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Siegfried Huber

Pizarro
Oro, gloria y muerte

Círculo de Lectores
T itu lo dcl original alem án, Pizarro und selne brtidcr
Traducción, Agutí (n Puig
C ubierta, Izquierdo

C irculo de Lectores, S. A.
Lepanlo, 350, 5.°
Barcelona

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Im preso y encuadernado por
P rim er, ind u stria gráfica sa
M olins de Rey Barcelona
P rinted in Spain
My soul, sit tbout a patient looker-on;
ludge not tbe play before the play is done:
I ler plot hath many changes; every day
Speaks a new scene; the last act crowns the play.

Alma mía, contempla paciente;


no juzgues la acción antes de que haya terminado:
su desarrollo tiene muchos desenlaces; cada día
representa una nueva escena; el último acto corona ¡a acción.

F rancis Q uarles
PROLOGO

La historia que aquí vamos a relatar abarca la generación de


1490 a 1548 en las Indias Occidentales españolas. Ha sido tomada
de distintas fuentes de aquella época: de hechos reseñados por
Pedro y Hernando Pizarro, por Estete y Francisco de Jerez; de las
crónicas de Oviedo, a través de cuyo notariado en Darién, Panamá
y Santo Domingo, suministró todas las noticias; de Herrera y de
Gomara, que estaban encargados de la correspondencia y de las actas
reales; de los apasionados relatos de los participantes o de la esme­
rada pluma, para dictar un juicio, de un humanista descontento; de
cartas y documentos con el sello real.
Nos presenta la existencia de la administración y de la justi­
cia reales a comienzos del siglo xvi en la isla Española, y comienza
con los primeros pasos de un español en el continente americano.
Los personajes son conquistadores, capitanes y cabecillas, sol­
dados y buscadorés de botín, cosmógrafos y fundadores, sacrifica-
indios y monjes que, por amor a los hombres del Nuevo Mundo,
renegaban de sus coterráneos, licenciados de alta jerarquía, que,
más que en el país, profundizaban en sus hechos; los hay buenos y
malos, y algunos que parecen reunir la habilidad de los buenos y de
los malos; hombres y mujeres con gran espíritu e intrepidez.
Antes de dar principio al relato histórico, es necesario ofrecer
el panorama del tiempo y del espacio a que corresponde el engranaje
del ambiente en la España ascendente de Isabel y Fernando y de
Carlos V con el Nuevo Mundo.
El descubrimiento y desenvolvimiento de un nuevo continen­
te no fue obra de una ciega aventura, sino una arriesgada em­
presa de los profundos impulsos de la historia ibérica, que cho­
ca con una gran cantidad de dificultades y termina en el propio
fracaso.
Seguimos a estos hombres en todos los mares; en el surgimiento
y decadencia de nuevas ciudades; en la fundación de Panamá y de
Lima; en el encuentro con caníbales y con culturas extrañas; en la
lucha con las selvas, las montañas y los glaciares, las privaciones y
las epidemias; en un mundo de una heterogeneidad inabarcable.
Vivimos con estos hombres la triste aventura cotidiana del hambre
y de la sed por los intransitables bosques y desiertos. Los acom­
pañamos hasta la sepultura en las verdes selvas, en las movedizas
arenas y en los ventisqueros de los altos Andes.
El hombre americano que tiene origen en este cambio brusco
continúa profundizando actualmente en este antagónico origen. Esta
frecuente y apasionadamente suscitada discrepancia, la pone de ma­
nifiesto el poeta peruano M. G. Prada en el verso:

1
¡Dejad el pasado,
dejadlo dormir en las ruinas o sepulturas...
Y, ante el milenario sepulcro de las entrañas de la muerte,
dad preferencia a la prosperidad de los jóvenes y de los nuevos!

Conscientemente, el relato huye de la acometedora imaginación y


no deja espacio en este asunto a la impetuosamente exuberante
fantasía. La documentada realidad intenta dar un neto cuadro de
los personajes y sus hechos. Incluso d li donde el autor ba creado
una escena libre, espacio y tiempo, lo ba hecho siguiendo los datos
históricos en los parajes extremeños, castellanos y peruanos.
Esta obra pretende mostrar cómo unos hombres occidentales,
no sólo han salvado «su América», sino que, además de dar más
que recibir, se entregaron de tal modo a los países descubiertos
por ellos, que sus hijos dirían, junto con ellos, en su lenguaje:
«Se casaron», es decir, fundaron un hogar.

E l autor

Tegernsee, agosto de 1961


1
SALIDA HACIA EL NUEVO MUNDO

A reinar, Fortuna, vamos;


no me despiertes si duermo;
y, si es verdad, no me aduermas.

La vida es sueño, II, 4.

1.a Zarza

Si fueres a Trujillo,
por donde entrares,
hallarás una legua
de berrocales...

Cantar popular

Cerca del límite entre Cáceres y Badajoz, yendo de Trujillo al


Suntuario de Guadalupe, y a la izquierda de la carretera, surge una
pobre aldea llamada Conquista, donde existen todavía las ruinas
de una torre y de un recio muro, es decir, todo lo que queda del
palacio que el conquistador Hernando Pizarra hiciera construir para
su esposa inca.
En la época en que empiezan los hechos históricos que vamos a
relatar, o sea a fines del siglo xv, no existían allí ni el palacio ni sus
ruinas, y la aldea llevaba el sencillo nombre de La Zarza; en este te­
rreno cubierto de zarzas se habían establecido varios campesinos,
cada uno de los cuales construyó su casa de labor con un corral para
alojar el carro, los aperos de labranza y los animales.
Mientras en la llanura se extienden los trigales, en las pedregosas
laderas se pegan los olivos. En las elevaciones, surgían por aquellos
tiempos los molinos de viento que, cual celadores del país, venían
existiendo desde que los fenicios y los griegos establecieran sus
colonias comerciales y los romanos avecindaran su Emérita Augusta
Legio.
La tierra extremeña es árida y parca; así cría a sus hombres.
«Los extremeños, asiduos en su penoso trabajo, soportan audaces
empresas que rebasan los límites de lo natural», escribe un antiguo
cronista. Durante sus cinco siglos de dominación, los árabes talaron
la antigua riqueza forestal del lugar; por lo que ahora aparecen casi
desnudas las alturas por entre las cuales discurre caprichoso el cauce
del Tajo. De la sierra de Gredos sopla en invierno el viento del ñor-

9
te por los extensos y ralos carrascales. En las laderas de sus montes,
habitan coraos y jabalíes, y en las cimas anidan balcones y azores.
Puede ser a eso de 1490:
Más arriba de la aldea de La Zarza, hay un olivo centenario. Sólo
unas ramas verdes descubren que aún se mueve la vida en esta
ruina de árbol, desgajado por el viento y el sol. Un olivo muere
lentamente; cada capa cortical seca cobija vida debajo de sí. Cerca
de él hay un abrevadero, y unos cerdos están tendidos al amparo de
la sombra del muro.
Apoyado contra el tronco del umbroso olivo se ve a un adolescente
de unos dieciséis años; es cenceño y nervudo como todos los hombres
de la estepa, que pocas veces pueden satisfacer su estómago.
La tensa piel de este adolescente es de color oliváceo, y sus manos,
alargadas y flacas, son fuertes y habilidosas para el trabajo; dos hue­
sudas y musculosas piernas, demasiado largas, sostienen su trasijado
cuerpo; una ondulada pelambrera le cae sobre su estrecha frente y
le sombrea su alargado rostro y su audaz y avanzada nariz, que parece
oliscar el viento y los campos, sobre los que alienta el céfiro desde las
parduscas montañas de la sierra de Guadalupe.
Con la romería de la aldea, o acompañado por parientes de su
madre, a menudo había ido el joven a Guadalupe, el santuario más
renombrado del reino en aquellos tiempos; allí se reunía gente de
todas las regiones. España se había hecho grande y poderosa, aunque
hacía poco que el país había dejado de ser un ludibrio. El rey
Enrique había gobernado como si el país hubiese sido una ropa­
vejería. Incluso los reyezuelos de Granada se negaban a pagar el
tributo, atacaban a su vecino cristiano, cogían prisioneros a sus
súbditos y los vendían como esclavos en Africa. Mas, ahora, Fer­
nando e Isabel acababan de unificar el reino. En el palacio de
Chaves, en Trujillo, se había firmado el acta de la unificación y, desde
Guadalupe, la reina Isabel, acompañada de su cortejo, emprendía
el viaje por su reino y, con la amenaza de sus cañones, había obligado
a Pedro de Baeza a la capitulación de Trujillo y hacía tributarias a
las guaridas de salteadores de caminos de la nobleza de Extremadura,
Castilnovo, Figueruela, Orellana. Con energía, sobriedad y parsimo­
nia, restablecían los nuevos regentes el orden y la honra en la plebe
y en la nobleza. Así había oído el adolescente contar y, en este mo­
mento, pensaba: «¡La honra!»
De su profundo, serio y juvenil rostro, cuya gran boca no suele
replicar, unos ojos castaños oscuros mantienen fija la mirada en las
alejadas y blancas paredes de la casa del molinero Alonso, a quien
él sirve como medio deudo y medio mozo.
Al atardecer, puede que sople d viento de poniente, del cercano
Portugal, del mar; cuando así sucede, el ambiente se refresca un
poco y el aire vespertino se satura de una leve humedad. Los arrie­
ros de los villorrios fronterizos con Portugal le decían al muchacho

10
i|uc este viento venía del océano. Hacia el mar van los soldados y
marineros del rey. «¡El mar!», piensa el muchacho. Su inmenso espa­
cio líquido es inabarcable por la vista, como el paisaje que se extiende
ante sus ojos. Su fantasía sigue a los soldados del rey que marchan
por los caminos, que van a la aventura, al encuentro de la felicidad,
la cual sólo se consigue con callos y con heridas. Por estos mismos
caminos, según cuenta Tito Livio, fue también Hércules, y Aníbal
prometió cumplir su promesa. Marcharon para crearse un nombre.
¿Y qué nombre tiene él?
Sabe quién es su madre: se llama Francisca González, hija del
labrador Mateo y de su mujer María Alonso, los parientes de la
cuul poseían tierras y un molino en La Zarza, y en casa de quie­
nes Francisco, que así se llama el muchacho, servía de mozo. De
joven, su madre había entrado a servir en el convento de mon­
tas de San Francisco el Real, en Trujillo, el cual convento estaba
situado en lo alto de la ciudad, y cerca del solar de los Pizarra,
cuyo portal gótico todavía se levanta sosteniendo el escudo, en el
que figuran un pino, dos osos afrontados y empinados al tronco
y, bajo sus pies, dos trozos de pizarra; las paredes estaban fabricadas
de piedra (única riqueza de Extremadura; toda la ciudad está edifi-
cuda así, y la hay en abundancia en los campos de labor y en los pra­
dos); una puerta de roble cerraba la entrada.
De zagal, pasó con cautela muchas veces por delante de este portal.
Un día, cuando volvía con su abuela María Alonso de trabajar
en la huerta, pasó por allí; fatigada por el trabajo, la mujer se detuvo
ante la casa, situada en lo alto del camino, dirigió su enflaquecido
rostro hacia la puerta, y dijo:
«¡Mira esa casa, Francisco! Pertenece al señor Gonzalo Pizarra, que
una vez jugueteó con tu madre. El señor Gonzalo es tu padre, Fran­
cisco. Y, aunque no se preocupe de ti, no niega que lo sea.»
Francisco fijó la vista en el arco del portal, y en el pino y los osos
del escudo en él labrados. Para el muchacho no estaba muy claro
aquello. Pero una cosa supo desde aquel momento: don Gonzalo
era su padre. Y, aunque no le enterneciera, aquella noticia le hizo
sentirse más fuerte. Fue de una importancia decisiva para su futuro
saber que era hijo de don Gonzalo Pizarra.
A partir de entonces, solía tenderse bajo la sombra de los pám­
panos de vid y esperar ante la casa de su padre. Cuando don Gonzalo
salía por la puerta de roble, el muchacho se embebía en la imagen
de éste y absorbía el ritmo de sus pasos.

( lotízalo Pizarro y su tiempo. Trujillo

En nuestros días existen todavía las ruinosas paredes y el portal


con el escudo de armas de lo que fue la casa solariega de los Pizarro.

11
Los motivos heráldicos del escudo de armas no son originarios de
Extremadura, sino que proceden de Asturias, primigenia patria de
los Pizarro, el origen de cuya estirpe está ligado con el insigne nombre
de don Pelayo, quien, en el año 718, derrotó a los árabes en la batalla
de Covadonga, tras lo cual se les hizo retroceder hasta la llanura de
Andalucía, pues con aquel acontecimiento empezó el período de la
Reconquista1.
Por la Historia sabemos que los Pizarra participaron en la batalla
de las Navas de Tolosa, acaecida en el año 1212, en la que los moros
fueron derrotados y expulsados de Extremadura; y, en 1232, parti­
ciparon en la toma por asalto de la población de Trujillo. Desde
entonces, el pino, los dos osos y los dos trozos de pizarra adornaron
su escudo de armas sobre el portal de una de las más sencillas casas
de la nobleza en la parte alta de la ciudad.
El paisaje extremeño es uno de los más desérticos y tranquilos
de España.
Sobre una granítica estribación de la Sierra de Guadalupe, se
alza Trujillo, a unos quinientos metros de altura. Abajo, discurre la
carretera hacia Mériaa, con sus valiosas ruinas romanas, Cáceres,
Lisboa y Sevilla, por la que, como antaño, trotan las muías y los
asnos. Bueyes de labor descansan delante de un ventorro en la linde
de la buena.
Por dondequiera se ven losas y bloques de piedra. La morada de
los Pizarro era de sillería, al igual que los palacios de los incas en el
Cuzco peruano.
Quien haya visto el Cuzco, se preguntará: ¿qué occidental pudo
haberse instalado aquí? Y quien haya andado por la rocosa falda de
la montaña donde está situado Trujillo, se preguntará igualmente: ¿De
dónde pueden haber salido los conquistadores de las montañas del
Perú, sino de aquí?

Las casas, las iglesias y las fuentes parecen ser una continua­
ción de las rocas, y se elevan hacia el castillo romano que, luego,
1. En el Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles e hispanoameri-
canos, de A. y A. G arda Carraffa, t. ix x , pág. 125, leemos sobre Pizarro: que, según
una no documentada tradición, los Pizarro ya estaban al servicio de don Pelayo en loe
días de Covadonga. Históricamente, se sabe que caballeros con este apellido tomaron
parte, bajo Femando el Santo, en el asalto de Trujillo el 25 de enero de 1232. La estirpe
tiene su tronco en un ilustre linaje visigodo, el de Añasco, que hizo primeramente su
asiento en las montañas de Burgos, pasando luego, en la remota época de les berebere»,
a Trujillo, de donde se vieron obligados a salir sus caballeros y se refugiaron en Asturias
al ser invadida España por los árabes. Después de la reconquista de Trujillo, regresaron
a esta población desde Toledo, donde estaban establecidos loa hidalgos de la familia de
Añasco, que se dice residió en Trujillo, desde la época visigoda, y tuvieron un papel
importante en los asuntos de su gobierno. Del capitán Gonzalo Pizarro, padre de Fran­
cisco, se dice que fue un notorio hidalgo que poseía regular herencia, y que sirvió con
Gonzalo de Córdoba en Italia, y con el duque de Nájera en Navarra. Contrajo matrimo­
nio con Isabel de Vargas el 29 de julio de 1504. Muchos años antes, allá por el 1475,
tuvo un hijo llamado Francisco con la joven labradora Francisca González.

12
(uc fortaleza visigoda y, más tarde, alcázar árabe. Apenas si
•c ve un árbol o verdosidad viviente en estos parajes. Y las pocas
plantas que existen buscan, del mismo modo que el hombre y los
unimales, el amparo de la sombra de las paredes, recalentadas por
d sol. Sólo los nopales ofrecen a la luz solar sus erizadas palas
ovaladas con sus encamadas flores.
Al extranjero que se embebe en este ambiente, le sobrecoge una
sensación de ahogo: ¡Huye, no sea que estas piedras se conviertan
de nronto en muros y te dejen emparedado!
Pero el extremeño no huye; permanece fiel a esta severa natura­
leza; ha sometido esta rocosa ladera; ha edificado sobre ella palacios,
msas de labor e iglesias. Aun la casa más modesta es un testimonio
de dominio sobre esta tierra conquistada.
En la fuente, se refleja el carácter de la viva y terrosa belleza
ile las mujeres y de las jóvenes que a ella se acercan. ¿Alzan la
mirada hacia el jinete que corona esta fuente en la plaza de la
iglesia de San M artín? O tro jinete igual se levanta ante la ca­
tedral de Lima, asimismo llamada la «Ciudad del Rey», que él
fundó, o sea Francisco Pizarra el «fundador»; esto suena mejor que
«conquistador». ¡Qué magnífico aparece aquí! ¡Qué plaza, única
en su género, con su amplia fuente, las pérgolas, el cuadrado para
torneos y bailes, la escalinata, el palacio de los conquistadores, de
donde se ve el vasto panorama del palacio de Bejarano, en cuyas
ruinosas torres anidan las cigüeñas y revolotean sin dejar de crasci­
tar bandadas de grajos!
En la época de los hechos aquí relatados, el citado don Gon­
zalo, llamado El Largo, El Romano, y E l Tuerto, es poseedor del
mayorazgo de la estirpe de los Añasco, y está emparentado con
Hernán Cortés, más tarde conquistador de Méjico, por su prima
( alalina Pizarra Altamirano, madre de éste.
Como hemos dicho anteriormente, la casa solariega estaba cerca
«leí convento de San Francisco el Real, circunstancia que permitió
al joven caballero ver a menudo a la joven sirvienta del convento,
y así, fue fijándose en ella hasta que le puso en sus negros cabellos
una cinta de colores y un prendador de plata. El era rubio, como
la mayoría originaria del norte. Una tarde, se llevó a Francisca en
mi montura a la huerta, donde cantaban los ruiseñores.
Gonzalo reconoció la criatura que Francisca había dado a luz.
Pero luego se marchó, olvidando a la joven y a la criatura. Cuando
cincuenta años después, ya en el lecho de la muerte, hizo un hon­
rado examen de conciencia de su vida, pensó en las numerosas
¡tersonas a quienes él era deudor, y les legó ciertos bienes. Pero
nunca más se acordó de la sirvienta del convento y de su hijo
Francisco.

13
Fin de la Reconquista

En el año 1476, o tal vez un poco más tarde, cuando nació


Francisco, salía Gonzalo de Trujillo y de Extremadura para servir
al joven rey que abría nuevos horizontes a España.
Unificada y organizada, la nación tuvo confianza en sí misma. Es
poco frecuente el despertar de una nación carente de impulso
histórico con una vivacidad espiritual y política tan poderosa como
tuvo ésta. Testimonios patentes de ello son los solemnes y lúcidos
semblantes de los reyes en la capilla real de Granada, donde Car­
los V insertó bajo la faz de sus abuelos, como él llamaba: «Vues­
tro grande y digno monumento». Tanto la cara de la reina como
la del rey se nos ofrecen francas, despejadas y serenas. Bajo su
reinado, España se convirtió, de un país apenas nombrado hasta
entonces, en la primera nación de Europa en los órdenes cultural,
militar y político.
El país mantuvo durante siglos una lucha aislada contra la
ingerencia de las razas y del espíritu extranjero, para conservar
su existencia y afirmarla luego victoriosamente.
En aquella época, los pueblos de España (que todavía hoy no
son una unidad) recibieron formidables impulsos del mundo afro­
asiático, cual latigazos, contra los cuales la nación se rebeló en
impetuosa lucha y con penosas pérdidas. Fue una resistencia mo­
ral poco frecuente en la historia de los pueblos, necesaria para
sostenerse durante cinco siglos, o sea desde la batalla de Guada-
lete, en 711, donde, por traición de la nobleza visigoda, consi­
guió el árabe Tarik adueñarse de España y de casi toda Francia,
hasta la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, en la que el
rey Alfonso V III derrotó a los almorávides y preparó el fin del
dominio extranjero.
Sólo subsistió el emir de Granada como un principado tribu­
tario, ya magnánimamente tolerado, ya olvidado negligentemente:
una puerta entre España y Africa, como lo fueron los Balcanes
entre Viena y Turquía.
No siempre fueron bélicos los encuentros con las razas ex­
tranjeras. Nacieron lazos de amistad y, así, los caballeros cristia-,
nos organizaban torneos con los nobles árabes en sus castillos.
A través del arábigo y del sufismo de la islamizada mística de
la iglesia griega, llegó a Occidente la sabiduría aprendida por los
hijos del desierto en Bizancio.
Con recíproco asombro, y aun con ostentosa e inusitada fuerza,
se produjo tal comprensiva tolerancia de razas y de religiones en
España, que no era imaginable, ni en sueños, en cualquier otra
parte. Alfonso VI, tras haber conquistado Toledo, se llamó el
«soberano de ambas religiones». Y así se prolongó hasta que la
nación sintió amenazada su existencia por parte de Africa.

14
La puerta de Gibraltar sirvió de entrada al mundo, cual un
acaudalado visitante, en la península, así como de salida hacia
rl mismo, cuando, finalizada la Reconquista, llegó el momento
histórico de la conquista del Nuevo Mundo, mientras las otras
naciones continuaban con sus fronteras rodeadas de setos vivos
vueltos a su estado silvestre.
No se puede comprender bien lo venidero, si no se echa un
vistazo a las profundidades de donde ha surgido.
Cuando, en 1492, el sultán Boabdil entregó las llaves de Gra­
nuda a los reyes de Castilla, ya estaban al servicio del reino Cris­
tóbal Colón y Gonzalo Fernández de Córdoba, fundador de la nue­
va escuela militar española; además, lo estaban los Pizarra y mu­
chos hombres más, cuyos nombres encontraremos camino del Perú,
los cuales se habían ejercitado en el manejo de las armas en
aquellas luchas.

Francisco sale hacia un mundo desconocido. Sevilla

Su objetivo está tan lejos


como lo lleven los pies;
tan lejos le han llevado los sueños
como a la lejanía infinita.

Cada uno lleva en su pecho su propio camino. Los audaces


osan seguirlo, insensibles a toda consjderación respecto a la hol­
ganza y al interés.
Cuando la noticia de la caída de Granada enardeció los espí­
ritus en todas las montañas y llanuras de la península, Francisco
entuba todavía de mozo en casa del anciano molinero Alonso, en
I a Zarza.
Pero allí oye hablar de jóvenes que se han marchado a Sevilla,
donde el mundo va y viene por el Guadalquivir. Escucha al re­
clutador real que va buscando soldados para Italia y para don­
dequiera que sea; escucha a pilotos que navegan por los mares y
que, después de la toma de Granada, no cesan de hacer narracio­
nes acerca de nuevos pueblos y nuevas tierras.
Todo ello es causa de que Francisco no se entregue al traba­
jo con la debida diligencia. Empieza a no poder soportar al viejo
molinero Alonso. Un buen día, coge su zurrón y su cayado de
oíble.
-¿Es que quieres marcharte, Francisco? — le pregunta el ancia­
no molinero.
—Sí; quiero irme —contesta el muchacho.
•—¿Adonde? — inquiere el anciano.

15
— A donde Dios quiera... —contesta el muchacho, lacónico.
Con su zamarra, su ancho sombrero, cuatro bártulos, pan y
queso en su zurrón, desciende Francisco por la montaña. Prime­
ro, lo hace por trochas que conoce desde que tiene uso de ra­
zón. Al llegar a la venta junto al manantial, hace un alto en el
camino. Luego entra en caminos que le son desconocidos; pero
ya no va solo. Por ellos se mueve una creciente concurrencia de
hombres; en las encrucijadas, afluyen nuevos caminantes, muchos
de los cuales van armados en su caballería. Todos camino de Se­
villa, como si se tratase de una ciudad con muros de oro; camino
de Sevilla, camino de la puerta del mundo.
Todavía hoy sigue cantándose la vieja canción;

Sevilla, tú eres la sultana de m i bella Andalucía...

El amplio y tranquilo cauce del Guadalquivir nace en las agres­


tes montañas de la Alpujarra, atraviesa los extensos trigales y
olivares de Andalucía y une a Sevilla con San Lúcar en el mar,
de donde zarparán las primeras flotas hacia las Indias Occi­
dentales. Sevilla es una turbulenta corriente de vitalidad y san­
gre, de vida y muerte. «Es alegre la tristeza, y triste el vino», dice
el poeta. Patria de Murillo, y del solemne fin de Valdés Leal. Des­
de aquí los prudentes funcionarios de Carlos V (que para España
continúa siendo Carlos I) regirán el imperio en el que nunca se
pone el sol. Sólo Sevilla podía ser la puerta del Nuevo Mundo, a
la que acudían todos los anhelos del Viejo Mundo, todas las in­
finitas aspiraciones, así como todas las desvanecidas esperanzas.
Pero los prudentes no tenían derecho a levantar la voz para
prevenir contra los corruptores en el peligroso Nuevo Mundo.
Un cronista escribe: «Salían atraídos por el oro, y regresaban
arruinados por las fiebres y amarillentos como el oro.» Sin hablar
de los que no regresaron porque perecieron ahogados en la tem­
pestad, infestados en los pantanos, perdidos en la selva, con­
sumidos en el fuego de los caníbales, y con sus cráneos utilizados
como adorno en las casuchas de los caciques de Tierra Firme.
Cuando, tras cruzar el puente de Triana, llegó Francisco a la
gran ciudad, se encontró con que estaba llena de hombres espe­
rando: oficiales, marineros, soldados, especuladores, mercaderes,
tahúres y toda suerte de gente del hampa. El joven Pizarro corría
el riesgo de hundirse en la ciénaga de la frontera. Pero su sereno
sentido común, su educación campesina, le preservaron de sentir
afición por las cosas .ulgares. Le repugnaba todo lo que olía a
bajo fondo.

16
Aprendiz y maestro

Kn este período de tiempo, nos encontramos con que se ca-


uve de fuentes de información respecto a él. Fueron los años de
aprendizaje en la vida y en la guerra. En un documento posterior
<c dice: «...D on Francisco sirvió, según la tradición de sus ante­
pasados, al rey y emperador católico Oírlos en la guerra contra
Italia, y en otros lugares.» Sin más indicaciones.
A partir de 1504, o quizá de 1502, el joven Pizarra se encuen­
da en la isla Española. Un poco más tarde, se nos ofrece ya como
un soldado y caudillo reconocido.
¿Quién fue su maestro? Pues todo aquel que le pudiese ense­
nar algo. Francisco procedía de los medios rurales, y tenia una
Ilimitada receptibilidad para toda suerte de conocimientos en el
lampo de la práctica.
Debió de estudiar y asimilar la prudencia, el ingenio y la auda­
cia que el rey Fernando empleó en la difícil guerra contra Gra­
nada. Una vez adoptado este modo de proceder, cabe suponer
que siguió por el acertado camino de su padre Gonzalo El Lar­
go, ciue participó con Gonzalo de Córdoba en la campaña de Italia,
donde se alcanzó mucho con un mínimo de fuerzas militares,
pues Fernando el Católico era pobre, por cuya razón envió allí un
ieducido ejército al frente del singular estratega Gonzalo de Cór­
doba, quien fue un revolucionario en el arte militar de su época;
organizó los temidos tercios españoles; sabía organizar marchas
efectivas, con lo que obligaba al enemigo a aceptar la batalla don­
de y cuando a él le convenía. Antes de aparecer el Gran Capitán,
el ejército suizo era considerado el mejor. Los tercios españoles
mantuvieron su gloria hasta 1643, en que rindieron sus armas
ante el gran Condé en la batalla de Rocroi.
Al mando del Gran Capitán, entró Gonzalo Pizarra también
en Roma, de donde le vino el apodo de E l Romano una vez en
su patria.
Es posible que el joven Pizarra sirviese en las tropas de Gon­
zalo de Córdoba, y aprendiese bien el oficio, como luego demos-
nú. La habilidad en combinar la diplomacia con las armas y dar
preferencia a aquélla, sólo pudo aprenderla en esta escuela. Los
soldados de Pizarra, endurecidos por el clima de España, caluro­
so en verano y frío en invierno, eran sobrios y tenaces, y su áni­
mo no decaía ante la adversidad.
En 1504, el Gran Capitán regresó a España, y pasó el resto de
su vida en Loja, entre el esplendor de su gloria y la sombra del
rey.
Aquí volvemos a encontrar una referencia de la crónica sobre
Pizarra: según una cédula real de 1529, Francisco había partido
para las Indias Occidentales.

17
Revueltas y sentencias

En 1504, la reina Isabel cerraba para siempre sus celadores


ojos en el castillo de Medina del Campo. Fue una de las mujeres
más insignes de la Historia. «La mujer de pelo rubio, ojos sere­
nos, y de digna y plácida mirada.»
Esta mujer devolvió a su país la justicia («Una inviolabile jus-
tizia», escribió el embajador veneciano) y con ella, un enérgico
orden, unos celosos y eficaces funcionarios, y unos concienzudos
administradores de justicia. A ella pertenecen estas prosaicas pa-i
labras: «Cada uno en su sitio: ¡los aptos para las armas, a la
guerra, y los ladrones, a la horca!» Con ello quiso también re­
ferirse a los ladrones que vivían en los feudos y en los casti-
llos.
«La reina Isabel dio ocupación a todos los hombres distinguido-,
en cualquier terreno de la actividad humana», escribió en su Libro
del cortesano Baltasar Castiglione, nuncio de Su Santidad.
No recayó por puro azar la gloria y la carga del descubrí--
miento sobre España, en lugar de sobre cualquier otro país.
Ninguna otra nación europea tuvo parecidos puntos tangentes
con las culturas extranjeras. Sólo España podía pensar en la mag-i
nitud de un imperio con un cristianismo universal porque iba
espiritualmente a la cabeza de Occidente, pues en ella se en-:
contraban la mayoría de las universidades europeas. En Alcali
surgió una verdadera ciudad universitaria con librerías y posa¿
das para estudiantes; allí se hizo la primera traducción del grie^
go del Nuevo Testamento, dos años antes de la edición de Eras4
mo. La universidad de Salamanca atrajo a estudiantes y letradoaj
de toda Europa, «como si fuese un mercado del saber». Todavíaj
hoy podemos leer en su fachada la siguiente dedicatoria en griel
go: «Los reyes, a la ciencia; ésta, a los reyes». Allí, se estudió an-i
tes que en otra parte el sistema de Copérnico. Entre siete mil
estudiantes matriculados no escasearon las mujeres, algunas dej
las cuales ocuparon cátedras. ¿Y por qué no, cuando una mujeq
regía la nación, y lo hacía mucho mejor que durante siglos loj
habían hecho los hombres?
Por todo esto, el interés intelectual era mayor en España que!
en cualquier otra nación en la época del descubrimiento.
Ante el aplomo de la nación, ninguna empresa parecía imposible/
era precisamente lo imposible lo que alentaba su espíritu. '
Esta seguridad en sí misma hizo que España realizase gran-;
des obras, así como la condujo a no pocas catástrofes, hasta eli
extremo de comprometer al Estado.
A Carlos V le fue difícil imponer su autoridad real; tambiénj
él tuvo que arrodillarse ante el justicia mayor de Aragón, y es­
cuchar las breves palabras: «Nos, que valemos tanto como vos;1

18
y juntos más que vos, os hacemos nuestro rey con tal que guar­
déis nuestros fueros y libertades, y si no, no», pues, como escribe
un moralista: Rex non est solutus legibus. Sabido esto, podría
Imccrse una comparación con el servilismo del Parlamento inglés
unte Enrique V IH en aquella época.
Este sentido del derecho de cada uno vive en los hombres de la
Conquista y encuentra un resonante eco en el vasto continente
americano.
Al comienzo del reinado de Carlos V, la nación amenazaba
con estallar cuando los comuneros se pronunciaron ante el pala­
cio flamenco-borgoñés del joven monarca, y exigieron que el ar­
zobispo de Toledo, que llevaba sangre extranjera en sus venas, re­
nunciase a esta dignidad, y se la cediese a un castellano; y que
el rey prometiese y jurase solemnemente que satisfaría ésta y otras
exigencias nacionales, y no buscarla ningún pretexto para elu­
dirlas.
El fin fue trágico.
Vencidos, los caudillos del levantamiento fueron ejecutados. Su
destrozada bandera sería guardada en la antigua catedral de Sa­
lamanca.
En América, se repetirían tragedias semejantes.
No se pueden comprender los acontecimientos del Nuevo Con­
tinente sin conocer el Viejo Mundo, siendo como es tan múlti­
ple, contradictorio e interesante.
No debemos olvidar un nombre, aun cuando nunca estuvo en­
tre ellos: Don Quijote. Tanto Francisco Pizarra, que como Don
Quijote llevaba caedizos los bigotes y se parecía a él, como la ma­
yoría de los conquistadores, albergaban las mismas aspiraciones
y los mismos hechos en Ib hondo de su alma, y de igual modo que
aquél arrostraron el peligro en los actos que iban realizando. Ac­
tos que se convertirían en poemas. Cada uno de ellos lleva a cabo
m i propio sueño y el de su escueta y soleada tierra. V ninguno
medrará con el fruto de sus esfuerzos.
«Has de saber, Sancho, que el hombre no vale más que sus
hechos», le dice don Quijote a su escudero. Y acerca de la liber­
tad de los hombres, le explica: «La libertad, Sancho, es uno de
los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con
clin no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
lita r encubre; por la libertad, asi como por la honra, se puede y
debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el ma­
yor mal que puede venir a los hombres... ¡Venturoso aquel a quien
el Cielo le dio un pedazo de pan sin que le quede la obligación
de agradecérselo a otro que al mismo Cielo!»
Con qué solemnidad queda dicho eso, y cuánta verdad encie-
11 a la siguiente frase: «Cenaron poco y tarde».
Igualmente suenan las frases de la crónica de Francisco de

19
Jerez: «Nos batimos y esforzamos mucho, y comimos y bebimos
muy poco...»
Así, pues, también encontramos a don Quijote y a Sancho Panza
en las Indias occidentales.
Este es el amplio y profundo sentido humano de España en
aquella época; parte de sus hijos buscaban aventuras en nuevos
mares y continentes, mientras otros se dedicaban, bajo la direc­
ción del joven monarca que sentía correr sangre europea en sus
venas, a los problemas del Viejo Continente.
En este escenario había papeles para hombres como los Pizarro,
los cuales querían consagrarse a representarlos.
En la campaña de Navarra, el viejo Gonzalo perdió un ojo
en Amaya, por lo que recibió el tercer apodo de El Tuerto, A
partir de aquel momento, colgó la espada en la campana de la
chimenea y pasó el resto de sus días en Pamplona. Al hacer tes­
tamento, pensó en todos sus hijos, sólo olvidó a Francisco, o
puede que considerase ignorado su paradero.
Pero Francisco se había decidido por la atrayente a la vez que
peligrosa América, adonde iban muchos y de donde regresaban
muy pocos.

En las olas del océano y de la suerte

Vamos, suerte, vamos juntos,


puesto que juntos nacimos,
y, ya que juntos vivimos
sin podernos dividir
yo abriré con mi cuchillo
el camino pa seguir.

J osé H ernández, Martín Fierro

Así le habla a su suerte el gaucho Martín Fierro, que tiene


por patria las pampas, y la montura y la honra por bienes.
América formó hogar con España. Y el gaucho es hijo de
este hogar. Los americanos hijos de padres españoles se llaman
criollos. San Martín, libertador de América del dominio español
en el siglo xvin, era criollo de pura sangre española; creció y se
educó en España, y se convirtió luego en dirigente de los estados
que se independizaron de la madre patria. En todas las ciudades
de Sudamérica hay plazas y monumentos a su memoria.
El primero en intentar esta empresa fue Gonzalo Pizarro, el
menor de los hermanos; pero en aquel entonces Francisco ya había
muerto como peruano.

20
Hs conveniente recordar esta circunstancia antes de proseguir
rl relato acerca de ia conquista de América.
Después de su regreso de Italia, y sin dar noticia de ello,
líuncisco se detuvo en Sevilla, ciudad que podía considerarse
unno mercado de todas las posibilidades. Pues, ¿adonde debía él
dirigirse sino allí? Carecía de hogar. No podía contar con el de
«u madre porque ésta había, entretanto, contraído matrimonio
con un honrado labrador, ni tampoco con el de su padre, quien
nunca se había interesado por él.
A fines de aquel año partieron de Sevilla las primeras grandes
expediciones hacia el Nuevo Mundo, si la salida de tres o cuatro
embarcaciones puede ser considerada como gran expedición. En
Sevilla, se formó el Consejo de Indias, encargado de los asuntos
«le Ultramar. Pues Isabel y Fernando, como monarcas circunspectos,
no daban dinero ni hombres para empresas que no fuesen bien
estudiadas, y querían estar al corriente de las expediciones que
«alian.
Todos los planes eran sometidos al Consejo de Indias, el cual
daba el permiso o lo denegaba, e imponía las condiciones que se
ir sumían en tres cometidos: «Descubrir, relatar y poblar». Es de­
cir, descubrir nuevos territorios según copias de las cartas geo­
gráficas existentes; redactar informes de carácter etnográfico y
económico, y ver las posibilidades de colonización. Nada debía
«cr abandonado al azar ni a cualquier buena o mala ocurrencia,
fuera del cumplimiento de la expedición. De aquellos templados,
aguerridos, ambiciosos y quijotescos hombres nada escapaba al
severo ojo de la Audiencia, cuyo temible brazo era largo y pa­
ciente, del que nadie podía sustraerse por más influencia que tu­
viese. En todo el relato de la conquista apenas si encontramos
un hombre, entre los valientes conquistadores, al que no le hiciera
temblar la sombra de dicho brazo.
Francisco examinaba, a su modo, los escenarios europeos de
ln política española en pleno desarrollo, donde él quería probar
lortuna como hacían su padre y su hermano Hernando. En Euro-
|nt había que tener un nombre, y Hernando lo tenía. En las In­
dias Occidentales, se podía conseguir también; pero dependía del
|>eso específico de los hechos llevados a cabo por cada uno.
¿Cuándo partió Francisco para Occidente?
El nada nos refleja al respecto. Asimismo fue para su cronis­
ta Jerez más importante lo presente que lo pasado. Pues única­
mente lo actual edificaba lo por venir.
Una cédula real de 1529 nos remite a mucho después de 1504:
«Don Carlos, emperador semper augustus por la gracia de Dios, y
doña Juana, su m adre..., reyes de Castilla: ...según vuestra peti­
ción, Francisco Pizarra, tenéis el deseo de servirnos, al igual que
hicieron vuestros antepasados, como habéis venido haciéndolo

21
desde hace veinticinco años cuando salisteis de este reino para la
isla Española...»
En aquel tiempo, muy bien pudo Francisco haber salido en
una de las carabelas que hacían el viaje regular entre España y la
isla Española, llamada actualmente Samo Domingo, y quizá lo
hiciese como acompañante de la expedición. Si se medita acerca
de lo costoso que era un viaje entonces, cabe suponer posible lo
último.
En mayo de 1499, parte de Santa María una flotilla de cuatro
naves al mando de Alonso de Ojeda, quien pertenecía a la noble-
za{ como paje del duque de MedinaceÚ conoció la vida palaciega,
y, siguiendo a su señor, tomó parte en la conquista de Granada.
Acompañó a Colón en su segundo viaje, y a él se debe el primer
envío de oro a la península, que encontró en las arenas del río
Cibao y con el que se hizo la valiosa custodia de la catedral de
Toledo.
Aquella expedición de Ojeda fue la primera dirigida por un
español. Como pilotos le acompañaban el ilustre cosmógrafo Juan
de la Cosa, con quien volveremos a encontrarnos, y también el
florentino Américo Vespucio, con cuyo nombre se designaría para
siempre el Continente, aun cuando no lo hubiese descubierto ni
conquistado.
Hace suponer que Pizarro tomase parte en aquella expedición',
el que, más tarde, lo veamos estrechamente ligado con Ojeda y
con Juan de la Cosa. Pero puede que no fuese así.
A través de Juan de la Cosa, que, en 1500, publicó el prim et1
mapa de América, obtuvo Ojeda la licencia real para explorar y
colonizar el golfo de Urabá, la actual Colombia, en 1507. Y el gol-i
fo de Darién, situado al norte de aquél, le fue cedido al hacendado!
e instruido hidalgo Diego de Nicuesa. Los dos perecerían en la
realización de aquel favor real.
Lo más probable es que Pizarro saliese con Nicolás de Ovan-!
do, que, en febrero de 1502, partió al mando de la mayor flota
transoceánica conocida hasta entonces: cincuenta y cinco naves'
con dos mil quinientos pasajeros, entre los cuales había veinte
mujeres, artesanos y campesinos con sus aperos de labranza. Se
trataba de un programa de colonización cuidadosamente prepara­
do por el Consejo de Indias. A los pocos años, tuvo como resul­
tado una floreciente cría de ganado bovino y caballar en las saba--
ñas del Nuevo Mundo y la transmisión de la agricultura y horti­
cultura españolas. Lo prematuro de una empresa de tal magnitud
merece especial atención, pues está hecha con el fin de refutar
la obstinada y desacertada idea de que la conquista del Nuevó
Mundo era movida sólo por la sed de aventuras y por el intento
de saquear sus riquezas. Aun así, puede que esta idea perdure
mientras exista el Continente, pues está muy divulgada.

22
Por aquel entonces, Francisco se había convertido en un jo-
vni bizarro. El lienzo de un pintor desconocido, en el museo ar­
queológico de Madrid, nos presenta un hombre alto, de cabeza
lirqucña y frente despejada, y ojos negros de mirada atenta y re-
irlosa como los del azor. Mantiene la mano derecha medio ocul-
14 bajo la bastilla de su capa; una prominente nariz domina en
su profundo rostro, y una barba negra ribetea las finas y pro­
nunciadas líneas de sus labios. Es la imagen de un hombre caute­
loso y audaz a la vez que sereno y apasionado.
Así, pues, desembarcaría Pizarro en Santo Domingo en abril
tlr 1502. La isla servía como punto de apoyo y trampolín del des-
■nhrimiento que había empezado diez años antes. Allí iban reu­
niéndose todos los hombres, cuyos nombres están ligados con el
ulterior desarrollo de la conquista: Hernán Cortés, Balboa, Juan
ilr la Cosa, el experimentado Ojeda, y Pizarro.
Para hombres como aquellos, nada había que hacer en dicha
IhIii. Se les habían asignado tierras, que explotaban con indios.
Cortés se enriqueció con la cría de caballos. Mas no habían cru-
mulo el océano para dedicarse a aquello. Se comprende que Pi-
mirro fuese de los primeros que Ojeda incorporase a su expedi-
nón, en 1509, a Tierra Firme. También Cortés, primo de Pizarro,
miaba interesado en participar en ella; pero una llaga en una
pierna le impidió, afortunadamente, hacerlo; de lo contrario, la
inmediata gloria del conquistador de Méjico hubiese quedado em­
barrancada, como las esperanzas de muchos, en la homicida ba­
hía de Urabá. También fue retenido Balboa por las deudas que
tenía. Tras amargas experiencias, fue promulgada una ley según
la cual nadie podía abandonar la isla sin antes haber hecho efec­
tivas sus deudas. Más tarde, Balboa encontró su camino.
KI 10 de noviembre de 1509, Ojeda navegaba con viento favo­
rable hacia la desembocadura del Ozama. En las altas orillas des­
aparecerían las fortificaciones que el enérgico Bartolomé, hermano
ilc Cristóbal Colón, había hecho construir quince años antes; en
levante, desaparecía también la torre de San Francisco, así como
Iiih ruinas de la primera colonia, destruida por un temblor de
tierra. Pizarro tal vez pensase en sus plantaciones de yuca y de
taña. Otros miraban con satisfacción cómo se perdía el edificio
de la Audiencia, y unos terceros quizá pensasen con agradecimiento
ni el hospital de San Nicolás, donde habían sido asistidos gratui­
tamente en un momento de necesidad. La Española ya se había
((invertido en una colonia ejemplar según el plan del Consejo de
Indias; allí, nunca faltó dinero.
El bachiller Enciso, un importante hombre de la expedición,
te quedó en la isla, para salir luego con un barco de provisiones.
Y Nicuesa salía a los diez días para ocupar su puesto de gober­
nador. Los dos se apresuraron a abandonar la isla porque, en aquel

23
año, Diego Colón, hijo del descubridor, había sido nombrado go­
bernador e hizo valer las reivindicaciones de su padre, según las
cuales le pertenecían la isla y Tierra Firme, descubiertas por éste.
No obstante, si hubieran sabido lo que les esperaba en Tierra
Firme, no se habrían apresurado tanto a salir hacia allí. De todos
modos, Ojeda había navegado por aquellos parajes diez años antes;
por lo tanto, no era un principiante. En la proa de su embarcación,
la divisa del joven monarca, «¡Plus Ultra!», era besada por la
espuma de las olas.
2

TIERRA FIRME

Concbillos protegió firmemente a Ojeda y a


Nicuesa para armar sus barcos a cuenta del era­
rio real. Sin beneficio alguno para el rey, los dos
perecieron junto con la gente que los acompaña­
ba, por los muchos indios que mataron.

Bartolom é de las C asas

I m catástrofe de Ojeda

(x>n mar calmosa y viento favorable, en cinco días, deja atrás


Ojeda las mil millas que separan a Santo Domingo del golfo de
Cartagena. Conoce aquellos parajes ya de otros viajes anteriores
y cifra las esperanzas en la amistosa comprensión de los indíge­
nas.
Fatalmente, aquellas costas hacía poco que habían sido visi-
tmilis por el pirata Cristóbal Guerra, con el objeto de capturar
esclavos por su cuenta.
Un tropel de guerreros indios esperaban a los blancos, que ya
habían desembarrado, y los acogieron con gritos bélicos y des-
uirgas de flechas envenenadas, cuyo terrible efecto no tardarían
en sentir aquellos intrusos, aunque se tratase de una herida sin
Importancia. Al principio, vencieron fácilmente a los indios y se
lanzaron a su persecución por el interior de la selva hasta el po­
blado de Yurbaco. Ya en la espesura del bosque, la lucha tomó
las formas habituales. Los pertrechos de hierro iban caldeándose
lujo el sol tropical; una pesada vaharina saturaba el aire y hacía
casi imposible la respiración. Detrás de cada árbol acechaba un
tirador, cuya flecha derribaba al suelo a quien alcanzaba y le ha­
ría retorcerse convulsivamente de dolor hasta que le sobrevenía
la muerte. Una india salió al encuentro de cuatro españoles, dejó
lint* se le acercasen y los hirió mortalmente. Por dondequiera ace-
•uiiba la angustiosa muerte. Con su sección de vanguardia, Ojeda
entró en el poblado, y cayeron en una emboscada: los salvajes
loa atacaban por todos lados. Setenta españoles, entre dios Juan
«le la Cosa, encontraron una horrible muerte. G radas a su extra-
«>tdiñaría resistencia física y a su instinto guerrero, Ojeda logró
ponerse fuera de peligro. Cuando se encontró en la sdva con sus
«amaradas, llevaba su escudo casi destrozado por las flechas. Con
gran esfuerzo, condujo a los supervivientes a los barcos y se pre-
mupó por llevar los heridos a la retaguardia. ¡Ay de los prisione-

25
ros! Allí, a todos les amenazaba el canibalismo de los indígenas*.
¡Un horrendo preludio! La selva y los pantanos estaban cua­
jados de mortíferos flecheros. En los poblados, las viejas y las es­
clavas estaban sentadas en torno a la lumbre y preparaban una
ponzoñosa untura con curare, veneno de arañas, de hormigas y
de víboras, con el que muchas de ellas morían, para que los gue­
rreros emponzoñasen las puntas, de piedra o de hueso de pescado,
de sus flechas.
La noticia de la derrota de los blancos corre a lo largo de toda
la costa y da a los indios un feroz coraje. Las cabezas de los
caídos serán llevadas de un poblado a otro como trofeo.
En su barco, espera Ojeda la llegada de Nicuesa, y lo hace con
preocupación, pues Nicuesa tiene motivos para estar enojado, por­
que Ojeda se había marchado con uno de sus barcos, además de
haber desestimado sus derechos.
En realidad, Nicuesa no buscaba tanto a su rival para auxiliar­
lo como para pedirle cuentas. Tras advertir el fondeadero de las
naves de Ojeda, ordenó anclar sus barcos y se marchó acompa­
ñado de doce hombres en un bote hacia la costa. Ojeda salió a su
encuentro acompañado de dos hombres. Nicuesa, hombre fácil­
mente irritable, saltó al agua con la espada y el escudo para lan­
zarse al encuentro del otro, antes de que sus hombres lo llevasen,,
como era costumbre, a hombros para que no se mojase. Lanzó una
mirada penetrante a Ojeda, quien le dijo:
—Señor Diego Nicuesa, he sido batido; mi empresa ha sufridoj
un percance. Los indios han dado muerte a mis hombres, entre ellos
a mi ayudante Juan de la Cosa.
Cuando Nicuesa vio brotar las lágrimas
no dijo una sola palabra. Su cólera se trai
miento. Ordenó a su tripulación que desembarcase y, bajo la di­
rección de Ojeda, anduvieron un día y una noche hasta el pobladaj
donde se había producido el ataque por sorpresa, y donde fueros
recibidos con gritos de guerra. Asaltaron el poblado, en medio del
cual vieron tendidos a sus camaradas, y también a Juan de la Cosa;
en estado casi de descomposición; sus heridas evidenciaban que
habían sido cogidos vivos por los indios, y utilizados luego coma)
blancos de sus envenenadas flechas. Dieron muerte a hombres y a
mujeres, tras lo cual incendiaron el poblado y, sin descansar en
pleno amanecer, emprendieron el regreso de aquel paraje de la
muerte hacia sus barros.
Después de aquel sangriento y ejemplar castigo, los dos homb
se separaron y no volvieron a verse nunca más.
Allí, Ojeda procedió a la primera fundación en el Continente,
y le dio el nombre de San Sebastián, en honor del patrón protector
contra las flechas de los indígenas.
t. Coof. HntUncz re O viedo: Historia general y natural de las Indias, xxvtt.

26
1.a elección fue desacertada; la fundación no pudo sostenerse.
I .a pequeña guerra no cesó. Las patrullas no buscaban oro, sino
vituallas, cuya obtención se iba haciendo cada vez más difícil. Oje*
da es alcanzado por una flecha; manda que le cautericen la herida
mil un hierro candente que le clavan hasta el hueso. Salva su
vida, aunque no recuperará su extraordinaria fuerza física que lo
había hecho célebre en todos sus viajes a las Indias, desde que
luí izó una naranja a lo alto de la torre de la Giralda en Sevilla.
Despiadadamente, los atormentaba el clima palustre, el tórrido
«ni durante el día, los enjambres de mosquitos por la noche y,
ante todo, el hambre feroz. Comían renuevos de palma y raíces,
|Nir lo que enfermaban. A veces, tenían la suerte de cazar algún
tapir. Las aguas estaban cuajadas de caimanes, circunstancia que les
Impedía dedicarse a la pesca. Consideraban manjar delicado la
mi ne de caballos enflaquecidos.
Esperaban la llegada de Enciso, que debía auxiliarles con un
barco de provisiones de la isla Española. ¡Vana espera!
¡Al fin! Una mañana, llegó desde la costa la voz de «¡Barco a
la vista!» ¿Sería Enciso? ¡Por fin, podrían comer humanamente!
Dispararon sus armas de fuego, y en la costa se levantó una cor­
tina de fogonazos y humo de pólvora, a donde la embarcación
Minó rumbo.
No era Enciso, sino un bergantín con sesenta hombres a bordo,
«I mando de un tal Bernardino de Talavera. No estaba clara su
miaión en aquellas latitudes; pero llevaban comestibles, que cam­
biaron por oto aquellos hambrientos.
Talavera tenía motivos suficientes para silenciar de dónde ve­
nia y a dónde se dirigía. Endeudado en la Española, escapó con
•na compañeros en un barco de aprovisionamiento genovés que
«•taba andado en Ozama, y se hizo pirata; su fin sería la horca
»n alguna parte. Parece ser que estaban enterados de la expedi-
• ión de Ojeda, con quien buscaban concertar algún asunto.
Ante aquella necesidad desesperante, decidió Ojeda valerse de
l nlavcra para conseguir ayuda en Santo Domingo.
¿A quién designar para cubrir, durante su ausencia, la vacante
•li' suplente, que había quedado después de la muerte de Juan de la
< osa?
Sin duda, a Francisco Pizarra, el hombre que, tanto en el avan­
te como en la retirada del mes anterior, había dado muestras de
valor, constancia y lealtad ante sus subordinados, y que había
puesto de manifiesto su conocimiento de cómo tratar a los indí­
genas ante su comandante.
Kn virtud de sus reales poderes, dio Ojeda el cargo de suplente
ni irujillano, lo ascendió a capitán y puso a sus órdenes, como te­
niente, a un tal Valenzuela.
A partir de aquel momento, tenía Pizarra el grado que corres-

27
pondía a su nombre, grado con el que su padre había salido para
Italia bajo el mando de Gonzalo de Córdoba.
—Capitán Pizarra, tomaréis la dirección de la colonia, y en este
cometido adoptaréis las medidas que creáis convenientes. Si den­
tro de cincuenta días no he regresado, sois libre de abandonar esta
fundación. ¡Adiós!
Con dichas instrucciones, se despidió Ojeda. Fue el último
«¡Adiós!», la despedida a todas las esperanzas de su vida, grávi­
da de esfuerzos y de privaciones
Apenas el barco pirata se hubo alejado del golfo de Urabá,
ordenó Talayera que encadenasen a su pasajero. Fue una suerte
que tomasen rumbo a Cuba y naufragasen allí. En tal situación,:
necesitaron de la experiencia de su prisionero, «que, solo, valía
más que la mitad de ellos». Durante un horrible mes, condujo
Ojeda el grupo a través de la isla, y cruzó la terrible región
pantanosa de Zapata, en donde pereció la mitad de la banda. Era
un descanso encontrar un mangle donde poder tumbarse a dormir.
En los momentos de desesperación, buscaba Ojeda una rama y de
ella colgaba una imagen de la Virgen que le había regalado el
obispo Fonseca, la cual siempre había llevado consigo; ante ella
oraba y renovaba sus esperanzas, cuando parecía no haber ninguna..
Pasada la zona pantanosa, fueron recibidos por unos pacíficos!
indios, con la ayuda de los cuales Ojeda envió un bote a Jamaica.'
El gobernador de la isla, Juan de Esquivel, cuya cabeza Ojeda
había aconsejado cortar, les envió ayuda para que pudiesen tras­
ladarse a Santo Domingo; allí, fueron ahorcados los piratas su­
pervivientes. Ojeda estaba tan agotado, que no se veía con fuer­
zas para llevar a cabo su empresa.
Sobre él, Oviedo nos dice: «Ingresó en un convento frandsl
cano para tener una muerte cristiana, circunstancia que se dio
en muy pocos conquistadores.» Ojeda mereció el sencillo, peto
expresivo, epílogo del estricto fray Bartolomé de las Casas: «En
la búsqueda de oro por estas tierras indias, seguro que los espa­
ñoles pasaron las más crueles y amargas privaciones que ser hu­
mano haya podido soportar. Pero lo que Ojeda y sus compañeros
sobrellevaron, supera todo lo otro».

El capitán Francisco Pizarro

Mientras, la situación iba siendo día tras día más desesperadd


en San Sebastián. Todo se vuelve contra los extranjeros: el país,
los habitantes y las fieras. Pizarra estudia la selva, enemigo con
que habrá de tropezarse en todas partes.
Los hombres mataban el sombrío tiempo jugando a los dados;

28
y relacionándose con las indias, que no resultaban difíciles de
Malquistar. Su capitán considera la forma de cómo dominar el
I>ii ( k, único camino por el que se puede hacer un nombre. Ya está
i<n el primer peldaño.
I.a tropa se impacienta detrás de sus empalizadas, porque se
ve prisionera del país y de los indios que los rodean, los cuales
i»- muestran ya amistosos, ya hostiles, mas siempre enigmáticos,
t’i-ro ningún soldado se queja de Pizarra quien los forja en un
Imreo destacamento. Si se ponen enfermos, los cuida como un
|niilrc; lleva los heridos a hombros cuando regresan de una in-
nirsión, y les venda las heridas como hiciera cuando alguna de
«ii « ovejas se hería una pata en los peñascales de La Zarza. Es
un hombre que parece estar inmunizado de las fiebres. En los
tifus de hambre, no se ponía a comer antes de que cada uno hu­
biera recibido su radón, y no comía una mazorca de maíz más
que sus soldados.
Vulcnzuela insiste en abandonar la fundación:
—¿Qué nos espera aquí sino la tumba en el vientre de un cai­
mán, o en el de un caribe, y un puesto en la colección de cabezas
ili' algún cacique? —exdama, desazonado.
Mas Pizarra espera que llegue el quincuagésimo día en que
irrmina el plazo. La paciencia es una de sus mejores prendas.
Quedan setenta hombres de los doscientos veinte con que Oje-
ilu había salido de Santo Domingo. Ahora tiene sitio suficiente
ru los dos bergantines de que disponen. Por fin, Pizarra derriba
ri primer poblado que los europeos habían edificado1 en el con­
tinente americano, y se hace a la mar, con rumbo al punto de
partida. Tal vez encuentren embarcaciones españolas por el ca­
mino. Les sorprende un d d ó n . Uno de los bergantines es destra­
tado por las olas, lo cual parece como si un enorme pez le redu-
K a astillas el timón. Un regreso verdaderamente trágico. Son
t nidos por todos los elementos.
Aquello fue la primera derrota y el primer regreso en que Pi­
tarra fue puesto a prueba.
Toman rumbo a Isla Fuerte; pero los caribes los ahuyentan.
I'ras esto, se dirigen de nuevo a Cartagena para aprovisionarse de
«lltiu, pues casi se mueren de sed.
1.a fortuna quiere que allí se encuentren con Fernández de En-
«lao, quien, con un bergantín y una nao cargada de gente y basti­
mento, sigue la ruta hacia donde se había instalado Ojeda. Desde
t'«lc momento, Enciso toma el mando.
Pizarra le informa del plazo dado por Ojeda para abandonar
rl emplazamiento. Enciso desconfía; sospecha que se trate de un
motín. Pero oye juramentos de aquellos hombres y ve su deplora-

I . II e u b u : DéetuUs, I, vil, 14-17.

29
ble aspecto y contempla la biliosa amarillez de su piel, producid*
por la prolongada inanición y el infecto aire. Cree en sus pala*
bras; luego les ordena que, junto con él, regresen a San Seba»
tián.
Aquello suponía demasiado para las treinta y cinco hambrien­
tas figuras que aún quedaban de la expedición de la Nueva Anda­
lucía. ¡No querían regresar a aquella «ciudad de la muerte»! Le
ofrecieron a Enciso doscientas onzas de oro si los dejaba volvef
a la Española, o a donde estaba Nicuesa. ¡Cualquier cosa antes
que regresar al golfo de Urabá!
Pero Enciso no se dejó convencer, y les dijo:
—Tenemos que seguir rumbo a San Sebastián, porque tal ve*
encontremos allí a Ojeda.
Cruzaron la desembocadura del Cenó, pues Enciso había oído!
decir que dicho río arrastraba afena aurífera. Pero los indios les
obstaculizaron la exploración. Y, tras haber perdido dos hom­
bres en aquel intento, se hicieron a la mar.
En Punta Caribana, se fue a pique un barco, por negligencia
del timonel. La tripulación pudo salvarse; pero se perdió el valiosa
cargamento de yeguas y de cerdos para carne.
En este punto, también Enciso empieza a creer que esta costa
es un lugar siniestro; pero no queda otro refugio que San Se­
bastián. Reparan las abandonadas instalaciones, y esperan a los
enemigos aliados: el hambre, la selva y el indio. Carecen de me­
dios para quedarse, y de barcos para irse.
Enciso quiere realizar personalmente una exploración en el in­
terior del continente. Los indios de la selva ya no los temen. Tras
dejar algunos muertos, que luego serán comidos por los atacad
tes, se retira derrotado a su campamento. El estado de ánima
amenaza con quebrantarse. Los ciclones y las lluvias torrcnciatti
asolan las pútridas barracas de madera. Los fastidiosos bicho*,
serpientes, escorpiones, salamandras y, por la noche, los millón®
de insectos, y el suave revoloteo de los vampiros, convierten la
estancia en un infierno.

Vasco Núñez de Balboa

En estas circunstancias, la gente escucha de buena gana lo*


consejos de ün hombre con mucha experiencia que ha llegado en
la expedición de Enciso: los consejos de Vasco Núñez de Balboa,
aunque carezca de graduación y no tenga mando.
Como ya hemos dicho, a Balboa sus deudas le impidieron in-:
corporarse a la expedición de Ojeda; pero supo vencer esta la­
mentable dificultad. Mientras expedían provisiones para el barca

30
ilc Enciso, consiguió esconderse en un barril de cubierta, del que
mitió para descontento de Enciso una vez estaban en alta mar.
El bachiller le amenazó con desembarcarlo en la primera isla que
encontrasen; pero no tuvo ocasión de hacerlo, y cargó con él. Bal-
Immi le agradeció poco esto último, y no le olvidó nunca más
ni|uella amenaza; era paisano de Pizarra, posiblemente fuese oriun­
do de Badajoz. Al mando de Bastida, había realizado un viaje de
i i-conocimiento por las costas colombianas y venezolanas, en 1500,
imr lo que conocía bien aquellos parajes. Más tarde, se hizo co­
lono sin prosperar mucho en aquella ocupación; ahora estaba
metido en aquel destacamento, perdido en San Sebastián.
—En la parte occidental del golfo, conozco un sitio tranquilo
y fecundo, y con un clima soportable —dijo él— . Los nativos son
pacíficos. Luchan sólo con porras, y desconocen las flechas enve­
nenadas. Os podría llevar hasta allí...
Enciso reflexiona profundamente. Es licenciado, y pertenece a
aquellas personas que no pueden tolerar a los soldados. Se toma
ru serio las instrucciones reales, y sabe que la parte occidental
del golfo le ha sido destinada a Nicuesa. Mas como la situación
no ofrece otra salida, da su consentimiento.
Casi pegada su embarcación a las otras más pequeñas, cruzan
las quince desembocaduras del río Darién, y desembarcan en la
tosta indicada por Balboa.
La orilla es próspera en frutos, ofrece un aspecto pacífico y
tiene un clima soportable. Por descontado que los nativos tienen
noticia de los sangrientos sucesos acontecidos en la otra parte del
golfo, por lo cual reciben recelosos a los visitantes. Enciso orde­
na construir un puesto fortificado, y le da el nombre de La Guar-
iliu, porque es un puesto de guardia ante los caribes, quienes, al
principio, los contemplan en actitud de espera. Pero, al darse
menta de que los extranjeros piensan quedarse allí, el cacique
tic-maco reúne sus guerreros en un altozano y manda decirles a
los españoles que desaparezcan si quieren conservar sus vidas.

Un Santa María de la Antigua

Aun deseándolo, no Ies queda otra solución que permane-


n-r allí. Enciso dirigió una alocución a sus hombres, como había
brido de César y de Tito Livio en «El humanista». Les hizo jurar
que no retrocederían aun cuando cada uno tuviese que combatir
mntra treinta indios. Luego hizo, en nombre de todos, la prome-
iH de enviar todo el oro y la plata alcanzados después de la vic­
toria al santuario de Santa María de la Antigua en Sevilla. La
■lisa del cacique debía ser transformada en iglesia, y a la nueva

31
fundación ponérsele el nombre de este santuario. Tras lo cual to­
dos se arrodillaron para orar.
Luego de haber dado las gracias al Cielo, atacaron como hom­
bres para quienes no existía la retirada. Los indios fueron total­
mente derrotados. Cemaco y sus guerreros huyeron despavoridos
hacia la selva. Y los extenuados vencedores irrumpieron en el de­
solado poblado, donde pudieron apaciguar el hambre de unos
meses con pan de yuca y frutas. Al día siguiente, después de unas
declaraciones de los prisioneros, encontraron ocultas en la espe­
sura de la orilla del río provisiones y fardos de tela, mantas para
dormir y ponchos, grandes tinajas con cereales y dos mil onzas
de oro en argollas para el cuello, prendedores, brazaletes y demás
joyas pulcramente fabricadas por los indios.
La fundación de Santa María de la Antigua avanza lentamente,
es decir, según un plan previsto.
En atención a sus plenos poderes, Enciso se nombra alcalde
mayor, o sea la más alta autoridad civil y jurídica.
El capitán Pizarro queda al mando de la tropa. Prudente a la
vez que enérgico, realiza correrías o entradas, como así se llama­
ban en los tiempos de la invasión árabe en la Península, para pro­
teger los tranquilos comienzos de la primera ciudad europea en
el Continente. Balboa acompaña al trujillano, con quien se entien­
de perfectamente. En ocasiones, regresan con oro de dichas co­
rrerías.
Todo será rigurosa y legalmente dividido. Tras restar de la
cantidad la quinta parte para el rey, la sobrante es repartida de
modo equitativo según el empleo de cada uno y sus servicios;
prestados. El que intentase quedarse algo del botín, jugaría con
la vida.
Aquí, se siente Pizarro como en la avanzadilla de su futuro. Se
muestra magnánimo con su parte de oro. También Balboa obra
del mismo modo. No es que para ambos el oro tenga menos sig­
nificación que para los demás. Pero sus pasiones están domina­
das por la hazaña.
Angustiado, arrogante y desapacible como un hombre que se
encuentra entre analfabetos, Enciso lleva un régimen severo. Des-)
de el momento en que se ha acreditado como caudillo valiente,
permanece cual un extraño entre su gente. Tampoco los indios le
tienen simpatía.
Por el contrario, el vigoroso Núñez de Balboa es amable con la
gente y está siempre dispuesto a ayudarla, y, así, va ganando la
simpatía que el bachiller está perdiendo. Nadie quiere amotinar­
se, porque es muy peligroso; pero hay diferentes caminos. Balboa
es muy hábil, y tiene una cuenta que saldar con Enciso. No se
olvidan tan fácilmente las horribles horas en que el polizón se
vio amenazado con ser desembarcado entre los caníbales.

32
l,n gente comentaba en voz baja que Balboa sería mejor al-
mide que el bachiller; pero no había más remedio que mantenerse
dentro del marco de la ley. Balboa halla una fórmula muy opor­
tuna: ya no se encuentra en la esfera de acción de Ojeda, sino en
la de Nicuesa, y, según ésta, Enciso usurpa derechos que no le
corresponden; pero Balboa no quiere apoderarse del empleo de
éste. Pizarra sería el hombre apropiado para hacerlo; mas no
i|iiicre saber nada de estas cosas, ni nunca se ha preocupado por
aprenderlas; es soldado, y sólo obedece órdenes; si alguna vez
ijiiisicse emprender algo grande, lo haría en su nombre y em­
plearía el modo más legal posible.
Así, la mayoría de los ciento ochenta hombres que componían
In fundación eligieron alcalde a Balboa, para oponerse a Enciso
y n sus seguidores. Los dos bandos establecieron una especie de
condominio, con un ojo puesto en la Audiencia y el otro en el
( ionscjo de Indias.
Se construyeron sólidas casas, la iglesia, el consistorio y un
depósito de víveres con sus dependencias administrativas. Fue-
mn haciéndose más amistosas y seguras las relaciones con los
indígenas, gracias a las armas de Pizarra y a la diplomacia de Bal-
U>n. A ello contribuyeron los numerosos sirvientes nativos que se
alojaban junto con los españoles. A causa de su condición servil,
las mujeres se unían gustosamente a los europeos, quienes más
de una vez tuvieron que agradecerles a ellas advertencias que los
libraron del peligro. Los colonizadores estudian el país, conocen
«iis frutos como la harina de la raíz de la yuca, el valioso maíz, la
exquisita fruta de los árboles, y la fauna de la selva como el oce­
lote, la víbora venenosa, la anaconda, el gato montés, el lobo cer­
vario, el tapir, el perezoso, el policromo pájaro mosca, el colibrí.
Iltilboa quiere enviar de regalo un puma al palacio del monarca.
A pesar de toda esta riqueza, Santa María la Antigua no debe
«cr el final del viaje que han emprendido. No han salido de
Castilla y de Extremadura para hacerse agricultores en América.
Yu ninguno puede soportar este tranquilo y seguro sistema de
vida. La inquietud los empuja adelante, donde perecerán la ma­
yoría.I

I I fin de Diego de Nicuesa

F.n la primavera de 1511, detonaron disparos de artillería en


lita amias del golfo. ¿Anunciarían la llegada de Ojeda? Las culebri­
nas de Santa María respondieron a los cañonazos.
Pero no es Ojeda, cuyo drama finaliza sosegadamente en el
convento franciscano de Santo Domingo.

33
Es Rodrigo de Colmenares, un capitán de Nicuesa.
Nicuesa había zarpado de la Española con casi el doble de
fuerzas que Ojeda. Y su historia había transcurrido aún más de­
sesperante que la de éste. Después de su ayuda en Yurbaco, na­
vegó hacia el norte en dirección a Veragua. Un temporal deshizo
su flotilla; perdió contacto con Olano, jefe de la flota, embarrancó
y se batió con su gente, acosada por el hambre y los salvajes, en
una lucha agotadora a lo largo de la costa cubierta por la selva.
Se dio la feliz contingencia de que descubrieron la nave de Olano;
pero, a pesar de eso, no pudieron resolver la necesidad. Aumenta­
ba el hambre. Durante una correría en busca de alimento, un des­
tacamento encontró un indio muerto, sobre el cual se abalanzaron
enloquecidos por el hambre y fallecieron todos tras aquella horri­
pilante comida. Más de una vez, comentan los anales de la Con­
quista casos de canibalismo motivados por la desesperación.
Nicuesa inspeccionó la embarrancada nave, con cuyo madera­
men construyeron una nueva embarcación. Así que continuaron
costeando en busca de vituallas hasta que descubrieron un ade­
cuado atracadero. «En nombre de Dios —dijo Nicuesa— , nos que­
daremos aquí.» De este modo se dio el apelativo de Nombre de
Dios a aquella hambrienta fundación, que luego desempeñaría un
importante papel como punto de apoyo para cruzar el istmo. Lo
primero que hicieron no fue construir casas, sino tumbas para los
camaradas que iban muriéndose de inanición.
Allí fue donde Colmenares se encontró con Nicuesa; su infor­
tunio no había sido menos lastimoso que el de éste. Veintidós
de sus hombres cayeron en una emboscada de los caníbales cuan­
do iban en busca de agua potable. Mientras estaban acampados <
descuidadamente, fueron muertos otros cuarenta y siete. Cinco
pudieron escapar al interior de la selva, y salvarse subidos en lo
alto de un árbol. Pero cuando al día siguiente se encaminaron)
hacia su barco, fueron sorprendidos por los indígenas y tuvieron*
el cruel fin que sus compañeros.
Así, pues, navegaba Colmenares con los barriles de agua vacíos
y buscaba desesperadamente el resto de la gente de Ojeda, hasta
que los encontró en Darién.
«Nunca se habían abrazado los españoles derramando tantas lá­
grimas como en aquella ocasión», escribe Gomara.
Pero, en aquellos hombres, dominaba tal quijotismo, que parecí^
como si la desdicha no tuviese importancia para ellos.
Tan pronto como le dijo Colmenares a Diego de Nicuesa, en
su hambriento desembarcadero, que el diezmado destacamento de
Ojeda se había establecido, al mando de Enciso, en sus dominios;
juró castigarlos severamente y quitarles todo el oro, por haberse
acomodado allí sin permiso suyo.
Es fácil adivinar con qué estado de ánimos fue recibido Ni-

34
mesa en Santa María. Zamudio, colega de Balboa en el munici­
pio, se enfrentó con el exaltado colonizador. Nicuesa, ya agotadas
sus fuerzas, pidió que le permitiesen quedarse allí; si no podía ser
de gobernador, fuese al menos de conciudadano, porque prefería
*|iic lo encadenasen a regresar a Nombre de Dios.
Por más que Balboa se esforzase en impedirlo, Nicuesa fue
encarcelado y maltratado; finalmente, se puso a disposición suya
una embarcación inservible y se le dijo que se hiciese a la mar,
que amenazaba temporal. Con ello quedaba sellado su destino.
IX* los trescientos hombres con que habían partido de Samo Do­
mingo sólo setenta habían podido arribar a Santa María; habían
embarrancado con sus naves y perdido su fortuna en aquella em­
presa. Tras lo cual siete de ellos le permanecieron fieles, y lo hi­
cieron más por compasión, que por cifrar en ¿1 esperanza alguna.
El 1 de marzo de 1511 zarpó Nicuesa de la playa de Darién;
con lágrimas en los ojos, pronunció el salmo: «¡Preséntate, Señor,
y estaremos salvados!» Nunca más se supo de él.
Las Casas dedica a Diego de Nicuesa la siguiente apreciación:
«Fue discreto en el discurso, un gran violinista y un excelente ca­
ballero».

Exploraciones de Balboa y de Pizarro

Después de la desaparición de Nicuesa, vuelven a ponerse ten­


sas las relaciones entre Enciso y Balboa, que mantiene cogidas
fuertemente las riendas, presenta una acusación contra el bachi­
ller por insolente burocratismo y manda encarcelarlo, para pre­
pararle el camino al destierro.
Enciso sale para la Española, acompañado del segundo alcalde
Zamudio, quien lleva los autos. Balboa era lo suficientemente cir­
cunspecto para enviar a través de su hombre de confianza «un
buen presente en oro» al tesorero de la corona, Pasamonte, hom­
bre muy acreditado en palacio. Estaba seguro de que la pelea con
Nicuesa y luego con Enciso no interesarían ni al Consejo de In­
dias ni a la Audiencia.
Enciso emprende viaje hacia España, donde piensa entablar
un pleito contra Balboa y sus camaradas, y también contra Fran­
cisco Pizarro, quien, al regresar quince años más tarde a la patria,
advertiría la buena memoria de la justicia española.
En el mismo año de su llegada, Enciso publicó su Summa Geo-
grapbica, que era la primera geografía científica de los territorios
descubiertos en d Nuevo Mundo.
Tres años más tarde, se encontró de nuevo con su enemigo jura­
do en Santa María.

