido momentos en que la ropa se le pudría en el
cuerpo, y raíces y tallos le habían servido de alimento. Más de una
cosa está tergiversada. Pero no por ello el cronista se cohibió ante
los envidiosos, que no eran pocos.
En unas cajas trajo el producto de largos años de fatigas a un
lugar seguro, lo cual le costó quebrarse una pierna. Como quiera
que sea, Jerez formaba parte de la frase de Gomara: «Hincharon
la Contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y
de deseo».
209
había mandado ahorcar al marido de ésta por un supuesto acto de
rebelión en la isla de Toga, situada frente a Panamá. Hernando
debió convencer a la viuda para que demandase judicialmente a
don Diego» y le daría dinero para ello. A poco, el capitán Mena
y Juan TéÜez pudieron inducir a la mujer a que desistiera de dar
tan desdichado paso. Asimismo lograron los dos amigos, en el
Consejo de Indias, que no se llevase a efecto el procedimiento
judicial en atención a los méritos de Almagro. De todos modos, no
estaba del todo claro lo que pudiese haber de justo o injusto en
aquel hecho, el cual podía malograr la carrera de Almagro1.
Camino de Aragón, la noticia se anticipó al emisario del gober
nador del Perú. Por todo el país se hablaba de que la Casa de
Contratación de Sevilla se había convertido en una tesorería. Los
rumores se extendieron más allá de las fronteras y del mar. En
Flandes y en Italia, donde continuaban destacados los tercios del
Emperador, se hablaba de si no sería preferible trocar la mísera
gloria de las campañas europeas y sus victorias sobre los turcos y
moros por el oro del Perú.
«Los rumores de tan grandes riquezas determinaron que mu
chos decidieran ir al encuentro de ella y abandonasen las expedi
ciones militares de Italia o de cualquier otro lugar, a donde sólo
conducía la finalidad del honor, de la madre de todas las artes;
para lograrlo, emularon todas las virtudes, a cuyas sombras medra
el honor», escribe Herrera, de un modo didáctico, como Séneca,
y da a entender que en España se veía que no todo lo medido
en la balanza de pesar oro era beneficio. No sólo los éticos del
relieve de Francisco de Vitoria; también los políticos reconocían
el peligro que involucraba la afluencia del metal precioso, las más
de las veces cogida de la mano del relajamiento moral.
Hernando Pizarra confirmó los rumores con un suntuoso pre
sente, cuya riqueza extendió a la vista del Emperador, de la Corte
y de los ministros.
El 20 de enero, Hernando es recibido por el rey Carlos.
Muy a propósito debió de llegarle el oro peruano al monarca,
en un momento en que las operaciones militares en Africa le vacia
ban las arcas, y muy ufano le mostró, el capitán las piezas de arte
del tesoro Inca; la conversación giró, no obstante, en torno al
extenso informe de aquel país y sus pobladores, de las condiciones
económicas favorables para una colonización, de la virtud de los
nativos y su predisposición a aceptar la religión católica, y la
cultura occidental. La carta dirigida a la Audiencia de Santo Do
mingo muestra la atención que Hernando puso en su cometido.
Con numerosos favores, el rey Carlos puso de manifiesto su
satisfacción porque se hubiese alcanzado tanto con tan escasos me-
1. Conf. Hernández de O viedo: Historia teñeral y natural Je las Indias, lib. VI,
c. 18.
210
dios. Durante su estancia allí, Hernando recibió el nombramiento
de cortesano. El 21 de mayo de 1534, Pedro de Mendoza y Juan de
Scmolla lo invistieron de la capa blanca de la orden de Santiago
en la iglesia de Santa Leocadia, en Toledo. La administración real
iramitó con rapidez y magnanimidad sus solicitudes.
Por aquella fecha, llegaron a Calatayud los dos hombres de con
fianza de Almagro, que, junto con una carta del licenciado Espi
nosa, llegada de Panamá, apresuraron la solicitud que Hernando
había presentado relativa al asunto de Almagro. En dicha carta se
expresaba el deseo de que se le concediese una gobernación con
un territorio de unas doscientas leguas, a partir de los límites
meridionales de la de Pizarra, pues éste había extendido delibera
damente sus posesiones unas setenta leguas, con el fin de que no
cayese en las manos de Almagro la fértil región de Cuzco.
La disputa por dicha región degeneró en un conflicto que llevó
a los dos conquistadores a la catástrofe.
Carlos I aprobó las peticiones presentadas. Pues no le costaban
nada, y prometían beneficios a la Corona.
Con la muerte de Fernando de Luque, hubo que volver a tratar
del obispado del Perú. El rey propuso al dominico fray Vicente de
Valverde para la correspondiente silla apostólica, con sede en
Cuzco. El nuevo obispo estaba obligado a llevar todos los misione
ros posibles de su orden allí, dada la imperante necesidad de pro
pagar su vasta obra cultural entre los aborígenes.
Realmente, estos misioneros crearon la base espiritual de la ve
nidera cultura iberoamericana. Al lado de los administradores ju
rídicos de la Corona, fueron ellos los investigadores de la historia
del país, del idioma de sus pueblos; los intermediarios que unieron
el arte y el deber europeos con el genio indígena; los fundadores
de escuelas, universidades y hospitales.
En la misma línea estaban los poderes extraordinarios que le
habían sido dados a Francisco Pizarro para la fundación de nuevas
ciudades. Se le concedió el derecho, «al fin de sus días», de nom
brar sucesores a don Diego de Almagro, o a su hermano Hernando;
si ninguno de los dos vivía, podía nombrar «a quien considerase
más apropiado». Simultáneamente, se promulgaron una serie de
decretos para proteger a los indios y se publicaron severas orde
nanzas, relativas a la práctica de nuevos descubrimientos, «para
que nadie pudiera excusarse en su desconocimiento».
Lo vitales que eran estos decretos para la renovada América,
nos lo demuestra la historia que venimos relatando con múltiples
ejemplos de desacato de los mismos.
Por entonces se hablaba de una aventurera expedición de Pedro
de Alvarado, que había salido de Guatemala hacia el Perú, lo cual
motivó una serie de trascendentales disposiciones de la Corona.
Alvarado, no sólo fue invitado a que abandonase la región ocupada
211
arbitrariamente, pues la Audiencia de Panamá aún ejercía el privi*
legio de intervenir en el Perú; también se le indicó que «sería
detenido sin miramiento alguno, si las circunstancias lo rcquev
rían». Por la misma razón, se le advirtió a Hernán Cortés, marqués]
del Valle, que, en sus proyectados descubrimientos en los mates'
del Sur, se abstuviese de meterse en los territorios bajo la juris
dicción de Pizarro y de Almagro, respectivamente.
El gobierno de Su Majestad seguía atento a lo que se hacía en
el lejano Occidente, a fin de que se observase el orden y la legi
timidad.
Almagro podía estar satisfecho de la gestión de Hernando. Con
el nombre ae Nueva Toledo se le había destinado una gobcrnaciólj
de doscientas leguas al sur de la de Nueva Castilla; además, le
habían sido concedidos los nombramientos de mariscal y ade
lantado.
Veremos cómo Almagro, a diferencia de sus compañeros, no
hace uso de todos estos poderes; lo único que le satisface es haber
los conseguido.
Por su parte, Hernando Pizarro se preparaba para su viaje de
regreso.
Al final, presentó al Rey una propuesta sobre extraordiní
rias aportaciones de oro a la Corona, para lo cual recibió treinttj
y siete firmas en blanco, al objeto de que dichas cantidades con
los consabidos derechos llegasen a la mayor brevedad posible a
España.
La idea de estas prestaciones surgió, por supuesto, ante la incó
moda situación de que Atahualpa, rey de Tahuantinsuyu, era pri
sionero del Emperador, y sus oficiales no podían disponer de la
persona del cautivo ni de los bienes del mismo, según las antigüé!
leyes de guerra. La aventurera ignorancia de Pizarro y sus consejé]
ros había atropellado estas leyes en el reparto del tesoro del Inca;
pero don Carlos se mostró lo suficientemente magnánimo para qué
la justicia no interviniese en el caso. Hernando se apresuró a sos- |
tener la buena disposición de ánimo del Rey con proposicionJI
prácticas. Debió de tener en cuenta que luego sería mal visto por
los colonizadores del Perú con la recaudación del impuesto extraotf
dinario.
Con los estimuladores resultados logrados en palacio y la licem
cia para reclutar soldados, Hernando se dirigió a Trujillo. Habían
transcurrido cinco años de cuando su hermano saliera de allí al
frente de un puñado de paisanos suyos y sin otra cosa que la auto
rización real para conquistar un reino cuyas fronteras apeiut|
había visto desde el mar. Ahora, sus hombres llevaban guarnedjj
da de oro y plata la montura de sus caballos. Aquellas historias
habían animado tanto la soledad de Extremadura, que muchos
empobrecidos hidalgos vendieron su hacienda para comprar el
212
equipo y costearse el viaje, y muchos hijos de familias distinguidas
acompañaron a Hernando camino de Sevilla.
En el Consejo de Indias estaban terminados los preparativos
necesarios. La flota, de la que él sería almirante en alta mar, esta
ba dispuesta para levar anclas. Un fuerte temporal los hizo retro
ceder a la bahía de Gibraltar, antes de que pudiesen salir al océano.
Lo peor fue la llegada a Nombre de Dios. En el pequeño puerto
se había reunido tanta gente, que, con la llegada de los barcos, se
produjo de nuevo carestía y falta extrema de comestibles. Por una
gallina se daba una blusa de seda o un jubón de terciopelo. El
hambre y el clima tropical provocaron epidemias, y más de uno
que había vendido su hacienda ganó la sepultura en la tierra ame
ricana apenas puestos los pies en ella.
De Panamá zarparon rumbo a San Miguel, único puerto hasta
entonces en el Perú. Tras haberse informado de la situación, Her
nando y su gente recorrieron a caballo los 600 kilómetros de litoral
hasta Pachacámac, donde Pizarra inspeccionaba la fundación de una
ciudad en la costa.
14
CAMBIO BRUSCO EN EL PAIS
El nuevo Inca
215
Aunque desde aquel momento, la grandeza del soberano quedaría
limitada, pues el joven Inca fue advertido de que era elevado a la
dignidad de Inca en nombre de su majestad don Carlos de Castilla,
y que debería ejercerla como vasallo de éste.
Orejones, curacas y otros dignatarios prestaron la habitual jura
al nuevo Inca; entre ellos se encontraba Chalicuchima, leal estra
tega del soberano desaparecido; los incidentes ocurridos en la
marcha hacia Cuzco evidenciarán cómo prestó él juramento de
fidelidad al nuevo soberano.
Habían transcurrido diez meses de la llegada al valle de Caja-
marca. Se planeó circunstanciadamente la continuación de la em
presa, que debía tener su centro en el sur. Pero antes, era necesario
ampliar la base de San Miguel y asegurar la aún desconocida región
septentrional.
216
Por más muestra de confianza que significase la misión enco
mendada a Benalcázar, San Miguel no era el puesto adecuado
para un hombre que poseyese el temperamento y la experiencia de
un soldado de primera línea. No tardó mucho en surgir un motivo
que diese pie al capitán para abandonar el puesto que se le había
confiado, acto difícil de justificar para un soldado.
De la provincia septentrional de los cañaris llegaban desespe
radas llamadas de ayuda: las sanguinarias huestes de Rumi-Ñahui,
quien, después de la huida de Cajamarca, había reunido los guerre
ros de la diezmada milicia del Inca, saqueaban y mataban en su
avance hacia Quito.
Benalcázar consideró este grito de socorro como la llamada
oportuna para una acción personal. Quito era la segunda capital
del imperio inca, y cabía suponer que allí se encontraban tesoros
que igualaban a los de Cuzco. De este modo, el capitán reclutó
doscientos hombres y salió a la conquista del reino del Ecuador,
última retaguardia en vida del Inca desaparecido. Era una empresa
audaz. San Miguel estaba situado a 6° latitud Sur en la costa.
Quito se encontraba en la línea ecuatorial, a tres mil metros sobre
el nivel del mar, adonde conducía un camino por entre zonas de
sérticas, parajes rocosos y tropicales bajo las nieves perpetuas del
Chimborazo y del Cotopaxi. La lucha con las brunas huestes sería
encarnizada.
En uno de los valles del Chimborazo, antes de llegar a Rio-
bamba, lanzó Rumi-Ñahui el grueso de sus fuerzas contra los espa
ñoles. Por amigos indios, supo Benalcázar que el enemigo tenía
más de diez mil hombres parapetados con muros y trincheras
(contra la caballería; la mayoría de veces cubiertas de aguijones)
en la montaña cerca de Alauri. Sin inquietarse por ello, avanzó una
legua y dio con el campamento enemigo. Una patrulla de caballería
rodeó las fuerzas indias sin entrar en contacto con ellas. Los gue
rreros quiteños creyeron que los blancos no se atrevían a entrar en
acción, por lo que decidieron lanzarse en tropel sobre ellos, vo
ceando:
— ¡Acercaos...! ¡Devolved el tesoro de Atahualpa...! ¡Pagaréis
su muerte!
Ante el empuje acometedor de los indios, la patrulla retroce
dió defendiéndose a arcabuzazos. Por el límite de su campamento,
contraatacó un escuadrón, los diezmó y persiguió hasta el pie de
la montaña.
El resultado de este encuentro en el valle de Teocaxa fue des
moralizador para las milicias de Rumi-Ñahui; pero obedecían a su
firme jefe, decidido a mantenerse allí y vencer.
Los españoles lograron una ventaja mínima. Las luchas duraron
varios días; los indígenas peleaban bajo el inexorable mando de
Rumi-Ñahui. Dadas las irreemplazables pérdidas de hombres y
217
caballos, la situación de los españoles empezaba a ser comprome
tida. Llegaba la noche sin que el día hubiera dado una solución,
y esperaban preocupados el amanecer siguiente.
Pero se dio uno de aquellos milagros que los cronistas gustan
relatarnos. Por la noche, se produjo un movimiento sísmico. Una
erupción volcánica abrasó los ventisqueros de los Andes. Una pro
cela de rúbeas nubes de tierra y ascuas se levantó hasta el cielo.
Los indios se estremecieron junto con la montaña; se relajó el
espíritu combativo; abandonaron las posiciones deíensivas enfrente
de Riobamba cuando tenían el propósito de agotar al enemigo.
Esta circunstancia les abrió a los españoles el camino hacia el
centro de abastecimiento del ejército quiteño; allí estuvieron ocho
días descansando de sus marchas y curando sus heridas. Otros
cinco soldados murieron a consecuencia de ellas; recibieron sepul
tura en una fosa común. «Las circunstancias no permitieron hacer
lo de otro modo.»
Según cuenta Oviedo, el precipitado retroceso de Rumi-Ñahui
dejó a los castellanos una zona de retaguardia con vituallas para
veinte mil hombres, varios cántaros de oro y cinco mil mujeres,
además de centenares de llamas para el transporte de «maíz y
tubérculos, que ellos llaman «papas» y son a modo de turmas de
la tierra». Aquí se trata del momento en que el hombre occidental,
después de haber pasado por la prueba de Caxa, se encontró por
primera vez con uno de los regalos más valiosos de América: la
patata'.
El jefe del ejército quiteño continuó la lucha. En un extenso
valle enfrente de la ciudad, organizó la última resistencia. Metido*
en hoyos y parapetados con muros, honderos y darderos defendie
ron el acceso a la capital. También cedió este baluarte*. Derro
tadas, las milicias huyeron a Quito. La población recibió orden de
abandonar la ciudad. Rumi-Ñahui reunió las mujeres de las familias
nobles y las de los templos del Sol, y les pidió que se marchasen,
a la selva y la montaña. Muchas obedecieron. Otras, conocedoras
de lo que les esperaba en la selva y en las faldas de las monta
ñas, contestaron diciendo que preferían esperar con su servidum
bre lo que el destino les deparase, lo que los dioses quisieran, fuese
bueno o malo. Zárate cuenta así el episodio: Rumi-Ñahui se acercó12
218
a sus mujeres, que no eran pocas, y les dijo: «Ahora llegarán los
hombres blancos; no tardaréis en recrearos con ellos...» Algunas
se echaron a reír creyendo que se trataba de una broma. Pero las
risas les costaron caras; llamó a sus guerreros y las hizo matar
a casi todas, que eran unas trescientas. En su huida incendiaron
las casas de los nobles; parecido a lo ocurrido en Cuzco, se lleva
ron cuanto podían cargar y huyeron en la oscuridad de la noche
a las montañas. Todos los tesoros de Quito desaparecieron con
ellos.»
Se comprende que después de semejante salida, muchos veci
nos aguardasen esperanzados la llegada de los blancos. Los yana
conas se unieron en seguida a los españoles, así como muchas
mujeres de familias nobles. Oviedo advierte que la mayoría era
gente llevada allí. Tras la conquista de aquella meseta, Huayna
Cápac había echado a sus antiguos moradores hacia el Sur, susti
tuyéndolos por fiados pobladores de la región de Cuzco, llamados
mitimacos.
Los fabulosos rumores acerca de los tesoros de la capital ecua
toriana, habían acelerado la marcha de los españoles. «Fue grande
la tristeza y melancolía de los soldados al ver defraudadas sus espe
ranzas después de tantos y tan penosos esfuerzos», escribe Herrera,
sintiendo lo mismo que los otros.
Esto hace comprensible la tenaz persecución de Rumi-Ñahui
por Benalcázar. Pero el caudillo indio tenía espías en todas partes;
rehuía hábilmente a los españoles y los atraía con falsas huellas
hacia la cordillera andina. Mientras, reunió un ejército de quince
mil hombres, y fue rodeando el campamento de los españoles con
sigilosas marchas nocturnas, para atacarlos por sorpresa en la
oscuridad. Mas los castellanos fueron advertidos a tiempo de
aquellos peligrosos movimientos de tropas enemigas por fieles alia
dos indígenas. Benalcázar organizó la defensa de los accesos a la
ciudad. Tan pronto como llegaron en tropel las huestes enemigas,
se encendieron grandes hogueras en el campo de batalla y, sin
toques de trompeta ni redoblar de tambores, se lanzaron los espa
ñoles sobre los sorprendidos atacantes nocturnos, que desahogaron
su decepción con infernales gritos de guerra; mientras, en el ante-
frente, los cañaris aliados de los castellanos aceptaron el combate
y los hicieron retroceder hasta las montañas. Al amanecer, salió la
caballería y deshizo aquella última movilización de guerreros. Per
seguido tenazmente por la unidad montada y fuerzas auxiliares
indias, huyó Rumi-Ñahui a las montañas de Yumbo, dejando aban
donados en su campamento vasijas de oro y de plata, piedras pre
ciosas, prendas de vestir y otros objetos de valor, y «muchas y
bellas mujeres».
Con ello, quedaba defintivamente quebrada la resistencia de
los nativos.
219
Al otro día se presentaron siete curacas y pidieron la paz. Fue
ron bien recibidos, y se pusieron al servicio de los españoles.
Cieza de León elogia el alegre carácter del paisaje quiteño entre
sierras altas, fértiles valles, abundantes rebaños de llamas y vicu
ñas, así como su riqueza en venados, liebres, tórtolas y toda clase
de gallináceas, y gatos monteses y pumas.
No menos ensalza su población: «Son grandes agricultores. Pero
el trabajo no está distribuido como se suele hacer: las mujeres se
ocupan en las faenas del campo, y los hombres hilan y tejen. (Cree
él que esta costumbre debió de ser introducida por los incas, por
que no se ha observado en ningún otro sitio.) Los nativos de aquí
están más civilizados que los de las regiones levantinas (de donde
Cieza llegó), tienen buenas inclinaciones y son poco dados al vicio*.
No son tan políticos como los peruanos...; de lo contrario, no
habrían sido conquistados por éstos. El orden reinante lo han reci
bido de los incas; antes de ser dominados, iban mal vestidos y
desconocían la agricultura, como sus vecinos...»1
Después del incendio provocado por las tropas en retirada,
Quito ofrecía un aspecto tan deprimente, que Benalcázar decidió
de momento establecer su residencia en San Francisco de Rio-
bamba, donde se encontraba entre tribus amigas. Mientras, ordenó
que se reuniesen constructores indígenas y se procediese a reedifi
car la ciudad a estilo español.
Al día siguiente del domingo de Pentecostés de 1534, Benalcázar
hacía su entrada triunfal en el nuevo Quito.
220
tragedia que superó a la de Almagro en su ulterior expedición a
Chile1.
Aunque diezmadas por la naturaleza, dichas tropas fueron apro
vechadas por Almagro y parte de ellas enviadas desde San Miguel
a Benalcázar para defender sus derechos y los de Pizarro.
Tras prolongadas negociaciones, amenazadas constantemente por
pasiones e intrigas, se convino en que Alvarado cedería sus sol
dados, pertrechos y los seis barcos a Almagro contra entrega de
cien mil pesos, o sea 460 kilogramos de oro fino*.
Los cronistas advierten que este repentino aumento de fuerzas
se le subid a Almagro a la cabeza y fue la causa de sus desmedidas
exigencias. Sobre ello, Alvarado le escribió al Rey: «Con eso, la
situación de Almagro ha variado tanto de suerte que, con la llegada
de Hernando Pizarro y el documento de Vuestra Majestad del que
¿1 es portador, temo se produzcan entre ambos serias desavenen
cias, que podrían poner en peligro todo lo hecho hasta aquí...»
En consecuencia, la «gente de Guatemala», como se llamó a la
de Alvarado durante mucho tiempo, ejerció una siniestra influencia
en Almagro.
Concertado ya aquel difícil trato, los dos caudillos, y su acom
pañamiento emprendieron la marcha en sus monturas hacia Pacha-
cámac, para encontrarse allí con Pizarro y efectuar la entrega de
la cantidad de oro correspondiente a lo concertado*.
Fue una cabalgata desde los ventisqueros andinos y a través de
desiertos hacia un punto de la costa situado a unos 12° latitud Sur.
Parte de los recién llegados se unió a las fuerzas de Benalcázar
en Quito.123
1. De uní c irti fechada el 13 de enero de 13)3, que Alvarado dirigid el Rey: «...Yo
descubrí (ierres desconocidas, grandes píntanos y scivu. y pueblos salvajes que hablan
distintos lenguajes, sin encontrar ningún camino que comunicase unos con ortos. Necc-
sité siete días para atravesar la zona del bosque. Luego, llegué a una meseta descu
bierta, donde hacia un frío insoportable. Al cruzar un puerto, nevó tanto, que crei
mos perecer todos... Al final, perdí mis de seiscientas almas entre cristianos y nativos,
aun cuando no fuesen muchos los españoles...»
2. Gom am : Conf. la cana de Alvarado dirigida al Rey; fechada el 17 de mayo de
15)6.
3. Herrera dice que fueron ciento veinte mil pesos. Referente al pago, existen tres
actas notariales, redactadas con los pertinentes detalles, en el archivo de Indias. Gomara
comenta al respecto: «Almagro ganó más que el alto precio que pagó». El acuse de
recibo lleva la fecha del 1 de enero de 13)5.
221
Expedición de Francisco Pizarra a Cuzco
B. G. P rada: Perú.
222
los incidentes que ocurrían, pues realmente continuaba mandando
a los insurgentes; era culpable de que los depósitos de víveres estu
viesen vacíos, y lo hacía para desprestigiar la autoridad de Tuba-
lipa y ponerse al frente de la insurrección. Pizarra desconfió e hizo
encarcelar a este hombre tan poderoso.
En las proximidades de Jauja aumentaron las hostilidades. Las
morenas huestes se retiraron al otro lado del río, flanqueando la
vanguardia de Almagro y gritando, no sin antes haber prendido
fuego a todas las provisiones. «Lo hicieron — escribe Pedro Pi
zarra—, para hacer desaparecer parte del oro allí oculto...»
Cuando la caballería cruzó el río en su persecución, huyeron
sin ofrecer resistencia hada el sur y poniente.
Las tropas auxiliares, compuestas por gente del lugar, y reclu
tadas arbitrariamente por los guerreros quiteños, fueron entregán
dose a los españoles, después de que éstos dejaron libres a sus
mujeres. Y Pizarra, que no esperaba otra cosa mejor, los aceptó
de muy buena gana*.
Como Jauja era un importante nudo de comunicaciones, Pizarra
deddió fundar una dudad al estilo español. Luego envió una sec
ción a Pachacámac, para organizar allí un punto de apoyo. Dejó al
tesorero Riquelme como alcalde de la fundadón, y continuó tras
la vanguardia camino de Cuzco.
Entretanto, la vanguardia que mandaba De Soto había llegado
a Vilcas, población que luego perdería su ¡mportanda entre los
españoles; pero entonces era un importante centro cultural, tenía
templo del Sol, convento de mamaconas, casa sacerdotal y palado
del mandatario. En el centro de la plaza del templo había una
piedra, de una altura un poco más de medio cuerpo y con vasijas
labradas en ella, en la que se practicaban las ofrendas de niños y
de animales. Es de suponer que Vilcas tenía bien provistos sus
depósitos de víveres.
Diego de TrujiUo, que estaba presente, escribe sobre la entrada
de la unidad de vanguardia en la ciudad: «Llegamos hasta Vilcas,
donde acampaban los cabecillas de Atahualpa con muchos guerre
ros; éstos habían salido de caza... Al amanecer nos apoderamos
de su campamento... Cuando anochecía, los indios descendieron
por las laderas de las montañas. Se entabló una dura lucha y nos
tomaron ventaja, debido al terreno montuoso... En ese día, los
indios mataron el caballo blanco de Alonso Tabuyo. Tuvimos que
replegarnos al lugar fortificado y permanecimos de guardia toda la
noche. A la mañana siguiente, los indios atacaron enconadamente;
llevaban un gallardete hecho de los pelos blancos del caballo que 1
1. Herrera escribe: «En cita ocasión, tos castellanos cogieron prisioneras a muchas
mujeres bonitas; entre ellas habla dos hijas de Huayna Gtpac. Por consiguiente, los
yayo* y huaracas pidieron la paz, y se disculparon de no haberlo hecho antes. Sin
eso, no las hubieran dejado libres...»
223
mataron y retrocedieron cuando dejamos libres a las mujeres, a
los indios y rebaños que habíamos capturado...»
En este ejemplo vuelve a ponerse de manifiesto la incapacidad
de los indios para saber valorar una situación dada y aprovechar
sus ventajas. Con un fuerte asedio, era poco probable que los espa
ñoles hubiesen podido escapar sin pérdidas.
De Soto continuó la marcha hacia el sur. En Uramarca cruza
ron por un puente colgante hecho de tallos vegetales, y el cronista
comenta —exagerando— : «Los caballos anduvieron por él como
si fuese un puente del Duero».
Los indios se agrupaban alrededor de ellos, sin atreverse a un
ataque directo, aun después del fracaso de los blancos; destruye
ron, sin embargo, todos los puentes tendidos sobre los profundos
ríos andinos. Pero la caballería vadeó el Apurimac y el Abancay.
«Fue una audacia que nunca más volvió a repetirse...»
El camino discurría ahora hacia las elevaciones. Los caballos y
jinetes sufrían los rigores de la noche fría; los españoles habían
salido de Cajamarca con poca impedimenta y sin ropa de abrigo.
En los límites de la región cuzqueña surgieron nuevas cordille
ras. E n vista de los crecientes movimientos de hostilidad, las adver
tencias hechas por Pizarra y el cansancio de los hombres y caba
llos aconsejaban esperar la ilegada del grueso de las fuerzas; pero
el ambicioso De Soto no lo quiso así. Pedro Pizarra, que nunca le
fue afecto, dice: «De Soto quería ser el primero en entrar en Cuzco.
Y, a título de que no debía dársele tregua a un enemigo que huye,
se metió en los desconocidos desfiladeros de los Andes.»
Precisamente esa era la celada que los guerreros de Quizquiz
habían estado esperando. Juraron ante Inti (el Sol) y ante Pa
chamama (la Tierra) que darían muerte a los blancos, aunque
tuviesen que perecer todos. De todos los valles salían refuerzos
que fueron reuniéndose y descendiendo por las laderas y dando
gritos salvajes. Para los jinetes no había retroceso posible. De Soto
reconoció el peligro mortal de la situación. Las montañas estaban
cuajadas de guerreros armados de honda, dardo y mangana. En
aquel angosto desfiladero, los caballos eran un estorbo. Los indios
ya no les temían. Se colgaban de las fatigadas piernas de los anima
les y tiraban fuerte de sus colas. Dispuestos a morir, se lanzaban
sobre el reluciente acero y se tiraban a las herraduras de las ca
ballerías. No tenían en cuenta sus muertos, sino los de los blan
cos, los cuales no podrían ser reemplazados. Pereció un tercio de
los sesenta hombres que componían la unidad. Pero una vez más
supieron salir airosos con las dotes de mando del capitán y la
valentía de los soldados. De Soto y el capitán Ortiz luchaban para
abrirse paso hacia el valle de más arriba y, luchando encarniza
damente cuerpo a cuerpo, los seguían los que aún quedaban del
destacamento.
224
Ya arriba, abrevaron las caballerías, se dieron un corto des
canso e intentaron, mientras se avecinaban las largas sombras de
la amenazadora noche, romper el cerco de los indios; éstos retro
cedieron; pero no lo hicieron por temor, pues sabían que su copa
do enemigo tenía agotadas sus fuerzas. Establecieron su vivaque
al otro lado del riachuelo, que estaría a un tiro de flecha de dis
tancia, de donde llegaban hasta ellos las jubilosas voces de los
indios.
¿Sería la «noche triste» del Perú tal vez? ¿Se lanzarían sobre
aquellos hombres agotados por el cansancio y el frío en la oscu
ridad de la noche?
No. Tenían en perspectiva un sangriento festín. Del otro lado
del riachuelo les voceaban:
— ¡De noche, no nos acercaremos...! ¡Lo haremos mañana en
pleno día, para recreamos mejor con vosotros...! ¡Jamás veréis la
luz de Cuzco...!
El intérprete tradujo el significado de lo que habían dicho,
aunque no era necesario, pues se comprendía fácilmente.
Los españoles vendaron a los heridos, que gemían en la fría
noche. El pensar en la mañana siguiente les quitaba el sueño.
La salvación vino cuando ellos ya no la esperaban; pero de
ningún modo llegó demasiado pronto.
La cosa sucedió así: cuando De Soto se dispuso a emprender el
imprudente ascenso de la cordillera, uno de sus hombres tuvo posi
bilidad de enviar un mensaje a Pizarra. «El cual recibimos en el
río Abancay», anota Pedro. El gobernador envió a Almagro para
que los siguiese; pero cuando llegó al pie de las elevaciones de
Vilaconga y no dio alcance a De Soto, su instinto de viejo soldado
se despertó con inquietud. Aunque la noche era amenazadora, subió
hasta el angosto desfiladero. En vano prestaban los soldados oído
hacia las alturas. ¡No se oía ruido alguno! Acompañado de veinte ji
netes, Almagro subió la oscura ladera, sólo iluminada por el débil
reflejo de las estrellas. A eso de la medianoche, se encontró con
unos indios que estaban agotados, y supo lo que había ocurrido. Su
preocupación fue en aumento; ordenó al corneta Alconchel que
tocase llamada; éste sopló su instrumento con toda la amplitud
que le permitían sus pulmones. Las metálicas notas resonaron como
las trompetas del juicio final por los despeñaderos1.
Sobre la medianoche, los extenuados jinetes de De Soto oyeron
cómo llegaban desde abajo las tenues y familiares notas; llegaban
interrogativas por los oscuros altavoces rocosos, y pedían respues
ta, la cual dio el corneta del vivaque de De Soto. La depresión y el
225
agotamiento desaparecieron intantáneamente. El campamento de
los españoles despertó con su habitual eficiencia.
Ahora, el desaliento y la desesperación cundió en las tiendas de
los indios. Las hogueras se apagaron como sus esperanzas. Silen
ciosos, levantaron el campamento y se retiraron a las inmediacio
nes de Cuzco. Cuando a la mañana siguiente los españoles se dis
pusieron al ataque, sólo dieron con las fuerzas de retaguardia ene
migas, que huían apresuradamente.
Almagro y De Soto esperaban en el valle, tranquilo bajo los pri
meros rayos del sol, al gobernador, que llegó a marchas forzadas
al día siguiente.
226
versiones: una nombra a Pizarro como su juez; otra lo relaciona
con el encuentro del Inca Manco. Pizarro le entregó a Manco el
asesino de su hermano. Y Manco ordenó que lo quemasen y
lo arrojasen al agua del mismo modo que él había hecho con
Huáscar*.
La tropa se dispuso a recorrer el último tramo de camino inca.
Cieza lo describe así: «Desde este valle hasta Cuzco, hay cinco
leguas de camino real. En tom o al nacimiento de un río se forma
allí una zona pantanosa, la cual casi no podría ser cruzada si los
incas no hubieran construido sólidos muros de protección a uno
y otro lado de dicho camino, que discurre por laderas y colinas
hacia la capital...»
Al mismo tiempo, tuvo Pizarro la satisfacción de que las altas
personalidades del país buscasen tener contacto con él. Pero no
cabía pensar en ello mientras la región estuviese bajo el dominio
de Quizquiz. Parece ser que los primeros encuentros sucedieron
poco después de la victoria obtenida en las montañas de Vilaconga.
Eso leemos en Zárate, que nombra al Inca Paullu como el primero
que se presentó. Diego de Trujillo sitúa el primer encuentro en las
montañas: «Ibamos de camino con los heridos, y nos salió al en
cuentro el curaca Chilche, que hoy es cacique de Lula, con tres
cañaris; le dijo al gobernador. ”Señor, he venido para servirte,
y no traicionaré a los cristianos en todo lo que me quede de vida”.
Y así lo ha mantenido hasta hoy... Luego, apareció por la misma
colina el Inca Manco acompañado de dos orejones; llevaba un des-
ahogado amarilla. Chilche dijo que
aquél era _ , y que había huido de los
mandatarios de Atahualpa...»
Pedro Sancho sitúa el encuentro en Xaquinixaguana, aunque infor
ma en el mismo sentido que los otros: «...M anco le prometió al
gobernador ayuda para expulsar de allí a los guerreros quiteños,
porque eran sus enemigos, odiados por la gente de Cuzco, la cual
estaba cansada de servirlos... Manco era verdaderamente el here
dero de la soberanía del país, y todos los caciques deseaban que
fuese él el Inca. Cuando vino a visitar a Pizarro, lo hizo por las
montañas, dado el temor que les tenía a los guerreros quiteños...»
En los extranjeros buscaba Manco aliados contra los prosélitos
de Atahualpa y, sin conocer a los hombres blancos y sus planes, se
presentó como heredero de la mascapaycha.
Por elevaciones de casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar,
avanzaba Pizarro hacia Cuzco. Una sección de Almagro y otra de
De Soto formaban la vanguardia.
1. Asi leemos en el libio 11 de Hechos 4et laca Manco, de UrteagaRomcro: «...En
Xaquixaguana, el Marqués entregó *1 caudillo Chalicuchima a mi padre, y le dijo:
"Mirad, señor Manco, aquí oa traigo preso a vuestro principal enemigo. Pensad qué
ordenaréis que se haga coa él". Cuando mi padre le miró, dijo que lo quemasen en
presencia de rodas».
227
A una legua de la capital inca, las tropas quiteñas se dispusieron
a impedir el avance del aparentemente invencible enemigo. De Soto
y Almagro se vieron enzarzados en una lucha enconada y tuvieron
que retroceder ante la fuerte presión de los indios; sólo después
de haber recibido el apoyo de las secciones de Juan y Gonzalo
Pizarra pudieron lanzarse de nuevo al ataque; pero las morenas
milicias luchaban con la tenacidad con que habían combatido en
la región de Vilcaconga. Caballos y jinetes sufrieron heridas; a Ro
drigo de Chaves, oriundo de Trujillo, y amigo de Pizarra, le destri
paron el caballo. La noche separó a los enconados combatientes.
Uno y otro bando se dispusieron a vivaquear junto a la muralla de
la ciudad.
Durante la noche fueron clareándose las filas indias, y por la
mañana se venció totalmente su resistencia. Desmoralizadas, las
huestes afluyeron en tropel a las calles de Cuzco. Se alzaron colum
nas de humo. La capital debía ser destruida. Las hordas se entre
garon al pillaje; saquearon el templo del Sol y los tambos, fractu
raron las puertas del convento de las esposas del Sol y se llevaron
a sus moradoras en su desesperada huida. Los incendios devastaron
las antiguas moradas de los ayllos.
Pizarra envió la caballería a la angustiada ciudad para poner
fin al saqueo.
La rancia nobleza de Cuzco siguió el camino indicado por Manco,
que era el príncipe reconocido por ella en aquellos sombríos días.
Én el transcurso de un año habían tenido que humillarse al tiránico
régimen de Quizquiz y sus milicias quiteñas. Debió de ser grande
la conmoción sufrida por la aristocracia cuzqueña, pues era tanto su
odio contra el partido quiteño, que cada uno esperaba con encu
bierta ansiedad la llegada de los extraordinarios hombres blancos.
Fue un momento en que todos creían fidedignos los relatos acerca
de la advertencia de Huayna Cápac a su hijo Huáscar: «Si vuelven
los hombres blancos, recíbelos como enviados de Viracocha».
Al atardecer, los últimos quiteños ya habían desaparecido en
las montañas.
En la ciudad reinaba la quietud de un campo de batalla aban
donado.
228
dido por Francisco Pizarra, el capitán general del rex invictissi-
mus Carlos.
Pizarra había estado diez años de camino para lograr este
objetivo.
El día siguiente, 15 de noviembre, se cumplía el año de la
subida al valle de Cajamarca.
Cuando los primeros rayos de sol barrieron las sombras de la
montaña e iluminaron el verde y extenso valle, formaron las sec
ciones, de las cuales Pizarra mandaba la de batalla. La vanguardia
y retaguardia las formaban tropas auxiliares indias.
Sobre las diez de la mañana, el frente de la cabalgata se reunió
en el punto donde sombreaban las primeras casas en el camino
real del Antisuyu. Y los jinetes se dirigieron al trote de sus des
cansadas monturas por el empedrado camino inca y por delante de
las casas de adobes del extrarradio y los vallados de fábrica de los
palacios de la nobleza hacia el histórico escenario de la Huacai-
Pata (plaza mayor).
Más bien que la entrada de unos conquistadores, parecía el vic
torioso regreso de un soberano a su capital. Y, aunque todos man
tenían atenta la mirada en el ambiente que los rodeaba, ninguno
tenía puesta la mano en la empuñadura de su espada. Jinetes y
caballos ostentaban igual fastuosidad. Debió de ser sugestivo el
efecto producido en aquel apiñado gentío de espectadores. Los
sobresalientes penachos en los morriones, las armaduras y espadas,
parecían encenderse en la luz solar del día que comenzaba. ¿No se
parecía a la apoteósica Inti-Raymi (fiesta del Sol) de sus dioses
y progenitores?
Cual una oscura oleada, los indios invadían todas las calles y
plazas.
«Para presenciar nuestra llegada —escribe Pedro— se reunió
tanta gente en Cuzco, que los campos de sus alrededores aparecían
cubiertos de seres vivientes.»
Los cornetas cabalgaban delante del gobernador. Las prolonga
das y metálicas notas resonaban en los graníticos muros de las
angostas callejas. E l empedrado parecía retemblar con el choque
de las herraduras de las caballerías. Y los que en ellas montaban,
¿no se asemejaban a los hijos del Sol con sus relucientes petos y
blancos rostros, ojos claros y barbas bermejas?
— ¡Viracocha...! ¡Viracocha...! —exclamaba la multitud, al con
templar a De Soto vestido de terciopelo y montado en su torda y
briosa yegua de raza árabe que iba a la cabeza de la formación,
o Pizarra con el ondeante penacho de su morrión. Aquí tendría el
mismo aspecto que tiene actualmente su estatua, erigida ante la
catedral de Lima, o en la plaza mayor de Trujülo. La llegada de
los príncipes incas Manco y Paullu con el cortejo de los extranje
ros, le daba odioso aspecto de conquista a la entrada en la capital.
229
Y el recuerdo de antiguas predicciones le atribuía una aparición
de la Providencia.
En el primer momento pareció reinar un ambiente amistoso,
que se corroboró en un trabajo conjunto y de buena voluntad de
las familias relevantes en los meses siguientes. Aquello invitaba
a la confianza. Ello hubiese ofrecido la posibilidad de organizar
una pacífica sociedad entre el Viejo y el Nuevo Mundo, si la am
bición y las pasiones no hubieran menoscabado la confianza, y si
la violencia no se hubiera apoderado de lo que la confianza estaba
dispuesta a dar de sí.
También los castellanos se quedaron maravillados al llegar a
la Huacai-Pata, una plaza que superaba en espacio a la plaza mayor
de Salamanca. Aquel era el venerado sitio donde se celebraban los
grandes festejos triunfales del antiguo Perú; donde el Inca Cápac,
después de una victoriosa campaña, había reunido un gran botín,
y donde los reyes vencidos se arrojaban a sus pies, y él pasaba por
encima de sus cuerpos pronunciando las rituales palabras: «A mis
enemigos, los pisoteo». Era el foro del imperio, el escenario de los
ruidosos festejos que al pueblo le gustaban1.
Los toques de corneta de Castilla resonaban sobre este viejo
mundo. El movimiento sísmico de una nueva época hacía trepidar
la Huacai-Plata (plaza mayor) y todos los corazones que vivían este
extraño suceso.
En presencia de los príncipes Paullu y Manco, tomó Francisco
Pizarra, para el rey Carlos I, posesión de la capital del imperio de
los incas. Mientras se izaba el pendón de Castilla en una tone, el
notario real levantó un acta de soberanía, que firmó y selló.
Pedro Pizarra, que nombra a su tío con el tratamiento del título
a que se hizo merecedor en 1537, anota: «El marqués hizo formar
la tropa en cuadrilongo en la plaza; por su parte, se alojó en el
palacio Caxana, y al lado acomodó a sus hermanos Juan y Gonzalo.
Almagro se aposentó en unas estancias que pertenecían al clan
Roca, cerca de donde más tarde se edificó la catedral. De Soto
ocupó unos cuartos en el palacio de las serpientes. El resto de la
tropa fue alojada en Hatun-Cancha (cancha espaciosa)...»
De nuevo resonaron las trompetas sobre la plaza. Los soldados
se retiraron a su alojamiento. La nobleza inca acompañó a los hués
pedes a sus aposentos indicados y puso a su disposición atentos
servidores. No obstante los anteriores saqueos, los tambos aún
1. Cicza cuenta en su crónica que habla varias provincias que estaban obligadas a luí
servicios de las edificaciones, limpieza y otros trabajos de la capital.
Sobre la importancia de Cuzco, un cronista anónimo acribe: «Esta ciudad era
grande y estaba muy poblada, disponía de espaciosos edificios y tenia extensos arraba
les... Cuando los espolióles entraron en ella, contaba con unos cuarenta mil habitantes,
aparte de los arrabales y de las diez o doce leguas de población del contorno, que
vendrían a tener unas doscientas mil almas, pues este paraje era de los mis poblados
del imperio».
230
quedaban bien repuestos de ropas, víveres y chicha. Todos los de
seos de los extranjeros fueron cumplidos.
A la puesta del sol, se tocó retreta, y se arrió el pendón. Se
dejaba sentir el fresco de las montañas, aunque no asustó a los
fatigados caminantes, pues tenían buenos alojamientos y estaban
provistos de todo cuanto necesitasen.
Habían llegado al término de su caminata de más de mil leguas.
Desconocían que allí convergían su camino y el de los pueblos
indios en el surgimiento (fe una nueva nación.
Cuzco. Fundaciones
231
salida de España en las treinta páginas de un cuaderno, y esto a
gusto del curioso virrey Francisco de Toledo, que quería saber
y tener anotado con exactitud todo cuanto se supiese de los incas y
de sus abuelos, y de los conquistadores y sus hechos. Diego estimó
que era una historia muy larga y demasiadas palabras para un
soldado. Debía haber escrito más, pues sus relatos no carecían de
interés. Mas argumentó: «Podría haber dicho muchas cosas más,
pero lo omito para no ser redundante...» Luego dejó de prestat
sus servicios en este sentido al virrey, y puso punto final a su
crónica.
Pedro Pizarra es más comunicativo. Entre una serie de detalles
leemos en él que un indio de alta condición le dijo a un tal Simón
Juárez que en una cueva de la fortaleza Sacsayhuaman había escon
didas cuatro mil cargas de oro y plata. El Inca Manco se enteró
de ello, y le hizo dar m uerte...; poco después de este hecho, estalló
una rebelión. Por consiguiente, el oro y los demás tesoros conti
núan ocultos hasta el presente en el sitio donde fueron escondidos
entonces.
Desde el reinado del Inca Pachacútec, era Cuzco la tesorería del
imperio. Anualmente afluían a la Cori-Cancha (santuario de oro)
I? 000 arrobas de oro y 50 000 de plata, si se puede creer a los
cronistas. Tanto el oro como todo lo que fuese de valor pertenecía
al Inca, y era guardado en el templo del Sol. De oro eran las imá
genes del Sol, de Viracocha, del Chuqui-Ula (el relámpago), de los
reyes fallecidos, y las ánforas y los cubiletes con que bebían los
nobles soberanos.
Con razón, Cieza escribe: «Cuzco era la ciudad más rica de las
tierras indias, por cuanto sabemos... Allí se acumulaban las rique
zas para honrar a los reyes, y el robo de oro y plata estaba conde
nado con la pena capital... En la residencia del soberano vivían
gran número de orífices que sabían cumplir los encargos de su
señor...»
Aconteció otro reparto de oro. El notario Sancho señala la can
tidad de 58 000 pesos oro y 250 000 marcos de plata. Todos queda
ron satisfechos y no hubo querellas. Herrera cuenta cómo se trans
formó la quimera del oro en indiferencia: «Los yanaconas e indios
amigos robaron parte de las riquezas, dado que los castellanos
habían empezado a sentir apatía por ellas...»
Con ello transcurrió el último gran reparto de botín. La bús
queda de El Dorado había llegado a su fin. La aventura pasó feliz
mente a la creadora tarea de fundar ciudades, estados y culturas.
Desde la estancia en Cajamarca, Francisco Pizarra había con
centrado su interés en este sentido.
232
Coronación del Inca Manco
233
Las malquis (momias) aparecieron con suntuosos vestidos y en
sillas de manos en la fiesta; ante sus apergaminados rostros bri
llaban discos de oro, para que pudiesen verlo todo a través de sus
ojos. Iban acompañadas de sirvientes como si se tratase de seres
vivos, y les eran servidos platos como a los demás circunstantes.
Ante cada momia había puesto un cántaro de oro, o de plata, o de
barro, según la jerarquía de cada una, en los que los servidores
escanciaban la chicha, no sin antes haberles preguntado a ellas si
lo deseaban. Luego siguieron los gestos de brindis entre los vivos
y los muertos, pues la muerte tenía allí un significado distinto.
Ante las momias ardían hogueras en las que se echaba su comi
da para que fuese consumida por el fuego. La chicha que se les
había servido, fue vaciada de los cántaros a una piedra cónica, que
estaba en el centro de la plaza, por unos caños de la cual corría
hacia el suelo1.
Parece que la última escena con las momias estaba ligada con
una piedra primitiva y coniforme, el objeto sagrado más antiguo
que Cuzco adoraba. Pedro escribe al respecto: «Llevaron un pe-
ueño objeto cubierto, del cual se decía que era el Sol... El sacer-
3 ote portador de él iba acompañado de dos «guardianes del Sol»,
los cuales llevaban pértigas adornadas con aros de oro..., en las
que se veían hondas y hachas de combate repujadas. Los indios
dijeron que eran las armas del Sol... Este «Sol» fue puesto en una
banqueta de oro, como la que él había mandado a Cajamarca para
Atahualpa, con un vistoso y fino tapiz de plumas, que estaba en
el centro de la plaza. A su lado las pértigas... Luego, le sirvieron
comida y bebida, como habían hecho con las momias. Pero antes
de que los manjares servidos fuesen echados a la lumbre para ser
consumidos, se levantó un indio y gritó fuerte..., tras lo cual todos
los presentes guardaron silencio y, sin murmurar una palabra ni
moverse, aguardaron a que se consumiese el fuego...»*
Tan pronto como el sol desapareció detrás de las crestas de las
montañas de poniente, volvieron las momias a sus respectivos se
pulcros y con ellas la «figura de piedra que simbolizaba al Sol»*12
234
Manco salda cuentas con Quizquiz
los espafioles las llamaban can ascética equivocación. Antea se podría pensar en los
templos de mu¡crcs de la Antigua Babilonia. Y, ¿qué tiene que ver la figura de piedra
con el Sol? Posiblemente sea un falo més antiguo que Inti y Viracocha.
l.C onf. U rteaga-Rom ero : Ltbros y documentos... 11.
235
dispersaron las milicias y dejaron que cada cual se marchase
a donde le pareciese...»’
Con la muerte de esos dos últimos generales de Atahualpa se
extinguió la llama de la resistencia.
El nuevo Cuzco
236
nador puso la mano sobre la cruz de su capa de caballero de la
orden de Santiago, y dijo que, como fiel católico y leal vasallo y
servidor de Su Majestad, haría y llevaría todo cuanto Su Majestad
pidiese en tales casos; que se preocuparía por el bien y provecho
de la ciudad, y evitaría cualquier cosa que pudiese redundar en
perjuicio de los ciudadanos, de los colonos y de los aborígenes, y
lo haría de la mejor manera que Dios se lo hiciese comprender
y las necesidades del servicio a Su Majestad lo exigiesen...»
Los miembros del cabildo eligieron a fray Francisco Valverde
obispo de la ciudad, y enviaron un escrito al rey en el que le
pedían que lo recomendase a Su Santidad para dicho ministerio
(como sabemos por Hernando Pizarra, ya había sido propuesto
para tal dignidad).
La edificación de la nueva ciudad pasó a cargo del cabildo. No
sin un leve apremio del gobernador, aprobó éste el envío al rey
de un presente de 30 000 pesos oro y 35 000 marcos de plata «para
las necesidades que pudiese tener en la guerra». ¡Magnánimo pre
sente de los primeros cuarenta ciudadanos!
Luego se procedió a la adjudicación de solares. «Pizarra pen
saba entregarle doscientos cincuenta pies a cada soldado.» Pero el
alcalde fue más moderado, por lo que se convino en concederles
ciento cincuenta. La iglesia mayor recibió un solar adecuado, el
cual todavía existe en la actualidad. El gobernador recibió su casa
en Caxana con la fachada a la Huacai-Pata, que desde entonces se
llamó Plaza de Armas, como en todas las ciudades españolas, ade
más de cuatro solares. Diego de Almagro, que entonces se encon
traba en Riobamba, debía buscar su solar entre las casas de Huás
car, de igual manera tendrían que hacerlo Juan y Gonzalo Pizarra;
estos dos poseerían su solar por poco tiempo.
Aparte de estas adjudicaciones, se concedió la residencia a ochen
ta y siete personas más*.
De este modo sucedió la fundación del nuevo Cuzco hispano-
incaico, y las mencionadas personas fueron sus primeros ciuda
danos.
Poco después de aquel trámite, Pizarra se trasladó a Jauja.1
237
La Ciudad de los Reyes
238
y Moscoso habían llevado la noticia del acuerdo entre Alvarado y
Almagro a Pachacámac.
Con d io , Pizarra se quitó un peso de encima porque se sentía
libre para llevar a cabo la colonización y la fundación de ciudades,
pasión que le movía desdé hacía mucho tiempo.
También Almagro se convierte en fundador de ciudades. En su
cabalgada por el litoral, llegaron a sus oídos los desafueros come
tidos por la gente de Guatemala contra los indios en Puerto Viejo,
por lo que dispuso que se fundase una ciudad en el puerto; con
ello, ponía a los indios bajo la protección del consistorio español.
Desde San Miguel, se dirige al valle de Chimó, donde sitúa la fun
dación de una ciudad, a la que Pizarro le pondrá el nombre de la
suya natal, en marzo de 1535; es la primera población del Perú que
lleva un nombre español.
En Pachacámac tuvo lugar el encuentro de los tres poderosos
señores Almagro, Pizarro y Alvarado, encuentro que se le dio un
carácter principesco con torneos y juegos de armas, en los que los
indios tomaron parte y se quedaron admirados. Simultáneamente,
se inspeccionaron las grandes instalaciones del templo, la pirámide
escalonada del templo del Sol, anteriormente consagrado a la Luna,
los primitivos templos de Urpy-Huahac, las casas sacerdotales y los
palacios de los reyes del litoral, que todavía se mantenían en pie.
De los tesoros del templo nada quedaba. Sin embargo, se cuenta
un hecho del astuto timonel Quintero: cuando éste vio los clavos
de plata, que antaño habían sostenido las planchas que recubrían
las paredes, le preguntó al gobernador si se los dejaba recoger. El
gobernador se echó a reír y accedió a su petición. Si la memoria
de los cronistas no induce a error, el citado timonel recogió 4 000
marcos de plata en aquellos clavos.
Mientras, llegó de Cuzco Hernando de Soto con 460 kilogramos
de oro para pagar la adquisición de la flota de Alvarado.
Con festejos y danzas, los españoles y los indios pasaron unos
magníficos días en el valle de Lurin. Cuando Alvarado se dispuso
a zarpar, algunos soldados pidieron a Pizarro que los licencíase.
Les fue concedida la petición, pues no faltaban hombres para reem
plazarlos; hombres que cumplirían su difícil cometido con más
celo que los ya saturados de dinero.
La preocupación inmediata de Pizarro era la fundación. Rui
Díaz, Juan Tello y Alonso M artín le recomendaron el valle de
Rimac. Por su parte, Pizarro lo recorrió varias veces a caballo.
Tras unos años de inquietudes, no se entregaba al sosiego, contra
rio a su naturaleza, sino que continuaba su organizadora y creadora
actividad.
También el curaca Choque-Chami le había indicado dicho valle,
el cual ofrecía una tierra fértil, un paraje salubre y un ambiente
agradable por la brisa del océano. Una lengua de tierra, que los
239
indígenas llamaban callao (lengua), se adentraba en el mar; esto
proporcionaba el puerto natural que se buscaba.
El 18 de enero de 1535, inicia Pizarra la solemne fundación de
la ciudad, a la que se le dio el nombre de Ciudad de los Reyes. Lo
hizo en honor de la Epifanía y del rey de Castilla. Pero dicho
honor quedó en la ciudad misma, llamada con razón la Reina del
Pacífico, que es la actual Lima.
En dirección a Callao había grandes lamedales, lagunas y jun
cares; todo ello proporcionaba el material necesario para techum
bres, esteras y balsas1.
Con esta fundación, Pizarra se erigió su magnífico e imperece
dero monumento. Enfrente de la pujante catedral se alza su sobe
rana estatua ecuestre en el centro de la espaciosa Plaza de Armas,
donde antes poseyera su solar.
Allí encontró la muerte seis años más tarde, en la fatal coin
cidencia de que cayese en aquel sitio en que radica su perdurable
prestigio.
A continuación de Francisco Pizarra firmaron el acta de la fun
dación el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo,
Rodrigo de Mazuelas en representación del cabildo, Rui Díaz y
Juan Tcllo como testigos, y el notario Domingo de Presa.
Pizarra, que ya había fundado otras ciudades, tenía gran interés
por esta última. El mismo proyectó la escaqueada y espaciosa dis
posición de la Plaza de Armas, los planos de los edificios del
gobierno, de las casas consistoriales y de la catedral; él puso la
primera piedra y levantó la primera viga; él inspeccionó las pri
meras edificaciones de adobes con techumbres de juncos; él plantó
personalmente los primeros naranjos e higueras en su vergel, y él
ayudó en la fundición de la primera campana.
Transcurridos unos años, Ciezo visitó a Lima, y escribió: «Des
pués de Cuzco, esta ciudad es la más importante del país, con
buenos edificios, algunos imponentes, torres y tejados planos. La
plaza es espaciosa, así como sus calles. En la mayoría de las casas
se dispone de agua corriente. ¡No son pocas las comodidades! Ello
les permite regar sus extensos y ricos frutedos... Dados los nume
rosos ministerios, siempre está llena de visitantes, y los mercaderes
tienen bien surtidas de mercaderías las tiendas... Se ve riqueza y
prosperidad. A menudo, arriban barcos y descargan mercancías
por valor de un millón de ducados (lo cual había atraído a los
piratas de todas las naciones)... En las afueras de la ciudad hay
casas de labor con bueyes, palomares, viñedos, huertas y frutedos
con ricos frutos del país, así como higueras, plátanos, granados,
melones, caña, naranjos y limoneros, y toda suerte de hortalizas,
importadas de España... Y, cierto, si se quiere llevar una vida
1. Conf. Cobo: Historia del Nuevo Mundo. En esu obra se nos ofrece Is descrip
ción mis completa de la América de entonces.
240
alejada de disputas, escándalos y guerras..., no hay otro país
mejor en la tierra que éste. No hay hambre ni epidemias, ni llueve,
ni relampaguea ni truena; el délo está siempre sereno y des
pejado...»1
El 3 de noviembre de 1336, el rey Carlos ratificó esta fundación,
en Valladolid, y el 7 de diciembre de 1537 recibió el escudo en el
que figuraban tres coronas y una inscripción de la antífona de la
Epifanía: Hoc signum vere regum est.