35
Balboa es comandante de doscientos cincuenta hombres. Sabe
que sólo hechos de importancia pueden apuntalar sus puntos fla­
cos.
Aparte de algunas correrías por la costa, el interior del Con­
tinente sigue desconocido para ellos. Escucha a los indios, y pre­
para exploraciones.
En estas exploraciones, oímos el nombre de Francisco Piza­
rra.
Con seis hombres, explora el Coiba, célebre por sus frutos y
arenas auríferas. A unas tres millas río arriba, le sale al encuen­
tro el cacique Cemaco con doscientos guerreros. Pizarra rechaza
a los atacantes; pero tiene que volverse con su patrulla.
Ahora marcha Balboa con ciento treinta hombres hacia Coiba.
El cacique Careta se niega a darle provisiones; ante esta negativa
Balboa lo detiene junto con sus mujeres, sus hijos y sus criados.
Al registrar el poblado, se encontró con que aparecieron tres es­
pañoles, desnudos y tatuados como indios. Los tres habían huido
de Nicuesa, y se habían quedado con los indios, que los habían
convertido en una especie de caudillos. Le sirvieron de oportunos1
intérpretes, y Balboa aceptó la propuesta de los tres para poner
en libertad a Careta y ayudarle en su lucha contra su vecino Pon-
ca, a cambio de que le diese provisiones.
A partir de este momento, Careta se convierte en fiel amigo de
Balboa, que posee un prodigioso talento para convertir en seguros
aliados a los indios vencidos.
Los subcaudillos de Careta acompañaron al destacamento es­
pañol hacia el interior del país. De regreso a la costó, sucedió un
encuentro decisivo, tanto para Balboa como para Pizarro. A tra­
vés de sus amigos indios conocieron al poderoso cacique Comagre,
que vivía con su numerosa familia en una espaciosa casa con una
sala grande donde agasajaba a sus invitados con asado de venado,
pan de maíz, exquisita m ita y vino de palma. En obsequio a ellos
luce una fastuosa vestidura de tela bordada en oro; además lleva
adornos hechos de carey con piedras y metales preciosos, alas de
luciérnaga y plumas de ave, como más tarde asombrarían a Piza­
rra en el país de los incas. Grave, acompañó a sus visitantes a la
sala donde se guardaban las momias de sus antepasados, a la del
jefe de tribu, que medía 150 pies de largo por 80 de ancho y tenía
un techo de madera artísticamente tallado. En la bodega guardaba
cubos y cántaros con cerveza de maíz, vino de fruta tinto y
blanco, dulce y agrio, y de almíbar. «Lo cual gustó mucho a nues­
tros españoles», advierte un cronista.
Comagre tenía siete hijos de sus correspondientes siete mujeres.
«Los caciques procuraban tener tantas mujeres cuantas pudiesen
mantener y satisfacer en aquellos países», escribe Gomara.
El hijo mayor, Panquiaco, les entregó a los españoles setenta

36
«••clavos para que les sirviesen como ajoberos'. Además, les dio
cuatro mil onzas de oro en trozos artísticamente elaborados. Bal-
Ixia juntó aquel oro con el que ya tenían y lo fundió. Después de
quitar la quinta parte1 para el rey, repartió el resto equitativamente
m ire sus hombres.
Ix)s soldados entraron en discusiones mientras pesaban su parte
»lc oro.
Panquiaco se quedó escuchándolos seriamente; luego, desazo­
nado, dio tal puñetazo en los platillos de la balanza, que el oro
kkIó por el suelo, y les dijo:
—Si hubiera sabido que vosotros, cristianos, habíais de discu­
tir de ese modo con mi oro, no os lo hubiese dado. Pues soy ami­
go de la paz y de la armonía. Me sorprende vuestra ceguera, ca­
paz de convertir obras artísticas de oro en lingotes y, siendo tan
Imenos amigos como sois, discutir por objetos tan comunes e in­
significantes. Hubiera sido más acertado que os hubieseis que­
dado en vuestras lejanas tierras donde, según vosotros, hay hom­
bres selectos e instruidos, en lugar de venir a discutir en nuestra
i Ierra donde nosotros, bárbaros como así nos llamáis, vivimos en
piiz. Pero si tanta es la avidez que tenéis por el oro..., os voy a
nombrar un país donde lo encontraréis a montones...
Gomara, de quien hemos tomado este discurso, el cual se de­
sarrolló en un estilo totalmente humanitario, agrega: «Nuestros
españoles escucharon con asombro las sabias palabras del joven
Indio...»1
Luego, los tres españoles que entendían el lenguaje le pregun­
taron cómo se llamaba dicho país y dónde se encontraba.
-El país se llama Tumanama —respondió Panquiaco— , y está
a seis puestas de sol.
l'ero les advirtió que tendrían que cruzar una montaña antes
dr llegar al otro mar.
Cuando oyó la expresión «otro mar» Balboa abrazó al hijo del
i auque. Aquella era la noticia que inspiraba la obra de su vida.
Ya Colón había buscado un paso hacia el mar occidental, y Bal-
litui comprendió que su misión consistía en encontrarlo.
Panquiaco quedó para siempre amigo de los españoles. Quiere
Hnmpañarlos hacia el mar desconocido, pero con no menos de
mil hombres bien armados, lo cual evidenciaba que el hijo del ca-
i ique no estaba bien informado de aquel fabuloso país.

I fin estas regiones existía U esclavitud en diferentes grados. Los propiamente escls*
* • , estigmatizados la mayoría de ellos, eran considerados como bestias por sus dueños
f militados para casos de ofrendas humanas y de antropofagia. Los otros, llamados nabo*
Mss. (fiiíruuban de algunos derechos y sólo estaban obligados a servir a sus dueños.
i. La «Quinta parte para el rey» era, como en otros usos en la guerra, tomado de loa
julos.
.V Ex improbable que el hijo del cacique se expresase tan vigorosamente. Ello es
muritra de la retórica humanista que a menudo encontramos en Herrera y en Gomara.

37
Uno de los hombres que escuchó aquella conversación sobre
el mar occidental fue Francisco Pizarro. En otras conversaciones
se habló también de un poderoso imperio situado en el sur, cuyo
soberano comía en vasijas de oro. La noticia despertó la fantasía
en Pizarro; también para él significaban bien poco las onzas de
oro comparado con aquella dase de noticias.
Al regreso de aquella larga expedidón, Balboa envió desde
Santa María a Santo Domingo y a España notidas trascendenta­
les. Cinco mil pesos de oro, como la quinta parte pertenedente a l .
rey, acompañaban el mensaje, el cual rehabilitaba a Balboa ante
los ojos del rey Fernando. Pero nunca llegaría a su destino: la
carabela que llevaba tan importante mensaje naufragó en un hu­
racán.
Im pedente por la suerte de aquella primera embajada, Bal­
boa ordenó a Rodrigo de Colmenares y a Juan de Quinoedo, dos
distinguidos hombres de la colonia y notables oficiales del rey,
que zarpasen para España. Junto con las peculiaridades del Con­
tinente, entre ellas un «león pardo», llevaban para el rey escogjk
das joyas de oro, con que los indios adornaban sus atuendos, como
ilustración d d informe sobre los trabajos realizados en d terreno
de la colonización y del descubrimiento, y de otros planes.
Descubrir, relatar, poblar: en esta directriz dada por d rey
también se mantenía Balboa. Por más seductor que paredese el
resplandor del oro, no era así en la realidad. Lo persistente y lo
creador en estos hombres consistía en esta triple misión.
En septiembre de 1512, la legación zarpaba de Santa María de
la Antigua rumbo a Sevilla. Los dos hombres llevaban en sus bol­
sillos el destino de su capitán.
Francisco Pizarro se quedó con Balboa. Aún continuaba de su­
bordinado, como venía siéndolo dos decenios, y tenía que hace^
cumplir las órdenes que redbía; ahora, las recibía de Balboa; luego]
las recibí* para hacerlas cumplir contra éste.
3
POR EL ISTMO, HACIA «LA MAR DEL SUR*

Todos los esfuerzos realizados y todo el oro reunido basta en­


tonces le parecían a Vasco Núñez de Balboa poco si pensaba en
■ti denunciante, que se encontraba en España. El hecho, que na­
dir podría hacerle cambiar, y que afirmará el terreno bajo sus
pies, está aún por realizar: el descubrimiento del nuevo mar,
«'Hito que sería su defensor en el palacio de Fernando. Si hubiera
saludo que, en aquellos días, su colega de administración, Zamu-
dio, había conseguido eludir con mucha astucia y apuros ser en-
i arcelado en España, hubiese actuado con más diligencia. El no
debía arriesgar que otro emprendiese la marcha, tras haber sido
proclamada la noticia a los cuatro vientos*.
Es notable el modo como Balboa evalúa a Pizarro, al tomarlo
mmo capitán en aquella expedición, para la cual necesita exclu­
sivamente hombres de carácter duro.
A comienzos de septiembre embarcan ciento noventa espa­
ñoles en el más tarde llamado puerto de A da, situado en la re­
gión del amistoso cadque Careta, y reconocido como el punto de
partida más favorable para realizar la exploración a través del
Istmo. Dejó sus embarcaciones y gran parte de sus hombres a Ca­
le tu, así como su fiel amiga Anayansi, hija de éste; mientras se
Internaba con un selecto grupo de hombres hacia el interior del
país, Careta puso a su disposidón guías y peones.
Primeramente entraron en la región vecina del cacique Ponca,
que rehuyó de nuevo encontrarse con ellos. Pero esta vez le fue-
ion pisando los talones hasta que, tras discretas negociaciones,
concertó relaciones amistosas con ellos. H ubo el correspondiente
Intercambio de presentes. Ponca sacó ciento diez pesos oro y re-
ilhió los buenos y codiciados cuchillos y hachas, además de unas
mantas naderías que, aunque como tales, son siempre admiradas
iNir el hombre primitivo. Pero lo importante para Balboa fue que
l'nnca puso guías y peones a su disposición.
Desde aquel momento, entra la columna en un nuevo país. Con
hachas y cuchillos se abren paso por la selva y los bosques vírge­
nes, tienden puentes sobre los rápidos cauces de los ríos, y vadean
los amplios espacios pantanosos.
Acerca de aquellas marchas informa Balboa al rey: «A menudo
■reíamos perecer de ham bre... Me hace estremecer recordarlo...
Cruzamos ríos y pantanos, bosques y montañas... dos, tres leguas
metidos en agua y barro, desnudos, con la ropa y las armas hechasI.
I. El descubrimiento de este mar «taba en el aire. En la nueva edición del mapa
ani(riUico de Piolomeo, por aquel tiempo, ya fue señalado hipotéticamente en él por el
«rdorafo polaco Stobnlcza.

39
un lío puesto en la cabeza, saliendo de un pantano para meternos
en otro, y así dos, tres y hasta diez días consecutivos. Teníamos
más oro que salud, y nos alegraba más una cesta de maíz que un
montón de oro ...» ' Entraron en parajes donde aún se desconocía
la existencia de los blancos en aquel continente. El cabecilla Torecha
les salió al paso con sus guerreros. Pero cuando detonaron los arca­
buces y los indios cayeron como alcanzados por un rayo, creyeron
que había llegado un ejército de demonios o de dioses. Seiscientos
guerreros cayeron junto con su cacique; los restantes pusieron pie»
en polvorosa hacia las montañas y los bosques, llevando la noticia
de la aparición de los dioses blancos a todas las tribus. Todo el
país acató a los vencedores.
Esta circunstancia le permitió a Balboa dejar atrás sus hombres
enfermos, casi dos tercios de su destacamento.
Había sido vencida la mayor parte del camino. Ante ellos se
alzaban las cordilleras de Panamá. Los guías, que Careta les había]
tuesto a su disposición, ya habían terminado su misión; en su
Í ugar entraron otros indios que los acompañaban de una tribu a
otra.
En el poblado indio Quarequa, Balboa oyó alentadoras indica^
dones acerca de la proximidad del mar. Por la noche llegaron al
pie de la montaña desde cuya cumbre se veía el océano. Los hom-,
bres estaban agotados; la fiebre llevaba días quemándoles las ve­
nas, aunque casi no les privaba del sueño. A la mañana siguienteg
empezaron el ascenso. Delante iban los guías y los que abrían ca­
mino; luego seguían los peones; tras éstos, y al frente de sus hom»
bres, iba Balboa junto con Frandsco Pizarra.
Al pie de la cúspide, consultaron la hora solar, y escribieron^
«Son las diez de la mañana del 25 de septiembre de 1513»; el mo­
mento es pareado al que se produjo cuando desde la carabela de
Colón un marinero gritó «(Tierra!»
Balboa no quiere compartir con nadie el acontecimiento de ser
el primero en contemplar el nuevo mar. Ningún oro de las Indiatj
Occidentales le contrapesa aquel momento. Ordena al destaca^
mentó detenerse, y, solo, asciende d último tramo de camino qué
falta para llegar a la cumbre, la cual alcanza sudoroso y fatigadd
por el calor. Desde el sur llegó hasta él la deslumbrante brillan*
tez del infinito reflejo del océano. Arrebatado se arrodilla en la
cumbre de su gloria y da gracias a Dios.
Luego, se levantó y les hizo una seña a sus hombres, que esta­
ban esperando, los cuales, olvidándose de sus fatigas, suben pre-'
cipitadamente para contemplar el mar; van arrodillándose uno
tras otro. Tienen los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de ago­
tamiento y de alegría a un tiempo. El capellán fray Andrés, que1

1. Conf. Al t o u c u iu e : Veteo Niñez de Belboe, ap. 8.

40
lia pasado las mismas fatigas que los demás, canta un tedéum.
Un mitad de la montaña, acampaban los indios y descansaban
ninguno quiso subir a la cúspide.
Después cortaron un árbol, con el que hicieron una cruz para
alzarla en el sitio desde donde los ojos de los cristianos habían
contemplado por primera vez el mar más grande de la Tierra.
Desde el lugar en que se encontraban la llamaron «la Mar del
Sur», nombre que conservaría mucho después.

I'.n la costa del mar del Sur

Queda por consumar un hecho importante, o sea la toma de


IKuesión jurídica de aquel nuevo horizonte para el reino de Cas­
tilla y de León. El suceso nos lo transmite con exactitud Hernán­
dez de Oviedo, que, al año siguiente, llegó a Darién para cambiar
Impresiones con los participantes de la expedición y poner bajo
seguridad ministerial los documentos extendidos respecto al des­
cubrimiento.
Tras una solemne proclamación de la soberanía del rey Fer­
nando, y de la reina Juana, madre del príncipe heredero Carlos,
«por la elevación y multiplicación de la fe cristiana, para la con­
versión de los indígenas y para la prosperidad y el esplendor del
trono de Castilla y de sus reyes actuales y venideros...», Balboa
hizo firmar un documento con los nombres de los sesenta y siete
IHirticipantes en aquel acto histórico:
«En primer lugar, el señor Vasco Núñez, que ha sido quien ha
visto primero este mar, y se lo ha enseñado al siguiente:
•Andrés de Vera, sacerdote;
•Francisco Pizarra...
y, así, siguieron sesenta y dos nombres hasta llegar a uno
t|uc merecía ser recordado:
•Nuflo de Olano, un negro...
•Yo, Andrés de Valderrábano, notario de sus Realezas en Palacio
y en todos sus dominios, presencié y puedo afirmar que estos
•eaenta y siete hombres son los primeros cristianos que han visto el
mar del S ur..., y enumero a ellos...»'

Era corto el camino que faltaba para llegar a la costa. No que­


daba descartada la posibilidad de luchar contra los guerreros del
cacique Chiape, que se había reído del parlamentario enviado por
Balboa, al pedirle un amistoso recibimiento; pero, tras haber vis-I.

I. Hfjmeka: Déctiat, I, x, 10.

41
to el aspecto de los soldados españoles, así como .la diplomacia!*
de su capitán, creyó más conveniente recibirlos bien y concertar
luego un pacto de amistad. Sin comprender exactamente lo que
había sucedido, era ya un vasallo del rey de Castilla. Les entregó
a los españoles oro por valor de cuatrocientos pesos, y puso a su
gente y se puso él mismo como ayudante y diplomático al servicio*
de los españoles.
La expedición se alojó en la residencia de Chiape, y pidió que
fuesen por los camaradas que habían dejado en los dominios del
cacique Torecha y los llevasen allí. j
El 29 de septiembre, día de San Miguel, Balboa tomó posesión]
ceremoniosa de «estos mares, costas e islas..., desde ahora en ade­
lante y hasta el juicio final, dispuesto a defenderlas de cualquier)
otro rey, cristiano o pagano...» Mientras hacía tal juramento, iba
penetrando Balboa en el mar hasta que le llegó el agua a la rodi-,
lia; en la diestra mantenía la reluciente espada, y en la izquierda!
el estandarte real, «en el que a nuestra querida Señora, con su
precioso Hijo, nuestros libertadores le rindieron a sus pies los
escudos de Castilla y de León».
Tras de esta escena, preparó asimismo el notario un escrito con
los nombres de los veintiséis testigos que lo habían presenciado. En
tercer lugar puso a Francisco Pizarro, o sea el segundo después del
jefe de la expedición y del capellán.
Desde que, cuatro años antes, desembarcara Ojeda en Urabá,
no se había realizado ninguna empresa sin la participación de Pi­
zarra ni superado ninguna calamidad sin su intervención. -
En el descubrimiento, el golfo recibió el nombre de San Miguel;
Aquel hecho era sólo una etapa hacia lejanos objetivos. Con'
cada nuevo descubrimiento iba engrandeciéndose el país. Los ca­
becillas de Chiape acompañaban a los españoles a lo largo de la
costa que iba apareciendo en dirección a poniente. La aparición
de los extranjeros despertó pánico en todas partes. Pero Balboa!
supo sustituir la acción de las armas por el diálogo. Por lo que
cada cacique hacía de intermediario con el siguiente, o sea con su
vecino.
En la parte meridional del golfo, y tras el fracasado intento de
movilización guerrera, apareció el cacique Tumaco engalanado con
su atavío de caudillo, compuesto de collares de perlas y de oro;
Fue venerado como un gran señor, y no tardó en oír preguntas
sobre las perlas y el oro. Halagado, el anciano mostró su tesore­
ría y les regaló a los españoles 614 pesos oro y 240 medidas de
muchas perlas pequeñas.
«¡Esto fue un tesoro — anota Gomara— , del que los españoles
saltaban contentos de alegría!» !l
Al ver aquella ola de júbilo, envió Tumaco algunos de sus ser-,
vidores y esclavos a los pescadores de perlas, «aun cuando no fuese

42
In época más propicia». A los pocos días, se presentaron con doce
libras de perlas1, las cuales él regaló a los extranjeros.
Hablando luego de islas y de tierras ricas, no sólo se habló de
Terareki, que más tarde se llamaría isla de las flores, así como
isla Rica, sino también de una notificación tan emotiva como la
oída en casa del cacique Comagre:
—Más al sur —contó Tamuco— , vive un pueblo que tiene mu­
cho oro y habita en ciudades de piedra. En tiempos anteriores, sus
mercaderes llegaban con veleros hasta estas costas. También lle­
vaban consigo bestias de carga raras.
Cuando Balboa preguntó de qué suerte de bestias de carga se
i rutaba, dibujó Tumaco con una púa en una hoja de pita «una
especie de oveja con cuello de camello». Se trataba de la llama de
los Andes, y se hablaba del imperio de los incas.
El Nuevo Mundo ofrecía latitudes desconocidas.
A partir de aquel día, sabe Pizarra dónde buscar la realización
de sus sueños, donde nadie pueda adelantársele. Aún queda mu­
cho camino que recorrer. Estamos en el año 1513. Pizarra se en­
cuentra en el trigesimooctavo año de su vida.
Balboa ha cumplido su misión.
Tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, surge el descubri­
miento de un nuevo mar, hecho con el que Vasco Núñez de Bal-
tx>a, un desheredado hidalgo de Extremadura, escribe su nombre
en las páginas de la Historia.
Balboa no puede perder tiempo. Pues ¿quién sabe lo que pue­
de haber sucedido en Santa María durante el mes que ha estado
ausente de allí? Teme a los rivales. Pero lo que más teme es el
inicio del rey; para anticiparse con nuevos hechos a ese asunto
na emprendido precipitadamente esta expedición.
La marcha de regreso a través del istmo exige, una vez más,
enormes esfuerzos. Enfebrecidos y famélicos, los participantes de
esta expedición regresaron a principios de 1514 al familiar para­
je de Darién; muchos de ellos fueron llevados en camillas y a
hombros de sus compañeros.
Balboa pudo preciarse de no haber perdido un solo hombre, y
tic no haber recibido herida alguna. Había descubierto un nuevo
mar; había, según Oviedo escribe, logrado la amistad de veinte
mberanos del istmo.
El 19 de enero, llegan a Santa María. La pequeña colonia pre­
para un triunfal recibimiento a los expedicionarios.
Se separa la quinta parte real del botín de oro, y se reparte
equitativamente el resto entre los participantes. También «León-

1. Medidas de peso españolas: 1 mateo m 2)0 gramos; 2 marcos — I libra, que es


latial a 100 pesos oto» o castellanos. 1 peso oro equivale a 4,6 gramos. I cuento » 1 mi­
llón. I libra de plata =* 8 onzas. En los documentos oficiales de Tos conquistadores, el peso
«tro equivale a 450 maravedíes.

43
cico», p e n o de Balboa, recibió quinientos castellanos, los cuales
devolvió a su dueño, dado que los perros nada pueden hacer con
el oro.
En aquel momento, lo más importante era informar de manera
convincente a la Corte sobre aquel acontecimiento. Pedro de Ar-
bolancha, excelente hidalgo, muy reconocido en la corte, se en­
cargó de llevar aquella embajada; junto con un detallado infor­
me, llevó al rey veinte mil castellanos en oro y doscientas perlas,
finas y gruesas, además de una exposición del Continente. Arbo-
lancha llegó a tiempo para hacer suspender cualquier medida contra
Balboa. E l hallazgo minero de éste, preeminentemente en la región
de Tumanama, exaltó la fantasía en todo el reino; tanto fue así, que
el rey Femando le dio a la región el atrayente nombre de Castilla
de Oro. Ya quedaba en el olvido el nombre de Tierra de la Muerte,
que se le había dado durante los tiempos malos de Ojeda.
Pero recobraría luego su importancia.
La embajada llegó demasiado tarde, para que Balboa pudiese
alcanzar su merecida capitanía general. El rey Fernando le dio el
rango de adelantado del mar del Sur y el cargo de gobernador
general de Coiba y de Panamá. De poco le sirvió todo eso.

Pedrarias y la catástrofe de Santa María

El nuevo gobernador general de Santa María de la Antigua se


llama Pedro Arias Dávila asimismo llamado abreviadamente Pe­
drarias, un hombre del rey y del obispo Fonseca, perteneciente a
la nobleza, distinguido en la toma de Orán y, más tarde, en las lu­
chas por la conquista de Bujía en Africa.
Su firme voluntad, ávida de poder, ha de determinar durante
más de dos decenios la historia de los pueblos del istmo y de mu­
chos de sus habitantes.
El 18 de agosto de 1513, juraba Pedrarias solemnemente su car­
eo en una ceremonia oficial en Valladolid, donde se encontraba
la Corte, y, el 2 de septiembre, se despedía del rey Femando como
correspondía a un grande de España.
Se pasa casi un año en los preparativos de la gran empresa.
Una flota de veinticinco barcos espera carga y pasaje en la bahía
de Sanlúcar de Barrameda. Se trata de la edificación de una pro­
metedora colonia. Además de caballos, armas, municiones y otro
material de guerra, se embarcan aperos de labranza, herramientas
para la artesanía, animales para la reproducción y semillas, con el
fin de montar una economía como la ensayada en la Española.
España apenas ha advertido que, en lo relativo a hombres y a
medios, ha dado más que ha recibido desde el descubrimiento.

44
El obispo Fonseca, de Burgos, espíritu y rector varios años de
•los asuntos de Indias», se toma interés por esa expedición, la
mal será dirigida por primera vez por uno de los miembros de la
nobleza, aun cuando se trate de un converso de origen judío. Les
promete minas de oro y plata a los reclutas, y alienta a la nobleza
nóstuma a que tome parte. Las ponderosas noticias de Balboa
nacen más de lo debido, como ya hemos oído.
Si todo va bien, las veinticinco carabelas llevarán las dos mil
«risdentas personas a Castilla de O ro. Como quiera que sea, es
dudoso que todo pueda salir bien porque esas embarcaciones no
«nn adecuadas para la navegación transoceánica.
Muchos de los pasajeros para las Indias Occidentales, buscan
«rehacerse en América» y sanear sus economías con el «oro in­
dio».
Muchos también se gastan el último dinero de que disponen en la
adquisición de un caballo, armas y un jubón de terciopelo, como
solamente un general podría pensar adquirir.
Una de las personalidades más importantes de la expedición es
el obispo Juan de Quevedo, que, con trece sacerdotes, fundará la
primera diócesis continental en Santa María de la Antigua. Junto
con los franciscanos y dominicos que le acompañan, cumple la
importante misión, encomendada por la fallecida reina Isabel, que
consiste en servir a los indios. Muchos de esos hombres defienden
a sus catecúmenos de la dureza de los conquistadores y, muchas
veces, se ponen de parte de los indígenas, al extremo de llegar a
la injusticia.
Más tarde, Oviedo recrimina la codicia del obispo Juan de Que­
vedo; asimismo, como podremos comprobar, su justa pluma se
mueve según el dictado de su conciencia. Bartolomé de las Casas,
de quien vendrá a decirse poco más o menos lo mismo, también
enardecido por el ideal de justicia y de humanismo, le escribe
en lo relativo a esta cuestión al rey; «Obispos así debería vuestra
Majestad elegirlos del círculo de franciscanos, dominicos o de
cualquier otra orden, pues este ministerio no debe ser tomado
como un puesto de honor y de utilidad, sino como trabajo, peli­
gro y preocupaciones... Tienen que ser como los obispos de la
Iglesia antigua; ir descalzos y a pie, y ofrecer cada día su vida al
martirio...»
En ambos casos, la realidad humana correspondía bien poco
al concepto evangélico del religioso. Aunque él y sus semejantes
impidieron que la ferocidad de la conquista condujese a una ca­
tástrofe y supieron crear las condiciones que, en el encuentro de
tíos razas y culturas distintas, pudiesen hacer surgir nuevos pueblos
y nuevos estados.
El rey Femando espera poder recuperar los grandes desembolsos
de su erario, por lo que envía un enjambre de funcionarios, entre

45
quienes se encuentra el distinguido autor de Historia general y
natural de las Indias, Gonzalo Hernández de Oviedo.
Como ayudante del capitán general, es destinado Juan de Ayora,
distinguido en las campañas de Italia; más tarde, desacreditado
en Castilla de Oro.
No hay que olvidar a los labradores de Castilla que salieron
en aquella expedición, a quienes el rey concedió privilegios espe­
ciales, y de quienes uno de sus sucesores, el poeta nicaragüense
Rubén Darío, canta:

Hay mil cachorros sueltos del león español...

Finalmente, aunque no sea nuevo, es característico para los


propósitos de la colonización: numerosas mujeres acompañan a
sus maridos al Nuevo Mundo; entre ellas se encuentra la egregia
esposa de Pedrarias, doña Isabel de Bobadilla, que, en los mo­
mentos difíciles, no se aparta del lado de su marido.
El buque insignia es pilotado por Juan Vespucio, hermano d d
célebre Américo.
En la expedición van dos hombres que ya conocemos: Colme­
nares, embajador de Balboa, y el bachiller Enciso, enemigo jurado
de Balboa. Los demás nombres irán apareciendo en el curso de
la historia.
Tenemos al licenciado Gaspar Espinosa, alcalde mayor, recién-
salido de la universidad de Salamanca, juez de Balboa; su inter­
vención influirá significativamente en los asuntos del Perú. Luego
aparece Hernando de Soto; una de las figuras más bizarras en la
conquista del Perú hasta la Florida. Después, sigue Bernal Díaz,
un sencillo castellano que ha escrito con precisión el diario de la
conquista de Méjico. Gaspar Morales será el descubridor del ar­
chipiélago de las Perlas. Sebastián de Benalcázar conquistará el
Ecuador. El piloto Andagoya, de Alava, y precursor de Pizarra,
descubrirá el sur del Pacífico. Finalmente, encontramos el trágico
nombre de Diego de Almagro, compañero y rival de Pizarra.
Más de uno se hizo con un nombre al año de haber participado'
en viajes de exploración. Muchos otros recibieron a los pocos
meses una anónima cruz de madera. También los hubo que ni aun
eso recibieron, porque entre el hambre y las epidemias fueron a
parar a la fosa común.
En la primera región del Continente, o sea en Santa Marta, Pe­
drarias hace un desembarco simbólico. Ante la presencia de los
barcos, se reúne una oscura muchedumbre de caribes en la cos­
ta y mantienen una actitud agresiva con porras, arcos y flechas,
Tres botes reman hacia tierra: en el primero va el teniente ge­
neral Ayora; en el segundo, Colmenares, y en el tercero navega
Oviedo, en calidad de notario principal de la expedición.

46
Al acercarse las barcazas, los salvajes se ocultan detrás de los
troncos de los árboles, profieren gritos salvajes y disparan sus
Hechas sobre los extranjeros.
Según las severas órdenes reales, los españoles no debían em-
l<rzar la lucha sin antes haber leído el requerimiento.
Este requerimiento es una especie de acto jurídico que, pro­
ducto de la protesta de los misioneros contra la arbitrarias ope­
raciones militares, encuentra su formulación a través de la plu­
ma de Palacios Rubio. Su singular texto debía ser una defensa
para los indígenas a la vez que una base internacional para con­
tribuir con medidas militares. Era la época en que Francisco de
Vitoria establecía las primeras reglas generales obligatorias de los
derechos naturales. España era la madre patria del derecho inter­
nacional, cuya causa estribaba en tener que habérselas con las
despiadadas costumbres guerreras de los árabes, según las cuales
el vencido era botín del vencedor. Vitoria partía del elemental
principio de la libertad de todos los hombres, de la que ni el
rey, ni tampoco el papa, podían disponer por ningún concepto,
l o extraño es que tales reglas y conocimientos, por los que en
la actualidad se viene luchando vanamente, no lograsen cuajar
en las circunstancias y condiciones tan extraordinarias de aquella
época, que podían variar bruscamente. Pero sí resulta maravilloso
rl atrevimiento con que fueron pensadas y expresadas, y hasta el
respeto que impusieron a los poderosos, aun cuando su intento,
mezclar el ideal con la realidad, indujese a ilusorios compromi­
sos. El requerimiento era uno de tales compromisos. Con incom­
prensibles argumentos teológicos y jurídicos, se requería a los in­
dígenas a reconocer el Evangelio y la supremacía del rey de Cas­
tilla y a recibir, como vasallos, la paz y la protección de este rey.
I.a clusión del «requerimiento» era considerada como un «acto de
hostilidad». Caso de darse esta circunstancia, «era permitido el
empleo de la fuerza», porque la «culpa era de la otra parte».
Oviedo estuvo casi cuarenta minutos leyendo el requerimiento.
Durante la lectura, los españoles tuvieron que defenderse como
pudieron de la lluvia de flechas enemigas con sus escudos.
Mientras, Pedrarias llegó a la costa. Con buen humor contem­
plaba aquel disparatado acto cometido por los indios, que grita­
ban desde detrás de los troncos de los árboles y disparaban sus
flechas. Tras lo cual le dijo a su notario:
—Señor, parece ser que los indios no quieren saber nada de
la teología del requerimiento. Y ustedes no tienen nadie capaz
de hacérselo comprender. Déjelo vuestra- merced para cuando dis­
pongamos de un indio que lo aprenda y al que pueda explicárselo
el señor obispo.
Tras estas palabras cortó unas ramitas de los árboles con la
espada, y, con este simbólico gesto, tomó posesión del país. Ovie-

47
do preparó la correspondiente acta notarial. Todo se hizo como si
se procediese a la adquisición de tierras de labor en Castilla o en
Navarra.

En Santa María de la Antigua

El 30 de junio desembarcó Pcdrarias en la playa de Santa María,


que estaba a una milla de distanda de la ciudad.
Balboa había esperado con precaudón aquella llegada.
Pedradas le anunció su arribada por medio de un mensajero,
que encontró a Balboa en mangas de camisa en lo alto de un
tejado donde les estaba enseñando a unos indios a mejorar la
calidad de aquel trabajo, y que se quedó sorprendido al ver a
tan gran señor metido en un trabajo sin importanda. Respetuo­
so, se quitó d sombrero, lo mantuvo en la mano, y dijo:
—Señor, la flota del gobernador general Pedro Arias Dávila, mi
amo y señor, ha entrado en el puerto.
—Comunícale a tu señor — respondió Balboa, desde lo alto
del tejado— que estamos dispuestos a recibir y a servir al señor
gobernador. Y lo haremos con todos los honores que le corres­
ponden.
En realidad, los quinientos colonizadores fueron en procesión
hacia el puerto para recibir la flota cantando un tedéum, como
era costumbre hacer en España en casos análogos.
El desembarco se realizó con ceremonial cortesano. Tanto mu­
jeres como hombres lucían sus mejores atavíos.
El primero en abandonar el buque insignia fue d conocido cos­
mógrafo M artín Fernández de Endso, a quien Balboa había dete­
nido y desterrado tres años atrás. Sano y salvo, e investido de po­
deres, pisó el suelo de la colonia, que tan familiar le era.
A Balboa no se le auguraba nada bueno. De todos modos, tam­
poco él era ya el mismo de antes. Sus hazañas estaban a la vista
y no las ocultaba. No sería tan fádl darle de lado. Estaba ya en
camino su nombre de adelantado del mar d d Sur y de goberna­
dor de Coiba y de Panamá.
Empieza la presentación. A Balboa le son desconoddos todos
los nombres que va oyendo. Ya se ha convertido en un viejo ame­
ricano en esta tierra de la que ha hecho su patria, y a la que
pertenecen sus pensamientos y su corazón. España le dio el ser;
America lo tiene prisionero, como a tantos otros detrás de él.
Saluda a los nuevos señores con d debido respeto, aunque to­
dos serán solamente servidores suyos, como lo son sus subordi­
nados, a quienes ha enseñado a conquistar esta tierra y a trans­
formarla en amiga.

48
Francisco Pizarra encuentra ahora un nuevo comandante.
Pedrarias ocupa la casa de Balboa, por supuesto. Balboa habita
ion su amiga Anayansi, que le será fiel, suceda lo que suceda.
Al día siguiente, Pedrarias llamó a Balboa; elogió sus hazañas,
y escuchó lo que el otro le comunicaba. El informe era extenso y
detallado: estado de la agricultura; relaciones con los indios ami­
gos y enemigos. Pedrarias y sus oficiales habrían hecho bien en
reparar en aquel informe.
A los pocos días, Pedrarias publica la orden de «residencia»,
es decir, de destierro, contra Balboa, con lo que fueron tomadas
las medidas necesarias para probar los hechos. El nuevo gober­
nador tiene celos de Balboa. Secretamente, realiza investigaciones
acerca de su pasado y prepara el acta para servirse de ella más
adelante.
Según instrucciones del Consejo de Indias, se procede a or­
ganizar la colonia: el obispo y los oficiales forman el consejo de
gobierno; el ayuntamiento, con Endso como alguacil mayor; se
funda la Casa de Comercio y se construyen viviendas, pues la po­
blación se ha quintuplicado. Hay que edificar la sede del Consis­
torio y fundar la catedral. Para más tarde se prevé la construc­
ción de la Casa de la Moneda y de un hospital con cincuenta ca­
mas. Se exponen una serie de instrucciones para el transporte de
oro, pues los informes de Balboa hacen esperar la llegada de un
torrente de este metal.
Son interesantes las siguientes ordenanzas: se prohibirá el jue­
go de dados; se limitará el lujo en el vestir; se castigará el hacer
vida común entre españoles e indias. En la colonia no debe haber
letrados que sean siempre los causantes de litigios. El gobernador
debe tomar a su cargo la misión e instrucción de los indígenas. No
debe acudirse a las acciones militares sin antes haber empleado
medios pacíficos.
Por estas juiciosas órdenes se evitará tomar en cuenta la rea­
lidad del salvaje Nuevo Mundo. El rey está muy lejos. América
es otra cosa; también los hombres serán distintos en ese mundo.
Se procederá a repartir bienes raíces. Pero el excitante país
exige ser cabalgado en todas sus sabanas, valles y montañas.
Así, los caballeros dejan sus campos y se dedican a hacer co­
rrerías como en los tiempos de la guerra con los árabes. Lo que
encuentran, lo consideran botín suyo.
Una semana después del desembarco sale Juan de Ayora con
un imponente destacamento montado, para realizar una explora­
ción por el continente. Después de los preparativos de Balboa,
yu no resultaba peligrosa una empresa de esta índole. Se sobre­
llene a todas las reales ordenanzas. De noche, irrumpe en pobla­
dos, mata, saquea, se apodera del oro empleando sin reparo el su­
plicio. Oviedo comenta acerca de él: «...Em pleó una inhumana

49
crueldad con los indios, aun cuando no hubiese motivos..., aun
cuando lo recibiesen amistosamente...; alborotó todo el país...»
Año y medio después Balboa se quejaba de que las crueldades
cometidas con los probados amigos y aliados indígenas habían
destruido toda su obra realizada con tanto esfuerzo.
Tras haber conseguido un gran botín, Ayora hizo salir de Pa­
namá a sus hombres con misiones especiales, a fin de quitarse
de encima incómodos testigos. Antes de llegar a Santa María es­
condió la parte más importante del botín, y sólo entregó una can­
tidad insignificante a la administración común. Luego se hizo el
enfermo, y salió para la patria en la primera carabela que zarpó
para España. A pesar de las reales ordenanzas por las cuales de­
bería ser fondeada toda embarcación que no llevase declarada la
carga, no se formuló ninguna denuncia respecto a dicha carabela
ante el rango de la personalidad que en ella viajaba. Ayora «ha­
bía hecho su América»; no era un descubridor ni un conquistador,
sino un vulgar bandolero; pero nadie advirtió que su «ladrillo de
oro» estaba amasado con sangre. Pues el dorado y el rojo eran
dos colores muy familiares.
Becerra, uno de los hombres que Ayora había enviado fuera
de Panamá, volvió de su viaje al sur con la excitante noticia de la
existencia de un enorme país montañoso, del que Pizarra había
oído hablar a Tumaco. Con intranquilidad, Pizarra escuchó aque­
llos rumores. El mismo Becerra pereció con cien hombres en una
salida que realizó más tarde en la región del río Cenó, sin que se
volviese a saber de ellos.
Estos acontecimientos entre los indios de las actuales Colom­
bia y Venezuela pertenecían a los más terribles sucesos que pu­
diesen darse entre seres humanos: el cotidiano y ritual canibalis­
mo y el sacrificio humano, orgías como las que se celebraban en
el Méjico de Moctezuma, las cuales se dejaban sentir también
eri estas regiones boscosas, y llegaban a propagarse, aunque me­
nos intensamente, por toda América.
Los caciques dominaban con todo su poder tiránico sobre sus
súbditos. Tenían zaguanetes, se rodeaban de un bárbaro cortejo,
mantenían un gran harén y disponían de un sinnúmero de escla­
vos de todos los órdenes. En la región de Dabaibe, la antropofagia
tomaba todas sus horripilantes formas habituales. Los prisione­
ros de guerra eran comprados para este fin; se practicaba la caza
del hombre; un enorme comercio de carne viva humana se desa­
rrollaba entre la costa y el interior del país. Los desdichados eran
mantenidos en jaulas de bambú y cebados para luego ser dego­
llados. H ubo tribus donde el cacique engendraba hijos con sus
esclavas para comérselos más tarde. En las antiguas minas indias,
se encontraron lámparas de minero que ardían con grasa de
esclavo.

50
Sólo los caciques tenían derecho al oro de las minas. Sus exi­
gencias sobre sus mujeres y sus esclavos rebasaba la vida terre­
nal. En los funerales de estos poderosos señores, sus cadáveres
eran puestos entre dos fuegos para que fuesen derritiéndose lenta­
mente, y los restos eran depositados en un sepulcro de piedra,
en el que se ponían sus mejores aderezos, y mucha comida y be­
bida. Durante la ceremonia fúnebre, los esclavos danzaban al son
de toscos instrumentos en torno a la pira y al sepulcro. Al final,
«e les daba una bebida embriagadora y, en un profundo desvane­
cimiento, descendían a la tumba para ponerse al lado de su señor.
I.us mujeres del difunto estaban sentadas silenciosas e inmóviles,
y mantenían fija la mirada en el sepulcro, donde ellas también se­
guirían a su señor1.
El centro de esta región era Dabaibe, situada en la parte alta
drl río Atrato, puerta principal del comercio del oro y de su trans­
formación. Miles de esclavos estigmatizados trabajaban en las fun­
diciones de oro allí enclavadas.
Ya Balboa había fracasado en un intento de penetrar en aque­
llos parajes. Bajo Pedrerías, Juan de Tavira solicitó permiso para
explorarlos; gastó toda su fortuna en la difícil preparación (cons­
trucción de embarcaciones fluviales y reclutamiento de su dota­
ción). Salió con ciento sesenta hombres. Los indios de Dabaibe los
atacaron en la región anegadiza. Tavira pereció en el ataque, y el
capitán Pizarra tomó el mando de la trágica retirada.
Infatigable, Pizarra está constantemente en camino, y cumple
misiones de bastante responsabilidad, aun cuando sea un subor­
dinado.
Con más felices resultados, transcurre una expedición de Pi­
zarra con Gaspar Morales por el archipiélago de las Perlas, en
rl golfo de San Miguel. Tras temerarios recorridos en bote, al-
lanzan la isla de Terarequi, cuyo cacique concertó la paz y la
amistad con ellos, después de un infructuoso intento de recha­
zarlos, y de haber escuchado las advertencias de los indios veci­
nos acerca de la supuesta invencibilidad de los extranjeros. A cam­
bio de objetos de hierro, les entregó ciento diez libras de perlas,
m ire las que había una de veintiséis quilates, «grande como una
nuez», y otra de treinta y tres quilates, «del tamaño de una cer­
meña, muy perfecta y con mucho oriente, de bello color y pura
nitidez». De hecho, estas riquezas pertenecían al rey; pero los
n! ¡cíales «se consideraban pagados con ello». Un mercader, lla­
mado Pedro del Puerto, la adquirió por mil doscientos pesos oro,
v, luego, se la vendió a Pedradas, la esposa del cual, Isabel de
lúibadilla, se la regaló a la reina Isabel, quien le dio a ésta cua­
tro mil ducados por el presente. Por su singular belleza, la perla
1 Totenkult and Lebensgfattbt ¡m Caucé-Tti, de Edcett G g. A totalitarian State of tbe
f ii/, de Karsten. O viedo, x x k , 31.

51
recibió el nombre de «Peregrina». Durante un incendio en el Al­
cázar, en 1734, se perdió la «perla de la reina».
El archipiélago de las Perlas, llamado por Balboa isla Rica, le
fue adjudicado por Carlos I a Francisco Pizarra como base eco­
nómica para su empresa en la conquista del Perú, si bien no pudo
disfrutar de su delicioso clima, ni de su riqueza en frutos y en sal*
vajina.
Cuando el cacique de la isla les mostró desde lo alto de una
torre de madera la inmensidad de su territorio isleño a los visi­
tantes, Pizarra dirigió la vista hacia el sur, para ver si aparecían
entre la bruma del mar las montañas de que le habían hablado
los caciques Comagre y Tumaco.
Diez años más tarde, Francisco Pizarra partirá de aquí, y en sus
propias embarcaciones, rumbo a sur y a levante.

La Ciudad de la Muerte

En Santa María de la Antigua el optimismo va apagándose


paulatinamente. No fue tomada en consideración a su debido
tiempo la advertencia de Balboa relativa a la necesidad de ase­
gurar el abastecimiento de la población, en constante crecimiento.
Una vez más, recibió aquella comarca el nombre de «Tierra de
la Muerte», apelativo que ya le habían dado los compañeros de
expedición de Ojeda.
La situación económica y sanitaria iba empeorando diariamen­
te. Se habían agotado los comestibles. Una epidemia vegetal des­
truyó la cosecha de maíz. Muchos europeos no estaban hechos
para el clima tropical, y la mala calidad del agua potable y los
mosquitos empeoraban las cosas. Las tormentas y lluvias torren­
ciales, acompañadas de inundaciones, desmoralizaron a aquellos,
hombres desfallecidos por el hambre.
Por los fangosos callejones se arrastraban los hidalgos para
mendigar un puñado de maíz. Ofrecían sus vestidos de terciopelo
y brocado por unas libras de yuca. Vagaban por los campos en
busca de hierbas comestibles. Desfallecidos, se desplomaban bajo
el tórrido sol, convirtiéndose en pasto de los jaguares y de los
caribes.
En un mes, murieron seiscientas personas. Se excavaron fosas
comunes. Muchos quedaron sin recibir sepultura.
Los nativos no desaprovecharon el que los invencibles fuesen
vencidos por la necesidad. De nuevo, empezaran los ataques a
mansalva. Ningún blanco tenía segura la vida fuera del recinto de
la ciudad. El pánico se apoderó de aquellos hombres extenua­
dos. Detrás de cada árbol, veían un flechero.

52
Pedrarias intentó dominar el peligro enviando expediciones de
instigo contra los indios; pero éstos no se dejaban amedrentar
rn aquellas circunstancias. Agitaban, como estandartes, las ensan­
grentadas camisas de los españoles caídos, y aun osaban ata­
car a la ciudad. Demostración del peligro reinante fue que se
procedió a cerrar la Casa de la Moneda. £1 obispo proclamó la
penitencia del ayuno.
Con mucho esfuerzo, hombres de una inquebrantable fuerza
ilc resistencia como Pizarra pudieron restablecer la situación. Pero
muchos de los supervivientes quedaron hartos. ¡Adondequiera que
Iuese irían, menos quedarse en aquella tierra de la muerte!
Arruinados y fracasados, unos consiguieron regresar a España;
mros, con permiso del gobernador, zarparon para la Española.
Entre los segundos, se encontraba Bemal Díaz, que más tarde
■lijo que, en total, salieran ciento dieciséis hombres para dicha
isla.
Balboa permaneció en la ciudad de la que todos huían, pues
ln consideraba su tierra, donde debía cumplirse su destino. Tam­
bién Pizarra se quedó allí, porque, o se hacía un nombre en aquel
sitio, o en ninguna otra parte.
Asimismo se quedaron Pedrarias y doña Isabel, quien intervino
en la política de la colonia, y a quien el obispo Quevedo ganó
pura su protegido Balboa, en quien Pedrarias sólo veía un rival.
I I obispo y la gobernadora concertaron un matrimonio político
entre Balboa y la hija del gobernador que se había quedado en
España. «Para servir al rey», se decidió el anciano Pedrarias, y,
desde entonces, llamó hijo a su adversario, aun cuando no llegó
a realizarse el matrimonio.

ittt de Vasco Núñez de Balboa

Desde el descubrimiento del «mar del Sur», Balboa no pensó


más que en realizar viajes de exploración por aquellas nuevas
aguas. De mala gana, le concede Pedrarias a su ahora hijo políti-
io permiso para realizarlo; para ello le da un plazo de dieciocho
meses.
Pero los meses transcurren sólo en los preparativos. Como en
■■I golfo de San Miguel no hay madera para la construcción de em­
barcaciones, Balboa dispone que sean desmontados dos barcos,
y transportadas sus partes con grandes dificultades a través del
istmo, con lo que se consume casi el plazo de tiempo de que dis-
lionc. Le pide a su padre político una prórroga, petición que no
obtiene respuesta, pues circula el rumor de la llegada de un nue­
vo gobernador; con ello, todo está en juego, y Balboa se arriesga,

53
con sus amigos más íntimos, a apoderarse interinamente de la
gobernación, dadas las circunstancias en que se encuentra su em­
presa. Aunque dicho plan no pasa de simples discusiones, resulta
fatal para él. Su mensajero «cae en manos de Pedrarias» en la
residencia; éste cree que se trata de una conspiración, y así, todo
el viejo rencor arde de nuevo en llamas. El viejo envía una ama­
ble carta de invitación a su hijo político, quien, sin sospechan
nada malo, acude a la cita. Antes de llegar a la ciudad es deteni­
do por un destacamento de soldados al mando del capitán Fran­
cisco Pizarro.
— ¿Qué significa esto, Pizarro? — inquiere, dolorido, el adelan­
tado— . Nunca se me ha recibido de este modo.
Pizarro no sabe qué contestar. Nunca había cumplido una orden
tan penosa como ésta. Pero es un soldado que ahora tiene que
obedecer a Pedrarias.
Pizarro conduce a su prisionero a A da, donde éste tiene muchos
amigos, pero ninguno^de los cuales puede hacer nada por él.
Balboa comparecerá ante un tribunal. Gaspar de Espinosa e s ;
el juez. La acusación nada olvida de lo que sucedió desde que el
acusado se nombró alcalde de Santa María hasta la última cul­
pabilidad indemostrable. Con cuatro amigos más, es condenado a
muerte. Balboa apela al rey. Y Espinosa cursa una instancia in-
tercesora. Pedrarias la desestima.
Es a mediados de enero de 1519 cuando el adelantado del mar
del Sur, en Ada, que él había fundado, es conducido al patíbulo:
Ante el condenado, un alguacil dice: «¡Esta es la justicia que el
rey, nuestro señor... hace recaer sobre este hombre, por traidor
y usurpador de las tierras que pertenecen a la Corona!»
— Lo que acabas de decir es mentira y falsedad —objetó el
sentenciado— . Siempre fue mi voluntad servir al rey, como co­
rresponde a un súbdito fiel.
El condenado se confesó y recibió la absolución cristiana, tras
lo cual fue decapitado. Con el murió también Andrés de Valderrá-
baño, el notario que había atestiguado el descubrimiento del mar
del Sur, tan difamado luego por un grave homicidio.
¿Fue justa la sentencia? ¿Eran hombres a quienes fuese apli­
cable una sentencia así?
Gomara escribe al respecto: «Así terminó Vasco Núñez de Bal­
boa, el descubridor del mar del Sur, de donde tanto oro, perlas y
otros valores envió a España; el hombre que tan gran servicio
había prestado al rey...; el hombre que había sido tan querido por
sus soldados».
Oviedo agrega: «De la escuela de Balboa salieron excelente^
hombres para ulteriores empresas...»
Pizarro, Almagro, De Soto, pertenecieron a esta escuela.
La ejecución dio comienzo ya entrada la tarde. Bajo las som*

54
hrus crepusculares, una joven india estaba ante el poste del que
pendía la desangrada cabeza de Balboa.
Era Anayansi, hija del cacique Careta, a quien nadie vio nunca
inris.

Panamá, la capital en el océano Pacífico

Aquel mismo año y con permiso de la Corona, trasladó Pedra-


rias la capital y la catedral a Panamá.
«Desde Panamá escribió Pedrarias a su suplente, Hernández de
Oviedo, para que despoblase a Santa María, y todo lo que allí
hubiese fuese trasladado por vía terrestre y fluvial a Panamá. En
consecuencia, cada ciudadano cogió sus bienes y su ganado y, tras
muchos esfuerzos, tiempo, hambre y penuria, llegaron a Panamá»,
escribe Las Casas, sobre aquella marcha.
El 11 de agosto se procede a la fundación de la ciudad con el
nombre de «Nuestra Señora de la Ascensión de Panamá». Era la
primera ciudad europea del océano Pacífico. El punto de partida
para la travesía del istmo es ahora la fatídica fundación de Nicue-
sa, Nombre de Dios.
El clima apenas si es mejor que el de Darién; mas Pedrarias
lia comprendido que se procederá al futuro desarrollo de las costas
del mar del Sur.
La construcción de la ciudad se lleva a cabo según las reglas
estipuladas. La creciente influencia de los religiosos se hace sen­
tir en las ordenanzas, por las cuales se crean escuelas de galenos,
cirujanos y practicantes para los nativos. ¡Qué hermoso habría
•ido el Nuevo Mundo de aquel siglo si estas iniciativas, «peticio­
nes y remedios» como las llama Las Casas, hubiesen sido tomadas
como ley orgánica de toda la colonización!1 Pero, al menos, allí
fue fundada una escuela catedral, cuyo rector encontraremos pronto.
No tardó en manifestarse la dinámica de la nueva fundación.
I.os descubrimientos de Nicaragua, de Colombia y del Perú, con­
firieron a Panamá un lugar prominente. En 1537, fue constituido
un gobierno central, con una escribanía también central, una au­
diencia y un tribunal supremo que abarcaría a todo el Perú.
Francisco Pizarro sigue a su comandante, que lo estima como
soldado del mismo modo que lo habían estimado Ojeda y Balboa.
No ve nada más en él, ni tampoco le ha confiado grandes misio­
nes, pues lo considera de poca graduación militar. Pedrarias le
destina a Pizarro una gran extensión de tierra junto al río Cha-
I . «Al mismo tiempo intentó Bartolomé de las Casas, junto con teólogos de Salamanca.
rertenedentes
li'XKERA:
a su orden, exponer sus planes a Carlos I, que se encontraba en Barcelona.»
D te., II,IV,c. 2.

55
grc al pie de la sierra de Panamá, y lo hace como quien paga y
licencia a un soldado que ha terminado su carrera en las armas.
Pero a sus cuarenta y cinco años de edad, el capitán Pizarro
conserva integro el sueño de su juventud; corporal y espiritual­
mente, permanece inquebrantable, y es impasible al rigor del cli­
ma. La inactividad, el juego, la bebida y el desenfreno no han me­
noscabado su tenacidad e intrepidez.
En su estancia junto al rio Chagre, Pizarro vuelve a dedicarse
a la agricultura. Tenaz y paciente en el trabajo, afable con los
indios, y circunspecto en la administración, logra acumular una
considerable fortuna, de modo que el cronista puede contarlo en­
tre los «potentados panameños».
Pero aquel bucólico sosiego lo desazona.
Otros colonizadores de su categoría se entretienen en la caza
con bolas y lazos, a la usanza india, pues los bosques y las saba­
nas son abundantes en caza.
Pizarro es cazador. Cuando haya realizado su obra, y sea gober­
nador real del imperio de los incas, sus amigo» lo acompañarán a
menudo en sus partidas de caza por los valles del Rimac. Ahora,
no quiere gastar sus fuerzas en este entretenimiento; es muy so­
brio y sistemático.
Siempre que dispone de tiempo libre, se dirige a caballo a la
residencia. ¡Qué residencia, con casas hechas de barro entre ca­
lles enfangadas! No quiere que se le olvide. Pasa por casa de doña
Isabel de Bobadilla y Peñalosa, para enterarse de si el gobernador
le tiene reservada alguna misión.
En efecto, hay encomiendas para un capitán, aunque no s o n '
de la importancia que Pizarro desea.
En las regiones occidentales de Panamá y de Nata, entre la
sierra y la costa, se encuentra el cacique Urracá, con sus feroces
bandas de guerreros; atacan a los españoles y a sus amigos in­
dios, dondequiera que se encuentren con ellos. Es una terrible
guerra en la selva.
Pedrarias le encarga al licenciado Espinosa que lleve a cabo
una acción de castigo contra el cacique Urracá. Espinosa embar­
ca con cien hombres; Pizarro marcha con doscientos infantes, y
Hernando de Soto le sigue con treinta lanceros a caballo. En los
agrestes desfiladeros y montañas, donde los indios luchan como
fieras, se conocen De Soto, Espinosa y Pizarro, y saben apreciar
mutuamente las cualidades de cada uno.
Al regresar a la capital, se entera Pizarro de los comentarios;
que se hacen en el puerto, en el mercado, en las tabernas y en las
reuniones familiares: el nombre de Hernán Cortés, primo suyo,
corre de boca en boca. Hace doce años, desde que se marchó con
Ojeda a Tierra Firme, que no había visto a su primo. Entonces es­
taba Hernán Cortés con una llaga en una pierna, ocasionada por

56
»us relaciones con las mujeres indias, y guardaba cama. Sanó de
aquella dolencia, y se dedicó a la cría de ganado caballar y bo­
vino, lo cual le proporcionó pingües ingresos. Pero, ¡no estaban
nllf para acumular oro, sino para realizar hechos!
En los años 1519 a 1521, Cortés conquista el imperio de los ta-
busqueños. El 8 de noviembre de 1519 entró en la maravillosa
ciudad de Méjico. Pizarra escuchaba todas estas fabulosas histo­
rias que hacían despertar en él sú ambición. La misma sangre co­
rría por sus venas. Tenia que realizar algo parecido.
Su Méjico todavía no había sido encontrado; pero sabía en qué
dirección buscarlo, aunque no sabía dónde hallar dinero para los
barcos y para la soldada de los marineros y de los soldados.
Tiene en la tropa de Pedradas un camarada al que le une una
umistad hecha en muchas expediciones; es un hombre sin nom­
bre, como él mismo; se llama Diego de Almagro; rechoncho y
íucrte, irritable y bonachón, tiene el rostro cubierto de cicatri­
ces; no es muy talentoso, pero sí buen compañero. Huyó de Cas­
tilla por causa de una pelea en la que resultó un hombre muerto.
No se tenían noticias de sus padres; pero, después de muerto
Almagro, varios parientes lejanos pretendieron su herencia. Tam­
bién él acumuló una importante fortuna; junto con Pizarra, explo­
taba unas minas. Se entusiasmó con los planes de éste y puso a
disposición suya su persona y su oro, porque tanto una cosa como
otra, no eran más que castillos en el aire de Panamá.
El dinero que los dos camaradas habían juntado no alcanzaba
para mucho. La gente de importancia no toma en serio su em­
presa.
Francisco conoce al maestro en artes de la escuela-catedral,
don Hernando de Luque, religioso dado a la fantasía, que, a me­
dida que se va extendiendo el imperio de Dios, sueña con una mitra.
El maestro en artes es una persona acaudalada y tiene amigos
que estarían dispuestos a prestar dinero, si se viese alguna ganan­
cia en ello. También ejerce cierta influencia en Pedrarias y en la
administración real, sin los cuales no es posible hacer nada. De
Luque, a quien satíricamente llaman el «Loco», examina las noti­
cias acerca de los planes de Pizarra que corren por Panamá.
Mientras, en 1522, Pascual de Andagoya recorre las costas del
sur. Pero no descubre más que bosques y terrenos pantanosos.
Regresa enfermo y decepcionado; el poco oro que ha traído, no
cubre ni con mucho los gastos de la expedición.
Una vez más, Pedrarias confía a un protegido, Juan de Basur-
to, el proyecto de explorar aquella región. Pero Basurto falleció
en Nombre de Dios, mientras hacía los preparativos.
A partir de aquel momento, el capitán Pizarra intenta la gran
aventura; con sus propias manos, se agarra a la rueda de su for­
tuna; por este tiempo, linda con el quincuagésimo año de su vida.
4

FRANCISCO PIZARRO DESCUBRE EL PERU

Aventurando sus vidas


han hecho lo no pensado,
hallar lo nunca hallado
ganar tierras no sabidas.

F rancisco de jerez

K1 gallo de Panamá se transforma en cóndor de Los Andes

Sólo debe cambiar de sitio, y no preguntar ni


tentar al Destino.

Oráculo de Aníbal, 1, iv, xxn.

Francisco de Jerez, secretario de Pizarro, escribe en su infor­


me sobre la expedición: «Francisco Pizarro, destacado ciudadano,
|K>seía en Panamá una casa, una buena hacienda y criados indios,
y vivía en paz y tranquilidad; pero sus aspiraciones a prestar un
extraordinario servicio a la Corona y a conseguir un gran objetivo
le hicieron solicitar a Pedradas licencia para explorar las costas
del mar del Sur».
La cosa sucedió en 1524, cuando llevaba veinte años viviendo
en el continente americano.
En aquella ocasión, y entre otras noticias, recibió Francisco la
de la muerte de su padre, ocurrida en 1522, en Pamplona. Fue
amargo para él enterarse de que el autor de sus días no lo hu­
biese recordado en su voluminoso testamento. El mayorazgo pasó
a su hermano Hernando. Aquello fue una herida más en los sen­
timientos de Francisco, y también un nuevo aguijón para arran­
car por la fuerza de sus méritos el reconocimiento del nombre
de Pizarro a través de sus hazañas.
Mientras, había desaparecido la afluencia de hombres empren­
dedores, dadas las evidentemente insuperables dificultades. El go­
bernador Pedradas tenía sus preocupaciones personales. Tenía que
contar con la investigación legal, y sabía con certeza que no falta­
ba material para suscitarla. Por otro lado, sus intereses estaban
dirigidos al norte, donde el país era más favorable que la selva
meridional del ecuador. Pero, en los nuevos territorios conquis­
tados en Nicaragua, le encolerizaba la gente administrativa en
ellos aposentada, porque tomaba medidas independientemente de
tu autoridad.

59
Aquellas circunstancias favorecieron el plan de los tres, Piza­
rra, Almagro y Hernando de Luque, canónigo y director de ense­
ñanza. Formaron una compañía, o hermandad de trabajo y lucha
comunes, muy apropiada en aquella época del descubrimiento en
que la Corona daba las órdenes para llevar a cabo exploraciones,
pero no facilitaba los medios económicos ni los hombres para
realizarlas.
El objetivo era el descubrimiento y la conquista de los terri­
torios que luego se llamarían imperio del Perú. Los tres juntaron
solidariamente los medios económicos, y se prometieron una par­
ticipación equitativa de los beneficios. Pizarra se encargaba de la
dirección; Almagro, de la organización, y Luque, de mantener con­
tacto con el gobernador y de procurar la ulterior financiación de
la empresa. Pero Pedrarias vacilaba; hira pagar cara su confor­
midad: sin contribuir con un solo maravedí, pidió la cuarta parte
de los beneficios.
Con estas condiciones, preparó la orden de salida, la cual hizo
firmar por el notario Oviedo.
La opinión pública de la residencia se entusiasmó con aquellos
tres fantaseadores que exponían su vida y sus bienes en un viaje
hacia la zona de bosques y pantanos, y el ingenio castellano con­
virtió el apellido del canónigo Luque en el mordaz juego de pa­
labras «Compañía de locos».

La primera salida

Almagro compró un barco de Balboa, tras lo cual se procedió


a ponerlo en condiciones para la navegación. De sus respectivas
haciendas llevaban provisiones para la embarcación. Había que
reclutar soldados y marineros. Pedrarias pone dificultades; con­
tribuye con un solo ternero para el avituallamiento; no puede
ceder soldados porque le hacen falta a él. Por lo tanto, hay que
esperar la llegada de nuevos reclutas de España, gente bisoña no
acostumbrada al clima de aquel continente. El tiempo pasa. El
tiempo es oro, pues los que ya hay reclutados quieren comer y re­
cibir la soldada, y no se dejan consolar con lo de la ínsula pro­
metida, como se dejaría el escudero de Don Quijote.
Con una sensación de indescriptible alivio, contemplan los tres
la nave, ya dispuesta para la salida, en la bahía. Un puerto des­
conocido será el punto de reunión convenido para el abasteci­
miento. Luego, los tres aliados se abrazan a bordo del velero que
apenas desplaza ochenta toneladas. Se sueltan las amarras, las
velas flamean en el cálido viento del día 14 de noviembre de 1524,
y la nave, pilotada por Hernando Penate, toma rumbo a levante;

60
lleva a bordo d e a hombres, cuatro caballos, y el habilitado real
Ribera, fiel colaborador en el futuro, así como el celador Juan de
t artillo.
En la isla de las Perlas vudven a abastecerse de agua y de vi­
tuallas, tras lo cual navegan rumbo a lo desconocido.
A medida que se aproximan al ecuador, las tempestades tro­
picales inundan y hacen estremecerse a la embarcación. ¡En nin­
guna parte de la costa aparece un punto atractivo! Por dondequie­
ra se ofrece sombrío d bosque tropical bajo pardos jirones de
nubes, lo cual les hace revivir los fatídicos recuerdos del golfo
de Urabá.
También les son desfavorables las condiciones atmosféricas. El
viento de proa les obliga a barloventear y a echar anclas con
irccuenáa. Los soldados matan su aburrimiento jugando a los da­
dos y relatando historias de su vida americana, y Pizarra los dis­
trae contándoles lo que es d Perú, según la imagen que se forma
en su mente.
Llegan a la desembocadura del río Birú, descubierto por An-
(lugoya.
Durante tres días, andan errantes por sus boscosos y pantano­
sos parajes sin lograr ningún resultado. No encuentran ni hom­
bres ni comestibles. Ininterrumpidamente, cae una lluvia torren­
cial sobre ellos. Desmelenados, descalzos, destrozados los pies por
lus piedras y raíces, atormentados por el hambre y el cansancio,
regresan a su barco y, sin pensar en d regreso, emprenden de
nuevo viaje hada el sur. A los diez días, se acusa la escasez de vi­
tuallas; ya se les ha terminado la carne; cada uno recibe dos ma­
zorcas al día. No es de extrañar que cundan el desaliento y la
querella. Pizarra lo soporta con paciencia y consuela a sus hom­
bres con las siguientes palabras: «Dios nos ofrecerá la tierra que
buscamos».
La situadón era tan desesperanzado», que cambiaron de rum­
bo y fondearon en una bahía a la que dieron el nombre de Puerto
del Hambre. «No osaban mirarse unos a otros — escribe el cro­
nista— ; así estaban de demudados sus rostros por la inanición.
Por dondequiera, no había más que montañas, rocas, bosque y
pantano, y la incesante lluvia que el délo vertía sobre ellos. Sólo
esperaban la muerte, pues carecían de alimentos para poder re­
gresar a Panamá. Además, el pundonor les prohibía a la mayoría
nacerlo sin antes haber realizado un hecho notable.»
Y, así, se deddió de común acuerdo enviar al capitán Monte­
negro por comestibles a la isla de las Perlas. Como sustento se
le dio una p id de vaca con raíces del bosque.
—Dentro de siete días podéis estar de regreso —le dijo Pizarra,
til despedirse.
Pero aquellos siete días se convirtieron en cuarenta y siete. En

61
el viaje se comieron la piel de vaca y, además, el cuero de los
fuelles de las bombas de achicar agua.
Para los que se quedaron, empezó el infierno del hambre. Pi­
zarra reunió a los más fuertes, y salió en busca de alimentos. El
resultado fue poco feliz. Una de las veces, encontraron un cesto
de maíz en una choza india abandonada. Por lo demás, se alimen­
taban de renuevos de palmera, raíces y frutos desconocidos, y,
alguna que otra vez, de moluscos y pescado. Por ello, murieron
veintisiete hombres, o sea más de la tercera parte del conjunto
de la expedición. Muchos estaban abotargados por el hambre, y to­
dos estaban destrozados física y moralmente. En aquella situa­
ción, Francisco Pizarra mostró toda su grandeza humana: prodi­
gaba palabras consoladoras a sus camaradas, palabras que nun­
ca se le había oído pronunciar. Personalmente, construía chozas
de madera para los enfermos, les llevaba la poca comida de que
se podía disponer y algunos frutos del bosque que encontraban
en sus salidas, y los cuidaba en la medida que lo permitían las
circunstancias. Mas había momentos en que los supervivientes en­
vidiaban la suerte de los que fallecían.
Después de cuarenta y siete días, regresó Montenegro con un
cargamento de salazón, maíz, yuca y bananas. Se abrazaron unos
a otros como si hubiesen vuelto a nacer. Entonces, Pizarra, frisa­
ba en la edad madura. En aquella ocasión, los camaradas fueron
a su encuentro con roscos y cuatro naranjas.
Salieron de Puerto del Hambre, y ninguno miró en torno suyo
cuando la nave crujió en el oleaje.
Ante ellos se ofrecía constantemente la monótona configura­
ción de la costa con la selva sumergida en la lluvia. A los pocos
días, atracaron y se internaron en el continente; era el 2 de fe­
brero de 1525, por lo que al lugar de desembarco le dieron el nom­
bre de Candelaria. También allí los indígenas huyeron al impene­
trable bosque cuando advirtieron la llegada de los expedicionarios.
Se encontraban en las proximidades del ecuador, y las terribles
tempestades tropicales con su aparatosidad eléctrica gravitaban
sobre ellos. Pocas veces veían el sol, y la plaga de mosquitos se
hacía insoportable.
Una sección siguió por un sendero de la selva, y tuvo la dicha
de dar con un poblado, que los indios habían abandonado tan pre­
cipitadamente, que la lumbre ardía aún en las chozas. ¡Qué feli­
cidad encontrar maíz, raíces comestibles y salvajina! También en­
contraron por primera vez oro, auque de baja calidad. Al ver la
comida en los calderos puestos a la lumbre casi apagada, los in­
vadió el horror: en las vasijas se cocían manos y pies humanos.
¡También allí habla caníbales!
A Pizarra le pareció aquel paraje conveniente para una prolon­
gada estancia, y pensaba enviar una vez más a Montenegro por

62
provisiones a Panamá. Sin que se diesen cuenta, ninguno de los
movimientos escapaba a la atenta mirada de los salvajes. Cuando
Pizarra envió a Montenegro a que hiciese un reconocimiento, al
tiempo que ¿1 se quedaba en el poblado para atender a los en­
fermos, los indios creyeron que era el momento oportuno para
aniquilar aquellas dispersas secciones. Pero Montenegro diezmó
fácilmente a los indios. Sin embargo, Pizarra se vio en un grave
aprieto: mientras visitaba las chozas, fue atacado en medio del
poblado; herido de siete flechazos, descendió por la cuesta. Los
salvajes se le echaban encima; mas él empuñó fuerte la espada,
por lo que los atacantes inmediatos cayeron mortalmcnte heridos
por el acero, y los restantes huyeron con sangrientas heridas,
horrorizados por aquel ser que quebrantaba como el dios de la
muerte. Asimismo los demás expedicionarios defendieron sus vidas
con el resto de las fuerzas que aún les quedaba. Y, cuando
Montenegro regresó alarmado por los hombres de su expedición,
los indios ya habían sido derrotados totalmente. Cinco españoles
murieron de las heridas recibidas, y los demás curaban las suyas
con aceite hirviente.
Con el corazón dolorido, decidió Pizarro emprender el viaje
de regreso; pero no hasta la capital. Pues sabía que Pcdrarias
no le daría licencia para un segundo viaje. Inició la marcha por
la costa del golfo de Chicamá, mientras el habilitado Ribera de­
bía presentarse en la residencia, para dar un informe fidedigno y
sondear la situación. El poco oro que llevó consigo tal vez pu­
diera servir de incentivo para reclutar nuevos voluntarios. Ya en
Chicamá tampoco terminó la angustia de sus soldados, pues fa­
llecieron algunos más a consecuencia de hipoalimentación, y otros
despedazados por los caimanes cuando se dedicaban a la pesca.
En conjunto, el resultado fue terrible; por consiguiente, Pizarro
no osaba aparecer ante los ojos del gobernador general.
Al mismo tiempo, iba Diego de Almagro con las provisiones y
los refuerzos prometidos al encuentro de sus camaradas, cruzan­
do la desembocadura del río Melón, que así se llamaba porque
flotaban melones en sus aguas, y la del río Baeza, nombre que
había recibido por haberse ahogado en sus aguas un soldado ape­
llidado así. Por las ramas cortadas, fue reconociendo las huellas
de Pizarro hasta llegar a los lugares de la última estancia de
éste. Preocupado profundamente por no hallar a su amigo, Alma­
gro desembarcó con cincuenta hombres. Los indios lo esperaban
con amenazadores gritos de guerra detrás de sus empalizadas.
Cuando se disponía a ir al ataque, contraatacaron los guerreros,
desnudos y tatuados de amarillo y rojo, con tal ímpetu, que las
filas españolas, compuestas mayormente de nuevos reclutas, va­
cilaron. Con su sangre fría y experiencia en la lucha contra los
indios, restableció Almagro el orden, con lo que se desmoronó

63
aquella salida de los indios, y el poblado ardió en llamas. Pero el
mismo Almagro pagó cara aquella victoria: un dardo le saltó un
ojo, por lo que hubiera sucumbido ante la superioridad de fuer*
zas, si no hubiese sido por la heroica ayuda de su sirviente ne­
gro. Al menos, pudo salvar un ojo. A su rostro cubierto de cica­
trices se unía ahora el calificativo de tuerto. Comentando esta
circunstancia, el cronista lo caracteriza con lo que m is tarde vol­
verá a repetirse: «Sus soldados dieron muestras de gran interés...,
pues él fue amable y generoso...»
Allí tampoco encontraron ninguna huella de Pizarra. Le dieron
al poblado el nombre de Pueblo Quemado, y se hicieron a la mar
navegando unas millas hacia el sur. Finalmente, perdió Almagro
las esperanzas de encontrar a Pizarra. Sin advertir que habían pa­
sado uno por el lado del otro, consideró Almagro perdido a su
compañero, y tomó rumbo al norte.
En la isla de las Perlas, se enteró de que Pizarra estaba en
Chicamá; allí, pudieron los dos probados hombres abrazarse. Se
convino en que Diego de-Almagro, junto con Ribera y Hernando
de Luque, debían asegurar la continuación de la empresa en la
residencia.

El pacto de Panamá de 1526


Negociaciones preliminares

Encontraron a Pedrarias de muy mal talante. Pues necesitaba


las tropas para ir contra Francisco Hernández, quien le había
puesto en dificultades en Nicaragua. Su destitución de goberna­
dor de Panamá es un hecho, pues su viejo enemigo Oviedo le ha
socavado al fin el terreno. Teme, además, tener que cargar con
la responsabilidad de la empresa de los «tres locos», y reconvie­
ne severamente a Ribera y a Almagro por las muchas bajas que
ha costado la expedición. Ellos no pueden responder al respecto,
porque les parece estar ante las puertas del ¿ u to . ¿Cómo lo sa­
ben? Están convencidos, firmemente convencidos de ello. Mas Pe­
drarias no lo cree en absoluto, y exige una indemnización de cua­
tro mil pesos oro. ¡Lo que faltaba para la vacía arca de la com­
pañía!
Almagro da pruebas de experto negociador. Le asegura al go­
bernador que la empresa está al borde del derrumbamiento, y que
como parte contratante solicita de él una adecuada aportación
para reorganizarla, dado que, hasta ahora, su aportación no ha
sido más que un ternero. Tanto Oviedo como el nuevo goberna­
dor Pedro de los Ríos, escuchan esta viva conversación. Pedra-
rías hace una forzosa deferencia, y rebaja su reclamación hasta

64
mil pesos oto. ¡También esta cantidad da quebraderos de caber
Pedradas es condenado al pago de una multa por el tribunal,
y trasladado a Nicaragua, a la que se le ha puesto el bello nombre
de Nuevo Reino de León, cuya administración regenta durante
seis años, transcurridos los cuales el rey le autoriza regresar a la
patria después de diecisiete años de servicio en América. Pero no
ve realizado este viaje: el 6 de marzo de 1531, se cierran sus
celadores y desconfiados ojos, que habían visto la conquista de
Granada, y, más tarde, la fundación de Nueva Granada en Nica­
ragua. Como temido gobernador de las Indias Occidentales se le
había puesto el apodo de Furor Domtnt. Encontró un duro crí­
tico como Hernández de Oviedo, así como un juez indulgente.
Ix>s dos tenían parte de razón. La población civil y militar que
él gobernaba, sólo con mano dura podía ser mantenida en orden;
pero su codicia y afán de poder fueron ilimitados.
Pedrarias introdujo una cláusula, funesta para Pizarra, en la
nueva licencia de salida, por la- que Diego de Almagro era nom­
brado capitán de la expedición con igualdad de derechos. Pizarra
lo tomó a mal, y debemos agregar que aquel nombramiento fue,
ulteriormente, el principio de las desavenencias entre los dos con­
quistadores.