Surge una nueva ciudad, un nuevo pueblo, una nueva república.
Los fundadores se connaturalizan con la tierra y sus nativos. Se
rán peruanos. Los expedicionarios en busca de botín retornan a sus
casas.
La fundación adquirió en poco tiempo gran realce como centro
político, espiritual y religioso ael continente meridional.
Ya en 1545 fue Lima sede del arzobispado, con potestad sobre
Panama y Nicaragua. La residencia del virrey, que superaba en
brillantez a la del virrey de Nápoles, se convirtió, en 1543, en sede
del gobierno de todos los países desde Colombia hasta la Argentina.
La universidad de San Marcos, fundada en 1551, no tardó en ser
el centro cultural del Nuevo Mundo. En 1583, los jesuítas intro
dujeron la imprenta en su convento.
Tras los colonizadores, siguieron las órdenes religiosas, que se
emularon mutuamente, tanto en las misiones como en la divulga
ción de la cultura y el arte occidentales, de modo que todavía hoy
Lima, Cuzco y Quito nos ofrecen los más brillantes ejemplos de
ello. El Siglo de Oro de España dejó sentirse en las tierras de
Iberoamérica. Si; se podría decir qué los nuevos países expoliaban
los valores espirituales y humanos de la madre patria.
PUNDONOR Y CELOS
243
salubre. Por dondequiera se ven vacadas, labrantíos, viñedos, tri
gales y una exuberancia de toda suerte de árboles frutales de Cas
tilla, como naranjos, limoneros, caña, y mucha volatería y pesque
ría, dada la proximidad del mar. La ciudad es extensa...; en todas
partes, se ven umbrosos arbolados. De las montañas vienen los
indios para vender sus mercancías a las. .casas de comercio. Del
puerto salen barcos con cargamentos de algodón y finos tejidos
de lana...»1
Mientras inspeccionaba la fundación, Pizarro fue interrumpido
súbitamente por la llegada de España de un tal Gazalleja; este
sujeto era muy hablador y se daba importancia de ser portador
de una real orden por la que a Almagro se le nombraba goberna
dor de Chincha y de las regiones al sur de dicha población.
La inquietud cundió por toda la colonia. Los límites territoria
les de la gobernación continuaban indefinidos. Se desconocía si en
las doscientas leguas de territorio quedaba comprendido Cuzco.
Por eso, Pizarro había solicitado a través de su hermano ensanchar
su gobernación en sesenta leguas más de lo determinado.
La precipitación de aquel presumido despertó pasiones que
luego ningún razonamiento pudo apaciguar.
El solo rumor de la noticia hizo que Diego de Agüero saliese
precipitadamente hacia Cuzco, con el fin de ser el primero en
llevar la nueva a Almagro.
Como es de suponer, Almagro se desbordó de júbilo al ente
rarse. Ya se veía señor de Cuzco y se hizo proclamar gobernador.
Aconsejado por el licenciado Caldera y por su secretario Picado,
Pizarro revocó los poderes que le había conferido, y designó a su
hermano Juan sustituto suyo.
«Puede hacerse una idea del talante con que el mariscal (Alma
gro) recibió aquella resolución —escribe Jierrera— ; un hombre que
estaba hecho más para mandar que obedecer, porque el poder no
tolera ninguna participación. El espíritu del hombre es como el
fuego, que está en continuo desasosiego y crecimiento. Asimismo,
el espíritu se enciende en la pasión y la envidia como la yesca.»
Los dos partidos fueron reagrupándose, acá el de Pizarro, allá el
de Almagro, y en Cuzco la rompiente de la excitación desbordada
por la antigua muralla de la ciudad.
Vasco de Guevara, partidario de Almagro, juró dar muerte a
Pizarro, y, con unos jinetes, se dispuso a emprender el camino para
cumplir lo que había prometido. Los hermanos de Pizarro se apres
taron a perseguirlos. Una vez más, intervino Hernando de Soto en
el asunto; desarmado, se dirigió a los Pizarro y les dijo que debían
servir al gobernador y tener confianza en él. Pero los hermanos de
Pizarro le echaron en cara que aquello era partidismo; que Alma-
244
aro no tenía por qué apoderarse de Cuzco, aun cuando el rey le
hubiera conferido la administración de la ciudad. Echaron mano a
las espadas, y De Soto pudo eludir males mayores gracias a su
veloz yegua. Se produjo un tumulto general. La Huacai-Pata fue
escenario de la primera lucha sangrienta entre los españoles. «...Y
si no se hubiera puesto por el medio Gómez de Alvarado, se habrían
matado unos a otros —escribe Pedro Pizarra— . Este caballero se
metió con su montura entre los contendientes y les pidió en nom
bre de Dios y del rey que pusieran fin a su pendencia.»
Pedro cuenta que al mismo tiempo Almagro, para complacer al
Inca Manco, hizo dar muerte a dos príncipes que consideraba riva
les de éste. Manco siguió atento las disputas de los españoles y
debió de preparar los planes que no tardó en poner en práctica. En
ello, no contó con ningún príncipe, temeroso de que pudiesen des
cubrir su intento a los castellanos. Por su parte, el mariscal pensó
en la alianza que podría encontrar en Manco, al separarse de Pi
zarra. Realmente, el Inca Manco guardó cierto afecto a Almagro,
aun después de la muerte de éste.
Al parecer, De Soto se hizo cargo de la gobernación de Cuzco,
después de la tregua, hasta que viniese Pizarra.
Én la fecha en que se produjo aquella contingencia, el goberna
dor se encontraba en Lima. Las contusas noticias de la situación en
la capital y la suerte que pudiesen correr sus hermanos lo intran
quilizaron. Con un considerable destacamento, se puso camino de
las cordilleras. En Bancay, nombre que oiremos a menudo en el
curso de nuestro relato, lo esperaban el capitán Alonso Mena y el
joven Pedro, y le contaron lo que había sucedido.
Una vez llegado a Cuzco, eludió todo recibimiento, y se dirigió
inmediatamente a la catedral. E l mariscal se apresuró hacia allí;
ante el portal, los dos se abrazaron con lágrimas en los ojos.
—Sin tienda de campaña, ni cama, ni más provisiones que un
poco de maíz, me habéis hedió recorrer este camino —dijo Pizarra,
con amargura— . Después de todo cuanto hemos pasado juntos,
¿dónde queda vuestro sano juirio para que empecéis a querellaros
con mis hermanos, a quienes yo he advertido siempre que os res
petasen como a m í...?
—No teníais necesidad de apresuraros de este modo —contestó
Almagro—. Os informaré. Con vuestros propios ojos veréis la ver
dad...; vuestros hermanos no han podido ocultar su despecho ante
el real favor que se me ha concedido.
Mientras, llegó Hernando de Soto con otros competentes caba
lleros, para presentar sus respetos al gobernador.
Tras de él, se presentó Manco con un gran séquito de auquis v
curacas. Todos abrazaron al gobernador con alegría y cordialidad.
Quizá fuese todavía un acto de sinceridad. Pues el apoo machu
(anciano señor) gozaba del respeto general como ningún otro espa-
245
ñol. Unas semanas después se alzaban en armas contra todos los
españoles.
La reconciliación de los dos caudillos fue ahondada por las nego
ciaciones llevadas a efecto por el licenciado Caldera y el dominico
Loaysa; mas persistían el origen de la tirantez, el desacuerdo sobre
los límites territoriales y la inconmensurable ambición de Almagro.
£1 1? de junio de 1535 se celebró en casa de Pizarra un solemne
acto, del que Gomara nos describe: «El padre Bartolomé de Segó-
via ofició una solemne misa en la casa, y, después del Padrenues
tro, los dos gobernadores pusieron una mano sobre la bendita del
sacerdote en la que sostenía el sacramento eucarístico. Sólo los
hermanos del gobernador estaban resentidos de que otro estuviese
más cerca de su hermano que ellos... No hubo nadie a quien no le
inquietase su fuero, preocupado con que éste se viese amenazado
por tan firme reiteración de la avenencia...»'
O v ie d o
246
de Ayaviri hacia el lago Titicaca, de donde prosiguieron por el país
de los collas hasta las actuales fronteras argentinas en Jujuy y
Catamarca, y de allí cruzaron los Andes hacia Chile.
El Inca Paullu y el villac umu del imperio, dos importantísimos
personajes de la corte del Inca Manco, iban con los expedicionarios
en calidad de guías y de diplomáticos; en el transcurso de la expe
dición fueron vislumbrándose sus ocultos designios.
Este viaje a Chile es la peor de las aventuras de la conquista,
porque de él regresaron como un ejército derrotado.
Cruzaron por puertos a más de cuatro mil metros sobre el nivel
del mar, lo cual hicieron al principio por camino inca, hacia des
conocidos vericuetos y precipicios de los Andes chilenos, atrave
sando laderas cubiertas de nieve y campos pedregosos. «No se
encontraba leña para encender lum bre..., ni tampoco donde alo
jarse. Los indios se hundían en la nieve o se quedaban pasmados
de frío cuando se apoyaban contra una roca para descansar. Murie
ron treinta caballos. El hambre llegó a tal extremo, que los indios
se comían sus compañeros muertos, y los españoles hubieran co
mido de buena gana carne de los caballos helados; pero, si se
hubiesen parado y sentado, habrían sido vencidos por el frío...»,
escribe Oviedo, que narra la expedición según informe de un tes
tigo ocular. Cuando cinco meses más tarde recorrían el camino de
regreso, encontraron los congelados cadáveres de los suyos en la
misma postura que habían muerto. Cóndores y buitres volaban en
torno a los desdichados expedicionarios.
Tras haber vencido las calamidades de la sierra alta, Almagro
hizo un alto en el camino en el verdoso valle de Coquimbo. La
tropa descansó en aquel paraje en floración, mientras un grupo
de reconocimiento al mando de Gómez de Alvarado continuaba
hacia el sur, «en tanto la prudencia lo aconsejase». Gómez alcanza
la frontera meridional del imperio de los incas en el río Maulé.
En lugar de encontrar minas, que era lo que buscaban, fueron los
primeros blancos en ver los ñandús. Sus referencias, recopiladas de
relatos de indios, y su total inexactitud geográfica, como reconoce
Oviedo, tentaban a no proseguir las incursiones. Los soldados insis
tían en regresar, y Almagro se avino gustosamente a ello, pues su
fantasía buscaba a Cuzco.
De Cuzco llegaron luego Ordóñez, oficial de Alvarado, hombre
inflexible a quien los cronistas citan como participante en el sacco
di Roma, y Juan de Rada con los originales de las reales cédulas;
asimismo trajeron los primeros rumores de la gran insurrección
de Manco.
La marcha de regreso la emprendieron por el salar de Atacama,
donde conocieron el tormento de la sed después de haber conocido
el horror del frío. De la piel de llamas sacrificadas hicieron odres
para poder llevar agua. Continúa sorprendiendo la resistencia de
247
estos hombres, aunque muchos cuerpos extenuados eran vencidos
por la múltiple y acometedora variedad de la naturaleza americana;
entre los que no pudieron llegar a Cuzco, se encontraba el veedor
real Francisco González Valdés, hijo único del muy citado cro
nista Oviedo, que en estas relaciones añade de pasada la tristeza
del padre desamparado. Fue arrebatado por las aguas de un torren*
te de montaña1.
Tras un mes de camino, los que habían podido soportar las
montañas, los ventisqueros y el desierto cruzaron de nuevo por el
risueño valle de Vilcanota hacia Cuzco.
Durante su ausencia se produjeron en la meseta acontecimien
tos, que entonces nadie preveía y habían originado una situaciún
nueva.
Sacsahuamanpi rincunqtá
Runayta phuyuta hiña...
Olianta.
En Sacsayhuaman verás tú
Mis guerreros igual a una nube...
248
numerosas hogueras; tantas eran, que parecían incontables como
las estrellas en el cielo de la noche.
Los informes de aquel mes son confusos por las pasiones de los
dos partidos y su empeño en hacer uno al otro responsable de
los disturbios. Oviedo es acérrimo partidario de Almagro, y Pedro
Pizarra lo es de su tío. Por su parte, el inca hizo de las suyas atra
yéndose, ora un partido, ora el otro, o enfrentó a los dos hasta que
la lucha degeneró en un odio increíble.
El inca se veía amenazado por rivales de su propia familia, y,
como ya hemos oído, dio pie a Almagro para que quitase de en
medio a dos de sus enemigos. Pizarra ordenó que se pusiese una
guardia en la morada de Manco; pero el inca acudió a Almagro. El
incidente fue solucionado; mas persistió la tirantez entre los indios,
así como entre los españoles.
Después de la salida de los dos capitanes generales, Almagro
hacia Chile, y Pizarra para la Ciudad de los Reyes, sufrió un serio
menoscabo la disciplina de los soldados que allí quedaban. Son
numerosas las quejas de actos de violencia y apropiación de bie
nes, de falta al respeto de los señores incas y de sus esposas1. En
una carta al inca insurrecto, Almagro se hace eco de estas acusa
ciones y promete enmendarlas y castigar a los culpables. En una
carta de la Secretaría del Sello Real dirigida a Manco dos años
más tarde, se expresa el pesar del rey porque se le habían dado
motivos para sublevarse, y le pedía que se restituyese a su dig
nidad.
Por otro lado, es casi seguro que el inca llevaba mucho tiempo
preparando sus planes para recuperar la independencia de la dinas
tía y del país mediante un golpe fuerte. Ahora que ya había cono
cido a los «viracochas», que así se ha venido llamando a los blan
cos desde la entrada en Cuzco hasta nuestros días, así como sus
armas y sus debilidades, parecía el momento oportuno para un
levantamiento.
El villac umu, último sumo sacerdote del Tahuantinsuyu, avivó
1. Tltu Cuasi Yupanqul, hijo de Manco, a quien importa mucho justificar el alza
miento de su padre, levanta graves acusaciones contra Gómalo, que más tarde fue
condenado por rebeldía contra la Corona. Capitaneados por G án alo , unos españoles
irrumpieron en la morada de Manco voceando: «;Eh, S apay Inca, no tienes escapato
ria! ¡Sabemos que planeáis una insurrección, y teñáis el propósito de matamos a
todos!» Tras lo cual le intimidaron con que podía librarse de la acusación si entre
gaba oto. Y Gonzalo objetó: «...y, aun cuando quisierais dejarlo en libertad y dicta
ál más oro que el que pueda caber en esta motada, yo no lo dejarla libre; porque
roe tiene que ofrecer su hermana cuya Ccuri Ocelo como mujer...»
Pudo lograr el rescate por 21)000 pesos oro. Quizá la verdad vaya cogida de la
mano can la fantasía de este caso. Parece ser que la liberación de Manco y la
entrega de tan considerable rescate fique excedía de los 1000 kilogramos de oto!)
coincidió con la llegada de Hernando Pi zarzo. En un ulterior «informe secreto» te
le reprocha a Hernando haber aceptado oto del restituido villac umu, «aun sabiendo
que este habla hedió dar muerte a trece españoles de Almagro...»
Gonf. Documentos in d ita s p tn lo Histartn de España. T. 94; UxTEAGA-Rongao:
C olación óe libros y documentas referentes t lo Historio del Perú; Sancho : Relución
de lo conquisto del Perú, xiv; Rongayo Levilues : Gobernantes de! Perú.
249
el fuego de las pasiones espirituales que venía flameando y ardien
do lentamente en el país. Se juntó con Almagro, para no perder de
vista la fuerza militar de éste; se puso de acuerdo con Manco,
desde el momento que estas tropas se encontraron al otro lado (le
los Andes chilenos, para provocar un levantamiento en todo el
imperio, el cual debía ser dirigido por el inca en el norte de Cuzco,
y él se reservó la misión de llevarlo a cabo en la región meridional
de los collas.
En realidad, se encontraba Almagro en Tupiza, cerca de la
frontera argentino-boliviana, cuando una mañana lo sorprendieron
con la siguiente noticia:
«El villac umu ha desaparecido durante la noche.»
En vano persiguieron los jinetes y los yanaconas al fugitivo,
que predicaba odio contra los blancos y organizaba la muerte de
estos en las vastas tierras altas, donde caerían en pequeños grupos
en manos de los indios y serían muertos.
Al mismo tiempo, el inca aconsejaba a la nobleza de Cuzco que
se sumase al alzamiento general. «Con lágrimas y suspiros, como
ellos suelen hacer, le escucharon y respondieron: "Eres hijo de
Huayna Cápac. El Sol y los demás dioses estarán contigo... Esta
mos dispuestos a morir por ti. Sal de Cuzco, y te seguiremos..."»,
cuenta el cronista.
En el último momento, los atentos yanaconas advirtieron a los
españoles el intento de fuga de Manco. Juan Pizarra alcanzó al
fugitivo en la parte meridional de la ciudad, lo condujo a Cuzco
y le impuso arresto domiciliario como rehén, para que su gente se
pacificase.
Recibió ayuda de donde menos lo esperaba.
En aquellas semanas, Hernando Pizarra había desembarcado en
Lima, y era portador de las cédulas reales, tan esperadas por Alma
gro, cuyo contenido ya conocemos. Y don Francisco le encargó a su
hermano que ejerciese el cargo de ayudante suyo en Cuzco, sin
tener noticia de los tumultos allí producidos.
250
oro de los españoles y de los señores indios. Manco le prometió una
figura de oro, que estaba enterrada no muy lejos de la ciudad. No
obstante todas las advertencias que se le hicieron, Hernando dejó
al inca que fuese por ella; transcurridos un par de dias, regresó
con una figura de oro, hueca por dentro.
Aumentó la confianza de Hernando en el inca; pero éste se
había encontrado con los subcaudillos del alzamiento.
Poco después le propuso a Hernando traerle las imágenes de su
padre, madre y servidores hechas de oro macizo.
— ¡Ve y traélas! —le dijo Hernando.
En un informe secreto al rey se dice que salieron de la ciudad
el jueves santo, después de haberse instituido el Santísimo Sacra
mento. Fue una larga y sangrienta Semana Santa para los españo
les. Tras la salida de Manco, los yanaconas empezaron a lamen
tarse: «Habéis dejado salir al inca. Volverá y matará a todos los
hermanos (así llamaban a sus aliados españoles) y a nosotros por
estar a vuestro lado...»
Hernando se dio cuenta de su yerro demasiado tarde. Mandó
salir en busca de Manco. Pero de los valles y montañas descendie
ron un sinfín de mesnadas, y asediaron a Cuzco, cual si fuesen un
lienzo negro. Se dice que sumaban doscientos mil hombres. La
asediada ciudad estaba defendida por doscientos españoles con
ochenta caballos.
No había posibilidad de escapar; cualquier intento en este sen
tido, suponía perecer en los desfiladeros de las cordilleras. Sólo se
podían cifrar las esperanzas en una defensa agresiva, teniendo
como punto de apoyo los edificios que enmarcaban la Huacai-Pata.
No tardaron en arder las techumbres de paja sobre las cabezas
de los defensores, pues los indios habían concebido lanzar algodón
encendido. Excavaron pozos de lobo para dificultar el movimiento
de la caballería y atacar a caballos y jinetes con aillas.
Para los españoles pareció cuestión de vida o muerte la recon
quista de la fortaleza de Sacsayhuaman. El ataque se realizó con
inaudita valentía. Pero el comandante inca tampoco resultó infe
rior a ellos; cuando sus últimos guerreros, extenuados y sedientos,
se desplomaban al suelo con sólo el gesto de alzar su clava, y
Hernando y su gente con escalas de asalto se dirigían hacia él
para cogerlo vivo, se lió un poncho a la cabeza y se tiró al pre
cipicio.
Los castellanos pagaron un alto precio por aquella victoria. Juan
Pizarra, que había dirigido el ataque, sin usar morrión porque es
taba herido en la cabeza, fue alcanzado por una pedrada lanzada
con honda y falleció dos semanas después a consecuencia de frac
tura del cráneo.
Fue el primero de los cuatro hermanos Pizarra que recibió
sepultura en el Perú, y el único que tuvo una muerte honrosa.
251
La caída de Sacsayhuaman quebró el cerco de la ciudad e hizo
desvanecer las esperanzas de los indios, quienes carecían de espí
ritu de resistencia. No obstante, Cuzco quedó incomunicado con el
resto de la costa. Un día, los españoles recibieron un macabro
mensaje. «En el cerro de Carmenga — cuenta Pedro Pizarro— , apa
recieron unos grupos de guerreros, y, cuando los jinetes salieron
a su encuentro, les tiraron un saco, en el que encontramos siete
cabezas disecadas de españoles y varias cartas con la noticia del
año jubilar y la conquista de Túnez y de la G oleta... Esto lo hizo
el inca por consejo de un prisionero castellano, quien le dijo que
nos horrorizaríamos al ver las cabezas de los m uertos...»
252
una de las numerosas hijas de Huayna Cápac, se había convertido
en su esposa1. Estas mujeres desempeñaron un importante papel
en la conciliación de las dos razas en todas partes, y en la procrea
ción de un nuevo pueblo. Inés le dio a Francisco una hija a la que
se le impuso el nombre de Francisca; luego, un hijo que murió en
edad temprana. Sus hijos obtuvieron el privilegio real de derechos
de descendencia legítima.
Por entonces, Francisco Pizarra se hallaba en el crepúsculo de
su dura vida, y podía gozar del fruto, del peso y el fragor del día.
Ya no había lucha, lo cual deseaba que fuese así. La espada era su
herramienta, pero nunca fue su pasión. Conocía la satisfacción de
haber creado la base de una nueva etapa. En estas circunstancias
ejercitaba con desgana el ministerio de las armas. ¡Qué inmenso
campo de acción! ¡En aquella tierra sin cultivar, en las arenas
desérticas, surgiría la G udad de los Reyes!
Entre las disposiciones reales que trajera Hernando, había una
recomendación respecto a la evangelizadón, colonización y pro
tección de los derechos de los indios. «Porque de las tierras indias
no queremos más que sean cumplidas estas tres cosas», se decía
en esta recomendación.
Ello correspondía exactamente a los planes de Pizarra en cuanto
a Quito y Guayaquil, a Moyabamba y la selva del Amazonas.
Mientras, llegaron las primeras noticias de los disturbios suce
didos. En Jauja se había sublevado el príncipe Inquíl Tupac Yu-
panqui. Las patrullas que recorrían el país, encontraron desoladas
las casas de labor de sus amigos, y mutilados los cadáveres de
éstos. La ciudad se llenó de indios que habían acudido allí huyen
do. Los mensajeros indígenas que Pizarra había despachado, no
regresaban. No se tenía ninguna noticia de Cuzco. Un destacamento
de ciento cincuenta hombres que se dirigía a Cuzco, cayó en una
celada en las elevaciones de Parcos, detrás de Jauja, y fue aniqui
lado. De una columna del capitán Mogrovejo escaparon sólo dos
hombres. O tro grupo de ochenta hombres fue deshecho en los des
filaderos andinos. Tuvieron una muerte cruel. «Los indios les cla
varon estacas en el cuerpo y los sacrificaron entre terribles supli
cios.»1 A los indios prisioneros les hizo Manco sacar los ojos y
amputar la nariz y las orejas.12
1. Cuando un toldado español te atentaba en una población, lo primero que hacia
era tomar una india como manceba, o tea tin unión matrimonial, aunque con relacio
nes estables. La mujer gozaba de las atenciones del hombre; pero éste no se compro
metía con ella, porque un día cualquiera podría trasladarse a otro sitio, o marcharse
a España y, con el oro, ti habla ganado alguno, encontrar un buen partido para
casarse. Los misioneros se quejaban de esta costumbre de los soldados; mas no pudien-
do hacerla cambiar; al fin, tuvieron que tolerarla, diciendo; «Para un pecador una
manceba». En la patria se alzaban protestas contra ules señores «que, cual turcos,
mantenían todo un harén de mujeres». Por otro lado, no faluron españoles de abolen
go que se casaron con mujeres de estirpe indígena, cuya condición les fue reconocida
por las leyes espafiolss.
2. Conf. H essesa: D(c. vi, lib. 6. 8.
253
Y, un día, las morenas huestes descendieron de las montañas
y sitiaron la Ciudad de los Reyes.
Su caudillo, el príncipe Cusirimachi, mandó un recado secreto
a su prima Inés Huyllas, y lo hizo a través de su hermana Azarpay,
que servía de camarera a la esposa de Pizarra: «¡Ven con nosotros!
¡Perteneces a nuestra raza!» Pero los indios aliados estaban aten
tos; descubrieron el asunto y se lo comunicaron a Pizarra, que
registró las habitaciones de su cónyuge y encontró una bolsilla de
cuero llena de esmeraldas y joyas, preparada para la huida. Inés
denunció a Azarpay como mediadora de su hermano. Pizarra per
donó a su esposa, si bien hizo dar garrote a la hermana de Cusi
rimachi en presencia de Inés, «aun cuando él podía haberla dejado
marchar», escribe Pedro, en tono de censura1.
Pizarra logra rechazar el ataque. No obstante, en el país reina
la incertidumbre. La conquista está en peligro. Concentra todas sus
fuerzas en la costa. Envía a Juan de Pane con gran cantidad de
oro y cartas de crédito a Panamá, con el encargo de presentarse
al economista Juan de Vicuña y pedirle pertrechos de las organi
zaciones auxiliares, que se habían implantado en «todos los países
de Indias». De Santo Domingo llega una unidad de arcabuceros; de
Panamá, Gaspar de Espinosa, viejo y fiel amigo del gobernador;
de Méjico, le envía su primo Hernán Cortés un barco; de Nicara
gua y de Guatemala, llegan tropas. ¡Un ejemplo del trabajo de
organización rendido sin demora por el Consejo de Indias en estas
vastas regiones!
Entre los recién llegados se encuentra el capitán Garcilaso de la
Vega, progenitor del que más tarde fue autor de la conocida obra
Comentarios reales. Transcurridos dos meses, Pizarra disponía
de fuerzas suficientes para dominar cualquier situación, fuese contra
Manco o contra Almagro.
Tenía de nuevo la iniciativa en sus manos.
254
Hernando, para hacerlo salir de allí. Manco continuó mantenién
dose en aquel punto en actitud de espera; su levantamiento dege
neró en una cruel guerra de guerrillas.
En este estado de cosas, y ya reorganizadas sus fuerzas en Are
quipa, Almagro descendió al valle de Vilcanota.
Por dondequiera se veían huellas de la insurrección. Poblados
abandonados, en cuyas moradas aparecían a menudo armas y ves
tidos de camaradas asesinados, y embadurnadas con su sangre las
imágenes de los dioses. Corrían deprimentes rumores: Lima y
Cuzco, en manos de los indios; Pizarra, muerto. ¡El país, perdido!
En Urcos, población distanciada unas leguas de la capital, Al
magro dispuso su campamento. Antes de marchar sobre Cuzco,
procuró aclarar la realidad de la situación, y ponerse en contacto
con el inca, con quien siempre se había entendido bien. Después
del revés sufrido en Sacsayhuaman, podía ser el momento opor
tuno para negociar la conciliación.
Oviedo informa de un intercambio de correspondencia entre
Almagro y Manco*. Almagro se dirigió al inca con todos los respe
tos, y se dolió de las causas que sin duda habían originado la insu
rrección, y prometió castigar a los culpables. Al final de su misiva
pedía una entrevista con el inca.
Manco le envió, escrita por los españoles que tenía prisioneros,
la siguiente respuesta:
255
mentario, con el fin de examinar la situación; éste no regresó.
Cabecillas indios lo hicieron prisionero, y lo maltrataron; le ra
paron las barbas y el pelo de la cabeza, y le pintaron el cuerpo
con bermellón de semillas de bija. Luego, lo ataron a él y a sus
acompañantes a un poste y les hicieron beber gran cantidad de
chicha, hasta que fueron recibidos por el inca, cuyo poder pare
cía haber disminuido.
Los dos partidos españoles se encontraron a un tiempo con
la cabalgada de Almagro en Yucay. Desde Cuzco, intentaba Her
nando sondear los propósitos de Almagro. Tanto en Urcos como
en las cercanías de Yucay, los dos destacamentos se arremetie
ron; pero, tras una breve escaramuza, los españoles se saludaron
y se abrazaron cordialmente, para amarga decepción de los indios
del campamento de Almagro y de los observadores de Manco;
esta circunstancia nutrió nueva desconfianza en los nativos. En
vano; luchó Almagro contra esa desconfianza e invitó al inca a
entrar juntos en Cuzco. Los enviados de Manco abandonaron el
campamento de Almagro. Desde aquel momento perdieron la con
fianza para siempre. La influencia del irreconciliable villac umu
mantuvo la conducta a seguir. También Almagro fue considerado
como enemigo.
P edro P izarro
256
vencidos, sino vencedores, porque los has creado para vencer...»