Pizarro, Almagro, De Luque

La lucha común para alcanzar el objetivo, cada vez más ase­


quible, traba la hasta aquí comunidad de intereses de los tres «com­
pañeros», Pizarro, Almagro y De Luque, en una estrecha colec­
tividad. Una singular mezcla de motivos mueve sus espíritus.
Ninguno de Tos tres tenía necesidad de arriesgar su vida por
el otro.
Según sabemos, Pizarro poseía una considerable hacienda como
reconocimiento a los veinte años de servicios prestados a la Co­
rona en América, y era considerado como uno de los primeros
hombres de la colonia. Cuando apareció en la residencia, los prin­
cipiantes lo contemplaban admirados, y los ya avecindados muchos
años tenían bastante que contar del trujillano, que había llegado
al Nuevo Mundo sin más que la espada ceñida a la cintura. Así
que, para él, ya habían pasado los tiempos de «cenaron poco y
tarde».
Diego de Almagro, el expósito de Castilla, se había convertido
asimismo en un señor bastante acaudalado para la edad que tenía.
Los dos habían entrado en la madurez de su vida.
Tampoco Don Quijote y Sancho Panza hubieran salido de su
Mancha, si hubiesen tenido una existencia desahogada. Es nota-

65
ble que también este héroe, rayano en los «cincuenta años de su
vida», se pusiese en camino para ver qué había de hacer en el
mundo, y para, como era lógico en una justa empresa, ganar un
imperio o, por lo menos, una ínsula para su escudero.
Sin duda, no ocultaba Don Quijote a su amigo que, con lo de
la ínsula esperaba totalmente la llegada del final. Sólo después de
lo muy fatigados que estaban por aquel menester y por los ma­
los días y peores noches, se les concedió un título y una especie
de valle, o provincia, o algo por el estilo.
Con ese fin anduvieron por el mundo; querían vivir de sus ha­
zañas. Pues para ellas no había lugar en su pueblo. En el fondo,
se trataba más de ser que de tener. Así, Don Quijote le dice a su
escudero:
«Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no
hace más que otro...»
Muy parecida era la situación, la conversación y la empresa de
aquellos tres hombres.
El tercero de aquella hermandad, Hernando de Luque, era el
más pudiente e instruido de los tres. ¿Soñaba Luque en las genti­
les prosapias que debían ganar el reino de los cielos, y en llevar la
mitra episcopal?
La fantasía y el realismo, los ideales y la prosaica finalidad, ac­
tuaban conjuntamente.
Y como se trataba1 de importantes aportaciones, se hizo un
contrato ante el notario real Hernando del Castillo, que rezaba:

Quienquiera que lea este documento, sabrá que yo, don Her­
nando de Luque, vicario de la Santa Iglesia de Panamá, por una
parte, y el capitán Francisco Pixarro y Diego de Almagro, ciuda­
danos de la ciudad de Panamá, por otra, declaramos:
De común acuerdo, hemos constituido la siguiente estable y
legítima compañía: Después de que nosotros, el capitán Francis­
co Pizarro y Diego de Almagro, hemos recibido del señor gober­
nador Pedro Arias Dávila licencia para descubrir y conquistar las
tierras y provincias del llamado reino del Perú... No disponemos
de dinero ni de medios para el viaje, barcos, dotación y pertre­
chos..., y, como vos, don Hernando de Luque, aportáis el dinero
para formar esta compañía por partes iguales, convenimos en que
ninguno de nosotros tendrá beneficios especiales en todo lo que
descubramos, ganemos o conquistemos y colonicemos en el llamado
reino... del Perú...
Para darle más fuerza a este documento... juramos ante Dios,
y ante los evangelios, los cuales están escritos detalladamente en

I. Et principal capitalista era Gaspar de Espinosa, cuyos interesa estaban ligados a


la empresa.
el misal, y ponemos la mano sobre el libro y hacemos la señal de
la cruz. Yo, Francisco Pizarro, y yo, Diego de Almagro. Amén.
...Escrito en la ciudad de Panamá el 10 de marzo de 1526
después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo...

Y siguieron los nombres de los testigos, y la firma del notario,


avalada por el cuño real.
Con este acto, quedaba concertada la conquista de un imperio,
del que sólo se conocía hasta entonces el nombre, el cual era
inexacto.
A la mañana siguiente, el canónigo celebró una misa para el
logro de aquella empresa. A la hora de la comunión, les admi­
nistró la hostia consagrada a sus dos amigos. Querían formar una
unidad total. Los asistentes a aquella ceremonia lloraron de emo­
ción. No se había visto cosa semejante hasta entonces. Los es­
cépticos opinaban que no por ello la empresa iría mejor. Aunque,
en aquel momento, todos los circunstantes rebosaban del ideal de
la propagación de la fe cristiana en aquel nuevo y bárbaro mundo.

Segundo viaje de Pizarro y


descubrimiento del Perú

De la jamás vista ni oída aventura...

C ervantes : El ingenioso hidalgo


Don Quijote de la Mancha.

Mientras duraban aquellas largas negociaciones, la gente de


Pizarro esperaba en el sur del golfo de las Perlas. En Panamá se
armaban dos barcos y se reclutaba más gente, aunque no estaba
avezada a las exploraciones. Un notable piloto, Bartolomé Ruiz,
va de capitán de alto bordo; es un buen marino y fiel colaborador.
En Puerto de Pinas se unen los dos grupos. El siguiente objetivo
es Río de San Juan, situado a 3° 30’ de latitud Norte.
A Enes de junio de 1526, largan velas, llenos de esperanza, y
sin saber la desgracia que los espera. Pizarro va al frente de ciento
sesenta hombres y unos caballos; sólo la cuarta parte de aquéllos
podrá resistir las privaciones. Al final, únicamente trece, con Pi­
zarro, resistirán la prueba; los demás, desesperados, se darán a la
fuga ante la terrible selva virgen tan pronto como el nuevo gober­
nador les envíe por puro humanitarismo un barco para ello.
Aún no ha cundido la desconfianza. Van explorando a lo largo
de la costa, donde, en algún que otro sitio, encuentran un poco
de oro.

67
Cruzan la desembocadura del río Esmeralda, cuyo delta está
rodeado de boscosas montañas, y ribeteado de terreno pantanoso;
pero el paraje aparece más poblado que los anteriores puntos de
arribada. En botes, reconocen el paisaje costero. Un grupo descu­
bre un gran poblado, y, por derecho de conquista, se llevan cuan­
to encuentran: un verdadero punto de abastecimiento, en el que
abunda principalmente el maíz; también encuentran oro en un to­
tal de quince mil pesos. Necesitaban una estímulo así, pues la lu­
cha con la naturaleza había exigido grandes sacrificios.
Pizarra concibe una atrevida decisión. Necesita refuerzos. Por
lo tanto, Almagro tiene que salir con uno de los barcos para Pa­
namá, y llevar allí el oro como reclamo. Bartolomé Ruiz recibe
la orden de explorar la costa meridional con el otro barco. Piza­
rra se queda allí, donde quiere esperar el regreso de las dos
naves.
Ruiz descubre dos islas, que pronto serán el lugar perínclito
de la conquista: la Gorgona y la del Gallo. Explora la bahía de
San Mateo y la región de Coaque, de donde surgirá la leyenda
de El Dorado. Sin saberlo, en estas latitudes limita el imperio de
los Incas. En el cabo Pasado, el sol cae perpendicular sobre ellos;
Ruiz es el primer piloto que cruza la línea ecuatorial del Pacífico.
El paraje se ofrece disgregado, y los poblados y maizales aparecen
más frecuentes. Desde la costa les observan los aborígenes.
Ruiz se encuentra con una cautivadora visión: se trata de un
lejano y resplandeciente velamen. ¿Una carabela, acaso? ¿Habrá
descubierto otro piloto un paso hacia el mar occidental? Toda la
tripulación está apoyada contra la amurada y mantiene fija en el
sur la vista.
Al acercarse la embarcación, reconocen en ella una balsa de ma­
dera de copayero, trabada con cuerdas, de la que se elevan dos
velas cuadradas de algodón, y en su cubierta descubren una vo­
luminosa piedra atada con un cabo, la cual quizás usen como
ancla; una tabla estrecha les sirve de timón.
Los rostros aceitunados de la tripulación denotaban sorpresa,
así como asombro y regocijo los de los españoles. Ruiz maniobró
cuidadosamente la nave, que a los aborígenes les parecía enor­
memente grande hacia la balsa, de la que parte de sus tripulan­
tes se tiró al agua en busca de seguridad. Y los más audaces con­
templaron cómo se acercaba aquella gran embarcación.
Los guías de la balsa llevaban camisa sin mangas y un capoti­
llo de finos dibujos de colores; de su cuello pendían cuentas di
conchas y de dientes de animal, y lucían aros de oro en sus bra­
zos y discos del mismo metal en los lóbulos de las orejas. Eran
indios muy distintos de los que hasta entonces habían conocido.
Juan de Sámano, celador de la Corona, hizo trasbordo del barec
a la balsa, y saludó y tranquilizó con respetuosos gestos y palabra:

68
a los indígenas. Luego, contempló la mercancía apilada en la cu­
bierta: brazaletes, cinturones y anillos fabricados con oro y plata;
vasijas de alfarería de formas sorprendentemente artísticas; cuen­
tas de conchas y de esmeraldas, en gran cantidad; bellos tejidos
con dibujos de animales y plantas, para mantas, vestidos, camisas
como las que usaba la tripulación de la balsa.
Tras una pausa de receloso temor, se inició una viva conversa­
ción por señas, dado que el desconocimiento del lenguaje no per­
mitía hacerlo de otro modo. Los mercaderes informaron a los ex­
tranjeros sobre su país, su soberano Huayna Capac y la poderosa
capital de Cuzco, con la que no podía compararse su ciudad de
Salango, cerca de Tumbes.
Entre el asombro y la incredulidad, pues conocían bien la in­
clinación de los indios a fantasear, escuchaban los españoles aque­
lla información sobre el poder y la riqueza del país, que ellos bus­
caban, y con cuyos súbditos estaban conversando.
Bartolomé Ruiz acababa de enterarse de que se encontraba
ante las puertas del Perú. El país era poderoso, estaba bien orga­
nizado, y tenía una civilización y un soberano cuyos dominios
eran más extensos que todos los territorios descubiertos hasta en­
tonces.
Con aquellos conocimientos, y con tres indios que fueron em­
barcados para instruirlos como lenguas (intérpretes), puso Ruiz
proa al norte, para comunicar a Pizarra aquella feliz noticia.
Fue verdaderamente una buena nueva para Pizarra en las pe­
nosas circunstancias en que se encontraba. La peste y la muerte
invadían su campamento. Más que el hambre, el terrible clima y
el pestilente ambiente pantanoso causaban verdaderos estragos. Los
ctxrodrilos, en el río, las serpientes y los insectos venenosos en la
tierra, amenazan a cada paso. Nubes de mosquitos acosaban a aque­
llos atormentados hombres y les obligaban a esconder la cabeza
por la noche. Los turbiones y los sofocantes calores se turnaban
con desmoralizadora regularidad día tras día. No disponían de ropas
ni de yacijas secas. Martirizados por las calenturas, cubierta la piel
de picaduras y abotargados sus miembros, se revolvían impasibles
y resignados en sus cálidas y malolientes esteras.
Intentan explorar el río; reman por sus turbias aguas arriba.
Pero no pueden escapar de la selva que los rodea; en todo lo que
llevan navegando no encuentran ningún claro, ni sabana, ni campo,
ni ser humano que puede ser considerado como tal; éstas son las
reflexiones que se hacen.
Una sección de catorce hombres embarranca con su bote en la
arena. Sin que se den cuenta, son observados por los salvajes
desde detrás de los troncos de los árboles; se les echan encima, los
matan a flechazos y los degüellan.
La selva, los turbiones, la epidemia, los cocodrilos en las aguas

69
pantanosas, y los salvajes que, cual monos, se ocultan entre los
bejucos, son un enemigo contra el que no se puede luchar. La
gente de Pizarro está extenuada. La vida y la muerte son una
misma cosa. Todo lo que ayude a salir de aquel infierno es una
salvación, aun cuando se trate de la muerte, a la que miran con
indiferencia.
En este estado de ánimo, se oye el retumbar de un disparo en
el mar: es el anuncio de la urribada de un barco.
Bartolomé Ruiz atraca en la bahía, y sus velas traen nuevas
esperanzas a aquel campamento de la desesperación. Aun los más
enfermos se levantan de la yacija de su angustia y se dirigen arras­
trando los pies río abajo hacia la playa.
Y como la dicha suele venir acompañada, al mismo tiempo
aparece el velamen de la nave de Almagro por entre las ráfagas
de lluvia, el cual viene de Panamá con vituallas y un refuerzo de
cuarenta y seis hombres. Almagro informa de lo muy reducido
que ha quedado su crédito en Panamá. Sólo la diplomacia del ca­
nónigo De Luque había podido quebrar los reparos del nuevo go­
bernador Pedro de los Ríos, hombre humano y consciente de su
responsabilidad, y así, había recibido a Almagro con todos los ho­
nores que su antecesor había otorgado a los expedicionarios, y per­
mitido que se reclutasen nuevos voluntarios. Pero estaba claro
que en la residencia pesaban las listas de las pérdidas; por consi­
guiente, era necesario evitar cualquier fracaso. Esto incumbía a
los caudillos, circunstancia que no advertía la tropa. Las buenas
noticias de Bartolomé Ruiz y los refuerzos de Almagro alenta­
ron los decaídos ánimos de los soldados y, a la orden de: «¡A los
barcos! ¡Rumbo al sur!», siguieron a sus inquebrantables caudillos.
Entretanto, las condiciones atmosféricas fueron más desfavora­
bles. Primeramente, Ruiz tomó rumbo a la isla del Gallo, donde
descansaron durante una semana, transcurrida la cual se dirigie­
ron a la bahía de Tacames. Allí, pensó acampar Pizarro, esperar
nuevos refuerzos de Panamá y, luego, emprender viaje al Perú.
Los indios de Tumbes, a quienes se les había pedido información,
indicaron que Tacames era una rica ciudad en la que se podía vivir
bien.
Se habían hecho los cálculos sin contar con el dueño de la casa.
Al acercarse los barcos extranjeros, la ciudad se puso en estado
de defensa. Ante la desembocadura se cruzaron catorce canoas
armadas, y la playa era un hormiguero de guerreros.
No obstante, Pizarro envió un bote con parlamentarios, los
cuales recibieron por respuesta una lluvia de flechas y de pie­
dras lanzadas con honda. Entonces, los españoles arriesgaron al­
gunos de los pocos caballos que llevaban. Los tacameses se que­
daron suspensos al ver aquellos animales desconocidos. Retroce­
dieron algo; mas, a poco, empezaron a atacar con hondas; uno

70
de los caballos recibió una pedrada en la cabeza, y se encabritó.
Su jinete saltó rápidamente al suelo y atacó a pie. El que de un
ser viviente se desprendiese otro y se moviese independientemente,
fue demasiado para los indios, por lo que retrocedieron hasta
«letrás de los muros de la ciudad y dejaron la playa a los espa­
ñoles.
Con ello no se consiguió mucho. Después de un consejo militar,
*c decidió no atacar con el escaso número de fuerzas de que se
disponía. Cualquier acción militar prematura podría sembrar la
alarma por todo el país.
Se estaba ante la puerta del imperio buscado, si bien ésta per­
manecía cerrada. Indecisos, los españoles estuvieron fondeados
nueve días en la bahía. En los más valientes empezaron a decaer
los ánimos. La tropa comenzó a amotinarse abiertamente contra
sus jefes, quienes la tenían como presa en aquel báratro de la
naturaleza.
En aquella grave crisis que atravesaba la expedición, Diego de
Almagro fue quien se opuso a la capitulación total. Decidido, dijo:
—Dios no quiera que renunciemos a esta empresa mientras
nos quede aliento y un peso en el bolsillo. ¿Debemos regresar cual
unos mendigos a Panamá, pagar el precio del escarnio y vernos
encerrados en la cárcel por no poder pagar nuestras deudas...?
En Francisco Pizarro estalló la amargura de aquella intermi­
nable decepción y contrariedad. Les chilló a sus compañeros:
—Habláis muy a la ligera. O s pasáis cómodamente todo el tiem­
po en el barco, mientras nosotros hemos rebasado hasta ahora los
límites de las posibilidades humanas en lo relativo al hambre y a
las calamidades. Si hubieseis padecido una sola vez, no hablaríais
de ese modo...
Almagro respondió colérico; dijo que se quedaba de buena
gana, y que Pizarro debía ir a Panamá en lugar de él. La desmesu­
rada excitación hizo que los dos echasen mano a sus espadas, con
lo que el descubrimiento del Perú habría finalizado en aquella
playa si no se hubiesen interpuesto Ribera y Ruiz. Apaciguados,
se dieron un abrazo como buenos amigos, tras lo cual se decidió
que Almagro partiese para la capital en busca de refuerzos, y que
Pizarro se trasladase a la isla del Gallo en el otro barco. La dis­
cusión ocurrida entre los caudillos avivó una vez más el lento
fuego del descontento y de la desesperación en la tropa. ¿Es que
no eran suficientes el hambre y la muerte? No había ningún pun­
to en la costa donde no hubiesen dejado muertos en aquella
tierra sin bendecir, y de la que no hubiesen sido expulsados ver­
gonzosamente por los indígenas. En aquella infinita selva se en­
contraban desamparados, tenían que alimentarse de plantas y raí­
ces poco apetitosas, estaban mortificados por las picaduras de los
mosquitos, empeñados en una lucha poco digna para un español.

71
¿Es que, después de tantos muertos, los jefes querían sacrificar
aquel lacerado resto de hombres en sus insensatos sueños?
Los jefes tenían que oír esta suerte de palabras. No tenían
, otra respuesta que sus esperanzas fundadas. No podía renunciar­
se a la empresa. Temían que aquellos rumores Regasen a Pana­
má. Tras haberse hecho Almagro cargo de la correspondencia para
la ciudad, convinieron en no hacerla llegar a sus destinatarios.
Pero la industria operaba contra la industria. Los soldados ha­
bían perdido la confianza en sus caudillos, a consecuencia de lo
cual la esposa del gobernador, doña Catalina de Saavedra, recibió
como presente un ovillo de algodón, del tamaño de una cabeza,
en el que había una carta para su esposo. El remitente exponía
con amargura sus penas y la disparatada muerte en aquel cauti­
verio. En nombre de Dios le pedía al gobernador que les enviase
un barco para poder regresar a sus hogares, y finalizaba la misiva
con una sarcástica cuarteta, que ningún cronista se hizo suya:

Pues, señor gobernador,


mírelo bien por entero
que allá va el recogedor
y acá queda el carnicero.

La parábola se propaga rápidamente por la ciudad. Los «cau­


tivos» de la isla del Gallo tienen, como diríamos actualmente, la
opinión pública en su favor, asi como la esposa del gobernador.
Pedro de los Ríos, que hasta el momento había dado a disgusto
su conformidad, queda impresionado. La función ha terminado.
Hernando de Luque sostiene una lucha perdida contra la decisión
de la superioridad, citando los intereses de la Corona. Almagro
alega vanamente las dificultades del clima. Pero el gobernador ya
ha tomado su decisión: como español, no puede dispensarse del
esfuerzo y perseverancia de los dos conquistadores, quienes no
exigen a sus soldados más de lo que ellos pueden asumir; pero,
como gobernador, responde por la vida de esos hombres que a él
apelan.
Por consiguiente, el capitán Juan Tafur zarpa hacia el sur;
pero no con refuerzos, sino con la orden de recoger a los super­
vivientes de la expedición de Pizarra.
Con ello, parece que todo ha terminado.
Sin embargo, los dos amigos, Almagra y De Luque, logran en­
viar un mensaje secreto a Pizarra, en el que le ruegan que sea
perseverante, «aunque tengáis que liar el petate». Pues aún no ha
sido dicha la última palabra.

72
Los trece de la fama, en la isla del Gallo

Para los ochenta y cinco hombres que quedaban en la isla del


Gallo empezó la angustiosa existencia que tanto temían, aunque
estuviesen fuera del peligro de los indios. Los pocos isleños habían
huido al continente al aparecer los barbudos extranjeros.
Las rocas bullían bajo el sol ecuatorial. Era fácil contar las
horas del día a través de la regularidad de las lluvias. En aque­
llos hombres perdidos, la barba y el cabello habían crecido de un
modo selvático. Las vestiduras pendían de sus cuerpos hechas
jirones; sin embargo, no se desprendían de ellas porque, aunque
poco, les preservaban de los tórridos rayos solares.
Después de que las naves se hubieron hecho a la mar —Piza­
rra había hecho también zarpar al segundo barco— , se encontra­
ron aislados de toda civilización. Agobiadora, los rodeaba la sole­
dad del mar.
El taciturno Pizarra se hizo comunicativo; les hablaba de sus
viajes con Ojeda y con Balboa.
Pero los soldados estaban ya hartos de tales relatos; contem­
plaban hoscamente la rítmica ondulación del mar, escuchaban el
acompasado ruido de la lluvia, y observaban la cíclica vaharina
despedida por las piedras y la arena, recalentadas por el sol. No
uerían escuchar nada más. ¡Había que salir de aquella prisión
Q e rocas, mar y bosque!
Un vigía, situado en el punto más alto de la isla, observa la
aparición de unas velas que vienen navegando desde el norte. Los
soldados abrigan la esperanza de que su misiva secreta haya lle­
gado a su destino, y esperan el barco que ha de salvarlos.
Al fin el centinela anuncia gritando la presencia de dos em­
barcaciones.
Cual unos locos, los hombres se precipitan a lo alto de las rocas
y, luego, descienden a la playa.
Juan Tafur arriba a la isla; contempla aquellas deplorables fi-
;uras, visión que supera a la imagen que se había formado por
fas noticias recibidas. Conmovido, saluda a Francisco Pizarra y le
comunica la orden del gobernador. Pizarra le escucha como si
dictasen una sentencia contra él, y guarda silencio. ¡Todo el es­
fuerzo ha resultado inútil! Cuando está a punto de alcanzar el
objetivo, se le ordena que se retire.
Por el contrario, los soldados se entregan sin límites a aquel
regocijo y, entre risas y lágrimas, se echan a los cuellos de los
tripulantes. Bendicen a su salvador y libertador Pedro de los Ríos,
«como si regresasen de tierra de moros», advierte el cronista, re­
cordando un pasado inmediato.
Pizarra se da cuenta de que no vale ninguna objeción. Entre­
tanto, alguien le ha comunicado al oído la advertencia de sus dos

73
amigos, por más que no es necesaria, pues para él no existe el
regreso con el fracaso a cuestas.
—Me quedo; no quiero regresar —le dice a Tafur.
Varios soldados se acercan para oír lo que hablan los dos je­
fes. Pizarra advierte que sus palabras son escuchadas con aten­
ción por los oídos de los que los rodean, por lo que intenta de
nuevo dialogar con el oficial enviado por el gobernador; lucha por
que no se les pongan impedimentos a quienes quieran quedarse
con él.
Tafur vacila entre la orden y la admiración ante aquella firme
voluntad; por otro lado, sabe que en Panamá se lucha buscando
la posibilidad de que continúe la expedición; con desgana, se
deja vencer por el asentimiento, del que no sabe cómo dará cuenta
luego a sus superiores.
Tras lo cual Pizarra dirige unas palabras de despedida a aque­
llos que, después de haberse mantenido firmes mucho tiempo, dan
de mano a la empresa en aquel momento. Entristecido, dice a sus
hombres:
— ¡Os deseo un feliz viaje de regreso, si preferís la pobreza y
el escarnio! Siento que abandonéis el fruto de vuestras incon­
mensurables penalidades, cuando, según afirman los indios de Tum­
bes, la riqueza y la gloria están ante nosotros. ¡Marchaos, pero
nunca digáis que vuestro capitán no fue el primero en vuestras
penurias y peligros ni que antes se preocupó más de su persona
que de vosotros!
Después de este epílogo a los que retornaban a su hogar, y
que él consideraba como desertores de esta misión histórica, rei­
nó el silencio. Todos permanecieron callados, contemplaron sus
descalzos y destrozados pies, dirigieron la mirada al mar, la detu­
vieron en la enflaquecida figura de Pizarra, y esperaron por si tenía
algo más que decir, antes de embarcar en la nave del gobernador,
para dejarlo abandonado.
Pizarra miró por encima de los mástiles de los dos veleros.
Después, se separó unos pasos del corro que lo rodeaba y trazó
en la arena una línea en dirección levante a poniente con la punta
de su espada.
í es lo que pretende? ¿Se ha vuelto loco?
la cabeza, pasó la mirada por cada uno de los rostros de
los circunstantes y, apuntando con el reluciente acero hada el
mediodía, dijo:
— Por aquí se va al Perú, con hambre y miseria, hoy; con ri­
queza y gloria duradera, mañana. Por allí — indicó con la punta
de la espada hacia el norte— se va a Panamá, con su pobreza
eterna y el pan amargo del fracasado. ¡Quien sea buen español,
que elija lo que le parezca más conveniente! Yo voy al sur.
Y bajó la espada y cruzó aquella línea que había trazado.

74
Silencio. Todos se quedaron inmóviles como postes. ¿Habrá
quien le siga?
A poco, se mueve una de las figuras más harapientas: es Fran­
cisco de Villafuerte, el segundo en cruzar la raya. Luego sigue
oiro, seguido de Pedro de Candía, cretense, cuya suerte seguire­
mos hasta su trágico fin; Alonso de Ubeda, que no tardará en de­
saparecer, en Tumbes; los sigue el fiel Nicolás de Ribera; luego
va Juan de la Torre, a quien le da un ataque de locura en el te­
rritorio peruano. En total, se quedan trece hombres, de los ochen­
ta y cinco de la expedición. Trece españoles y un mulato. Sus nom­
bres pasarán a la Historia como «los trece de la fama». Tres años
más tarde, el emperador Carlos V les concederá a todos el título
de hidalgo.
Juan Tafur tenía que cumplir la orden que se le había dado.
l.os hombres embarcaron en los dos veleros. El capitán no se cre­
yó autorizado para conceder lo más mínimo al imperioso ruego de
Pizarro. Los tres indios de Tumbes se quedaron con Pizarro. Una
ración de maíz fue todo lo que Tafur pudo dejarles a los trece y
o su capitán; se hizo cargo de una carta de Pizarro dirigida al
gobernador, en la que exponía su decisión, creyendo servir con ello
a los intereses de la Corona.
Las naves izaron las velas, y los que se marchaban se despi­
dieron:
— ¡Adiós! ¡Buena ventura!
A las pocas millas, las embarcaciones desaparecieron entre las
espesas nubes.
Resulta difícil reflejar el estado de ánimo de los que se habían
quedado. ¿Qué pretendían? ¡No renunciar! «¡Resistid, aunque
tengáis que liar el petate!», había transmitido Almagro.
Unos días más tarde, se trasladaron al islote vecino que habían
hallado, porque era más fructífero que la isla en que se encontra­
ban, y a la que impusieron el fatídico nombre de Gorgona, por las
muchas serpientes que lo poblaban. «Vieron tantas, que lo com­
pararon con un infierno», escribe Herrera.
No pasaron hambre, pues allí había mucha caza. Con la ba­
llesta cazaban «guadoquinajes, animal que venía a ser una espe­
cie de liebre, pero de mayor tamaño y de carne más estimada».
I'.n la boscosa montaña había muchos sitios; las ensenadas esta­
ban cuajadas de peces; abundaban las tortugas y los huevos de
uve; la floresta estaba plagada de papagayos, pavos reales y galli­
náceas de la familia de los faisanes.
A la puesta del sol, Pizarro reunía a sus camaradas, para rezar
juntos la salve. «Observaban las fiestas señaladas y los viernes y
los domingos, para que Dios los librase de las grandes penurias.»
Desde un rocoso arrecife noche y día vigilaba un centinela por
si venía la tan esperada nave.

75
Transcurrían las semanas y los meses. ¿Los habrían abando­
nado? La lluvia y el decaimiento iban menoscabando lentamente
la salud, incluso la de los más fuertes. La luz y el agua les encen­
dían los ojos hasta el extremo de hacerles ver en una nube las ve­
las de una embarcación.
Mientras, Hernando de L’ique acosaba incesante con sus ideas
al gobernador. Para ello, puso en movimiento a sus amigos, entre
quienes resultó eficaz el influyente Gaspar de Espinosa.
Tras una larga y desazonada vacilación, autorizó Pedro de los
Ríos la salida de un barco al mando del piloto Bartolomé Ruiz
con" la orden por la que a Pizarra se le daban seis meses de pla­
zo a partir de aquel instante. ¡Seis meses de tiempo para descu­
brir el Perú!
Hasta aquel momento habían transcurrido cinco interminables
meses. En la isla Gorgona, se habían apagado todas las esperanzas.
Ya se había planeado construir una balsa en que poder alcanzar
el continente y costearlo hasta Panamá. Pero, en aquella hora
crítica, surgió de entre la calina la nave de Ruiz.
«A los trece, les pareció imposible aquella visión, y no cabían
de alegría», escribe el cronista.

En las costas del imperio de los incas tumbes. Tumbes

Cuando Pizarra oyó la orden del gobernador, le hizo acordarse


de la prórroga que Pedrarias le diera a su camarada Balboa, causa
del fracaso de su empresa.
No se podía perder tiempo. Dos enfermos, que no podían em­
barcar por su estado, se quedaron bajo los cuidados de indios de
confianza en la isla Gorgona, con la promesa de que serían reco­
gidos en el viaje de regreso. Los restantes embarcaron en la nave,
y Bartolomé Ruiz tomó el mando de la tropa.
Después de veinte días de navegación arribaron al golfo de
Guayaquil. La primera isla que descubrieron, entre Tumbes, punto
principal del golfo, y la importante isla de Puná, era un islote
desértico que en toda su extensión alojaba un venerado templo.
Junto a un informe ídolo de piedra, había ofrendas sagradas de
oro y plata, cuyo trabajo denotaba habilidad artística. Los indios
más distinguidos de Puná tenían allí su necrópolis. Más tarde, a
dicho islote se le puso el nombre de Santa Clara.
El día siguiente les deparó una sorpresa que no supieron de
momento cómo interpretar. Se metieron entre una flotilla de bal­
sas de vela, que Ruiz ya conocía, pero que, esta vez, no venían
por el camino de Mercurio, sino por el de Marte. Las tripulacio­
nes iban dispuestas a librar batalla. Junto a dichas embarcaciones

76
«c movían unos singulares botes individuales, construidos con
tallos de totora y con los que un indio podía andar sobre las olas.
(En el antiguo arte mochica de este paraje, hay numerosas figura­
ciones de este modo de andar sobre las olas durante las faenas de
|>csca.)
Pizarra invitó amistosamente a los jefes de aquella flotilla de
balsas a que subiesen a bordo de la nave. Gracias a los tres adies­
trados intérpretes, cuya presencia dejó suspensos a los tumbesi-
ttos, transcurrió el diálogo sin dificultades. *
Asi, los españoles supieron que las balsas armadas llevaban a
cabo una expedición militar contra la isla de Puná, que desde
I luayna Capac estaba bajo el dominio incaico.
Aquel encuentro con la nave extranjera fue lo suficientemente
importante para que suspendiesen su expedición militar y acom­
pañasen a los extranjeros a la orilla.
Aquellas costas ofrecían un atrayente aspecto a los españoles.
( atusó una gran impresión en aquellos hombres probados por las
vicisitudes el volver a sentir terreno sano bajo sus pies. Sin em­
bargo, Pizarra no se atrevió a correr ningún riesgo. Despidió a sus
nuevos amigos y les dijo que él y sus camaradas eran enviados
de un gran monarca que les ofrecía paz y amistad.
Ya hacía mucho que el velero extranjero había sido divisado
por los centinelas de la pucara (fortaleza) y, anunciada su apari­
ción. Todo lo que tenía pies se apresuró hacia la costa, para con­
templar aquella embarcación de grandes y flameantes velas. Por
tu parte, los españoles no quitaban los ojos de aquella ciudad ni
de los esquinados muros de su sobresaliente fortaleza.
Mientras las dotaciones de las balsas comunicaban aquella nue­
va en la playa, sus caudillos se apresuraron a llevarle al curaca
(el cacique de la ciudad) la emocionante noticia: ¡Unos hombres
blancos habían llegado de más allá del mar en una embarcación
con velas que parecían alas, como si hubiese venido del cielo!
Existía una primitiva leyenda peruana: después de haber hecho
al hombre y las montañas, el Dios Viracocha desapareció trans­
formándose en las olas. Pero profetizó que volvería al fin del
imperio (que desde aquel momento comenzaba) por el mismo mar
donde nabía desaparecido. El dios Viracocha tenía blanca la faz
y usaba barba. (La colección de cerámica del arte chimó nos pre­
senta, entre este pueblo sin barba, el rostro blanco y barbudo de
una divinidad.)
Así, pues, habían aparecido hombres blancos y barbudos en un
barco, cuyas velas, refulgentes al sol, resplandecían misteriosamen­
te afuera del golfo, y las vestiduras de aquellos extranjeros relucían
como si estuviesen regadas con luz.
El curaca envió una docena de botes con selectos comestibles,
(rutas y cántaros de agua fresca y de chicha a la embarcación,

77
fondeada fuera del golfo. La casa de las mamaconas, donde vivían
y se dedicaban a labores femeninas, las «esposas del Sol», aportó
la ofrenda de una llama sacrificada.
Pizarra la contempló, mientras recordaba vivamente el día en
que, doce años atrás, el cacique Tumaco les hablara a él y a Bal*
boa de aquel animal y lo dibujara Tumaco en una pala de nopal.
Ahora lo tenía ante sus ojos. Los rumores quedaban confirmados y
los sueños hechos realidad.
Se daba la feliz circunstancia de que en aquel momento se
encontraba en Tumbes un potentado inca. Estos personajes tenían
ensanchado el pabellón de las orejas en el que llevaban puesto
un disco de oro, como emblema del Sol o de la Luna. Y en su
lenguaje se llamaban Hatun Rincrioc, o sea Orejón.
Dicho príncipe acompañó los presentes del curaca, pues que*
ría contemplar de cerca el buque y sus tripulantes extranjeros.
Hay que suponer que el gobierno incaico tenía noticia, unque fue­
se confusa, del primer encuentro de Bartolomé Ruiz con la balsa
de mercaderes. Pues, ¿cómo podía explicarse aquella gente de mar
una cosa nunca vista hasta entonces? Mas, ahora, aquella miste-j
riosa embarcación estaba fondeada en el golfo. ¿Habrían divisado]
en ella a Viracocha? ¿Llevarían la bendición o la maldición?
Pizarra y sus camaradas recibieron a Orejón con la brillantez]
de su armadura y con muchas atenciones, como si se tratase de un
grande de España. Aceptó aquél muy oportunos presentes con el
incurioso gesto de un gran señor que se ve honrado con la corte-l
sía del donante. Ninguno de los españoles dio muestras del ham­
bre y de la penuria que hasta hacía poco habían pasado en los;
trópicos; o puede que ya no se acordasen de ello.
Con la ayuda de los lenguas se desarrolló un desenvuelto diá­
logo. Con atención y asombro, observaba Pizarra la serena digni-.
dad del visitante y la reflexiva discreción de sus preguntas. Con
tacto, preguntó el príncipe por la patria de los extranjeros y por
los propósitos de su visita. Pizarra hizo atentamente una descrip­
ción de la grandeza de su país y del prestigio de su monarca, el
soberano más poderoso de todo el mundo. Concluyó como pudo:
explicando los verdaderos fundamentos de la religión cristiana,
por cuya propagación él había emprendido aquel viaje. Dijo que
apreciaría mucho poder presentar sus respetos al soberano del
país, lo cual haría en la primera oportunidad que se le ofreciese.
Orejón escuchaba atentamente. Mucho debió de sorprenderle y
superar a su imaginación. Sólo la idea de otro mundo, además;
del suyo entre bosques, montañas y costas marítimas, hacía rayar
la fuerza imaginativa de su pueblo con lo mítico. No se cansaba de
ver y de escuchar, y permaneció desde la mañana hasta entrada'
la tarde en el velero.
Los anfitriones lo agasajaron con una comida, exquisita dentro

78
cid marco que permitían las circunstancias. £1 peruano la aceptó
con satisfacción: elogió la comida y ponderó el vino, que consi­
deró mejor que la chicha de su tierra.
«Dádivas quebrantan peñas», dice un proverbio castellano, del
cual Pizarra se acordó al final de aquella visita, por lo que, a in­
vitación de Orejón, destinó a Alonso de Molina para que lo acom­
pañase a la ciudad, y llevase unos cerdos, unas gallinas y un gallo
como presente a la población. Y el príncipe lo obsequió con un
collar de perlas y, lo más valioso, con un hacha. A Molina le
acompañó un negro que llevaba el gallo.
Más de media ciudad esperaba en la playa al pequeño grupo.
No fue sorprendente que se quedase pasmada ante la visión
de los dos extranjeros: uno blanco y barbudo, el otro negro como
si lo hubiesen pintado, lo cual se creyó no podía ser de otra ma­
nera. Unos tumbesinos cogieron al sonriente negro, lo metieron en
el agua y se pusieron a lavarlo; pero resultó que ni el agua ni el
negro cambiaron de color. Otros se agolparon en derredor de
Molina, y le pasaron los dedos por su espesa barba para cercio­
rarse de si era verdadera. Uno le subió cuidadosamente una man­
ga para ver si la piel de debajo de su vestido era también blanca.
Mientras, el negro le hizo cosquillas al gallo, y la intranquilizada
ave soltó un acalorado «quiquiriquí» entre los curiosos, que retro­
cedieron movidos por el susto y la curiosidad a un tiempo, y pre­
guntaron qué había dicho. En particular, las mujeres se acerca­
ron con desenvoltura al barbudo y le dieron a entender que, si se
quedaba, podría encontrar allí la joven más bella de todas las
mujeres.
Molina, no sólo era condescendiente con todos, como le había
recomendado su capitán, sino que le gustó aquella acogida. Ante
el curaca de la ciudad, hizo entrega del regalo. Luego, lo acompa­
ñaron para que viese Tumbes. ¡Qué emoción después de tres años
de selva y parajes tropicales! La población era amable y estaba
regida con policía; las casas estaban ordenadas; el palacio del
curaca estaba ricamente adornado con tapices, alfombras, alfare­
ría artística y adornos de metales preciosos. Las paredes del templo
del Sol aparecían cubiertas de discos de oro. En los aposentos de
las mamaconas, las mujeres le mostraron su habilidad artística.
Muchos de aquellos objetos nada tenían que envidiar a los
presentados en la feria de Medina del Campo, en España. Subió
la escalera de piedra de la pucara y se convenció rápidamente
de que aquel baluarte no era fácil de tomar como lo eran las em­
palizadas defensivas de los indios. Desde la plataforma contem­
pló el paisaje donde se extendían campos y vergeles por entre
acequias, igual que en la huerta de Ubeda, su tierra natal.
Molina se fijó en los guerreros de la fortaleza: iban bastante
bien vestidos, así como armados de escudo, clava, espada de ma-

79
dcra de palma, guaraca y almete, por todo lo cual su informe a
Pizarra sería tan maravillado como digno de reflexión.
Mas Pizarra no tomó en serio el informe de Molina, porque
éste era andaluz y, como tal, le gustaba exagerar las cosas. Entre
los «trece de la fama», se encontraba un hombre notable, el cre­
tense de Candía, a quien Pizarra consideraba por su sobriedad en
el hablar, y a quien envió para que comprobase lo relatado por
Molina.
El larguirucho cretense era un hombre valiente y discreto. Al
día siguiente desembarcaba en la playa. Con su brillante arma­
dura parecía el dios de la guerra. Llevaba su poderoso arcabuz,
cuidadosamente cargado, al hombro. Más tarde, se nos presenta­
rá como artillero. Su alta figura, balanceante andar, y el brillo de
sus armas y armadura, les hace pensar a los tumbesinos si esta­
rán ante unos mortales o ante los Hijos del Sol.
Un murmullo, mezcla de temor y de emoción, rodea al creten­
se. Algunos tripulantes de las balsas ya conocen el arcabuz. Los
intérpretes que acompañan a Pedro de Candía le dicen a éste que
la gente quiere ver el «relámpago».
El cretense, que no ha esperado otra cosa, se quita el arma del
hombro y la apunta a una tabla que no está lejos del lugar. Trans­
curre una sofocante y temerosa espera. Aprieta el gatillo y sale,
cual una serpiente de fuego, un fogonazo por la boca del arca­
buz, produciéndose un estruendo sobre la temblorosa gente que
lo contempla y haciéndose astillas la tabla de madera.
La impresión es muy fuerte: unos se caen desmayados; otros
gritan despavoridos, y la mayoría no osa moverse del sitio.
De boca en boca corre la medrosa palabra: «¡Viracocha! ¡Vira­
cocha!»
Con respetuosa discreción, acompañan al cretense, con su in­
accesible y sublime actitud afectada, a la residencia del curaca,
que le enseña todo cuanto merece ser visto.
AI despedirse, el curaca obsequia a su visitante con una pare­
ja de «carneros del país», como los españoles llamaban a la para
ellos extraña llama. Pizarra se llevará estos singulares animales
como muestra de la veracidad de su informe cuando emprenda
el viaje para presentarse ante el emperador.
Pedro de Candía puede confirmar y ampliar la descripción dada
por su camarada Molina.
Para Pizarra se convierten en palpable actualidad los sueños
y las fatigas de unas decenas de años. Tal vez en este momento
le embargue un sentimiento de lástima para aquellos hombres
que, en la isla del Gallo, desistieron de la empresa cuando ésta
iba en cierto modo a ser coronada.
Ante el reducido contingente de soldados no cabe pensar más
que en realizar una exploración. Pizarra advierte a su gente que

80
*c limite a adquirir provisiones y a tocar el oro y la plata con la
vista.
El severo destino había tomado otro rumbo. Aquella misma
noche, la expedición cenó asado de llama, además de los frutos
del país, y bebió la chicha peruana. Cenaron como no habían ce­
nado desde hacía mucho tiempo.

Invitados de la soberana

Nunca fuera caballero


de damas tan bien servido...

An ón im o , Lanzante del Lago

A la mañana siguiente, la nave levó anclas y zarpó rumbo al


sur.
Según los relatos de los tumbesinos, la riqueza de su ciudad
no podía compararse con lo que luego encontraron en Chincha,
población que Pizarra quiso ver antes de emprender el viaje de
regreso a Panamá. Bordeando la costa lentamente, conocieron la
bahía de Paita, que, tras la conquista del país, se convertiría en
el centro del norte del Perú. Pasaron por la isla de la Foca y se
maravillaron de la riqueza de la fauna marina. Ruiz señalaba en
sus cartas marinas las costas y las lenguas de tierra, y les daba
nombres pertinentes. Cerca de donde más tarde se llamaría Santa
Cruz, se volvieron a encontrar con balsas construidas con tallos de
totora. Sus tripulantes dieron muestras de confianza y amistad, y
les hablaron de su tierra y sus moradores. Allí, surgiría más tar­
de una de las regiones más ricas del nuevo Perú, fructífero como
Andalucía en trigo, judías, pimientos, naranjas, limones y acei­
tunas.
Los ribereños parecían tener noticia de los extranjeros. El mal
tiempo les obligó a atracar en el lugar del actual Pimentel, y los
pescadores les llevaron regalos y provisiones a bordo.
Ante aquella demostración de amistad, permitió Pizarra a Alonso
Molina que se adentrase en aquel paraje, para recoger impresiones
sobre sus habitantes y su economía agrícola. Molina fue tan bien
recibido, que estuvo tres días sin presentarse a bordo, por lo que
Pizarra decidió zarpar sin él, con la esperanza de poder encontrarlo
en el viaje de regreso.
Arribaron a Colique, puerto de las memorables ruinas de Eten,
abandonado e importante lugar del antiguo imperio chimú, lugar
que más tarde sería El Dorado de los buscadores de tesoros.
Referente a esto, Lizárraga dice: «Cuando los habitantes de Tru-

81
jillo (la entonces ciudad acabada de fundar) contemplaban estas
ruinas no podían saber quién las había fundado, se reunieron
unos cuantos y empezaron a realizar excavaciones, para dicha
suya. Encontraron bajo tierra un aposento y se tropezaron con
un tesoro, que seguramente no era el más importante. Después de
apartar la quinta parte para el rey, les quedaron todavía ciento
sesenta mil pesos oro (cerca de ochocientos kilogramos). Pero no
sé qué sucedió con este oro, pues desapareció como el hum o...»1
Cerca de los 10° de latitud sur, envió Pizarra a tierra un ma­
rinero llamado Bocanegra. Transcurrido cierto tiempo, apareció
en lugar del marinero un indio, que informó que Bocanegra ha­
bía decidido permanecer allí hasta que regresase la expedición,
dado lo mucho que le había gustado el ambiente. Juan de la
Torre, que había salido en busca del desertor y no había podido
disuadirlo de su intento, explicó cómo lo habían llevado en una
silla de manos hacia el interior, donde se había encontrado con
ricas tierras cruzadas por importantes acequias; por dondequie­
ra había visto rebaños de llamas en medio de extensos campos.
Esto sucedió cerca de Santa. Nunca más se supo de Bocanegra*.
Mientras, tocaba a su fin la prórroga dada por el gobernador.
Por su parte, los soldados y marineros apremiaban para regre­
sar, y Francisco Pizarra no creía poder ver más de lo que ya había
visto.
Así, le dio orden a Ruiz de que pusiese proa rumbo al norte.
De regreso, no encontraron a Molina en el lugar que lo habían
dejado. Según informes de los indios, tenían que buscarlo más
al norte. Así sucedió. Emocionado, Molina les habló de sus aven­
turas a sus camaradas, y de cómo había sido invitado por una
soberana llamada Capullana.
En el referido lugar, más tarde llamado Santa Cruz, la nave
fue esperada por unas balsas de Capullana, entre las cuales una
llevaba exquisitos presentes y una invitación de la soberana. No
era posible desestimar aquel rasgo. Pizarra presentó sus excusas,
y, en su puesto, envió a cuatro oficiales, quienes fueron recibidos
solemnemente y agasajados con montones de regalos. Pera Ca­
pullana no se conformó con no conocer personalmente al caudillo
extranjero; por lo tanto, no se pudo evitar ofrecerle una invita­
ción a bordo de la nave, que aceptó sin vacilar.
Pizarra la recibió con ponderada cortesía; sin embargo, Capu­
llana quería que fuese su huésped. Tras aquel prolongado viaje,
él necesitaba un descanso en tierra, y, después del valor que ha­
bía demostrado la mujer al visitarlo a bordo, no podía negarse12

1. R bginaldo de U z Arraga: Descripción colonial.


2. D iego de T rujillo : «Según algunos cronistas» debió de tratarse de un castigo, lo
cual pudo suceder con Bocanegra y con Ginés; pero, de ningún modo, con Molina».

82
a la invitación de ella. Ante aquel ataque, tuvo que capitular y
decir que se complacería en visitarla al día siguiente.
Al amanecer, los españoles se encontraron con que su nave
estaba rodeada de numerosas balsas; en una de ellas habían lle­
gado doce orejones, quienes subieron a bordo y comunicaron que
te quedaban allí en calidad de rehenes para la seguridad de los
extranjeros; por más que Pizarra protestase, se quedaron en la em­
barcación atendiendo lo dispuesto por su soberana. Las demás
balsas llevaron a los españoles a tierra.
Se habían puesto de fiesta, en particular Pedro Alcón, que ya
había estado de visita el día anterior en la residencia de la sobe­
rana; vestía medias y calzas negras, jubón de terciopelo, sombre­
ra con una cinta dorada y una medalla, y ceñía a un costado la
espada y al otro un puñal. Sus camaradas se mofaban de él dicien­
do que iba vestido como un oficial italiano en lugar de ir cual
un guerrero de la selva.
En la playa fueron recibidos por la soberana y su séquito con
ramas verdes y mazorcas en la mano, en señal de paz y de amis­
tad.
Bajo un amplio follaje, había dispuesto un gran festín con toda
la riqueza de aquella tierra: pescado, carne, fruta, bebidas elabo­
radas con frutos del campo y de los vegetales. Pizarra ocupó el
puesto de honor al lado de Capullana, quien, para distinguir más
a su visitante, le sirvió los platos y le iba poniendo la comida en
la boca.
Tras la comida, empezaron el canto y el baile. Primero, baila­
ron los indios con sus mujeres; luego, los españoles no vacila­
ron en mostrar su arte en este terreno, y lo hicieron cautiva­
dos por el encanto y la belleza de las bailarinas, cuanto más
que habían carecido de la compañía del sexo débil durante mucho
tiempo.
En medio de aquella magnificencia, Pizarra se acordó de que
no había salido del Trujillo extremeño para divertirse en aquellas
lejanas costas, donde diez años más tarde fundaría el Trujillo
peruano. Su misión era extender el imperio de Dios y del rey de
Castilla.
Con grave solemnidad, se incorporó y, aunque no era elocuen­
te, intentó poner de manifiesto lo que creía conveniente decir.
Primero, expresó a través de sus lenguas su agradecimiento por
la amistad y honor acogedores que se les había dispensado. Este
agradecimiento sólo podía expresarlo hablándoles de los evange­
lios que hablaban de un Dios que había hecho el mundo, y que
guiaban y redimían a los hombres. Dijo también que él no tenía
la suficiente habilidad para explicarles dichos evangelios; por lo
que, en su viaje de vuelta, vendría con hombres capaces para
tal cometido. Con igual solemnidad, les habló de su majestad el

83
rey Carlos I de Castilla1, cuya soberanía debían reconocer. Para
hacerlo debían coger la enseña, que él tenía en la mano y les
ofrecía, y alzarla...
Como para cualquier otro europeo, era difícil para los españo­
les imaginarse que sus razonamientos no fuesen comprendidos igual­
mente en todas partes. Aún no se habían tendido los puentes
espirituales en el Nuevo Mundo descubierto por ellos. Existía un
solo Dios, un solo mundo, una sola humanidad, por lo tanto
tenía que existir un solo imperio. Así lo decían los antiguos libros,
según ¿1, Pizarra, sabía.
Por consiguiente, era lógico que los oyentes no comprendiesen
lo que les transmitían los intérpretes. Pero su cortesía no les
permitía recusar las palabras al parecer importantes del extran­
jero, pues lo dicho por él tal vez fuese una singular representación
de baile y de canto en sus países. Tras el ejemplo de Capullana*,
los circunstantes cogieron la enseña de Castilla, que Pizarra ha­
bía llevado intencionadamente, y la alzaron tres veces consecuti­
vas. Ninguno pensaba que con ello se comprometía; sólo presen­
tían que en el mundo podía existir otro soberano más poderoso que
el inca Capac, de Cuzco.
La despedida transcurrió con la misma ceremonia que el reci­
bimiento. Se despidieron con muchos regalos y feliz amistad.
Al arribar a la embarcación, zozobró la balsa, y por poco se
ahogan todos.
El viaje de regreso tuvo el agradable carácter de una amistad
'eneral por parte de los habitantes de la ribera. Más al norte, se
Íes acercó una balsa, cuya tripulación les hizo señas. Cuando la
nave se hubo acostado a dicha embarcación, los indios les entre­
garon un cántaro de plata y una espada, que los españoles ha­
bían perdido al dar un bandazo una balsa en su viaje al sur. Un
pescador había recogido y guardado los dos objetos para entre­
gárselos cuando pasasen por allí de vuelta.
En Tumbes, pidió Alonso de Molina permiso para quedarse en
Perú, y esperarlos allí hasta el otro viaje.
1. Cirios V era para loa españoles solamente Carlos I, etcétera; pero no emperador,
circunstancia muy significativa. Sobre ello, Herrera escribe y lo precisa: «Es de notar
que, al Invencible don Carlos, aunque sea emperador de los romanos, debemos llamarlo
rey, mas no emperador, pues los castellanos en sus descubrimientos le servían sdlo como
a su rey de Castilla y de León, porque no reconocían otra corona mis elevada que ésta...»
Décadas, V, IV, 10.
2. Sobre Capullana o Capillana, leemos en Lizirraga: «A unas leguas hacia el interior
del país... llegamos al caudaloso rio Motape; la población situada allí llevaba el mismo
nombre. Desde muy antiguo, el dominio de aquellas regiones era ejercido por mujeres, a
quienes loa nuestros llamaban capullanas... Dichas capullanss eran reinas, y contraían
matrimonio tantas veces como querían. Cuando estaban cansadas de su cónyuge, buscaban
otro. El día en que se celebraba la boda, el nuevo elegido estaba sentado al lado de la
reina, y la fiesta duraba hasta que los circunstantes estaban totalmente embriagados.
También tenia que participar el excónyuge; pero debía permanecer sentado en un rincón
y llorar su desdicha, sin que nadie le diese una gota de agua para apagar su sed. El nuevo
esposo era objeto de todas las atenciones, y se reta de la desdicha de aquel a quien habla
sustituido».

84
A Pizarra le pareció oportuno dejar eri aquel lugar un colabo­
rador familiarizado con d país y sus habitantes, por lo cual ac­
cedió a la petición. Le recomendó a Molina, a quien le dejó un
marinero, llamado Ginés, para que lo acompañase, que se com-
|tortase afablemente con los nativos y no perdiese de vista d ob-
|clivo prindpal de su estancia. Nunca más se supo de aquellos
dos hombres. Luego, se dijo que los dos habían sido muertos por
escándalos sucedidos con mujeres; asimismo se dijo que habían
«ido sacrificados, y también que habían caído en una expedidón
militar contra la isla de Puná.
Pizarra le pidió al curaca de Tumbes que le cediese un par de
indios, jóvenes y aplicados, para enseñarles el castellano. En Pa­
namá fueran bautizados y se les impusieron los nombres de Mar-
tinillo y Fdipillo respectivamente. Con sorprendente rapidez apren­
dieron dicha lengua. A uno de ellos, Felipillo, se le imputará más
tarde un siniestro papel en el procedimiento judicial contra Ata-
hualpa.
Después de ser abastecida copiosamente, la nave se hizo a la
mar rumbo al norte. La prórroga dada por el gobernador había
«ido infringida considerablemente; pero el cargamento de nove­
dades que llevaba era más que suficiente para disculpar aquella
infracción.
No sólo iban importantes noticias hacia Panamá; también de
Tumbes se enviaron exactos informes al palacio del inca Huayna
Capac, que en aquella ocasión se encontraba gravemente enfer­
mo en Quito, y recibió con profunda emoción las noticias que se
le enviaban desde la costa. También el inca y su consejero se pre­
guntaban. ¿Serían aquellos hombres blancos y barbudos, con des­
lumbrantes vestiduras, enviados de Viracocha?
Huayna Capac falleció en aquel mismo año.
La expedición, cuya responsabilidad y éxito compartían Piza­
rra y Bartolomé Ruiz, había alcanzado con un mínimo de pérdi­
das el punto en que la empresa podía darse por realizada.
Con viento favorable, navegaban hacia la residencia. Hicieron
escala en la isla Gorgona, para recoger a los dos camaradas que
lutbían dejado enfermos. Solamente encontraron vivo a uno, junto
con unos indios de confianza; el otro resposaba en aquella inhospi­
talaria tierra. Una víctima más.
El año 1527 tocaba a su fin cuando Bartolomé Ruiz maniobra­
ba su pequeña embarcación con el gran mensaje en el golfo de
Panamá. Al igual que Cristóbal Colón, regresaba Pizarra como un
descubridor. Como aquél, abandonado y expuesto en los peñascos
ile Gorgona, renunció enconadamente a todo menos a su objetivo.
Se había buscado descubrir, conquistar, poblar. Lo primera ya
se había conseguido.
5
SALIDA HACIA LA CONQUISTA

hombres,
ya curtios por el frío del invierno,
y tostaos por el sol de meyodia,
y bañaos por las aguas de febrero,
y besaos por la luna cuando duermen
en las eras, junto al trillo, cara al cielo;
que estos hombres son los machos de una raza
de castúos labradores extremeños...

Luis C h a m iz o : El miajón de los castúos.

Conversaciones en Panamá

Tenidos por los más potentados del país, no


sólo se empobrecieron, sino que se llenaron de
deudas...

ZÁRATE

En su segunda expedición, estuvo Pizarro dieciocho meses de


viaje. La nave en la que Ruiz había zarpado con la orden de re­
coger a los «trece» y a su demente capitán en un plazo de seis
meses, había sido considerada como desaparecida. Nadie contaba
con su regreso. Los pesimistas y envidiosos, satisfechos, veían
confirmados sus vaticinios. Los patrocinadores daban por perdi­
das sus aportaciones. El gobernador también daba por perdidos
el barco, los marineros y los soldados, que, dada la escasa guar­
nición de la colonia, hubiese podido muy bien necesitar en cual­
quier otro sitio.
Toda la ciudad (Panamá empezaba a convertirse en una ciudad)
se puso en movimiento cuando aparecieron flameantes las velas
ilc la nave que se había dado por desaparecida. Se corrió la voz de
«¡Han regresado Pizarro y Ruiz»! ¡Buenas noticias! ¡Un nuevo
Méjico!»
De confirmarse las noticias, resultarían de suma importancia
para Panamá, pues, de aburrida colonia, se convertiría en un flo­
reciente centro administrativo y comercial.
Las plazas y las calles se quedan vacías; todos se precipitan al
tuerto para ver las blancas velas. En la cubierta, treinta hombres
[uchan con su propia emoción; el recuerdo de los tres años trans­
curridos amenaza con arrebatarlos en aquel momento. ¿Cuántos

87
salieron con ellos? ¿Cuántos? ¡Tantos como tumbas han quedado
en la selva, en los pantanos y en el mar! Pero en ninguna parte
queda indicio alguno de sus sufrimientos y de su muerte. ¡Sólo
un momento! Luego, se ven transportados a la hora actual; reco­
nocen caras amigas. Alzan las manos, y gritan; no son palabras
lo que pronuncian, sino voces, voces de alegría y de victoria. De­
sembarcan, y no pueden librarse de los abrazos de quienes ven en
ellos héroes legendarios.
Francisco Pizarra y Bartolomé Ruiz abrazan a sus amigos Al­
magro y Hernando de Luque. Con su esfuerzo común, han logrado
esta obra asimismo común. ¡Cuánto esfuerzo media entre la sali­
da y el regreso!
«Pizarra y Ruiz estuvieron siete días sin abandonar la casa de
sus amigos», escribe el cronista.
Hablan de lo pasado y de lo por venir.
Las mercancías que han llevado consigo serán expuestas en
una gran sala. En realidad no es mucho ni de gran valor, pues
esta vez falta el oro; pero su calidad es convincente. Unos objetos
valiosos de la isla del Muerto, y de la de Dios, son dignos de ver.
Las tejedoras contemplan maravilladas la valiosa colección de
prendas textiles, la calidad del algodón y de la lana, cardada con
una finura desconocida hasta entonces; se enteran de que pro­
cede de un ganado lanar llamado vicuña, originario de las altas
cordilleras. Se quedan suspensas ante la variedad de la trama, y
ante los dibujos de animales, aves, plantas y hombres en estos
singulares vestidos de vivo colorido. Se prueban un poncho o una
túnica blanca y guarnecida. Y afuera, en el patio, no hay quien
deje de contemplar los singulares animales que, con sus largos
cuellos, miran por encima de los curiosos como si ignorasen su
presencia; un amable indio que está al cuidado de dios les ad­
vierte diciéndoles que, si estas llamas se enfadan, escupen cuanto
tienen en sus largos cuellos sin errar la puntería.
Todo ello no es más que una exposición.
Pizarra informa a sus amigos, y lo hace sobriamente, tanto
en lo malo como en lo bueno. Al (Úa siguiente, d canónigo oficia
una función de gracias en la catedral, a la que acude todo Pana­
má con su gobernador a la cabeza, así como muchos de los que
perdieron la confianza en la isla del Gallo.
El entusiasmo general no es compartido por el gobernador, pues
no quiere consumir las pocas fuerzas de que dispone, por lo i
que, cuando los tres, con el canónigo al frente, le presentan los
planes para una inmed. -ta gran empresa «Perú», les dice:
—No cedo una colonia para fundar otra.
Por otro lado, tampoco está convencido de la importancia de
la expedición realizada. Pues las pérdidas en hombres han sido
demasiado elevadas, respecto a las reservas. Ante todo es Pedro.

88
tic los Ríos un alto funcionario del rey, cuyo cargo asume mucha
responsabilidad.
El apuro de los tres era muy grande; habían consumido todo
su capital, y tenían cerrados todos los caminos. Los agobiaban
lus deudas, y buscaron desesperadamente una salida. En Nicara­
gua, Pedrarias disponía de hombres y dinero; pero conocían bien
ni viejo a quien la muerte parecía haber echado en olvido. Sin
embargo, enviaron a Nicolás de Rivera, porque Pedrarias estaba
rodeado de conocidos conquistadores como De Soto, Hernán Pon-
ce, Benalcázar, además de oficiales y gente adinerada. Pero no se
|K>día esperar. El tiempo apremiaba; también apremiaba la edad
de Pizarra y de Almagro que ya habían rebasado el quincuagésimo
año de su vida. Mas todas las posibilidades discutidas durante ho­
ras enteras se estrellaban contra la roqueña negativa de Pedro de
los Ríos.
Pero Almagro le dio un nuevo giro al asunto en aquellas con­
versaciones. Dijo:
—Esta negativa es una suerte. Pues nuestra empresa es de­
masiado grande para ser sometida a un gobernador y, con ello,
puesta en manos ajenas. Tenemos que dirigirnos al rey. Ningún
gobernador puede escatimarle al soberano una provincia; por lo
Unto, no puede prohibirnos que enviemos una embajada a la
(lorie.
Aquella proposición resultaba atrevida para los tres insignifi­
cantes hombres, ninguno de los cuales era hidalgo. Aunque, en
aquella ocasión, a los regentes les interesaba más la valía y capa­
cidad del hombre que su condición nobiliaria. La proposición he­
cha por Almagra no era estéril. Pero, ¿quién costearía el viaje a
Sevilla y, luego a Toledo, donde en aquel tiempo residía la Corte?
Hernando de Luque intentó una vez más hacer el papel de
banquero y, sacó mil quinientos pesos oro, lo cual representaba
una considerable suma para aquella sociedad en quiebra.
¿Quién iría de tercer agente a visitar al rey? Luque pensó en
el licenciado Corral, que emprendía el viaje para España. Pero
Almagro intervino:
— ¡Nada de extraños! El mejor embajador es el hombre que ha
realizado desde el principio al fin toda la aventura con sus vici­
situdes, y que puede hablar por propia experiencia: Francisco
Pizarra.
El trujillano se espeluznó; lo embargó un estado de inquietud
al acordarse de su patria después de veinticinco años de perma­
nencia en América, y aún más tener que presentarse ante el so­
liera no y hablarle de lo que habían hecho, de lo que quedaba por
hacer, y de lo que necesitaban. Necesitaban mucho, pues aquellos
Itombres no eran modestos en el pedir cuando se trataba de gran­
des y prometedoras empresas. El zagal de La Zarza no tenia en

89
poco estar al frente de una capitanía general. £1 expósito de Al­
magro no consideraba mucho pedir el empleo de adelantado.
Durante sus cavilantes coloquios, los tres habían pensado en
dichos cargos para sí. Bartolomé Ruiz debía alcanzar el puesto de
alcalde mayor; al canónigo le correspondía la mitra del nuevo;
obispado que iba a ser fundado; los supervivientes de «los trece
de la fama» de la isla del Gallo debían ser elevados a la condi­
ción de hidalgos, y los que perteneciesen a la nobleza ascenderlo»)
en su rango nobiliario.
Pizarra prometió cumplir fielmente aquella misión, luego de
haber accedido a hacerse cargo de ella, tras la insistencia de Al­
magro.
Los cronistas ya hablan suscitado la cuestión de si Pizarra no
se habría visto forzado a una demanda, la cual se había reserva->
do desde el principio. Era una costumbre suya, que luego se
repitió en las soluciones críticas. Parecía más bien que a Pizarra,
en los momentos difíciles, le costaba tomar una decisión; peto
cuando la había tomado, la llevaba hasta el final.
El canónigo, que conocía bien a sus dos amigos, quería que
éstos fuesen juntos. Mas Almagro no aceptó. Ello suponía una mag­
nífico gesto de confianza respecto a su amigo, el cual le aseguraba'
la simpatía de éste. Por lo tanto, el canónigo les advirtió: i
— ¡Dios nos quiera, hijos míos, que ninguno de vosotros venda
los derechos de primogenitura al otro por un plato de lentejas,
çomo hizo Esaú a Jacob!

Francisco Pizarra en España. Sevilla

Francisco Pizarro llegó incólume a Sevilla, y,


como si las calamidades no tuviesen fin, fue en­
carcelado...

H errera

A comienzos de 1528, se despide Pizarro de sus amigos en Pa­


namá.
Después de unos años, cabalga de nuevo por el legendario ca­
mino, que quince años antes recorriera por primera vez junto
con Balboa a través de pantanos y de selva.
Nombre de Dios es el punto adonde se dirige. ¡Nicuesa! «¡En
nombre de Dios, instalémonos aquí!», había exclamado Nicuesa,
acosado por los vientos y los salvajes. Todavía se ven las blan­
quecinas osamentas de sus hambrientos camaradas esparcidas por
la playa de Nombre de Dios. Pero su fundación ha quedado como

90
puerto del Atlántico y punto de donde parte el camino a través
del istmo hacia Panamá.
Aquí, embarca Pizarro junto con su reducido acompañamiento:
Pedro de Candía, héroe de Tumbes; unos indios peruanos, entre
ellos Martinillo y Felipillo como pajes, y su pequeña colección de
llamas.
La carabela navega meciéndose por el Caribe; mientras, va de­
sapareciendo en la blanquecina y húmeda calina la tierra, ía tierra
que considera suya; que lo ha hecho suyo.
¿Qué le espera en Sevilla? Sevilla, la gran ciudad. Extremadu­
ra. La Zarza y Trujillo, que se elevan en una rocosa corcova. Vi­
sitará Trujillo. ¡Trujillo! Los muros del castillo, y la fuente en
la plaza ante la iglesia, son imágenes que se le ofrecen confusas,
al tiempo que su espíritu vaga entre lo pasado y lo por venir,
entre las inquietas formas de lo que fue y de lo que ha de ser
Francisco de La Zarza.
Ahora, podrá ver la tierra que lo viera nacer; pero lo hará
después de haberse presentado al rey Carlos.
Él tórrido sol de Andalucía se deja sentir cuando su barco
arriba a Sevilla. Confiado en sí mismo, sin que nadie advierta,
eche de menos o llame a su alta figura, pisa la tierra patria des­
pués de veinticinco años de haberla abandonado. Quiere trasla­
darse inmediatamente a la corte de Toledo. Sus medios son esca­
sos, y su tiempo no espera. Sí; teme perder su tiempo, porque,
poco antes de su salida, Almagro le había enterado de los planes
de Pedrarias respecto a una expedición al Perú.
Pero el regreso le depara una terrible sorpresa: Fernández de
Enciso había logrado contra él una orden de prisión por deudas
contraídas de cuando se fundó Santa María en el golfo de Ura-
bá. El descubridor del Perú es encarcelado a su regreso a la pa­
tria. ¿Debe malograrse el destino de todo por semejante tonte­
ría?
El Consejo de Indias viene en conocimiento de ello, comprue­
ba la importancia de la misión de Pizarro, y transmite los asun.
tos al rey, que, no queriendo dificultar a la justicia ejecutora de
la ley, ordena cargar dichas deudas a la Corona y pone a disposición
de Pizarro los medios necesarios para que llegue lo antes posible
a palacio.
En aquel año, Carlos I se encontraba en el apogeo de sus
éxitos. Después de la batalla de Pavía, hizo llevar prisionero a su
principal enemigo Francisco I, a Madrid, y contrajo esponsales
con su enviudada hermana Leonor de Portugal. El papa Clemen­
te V II tuvo que amoldarse a la paz del poderoso emperador y
prometer la coronación. Al mismo tiempo, vio Carlos I la inva­
sión de Hungría por los ejércitos de Solimán II, y la amenaza
del Mediterráneo por los barcos piratas del emir de Africa. Por

91
lo cual, le esperaban decisiones de suma responsabilidad que exi­
gían la atención y el empleo de todas las fuerzas.
Fue entonces cuando llegaron de las tierras del Nuevo Mundo
dos hombres que encarnaban la eficiencia y el ímpetu de la nación
española: uno puso a los pies del emperador la diadema de un
imperio conquistado, mientras el otro le ofrecía la conquista de un
imperio tal vez más grande que el conquistado.
Casi a un tiempo que Pizarra, desembarcaba en Palos su pri­
mo Hernán Cortés. El conquistador de Méjico apareció cual un
príncipe oriental con su séquito de insignes personajes: la noble­
za tlaxcalteca, al frente de la cual iba el hijo del último soberano
con el altisonante nombre castellano de don Luis de Vargas; y
aristócratas aztecas, entre quienes figuraba un hijo de Moctezu­
ma. Con sus criados, juglares, bailarines, mestizos y una peque­
ña colección de exóticos animales mejicanos, dejó asombrados a
sus compatriotas. Una caravana de mulos cargó con cajas que
contenían mil quinientas libras de plata, doscientos mil pesos oro
(Pizarra había podido reunir solamente mil quinientos), oro sin
acuñar, vajilla y adornos de oro, piezas del antiguo arte mejica­
no. Cortés se instaló en el único edificio capaz de poder alojar
a su séquito: el convento franciscano de La Rábida, donde Cris­
tóbal Colón encontrara acogimiento y consuelo en sus horas de
extremado desaliento.
Cortés anticipó a su visita al emperador unas cartas y unos infor­
mes relativos a sus hazañas y una culebrina, con una aleación de
dos tercios de plata, en la que se leían los siguientes versos de­
dicados al emperador:

Aquesta nación, sin par;


Yo, en serviros, sin segundo;
Vos, sin igual en el mundo.

La nación, el hombre, el soberano. Uno junto al otro. La gloria


de uno realzaba la del otro.
A fines de 1528, esperaba el rey Carlos al conquistador en To­
ledo.
Con su informe y exposición del Nuevo Mundo al emperador
y a la nación, preparó Hernán Cortés sin quererlo el camino a
Francisco Pizarra, que había llegado con un bagaje bien escaso.

Pizarro, en presencia de Carlos I

Tras haber salido de la prisión en que había estado detenido


por deudas, Pizarro, con Pedro de Candía, se atavió con vestidos

92
convenientes para presentarse en palacio, se procuró acémilas y
cabalgaduras y se puso en camino hacia Toledo.
De haberlo hecho por el de Zafra, Mérida y Guadalupe, hubie­
se recorrido el mismo que en su juventud recorrió para ir de Ex­
tremadura a Sevilla, y hubiese pasado cerca de Trujillo; pero ha­
bla decidido tener primero la audiencia con el rey y visitar luego
su tierra.
Y, así, la pequeña caravana con los indios y las nunca vistas
llamas, que tanta sensación hablan causado en Sevilla, emprendió
los quinientos kilómetros por la ribera del Guadalquivir, a través
«le los extensos campos y olivares andaluces, de la Sierra Morena
y del páramo de Castilla la Nueva, hasta ver el pujante alcázar de
ín capital del Tajo. El tórrido sol de Toledo no era desconocido
para los indios y las llamas. Los tumbesinos se admiraron de las
aceñas en la ribera del Tajo, del enorme puente de San Martín,
y de la iglesia de San Juan de los Reyes. En lo alto de la ciudad,
pudo detenerse Pizarra y dirigir la vista por encima de la verdosa
vega de poniente hacia la árida Extremadura, donde, bajo la nitidez
atmosférica, estaba su terruño.
Toledo, ciudad de montaña y de campo, es la capital histórica
«le España; la ciudad de donde saliera el Cid Campeador, prototipo
«le los españoles, y en donde fuera ensalzado. Aquí, puso a los
pies de su rey Alfonso V I la conquista de Valencia, y el rey honró
a su vasallo con las siguientes palabras:

El rey a mió Cid - a las manos le lomó:


Venid acá seer - conmigo, Campeador,
en aqueste escaño - quem distes vos en don;
maguer que algunos pesa, - mejor sodes que nos.

La escena se repite en la época que venimos relatando.


Pasa algún tiempo antes de que Pizarra sea llamado a palacio.
Mace a Pedro de Candía enviado suyo, y el cretense parece orien­
tarse bien. Con ayuda de escribanos, serán presentados informes y
proposiciones. Pero el año 1528 toca a su fin sin que se logre re­
sultado alguno. Pues al emperador le acosan graves noticias de
Hungría y de Italia. El pirata africano Barbarroja llega a dominar
las costas españolas e italianas y se lleva gran número de cris­
tianos al cautiverio. Por rado lo cual, los asuntos de Indias pasan
n segundo plano.
En este tiempo de espera, seguro que Pizarra se encuentra con
su primo Hernán Cortés y recibe informes de éste acerca de la
diplomacia y táctica a emplear en los asuntos de Indias.
Por fin, Pizarra es llamado por el rey Carlos.
Mas resulta que el trujillano no necesitaba ningún alecciona-
miento cortesano de su primo Cortés. Tiene el aplomo del hombre

93
que está seguro de sí mismo, y el rey, aunque joven, sabe apreciar
las cualidades de un hombre. Pizarra expone ante su monarca
su pequeño muestrario peruano, en el que se puede conocer la
importancia económica de aquel país. Hasta aquí, el descubrí*
miento de las Indias Occidentales sólo ha ocasionado gastos a la
Corona. A ese fin, informa él; relata la expedición de 1524; la lu­
cha contra los elementos de la naturaleza, las epidemias, el sal­
vajismo y el hambre; la desesperada temeridad de los trece en la
isla del Gallo.
—Hay que ser castellano para poder soportarlo sin desespe­
rarse —dice él, en tono grave. Luego, agrega— : A tales peligros
y privaciones hemos estado expuestos tres años, con el fin de di­
fundir la fe cristiana para grandeza de vuestra Corona y para hon­
ra de nuestra nación.
Pizarra expone cuanto ha visto y sufrido; su discurso es pausado
y tiene contenido.
£1 rey censura la oposición del gobernador Pedro de los Ríos,
sobre quien ya se llevan recibidas algunas quejas. Carlos I reco­
mienda y transmite los memoriales al Consejo de Indias. A él
le apremia el tiempo: le esperan las Cortes en Monzón, y está
anclada la flota de Andrea Doria en el puerto de Barcelona, la cual
ha de llevarlo a Génova, para la coronación en San Petronio, en
Bolonia.

Las capitulaciones de Toledo. El convenio

Caroli Caesaris auspicio


et ingenio ac impensa ducis
Pizarra inventa et pecata.

Inscripción en el escudo
de armas de Pizarro.