Pedro Pizarra nos cuenta de una conversación sostenida entre
Manco y Rui Díaz, la cual suena como una elegiaca despedida:
«— Rui Díaz — pregunta el inca— : ¿mandaría el rey retirar los
españoles de mi país si le diesen grandes tesoros?
»— ¿Cuánto le darías? —contesta Rui, preguntando.
«El inca hace vaciar una fanega de maíz en el suelo, coge un
grano, y contesta:
»— ¿Ves?; un tanto así de oro y plata habéis obtenido de mi
país. Pero todavía queda escondido mucho más que este montón
de maíz...
»Rui Díaz respondió con sinceridad:
»— Inca, aunque le dieras al rey toda esta montaña de oro,
no haría retirar a los españoles de donde están...
«Precisamente, no se trataba de oro y plata. Por ello, se des
vanecieron las últimas esperanzas del inca, que, con amargura,
dijo:
»— Ruiz Díaz, ve y dile a Almagro que puede ir adonde quiera;
pero que no venga aquí. Pues, tanto a mí como a los míos, no
nos queda otra cosa que luchar contra vostros hasta m orir...»
La lucha se prolongó unos años, a menudo con el arbitrio de
uno sobre el otro.
Pizarra no perdió las esperanzas de poder llegar a una recon
ciliación. Por otro lado, en 1537, llegó el capitán Ansúrez Enri
ques quien era portador de una cédula real por la que a Pizarra
se le concedía el título de marqués, así como de una carta que
manifestaba el profundo descontento del rey por la insurrección
del inca, «porque esto ocasionará grandes dificultades para la
conversión de los indios».
Por consiguiente, Manco tenía aliados entre los miembros de
las comunidades religiosas de palacio. El rey encargó al goberna
dor «tratar a Manco con. gran benevolencia». Una carta dirigida
personalmente al inca, la cual hemos recordado antes, no debió
de llegar a sus manos.
Por su parte, Pizarra se puso en camino hacia los valles de
los bosques de Vilcas, donde el inca tenía su móvil residencia.
Pero Manco hizo dar muerte a los dos mensajeros que el gober
nador le había enviado con un bonito caballo, vestido de seda y
otras cosas de valor, para iniciar el diálogo, incidente que puso
furioso a Pizarra, de suerte que ordenó quitarle la vida a una de
las mujeres preferidas de Manco, y que lo hiciesen en el mismo
sitio donde habían sido asesinados los dos mensajeros; dicha
mujer había caído prisionera de Pizarra. «Fue un acto indigno
de un hombre razonable y cristiano», anota el cronista. Y Geza
comenta al respecto: «La víctima repartió sus joyas entre las mu
jeres que la acompañaban, y les pidió que pusiesen su cuerpo en
257
una cesta y lo dejasen en el río Yucay, para que la corriente lo
llevase a donde estaba su esposo».
Posiblemente fuese después del trágico fin de Almagro, en 1537-
1538, cuando Pizarra encargó a su hermano Gonzalo que diese
una batalla decisiva contra el inca. Pedro Pizarra, que participó
en ella, nos cuenta el curso de la misma con muchos detalles:
«Nos adentramos en los Andes tanto como pudieron andar los
caballos; luego, recorrimos a pie el lugar donde se encontraba el
inca. Eran bosques de una espesura que nosotros no habíamos
conocido hasta entonces...»1
Los últimos combates tuvieron por escenario el paraje de Ma-
chupichu. Tras una inicial y eficaz resistencia, en la que los in
dios emplearon armas de fuego cogidas a los españoles, el inca
prefirió la huida a los bosques al cautiverio. «Tres indios lo lle
varon a hombros por el río hacia un lugar seguro en los bos
ques, donde desaparecieron los demás indios...»
Desde entonces, el inca Manco vivió como un rey fugitivo en su
perdido imperio.
Además, tenía que contar con otro enemigo: su hermano Pau-
llu. Desde hacía mucho tiempo que las relaciones entre los dos
hermanos eran recelosas. Paullu pretendía la mascapaycha de inca.
De fuente fidedigna se sabe que interceptó con noticias secretas
las negociaciones entre Almagro y Manco, para pasar a primer
plano. A su vez, Almagro quería poner de Sapay Inca a Paullu
después de haber vencido en Cuzco. Al principio, Paullu se in
clinó por el bando de Almagro; pero luego se puso a disposición
de Pizarra, especialmente después de haber sido rechazadas las
huestes de Manco en la zona montañosa. Más tarde, Pizarra lo
recompensó con el reconocimiento por la Cancillería real de su
estirpe y con que le fuese concedido su propio escudo de armas.
Nada se sabe de cierto sobre la caída de Manco. Permaneció
en la región de Videos entre la guerra y la paz, y buscado ya
como amigo, ya como enemigo por los dos querellantes bandos
españoles.
Según Pedro Pizarra, encontró la muerte en una vil traición
de cuatro almagristas fugitivos: un capitán llamado Diego Mén
dez y cuatro soldados. El inca los acogió en recuerdo de su vieja
amistad con Almagro después de la derrota de Chupas, en 1542.
Dichos individuos apuñalaron al inca, y murieron en manos de los
caudillos de éste. Otras fuentes de información dicen que en el
transcurso de un juego se originó una disputa y recibió un gol
pe mortal.
258
En las boscosas montañas de Urubamba se encuentra el inca
Manco en ignorado paradero. No queda eco alguno de su vida y
sus hechos. Y, sin embargo, permanecen su tumba, su momia y su
guaoqui (imagen de oro), que conservará su inmortalidad, en algún
sitio que continúa sin poder ser descubierto.
16
BREVE GOBERNACION DE
D IEG O DE ALMAGRO
G omara
261
ta geográfica, por lo que debería ser verificada por un experimen
tado piloto.
La conducta fue correcta. Pero Almagro respondió con un des
pliegue de sus fuerzas. La intervención de los licenciados Prado
y Riquelme logró una tregua de veinticuatro horas.
Confiado en ello, Hernando pasó la noche en su casa.
Sobre la medianoche, se formó una batahola en el vivaque de
los almagristas. Dando voces de «¡Almagro! ¡Traidores!», sus mes
nadas irrumpieron por las abiertas puertas de la ciudad. La sor
presa fue tan grande, que no se llegó a entablar lucha, para for
tuna de ambos bandos.
Aquí, cedemos la palabra a Pedro Pizarra, uno de los pesarosos
participantes en estos acontecimientos nocturnos!
«A toques de pífano y a tambor batiente, Almagro entró en
la ciudad por tres sitios... Hernán Ponce de León, y Rojas nos de
jaron en la estacada con su gente; de lo contrario, los almagris
tas no hubieran entrado impunemente.»
Hernando organizó su resistencia en el espacioso cobertizo de
un galpón, con la salida a la plaza. Rodrigo Ordóñez intentaba
desalojarlos de allí con un ataque por sorpresa; porque, como
decía, «con la muerte de ellos, se acabaría la disputa; y, muerto
el perro, se acabó la rabia». Pero, como buenos Pizarra, los her
manos y sus amigos se defendieron con tal encono, que a Ordó
ñez le costó graves pérdidas abrirse paso por el portal. Entonces,
y de acuerdo con Almagro, prendió fuego en la techumbre del
edificio que defendían los sitiados; de ella empezaron a salir den
sas bocanadas de humo y a caer jirones de fuego, que prendían
en los vestidos de los combatientes.
La liza se convirtió en un humoso infierno. Muchos defenso
res sangraban heridos por disparos de flecha. Hernando tenía
punteado el peto por las flechas; pero, aun estando bajo las lla
mas, permanecía inmóvil con la espada y el escudo en la entra
da, y más de un atacante tuvo que retroceder con heridas en la
oscuridad de la plaza. No pensaba rendirse; la llama del odio que
le tenía a Almagro, era más viva que las que lo rodeaban. «Cierto
—escribe Pedro, que participó en aquel lance— ; puédese creer
que prefería morir bajo el fuego a caer prisionero en manos de su
enemigo.»
En cambio, sus camaradas de lucha, que con él estaban entre
aquel fuego achicharrador, creían haberse ya honrado lo bastante,
y así, le dijeran:
— Señor, sería preferible os entregaseis prisionero a morir que
mado junto con nosotros; si no en atención a vos, hacedlo, al
menos, en atención a nosotros y a vuestros hermanos...
— Esperad — respondió Hernando— , todavía queda tiempo has
ta llegar a ello.
262
Y continuaron peleando hasta que el envigado se vino abajo.
Finalmente se corrió la voz de «¡El cobertizo se derrumba!»
Hernando echó una mirada en derredor y, al ver que era cierto y
sus camaradas le decían que enterrarse vivo era un suicidio y un
pecado, decidió salir por el portal hacia la oscuridad de la noche,
y lo hizo en el momento que se derrumbó el cobertizo.
Afuera, la gente de Almagro se le echó encima, lo desarmó y lo
aherrojó.
«Al día siguiente —continúa Pedro, con el amargo recuerdo del
hecho— , los chilenos registraron nuestras casas y se apoderaron
de nuestros bienes y caballos, y nos llamaron traidores... Almagro
redujo los parientes y amigos de Hernando a prisión, como Pe
dro, Alonso de Toro, Solar Cárdenas, Jara. De esta manera, nos
tuvieron unos días, ora poniéndonos en libertad, ora encarcelán
donos. Hernando y Gonzalo permanecieron bajo estrecha vigilan
cia.»
Primeramente los encerraron en la sólida cámara de la Cori-
cancha (Tesorería); luego, en el torreón de Caxanacancha, donde
había sucedido la pelea.
El mismo día, Almagro mandó a los pregoneros anunciar que
todos los ciudadanos y funcionarios de Cuzco se reuniesen a las
dos de la tarde para prestar juramento de fidelidad; el incumpli
miento de dicha orden sería castigado con la pena de muerte.
¡Todos acudieron, silenciosos y desarmados!
Al cabildo se le ordenó que se reuniese en la catedral, para
aceptar ceremonialmente los documentos que acreditaban su go
bernación.
Aconteció el 18 de abril de 1537.
Para los prisioneros empezaron sombríos días. Rodrigo Ordó-
ñez apremiaba continuamente a Almagro para que los ajusticiase;
alegaba que con ello aseguraría su gobernación, que Hernando era
un hombre de los que no olvidan ofensa alguna, y mucho me
nos lo acabado de suceder.
Es una honra para Almagro no haberse dejado afectar por este
influjo. Pues la idea de que con ello quedaba excluida la posibi
lidad de reconciliación con el gobernador, el contrapeso de algu
nos oficiales, particularmente el de Diego de Alvarado, y la ad
vertencia de tener luego que responder ante la Corona, eran más
fuertes. Pero los cautivos, aherrojados en el calabozo, continua
ban con el sobresalto del esperado verdugo.
No tardaron en tener la compañía de otros reclusos.
Tras haber sido alzado el cerco de Lima, el marqués envió a
Alonso de Alvarado con quinientos hombres a Cuzco. Por causa
de distintos errores, Alonso se detuvo más de lo convenido en
Jauja, de suerte que ni pudo participar en la lucha contra el inca,
ni acudir a tiempo para defender la ciudad de la irrupción de Al-
263
magro en ella. En el momento de los sucesos que acabamos de
relatar, se encontraba él en el puente de Bancay, situado a veinte
leguas al noroeste de la capital.
Almagro puso de nuevo en juego su habilidad diplomática, y
logró por acuerdos secretos con Pedro de Lerma, uno de los ca
pitanes de Alvarado, hacerse con una considerable parte de las
tropas de Pizarra, lo cual sucedió durante la escaramuza en las
cañadas del Apurimac, y reducir el frente de Alvarado, quien
fue hecho prisionero junto con su plana mayor, conducido a Cuz
co y encerrado con los hermanos Pizarra en el torreón de Ca-
xana.
Almagro parecía disponer, ahora, de una fuerza igual o mayor
que la cíe Pizarra; a partir de lo cual, sus reclamaciones no tenían
límite.
Sobre los prisioneros se cernía continuamente la amenaza de
Ordóñez: «muerto el perro, se acabó la rabia». Pero Diego de Al
varado salió en defensa de los cautivos, sin abandonarles ni per
derlos de vista; los visitaba, y se distraía jugando a los dados
con ellos, en lo cual Hernando le ganó 80 000 pesos oro; pero le
perdonó tan importante cantidad de dinero, con lo que reforzó
aún más la amistad con él.
Por su parte, Ordóñez se dedicó a fabricar armas y pólvora, «lo
cual se estableció en Perú por la habilidad de aquellos hombres».
Así, surgió en el Perú la primera industria de guerra.
264
en presencia de los comisionados. Nada había que tratar, porque
Lima pertenecía a su gobernación.
Ordóñez proponía una inmediata marcha sobre Lima, para li
quidar a Pizarra. Con ello, Almagro sería tan poderoso que Su Ma
jestad debería aceptar el hecho sin pedirle cuentas, de la misma
manera que no se las había pedido a otros que habían cometido
actos peores en tierras Indias...
En este punto de las negociaciones, Espinosa puso en los pla
tillos de la balanza su larga experiencia en el continente ameri
cano.
Espinosa es conocido por nosotros desde el comienzo de nues
tra relación. En 1513, llegó con Pedrarias a Castilla de Oro. Por
mandato de aquél, sentenció la causa contra Balboa. En Panamá,
fue el invisible y firme sostén del triunvirato en sus desesperan-
zadores tiempos. Ahora, había acudido presto a la llamada de so
corro de Pizarra; pero no contra los dos viejos camaradas suyos,
sino contra Manco. Su advertencia era aplicable a los dos bandos:
— SÍ esta disputa continúa, el rey enviará jueces y ministros,
los cuales tomarán el asunto en sus manos, y la reputación de
ambos gobernadores sufrirá un serio menoscabo.
—Os pido — le dijo a Almagro— que no os olvidéis de cómo
triunfó la fama de vuestra armonía de antaño con Pizarra en el
mundo. De ella dependía la prosperidad de todos los que lucha
ron bajo vuestros pendones. Los rumores de vuestras discordias
se propagarán. Se os culpará de haber provocado la sedición y
la guerra civil, suscitado por vuestra ambición, la cual ensom
brece la fama que junto con vuestro amigo habéis cobrado. El
rey, cansado de este derramamiento de sangre, enviará jueces y
procuradores; no os podéis imaginar cómo ejercen esos señores
sus poderes cuando se encuentran alejados de Su Majestad. En
todo caso, se trata de personajes de la categoría de vuestra seño
ría, los cuales supeditarán las atribuciones del señor gobernador
y, sin habérselo ganado, ejercerán el dominio sobre un país que
vos y vuestros valientes soldados habéis descubierto y conquis
tado... La nación española sufrirá menoscabo en su reputación, y
este mal servicio a Dios y al rey ocasionará muchos males; y todo
ello por un par de leguas de tierra más o menos...
Fue un discurso a modo del clásico historiador, de cuyo cono
cimiento se preciaban aquellos licenciados.
Almagro los escuchó sonriente y respondió en un tono que
denotaba conciencia de su fuerza militar; deseaba que Espinosa
le hubiese dicho lo mismo a don Francisco y que además no fue
sen incluidos los límites de Cuzco y de Lima.
Su viejo amigo terminó la conversación con el resignado pro
verbio castellano:
—Señor Adelantado, de vuestras palabras deduzco que suce-
265
derá lo que nuestros viejos castellanos dicen: el vencido, vencido,
y el vencedor, perdido.
No obstante, Espinosa consideraba de suma importancia el des
tino del país, para capitular así como así ante el obstinado an
ciano. Pudo lograr un previo arreglo, con el que Almagro estuvo
de acuerdo: extender los límites de su gobernación unas leguas
al sur de Lima en el río Mala.
En el curso de las conversaciones, Espinosa enfermó y falle
ció unos días después. Recibió sepultura en Cuzco; su muerte fue
sentida por sus amigos y por todos los que deseaban la paz.
Con la muerte de Espinosa, los mediadores perdieron su me
jor representante. Almagro les permitió que se despidiesen de los
cautivos, y que le comunicasen a Pizarro su propósito de emprender
una inmediata marcha hacia la costa.
Al despedirse, entregó Diego de Fuentemayor al mariscal la
disposición de la Audiencia de Santo Domingo según la cual tanto
a él como a Pizarro se les prohibía emplear la violencia mientras
se le diese solución judicial al caso.
Almagro respondió:
— De mí no depende.
Era a fines de agosto de 1537, cuando los comisionados de Pi
zarro cabalgaban hacia Lima, sin haber conseguido nada.
266
Por uno u otro motivo, Almagro no podía soportar al caballe
ro, y, con la peor broma que se le ocurrió a su buen humor, le
respondió:
— ¡Pues quedaos! ¡Emprenderemos la marcha sin María Aldana!
Fue una broma pesada, un terrible insulto, que le costó caro
al bromista.
Lorenzo se quedó. En Cuzco había muchos que estaban des
contentos de Almagro. Con ellos se puso de acuerdo para dejar
los prisioneros en libertad. Entre los carceleros había dos truji-
llanos de confianza, Jara y Cueto, quienes derribaron las tapias
de las ventanas del calabozo, y los prisioneros saltaron a la plaza,
donde les esperaban más de cincuenta amigos. Aquella misma
noche lograron encarcelar al comandante de la ciudad, Rojas; se
armaron según lo permitieron las circunstancias, y se encamina
ron por atajos con el fin de adelantar a Almagro, que había em
prendido el largo camino a través de Nasca1.
Con la llegada de estos oficiales, mejoró la situación de Pizarra,
dado que también había recibido refuerzos de Centroamérica.
Almagro tenía superioridad en fuerzas montadas, y Pizarra en ar
mas de fuego. Además de tener a su favor la causa del rey, según
el parecer de la mayoría.
Mientras se reforzaban los frentes, no dejaron de continuar
las negociaciones, y el dominico fray Francisco de Bobadilla lo
gró concertar el encuentro de los dos caudillos en el río Mala, y
aceptar al armisticio bajo palabra de honor.
Fue un encuentro en un precipicio sin puente.
Se convino en que Pizarra y Almagro, con sus respectivos
acompañamientos, se reuniesen en un tambo (especie de posada
en los caminos incas). La mutua desconfianza era tanta que los
dos tenían ocultamente dispuestas unidades cerca del lugar: la
gente de Almagro estaba detrás de la colina, y la de Pizarra, bajo
el mando de Gonzalo, permanecía oculta en la espesura de la mar
gen del río.'
El marqués fue el primero en entrar en Mala. En su acompa
ñamiento figuraba Pedro de Valdivia, que luego se forjaría un
nombre en la conquista de Chile.
Almagro llegó al río por la parte sur. Echó pie a tierra, y dejó
a los caballos que bebiesen; enfrente vio los arcabuceros de Pi
zarra al mando del capitán Castro. Sus ojos miraron interrogati
vos a los del oficial y, luego, a los de Gonzalo, que le hizo una
seña con la mano, tras lo cual Almagro montó su cabalgadura y12
1. H embra ( vi, u , 14) c iu en este fuga el ctm del cabellera PetSIverez de Hol-
güín, i quien Almagro puso en libertad bajo palabra de honor. No obstante» decidid
fugarse con sus amigos ante la insistencia de datos; pero cuando llegaron al puente
de Aboncay, se volvió porque no quiso faltar a su palabra.
2. En lo fundamental, la propuesta de Bobadilla consistía en que Almagro debía<dar
su hijo Diego, y Pizarro su hija Francisca en prendas del cumplimiento del armisticio.
267
con su acompañamiento se dirigió hacia el tambo, donde Pizarra
lo esperaba.
El saludo fue frío; no hubo abrazos como en otras ocasiones.
«La culpa de ello la tuvieron los malos consejeros de Almagro
—escribe Pedro—, la gente que Pedro de Alvarado le había de
jado. Ellos encendieron el fuego que luego ardió en todo el rei
no... No faltó quien aconsejase aprovechar la ocasión para hacer
prisionero al mariscal. Pero el marqués le advirtió a Gonzalo que
dejaría de considerarlo hermano suyo si faltaba a la palabra dada
a Almagro...»
El mariscal se quitó el sombrero, y el marqués, que usaba
casco, se llevó la diestra a la visera, tras lo cual se dieron la mano.
El diálogo se inició en un tono belicoso.
— ¿Por qué no habéis mantenido vuestra promesa? ¿Cómo se
os ha ocurrido tomar a Cuzco por la fuerza, y encarcelar a mis
hermanos? — inquirió Pizarra.
—Por decisión del rey, Cuzco pertenece a mi gobernación. Vues
tros hermanos se han opuesto a la voluntad del rey; así que los
puse en prisión hasta que se les forme proceso... — respondió Al
magro. Y, en tono de ironía, agregó— : Yo no soy hierba de Tru-
jillo, y nadie tiene más poder que el que el rey le conceda...
Los acompañantes de Almagro dieron muestras de respeto al
marqués, quien, al ver que iban desarmados, intentó gastar una
broma diciéndole a su rival:
—¿Es que vuestros caballeros están de paseo?
—Están para servir a vuesa merced... — contestó el otro, en
tono jocoso.
Mientras, el padre Bobadilla invitó a los dos a su casa. Como
estaban distanciados y enfrente uno del otro, el dominico les qui
tó las armas y les dijo bromeando que podían pelearse con los
puños si lo deseaban; que la palabra y el respeto era el mejor
vehículo para entenderse.
Bajo el arbitraje de Bobadilla, el discurso fue áspero y mor
daz. Las amenazas pasaban de un bando a otro. Al fin, Almagro
convino en excarcelar a Hernando, con la condición de que fuese
puesto a disposición de la justicia real. Pizarra, preocupado por
la vida de sus hermanos, se avino a ello.
Entretanto, el capitán Francisco de Godoy, oficial de confianza
de Pizarra, tuvo conocimiento de que Gonzalo preparaba una em
boscada para capturar a Almagro. Ello le sublevó la conciencia, y
buscó el modo de advertir al amenazado. Lo puso en conocimien
to de los principales de la escolta de Almagro, los cuales ya dis
ponían sus cabalgaduras. Luego, se puso a cantar en el patio el
estribillo de una conocida canción:
268
Se hace hora, caballero,
hora de salir de aquí...
269
su palabra de honor que respetaría lo convenido y entregó una
fianza de 50 000 pesos oro.
El mariscal lo invitó a su casa, donde se festejó el aconteci
miento. Los principales de Almagro acudieron a expresarle sus
buenos deseos. Con un vistoso acompañamiento, entre el que figu
raba el floreciente Diego, hijo del mariscal, cabalgaba Hernando
tras seis meses de prisión a donde se encontraba su hermano,
quien, con no menor solemnidad, festejó la liberación de aquél.
Agasajado magnánimamente, en particular el joven Almagro, el
séquito regresó a su campamento. La paz ya iniciada, no podía ser
más convincente.
Obstinación de Almagro
H errera
270
por el escudo de armas que, como evidente muestra del favor del
rey, Ansúrez le habla llevado; sin embargo, no debía haber perdido
de vista que en los despachos se ponía de manifiesto la censura
del rey respecto a la insurrección del inca.
La exigencia presentada a Almagro significaba la última apela
ción a las armas, la lucha de españoles contra españoles en las
montañas del Perú.
Como experimentado comandante, marchaba Hernando al fren
te de ochocientos hombres por los expuestos desfiladeros, sin tro
pezar con la resistencia de Ordóñez y sus tropas auxiliares indias,
las cuales habían sido movilizadas por primera vez en la lucha
entre los castellanos. El inca Paullu le había jurado a Almagro que
se pondría de su parte en la contienda contra Pizarro*.
Con un audaz golpe de mano se logró interceptar los puestos
avanzados en la cordillera de Gaitara y con ello, el paso hacia las
tierras altas.
Tras la acelerada ascensión, el soroche atacó a la tropa y la
puso un día fuera de combate, pero el destino quiso que no fue
sen atacados por los «chilenos»; Ordóñez desperdició la oportuni
dad que le brindaba el estado de los soldados de Hernando.
Era a principios de enero de 1538.
Después de unas semanas de movimientos tácticos, los dos gru
pos en lucha se encontraban a fines de abril en un valle llamado
Las Salinas, situado escasamente a una legua de Cuzco.
En las elevaciones, acampaban unos diez mil indios, satisfechos
de ver cómo se peleaban sus dominadores. En Cuzco, no habían
quedado ni hombres ni mujeres.
Antes de la salida de la ciudad, Ordóñez había encerrado a to
dos los amigos de Pizarro en un calabozo; tan apiñados estaban,
que la mayoría murió de asfixia. Con la caballería ocupó la vagua
da del valle; pero luego avanzó imprudentemente por el mar
jal, donde los arcabuceros ocupaban posiciones inexpugnables que
los protegían del ataque de la caballería. El inca Paullu les había
ordenado a los indios que diesen muerte a todo español que se
retirase, fuese amigo o enemigo.
Almagro, aquejado de artritis, se hizo llevar en una silla de
manos a un sitio elevado, desde donde poder divisar el campo de
batalla y reforzar la tenacidad de sus tropas.
Al amanecer, los dos bandos celebraron una misa de campaña.
Luego, los pizarristas avanzaron por el camino de CoUasuyo hacia
las posiciones de los cuzqueños. Las patrullas montadas conten
dientes avanzaban unas hacia otras, se intercambiaban palabras;
pero nadie pensaba en la reconciliación.
Callados como árboles, los indios estaban sentados en las la
1. En el lib . XLVII, 17, de O viedo, leemos: «El ines le jurd fidelidsd, y besó el
suelo, pera corroborar k> que hmbfa prom etido...»
271
deras y esperaban. Al grito de «¡El rey y Pizarra!*, por una parte,
y al de «¡El rey y Almagro!», por otra, ambos bandos se lanzaron
a la pelea, acompañados por la algarabía de los indios que lucha*
ban a su lado.
Con vistosa armadura, uniforme de damasco amarillo y pena*
cho blanco sobresaliendo en su morrión, iba Hernando al frente
de sus compañías.
El frente de los almagristas no tardó en desmoronarse. Se ca
recía de la seguridad de si se luchaba por una causa justa. Antes
de dar comienzo a la pelea, se dieron casos de deserción. Y al empe
zar ésta, lo hizo el portaestandarte Pedro Hurtado, seguido de ofi
ciales con sus unidades completas.
También se dieron brillantes casos aislados. Pedro de Lerma
reconoció a Hernando y corrió hacia él al grito de «¡Perjuro trai
dor!», y lo hizo tan impetuosamente, que derribó a éste de su
cabalgadura. Pero fue atacado a un tiempo y vencido. Cayeron
Vasco de Guevara, Moscoso, que se había distinguido en la ho
rrible marcha por la selva, y Rui Díaz.
Rodrigo Ordóñez, que hacía poco había sido ascendido a ma
riscal de Nueva Toledo, se lanzó al ataque con la impetuosidad de
un oficial español.
— ¡Por la palabra de Dios! —gritó él— . ¡Que me siga quien ten
ga ganas! ¡Voy a la muerte!
A donde él cabalgó, la muerte guadañaba. Mataron a su caballo
de una descarga, y él resultó herido en la frente. Tras incorpo
rarse, vio que estaba rodeado de enemigos; despachó a dos de
ellos; pero, al darse cuenta de que había llegado el fin, dijo:
— ¿Hay un noble caballero al cual pueda entregarme?
— ¡Aquí! —contestó un soldado.
Ordóñez le entregó la espada al soldado, y éste lo mató de una
cuchillada. Los cronistas, a quienes corresponden detalles así, han
dado su nombre; se llamaba Fuentes. Cuando más tarde llegó a
Puerto Viejo, y se jactó de aquel hecho, el comandante hizo que
se le ejecutase.
Con esta ejecución, se reparó, al menos, uno de los muchos y
cruentos actos cometidos en la persona de indefensos que se die
ron durante las dos horas que duró la lucha en Las Salinas. La
gente de Alonso de Alvarado se desquitaron de su derrota en el
puente de Abancay.
El número de muertos se cifra en ciento veinte. Con la muerte
del mariscal, se deshizo el frente de los «chilenos», y se convirtió
en una desesperada huida.
Almagro tuvo que contemplar la catástrofe desde la silla de
manos. Ante la deserción de sus soldados, el anciano murmuró
amargamente:
— ¡Creí que habíamos venido aquí para luchar...!
272
Y dijo que lo llevasen a Sacsayhuman, seguido de Alonso de Al-
varado y Gonzalo Pizarra, para fortuna de él. Pues a un tiempo
apareció el capitán Castro con el arcabuz dispuesto para descerra
jarle un arcabuzazo, y dijo:
— ¡Ese es el hombre por quien han muerto tantos nobles caba
lleras!
Pero Alvarado impidió aquel atentado. Aunque le hubiese aho
rrado muchas amargas horas al enfermo y quebrantado anciano.
Lo condujeron a la ciudad, y Hernando lo encarceló en el mismo
torreón en que él había estado preso.