El documento real con la petición de Pizarro, transmitido al


Consejo de Indias para su despacho, lleva la fecha del 6 de marzo
de 1529.
Durante sus ausencias, el rey y emperador don Carlos confiaba
los asuntos de Estado a su joven esposa Isabel de Portugal. Un
lienzo de Tiziano, que se encuentra en El Pardo, refleja la imagen
de una mujer inteligente, circunspecta y extraordinariamente bella.
Además, era muy valerosa, como nos lo muestra la siguiente anéc­
dota: Apenas alcanzaba los veinte años de edad, cuando, estando
en los dolores del parto del que más tarde sería Felipe II, su pri­
ma le dijo para animarla: «¡No te aguantes! ¡Grita, que te ali-

94
viará el dolor!» «No gritaré, aunque me muera...», respondió la
joven emperatriz.
En el curso de los trece años de feliz matrimonio con don
Carlos, gobernó con acierto y prudencia durante las seis largas
ausencias de su esposo.
Tras cuatro meses de negociaciones, fue redactada el acta. Este
tipo de documento merece ser esencialmente reproducido, dado el
modo con que el Consejo de Indias resolvía los asuntos, así como
por lo funestos que son algunos fragmentos del mismo en los ulte­
riores acontecimientos:

La reina: Según vuestro informe, capitán Francisco Pizarro...,


hecho asimismo en nombre del reverendo clérigo don Hernando
de Luque, director de escuela y provisor de la iglesia de Darién,
sede vacante, asi como del capitán Diego de Almagro, munícipe
de la ciudad de Panamá, expresáis vos y vuestros susodichos so­
cios el deseo de servimos a nosotros y al engrandecimiento de
nuestra corona; hace casi cinco años... habéis tomado por vues­
tra cuenta y con vuestros propios medios las costas del mar del
Sur, para descubrir... Bajo grandes peligros y privaciones, habéis
llevado a cabo este descubrimiento... En esta empresa os abando­
naron vuestros compañeros, salvo trece, en una isla solitaria. De
allí habéis salido en una nave enviada por Almagro y descubierto
las tierras y provincias del Perú y la ciudad de Tumbes. En ello,
vos y vuestros dos socios habéis gastado más de treinta mil pesos.
Con el deseo de servirnos, solicitáis continuar dicha conquis­
ta y colonización con vuestros propios medios y bajo vuestra res­
ponsabilidad, sin que nosotros estemos obligados a compensar
vuestros gastos más de lo que os corresponde en estas capitula­
ciones.
Primero: Os doy, capitán Francisco Pizarro, licencia y poderes
para continuar el descubrimiento y la conquista de las tierras
del Perú para nosotros, para nuestro nombre y para la corona de
Castilla..., a lo largo de la costa y empezando desde..., que vos,
después, habéis llamado Santiago basta el lugar llamado Chincha,
lo cual supone una extensión de unas doscientas leguas aproxima­
damente.
Item: Para honraros a vos, os concedemos la merced de nom­
braros gobernador y capitán general vitalicio del mencionado Perú
en todo el territorio comprendido en las doscientas leguas con
un ingreso anual de setecientos cincuenta mil maravedís, que em­
pezará a partir del día en que zarpéis de nuestro reino... Estos
haberes os serán pagados de los ingresos..., que obtengamos de
dichas tierras. De esta renta, tendréis que mantener un alcalde
mayor, diez escuderos y treinta criados, un galeno y un boticario.
Item: Como gran merced propondremos obispo de Tumbes a

95
nuestro padre espiritual don Hernando de Luque... Hasta que
le sea concedida la bula para dicho obispado, le nombraremos
protector de los indios de aquellas tierras, con un haber anual de
mil ducados.
Item: A l susodicho capitán Diego de Almagro le concedemos
la merced de nombrarlo intendente de la fortaleza de Tumbes,
con unos haberes anuales de cien m il maravedís... aunque per­
manezca en Panamá o en cualquier otro lugar, y lo elevamos a la
condición de noble con todos los privilegios de que gozan los
hidalgos en tierras indias... (Su hijo bastardo será legitimado.)
Item: Según vuestra propuesta, elevamos a Bartolomé Ruiz
al cargo de almirante del mar del Sur..., y concedemos a su hijo
el título de notario de la ciudad de Tum bes...
Item: Por cuanto habéis recomendado vos a Su Majestad la
perseverancia de vuestros trece compañeros..., hacemos de vues­
tro ruego nuestra voluntad, y concedemos la dignidad de bidal- {
gos a los que no lo sean, y la de caballeros de espuela dorada a ¡
Jos que lo sean...
Item: De nuestra remonta, os enviaremos a Jamaica veinticinco
yeguas y otros tantos caballos padres. (Ulteriormente, recibió dine­
ro para adquirir piezas de artillería, y para fundar un hospital.)
Todo lo expuesto es válido a condición de que vos, capitán
Francisco Pizarro, salgáis de nuestro reino con el necesario sumi­
nistro para doscientos cincuenta hombres... Después de vuestra
llegada a Panamá, continuaréis el reseñado descubrimiento duran­
te seis meses... Deberéis llevaros con vos funcionarios de nuestra
administración, así como misioneros para enseñar la fe cristiana
a los nativos. Tendréis que procuraros dinero para los gastos de
viaje y alojamiento de los mismos..., según la jerarquía de cada
uno de ellos.
Por último: En la susodicha conquista, observaréis todas las
instrucciones que han sido dadas, respecto al trato a los nativos
y al respeto de sus bienes... Y si vos, capitán Francisco Pizarro,
cumplís todo lo fijado en esta acta..., os damos nuestra real pala­
bra de que serán cumplidas todas las promesas que os han sido
hechas... A nte todo, os obligamos, capitán Francisco Pizarro, ante
notario público, a acatar y cumplir el contenido de esta acta, has­
ta tanto os concierna lo expuesto en ella.
Expedido en Toledo el 26 de junio de 1529.
Yo, la Reina.'
Por orden de su Majestad: Juan Vázquez, notario.

De este modo, obtiene Pizarro los plenos poderes para conti­


nuar su empresa al servicio del rey. Tendrá que sujetarse a los
dictámenes del Consejo de Indias, en lo relativo a la dotación de

96
los barcos, al plazo fijado, al trato con los nativos y al respeto de
sus bienes. Se verá obligado a llevarse misioneros para la ense­
ñanza de la fe cristiana a los aborígenes.
Para esta difícil misión tendrá concentrada toda la fuerza en
sus manos: será gobernador, adelantado y alguacil mayor. (Como
apoyo financiero le será puesta a su disposición la isla de las Flo­
res, en el golfo de las Perlas, junto con sus pobladores indios,
con la condición de no utilizarlos en trabajos de minería o en faenas
de la pesca de perlas.)
Esta distribución de empleos pesó desde un principio sobre
Pizarra, por la desconfianza de Almagro. Es indiscutible que Pi­
zarra de ningún modo eclipsó los merecimientos de sus compañe­
ros, aun cuando ellos, frente a sus obras y a su personalidad, pasa­
sen a segundo término.
En vista de las sangrientas luchas por envidia habidas entre
los caudillos que habían conquistado a Méjico, querían tanto el
rey como el Consejo de Indias una homogénea dirección y un
mando único. Ulteriores acontecimientos afirmaron esta sabia de­
cisión, la cual complacía sin duda a Pizarra, circunstancia que
casi no se le puede recriminar. Pues los acuerdos de Panamá ha­
bían sido tomados personal y provisionalmente. Ahora, se trataba
de un eficaz plan de acción.
De hecho, Perú era un descubrimiento de Pizarra. Pues Alma­
gro había cumplido las funciones de abastecedor y de enlace;
Luque había sido el oportuno diplomático y fmandador, y Ruiz, el
piloto de confianza. Sin ellos, no habría sido posible la hazaña de
Pizarra, aunque él la había realizado.
El motivo preponderante para Pizarra era el objeto en sí, para
el alcance del cual tuvo que soportar días infernales, y tenía ahora
los empleos que la Corona le había atribuido.
Mas para dichos empleos necesitaba conseguir la capa de caba­
llero de la orden de Santiago.
En el archivo de Ordenes militares de la Biblioteca Nacional
de Madrid, hay un documento con la inscripdón: «Informadón
sobre la investidura de Francisco Pizarra con la orden de Santia­
go». Este informe fue prescrito por el notario real Frandsco Gue­
rrero, en la ciudad de Trujillo, y a él agradecemos, como ya he­
mos aludido al principio, el conocimiento del origen de Pizarra.
Con ello no quedaban todavía satisfechas las pretensiones del
conquistador, relativas a su nombre. Podía llevar el blasón de su
estirpe; pero ello era poco. En su escudo de armas no debía figu­
rar el pasado ni Asturias, sino el presente, y aún mejor el futuro
y el Perú. Por eso, solicitó al rey tener su propio escudo. También
este dato merece ser reproducido, aunque de forma extractada,
por su sustancial aserción:

97
Don Carlos emperador semper augustas por la gracia de Dios...
Doña Juana, su madre, y don Carlos, reyes de Castilla y de León...
por la gracia de D ios... Según vuestro informe, Francisco Pizarro,
gobernador, adelantado y capitán general de Tumbes, hijo del
capitán Gonzalo Pizarro, municipe de la ciudad de Trujillo, mani­
festáis el deseo de servirnos, como sirvieran vuestros antepasados
a esta Corona, desde hace veinticinco años en que salisteis para la
isla la Española..., de allí, lo hicisteis con el gobernador Alonso
Ojeda para Tierra Firme, asimismo llamada Castilla de O ro... Asi
como participasteis en el descubrimiento del mar del Sur...; allí os
encontrasteis con tribus guerreras en impenetrables bosques y mon­
tañas, donde los indios construyen sus chozas en los árboles...
...Después de haber prestado estos servicios, deseáis volver a
aquellas tierras, para llevar a cabo vuestra empresa. Con este fin,
os habéis dirigido a nosotros para que se os conceda un escudo
de armas, además del que habéis heredado de vuestros antepasados,
en el que estén repujadas o pintadas vuestras casas y haciendas...
Consideramos justo este ruego, pues aquellos que sirven fiel­
mente a sus soberanos, serán elevados y honrados por éstos... Asi
deberéis... y llevar en vuestro blasón un águila negra, con una
corona ceñida en la cabeza, que abarque con sus alas aos columnas,
además de la ciudad de Tumbes, descubierta por vos, con sus muros
y torres, un león y un tigre, que guarden la entrada, unas em­
barcaciones como las que se usan en aquella tierra, rebaños de
llamas y de otros animales, y la inscripción: Caroli Caesaris auspicio
et ingenio ac impensa ducis Pizarro inventa et pecata.
Expedido en Madrid el 13 de noviembre de 1529 después del
nacimiento de nuestro Redentor.

Yo, la Reina.

Francisco Pizarro había logrado su objetivo. A partir de aquel


momento, ningún gobernador podía ponerle impedimentos a su
empresa. Pero surgían enormes dificultades para poder cumplir
los dictámenes del Consejo de Indias y lo concertado en las capi­
tulaciones. ¿Dónde hallar los medios necesarios para cumplirlo?

Trujillo

Tan pronto como vio asegurado el éxito de su entrevista con


el rey, es de suponer que don Francisco, que desde entonces te­
nía derecho a usar dicho título honorífico, se pusiese en contacto
con sus hermanos, de quienes podía esperar cierta ayuda, y, ante

98
todo, encontrar en ellos hombres curtidos en la lucha y capaces
de soportar las calamidades, como él mismo.
El año toca a su fin. Entre la sierra de Gredos y Guadalupe
gravitan grises nubes, y el cierzo sopla frío por entre los oscuros
robledales y sobre los parduscos campos cuando Pizarra, con unos
amigos, cabalga de Toledo a Poniente por la orilla del Tajo;
esta vez, no pasa de largo por delante del santuario de Guada­
lupe, que se encuentra a poco menos de una legua del margen del
camino.
Guadalupe supone una sosegada etapa en la larga andadura
de sus hazañas. No lejos de allí está La Zarza, a cuatro leguas de
Trujillo. Sobre rocas graníticas surge la ciudad, cuyos muros han
sido rozados por el viento y el tiempo. Sin embargo, cuarenta años
no han dejado huella alguna. Siguen todavía en pie los mismos
árboles de madera dura y las piedras que forman los edificios.
Sólo las flores de los tiestos de las ventanas han sido sustituidas
por otras, y las cigüeñas que anidan en las torres pertenecen a
otras generaciones. Las sombras en la gran plaza se suceden con
el mismo ritmo de otrora. Los hombres lo hacen con mayor ra­
pidez que aquellas. Ya nadie queda de las personas que él cono­
cía, o que tuviesen alguna significación para su vida.
Pero allá arriba, en la ciudad, le esperan tres hermanos, hijos
de Gonzalo, habidos con tres mujeres distintas.
Francisco entra en la casa paterna que no le había sido accesi­
ble en su infancia. Ningún orgullo ni presuntuosidad amarga su en­
trada. Francisco le está agradecido a su padre por haberle dado,
aunque sólo fuese, el nombre. Lo recibe Hernando, único hijo
legítimo, poseedor del mayorazgo, de treinta años de edad y de
complexión fuerte, apuesto e instruido. A su lado aparecen Juan,
de veinte años, y Gonzalo, tímido y sensible, que aparenta estar
en la edad de los dieciséis años.
Era la primera vez que los hermanos se veían; sin embargo,
se abrazaron cordialmente, y desde aquel momento reinó una fiel
unión entre ellos. Los tres distintos Pizarra eran a cual más altivo.
A ellos se había unido Francisco Martínez de Alcántara, hermano
de madre, que, aunque sencillo labrador, también estaba dispues­
to a seguir a su célebre hermano hasta la muerte. Este herma­
nazgo formaría el núcleo de los hombres de Francisco Pizarra.
Este encuentro significaba para Francisco un gran aconteci­
miento. Indudablemente, es una gran cosa ser uno «hijo de sus
propios hechos». Pero, aun cuando ello satisfaga la serenidad de
un hombre, no puede satisfacerle al corazón. Pizarra nunca for­
mará una familia. No obstante, ansia formarla. Es una dicha per­
tenecer a una familia; ser miembro de una estirpe. No cabe duda
de que Francisco ha sentido esta satisfacción por primera vez en
mi vida. De ahora en adelante, no se separará de sus hermanos,

99
aunque éstos sean culpables de algo, y ellos se mantendrán unidos
a él.
Es posible que Hernando ya se hubiera encontrado cor ¿1 en
Toledo, hubiesen hablado de los preparativos para el nuevo via­
je, y del reclutamiento de hombres extremeños de un temple que
no se fundiese en los eriales peruanos.
Aquí tenemos a Francisco, ufano ante sus hermanos, y es lógico
que sea así; pero su ufanía es comedida. ¡Gobernador! ¡Señor de
la isla de las Flores en el golfo de las Perlas! Ello es algo más de
lo que puede forjar la fantasía. Como quiera que sea, tiene que
realizar estos atributos, los cuales hacen valiosos a sus herma­
nos; realización que será obra común de todos ellos. Su cutis
está fuertemente curtido por el mar y el calor ecuatorial; su es­
tatura supera la de sus hermanos, por cierto bien desarrollada, y
su porte es el de un caballero que conoce su valía. Cubre el vesti­
do, adquirido en Sevilla para presentarse a la Corte, con la capa
de caballero de Santiago.
No tardan en reunirse para tratar de la cuestión, y él les des­
cribe el desconocido mundo que los espera. Y Hernando da cuen­
ta de una serie de hombres que están dispuestos a seguirle, entre
los cuales más de uno dejará escrito su nombre en la historia de
América.
Poco a poco, van presentándose dichos nombres en casa de los
Pizarra; muchos son descendientes de su linaje, y otros amigos.
Los cronistas nos hablan de Juan Pizarra y Orellana, primo de
ellos, que con su primer botín regresará a la patria; de G ara-
manuel de Carvajal, futuro fundador de Arequipa, al pie del po­
roso Mistí; de Ñuño de Chávez, que fundará Santa Cruz, en el
Alto Perú; de Francisco de Orellana, quien, junto con Gonzalo,
se dirigirá a Quito y, abriéndose paso por la selva, descubrirá el
Amazonas; de Pedro de Hinojosa, valeroso capitán bajo el corto
dominio de Gonzalo. Oro y gloria son los móviles que empu­
jan a estos hombres. A ellos se unirán unos monjes misioneros, en­
tre los cuales se encuentra fray Vicente de Valvetde, pariente le­
jano de los Pizarra; su nombre adquirirá significación histórica
por su diálogo con Atahualpa, y será el primer obispo de Cuzco.

Pizarra regresa a Panamá

El último domingo del año 1529, celebran los expedicionarios,


junto con toda la población de Trujillo, su salida. Luego, empren­
den la marcha en sus cabalgaduras. Todos van bien equipados,
aun cuando los haya que no posean fortuna.
Cabalgan hacia Sevilla por el mismo camino que, casi cuarenta

100
«ños atrás, Francisco anduviera con el zurrón colgado del hom­
bro. Las embarcaciones los esperan en Sanlúcar; hacia ellas se
dirige este destacamento, inferior en número al que las capitula­
ciones obligan a Pizarro. En la España de Carlos V era difícil re­
clutar marineros y soldados, porque estaban ocupados en toda
Europa, o sea desde las costas de Africa hasta la llanura de Hun­
gría.
Antes de finalizar el año, Pizarro había mandado una nave con
veinte hombres y seis dominicos hacia Occidente, pues alarman­
tes noticias hacían temer la salida de una expedición del viejo
Pedradas hacia Perú, lo cual era necesario evitar.
Apremiaba el plazo fijado por el Consejo de Indias. La inspec­
ción reaccionaba escrupulosamente ante cualquier negligencia. Por
incumplimiento de alguna de las cláusulas de las capitulaciones, se
desposeía de los plenos poderes concedidos. Pizarro sabía lo di­
ficultoso que resultaba cumplir aquellas exigencias. Se carecía de
muchas cosas. Serían derogadas las capitulaciones, si se hacía una
circunstanciada revisión de su equipo.
Ante la situación, sólo la habilidad podía ayudar a salir del
iuso. El 19 de enero de 1530, dio Pizarro la orden de salida de
Ía nave capitana sin el permiso de las autoridades, pues había
llegado a sus oídos el rumor de que se iba a realizar una inspec­
ción en su flotilla. A Hernando, que debía salir con la siguiente
embarcación, se le enconmendó advirtiese a las autoridades que lo
que faltaba en las dos naves iba en la capitana. La temida ins­
pección se realizó el 27 de enero. (Todavía existen los comproban­
tes.) Afortunadamente, se creyeron las explicaciones dadas por
Hernando, aunque no por eso varió la falta de hombres y de ma­
teriales de que carecía aquella gran empresa. Los infantes sumaban
en total ciento venitidneo hombres.
Unos días después, zarpaban de Sanlúcar las dos naves, para
unirse a su evadido jefe de expedidón, que, preocupado, las estaba
esperando en la isla Gomera d d archipiélago canario.

El redbim iento en Nombre de Dios corresponde a la jerar­


quía con que esta vez Pizarro vuelve a pisar la tierra del Nuevo
Mundo. Pero Almagro no puede ocultar su decepdón ante el he­
cho de que ¡hubiesen pasado por alto su aportación y su persona!
Con amargas y vehementes palabras, dice:
— ¡Me habéis desmerecido ante d rey y puesto en ridículo ante
Panamá!
Y amenaza con dejar la empresa y unirse a otros para empren­
der una nueva.
En vano se esfuerza Pizarro en explicar que las capitulaciones
han sido hechas por voluntad expresa de la reina, quien no ha

101
querido dividir el mando; en vano se esfuerza en asegurar que ni
para él ni para sus hermanos habría pedido una merced sin antes
haber conseguido una capitanía general, equivalente a la suya y al
sur de ella, para su viejo compañero.
Se sabía que aquella tierra era más fructífera a medida que se
extendía hacia el sur. Mas Almagro, «que prefería un cargo hono*
rífico a los beneficios», se mostraba desairado. Nadie más que él
disponía de dinero y de crédito. La situación era crítica en aque­
llos momentos, pues volvían a reinar la necesidad y el hambre.
Una parte de los soldados recién llegados no tardaría en sentir
aquella inesperada miseria. Almagro, conocido por su generosi­
dad, invitó a Pizarra y a sus hermanos, a quienes consideró riva­
les suyos, especialmente a Hernando, a una modesta comida. Des­
de el primer momento, pareció que los hermanos de Pizarra ame­
nazaban, cual una cuña, con henderse en la vieja camaradería de
los dos jefes y con hacerla astillas. Se habían hecho a la idea de
ver en Francisco un capitán general y un hombre competente, por
lo que consideraban a Almagro un intruso dentro de la esfera de
su cometido. Aquellos ufanos extremeños no se avenían a ser man­
dados por otro que no fuese su hermano.
Los amigos, Hernando de Luque, Juan de Ribera y Gaspar de
Espinosa, se esforzaban por apaciguar los ánimos y por restable­
cer la vieja camaradería y la fructuosa empresa que habían inicia­
do. Mientras intentaban lograrlo, iba tupiéndose una trama de
agravios y conflictos amenazadores, que, cual una lenta llama, se
mantuvieron los siguientes años, hasta que fue llevándolos uno
tras otro a la ruina; el principal culpable fue Hernando.
Al final, los dos caudillos se dan un abrazo, y la expedición
puede continuar su empresa. Pizarra le cede a Almagro sus de­
rechos a la isla de las Flores, que se convertirá en una capitanía
general para éste, y los beneficios serán repartidos proporcional­
mente entre los tres socios.
Almagro parece bastante impresionado ante las perspectiva»'
de una nueva asociación entre Pizarra y los administradores nica­
ragüenses.
Después de la muerte de Pedrarias en Nicaragua, tuvieron
Portee de León y Hernando de Soto libertad de acción; por encar­
go de Pizarra llevaba Nicolás de Ribera negociaciones con aqué-
Uos, a los cuales Pizarra, presionado por las dificultades, ofreció
ventajosas condiciones si colaboraban con él; además, le prome­
tió a Soto el puesto de subgpbernador. De este modo, los dos pro­
metieron dotar dos embarcaciones. Como primera condición, Her­
nando de Soto debía salir en el primer barco, y Ponce de León
cuidaría de la organización y saldría en el segundo. Nos encon­
tramos con los dos en momentos decisivos en el Perú, de donde
luego saldrán convertidos en dos potentados.

102
A fines de 1530, quedó establecida la armonía entre los par­
ticipantes, de modo que pudo ser renovado el pacto hecho en
1526. Los últimos preparativos se llevaban a cabo con actividad
y rapidez. Ya estaban dispuestos los soldados, el material bélico y
fas vituallas, y las mercancías para hacer intercambio con los nati­
vos. El cronista P. Naharro, que ha examinado el registro de la
iglesia de la Merced, escribe que el día de San Juan Evangelis­
ta se dirigió Pizarra en una solemne procesión a la iglesia para
que fuese bendecido su estandarte. Y, al día siguiente, fiesta de
los Santos Inocentes, volvieron el comandante y sus soldados para
confesar y tomar la comunión.
Ningún cronista nos dice la fecha de salida de la expedición.
Pero, dado el estado de cosas, cabe suponer que Pizarra no vaciló
en emprender la marcha después de las dos fechas indicadas. «En
los primeros días de enero las tres naves se hicieron a la vela — lee­
mos en Zárate— , en las que embarcaron ciento ochenta hombres,
la mayoría de los cuales estaban acostumbrados a obedecer, a lu­
char y a soportar penalidades. Además fueron embarcados treinta
y siete caballos.»1
«Su equipo — escribe luego un español— parecía más bien des­
tinado a una empresa corsaria que a la conquista del estado más
grande y mejor organizado del Nuevo Mundo.» Los informes de
Pizarra al rey demuestran que sus «andes designios eran produc­
to de la realidad, y que si los esfuerzos se encontraban con la
suerte se lograría el éxito.

1. Diego de Ttuiillo, soldado de la expedición, cactibe en n i crónica que Pizarro


acomodó cautelosamente a tu gente llevada contigo de España en Natá, para que no de­
sertase, durante los ocho m esa que se pasaron en los preparativos. En esta crónica,
timada en 1338, se da como (echa de salida el 20 de enero.
6
POR LAS RUTAS ANTERIORES

...con mucho esfuerzo y poco comer, navega­


ban a lo largo de la costa...

Z árate, ii , i.

Tierra hostil

Con el viento favorable, los tres veleros arribaron en cinco


tifas, según anotó el soldado Diego de Trujillo, a la bahía de San
Mateo, situada en los 3° latitud Norte, y llena de desconsoladores
recuerdos.
Allí, el viento soplaba en todas direcciones, por lo que el al­
mirante Bartolomé Ruiz dijo que no era posible continuar la nave­
gación mientras no se estabilizasen los vientos. Ante eso, Pizarra
desembarcó cien leguas antes de lo previsto, con lo que empe-
xaron las antiguas penalidades que tanto habían horrorizado a los
participantes de la expedición anterior, motivo para que ahora
participasen solamente algunos de aquellos. La experiencia los hacía
ser cautelosos.
Parecía como si aquella tierra rechazase una vez más a los in­
trusos con toda su mortífera carga.
Mientras los barcos iban maniobrando cautelosamente por la
costa, la tropa a pie y a caballo avanzaba con esfuerzo agotador
por la selva, pantanos y ríos cenagosos. De nuevo se acreditaba la
increíble resistencia física y espiritual de Pizarra, que iba al en­
cuentro de su incierta capitanía general por aquel sendero. No
abandonó a ninguno de sus hombres; llevaba los enfermos a cues­
tas; ayudaba a los que no sabían nadar a cruzar la turbulenta co­
rriente de los ríos. No tenían más comida que lo que les ofrecían
el bosque, los pantanos y las aguas; a menudo, se alimentaban de
raíces. El soldado Diego dice: «Teníamos que comer raíces y
aguantar muchos aguaceros. Llegamos al abandonado poblado de
Cancebí, donde encontramos vajilla de alfarería, redes para la
pesca y plantaciones de maíz, que aún no estaba en sazón; pero lo
comimos, pues no teníamos otra cosa... El capitán general (así se
llama de ahora en adelante Pizarra) mandó al capitán Escobar
une se adentrase con algunos hombres para ver si descubrían in­
dios. Yo estuve en aquella exploración. Llegamos a unos desnudos
láñaseos, de donde salía humo. Mientras esperábamos que se hi­
ciese de día, llovía tan intensamente que un soldado se ahogó y
los demás pudieron salvarse nadando. Encontramos unos ranchos

105
con tres o cuatro indios; estas viviendas estaban en lo alto de los
árboles, y parecían nidos de cigüeña; sus moradores soltaban bufi­
dos como los gatos o los monos. Cogimos un indio; pero no pudi­
mos entendernos con él. Al fin, con señas llegamos a comprenderi
que, a quince días de camino, había sitios poblados donde poder
encontrar comida; no buscábamos otra cosa que encontrar algo
de comer.»
Desvanecidas las esperanzas de hallar allí un paraje saludable,
levantaron el campamento y continuaron avanzando por la selva
y los pantanos. Cruzaron dos ríos que venían a tener un kilómetro
de ancho; construyeron unas balsas para los enfermos y los pertre­
chos; los que no lo estaban, lo cruzaron a nado. Encontraron una
de las orillas cuajadas de cangrejos, con lo que pudieron saciar sus
estómagos; mas por poco se mueren, porque aquellos crustáceo»
se alimentaban de hierbas venenosas. (
En esto, tuvieron la dicha de encontrar uno de sus veleros; se
le pudo suministrar un cuarto de harina de maíz a cada soldado.

Tras lo cual continuaron su marcha por la selva hasta que se


encontraron con unos indios, por quienes supieron que, más ade­
lante, se encontraba el poblado de Coaque con casas y comesti­
bles. Cual salvajes se dirigieron hacia Coaque, y entraron en él de
tal modo, que sus pacíficos habitantes huyeron despavoridos al
bosque. Al cacique no le dio tiempo a huir, y se quedó escondidoi
en su casa. No tardaron en dar con él; le costó esfuerzo poder
convencer a su gente para que volviesen a sus casas y ayudasen a
los extranjeros.
Coaque fue un buen botín; por primera vez, encontraron los
españoles gran cantidad de oro y plata y muchas esmeraldas, la
mayoría de las cuales fueron convertidas en brillante polvo por
la ignorancia de muchos al querer probar su dureza a martillar.
zos1. El oro y la plata adquirieron de nuevo importancia, dado
que encontraron a un tiempo gran cantidad de vituallas. Al res­
pecto, uno escribe: «En Coaque, se encontraron vituallas para poder
comer tres o cuatro años, así como muchos ponchos de algodón1
de ceiba, nombre tomado de un determinado árbol».
Según la severa orden dada, todo el botín fue juntado, para
repartirlo luego el gobernador en la medida del rango y de los ser­
vicios de cada uno. «Esta orden persistió durante el período de
la conquista; quien tuviese escondido oro o plata, pagaba con la

1. Los crooiitu recuerdan, además del toldado Trujillo. la poco honrosa conducta de
fray Reginaldo, quien, en tu ropa talar, se cosió cien esmeraldis, y en el barco del mercader
Gregorio regresó a Panamá, donde enfermó y murió. Al ser halladas dichas esmeraldas, el
juca ordenó que fuesen devueltas a los participantes de la expedición, quienes, a su vez,
las enviaron como presente al rey.

106
vida», escribe refiriéndose a esto el joven sobrino del gobernador,
Pedro Pizarra, cuya fidedigna voz oiremos con frecuencia.
Después de haber sobrellevado aquella calamitosa marcha, era
ile inapreciable valor aquel botin de quince mil pesos oro y qui­
nientos mil marcos de plata. Puede que esto elevase el crédito de
la expedición, que ya no podía ser más bajo. Pizarra se apresuró
a poner en acción aquel metal precioso. Dos barcos llevaron la
carga a Panamá, de la cual un tercio fue llevado a Nicaragua,
para ser entregado a Ponce de León. «Desde aquí hasta Cajamar-
ra no llegamos a encontrar siquiera mil pesos oro», escribe Pedro
Pizarra.
De nuevo, habían quemado las naves en una de las regiones
más malas de la zona ecuatorial. Se vivía de esperanzas, de las
esperanzas puestas en Almagro y en Hernando de Soto. Pizarra
volvió a ponerse en marcha por aquel intransitable infierno de ve­
getación, por el sombrío abismo del bosque tropical.
Permanecieron siete meses envueltos en aquella penuria.
Por aquel entonces, Pizarra promovió a uno de sus hombres a
oficial en virtud de sus poderes de gobernador. Pues hasta aquel
momento no había hecho uso de sus plenos poderes.
Poco después, arribaba de Panamá el barco del mercader Gre­
gorio con un cargamento de vituallas y acompañado de un grupo
cíe funcionarios, que Pizarra, en su precipitada salida de Sevilla,
liubía dejado allí; entre ellos venía el tesorero Alonso Riquelme,
quien traía alentadoras promesas y buenos deseos de Almagro.
Animados por aquel pequeño refuerzo, emprendieron de nuevo
la marcha y cruzaron la línea ecuatorial por Pasao.
La entrada que habían hecho en Coaque menoscabó su repu­
tación. «Como no había sucedido hasta aquella ocasión —escribe
llenera— , corría el rumor entre los nativos de que eran unos
Ilumbres crueles; que se dedicaban a saquear el país, montados
rn caballos que corrían como el viento y esgrimiendo afiladas es-
Inulas que cortaban cuanto encontraban a su paso. Unos lo creían
•le palabra; otros querían verlo con sus propios ojos. La noticia
llegó hasta el gobernador de los incas, y éste la transmitió a Cuz­
co.» También el cacique de Pasao procuró ocultarse ante la pre­
sencia de los extranjeros. Con mucho esfuerzo, consiguió Pizarra
apaciguarlo y ganar su ayuda para continuar la marcha. «Tras re­
galarle una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma, los es-
Ilañóles salieron de Pasao, dejando un grato recuerdo a los nati­
vos», escribe el mismo cronista.
Pizarra intentó recuperar el prestigio perdido. Y en Caraques
fueron recibidos amistosamente; pera por el miedo a sus armas,
pirque, si alguno se separaba del destacamento, era atacado y
muerto la mayoría de las veces.
Tras varios días de penosa marcha, el destacamento llegó al

107
limite norte de la conocida bahía de Tumbes. Pizarra lamentaba i
haber perdido tanto tiempo en aquella prolongada andadura. «Si
bien parece que la providencia lo quiso asi —escribe un cronis­
ta— , pues si hubiera llegado antes, se hubiese encontrado en el
momento en que estaban enfrentados los ejércitos de Atahualpa
y de Huáscar, y puede que no hubiera habiJo salvación para él
con su pequeño destacamento.»
En aquellas circunstancias, no habia otra salida que quedarse
donde se encontraban. La tropa estaba agotada y decepcionada..
En lugar de encontrar montañas de oro, se veían acosados por
la selva. Estaban ya cansados. Querían quedarse allí por el mar
y las buenas condiciones que ofrecía el sitio. ¡Por fin, se queda­
ron! Por el contrario, Pizarra pensaba en utilizar la isla de Puná
como base de sus ulteriores expediciones, por lo que ordenó em­
barcar al capitán nicaragüense Benalcázar (que más tarde habría
de hacerse célebre) con treinta hombres y dirigirse a la isla. Los
planes de Pizarra encontraron acogida, y la gente aprobó unánime­
mente aquella travesía.

En la isla de Puná

Una ola de sorpresas batiría a los españoles.


En su viaje de exploración realizado cuatro años antes, los es­
pañoles se habían encontrado con que Tumbes y Puná estaban en
guerra. Por esta razón, Pizarra debía encontrar buena acogida en
la isla. Se pusieron en contacto con el soberano isleño, Tumala,
que pareció querer prestar personalmente ayuda a los extranje­
ros. Pizarra se mostró satisfecho en extremo, aunque con su ha­
bitual desconfianza observaba los preparativos de las balsas, rea­
lizados por los indígenas. Advertido de que los indios isleños cor­
tarían los ligamentos de las balsas, con el fin de que se ahogasen
los caballos y los soldados durante la travesía, ordenó a sus hom­
bres que vigilasen a los remeros con la espada desenvainada.
«Los isleños nos recibieron amistosamente, aunque tenían fama
de ser insidiosos y crueles», escribe Pedro.
Los bailes y las canciones en honor de los extranjeros se pro­
longaban noche y día, mientras que la desconfianza de Pizarra
iba en aumento, advertido por las insinuaciones de los indios tunrt-
besinos prisioneros, que él había liberado de su triste existencia
de esclavos.
«Durante unos días todo marchó bien —escribe, de nuevo, Pe­
dro—, transcurridos los cuales los indios isleños planearon un
ataque por sorpresa para matarnos...»
Cuando los tumbesinos liberados por los españoles les corta-

108
ron por la espalda la cabeza a dieciséis caciques de la isla de
Puná, se formó una revuelta general que acabó en una lucha de
guerrillas en la selva, en la que no podían participar los caballos.
La ludia en el bosque día tras otro destemplaba los nervios de los
españoles. ¡Selva, mosquitos, indios! Detrás de esta sucia cortina,
estaba d suelo del dorado país peruano, d cual parecía al alcance
de la mano.
«En efecto —nos cuenta Pedro Pizarra—, las peruanas lleva­
ban en sus faldas un escrito que decía: Vosotros que venís a este
país, sabed que en él hay más oro y plata que hierro en Vizcaya».
El gobernador procuraba divulgar aquella historia; pero nadie
la creía. Los soldados .consideraban lo d d escrito como un truco
de su capitán para poder tenerlos sujetos. Había sido él, y no
Molina, como se decía, quien les había puesto aq u d escrito en las
faldas'.
En aqud sombrío estado de ánimo, un buen día aparecieron
flameantes las blancas velas de dos naves. Hernando de Soto había
llegado con soldados y caballos de Nicaragua.
«Lo cual alegró mucho al gobernador y a sus amigos, al tiem­
po que éstos sufrían un gran desengaño ante el precario aspecto
de la isla, acostumbrados a la abundanda paradisíaca de Nicara­
gua... Ni oro ni plata... Algunos, o quizá todos, hubieran prefe­
rido volverse, si el capitán no hubiese mantenido su pundonor y
la firme disdplina de sus soldados...», con estas palabras nos re­
vela Pedro Pizarra la decepción de los recién llegados.
Sí; los ánimos estaban tan decaídos que el tesorero Riquclme
sobornó a un timonel para intentar la huida a Panamá, la cual Pi­
zarra logró impedir en el momento preciso.

De nuevo en Tumbes

Después de la llegada de Soto1, la situación había madurado


para tomar decisiones importantes. Se decidió pasar al continente.
Antes de proceder al embarco de la trapa, completó Pizarra
ante la amiga, como aún suponía, ciudad de Tumbes el magná­
nimo gesto que había tenido de liberar a los seiscientos tumbesi-
nos cautivos en Puná, entre los que se encontraba un orejón12

1. Sobre la raerte de loa españoles que hablan quedado allí, corrían distintas versio­
nes: que Molina habla caldo en la lucha de los tumbeamos contra los indios de Puní;
que, en estado de embriaguez, habla sido asesinado; que lo habían ajusticiado por meterse
en ilos de mujeres. Gutiérrez de Santa Clara escribe: «Después del regreso de Pizarra,
oñaaron dichos rumores...»
2. Con Hernando de Soto, llegó la primera mujer española, Juana Hcmlndez. Entre
laa que llegaron mis tarde encontramos a la esposa del inspector García de Salcedo, y a
iInfla Inés Muñoz, cónyuge de Martínez de Alcéntara, hermanastra de Pizarra.

109
y varías mujeres notables, poniéndoles a su disposición los bar­
cos para que se trasladasen al continente. Pues estaba decidido
a entrar amistosamente en el Perú. Como muestra de su ilimitada
confianza, envió tres de sus hombres con los tumbesinos para que
estableciesen los primeros contactos con la población. Tampoco
se supo más de aquellos tres españoles. Transcurridas unas semanas,
se dijo que habían sido sacrificados. Su desaparición fue una
seria advertencia. En lo sucesivo, Pizarra no confiaría más que
en la punta de la espada. Para el transporte de la tropa habla
dispuesto dos barcos, además de varias balsas, las cuales los tum­
besinos dotaron de balseros, con aparente buena voluntad. El go­
bernador estaba satisfecho y confiaba en el feliz transporte de sus
tropas del que dependía el resultado de su carrera. No había moti­
vos para desconfiar, pues si alguien debía estarle agradecido, eran
los tumbesinos. Nunca se los había tratado con hostilidad.
Es difícil comprender la causa de aquellos inesperados y ene-
mistosos actos de los nativos. Posiblemente fuese una orden del
nuevo emperador inca. Zárate sabe que Atahualpa se dirigió per­
sonalmente de Cajamarca a Tumbes, al verse obligado por las tropas
de Cuzco a enviar todo su ejército contra el de Huáscar.
Acerca de aquel desembarco, Pedro Pizarra escribe: «Como
luego se vio, los tumbesinos concibieron la pérfida idea de trans­
portar en grupos a los expedicionarios con sus caballos y pertre­
chos. Cuando empezó a oscurecer, y Puná ya había quedado atrás,
los balseros dirigieron sus embarcaciones a unos solitarios islotes,
para que la tropa desembarcara y pasara la noche en aquel lu­
gar... Después fueron por refuerzos y atacaron a los durmientes.
(Muchos españoles perdieron de ese modo la vida, ulteriormente.)
A Francisco Martínez, hermanastro del gobernador, a Alonso de
Mesa y a mí, casi nos sucede lo mismo, si no llega a ser porque
Alonso de Mesa tenía la fiebre de Malta y se negó a desembarcar.
Martínez y yo lo hicimos y nos quedamos a unos sesenta pies de
donde estaba fondeada la balsa. Nos preparamos para dormir en
la arena. Sobre la medianoche los indios creyeron que Mesa estaba
dormido, y se dispusieron a levar la pótala, nombre con que de­
signaban la gruesa piedra que empleaban como ancla, con el fin
de dejarnos abandonados, y de dar muerte a Mesa; pero éste, como
no podía dormir por causa de la dolencia que padecía, se puso a
dar voces cuando advirtió los propósitos de los indígenas. Desper­
tamos, nos lanzamos sobre la balsa, maniatamos a los tres balse­
ros, y estuvimos de guardia toda la noche. Por la mañana, los de­
satamos para que gobernasen la balsa hasta la playa de Tumbes;
poco antes de llegar a ella, se tiraron al agua, por lo que anduvi­
mos a la deriva en el fuerte oleaje. Medio ahogados, y con las ro­
pas empapadas, pudimos alcanzar la playa. Al darse cuenta de que
estábamos en tierra, los tres indios nadaron hasta la embarcación,

110
se apoderaron de ella y se hicieron a la mar, llevándosenos nues­
tros bártulos, así como el voluminoso bagaje del gobernador que
iba con ella, y dejándonos con lo puesto. Asimismo les sucedió a
otros expedicionarios que habían confiado su petate a los indios
con la esperanza de que lo llevasen a Tumbes».
Entre los primeros jinetes que llegaron a la costa, estaba Her­
nando Pizarro. Mientras trataba de hallar un acceso a la ciudad,
se metió en un terreno pantanoso desde donde vio cómo sus hom­
bres, confiados y totalmente desarmados, iban a la deriva en sus
balsas hada la costa, y cómo los esperaban bandas de guerreros
tumbesinos para arrollarlos. Con los pocos jinetes de que dispo­
nía, se aventuró Hernando a ir por el pantano al encuentro de
dios; logró alcanzar rápidamente la playa y se lanzó impetuosa­
mente sobre los sorprendidos indios que creían poder capturar a
los españoles que iban a desembarcar.
La situación del destacamento era precaria, pues la mayoría de
sus hombres habían naufragado, quedándose con lo puesto y en­
contrándose sin comer en la tierra de la que otra cosa hablan es­
tr a d o .
El gobernador se encontraba todavía a bordo, y Hernando tomó
el mando de las tropas desembarcadas; no tardaron en unirse a él
la sección de Soto y las demás fuerzas que venían en los barcos.
Permanecieron toda la noche sin apearse de sus caballerías. A la
mañana siguiente, desembarcó Pizarro, y los dos veleros tomaron
rumbo a Puná para embarcar el resto de los expedicionarios.
Pizarro seguía creyendo poder entrar en contacto amistoso con
la población y sus nobles. Seguía la conducta de Balboa: «Mos­
trar la fuerza, pero ganar por la amistad». Con una reducida es­
colta montada, se metió tierra adentro. Los españoles en vano bus­
caban nativos con quienes poder hablar. El paraje se ofrecía de­
solado; sus habitantes habían huido armados a las montañas. Pi­
zarro regresó a las embarcaciones, reunió a sus hombres y entró en
la incendiada y abandonada ciudad de Tumbes.
Aquella entrada era la realización del sueño de muchos años.
tQué distinto era ahora Tumbes de como lo habían descrito Mo­
lina v Pedro de Candía! Quedaba apagada para siempre la brillan­
tez de aquella ciudad, que mucho antes de ser conquistada por el
Imperio de los Incas había sido floreciente por la fertilidad de sus
valles y el comercio con el norte y el sur, y sus balsas de vela ha­
bían llegado hasta el archipiélago de las Perlas. Conquistada e in­
cendiada ahora en la guerra con la isla de Puna, había sido la
causa de que los tumbesinos liberados por los españoles diesen
muerte a los dieciséis caciques isleños que los habían tenido pri-
«loneros.
Entristecido, Pizarra ocupó algunas casas habitables de aquella
extinguida ciudad. Mientras, desembarcaron los grupos, llegados

111
de la isla de Puná, que hablan quedado allí ante la constante ame­
naza de guerra en la selva.
E l aspecto del destruido puerto impresionó a los bisoños, la
mayoría de los cuales no habían tenido un momento de sosiego
en las terribles marchas a lo largo de la costa desde San Mateo
hasta Tumbes; durante semanas habían anhelado llegar a esta ciu­
dad, que consideraban como un paraíso, como un lugar donde po­
der descansar y reponer sus fuerzas menguadas en aquella cala­
mitosa marcha. Pero se encontraron con una población saqueada
y un país sublevado. Los nicaragüenses, acostumbrados a unas con­
diciones inmejorables, empezaron a lamentarse a coro y a malde­
cir las esmeraldas de Coaque, por las que habían emprendido
aquella angustiosa odisea.
En medio de la más cruel decepción, ante la que todos los in­
tentos persuasivos de Pizarra no surtían efecto, se presentó en el
puesto de mando un notable tumbesino que se había quedado en
la ciudad. El visitante se convertiría en aliado de Pizarra.
Dijo que no se había marchado de la ciudad porque entendía
en asuntos de guerra, y suponía que los blancos conquistarían el
país. Conocía la ciudad de Cuzco, y describió sus riquezas, las mo­
radas de la gente de linaje, y el Inti-huasi, templo del Sol, y su
Cori-cancha, tesorería del imperio. Informó a los caudillos españo­
les sobre la disputa por la posesión del imperio entre Atahualpa
y Huáscar, y se ofreció como guía y mensajero, a condición de que
se le respetase su casa.
Pizarra no podía esperar nada mejor; procuró divulgar la no­
ticia entre sus soldados. Si lo del escrito sobre el oro y la plata
del Peni en las faldas de las mujeres lo consideraban una inven­
ción de su caudillo, no podían tomar como fábula lo dicho por
aquel tumbesino.
Complacido, el gobernador accedió a los deseos de su visitan­
te; le propuso señalar su casa con una cruz, y dio orden al apo­
sentador Rodrigo Núñez de que comunicase a la tropa que se
prohibía la entrada en toda casa que estuviese marcada con una
cruz, y que no se tocase nada de lo perteneciente a su dueño. El
incumplimiento de dicha orden «sería castigado por el tribunal».
«Esta ley se observó hasta la llegada de Pedro de Alvarado al
país», advierte Pedro Pizarra, y lo hace en un sentido alusivo, que
luego comprenderemos.
Mientras tanto, los aborígenes emplearon la estrategia de «tie­
rra calcinada» contra los extranjeros, con lo que encontraron más
dureza que en campo abierto.
Pizarra envió unas patrullas al mando de De Soto para adqui­
rir vituallas; además, debían buscar a los tres españoles desapa­
recidos, y hacerlo con k escasa probabilidad de hallarlos aún con
vida. Encontraron maíz, yuca y carne, y varios indios, a quienes

112
el gobernador utilizó como emisarios ante el curaca de Tumbe
Chili Masa, para ofrecerle la paz en nombre del rey de España, y
exigirle la devolución de los tres españoles desaparecidos. De acep­
tarlo, lo trataría como amigo, no obstante la rebelión en el país;
si no, le amenazaban el fuego y la espada.
Transcurrieron unos días sin recibir respuesta alguna; luego,
fue advertida la presencia de guerreros en la orilla opuesta del río,
de donde les hicieron saber a los blancos que podían acercarse si
uerían; que se les trataría como a los otros tres españoles. Poco
Q espués se supo que los desaparecidos habían sido encerrados en
una casa, sacándoles los ojos y despedazándolos vivos.
Con la misma crueldad trataban a sus compatriotas al servicio
de los españoles: los atacaban por caminos solitarios y les daban
muerte.
Contra su voluntad, creyó Pizarra necesaria una acción arma­
da. Los caudillos De Soto y Hernando Pizarra buscaban de nue­
vo un paso por el amplio y legamoso río arriba; avanzaban por ca­
ñizales y bosque, y cogieran desprevenido a Chili Masa al amane­
cer. «A él le hicieron responsable de todos los daños ocasionados...
y durante días persiguieron a los que huían, hasta dejarlos exte­
nuados. A Chili Masa le obligan a aceptar la paz.»
«El gobernador les perdonó, en nombre de Su Majestad, todo
cuanto habían hecho —escribe Diego de Trujillo— . Mientras nos
sosteníamos allí, llegaron de Nicaragua veinte hombres y fray Jo-
dok1, un franciscano que ahora se encuentra en Quito.»
Como siguiente cometido de su misión- vio Pizarra las reales
directrices, relativas al reconocimiento y colonización del litoral.
Era necesario iniciar una fundación en un paraje fértil y saluda­
ble, y con acceso al mar, para mantener contacto con Panamá.
Para tal empresa se disponía de las normas dadas por el Consejo
de Indias, lo cual estaba protegido por la legislación española.
Pizarra le hablaba de importantes cuestiones referentes a la
continuación de su expedición a su amigo tumbesino, y se sor­
prendía cuando éste le detallaba acerca de la floreciente capital del
imperio. «Aquel indio decía la pura verdad —observa Pedro— ;
pero la tropa se había vuelto tan desconfiada, que incluso esto lo
consideraba como una artimaña del gobernador.» Por su parte, Pi­
zarra pensaba en las descripciones que su primo Hernán Cortés le
había hecho de Méjico. Su gran empresa iba perfilándose.
Escuchaba atentamente, como era habitual en él, los relatos
del tumbesino, para tener informes concretos de la región litoral del
antiguo imperio chimó, y, asi, no entrar a ciegas en aquel des­
conocido país cuando saliese en busca de una base para su avance
t. Fray Jodok Ricki, flamenco oriundo de Mechelcn, fundador de! convento de Quito.
I.lcvó lo» primeros grano» de trigo al Ecuador en un barril con la inscripción en flamen*
co: ¡Té que me vacias, no olvides a Diosf

113
hacia la cordillera. Pues no cabía contar con la destruida y pestí­
fera ciudad de Tumbes.

En el país del Gran Chimú

El 16 de mayo de 1532, Pizarro salió de aquella decepcionante


dudad. La marcha, hada el sur, fue anticipada con el envío de
emisarios indígenas. Por dondequiera fue recibido amistosamen­
te por los curacas de diversas regiones, y lo hideron como solían
recibir a un rey o a un orejón. Los cultivos aparecían excelente­
mente cuidados. Los depósitos de víveres estaban a disposición
de los extranjeros para todo lo que necesitasen y solicitasen. Ata-
hualpa, informado de lo que sucedía en la costa, tomó en mala
parte este aprovechamiento.
Aquel país, de grandes contrastes, disponía de buenos cami­
nos.
Entre los verdeantes oasis, formados por ríos poco caudalo­
sos, se extienden las «arenas muertas» sobre las que sopla el cá­
lido viento de la sierra y las arremolina, levanta y lanza así con­
tra las caravanas. De las dunas surgen, cual enormes candelabros,
cactos cuyos brillantes pelos parecen encenderse al reflejo del
sol.
Sobre la brillantez del desierto aparece por la parte de levante
la oscura franja de la zona montuosa y, más arriba, la nieve y
los ventisqueros de las altas cordilleras bajo el cielo azul de los
trópicos.
Y hacia poniente se les ofrecía a los españoles el aspecto con­
solador del inmenso océano, camino de sus anhelos y esperanzas;
lo único que les era familiar. En la ribera crecen los totorales, de
cuyos tallos los indígenas fabrican esteras y construyen sus em­
barcaciones.
Los cronistas de entonces, que recorrieron a pie y a caballo el
país, nos ofrecen una detallada descripción de estas regiones.
«Todo el paraje desde Tumbes hasta quinientas leguas al sur
— escribe Cieza— es bueno y seco.» Lizárraga, que luego vivió en
el convento dominicano de Trujillo, llegó hasta Chile, y fue quien
empleó la expresión «arenas muertas», las cuales se extienden des­
de las estribaciones de la cordillera hasta el mar, nos dice: «En­
tre las zonas desérticas hay fértiles valles atravesados por ríos
más o menos caudalosos... Las tierras, que por dondequiera tienen
buen humus, están provistas de excelentes sistemas de irrigación.
Estos valles son el punto de parada de las caravanas, porque, fuera
de ellos, no se encuentra agua en ningún sitio. A partir de aquí, el
desierto pasa de pronto a un placentero paraíso de vegetación por

114
sus verdosas plantaciones de maíz, algodón, caña y (en dicha época)
de todos los primores de que goza la huerta de Andalucía. El clima
permite sembrar todo el año y cosechar como se quiera...»
«Los nativos beben cerveza de maíz en lugar de vino — escribe
Geza— . Los granos de maíz, para la elaboración de dicha bebida,
son primeramente masticados por mujeres y hombres a ello de­
dicados; luego, la pulpa así obtenida se pone a fermentar en gran­
des tinajas... A esta bebida se le ha dado el nombre de la isla de
Chicha; pero los nativos la llaman azúa. (Uno de los muchos casos
en que los españoles cambiaron vocablos del pueblo indio.) Se
embriagan con facilidad, y serían capaces de vender su tierra por
una borrachera... Conocen, además, bebidas elaboradas de frutas,
que son menos estimadas por ellos...»
Más tarde, los indígenas, cuando conocieron el vino español,
que ya había ponderado el orejón de Tumbes y preferido a la
chicha al ser invitado por Pizarra, mezclaron este caldo con su
bebida. «Fuego al fuego», se lamentaba el monje, al referirse a esa
mezcla de bebidas.
«La embriaguez ha desolado valles enteros —leemos en una de
las crónicas de 1580 del dominico Lizárraga— . Si no se toman
medidas urgentes, dentro de poco se dirá lo mismo de los indios
montañeses..., que elaboran k sota..., bebida obtenida del maíz,
más fuerte que el vino y que les quema las entrañas... Ese estado
de embriaguez ha causado la muerte a muchos indios de la lla­
nura; en particular, desde Lima hacia el norte. La culpa de ello
la tiene el gobierno del virrey que no se preocupa por los indios,
aunque gobierne como nosotros. No es que deba emplearse con
ellos la dureza de los reyes incas; pero sí imponerles castigos que
les hagan temer embriagarse. Es cierto que el virrey Toledo ha
publicado un edicto, relativo a los casos de embriaguez; pero na­
die lo observa. Los daños son terribles... Sé que también se abusa
de la bebida en Flandes, en Alemania y en España —continúa di­
ciendo preocupado el misionero— ; mas allí la gente no llega a
beber hasta el extremo de morirse de una borrachera. Si en los
países que acabamos de mencionar todos sus ciudadanos se echa­
sen a perder, ¿no tendrían que intervenir sus monarcas con se­
veras medidas? Aquí, el abuso de la bebida despuebla regiones en­
teras...»
No dejaba de tener significación económica el deporte de la
caza, privilegio de reyes y de príncipes. Ciervos, guanacos, vicu­
ñas, animales de presa como jaguares, pumas, gatos monteses,
zorros, y aves como perdices, urogallos, tórtolas, gavilanes, hal­
cones y cóndores eran cazados con flechas, guaracas, dardos y re­
des, dándose grandes batidas en la región del Chaco. A la pobla­
ción les estaba prohibido bajo pena de muerte entrar en los cotos
de sus soberanos. Los habitantes del litoral practicaban el depor-

115
te de la pesca con cuervos marinos, al cuello de los cuales ponían
un anillo para tenerlos sujetos1.

Fundación de San Miguel

Tras una semana de marcha, Pizarro llegó al poblado de Po-


rechos, junto al río Turicarami, donde, para molestar lo menos
posible a los aborígenes, ocupó un edificio público abandonado.
«Con mucha dignidad y amabilidad —advierte el cronista— reci­
bió el homenaje que le ofrecían los caciques del lugar.» El in­
térprete Felipillo, oriundo de allí, les leyó el requerimiento del
ue oyeron algo acerca de la religión cristiana y del rey Carlos.
S Respondieron que cumplirían voluntaria y fielmente cuanto de
ellos se pedía. Pusieron a disposición de los expedicionarios vi­
tuallas y peones y manifestaron una extremada obediencia, qui­
zás adecuada a la naturaleza india, y desarrollada en ella por la
total supeditación a que la voluntad de sus soberanos los tenía
sometidos.
De Pochechos salió Hernando de Soto a caballo con unos guías
indios para adentrarse en el país y ganarse la amistad de los cau­
dillos de la región. Por el camino, hecho construir por Huayna
Cápac, llegó a Caxas, importante población de la provincia, de la
que luego hablaremos.
Al mismo tiempo había mandado Pizarro a su hermano Her­
nando a Tumbes con el encargo de que dejase la protección de
la ciudad al curaca Chili Masa, y se llevase a todos los españoles
al sur. Una parte de ellos acompañó a Hernando, y la otra, que ha­
bía llegado a Panamá con armas y vituallas, y no estaba todavía
acostumbrada a las vicisitudes, hizo el viaje en bateo; éstos no
habían llegado con refuerzos, pero sí traído la alarmante noticia
de que Almagro planeaba una expedición por cuenta suya. Fuese
cierta o no, a Pizarro le sentó como un latigazo. No podía perder
tiempo. Aun cuando sus tropas fuesen reducidas, no tenía otra sa­
lida que adentrarse hasta el corazón del imperio inca.
Los barcos arribados de Tumbes se encontraron en la desembo­
cadura del río con una inesperada enemistad, y precisamente por
parte de los caciques que se habían mostrado amigos. Para el
ulterior desarrollo de la empresa era de suma importancia que la
amistosa población permaneciese a la vez tranquila. Pizarro hizo
inmediatamente las correspondientes advertencias, y supo a tra­
vés de indios amigos, entre ellos la esposa del soldado Palomino,
quien ya había forjado un hogar allí, que los caciques de Lachira

1. Conf. ClEZA: c. XXXI.

116
y de Almotaje llevaban tramada una conspiración, desde el día en
que llegó Pizarra, para atacar y dar muerte a los blancos. Tras
haberlo comprobado, hizo coger por sorpresa a los conspirado­
res y dio un castigo ejemplar; hizo dar garrote al cacique de Al­
motaje y a trece cabecillas de Lachira, y quemar sus cadáveres.
Perdonó al cacique de Lachira, por no quedar del todo probada su
culpabilidad, y por no dejar sin dirigentes aquellas localidades;
además, le confió la administración de Almotaje hasta que el he­
redero, o sea el hijo del cacique ajusticiado, fuese mayor de edad.
El hijo no fue ajusticiado junto con el padre, como era costumbre
en los incas.
Aquel ajusticiamiento impuso tal respeto en toda la región,
que cualquier intento de conspiración se desmoronaba antes de
haber arraigado. Con ello pareció haberse conseguido dejar atrás
de las tropas expedicionarias una retaguardia tranquila, y asegu­
rar la obediencia del cacique a los colonizadores que allí quedaban.
Al principio, la nueva fundación quedó unida al poblado indio
de Tangarara; luego, fue trasladada a orillas del río Chira, lo cual
sucedió el día de San Miguel, o sea después de que Pizarra hu­
biese llegado con su destacamento hasta las montañas. Más tarde,
a la fundación se le dio el nombre de San Miguel.
Como muchas otras fundaciones, tampoco aquella fue estable.
Después se malogró por causa de las insalubres condiciones cli­
máticas. «San Miguel —leemos en Lizárraga— fue la primera ciu­
dad fundada por los españoles en Perú, con vistosas edificaciones
y acomodados ciudadanos...; (pero en ella vi muy pocos a quienes
no les faltase un ojo...» (El tuerto aparece mucho en la plástica
del arte chimó.)
En el río, los bateos esperaban ser despachados. El gobernador
hizo esperar y repartir el oro y la plata, que no era mucha can­
tidad, ingresados de las tributaciones. Con ello pagó el flete, y el
resto se lo transmitió a la compañía Almagro-De Luque para cu­
brir las deudas.
En una carta dirigida a Almagro, presionaba entre ruegos y
amenazas, y ponía de manifiesto lo conveniente de desistir de sus
planes, por considerar «lo poco que Dios y el Rey serían servidos
en aquella empresa», si no le enviaba los soldados necesarios. Pues
no se podía demorar el encuentro con el rey de los incas.
Mientras esperaba los refuerzos solicitados, que debían por lo
menos doblar la fuerza combativa de sus efectivos, se dedicó Pi­
zarra a organizar la zona de retaguardia, según las instrucciones
dadas por el Consejo de Indias.
Reunió todos los informes posibles acerca de las discordias fra­
ternas en el estado inca, y supo que Atahualpa había reunido un
poderoso ejército en el valle de Cajamarca, que se encontraba a
quince días de camino de allí.

117
£1 efecto de la proximidad del soberano inca, tan temido por su
poderío y sus crueldades, se hizo sentir hasta el mismo litoral,
donde en la mayoría de las localidades empezó a relajarse la obe*
diencia de los nativos a los españoles; aquéllos les aseguraban
asustados a éstos que bastaba una parte reducida de su ejército
para acabar con todos los cristianos.
Antes de haber oído hablar de Atahualpa, y por lo que Cortés 1
le había relatado de Moctezuma, era evidente para Pizarra que
en aquellas discordias entre los dos hermanos incas se ventilaba
el dominio del inmenso país.
Con creciente inquietud dirige la vista hacia el mar para ver
si llegan los tan esperados barcos de Panamá.
¿Piensa Almagro independizarse de Pizarra como ya manifestó'
cuando éste llegó de España a Nombre de Dios? ¿Pretende dejar
al gobernador que fracase con su escaso número de fuerzas, para
luego aparecer y hacerse con el éxito definitivo de la conquista de
las tierras del Perú?
Las provisiones que envía para que no fracase la empresa, por
una parte, y los refuerzos que retiene, por otra, dan a entender
que quiere impedir el logro del objetivo, con el fin de salir a es­
cena cuando ya todo esté hecho. Estas circunstancias hacen sos­
pechar que su demora es premeditada. Mas Francisco Pizarra no
espera con los brazos cruzados. Envía su mejor hombre, H ernán-:
do de Soto, a realizar un descubrimiento; éste cabalga de nuevo ha-
cia las montañas y reúne toda la información posible. Cada le­
gua de camino que recorre engrasa el número de noticias sobre
el ejército acantonado en Cajamarca. El cronista que lo acompaña
no encubre en modo alguno la creciente preocupación de los sol­
dados, y así, Pedro Pizarra cuenta la siguiente anécdota: «Un tal
Francisco de Isaga ofreció regalar su caballo a quien le gestionase,
cerca del gobernador el permiso para regresar a su casa. Lo reci­
bió, entregó su caballo y partió feliz para Santo Domingo».
Cómo vigilaba Atahualpa a los extranjeros, nos lo explica Pe­
dro Pizarra en el siguiente episodio: «Cuando Hernando Pizarra.'
hubo llegado a Pohechos, el inca envió como espía un orejón, o
apoo como allí los llaman. Se vistió a usanza de los t allamas,!
para así inspeccionar la situación y conocer al capitán, sin que
fuese advertida su jerarquía. Le llevó un cesto de guanábanas como;
presente del cacique de Pohechos, cuyos respetos le presentaba.,
Pero Hernando se enojó de tal modo, que, con toda su corpulencia,;
agarró al indio por el pañuelo con que cubría su cabeza, lo de­
rribó al suelo y le soltó unos puntapiés. El encubierto espía ocul­
tó su rostro para no ser reconocido y desapareció. Luego se supo
la verdad de todo por el mismo orejón, cuando, transcurrido cierto
tiempo, se presentó ostentando su jerarquía para ver al gober­
nador...»

118

i
Como última gestión diplomática, estableció Pizarra relaciones
amistosas con el soberano de la región del litoral, quien llevaba
a disgusto el yugo de los soberanos de la región montañosa. Aquella
gestión pareció contribuir a que toda la costa permaneciese tran­
quilizada, mientras se desarrollaban los acontecimientos en las
tierras altas.
En vista de que no llegaban los refuerzos, Pizarra hizo un aná­
lisis de la situación y dedujo que continuar vacilando no hacía
sino menoscabar el prestigio de los españoles y aumentar su ries­
go. Dejó un comandante de confianza, junto con el habilitado real
Antonio Navarro, en San Miguel, dio las oportunas disposiciones
sobre el avituallamiento y pasó revista a sus hombres para la mar­
cha hacia los Andes peruanos.
7
EL OCASO DE LOS DIOSES
EN EL IM PERIO DE LOS INCAS

Es verdaderamente alarmante esta comprobación:


siempre que la naturaleza da un ser aparentemente
inteligente a la comunidad, lo lleva a un régimen
de constante rigor, a unas cada vez más intolerantes e
insoportables disciplina, violencia y tiranta.

M aeterunck: La vida de los termites'

Tabuantinsuyu, el estado de los cuatro cantones

Fueron creados para vencer...

(De una plegaria de los incas.)

¿Qué imperio es éste, cuyo litoral Pizarro descubrió, al que


llamó Perú, nombre hasta hoy inexplicable, y a la conquista del
cual se dispuso a salir con un puñado de hombres?
Empecemos por manifestar que el conocimiento de esta cultu­
ra está muy por debajo del de las culturas orientales; mientras
hace unos decenios que apenas se conocían los nombres de pue­
blos como Mitanni o Ugorit, ya se hablaba de los orientales mu­
cho antes de la divulgación de las ciencias arqueológicas, y todo
ello gracias al valioso caudal de escrituras que nos legaron.
Los pueblos del Perú, pueblos de distinta formación mental en
el extenso territorio desde la selva hasta el océano, no nos han de­
jado ningún escrito. Sus quipus permanecen mudos, y su arte, bas­
tante copioso, nos ofrece más preguntas que respuestas nos da.
Los humanistas españoles, de grandes virtudes, que acompa­
ñaban como funcionarios de la Corona a los conquistadores o iban
detrás de ellos, se esforzaron por cumplir su misión relativa al
conocimiento histórico de aquel nuevo país. Bien es verdad que
sus hallazgos fueron poco profundos en este sentido, pues las afir­
maciones de los interpelados lindaban en todo caso con la tradi­
ción oral, quizás apoyada por pictografías, de las que nada se pue­
de obtener. De todos modos, es cuantioso y esmerado el resultado
de estas primeras investigaciones, al menos en lo que se refiere
a la época posterior del dominio incaico. Y lo más sorprendente
es que la antigua imagen del Perú fuese estampada en la Leyenda
I . Cita i t Baubin: «El régimen totalitario de loa incas no puede ser mejor carac­
terizado.»

121
dorada, que el genial mestizo Garcilaso compuso en España cua­
renta años después de haber abandonado la patria de su madre.
En todo caso, haremos referencia de algunos de los primeros e
importantísimos trabajos autóctonos sobre la historia del Perú:
ya en 1542, ocho años después de la conquista, el justicia real li­
cenciado Vaca de Castro, enviado allí, preguntó a los quipucama-
yos por las todavía recientes y vivas tradiciones del pasado de sus
pueblos y sus reyes; las actas levantadas sobre este asunto estu­
vieron guardadas hasta 1892 en el archivo de Indias, en Sevilla.
En 1547, Cieza de León compuso su eminente Descripción del Perá.
En 1572, Sarmiento de Gamboa, que dirigía las investigaciones his­
tóricas del virrey Francisco de Toledo, escribió una breve histo­
ria de los incas en la que se reveló como una pluma maestra; en
1576, se unió a él Cabello de Balboa, lo cual había hecho antes que
éste Betanzos, quien estaba casado con una ñusta y conocía bien
el idioma incaico, además de una serie de notables trabajos de li­
cenciados y juristas de la Corona, trabajos que, aunque valiosos,
apenas si pueden superar a la Leyenda dorada, de Garcilaso, en
la literatura y en los textos de divulgación científica, ni tampoco
en la producción cinematográfica. Es muy bella y propia para gra­
barla así: un gran imperio, con su natural humanismo y bajo no­
bles soberanos, fue extinguido por la sombría barbarie de la aven­
tura española. En esta leyenda se inspiraron la fantasía historia­
dora, desde el idílico sentimentalismo de Juan Jacobo Rousseau
hasta la ingenua novela histórica Cajamarca, de J. Wassermann, y
las últimas películas sobre el Perú.
En su lenguaje llaman los incas a su imperio Tahuantinsuyu,
constituido por cuatro cantones: Anti-Suyu al este, hacia la cor­
dillera de los Andes; Cunti-Suyu al norte; Chincha-Suyu al oeste,
y Colla-Suyu al sur hacia el país de los collas. Es posible que el
número cuatro (que en la mística oriental de los números es el
«número del mundo») tuviese también aquí una significación uni­
versal, parecido a como el rey Lugalzagizi, de Uruk, 2 500 a. G , se
llamaba «soberano de los cuatro mundos». En las vastas regiones
del Perú se encuentran muchas estructuras análogas al período
histórico de Babilonia, desde el monstruoso Tiahuanaco, cuyas plás­
ticas recuerdan al bisonte europeo, hasta las pirámides escalona­
das de la región del litoral.
Tahuantin-Suyu se extendía desde el ecuador hasta más allá
de los 30° latitud Sur hacia el río chileno Maulé y las provincias
argentinas de Salta y Tucumán, y aún más abajo. Por poniente, li­
mitaba con el océano, y por levante, con la selva brasileña, de cu­
yos sombríos misterios se asustaban aquellos pueblos montañeses.

122
V a rie d a d d e l p a ís

Este inmenso territorio albergaba y alberga en nuestros días


numerosos pueblos indios; razas en distinto grado de desarrollo
y de lenguaje, desde los cañaris al norte hasta los araucanos y dia-
guistas al sur. Tras ser dominados por los montañeses de Cuzco,
el soberano impuso el quichua como idioma oficial sobre todas
las otras lenguas primitivas, fenómeno propio de todos los gran­
des movimientos imperialistas. Para facilitar su cometido, los mi­
sioneros españoles, no sólo fomentaron este idioma general, sino
que lo propagaron hasta los territorios de la Argentina, así como
cultivaron las canciones populares del quichua y las enriquecie­
ron con motivos de la literatura española, y hasta intentaron com-
|>oner el drama Ollanta en lengua incaica1.
En esta multiforme tierra, desde el océano por el desierto con
sus oasis, los glaciares andinos y la vertiente oriental hasta las
inhospitalarias selvas, se desarrollaron espacial y transitoriamen­
te culturas contrapuestas. Algunos de sus rasgos comunes con los
reinos de la América central hacen suponer que estuvieron rela­
cionadas con el pasado. Por otro lado, llevan su propio sello, y se
pueden ver en la tejeduría y en la plástica de las regiones mejor
desarrolladas las obras más completas del antiguo arte america­
no. Y esto, especialmente en los centros de la cultura mochica y
chimó, en las costas septentrionales del Perú de cuyas coleccio­
nes se ha surtido a todo el mundo occidental.
El alterno florecimiento de este imperio se sitúa en el período
del 400 al 1450 d. C. Al igual que los pueblos de las áridas tierras
altas, supieron estos hombres hacer fructíferos los eriales por me­
dio de sistemas de irrigación. En Chanchan, donde luego surgió
lu ciudad de Trujillo, edificaron una urbe de unos 169 kilómetros
cuadrados, con sólidos edificios adecuados a la condición social
de cada uno, cuya riqueza nos testifican todavía las densas ruinas
convertidas en colinas; al igual que en Babilonia, dichos edificios
estaban fabricados de adobes, y, en el transcurso de los años, no
pudieron resistir la fuerza del viento y de las tormentas como
pudieron hacerlo las edificaciones de piedra granítica en las tie­
rras altas. Los españoles, buscadores de tesoros, encontraron fa­
bulosas cantidades de oro en aquellos ruinosos muros. Las arenas
del desierto guardan magníficas piezas de arte de las antiguas épo­
cas, con las que se podrían maravillar los museos más importan­
tes. El arte mochica, que precedió unos siglos al chimú, posee una
magistral configuración y firme trazo lineal en la representación
de figuras humanas y animales: la caza y la pesca; las labores del
1. Lo constituyen escenas de U historie inca ice. compuestas con un estilo barroco en
lengua quichua por un sacerdote español. Durante mucho tiempo se creyd que era un
drama original de la lengua quichua.

123
campo; escenas de guerra; prisioneros desnudos y con la cuerda al
cuello, como en los relieves asirios y egipcios; escenas de ofren*
das humanas en las que las víctimas son lanzadas desde peñascos
a los ríos divinos; míticas luchas entre dioses y demonios, figura*
das con espesas y confusas líneas en la parte más prominente de
la redondez de las vasijas; cabezas de reyes con grotescos y sober­
bios rostros, tatuados o pintados con sangre y color, y con cabe­
zas de león y colmillos de jaguar como símbolo de su poder:
mendigos, ciegos y mutilados; reos aherrojados y conducidos para
ser ejecutados. La variedad de su artístico atavío, del que todavía
los españoles se maravillaron al frecuentar las moradas de los po­
tentados, descubre en los vasorretratos un elevado nivel de vida,
al menos en las clases altas, como no lo hubo en ningún otro lugar
de América.
Parecidas culturas, aunque de menos rango y más enigmática
espiritualidad, surgieron en la costa meridional en Ancón y Chin-
cay; con extraordinariamente caprichosas abstracciones en Naz­
ca y en Inca, en cuyas confusas y fragmentadas composiciones se
inspira el arte moderno.
Aún más oscuras, en lo relativo a su origen, tiempo y evolu­
ción, se nos ofrecen las dos culturas del altiplano: la de Chavín,
al norte, y la de Tiahuanaco con sus gigantescos monolitos, grue­
sas piedras labradas y grandes figuras de arenisca rojiza y de an-
desita, en la orilla meridional del lago Titicaca, a unos 4 000 me­
tros sobre el nivel del mar, todo ello ya convertido en ruinas an­
tes de que los incas llegasen allí; los pueblos donde Viracocha
había creado el mundo son con bastante seguridad el origen del
que surgió el culto de todo el Perú a esta divinidad. ¿Cómo se
inició? De ello guarda silencio la figura central de la Portada del
Sol, cuya imagen mira por encima de quien la contempla hacia
los deslumbrantes ventisqueros de las cordilleras. Pero Viraco­
cha irradió sobre todo el reino, y reaparece como esplendorosa
deidad en los vasorretratos de Chimú. ¿O trashumó de la costa
a las montañas en tiempos anteriores? Como quiera que sea, el
mito sobre este dios blanco y barbudo consiste en que se marchó
hacia poniente, desapareciendo en las olas, y profetizó que volve­
ría por el mismo camino. Así se conservó esta leyenda. Y, al apa­
recer los españoles en Tumbes y en Cuzco, como también eran
blancos y usaban barba, los indios exclamaron: «¡Viracocha! ¡Vi­
racocha!» La admirable sencillez y finura con que fueron esculpi­
das en andesita estas figuras de Tiahuanaco, con sus expresivos
rostros y estéticos y opulentos tocados, nos recuerdan particular­
mente las primitivas plásticas de Mesopotamia. Sus creadores de­
bieron de poseer un gran sentido de la imagen humana y una mís­
tica y profunda religiosidad. Pero los desconocemos, por lo que
no podemos entender su símbolo. En toda la América antigua,

124
nuda hace despertar en nosotros tanta admiración como este arte
granítico de Tiahuanaco.

En estas autóctonas culturas todo es asombroso; muchas, por


su perfección, como la de Mochica y la de Tiahuanaco; otras, por la
atrevida disociación de la naturaleza y de la forma, como la de
Nazca con su inconcebible variación hacia supremos motivos psi­
cológicos.
Sólo bajo el reinado del inca Huayna Cápac, padre de Atahual-
pa y de Huáscar, cuyo nombre aparece con frecuencia en el cur­
so de nuestro relato, fue sometido el último reino independiente
ilc) Gran Chimú y anexionado al estado incaico, con lo que se com­
pletó la unificación de aquel inmenso territorio.
Pero quedó por someter la voluntad de independencia de los
diversos pueblos indios, circunstancia que fue advertida y aprove­
chada por Pizarro.
Cuando los españoles llegaron al país, ya quedaban enterradas
aquellas antiguas culturas. Sobre las colinas artificiales, en forma
de pirámide de sección cuadrada o rectangular, desde Chanchan
|>or Paramonga hasta Pachacámac, soplaba el cálido viento de las
cordilleras. Sobre muchas poblaciones preincaicas se deslizaban
las arenas del desierto, bajo las cuales algunas permanecen ocul­
tas y desconocidas; la férrea dinastía de Cuzco extendió un mono-
|K>lio de piedra sobre la independencia de ellas.

¡jo s incas. Su origen

Así, pues, es un error identificar el antiguo Perú con los incas,


y aún más designar el producto espiritual del territorio como cul­
tura incaica.
¿Quiénes eran los incas? ¿De dónde procedían? ¿A qué época
pertenecieron?
Su conocimiento debemos atribuirlo a miembros de las comu­
nidades religiosas y a funcionarios españoles que recorrieron y
exploraron todo el país, y anotaron su extensión en leguas, las
condiciones del subsuelo, la etnografía, la economía, el lenguaje
y su historia. Por su enorme interés y escrupulosidad, maravi­
llan los voluminosos escritos de un Betanzos, de un Balboa, de
un Andegardo, de un Santillán, de un Cobo. En sus trabajos, la
crítica no debe dejar inadvertidas las dificultades con que se en­
contró la realización de tal cometido. Escribieron sus trabajos en
un ambiente que se estremecía por la emoción de lo nuevo e
inaudito. La mayoría de ellos se nos ofrecen como testimonio de
que rebosaron de una simpatía idealizadora. El español supera a

125
cualquier otro pueblo en lo relativo a la autocrítica radical. Valga
como ejemplo la frase de Bartolomé de las Casas sobre la milicia
incaica: « ...E n este feliz y famoso imperio de los Incas, ningún
soldado osó llevarse una gallina o un grano de maíz, aunque hu­
biesen estado enloquecidos por el ham bre...» Los incas tenían un
museo donde guardaban los cráneos de sus vencidos enemigos.
Atahualpa bebía la chicha en una vasija guarnecida con oro, he­
cha del cráneo de su hermano Atoe, a quien cogió prisionero en
la guerra e hizo matar cruelmente. O tra de las peculiaridades allí
guardadas eran las pieles de caudillos muertos, para hacer los
parches de las cajas de guerra. Después de haberse dado la ba­
talla, el vencedor pasaba por encima del cuerpo yacente de su
enemigo, como se hacía en el antiguo Oriente: «De tus enemigos
hago yo escabel para mis pies». En el país de los cañaría, existe
un pequeño lago llamado Yahuar-Chocha, que quiere decir lago
de sangre; así se llamó como recuerdo de las muchas batallas que
Huayna Cápac dio allí para someter a este valeroso pueblo. Por
ello, los cañaris se aliaron desde el principio con los españoles.
Con la pluma del historiador sereno, ha escrito Sarmiento so­
bre estas costumbres, por lo que se le ha culpado de ensombrecer
la historia de los incas. Con justa crítica, llama el historiador pe­
ruano R. P. Barrenechea «una humana versión del imperio incai­
co» al trabajo de Sarmiento, y agrega: «Los incas se alzaron como
verdaderos señores del mundo americano... Regresaban hacia su
punto principal, Cuzco, por encima de los cuerpos de los venci­
dos... Eran altivos, poderosos y violentos...» «Fueron creados para
vencer...», dice una de las plegarias de su culto. Desconocían la
conmiseración, la amistad y el temor. Su moral era la de domina­
dores y vencedores. En cambio, Garcilaso nos ofrece una idílica
ficción del imperio de los incas cuando, entre otras cosas, escri­
be: «El inca es clemente, amistoso, apacible..., conquistó toda Su-
damérica, sin romper un plato». Garcilaso es «el eco de la entriste­
cida elegía de sus parientes, de las vencidas ñustas y de los dolo­
ridos ancianos»'.
Los datos reunidos en las crónicas sobre el origen de la dinas­
tía incaica igualan a los altozanos que cubren las antiguas pobla­
ciones de la costa. Si se dejan a un lado las vagas, aunque no del
todo desdeñables leyendas, que Montesinos reunió, podemos po­
ner el siglo xii como surgimiento de dicha dinastía. Su derrumái
bamiento abarcó las regiones andinas desde el ecuador hasta el
centro de Chile. El mito eleva los incas a hijos del Sol, y nom­
bra cuna de ellos la isla del Sol en el lago Titicaca, así como1

1. El arqueólogo peruano J. C. Tello desarrolló la teoría de que las primitivas cultural


peruanas tuvieron su origen en las regiones del Amazonas.
Anteriormente, el profesor K. Bonda señaló la existencia de cierta afinidad del quichua
con los iunguses y los turcos.

126
describe la región de Machu Picchu; esto último, m is verosímil
ara la Historia, resultaría un singular cambio, porque de este
S ígar desapareció sin dejar huella alguna el último inca Manco
—así se llamó también el primer rey de su dinastía— en la zona
de la selva. En todo caso, el origen de los soberanos incas se ini­
cia en los valles de Cuzco.
La puna, o tierra alta, con sus duras condiciones de vida, creó
una raza fuerte, disciplinada y enérgica, y sobre todo m is capaz
ue las razas de las fatigosas selvas o de los oasis subtropicales.
2 a puna obligó a sus habitantes a defenderse de los rigores dél
clima: días calurosos, noches frías, y temporales, les enseñaron a
tejer la lana, a defender sus tierras de labor con hormazas en las
abruptas laderas, y a construir edificios de piedra. La minería
creó la necesidad de formar fundidores. De este modo, los indios
montañeses se convirtieron en sufridos agricultores, experimenta­
dos constructores de caminos y puentes — aunque suele exage­
rarse el encomio de estas construcciones—, fundidores de bronce,
caldereros y trashumantes por montañas y valles.
Para pueblos así debió llegar el momento de crear un impe­
rio. En la época de prosperidad de los incas, dos reinos andinos
ya estaban sumergidos en confusas tinieblas: el reino de Chavín
y el de Tiahuanaco. En el fondo, nada sabemos de su principio ni
de su fin, salvo que sus súbditos fueron hombres de cualidades
muy distintas de las de los indios actuales.
En la lucha defensiva ante sus poderosos vecinos fue desarro­
llándose en el reino de Cuzco un imperialismo agresivo, que en
poco menos de un siglo creó un gran estado al que no pudo com­
pararse ningún otro país americano. Fue fundado allá por el año
1440 por la enérgica personalidad de Yupanqui Pachacutec. Como
al quipomayo guardador de la tradición, los amautas le atribuían
el poder y la orden del imperio. Sus sucesores Tupac y Yupanqui
y Huayna Cápac extendieron las fronteras por el norte y el sur.
Del poderoso fuerte de montaña descendían las milicias, bajo
estos tres soberanos, por los estrechos y cálidos valles hacia los
prósperos países de la llanura, mucho más ricos que el pobre sub­
suelo de las tierras altas. Los conquistadores siempre han salido
de tierras pobres. Allí se encontraban, para su prosaico modo de
vida, con una civilización en pujante y fastuoso desarrollo, así
romo con hombres sexualmente degenerados, los cuales desistieron
de oponerse con las armas a los dominadores montañeses, cuando
conocieron la dureza de éstos, considerando que era mejor la ca­
pitulación sin lucha. En poniente, los reyes de Cuismancu y de
Chuquimancu tuvieron que humillarse ante los vencedores. Y el
oráculo del litoral desde el ecuador hasta Chile, Pachacámac, rin­
dió homenaje al Inca e hizo construir para su dios Sol un templo
junto al de La Luna, clemente divinidad de los mares.

127
un suyo-yoc (gobernador), que ejercía la inspección general, mien­
tras que los curacas, o cinches, velaban por la obediencia de sus
súbditos. La fiscalización era ejercida por el tucorico (hombre que
lo ve y oye todo).
Los hijos de la nobleza recibían educación en la capital, donde
se les enseñaba la disciplina de la administración y del lenguaje.
Se les tenía allí como una especie de rehenes por si sus padres co­
metían algún acto de negligencia.
La población dudosa era desterrada hacia alejadas regiones,
donde tanto ella como los indígenas se ejercían una mutua vigi­
lancia. De esta manera, el Sapa-Inca tenía puestos los ojos y oídos
en todas partes. X a prestación forzada era continua como qui­
zá pueda serlo en los estados comunistas modernos. Tupac Yu-
panqui introdujo el siguiente reglamento de servicio: el curaca
de Chunga estaba al frente de diez unidades; el de Pachacha, de
cien; el de Piscapachac, de quinientas; el de Guaranga, de mil, y
el de Unu, de diez mil. Cada diez curacas tenían un jefe supe­
rior1. «Nadie era dueño de una mazorca, ni de un par de sanda­
lias ni tampoco era libre de contraer matrimonio sin el beneplácito
tlcl Inca», contaban los quipomayos. Por lo tanto, no es extraño
que el idioma incaico careciese del vocablo libertad.
Del producto total de la producción del país, un tercio perte­
necía al Inca, otro tercio al Sol, o sea también al Inca, y el res­
tante tercio quedaba para la población. Algunas mercancías como
el oro, la coca y la lana de vicuña, le eran entregadas totalmente.
«En el imperio incaico no se mueve ninguna hoja de los árbo­
les ni levanta el vuelo ave alguna, sin la voluntad del Inca», les
dijo Atahualpa a los españoles. La desobediencia era castigada con
la pena de muerte, empleando para ello los métodos más crueles.
En toda la obra de los incas se refleja su sentido prosaico: su
reino, sus edificios y su insignificante aportación al arte, refinadas
ánforas con dibujos puramente geométricos o simétricas plantas
de maíz. Pero fueron maestros en la tejeduría, donde, en las formas
geométricas escalonadas, escaqueadas, cruzadas y sinuosas, domina
un sintonizado y armonioso colorido.

La caída

Este imperio, que parecía tan sólido, se desmoronó por sí mis­


mo. Su vasta extensión no correspondía a una verdadera unidad
interna.

I. Porras R. B arreneo HEA: Revista de Indias, 1942, n i. F. de SantilUn (juez de la


audiencia de Lima) Relaciones del oriten, descendencia, política y lO biersto de tos Incas.

129
£1 inca Huayna Cápac se enamoró de una reina quiteña, des­
pués de la conquista del Ecuador. Fuese por el magnífico país de
la «eterna primavera» al pie del Cotopaxi, o por pasión por la
bella Scyri Paccha, que le había dado su hijo predilecto Atahual-
pa, el anciano dejó a Cuzco en manos de sus hijos Huáscar, Man­
co y Paullu (estos dos últimos representarían un importante papel
con los conquistadores) y se dirigió a Q uito, para pasar el cre­
púsculo de su vida rodeado de un amor otoñal. Tras él quedaba
su importante obra como soldado y organizador, digna de com­
pararse con la del más grande de los de su estirpe.
Obrando contra el orden sagrado de dejar la regencia al heredero,
procuró que Huáscar, el hijo legítimo de pura sangre inca, fuese
el Sapa-Inca y ostentase el cetro del imperio; y Atahualpa here­
daría el país de su madre bajo la línea divisoria del cielo.
Cuando, en 1526 ó 1527, falleció Huayna Cápac, sus funerales
constituyeron una arrolladora orgía de muerte. Más de mil perso­
nas (según Cieza, cuatro mil) entre mujeres y sirvientes del so­
berano fallecido, fueron sacrificados o se suicidaron, con lo que
se anunciaba al cielo y a la naturaleza aquel óbito. La nación pasó
por un gran dolor como si fuese a extinguirse la estirpe. Pudo ser
que los ulteriores y sangrientos sucesos, los cuales no tardarían
en conmover a todo el Tahuantinsuyu, reflejasen desfigurados los
informes.
La muerte sorprendió al último Inca en territorio de Atahual­
pa; esta circunstancia debía determinar los posteriores aconteci­
mientos. Atahualpa, que contaba a la sazón treinta años y tenía
gran energía política y militar, tomó el mando de las tropas fron­
terizas que estaban mandadas por Chalicuchima y Quizquiz, dos
eminentes, hábiles y enérgicos militares. Le comunicó a su herma­
nastro la muerte del anciano Inca y, al tiempo que le pedía jurase
fidelidad, le exigió la cesión del reino del Ecuador.
Mientras, en el templo del Sol, en Cuzco, y según ritos ha­
bituales, Huáscar estaba ante los «malquis» de incas y de coyas y
recibía de manos del villac umu el llauto con la mascapaycha de
oro que lo investían como Sapa-Inca. Consciente de su indivisible
soberanía, rechazó la petición de su hermanastro, le demandó im­
periosamente que jurase fidelidad a la capital y le prometió trans­
ferirle un proporcionado dominio; pero no la región fronteriza con
Quito. Esto fue un prudente arreglo político, para evitar distur­
bios.
No obstante, la tirantez derivó rápidamente hacia una guerra
civil de inaudita crueldad, que condujo al casi total extermino de
la casta de los de Cuzco.
Atahualpa se aconsejó con sus generales y decidió tomar la de­
lantera al Inca de Cuzco. La feliz circunstancia de poder contar
con los ejércitos dispuestos en la frontera tentaba a tomar una de*

130
terminación. Atahualpa marchó hacia el sur; pero, en Tomebamba,
región cañari, se encontró inesperadamente con un fuerte contin­
gente de tropas de la capital al mando del príncipe Atoe, herma­
nastro suyo, que estaban reforzadas por guerreros cañaris. Tras una
encarnizada batalla, que ocasionó grandes pérdidas a los dos ban­
dos, las unidades quiteñas fueron vencidas y Atahualpa hecho
prisionero en el puente de Tomebamba.
¡Triunfal victoria para la legítima dinastía! Pareció que la dispu­
ta había quedado decidida. Mientras se encerraba a los valiosos
trisioneros en un tambo, los vencedores se entregaron — como
[uego nos describe Pedro Pizarra— a una fiesta tal, que, entre la
chicha ingerida y la danza con las mujeres vivanderas del convoy,
terminó en un agotamiento general.
Pero Atahualpa no había perdido las esperanzas; aquello le hizo
reflexionar acerca de su situación en Cajamarca. Valiéndose de
una alzaprima de bronce, que le facilitó ocultamente una de sus
mujeres, abrió un boquete en la pared y huyó a Quito; allí, dijo
ue su padre se había presentado en forma de serpiente, überán-
3 olo del cautiverio. Consiguió reclutar un nuevo ejército, con el
ue se lanzó sobre las tropas cuzqueñas y las aniquiló en Amboto.
S . partir de aquí, empezó su venganza. A su hermanastro Atoe,
que cayó vivo en sus manos, hizo que le clavasen estacas en el
cuerpo y mandó hacer de su cráneo un vaso guarnecido de oro
para beber. Descargó ferozmente su cólera sobre los cañaris, las
mujeres de los cuales fueron a su encuentro con ramas verdes, ju­
rándole sumisión e implorándole misericordia; sin embargo, hizo
dar muerte a miles de esposos e hijos, cuyos corazones fueron es­
parcidos por los campos, «pues — según él— quería ver qué clase
de fruto daban los corazones traidores».
En Tomebamba recibió Atahualpa la mascapaycha y el jura­
mento de fidelidad del soberano al cantón. En aquel estado de
cosas, el imperio estaba bajo las discordias de los dos hermanos
reinantes, y cada uno de los bandos consideraba traidor al otro.
Durante las luchas en la región de los cañaris cayeron dieciséis
mil hombres entre los dos bandos. Diez años más tarde, cuando
los españoles se dirigieron a Quito, vieron todavía los esqueletos
de aquellos vencidos que no habían sido enterrados.
La victoria parecía inclinarse al usurpador; pero Cuzco queda­
ba todavía muy lejos. Huáscar reunió otro ejército. La mayor par­
te del imperio permanecía fiel al heredero legítimo. Por ello, to­
davía no se perfilaba el desenlace; pero sucedió lo inesperado.
Atahualpa envió sus caudillos al frente de una fuerte vanguardia
contra sus rivales. Huáscar cayó prisionero de aquellos destaca­
mentos, tras haberse alejado del grueso de sus fuerzas para dar
tina batida de caza.
El Inca de Cuzco estaba prisionero de su enemigo; con ello,

131
quedaba resuelto el conflicto. Pues el Inca suponía todo el terri­
torio con sus súbditos.
¿De qué habría servido que las fuerzas hubieran contratacado
y copado a los quiteños, aunque fuesen treinta veces superiores en
número?
Chalicuchima le dijo a su prisionero que pagaría con la cabeza
si alguno de sus soldados intentaba fugarse; era un hombre capaz
de eso y mucho más. Luego le exigió que ordenase venir varios de
sus personajes, para llevar a cabo negociaciones. Como era una
orden del Inca, se presentaron. Chalicuchima los hizo prisioneros
y mandó decapitar a los más destacados en presencia de Huáscar.
Después, les dijo a los supervivientes:
—Asimismo os sentenciará Atahualpa, si no disolvéis y licen­
ciáis vuestro ejército...
Con aquella estratagema se desmoronó la resistencia del pode­
roso ejército cuzqueño. El Inca prisionero quedó en poder de Cha-
licuchima. Su camarada de armas Quizquiz se dirigió sin obstáculo
alguno hacia la capital andina, para hacerse cargo del poder y de
la justicia en nombre de su soberano.
Sangrientos castigos recayeron sobre la augusta casta de Cuz­
co, con el fin de quebrar la lealtad al legitimo soberano. El odio
que Atahualpa les tenía a los ayllus era ilimitado, pues los miraba
con humillante desprecio. Envió un verdugo a Cuzco en la perso­
na de su primo Cuxi Yupanqui. Atahualpa era Inca, y su legitimi­
dad quedaba testificada por sus victoriosas armas. No debía que­
dar ni uno de la soberbia dinastía de los hijos del Sol, para que
no le disputasen su derecho al trono.
Garcilaso el Inca, cuya madre perteneció a una de las familias
afectadas, nos describe la bárbara matanza cometida por los qui­
teños entre los miembros de la antigua nobleza cuzqueña. Huáscar
tuvo que presenciar cómo les abrían el vientre a sus mujeres para
sacarles el hijo que llevaban en sus entrañas.
— ¡Oh Pachayachachic! — exclamó Huáscar—. ¡Guía del mundo,
por poco tiempo me has dado la vida y has sido misericordioso
conmigo! ¡Haz que a aquel que me hace esto le pase lo mismo que
a mí y vea lo que estoy viendo...!
Y los que tenían su tronco en Cuzco imploraban:
— ¡Oh Viracocha Pachayachachic, guía del mundo, envía del cielo
ayuda para el cautivo H ijo del Sol!
«Pocas mujeres pudieron escapar de aquella degollina —escribe
Garcilaso— , fuese porque no tenían hijos, o porque, dada su
belleza, serían entregadas a Atahualpa.»
Entre los que eludieron la venganza de Atahualpa estaban Manco
y Paullu, hermanos del Inca, que se encontraban dirigiendo ex­
pediciones militares en el mediodía de Charcas cuando aquellos
acontecimientos.

132
Pero la prosperidad del linaje de Cuzco iba desangrándose rá­
pidamente.
Atahualpa recibió la noticia del total triunfo de su causa en las
termas de Pultamarca, por arriba de Cajamarca, donde tenía in­
tención de esperar junto al grueso de sus fuerzas el ulterior desa­
rrollo de los acontecimientos, es decir, a medio camino entre las
dos capitales y cerca de la costa, de donde hacía unos meses lle­
gaban inquietantes noticias.
Unos hombres, blancos y barbudos, y con resplandeciente ves­
timenta, habían desembarcado en Tumbes. Noticias contradicto­
rias afirmaban que dichos hombres avanzaban a lo largo de la
costa. ¿Serían mensajeros de Viracocha?
Con gran satisfacción por su victoria, creía Atahualpa en el po­
sible regreso de Viracocha como coronación de su dicha. No obs­
tante, ordenó que se vigilasen los movimientos de los blancos.
Esperaba el encuentro con su rival prisionero, y aguardaba los
asuntos venideros en un lugar tranquilo y seguro. Nada parecía
poder causarle inquietud.
Dejemos el acantonamiento de las milicias de Atahualpa en las
termas próximas a Cajamarca, y volvamos a ocuparnos del reducido
destacamento que ya está en camino para ir a su encuentro.
8
LA CONQUISTA

El ciego sol se estrella


en las duras aristas de las armas;
llena de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga.

M anuel M a c h a d o : Romances del Cid.

La marcha hacia Cajamarca

...Unos, valientes y acostumbrados a superar


grandes dificultades, no temían los peligros;
...otros, ocultando por vergüenza sus flaquezas,
hicieron, como se suele decir, de tripas corazón...

H errera : Déc. V, 1 . 1, c. 3.

Desde enero de 1531, Pizarra está en camino junto con su li­


mitado grupo de expedicionarios. La retaguardia de Panamá pa­
rece haberlos dejado a merced de la suerte. Diego de Almagro no
envía ni vituallas, ni hombres, ni caballos.
Entretanto, se había llegado a septiembre de 1532.
Pizarra está decidido a no demorar la marcha hacia la cordi­
llera. A la suerte no debe hacérsela esperar. Cada día que pasa,
aumenta el riesgo del éxito de la empresa. Los brunos pueblos del
Perú van familiarizándose con los blancos, empiezan a entrever en
ellos lo humano; de este modo, desaparece su aureola de distin­
tos, invencibles e inmortales, cuanto más la de divinos, como evi­
dencia del hecho de que el español que osa apartarse de los demás
no regresa. Los indios también se han acostumbrado a los caba­
llos. Quedan atrás los tiempos en que, al ver apearse un jinete,
huían despavoridos porque les parecía siniestra la división de un
ser viviente en dos. Asimismo ha desaparecido el efecto psicológico
del trueno y relámpago producido por el disparo de un arcabuz,
cuando los indígenas se han dado cuenta de que no todas las ba­
las dan en el blanco, de que precisamente es la bala la que mata,
como lo hace una flecha o una piedra lanzada con honda, y no la
aterradora y endemoniada magia del arma de fuego.
Dadas las circunstancias, no se podía perder más tiempo.
El 24 de septiembre de 1532 sale Pizarra de San Miguel, situa­
do cerca del poblado indio de Tangarala, y emprende su histórica

135
expedición hacia las cordilleras, hacia el encuentro con la suerte;
una marcha de casi 400 kilómetros por desierto y terreno monta­
ñoso.
Los infantes y la impedimenta cruzan el río Piura en balsas de
güira, y los jinetes lo hacen a nado montados en sus caballerías.
Luego, siguieron días de marcha por el desierto, martirizados
por el calor, la sed y las tempestades de arena. En el valle del río
Motupe, apareció una tierra fértil y una población amistosa. Piza­
rra concedió a sus hombres un descanso de diez días, para que se
rehiciesen de las calamidades pasadas, y recuperasen tuerzas para
las venideras en la ascensión a la sierra. Improvisaron una herre­
ría para reparar las armas y las guarniciones de las caballerías.
Se pensaba formar una compañía de arqueros, compuesta de vein­
te hombres con su capitán.
Pizarra echó una ojeada a sus unidades y contó, aparte de
Francisco de Jerez, ciento diez infantes y sesenta y siete jinetes,
media docena de arcabuces y dos culebrinas.
Mientras se hacían aquellos preparativos, iba ampliándose para
Pizarra la red de noticias, la cual confirmaba los anteriores infor­
mes en cuanto al número de fuerzas militares incaicas. En el cam­
pamento, el estado de ánimo de los expedicionarios vacilaba de un
modo peligroso, ante lo que Pizarra reaccionó con su peculiar
modo de ser. En aquella arriesgada empresa necesitaba hombres
de buena voluntad y que estuviesen dispuestos a todo. Como ha­
cía poco que había recibido una carta de San Miguel, en la que
Navarro manifestaba preocupación por la vulnerabilidad de la co­
lonia, les dijo a sus hombres que quienes vacilasen podían regre­
sar sin temor ni vergüenza a San Miguel; que no por ello dejaría
de asignarles tierras y nativos para que las trabajasen; que él, no
obstante, continuaría persiguiendo su fin con quienes quisieran se­
guirlo, fuesen pocos o muchos...
Cinco jinetes y cuatro infantes optaron por regresar a la colo­
nia, cuya población era de sesenta personas. Preferían la cómoda
existencia cerca de la costa a la precaria marcha hacia la inhos­
pitalaria cordillera, sin advertir que el destino de todos era indi­
visible. Carecían de barcos para poder zarpar o huir, caso de un
fuerte ataque de las milicias de los montañeses. Cortés había hecho
destruir sus barcos en la costa de Méjico. Debido a la escasez
de medios, Pizarra y su hueste ya habían decidido respecto a la
retirada o la huida, tras haber andado por el camino entre la ruina
y la gloria.
Tanteando el terre»v paso a paso, la tropa llegó a las estriba­
ciones de la cordillera. Él paraje era más fresco y saludable. En
la localidad de Pabor, situada en los valles cálidos, buscaron al
cacique, a quien conocían de San Miguel. El territorio bajo su ju­
risdicción había soportado enormes gravámenes de guerra durante

136
el reinado de Huayna Cápac. De las heridas, aún sin cicatrizar, se
nutría un latente odio contra todo lo que descendía de las cordi­
lleras; ello le inclinaba a confiarles su sed de venganza a los ex­
tranjeros. Desde la primera vez que trabó amistad con ellos, se
había acreditado como circunspecto y seguro aliado, por quien Pi­
zarra se podía informar del camino hacia Cajamarca, de las re­
giones importantes y de la conducta de sus habitantes. Al oír que,
a dos días de camino de Caxas, que ya De Soto había descubier­
to en su audaz y aislado avance, se encontraban unos destaca­
mentos de Atahualpa, envió al mando de De Soto una sección de
caballería para explorar circunstancialmente y, caso de confirmarse
la noticia, hacer todo lo posible para concertar un acuerdo amistoso
con las huestes incaicas.
Transcurridos cinco días llegó de Caxas un mensajero; ocho
días después, regresó De Soto. Dijeron que, luego de haber explo­
rado el terreno, habían entrado en Caxas; allí no encontraron nin­
gún guerrero incaico; pero sí vestigios de haber existido un impor­
tante acantonamiento de trapas. Se habían puesto en contacto
con un alto funcionario de la administración, que les había dado
información de Cajamarca y de Cuzco, esta última muy impre­
sionante. Como de costumbre, el informador, complaciente, había
recargado las tintas en su descripción, diciendo que era necesario
cabalgar todo un día para recorrer las murallas de la dudad; que
el palacio del soberano medía cuatro tiros de flecha de largo;
uue allí existía un aposento con el suelo de plata y las paredes
de oro y plata, donde se guardaban los restos del antiguo sobera­
no. Dicho indio nunca había estado en Cuzco; se limitaba a repe­
tir el mito que salía de la capital del imperio e iba ponderándose
con la distanda.
Políticamente era importante saber que el país había estado
de parte de Cuzco en la disputa por el trono, hasta que la áurea
hacha de lucha resplandedó en las montañas. Se quejaban amar­
gamente de los gravosos tributos en especie y de las prestaciones
personales de hijos para la milida y de hijas para los nuevos se­
ñores.
Al entrar en la dudad, los jinetes de De Soto se encontraron
con una macabra visión: tres homhres y una joven pendían cabe­
za abajo de las ramas de un árbol. Supieron que uno de los hom­
bres había sobornado a los otros dos para poder entrar en una
casa de mujeres del Inca, edificio de redos muros en el que es­
taba encerrada su amada. Tales hechos eran considerados grave
delito contra el soberano en el estado inca. Según el código Penal,
los delincuentes debían permanecer colgados por los pies «hasta
que muriesen».
Con mayor atención debió de escuchar Pizarra el informe que
l)c Soto le hizo de su visita a Guacabamba; su escuadrón llegó a

137
dicha localidad por un camino construido por los incas. Las des­
cripciones de estos «caminos reales» son, mayormente, exageradas-
como todas las historias de aquel imperio. No debe olvidarse que
en un país donde no se usó la rueda, no eran necesarios caminos
sólidos, cuanto más que muchos de ellos discurrían por terrenos,
pantanosos y no eran sino una simple explanación y trazado. En
los parajes desérticos, estaban protegidos por muros y jalonados
por arbolados y acequias. La construcción de caminos pertenecía,
a la servidumbre de los parias, partiendo de la enseñanza política
de que un pueblo fatigado es un pueblo sumiso.
Este discutible tramo de camino fue descrito más tarde por
Cieza, con admiración: «Este camino es tan ancho, que pueden an­
dar desahogadamente seis caballos uno junto al o tro ... A su lado
hay una acequia revestida de piedra, la cual debe de alimentarse
de otros lugares. En ella beben todos los que transitan por él. A
trechos de un día de camino, se encuentra un edificio a modo de
posada, donde el caminante encuentra albergue»1.
Admirados, los exploradores habían observado dos tambos re­
pletos de ropas y de vituallas, entre las que se encontraron unos
frutos «a modo de turmas de la tierra»; así describe el cronista
las primeras patatas que vio. La impresión general fue que «aquel
pueblo vivía con comedimiento y buen orden».

Emisario y espía

En Zarán, un emisario de Atahualpa entró en el puesto de


mando del capitán De Soto a quien entregó unos presentes de su
señor. ¡Curiosos presentes! Eran dos cántaros de piedra a modo
de calabaza, de los que se encuentran ejemplares en las coleccio­
nes pertenecientes al período del antiguo Perú, y ánsares pelados
y asados. ¿Se trataba de una simbólica advertencia, acaso? Pizarrqj
pareció creerlo así, pues ello correspondía a la mentalidad de Ata­
hualpa. Comentando sobre dichos ánsares, Diego de Trujillo dice:
«Al preguntarle qué significaban los patos asados, contestó que
Atahualpa haría lo mismo con nosotros, si no le devolvíamos lo
que habíamos cogido de su país».
El emisario despertó gran curiosidad, y Pizarra no intentó di­
simularlo. La necesidad escudriñadora del orejón le hizo llegar al
extremo de cogerle la barba a uno, para ver si era postiza, lo cual
ocasionó que le propinaran una soberana bofetada; pues desde la

1. Caluncha cuenta cómo a su pregunta sobre el sentido de los dos caminos que
discurrían paralelamente, le fue contestado: «Cada sexo tenía su camino propio; el mis
ancho era para los hombres; el estrecho para las mujeres. Así caminaban unos al lado de
otros según la voluntad del Inca, su amo y señor.»

138
época árabe en España, los soldados españoles consideraban intan­
gible su barba.
El mensajero examinó con los dedos el filo de las espadas y
las bridas de los caballos. El informe que luego hizo a su señor no
fue halagüeño para los españoles: «Se trata de una hueste de
salvajes, algunos de los cuales iban montados en moruecos como
los que se criaban en la región de los collas; eran unos ladrones y
unos mal engendrados. Por lo que el Inca debía preparar la cuerda
necesaria para atarlos, porque se escabullirían en cuanto viesen
las poderosas milicias incaicas...».
Pizarra obsequió al orejón con camisas españolas y otros va­
liosos objetos de procedencia india, y le dijo que comunicase al Inca
que tenía el propósito de marchar hacia Cajamarca, con el fin de
ofrecerle sus respetos.
En penosas marchas por montañas- y valles, avanzaba Pizarra
hacia su objetivo. Después de tres días de camino, llegaron a un
valle, muy fértil y poblado. Posteriormente, escribe Cieza acerca
de los habitantes de aquella región: «Los montañeses, que fuimos
conociendo desde la fundación de San M iguel..., son un pueblo
sucio. Comen la carne y el pescado crudos. Asimismo están sucios
sus templos. (¿De qué otro modo puede calificar los sacrificade­
ros?) En ellos sacrifican lo mejor que tienen. Cada mes ofrendan
vidas humanas, incluso lo hacen a gusto si se trata de sus propios
hijos. Con la sangre de las víctimas embadurnan sus (dolos y la
entrada del templo... Y lo curioso del caso es que los indios
destinados al sacrificio van de buena gana a la muerte, y lo hacen
hcbiendo, riendo, cantando y bailando hasta que son decapitados...1.
Cuanto más iban adentrándose en la cordillera tanto más pa­
tente se manifestaba la presencia del Inca. Atemorizados, los in­
dios eludían contestar a las preguntas que se les hacían, y apenas
osaban pronunciar el nombre de su soberano. Al fin, decidió Pi­
zarra interpelar a un cabecilla de allí por medio del tormento. Se
empleaba el miedo contra el miedo; mal procedimiento para sa­
ber la verdad. Supo que las milicias de Atahualpa esperaban a los
blancos en tres sitios: al pie de las montañas de Cajamarca, en lo
alto de sus picos, y en la misma población.
Al término de los acontecimientos, esta aserción ni quedaba
confirmada ni desmentida. Pues las milicias de Atahualpa no les
salieron al paso, ni les impidieron la subida a la cordillera. Por
otro lado, los espías los seguían atentamente, y una ulterior orden
del Inca a su cabecilla Rumi-Ñahui para que capturase a los es­
pañoles en su esperada marcha hacia las montañas de Cajamarca,
era una prueba elocuente de ello. Las muestras de pacifismo que
1. Oviedo complete cito con las siguiente» palabras: «En aquellas regiones de los
yungas, eran sacrificados jóvenes y muchachas. Les quitaban la piel, que luego rellenaban
■Ir paia y la colgaban con los brazos extendidos en el templo.»

139
daba el Inca quedaban contrapesadas por alguna que otra escara­
muza con grupos aislados, las cuales no suponían ningún riesgo,
pues cada legua de camino por la sierra alta hacía más estéril la
situación de los españoles. Acabarían perdiéndose en desconocidos
valles como venado en la red. A los indios les gustaba el chacu
(las grandes batidas), y eran maestros en él.
Más adelante, el cacique del lugar, partidario de Huáscar, les
comunicó que Atahualpa tenía concentrados cincuenta mil hom­
bres en los alrededores de Cajamarca. El español desconfiaba de
la aritmética de los indios; pero tuvo que convencerse de que en
Perú se sabía contar perfectamente del uno al diez, del diez al cien
y del cien al mil, y multiplicar estos números. (Aunque parecía
distinta su imaginación respecto a cantidades y magnitudes.)
Dicho cacique era el señor del valle y se había escondido por
temor cuando la invasión de Atahualpa. Como represalia a su
fuga, los quiteños habían dado muerte a todos sus guerreros, y se
habían llevado seiscientos jóvenes y doncellas para el ejército.
Tales noticias despertaban discordantes sensaciones entre los
expedicionarios. Y su jefe tuvo que meditar de nuevo acerca de
sus planes.
Si se hacía caso de cualquier noticia, se podía creer que emi­
sarios de Huáscar ya habían estado en Zarán, para entrevistarse,
con los españoles y sondearlos con el fin de ganarlos para su
causa.
La importante victoria del contrapretendiente de Quito le ha­
bía restado valor a la tan anhelada y favorable posibilidad de me­
diar entre los dos soberanos. Atahualpa se había convertido en
indiscutible regente, mientras Pizarra avanzaba por las estribaciones
de la cordillera; no necesitaba ninguna ayuda, ni podía ofrecér­
sela a Huáscar, pues era demasiado tarde para hacerlo.
La guerra fratricida, que al comienzo parecía una dádiva del
G elo, amenazaba con volverse un peligro mortal, por la concen­
tración de fuerzas militares, con las que los españoles no habrían
tenido necesidad de enfrentarse en condiciones normales.

Bajo la sombra del Inca

Francisco Pizarra aumentó su prudencia e hizo uso de la ex­


periencia de varios años, relativa a la psicología de los indios. El
desenlace no podía ser resuelto sólo por las armas. Antes de su­
bir por los desfiladeros, les dio un descanso de unos días a sus
hombres.
Durante aquel alto en el camino, sostuvo vivas conversaciones
con sus seguidores indios, y le propuso a uno de ellos, curaca del

140
litoral, hombre muy confiado en sí mismo y enemigo jurado de los
montañeses, que fuese de espía a Cajamarca.
El curaca se negó rotundamente, porque estimaba su pellejo
y estaba seguro de perderlo si descubrían que era un espía. En
casos así, se empleaba la antigua costumbre de desollar vivo al
prisionero, y de hacer de su piel los parches de un tambor mágico,
adornado con la cabeza de la víctima. El cauto curaca se permitió
hacer una contraproposición, que suponía menos peligro y condu­
cta al mismo fin:
—Quiero ir a Cajamarca; pero como emisario tuyo. De este
modo, podré ver de cuánta gente dispone el Inca y saber cuáles
son sus planes.
Pizarra convino con lo dicho por el otro y le dio, para que lle­
vase un considerable presente, copas venecianas y finas camisas de
lino y otras prendas de vestir. El Inca se quedó maravillado de la
belleza de las copas, y preguntó si las usaban sólo los reyes. Cuan­
do oyó que también podían ser adquiridas por gente que no fue­
se de la realeza, las dejó con un gesto despectivo. El emisario de­
bía exponerle a Atahualpa que los españoles trataban pacíficamen­
te a los pacíficos y belicosamente a los belicosos. Le podía asegu­
rar al Inca que Pizarra iría a su encuentro como amigo y herma­
no, sí lo deseaba, y que estaba dispuesto a unirse a su causa.
De entre los que lo acompañaban, el curaca debía mandar de
vez en cuando un mensajero con noticias. Con estas instrucciones
los indígenas yungas se pusieron en camino.
La tropa exploraba lentamente el terreno, y lo hacía procurando
el contacto con la población. No se sabía cómo finalizaría la em­
presa.
A los tres días llegaron a una encrucijada donde se cruzaba el
camino que venía de la costa con el que iba de Q uito por Chincha
a Cuzco. Este último conducía a una fértil y tranquila región. In­
cluso había tramos sombreados por árboles que lo jalonaban,
wra cuyo regadío discurría una acequia paralela a ellos. Todavía
Ítoy se ven restos de estas acequias y de algunos tramos de muro
de protección contra las arenas movedizas.
En aquel último cambio de vías, seducía fuertemente la inevita­
ble opción por el camino que más risueño se ofrecía. Parte de la
tropa se inclinaba a ello.
En esta encrucijada del destino, Pizarra les habló con su parco
discurso a sus hombres:
—Marchamos bajo la atenta mirada de los espías, que comu­
nican cada paso que damos a su cuartel general, donde se forman
una idea de nosotros. Hemos notificado que nos dirigimos a Caja-
marca. Cualquier desviación en nuestro objetivo sería interpretado
allí como temor por parte nuestra... El único camino seguro es el
que nos lleve derechos al campamento de los incas... Cada uno

141
debe cobrar ánimo y hacer lo que de él espera su comandante.
¡No prestéis atención únicamente al número de adversarios! Pen­
sad también que el Señor os ayudará a conducir nuestro adversa­
rio por el camino de la religión cristiana. Algo así nos ha sucedido
en empresas anteriores. ¡Cuántas veces hemos sido salvados como
por milagro de situaciones peligrosísimas! Esta vez no puede suce­
der de otro modo, porque tenemos el buen deseo de hacerles cono­
cer la verdad a esos paganos, sin causarles daño alguno, salvo que
intenten atacarnos...
Los soldados se rindieron obedientes a estas palabras. Pizarra
podía elegir el camino que le pareciese mejor. Lo seguirían a donde
los condujese y podría ver cuál de ellos era un cobarde cuando
llegase el momento.
Al día siguiente, se detuvieron antes de subir la sierra de Caja-
marca. Pizarra concedió a sus soldados otro alto en el camino,
mientras deliberaba con sus oficiales sobre las últimas disposi­
ciones.
Tenía el propósito de subir por los valles, estrechos como caña­
das, con sesenta jinetes y cuarenta de sus mejores infantes en
formación de combate. El resto de la tropa quedaría con el tren
de aprovisionamiento al mando de De Soto, esperando órdenes de
la vanguardia, a la que deberían seguir con mucha prudencia.
Con ello, comenzaba la verdadera ascensión, si se la quiere
llamar así en el doble sentido de la palabra; era tan abrupta, que
los jinetes tuvieron que echar pie a tierra y llevar cogidas sus
caballerías de la brida. En algunos sitios, los pasos eran tan estre­
chos que, según palabras del expedicionario Francisco de Jerez,
«con pocos españoles se habría podido detener a todo un ejército».
Pero Pizarra escribe acerca de aquel recuerdo estrcmecedor: «Para
desdicha suya, Atahualpa se tranquilizó por los informes que le
daban los espías sobre el escaso número de nuestras fuerzas. Bas­
taba un tercio de sus fuerzas para derrotar a los españoles en
aquellos desfiladeros, y los pocos que posiblemente hubieran podido0
escapar, habrían encontrado la muerte en su huida por la llanura.
Pero Dios había dispuesto que nosotros, cristianos, llegásemos a
aquella tierra...»
A eso del mediodía llegaron a una altiplanicie, en un morro de
la cual surgía un pucará; allí, la expedición hizo un alto en el
camino. En aquel paraje se hacía sentir el clima de altara. Do
la tórrida región de los valles cálidos, habían pasado al frío de las
tierras altas, donde el calor se turnaba súbitamente con el frío
de la sombra y de la noche. Aquellos bruscos cambios de tempe­
ratura afectaban principalmente a los caballos; cubiertos de sudor,
quedaban expuestos al frío viento y empezaban a sufrir resfriados.
Una gran región se alzaba ante su camino. Bajo el cielo azul
turquí de levante, se extendían tierras nevadas y cumbres glacia-

142
les, encendidas por el sol de los trópicos. El paraje aparecía yer­
mo: jaras, aulagas y árboles desgajados por el tiempo. Acá y acullá
se veía algún que otro arroyuelo, en cuyas orillas verdeaba la vege­
tación. En las copas de aquellos estériles árboles posaban oscuras
bandadas de hambrientos buitres y se cernían acechando la presa.
De vez en cuando se veían manadas de pacientes llamas y de lanu­
das alpacas. Por el cristalino aire, que apagaba el ruido del andar
de los caminantes, y seguido de veloces halcones, veía deslizarse
algún que otro cóndor, símbolo de los incas, como lo eran el puma
y la serpiente.
Al atardecer de aquel mismo día llegaron a otro pucará, grande
como un castillo español; su sillería estaba canteada de suerte que
los canteros españoles no la hubiesen mejorado. En el poblado
encontraron sólo algunos ancianos y mujeres; se supo que unos
días antes el Inca había estado en aquel paraje. Se desconocían
sus propósitos; pero se decía que quería recibir pacíficamente a
los extranjeros.
Poco antes de ponerse el sol llegó el tan esperado avisador de
la embajada que Pizarra había enviado a Atahualpa. Dijo que su
señor lo había mandado venir, después de haber sido recibidos
por una legación del Inca; que éste los recibiría más tarde, y que
no habían encontrado ningún campamento militar en todo el re­
corrido.
A la mañana siguiente, los expedicionarios continuaron la mar­
cha hasta el puerto de la sierra y montaron sus tiendas de cam­
paña cerca de un nacimiento de aguas. Al débil amor de la lumbre
intentaban mitigar el frío penetrante. «En las tierras de la meseta
castellana no hace tanto frío como en esta desnuda región mon­
tuosa, donde apenas si crecen las aulagas. Sólo existen árboles
desmedrados, y el agua es tan fría, que no se puede beber sin
antes calentarla», anota Francisco de Jerez.
Tras haber acampado, llegó la retaguardia; poco después lle­
gaba una embajada de Atahualpa, anunciando que el objeto de su
visita era precisar la llegada de los extranjeros, con el fin de pro­
curarles vituallas. El caudillo comunicó que su soberano llevaba
cinco días esperando a los hombres blancos, y que disponía de
pocas fuerzas, porque el grueso de ellas habían sido enviadas a
(áizco. Luego hizo una exposición de la guerra fratricida, según
1« versión oficial del vencedor, por supuesto.
—Mi señor —continuó el emisario—, es hijo del difunto sobe­
rano de Cuzco, que ha gobernado estos territorios. Al morir dejó
a su hijo Atahualpa la gran provincia al norte de Tomebamba,
llamada Quito. Al hijo mayor le legó el resto del imperio y su
soberanía. No contento con ello, empezó esta guerra contra su
licrmano Atahualpa; éste le pidió pacíficamente que lo dejase en
poder del territorio heredado de su madre, enviando a tal fin una

143
embajada, la cual fue mal recibida; al caudillo de la misión, her­
mano de Atahualpa, se le dio muerte por orden de Huáscar. En­
tonces, Atahualpa marchó con sus poderosas huestes sobre To-
mebamba; como encontró resistencia, incendió la población y mató
a sus vecinos. Luego, dirigió sus tropas contra las de su hermanas­
tro, con lo que ha ido conquistando territorio y engrandeciendo su
poder. Hace unos dias que sus caudillos le comunicaron la derrota
total de las tropas de Cuzco, la conquista de la capital y captura
de su rival Huáscar, junto con un gran botín de oro y plata.
Ahora, llevan al prisionero camino de Cajamarca...
El contenido de esta información trataba de impresionar po­
niendo de manifiesto el poder del soberano quiteño. Pizarra escu­
chó atento, y respondió impasible:
—Me alegro de todo lo que acabas de decirme, y de la victoria
de tu señor. Su hermano, no conforme con lo que le pertenecía,
ha querido usurparle a tu señor el reino que su padre le ha dejado.
A los soberbios suele sucederles lo que al rey de Cuzco; no sólo no
alcanzan lo ajeno, sino que acaban perdiendo lo propio, y, al re­
mate, la vida.
En actitud grave y confiado de sí mismo, continuó diciendo:
—Creo en todo lo que me has dicho. Atahualpa es un gran sobe­
rano y un poderoso militar, según los informes que tengo. Pero
sábete que mi señor, emperador y rey de las tierras españolas, y
de todas las islas y continentes indios, tiene muchos soldados. Sus
capitanes han vencido y capturado a ejércitos mucho más numero-'
sos que los que hayan podido vencer Atahualpa, su hermano o su
padre. El Rey me ha enviado a esta tierra para hacer saber a sus
habitantes la existencia de Dios, al que es necesario obedecer. Con
los pocos hombres que me acompañan, he vencido a ejércitos ma­
yores que los que Atahualpa haya podido vencer. Pero si tu señor
desea mi amistad y me,recibe pacíficamente, como otros señores
han hecho, seré buen amigo suyo y le prestaré mi apoyo en su
contienda. Vengo de muy lejos, y en mi camino he descubierto
un nuevo m ar... Si quiere guerra, la tendrá, de la misma manera
que he guerreado contra la isla de Puná, contra Tumbes y contra
todos los que la han deseado. Pero no guerreo contra nadie ni le
causo daño si no lo desea...
Tras haberles traducido este discurso, los emisarios se queda­
ron suspensos, según anota el cronista, ante el hecho de que tan
pequeño número de españoles hubiese podido hacer cosas tan
grandes. Luego le pidieron permiso para comunicar a su soberano
todo cuanto habían oído, y para prepararles a su debido tiempo
provisiones a los extranjeros. Es dudoso que los enviados osa­
sen transmitirle fielmente el discurso del español al soberbio Ata­
hualpa.
La proximidad del acantonamiento de las tropas incaicas se

144
hada perceptible por numerosos encuentros y visitas. Al amanecer
del día siguiente, los españoles continuaron su camino hacia el
objetivo que perseguían. Anochecía cuando llegaron a un gran
poblado montañés, donde hicieron noche. Allí recibieron la visita
de un conoddo, el emisario y espía de Zarán que les había llevado
los ánsares asados. Esta vez vino con dieciséis llamas. Pizarra se
mostró contento por aquel encuentro, trató amistosamente al visi­
tante y procuró enterarse de dónde se encontraba el Inca. El
orejón dijo con aplomada elocuencia que se encontraba acompa­
ñado de numerosa servidumbre e invitaba a los españoles a beber
chicha de cinco cántaros de oro. Se mostró, además, dispuesto a
acompañar a los expedicionarios hasta Cajamarca, e hizo osten­
siva su satisfacción hasta que ocurrió un inddente: a los dos días,
regresó de la región yunga el curaca, a quien ya se había dado
por desapareado. Apenas advertir la presenda del enviado de Ata-
hualpa, se enfureció, se echó sobre él y tiró con fuerza de los
discos de oro de las orejas, hasta que intervino Pizarra.
El irritado curaca empezó a soltar un torrente de lamentadones:
— ¡Este emisario es un embustero! ¡Todo lo que dice es men­
tira! Cerca de Cajamarca hay concentrados numerosos guerreros...
Me habrían matado, si no los hubiera amenazado con que tú mata­
rías a sus emisarios. Ni una sola vez me han dado de comer. Tam­
poco han dejado que me acercase a Atahualpa, pretextando que
observaba el ayuno y no recibía a nadie. Luego ¿alió a recibirme
un caudillo pariente suyo, y me preguntó qué dase de gente eran
los cristianos, y qué armas tenían. Le contesté que eran unos hom­
bres muy valientes; que sus caballos corrían como el viento y
mataban a los hombres con los dientes y los cascos; que sus espa­
das partían de una cuchillada a los que mataban a los hombres
con flechas; que tenían armas que disparaban balas de fuego...
Pero el caudillo se echó a reír, y dijo que no sería tanto; que los
caballos no llevaban armas, y que serían muertos a lanzazos. Como
no pude hablar con el Inca, decidí regresar. ¡Tú mismo debes ver
si tengo razón o no! Recibes al emisario de Atahualpa, y lo invitas
a comer en tu mesa. En cambio, a mí no me han dado audiencia,
ni se han dignado darme de comer una sola vez. ¡Es una suerte
que haya escapado con vida...!
Era digna de atención la idea que se tenía de las armas espa­
ñolas y el poco miedo que infundían los caballos en el cuartel
general de Atahualpa. El servicio de espionaje incaico había infor­
mado detalladamente. Nadie creía en la superioridad de los extran­
jeros.
El enviado de Atahualpa, sorprendido momentáneamente por
aquel inesperado ataque, se recuperó en seguida, y dijo:
—Si Cajamarca está vacía, es porque se ha querido hacerles
sitio a los extranjeros. Si el Inca tiene sus milicias acantonadas,

145
es porque están haciendo prácticas desde que empezó la guerra.
— Y dirigiéndose con cierto desprecio al curaca— : Si no te han
dado audiencia, es porque el Inca guardaba el sagrado ayuno.
Cuando sucede así, nadie puede visitarlo; nadie ha osado notifi­
carle tu presencia. De lo contrario, te habría recibido y dado de
comer.
Pizarra escuchaba atentamente; luego dijo:
—Está bien; te creo porque tengo confianza en mi hermano
Atahualpa. Siento mucho que te hayan ofendido... — No dudaba
lo más mínimo de que el curaca de San Miguel había dicho la
verdad. Y su vigilancia se acrecentaba con la proximidad de las
huestes peruanas.
Sólo unas leguas los separaba del desenlace de aquella empresa.
Pizarra estableció un ritmo de marcha que le permitiera dos
días más tarde, a mediodía, llegar a Cajamarca. Al atardecer del
día siguiente, los españoles dispusieron su vivaque en una meseta
cubierta de vegetación. De nuevo llegó a ellos una columna de
provisiones de Pultamarca. ¿Era un acto de hospitalidad? ¿O se
trataba de un ardid del cazador que ceba la caza antes de echarle
las redes?
Sobre la oscura configuración de las montañas, que rodeaban la
meseta, brillaban algunas estrellas. Y en el horizonte destacaba
la Cruz del Sur cual consolador signo del cielo. Con el ocaso des­
apareció el último aliento de calor diurno. Frío y ocioso, alentaba
el aire puro de la meseta. No se veía luz alguna. Reinaba la oscu­
ridad total. Sabían que d en pares de ojos los estaban observando
ocultos en la álgida noche de los trópicos; tal vez lo hidesen de
detrás de los peñascos que los rodeaban. Fatigados, los caballos
piafaban, resoplaban y, de vez en cuando, relinchaban en el fresco
y seco aire de la noche.
La quietud invitaba a echar un párrafo; mas todos guardaban
silendo. El frío se metía en la sangre y helaba el corazón. Frío el
cuerpo y desocupada la cabeza de pensamientos, oficiales y soldar
dos estaban acostados en el silendo nocturno; era un sueño pro­
fundo y desasosegado a un tiempo.
Con la misma prontitud que había llegado la noche, llegó el sol
a las seis de la mañana, borró las sombras nocturnas de los picos,
y dejó caer, cual el redoblar de un tambor, su clara luz sobre el
campamento que ya estaba despierto.
Temprano, se puso Pizarra en marcha. No era necesario dar
orden alguna. Cada uno obedecía una orden del momento. En gru­
pos dispersos iban subiendo las últimas devaciones. A una legua
de la dudad, la vanguardia al mando del jefe de la expedición se
detuvo para esperar que la retaguardia se uniese a ella. Luego
dispuso sus fuerzas en orden de combate, dividida la caballería en
tres secciones. La primera la mandaba Pizarra, y las otras dos, De

146
Soto y su hermano Hernando, respectivamente. Al mismo tiempo
envió una legación de indios a Atahualpa, para anunciar su llegada
y pedir que fuese recibido en el límite de la ciudad.
Aquella medida fue innecesaria, porque cada hora el Inca era
informado del movimiento de los españoles y, por otro lado, no
pensaba satisfacer la petición de los mismos.
Era más de mediodía, y el sol empezaba a declinar en las leja­
nas montañas de poniente, cuando los expedicionarios alcanzaron
la cumbre y abajo se ofrecieron a su vista los edificios y las plazas
de Cajamarca, y el extenso valle de cultivos y numerosos rebaños
de llamas. Pero lo que más avivó su atención fue la deslumbrante
blancura, al reflejo del sol, de las hileras de tiendas de tela de
algodón de las milicias incaicas, dispuestas en la ladera meridional
y a una legua de la población.
Eran las tres de la tarde, la hora del rosario, como anotó Fran­
cisco de Jerez, del 15 de noviembre de 1532, cuando entraban lenta
v solemnemente, y con el corazón alterado por la preocupación y
la esperanza, en la plaza principal de Cajamarca.
Cajamarca apareció vacía y desolada; sólo se veían algunas asus­
tadizas mujeres por sus calles. Cajamarca produjo la sensación de
una ciudad muerta, de un escenario vacío y dispuesto para una
obra cuyo contenido era desconocido por todos los que debían
intervenir en su representación.

La ciudad de Cajamarca

Cuando, después de dias de marcha, llegamos al


punto culminante de aquella región, no nos faltó
el miedo...
P edro P izarro

Cajamarca, entonces pequeña dudad de unos dos mil habitan­


tes, según estiman los cronistas, estaba situada en la ladera de un
extenso valle rodeado de montañas y atravesado por dos ríos. El
centro de la pobladón lo constituía la plaza prinripal, con dos
accesos a modo de portales, en la que al día siguiente se desarro­
llarían emotivas escenas. Los edificios que la enmarcaban eran de
planta baja y estaban fabricados de imponentes muros de adobes
y tan espaciosos que en uno solo pudieron alojarse cómodamente
los componentes del destacamento expedicionario; su interior lo
formaba un patio con una fuente alimentada por conducciones
construidas en piedra. En la parte frontal de la plaza sobresalía
un torreón, a cuya plataforma conducía una escalera de piedra
canteada, y otra de igual modo en la parte posterior llegaba hasta

147
una puerta falsa en la roca, construida seguramente por razones
de simetría. Fuera del distrito habitado, y rodeado de recios muros
y de árboles, surgía el espacioso edificio del templo del Sol, como
en todas las importantes poblaciones sometidas a los incas; evi­
dentemente, no sería nada extraordinario, pues los cronistas ape­
nas si los mencionan en sus escritos. En cambio, también existía
la institución de las mamacomas que, en provincias, como sabemos,
se dedicaban más a la tejeduría incaica que al servicio de los tem­
plos. De estas casas se abastecían de tejidos y de hilos todos los
almacenes del imperio. El Inca disponía de estas mujeres ancianas,
y las ofrecía como presente a personalidades destacadas o a cu­
racas.
Cajamarca fue sometida durante el reinado del Inca Tu pac
Yupanqui. Aún perduraba el espíritu de independencia de otrora.
El gobierno de Cuzco había avecindado grupos de mitimacos en
aquellas regiones, lo cual había creado en la población del valle
una discrepante idiosincrasia, que se reflejaba en su conducta con
los extranjeros. Aquella gente era más tratable y espiritualmente
abierta que las tribus con que se hablan encontrado hasta enton­
ces; asimismo era más aseada en el vestir y limpia en la prepa­
ración de los alimentos.
Pizarra no tardó en encontrar amigos seguros entre ella.
Sin duda, apremiaban de momento al capitán español la preo­
cupación por la pura existencia y los preparativos de aquel lance,
cargado de imprevistas contingencias.
La primera Inquietud fue que el Inca no daba muestras de su
presencia. La ciudad, con su gran plaza, estaba sumergida en una
quietud sepulcral. Algunas mujeres pasaban apresuradas y pare­
cían mirar a los extranjeros como si fuesen visiones de ultra­
tumba.
Poco después, se personó un suboficial del acantonamiento in­
caico de Pultamarca y les dio a entender a los españoles que
podían permanecer en el edificio que habían ocupado; pero en
ningún caso en la torre de los ídolos (como la llamaban los cro­
nistas), pues estaba destinada para oficios religiosos.
Sin aquella advertencia, Pizarra ya había dado las órdenes
oportunas para la seguridad del momento y para el posible resul­
tado de una acción, más imaginada que planeada.

En el campamento de Atahualpa

¿Qué sucedió entretanto en las termas de Plutamarca? ¿Qué deli­


beraciones reinaban en el consejo militar del Inca?
Todos los informes nos presentan a Atahualpa con una perso-

148
nalidad importante, enérgica, cauta y, sobre todo, extraordinaria.
En la lucha contra su hermano dio muestras de ser un astuto,
circunspecto y valeroso caudillo. Vino observando exacta y conti­
nuamente a los extranjeros desde su desembarco en Tumbes, y
puede que desde el de Coaque. No daban un paso que no fuese
observado por la atenta mirada de sus hombres.
Por otro lado, existen muchos indicios de que el Inca no aca­
baba de formarse un juicio preciso de los extranjeros. Por eso
vacilaba entre la enemistad y la hospitalidad, la desconfianza y la
atención. Debió de ver en ellos los emisarios de un poderoso sobe­
rano, pues lo sorprendente de sus «gigantescos carneros» y lo
fascinante de sus armas, como el brillo de sus espadas y el mortí­
fero relámpago de sus arcabuces, lo ponían de manifiesto.
Más tarde, Atahualpa les habló abiertamente —en tanto la pru­
dencia de su sinceridad no se extralimitase— de las deliberaciones
de entonces en su consejo militar. Primero se habló de impedir el
desembarco de los extranjeros. Luego él mismo dio la orden de
que cesase la resistencia en Tumbes. En su afianzamiento en la
costa y su ulterior adentramiento en el país, no vio razón alguna
para inquietarse. Pues no era problema para él acabar con aquella
reducida hueste de guerreros blancos y barbudos. Tan pronto
como terminó felizmente la guerra fratricida, quedaba por resolver
el problema de cómo proceder con los extranjeros. Sobre el par­
ticular hubo variedad d e opiniones según el temperamento de cada
uno en el consejo militar: los precavidos advertían que no debían
menospreciarse los propósitos de aquellos intrusos, y los exalta­
dos, ufanos por la inesperada victoria sobre Cuzco, no querían
tener demasiados miramientos con «aquel puñado de ladrones bar­
budos». Tanto ellos como sus pacos (así les llamaban a los caba­
llos) eran unos simples mortales. El asunto se barajaba entre darles
muerte o convertirlos en yanaconas (esclavos del Estado que desde
el primer momento se pusieron de parte de los españoles).
El Inca se decidió por la táctica de esperar y no quitarles el
ojo de encima. De todos los puntos de vista, el más oportuno y
acertado era el de dejar que los extranjeros se adentrasen en el
país, pues detenerlos en la costa suponía facilitarles la retirada
en sus barcos.
Pero ni pensaba ceder un paso de su soberanía ni dejar impu­
nes a los extranjeros. Sobre ello, Diego de Trujillo escribe: «Mar­
chamos con mucha precaución hacia Cajamarca, pues el Inca que­
ría cogernos por sorpresa en un barranco. No lo hizo, porque un
orejón, que nos había visitado (al que ya conocemos), le dijo: «No
hace falta que envíes tropas; yo mismo te los traeré atados. Mi
presencia ya les infunde miedo. Pero debes dejar con vida a tres
de ellos.» — Se trataba de Juan de Salinas, el herrero; de Francisco
(¿pez, el barbero, y de Hernán Sánchez Morillo, el mozo de caba-

149
líos... Los participantes de la expedición Estete, Mena, Pedro
Pizarro y Ruiz de Arce coinciden en ello.— «Había decidido quitar*
nos los caballos y yeguas... y cogernos para sacrificarnos en el
templo o castrarnos y convertirnos en esclavos...» Más tarde, Ata*
hualpa le dijo sonriente a Pizarro:
— Me acuerdo de cómo había planeado hacerte prisionero; pero
ha resultado todo lo contrario...1
Las contradictorias afirmaciones de los cronistas sobre la con­
ducta de Atahualpa encuentran su explicación en esta escueta
frase.
Cargado de análogas impresiones, regresó ya entrada la tarde
del jueves el mensajero que Pizarro había enviado a Pultamarca,
y dijo que tenía la impresión de que el Inca no abrigaba propósi*:
tos amistosos.
El caudillo español estaba convencido de ello; no podía ser de
otro modo, dada la información que tenía respecto a Atahualpa.
Por consiguiente, tomó las medidas necesarias.
Durante la llegada había hecho tiempo para poder tomar con­
tacto con la población y reunir toda la información posible.
No se podía perder tiempo. Si Pizarro al ver la plaza principal
concibió el plan de aprehender allí al soberano peruano —la idea
de este plan se la pudo haber sugerido la conversación que sostu­
viera con Hernán Cortés en Toledo— , hay que reconocer que la
audacia de su fantasía iba de la mano con su firme carácter.

Una embajada visita al Inca

Ya allí, Pizarro tenía que ir al encuentro de la suerte, forzar el


desenlace. Y, así, ordenó al capitán De Soto que, escoltado por
veinte de los mejores jinetes y acompañado del intérprete Marti-
nillo, se dirigiese a las termas para solicitar con los debidos res­
petos, y en nombre del rey de Castilla, una entrevista con el Inca.
Estaría De Soto a medio camino cuando Pizarro, movido por
la inquietud, subió a la atalaya, de donde podía observar bien todo
el trayecto. Vio cómo el emisario y su séquito cabalgaban hacia las
brunas huestes indígenas, reunidas delante de sus tiendas de cam­
paña. Caso de entablarse lucha, el número de enviados era dema­
siado pequeño; no se podía correr el riesgo de perder un solo
hombre, por lo que decidió enviar a su hermano Hernando con
una sección de caballería, fuese para apoyar la diplomacia, o para
sortear el peligro.
1. También el americanista G . Ktiblcr supone que Atahualpa quito atraer a los espa­
ñoles hacia Cajamarca, para hacerlos caer más fácilmente en la celada. G . Kublek: «The
behavior of Atahualpa». Hispeoic American HistóricaI R evino, 194$, IV.

150
Poco después se encapotó el cielo y descargó una granizada.
Refrescó el ambiente. La gente tenía frío, y se cobijó en el edificio
que les servía de alojamiento. Pedro de Candía, desatendiendo la
advertencia que había hecho el suboficial enviado de Pultamarca,
ocupó con sus arcabuceros, dos culebrinas y unos ballesteros, la
torre de los ídolos.
En aquel momento, De Soto era recibido en el campamento
incaico.
Con su escolta montada anduvo el amplio camino real sin im­
pedimento alguno hasta las cercanías del acantonamiento, donde
dicho camino acababa en un terreno cenagoso, que evidentemente
a partir de aquel punto había sido destruido para crear un obs­
táculo. Pero los indios se quedaron sorprendidos, al ver que los
caballos se abrían paso por la ciénaga. Por el lugar del emplaza­
miento de las tiendas discurría el riachuelo de Chontas, y se apre­
ciaba su crecida por la lluvia. No obstante haber un pequeño
puente sobre él, prefirió De Soto vadearlo, acompañado del intér­
prete Martinillo, para no inquietar a los numerosos guerreros que
había al otro lado. Ufano y despreocupado, iba al trote de su brio­
sa y torda yegua de sangre árabe, que se había hecho famosa por
su galope en «tierras indias», por entre las brunas huestes hacia el
pabellón del soberano, situado cerca del riachuelo. Mientras el ofi­
cial lo acompañaba a presencia del Inca, vio unos cuatrocientos
hombres armados de la escolta real.
Ante la puerta de su aposento esperaba Atahualpa al emisario
extranjero, sentado en un taburete de oro y rodeado de sus pala­
dines y de sus mujeres; dos de ellas sostenían delante de la per­
sona del soberano una tela fina y transparente, a través de la cual
podía ver sin ser visto. «Pues —escribe Pedro Pizarra— aquellos
reyes solían aparecer con poca frecuencia ante sus súbditos.»
Cuando De Soto se detuvo ante él, bajaron la cortina; el Inca
lanzó una penetrante mirada al extranjero, que le saludó con
nobles gestos sin mirarle ni dirigirle una sola palabra.
«La majestuosidad del rey peruano impresionó profundamente
al visitante», escribe el cronista. De aquel encuentro surgió una
amistad que perduró hasta el fin.
Atahualpa contaba unos treinta años de edad; era alto y un
poco grueso. Francisco de Jerez nos lo describe así: «Su rostro era
grave, bello y sañudo; sus ojos, encarnizados, como todos los de
su raza. Su discurso fluía suave y mesurado como el de un gran
soberano; en el curso de una deliberada argumentación, su tono
podía adquirir súbita animación, y aun, apasionamiento...»
Ceñía la cabeza con el llauto, del que pendía la mascapaycha,
símbolo de poder, lo cual realzaba aún más su dignidad innata.
De sus hombros pendía un poncho de finos dibujos bordados en
oro y plata. Calzaba sandalias entretejidas con oro.

151
Así estaba sentado el Inca en medio de su grandeza, y perma­
necía inmóvil cual una estatua. Parecía como si el menor movi­
miento lo amenazase de muerte. Mantenía inmóviles los ojos, y
fija la mirada en el suelo. Ningún leve gesto que denotase en él
la idea de que tenía un extranjero delante.
Con la gentileza de un cortesano español, De Soto le presentó
en nombre del rey de Castilla los respetos de su comandante y el
ruego de que le hiciese la distinción de una pronta visita.
De Soto, la figura más elegante entre los oficiales de Pizarra,
se había puesto un uniforme de seda y brocados finísimos. Era un
hombre pudiente, y llevaba puesta una fortuna en su cuerpo. El
lujo de su vestidura, el resplandor de sus armas y armadura, uni­
do al impulso de su vigorosa personalidad, debieron de causar
profunda impresión. Era una magnífica representación de su sobe­
rano. Pizarra no podía haber enviado a otro hombre mejor.
Martinillo tradujo perfectamente aquel fino discurso; todos se
admiraban de que hubiese llegado a dominar la lengua castellana
en tan poco tiempo.
El Inca, no sólo parecía ignorar el discurso, sino también la
presencia de su visitante. Durante la ceremonia permaneció inmó­
vil y mantuvo baja la mirada, de modo que parecía como si no
hubiese oído nada.
Tras una incómoda pausa, en la que las palabras del español se
quedaron materializadas como aire líquido, respondió un ayudante
del soberano:
— ¡Ari! ( ¡Está bien!)
Esta breve palabra sonó fría y amenazadora.
En aquel crítico momento, se produjo un movimiento en la
explanada. Llegaba Hernando Pizarra. Por la sección que estaba
en el lado opuesto del río, a la que pertencían sus hermanos Juan
y Gonzalo Pizarra y el soldado cronista Estete, supo que De Soto
había ido solo a visitar al Inca. Siguió el ejemplo de De Soto, dio
orden a las dos secciones para que acudiesen en su ayuda, si las cir­
cunstancias lo requerían, y vadeó el riachuelo para apoyar como
fuese la misión de De Soto, pues no faltaba valor para ello.
Hernando se presentó en un momento en que el discurso había
llegado a un punto muerto, o quizá mortal.
Aliviado, De Soto aprovechó la presencia de Hernando, y le ad­
virtió al Inca que acababa de llegar el hermano de su comandante.
Después de estas palabras, Atahualpa alzó por primera vez la
vista para fijarse en la figura del nuevo visitante; era un hombre
que vendría a tener la edad de él, extraordinariamente fuerte y
con correcta confianza en sí mismo. Se dice que, a partir de aquel
momento, el Inca tuvo confianza en Hernando y trabó amistad
con él, y lo más notable es que el altivo y violento Hernando co­
rrespondió a esa amistad y permaneció fiel a ella.

152
Hernando le hizo una cortesana reverencia, y reiteró que Su
Majestad podía ir con todas sus tropas a Cajamarca; que no por
ello los españoles se asustarían, pues ya estaban acostumbrados
a ver grandes ejércitos.
El Inca salió de su estática postura para decirle que le agra­
decía su buena voluntad; pero que no era posible hacerlo por lo
avanzado de la tarde. El día siguiente, iría a Cajamarca. Y, luego
de un breve silencio, agregó:
—Con todas mis tropas...; pero no temáis nada.
A poco, surgió de repente la parte sombría que hacía referencia
a los españoles:
— Un curaca de la costa, Mayta Villca, del río Turicara —dijo
con enfado—, me ha informado de lo mal que habéis tratado a
mis caciques, de que habéis encadenado a algunos. Como muestra
me ha enviado unas gargantillas de hierro, y me ha dicho que
mató a tres españoles y un caballo. Sin embargo, mañana quiero
visitaros y ser amigo vuestro...
Lo acabado de contar no era para que fuese admitido sin ré­
plica por un hombre como Hernando, por lo que, excitado, replicó:
— Mayta Villca es un embustero. Un solo cristiano se bastaría
para echarlo de allí a él y a todos sus indios Su hermano no mal­
trataba a los cabecillas, si no le obligaban a ello. Los que
deseasen la paz, serían tratados como amigos, y los que quisiesen
la guerra, la tendrían hasta ser aniquilados. Puedes aprender la
táctica mUitar de los cristianos, si quieres ser nuestro aliado.
—Tengo un caudillo — respondió Atahualpa— que se niega a
obedecerme. Os cederé soldados para que podáis demostrar vues­
tra valentía peleando contra él... (A la sazón, el Inca sostenía fuer­
tes luchas con los chanchas en Jauja.)
—Para combatir un caudillo — repuso Hernando, arrogante— ,
no necesitamos tus guereros. Con diez de los nuestros basta para
vencerlo, por más soldados de que disponga...
Atahualpa se echó a reír y los invitó a beber.
Pero los españoles no estaban acostumbrados a la chicha. Su-
ieron eludir la invitación, empleando el mismo pretexto que el
r nca había usado. Le respondieron:
—No podemos beber porque guardamos ayuno.
Mas el Inca no dio crédito a esta excusa. Unas morenas y bellas
mujeres trajeron la bebida en vasijas de oro. Atahualpa las miró
sin despegar los labios. Desaparecieron y volvieron con volumino­
sos cántaros de oro llenos de chicha1.
I. Diego de TrujlUo, que estuvo con Hernando en Pultamarca, nos lo cuenta algo
distinto: «Luego, vino Atahualpa con dos pequeños rimaros de oro llenos de chicha;
uno se lo dio a Hernando, y se puso a beber def otro. Tras lo cual le ofrecid uno de plata
• De Soto, y bebió del otro también de plata. Por lo que Hernando le ordenó si ¡mér­
mete: «Dile que no existe diferencia entre De Soto y yo; los dos somos oficiales del
Rey.» Diego no estuvo en el campamento.

153
Sin embargo, De Soto y Hernando bebieron. Mientras la tarde
iba avanzando, pareció extenderse un ambiente de amistad y de
confianza.
Los dos oficiales españoles se despidieron con amistosa dis­
posición de ánimo. El Inca hizo alusión al edificio que ocupaban
en Cajamarca, y, con notable entonación, recalcó:
— Sólo ese edificio; ningún otro más.
Al dia siguiente por la mañana visitaría a Pizarro.
Cuando salían del campamento, empezaba a anochecer. Las
huestes indias armadas formaron en dos filas. Aquella demostra­
ción del poder militar del Inca no dejó de causarles impresión,
aunque no les decía nada, pues habían estado bebiendo con Ata-
hualpa en cántaros de oro. Pero continuaban sin vislumbrarse sus
intenciones.
Según Francisco de Jerez, aquella legión se componía de treinta
mil hombres.
Meditabundos, los dos emisarios cabalgaban al frente de sus
secciones, que, temerosas, los habían estado aguardando al otro
lado del riachuelo, cuesta abajo hacia la desolada ciudad.

Pizarro reúne un consejo militar

Pizarro estuvo varias veces en la atalaya, con el fin de dirigir


la vista hacia las blancas tiendas de campaña. ¿Qué traerían De
Soto y Hernando? Bajo la penumbra del anochecer, contaron sus
impresiones: las palabras habían sido amistosas, aunque deja­
ban entrever evidentes amenazas. «Sólo ese edificio; ningún otro
más...»
¿Estarían metidos en una ratonera? Atahualpa disponía de treinta
mil hombres. Doscientos por cada español. Los hombres, que en
ello les iba la cabeza, formaban corro y escuchaban. Estaban en­
tre la espada y la pared, entre la montaña y el Inca.
Pizarro se encontraba ya en la meta de sus sueños y de su
fábula. Nada le será donado. Pero no podía permanecer impasi­
ble, después de la cohibida subordinación a la obediencia en la Es­
pañola; de los horrendos años pasados con Ojeda y con Balboa en
Darién; de todo el terrible tiempo de búsqueda por la selva, el
mar y el desierto; del atroz hambre soportado con los «trece de
la fama» en la isla Gorgona, y, por último, de la problemática in­
certidumbre del destino; no podía malograr todas las indecibles
proezas y calamidades sufridas hasta allí, hasta el evidente logro
de la empresa.
Pizarro tenía la certeza de que había llegado el momento de
la realización; así se lo comunicó a sus oficiales y soldados.