El encuentro finalizó con un aguacero. Vencedores y vencidos
entraron chorreando en Cuzco. Era el 26 de abril de 1538.
¿Y los diez mil indios? Esperaron a que el campo de batalla
quedase abandonado del todo, para luego lanzarse sobre los caídos
y despojarlos dejándolos en cueros1.
La victoria de Las Salinas tuvo una importancia mucho más
profunda de lo que al principio parecía. Con ella se plasmó la
idea que Pizarra se había hecho del Perú, contrapuesta a las es
quemáticas del Consejo de Indias, las cuales dividían el país. Dos
años más tarde, todavía protestaba él en una carta dirigida a Su
Majestad, diciendo que se planeaba privarle «de Charcas y de Are
quipa, las regiones más importantes...»
Si Pizarra rechazaba las exigencias de Almagro, era para de
fender la unidad geográfica del futuro Perú, que él había con
quistado y plasmado, de Tumbes al lago Titicaca, del Marañón y
el Amazonas, por los Andes, hasta el océano.
Sin darse cuenta, Pizarra siente y actúa con el apasionamiento
de un verdadero peruano.
G omara
274
Al conocerse la sentencia, se produjo gran agitación. Diego de
Alvarado, quien con razón podía echarle a Hernando en cara que
le había defendido la vida cuando estuvo encarcelado, lo hacía
único responsable del hecho. Los veteranos soldados de Almagro
llenaban con actitud amenazadora las calles de Cuzco. Los indios
lloraron al enterarse de ello, porque nunca fueron objeto de in
justicias por parte del sentenciado.
Al fin, el cautivo se conformó con su destino, y dictó sus últi
mas disposiciones. En virtud de los reales poderes, nombró a su
hijo Diego sucesor de la gobernación, la cual estaría bajo la tutela
de Diego de Alvarado hasta la mayoría de edad del sucesor.
Dejó al rey la considerable suma de ingresos que le proporcionaba
la Compañía, así como los del acuerdo común con Pizarro, firma
do en 1535, y pedía que la Corona protegiese a su hijo.
Tras lo cual hizo su propio testamento. «Con profunda atri
ción, confesó con el comendador de la casa de la Merced y se mos
tró buen religioso y cristiano.»
—No tardaréis en ver desocupada mi carne —le dijo a su car
celero Alonso de Toro, en tono benigno.
Al reo se le dio garrote en la celda; luego, su cadáver fue de
capitado públicamente en la Huacai-Pata, en cuyo acto el alguacil
pregonó:
—Esta es la justicia que Su Majestad y, en su nombre, Hernan
do Pizarro, ha dictado contra este hombre por insurgente en estas
tierras... y por sus delitos y casos de muerte, de que él es cul
pable.
Ya hemos oído hablar de tales sentencias en España, y volve
remos a oír hablar de ellas en la misma plaza.
Ello sucedió el 8 de julio de 1538.
El cadáver fue amortajado en casa del caballero Ponce de
León, y recibió sepultura en el convento mercedario. Al acto asis
tieron Hernando Pizarro y sus principales. La aflicción general fue
profunda. Diego de Alvarado llamó públicamente tirano a Hernan
do y le reprochó el haber dado muerte a quien le había perdonado
la vida.
Las necrologías de los cronistas constituyeron un augusto epi
tafio.
«Su Majestad imperial perdió uno de sus buenos vasallos y
el más fiel servidor en tierras indias...», escribe su amigo Oviedo.
«Era más codicioso de honra que de oro... Su esplendidez era
más bien de príncipe que de soldado; pero, a la hora de morir, no
tuvo a nadie que le pusiese un pañuelo en el tajo», comenta Go
mara.
«Almagro murió a los sesenta y tres años de edad. Era menudo
de cuerpo, y feo de rostro, particularmente después de haber per
dido un ojo. Fue un hombre diligente, valeroso, infatigable en el
275
trabajo, considerado, magnánimo, y tuvo un temperamento apa
cible.*
Era más humano que Pizarra, pero fue codicioso de atributos
de mando, de los que carecía. No hizo papel alguno en los mo
mentos decisivos de la conquista1.
1. Junio coa muchas de sus buenas picadas, adviene Gomáis su vanidad: «Porque
quería que lodos supiesen las didivas que hacia».
Conf. ZAxate: iv, 9; H euera : Dic. VI, lib . v , 1.
17
SENTENCIA DE FRANCISCO PIZARRO
H errera
277
tisfecho de vuestro éxito, las barbaridades cometidas por vuestra
indulgencia, para complacer a Dios y al rey. El abuso del triunfo
redundará en vuestro propio perjuicio; porque uno de los precep
tos del Decálogo reza: «¡No matarás! Quien arremete al prójimo,
arremete a D ios...»
—Descuidad, que así quiero que sea —contestó el marqués—.
No deseo otra cosa que paz en el reino. No os preocupéis por lo
que se refiere al Adelantado. Seremos los viejos amigos de an
tes...
Con estas advertencias y promesas, emprendió Pizarra por últi
ma vez el camino hacia las cordilleras de los Andes. Era una
marcha triunfal a la vez que para él un paso hacia su sentencia.
En Jauja se encontró con Vergara y Mercadillo quienes le en
tregaron en nombre de Hernando el joven Diego de Almagro. Le
informaran de los acontecimientos, y principalmente del inmi
nente proceso, cuya sentencia pensaba cumplir Hernando. «Los
dos le recordaron que la suerte daba muchas vueltas, y que Dios
no perdonaba los pecados.»
Él joven Diego acosó al marqués con ruegos por su padre.
«Humildemente le pidió que no olvidase la vieja amistad, y que
preservase a su padre de la deshonra.»
Pizarra tranquilizó al joven:
— ¡No te preocupes, Diego! A tu padre no le sucederá nada, y
seremos amigos como antes.
Consolado con estas palabras y unos regalos, y acompañado de
Gómez de Alvarado y Juan de Rada, el joven Diego continuó ca
mino de Lima donde, por orden de Pizarra, «debía ser considerado
como su propio hijo Gonzalo».
— ¡Es una hipocresía! — decían los almagristas. Porque a un
tiempo había decidido la muerte de Almagro.
La conducta de don Francisco no es inequívoca, eso es cierto.
Y no lo es en ningún sentido. No debemos aceptar sin ser corro
borada la acusación de aquella animosidad, que luego llevó al ho
micida a dar el golpe. Amigos del círculo allegado al gobernador,
entre ellos el posterior obispo de Quito, Garci Díaz, aseguran que
al marqués le sorprendió la noticia de la ejecución, y que en esto
Hernando no le había correspondido.
En el puente sobre el Apurimac, en Bancay, unos mensajeros
le comunicaron la trágica noticia. «Tras lo cual estuvo un buen
rato cabizbajo, y se le arrasaron en lágrimas los ojos...»
¿No cobijaría este pecho dos almas? ¿No estarían estrechamen
te ligadas la ambición y la voluntad política en indecisa lucha con
la vieja amistad? El conjunto de relaciones causan la impresión
de que Hernando quiso excusarle a su hermano el tomar una de
cisión de la que no le creía capaz. Se quisiera aquí sumarse a las
resignadas palabras de Herrera: «He dicho aquí..., lo que sobre
278
eso se ha escrito al rey, y se ha relatado de los participantes. Pero
no debo silenciar que, a un tiempo, otros relataron el hecho de
otra manera1. Porque, en tierras de Indias, entonces escribía cada
uno según su afecto, fuese bueno o malo.
A mediados de agosto, entfó Francisco Pizarra en la capital
andina; en todas partes, fue saludado con expresión de alivio;
porque, realmente, bajo su autoridad volvieron a reinar la confian
za y el orden.
En la ciudad, no encontró a ninguno de sus hermanos. Gonzalo
se encontraba en la región de Charcas, y Hernando había salido
detrás de él, dadas las inquietantes noticias que de allí llega
ban.
Ya aclarada la situación, regresó a Cuzco y habló con su hermano
del viaje a España, cuya fecha de salida hacía mucho que había ca
ducado. Leemos que hubo tirantez entre los dos hermanos. Pero
don Francisco no disponía de otra persona mejor para represen
tar sus intereses ante el rey. Por su parte, y con persuasión y apre
mio, Hernando había elevado considerablemente la dádiva de oro
prometida al rey — así era la preocupación de esos «peruleros»
por su rey— ; pero también vio con gran desazón su presencia ante
los tribunales y ministerios reales. No sabía si el bermejo oro no
le alcanzaría para cubrir las manchas que de la sangre de Alma
gro tenía en sus manos.
Dos hidalgos almagristas, Núñez del Mercado y Diego Gutié
rrez, a quienes Almagro había entregado ocultamente sus esme
raldas de grueso tamaño, habían zarpado rumbo a España y, ga
nado la opinión pública durante el viaje, la cual nunca fue favo
rable a la eficacia y encastillamiento de Pizarro.
Casi al tiempo que Hernando, emprendió viaje Diego de Alva-
rado, quien le había salvado la vida, y quien se convirtió en su
acusador y enemigo jurado después de la muerte de Almagro.
Volverán a encontrarse en los tribunales de Valladolid.
Hernando no se atreve a cruzar el istmo, pues teme que la Au
diencia de Panamá lo meta en prisión. Sigue viaje a Méjico, de
sembarca disimuladamente en Guatulco; pero es detenido en Oaxa-
ca. El virrey lo pone en libertad, porque no tiene orden de apri
sionarlo y, por otro lado, el acusado se encuentra camino de Casti
lla. (Sin duda, debió de dar aquel rodeo, preocupado también por
los piratas británicos que cruzaban los «puertos del oro» y ace
chaban en las «rutas del oro».)
En la despedida de Cuzco, salió a luz un rasgo característico de
Hernando: su respeto al hermano mayor. Después de todas las
acaloradas pasiones, suscitadas por los sucesos, comprendía Her-
1. «A Pizarra se le echó en cera la muerte de Almagro, dicióndole que era una
crueldad. Porque el adelantado estuvo todo un mes en prisión, y si ól hubiera que-
rido, habría podido evitarla», escribe Ciesa, como eco de la vox populi.
279
nando que aún no se había puesto en escena el último acto del
drama.
Advierte a su hermano con tono suplicante:
—Me marcho a España. Pero todos nuestros bienes están, des
pués de Dios, en la vida de vuesa merced. Debo decir que los «chi
lenos» irán tomando alas, lo cual no habría que temer si me que
dase aquí... Vuesa merced procure hacer amistad con ellos y ase
gurarles una soldada que los satisfaga a los que lo deseen. Y los
que no, procurad no dejar juntos a más de una docena de ellos
en cincuenta leguas a la redonda. Procuraos una escolta. Enviad
al joven Almagro a España; si no, lo elegirán caudillo suyo, y os
darán muerte. Si sucediera así, se vería perjudicada mi misión
en España, y no quedaría ningún recuerdo de vuesa merced...
—Seguid vuestro camino — respondió el marqués, despreocu
pado— , y dejaos de hablar de eso. Porque, al final, sus cabezas va
len lo que las de los míos.
Hernando comprendía mejor los hombres y las pasiones huma
nas que su hermano mayor.
Esta conversación tuvo por escenario el campo de batalla de
Guacavara, enfrente de Cuzco, donde se desarrollara la última es
caramuza al entrar los castellanos en la capital inca. Los caballe
ros acompañaron-hasta allí a Hernando. Los dos hermanos se die
ron el último abrazo; luego, cada cual fue al encuentro de su
destino. Hernando comparecería ante la justicia real y tendría que
cumplir veinte años de prisión.
280
nuevo orden en el país. En este sentido, no dejaba de maravillar
la energía del sexagenario y sus colaboradores. Ningún collado
les parecía demasiado alto ni demasiado profunda ninguna región
boscosa.
Una vez m is cabalgó hacia el país de los collas, y se detuvo un
tiempo donde luego surgiría La Paz (su nombre completo es Nues
tra Señora de la Paz); allí, bajo el espejeante ventisquero del Illi-
mani, recibió los primeros colonos de Chuquisaca o Charcas. Por
mandato suyo, se fundó la colonia en 1538. Siete años después, se
descubría allí la mina de plata de Potosí, la m is rica del mundo.
Como Pizarra iba acompañado de muchos soldados y oficiales,
que se habían distinguido bajo su mando, procedió a fundar para
dios la primera Arequipa española, que Almagro había despre
ciado.
Apenas había comenzado allí su trabajo cuando de Cuzco le
comunicaron que Manco buscaba una reconciliación; el anciano
ensilló de nuevo su cabalgadura y emprendió una marcha de qui
nientos kilómetros por zonas desérticas y puertos cubiertos de
nieve hacia d valle de Urubamba, para luego verse burlado por d
inca1. En cierto modo, son comprensibles sus reacciones crueles.
Por tercera vez recorrió de vuelta el largo camino, para continuar
la fundación de Arequipa.
Por el vasto territorio del Tahuantinsuyu, se movían sus expe
diciones: Gonzalo, por Charcas; Valdivia, por Chile; Benalcázar,
por el Ecuador, desde el Pacífico hasta el Atlántico, y Juan Pérez
de Guevara, por el alto Marañón.
Junto con sus principales, Francisco Pizarra colonizó en ocho
años más territorio que los incas en cuatro siglos.
A oídos d d marqués llegaron rumores de que Benalcázar pre
tendía hacer de Q uito una gobernadón suya, por lo que llamó a
su hermano Gonzalo, que estaba en Bolivia, y lo envió como ad
junto suyo a Q uito, con la misión de explorar los «bosques de ca
nelos», de los cuales se había tenido noticia. Fue una aventura de
imprevistas penalidades.
Por el camino de regreso a la Ciudad de los Reyes, fundó San
Juan de la Victoria en el fértil paraje de Guamanga. Aquí, el
cronista introduce una notable glosa: «El importante río del lu
gar se llama Vinaque. En sus márgenes surgen varias ruinas in
cas; los indios creen que fueron edificadas por hombres blancos
y barbudos, mucho antes de los incas».
De este modo, el trabajo en las vastas regiones del Perú fue
distribuido entre los principales, convertidos ya en exploradores.
La llama de la insurrección se había extinguido, por la indiferencia
de los nativos que no consideraban suya la causa del inca. Esta-
1. H errera: vi , 6, 9.
281
ban acostumbrados a servir a señores; ahora, servían a los «vi
racochas».
Don Francisco pudo regresar a su ciudad costeña.
Debido a su enorme trabajo, se había olvidado de las adver
tencias de Hernando; tal vez era demasiado orgulloso, para te
nerlas en cuenta. No se procuró una guardia personal. Los diri
gentes almagristas continuaban inconciliables y permanecían agru
pados en torno al joven Diego, a quien consideraban su caudillo. Se
encontraban en Lima cuando les parecía. Por su parte, Pizarra
se había alejado de sus fieles amigos y se consagraba a los planes
de la ciudad, a sus jardines y a pasatiempos. Se entretenía de buena
gana con cualquiera, fuese hidalgo, marino o molinero, en el juego
de los bolos.
Los «chilenos»
282
que ya habían transcurrido dos años de la muerte de Almagro. Los
ingresos de los «chilenos» eran escasos; su tono era cada vez más
altivo y exigente. Ostentaban insolentemente su pobreza; tenían
una capa que se prestaban unos a otros, por lo que los llamaban
irónicamente «los caballeros de la capa»'. Diego de Almagro el
Mozo puso su casa a disposición de ellos, y les ayudaba con sus
ingresos. Rehusaban adquirir propiedades en el interior del país.
Diego, hijo de madre indígena panameña, acababa de cumplir
los veinte años de edad, y era joven distinguido, simpático y bien
instruido. Buen conocedor del castellano y del idioma materno,
era tenido por erudito. A sus rudos amigos les entusiasmaba el
dominio que tenía de la equitación. Si este atrayente mestizo hu
biera tenido consejeros juiciosos, habría podido llegar a ser una
relevante personalidad en la segunda etapa de Hispanoamérica.
La espera se hacía larga, las pláticas eran acaloradas y san
grientos los planes de venganza. Los almagristas manifestaban pú
blicamente su enemistad con el gobernador, y hasta le negaban el
saludo.
Pizarra no tomaba en serio sus planes de venganza, ni aun al
enterarse de que se procuraban armas. Una mañana, de la picota
de la ciudad aparecieron colgados tres dogales y puestos en direc
ción de la casa del marqués, de la del aleude y de la del secretario
Picado, respectivamente.
—Están vencidos y perdidos —dijo don Francisco— ; por eso
hacen estas cosas.
No obstante, invitó al caudillo de los almagristas, Juan de Rada,
a su casa. El capitán y sus amigos temieron lo peor. Pero se tran
quilizó al ser recibido por el marqués en su frutedo, donde estaba
entretenido con sus naranjos.
— ¿Qué os sucede, Juan de Rada? Se dice que vos compráis
armas para matarme, es cierto?
—La verdad es que me he comprado una armadura, para de
fenderme — contestó el capitán, impulsivo.
—Y, ¿qué os mueve a comprar más armas de lo corriente?
Sañudo e irritado, el visitante contestó:
— Los rumores de que vuesa merced reúne lanzas para matar
nos a todos nosotros... ¡Sí! ¡Llevad vuestro golpe hasta el final!
Después de haber empezado con la cabeza, no veo por qué de
béis deteneros ante los pies. También se dice que queréis dar
muerte al justicia que envía el rey... ¡Si queréis dar muerte a los
«chilenos», no hace al caso! Poned a disposición del joven Diego
un barco, y yo me iré con él a donde nos lleve la suerte... 1
283
El diálogo ponía de manifiesto el estado de excitación de los
Almagristas.
— ¿Quién os ha contado tan canallesca ruindad? —objetó Pi-
zarro, incomodado— . Deseo tanto como vos la llegada del justicia.
Según me han informado mis pilotos, su carabela se encuen
tra ya en la desembocadura del río San Juan. Si en Panamá hu
biese embarcado en mi barco, como se le dijo que lo hiciese, ya
podría estar aquí. Y en lo que respecta a las armas, pude conven
cerme la última vez que salí de cacería de que mi gente no tiene
lanzas, como vos decís... Dios quiera, Juan de Rada, que el jus
ticia llegue cuanto antes y encuentre un arreglo para este asun
to. ¡Y que Dios ayude a la verdad!
— ¡Por Dios, señor, he pedido prestados quinientos pesos para
adquirir mi armadura y armas! — respondió De Rada, algo más
tranquilo— . Por eso llevo la armadura, para evitar que alguien in
tente matarme.
—No quiera Dios, Juan de Rada, venírseme a las mientes tal
cosa — insistió el marqués, para terminar amistosamente la con
versación.
Cuando el capitán se disponía a dar la vuelta para marcharse, un
tal Valdesillo, que servía de bufón al gobernador, le dijo a éste:
— ¿Por qué no le ofrecéis un par de naranjas?
—Tienes razón — contestó Pizarra, con buen humor. Cogió seis
naranjas, las primeras que estaban en sazón en su frutedo, y se las
ofreció al visitante.
Un magnífico gesto. De Rada le besó la mano y se marchó.
18
CUMULO DE PASIONES
O rtega y G asset
285
oidor, para lo cual procuró que éste encontrase bien surtidos los
tambos y descansaderos del norte del país.
En el bando de los «chilenos», la excitación alcanzó su máximo
exponente. Se decía que Pizarra había sobornado al oidor; que
había enviado dos hidalgos vestidos de luto a Piura, para exponer
sus quejas al justicia real en cuanto desembarcase. Faltaba poco
para que perdieran el resto de sensatez en el preciso momento en
que debían esperar justicia. Picado, secretario de Pizarra, aportó
lo suyo a este asunto: había adoptado una actitud provocativa, y,
vestido con valioso jubón guarnecido de bordados de plata, y mon
tado en cabalgadura con guarniciones plateadas, se exhibía ante
la hambrienta fortaleza de los «chilenos», lo cual originó que és
tos recorriesen en grupos la ciudad y comprasen armas.
Se pasaban horas enteras aconsejándose, tomando decisiones y
revocándolas de nuevo. Al fin, acordaron dar muerte al marqués
en la festividad de San Juan. Pero una vez más vacilaron ante el
consejo del capitán Sotelo, quien les dijo:
— Sé de cierto que Pizarra ha rehusado una propuesta hecha
con el fin de desterrarnos.
En aquellos días, no se notaban muestras de temor en el com
portamiento de Pizarra. Si se hubiera preocupado por los planes
que imputaban a los conspiradores, hubiese tenido la oportunidad
de llevar ante la justicia un caso de convicta alta traición. Pero
hizo lo contrario. Cuando oía hablar de que los «chilenos» inten
taban dar muerte al apu machu, lo cual se comentaba en el mer
cado indígena, y un huacamayoc indio debía haberse enterado de
lo mismo por un oráculo, se reía despreocupadamente de estos
cuentos indios. Y cuando Picado le comunicó, alborotado, que un
clérigo se había enterado por un conspirador que atentarían con
tra su vida al dirigirse a la iglesia, respondió:
— Uno quiere que lo hagan obispo, y el otro que le regalen un
caballo. Os digo, Picado, que sus cabezas valen por la mía1.
«Hubiera sido más sensato — escribe Pedro— que se hubiese
rodeado de cincuenta hombres de confianza, como se le ofrecie
ron muchos.»
Así mismo pensaba el licenciado Benito Suárez, quien aconsejó
al gobernador que montase una guardia de protección; además,
consideró oportuno advertirle de los disparatados propósitos de
De Rada.
Pizarra no hizo caso de aquel buen consejo.
Cuando, el sábado por la noche, se hubo acostado, se personó
286
un paje de confianza y le comunicó que por la ciudad corrían ru
mores sobre un atentado a la hora de ir a la misa del alba.
— ¡Déjame tranquilo, mozo! — respondió el marqués, enojado.
Pero, al ser de nuevo advertido el domingo por la mañana, deci
dió cancelar su asistencia a la iglesia por una misa en casa, y
mandó comunicar al alcalde doctor Velázquez que, por la tarde,
fuesen reducidos los cabecillas «chilenos» a prisión.
Los almagristas tenían ya encendida la mecha en el barril de
la pólvora, desde que habían sido advertidos por Benito Suárez.
La casa de Almagro estaba al lado de la iglesia. De Rada había
convertido su habitación en un arsenal. Durante la noche estu
vieron reunidos los conspiradores, preparando el atentado. Mas,
por la mañana, se dijo que el marqués no ¡ría a la iglesia. Con
profundo desconcierto ya se había pensado en abandonar sigilo
samente la casa y negar todo cuanto se refiriese a la conspiración;
pero se presentó Pedro de Santillán, uno de los conspiradores,
y, con expresión de horror en el rostro, exclamó:
— Pero, ¿vaciláis todavía? ¡Alonso Riquelme ha dicho que dentro
de dos horas el marqués hará que nos descuarticen!
Una noticia que, originada por el pánico, cayó en una infla
mable masa de pasiones, odio y amargura.
W. S hakespeare : Hamlet
287
de Diego, se hizo con una sabanilla la seña convenida a los «chile
nos» que, en número de doscientos, esperaban en la ciudad para
entrar en acción.
Hacia mediodía, la hora más tranquila del d(a, la mesnada
salió a la calle con corazas, alabardas, dos ballestas y un arcabuz,
y corrió al asalto del palacio del gobernador, gritando:
— ¡Viva el rey! ¡Mueran los tiranos!
Pronto aparecieron detrás de los asaltantes grupos de cómpli
ces, tras los cuales iba García de Alvarado para cubrir sus es
paldas.
El palacio de Pizarra, con dos patios, estaba sólidamente cons
truido y tenía una recia puerta, fácil de atrancar y defender. Pero
no se pensó en nada de eso.
El marqués estaba reunido conversando amistosamente con va
rias personas, que se habían reunido en su palacio para oír la
misa del alba. Herrera da sus nombres. De pronto, se oyó por la
casa el alterado grito de advertencia de un paje:
— ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Se acercan los «chilenos» para
dar muerte al marqués mi señor!
Con no menos alteración, los circunstantes se asomaron a la
escalera para ver qué pasaba. Y oyeron las voces de «¡Mueran
los tiranos!» Los confabulados ya habían ocupado el primer patio,
acuchillado a los dos sirvientes que en él había, y corrían al asal
to hacia la escalera.
Entre la desarmada compañía del marqués cundió el pánico.
Cada uno buscó la huida. El alcalde, que le había asegurado el
día anterior al marqués que, mientras tuviese el bastón en sus
manos, podía dormir tranquilo, se tiró por una ventana al veigel.
Sólo algunos se quedaron al lado del gobernador, de los cuales
la mayoría fueron cogidos antes de poder reaccionar.
El anciano Pizarra dio muestras de su peculiar serenidad ante
el peligro. Con los pajes Vargas y Cardona, cuyos nombres mere
cieron ser incluidos en la crónica, el caballero Gómez de Luna y
su fiel hermano uterino Francisco Martínez de Alcántara, se retiró
a su aposento, para armarse, y le dijo a Francisco de Chávez:
— ¡Señor Chávez, cerrad la puerta de la sala, y protegedme
mientras me armo!
E l marqués se quitó su holgado y purpúreo vestido de fiesta,
se puso la armadura, cogió la espada que lo había acompañado du
rante la conquista, y le habló como quien habla a un amigo:
— ¡Ven acá, mi buena espada, compañera de mis peleas!
Entretanto, los conjurados, al frente de los cuales iba Juan
de Rada, habían alcanzado ya el pasillo superior, gritando furio
samente:
— ¡Feliz día este en que Almagro sabe que tiene amigos capaces
de vengar su muerte!
288
En aquel momento, fuese por aturdimiento o, como opina
Pedro Pizarra, con el cobarde propósito de salvar su vida, abrió
Francisco de Chávez la puerta, que d mismo había cerrado:
— ¿Qué significa eso, señores...? ¡No perdáis el seso!
Pero no había tiempo para hablar. Una estocada le atravesó
la garganta. Martínez de Alcántara defendía el umbral de la estan
cia, donde estaba su hermano, a cuyo interior se retiró al ver per
dida la puerta.
En dicho umbral, apareció don Francisco, y les dijo a los ata
cantes:
— ¡Traidores! ¡Qué deshonra es esa! ¿Por qué queréis matarme?
A su lado luchaban valientemente los pajes Vargas y Cardona,
los cuales cayeron en la ludia. Gómez de Luna resultó gravemen
te herido. Martínez de Alcántara, hermano del marqués, cayó
muerto. Solo, señero e invencible, defendía el anciano la entrada
a la estancia. De Rada empujó a su propio camarada Narváez
sobre la espada de Pizarra; mientras éste se liberaba del caído, los
demás se le echaron encuna. Sangrando por las muchas estocadas
recibidas, Francisco Pizarra se desplomó al suelo; las armas se
le cayeron de las manos. Pidió un confesor; pero tampoco había
tiempo para ello. Entonces evocó el nombre de Cristo, trazó con
sus ensangrentados dedos una cruz en el sudo y la besó.
Así falledó don Francisco, junto con süs últimos y buenos ami
gos, bajo la rompiente d d odio de sus enemigos.
Sucedió media hora antes d d ángelus del 26 de junio de 1541.
Cuando los personajes importantes acudieron alarmados ante la
casa del gobernador, para prestarle ayuda, se enteraron de que éste
había sido muerto. Confusos y conmovidos se retiraron a sus mora
das. La G udad de los Reyes quedaba en manos de los almagristas.
El silendo y d horror invadieron los domicilios de sus habitantes.
Los ruegos del obispo G a ra Díaz le evitaron al cadáver la ven
ganza de sus asesinos, que evidentemente querían exponerlo y
deshonrarlo públicamente. Con la venia del joven Diego, fue lle
vado por el administrador d d erario municipal Juan de Barbarán,
su esposa, d secretario Pedro López, y dos negros, a la iglesia;
allí, lo amortajaron con un lienzo blanco y le dieron sepultura en
una tumba excavada apresuradamente; lo hicieron con tanto apre
mio, que apenas les dio tiempo a ponerle la capa de caballero de
la orden de Santiago, pues se temía que los «chilenos» exigiesen
su cabeza para ponerla en la picota de la plaza. Días después,
Barbarán encargó se le dijese un réquiem.
«Así murió el célebre entre célebres don Francisco Pizarra, que
enriquedó y engrandeció a España y al mundo con las riquezas
del imperio por d conquistado»1.
I. Esto es lo que comenta Gom an. En cambio» Oviedo no oculta su satisfacción:
«Con ello, acabó este marqués y m marquesado». Sí; el odio de Oviedo va m is alié
289
Su sepulcro está en el atrio de la catedral de Lima, sobre el
cual descansa un entristecido león de mármol blanco.
Ante la catedral se alza una broncínea estatua ecuestre que
conmemora su obra. O tra igual se encuentra enfrente de la iglesia
de San Martín en el extremeño Trujillo, su ciudad natal.