154
Era imprescindible fortalecer los ánimos ante la presencia de
miles de guerreros armados.
— Pero — dijo— miro con regocijo su considerable número.
Pues, cuantos más sean, mayor será el desbarajuste que sufran,
lo cual no tardaréis en presenciar. Pensad que hemos venido a
estas tierras como portadores de la fe cristiana. Nuestra noble
causa y nuestra superioridad corporal nos dan fe en la victoria.
Confío en que Dios, que todo lo decide, nos ayude tanto en lo gran­
de como en lo pequeño. Por esa razón, podéis aguardar como hom­
bres que tienen ya la victoria en la mano.
Aun con aquella confianza, que era cierta por las razones que
les había expuesto a sus hombres, Pizarra no dejó de tomar toda
suerte de precauciones. Le encargó a su hermano Hernando, ex­
perimentado soldado que había recibido el bautismo de fuego en
la campaña de Navarra, que cuidase de la distribución del servi­
cio de guardia y de patrulla. Luego, ordenó a la tropa que se re­
tirase a descansar. Pues, al día siguiente, se necesitaba tener des­
pierto el corazón, inquebrantable el espíritu y descansados los
brazos y las piernas. Era el sueño del soldado con el arma en la
mano. Los misioneros que le acompañaban se pasaron la noche
salmodiando: Exurge Domine...

Ultimas instrucciones del Inca

¿Y en Pultamarca? ¿Qué conclusiones sacaron en el cuartel


general del Inca, después que los visitantes se hubieron marcha­
do? ¿Podría un hombre como Atahualpa no tener un plan para el
día siguiente? Imposible. El hombre que no podía soportar a su
hermano Huáscar, tampoco toleraría a aquellos extranjeros y sus
arbitrariedades.
Zárate dice que Atahualpa preguntó al oráculo muy entrada la
noche. Pizarra contó más tarde que, anteriormente, Atahualpa ha­
bía escuchado el oráculo de Pachacámac para el resultado de la
lucha futura.
Según Herrera, debió de dirigir una alocución a sus caudillos, en
la que seguramente expondría sus pensamientos.
—Como habéis podido observar —les diría el Inca— , esos te­
midos caballos no se comen a nadie. Todo depende de vuestra
valentía... No deben recorrer impunemente el país y cometer desa­
fueros. Combinaré la astucia con la fuerza. ¡Hay que cogerlos vi­
vos! Los caballos se los ofrendaremos a los dioses, y a los extran­
jeros los convertiremos en esclavos; para que ninguno pueda es­
capar, les he dicho que esperasen mi visita en la casa que han
ocupado. De ese modo, será más fácil coparlos con todas núes-

155
tras fuerzas, mientras yo entro en la plaza. Las secciones de van­
guardia, armadas de clava, deberán llevar oculta el arma...
Acto seguido debió de dar las correspondientes órdenes, pues,
aquella misma noche, el frecuentemente citado general Rumi-Ñahui,
ocupó con cinco mil hombres armados de mangana los cerros de
Cumbe y de Chicuana, situados detrás de Cajamarca, para capturar
a los blancos en su esperada huida.
Por consiguiente, la preocupación en el campamento inca, no
era la lucha, sino impedir la retirada de los extranjeros.
Ya entrada la noche, los españoles contemplaban oprimidos cómo
ardían innumerables hogueras, de suerte que la vertiente del cerro
Chaullo parecía un cielo cuajado de exóticas y rutilantes estrellas.
9
EL 16 DE NOVIEMBRE DE 1532

Nuestros pensamientos nos pertenecen; pero


no el resultado...

H amlet: The Playerking.

La espera

La noche era fría. Los muros rezumaban la humedad de la


lluvia de la tarde. La plaza parecía dominada por un silencio se­
pulcral. Sólo se oía de vez en cuando el uniforme andar de la
ronda o el nervioso resoplar de un caballo. En lo alto del torreón,
y bajo el cielo despejado y cuajado de estrellas, destacaba la fan­
tasmagórica silueta del centinela. Mientras, los soldados dormían
revolviéndose entre el sueño y la pesadilla en la perfolla de maíz.
En el interior del patio, se oía el rumorear del agua que caía de
las fuentes a los demás patios.
En lo alto del torreón, esperaba Francisco Pizarra el amane­
cer, contemplando las blancas tiendas de campaña; pero allí nada
se movía.
Por la mañana temprano, llegó a pie un mensajero del Inca con
la noticia:
—Mi señor me ha encargado que te diga que se dispone a vi­
sitarte. Vendrá acompañado de sus soldados armados, de la mis­
ma manera que tus emisarios se presentaron con una escolta. De­
sea que le envíes un cristiano para acompañarlo.
Pizarra respondió:
—Comunícale a tu señor de mi parte que bien venido será. Lo
recibiré como a un hermano y amigo. Dile que no le enviaré nin­
gún cristiano, porque entre nosotros no es costumbre que un se­
ñor envíe sus criados para recibir a otro señor.
Con estas palabras fue despachado el mensajero. Desde el to­
rreón, el centinela observó cómo llegaba al campamento y qué
animación se produjo en las tiendas.
Poco después, se presentó otro enviado, y dijo:
—Atahualpa manda comunicar que sus soldados vendrán des­
armados. Con él vienen muchos; sólo para ocupar las casas de
la ciudad. Dice que los extranjeros le dejen libre el alojamiento
de la amaru-cancha (la casa de las serpientes, en cuyas paredes
había ofidios esculpidos)...
Al caudillo castellano le dio que pensar aquel cambio de noti­
cias, y le hizo ser aún más desconfiado.

157
Transcurrido cierto tiempo, el centinela del torreón comuni­
có que había empezado la salida de tropas del acantonamiento si­
tuado en la ladera del cerro Chaullo. Pero avanzaban con tal
lentitud, que pasó la mañana hasta que llegaron al verde llano
de enfrente de la ciudad, mientras continuaban saliendo grupos de
aquella localidad constituida por tiendas de campaña y edifi­
cios.
Pizarra dio nuevas órdenes. Pedro de Candía ocupó con sus ar­
cabuceros y algunos ballesteros el torreón. Pizarra le dio de re­
fuerzos trompetas y tambores, lo cual explica el sentido de esta
clase de artillería. Pedro recibiría personalmente de Pizarra la señal
de abrir fuego.
Las calles de acceso a la plaza fueron ocupadas por observa­
dores ocultos, de suerte que el comandante pudiese en todo mo- .
mentó tener una idea exacta de la situación.
Por el modo como se había ocupado la plaza principal, el plan
de acción, madurado lentamente, preveía apoderarse de la perso­
na de Atahualpa. Con este fin, la caballería fue dividida en tres
secciones al mando de Hernando, de De Soto y de Benalcázar,
respectivamente. Y para producir el desconcierto y sembrar el pá­
nico, ataran cascabeles a las patas de los caballos.
Pizarra se reservó el ataque al Inca, que pensaba llevar a efecto,
al frente de veinte de los mejores infantes, cubiertos por dos sec­
ciones de igual número de hombres.
Aquella fue la última alarma que se dio. Cada uno estaba en
su sitio y conocía su misión. Las calles y plazas aparecían deso­
ladas; ello no hacía despertar la menor sospecha a los espías del
Inca. Sólo el vigía del torreón no apartaba la mirada de los cam­
pos cercanos, donde los batallones incaicos acampaban tranquila­
mente como si para ellos hubiese finalizado el día.
Hernando y Francisco iban de grupo en grupo para infundir
ánimos a la tropa. Cada uno tenía que hacer de su corazón una
fortaleza; no había otra salida. El valor y el miedo iban a menudo
cogidos de la mano. Sobre aquel momento, Francisco de Jerez
escribe: «Parecía como si cada uno tuviese el valor de cien; así
era de insignificante el temor ante la superioridad del enemigo».
Pedro Pizarra, que participó en aquellos hechos, escribió luego:
«Los espías de Atahualpa decían en sus informes que nosotros está­
bamos medio muertos de miedo... A fe mía que decían la ver­
dad...»
Atahualpa recibió con satisfacción las respuestas de sus men­
sajeros; seguía su plan, y hacía esperar a los españoles en un esta­
do de amenazadora incertidumbre. El vigía pendía observar cómo
acampaban las huestes en torno a las hogueras, y con qué lentitud
comían el rancho, que parecía no terminar nunca.
Herrera cuenta que, desde la torre de los ídolos, Pizarra ob-

158
servaba con creciente inquietud la comitiva que iba acercándose
procesional y solemnemente a la ciudad.
Se distinguían tres grupos. En vanguardia, marchaban unos
doce mil hombres que formaban la tropa ligera e iban armados,
unos de guaraca y otros de clava; luego seguían los ayllas, arma­
dos de pértigas con mangana; finalmente, iba la comitiva real.
Las tropas ocupaban los campos de ambos lados del camino, re­
servado al Inca.
La silla de manos del soberano era llevada por escogidos don­
celes. Tanto su interior como exterior estaba engalanado con bri­
llantes plumas de diversos colores, tan artísticamente dispuestas
que parecía como si fuesen adnatas; por entre ellas brillaban pe­
queñas láminas de oro y plata, símbolos del dorado Sol y de la
plateada Luna con signos del arco iris; daba la impresión de un
castillo dorado, visto desde lejos.
Detrás de Atahualpa iban otras sillas de manos con personali­
dades de la realeza, entre ellas el poderoso cinche de la rica re­
gión de los cinchas. Una singular distinción, aunque esta vez para
desgracia de los soberanos. La retaguardia la formaba un podero­
so cuerpo de lanceros, seguido de un interminable convoy de abas­
tecimiento con el tropel de mujeres que acompañaban el campa­
mento.
La solemnidad de aquella interminable procesión torturaba los
nervios en tensión del castellano en la atalaya.
El Inca envió de nuevo un cabecilla para comunicarles a los
castellanos que «su llegada se demoraría por causa del miedo que
su gente les tenía a los caballos y a los perros, así que deberían
tenerlos atados. Mantener los soldados en los galpones, para no
alarmar a sus milicias. No obstante haberlo prohibido, muchos
venían armados, pues como estaban tan acostumbrados a ello...».
Poco a poco, creía Pizarra ir descubriendo los planes del Inca,
y discernió una inesperada posibilidad de asestar el golpe prin­
cipal a la élite de las fuerzas incaicas. El gentío acorralado en la
espaciosa plaza, no les permitiría desplegar sus fuerzas, al tiempo
que las tres secciones de caballería y la férrea cuña de infantería
se lanzarían impetuosamente sobre la inmóvil masa. Ya no se tra­
taba sólo de aprehender al soberano, sino también de diezmar
todas las fuerzas del imperio; este plan le pareció un envite en
aquellas circunstancias.

159
El desenlace

Que hoy he de dar batalla,


antes que la oscura sombra
sepulte los rayos de oro
entre verdinegras ondas...

C alderón : La vida es sueño.

Mientras los prolongados y melancólicos cantares ya se oían


en los caseríos ae labor, y los observadores podían apreciar los
rítmicos movimientos de los pintados grupos de danza, advirtieron
que los peruanos se disponían a acampar.
Las sombras indicaban las tres de la tarde.
¿Se disponían de veras a montar su vivaque? ¿Planeaban ata­
car de noche? ¿Se verían de repente aplastados por el ímpetu de
aquella masa de hombres? ¡La idea era desconsoladora!
En una ulterior conversación, Atahualpa dijo que su vacilación
estaba precisamente fundada en este propósito. Pues había oído
decir que, de noche, los tan temidos caballos eran desensillados;
así que no resultaban peligrosos1.
Pizarra hizo un desesperado y último intento para forzar a
Atahualpa a tomar una decisión. Entre sus oficiales pidió un vo­
luntario para salir al encuentro del peruano e inducirlo a que vi­
sitase al comandante de los expedicionarios aquella misma tarde.
Se presentó Hernando de Aldana, que conocía un poco el idio­
ma del país.
Aldana encontró al Inca rodeado de su guardia ante la ciudad.
El castellano se dio cuenta de lo sumamente peligrosa que era
su situación. Mantenía puesta la diestra en la empuñadura de su
espada, pues le pareció que el soberano apenas si podía contener
a su guardia para que no se abalanzase sobre el parlamentario.
Con señas y palabras, cumplió como pudo el encargo, y consiguió*
que el Inca se dignase complacer al señor extranjero aquella mis­
ma tarde. El soberano prometió entrar en la ciudad.
Con aquella respuesta, regresó Aldana y dijo que las unidades;
de vanguardia llevaban cota de algodón y guataca ocultos bajo sus
vestidos; que sus intenciones no parecían buenas.
Así, las brunas columnas volvieron a ponerse en marcha, y dis­
tanciados e intermitentes llegaban de nuevo al vacío escenario de
la plaza el monótono ritmo del son de los tambores y el de la
sombría y profunda $ raridad de las caracolas, o tuturutus, como
se las llamaba.
«Con grandes cantares —recuerda Pedro Pizarro—, entraron los

1. Lo m im o dice G. K m u t: loe. de., p. 420.

160
primeros grupos por el angosto portal de piedra en la desolada
plaza de Cajamarca.»
Dicha plaza servía de lugar de reunión para proclamas, tor­
neos y festejos idolátricos. En la plataforma de la torre de los
(dolos se situaba el Inca con su báculo y contemplaba a sus súb­
ditos. Unos años antes, había sido escenario de la capitulación del
soberano de Chimó ante Tupac Yupanqui.
¡Qué escena tan trágica y secular iba a desarrollarse transcu­
rridos unos minutos! ¡Qué poco presentían los dos bandos las in­
tenciones del otro, y cuál sería el resultado!
Los ocultos centinelas, unidos con el puesto de mando por me­
dio de señales, observaban atentos la lenta entrada de los perua­
nos. Los guerreros de vanguardia —la plaza fue ocupada por unos
seis u ocho mil hombres— se distribuyeron por los ángulos, para
dar acceso a las fuerzas que iban llegando. Finalmente, apareció
la esplendorosa élite de orejones, ceñida la frente con un aro a
modo de diadema, y rodeando la silla de manos del Intip-Churin
(hijo del Sol).
Los vibrantes cantares de los coros llenaban el recinto de sacra
solemnidad, al tiempo que se oían los gritos de ovación:
—¡Haillu! ¡Haillu! ¡Haicha! ¡Haicha! ¡Intip-Cburin!
La avalancha humana invadía la plaza, cual una corriente des­
bordada por los muros de una presa.
Después que el Inca, con su séquito, hubo llegado al centro
de la plaza, se incorporó en la silla de manos y miró en derredor
buscando los extranjeros. Como no vio alma viviente, se le en­
sombreció el rostro.
Fue un momento de fatídica tensión. Hasta entonces, los cas­
tellanos no habían presenciado tan magna y fastuosa escena en
aquel país.
La dramática tensión del momento se percibe en todos los es­
critos de los cronistas que estuvieron presentes. Parecía como si
los españoles se sintiesen consumados actores de una prescrita
tragedia de deuda y de reparación pasadas y venideras.
El curso exacto de los acontecimientos, que iban a suceder con
la brusquedad de un movimiento sísmico, quedaba confuso en
aquellos momentos. Concebible, dado lo apremiante del suceso.
Al no ver a los extranjeros, Átahualpa se inclina a sus oficiales, y
les pregunta:
Dónde están?
3 eñor, muertos de miedo, se han escondido en los galpones
—le contestaron.
—Pues están listos — murmura el Inca.
Luego, observa con enojo los centinelas que, desatendiendo su
prohibición, están en la plataforma de la tone de los ídolos. Orde­
na a uno de sus caudillos que vaya y los haga bajar de allí. El

161
caudillo en cuestión sube la escalera de donde les hace una seña
con la lanza a las tropas.
Aquello suponía un gesto amenazador.
En aquel momento, Pizarro le pidió a su capellán castrense
fray Vicente de Valverde que saliese y hablase con el Inca. En
este caso puede muy bien tratarse de la obligatoria ordenanza del
requerimiento. El dominico siguió la indicación y, acompañado de
Hernando de Aldana y de Fdipillo, salió a la plaza llevando la
cruz en una mano y el breviario en la otra. Los peruanos hicie­
ron paso hacia el vehículo de su señor a aquel hombre de alta es­
tatura.
El monje fue al encuentro del Inca con la misma considera­
ción que solía tratar a un personaje de igual jerarquía en España.
Y le saludó con las siguientes palabras:
—Muy excelente señor...
El contenido de su discurso es transmitido y está lleno de con­
tradicciones. Pues él no lo dejó escrito. En nombre de Pizarro
le ofreció la paz y le pidió que, por su parte, hiciese lo mismo.
El Inca contempló al monje y se asombró de que fuese desar­
mado y vestido distintamente de los blancos que había visto hasta
entonces. Preguntó:
— ¿Quién es ese hombre?
— Un villac —contestó el intérprete.
Luego, el dominico explicó el significado de su ministerio:
— Soy un ministro de Dios y enseño la doctrina de El a los
cristianos. H e venido para predicarla a ti y a tu gente, con el fin
de traeros la paz, pues la guerra es una atrocidad a los ojos de Dios.
Además, dijo que venia en nombre de Dios y del Rey, a quien
el Padre Santo había conferido aquellas tierras... Finalmente, le
pidió al Inca que aceptase su mensaje y se convirtiese en vasallo
del Rey... Que el gobernador de la Corona lo esperaba en su apo­
sento, para hablar de ello...1
Felipillo tradujo como pudo aquel discurso, pronunciado en
condiciones extraordinarias. El Inca escuchaba con creciente có­
lera. Al fin, interrumpió al monje con amenazadora vehemencút,
gritó que él nunca serla vasallo, sino soberano de Tahuantinsuyu.
No quería oír que existiese otro señor más poderoso que él. Noj'
obstante, deseaba conocer al emperador como amigo suyo, pue*
debía de ser un gran rey cuando podía enviar tales ejércitos por
el mundo, como ellos decían. No estaba dispuesto a obedecer al
Papa porque «disponía de lo que no era suyo». No pensaba poner
el imperio de su padre bajo el dominio de otro señor, al que él
desconocía. Y en lo relativo a la religión, se encontraba a gusto con
la suya. Ni quería ni podía dudar de un asunto tan sagrado como
1. En realidad, el plan de Pizarro ere un reflejo del de H erain Corría: Aiahualpa
debía aer apresado en ef cuno de una conversación.

162
era aquel. Si Jesucristo había muerto, los dioses suyos no morían.
Y ¿cómo sabía el monje que su Dios había creado el mundo?1
Así lo leemos en Gomara, que seguro que lo estilizaría. Es muy
posible que se sucedieran ulteriores diálogos entre Atahualpa y
Valverde; no es probable que en el primer momento surgiesen
tales consideraciones, aunque las palabras del Inca seguramente
contenían argumentos esenciales.
Fray Vicente respondió que todo ello estaba escrito en el libro
que llevaba en la mano, el cual tendió al Inca. Algunos cronistas
lo llaman la Sagrada Escritura; más posible es que fuese un bre­
viario que el dominico usaba diariamente.
Atahualpa cogió el libro, lo abrió, lo contempló, se lo puso al
oído, escuchó y dijo:
—No me dice nada...
Y lo tiró despectivamente a unos pasos de él.
La escena está descrita con algunas pequeñas variaciones, aun­
que en este detalle coinciden todos.
Uno de los puntos fundamentales de la religión peruana era la
esencia del oráculo. Los oráculos daban las respuestas por sus
huacas (sacerdotes) a quienes las pedían. Atahualpa, que hasta el
fin de sus días no pudo comprender la escritura, esperaba un he­
chizo y, como éste no se dio, tiró desilusionado el libro. Onecía
de la desarrollada inteligencia de los blancos.
Lo simbólico de aquel gesto no podía pasar inadvertido. Si se
piensa en el peligro y la tensión en que Valverde se encontraba,
se comprenderá el estado de nerviosismo de éste.
Con ello terminó el diálogo diplomático. Enfurecido, Atahualpa
lanzó acusaciones a los castellanos, las cuales oyó De Soto:
—Sé que habéis saqueado mis depósitos de provisiones y mis
poblados. ¡No saldréis de aquí hasta que lo hayáis devuelto todo...!
El monje se retiró; mientras, Atahualpa se incorporó en la
silla de manos y les dirigió la palabra a los componentes de su
séquito. Le respondieron con un sordo murmullo, y con voces:
—¡Hu, Sapay inga! ¡Ancha hatun apu iníip churi!*
t . Atahualpa do podía avenirle a la esencia de Dioi; por cao consideró la vos caste­
llana Oios algo asi como Viracocha. La lengua quichua ao ha tenido hasta hoy otro vo­
cablo para designar a Dios que el castellano.
2. |Has hablado muy bien, Inca! ¡Gran Señor, hijo del Sol!
Barrenediea tiene una lista de testigos de vista dignos de confianza (Pérez, Mena,
Hílete, Pedro Pizarra, Rulz de Arce, e inéditas aserciones) que Justifican el violento
carácter de la conversación de Atahualpa, y dan a sus palabras un sentido de ultimátum.
Esta actitud corresponde tanto al espíritu dominante del Inca como a la situación.
Después del diálogo sostenido con Valverde, se incorporó, miró en derredor y le
habló a su gente: Trujillo cita la frase: «|Ninguno debe escapar!» Tras lo cual se oyeron
vocea de asentimiento, y se produjo un estado de confusión en la plaza ocasionadojmr la
decisiva determinación de Pizarra. ¿Qué le habría dicho Valverde? Nada que Pizarra
no hubiese visto: «El Inca instó a su gente a que se lanzase contra los españoles.» M.
Verdugo dice: «...Quería cogerlos vivos.» El soldado Castalio dice: «El monje opinaba
que habla que atacar antea de anochecer; si no, seriamos aplastados por la superioridad de
ellos...» Gutiérrez de Santa Clara dice que el dominico clamó: «¡Cristianos, el Evangelio
por los suelos! ¡Justicia! ,Castigo! ¡Qué escarnio a nuestra fe...l»

163
El Inca había dado una orden que no pudo llevar a efecto.
— ¿Qué le habría dicho Valverde a su comandante? ¡Unos gritos!
Nadie había prestado atención a ellos; mas, luego, cada uno los
interpretó a su manera. No cabía duda de que los gestos y las pa­
labras del Inca debían ser considerados como una grave amena­
za. Las palabras de Valverde eran indiferentes al respecto.
En aquel momento, Pizarra le hizo la seña convenida a Pedro
de Candía; un segundo después en el torreón detonaron los arca­
buces mezclándose su ruido con el del enconado redoble de los
tambores y el toque de ataque de las trompetas. De los galpones
salieron promoviendo una infernal algarada las secciones de ca­
ballería, y las cuñas de la infantería de Pizarra se abrían paso a
gritos de «¡Santiago y a ellos!» hacia la silla de manos del Inca.
El éxito del efecto psicológico fue total. Los peruanos debieron
de creer que se les echaba encima el infierno con demonios y
todo. Los fogonazos por las bocas de las armas de fuego, el es­
truendo de las salvas, el olor a pólvora, el chocar de las herradu­
ras y el encabritarse de los caballos, y los gritos de guerra en un
lenguaje que desconocían, quebranto toda resistencia espiritual
de suerte que ninguno pensó en hacer uso de sus armas, con las
que, dada su superioridad, habrían podido triturar a los blancos.
Dominados por el pánico, cada uno procuró salvarse; en este
empeño, la masa ejerció tal presión sobre el muro que enmarca­
ba la plaza, que este paso cedió en toda su largura, para dicha de
miles de ellos, quienes, de no haberse venido abajo, habrían sido
machacados por la caballería.
Sí; aquellas horrorizadas huestes huían por la brecha hacia los
campos, donde la noche que se avecinaba los protegería de la per­
secución de las fuerzas moñudas. Y la circunstancia de que se
pusiese a llover, les facilitó la fuga hacia parajes familiares para
ellos.
Mientras se desarrollaba la feroz escena, Pizarra se había abier­
to paso hacia la silla de manos del Inca, que continuaba siendo
sostenida por donceles y protegida por sus cuerpos. Allí, ninguno
pensaba defenderse ni tampoco huir. Con ciega sumisión, rodeaban
el vehículo de su señor, formando un muro viviente en torno de él;
eran incapaces de todo menos de morir.
El grupo de choque mandado por Martínez de Alcántara había
alcanzado la litera del señor de Cincha, el cual sangraba bajo las
espadas de los atacantes.
La feroz degollina llevada a efecto por los españoles parecía la
reacción de un pánico retenido largo tiempo. Sus espadas asesta­
ban golpes y m auban con ciega excitación.
Pizarra, cuyos nervios parecían estar hechos para soportarlo
todo, percibía el peligro que por ese medio amenazaba su empre­
sa. También sus soldados daban estocadas a todo lo que encon-

164
traban delante. La pasividad de los servidores incaicos excitaba
aún más a los castellanos. Donde caía uno, su sitio era ocupado
por otro. No era una lucha, sino una matanza de desarmados es­
piritualmente. Olvidando la severa orden de que no se hiriese al
rey peruano, arrojó Estete su cuchillo contra la silla de manos
real; pero Pizarra, que estaba cerca de ella disponiéndose a co­
ger al Inca, desvió rápidamente el arma, acción que le ocasionó
una herida. (Se dice que fue la única sufrida en aquel ataque.) Se
desmoronó el tropel de silleteros, y la litera se vino al suelo. En
este momento, Pizarra cogió al Inca por un brazo, lo sacó de
aquel vacilante trono y se lo llevó prisionero a su aposento.
Los que formaban la guardia real ya no pudieron contenerse,
y todo lo que aún tenía vida salió huyendo hacia la oscuridad de
la noche. No eran muchos. Sin vida yacían los señores que ha­
bían venido en silla de manos; entre ellos estaba el cacique de
Cincha, ministro y paje predilecto de Atahualpa; sin vida también
yacían los altos oficiales de su escolta y los comandantes de su
ejército.
Aquella dramática acción finalizó en poco más de un cuarto
de hora, tiempo que tardó en desmoronarse un poderoso imperio,
y en que encontró su fin una gran historia.
No coinciden las cifras dadas respecto al número de muertos.
Debió de ser sobre unos dos mil. Creerlo mayor, no lo permiten
las circunstancias de la acción, el tiempo que duró, el espacio li­
mitado y el objetivo fijado'.
Los treinta mil guerreros, que acampaban ante los muros de
Cajamarca, huyeron despavoridos. Ninguno pensó en acudir a sal­
var a su rey; tampoco lo pensó Rumi-Ñahui, jefe de las tropas de
los ayllos.
Atahualpa resultó ¡leso, sólo quedó con el vestido hecho ji­
rones.
Sobre aquella memorable hora, Francisco de Jerez escribe la
lacónica frase: «Cosa maravillosa fue ver preso en tan breve tiem­
po a tan gran señor que tan poderoso venía».
Había anochecido. Pizarra no quería que en la oscuridad se le
perdiese un solo hombre. Ordenó a las trompetas que tocasen
alto el fuego y a replegarse. La caballería regresó con algunos pri­
sioneros. En U plaza reinaba el silencio; tan era así, que parecía1

1. Es un* sangrienta o c a » . Pero antes de escandalizarse, es necesario pensar que


nua los españoles no cabía una media victoria: o una victoria total o el hundimiento.
Un* comparación con los suceso* europeos de entonces nos ayuda a un criterio mis
alunado. Durante la guerra de los campesino!, Ttuchets dejó matar a cuatro mil
Indefensos aldeanos en un día, en Kónigshofen. Es difícil comprender aquí la glosa de
Kubler: The devastátint totee o/ spenisb trms twept uncheked torufh tbe surrosuidiot
muses ot indlins... (La devastador* fuerza de las armas españolas barrió sin dificultad
las misas de indios que lis rodeaban.) Se podría creer que loa españoles disponían de
armas automáticas. P a o y* hemos visto de qué manera Pizarro empleó su «artillería*.

165
como si nada hubiera sucedido. Los cadáveres yacían en la mis­
ma postura que habían caído, cubiertos sólo por la fría noche. En
el emplazamiento de las tiendas de campaña, en Pultamarca, no
se veía luz alguna. Sobre las techumbres de paja de Cajamarca,
rumoreaba la lluvia.
10
EL PRISIONERO

Atabualpa era un indio bizarro, de bello ros­


tro, seria y severa mirada y ojos enrojecidos, muy
temido por su gente...

P edro P izarro

La noche

Los castellanos se abrazaron con alegría por el triunfo que tan


inconcebiblemente habían obtenido. Se había recorrido un lar­
go camino para ir al encuentro de aquel desenlace. Cuanto más
se habían acercado a ¿1, menos tranquilizadora era la incertidum­
bre. Con angustiosa pesadilla habían pasado la noche anterior y,
con sofocante atención, esperado la tarde y el anochecer. Con so­
focante depresión, habían oído el ruido de pasos de miles de
hombres y el triste son de las caracolas y de sus cantares, que,
cual un amenazador embate, Ies zumbaba en los oídos. Llevaban
sin comer desde la mañana. La hazaña ya estaba realizada, aun­
que de un modo increíble, irreflexivo. No faltaba ninguno. Nadie
había resultado herido, salvo el jefe de la expedición. El miedo los
había tenido despiertos la noche anterior; la embriaguez del júbilo
no los dejaría dormir la presente. Y, sobre todo, la alegría de que
el largo y penoso viaje hubiese tenido un resultado feliz.
Sólo Pizarro permaneció sereno, aun cuando supiese que ahora
igualaba a su primo Hernán Cortés como conquistador, y que su
nombre pasaría a los anales de la Historia. Concluyó la jornada
con un breve y solemne discurso:
—Doy gracias a Dios, nuestro Señor — les dijo a sus compañe­
ros— , y todos juntos debemos dar las gracias por el milagro que
El ha hecho. Debemos entender que sin la ayuda de El no habría­
mos puesto los pies en esta tierra, y aún menos vencido a tan
poderosa milicia. Quiera Dios, en su misericordia, que, después
de habernos concedido la gracia de realizar tales hazañas, alcan­
cemos el remo de los cielos... Como vosotros, señores míos, ha­
béis llegado fatigados al remate de esta jornada, que cada uno
descanse en su aposento... Aun cuando Dios nos haya dado la
victoria, no por eso debemos ser remisos. Pues, aunque vencidos
diezmados, esos guerreros son lo suficientemente astutos y va-
Íicntes para someterse a su soberano por el temor y la obedien­
cia, como todos sabemos. Por mediación de la astucia y la vio­
lencia intentarán quitárnoslo de las manos. Tanto esta noche como

167
las siguientes, hay que reforzar la centinela y la ronda, con el
fin de que no nos cojan dormidos.
Francisco de Jerez nos lo transmite como lo oyó; lleva el sello
característico de Pizarra; ninguna palabra altanera ni jactanciosa.
Luego se fueron a cenar.
Pizarra ordenó que se le diesen al Inca prendas de vestir de
su propio repuesto, y lo invitó a cenar junto con De Soto, Hernán*
do, Benalcázar y Pedro de Candía, a quienes advirtió que tratasen
cortésmente al prisionero.
Ya en medio de la catástrofe había cogido a Atahualpa con toda
la caballerosidad. Luego que el Inca se hubo cambiado de ropa,
fue a verle y le prodigó palabras consoladoras.
—No consideres deshonroso haber sido vencido y hecho pri­
sionero de ese modo. Pues, aunque pocos, los cristianos bajo mi
mando han rendido grandes territorios y vencido a poderosos cau­
dillos, y los han sometido al Emperador, del cual soy vasallo. Por
orden de él hemos llegado a estas tierras, para notificaros la
existencia de D ios... Con el tiempo, comprenderéis y experimen­
taréis los grandes beneficios de nuestra presencia. No somos crue­
les con el enemigo vencido... y, aunque podamos aniquilar a nues­
tros enemigos, no sólo no lo hacemos, sino que nos reconciliamos
con ellos. Cogí prisionero al curaca de la isla de Puná, y lo puse
en libertad, para que en lo futuro sea más razonable. Lo mismo
hice con el de Tumbes, y con otros más que tuve en mis manos:
Podía haberles dado muerte, mas no lo hice. Y, si he diezmado
tus milicias, ha sido únicamente porque tú te has presentado con
una poderosa fuerza, cuando nosotros queríamos recibirte pacífica­
mente.
El Inca debió estar agradecido por aquella mezcla de consuelo
y amargura; lo primero que vio fue que su vida estaba segura. 1
Atahualpa vivió la catástrofe en un innoble estado de conmo*
ción. En los momentos de azoramiento no fue capaz de tomar una
decisión, así como no lo fueron sus oficiales para dominar el pá­
nico entre sus tropas.
Sería erróneo hablar aquí de la superioridad de las armas es­
pañolas. Los pocos arcabuces de que se disponía no hubiesen tar­
dado mucho en acabar la pólvora. El armamento de los indios
no era inofensivo. Sus hondas eran un arma eficaz contri la ca­
ballería; sus lanzas, clavas y hachas de combate, dieron más tarde
muerte a muchos españoles. Pero Jerez escribe; «En todo el en­
cuentro, ningún indio levantó su arma contra un español». Goma­
ra dice; «No lucharon porque nadie les dio orden de hacerlo. La
señal quedó por dar».
Lo que sucedió fue una manifestación de «estrechez espirituu
de la sociedad india», o, como se expresa Kubler, de undeveloped
human wealth of indian soríety. Sin duda, Atahualpa fue, perso*

168
nnlmcnte, una revelación importante. Pero también aquí sería un
desacierto hablar de una «primacía frente a los bárbaros españo­
les», que no ha de ser más sensata porque sea repetida constante­
mente.
El diálogo con Pizarra supone para el Inca una ayuda que se
da a sí mismo. Su primer encuentra con los blancos fue para él
una catástrofe. ¿Qué pensaban hacer con él? ¿Podría comparar su
situación con la de su hermanastro Huáscar al caer en manos de
sus generales? ¿Qué pensaba hacer con él Pizarra?
Atento y circunspecto, escucha el cautivo las palabras del otro.
Responde:
—Había pensado venir pacíficamente. Pero mis espías me han
llevado a la confusión. El cabecilla que te envié, me dijo que no
erais guerreros; que por la noche desensillabais los caballos; que
no podíais correr sin ir montados a caballo; que bastaban dos­
cientos hombres para derrotaros. Me han engañado como el may-
ta villac. Pero todos los que me han aconsejado mal están muertos.
Luego, hablando de Chalicuchima, dijo:
—Ha sido voluntad de Viracocha. Rumi-Ñahui estaba preparado
ron cinco mil hombres, y no ha atacado.
Pizarra le cede su dormitorio al valiente prisionero, y hace
montar una guardia especial. Saben que la seguridad de todos depen­
de de la vigilancia.
Finalmente, se apagan las rojizas y humosas llamas de las an­
torchas que alumbran los galpones.
Hernando Pizarra distribuye los centinelas y las patrullas, e
inspecciona los relevos durante la noche.
La fría lluvia repiquetea sorda e incesantemente sobre las ba­
jas techumbres de los edificios, y rumorea en la silenciosa plaza
y sobre los enmudecidos cadáveres.

\it mañana

Al día siguiente, pudo Francisco Pizarra ejercer por primera


vez las funciones que el rey Carlos le había conferido tres años
y medio antes en Toledo, las funciones de gobernador de Nueva
Castilla, nombre que se le había dado al país antes de haber sido
visto.
El amanecer no encontró ningún soldado español en la cama,
/lira un sueño? ¿O una realidad? ¿Prisionero el soberano del
Perú?
Primeramente, se les ordenó a los indios que sacasen los ca­
dáveres de la plaza y los enterrasen.
Luego, Pizarra envió a De Soto y a treinta jinetes al campa-

169
mentó de las termas, donde, por entre las tiendas y los edificios,
deambulaban desorientados centenares de hombres y mujeres. To­
dos pensaban que su Inca estaba muerto. Cundió la alegría cuando
se enteraron de que su señor se encontraba incólume en poder de
los blancos.
De Soto inspeccionó el gran campamento, que al principio tamo
le había preocupado. En el fondo del lugar vallado, donde había
visto el día anterior a Atahualpa rodeado de su corte, entró en
el pabellón del Inca; era un edificio no muy grande, pero estaba
lujosamente instalado. Al centro del patio interior afluían, por dos
conducciones de piedra, agua fría y caliente de las termas a una
conducción mayor, para mezclar el líquido a la temperatura desea­
da, y de ésta a una pila artísticamente labrada. El pabellón se
componía de cuatro aposentos pintados de colores claros. «Tan
bonita casa no se había visto en América», escribe uno de los
visitantes. En los jardines había galerías que conducían a las ca­
sas vecinas de los altos servidores reales.
Mientras, los de la escolta de De Soto rebuscaron en el campa­
mento, y llevaron una sorprendente riqueza en metales preciosos
y finísimos tejidos «tan impecables como se pueden ver en las
tiendas de los mercaderes flamencos o en la feria de Medina del
Campo».
Cerca del mediodía, una procesión se acercó a Cajamarca, aun­
que muy distinta de la del día anterior. Decenas de hombres y
mujeres, que debían de ser de la corte del Inca, seguidos de lla­
mas cargadas con los bienes del campamento, y de rebaños de la
misma especie destinados al avituallamiento del ejército.
En la plaza fueron reuniéndose hasta unos ocho mil, entre los
prisioneros del día anterior y los vecinos de Pultamarca. Salvo,
un determinado número de ellos destinados a prestar servicio, orde­
nó Pizarra a todos que se marchasen a sus respectivas poblaciones
Cuando le mostraron a Atahualpa los objetos de oro y plata,
dijo con desdén:
— Eso no son más que objetos comunes. Lo de más valor se lo
han llevado los guerreros en su huida.
Entre el botín había cántaros, cuencos, fuentes, braseros y
cubiletes de oro. Todo ello valorado en cuarenta mil pesos oro y
siete mil marcos de plata, sin contar los valiosos tejidos y cua­
renta esmeraldas de gran tamaño.
En Cajamarca, a los soldados los alegró el hallazgo de un tam­
bo repleto de telas y prendas de vestir. Tras un largo mes de mar­
chas por desierto y tierras altas, tuvieron la dicha de poder reno­
var sus vestidos. Dicho depósito estaba tan repleto, que apenas se
notó la falta de lo que se llevaron.
Los prisioneros puestos en libertad llevaban la noticia de los
inauditos acontecimientos de Cajamarca por todos los valles y

170
montañas. El efecto fue diverso. En Quito, produjo dolor el des­
tino del soberano; en otros lugares, particularmente en las re­
giones recién sometidas, se produjeron síntomas de desintegración.
Por eso, se formó un ambiente de sentimiento indígena en torno
al cautivo de Cajamarca.
De los alrededores, y de los lugares distanciados, llegaban dia­
riamente caciques cantonales y regionales para someterse al ven­
cedor extranjero. Pero la visita era a su señor, a quien ellos, no
obstante estar preso, se acercaban con gran temor y humildad.
Era el hijo del Sol. En nombre de él se nacía todo en al país: la
guerra y la paz, la siembra y la recolección. El era la nación; en
él vivían ellos.
Ninguno podía entrar en el aposento si no llevaba a cuestas un
presente, y no iba descalzo, aunque se tratase del príncipe de una
provincia grande. Se echaban al suelo, mientras él no les miraba
siquiera una sola vez, y le besaban los pies y las manos, según
era costumbre.
«Era poco frecuente ver qué dignidad afectaba este indio y
cuánta obediencia se le rendía», escribe Jerez, quien andaba alre­
dedor de él.
Como vemos, Pizarra hizo cuanto estuvo a su alcance para ali­
viar la situación de su prisionero. Le permitió que formase, como
más le conviniera, su corte con sus pallas, orejones y demás
servicio conveniente. No le faltaba nada, salvo la libertad.
Sin impedimento alguno, le permitió comunicarse con sus súb­
ditos. Una intervención en este sentido hubiese sido harto difícil,
dado el desconocimiento del idioma y casi el de las relaciones polí­
ticas. Es lógico que, debido a la ausencia de dicha intervención,
se originase con el tiempo una desconfianza de funestas conse­
cuencias.
Después de superado el primer trastorno y de haber salvado la
vida, por supuesto, Atahualpa se avino con risueña tranquilidad
con los españoles; en cambio, no había variado el trato del sobe­
rano respecto a sus súbditos, los lamentos de los cuales calmaba
con la consideración filosófica de que el vencer y el ser vencido
pertenecía al lance de la guerra. Había vencido a Huáscar. Y los
hombres llegados del mar lo habían vencido a él...
A Pizarra le gustaba conversar con el rey peruano. Tanto al
uno como al otro no les faltaba tema de que hablar. El Inca quería
conocer el mundo de donde habían llegado sus debeladorcs. El
castellano le contaba muchas cosas de allí; era una necesidad des­
cribirle la grandeza de su país y de su rey en un sentido de supe­
rioridad cultural y humana, para justificar su conquista, aunque
tal vez no lo hiciese conscientemente.
De este modo, el peruano fue conociendo lo más importante de
los extranjeros y de su país, del monarca y de su religión. Unas

171
cosas no las comprendía; otras lo emocionaban profundamente.
También él empleaba aquel tipo de conversaciones para acercar
a los hombres, y manifestar sus propias inquietudes. Le confió a
Pizarro su vida y la de sus mujeres y de sus hijos. Pizarra lo tran­
quilizó. En aquel momento existían sinceras relaciones entre los
dos. Le pidió al prisionero que le comunicase todos sus deseos,
aun cuando se tratase de quejas. Quería que no le faltase nada
correspondiente a la dignidad de su persona.
Así, pues, las relaciones entre el vencedor y el vencido parecían
desarrollarse en un ambiente de mutua confianza durante el pri­
mer mes.

Huáscar debe morir

Al cautivo Inca no le faltaba entretenimiento. A su preferida


compañía pertenecían De Soto, Hernando Pizarro y el joven Pedro
como paje. Con ellos aprendió el juego de damas. Un español había
llevado un gato al Peró. Atahualpa se lo compró por mil pesos
oro, el precio más alto que jamás se pagara por un gato, y se
distrajo en la caza de ratones. Aún más sorprendente le pareció
un halcón domesticado. Se lo compró a su poseedor por dos mil
pesos oro, y dijo que para hombres capaces de domesticar un
ave de rapiña nada había de ser imposible en el mundo1.
Pero un cautivo piensa continuamente en su libertad, y sueña
con recuperarla. Como sabemos, no era la primera vez que Ata­
hualpa estaba prisionero. Su digna y tranquila conducta le había
permitido granjearse la amistad de muchos expedicionarios de im­
portancia. En sus conversaciones de sondeo buscaba en los cora­
zones de ellos el camino de su liberación.
A diario recibe decenas de mensajeros del vasto Tahuantinsuyu;.
Mantiene contacto con sus generales Quizquiz y Chalicuchima.
Grandes unidades de guerreros bien pertrechados se encuentran
dispuestos en puntos alejados, y sus vanguardias están destacadas
en los alrededores de Cajamarca. Esperan la señal.
La cordialidad de los españoles no puede inducir a un hombre1
tan inteligente a no creer en la irrevocable decisión de éstos de
mantener lo que han ganado y de permanecer donde se encuen­
tran. Por consiguiente, la señal al jefe de su tropas reza: Esperad.
Que no se cometa ningún acto de hostilidad. Emplear la astucia
en lugar de la fuerza.
¿No podría la avidez de oro de los blancos ser la llave que
abriese la puerta del cautiverio? En el curso de un comentario
sobre la riqueza aurífera del país, el Inca dejó entrever que no
I. O viedo: H istorie Natural y General de las Indias, 1. VI. c. 32.

172
merecía la pena hablar del botín de oro que habían cogido hasta
entonces, si se comparaba con que él podía cubrir de oro todo el
suelo de la estancia donde conversaban. Los interlocutores se echa­
ron a reír, como si se tratase de una broma. Pero el Inca se puso
serio, se incorporó de donde estaba sentado, señaló a unos dos
metros y medio de altura en la pared y dijo:
— Hasta esta altura quiero llenar de oro este aposento, y de
plata los dos contiguos, si me prometéis la libertad.
También Pizarra se puso serio, y le preguntó:
— ¿En cuánto tiempo piensas llenarlo?
— En dos meses —contestó el Inca.
—¿Pata quién será el rescate? —inquirió Pizarra.
—Para todos aquellos que derrotaron mi ejército y me hicieron
prisionero.
El aposento medía veintidós pies de largo por diecisiete de
ancho. Era una inaudita y fabulosa oferta. Los oyentes se quedaron
suspensos.
Pizarra la aceptó, e hizo levantar un acta notarial. Atahualpa
recibió la formal promesa de obtener la libertad en cuanto el res­
cate alcanzase la altura del trazo rojo hecho eo la pared.
Por aquellos días, llegaban a Cajamarca noticias de la venida
de tropas blancas.
Almagro, de quien hace mucho que no sabemos nada, acababa
de llegar con otra expedición. La noticia perturbó la tranquilidad
del Inca. Cuanto más fuertes fuesen los extranjeros menos necesi­
dad tendrían de aquellas negociaciones. Así, se enviaron correos
a todas las tesorerías del imperio, a Cuzco, a Q uito, a Pachacámac
en la costa y a la isla del Sol en el lago Titicaca, con la apremiante
orden de reunir todo el oro disponible y enviarlo sin pérdida de
tiempo a Cajamarca.
En aquel estado de cosas, lo que más preocupaba a Atahualpa
era Huáscar. Se había hecho derramar mucha sangre y, cometido
no menos crueldades con la estirpe de Cuzco, para que él pudiese
contar con una reconciliación. En sus charlas con los españoles
había advertido el interés de éstos por su rival. Por lo tanto, veía
una amenaza en la persona de su hermano legítimo: podría ocupar
su puesto, lo cual le haría perder la partida.
Poco después de haber convenido en el rescate, Pizarra le for­
muló a Atahualpa la tan temida pregunta:
— ¿Qué ocurre con tu hermano Huáscar, Inca?
Pero el interpelado tenía preparada la respuesta:
—Mis caudillos lo cogieron prisionero, y lo conducen hacia aquí.
Te lo entregaré y haz de él lo que te parezca.
— ¡Procura que no le suceda nada! —recalcó Pizarra—. Si muere,
también tú morirás.
¡Huáscar en Cajamarca! Para evitarlo, era capaz de ofrecerles

173
su legitimidad y todo el imperio a los extranjeros. Huáscar pre­
sentaría quejas de los asesinatos cometidos en las personas de su
estirpe. Ello supondría una oportuna ocasión para que los extran­
jeros llevasen a cabo el suyo. ¡Huáscar no debía llegar a Caja-
marca! ¿Cómo lograrlo? «¡Si muere, también tú morirás!» ¿Es
que no había ninguna salida? El astuto hombre encontró una.

Ardid del Inca

Una mañana sorprendió Pizarra a Atahualpa con aspecto de


profundo abatimiento, cosa inusitada en él.
— ¿Qué te pasa, Inca? — preguntó Pizarra, compasivo.
—Estoy afligido — contestó el prisionero, con voz opaca —por­
que sé que me matarás...
— ¿Y por qué he de matarte? ¿Qué te ha ocurrido?
— He recibido una noticia triste: sin saberlo yo, y a pesar mío,
mis caudillos han dado muerte, a Huáscar. Ahora, tú me ma­
tarás.
A Pizarra le disgustó lo que acababa de oír. Tenía una serie de
proyectos, cuyo punto principal era el inca de Cuzco. Al principio,
no creía del todo en dicha noticia; pero, luego de haber interrogado
al mensajero que la había llevado a Atahualpa, se convenció de
las dos cosas: de la muerte del rival y de la culpabilidad del pri­
sionero. Como éste continuaba afectando tristeza, Pizarra le con­
soló diciendo que la muerte era el destino de los humanos, del que
ni los reyes podían librarse.
Como sabemos, Huáscar estaba en manos de Chalicuchima,
quien lo trataba como un condenado a muerte. Entre otras veja­
ciones, lo llevaba atado de una cuerda por la altura de los sobacos.
Mientras iba conduciendo su prisionero camino de Cajamarca,
cerca de Jauja se encontró con las diezmadas huestes, que le die­
ron la inconcebible noticia de los sucesos del 16 de noviembre, y
de la muerte de Atahualpa. Ello produjo una desesperanzadora
confusión en Chalicuchima, pues, al morir Atahualpa, el trono
pasaba a Huáscar. Tan inhumano trato le había dado al inca, que
no podía aventurarse a ponerlo en libertad o a aliarse con él.
Por su parte, Huáscar abrigó esperanzas y mostró su autoridad
de legítimo Inca; y refiriéndose a su enemigo, gritó:
— ¿Quién es ese bastardo?
El era el soberano, y no Atahualpa que no tenía derecho a reci­
bir una aguja de oro siquiera. A los extranjeros les llenaría de oro
el aposento, no sólo hasta la raya roja sino hasta el techo, para exi­
gir el castigo por aquella injusticia sufrida.
Tan pronto como Chalicuchima se enteró de que su señor es-

174
taba sano y salv en el cautiverio, le enteró de los planes de
1luáscar y pidió instrucciones respecto al caso.
A la sazón, Atahualpa representaba el papel de hombre afligido
ante Pizarra. Su ardid era simple, pero efectivo. Pizarra lo creyó,
y así, consolaba y tranquilizaba a su cautivo. No quería hacerle
responsable de un hecho que no había podido impedir se come­
tiese.
Con esta seguridad, envió urgentemente la orden de ejecución
contra su hermano a Chalicuchuna, que la cumplió al punto; el
inca de Cuzco fue muerto, y su cuerpo arrojado al río Anda-
marca. Este modo de ajusticiar era considerado el más cruel, por-
iiue, según la creencia incaica, la existencia extraterrenal quedaba
destruida por el fuego y el agua.
En el momento de morir, Huáscar le echó la maldición de los
antepasados a su rival:
— ¡Mi reinado ha sido corto; pero el de ese traidor será más
corto todavía...!
Pizarra no tenía la menor idea de lo sucedido; así era engañado
¡>or el Inca. Pero el destino de Huáscar influyó mucho en que los
españoles, los «vengativos viracochas», encontrasen amigos en Cuzco.
El joven Pedro sabe de otra premeditada estratagema del cau­
tivo: dos príncipes de la estirpe de Huáscar, Huamantito y Mayta
Yupanqui, se habían dirigido a Pizarra, huidos del desaforado
Quizquiz, que administraba la ciudad de Cuzco. Hace suponer que
vinieron con el plan de destronar a Atahualpa. Mientras iban lle­
vando las entregas de oro, los dos querían regresar a Cuzco. Al
llegar esto a oídas de Atahualpa, rogó a Pizarra que no los dejase
salir, pues eran muy impopulares y, si les ocurría algo, le echarían
la atipa a él. Pizarra lo comunicó a los dos auquis (príncipes) y
retardó su salida unos días. Pero los auquis insistieron en su pro-
l>ósito y pidieron se les cediese una buena espada española con
uuc poder defenderse. Apenas habían salido de Cajamarca, envió
Atahualpa un mensajero detrás de ellos; los dos hermanos nunca
más volvieron a ver Cuzco.
11
ORO BERMEJO Y FUNESTO

Alcázar del mundo, la mitad de oro y la mitad


de lodo, amasado con sangre humana...

B. G racián: E l criticón.

Los correos del Inca

Sin interrupción llegan a Caj amarca los correos del Inca con
el rescate. El aposento en que se deposita el metal precioso es
grande. Si el oro fuese líquido, se podría nadar dentro de la estan­
cia. Pero el trazo rojo está alto. La crecida es lenta, demasiado
lenta para la impaciencia de algunos.
El prisionero apenas puede disimular su creciente inquietud.
De continuo, busca la manera de ganarse la voluntad de los blan­
cos. En su corte, se encuentran princesas jóvenes, hermanastras
tuyas, hijas de los numerosos hijos e hijas más jóvenes de Huayna
Cápac. ¿Podría comprometerse a Pizarra con tan precioso regalo?
Una capciosa idea no nueva en la historia universal. La bella ñusta
te llama Huailla Yupanqui, lleva el primer nombre de su madre,
rincesa de la provincia de Huailla, y el paterno del tronco incaico.
P ara los conquistadores no quedaba descartado el peligro de verse
llevados a contraer matrimonio, seducidos por una hija de los
hijos del Sol, de la creación de una raza común y, tal vez, de
formar su propia dinastía, como un decenio más tarde propone el
rebelde Carbajal a su joven amigo Gonzalo.
Francisco Pizarra, que casi raya en los sesenta, no parece ser
indiferente respecto a este asunto. Acepta la noble Huailla, des­
pués de haber sido bautizada y de habérsele impuesto el nombre
de Inés. (Esta era la condición que los misioneros ponían a los
conquistadores si tomaban a una india como manceba.) Sin em­
bargo, ello no influye en su firme decisión ni hace variar su sobrio
carácter.
Con la llegada de Almagro, ve el Inca incrementarse la tirantez
entre los blancos. Por otro lado, sabe que tiene muchos enemigos
entre su pueblo y su estirpe: la gente de la raza cañari, duramente
Castigada; los orejones del clan cuzqueño, cuya política conviene
con la de los españoles, entre ellos los cronistas Cassi Tupac y
Uuallpa Yupanqui, a quienes intentar quitar de en medio disimu­
ladamente; los yanaconas, que ven llegar el momento favorable
para ellos, y que conocen la política del país y el juego entre basti­
dores, por pertenecer la mayoría de ellos a familias distinguidas

177
de provincias. Todos odian al prisionero; desean su muerte; le
temen mientras esté vivo.
De estos círculos llegaban a oídos de los españoles incesantes
rumores de concentraciones de tropas acá y acullá. Aunque preo­
cupado, Atahualpa se echó a reír cuando Pizarra le pidió una
explicación sobre el particular.
— ¿Es que no me tenéis en vuestras manos? ¿Debo planear mi
propia ruina, tal vez? ¿No sería yo la primera víctima? —exclamó
el Inca, sagaz—. Si no, envía soldados a caballo a donde te han
indicado que hay tales concentraciones. Encontrarán tranquilo el
país. Ninguna mano se alza sin mi consentimiento.
— El oro para tu rescate llega con mucha lentitud —le dijo
Pizarra, con un tono que sonaba a desconfianza— . Lo cual quiere
decir que demoras el transporte para ganar tiempo.
Las distancias son muy grandes —se justificó el Inca—: dos­
cientas leguas hasta Cuzco o hasta Pachacámac; cuatrocientas!
hasta la isla del Sol. Te ruego que envíes gente a Cuzco y a Pacha­
cámac, con el fin de custodiar y acelerar las entregas de oro;
pondré a su disposición una escolta...
¿Podía Pizarra desestimar dichos rumores?1 ¿No sería lo más
probable? Entonces, ¿qué había acerca del verdadero poder de
aquel vasto país? Un puñado de habitantes en el litoral y unos
centenares en los valles, aparte los importantes centros del Ta-
huantinsuyu. ¿No sería más probable que el país y sus caudillos^,
permaneciesen inactivos? .|
Indudablemente, ningún español era molestado; al contrarió,
dadas las advertencias del cautivo, se les honraba y servía como
señores. Pero ¿qué otra cosa podía hacer Atahualpa?
Los poderosos ejércitos de que los generales del soberano aún
disponían, eran bien conocidos por los españoles: un campamento
situado en una afilada y elevada cumbre.
Pizarra aceptó la proposición de Atahualpa: mandó unas pa­
trullas de reconocimiento, y envió tres españoles a Cuzco.
Los nombres de los tres están anotados, y los cronistas parecen |
más bien criticarlos. Eran Pedro M artín de Moguer, Francisco Mar­
tínez de Alcántara y M artín Bueno. Al parecer, se trataba de sim­
ples soldados a quienes se eligió porque conocían el quichua. En
toda su vida, los tres castellanos no habían emprendido ni empren­
dieron un viaje tan rumboso como aquél. En sillas de manos, y a
paso ligero, fueron llevados por valles y montañas hasta las tierras

1. También Kublef acepta como lógico que Atahualpa pte paraba su liberación por
medio de las armas: «.../be Jncé's tugare, frustreted callt lo «raer among b it proviacát
antr/er...» («ios vagos y frustrados llamamientos del Inca a las armas entre sus ejércitos da
provincias»). Y, al mismo tiempo, alude al verdadero (alio de su autoridad: Tbe incesbtp
a b ite relatnlng tirar/ lym bolicsl potencUl, now locked poU tictí e//ec//tmerr._ (El Inca,
mientras conservaba el que habla sido su poder simbólico, consideraba ahora su efectividad
política...»)

178
donde surgía la capital del imperio inca. Dondequiera que hiciesen
un alto en el camino, eran recibidos por los curacas y la población
con los honores que le habrían tributado al Inca reinante. «Sólo
(altaba que los adorasen», anota el cronista. A los tres les venían
anchos tantos honores; aun cuando llevasen vestidos del Empera­
dor, no dejaban de ser rudos soldados. Se burlaban de la gente
que les hacía profundas reverencias y les miraban como seres su­
periores, y parece ser que trataron indebidamente a los orejones.
Pero la escolta del Inca era suficiente para protegerlos de la ira
de los indios. El escándalo dado por ellos menoscabó la confianza,
e hizo menguar las entregas de oro. Les parecía bien el papel que
se habían atribuido. Fueron los únicos españoles que pudieron ver
a Cuzco bajo la soberanía inca. Quizquiz, gobernador de la ciudad,
ordenó que se les entregase todo el oro de la Tesorería. El 28 de
abril de 1533, o sea al mes, llegaron a Cajamarca con ciento siete
cargas de oro y siete de plata. Entre aquel tesoro había una ban­
queta de oro del templo del Sol, puesta allí en una gran piedra,
y de la que se decía que «en ella se sentaba el Sol»; una figura de
oro, que nunca llegó a verse, y ánforas de oro. La banqueta pasó
a poder del gobernador don Francisco Pizarro como objeto de
adorno en su capitanía general.
Los tres emisarios contaron toda suerte de historias del temido
Quizquiz; si un indio le irritaba, se recreaba con hacerle comer
ajíes hasta que el desdichado moría revolcándose por el suelo.
Otro de sus recreos, con carácter más simbólico, consistía en que
todas las mañanas le trajesen las aves capturadas, sin faltarles una
sola pluma, para darles la libertad y contemplar cómo salían vo­
lando hacia ella.

Salida de Hernando hacia Pachacámac

Una sección de caballería al mando de Hernando Pizarro salía


hacia Pachacámac, situado en el valle de Lurin, en la costa, al sur
de Lima.
Se trataba de una inmediata exploración para localizar una
supuesta concentración de fuerzas en Huamachuco, que se encon­
traba a tres días de camino. Hernando no encontró allí concentra­
ción alguna; pero se cruzó con un hermano de Atahualpa, Ulescas,
que iba con un cargamento de trescientos mil pesos oro, sin contar
la plata.
Mientras, Pizarro había hablado con Atahualpa para ver el
modo de poder asegurar los fabulosos tesoros del templo de Pacha­
cámac, los ministros del cual habían llegado a Caj amarca; sus
designios no parecían ser demasiado benévolos respecto a Ata-

179
hualpa. No tenían por qué desprenderse de su oro para el rescate
de aquél. Sus territorios llevaban un siglo sometidos al dominio
de los incas. Parece que ellos quisieron hacer desistir de su propó­
sito al cautivo, lo cual puso de mal talante a éste, que, en presen­
cia de Pizarro, les ordenó a los «hechiceros»:
— Marchaos con el hermano del apoo —el peruano trataba a
Pizarro de apoo (señor)— , y entregadle todo el tesoro del templo.
Pues si he prometido llenar de oro la habitación en que me encuen­
tro, vosotros podéis llenar dos con el vuestro. Ese PachacámaC:
vuestro no es ningún dios. Y ¡aunque lo fuese! Pero como no lo es,
entregad el oro.
La expedición salió de Cajamarca la víspera de la Epifanía.
Además de Hernando, iban sus hermanos Juan y Gonzalo con
veinte jinetes. Miguel Estete los acompañaba como inspector reaL
En la susodicha conversación se terció un epílogo: Pizarro había
oído con asombro la frase de Atahualpa: «Ese Pachacámac no es
ningún dios».
— ¿Por qué has dicho eso? — le preguntó él.
— Porque miente —contestó el Inca— . Quiero hacerte saber,
apoo, que cuando mi padre estaba enfermo en Q uito, mandó pre­
guntar qué debía hacer para recuperar la salud. El oráculo res­
pondió: «Ponedlo al sol». Lo pusimos al sol, y se murió. Mi
hermano Huáscar envió a uno para que le preguntase quién sal­
dría victorioso en nuestra disputa, él o yo. El oráculo responda^
que él. En cambio, he vencido yo. Cuando llegasteis a mi país,
mandé que se enterasen de quién vencería, vosotros o yo. El
oráculo respondió que yo. Y habéis vencido vosotros. Como ves,
Pachacámac miente; no es ningún dios.
Con estas palabras también quiso poner de manifiesto el des­
precio del montañés por todas las regiones costeras.
Ya en noviembre de aquel mismo año, 1533, y en ocasión de su
viaje a España, Hernando Pizarro hizo un detallado informe de
aquella expedición en la Audiencia de Santo Domingo. Dado su
polifacético interés, lo reproducimos en forma compendiada:

Informe de Hernando Pizarro al juez


de la Audiencia de Santo Domingo

Magníficos señores:
Camino de España, he entrado a este puerto de la Yahuana.
Por encargo del gobernador don Francisco Pizarro debo enterar
a Su Majestad de los acontecimientos en aquella gobernación del
Perú, y de las particularidades del país. Como es costumbre que
los que pasan por esta ciudad den cuenta a vuesa merced de las

180
últimas noticias, me parece bien transmitiros un breve resumen
Je todo lo acontecido en aquellas tierras...

Sigue una detallada exposición de los hechos que ya conocemos.


Luego continúa diciendo:

En la población de Huamacbuco visité, con permiso del gober­


nador, una mezquita, que está a cien leguas de la costa y se llama
Pachacámac.
Para llegar allí empleamos veintidós días; quince por terreno
montuoso, y siete a lo largo de la costa.
El camino que discurre por la sierra, es algo digno de verse.
No se encuentra otro igual en todas las tierras altas de la cris­
tiandad. Sobre los ríos y riachuelos hay puentes de piedra o de
madera. En uno m uy ancho, que cruzamos dos veces, encontramos
magníficos puentes colgantes hechos de redes. En cada paso hay
dos puentes, uno para el Inca y sus personajes; otro para la pobla­
ción. El primero está vigilado y cerrado al tránsito. Para cruzar
por el segundo, hay que pagar derechos. Los indios montañeses
tienen mejores técnicos que los yungas. Los valles están muy po­
blados. Hay muchos sitios ricos en minas. E l país es frío. Son
frecuentes las lluvias y las nevadas. Es pobre en bosque, y carece
de terrenos pantanosos. Alahualpa tiene mandatarios en todas par­
tes, así como los tuvieron sus antecesores.
En todos los puntos poblados hay casas donde se encuentran
mujeres recluidas; sus puertas están vigiladas. A l indio que se
aventura con una de dichas mujeres, se le condena a muerte.
Dichas casas, unas están destinadas al servicio del Sol, y otras al
del Inca.
En las poblaciones importantes hay también otras casas de
mujeres; en ellas se encuentran las que los curacas del lugar eli­
gen para presentarlas al Inca cuando va allí. De una de estas casas
sacaron mujeres los caciques, y las pusieron a nuestra disposi­
ción... Asimismo existen depósitos con madera, maíz y otras provi­
siones, cuya cuenta se lleva en unas cuerdas anudadas. Tantas
veces como nos entregaron carneros, maíz o chicha, sacaban nudos
de una cuerda y los hacían en otra; así, llevaban la cuenta exacta.
No nos quisieron decir dónde se encontraba la mezquita; pare­
cía como si todos hubiesen convenido en dar muerte a quien lo
delatase... Decidimos seguir por el camino real hasta que dimos
con ella; el cual camino es m uy ancho, y atraviesa por algunos
sitios el desierto; tiene muros de protección contra las arenas, y,
de trecho en trecho, se encuentra una posada para destacados
peregrinos...
Toda la población costera paga tributo a Pachacámac, y no
a Cuzco...

18(
Salvo las fatigas pasadas en los desfiladeros y en los tramos
desérticos, la expedición transcurrió normalmente. La gran decep­
ción fue cuando llegamos al término del recorrido.
Después de mi llegada a la mezquita y a sus hospederías, pre­
gunté por el oro. Me contestaron que nada sabían de ello; que allí
no había oro alguno. Busqué, pero no conseguí encontrarlo. Los
curacas de por allí me llevaron unos presentes. Luego se encontró
en la mezquita cierta cantidad de oro sucio que habían dejado, al
esconder el resto. De ese modo, pudimos reunir ochenta y cinco
mil castellanos y trescientos marcos de plata...

Pachacámac era la Meca de los pueblos del litoral, desde el


Ecuador hasta Chile. A la par que Chavín y Tiahuanaco debió de
pertenecer a los remotos orígenes de la cultura peruana. El cro­
nista Cobo ha dado una extensa descripción. Las relaciones con
Cuzco se mantuvieron sólo por la supeditación, y se rompieron tan
pronto como decayó el poder de Cuzco. De aquí la negativa de los
«hechiceros» y «celadores» del oráculo a entregar oro para el res­
cate. Un viaje a pie por estos lugares de ruinas antiguas es una
de las mayores sensaciones que produce el Perú1.
Hernando, que conocía bien el Antiguo Testamento, podía pasar
perfectamente por Daniel en el templo de Baal.
Pachacámac se encontraba ya en estado de decadencia, que debió
de comenzar con su conquista por Cuzco en 1450.
El efecto político de aquella expedición a la costa debió de ser
mayor que la correría en busca del botín. Estete cita los nombres
de todos los personajes importantes que prometieron fidelidad a
Hernando. Este había cumplido su primera misión; pero quedaba
por cumplir otra mucho más ardua: se trataba de convencer amis­
tosamente al poderoso Chalicuchima para que fuese con él a Caja-
marca. i
El nombre de este gran guerrero sonaba amenazador. Hernando!
le envió noticias tranquilizadoras. Tras enterarse de que Chalicu­
chima operaba con sus huestes contra los rebeldes huancas en
Jauja, decidió emprender el camino de regreso por aquellas distan­
tes y fatigosas montañas.
Los curacas temían a Chalicuchima. Cuando los españoles vie­
ron en la plaza de Jauja manos amputadas y cabezas ensartadas,
comprendieron el pánico que infundía su nombre.
Hernando llevaba en su sección un mandatario inca, que se
ofreció para visitar y traer al tan temido hombre.
«Los caballos permanecieron ensillados toda la noche —escribe
Estete en su diario— , y montamos una guardia. A los caciques del2

2. Conf. S. H usex: Im Relcb der Incas, p. 28$ y n .

182
lugar se les advirtió que, de noche, no se acercase ningún indio
a curiosear los caballos, porque eran bravos y podían matarlos.»
Es de suponer que la advertencia surtiría efecto.
A la mañana siguiente vino Chalicuchima.
Visitó a Hernando. Su porte denotaba férreo aplomo; todo su
ser emitía una frialdad repulsiva. Se convino en salir dentro de
tres días. En este tiempo, el orejón trajo treinta arrobas de oro
y cuarenta de plata.
A los castellanos les resultaba desagradable la mirada de aquel
hombre. «En estos días —anota Estete en su diario— hicimos
guardia y tuvimos ensillados los caballos para cualquier descuido
que pudiese estimular a ese caudillo a una agresión.»
Al término de su informe en la Audiencia de Santo Domingo,
Hernando escribe:

Estuvimos cinco dios en Jauja, en el transcurso de los cuales


toda la población no hizo más que danzar y cantar, y festejar basta
embriagarse. Chalicuchima se metió en la cabeza no venir con
nosotros. Pero, después de convencerse de mi decisión, siguió
voluntariamente... Dejé de comandante en Jauja al orejón inca.
Jauja es un sitio bello y cómodo... Ningún otro me parece tan
apropiado para fundar una ciudad...
Después de llegar a Cajamarca y de haber hecho el correspon­
diente informe, el gobernador me dio la orden de salir para Espa­
ña, con el fin de informar a Su Majestad de estos y otros asuntos
de su interés. Del oro reunido se tomaron cien mil pesos, para
satisfacer a Su Majestad la quinta parte que le corresponde.
A poco de m i salida, se supo, según escribe el gobernador, que
Atahualpa movilizó los guerreros contra los cristianos. Escribe que le
formó proceso. El gobernador hizo subir al trono a uno de sus
enemigos, hermano suyo.
A vuestra ciudad llegará Molina; por él podrá enterarse vuesa
merced de todo cuanto desee.
Que nuestro Señor guarde a vos muchos años de vida.
Dada en el puerto de Santa María, el 23 de noviembre de 1333.
V. S. S. Hernando Pizarro.

Esta carta es aleccionadora por muchos conceptos; ofrece una


escueta exposición de interesantes y dramáticos hechos a la vez
que su estilo refleja la personalidad de un conquistador: el aven­
turero, atraído por los más lejanos, enigmáticos y peligrosos obje­
tivos, que donde encuentra oro lo recoge y lo guarda en su talego;
el no menos hábil diplomático; el impertérrito y siempre dispuesto
soldado que permanece noche y día en su montura, si es necesario;
el infatigable explorador a quien no intimidan los ventisqueros ni
los desiertos, y el colonizador y fundador que mira al futuro y,

183
con aguda mirada, le describe al rey los sitios en que surgirán las
venideras ciudades iberoamericanas, cuna de nuevos pueblos y
culturas.
Rubén Darío, brote de esta nueva raza americana y gran lírico
de Hispanoamérica, lo pone de manifiesto en estos enfáticos versos:

Cuando en vientres de América cayó semilla


de la raza de hierro que fue de España
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña'.

«Güitos de vida y esperanza»

Regreso a Cajamarca

Con los últimos detalles de la carta nos hemos anticipado a los


sucesos.
El regreso a Cajamarca transcurrió con arreglo a lo previsto.
Los españoles lo hicieron a caballo y los personajes indios en silla
de manos. En Andamarca, donde había sido muerto Huáscar, se
encontraron con la orden de zarpar para España. Allí se cruzaban
los mensajeros y correos que iban y venían de Cuzco.
No debemos omitir una particularidad que el cronista menciona
de paso: «El prolongado cabalgar por los pedregosos vericuetos de
la sierra, desgastó las herraduras de las caballerías. Como los jine­
tes no disponían de hierro, encargaron a los orfebres indios que
las hiciesen de plata; así pudieron salir del paso dos meses.»
El 25 de mayo, de Pachacámac llegaba la expedición a Cajamar­
ca. Había cumplido su misión. Llevó oro del templo de Pachacá­
mac, el oro de Chalicuchima y, más valioso que todo aquel metal
precioso, el peligroso general quiteño. Aquí cedemos una vez más
la palabra a Estete:
«En esta ocasión se vivió una escena que los cristianos jamás
habían visto... Mientras ese caudillo Chalicuchima se dirigía hacia
las puertas, tras las cuales estaba preso el rey, y antes de llegar al
umbral, cogió un indio de peso regular y se lo echó a las espaldas.

1. Rubén Darlo, poeta nicaragüense (1867-1916). El poeta de mayor influencia en la


lengua eapañola. Ve la ilnteait entre el florecimiento y la cultura de España y Ia< razas
autóctonas de América.
Le América del pan Moctezuma, del Inca,
la América tratante de Cristóbal Colón,
la América católica, la América española
hay mil cachorros sueltos del león español!
Poema del otoño

184
Lo mismo hicieron los demás personajes de su comitiva. Con el
peso a cuestas entró seguido de los otros al aposento de su sobe­
rano; tan pronto como éste le miró, alzó las manos al sol y le agra­
deció que pudiese verle. Luego se acercó al Inca, y, con lágrimas
en los ojos, le besó la cara, las manos y los pies. Los personajes
que lo acompañaban siguieron el ejemplo de él. En ello, Atahualpa
mostró tal arrogancia, que, aunque en su imperio no hubiese otra
persona a la que estimase más, parecía no mirarlo ni prestarle
más atención que a cualquier otro indio... Acto seguido, Chalicu-
chima dijo: «¡Si yo hubiera estado aquí, los cristianos, no te ha­
brían cogido prisionero!» «Ha sido la voluntad de Viracocha. Los
he desestimado más de lo debido, y Rumi-Ñahui huyó con sus mili­
cias en vez de luchar...», respondió el Inca.
El Sábado de Gloria, poco antes del 14 de abril, se encontró
Hernando con Diego de Almagro, que iba al frente de unos dos­
cientos hombres, entre ellos cincuenta jinetes, en las montañas de
Cajamarca1. Pizarra había salido a esperarlo en el puerto de la cor­
dillera. Tras un decenio de desmoralizadoras decepciones, los dos
viejos camaradas se abrazaron en la cumbre del triunfo y entra­
ron codo a codo, como hermanos, en Cajamarca.
Almagro se apresuró a ofrecer sus respetos al Inca. Con gesto
cortesano besó la mano al vencido rey y conversó, como solía
hacer, sincera y cordialmente con él. El tuerto nunca inspiró con­
fianza a Atahualpa, aunque éste sabía ocultar su creciente preocu­
pación con palabras y gestos joviales.
Junto con Almagro aparecieron los funcionarios reales de San
Miguel, los cuales no eran bien vistos por los soldados. Nadie que­
ría faltar al reparto del oro; además, se habían atribuido el nom­
bramiento de procuradores de la Corona.
Luego transcurren semanas de imperturbable monotonía. Los
hombres pasan el tiempo con juegos de azar. Donde ruedan los
dados, aumentan las disputas y peleas. Pizarra se ve obligado a
nombrar un inspector de prisiones. Empieza a decaer la moral
de la gente y a aumentar el nerviosismo y la impaciencia en pro­
porciones equivalentes.
Surge una tirantez entre la veterana y victoriosa guardia de Pi­
zarra y los envidiosos bisoños de Almagro. Tropas de distintos
comandantes nunca se han podido soportar unas a otras en un
mismo campamento. Este fenómeno se volverá a producir luego
con los soldados de Guatemala.
El regreso de Hernando Pizarra resultó un nuevo elemento de
inquietud. La sola mirada de Almagro bastaba para despertar tan
violentamente en Hernando los anteriores resentimientos de Pana­
má, que éste le negaba el saludo. Pero su hermano se esforzó

I . Pedro Pizarra da otras datos: Hay que atenerse a Jerez y a Estele.

185
por convencerlo para ir juntos a visitar al ofendido mariscal y
restablecer unas relaciones llevaderas, por lo menos.
Don Diego le tendió campechanamente la mano.

Reparto del oro del Inca

Jamás hubo soldados tan ricos en tan breve


tiempo y con tan poco peligro; pero se entregaron
al juego de modo que muchos perdieron su parte
en los dados y en el tablero de damas...

G omara

La gran empresa a que se había comprometido Pizarra ante el


rey Carlos no podía detenerse en aquel apartado valle de las tierras
altas. Se trataba sólo de una detención en el camino, que debía
proseguirse para continuar la conquista. Atahualpa se engañaba si
creía que el oro era la pasión de estos hombres, que con tanto
afán lo buscaban. «Era más codicioso de honra que de oro», dice
Gomara, refiriéndose a Almagro. Esto significa lo mismo para
todos los conquistadores destacados.
Casi no conocían el país y sus habitantes, que parecía ilimitado.
Sierras cubiertas de hielo, que los nativos llamaban «andes», y
ellos «cordilleras», blanquecinos desiertos y pardas estepas, mares
y lagos, cultivos y yermos, todo ello dentro de los mismos límites.
Se les podía dar el apelativo de asiduos caminantes.
Cajamarca es sólo un episodio. El camino continúa.
Seis barcos llevaban varias semanas en el fondeadero de San
Miguel. Sus capitanes se presentaron en Cajamarca y exigieron con
impaciencia pasaje y el correspondiente flete, pues querían zarpar
sin pérdida ele tiempo rumbo al Norte.
Cada día que pasaba, la tropa insistía más en que se le entre*
gase su parte en el oro del Inca. Era asunto complicado guardar
un tesoro como aquél. La idea de perderlo en un ataque por sor*
presa quitaba el sueño. Abrumaba pensar que podían llegar más
españoles y reclamar parte en el botín, como habían hecho los
almagristas.
En el fondo, las exigencias de los soldados importaban a Pi­
zarra. Aunque la cantidad de oro no hubiese alcanzado la altura
señalada — aun cuando había vencido el plazo fijado— , se aconsejó
con sus oficiales, y decidió hacer fundir el oro y empezar su repar­
to. Antes, los secretarios debían redactar los informes correspon­
dientes a la Corona.
El 13 de mayo, el gobernador mandó que se publicase dicha

186
decisión. Orífices indios convierten la obra de los orfebres al ser­
vicio del Inca en informe metal.
Kl 13 de junio llega el grueso del oro de Cuzco. En total, se
luihla de doscientas cargas de oro y veinte de plata, ya poco ape­
tecible. Cabe suponer que en esa cantidad estuviese incluido el de
liiuja. En detalle, se citan setecientas planchas de oro de tres a
• mitro cuartas de largo por una de ancho, y cuyos agujeros deno-
imi que están destinadas al revestimiento de paredes.
Todo el oro y plata fue pesado por funcionarios reales; se dese­
chó el metal de baja calidad. La cantidad definitiva dio 1 326 339
|iesos de oro fino.
Mientras se llevaba a efecto este trabajo, surgieron, como es
natural, varias discusiones sobre la distribución y el derecho a par­
ticipar en ella. No en vano Pizarro había puesto una cláusula
respecto a esa en el convenio con Atahualpa.
La gente de Almagro pedía, al principio, una participación total,
arguyendo que su llegada había acelerado la entrega de oro, y sus
armas y caballos contribuido a la custodia del mismo; que era
antiguo uso en la guerra repartir equitativamente el botín entre
celadores y combatientes.
Dada la situación, era necesario evitar toda discordia, y así, tras
deliberaciones conjuntas, se acordó entregar al jefe de los alma-
gristas doscientos mil ducados; con ello, todos se sintieron satisfe­
chos; tenían motivo para estarlo.
Luego, el notario real Pedro Sancho procedió al prorrateo del
metal precioso con que el Inca esperaba rescatar su vida y su
libertad.
El documento llevaba estampada la fecha del 19 de julio. Unos
•lias después, en la festividad de Santiago, terminaba solemne­
mente aquel acontecimiento.
La nómina notarial da una detallada exposición de la cantidad
alienada a cada uno.
La quinta parte del rey, como ya conocemos por la carta de
I lernando, sumó 264 459 pesos oro.
El secretario Cobos recibió el uno por ciento de derechos de
lundición, lo cual sumó 13 265 pesos. El pago de derechos a la
Tesorería importó 2 000 pesos.
Los colonos de San Miguel reciberon 15 000 pesos para ser
repartidos entre ellos.
A la iglesia franciscana, que debía ser erigida en el lugar donde
Atahualpa había sido hecho prisionero, se le asignaron 2 720 pesos
uro y 90 marcos de plata.
El gobernador no olvidó a ninguno de los que habían esperado
participar en el reparto del tesoro. «En esto, el Marqués fue siem­
pre muy cristiano, y a nadie escatimó lo que le pertenecía»,
ubserva su sobrino Pedro. También los marineros, que esperaban

187
en los veleros, y los mercaderes fueron agraciados con una can­
tidad significativa.
Como gobernador, a Pizarro se le destinó la suma de 57 220 pe­
sos (250 kilogramos de oro) y 2 350 marcos de plata. A su hermanó)
Hernando, 31 080 pesos y 1 267 marcos de plata; a De Soto, 17 740
pesos y 724 marcos de plata (cantidad superior a la que le correar!
pondía; con ello se le quería inducir a que regresase a España o a
Nicaragua.) Los soldados de caballería recibieron de siete a ocho
mil pesos, y los de infantería la mitad.
Huelga hablar de Almagro; debió quedar satisfecho, porque
no se le oyó quejarse.
El canónigo De Luque, tercer socio de la compañía constituid^
en 1526, sin cuya enérgica intervención no se hubiese realizado la
empresa, había entregado su alma poco antes de que aquélla fuese
coronada con el áureo resultado.
Pizarro había cumplido su promesa. Cada uno de sus hombre*)
se había convertido en un caballero rico, en tanto se consideras^
el valor real del oro en quilates.
Pero, por supuesto, no tardó en agriarse el vino. La abundando
del bermejo metal puso los precios por las nubes. El áureo torrente)
afluyó a los bolsillos de los mercaderes, que habían zarpado de
Panamá, al enterarse del viento que soplaba en Perú.
Francisco de Jerez nos ofrece una lista de precios: «Puedo afir*
marlo, pues... yo mismo compré. Un caballo costaba de mil qui­
nientos a tres mil pesos oro; un cántaro de vino, sesenta; unas
calzas, de treinta a cuarenta; una capa, cien, y una espada, de
cuarenta a cincuenta pesos oro; así era de valorado este precioso)
metal. Si uno debía algo, cortaba un trozo de oro, sin pesarlo ni
comprobar si la cantidad entregada era doble que la deuda con­
traída...»
Los prudentes, que eran los menos, guardaron su oro y plata
en cajas y esperaron la primera oportunidad de un permiso para
visitar a la patria.
De todo aquel montón de oro se apartaron las obras artística!
más importantes para ofrecérselas como presente de la tropa ni
rey. Jerez dice que, debido a su enorme cantidad, no se atrevió a
describirlas. Sólo recuerda un tallo de maíz con sus mazorcas; una
banqueta; un manantial, por cuyos caños caía agua en un estan­
que; diversas variedades de aves; unos indios sacando agua de una
fuente, todas ellas de oro. Queda por aclarar si se trataba de relie­
ves o de figuras. Según relatos de Chalicuchima, en Jauja debía
de haber un juego de llamas y sus pastores, de oro, heredado de
Huayna Cápac. Junto con sencillos broches y poco acertadas figu­
ras de forja, había valiosos brazaletes con bajorrelieves artística
mente repujados. Si se pueden comparar o no los orífices perun
nos con los europeos o con los orientales, es cuestión de juicio

188
estético. Las descripciones de los cronistas están mayormente ins­
piradas en la emoción perceptiva del momento1.
Oviedo dice que continuamente pasaban por Santo Domingo,
donde eran expuestas, camino de Sevilla, artísticas obras de la
orfebrería peruana.
Poca prosperidad les proporcionó el oro de Cajamarca.

t. Conf. el voluminoso tomo sobre U antigua orfebrería peruana Oro en Peni, de


Miguel Mújica Gallo.
También las ilustraciones de esta bella obra nos convencen de lo lamentable que fue
que obras de arte de imperecedero valor fuesen destruidas. Los ulteriores trabajos
españoles inspirados en ellas muestran un importante ascenso. En lo relativo a la fundi­
ción de obras artísticas de metales pteciosos, puede decirse que es una barbaridad no
poco frecuente. Por aquel entonces, el rey Gustavo Vasa, necesitado de dinero para la
guerra, mandó fundir loa cálices, custodias y relicarios de sus iglesias; de tal modo, que
las iglesias y museos tuecos acusan verdadera pobreza en obras de arte de su floreciente
periodo gótico- románico.
12

LA MUERTE DE ATAHUALPA

...i» custodia necatur.

C. J. C ésar, De bello civili, V

Confusión

La cita arriba anotada se encuentra hacia el final de Comenta­


rios de la guerra civil, de Cayo Julio César. Q. L. Léntulo fue muer­
to por Ptolomeo, hermano de Cleopatra, a quien él había acudido
en busca de ayuda, como quien acude a un buen amigo.
No está de más remontarse a tan antigua historia antes de
hablar de la muerte de Atahualpa. Al leer las muchas descripciones
de este suceso (no pocas copiadas unas de otras), se recibe la im­
presión de que el modo de proceder de Pizarro con el Inca fuese
un caso único en la Historia. No es necesario echar una mirada
retrospectiva hasta César o hasta Antonio, para encontrar casos
similares.
Realmente, en las crónicas se refleja una profunda confusión;
los más diversos móviles y pasiones se barajan confusamente.
Contra el Inca estaban la desmoralizadora sensación de amenaza
en la tropa, la preocupación de los funcionarios reales con el pode­
roso soberano del Perú; la turbia sed de venganza y pasión del
indio Felipillo que había sido castigado por osar meterse con una
de las mujeres del Inca. A su favor tenía la amistad y confianza
de muchos oficiales, ganadas con los largos meses de trato con
ellos. Por último, lo contraproducente del implacable trabajo lite­
rario del erudito Oviedo en detrimento de Pizarro, reflejador de
una página de la Historia enfocada parcialmente, y seguido de Bar­
tolomé de las Casas que, aunque nunca estuvo en el Perú, contri­
buyó a plasmar esta idea, valedera en el curso de unos siglos.
Todo ello cooperó, además, en el brusco cambio de disposición de
ánimo, iniciado ya en la víspera de la ejecución del Inca.
Intentemos hallar la verdadera esencia de su origen, y se­
guirla.
Francisco de Jerez empieza este nuevo capítulo, el último de su
crónica, con las siguientes palabras:
«Tenemos que hablar de un hecho que no debe ser omitido:
un cacique mandatario de Cajamarca se presentó a Pizarro y, a
través del intérprete, le dijo:
»— Debo comunicarte, apoo, que Atahualpa envía desde su cau­
tiverio emisarios a todas las provincias, para movilizar las huestes

191
contra ti y tus soldados, con el fin de mataros a todos. Estas
huestes marchan al mando del caudillo Rumi-Ñahui. Se encuentran
muy cerca de aquí. De noche, piensan atacar vuestra guarnición,
matarte a ti y liberar al Inca...
«Pizarra hizo levantar un acta notarial de aquella denuncia.
Luego interrogó a unos parientes de Atahualpa, indios distinguidos
de su cortejo, e indias que vivían con los españoles. Estos afirma­
ron la denuncia del curaca de Cajamarca. ¿Es que pertenecían al
partido de la oposición del Inca? A continuación, Pizarra hizo
objeto de una seria reprimenda a su cautivo:
»— ¿Planeas traicionarme? ¿No te he honrado como un hermano
y no he confiado en tu palabra, acaso?
»E1 Inca intentó prevenirse de la acusación como de una broma
pesada, por lo que contestó preguntando:
»— ¿Es que te burlas de mí? Siempre estás de broma. ¿Quiénes
somos nosotros, yo y toda mi gente, para que podamos hacer peli­
grar a hombres tan valientes como vosotros? ¡No me vengas con
semejantes chanzas!»
Esto lo dijo sonriente y sin la menor confusión. «Para ocultar
mejor sus malas intenciones», completa Jerez. «Porque nada tenía
que ocultar», escribe Oviedo, en la isla Española.
El Inca demostró más de una vez el dominio que tenía de su pa­
labra y de su juego fisonómico.
¡Vano esfuerzo! Pizarra no respondió. El Inca comprendió que
la cosa iba en serio. Fue aherrojado. Se reforzó la guardia. Caja-
marca se puso en estado de alarma. De noche, una sección mon­
tada de cincuenta hombres patrullaba por los alrededores de la
ciudad; al amanecer, hora en que los indios solían atacar, salían
de exploración los ciento cincuenta soldados que formaban la uni­
dad de caballería. Fuese la noticia cierta o no, los españoles vivían
oprimidos noche y día por aquellos rumores. «Muchas noches no
podíamos dormir, dominados por el temor de esos caciques y
sus guerreros», escribe uno de los participantes.
El miedo es mal consejero. El miedo ve pronto lo que le asusta
ver. La verdadera situación nunca sería aclarada.
Dicha situación duró desde el reparto del botín de oro, y puede
que empezase mucho antes, hasta la muerte de Atahualpa. Para
llenar este espacio de tiempo, pueden, aun cuando sean desorde­
nados, ayudarnos detalles de los apuntes de Pedro Pizarra. Otros
testigos de vista, como los cronistas Pedro Sancho, Mena y Tru-
jillo, coinciden esencialmente con él.
Según narra Pedro, la llegada de Almagro hizo que Atahualpa
viese más en peligro su vida. Lo comprendió al formular preguntas
capciosas. Un día mandó a uno de sus orejones preguntar a Pizarra
que cómo pensaba arreglárselas con las prestaciones de los indios.
— Encomendaré a los caciques que se encarguen de ello —con-

192
testó Pizarra. En realidad era el modo habitual entre los incas, y
continúa siéndolo hasta hoy.
De ello creyó Atahualpa inferir que ya lo tenían proscrito. Pa­
reció tener unos días de mayor depresión. Pero luego se dirigió
a Pizarra con un consejo práctico:
—Quiero indicarte, apoo, cómo debes tratar a los indios para
que os obedezcan. Tenéis que matar a la mitad; así, el resto os
servirá sumisamente. —Y volviendo a su preocupación principal— :
Tú me matarás.
Pareció haberse dado cuenta de que no había sitio suficiente
para los dos en el país, como no lo había habido para Huáscar
y para él.
Pizarra lo tranquilizó. Evidentemente, aún no había tomado
decisión alguna; le costaba tomarla, rasgo que encontramos en él
más adelante. Le respondió:
—Quiero dejarte la provincia de tu madre, y nosotros, los cris­
tianos, ocuparemos el territorio entre Cajamarca y Cuzco.
«Pero como Atahualpa era un hombre inteligente —continúa
Pedro— , advirtió que el gobernador lo engañaba. Trabó profunda
amistad con Hernando Pizarra, quien le había prometido no con­
sentir que lo ejecutasen. Solía decir que Hernando era el más
caballero de todos los españoles.»
Es curioso que tan riguroso y altivo hidalgo hiciese amistad con
el Inca, desde un principio; él y De Soto.
Mientras, entre Francisco Pizarro y Almagro había madurado
el plan de enviar al embarazoso Hernando con un honrosa misión
a España y, si todo iba bien, quitárselo de encima. Nadie mejor
que él para una urgente embajada a la Corona. La misión parecía
tan apremiante, que ni siquiera se aguardó a toda la quinta parte
del tesoro que debía llevarse. Hernando debía zarpar en una de las
carabelas fondeadas en San Miguel, como portador de la primera
de las quintas partes del rey y, m is importante que el oro, una
detallada relación de las particularidades de las nuevas provincias
del imperio de Carlos V; y, finalmente, solicitudes de nuevos favo
res reales tanto para su hermano Francisco como para Almagro,
(luc solicitaba se le concediese la gobernación de la región meri­
dional, limítrofe con la de Pizarro. Sin duda, Almagro no tenía
mucha confianza en su rival cuando confió su petición individual
al capitán Juan de Sosa y a Cristóbal de Mena.
Quizá la salida de Hernando fuese la causa de la desventura
de Atahualpa.
—Siento de veras que te marches, capitán — le dijo a Hernan­
do— . Sé que si te vas, el gordo y el tuerto me matarán...
El «gordo» era el tesorero real Riquelme, y el «tuerto», Al­
magro.
Los móviles de la hostilidad de los funcionarios reales al cau-

193
tivo no quedan definidos. El copioso material de las crónicas da
a entender que ellos se sentían perjudicados y, contra el prisio­
nero y frente a Pizarra, esgrimieron la causa de la Corona: Mien­
tras el astuto Inca contase con la obediencia de sus súbditos, no
cabía pensar en el dominio de los españoles. Si se le ponía en
libertad, levantaría a la nación y acabaría con el puñado de cas­
tellanos. «Y si se deja a un lado su mala voluntad, tenían razón
—advierte Pedro Pizarra— , porque era imposible poner en libertad
al Inca y conquistar el país.»
Sin quererlo, el cautivo contribuyó a mantener tensa la preocu­
pación de los castellanos, de modo que llegó a convertirse en un
nocivo nerviosismo ante su poder, pues continuamente aludía a la
incondicional sumisión de sus vasallos: «Sin mi voluntad, ninguna
ave levanta el vuelo...» «Los indios temían tanto a su señor, que
eran capaces de tirarse por un precipicio, ahorcarse o emplear
cualquier medio para quitarse la vida si éste se lo ordenaba...»,
escribe Pedro. Motivos parecidos a los de los funcionarios de San
Miguel respaldaban la animadversión de los almagristas a Ata-
hualpa. También ellos se sentían preteridos por el reparto del botín;
por otro lado, no tenían ninguna relación personal con el cautivo,
que no hacía sino estorbar sus planes.
Un episodio recalca lo singular de la confusa situación en que
se encontraba el Inca: mandó a su fiel hermano Illescas por sus
hijos a Quito. Dicha provincia estaba dominada por Rumi-Ñahui;
este esratega pareció haber considerado decidida la suerte de su
rey, o puede que pretendiese el reinado del Ecuador. Invitó a
Illescas a una cena; cuando éste y sus acompañantes se hubieron
embriagado, mandó darles muerte, y desollar a Illescas y hacer de
su piel parches de tambor, adornados con cráneos reducidos1.

La premura del Inca

En Cajamarca continuaba el catastrófico enredo de noticias


falsas, miedo, intrigas y odio.
Testigos fidedignos como Jerez, Pedro Pizarra y Diego de Tru-
jillo coinciden en que los funcionarios reales, bajo el tesorera
Alonso Riquelme, apremiaban reciamente al gobernador y, come
escribe Pedro, «ponían en juego la causa del Rey». Grave y vigo­
rosa frase hecha contra un hombre en funciones de procurador de
la Corona.
Realmente, como parecen confirmar los continuos y amenaza
dores avisos, se creó una nueva situación de lucha por sostenerse
1. A s i lo leemos en Oviedo, y en ZARATE: Historia del descubrimiento y conquista
de la provincia del Pert...

194
o hundirse entre Atahualpa y los españoles. «Y muchos indios,
enemigos de Atahualpa, les aseguraban a los castellanos que no
habría paz y tranquilidad en aquel país mientras viviese aquel astuto
y taimado hombre, de quien ellos debían desconfiar», anota el
cronista. Era la voz de los cañaris, del clan de Cuzco y de los
yanaconas.
En aquella premura sucedió un caso que hizo conmover al pri­
sionero más que la cadena que lo tenía sujeto: unos veinte días
antes de su trágico fin, estaba Atahualpa charlando y bebiendo
chicha con unos españoles, cuando de repente se vio por la parte
de Cuzco un claro resplandor en el cielo vespertino; el fenómeno
consternó al Inca, pues otro parecido se había producido unos
días antes de la muerte de su padre. Ahora sabía que tenía que
morir.
«En este tirante estado de cosas, quiso el diablo que el intér­
prete Felipillo, uno de los jóvenes que el Marqués se había llevado
o España, se enamorase de una de las mujeres del Inca», leemos
en Pedro Pizarro. En estas significativas palabras se percibe, ade­
más, la indignación del Inca, para quien semejante osadía era una
afrenta intolerable. Se quejó de ello a Pizarro. Este agravio le
ofendió más que su propio cautiverio, aun cuando éste amenazase
ron poner en peligro su vida. Las antiguas leyes castigaban esta
clase de delitos, condenando al dclicuente y a la mujer, si se la
consideraba culpable, a ser quemados vivos; a los padres, herma­
nos y demás parientes, a muerte, y el poblado y las tierras de
labor, a ser arrasadas, arrancando incluso los árboles, para que
quedase un eterno recuerdo del castigo... Los españoles castigaron a
Felipillo, la pasión y sed de venganza del cual buscaron una opor­
tunidad para el desquite, que se ofreció de por sí.
Pedro Pizarro culpa a Felipillo de haber echado sistemática­
mente aceite al fuego de la agitación general. De modo malinten­
cionado hizo uso de sus funciones de intréprete. Por último, llevó
ii Pizarro el rumor de que, en la región de Huamachuco, el Inca
había movilizado fuerzas para una acción contra los españoles.
Pizarro interrogó a Chalicuchima; éste lo negó. Pero Felipillo tra­
ducía las respuestas en un sentido ambiguo, premeditadamente.
Intervino De Soto, y se ofreció para comprobar si eran ciertas
las acusaciones.
A Pizarro le pareció bien, y dio su consentimiento; «porque,
cierto, el Marqués no quisiera matalle», escribe Pedro.
Con cuatro camaradas, entre ellos Estete, De Soto salió hacia
la región del hipotético levantamiento. Al segundo día de camino,
rl guía se arrojó a un precipicio por causas desconocidas. Los
cinco jinetes continuaron su camino. Por dondequiera encontraron
los indios en actitud pacífica, y dispuestos a prestarles ayuda como
•olían hacer. Cuando transcurridos unos días llegaban a Caja-

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marca con la certeza de revocar las acusaciones contra el Inca, era
ya demasiado tarde.
De Soto quería sacar al cautivo del fuego de las sospechas. En
realidad, su ausencia dejó a los enemigos libre el camino para sus
constantes y enconadas ofensivas. Los funcionarios reales y los
almagristas apremiaban al gobernador con sus viejos argumentos:
se trata de la seguridad de todos y de la causa de la Corona.
Aquel mismo día (era sábado), se presentaron unos indios en
la ciudad y dijeron, alterados, que venían huyendo de los guerre­
ros sublevados en las montañas; que éstos se disponían a liberar
al Inca por la noche. Dada la fácil sensibilidad imaginativa de los
indios, es imposible adivinar todo lo que había detrás de estos
relatos. Tal vez fue un medio premeditado para presionar la vaci­
lación del gobernador.
Realmente, ¿vacilaba Pizarra? Su proceder es característico en
este sentido. Más tarde volverá a repetirse con Almagro. Herrera,
que escribe con el estilo de un historiador político de la escuela
renacentista, suplanta los hechos diciendo que desde un principio
Pizarra decidió ejecutar al Inca por razones políticas. Pedro Pi­
zarra, que narra candorosa y desinteresadamente, escribe al res­
pecto: «Consiguieron, al fin, convencer al M arqués... y, contra su
voluntad, lo condenó a muerte. Veía al Marqués llorar de amar­
gura, porque no le podía dejar con vida por temor a las exigencias:
(de los funcionarios reales) y debido al peligro que se corría en el
país, si se le daba la libertad...» Pedro nos enuncia el fondo
de la situación y se nota, además, el propio sentimiento de condo-'
lencia en sus palabras, porque él se había ganado la confianza y la
amistad del Inca. Con este relato se sitúa Pedro en el grupo de los
mejores testigos de aquel hecho. Diego de Trujillo advierte lo
mismo con su sencillo modo de expresarse: «Luego, le exigieron al
Marqués que hiciese matar a Atahualpa...; de otro modo, podría
costarle caro al Rey...»

El proceso contra el Inca

De acuerdo con Diego de Almagro, convocó Francisco Pizarra1


un tribunal, que se formó de funcionarios reales, de algunos de sus
oficiales y de «otras personas que tenían experiencia del país». La
ausencia de Hernando de Soto-y de Hernando Pizarra privó al acu­
sado de sus mejores amigos. Se acordó acusar a Atahualpa de la
muerte de su hermano Huáscar, legítimo Inca, y de un planeado
ataque contra los españoles, considerado como acto de rebelión
contra el Rey. En el primer punto se oyen las voces del bando
cuzqueño y se descubren las intenciones aprobatorias, al menos

196
por parte de los enemigos de Atahualpa, la influencia de los cuales
debió de ser grande en el destino de éste; pues no sólo se ha­
blan identificado con la causa de los castellanos, como los yana­
conas que sólo a través de los blancos podíán esperar la libertad,
sino que también se habían esforzado continuamente para identifi­
carse con los deseos de éstos1.
No sin vehementes discusiones, dentro y fuera del tribunal,
transcurrió la vista de la causa. Según parece, se procedió de
nuevo al interrogatorio de una serie de testigos indios, en el que
Fclipiüo cumplió mal su cometido. Atahualpa repitió sus asevera­
ciones y reclamó al gobernador que creyese en sus palabras:
— ¡No me creáis un insensato...! ¿No estoy en vuestras manos?
¿O no me podéis cortar la cabeza en cuanto aparezca el primer
guerrero? Si creéis que actuarán sin mi consentimiento, entonces
puede decirse que desconocéis cómo se me teme y cómo se me
obedece... —Ofreció dar rehenes por cada español al que le ocu­
rriese algún percance. Invocó a De Soto y a Hernando Pizarra.
Por último, le rogó al gobernador que lo enviase a España, y que
no se manchase las manos de sangre de un hombre que no le ha­
bía causado daño y lo había hecho rico.
En sus Comentarios, Garcilaso el Inca dice que, de los veinti­
cuatro jueces del tribunal, trece pidieron la pena de muerte; y da
sus nombres*.
Se ha perdido el acta de la sentencia que Francisco Pizarra y
Almagro firmaron. Según ella, se condenaba al reo a garrote con la
consiguiente incineración de su cadáver. De ahí que sea posible
la afirmación de Garcilaso por la que se le acusó, entre otros cargos,
de incesto.
La acusación y la sentencia originaron entre los españoles exal­
tado partidismo en pro y en contra del Inca. Los oficiales, que le
habían tomado afecto en su prolongado trato con él, protestaron
por aquel fallo, porque el inca se había mostrado franco con ellos;
porque no se le había podido probar ninguno de los cargos; por­
que la disputa entre los dos hermanos no era asunto que incum­
biese a los castellanos. Por último, esgrimieron un argumento de
mucho peso: se trataba de un soberano prisionero que no podía
acr juzgado por unos funcionarios subalternos, sino por el Rey;
que si se temía por la seguridad del país, podían enviarlo a España
como él pedía. Esto último había sido propuesto por De Soto
mucho antes, y se había comprometido a tramitarlo.
«Habría sido lo mejor — escribe Gomara— ; pera hicieron lo
otro, manipulados por los almagristas.» Sobre eso, Pedro Pizarra
comenta: «...es dudoso que el Inca hubiera soportado el viaje y el12
1. Trujillo hace a tos indios de Jiu¡a responsable* del último tumulto imputado a
Atahualpa.
2. GAJtctutso: ComeiUtrios r ttltt, II, lib. t, c. 37.

197
abandono de sn patria, porque era un señor distinguido y sensible».
De aquellos hechos debieron de llegar noticias a Santo Domin­
go para transmitirle a Hernández de Oviedo el material con que
preparó su destructiva y acusadora relación de los sucesos.
Con el fin de tener tranquila la conciencia, de ampliar la base
de la responsabilidad y de amortiguar la crítica, Francisco Pizano
consultó con el capellán castrense fray Vicente de Valverde antes
de dictar sentencia; el capellán dio su aprobación1.
Así fue condenada la conducta del último soberano del imperio
inca. La protesta de los oficiales fue considerada como un acto de
insubordinación y enmudecida con la amenaza de un consejo
de guerra.
Pero la sentencia no enmudeció, pues las competentes voces de
los contemporáneos y las a menudo incompetentes de la posteri­
dad han hablado de ello*. El ingenuo Pedro es quien se ha expre-
1. El dominico Vicente Valverde aparece de pronto a la luz pública con cierta»
actuaciones. No te sabe de cierto por qué. Estaba evidentemente convencido de la leta­
lidad de la conquista, y no daba impresión de verdadero hombre ilustre. Salvo el compen­
diado dictamen que Oviedo hace de A, nada se encuentra que lo justifique. En una ulterior
carta de Jauja, dirigida a Oviedo, testifica lo contrario: «Ea una persona activa y ejem­
plar... en la que muchos españoles han encontrado consuelo...»
2. Hernández de Oviedo emitió de manera fulminante su opinión «obre loe jueces de
Cajamarca. Oviedo es un benemérito cronista y un laborioso recopilador de noticias del
Nuevo Mundo, para lo que su puesto en Santo Domingo le ofrecía una oportunidad
inmejorable. Fue un hombre apasionado; también estuvo de descubridor y conquistador
en la región de Darién, donde se hizo enemigo jurado de Fedrarias. Durante su estancia
en Panamá, conoció a Almagro, quien le confió su hijo y conservó la valiosa amistad
del cronista hasta el fin de sus días, pues la pluma de éste dominaba un vasto campo.
Sus relatos influyeron en fray Bartolomé de las Casas, que estuvo tan poco como él en
el Peni. He aquí su informe:
«Cuando don Francisco Pizano tenia preso al gran rey Atahualpa, gentes insensatas
le aconsejaron que le diese muerte (puede que él mismo estuviese interesado en ello).
Porque, cargados de oro, creyeron poder fácilmente depositarlo en España o en cualquier
ona parte, después de la muerte de aquel señor, cuando abandonasen el país; por ouo
lado, pensaban poder sostenerse allí mejor que si vivía aquel rey, temido y venerado por
sus súbditos... La experiencia ha demostrado lo mal que planearon y llevaron a cabo todo
aquello, desde la captura de Atahualpa hasta su ejecución. Apane de la (alta que
cometieron ante Dios, robaron al emperador y rey y, a aquellas tierras como en España,
incalculables tesoros que aquel rey les habla dado. Además, ninguno de sus súbditos se
habría movido o sublevado, como hicieron luego...
»Es sabido que el gobernador le garantizó la vida a Atahualpa. Sin ello, tenia c u
garantía, porque ningún capitán puede disponer de la persona de un rey prisionero, sin
el consentimiento de su rey y señor. Cuanto más que, tras haberles pedido seguridad a
los españoles, prometió empedrarles de plata los caminos, cederles las montañas y los
bosques, y entregarles a ellos y a loa cristianos cuanto oro quisieren...
»En pago de esto, quemaron paja debajo de sus pies para obligarle a confesar su
traición. Levantaron falsas acusaciones contra él... El conjunto fue montado por perso­
nas ruines, graciss al descuido y mal atesoramiento del gobernador. Se le formó proceso,
mal organizado y peor realizado; los principales promotores (un inquieto, desasosegado y
deshonesto clérigo, y un desalmado e intrigante notarlo) estaban en unión con otros tan
ruines como ellos dos. Asi, la cuestión terminó de aquel modo... En eso, nadie se
acordó de cómo les habla llenado las casas de oro y plata ni de qué modo se habla
requerido a sus mujeres y, adúlteramente, abusado de ellas a la vista de él. Y, como a
esos culpables les pareció que semejante afrenta era imborrable, y que un buen día
Atahualpa les darla su merecido, se les colmó el corazón de amargo temor y animad­
versión. Para quitarse de encima esta preocupación y desasosiego, dispusieron la muerte
de él, por un hecho que, no sólo no llevó a cabo, pero que ni pasó siquiera por su imagi­
nación...» O viedo, lib. vm , c. 22.
Estas lineas han sido escritas por la indignación, o la envidia, o por el alecto. Las

198
nido con mayor sinceridad: «Cierto, estos señores (Pizarro y Alma­
gro) no hablan leído ni comprendido otras leyes que fallar senten­
cia contra un infiel, que no conocía el Evangelio.» Esta opinión no
es sólo de él; también es el parecer del memísimo moralista espa­
ñol Francisco de Vitoria.

luí muerte del Inca

Era el atardecer y la hora en que el sol dora


los picos de los A ndes...

E . E c h e v a r r ía

Francisco Pizarro llevó personalmente el fallo del tribunal a su


cautivo. En el primer momento de la impresión, perdió Atahualpa
su comúnmente notable serenidad, como le había sucedido al caer
prisionero. Sus oscuros ojos se llenaron de lágrimas. Con amar­
gura, le echó en cara a Pizarro el que se hubiera quedado con el
oro, y no hubiese cumplido la palabra dada. Estaba dispuesto a
entregar más o ro ..., quería dejarles libres todos los caminos de su
país y asegurarles un imperturbable dominio. Al darse cuenta de
que estaba hablando en vano, recuperó su aplomo. Encomendó
a sus mujeres y a sus hijos que se pusiesen bajo la tutela del
lobernador, y se dispuso a aceptar lo inevitable. Accedió a ser
(ututizado porque le prometieron que su cadáver no sería incine­
rado (la conservación del cuerpo era de suma importancia en el
concepto religioso de los incas). Fray Vicente de Val verde le admi­
nistró el viático y la extremaunción momentos antes de ser condu­
cido al patíbulo. A sus esposas les dijo que aparecería convertido
en serpiente silbadora, si los cristianos no quemaban su cuerpo
después de muerto.
Corre prisa cumplir la sentencia antes de que regrese la patrulla
de De Soto.
Es el atardecer de un sábado, y la misma hora y lugar en que
diez meses antes Atahualpa vio desmoronarse su poder y su sobe­
ranía. De nuevo aparece la plaza abarrotada de una bruna muche-

«litaciones de les ultimes frases aumenten en proporción Inversa a sus testimonios. El


asumo del comienzo se contradice con el del final. Ningún o u o testigo tiene noticia de
•pie se torturase a Atahualpa con el fuego. El papel de Vatverde csti descrito exagerada­
mente. No ae sabe por que se le llama un «inquieto, desasosegado y deshonesto clérigo».
Alienas se habla del papel de un notario. No habla de Almagro. Pero, adonis de eso,
Oviedo procura poner en evidencia a los «peruleros» ame Espada, diciendo que dios
hablan pasado a cuchillo el derecho del Emperador; que el reparto d d tesoro habla
sitio ilegal, pues el cautivo tey. Junto con su posesión, estaba bajo los derechos de la
t orona. En el fondo, no se trata tanto de la defensa de Atahualpa como de una dura acusa-
tlón comía el odiado Pizarro.

199
dumbre, que, enmudecida, espera un inconcebible acontecimiento.
De nuevo, se oculta el sol ante el crepúsculo, que avanza rápida­
mente. O Inca puede dirigir la vista hacia los picos de las cordi­
lleras, por detrás de cuyos deslumbrantes ventisqueros desciende
el astro diurno, mítico creador de su tronco genealógico, hacia la
desértica franja occidental de su país, hacia el inmenso océano:
en las olas del cual Viracocha desapareciera prometiendo que apa­
recería por las mismas.
— ¡In tt...! ¡Apoo....n —dam a la familia del Inca al dios que les
había donado su país montuoso.
Sereno y majestuoso, Atahualpa se dirige por entre la oscura:
muchedumbre humana hacia el patíbulo. Cuando los indios fijan:
la atendón en su rey, se produce una erupción de desenfrenado*)
lamentos y gritos salvajes; muchos se desploman al sudo como;
aturdidos. Lo mismo sucedió en d óbito de Huayna Cípac, así
como en d de Huáscar.
Pero también hacen acto de presencia otros representantes del
pueblo peruano que, aunque conmovidos como los demás, se sien­
ten satisfechos por ver cumplidos sus anatemas; son los amigos de
aquellos cuyas cabezas Hernando Pizarra vio ensartadas en la
plaza de Jauja, son los cañaris, los yanaconas, los parientes de
Huáscar.
El sordo redoble de los tambores satura el crepúsculo que en­
vuelve la plaza. I
En un aro de hierro sujeto a una estaca, el reo será ejecutado»
dos horas después de haberse puesto el sol, el día 29 de agosto
de 1533*.
El último Inca ha muerto.
Así quedaba extinguido el imperio de Tahuantinsuyu, el redrojo
imperial de una desconocida serie de reinados y culturas del vasto.;
territorio entre el océano, las montañas y la selva.
Francisco de Jerez, testigo ocular, concluye su informe con estas;
palabras:
«Así murió este hombre que tan cruel, resuelto e inconmovible
había sido... Murió en sábado, a la misma hora en que fue vencido
y cogido prisionero... De este modo pagó todo el daño y cruelda­
des que cometió con sus vasallos. Pues todos convenían en que era
el más grande y cruel carnicero que se había conocido; que exter­
minaba un poblado por cualquier falta cometida por uno de sus
vecinos...»
Esta es la voz de uno de aquellos que condenaron su conducta.
Es una voz verídica. Adicionemos la resonancia de la pluma de
fray Bartolomé de las Casas desde su lejana isla:
«Aquí encontró su fin el próspero y glorioso reino de los In-12
1. ¡Sol! iSefior!
2. La fecha de la ejecución no ha sido transmitida con precisión.

200
cas, el gran rey soberano de este vasto imperio del país que noso­
tros llamamos el Perú.»
Esta es la voz del juez sobre la sentencia, que, convertida en
coro, ha resonado en la posteridad. También es una voz verídica.
El viento de la noche llevaba de los campos hasta allí penetran­
tes gritos de desesperación, que se perdían en la lejanía. Indescrip­
tibles escenas de extático duelo, como correspondía al óbito de un
rey, se desarrollaban entre las mujeres y servidores del desapare­
cido. Muchos se ahorcaban; otros se tiraban al precipicio. Junto
con sus doncellas, las mujeres se estrangulaban valiéndose de las
guedejas de sus propios cabellos. Al día siguiente se presentaron
cantidad de mujeres a los españoles, y les rogaron que las enterra­
sen junto con su señor. Una orgía de muerte que, como la del
fallecimiento del padre de Atahualpa, costó la vida a centenares
de personas de su corte1.
Pizarra envió fuerzas de caballería para poner fin a aquella
danza macabra.
El joven Pedro cuenta que, a la mañana siguiente, se presenta­
ron unas mujeres pidiendo se las dejase entrar en las habitaciones
del ajusticiado: «Entraron, se pusieron a llamarlo por su nombre
y a buscarlo por todos los rincones. Como no les respondía, for­
maron gran clamoreo y salieron. Les dije que los muertos no re­
gresaban. Entonces, se retiraron.»
La muerte de Atahualpa hizo cambiar repentina y totalmente el
estado de ánimo de los castellanos. Parecía como si todos se sin­
tiesen culpables de ella.
AI otro día por la mañana, un magno cortejo fúnebre acompañó
los restos mortales del Inca a la recién construida iglesia de San
Francisco, para tributarle un solemne réquiem con todos los hono­
res que correspondían a un rey cristiano; pues Atahualpa había
muerto como tal. Al frente de sus oficiales, iba Pizarra con uni­
forme de gala. «Los castellanos hicieron una manifestación de
duelo por este caso único», así expresa Herrera esos contradicto­
rios sentimientos, y su verídico fondo.
Al llegar a este sitio, la mayoría de autores se sienten obligados
a poner de relieve el «cinismo de esa conducta»; pero se pierde de
vista el modo de ser de estos hombres, pues ellos atendían más al
honor de un hombre que a su vida: le quitaron la vida, pero su­
pieron respetar su dignidad. (En ello estriba el llamado «cinismo».)
Durante las honras fúnebres, asistidas por el padre Morales, se
1. Orgía de muerte: En todas las culturas de América ae encuentra la creencia
prcanimista. El muerto es, por decirlo asi, «un cadáver viviente» con todas las
necesidades terrenales; por consiguiente, se procura etcrniaar su cuerpo por medios
naturales y mágicos, como disecar la piel. Con este concepto, se origina la gran
Indiferencia por la muerte, que lleva al deseo de morir y al suicidio en masa. Esta
tendencia estaba muy divulgada en el Perú. Pizarro mandó soldados para que pusieran
fin a aquel macabro paroxismo.
Conf. G. ECXERT: Totcnkult uaá Lebensgltube in Cauca-Tal.

201
produjeron las ya citadas escenas de extático duelo con las mu­
jeres.
De este modo honraron los protagonistas de esta tragedia al
enemigo que tenia que caer porque así estaba prescrito en la His­
toria, la cual sigue su curso independiente. Si se leen detenida*
mente las memorias, se percibe cómo reconocían estos hombres lo
discrepante de su papel. Y si para ellos hay una apología, es la que
se dieron a sí mismos con su actuación.

Resonancias

Los acontecimientos en el retirado valle de Cajamarca han en*


contrado singular eco. Pues los más alejados espectadores tampoco'
pueden sustraerse a las escenas del fatal dramatismo: la victoria
de Atahualpa en la guerra civil conduce a los desconocidos blanco*
a un desenlace. En su decisión para lograr la victoria, Atahualpa es
inclemente con el vencido. La captura de Huáscar coincide a los
pocos días con la de Atahualpa; el asesinato de aquél lleva al tri­
bunal a éste. ;
Y, así, se suceden unos tras otro los hechos hacia una polifacé-.,
tica tragedia, que no parece tener fin hasta que muere el último
actor, si se sigue la historia de los dos caudillos castellanos Pizarro
y Almagro.
Asimismo la sentencia contra el Inca de Quito, preparada peli­
grosa y ocultamente, se presenta de repente y, en su desarrollo,
parece haber ejercido una depresión psíquica sobre los participan­
tes. Ello es el resultado retrospectivo de acres recriminaciones con
que, tras la ejecución, Pizarro, fray Vicente, Almagro y Alonso Ri-
quelme, se hacían uno al otro responsables de la muerte del Inca.
Sería falta de comprensión querer considerar el hecho como un
puro designio de mando. Detrás de todo ello, había asuntos con su
propio peso específico.
Era real el temor ante la latente movilización de las tropas del
Inca que rodeaban, aunque distanciadamente como sabemos, a los
españoles, y estaban al mando de los caudillos Quizquiz, Chacu-
chima, Rumi-Ñahui y otros cuyos nombres los cronistas nos recor­
darán. Después de su salida de Cajamarca, los castellanos tuvieron
que sostener luchas con estas huestes. En Tomebamba, los gue­
rreros de Rumi-Ñahui les gritaban:
— ¡Traednos el oro que robasteis a Atahualpa! ¡Pagadnos la
muerte del Inca!
La personalidad de Atahualpa ofrecía suficientes motivos de
inquietud, y hasta de suma desconfianza, tal vez originados por
su capcioso modo de conversar. Conocemos varios ejemplos de

202
cómo maniobraba oculta, hábil y sistemáticamente para salir de su
prisión. Carecía de escrúpulos para lograr sus designios. Su des­
comedida crueldad y sed de venganza son bien patentes, y no dan
lugar a duda. Lo reafirman los numerosos enemigos que tenía
entre su pueblo y su casta. Las escenas de duelo durante sus exe-
|uia$ no son contraprueba de ellos. Su origen es mucho más pro-
?undo.
Incluso Oviedo sabe de indios de Tomebamba que reclamaban
justicia contra el soberano de Q uito, porque les había quitado
las hijas y matado a sus hijos. £1 resumen de Francisco de Jerez,
«Por tiranía tenía sujeta toda aquella tierra», engloba muchas
voces acusadoras. Sin duda, la personalidad de Atahualpa ejerció
gran influencia entre los hombres de su raza.
El modo con que, más tarde, los escritores han tratado la legi­
timidad de la sentencia, lleva a menudo la encubridora capa de la
hipocresía. No se trataba de ningún aislado casus laesae humarti-
tatis. Veamos: por aquel tiempo, Enrique V III hizo decapitar a
su canciller Thomas Moro, y descuartizar a los cartujos de Londres
porque no estaban de acuerdo con su política.
A los pocos días de la ejecución de Atahualpa, regresó De Soto
de la exploración. Pizarra lo recibió vestido de luto «como mani­
festación de condolencia». De Soto no pudo contenerse y, con aspe­
reza, le dijo:
—Señor, habéis obrado muy mal. Habría sido mejor esperar
nuestro informe, y así, os hubieseis convencido de que eran infun­
dadas las acusaciones contra Atahualpa. No hemos encontrado nin­
gún hombre armado; por dondequiera reina la tranquilidad...
Debía habérsele enviado a España, y doy mi palabra de que habría
llegado bien.
—Veo que se me ha engañado — respondió Pizarra.
A partir de aquí, el estado de ánimo general completó el brusco
cambio que había empezado. La figura de Atahualpa fue idealizada.
De ello vemos un reflejo en fray Bartolomé de las Casas. La
crónica se convirtió en leyenda. Todavía, en el siglo xix, llevó Juan
de Valera el glorificado Inca al teatro. Sus jueces ocuparon el ban-
|uillo de los acusados y, sin que se les permitiera defenderse,
? ueron condenados. Como sabemos, habrían podido decir algo en
su defensa: «Hicimos lo que otros hicieron antes de nosotros,
cuando nosotros y después de nosotros...»
Dada la autoridad de su autor, es necesario señalar aquí un cri­
terio de Francisco de Vitoria, que, con Erasmo y Thomas Moro,
pertenece a los letrados más ilustres de entonces y hay que consi­
derarlo fundador del Derecho internacional.
Gomara acompaña a los primeros «peruanos» que regresan a la
patria con el oro de Cajamarca y con la gloria del descubrimiento
y conquista de un nuevo reino, con las siguientes palabras: «Hin-

203
charon la Contratación de Sevilla de dinero y todo el mundo de
fama y de deseo.»
Si las fantásticas noticias de las Indias Occidentales caracteri­
zan el sentimiento general que, como es natural, causó en España,
aún más hay que maravillarse de la imparcialidad e incorruptibi­
lidad de un hombre que entonces ocupaba la cátedra de Moral y
Derecho natural de la universidad de Salamanca: el dominico fray
Francisco de Vitoria. Nada exige tanto esfuerzo como enfrentarse
en nombre de la ética, de su comunidad, con la victoria y el éxito;
pero Vitoria y sus amigos lo hicieron. Ciertamente, resulta difícil
armonizar los principios éticos del orden con las inevitables situa­
ciones del momento histórico.
Miguel de Arcos formuló por escrito preguntas relacionadas con
los acontecimientos del Perú a Vitoria, quien le contestó el 8 de
noviembre de 1534:

Lo que yo suelo hacer es primum, fugere ab illis... Porque


algunos «peruleros», aun cuando no sean muchos, pasan por aquí.
(Evidentemente con la esperanza de poder tranquilizar su concien­
cia en la reconocida opinión de él.) No levanto la voz ni me pongo
trágico, ni con unos ni con otros. Como no puedo lloriquear, les
aconsejo que se dirijan a otro sitio donde sean mejor comprendí
dos. Si se les condena severamente, se alteran y se remiten al
Papa; otros van al encuentro del Emperador y aseguran que se
condena al Emperador... Y , como conozco mis debilidades, procuro
rehuirlos cuanto me es posible. Porque, si alguien necesita una res­
puesta mía, debo decir lo que pienso...
Sospecho que esa gente del Perú pertenece a aquellos de quie­
nes se dice: «Algunos quieren hacerse ricos... y es imposible para
tales alcanzar el reino de los cielos.» Como quiera que sea, esta
riqueza procede de la propiedad ajena y esto no conduce sino a la
opción de iure belli.
No comprendo la legitimidad de esta guerra... Después de
haber oído a algunos que participaron en la lucha entorno a Ata-
hualpa, m e he dado cuenta de que ni éste ni los suyos cometierotdj
injusticia alguna con los cristianos, u otra cosa que justijicase la
guerra... Luego no veo los motivos que les indujeron a expoliar a
los pobres vencidos. Lo cierto es que, si los indios no son hombres
(entonces, algunos osaban asegurarlo), sino monos, no serían capa- t M
ces de cometer una injusticia. Pero como son semejantes y próji­
mos y, según esotros afirman, súbditos del Emperador, no veo
cómo se pueden absolver los grandes pecados y desafueros de esos
conquistadores, cuanto más que, prestando servicio a Su Majestad,
arruinan a sus súbditos. Aunque yo viniese en deseos del arzobis­
pado de Toledo, el cual está vacante, y me lo ofreciesen con la
condición de preconizar y firmar la inocencia de esos *peruanos»,

204
no lo aceptaría. Antes prefiero se me sequen la lengua y la mano
que justificar y firmar tan inhumano y anticristiano hecho...

Así opinaba Francisco de Vitoria un año después de dichos


acontecimientos.
Es la sincera y honesta voz del círculo de hombres a quienes
pertenece la frase: «Princeps non est soiutus legibus».
A Carlos I y a Felipe II les honra haber tenido tales juristas
religiosos y, dejado oír sus voces. No pudieron evitar lo sucedido,
es cierto. ¿Qué conquistadores, cualquiera que fuese su nacionali­
dad, habrían escuchado su voz? Pero su infatigable verbo logró que
se estableciera una legislación para defensa de los aborígenes;
legislación que no tuvo igual durante mucho tiempo1.
Gomara resume lo del proceso de Cajamarca con las siguientes
palabras: «No perdamos el tiempo criticando a aquellos que dieron
muerte a Atahualpa. El tiempo y sus culpas los castigaron conse­
cuentemente; todos ellos tuvieron un fin trágico...»

1. L a I q n de Indias represenu n un* legislación verdaderamente progresista en


aquel tiempo. Ya en las instrucciones dadas a Diego Colón el 3 de mayo de 1)09. se
dice: «Los indios deben ser bien tratados, y quien les caúsate dallo seré castigado
severamente». Los informes y protestas de los misioneros, de tas cuates fray Bartolomé
de las Casas es el exponente otét conocido, insistían en una protección jurídica de los
nativos y en que se inspeccionase regularmente el cumplimiento de la misma. La bula
del papa Pablo III, el 2 de junio de 1537, entregada al arzobispo de Toledo, fue la
directriz de las leyes de Indias, promulgadas en 1542, según las cuales se preveis la
edificación de escuelas, hospitales, orfanatos; la implantación de la jornada laboral de
ocho botas, el pago de la remuneración del trabajo en dinero y la prohibición de cier­
tos trabajos para los indios. Incluso se prohibían o limitaban algunos trabajos de la
antigua usanza india, como transporte de carga en las espaldas, «aun cuando ellos ce
prestasen a hacerlo». También se promulgaron leyes contra el alcoholismo. Dadas las
relaciones sociales coa la alejada España, sin duda, muchas de estas leyes no se cum­
plían, porque afectaban a «los intereses de loa colonizadores». No obstante, existían
para evitar desafueros; a días debemos el que se haya conservado la población india
en Iberoamérica.
13
RETORNO A LA PATRIA

Para pasar una vida honrosa y tranquila...

El ingenioso hidalgo
C erv a n tes:
Don Quijote de la Mancha.

El regreso

Cajamarca significaba la primera etapa para abrirse paso hacia


la conquista del Perú. El lema «oro y gloria» y la inscripción del
escudo de armas del Emperador «Plus Ultra», había llevado a
Pizarra por mares y montañas al valle de su destino. Ya tenían
suficiente oro. «Una fortuna nunca vista en manos de una hueste»,
como dice Gomara. A quien hubiera salido sólo por oro, lo cual
no podía ser considerado injusto, le había llegado la hora de pre­
pararse unas cajas, meter en ellas el oro, la plata y las esmeraldas,
pedirle licencia al gobernador y emprender en el primer barco que
zarpase el viaje de retorno a Sevilla.

Della salen, a ella vienen


de pobres hechos señores,
ciudadanos labradores,
pero ganan lo que tienen
por buenos conquistadores...

reza la rimada dedicatoria de los comentarios de Francisco de


Jerez al rey. Estos versos fueron pagados con oro peruano con­
tante y sonante. Pues Francisco, secretario de Pizarra, desconocía
d arte de la poesía, por lo que tuvo que fiarlo en el increpado cas­
tellano de Oviedo. Pero el pensamiento es suyo y los hechos que
ensalzan fueron vividos por él; modesto labrador que, con la ayuda
de Dios, había salido a buscar fortuna. La consiguió, y estaba satis­
fecho de ello. Fortuna lograda con mucho esfuerzo:

.. .cuanta riqueza
ha ganado y trae acá,
ganó con gran fortaleza:
peleando y trabajando,
no durmiendo, mas velando,
con mal comer y beber...

207
El asunto del regreso a la patria maduró con la salida de Her­
nando Pizarra. Por su parte, el gobernador dio a entender que no
tenía inconveniente en este sentido. Pues el oro atraía nuevos con­
tingentes de soldados con los que engrosaba sus efectivos milita­
res. En los tiempos difíciles, Pizarra había licenciado a los vaci­
lantes; por lo tanto, no tenía inconveniente en licenciar a quienes
lo deseasen. Con Hernando se marcharon una serie de personas
destacadas, entre ellas el clérigo Juan de Soza.
Mientras él preparaba nuevos planes para continuar la conquis­
ta, cierto número de compatriotas suyos decidieron dar por termi­
nado el descubrimiento de América y llevar el oro a donde conser­
vase su valor. El gobernador puso magnánimamente a su disposi­
ción llamas e indios para el transporte del valioso cargamento a
los que se marchaban. Entre los veinticinco que sumaban estaba
Francisco de Jerez, quien no dejó de relatar las fatigas que pasaron
por el camino: «Las llamas se despeñaban o se escapaban con la
valiosa carga; los indios que las gobernaban desaparecían durante
aquel largo camino». Una vez más experimentaron la venganza de
la tierra americana: se encontraron sin vituallas ni albergue; tuvie­
ron que pasar frío, sed y hambre, y dormir a la intemperie sobre
sus cofres repletos de riqueza, hasta llegar a San Miguel y alcanzar
el tan anhelado embarcadero. No parecía que se despidiesen de las
montañas del Inca con el corazón afligido.
Siguieron rumbo a Panamá, donde, ante la brillantez de lo logra­
do, ya nadie recordaba los años tristes, ni se burlaba de la «com­
pañía de locos»; cruzaron el istmo y embarcaron en Nombre de
Dios. Con el corazón aliviado, podían contemplar cómo iba que­
dando atrás el país, en cuyos desiertos y selvas habían muerto
muchos camaradas; pero ellos se habían hecho ricos.
Los expedicionarios arribaron en cuatro carabelas distintas a
Sevilla. El 5 de diciembre desembarcaron Mena y Cristóbal Sosa,
hombres de confianza de Almagro; el 9 de enero de 1534, o sea un
mes más tarde, llegó Hernando Pizarra en la «Santa María del
Campo». Además de la quinta parte y de los regalos de la tropa
para el Rey, llevaba 310 000 pesos oro y 30 500 marcos de plata,
destinados a personas privadas. «Aparte — leemos en las últimas
frases de la crónica de Jerez— , en el barco venían para Su Majes­
tad treinta y ocho obras de arte peruano de oro y cuarenta y ocho
de plata, entre ellas una gran águila de plata, cántaros y cuencos de
oro, dos vasijas también de oro con una capacidad de dos fanegas
cada una... Los pasajeros civiles llevaban veinticuatro cántaros de
plata y cuatro de oro.»
El tesoro fue desembarcado en el malecón y llevado a la Casa
de contratación; las vasijas fueron llevadas a cuestas, y las veinti­
siete cajas transportadas por catorce yuntas de bueyes. ¡Qué espec­
táculo para Sevilla, y para la gente que esperaba allí su felicidad!

208
«El 3 de junio arribaron los dos restantes barcos...; en uno de
ellos viajaba Francisco de Jerez, natural de Sevilla, que durante
su estancia en Nueva Castilla y en Cajamarca, como secretario del
señor gobernador don Francisco Pizarro, y por mandato de éste,
ha escrito esta relación.»
Con estas palabras sobre sí mismo, concluyó Jerez su relación
de los hechos de su señor, el gobernador Pizarro, de los tiempos
malos y del feliz término de su gran viaje, evidentemente satisfecho
de que con ello finalizase para él la gran aventura.
Compuso sus memorias en lenguaje sencillo y estilo poco ágil.
No conocía humanidades, como Oviedo o Gomara, ni era erudito,
como Acosta o Cobo, ni poseía la fantasía del poeta, como Garcilaso
el Inca. Pero esta insuficiencia era precisamente lo que le daba
mérito a su crónica. Francisco de Jerez no tenía graduación mili­
tar; mas había vivido momentos en que la ropa se le pudría en el
cuerpo, y raíces y tallos le habían servido de alimento. Más de una
cosa está tergiversada. Pero no por ello el cronista se cohibió ante
los envidiosos, que no eran pocos.
En unas cajas trajo el producto de largos años de fatigas a un
lugar seguro, lo cual le costó quebrarse una pierna. Como quiera
que sea, Jerez formaba parte de la frase de Gomara: «Hincharon
la Contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y
de deseo».

Hernando Pizarro es recibido por el Rey en Gilatayud

Tras haber desembarcado, Hernando Pizarro envió inmediata­


mente una carta con fecha del 14 de enero al Rey, en la que le
anunciaba su llegada y le indicaba la cantidad que alcanzaba la
quinta parte que a éste le correspondía. Entonces, la Corte se
encontraba en Calatayud.
Como sabemos, Hernando, que ya había arreglado las diferen­
cias anteriores con Almagro, llevó el encargo de éste al rey: «Señor,
os pido perdón por lo pasado, y os aseguro permanecer a vuestro
servicio en lo futuro. Mi predisposición es ésta: mato si me hallo
cerca, pero bueno y seguro si estoy lejos. Si puedo seros útil en
algo, encargádmelo y dadme poderes para ello.»
Almagro le brindó a Hernando su confianza; pero, como vimos,
no sin una vigilancia.
Sin embargo, el hermano del gobernador debió de intentar
hacerle una pasada a su comitente. De nuevo es testigo de ello
Oviedo, que seguía receloso los pasos de Almagro. En Fuente de
Cantos se puso en contacto con la viuda de un tal Rodrigo Pérez;
dicha mujer tenía motivos para guardarle rencor a Almagro, que

209
había mandado ahorcar al marido de ésta por un supuesto acto de
rebelión en la isla de Toga, situada frente a Panamá. Hernando
debió convencer a la viuda para que demandase judicialmente a
don Diego» y le daría dinero para ello. A poco, el capitán Mena
y Juan TéÜez pudieron inducir a la mujer a que desistiera de dar
tan desdichado paso. Asimismo lograron los dos amigos, en el
Consejo de Indias, que no se llevase a efecto el procedimiento
judicial en atención a los méritos de Almagro. De todos modos, no
estaba del todo claro lo que pudiese haber de justo o injusto en
aquel hecho, el cual podía malograr la carrera de Almagro1.
Camino de Aragón, la noticia se anticipó al emisario del gober­
nador del Perú. Por todo el país se hablaba de que la Casa de
Contratación de Sevilla se había convertido en una tesorería. Los
rumores se extendieron más allá de las fronteras y del mar. En
Flandes y en Italia, donde continuaban destacados los tercios del
Emperador, se hablaba de si no sería preferible trocar la mísera
gloria de las campañas europeas y sus victorias sobre los turcos y
moros por el oro del Perú.
«Los rumores de tan grandes riquezas determinaron que mu­
chos decidieran ir al encuentro de ella y abandonasen las expedi­
ciones militares de Italia o de cualquier otro lugar, a donde sólo
conducía la finalidad del honor, de la madre de todas las artes;
para lograrlo, emularon todas las virtudes, a cuyas sombras medra
el honor», escribe Herrera, de un modo didáctico, como Séneca,
y da a entender que en España se veía que no todo lo medido
en la balanza de pesar oro era beneficio. No sólo los éticos del
relieve de Francisco de Vitoria; también los políticos reconocían
el peligro que involucraba la afluencia del metal precioso, las más
de las veces cogida de la mano del relajamiento moral.
Hernando Pizarra confirmó los rumores con un suntuoso pre­
sente, cuya riqueza extendió a la vista del Emperador, de la Corte
y de los ministros.
El 20 de enero, Hernando es recibido por el rey Carlos.
Muy a propósito debió de llegarle el oro peruano al monarca,
en un momento en que las operaciones militares en Africa le vacia­
ban las arcas, y muy ufano le mostró, el capitán las piezas de arte
del tesoro Inca; la conversación giró, no obstante, en torno al
extenso informe de aquel país y sus pobladores, de las condiciones
económicas favorables para una colonización, de la virtud de los
nativos y su predisposición a aceptar la religión católica, y la
cultura occidental. La carta dirigida a la Audiencia de Santo Do­
mingo muestra la atención que Hernando puso en su cometido.
Con numerosos favores, el rey Carlos puso de manifiesto su
satisfacción porque se hubiese alcanzado tanto con tan escasos me-
1. Conf. Hernández de O viedo: Historia teñeral y natural Je las Indias, lib. VI,
c. 18.

210
dios. Durante su estancia allí, Hernando recibió el nombramiento
de cortesano. El 21 de mayo de 1534, Pedro de Mendoza y Juan de
Scmolla lo invistieron de la capa blanca de la orden de Santiago
en la iglesia de Santa Leocadia, en Toledo. La administración real
iramitó con rapidez y magnanimidad sus solicitudes.
Por aquella fecha, llegaron a Calatayud los dos hombres de con­
fianza de Almagro, que, junto con una carta del licenciado Espi­
nosa, llegada de Panamá, apresuraron la solicitud que Hernando
había presentado relativa al asunto de Almagro. En dicha carta se
expresaba el deseo de que se le concediese una gobernación con
un territorio de unas doscientas leguas, a partir de los límites
meridionales de la de Pizarra, pues éste había extendido delibera­
damente sus posesiones unas setenta leguas, con el fin de que no
cayese en las manos de Almagro la fértil región de Cuzco.
La disputa por dicha región degeneró en un conflicto que llevó
a los dos conquistadores a la catástrofe.
Carlos I aprobó las peticiones presentadas. Pues no le costaban
nada, y prometían beneficios a la Corona.
Con la muerte de Fernando de Luque, hubo que volver a tratar
del obispado del Perú. El rey propuso al dominico fray Vicente de
Valverde para la correspondiente silla apostólica, con sede en
Cuzco. El nuevo obispo estaba obligado a llevar todos los misione­
ros posibles de su orden allí, dada la imperante necesidad de pro­
pagar su vasta obra cultural entre los aborígenes.
Realmente, estos misioneros crearon la base espiritual de la ve­
nidera cultura iberoamericana. Al lado de los administradores ju­
rídicos de la Corona, fueron ellos los investigadores de la historia
del país, del idioma de sus pueblos; los intermediarios que unieron
el arte y el deber europeos con el genio indígena; los fundadores
de escuelas, universidades y hospitales.
En la misma línea estaban los poderes extraordinarios que le
habían sido dados a Francisco Pizarro para la fundación de nuevas
ciudades. Se le concedió el derecho, «al fin de sus días», de nom­
brar sucesores a don Diego de Almagro, o a su hermano Hernando;
si ninguno de los dos vivía, podía nombrar «a quien considerase
más apropiado». Simultáneamente, se promulgaron una serie de
decretos para proteger a los indios y se publicaron severas orde­
nanzas, relativas a la práctica de nuevos descubrimientos, «para
que nadie pudiera excusarse en su desconocimiento».
Lo vitales que eran estos decretos para la renovada América,
nos lo demuestra la historia que venimos relatando con múltiples
ejemplos de desacato de los mismos.
Por entonces se hablaba de una aventurera expedición de Pedro
de Alvarado, que había salido de Guatemala hacia el Perú, lo cual
motivó una serie de trascendentales disposiciones de la Corona.
Alvarado, no sólo fue invitado a que abandonase la región ocupada

211
arbitrariamente, pues la Audiencia de Panamá aún ejercía el privi*
legio de intervenir en el Perú; también se le indicó que «sería
detenido sin miramiento alguno, si las circunstancias lo rcquev
rían». Por la misma razón, se le advirtió a Hernán Cortés, marqués]
del Valle, que, en sus proyectados descubrimientos en los mates'
del Sur, se abstuviese de meterse en los territorios bajo la juris­
dicción de Pizarro y de Almagro, respectivamente.
El gobierno de Su Majestad seguía atento a lo que se hacía en
el lejano Occidente, a fin de que se observase el orden y la legi­
timidad.
Almagro podía estar satisfecho de la gestión de Hernando. Con
el nombre ae Nueva Toledo se le había destinado una gobcrnaciólj
de doscientas leguas al sur de la de Nueva Castilla; además, le
habían sido concedidos los nombramientos de mariscal y ade­
lantado.
Veremos cómo Almagro, a diferencia de sus compañeros, no
hace uso de todos estos poderes; lo único que le satisface es haber­
los conseguido.
Por su parte, Hernando Pizarro se preparaba para su viaje de
regreso.
Al final, presentó al Rey una propuesta sobre extraordiní
rias aportaciones de oro a la Corona, para lo cual recibió treinttj
y siete firmas en blanco, al objeto de que dichas cantidades con
los consabidos derechos llegasen a la mayor brevedad posible a
España.
La idea de estas prestaciones surgió, por supuesto, ante la incó­
moda situación de que Atahualpa, rey de Tahuantinsuyu, era pri­
sionero del Emperador, y sus oficiales no podían disponer de la
persona del cautivo ni de los bienes del mismo, según las antigüé!
leyes de guerra. La aventurera ignorancia de Pizarro y sus consejé]
ros había atropellado estas leyes en el reparto del tesoro del Inca;
pero don Carlos se mostró lo suficientemente magnánimo para qué
la justicia no interviniese en el caso. Hernando se apresuró a sos- |
tener la buena disposición de ánimo del Rey con proposicionJI
prácticas. Debió de tener en cuenta que luego sería mal visto por
los colonizadores del Perú con la recaudación del impuesto extraotf
dinario.
Con los estimuladores resultados logrados en palacio y la licem
cia para reclutar soldados, Hernando se dirigió a Trujillo. Habían
transcurrido cinco años de cuando su hermano saliera de allí al
frente de un puñado de paisanos suyos y sin otra cosa que la auto­
rización real para conquistar un reino cuyas fronteras apeiut|
había visto desde el mar. Ahora, sus hombres llevaban guarnedjj
da de oro y plata la montura de sus caballos. Aquellas historias
habían animado tanto la soledad de Extremadura, que muchos
empobrecidos hidalgos vendieron su hacienda para comprar el

212
equipo y costearse el viaje, y muchos hijos de familias distinguidas
acompañaron a Hernando camino de Sevilla.
En el Consejo de Indias estaban terminados los preparativos
necesarios. La flota, de la que él sería almirante en alta mar, esta­
ba dispuesta para levar anclas. Un fuerte temporal los hizo retro­
ceder a la bahía de Gibraltar, antes de que pudiesen salir al océano.
Lo peor fue la llegada a Nombre de Dios. En el pequeño puerto
se había reunido tanta gente, que, con la llegada de los barcos, se
produjo de nuevo carestía y falta extrema de comestibles. Por una
gallina se daba una blusa de seda o un jubón de terciopelo. El
hambre y el clima tropical provocaron epidemias, y más de uno
que había vendido su hacienda ganó la sepultura en la tierra ame­
ricana apenas puestos los pies en ella.
De Panamá zarparon rumbo a San Miguel, único puerto hasta
entonces en el Perú. Tras haberse informado de la situación, Her­
nando y su gente recorrieron a caballo los 600 kilómetros de litoral
hasta Pachacámac, donde Pizarra inspeccionaba la fundación de una
ciudad en la costa.
14
CAMBIO BRUSCO EN EL PAIS

...desde los remotos momentos de su vida


vive de luz, de fuego, de perfume, de amor,
la América del gran Moctezuma, del Inca,
la América fragante de Cristóbal Colón,
...la América española.

R ubén D a r ío : Cantos de vida y esperanza.

El nuevo Inca

El Inca era el vínculo que había mantenido unido al país. Tras


la muerte de Atahualpa, comenzaron a desenvolverse múltiples y
dispares elementos sociales y nacionales. Ello hizo despertar en
Pizarra la ¡dea de crear un nuevo orden político durante la con­
quista; misión difícil, pero constructiva.
Si, por un lado, los españoles estaban satisfechos de que las
huestes de los yanaconas (esclavos del Estado), las tribus de los
cañaris o de los huacanas, el clan de Cuzco y el de Quito, se hicie­
sen la guerra unos a otros, no menos les inquietaba que se relajase
la autoridad en los vastos territorios de Tahuantinsuyu.
Tras la muerte de Atahualpa, las aportaciones de oro se que­
daban en el camino; los portadores lo escondían bajo tierra, o lo
entregaban a los dignatarios indios, quienes se habían hecho con
el poder en varios cantones y, ora atacando a los españoles, ora
huyendo de ellos, desolaban el país y arruinaban a sus habitan­
tes.
Toda la nación estaba convertida en una revuelta, en la que
luchaban todos contra todos.
Dada la situación, Pizarra se aconsejó con los orejones que se
encontraban en Cajamarca, para ver quién podría ocupar el puesto
del Inca ajusticiado.
Entre la gente huida de Cuzco en busca de la protección de los
castellanos se encontraba el joven Tupac C usí Hualipa, llamado
asimismo Tubalipa y Torca, hermano de Huáscar; gozaba de la
simpatía general, y fue propuesto para ceñir la mascapaycha de
Sapay Inca.
La ceremonia de su entronización fue llevada a cabo por la
nobleza inca con el sagrado ritual antiguo, en la medida que lo
permitieron las circunstancias. El apoo machu (anciano señor)
Pizarra, que sustituía al villac umu (sumo ministro religioso),
completó la ceremonia invistiéndolo de la dorada mascapaycha.

215
Aunque desde aquel momento, la grandeza del soberano quedaría
limitada, pues el joven Inca fue advertido de que era elevado a la
dignidad de Inca en nombre de su majestad don Carlos de Castilla,
y que debería ejercerla como vasallo de éste.
Orejones, curacas y otros dignatarios prestaron la habitual jura
al nuevo Inca; entre ellos se encontraba Chalicuchima, leal estra­
tega del soberano desaparecido; los incidentes ocurridos en la
marcha hacia Cuzco evidenciarán cómo prestó él juramento de
fidelidad al nuevo soberano.
Habían transcurrido diez meses de la llegada al valle de Caja-
marca. Se planeó circunstanciadamente la continuación de la em­
presa, que debía tener su centro en el sur. Pero antes, era necesario
ampliar la base de San Miguel y asegurar la aún desconocida región
septentrional.

La marcha de Benalcázar hacia la meseta ecuatoriana

Esta importante misión se la confió Pizarra a un capitán extre­


meño, cuyas dotes de mando él había conocido en Nicaragua; era
Sebastián Benalcázar1.
La historia de este hombre es parecida a la de Pizarra y Alma­
gro, de cuyo hijo Diego era padrino; su origen, audacia y fracasos
en la vida, si es que se puede hablar de tales cuando un hombre
está entregado a su empresa, eran parecidos a los de aquéllos.
Junto con Pedrerías, había llegado a Castilla de O ro, donde conoció
a Pizarra y a Almagro. Endurecido en los pedregosos campos de
Extremadura, soportó los terribles años de estancia en Darién
mejor que las damas vestidas de terciopelo y de seda y que los
caballeros de capa y espada que acompañaban al gobernador.
Luego erró por tierras del istmo, y lo hizo la mayoría de veces en
compañía de Almagro. Finalmente, siguió a Pizarra en el último
viaje de éste al Perú, donde, como sabemos, se encontró con él en
Puerto Viejo.
Benalcázar mantenía su puesto en todos los sitios de peligro.
Hablaba el mismo lenguaje, era sobrio y duro, poseía la misma
audaz fantasía y facundia que Pizarra.
Así cabalgaba Benalcázar como representante del gobernador
hacia San Miguel.
La población había aumentado; de Panamá llegaban allí grupos
de soldados pare ofrecer sus servicios como infantes o jinetes.
Muchos habían encontrado su camino hacia Cajamarca; decenas
de ellos esperaban poder alistarse.
I. El dicdonarlo de H istorié de EspeHe sitúe d origen de B c n d d tir en Íes tnme»
diaciones de Córdoba.

216
Por más muestra de confianza que significase la misión enco­
mendada a Benalcázar, San Miguel no era el puesto adecuado
para un hombre que poseyese el temperamento y la experiencia de
un soldado de primera línea. No tardó mucho en surgir un motivo
que diese pie al capitán para abandonar el puesto que se le había
confiado, acto difícil de justificar para un soldado.
De la provincia septentrional de los cañaris llegaban desespe­
radas llamadas de ayuda: las sanguinarias huestes de Rumi-Ñahui,
quien, después de la huida de Cajamarca, había reunido los guerre­
ros de la diezmada milicia del Inca, saqueaban y mataban en su
avance hacia Quito.
Benalcázar consideró este grito de socorro como la llamada
oportuna para una acción personal. Quito era la segunda capital
del imperio inca, y cabía suponer que allí se encontraban tesoros
que igualaban a los de Cuzco. De este modo, el capitán reclutó
doscientos hombres y salió a la conquista del reino del Ecuador,
última retaguardia en vida del Inca desaparecido. Era una empresa
audaz. San Miguel estaba situado a 6° latitud Sur en la costa.
Quito se encontraba en la línea ecuatorial, a tres mil metros sobre
el nivel del mar, adonde conducía un camino por entre zonas de­
sérticas, parajes rocosos y tropicales bajo las nieves perpetuas del
Chimborazo y del Cotopaxi. La lucha con las brunas huestes sería
encarnizada.
En uno de los valles del Chimborazo, antes de llegar a Rio-
bamba, lanzó Rumi-Ñahui el grueso de sus fuerzas contra los espa­
ñoles. Por amigos indios, supo Benalcázar que el enemigo tenía
más de diez mil hombres parapetados con muros y trincheras
(contra la caballería; la mayoría de veces cubiertas de aguijones)
en la montaña cerca de Alauri. Sin inquietarse por ello, avanzó una
legua y dio con el campamento enemigo. Una patrulla de caballería
rodeó las fuerzas indias sin entrar en contacto con ellas. Los gue­
rreros quiteños creyeron que los blancos no se atrevían a entrar en
acción, por lo que decidieron lanzarse en tropel sobre ellos, vo­
ceando:
— ¡Acercaos...! ¡Devolved el tesoro de Atahualpa...! ¡Pagaréis
su muerte!
Ante el empuje acometedor de los indios, la patrulla retroce­
dió defendiéndose a arcabuzazos. Por el límite de su campamento,
contraatacó un escuadrón, los diezmó y persiguió hasta el pie de
la montaña.
El resultado de este encuentro en el valle de Teocaxa fue des­
moralizador para las milicias de Rumi-Ñahui; pero obedecían a su
firme jefe, decidido a mantenerse allí y vencer.
Los españoles lograron una ventaja mínima. Las luchas duraron
varios días; los indígenas peleaban bajo el inexorable mando de
Rumi-Ñahui. Dadas las irreemplazables pérdidas de hombres y

217
caballos, la situación de los españoles empezaba a ser comprome­
tida. Llegaba la noche sin que el día hubiera dado una solución,
y esperaban preocupados el amanecer siguiente.
Pero se dio uno de aquellos milagros que los cronistas gustan
relatarnos. Por la noche, se produjo un movimiento sísmico. Una
erupción volcánica abrasó los ventisqueros de los Andes. Una pro­
cela de rúbeas nubes de tierra y ascuas se levantó hasta el cielo.
Los indios se estremecieron junto con la montaña; se relajó el
espíritu combativo; abandonaron las posiciones deíensivas enfrente
de Riobamba cuando tenían el propósito de agotar al enemigo.
Esta circunstancia les abrió a los españoles el camino hacia el
centro de abastecimiento del ejército quiteño; allí estuvieron ocho
días descansando de sus marchas y curando sus heridas. Otros
cinco soldados murieron a consecuencia de ellas; recibieron sepul­
tura en una fosa común. «Las circunstancias no permitieron hacer­
lo de otro modo.»
Según cuenta Oviedo, el precipitado retroceso de Rumi-Ñahui
dejó a los castellanos una zona de retaguardia con vituallas para
veinte mil hombres, varios cántaros de oro y cinco mil mujeres,
además de centenares de llamas para el transporte de «maíz y
tubérculos, que ellos llaman «papas» y son a modo de turmas de
la tierra». Aquí se trata del momento en que el hombre occidental,
después de haber pasado por la prueba de Caxa, se encontró por
primera vez con uno de los regalos más valiosos de América: la
patata'.
El jefe del ejército quiteño continuó la lucha. En un extenso
valle enfrente de la ciudad, organizó la última resistencia. Metido*
en hoyos y parapetados con muros, honderos y darderos defendie­
ron el acceso a la capital. También cedió este baluarte*. Derro­
tadas, las milicias huyeron a Quito. La población recibió orden de
abandonar la ciudad. Rumi-Ñahui reunió las mujeres de las familias
nobles y las de los templos del Sol, y les pidió que se marchasen,
a la selva y la montaña. Muchas obedecieron. Otras, conocedoras
de lo que les esperaba en la selva y en las faldas de las monta­
ñas, contestaron diciendo que preferían esperar con su servidum­
bre lo que el destino les deparase, lo que los dioses quisieran, fuese
bueno o malo. Zárate cuenta así el episodio: Rumi-Ñahui se acercó12

1. He «qu( el texto de Ciezt de León: «AI uno —mantenimiento— IUrnas «papa»,


que es a manera de turmas de tierra, el cual, después de cocido, queda tan tierno
por de dentro como castada cocida; no tiene ciscara ni cuesco m is que lo que tiene
la turma de tierra; porque también nace debajo de la tierra...» 1. c. cap. 40. Con!.
O viedo, 1 c. cap. 19.
2. En las encarnizadas luchas de Riobamba, ios españoles, no sólo se vieron asisti­
dos por los cañar» amigos; también el principe de la región se puso de parte de
ellos. Se llamaba Cachulima; mis tarde, se dejó bautizar y se puso, como muchos nati­
vos, un nombre castellano. Benalcizar lo recompensó con una recomendación especial a
la Corona según la cual ratificaba tu dignidad y le eximia de impuestos: Su pequeña
dinastía se mantuvo siglo y medio en el Ecuador.