El monumento que él mismo se erigió, es Lima, la Reina del
Pacífico.
El puente de la justicia
de la muerte; tamo es asi, que hasta niega que Francisco Pizorro tuviese que ver coa
la estirpe de los Pizarra, de Trujillo. Oviedo: Hiaoria genera/, x u x , 6.
290
que le había dado al marqués el complaciente consejo de ofrecerle
las primeras naranjas de su vergel a Juan de Rada.
¿Y Felipillo, el intrigante y taimado intérprete o simiyachic
(maestro del habla)? Contra él ya había sido cumplida la sentencia
por Almagro, en Chile.
291
La vida le enseñó a ser duro. También fueron duras su infancia
y su adolescencia, cuando tuvo que aprender a dominar la tierra
con la fuerza de sus brazos y el aguante de sus piernas. Fue duro
no verse reconocido por su estirpe, a la que él estaba orgulloso de
pertenecer. Al hacer el testamento, tuvo para él más importancia
el nombre de su padre que el título nobiliario concedido por el
rey. Mandó erigir una iglesia en Trujillo «muy cerca de la casa
de mi padre y señor, el capitán Gonzalo Pizarro». Fue duro el ser
vido de simple soldado bajo el mando de Ojeda, Balboa y Pedra
das, donde aprendió lo poco que significaba la fortuna y lo mucho
que supone cuando el hombre tiene el temple acerado como la
hoja de la espada.
— ¡Lo que no podáis hacer con las manos, hacedlo con los dien
tes! —les d ed a a sus soldados.
Su vida fue aún más dura cuando tuvo que estar bajo el mando
de su voluntad. Nunca dejó abandonado a ninguno de sus subordi
nados; cuidaba de ellos como un padre, y llevaba a cuestas los
enfermos o heridos al cruzar un río. Pero supo subordinar la deli
cadeza de sentimientos humanos cuando el férreo apremio del mo
mento lo exigía. Asi lo hizo al pronunciar sentencia contra Atahual-
pa. ¿Sería pura hipocresía cuando limó tras haberla pronunciado,
según cuenta Pedro? ¿O cuando se quedaba sumergido en una
desatada conmoción al oír hablar de ú muerte de sus amigos y
rivales?
Su sobrino Pedro nos lo describe así: «Fue un hombre de hon
da religiosidad, y muy celoso en el servicio a Su Majestad. Era
alto, enjuto de carnes, y tenía un rostro expresivo; valeroso, des
pabilado, activo y fiel... Si alguno le pedía algo, tenía la costumbre
de decir ”no”, por temor a no poder luego cumplir su palabra...
Sin embargo, concedía lo que se le pedía, siempre y cuando lo
permitiesen las circunstancias...»
Pizarro no le daba importancia al oro, una vez lo poseía. No
ansiaba el poder sobre los hombres y el país más de lo necesario
para sus planes. En esto fue un visionario como los místicos, pin
tores y poetas del Siglo de Oro. La visión precede a la obra y la
sobrevive.
Pizarro no se sumerge en el disfrute de la riqueza. «Es come
dido en el comer y beber, y suele empezar su jomada una hora
antes del amanecer.»
El país es su misión. En esto supera con creces a Almagro. Los
dos se asemejan a Don Quijote y a Sancho Panza. «¿Y qué tienen
que ver los Sancho con los Quijote?», se pregunta Sancho Panza.
Almagro se aferra a Cuzco. Pizarro cabalga luego por las cumbres
de las cordilleras hacia Chuquiyapu (La Paz), y funda Arequipa.
Traza el cuadrilátero de la futura ciudad, que él ya ve en su ima
ginación antes de que se haya edificado, y manda construir molinos
292
para moler el trigo castellano que crece en los campos peruanos.
Pone los cimientos de la venidera nación, y demarca sus fronteras.
El trabajo le complace; su vestido encaja con su actividad. Sólo
viste jubón de terciopelo, que su primo Cortés le ha enviado de
Méjico, para ir a la iglesia. Comúnmente lleva chupa de paño negro,
botas de piel de ciervo blanca, sombrero blanco, y ciñe daga y es
pada a usanza antigua.
Supo valorar al hombre sencillo, si apreciaba en él alguna valía.
En su pasatiempo con el juego de bolos, no le preocupaba entre
tenerse con un hidalgo o marinero. A un soldado le prometió rega
larle un «ladrillo de oto»; pero tenía que pasar a recogerlo por la
pista de juego. Para que nadie se diese cuenta de ello, Pizarro
llevaba debajo de la chupa dos kilogramos de oro en lingotes;
como el soldado no acudió a la hora, el gobernador tuvo que estar
todo el tiempo de juego con el peso del metal precioso encima.
Al fin, se presentó el soldado en cuestión, y Pizarro le dijo que
hubiese preferido regalarle otro «ladrillo» más a tener que pasarse
tres horas con aquel peso debajo de su vestido con el calor que
hada.
En su testamento legó una considerable cantidad a los hospi
tales de Lima y de Panamá, para que atendiesen a los enfermos
pobres, asimismo legó a su secretario, a su escudero y a su criado,
y le dejó a un negro una parcela de sus tierras. Y como testó una
misa anual para el alma de su padre, también lo hizo para «algunos
menesterosos que murieron en la participación de mis descubri
mientos, y para todos los indios convertidos al cristianismo que
fallecieron prestando servicios en mi casa.»1
En esto se revela el corazón de un hombre.
Parece totalmente insólita la postura de este hombre, de hechos
y de lucha, ante las amenazas de los «chilenas». Ninguna adverten
cia pudo despertar en él la desconfianza. Se quedó desarmado al
dispersar sus tropas por el país. En Oviedo, enemigo suyo, leemos
el siguiente episodio:
«Juan de Rada, que maneja a don Diego, y que, ahora, es el
293
caudillo, supo que al marqués le habían enterado de que tenía pla
neado atentar contra la vida de éste. Inmediatamente se personó
en casa de él, y, con hipocresía, le dijo:
»— Señor, he oído que a vuesa merced le han contado que pienso
daros muerte. Si lo creéis, desterradnos ahora mismo de estas
tierras...
»E1 marqués afirmó enérgico:
»— Señor Juan de Rada, por la capa de caballero de Santiago,
que me lo han dicho muchas veces, y yo nunca lo he creído...
Ayer mismo, volvieron, a través de un clérigo... Pero yo respondí
tanto al uno como al otro que os dejasen en paz...»1
Eso no es la desconfianza de un tirano. La confianza dejó abier
ta la puerta a los homicidas; la confianza de un hombre tan ab
sorbido por el trabajo que no tenía tiempo de preocuparse por su
persona.
294
el palacio de Pizarra. No eran de los mejores los elementos que
ahora engrosaban sus huestes. No tardaron en producirse sangrien
tas rivalidades entre sus partidarios, la víctima más sobresaliente
de los cuales fue el orgulloso Francisco de Chávez que cayó muerto
de una estocada por Juan de Rada. En la ciudad se produjeron
saqueos, encarcelamientos y ejecuciones. Ya hemos hablado de la
suerte de Picado.
Doña Inés Muñoz de Alcántara fue recluida con los hijos de
Pizarra en un barco.
Los nuevos señores no se sentían satisfechos en su situación de
rebeldes al rey; por eso proclamaban a los cuatro vientos su leal
tad a la Corona, creyendo que con el tiempo serían comprendidos
y perdonados. Algunos proponían la detención del oidor para dejar
sin mando a sus enemigos.
Aconsejado por Juan de Rada, salió Diego de la Ciudad de los
Reyes, con el fin de ocupar el fuerte bastión de Cuzco ante el
avance de Vaca de Castro. Por el camino, enfermó De Rada y
murió en Jauja; con ello, perdió Diegó su más fiel amigo.
Cristóbal Vaca de Castro, que, entre sus papeles, llevaba un
documento secreto según el cual estaba autorizado para hacerse
cargo de la gobernación, caso de que Pizarra falleciese, hizo un
llamamiento en todo el país para que se obedeciese la autoridad
del rey, y despertó el espíritu de oposición a los «chilenos» en
todas partes. Ya algunos de los viejos amigos de Almagro buscaban
encubiertamente el camino hacia el oidor.
El joven Diego no tuvo suerte con sus segundos. Tras la muerte
de De Rada, encargó el mando de las tropas a Cristóbal de Sotelo,
que murió acuchillado por García de Alvarado en una reyerta pro
vocada por envidias. No lo suficientemente fuerte para castigar
públicamente aquel hecho, Diego le preparó a Alvarado una embos
cada y le hizo dar muerte en su casa. De esta manera perdió en
poco tiempo sus caudillos más eficaces; mientras, Vaca de Castro
avanzaba por Lima, cuya población se había sumado voluntaria
mente a él, hacia Jauja. El único aliado fiel fue el inca Paullu, que
proporcionaba el servicio de información y el de suministros. Desde
su puesto de observación de Videos, observaba el inca Manco las
discordias entre los españoles, y esperaba que su destino diese un
cambio.
Vaca de Castro, que disponía de trescientos jinetes y cuatro
cientos infantes, buscó primeramente el camino de la negociación.
Pero Diego recibió muy mal a sus parlamentarios, y dijo que sólo
licenciaría sus tropas si recibía el perdón y el reconocimiento de
la gobernación de su padre firmado por el rey. Por lo tanto, «el
único recurso era hacer la justicia con las armas».
Como comandante en jefe de las tropas del oidor aparece un
nuevo nombre, que oiremos sonar junto con el de Gonzalo Pizarra
295
en las montañas del Perú: Francisco de Carbajal, antiguo y pro
bado oficial en las campañas de Italia.
Unas leguas antes de llegar a Guamanga, estaban enfrentados
los dos ejércitos en un estado de enorme enfurecimiento; el bando
de don Diego lucía galones blancos, y el de Vaca de Castro, rojos.
Los seguidores de Diego sabían que tenían la cabeza perdida si
eran derrotados.
El acertado mando de Carbajal sorteaba hábilmente el fuego
de las dieciséis culebrinas que mandaba Pedro de Candía; los dis
paros de dichas piezas pasaban por encima de las cabezas de los
atacantes, pues su corazón hubiese querido hacer fuego desde el
bando contrario. Don Diego barruntó que se trataba de una trai
ción, por lo que de una estocada dejó al anciano capitán muerto
en el sitio. Así acabó sus días Pedro de Candía, el cretense, el últi
mo que quedaba de los trece de la isla del Gallo, el héroe de
Tumbes y artillero de Cajamarca, el fiel camarada de Francisco
Pizarra.
El encuentro fue sangriento en extremo. Al ponerse el sol, la
victoria se inclinaba al lado de los estandartes reales. Aún seguía
inexpugnable el flanco del joven Diego; pero cedió cuando Vaca
de Castro, montado en un corcel bayo y luciendo brocado blanco
sobre su camisote, se lanzó al ataque con treinta de sus mejores
jinetes. El frente de los «chilenos» se desmoronó. Los cabecillas,
que desdeñaban la huida, se lanzaron entre los vencedores con el
provocativo grito de «¡A nosotros! ¡Somos los que matamos al
marqués!», hasta que encontraron la muerte despedazados por las
espadas y lanzas.
Don Diego huyó en compañía del capitán Diego Méndez a Cuzco.
Pero los vencidos se quedan sin amigos: cuando intentaba escapar
hacia el inca Manco, amigo de su padre, fue hecho preso por su
propio abanderado Rodrigo de Salazar. Sólo el capitán Méndez
pudo huir a donde estaba el inca.
Así finalizó la sangrienta batalla entre los españoles en el valle
de Chupas, donde cayeron trescientos hombres; entre ellos yacían
Pedro de Holguln y Gómez de Tordoya, que se habían puesto uni
forme de gala blanco en honor de Pizarra, lo cual había sido un
certero blanco para los tiradores.
En las elevaciones, aparecieron de nuevo sentados centenares
de indios. Unos lloraban y gemían por el triste fin de sus señores;
otros contemplaban enmudecidos aquel drama que no llegaban a
entender. Tras haberse retirado los combatientes, descendieron al
valle y despojaron a los caídos y dieron muerte a los grupos dis
persos.
Sobre el prisionero caudillo de los «chilenos» cayó todo el peso
de la ley contra la alta traición. El rigor de Vaca de Castro fue
motivo de recriminaciones. Pero el oidor creyó que era el único
296
modo de restablecer la paz y la seguridad de los españoles y de
los indios en aquel revuelto país1.
La sentencia contra el joven Almagro fue aplazada. Sentimientos
contrarios al fallo eran movidos por los mismos amigos de Pizarra.
El joven mestizo no era personalmente responsable. Su persona
era agradable y simpática a todos. El capitán Rojas enunció todas
las circunstancias atenuantes, aunque concluyó:
—Pero en tanto viva el mozo Almagro, no habrá paz en el país.
De esta manera también cayó el peso de la justicia sobre él.
Como hablando para sí y para los demás, Vaca de Castro dijo:
—Es triste tener que castigar culpas ajenas.
El acusado apeló en vano al rey; luego, dijo:
—Cada uno comparecerá ante el tribunal de Dios, y será juz
gado sin apasionamiento alguno.
La sentencia rezaba: « ...por haberse atribuido la justicia del
rey, haberse sublevado en el reino y haber luchado contra los es
tandartes reales».
Cuando el joven Diego de Almagro era conducido al patíbulo,
en la Huacai-Plata, pidió que después de haber muerto en el mismo
sitio que su padre, fuese enterrado junto a él. Como le habían
puesto un crucifijo delante, al quererle vendar los ojos, dijo:
—Permitidme que, el poco tiempo que me queda de vida, mis
ojos contemplen la imagen de nuestro Creador.
Aceptó la muerte con valentía. Sus restos mortales recibieron
sepultura en el convento de los mercedarios, como él había pedido.
Era un caballero de estatura media, había cumplido los veintidós
años de edad. Fue noble, inteligente, valeroso y buen jinete... En
él se podrían haber cifrado grandes esperanzas, si hubiese vivido,
aunque no estaba falto de vicios como la mayoría de los hombres
de tierras Indias... Fue querido en todas partes, y su muerte
sentida por todos1.12
1. Cristóbal Vaca de Castro no era conquistador, sino funcionario real; pero tenia
conocimientos del arte castrense. Hizo mucho por los derechos de los indios, y organizó
una importante encuesta con el quipucamayoc (el guardador de las antiguas tradiciones)
sobre la historia del pafs. Trabó amistad con el inca Paullu, y encaminó a éste y a su
familia, que acababan de incorporarse a la misión popular, a que recibiesen el sacra
mento deí bautismo. Hizo construir escuelas, particularmente para los hijos de los caci
ques; se preocupó por las familias nobles de Cuzco, y cuidó de que las Rustas se
desposasen con honrados caballeros castellanos. Los vagabundos y holgazanes españoles
encontraron mano dura en ¿I. La envidia de los viejos «peruanos* se manifestó con
evidencia. Tras unos años de libertad, era difícil tener que someterte a la obediencia de
las leyes. Hubo quejas —muchas justas—, que llegaran al Consejo de Indias, y suscita
ron una investigación; pero, transcurridos unos años, quedó justificada la conducta de
Vaca de Castro.
2. Con!. H errera: Dtc. vu, lib. c. 2.
19
H errera
298
cerdos, cruza las fronteras del antiguo imperio de los incas. En el
interior de la cordillera andina, les alcanzó un terrible movimiento
sísmico con una pavorosa turbonada de tierra y piedras, lluvias
torrenciales y corrimientos de tierras que se tragaron a poblados
enteros. Ya aquí desertaron muchos indios, y se perdió parte de
la impedimenta. En el paso de las elevaciones heladas del macizo
del Cotopaxi cayeron las primeras víctimas del frío. Más al sur de
los Andes, entraron en la zona tropical con sus indios salvajes.
Encontraron los «bosques de canelos»; pero esta alegría fue aciba
rada por la lluvia que de noche y día cayó sobre ellos durante se
manas. La ropa se les deshacía en el cuerpo, y las armas y herra
mientas se cubrían de herrumbre. Por el día, los martirizaba el
calor sofocante, y no podían librarse de la constante compañía de
mosquitos, insectos, bichos y vampiros. Los indios de la selva los
desorientaban y engañaban con consejos que creían porque les
eran agradables al oído. Fue como la esperanza en un nuevo mundo,
cuando llegaron al río Ñapo, en Coca.
La marcha era un cruel caminar por la selva. Por dondequiera,
la margen aparecía cubierta de lujuriosa vegetación. Había que
abrirse camino con la espada y el cuchillo. El recial y un salto de
agua de algo más de mil pies de altura, cuyo ruido se oía a más
de seis leguas, hacían imposible la navegación. Tras recorrer cin
cuenta interminables leguas, llegaron a un sitio donde el cauce se
estrechaba por una cañada de unos veinte pies de ancho por los
extremos superiores. Sobre el vertiginoso precipicio tendieron una
pasarela de troncos, sin pretil. Los arcabuceros ganaron combatien
do el paso a los salvajes que, armados efe guataca, arco y clava, los
esperaban en la otra parte, y hombres y animales cruzaron la pasa
rela. Sólo un soldado, que se le ocurrió dirigir la vista hacia abajo,
fue atraído como por una fatídica Gorgona y se precipitó al fondo.
Mientras, empezaba a reinar un hambre atroz. Las vituallas que
llevaban se hablan estropeado por la lluvia; los cerdos se escaparon
hacia la espesura de la vegetación. Poco a poco fueron adquiriendo
importancia los perros; los caballos agotados, que eran comidos
antes de que se muriesen, y, luego, todo lo que tenía vida, como
serpientes y salamandras, raíces y hojas, frutas desconocidas de
cuya delicia uno se volvió loco. En la selva fueron excavadas las
primeras sepulturas.
Al fin, el bosque se extendió en una sabana cubierta de hierba
y de pantanos. Los nativos de ellí eran más humanos y llevaban
vestidos de algodón; mientras que las tribus de la selva, hombres
y mujeres, sólo cubrían las partes pudendas con un escaso tapa
rrabo. Los castellanos supieron que, a quince días de camino, el
Ñapo desembocaba en un gran cauce.
En estas circunstancias, Gonzalo Pizarra hizo construir un barco
y numerosos botes. El carpintero de ribera, Juan de Alcántara,
299
instaló primero tina herrería donde hacer clavos y argollas de las
herraduras de los caballos muertos. Se talaron árboles y se ase
rraron tablas. Como no se disponía de brea ni de estopa, se
emplearon para el calafateo resina y camisas y ponchos gastados.
Cada uno puso manos a la obra; en primer lugar, Gonzalo, quien,
con el aumento de las dificultades, iba desplegando su capacidad
de mando.
Tras largas semanas de trabajo intensivo, se pudo embarcar a
los enfermos y la impedimenta en las embarcaciones. Sin embargo,
no se vieron cumplidas las esperanzas: la selva volvió a cerrarse, y
gigantescos árboles tropicales dificultaban la marcha.
Según su cálculo, recorrieron doscientas leguas hasta allí. En
realidad, ¿hasta dónde? Se dieron cuenta de que no debían haber
hecho caso de las afirmaciones de los indios, los cuales no tenían
la menor idea del mundo en que vivían fuera de los límites de sus
zonas de caza y pesca. La tropa estaba llegando al agotamiento.
Caminaban por la selva virgen con los pies ensangrentados y cu
biertos de heridas, pues hacía mucho que se les habla destrozado
el calzado, y no lo habían perdido porque ames se comieron el
cuero cocido o asado.
En esta situación, Gonzalo ordenó a Francisco de Orellana,
también trujillano, que continuase con el barco hasta la desem
bocadura, donde debía buscar indios y regresar con vituallas.
La pequeña embarcación se deslizaba veloz por el impulso de la
corriente. A los pocos días, divisaron el poderoso cauce del Mara-
ñón, que más. tarde fue llamado Alto Amazonas. Pero en ninguna
parte encontraron huellas de almas vivientes ni campos de cultivo.
¿Qué hacer? ¿Continuar explorando? ¿Regresar? Navegar contra
la corriente, dado su impulso, suponía tardar unos meses hasta
arribar al punto de partida. Por consiguiente, y contra las órdenes
que tenía y contra la protesta de su capellán, el dominico Gaspar
de Carbajal, decidió Orellana continuar la navegación hasta la
lejana y desconocida desembocadura en algún lugar del océano.
Ello le costó una severa recriminación; pero en una situación total
mente desesperanzadora quedaba justificada toda determinación
por desesperada que fuese.
La tropa estaba esperando y pasando el tiempo, interminable y
atormentador como el infierno. Al fin, envió Gonzalo al capitán
Mercadillo al encuentro de Orellana. También su embarcación fue
llevada por la corriente del Ñapo hacia el cauce del Marañón.
Ramas cortadas indicaron las huellas de Orellana. Dio el barco por
perdido, y remó aguas arriba por el Marañón, donde le causó una
indecible alegría el hallazgo de campos de yuca de una población
india abandonada. Mercadillo cargó su bote de estas plantas y, con
toda la rapidez que le permitían sus fuerzas, regresó al campa
mento, donde la tropa lo recibió en un estado de suma indigencia.
300
Los hambrientos se lanzaron sobre la yuca y «se la comieron sin
lavar las raices, y les supo a rosquillas de Utrera».
Una vez más, se pusieron en marcha. £1 poderoso cauce tenía
que llevarlos forzosamente a parajes cultivados. Llegaron a dichos
campos de yuca; salvo ello, no encontraron más que bosque.
Desde su salida de Quito había transcurrido un año.
Parecía un milagro de energía humana el que no cayesen en la
desesperación ni abandonasen la lucha. Gonzalo, que en aquella
penuria no tenía más privilegio que la responsabilidad sobre sus
hombres, ordenó el regreso a Quito. Era lo suficientemente audaz
para elegir otro camino de regreso.
— En algún sitio — les dijo a sus hombres, en tono exhortativo—
encontraremos los poblados de que nos han hablado los indios.
Seguro que cada paso que avancemos nos acercará a nuestra dicha.
¡No olvidéis que sois españoles!
La confianza en su inquebrantable fortaleza animó a los exte
nuados cuerpos de aquellos hombres a soportar el increíble es
fuerzo y privaciones que suponían recorrer el mismo trecho de
bosque virgen. En cabeza iban los más fuertes; luego, seguían los
agotados, y cerraba la marcha un grupo de más fuertes, para que
no se quedase ninguno por el camino.
Había transcurrido otro año.
La expedición iba acortándose; pero otra vez apareció una zona
de bosque hasta que pudieron divisar los conocidos y nevados picos
andinos de Quito.
Una reducida hueste de lastimosas figuras entró en la población
de Coca, de donde dos años atrás había partido la expedición.
«Y quiso Dios que los indios los recibiesen amistosamente y les
ofreciesen cuanto tenían.»
Allí descansaron diez días, transcurridos los cuales reanudaron
la marcha para recorrer el último tramo de camino que les que
daba.
Todavía tuvieron que vencer puertos a tres mil metros sobre
el nivel del mar, tender pasarelas sobre torrentes montañosos, y
construir balsas en algún que otro sitio. Pero se veían alumbrados
por las montañas de Quito.
Los rumores sobre su llegada se adelantaron a sus fatigados
pies. Nadie había esperado volver a verlos con vida. Sarmiento,
gobernador de Q uito, les envió caballos y vestidos. Pero como éstos
alcanzaban sólo para los principales, Gonzalo quiso que todos jun
tos entrasen en la ciudad tal como iban: descalzos, medio des
nudos, extenuados, hambrientos y agotados1. Cubrían su cuerpo
1. Cuando Gonzalo y sus oficiales vieron que los caballos y los vestidos alcanzaban
sólo para los principales, no quisieron cambiarse de sopa ni montar a caballo, para
estar en igualdad de condiciones con los demás soldados.» ZAkate: tv, 3 .
Esta actitud es característica de todos los grandes caudillos españoles.
301
con pieles de venado, envolvían sus pies con pieles y cubrían la
cabeza con gorro de la misma piel. Ceñían la espada, herrumbrosa
y desenvainada, porque se habían comido el cuero de la vaina.
«Por otro lado —escribe el cronista— , fue maravilloso ver llegar
a estos demudados hombres victoriosos por su fortaleza e inque-
brantable ánimo; porque la historia no conoce ningún ejemplo de
hombres que soportasen tantas adversidades.»
Al llegar a Quito, se arrodillaron y besaron la tierra. «Amanecía
cuando entraron en la ciudad y, tal como iban, se encaminaron
hacia la iglesia para oír la misa del alba y agradecerle a Dios su
regreso.»
Gonzalo y el oidor
Durante los dos años que pasó Gonzalo luchando en las selvas
amazónicas, cayó el gobierno de los «primeros conquistadores» en
el Perú. Esta circunstancia fue para él un desencantado despertar
de la verdosa pesadilla de la selva. El marqués, su hermano, había
sido asesinado. La capitanía general del país, que él había descu
bierto, conquistado y explorado, estaba en manos de un licenciado
de España. Había perdido los derechos testamentarios de suce
sión de su hermano.
Gonzalo no tenía reparo en manifestar su enojo por el «mal
pago del rey», porque en Perú se había aceptado sin más ni más
a Cristóbal Vaca de Castro como gobernador. Pretertdía al menos
tener la satisfacción de saldar cuentas con los «chilenos» por la
muerte de su hermano.
Pero Vaca de Castro no quería que el inquieto capitán perturbase
el orden en los distritos de la gobernación, y así le pidió cortés-
mente que se quedase en Quito. Ello ponía de manifiesto que él,
como otro capitán cualquiera, era un subordinado del advenedizo
gobernador.
Gonzalo desestima los deseos del oidor. Con veinte amigos lea
les, entre ellos el probado Juan de Acosta, en las expediciones a los
trópicos, cabalga hacia Lima. Adondequiera que llegue, después de
haber recorrido casi dos mil leguas de camino, suena el glorioso
nombre de Pizarro y despierta la aflicción por la pérdida del go
bierno del país, que habían ganado bajo la dirección de éste. El
nombrar a Pizarro es como pronunciar el nombre del Perú. ¿Qué
significa Vaca de Castro en comparación con Pizarro? Un bisoño.
302
Un advenedizo. Un nadie que se pone a gobernar lo que no ha con
quistado.
En la Ciudad de los Reyes lo esperaban viejos camaradas. El
recuerdo y el rencor comunes los hermana. No faltan sentimientos
que le aconsejan asumir lo que por derecho y méritos le pertenece.
El oidor tiene ojos y oídos en la ciudad; conoce el carácter di
námico del joven Pizarro, y le pide que se traslade a Cuzco, para
poder tenerlo bajo su vigilancia. Gonzalo se subordina, aunque ve
ofendido su amor propio y herido su sentimiento de justicia. Pero
Vaca de Castro tiene plenos poderes del rey, a quien obedece el
país; por lo tanto, también él le obedece. Tal vez el país vuelva en
sí, pues hay indicios de ello. La constancia no forma parte de las
virtudes de esta generación. Con los veinte caballeros, Gonzalo
cabalga hacia el interior de las tierras altas. Despierta la gloria pa
sada. La lucha en el vacilante puente entre la victoria y la ruina es
su gloria.
Los diálogos entre los caballeros iban adquiriendo vehemencia
a medida que se acercaban a Cuzco. Se dejó escapar la frase de
«apoderarse de Vaca de Castro».
El oidor era advertido a menudo. Un tal Villalba, que iba con
la compañía de Gonzalo, hizo llegar a sus oídos la desparpajada
conversación de esos hombres. Al enterarse, Gonzalo consideró
oportuno dirigirse con cinco de sus amigos a la residencia. Los
restantes se sintieron bien en las montañas. En circunstancias así,
los tribunales actuaban con más repidez que de ordinario.
Vaca de Castro era lo suficientemente hábil para enviar a los
viejos conquistadores con misiones de exploración por el país, y
para mantener en estado de alerta a su guardia personal. Al ir a
visitarlo, Gonzalo se encontró con que la puerta estaba guardada
por una sección de lanceros y arcabuceros.
El oidor lo recibió con amabilidad. Conversó con él detallada
mente acerca de su exploración a la «provincia de los canelos», y
le prodigó toda suerte de elogios respecto a ella. Al término de la
entrevista, el gobernador aconsejó al joven caballero que se preo
cupase por su salud y permaneciese quieto.
Sin embargo, los turbios rumores no enmudecieron. Pronunciar
sólo el nombre ya era suficiente para despertar inquietudes. Por
ello, Vaca de Castro consideró justo advertir a Pizarro que se bus
case la hacienda en el lejano Charcas, y que allí «no reuniese gente
a su alrededor; de lo contrario, sería castigado por alta traición y
le serían embargados los bienes».
Cuando Vaca de Castro hubo tomado esta disposición, y aban
donó la residencia, Gonzalo se apresuró hacia él y le pidió que le
escuchase. La guardia se opuso a que se acercase al oidor, que
encontró el momento propicio para tener un feliz gesto al decirles
a sus soldados:
303
— Apartaos, porque donde está un señor Gonzalo Pizarro no es
necesaria la guardia.
Con este rasgo de confianza dejó desarmado a Gonzalo, el cual
obedeció, salió como amigo de la capital inca y emprendió la cabal
gada por los Andes hada La Plata, situada al Mediodía, «donde
tenía una renta como la del arzobispo de Toledo». No tardaría en
tener unos ingresos capaces de despertar la envidia de cualquier
rey europeo después de haber sido descubiertas las minas de plata
de Potosí.
H errera
304
tendencia. Santo Domingo, donde pasó la mayor parte de su tiem
po, era el sido al que concurrían todas las noticias de América.
Casi se podría decir que Las Casas fue un idealista abstracto. Su
mundo estaba tan sumergido en el orden étíco, que a menudo se
le escapaba la realidad terrenal; por lo que la confusa realidad del
mundo indio, el apremio de las relaciones económicas, y su com
pasión hacia los aborígenes, la cual lo convirtió en un verdadero
padre para ellos, hicieron que elevase acusaciones contra los con
quistadores y colonos hasta el punto de perderse la medida de la
equidad.
Por el año 1542, apareció su terrible Breve relación de la des
trucción de las Indias. El escrito causó profunda impresión al rey
Carlos. La obra, más pasión ética que verdad histórica, fue el
origen de la «leyenda negra», que se forjó en el extranjero para di
famar a España.
Fray Bartolomé de las Casas le pidió al rey que, «a fin de tener
su conciencia tranquila», promulgase una ley para proteger a los
indios, la cual fue elaborada y discutida por personalidades de los
estamentos, en 1541-1543, y lo fue a menudo en presencia del rey,
que, aunque ocupado en los asuntos europeos, le dedicó tiempo
a ello. Estos primeros debates, que no tuvieron igual en la Europa
contemporánea ni en la posterior, deben ser seguidos con mucha
atención.
Estas importantes disposiciones, deliberadas en Madrid, Valla-
dolid y Sevilla, y firmadas en Barcelona, son las siguientes:1234567
305
se podrán llevar tres o cuatro intérpretes, y en caso de que éstos
vayan voluntariamente.
8. Todas las disposiciones se resumen en una: «Los indios de
ben ser tratados como hombres libres y vasallos del rey.»
306
torio, y sembró el pánico. Pues nadie veía cómo podía marchar
la cosa con las nuevas disposiciones sin que se hundiese la vida
económica'.
Los colonos del norte acosaron a Núñez con el ruego de enviar
al rey una solicitud exponiéndole las consecuencias que para la
economía traerían dichas leyes, y de suspender su ejecución hasta
que se solucionase.
Núñez dijo inexorablemente que no.
Una comisión de ciudadanos de Lima se dirige a Cuzco, para
entrevistarse con Vaca de Castro. En su desesperación, suscitan
la idea de si debe reconocerse al virrey. De Castro comparte sus
temores; pero, como leal servidor del rey, rechaza toda idea de
insubordinación, y les da esperanzas diciendo que el rey puede
introducir modificaciones adecuadas después de analizar las ob
jeciones que se le hagan respecto a este asunto. Se ofrece como me
diador, y emprende viaje a la Ciudad de los Reyes, pues con la
llegada del virrey quedan suspendidas sus atribuciones.
Los colonos no esperan nada de Vaca de Castro, porque él no
es peruano.
Este es el momento para Gonzalo Pizarro.
De Cuzco, de todo el país, llegan a su hacienda en Chaquina,
situada en el lejano Charcas, cartas de cabildos y personas parti
culares en las que se le exige que tome la suerte del país en sus
manos, hasta que el rey tome en consideración los derechos de que
se les priva. Gonzalo no se decide fácilmente. La muerte del joven
Almagro le asusta. Tras aconsejarse con personas de responsabili
dad, se dirige hacia Cuzco con el respetable fondo de acción de
150 000 pesos oro de su caudal y de los bienes raíces de su hermano
Hernando, con quien mantiene correspondencia. En Cuzco, una
asamblea representativa de todo el territorio lo nombra adminis
trador general y jefe supremo de todas las fuerzas militares; esto
último a título de una movilización contra el inca, aunque era ya
conocida la muerte de éste por aquel entonces. Se puso manos
a la obra, cautelosamente, y no se desestimó el consejo de los licen
ciados en Derecho.
El nombre de Pizarro despertó a todo el país. De todos los
lugares, en particular del litoral, acudían hombres aptos para las
armas.
1. Para proteger a loa indios se decidió, como es sabido, enviar negros. El mismo
Las Casas persuadió al refractario cardenal Cisneros que concediese licencia en « te
sentido. Los brazos de un africano eran apreciados tres o cuatro veces mis que loa
de los indios. La licencia para el tráfico de negros se la reservaron los poderosos
flamencos que estaban en palacio, los cuales la vendían luego a un alto precio a los
geooveses. Mis tarde, los francés» se hicieron cargo de este negocio; y, por el tratado
de Utrecht de 1713, los ingleses se aseguraron « t e trágico privilegio. En el tráfico de
negros tomó pane la piratería, entone» en pleno florecimiento, que se multiplicó
con la venia de los gobiernos, la mayoría de veces. Salvo en 1« islas, la esclavitud
tuvo un desarrollo limitado en las colonias «pañoles. En 1« provincias meridional»,
sólo 1« fam ilia pudientes tenían esclavos negros, si bien 1« daban un nato patriarcal.
307
Mientras, el virrey hizo su entrada en Liona, con la ceremonia
correspondiente a su dignidad, bajo palio de brocado blanco y
acompañado de los corregidores, que lucían vestidos de terciopelo
encarnado y ostentaban el bastón de mando.
Con toda su lealtad a la ley, estuvo Núñez desacertado en la
ejecución de la misma; parecía como si se esforzase en empujar
a todo el mundo hacia el lado de Gonzalo, lo antes posible.
Su primera víctima fue el probo Vaca de Castro a quien hizo
culpable de la huida de los limeños, y mantuvo detenido en un
barco, para fortuna de éste, pues ello le permitió escapar hacia
Panamá, en el momento crítico.
El ambiente de la ciudad se asemejaba a una latente rebelión.
Entre tanto, Núñez, se salió de sus casillas; tanto fue así, que, en
un momento de enervación, mató de una estocada a Illán Suárez,
uno de sus funcionarios más fieles, con lo que él mismo faltó a la
ley. Los ciudadanos se echaron a la calle. Los magistrados de la
Audiencia, cuya autoridad estaba por encima de los más altos fun
cionarios, pusieron en prisión al virrey y determinaron su traslado
a España.
Al mismo tiempo, Gonzalo había llegado de Cuzco y, estable
cido su campamento a unas leguas de la ciudad. Ahora, solicitaba
de la Audiencia que se le reconociese como administrador general
y jefe supremo de todas las fuerzas militares. Por su parte, la
Audiencia le exigía que disolviese su ejército, después de haber
sido depuesto el virrey y aplazados todos los asuntos relacionados
con su persona.
El nudo gordiano de estas mutuas exigencias es cortado por un
hombre que conocemos, y que dará un carácter malvado a los si
guientes acontecimientos: Francisco Carbajal.
Esta figura pertenece a los insólitos personajes en la escena
de la conquista. Nadie conoce su origen. Se habla de si sería un
religioso renegado. Era de estatura regular, metido en carnes, tenía
colorado el rostro y bebía mucho. Como no había vino, aceptaba
cualquier brebaje de los que elaboraban los indios. Se había dis
tinguido como oficial en las campañas de Italia; estuvo en el saco
de Roma, y participó en la captura de Francisco I, en Pavía, donde
cogió como botín a Catalina de Leyton. Nadie pudo saber si era su
esposa legítima o simplemente una acólita. Luego, estuvo en Méji
co, y, más tarde, se trasladó con Vaca de Castro, al Perú. Se distin
guió en la batalla de Chupas.
Dado que la llegada del virrey amenazaba complicaciones, Gon
zalo le ofreció el mando de las tropas. Mas él pensaba que ya
era demasiado viejo con sus ochenta años, los cuales habían visto
suficiente mundo con todos sus embrollos. Se llenó los bolsillos de
oro, y se dirigió a Lima, con el fin de buscar un barco que lo lleva
se a España. Pero el virrey había prohibido la salida de dudada-
308
nos de la capital. Tras lo cual intentó probar suerte en Arequipa;
allí, se alojó en casa del cronista Pedro Pizarra, y persuadió a su
anfitrión que sobornase con tres mil pesos oro al capitán Rodrí
guez, para que le permitiese embarcar. Pero el capitán no accedió.
«N' por diez mil», respondió el marino; porque estimaba su cabe
za más que el dinero.
Francisco Carbajal se incomodó.
Pedro Pizarra no olvidó ninguna palabra de la horrorosa con
versación, sostenida entre los dos, sentados a la mesa:
«—Señor, contadme otra vez lo que ha respondido el nave
gante.
»— Como os he dicho, señor, no quiere hacerlo.
»— ¡Conque no quiere! — exclamó Carbajal. Se bebió una taza
de vino, aspiró hondamente, y continuó— : ¡Conque el navegante
no quiere llevarme! Os juro por eso y esotro que quiero hacer
de ese Gonzalo un buen Gonzalo; tan bueno, que se horrorizarán
los vivientes, y tendrán que contar los que vengan después. ¡Señor
Pedro Pizarra, vengan acá vituallas para el viaje! ¡Quiero marchar
a Cuzco! El virrey se interesa por mí. Gonzalo me busca. Quiero
irme a donde esté Pizarra...»
Realmente, Gonzalo envió al capitán Alonso Hinojosa, también
trujillano, con cincuenta jinetes a Arequipa, para apresar si era
necesario a Carbajal y apoderarse de los caballos si los ciudadanos
de Arequipa se resistían a secundar su causa.
«A ese rasgo de hospitalidad —continúa el cronista— debe Pedro
Pizarra el que luego salvase la vida. Dos veces cayó en las homi
cidas manos de Carbajal, y en las dos lo perdonó éste y lo desterró
al lejano Charcas...»
A partir de aquel momento, se le llamó al vigoroso anciano el
«Demonio de los Andes», «que pobló de ahorcados los árboles»,
para lo cual se servía de tres negros que iban con él. Y no ahor
caba a nadie sin antes dar sus últimos pasos con rebuscadas mane
ras cortesanas y macabras donosuras, como si quisiese con antela
ción desquitarse de lo que el destino le depararía en el ocaso de
su vida.
Al frente de un fuerte escuadrón, se dirigió a la ciudad, apresó
unos caballeros, que se habían pasado del bando de Gonzalo al de
la Audiencia, y los ahorcó en un árbol de las afueras de la po
blación.
— Sois caballero —-le dijo al más distinguido—, por lo que tenéis
el privilegio de elegir la rama de la que deseáis colgar.
Este fue el hombre que decidió a su manera, la cual mantuvo
hasta el fin, el pleito entre Gonzalo y la Audiencia.
El ejemplo fue suficiente como argumento. La Audiencia capi
tuló, y uno de sus magistrados, Cepeda, se declaró abiertamente en
favor del gobernante del momento. En un ambiente de temor y
309
adulación, entró Gonzalo el 28 de octubre de 1544, cual un monar
ca, en la Ciudad de los Reyes. Desde aquel momento fue reconocido
como administrador generad del país.
Los acontecimientos tomaron un curso precipitado, y degene
raron en dramáticas y catastróficas consecuencias.
Primero cayó el virrey Blasco Núñez. En calidad de detenido
por la Audiencia, viajaba rumbo a España. En alta mar, el magis
trado Alvarez, que lo acompañaba, le concedió la libertad; y Núñez,
a quien el regreso a la patria le parecía una perspectiva desconso
ladora, desembarcó en el norte del Perú, para emprender la lucha
contra Gonzalo. Allí, fue batido, y se retiró hacia Quito. Pero Gon
zalo lo persiguió hasta El Ecuador, y lo derrotó totalmente en el
encarnizado encuentro, sucedido el 18 de enero de 1546, en Ana-
quito. El virrey cayó en manos de un hermano de Illán Suárez, a
quien el prisionero había dado muerte de una estocada, y éste lo
hizo decapitar por un negro.
Esta victoria convirtió a Gonzalo Pizarro en dueño y señor desde
Chile hasta Panamá. En Charcas, donde por aquel entonces habían
sido descubiertas las minas de plata de Potosí, el capitán Centeno,
que permanecía fiel a Su Majestad, organizó una rebelión y puso
fuera de combate a Carbajal, jefe de las fuerzas de Gonzalo.
310
Ahora, se dedicaba a organizar su soberanía, la más grande de
todos los imperios en América, desde Panamá hasta el extremo me
ridional del continente.
Con un feliz golpe, consiguió su almirante Pedro de Hinojosa
ocupar Panamá y toda la Tierra Firme hasta el puerto atlántico
de Nombre de Dios, y lo logró ya empleando la diplomacia, ya la
contratación, ya la fuerza militar. Con ello dominaba Gonzalo Pi
zarra todo el tráfico marítimo con la metrópoli y, con una flota
de veintitrés unidades, toda la costa del Pacífico. Tenía a su ser
vicio hombres leales como Acosta, Carbajal, Hinojosa y Puello. Pa
recía tener en sus manos un poder nunca visto.
Durante su marcha por la costa, y a pocas leguas de Lima, en
sombreció ligeramente su triunfo la noticia de la llegada, a Pana
má, de Pedro de la Gasea, nuevo plenipotenciario de Su Ma
jestad.
Pero la sombra desapareció cuando los obispos de Cuzco, de
Quito y de Lima, con su clero; el gobierno de la ciudad, encabezado
por la nobleza, y una jubilosa multitud esperaban su entrada en
la Ciudad de los Reyes, lo cual hizo con arrogante actitud montado
a caballo, que Acosta y Guevara, dos de sus segundos, sostenían
de la brida. Desde la catedral se dirigió al palacio de su hermanó,
donde «ofreció con majestuosidad y esplendor una comida, mien
tras sonaban trompetas y redoblaban cajas de guerra como era
uso hacer con los reyes de Castilla y sus generales».
Todo su poder estaba en paz y no se veía amenazado por ningún
lado. Sólo que muchos «traidores» colgaban de las ramas de los
árboles. Sin duda, era cierto el viejo refrán de «muerto el perro,
se acabó la rabia»; pero la presencia de los ahorcados apestaba el
ambiente.
311
ca quien se encontraba en Flandes, denotaba la susceptibilidad de
los servidores de Su Majestad. Del rey Carlos se pueden hacer las
esenciales deducciones:
El modo de proceder del virrey (cuya muerte aún no era cono
cida) ha sido rígido; el dar muerte a Ilián Suárez, un atropello; el
proceder de la Audiencia con Núñez, así como el reconocer a Gon
zalo como administrador general, parecen justificados. Las nuevas
leyes deben ser adaptadas a las circunstancias y reformadas en la
medida que sea necesaria. De la Gasea tiene que ir con plenos po
deres al Perú, y tomar allí las medidas que crea convenientes.
Pedro de la Gasea, al cual se le confió tan escabroso cometido,
era un religioso de Castilla la Vieja; poseía una vasta cultura, adqui
rida en las universidades de Alcalá y de Salamanca, los dos centros
de enseñanza de mayor relieve en aquella época. Se había acredi
tado en cuestiones jurídicas y administrativas, y sabía cómo tratar
a las personas de carácter difícil. A la sazón, se encontraba cerca
de Valencia, donde se había distinguido como hombre valiente,
hábil y circunspecto en la organización de la defensa de aquella
zona contra las incursiones de los turcos y de sus aliados los pira
tas de Barbarroja. Fue llamado a la corte.
De la Gasea aceptó la encomienda; pero a condición de que se
le concediesen plenos poderes, y de regresar cuando hubiese cum
plido su misión. Recibió los plenos poderes, en nombre del rey,
cuyo contenido era susceptible de ser modificado a su arbitrio.
Fue el primero y único oidor a quien se le dio carta blanca.
Para resolver el asunto no recibió del rey ni dinero ni solda
dos, sólo se pusieron a su disposición escribanos en todas las ca
pitanías generales de Indias, así como una carta personal del mo
narca para Gonzalo Pizarra. A petición suya, se dispuso que lo
acompañase Alonso de Alvarado, que entonces se encontraba en
Castilla, con el nombramiento de mariscal.
El 26 de mayo de 1346, en el puerto de Sanlúcar se hizo a la
mar, sin pompa alguna, la nave en que iba el oidor. En su acompa
ñamiento encontramos un nombre que conocemos desde el comien
zo de los hechos aquí relatados, es Pascual de Andagoya, quien ejer
cía las funciones de gobernador en los territorios de la actual Co
lombia. Cuando La Gasea desembarcó en Santa Marta, se enteró
por Miguel Díaz, magistrado visitador de la gobernación de Benal-
cázar, de la suerte del virrey. La situación era más crítica de lo
que se creía en España. ¡Los puertos del istmo también estaban
en manos de Gonzalo! Le pidió al magistrado Díaz que se abstu
viese de tomar medidas contra Benalcázar. Pues aún podría ser
necesaria su ayuda. Luego tomó rumbo hacia el puerto principal
de Nombre de Dios. Aquí empezó su misión.
En Nombre de Dios, tenía Gonzalo el capitán Hernán Mejía
que con sus fuerzas vigilaba al vecino «real» y a los piratas fran-
312
ceses e ingleses, los cuales esperaban con impaciencia detrás de
las islas del Caribe el paso de los barcos con cargamento de plata.
Al divisar el velero de Pedro de la Gasea, dieron la señal de alarma.
Pero no era necesario, pues el hombre que desembarcaba ni usaba
armas ni armadura; vestía una raída sotana y llevaba un breviario
en la mano. Los soldados se echaron a reír cuando se enteraron
de que el hombre en cuestión era un enviado del rey contra Gon
zalo Pizarra.
Con aquel equipo, podía el capitán Mejía permitirle que entrase
en la ciudad. ¿Lograría con dicho equipo ganar el puerto de Nom
bre de Dios y el de Panamá con sus embarcaciones en ellos an
cladas?
Lo logró. No tardó mucho en conseguir que Mejía besase el sello
real, y declarase estar dispuesto a defender la enseña que ondeaba
sobre Nombre de Dios por el rey, y no por Gonzalo. Se puso a las
órdenes de Pedro de la Gasea.
No fue poca la emoción de estas noticias en Panamá. Después
de ver que el rey no había enviado ningún caballero de capa y
espada, prevaleció la opinión de que la causa de Gonzalo iba bien.
La gente ardía en deseos de ver al hombre desarmado.
El 13 de agosto de 1545, Pedro de la Gasea fue recibido solem
nemente por el gobernador, los alcaldes y por el capitán Hinojosa,
hombre de Gonzalo, en Panamá. Alonso de Alvarado había realiza
do buen trabajo preliminar, explicando la misión del oidor así:
el rey quería manifestar su voluntad en el envío de un religioso;
no pretendía solucionar el problema por la fuerza, sino satisfacer
a sus vasallos y restaurar la paz en tierras de Indias.
La prudente y reconciliable postura del oidor se atrajo pronto
al gobernador de la ciudad y la mayoría de los oficiales. Hinojosa,
que por su lealtad se creía obligado a Gonzalo, vacilaba. Era un
hombre importante, por tener influencia dentro del campo de Gon
zalo y ser almirante de la flota.
El asunto de La Gasea dio un paso decisivo con la llegada el
13 de noviembre de una embajada de la Ciudad de los Reyes, al
frente de la cual iba Lorenzo de Aldana. La misión de éste era
obstaculizar o hacer imposible la encomienda del oidor, al cual
debía invitar a que cancelase su viaje al Perú, pues Gonzalo Pizarra
no podía garantizarle su seguridad, y que regresase a Castilla. El
embajador Aldana había recibido secretos plenos poderes de Gon
zalo (según Herrera) para dar muerte a Pedro de la Gasea, si era
posible hacerlo de un modo oculto.
Mas la embajada le sirvió a Lorenzo de Aldana de oportuno ca
mino para alcanzar el puesto de representante del rey. A su llegada
a Panamá, se entrevistó inmediatamente con Hinojosa y le puso
al corriente de los sucesos ocurridos en Lima, ante todo de la eje
cución del hermano del virrey Vela Núñez; ejecución que había
313
causado aversión general. Como resultado de esta entrevista, los
dos ofrecieron sus servicios a Pedro de la Gasea.
£1 19 de noviembre, Hinojosa izó la enseña del oidor en sus
naves.
Pedro de la Gasea empezó la lucha por las conciencias, antes de
decidirse a hacerlo por las armas. Incansable, informaba a través
de emisarios y cartas a todas las capitanías generales de los recon
ciliables deseos del rey, y de sus plenos poderes, por éste otorgados,
para restablecer la paz y la justicia.
Envió al hidalgo Panlagua a la Ciudad de los Reyes, con una
carta de Su Majestad, y otra personal para Gonzalo.
Carta del Rey:
314
y Carbajal, que se encontraba con el esplendor y las riquezas de
las minas de Potosí. El anciano guerrero opinó sobre el ofreci
miento del rey:
— Las cartas de De la Gasea son más peligrosas que un escua
drón de caballería. —dijo, además, que le pavimentaría con lingotes
de oro y plata el camino al oidor.
El magistrado Cepeda opinaba de distinto modo. No estaba se
guro de que el perdón general le alcanzase a él, y con mordacidad,
advirtió:
—Os preocupáis de palabras que prometen mucho, y no garan
tizan nada.
Peto el anciano sabia lo que significaba alta traición, y que su
situación no era sino la de los traidores. Le sonrió al magistrado
y le respondió con ironía que ello no era precisamente lo que él
buscaba; pero si se trataba de perder la cabeza, creía tener, como
otro cualquiera, suficiente cuello para el dogal1.
E l ofrecimiento de La Gasea fue rechazado. Pero, no obstante
los esfuerzos para silenciarlo, Gonzalo no podía evitar que fuese
conocido el mensaje del oidor. E l país estaba ya cansado de tiranía.
Todo lo que aún permanecía ligado a Gonzalo, era consecuencia del
temor al castigo; pero éste desapareció, y sobrevino la deserción
de los partidarios, que tanto preocupaba a Gonzalo; al principio,
fue de un modo reservado, y luego, definitivo.
315
su mujer y sus bienes a un barco y hacerse a la mar. Por la noche,
se encontró con las embarcaciones de Lorenzo de Aldana y, como
éstas necesitaban víveres tomaron juntas rumbo a Trujillo, que
sirvió de primer punto de apoyo a Pedro de la Gasea, en Perú.
El capitán Mora envió emisarios por todo el país e invitó a todos
los que quisiesen servir a la causa del rey a reunirse en Cajamarca.
Toda la región norteña siguió al llamamiento. Barcos que iban
a zarpar del Callao, se unieron a la causa del nuevo oidor.
Por aquel tiempo, residían en Perú seis mil españoles.
De la noche a la mañana, se concentró la tormenta que deshizo
la breve dicha de Gonzalo.
Pizarra movilizó todas las fuerzas militares del país, para lo
cual se disponía de suficiente oro y plata. Nunca se había pagado
tan buena soldada como entonces; pero muchos ya habían deser
tado al bando contrario. El capitán Pedro de Puello fue muerto en
Quito, al declararse en favor de Gonzalo.
En Lima, el cuartel general estaba en sesión permanente; los
ánimos estaban excitados y eran inseguros. En Trujillo, se había
establecido el enemigo. Todo el país ansiaba el magnánimo ofreci
miento de una amnistía, por lo que seguía renuente a la fuerza. Los
puertos estaban vigilados por los barcos de Aldana.
Se acabaron las fiestas. Cada uno se mordía la lengua, pues era
suficiente una palabra para pagar con la cabeza. No pasaba día en
que una persona distinguida se levantase por la mañana repleto
de salud y, al llegar a la noche, hubiese pagado con la vida.
En la ciudad reinaba un desazonado malestar. Carbajal pensaba
si no seria mejor retirarse a Chile. Pero Diego de Centeno ya había
alcanzado las elevaciones de Arequipa; con cuarenta hombres con
siguió dar un golpe audaz en Cuzco, llevarse el erario militar, salir
de allí con el dinero, y hacerse fuerte en la parte meridional de
Charcas.
Gonzalo envió al capitán Juan de Acosta a Cuzco para asegurar
las tierras altas; pero parte de la tropa de éste también de
sertó.
Pedro de la Gasea había ganado una batalla en la lucha por
las conciencias.
El magistrado Cepeda intentó llevar a cabo una contraacción:
reunió los ciudadanos de Lima. Gonzalo les recordó las hazañas de
su hermano, y les exigió que tomasen una «determinación libre».
Quien osaba decir una palabra en contra, le costaba la cabeza.
Era uno de aquellos desatinados gestos que a menudo preceden
a las grandes catástrofes. Se comprende que en tales circunstancias
nadie levantase la mano para manifestar su desacuerdo con Gon
zalo.
— ¿Qué pretendéis con ese juego? —inquirió Carbajal, sarcásti
co—. ¿Creéis que esta manifestación de lealtad durará más que lo
316
que la marea en llegar a la costa, cuando hayamos salido de la
ciudad?
Tras aquel solemne compromiso manifestado por los ciudada
nos, Gonzalo pasó con no menos solemnidad revista a las tropas,
para salir a banderas desplegadas de la Ciudad de los Reyes hacia
las tierras altas, donde lo esperaban los campos de batalla enfren
te de Cuzco.
Desde su primer campamento, buscó el modo de entenderse con
Aldana. Pero Aldana se había puesto al servicio del rey. Su parla
mentario, capitón Peña, sólo pudo decirle a Gonzalo que acep
tase las condiciones de La Gasea; que era poco probable que el
rey nombrara gobernador a Gonzalo; pero que tanto él como el
país ganarían mucho si aceptaban la benevolencia de Su Majestad.
Esto no era ninguna salida para Gonzalo. Despachó a sus segun
dos; ya solo con Peña, le ofreció a éste 100 000 pesos oro si le
entregaba la flotilla de galeones. El capitán contestó que estos asun
tos no eran de su incumbencia. Pasó una horrible noche en el cam
pamento de Gonzalo; a la mañana siguiente, regresó a sus barcos,
canjeado por Juan Fernández, alcalde de Lima donde estaba en
rehenes. Peña salió no sin antes haber divulgado secretamente las
resoluciones de la Corona; por su parte, el alcalde hizo lo mismo
en la ciudad con unas copias que había recibido de los barcos.
317
El 9 de septiembre de 1547, el estandarte del oidor fue izado
en la Ciudad de los Reyes. Echadas las campanas al vuelo, Aldana
hizo su entrada en la jubilosa ciudad. De las montañas y selvas
acudían desertores con los que se engrosaban las filas reales.
Gonzalo perdió toda esperanza de poder mantenerse en el Perú.
En quince acémilas, mandó transportar su oro a un paraje desha
bitado, para que allí fuese enterrado. Por su parte, se dirigió con
doscientos ochenta hombres hacia Arequipa, donde Acosta reforzó
la columna con doscientos soldados más. Era todo lo que quedaba
de su pequeño ejército.
Dada la situación, pensó retirarse a Chile. Pero los puertos esta
ban tomados por Diego de Centeno con una fuerza de casi dos
mil hombres. ¿Quedaría otra salida que la negociación?
Las circunstancias eran deprimentes aun para el mismo Gon
zalo, a quien los obispos habían jurado serle leales apenas hacía
un año; aún más, se había propuesto enviar una legación a Roma,
pata recibir de manos del Padre Santo la corona del Perú1. Mas,
ahora, no había otra salida que recordarle a Centeno la vieja amis
tad habida entre los dos, y pedirle que le permitiese el paso hacia
Chile, eligiendo así su propio destierro.
Diego de Centeno contestó con mucha cortesía diciendo que le
honraba servirle en todo lo que no estuviese en contradicción con
la obediencia al rey. El paso por los puertos de la cordillera, lo
estaba.
La batalla de Huarina
318
la orilla del lago, venían describiendo círculos bandadas de halietos,
como si olfateasen el botín que recogerían por la noche.
El capitán Centeno disponía de doscientos jinetes, ciento cin
cuenta mal adiestrados tiradores y un considerable contingente de
infantes. Enfrente, estaban Gonzalo, Cepeda y Carbajal con ochenta
jinetes, ciento cincuenta lanceros y una sección de doscientos tira
dores. Carbajal, que conocía bien el paraje, estaba al mando de las
fuerzas.
El anciano se detuvo a unos seiscientos pies de la línea enemiga.
Y Centeno avanzó cien pasos y ocupó allí una posición; su gente
ya consideraba ganada la batalla, dado su mayor número de hom
bres.
Carbajal confiaba en su táctica y potencia de fuego; perma
neció tranquilo esperando que el contrario atacase.
También el experto comandante de las fuerzas reales Cristóbal
de Hervás, que era llevado en silla de manos porque padecía artri
tis, aconsejó esperar.
«Pero —comenta el cronista— los religiosos vascos con su co
lérico temperamento estimularon a Centeno, diciendo que las tropas
reales mancharían su honor si atacaban.»
Mientras, Carbajal hizo la suya estimulándolos con unas salvas.
Cuando el enemigo se lanzó al ataque, dejó que se acercara hasta
tenerlo a tiro de arcabuz. Su primera descarga hizo un estrago,
pues cayeron ciento cincuenta atacantes. Se había decidido la suer
te de la batalla.
Mientras la caballería real ponía en apuro a Gonzalo, que se
salvó por la rápida ayuda del capitán Garcilaso1, la infantería esca
pó a la desbandada, de suerte que sembró el pánico entre sus pro
pias fuerzas montadas, las cuales también huyeron. Carbajal con
tuvo sus fuerzas, pues, si se lanzaban a la captura de los estandar
tes reales, podían descarriársele.
Huarina fue escenario de la más sangrienta de las pérdidas
entre españoles en Perú. Al día siguiente, los indios enterraron a
quinientos muertos en el campo; si se tiene en cuenta que las
fuerzas de los dos bandos sumaban unos ochocientos hombres, su
pone un número de bajas extraordinariamente alto.
Carbajal tuvo un día excelente. Se celebró una fiesta con el
botín cogido al enemigo; luego, se festejó la victoria en Cuzco.
Aquel día y el siguiente, les dio mucho trabajo a sus sirvientes
negros. Tras encontrarle al franciscano Pantaleón mensajes de La
Gasea, mandó que lo colgasen de la pared de una chulpa1, pues no
había árboles en aquel paraje. Como le hizo gracia, se dirigió a
Gonzalo, y le dijo:12
1. Fue el padre del cronista Garcilaso el Inca y fuente de detalles para sus crónicas.
2. Sepulcro de piedra de los antiguos aimaraes, que se encuentran en la puna en
algunos lugares de Bolivia y del Perú.
319
—Venga vuesa merced; quiero enseñaros un monje que está ve
lando una sepultura...
Cuando Gonzalo vio al ahorcado, chilló enfurecido:
— ¡Que el diablo cargue con vos...!
Con voz reposada, Carbajal respondió:
—Ese monje era un diligente correo del clérigo (asi llamaba a
Pedro de la Gasea, en tono zumbón)... Le sentará bien descansar
un poco.
La inesperada victoria de Huarina significó un cambio en la
situación. ¡Ninguno pensaba en Chile!
Con abundante botín, y trescientos prisioneros, los vencedores
regresaron a Cuzco. Centeno había logrado escapar por Arequipa
hacia Jauja, donde Pedro de la Gasea acampaba con sus fuerzas
militares.
En Cuzco, continuaban los festejos. Garcilaso el Inca cuenta
una escena, que su padre le había transmitido, ocurrida en casa
de Carbajal:
«Como el vino costaba a trescientos pesos arroba, perdieron
los invitados todo comedimiento y, desacostumbrados al vino, no
tardó éste en hacer su efecto, de suerte que empezaron a quedarse
dormidos, unos en la silla, otros al lado de ella; cada cual como
cayó...
»Entró la señora, Leyton, la mujer de Carbajal, y exclamó desa
zonada:
»— ¡Pobre Perú! ¡Qué traza tienen los que han de gobernarlo!
*— ¡Calla, vieja roñosa! — repuso Carbajal— . ¡Deja que duerman
un par de horas! ¡Cada uno de ellos podría gobernar medio
mundo!»
Carbajal tampoco era delicado con las demás mujeres. Como
la mujer de Villegas no cesaba de echarle en cara el haber hecho
dar muerte a su marido en Huarina, mandó ahorcarla en el arco
crucero de la ventana de su casa, con el fin de advertir que no le
gustaban los discursos impropios.
Por lo demás, el viejo guerrero se dedicaba a la fabricación de
pólvora y cañones de armas de fuego. Sin embargo, no había va
riado lo más mínimo el desenlace de sus luchas, en las que el octo
genario se permitía conocer la vida en un salvajismo que apenas
había conocido hasta entonces.
320
vorable desarrollo del país. Escribió a la vecina capitanía general
del Nuevo Reino de Granada (Colombia) y a Benalcázar, pidiendo
ayuda para la acción definitiva.
El mando supremo de las fuerzas lo ejercía Pedro de Hinojosa,
que estaba reuniendo tropas en Jauja, adonde Pedro de la Gasea
se trasladó acompañado de numerosos misioneros y licenciados,
cuyas relaciones eran para él un complemento con las de perso
nalidades importantes y colonos. La prudencia de sus medidas, el
cumplimiento de la palabra dada y la renuncia al empleo de la
fuerza, crearon un ambiente de confianza e hicieron anhelar a
cada uno una vida sosegada, después de los mil muertos que había
costado la lucha del año anterior.
El 29 de diciembre, el oidor salió de Jauja con cuatrocientos
jinetes, quinientos infantes y setecientos tiradores. Había logrado
hacer cicatrizar la herida de Huarina en los corazones de sus hom
bres. El tiempo no lo apremiaba. El tiempo es lo que de él se sabe
hacer. Y La Gasea hizo del tiempo un campo de batalla en el que
día tras día iba venciendo a su enemigo.
En Andaguaylas, el tormentoso mes de enero, con lluvias frías
y caminos cubiertos de barro, obligó a hacer el último alto en el
camino. Tenía que atender a cuatrocientos enfermos. También
llegaron más amigos: Diego de Centeno con cien caballos; Benal
cázar, y Pedro de Valdivia, que había zarpado de Chile rumbo a
Lima, con el fin de buscar refuerzos necesarios para su inmenso
cometido en Chile. Ahora, se había puesto decididamente a defen
der la causa del rey; Valdivia pertenecía al reducido grupo de ofi
ciales profesionales, y se había distinguido en las campañas de Ita
lia. El oidor lo estimaba, como si se hubiera presentado con una
compañía de lanceros; formó un consejo militar integrado por
Hinojosa, Gabriel de Rojas, el mariscal Alonso de Alvarado, Benal
cázar y Valdivia.
A principios de marzo, disponía Pedro de la Gasea de un ejér
cito de dos mil hombres y marchaba por el camino imperial de los
incas hacia Cuzco, como lo hiciera Francisco Pizarra catorce años
antes.
Benalcázar y Pedro Pizarra podían recordar aquellos tiempos.
En estas circunstancias, marchaba Pedro, hecho hombre en la
amarga experiencia, contra el último de los hermanos Pizarra en
aquellas tierras, al cual se le consideraba traidor al rey. En Aban-
cay, el ejército expedicionario con su gran convoy de abasteci
miento alcanzó el profundo barranco del Apurimac. Gonzalo, que
dejaba discurrir las cosas con cierta despreocupación, había orde
nado destruir al menos los puentes, y se consideraba protegido de
cualquier sorpresa más allá del otro lado del profundo barranco
del cauce.
Cabía esperar un duro trabajo de ingeniería, si el enemigo los
321
hostigaba desde el otro lado. Alonso de Alvarado debió de acor
darse de cómo fue hecho allí prisionero por Almagro diez años
antes; su experiencia era valiosa. El maestro zapador López Mar
tín tendió cuatro puentes sobre el barranco, para engañar al ene
migo; pero se encontró con que el puente principal de Cotabam-
ba había sido incendiado en parte por los escuchas enemigos, ayu
dados por indios. Con el fin de anticiparse a un fuerte contraataque
del contrario, se aceleró el paso: la infantería y caballería cruzó
a nado el cauce, la impedimenta fue trasladada en balsas, y las pie
zas de artillería fueron llevadas a través de los puentes. Luego
de haber vadeado el río, quedaba por salvar una subida de dos
leguas.
La señal de alarma llegó tarde a Cuzco. La audaz contraacción
del capitán Juan de Acosta, para rechazar el destacamento de van
guardia, fracasó porque dos de sus oficiales se pasaron de noche
a las filas contrarias y lo pusieron en conocimiento del mando
real; esta circunstancia imposibilitó llevar a efecto el ataque, y
Juan de Acosta se retiró hacia Cuzco, con lo que el camino ya no
ofrecía obstáculos. «Si en lugar de Acosta hubiera atacado Carba-
jal, nos hubiesen deshecho o puesto en un grave aprieto, por lo
menos», escribe Pedro Pizarra, sobre esta aventura.
322
bía estado interviniendo en un juego peligroso, ni que era impo
sible retroceder después de la batalla.
Carbajal sí se daba cuenta. Había corrido mucho mundo en Es
paña, Italia y Flandes, y visto lo suficiente entre turcos y cristia
nos. Había llegado a la conclusión de no creer en nada, en ningún
sentido. Su crueldad tenía una ironía metafísica. No se vengaba
de los hombres, sino de la existencia. Era como una burla de su
nihilismo cuando mandó ahorcar caballeros en las verdes ramas
de los árboles, un monje en la pared de la sepultura, y una ira
cunda mujer en el arco crucero de la ventana de su casa.
¿Qué pretendía con sus cien seleccionados tiradores, hombres
como él? Perecer en el fuego de las armas, y no heroicamente,
sino como un simple estallido, como una vertiginosa caída en la
nada.
Después de haberse derrumbado el frente, huyó a caballo hacia
la lujuriosa selva de la margen del cauce, donde hubiera sido
apresado y descuartizado por su propia gente, si para amargura
suya no hubiese sido descubierto y sacado de allí por Pedro de
Valdivia. Ante la justicia, dijo con aplomo:
—Sólo podéis matarme.
Cuando, en su última noche, el licenciado Ganca le hacía re
flexiones acerca de que, dada su inteligencia, podía haber encon
trado un camino mejor para Gonzalo, escuchó con indolencia y no
dio respuesta alguna. Tras de haberle sido leída la sentencia, se
dejó inducir a rezar un padrenuestro y un avemaria. Luego no
dijo una palabra más.
Hemos adelantado un poco los acontecimientos.
El combate en Jaquijaguana
323
de Jaquijaguana, para que no se diesen cuenta de la superioridad
del enemigo.
Cuando a la mañana siguiente, 8 de abril, Carbajal detuvo su
experta mirada en la evolución táctica de las fuerzas reales, com
prendió que estaban dirigidas por un mando militar competente,
y exclamó:
— ¿Es obra de Valdivia o del diablo?
La línea del frente estaba formada por trescientos lanceros,
flanqueados por dos unidades de ciento veinticinco arcabuceros
al mando de los capitanes Mejía y Palomino, respectivamente. Otra
unidad de asalto compuesto de ciento cincuenta arcabuceros ocu
paba un posición enfrente de la infantería de Carbajal. Detrás
de ellos ondeaba el pendón real delante de un numeroso escua:
drón de caballería, flanqueado también por dos compañías de lan
ceros reforzadas por dos secciones de arcabuceros, respectivamen
te. Pedro de La Gasea tenía de reserva un escuadrón de doscientos
jinetes, otro de ciento cincuenta al mando de Benalcázar, además
de las unidades montadas de Centeno y otros oficiales. El núcleo
de las fuerzas militares españolas con sus relevantes caudillos en
la América meridional, estaba concentrado en este valle enfrente
de Cuzco.
Temporalmente se extendía una espesa niebla sobre los cauda
losos declives del terreno, y soplaba el viento frío de las cúspides
cubiertas de nieve.
De la Gasea demoraba la pelea, con el fin de dar tiempo a que
la gente de Gonzalo meditase. Por otro lado, se encontraba en
condiciones desfavorables, pues estaba expuesto al insoportable
frío de la altiplanicie y tenía dificultades en el abastecimiento. En
cambio, Gonzalo tenía asegurada la intendencia y acampaba en el
valle, protegido de las inclemencias de las elevaciones.
Gonzalo y sus amigos estaban impacientes y deliberaban tratan
do de encontrar una solución. Al anochecer, Carbajal aconsejó,
como había hecho en Huarina, intentar un ataque nocturno por
tres sitios. Poco después, notó la falta de los dos oficiales Nava y
Núñez del Prado. No era difícil adivinar qué camino habían to
mado. Por esta razón, se abandonó la idea de aquella acción, y se
esperó al día siguiente.
Los dos desertores llegaron la misma noche a la tienda de cam
paña del oidor y le pidieron que demorase el comienzo de la ba
talla porque las tropas de Gonzalo estaban dispuestas a desertar
en masa.
El amanecer siguiente encontró a las fuerzas reales en sus po
siciones.
Las huestes indias que seguían a Pizarra, abandonaron sus lí
neas y ocuparon sus habituales puestos como observadores en las
laderas de las montañas.
324
Hinojosa y Pedio de Valdivia avanzaban paso a paso con su
artillería y batallones de arcabuceros, sin ponerse al alcance de las
armas de fuego enemigas. £1 frente de Gonzalo parecía esperar
tranquilo el ataque.
De repente, se produjo un movimiento de deserción en la pri
mera línea: un jinete corría veloz por el campo hacia las filas rea
les; era el magistrado Cepeda, perseguido tenazmente por el ca
pitán Martín de Sicilia; éste dio una estocada al caballo del de
sertor y se dispuso a matar al jinete, lo cual evitaron la oportuna
intervención de las lanzas de La Gasea.
Cepeda había aconsejado ir a la negociación antes de dar la
batalla; pero, en el momento decisivo, su consejo tropezó con
la oposición de Carbajal, quien entendía que se había desperdi
ciado el momento de hacerlo. Con este gesto, abrigaba Cepeda la
esperanza de ganarse la indulgencia del oidor y, así, poder salvar
la cabeza.
En realidad, la postura de Cepeda trajo consigo el resquebra
jamiento de un puntal. Las fuerzas de Gonzalo empezaron a des
moronarse. A la misma hora, desertaron varios oficiales, entre
quienes se encontraba el prestigioso Garcilaso de la Vega.
No obstante, los arcabuceros de Gonzalo continuaban haciendo
descargas, innecesarias, sobre el valle. Aumentaba el número de
desertores; éstos le pedían al oidor, el cual estaba junto con el
obispo de Lima en primera línea, que no empezase la batalla, para
facilitar la deserción de las unidades. El capitán Centeno se ade
lantó con el estandarte de su unidad hacia las posiciones defen
didas por soldados suyos, hechos prisioneros por Gonzalo en Hau-
rina, lo hizo con el deseo de que se acercasen formados. Gon
zalo dio la orden de ataque demasiado tarde, si es que se puede
hablar así. Sus unidades se rindieron sin lucha. Muchos capita
nes se quedaron solos, y no sabían si luchar o morir, huir o entre
garse prisioneros.
Gonzalo presenció en compañía de Carbajal y de Acosta el de
rrumbamiento de su enorme poder.
Por última vez, Carbajal canturreó:
325
Pero Gonzalo empezó a comprender el profundo sentido de su
situación; de la misma manera que don Quijote a la hora de la
muerte desanduvo el camino de sus sueños caballerescos hacia la
gran realidad. No se trataba de caer rindiendo el estandarte, sino
de reconocer el error y cargar con la responsabilidad.
—No; hermano Juan —objetó Gonzalo— , es mejor morir como
cristianos...
No lejos de allí se encontraba Pedro de Villavicencio, sargento
mayor de la provincia; cabalgó hacia él, y le dijo:
— Pues soy el sin ventura Gonzalo Pizarra, y me entrego al rey.
Tras pronunciar estas palabras le entregó la espada. Y así fina
lizó todo: una vida, un sueño.
Villavicencio condujo al prisionero a donde estaba el oidor.
Gonzalo aparecía magnífico en su corcel bayo, del que solía decir:
«Cuando voy montado en mi caballo, me da igual que me ataquen
diez o veinte mil indios». Sobre la cota de cuero llevaba puesto
un vestido de raso blanco, y cubría la cabeza con un sombrero bor
dado de oro. Los argénteos y dorados adornos de la brida res
plandecían heridos por los deslumbrantes rayos de sol de aquel
8 de abril de 1548. Esta magnificencia no era vanidad, sino la ex
presión de su autónomo poder, de su confianza en sí mismo. Se
había equivocado. Pero era un Pizarra, que conocía sus méritos
y había sido cuatro años rey de estas tierras, sin el favor de la
Corona. En el diálogo entre él y La Gasea no demudó su magnífico
porte cuando éste le echó en cara su desagradecimiento al rey
«que había alzado a Pizarra del suelo».
No obstante su rigor y sobriedad a De la Gasea le impresionó
el porte del prisionero. Gomara escribe: «Gasea dijo: ”Ha gober
nado bien para ser un tirano” . Después de haber revisado los de
cretos publicados por Gonzalo»1.
Refiriéndose al diálogo entre estos dos hombres, Gomara dice
que Gonzalo contestó al reproche del oidor con las siguientes pa
labras:
«Señor, yo y mis hermanos hemos ganado estas tierras a expen
sas nuestras, y no creo haber pecado si intenté gobernarlas de
acuerdo con la palabra de Su Majestad... Para descubrir este pais,
se bastó mi hermano. Para conquistarlo, como lo hemos conquis
tado, lo hicimos a cuenta y riesgo nuestro; para ello fuimos ne
cesarios cuatro hermanos y nuestros parientes y amigos. Su Ma
jestad puede haber honrado a mi hermano con el marquesado;
pero no le ha concedido ninguna condición, ni nos ha sacado de
la nada; porque somos hidalgos de reconocido solar desde que se
asentaron los visigodos en España. A los que no lo sean, puede Su
Majestad con ministerios y dignidades sacarlos de la nada en que
326
se encuentran. Y como éramos venidos a menos, salimos al mundo
y hemos ganado este imperio y se lo hemos entregado a Su Ma
jestad, con el fin de poder quedarse...»
Son las palabras de un hombre escueto y altivo, las cuales el
cronista anotó complacidamente.
Aquella misma tarde, Pedro de la Gasea formó un consejo de
guerra, integrado por personas destacadas como Valdivia, Hiño-
josa, Bcnalcázar y Alonso de Alvarado. Al licenciado Cianea y a
Alvarado se les encargó que levantasen el acta de acusación. La
sentencia sería anunciada antes de ponerse el sol. Se le acusó de
despotismo y de alta traición, y se le condenó a morir decapitado.
La cabeza de Gonzalo debía ser puesta en la picota, derribadas
sus casas en Cuzco, espolvoreado con sal el solar que quedase
de ellas, y puesta en él la siguiente inscripción: A quí estuvieron las
casas del traidor Gonzalo Pizarro.
A igual pena fueron condenados los oficiales más destacados de
Pizarro, sin tomar en consideración su condición de hidalgos. A
Carbajal se le condenó a morir descuartizado, por las crueldades
que había cometido*. La escaramuza de Jaquijaguana sólo costó
quince o veinte muertos.
El reo pasó su última noche en compañía de Centeno, el ven
cido en Huarina, el amigo entrañable que lo trató con el mismo
respeto que en sus días de gloria y fama. Sobre la medianoche,
Gonzalo salió de la meditación en que estaba sumergido, y pre
guntó:
— ¿Estamos bien seguros esta noche, señor?
(Le preocupaba que vinieran por la noche y lo matasen, «por
que él sabía de cierto —advierte Garcilaso el Inca, con simpa
tía— , que cada hora de su vida les parecía a sus enemigos un
año».)
— Puede dormir tranquilo vuesa merced —contestó el capitán— ;
no cabe pensar en cosa semejante.
Tras lo cual el sentenciado se acostó y durmió un rato.
Al amanecer, pidió un confesor con quien estuvo hablando hasta
mediodía. No se habló de lo pasado.
La sentencia debía ser cumplida por la tarde.
Vestido con su mejor ropa de terciopelo amarillo bordado de
oro, cubierta la cabeza con un ostentoso sombrero, como en una
gran fiesta de la vida, y acompañado de oficiales y monjes, subió
el que fue soberano de las vastas regiones de la América meridio
nal al patíbulo, sin dar muestras de amargura, y ante una for
mación de trescientos arcabuceros y doscientos jinetes. En la
mano sostenía una imagen de la Virgen, que él, así como su her
mano Francisco adoró como buen extremeño toda su vida, y
1. La crueldad de Carbajal fue proverbia! durante mucho tiempo. En el Perú ae
decía: «Cruel como Carbajal». Conf. G omara: 1: c. p. 273.
327
en su nombre había hecho muchos favores y perdonado vidas.
En medio del silencio conmovedor de la tropa, contempló una
vez más las montañas y las planicies, escenario de sus hazañas y
victorias. Luego, se arrodilló, besó la cruz del patíbulo y esperó
al verdugo. Cuando éste iba a vendarle los ojos, lo rehusó y le
dijo:
—Déjalo. Estoy acostumbrado a mirar la muerte en los ojos...
Cumple bien tu ministerio, hermano Juan.
—Se lo prometo a vuesa merced —respondió éste, respetuosa
mente.
El acero resplandeció al reflejo del sol..., y así, finalizó un he
roico y sangriento capitulo de la conquista.
«Murió como un cristiano, sin otra cosa que decir, con gran!
porte y dignidad», escribe Gomara.
329
fue conmutada por arresto en fortaleza, que cumplió rigurosa
mente durante un año. Durante la rebelión de Gonzalo, su prisión
fue todavía más rigurosa; pero, en una carta, su hermano condi
cionaba la capitulación por la libertad de él. En 1356, Hernando
fue condenado al pago de una multa de 8 000 pesos oro; y, en 1572,
la condena definitiva fue el pago de 4 000 pesos oro y la proscrip
ción perpetua de tierras de Indias. Mientras, Hernando ya estaba
en libertad.
Con el oro peruano no se pudo hacer ninguna llave que le
abriese la puerta de la celda; pero sí hizo soportable la existencia
en ella. Durante varios años, la joven Isabel Mercado, hija de hi
dalgos empobrecidos, le alivió la soledad de los días y las noches
en La Mota. Le dio dos hijos con la esperanza de poder casarse
más tarde.
Pero, en 1551, llegó a España la ya conocida por nosotros doña
Francisca Pizarra y Yupanqui, hija habida en el matrimonio de
su hermano con la princesa inca Inés Yupanqui Huayllas.
Los hijos del marqués habían sido legitimados por el rey. Y su
hija, dotada de la gracia por la unión de dos razas, viajaba como
una gran señora, para lo cual disponía de medios suficientes; su
padre la había hecho heredera de todas las propiedades de su
abuelo Huayna Cápac, que le habían sido legadas a su madre, y
que suponían los servicios de tres mil indios de la provincia de
Huyllas, además de la fortuna que el marqués le había dejado.
Se dispone de las cuentas de sus gastos de viaje, los cuales
fueron muy considerables.
Tras su llegada a Sevilla, la mestiza dirigió sus primeros pasos,
¿adónde, si no?, hacia la modista y el joyero. En la tienda de pa
ños de Antón Segura compró paño y seda por valor de 150 pesos
oro; en casa del sastre Antón Olmos, dejó 10 pesos oro. En vestirse
gastó, según nuestros cálculos, 3 500 francos suizos. El joyero le
vendió alhajas por valor de 80 ducados de oro, y vajilla de plata
por 100 pesos oro; en este sentido, vendría bien equipada de su
patria. También era espléndida con sus criados. A uno negro le
fueron asignados 20 ducados, y a un indio, llamado Antón, la
considerable cantidad de 100 monedas de oro. El buen corazón
de la aristócrata iberoinca queda patentizado por una inscripción
en Panamá según la cual doña Francisca dio 150 monedas de oro
a una mujer necesitada. El galeno del barco recibió 20 monedas
de oro, «porque él nos atendió a todos durante la travesía». Aun
que se silencia si fue afortunada o no dicha asistencia.
Los gastos de viaje, incluido el acompañamiento, sumaron 9 000
pesos oro (el peso seguía siendo equivalente a 4,6 gramos de
oro). Representa una cantidad principesca. Más de una vez, el
mismo emperador no pudo permitirse tales gastos.
El caballero Ampuero, que estaba casado con la madre de la
330
joven desde la muerte del marqués, llevó su entenada a TrujiUo y
a La Zarza, de donde la joven marquesa escribió una carta al rey
comunicándole su llegada y pidiéndole que le permitiese el besa
manos. En representación de su padre, le contestó el príncipe y
regente Felipe, que acaba de llegar de Alemania.
Respuesta del príncipe:
331
dura, y los de la estirpe de los incas, lo hizo construir Juan Her
nando Pizarra, primer marqués de la Conquista.
En 1578, fundaron Hernando y su esposa el mayorazgo de su
casa1, y se habría podido llamar una historia justa, si en el título
de marqués otorgado por Carlos V hubiese figurado ya la estirpe de
los incas y la de los conquistadores a un tiempo. El dispar ma- i
trimonio tuvo cinco hijos. Pero se extinguió en la línea legítima
de descendencia, y la herencia pasó a la hija bastarda de Francis
co, hijo de Hernando, llamada Beatriz Pizarra Inca.
Hernando acabó sus días viejo y ciego, según parece en 1578;
«el único Pizarra que murió en la cama».
En 1630, el rey Felipe IV otorgó al último descendiente de este .
matrimonio, Juan Hernando Pizarra, el título de marqués de Es
paña. El nuevo marqués pasó su asiento a La Zarza, a la que dio
el nombre de La Conquista.
En su familia se extinguió la descendencia Pizarra-Inca y, por
una inaudita equidad de la Historia, el marquesado pasó, por vo
luntad de Hernando y de Francisca Huyllas, a la rama Orellana-
Pizarro, y precisamente a través de la abandonada Isabel Mercado,
que con él había compartido la soledad en La Mota*.
Así, pues, nuestra historia ha vuelto a su punto de partida, a
La Zarza. El nombre que actualmente lleva este pueblo recuerda
lo que ha sucedido entretanto: La Conquista.12
1. Por real Cédula del 13 de octubre de 1378, con el relio de Felipe II, el escudo de
armas sufrió una leve modificación: naves con (as velas amuradas, enfrente de Tumbes:
el águila imperial negra, entre dos columnas con la inscripción «Plus Ultra»; la ciudad
de Cuzco, con una corona de la que pendía la borla roja del Inca; y la nueva inscrip
ción: Indefesso labore meo, ¡ídem prae oculis beberá, tot comparivi dividas. A los
lados, en lugar de hipogrifot, habla representadas siete figuras de llamas. Por descuido
del dibujante, el escudo no quedó totalmente acabado, y doña Francisca Pizarra se
quejó a través de su notario. Conf. nobiliario de conquistadores de Indias, pág. 44.
2. En García Caraffa, leemos que, por decreto de la Cémara de Castilla, del 4 de
mayo de 1646, se reconoció a Femando de Orellana heredero de todos los títulos y
derechos de la estirpe. Era nieto de Hernando de Orellana y Tapia, de Trajillo; se
casó con Francisca, hija bastarda habida entre Hernando e Isabel Mercado.
EPILOGO
L eo po ld o P anero
CRONOLOGIA D E PIZARRO
I
Preparativos
334
II
La conquista
335
año hasta 1540, Francisco Pizarro realiza nuevas fundacio
nes en el país de los collas. Ultimas acciones militares con
tra el inca Manco. Gonzalo Pizarro sale de su hacienda de
Chaqui, situada en Charcas (Bolivia) para Quito, donde debe
representar a su hermano.
1539: Gonzalo Pizarro, en Quito.
1539-1542: Expedición a las regiones del Amazonas (bosques de
canelos); recorre, por la región de Coca, los ríos Ñapo y
Marañón, y regresa a Quito. Orellana descubre el río Ama
zonas.
1539: Valdivia marcha hacia Chile.
1541: 26 de junio. Asesinato de Francisco Pizarro por los alma-
gristas. Vaca de Castro, en Perú.
1542: 16 de septiembre. Derrota del joven Almagro en Chupas;
es ejecutado. Las Casas, en presencia de Carlos I. El virrey
Blasco Núñez llega a Perú. En abril, Gonzalo se encuentra
en Cuzco. El 17 de mayo, Núñez llega a Lima; Gonzalo y
Carbajal entran en Lima.
1545: Pedro de la Gasea es nombrado oidor y se le .conceden ple
nos poderes.
1546: Blasco Núñez es derrotado en Anaquito y, luego, asesina
do. Gonzalo se convierte en soberano desde Panamá hasta
el estrecho de Magallanes. En el verano, Pedro de la Gasea
llega a Panamá.
1547: Pedro de la Gasea llega en junio a Tumbes. Gonzalo Piza
rro sale de Lima; el 28 de octubre, Gonzalo sale victorioso
del'encuentro en Huarina, situada cerca del lago Titicaca.
1548: 8 de abril. Derrota y disolución de las tropas de Gonzalo
en Jaquijaguana; 9 de abril, Gonzalo Pizarro muere deca
pitado.
1550: Pedro de la Gasea regresa a España, y es nombrado obispo
de Sigüenza.