218
a sus mujeres, que no eran pocas, y les dijo: «Ahora llegarán los
hombres blancos; no tardaréis en recrearos con ellos...» Algunas
se echaron a reír creyendo que se trataba de una broma. Pero las
risas les costaron caras; llamó a sus guerreros y las hizo matar
a casi todas, que eran unas trescientas. En su huida incendiaron
las casas de los nobles; parecido a lo ocurrido en Cuzco, se lleva­
ron cuanto podían cargar y huyeron en la oscuridad de la noche
a las montañas. Todos los tesoros de Quito desaparecieron con
ellos.»
Se comprende que después de semejante salida, muchos veci­
nos aguardasen esperanzados la llegada de los blancos. Los yana­
conas se unieron en seguida a los españoles, así como muchas
mujeres de familias nobles. Oviedo advierte que la mayoría era
gente llevada allí. Tras la conquista de aquella meseta, Huayna
Cápac había echado a sus antiguos moradores hacia el Sur, susti­
tuyéndolos por fiados pobladores de la región de Cuzco, llamados
mitimacos.
Los fabulosos rumores acerca de los tesoros de la capital ecua­
toriana, habían acelerado la marcha de los españoles. «Fue grande
la tristeza y melancolía de los soldados al ver defraudadas sus espe­
ranzas después de tantos y tan penosos esfuerzos», escribe Herrera,
sintiendo lo mismo que los otros.
Esto hace comprensible la tenaz persecución de Rumi-Ñahui
por Benalcázar. Pero el caudillo indio tenía espías en todas partes;
rehuía hábilmente a los españoles y los atraía con falsas huellas
hacia la cordillera andina. Mientras, reunió un ejército de quince
mil hombres, y fue rodeando el campamento de los españoles con
sigilosas marchas nocturnas, para atacarlos por sorpresa en la
oscuridad. Mas los castellanos fueron advertidos a tiempo de
aquellos peligrosos movimientos de tropas enemigas por fieles alia­
dos indígenas. Benalcázar organizó la defensa de los accesos a la
ciudad. Tan pronto como llegaron en tropel las huestes enemigas,
se encendieron grandes hogueras en el campo de batalla y, sin
toques de trompeta ni redoblar de tambores, se lanzaron los espa­
ñoles sobre los sorprendidos atacantes nocturnos, que desahogaron
su decepción con infernales gritos de guerra; mientras, en el ante-
frente, los cañaris aliados de los castellanos aceptaron el combate
y los hicieron retroceder hasta las montañas. Al amanecer, salió la
caballería y deshizo aquella última movilización de guerreros. Per­
seguido tenazmente por la unidad montada y fuerzas auxiliares
indias, huyó Rumi-Ñahui a las montañas de Yumbo, dejando aban­
donados en su campamento vasijas de oro y de plata, piedras pre­
ciosas, prendas de vestir y otros objetos de valor, y «muchas y
bellas mujeres».
Con ello, quedaba defintivamente quebrada la resistencia de
los nativos.

219
Al otro día se presentaron siete curacas y pidieron la paz. Fue­
ron bien recibidos, y se pusieron al servicio de los españoles.
Cieza de León elogia el alegre carácter del paisaje quiteño entre
sierras altas, fértiles valles, abundantes rebaños de llamas y vicu­
ñas, así como su riqueza en venados, liebres, tórtolas y toda clase
de gallináceas, y gatos monteses y pumas.
No menos ensalza su población: «Son grandes agricultores. Pero
el trabajo no está distribuido como se suele hacer: las mujeres se
ocupan en las faenas del campo, y los hombres hilan y tejen. (Cree
él que esta costumbre debió de ser introducida por los incas, por­
que no se ha observado en ningún otro sitio.) Los nativos de aquí
están más civilizados que los de las regiones levantinas (de donde
Cieza llegó), tienen buenas inclinaciones y son poco dados al vicio*.
No son tan políticos como los peruanos...; de lo contrario, no
habrían sido conquistados por éstos. El orden reinante lo han reci­
bido de los incas; antes de ser dominados, iban mal vestidos y
desconocían la agricultura, como sus vecinos...»1
Después del incendio provocado por las tropas en retirada,
Quito ofrecía un aspecto tan deprimente, que Benalcázar decidió
de momento establecer su residencia en San Francisco de Rio-
bamba, donde se encontraba entre tribus amigas. Mientras, ordenó
que se reuniesen constructores indígenas y se procediese a reedifi­
car la ciudad a estilo español.
Al día siguiente del domingo de Pentecostés de 1534, Benalcázar
hacía su entrada triunfal en el nuevo Quito.

Almagro y Pedro de Alvarado

A través de la estancia de Hernando Pizarra en la corte, hemos


oído hablar de una arbitraria expedición de Pedro de Alvarado,
gobernador de Guatemala, al Perú; éste, compañero de armas de
Hernán Cortés y enriquecido en la conquista de Méjico, desem­
barcó con quinientos españoles, doscientos veintisiete caballos y
unos dos mÚ peones indios en un paraje ecuatoriano, con el pro­
pósito de dirigirse a Quito; aquel contingente suponía una fuerza
militar no vista hasta entonces en la costa occidental; mientras, su
piloto Fernández debía explorar el litoral del Mediodía y tomar
posesión de él.
Más de la mitad de esta expedición pereció en la terrible mar­
cha por el bosque tropical y por los ventisqueros andinos; fue una12

1. Con el concepto vicio, le* cronistas querían significar sodomía.


2. Conf. Cieza, c. » ; 4}.

220
tragedia que superó a la de Almagro en su ulterior expedición a
Chile1.
Aunque diezmadas por la naturaleza, dichas tropas fueron apro­
vechadas por Almagro y parte de ellas enviadas desde San Miguel
a Benalcázar para defender sus derechos y los de Pizarro.
Tras prolongadas negociaciones, amenazadas constantemente por
pasiones e intrigas, se convino en que Alvarado cedería sus sol­
dados, pertrechos y los seis barcos a Almagro contra entrega de
cien mil pesos, o sea 460 kilogramos de oro fino*.
Los cronistas advierten que este repentino aumento de fuerzas
se le subid a Almagro a la cabeza y fue la causa de sus desmedidas
exigencias. Sobre ello, Alvarado le escribió al Rey: «Con eso, la
situación de Almagro ha variado tanto de suerte que, con la llegada
de Hernando Pizarro y el documento de Vuestra Majestad del que
¿1 es portador, temo se produzcan entre ambos serias desavenen­
cias, que podrían poner en peligro todo lo hecho hasta aquí...»
En consecuencia, la «gente de Guatemala», como se llamó a la
de Alvarado durante mucho tiempo, ejerció una siniestra influencia
en Almagro.
Concertado ya aquel difícil trato, los dos caudillos, y su acom­
pañamiento emprendieron la marcha en sus monturas hacia Pacha-
cámac, para encontrarse allí con Pizarro y efectuar la entrega de
la cantidad de oro correspondiente a lo concertado*.
Fue una cabalgata desde los ventisqueros andinos y a través de
desiertos hacia un punto de la costa situado a unos 12° latitud Sur.
Parte de los recién llegados se unió a las fuerzas de Benalcázar
en Quito.123

1. De uní c irti fechada el 13 de enero de 13)3, que Alvarado dirigid el Rey: «...Yo
descubrí (ierres desconocidas, grandes píntanos y scivu. y pueblos salvajes que hablan
distintos lenguajes, sin encontrar ningún camino que comunicase unos con ortos. Necc-
sité siete días para atravesar la zona del bosque. Luego, llegué a una meseta descu­
bierta, donde hacia un frío insoportable. Al cruzar un puerto, nevó tanto, que crei­
mos perecer todos... Al final, perdí mis de seiscientas almas entre cristianos y nativos,
aun cuando no fuesen muchos los españoles...»
2. Gom am : Conf. la cana de Alvarado dirigida al Rey; fechada el 17 de mayo de
15)6.
3. Herrera dice que fueron ciento veinte mil pesos. Referente al pago, existen tres
actas notariales, redactadas con los pertinentes detalles, en el archivo de Indias. Gomara
comenta al respecto: «Almagro ganó más que el alto precio que pagó». El acuse de
recibo lleva la fecha del 1 de enero de 13)5.

221
Expedición de Francisco Pizarra a Cuzco

¡Seguid! .Seguid por la montaña y las nubes


hacia la azulina tierra de la lejanía...!

B. G. P rada: Perú.

La aventura en el Ecuador había empezado en un momento en


que Pizarra preparaba la marcha hacia Cuzco, para completar la
posesión del país.
Tras asegurar lo conquistado hasta entonces, el 15 de septiem­
bre de 1533, se puso en camino hacia la capital incaica. Ahora iba
al mando de unos quinientos hombres. Lo acompañaban el nuevo
Inca con su séquito, del que formaba parte Chalicuchima; tanto
éste como el soberano viajaban en lujosas sillas de manos siguien­
do la tradición. Chalicuchima era un hombre taciturno, aunque se
adivinaba el objeto de sus intenciones.
Contando con posibles ataques, Almagro iba al mando de un
destacamento de vanguardia para asegurar el viaje.
Los indios montañeses de Guamachuco, enemigo jurado de Cha­
licuchima que aún conservaban el recuerdo del sangriento régimen
de éste, los recibieron como aliados y se mostraron dispuestos a
suministrarles víveres. En algún que otro sitio, encontraron oro
escondido; pero se hallaron con la desagradable experiencia de
que los depósitos del Inca estaban mal abastecidos, y aun vacíos.
Chalicuchima estimó aquella actitud como de poco temor ante el
nuevo Inca, por lo que le dijo a Pizarra:
—Déjame hacer, y verás cómo cambia la cosa...
— ¡Haz lo que te parezca mejor! — respondió el gobernador.
Entonces, Chalicuchima reunió a los caciques, mandó que traje­
sen piedras grandes y les hizo poner la cabeza en ellas; luego, cogió
una y con enérgico golpe le aplastó el cráneo al primero de ellos.
«Le hizo tortilla», escribe Pedro Pizarra, que estaba presente. Asi­
mismo habría hecho con los otros, de no haberlo impedido el
gobernador. Como quiera que fuese, los depósitos de víveres esta­
rían mal provistos mientras viviese Chalicuchima, porque los indios
le temían más que al propio Tubalipa. Sus guerreros continuaban
dominando en las montañas y castigaban con su habitual crueldad
la desobediencia.
En la región de Andamarca, donde Huáscar había sido asesi­
nado, yacían todavía centenares de cadáveres en estado de descom­
posición, procedentes de las sangrientas batallas entre los dos her­
manos incas.
Por las elevaciones erraban las huestes armadas de Chalicuchi­
ma y de Quizquiz.
Los indios amigos hacían a Chalicuchima responsable de todos

222
los incidentes que ocurrían, pues realmente continuaba mandando
a los insurgentes; era culpable de que los depósitos de víveres estu­
viesen vacíos, y lo hacía para desprestigiar la autoridad de Tuba-
lipa y ponerse al frente de la insurrección. Pizarra desconfió e hizo
encarcelar a este hombre tan poderoso.
En las proximidades de Jauja aumentaron las hostilidades. Las
morenas huestes se retiraron al otro lado del río, flanqueando la
vanguardia de Almagro y gritando, no sin antes haber prendido
fuego a todas las provisiones. «Lo hicieron — escribe Pedro Pi­
zarra—, para hacer desaparecer parte del oro allí oculto...»
Cuando la caballería cruzó el río en su persecución, huyeron
sin ofrecer resistencia hada el sur y poniente.
Las tropas auxiliares, compuestas por gente del lugar, y reclu­
tadas arbitrariamente por los guerreros quiteños, fueron entregán­
dose a los españoles, después de que éstos dejaron libres a sus
mujeres. Y Pizarra, que no esperaba otra cosa mejor, los aceptó
de muy buena gana*.
Como Jauja era un importante nudo de comunicaciones, Pizarra
deddió fundar una dudad al estilo español. Luego envió una sec­
ción a Pachacámac, para organizar allí un punto de apoyo. Dejó al
tesorero Riquelme como alcalde de la fundadón, y continuó tras
la vanguardia camino de Cuzco.
Entretanto, la vanguardia que mandaba De Soto había llegado
a Vilcas, población que luego perdería su ¡mportanda entre los
españoles; pero entonces era un importante centro cultural, tenía
templo del Sol, convento de mamaconas, casa sacerdotal y palado
del mandatario. En el centro de la plaza del templo había una
piedra, de una altura un poco más de medio cuerpo y con vasijas
labradas en ella, en la que se practicaban las ofrendas de niños y
de animales. Es de suponer que Vilcas tenía bien provistos sus
depósitos de víveres.
Diego de TrujiUo, que estaba presente, escribe sobre la entrada
de la unidad de vanguardia en la ciudad: «Llegamos hasta Vilcas,
donde acampaban los cabecillas de Atahualpa con muchos guerre­
ros; éstos habían salido de caza... Al amanecer nos apoderamos
de su campamento... Cuando anochecía, los indios descendieron
por las laderas de las montañas. Se entabló una dura lucha y nos
tomaron ventaja, debido al terreno montuoso... En ese día, los
indios mataron el caballo blanco de Alonso Tabuyo. Tuvimos que
replegarnos al lugar fortificado y permanecimos de guardia toda la
noche. A la mañana siguiente, los indios atacaron enconadamente;
llevaban un gallardete hecho de los pelos blancos del caballo que 1

1. Herrera escribe: «En cita ocasión, tos castellanos cogieron prisioneras a muchas
mujeres bonitas; entre ellas habla dos hijas de Huayna Gtpac. Por consiguiente, los
yayo* y huaracas pidieron la paz, y se disculparon de no haberlo hecho antes. Sin
eso, no las hubieran dejado libres...»

223
mataron y retrocedieron cuando dejamos libres a las mujeres, a
los indios y rebaños que habíamos capturado...»
En este ejemplo vuelve a ponerse de manifiesto la incapacidad
de los indios para saber valorar una situación dada y aprovechar
sus ventajas. Con un fuerte asedio, era poco probable que los espa­
ñoles hubiesen podido escapar sin pérdidas.
De Soto continuó la marcha hacia el sur. En Uramarca cruza­
ron por un puente colgante hecho de tallos vegetales, y el cronista
comenta —exagerando— : «Los caballos anduvieron por él como
si fuese un puente del Duero».
Los indios se agrupaban alrededor de ellos, sin atreverse a un
ataque directo, aun después del fracaso de los blancos; destruye­
ron, sin embargo, todos los puentes tendidos sobre los profundos
ríos andinos. Pero la caballería vadeó el Apurimac y el Abancay.
«Fue una audacia que nunca más volvió a repetirse...»
El camino discurría ahora hacia las elevaciones. Los caballos y
jinetes sufrían los rigores de la noche fría; los españoles habían
salido de Cajamarca con poca impedimenta y sin ropa de abrigo.
En los límites de la región cuzqueña surgieron nuevas cordille­
ras. E n vista de los crecientes movimientos de hostilidad, las adver­
tencias hechas por Pizarra y el cansancio de los hombres y caba­
llos aconsejaban esperar la ilegada del grueso de las fuerzas; pero
el ambicioso De Soto no lo quiso así. Pedro Pizarra, que nunca le
fue afecto, dice: «De Soto quería ser el primero en entrar en Cuzco.
Y, a título de que no debía dársele tregua a un enemigo que huye,
se metió en los desconocidos desfiladeros de los Andes.»
Precisamente esa era la celada que los guerreros de Quizquiz
habían estado esperando. Juraron ante Inti (el Sol) y ante Pa­
chamama (la Tierra) que darían muerte a los blancos, aunque
tuviesen que perecer todos. De todos los valles salían refuerzos
que fueron reuniéndose y descendiendo por las laderas y dando
gritos salvajes. Para los jinetes no había retroceso posible. De Soto
reconoció el peligro mortal de la situación. Las montañas estaban
cuajadas de guerreros armados de honda, dardo y mangana. En
aquel angosto desfiladero, los caballos eran un estorbo. Los indios
ya no les temían. Se colgaban de las fatigadas piernas de los anima­
les y tiraban fuerte de sus colas. Dispuestos a morir, se lanzaban
sobre el reluciente acero y se tiraban a las herraduras de las ca­
ballerías. No tenían en cuenta sus muertos, sino los de los blan­
cos, los cuales no podrían ser reemplazados. Pereció un tercio de
los sesenta hombres que componían la unidad. Pero una vez más
supieron salir airosos con las dotes de mando del capitán y la
valentía de los soldados. De Soto y el capitán Ortiz luchaban para
abrirse paso hacia el valle de más arriba y, luchando encarniza­
damente cuerpo a cuerpo, los seguían los que aún quedaban del
destacamento.

224
Ya arriba, abrevaron las caballerías, se dieron un corto des­
canso e intentaron, mientras se avecinaban las largas sombras de
la amenazadora noche, romper el cerco de los indios; éstos retro­
cedieron; pero no lo hicieron por temor, pues sabían que su copa­
do enemigo tenía agotadas sus fuerzas. Establecieron su vivaque
al otro lado del riachuelo, que estaría a un tiro de flecha de dis­
tancia, de donde llegaban hasta ellos las jubilosas voces de los
indios.
¿Sería la «noche triste» del Perú tal vez? ¿Se lanzarían sobre
aquellos hombres agotados por el cansancio y el frío en la oscu­
ridad de la noche?
No. Tenían en perspectiva un sangriento festín. Del otro lado
del riachuelo les voceaban:
— ¡De noche, no nos acercaremos...! ¡Lo haremos mañana en
pleno día, para recreamos mejor con vosotros...! ¡Jamás veréis la
luz de Cuzco...!
El intérprete tradujo el significado de lo que habían dicho,
aunque no era necesario, pues se comprendía fácilmente.
Los españoles vendaron a los heridos, que gemían en la fría
noche. El pensar en la mañana siguiente les quitaba el sueño.
La salvación vino cuando ellos ya no la esperaban; pero de
ningún modo llegó demasiado pronto.
La cosa sucedió así: cuando De Soto se dispuso a emprender el
imprudente ascenso de la cordillera, uno de sus hombres tuvo posi­
bilidad de enviar un mensaje a Pizarra. «El cual recibimos en el
río Abancay», anota Pedro. El gobernador envió a Almagro para
que los siguiese; pero cuando llegó al pie de las elevaciones de
Vilaconga y no dio alcance a De Soto, su instinto de viejo soldado
se despertó con inquietud. Aunque la noche era amenazadora, subió
hasta el angosto desfiladero. En vano prestaban los soldados oído
hacia las alturas. ¡No se oía ruido alguno! Acompañado de veinte ji­
netes, Almagro subió la oscura ladera, sólo iluminada por el débil
reflejo de las estrellas. A eso de la medianoche, se encontró con
unos indios que estaban agotados, y supo lo que había ocurrido. Su
preocupación fue en aumento; ordenó al corneta Alconchel que
tocase llamada; éste sopló su instrumento con toda la amplitud
que le permitían sus pulmones. Las metálicas notas resonaron como
las trompetas del juicio final por los despeñaderos1.
Sobre la medianoche, los extenuados jinetes de De Soto oyeron
cómo llegaban desde abajo las tenues y familiares notas; llegaban
interrogativas por los oscuros altavoces rocosos, y pedían respues­
ta, la cual dio el corneta del vivaque de De Soto. La depresión y el

1. Las elevaciones de Vilaconga estaban situadas a unos 35 kilómetros al norte de


Cuzco. Todos loa cronistas que participaron en la conquista nos hablan de este último
v desesperado Intento de Quisquía para impedir la entrada de tos españoles a Cuzco y
hacerlos retroceder de allí.

225
agotamiento desaparecieron intantáneamente. El campamento de
los españoles despertó con su habitual eficiencia.
Ahora, el desaliento y la desesperación cundió en las tiendas de
los indios. Las hogueras se apagaron como sus esperanzas. Silen­
ciosos, levantaron el campamento y se retiraron a las inmediacio­
nes de Cuzco. Cuando a la mañana siguiente los españoles se dis­
pusieron al ataque, sólo dieron con las fuerzas de retaguardia ene­
migas, que huían apresuradamente.
Almagro y De Soto esperaban en el valle, tranquilo bajo los pri­
meros rayos del sol, al gobernador, que llegó a marchas forzadas
al día siguiente.

Encuentro con el Inca Manco

Ya reunidas, las tropas emprendieron la marcha hacia Cuzco.


A unas leguas de camino, apareció ante ellos el valle de Xaquixa-
guana con verdes prados y maizales en flor.
Uno de los personajes españoles, que, como conquistador con­
fiado en sí mismo, se adentró en aquel risueño paraje, no sabía que
un decenio más tarde acabaría sus días entre aquellos riachuelos
y montañas: Gonzalo Pizarro moriría allí como insurrecto.
Los españoles se tomaron un buen descanso después de una
marcha grávida de duras luchas y penalidades, y se abastecieron
en los depósitos de víveres.
Cieza de León, cronista y geógrafo, describe el valle de Xaqui-
xaguana: «En tiempos pasados, el valle estaba muy poblado. Sus
extensos sembrados eran dignos de verse por su artística disposi­
ción: protegidos por muros, se extendían escalonados por las lade­
ras. Más tarde se sembró trigo y dio buenos resultados. También
pacieron rebaños de ganado bovino y lanar, los cuales pertenecie­
ron a los primeros ciudadanos de Cuzco». (Diez años después que
Cieza errara por aquellos parajes, los españoles ya habfan intro­
ducido la agricultura y la ganadería de su tierra.)
Por aquellos días, finalizó también el destino del renombrado
estratega Chalicuchima, fiel servidor de Atahualpa. Pizarro parecía
haber estado mucho tiempo sin tomar una decisión contra este
gran indio, que era el causante de la muerte de Huáscar; que pa­
recía ser quien dirigía los ataques contra los españoles durante su
marcha, aun estando con ellos. Por último, tras fallecer misterio­
samente el embarazoso Tubalipa, los parientes de éste le acusa­
ron de haber sido el causante1. Sobre esta muerte existen dos
1. En Pedro Pizarro leemos: «Un día. Chalicuchima invitó a Tubalipa a comer, y
le puto en la chicha un veneno lento, de modo que llegó a Jauja y te murió. Esos
indios conocen hierbas cuyo veneno mata lentamente».

226
versiones: una nombra a Pizarro como su juez; otra lo relaciona
con el encuentro del Inca Manco. Pizarro le entregó a Manco el
asesino de su hermano. Y Manco ordenó que lo quemasen y
lo arrojasen al agua del mismo modo que él había hecho con
Huáscar*.
La tropa se dispuso a recorrer el último tramo de camino inca.
Cieza lo describe así: «Desde este valle hasta Cuzco, hay cinco
leguas de camino real. En tom o al nacimiento de un río se forma
allí una zona pantanosa, la cual casi no podría ser cruzada si los
incas no hubieran construido sólidos muros de protección a uno
y otro lado de dicho camino, que discurre por laderas y colinas
hacia la capital...»
Al mismo tiempo, tuvo Pizarro la satisfacción de que las altas
personalidades del país buscasen tener contacto con él. Pero no
cabía pensar en ello mientras la región estuviese bajo el dominio
de Quizquiz. Parece ser que los primeros encuentros sucedieron
poco después de la victoria obtenida en las montañas de Vilaconga.
Eso leemos en Zárate, que nombra al Inca Paullu como el primero
que se presentó. Diego de Trujillo sitúa el primer encuentro en las
montañas: «Ibamos de camino con los heridos, y nos salió al en­
cuentro el curaca Chilche, que hoy es cacique de Lula, con tres
cañaris; le dijo al gobernador. ”Señor, he venido para servirte,
y no traicionaré a los cristianos en todo lo que me quede de vida”.
Y así lo ha mantenido hasta hoy... Luego, apareció por la misma
colina el Inca Manco acompañado de dos orejones; llevaba un des-
ahogado amarilla. Chilche dijo que
aquél era _ , y que había huido de los
mandatarios de Atahualpa...»
Pedro Sancho sitúa el encuentro en Xaquinixaguana, aunque infor­
ma en el mismo sentido que los otros: «...M anco le prometió al
gobernador ayuda para expulsar de allí a los guerreros quiteños,
porque eran sus enemigos, odiados por la gente de Cuzco, la cual
estaba cansada de servirlos... Manco era verdaderamente el here­
dero de la soberanía del país, y todos los caciques deseaban que
fuese él el Inca. Cuando vino a visitar a Pizarro, lo hizo por las
montañas, dado el temor que les tenía a los guerreros quiteños...»
En los extranjeros buscaba Manco aliados contra los prosélitos
de Atahualpa y, sin conocer a los hombres blancos y sus planes, se
presentó como heredero de la mascapaycha.
Por elevaciones de casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar,
avanzaba Pizarro hacia Cuzco. Una sección de Almagro y otra de
De Soto formaban la vanguardia.
1. Asi leemos en el libio 11 de Hechos 4et laca Manco, de UrteagaRomcro: «...En
Xaquixaguana, el Marqués entregó *1 caudillo Chalicuchima a mi padre, y le dijo:
"Mirad, señor Manco, aquí oa traigo preso a vuestro principal enemigo. Pensad qué
ordenaréis que se haga coa él". Cuando mi padre le miró, dijo que lo quemasen en
presencia de rodas».

227
A una legua de la capital inca, las tropas quiteñas se dispusieron
a impedir el avance del aparentemente invencible enemigo. De Soto
y Almagro se vieron enzarzados en una lucha enconada y tuvieron
que retroceder ante la fuerte presión de los indios; sólo después
de haber recibido el apoyo de las secciones de Juan y Gonzalo
Pizarra pudieron lanzarse de nuevo al ataque; pero las morenas
milicias luchaban con la tenacidad con que habían combatido en
la región de Vilcaconga. Caballos y jinetes sufrieron heridas; a Ro­
drigo de Chaves, oriundo de Trujillo, y amigo de Pizarra, le destri­
paron el caballo. La noche separó a los enconados combatientes.
Uno y otro bando se dispusieron a vivaquear junto a la muralla de
la ciudad.
Durante la noche fueron clareándose las filas indias, y por la
mañana se venció totalmente su resistencia. Desmoralizadas, las
huestes afluyeron en tropel a las calles de Cuzco. Se alzaron colum­
nas de humo. La capital debía ser destruida. Las hordas se entre­
garon al pillaje; saquearon el templo del Sol y los tambos, fractu­
raron las puertas del convento de las esposas del Sol y se llevaron
a sus moradoras en su desesperada huida. Los incendios devastaron
las antiguas moradas de los ayllos.
Pizarra envió la caballería a la angustiada ciudad para poner
fin al saqueo.
La rancia nobleza de Cuzco siguió el camino indicado por Manco,
que era el príncipe reconocido por ella en aquellos sombríos días.
Én el transcurso de un año habían tenido que humillarse al tiránico
régimen de Quizquiz y sus milicias quiteñas. Debió de ser grande
la conmoción sufrida por la aristocracia cuzqueña, pues era tanto su
odio contra el partido quiteño, que cada uno esperaba con encu­
bierta ansiedad la llegada de los extraordinarios hombres blancos.
Fue un momento en que todos creían fidedignos los relatos acerca
de la advertencia de Huayna Cápac a su hijo Huáscar: «Si vuelven
los hombres blancos, recíbelos como enviados de Viracocha».
Al atardecer, los últimos quiteños ya habían desaparecido en
las montañas.
En la ciudad reinaba la quietud de un campo de batalla aban­
donado.

La entrada en la capital inca

Los castellanos pasaron la noche en las elevaciones situadas en


extramuros. Los mandatarios de Manco preparaban en la ciudad
la triunfal entrada de los vencedores, solemne festejo que se le
había tributado sólo al Sapay Inca después de victoriosas batallas
en los tiempos de hegemonía de la capital. Este acto sería presi-

228
dido por Francisco Pizarra, el capitán general del rex invictissi-
mus Carlos.
Pizarra había estado diez años de camino para lograr este
objetivo.
El día siguiente, 15 de noviembre, se cumplía el año de la
subida al valle de Cajamarca.
Cuando los primeros rayos de sol barrieron las sombras de la
montaña e iluminaron el verde y extenso valle, formaron las sec­
ciones, de las cuales Pizarra mandaba la de batalla. La vanguardia
y retaguardia las formaban tropas auxiliares indias.
Sobre las diez de la mañana, el frente de la cabalgata se reunió
en el punto donde sombreaban las primeras casas en el camino
real del Antisuyu. Y los jinetes se dirigieron al trote de sus des­
cansadas monturas por el empedrado camino inca y por delante de
las casas de adobes del extrarradio y los vallados de fábrica de los
palacios de la nobleza hacia el histórico escenario de la Huacai-
Pata (plaza mayor).
Más bien que la entrada de unos conquistadores, parecía el vic­
torioso regreso de un soberano a su capital. Y, aunque todos man­
tenían atenta la mirada en el ambiente que los rodeaba, ninguno
tenía puesta la mano en la empuñadura de su espada. Jinetes y
caballos ostentaban igual fastuosidad. Debió de ser sugestivo el
efecto producido en aquel apiñado gentío de espectadores. Los
sobresalientes penachos en los morriones, las armaduras y espadas,
parecían encenderse en la luz solar del día que comenzaba. ¿No se
parecía a la apoteósica Inti-Raymi (fiesta del Sol) de sus dioses
y progenitores?
Cual una oscura oleada, los indios invadían todas las calles y
plazas.
«Para presenciar nuestra llegada —escribe Pedro— se reunió
tanta gente en Cuzco, que los campos de sus alrededores aparecían
cubiertos de seres vivientes.»
Los cornetas cabalgaban delante del gobernador. Las prolonga­
das y metálicas notas resonaban en los graníticos muros de las
angostas callejas. E l empedrado parecía retemblar con el choque
de las herraduras de las caballerías. Y los que en ellas montaban,
¿no se asemejaban a los hijos del Sol con sus relucientes petos y
blancos rostros, ojos claros y barbas bermejas?
— ¡Viracocha...! ¡Viracocha...! —exclamaba la multitud, al con­
templar a De Soto vestido de terciopelo y montado en su torda y
briosa yegua de raza árabe que iba a la cabeza de la formación,
o Pizarra con el ondeante penacho de su morrión. Aquí tendría el
mismo aspecto que tiene actualmente su estatua, erigida ante la
catedral de Lima, o en la plaza mayor de Trujülo. La llegada de
los príncipes incas Manco y Paullu con el cortejo de los extranje­
ros, le daba odioso aspecto de conquista a la entrada en la capital.

229
Y el recuerdo de antiguas predicciones le atribuía una aparición
de la Providencia.
En el primer momento pareció reinar un ambiente amistoso,
que se corroboró en un trabajo conjunto y de buena voluntad de
las familias relevantes en los meses siguientes. Aquello invitaba
a la confianza. Ello hubiese ofrecido la posibilidad de organizar
una pacífica sociedad entre el Viejo y el Nuevo Mundo, si la am­
bición y las pasiones no hubieran menoscabado la confianza, y si
la violencia no se hubiera apoderado de lo que la confianza estaba
dispuesta a dar de sí.
También los castellanos se quedaron maravillados al llegar a
la Huacai-Pata, una plaza que superaba en espacio a la plaza mayor
de Salamanca. Aquel era el venerado sitio donde se celebraban los
grandes festejos triunfales del antiguo Perú; donde el Inca Cápac,
después de una victoriosa campaña, había reunido un gran botín,
y donde los reyes vencidos se arrojaban a sus pies, y él pasaba por
encima de sus cuerpos pronunciando las rituales palabras: «A mis
enemigos, los pisoteo». Era el foro del imperio, el escenario de los
ruidosos festejos que al pueblo le gustaban1.
Los toques de corneta de Castilla resonaban sobre este viejo
mundo. El movimiento sísmico de una nueva época hacía trepidar
la Huacai-Plata (plaza mayor) y todos los corazones que vivían este
extraño suceso.
En presencia de los príncipes Paullu y Manco, tomó Francisco
Pizarra, para el rey Carlos I, posesión de la capital del imperio de
los incas. Mientras se izaba el pendón de Castilla en una tone, el
notario real levantó un acta de soberanía, que firmó y selló.
Pedro Pizarra, que nombra a su tío con el tratamiento del título
a que se hizo merecedor en 1537, anota: «El marqués hizo formar
la tropa en cuadrilongo en la plaza; por su parte, se alojó en el
palacio Caxana, y al lado acomodó a sus hermanos Juan y Gonzalo.
Almagro se aposentó en unas estancias que pertenecían al clan
Roca, cerca de donde más tarde se edificó la catedral. De Soto
ocupó unos cuartos en el palacio de las serpientes. El resto de la
tropa fue alojada en Hatun-Cancha (cancha espaciosa)...»
De nuevo resonaron las trompetas sobre la plaza. Los soldados
se retiraron a su alojamiento. La nobleza inca acompañó a los hués­
pedes a sus aposentos indicados y puso a su disposición atentos
servidores. No obstante los anteriores saqueos, los tambos aún

1. Cicza cuenta en su crónica que habla varias provincias que estaban obligadas a luí
servicios de las edificaciones, limpieza y otros trabajos de la capital.
Sobre la importancia de Cuzco, un cronista anónimo acribe: «Esta ciudad era
grande y estaba muy poblada, disponía de espaciosos edificios y tenia extensos arraba­
les... Cuando los espolióles entraron en ella, contaba con unos cuarenta mil habitantes,
aparte de los arrabales y de las diez o doce leguas de población del contorno, que
vendrían a tener unas doscientas mil almas, pues este paraje era de los mis poblados
del imperio».

230
quedaban bien repuestos de ropas, víveres y chicha. Todos los de­
seos de los extranjeros fueron cumplidos.
A la puesta del sol, se tocó retreta, y se arrió el pendón. Se
dejaba sentir el fresco de las montañas, aunque no asustó a los
fatigados caminantes, pues tenían buenos alojamientos y estaban
provistos de todo cuanto necesitasen.
Habían llegado al término de su caminata de más de mil leguas.
Desconocían que allí convergían su camino y el de los pueblos
indios en el surgimiento (fe una nueva nación.

Cuzco. Fundaciones

La mayoría de mercenarios españoles no se hubieran extrañado


si los edificios de Cuzco hubiesen estado hechos de oro. Después
de la fantástica idea de los tesoros de la residencia de los incas,
los primeros días de estancia allí produjeron una moderada des­
ilusión.
Como principio, estimó Pizarra imponer una severa disciplina;
al menos así lo escribe su sobrino: «El marqués hizo saber que
ningún español entrase en casa ajena ni se llevase nada...» No
queda muy claro si se cumplió dicha orden en el transcurso de la
estancia allí. Como quiera que sea, la gente recorrió inmediata­
mente la población, y advirtió que aún quedaba mucho después del
saqueo de los quiteños.
Sigamos los pasos de unos soldados que estuvieron allí y toma­
ron nota de cuanto vieron.
Diego de Trujillo, narrador parco, lo resume así: «En Cuzco
se encontró mucha más plata que oro, aunque también había bas­
tante oro. Había arsenales de lanzas, flechas, clavas y hondas;
asimismo se encontraron sotechados repletos de sogas desde el
grosor de la pierna de un hombre hasta el de un dedo, con las
que arrastraban las piedras para la construcción de sus edificios;
otros estaban abarrotados de barras de bronce atadas en fajos de
diez; de pilas de ropa y provisiones de coca y de ajíes, y de depó­
sitos de indios desollados1. También entramos en el templo del
Sol; el villac umu nos dijo que no se podía entrar sin antes haber
estado observando ayuno durante un año; además, había que
entrar con una carga en las espaldas y descalzo; pero no le hici­
mos caso, y entramos...»
Siendo como así era, puede que el soldado Trujillo hubiese sido
capaz de escribir toda la campaña del Perú empezando desde su
1. Diego acrib e escuetamente: «...hable attt acopio de ro p a..., de ai ( a . de coca...,
y depósitos de indios desollados...», pudiendo comprenderse «...de p íe la de indios
desollados». T.

231
salida de España en las treinta páginas de un cuaderno, y esto a
gusto del curioso virrey Francisco de Toledo, que quería saber
y tener anotado con exactitud todo cuanto se supiese de los incas y
de sus abuelos, y de los conquistadores y sus hechos. Diego estimó
que era una historia muy larga y demasiadas palabras para un
soldado. Debía haber escrito más, pues sus relatos no carecían de
interés. Mas argumentó: «Podría haber dicho muchas cosas más,
pero lo omito para no ser redundante...» Luego dejó de prestat
sus servicios en este sentido al virrey, y puso punto final a su
crónica.
Pedro Pizarra es más comunicativo. Entre una serie de detalles
leemos en él que un indio de alta condición le dijo a un tal Simón
Juárez que en una cueva de la fortaleza Sacsayhuaman había escon­
didas cuatro mil cargas de oro y plata. El Inca Manco se enteró
de ello, y le hizo dar m uerte...; poco después de este hecho, estalló
una rebelión. Por consiguiente, el oro y los demás tesoros conti­
núan ocultos hasta el presente en el sitio donde fueron escondidos
entonces.
Desde el reinado del Inca Pachacútec, era Cuzco la tesorería del
imperio. Anualmente afluían a la Cori-Cancha (santuario de oro)
I? 000 arrobas de oro y 50 000 de plata, si se puede creer a los
cronistas. Tanto el oro como todo lo que fuese de valor pertenecía
al Inca, y era guardado en el templo del Sol. De oro eran las imá­
genes del Sol, de Viracocha, del Chuqui-Ula (el relámpago), de los
reyes fallecidos, y las ánforas y los cubiletes con que bebían los
nobles soberanos.
Con razón, Cieza escribe: «Cuzco era la ciudad más rica de las
tierras indias, por cuanto sabemos... Allí se acumulaban las rique­
zas para honrar a los reyes, y el robo de oro y plata estaba conde­
nado con la pena capital... En la residencia del soberano vivían
gran número de orífices que sabían cumplir los encargos de su
señor...»
Aconteció otro reparto de oro. El notario Sancho señala la can­
tidad de 58 000 pesos oro y 250 000 marcos de plata. Todos queda­
ron satisfechos y no hubo querellas. Herrera cuenta cómo se trans­
formó la quimera del oro en indiferencia: «Los yanaconas e indios
amigos robaron parte de las riquezas, dado que los castellanos
habían empezado a sentir apatía por ellas...»
Con ello transcurrió el último gran reparto de botín. La bús­
queda de El Dorado había llegado a su fin. La aventura pasó feliz­
mente a la creadora tarea de fundar ciudades, estados y culturas.
Desde la estancia en Cajamarca, Francisco Pizarra había con­
centrado su interés en este sentido.

232
Coronación del Inca Manco

A la augusta residencia de los incas debía dársele un nuevo


carácter.
Pizarra quiere un soberano vasallo que represente los intereses
del rey de Castilla y responda por la obediencia del país. El Inca
Manco se había ofrecido a ello, y parecía haberlo hecho con el fin
de ceñir la mascapaycha, aun cuando tuviese que recibirla de
manos de los extranjeros. Dos años más tarde, Manco mostró ser
un hábil y audaz rebelde. ¿Habría fraguado ya tales proyectos en
el momento de ser elevado al trono?
Los principes y orejones de Cuzco prepararon la coronación de
Manco, si podemos llamar así dicha ceremonia, según los ritos tra­
dicionales. La población y los ayllos estaban satisfechos de que un
hijo de Huayna Cápac ciñese el llauto de Sapay Inca. Manco guardó
los días de ayuno previstos, y, en la fecha determinada, se reunió
todo lo que tenía prestigio y nombre en Tahuantínsuyu con los
españoles en la Huacai-Pata para la entronización del nuevo so­
berano.
Posiblemente no se vieran en tan gran ceremonia variaciones
como en aquélla: el designado obispo de Cuzco, fray Vicente de
Valverde, sustituyó al villac umu y celebró el acto con una so­
lemne misa, y el gobernador del rey Carlos le impuso el policromo
llauto con la dorada mascapaycha al hijo de Huayna Cápac. En la
forma acostumbrada, la nobleza rindió homenaje a su nuevo sobe­
rano, quien, en manos de Pizarra, juraba a su vez solemnemente
vasallaje. El notario Pedro Sancho leyó el acta jurídica y exigió
de los señores peruanos que testificasen aquel acto tocando el pen­
dón de Castilla.
La escena representada anteriormente en el palacio de la Capu-
llana se repetía ahora con toda formalidad.
El Inca y el gobernador bebieron juntos de un cántaro de oro
y se abrazaron en presencia de la tropa y de los entusiasmados
ciudadanos. Los toques de corneta aclamaban la celebración de
aquella histórica fiesta sobre las plazas y murallas de Cuzco, y su
resonancia llegaba hasta los baluartes de tierra de Sacsayhuman,
de Carmenga y al antiguo sacrificadero de Huanacauri.
Finalmente comenzó la fiesta a usanza antigua con primitivos
cortejos de máscaras, cantares y danzas.
También sacaron las momias de señores y damas de sus sepul­
cros en el templo del Sol, para que participasen, como era cos­
tumbre, de la alegría de sus sucesores.
Puede que fuese la última vez que las sacaban, pues no se oyó
decir que volviesen a hacerlo. El joven Pedro escribió años después
las memorias de este profundo espectáculo. Para los españoles fue
como un fabuloso acontecimiento de otro mundo.

233
Las malquis (momias) aparecieron con suntuosos vestidos y en
sillas de manos en la fiesta; ante sus apergaminados rostros bri­
llaban discos de oro, para que pudiesen verlo todo a través de sus
ojos. Iban acompañadas de sirvientes como si se tratase de seres
vivos, y les eran servidos platos como a los demás circunstantes.
Ante cada momia había puesto un cántaro de oro, o de plata, o de
barro, según la jerarquía de cada una, en los que los servidores
escanciaban la chicha, no sin antes haberles preguntado a ellas si
lo deseaban. Luego siguieron los gestos de brindis entre los vivos
y los muertos, pues la muerte tenía allí un significado distinto.
Ante las momias ardían hogueras en las que se echaba su comi­
da para que fuese consumida por el fuego. La chicha que se les
había servido, fue vaciada de los cántaros a una piedra cónica, que
estaba en el centro de la plaza, por unos caños de la cual corría
hacia el suelo1.
Parece que la última escena con las momias estaba ligada con
una piedra primitiva y coniforme, el objeto sagrado más antiguo
que Cuzco adoraba. Pedro escribe al respecto: «Llevaron un pe-
ueño objeto cubierto, del cual se decía que era el Sol... El sacer-
3 ote portador de él iba acompañado de dos «guardianes del Sol»,
los cuales llevaban pértigas adornadas con aros de oro..., en las
que se veían hondas y hachas de combate repujadas. Los indios
dijeron que eran las armas del Sol... Este «Sol» fue puesto en una
banqueta de oro, como la que él había mandado a Cajamarca para
Atahualpa, con un vistoso y fino tapiz de plumas, que estaba en
el centro de la plaza. A su lado las pértigas... Luego, le sirvieron
comida y bebida, como habían hecho con las momias. Pero antes
de que los manjares servidos fuesen echados a la lumbre para ser
consumidos, se levantó un indio y gritó fuerte..., tras lo cual todos
los presentes guardaron silencio y, sin murmurar una palabra ni
moverse, aguardaron a que se consumiese el fuego...»*
Tan pronto como el sol desapareció detrás de las crestas de las
montañas de poniente, volvieron las momias a sus respectivos se­
pulcros y con ellas la «figura de piedra que simbolizaba al Sol»*12

1. Se m u , pues, de un refrigerio y libación; el primero p a n el Sol, y d segundo


p an los dioses ectonios del Báratro.
2. Pedro concluye: «...Las cenizas que quedaban de estas hogueras las tiraban vibre
esta piedra, redonda como el pecho de una mujer, y puesu en el centro de la plaza».
Por lo visto, al joven Pedro le llamó la atención la inolvidable foqna del culto s la
piedra.
): Aquí las siguientes observaciones de Pedio tienen interés histórico religioso: «Una
pane del aposento donde duerme el Sol, estaba convenido en una era en la que sem­
braban maíz en una época determinada... Tres veces al afio, o sea en el tiempo de
la siembra, de la recolección, y cuando se concedía la dignidad de orejón, llenaban
este huerto de plantas de maíz con su tallo, hojas y mazorcas de oro... En este sitio de
que estoy hablando, dormían en el suelo cada noche hijas de indios distinguidos.
Ponían la figura del Sol en una alta y valiosa banquera y la cubrían con un brillante
monto de plumas. Ellos hacían como que dormían con el Sol, y asi, se consideraban
desposadas por ó!...»
Por consiguiente las odias no son vestales, ni tampoco «vírgenes del Sol», como

234
Manco salda cuentas con Quizquiz

La conquista había terminado; pero todavía quedaba algo por


solucionar: Quizquiz se había retirado con sus desesperadas mes­
nadas al norte y se dedicaba al merodeo, lo cual resultaba un peli­
gro para todas las poblaciones débilmente ocupadas.
El nuevo Inca se ofreció para resolver este asunto, pues quería
saldar cuentas con el cabecilla quiteño. Su hijo, con el nombre
hispanoincaico de Diego de Castro Titu Cussi Yupanqui, hizo un
informe de los hechos de su padre, con el propósito de que la
memoria de Manco dejase en buen lugar a los españoles. Escribe:
«Después de que mi padre hubo abastecido y acomodado al
marqués y a su gente, decidió llegar a un acuerdo con é l..., reunir
diez mil hombres y perseguir al traidor Quizquiz. El marqués, tras
haberse aconsejado con sus capitanes, puso a su disposición a
Hernando de Soto para que lo acompañase. A quince leguas de
Cuzco se encontraron con los perseguidos y los diezmaron. Quiz­
quiz pudo escapar con el resto de sus fuerzas; pero las milicias de
Manco les fueron pisando los talones y, tras una retirada de ciento
ochenta leguas, les obligaron a aceptar combate y les infligieron
una derrota total...»1
Manco quería vengar la muerte de Huáscar y de su estirpe. Cha-
licuchima había muerto. Quizquiz aún estaba vivo. Lo perseguía
para «pisotear su cuerpo».
Acosado constantemente por las fuerzas cuzqueñas, Quizquiz
llegó por fin a sus montañas natales del Ecuador; pero dio con las
armas de otro enemigo: Benalcázar, quien había quitado de en
medio a Rumi-Ñahui.
Derrotados, los caudillos indios se veían continuamente traicio­
nados y abandonados por su propia gente.
En las proximidades del Ecuador, sus mesnadas fueron batidas
por las tropas de Benalcázar. En estas circunstancias, los subcau­
dillos más valerosos pidieron el cese de las hostilidades y el resta­
blecimiento de la paz en el país.
Quizquiz permanecía inflexible. Sabia que para él no habría paz,
aun cuando la hubiese para los demás, por lo que decidió huir a la
selva. Entonces, los cabecillas enviaron una delegación al frente
de la cual iba un nuncupatorio, el capitán Guaypalcón, y le dijeron
que era preferible morir luchando contra los extranjeros a perecer
en la selva. «Como Quizquiz no dio una respuesta adecuada, Guay­
palcón le hundió la lanza en el pedio, y los otros cabedllas acudie­
ron a rematarlo a hachazos y a golpes de clava. Tras lo cual

los espafioles las llamaban can ascética equivocación. Antea se podría pensar en los
templos de mu¡crcs de la Antigua Babilonia. Y, ¿qué tiene que ver la figura de piedra
con el Sol? Posiblemente sea un falo més antiguo que Inti y Viracocha.
l.C onf. U rteaga-Rom ero : Ltbros y documentos... 11.

235
dispersaron las milicias y dejaron que cada cual se marchase
a donde le pareciese...»’
Con la muerte de esos dos últimos generales de Atahualpa se
extinguió la llama de la resistencia.

El nuevo Cuzco

Francisco Pizarra no permaneció inactivo la mayor parte del


año 1534, en que duró la lucha contra Quizquiz. Mandó a Diego
de Agüero y a Pedro Martínez de Moguer con una expedición al
puerto de Raya (en la actual Bolivia, donde vieron los primeros
sembrados de patatas), para explorar los caminos hacia Chile.
En marzo de 1534 llevó a cabo el acto de la fundación del Cuzco
ibero-peruano.
«Francisco Pizarra empezó la fundación del modo siguiente:
con un puñal hizo señales en los peldaños del garrote, que ante*
nórmente había hecho instalar, y marcó un nudo en la madera.
Luego le dio el nombre de Gran Ciudad de Cuzco, reservando el
derecho de Su Majestad de reconocer o rectificar su decisión.
Fueron testigos el capitán Gabriel de Rojas, Francisco de Godoy,
los personajes Juan y Gonzalo Pizarra, el bachiller Juan de Valdés
y Alonso Medina. El acta fue firmada por Francisco Pizarra y fray
Vicente Valverde el 23 de marzo de 1534.
»E1 mismo día se fijó el sitio en que debía ser edificada la igle­
sia mayor y se le dio el nombre de la Purísima Concepción, te­
niendo en cuenta que en la próxima festividad de la Anunciación!
sería bendecida la fundación de la nueva ciudad.
»Luego, Pizarra mandó publicar un edicto según el cual todo
aquel que quisiere avecindarse en la nueva ciudad, debería perso­
narse en el alojamiento del notario Sancho. Se presentaron muchos.
»E1 24 de marzo, y tras un examen de la lista de los solicitantes,
Pizarra eligió alcalde y regidor..., entre los cuales se encontraban
Juan y Gonzalo Pizarra... Les dio plenos poderes para ejercer sus
funciones conforme a las reales ordenanzas, y para elegir anual­
mente nuevo alcalde y nuevos regidores.
«Después de haber prestado juramento de sus cargos, les hizo
entrega de la vara de la justicia... El 25 de marzo se reunió el
cabildo, y Pizarra dio lectura de los tres documentos, fechados en
Toledo el 26 de junio de 1529, que le acreditaban como gobernador»
adelantado y alguacil mayor, respectivamente.
«Cuando los citados funcionarios hubieron jurado obediencia »
Pizarra, y recibido de éste el correspondiente juramento, el gober-1

1. Conf. ZARATE; Historie áel Peni, II, 12.

236
nador puso la mano sobre la cruz de su capa de caballero de la
orden de Santiago, y dijo que, como fiel católico y leal vasallo y
servidor de Su Majestad, haría y llevaría todo cuanto Su Majestad
pidiese en tales casos; que se preocuparía por el bien y provecho
de la ciudad, y evitaría cualquier cosa que pudiese redundar en
perjuicio de los ciudadanos, de los colonos y de los aborígenes, y
lo haría de la mejor manera que Dios se lo hiciese comprender
y las necesidades del servicio a Su Majestad lo exigiesen...»
Los miembros del cabildo eligieron a fray Francisco Valverde
obispo de la ciudad, y enviaron un escrito al rey en el que le
pedían que lo recomendase a Su Santidad para dicho ministerio
(como sabemos por Hernando Pizarra, ya había sido propuesto
para tal dignidad).
La edificación de la nueva ciudad pasó a cargo del cabildo. No
sin un leve apremio del gobernador, aprobó éste el envío al rey
de un presente de 30 000 pesos oro y 35 000 marcos de plata «para
las necesidades que pudiese tener en la guerra». ¡Magnánimo pre­
sente de los primeros cuarenta ciudadanos!
Luego se procedió a la adjudicación de solares. «Pizarra pen­
saba entregarle doscientos cincuenta pies a cada soldado.» Pero el
alcalde fue más moderado, por lo que se convino en concederles
ciento cincuenta. La iglesia mayor recibió un solar adecuado, el
cual todavía existe en la actualidad. El gobernador recibió su casa
en Caxana con la fachada a la Huacai-Pata, que desde entonces se
llamó Plaza de Armas, como en todas las ciudades españolas, ade­
más de cuatro solares. Diego de Almagro, que entonces se encon­
traba en Riobamba, debía buscar su solar entre las casas de Huás­
car, de igual manera tendrían que hacerlo Juan y Gonzalo Pizarra;
estos dos poseerían su solar por poco tiempo.
Aparte de estas adjudicaciones, se concedió la residencia a ochen­
ta y siete personas más*.
De este modo sucedió la fundación del nuevo Cuzco hispano-
incaico, y las mencionadas personas fueron sus primeros ciuda­
danos.
Poco después de aquel trámite, Pizarra se trasladó a Jauja.1

1. Comí. F. se Monicsinos: Ansies del Perú. Es interesante conocer el destino de


un modesto participante en I» conquiste, como el del comete Pedio Atconchcl: fue un
triste soldsdo, oriundo de Bójar. Habla llegado con Pizarra al Perú; estuvo en Cosque,
en Tumbes y en Cajamarca, donde recibió 4000 pesos oto y 181 msrros de plats en
el prorrateo del botín, y se compró un esbelto. En 1534, se biso chidsdano de Jaujs.
Después de Is fundación de Lima, se trasladó a esta ciudad, en uno de cuyos extremos
Pizarra le destinó dos casas. Pósela tierras de labor en Chilche y en Malea. En 1539,
obtuvo licencia para el comercio de pesca en Urna; con el tiempo se convirtió
en un prestigioso ciudadano. En su testamento dejó escrito que al morir se le diese
sepultura en el convento metcedario. El insignificante aldeano llegó a ser un potentado
americano; amaba la tierra con la que se habla connaturalizado.

237
La Ciudad de los Reyes

Por aquellas fechas, llegó de Panamá el capitán Gabriel de


Rojas con la alarmante noticia de un desembarco de Pedro de AI-
varado en El Ecuador. Se dirigió inmediatamente hacia Vilcas,
donde se encontraba Almagro ocupado en la persecución de Quiz-
quiz. Don Diego le dijo a Rojas que se dirigiese a Pizarra, tras lo
cual continuó su apresurada marcha hacia el norte.
A Pizarra le satisfizo volver a encontrarse con un fiel oficial,
aunque sin duda sus noticias tuvieron como efecto desvanecer la
satisfacción de aquel encuentro. Invistió de poderes a Almagro
para que recibiese a Alvarado; aseguró la paz y tranquilidad en
las tierras altas, por medio de amistosas conversaciones con los
indios influyentes de la capital; dejó a su hermano Juan de sus­
tituto suyo en Cuzco, y se encaminó por Jauja hacia la costa. Tenía
el propósito de hallar un sitio adecuado para fundar otra capi­
tal.
El año 1534 tocaba a su fin. Casi a los dos años de haber des­
embarcado en Tumbes, se estaba operando en el antiguo imperio
inca un cambio político más profundo que lo que los dos bandos
esperaban.
Al año de su salida de San Miguel, Pizarra se dirigía de nuevo
al mar, que a un español en aquellas lejanas tierras debía pare-
cerle como un puente tendido hacia su patria. Iba descendiendo
por las altas cordilleras, las estribaciones del litoral, los parajes
cálidos y secos, casi desérticos, y cruzando las ruinas de Jamar-
quilla, huellas de poblaciones abandonadas desde tiempos remotos.
Después de algún tiempo resultaría un placer para el caminante
dirigir de nuevo la vista desde las montañas por las amarillentas
zonas desérticas, atravesadas por verdes oasis formados por los
ríos, hacia el vivo azul del océano Pacífico.
Debajo de los relucientes parajes arenosos se ocultan ciudades
desaparecidas cuyos nombres desconocemos; en los últimos tiem­
pos se han excavado algunas al norte de Ancón y al sur de Pa-
chacámac.
Desde Pachacámac, inspeccionó Pizarra el paraje^ en busca de
un lugar con puerto natural, buena agua y tierra fértil. Sus explo­
radores recomendaron ante todo el lugar llamado Sagayán, situado
en los valles entre Chincha y Nasca, donde Fernández, piloto de
Alvarado, tenía fondeados los barcos.
Mientras, el desventurado Fernández había oído de la reconci­
liación de Alvarado y Almagro. Temeroso de perder su cabeza,
porque Pizarra pudiese considerarlo alevoso, se postró a los pies
de éste, que, satisfecho por la reconciliación general, le dijo que se
volviese a los barcos, los cuales habían pasado entretanto a ser
propiedad del gobernador. Pues, por aquellos días, Diego de Agüero

238
y Moscoso habían llevado la noticia del acuerdo entre Alvarado y
Almagro a Pachacámac.
Con d io , Pizarra se quitó un peso de encima porque se sentía
libre para llevar a cabo la colonización y la fundación de ciudades,
pasión que le movía desdé hacía mucho tiempo.
También Almagro se convierte en fundador de ciudades. En su
cabalgada por el litoral, llegaron a sus oídos los desafueros come­
tidos por la gente de Guatemala contra los indios en Puerto Viejo,
por lo que dispuso que se fundase una ciudad en el puerto; con
ello, ponía a los indios bajo la protección del consistorio español.
Desde San Miguel, se dirige al valle de Chimó, donde sitúa la fun­
dación de una ciudad, a la que Pizarro le pondrá el nombre de la
suya natal, en marzo de 1535; es la primera población del Perú que
lleva un nombre español.
En Pachacámac tuvo lugar el encuentro de los tres poderosos
señores Almagro, Pizarro y Alvarado, encuentro que se le dio un
carácter principesco con torneos y juegos de armas, en los que los
indios tomaron parte y se quedaron admirados. Simultáneamente,
se inspeccionaron las grandes instalaciones del templo, la pirámide
escalonada del templo del Sol, anteriormente consagrado a la Luna,
los primitivos templos de Urpy-Huahac, las casas sacerdotales y los
palacios de los reyes del litoral, que todavía se mantenían en pie.
De los tesoros del templo nada quedaba. Sin embargo, se cuenta
un hecho del astuto timonel Quintero: cuando éste vio los clavos
de plata, que antaño habían sostenido las planchas que recubrían
las paredes, le preguntó al gobernador si se los dejaba recoger. El
gobernador se echó a reír y accedió a su petición. Si la memoria
de los cronistas no induce a error, el citado timonel recogió 4 000
marcos de plata en aquellos clavos.
Mientras, llegó de Cuzco Hernando de Soto con 460 kilogramos
de oro para pagar la adquisición de la flota de Alvarado.
Con festejos y danzas, los españoles y los indios pasaron unos
magníficos días en el valle de Lurin. Cuando Alvarado se dispuso
a zarpar, algunos soldados pidieron a Pizarro que los licencíase.
Les fue concedida la petición, pues no faltaban hombres para reem­
plazarlos; hombres que cumplirían su difícil cometido con más
celo que los ya saturados de dinero.
La preocupación inmediata de Pizarro era la fundación. Rui
Díaz, Juan Tello y Alonso M artín le recomendaron el valle de
Rimac. Por su parte, Pizarro lo recorrió varias veces a caballo.
Tras unos años de inquietudes, no se entregaba al sosiego, contra­
rio a su naturaleza, sino que continuaba su organizadora y creadora
actividad.
También el curaca Choque-Chami le había indicado dicho valle,
el cual ofrecía una tierra fértil, un paraje salubre y un ambiente
agradable por la brisa del océano. Una lengua de tierra, que los

239
indígenas llamaban callao (lengua), se adentraba en el mar; esto
proporcionaba el puerto natural que se buscaba.
El 18 de enero de 1535, inicia Pizarra la solemne fundación de
la ciudad, a la que se le dio el nombre de Ciudad de los Reyes. Lo
hizo en honor de la Epifanía y del rey de Castilla. Pero dicho
honor quedó en la ciudad misma, llamada con razón la Reina del
Pacífico, que es la actual Lima.
En dirección a Callao había grandes lamedales, lagunas y jun­
cares; todo ello proporcionaba el material necesario para techum­
bres, esteras y balsas1.
Con esta fundación, Pizarra se erigió su magnífico e imperece­
dero monumento. Enfrente de la pujante catedral se alza su sobe­
rana estatua ecuestre en el centro de la espaciosa Plaza de Armas,
donde antes poseyera su solar.
Allí encontró la muerte seis años más tarde, en la fatal coin­
cidencia de que cayese en aquel sitio en que radica su perdurable
prestigio.
A continuación de Francisco Pizarra firmaron el acta de la fun­
dación el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo,
Rodrigo de Mazuelas en representación del cabildo, Rui Díaz y
Juan Tcllo como testigos, y el notario Domingo de Presa.
Pizarra, que ya había fundado otras ciudades, tenía gran interés
por esta última. El mismo proyectó la escaqueada y espaciosa dis­
posición de la Plaza de Armas, los planos de los edificios del
gobierno, de las casas consistoriales y de la catedral; él puso la
primera piedra y levantó la primera viga; él inspeccionó las pri­
meras edificaciones de adobes con techumbres de juncos; él plantó
personalmente los primeros naranjos e higueras en su vergel, y él
ayudó en la fundición de la primera campana.
Transcurridos unos años, Ciezo visitó a Lima, y escribió: «Des­
pués de Cuzco, esta ciudad es la más importante del país, con
buenos edificios, algunos imponentes, torres y tejados planos. La
plaza es espaciosa, así como sus calles. En la mayoría de las casas
se dispone de agua corriente. ¡No son pocas las comodidades! Ello
les permite regar sus extensos y ricos frutedos... Dados los nume­
rosos ministerios, siempre está llena de visitantes, y los mercaderes
tienen bien surtidas de mercaderías las tiendas... Se ve riqueza y
prosperidad. A menudo, arriban barcos y descargan mercancías
por valor de un millón de ducados (lo cual había atraído a los
piratas de todas las naciones)... En las afueras de la ciudad hay
casas de labor con bueyes, palomares, viñedos, huertas y frutedos
con ricos frutos del país, así como higueras, plátanos, granados,
melones, caña, naranjos y limoneros, y toda suerte de hortalizas,
importadas de España... Y, cierto, si se quiere llevar una vida
1. Conf. Cobo: Historia del Nuevo Mundo. En esu obra se nos ofrece Is descrip­
ción mis completa de la América de entonces.

240
alejada de disputas, escándalos y guerras..., no hay otro país
mejor en la tierra que éste. No hay hambre ni epidemias, ni llueve,
ni relampaguea ni truena; el délo está siempre sereno y des­
pejado...»1
El 3 de noviembre de 1336, el rey Carlos ratificó esta fundación,
en Valladolid, y el 7 de diciembre de 1537 recibió el escudo en el
que figuraban tres coronas y una inscripción de la antífona de la
Epifanía: Hoc signum vere regum est.
Surge una nueva ciudad, un nuevo pueblo, una nueva república.
Los fundadores se connaturalizan con la tierra y sus nativos. Se­
rán peruanos. Los expedicionarios en busca de botín retornan a sus
casas.
La fundación adquirió en poco tiempo gran realce como centro
político, espiritual y religioso ael continente meridional.
Ya en 1545 fue Lima sede del arzobispado, con potestad sobre
Panama y Nicaragua. La residencia del virrey, que superaba en
brillantez a la del virrey de Nápoles, se convirtió, en 1543, en sede
del gobierno de todos los países desde Colombia hasta la Argentina.
La universidad de San Marcos, fundada en 1551, no tardó en ser
el centro cultural del Nuevo Mundo. En 1583, los jesuítas intro­
dujeron la imprenta en su convento.
Tras los colonizadores, siguieron las órdenes religiosas, que se
emularon mutuamente, tanto en las misiones como en la divulga­
ción de la cultura y el arte occidentales, de modo que todavía hoy
Lima, Cuzco y Quito nos ofrecen los más brillantes ejemplos de
ello. El Siglo de Oro de España dejó sentirse en las tierras de
Iberoamérica. Si; se podría decir qué los nuevos países expoliaban
los valores espirituales y humanos de la madre patria.

1. Con!. Cieza: Crónica, u x i.


15

PUNDONOR Y CELOS

Gozad del sol, de la pagana


Luz de sus rayos;
Gozad del sol, porque mañana
Estaréis ciegos. ..

R ubén D a río : P oem a del otoño.

Querella suscitada por Diego de Almagro


sobre límites territoriales

Luego de haber zarpado Alvarado y, dejado solucionados los


asuntos relativos a la nueva fundación, Pizarra se dirigió a Pacha-
cámac para entrevistarse con los personajes de relieve, aconsejarse
respecto a ulteriores empresas y encomendarle a cada uno su
cometido.
Se reservó para sí la exploración de las tierras del litoral.
La total reconciliación con Almagro se pone de manifiesto en
una nueva capitulación, que Pizarra respeta más tarde en su tes­
tamento, según la cual todas las rentas que se ofrezcan a los dos
conquistadores deberán ser repartidas equitativamente. Almagro
entró en funciones de suplente del gobernador en Cuzco, con el
especial encargo de hacer los preparativos para la anunciada expe­
dición al sur de Chile. Los dos camaradas se prometieron al despe­
dirse asegurar su inquebrantable alianza, como si presintiesen que
ya estaba amenazada. Almagro esperaba impaciente la cédula real,
de la que era portador Hernando, por la que a él, Almagro, debía
concedérsele igual jerarquía que al gobernador.
La pacificación de las regiones interiores del norte del país le
fue encomendada a Alonso de Alvarado, persona fiel, y pariente del
gobernador de Guatemala, que llevó a feliz término su cometido
más por el tacto y la diplomacia que por la fuerza de las armas.
Francisco Pizarra zarpó rumbo a la antigua región de Chimó,
con el fin de inspeccionar la labor del capitán Estete, a quien Alma­
gro se la había confiado, y coordinarla con el desenvolvimiento
de Lima.
Podía estar satisfecho del trabajo realizado por Estete. La fun­
dación, a la que él más tarde daría el nombre de su ciudad natal,
Trujillo, estaba situada a orillas de un río, de cuyas aguas los
indios regaban sus campos. Unos años después Cieza escribe sobre
Nueva Trujillo: «Campos y huertas florecen y maduran en cual­
quier época del año. Las casas disponen de agua. El terreno es

243
salubre. Por dondequiera se ven vacadas, labrantíos, viñedos, tri­
gales y una exuberancia de toda suerte de árboles frutales de Cas­
tilla, como naranjos, limoneros, caña, y mucha volatería y pesque­
ría, dada la proximidad del mar. La ciudad es extensa...; en todas
partes, se ven umbrosos arbolados. De las montañas vienen los
indios para vender sus mercancías a las. .casas de comercio. Del
puerto salen barcos con cargamentos de algodón y finos tejidos
de lana...»1
Mientras inspeccionaba la fundación, Pizarro fue interrumpido
súbitamente por la llegada de España de un tal Gazalleja; este
sujeto era muy hablador y se daba importancia de ser portador
de una real orden por la que a Almagro se le nombraba goberna­
dor de Chincha y de las regiones al sur de dicha población.
La inquietud cundió por toda la colonia. Los límites territoria­
les de la gobernación continuaban indefinidos. Se desconocía si en
las doscientas leguas de territorio quedaba comprendido Cuzco.
Por eso, Pizarro había solicitado a través de su hermano ensanchar
su gobernación en sesenta leguas más de lo determinado.
La precipitación de aquel presumido despertó pasiones que
luego ningún razonamiento pudo apaciguar.
El solo rumor de la noticia hizo que Diego de Agüero saliese
precipitadamente hacia Cuzco, con el fin de ser el primero en
llevar la nueva a Almagro.
Como es de suponer, Almagro se desbordó de júbilo al ente­
rarse. Ya se veía señor de Cuzco y se hizo proclamar gobernador.
Aconsejado por el licenciado Caldera y por su secretario Picado,
Pizarro revocó los poderes que le había conferido, y designó a su
hermano Juan sustituto suyo.
«Puede hacerse una idea del talante con que el mariscal (Alma­
gro) recibió aquella resolución —escribe Jierrera— ; un hombre que
estaba hecho más para mandar que obedecer, porque el poder no
tolera ninguna participación. El espíritu del hombre es como el
fuego, que está en continuo desasosiego y crecimiento. Asimismo,
el espíritu se enciende en la pasión y la envidia como la yesca.»
Los dos partidos fueron reagrupándose, acá el de Pizarro, allá el
de Almagro, y en Cuzco la rompiente de la excitación desbordada
por la antigua muralla de la ciudad.
Vasco de Guevara, partidario de Almagro, juró dar muerte a
Pizarro, y, con unos jinetes, se dispuso a emprender el camino para
cumplir lo que había prometido. Los hermanos de Pizarro se apres­
taron a perseguirlos. Una vez más, intervino Hernando de Soto en
el asunto; desarmado, se dirigió a los Pizarro y les dijo que debían
servir al gobernador y tener confianza en él. Pero los hermanos de
Pizarro le echaron en cara que aquello era partidismo; que Alma-

1. Conf. G omara: lxxx; y C ieza: ixix.

244
aro no tenía por qué apoderarse de Cuzco, aun cuando el rey le
hubiera conferido la administración de la ciudad. Echaron mano a
las espadas, y De Soto pudo eludir males mayores gracias a su
veloz yegua. Se produjo un tumulto general. La Huacai-Pata fue
escenario de la primera lucha sangrienta entre los españoles. «...Y
si no se hubiera puesto por el medio Gómez de Alvarado, se habrían
matado unos a otros —escribe Pedro Pizarra— . Este caballero se
metió con su montura entre los contendientes y les pidió en nom­
bre de Dios y del rey que pusieran fin a su pendencia.»
Pedro cuenta que al mismo tiempo Almagro, para complacer al
Inca Manco, hizo dar muerte a dos príncipes que consideraba riva­
les de éste. Manco siguió atento las disputas de los españoles y
debió de preparar los planes que no tardó en poner en práctica. En
ello, no contó con ningún príncipe, temeroso de que pudiesen des­
cubrir su intento a los castellanos. Por su parte, el mariscal pensó
en la alianza que podría encontrar en Manco, al separarse de Pi­
zarra. Realmente, el Inca Manco guardó cierto afecto a Almagro,
aun después de la muerte de éste.
Al parecer, De Soto se hizo cargo de la gobernación de Cuzco,
después de la tregua, hasta que viniese Pizarra.
Én la fecha en que se produjo aquella contingencia, el goberna­
dor se encontraba en Lima. Las contusas noticias de la situación en
la capital y la suerte que pudiesen correr sus hermanos lo intran­
quilizaron. Con un considerable destacamento, se puso camino de
las cordilleras. En Bancay, nombre que oiremos a menudo en el
curso de nuestro relato, lo esperaban el capitán Alonso Mena y el
joven Pedro, y le contaron lo que había sucedido.
Una vez llegado a Cuzco, eludió todo recibimiento, y se dirigió
inmediatamente a la catedral. E l mariscal se apresuró hacia allí;
ante el portal, los dos se abrazaron con lágrimas en los ojos.
—Sin tienda de campaña, ni cama, ni más provisiones que un
poco de maíz, me habéis hedió recorrer este camino —dijo Pizarra,
con amargura— . Después de todo cuanto hemos pasado juntos,
¿dónde queda vuestro sano juirio para que empecéis a querellaros
con mis hermanos, a quienes yo he advertido siempre que os res­
petasen como a m í...?
—No teníais necesidad de apresuraros de este modo —contestó
Almagro—. Os informaré. Con vuestros propios ojos veréis la ver­
dad...; vuestros hermanos no han podido ocultar su despecho ante
el real favor que se me ha concedido.
Mientras, llegó Hernando de Soto con otros competentes caba­
lleros, para presentar sus respetos al gobernador.
Tras de él, se presentó Manco con un gran séquito de auquis v
curacas. Todos abrazaron al gobernador con alegría y cordialidad.
Quizá fuese todavía un acto de sinceridad. Pues el apoo machu
(anciano señor) gozaba del respeto general como ningún otro espa-

245
ñol. Unas semanas después se alzaban en armas contra todos los
españoles.
La reconciliación de los dos caudillos fue ahondada por las nego­
ciaciones llevadas a efecto por el licenciado Caldera y el dominico
Loaysa; mas persistían el origen de la tirantez, el desacuerdo sobre
los límites territoriales y la inconmensurable ambición de Almagro.
£1 1? de junio de 1535 se celebró en casa de Pizarra un solemne
acto, del que Gomara nos describe: «El padre Bartolomé de Segó-
via ofició una solemne misa en la casa, y, después del Padrenues­
tro, los dos gobernadores pusieron una mano sobre la bendita del
sacerdote en la que sostenía el sacramento eucarístico. Sólo los
hermanos del gobernador estaban resentidos de que otro estuviese
más cerca de su hermano que ellos... No hubo nadie a quien no le
inquietase su fuero, preocupado con que éste se viese amenazado
por tan firme reiteración de la avenencia...»'

Expedición de Almagro a Chile

Puédese creer que ningún grano de maíz hubieron


que a sangre non le pesasen.

O v ie d o

En el acuerdo entre los dos gobernadores, se previó la expedi­


ción de Almagro a Chile, donde debía situar su gobernación. «Pre­
cisamente se tenían muchos informes sobre aquella provincia, y
se creía que era una tierra tan buena como ésta...», escribe Pedro.
Caso de que no encontrase condiciones favorables para desarrollar
una colonización, debía regresar.
«El día de su salida ardió parte de Cuzco. Lo mismo sucedió en
todo el país de los collas (Bolivia). Pues la gente de Guatemala
recorrían el territorio saqueándolo y destruyéndolo. Decían que en
Guatemala habían hecho lo mismo... Entre nosotros, que realiza­
mos la conquista con el marqués, nadie hubiera osado coger sin
permiso una mazorca siquiera.» Con estas palabras acompaña
Pedro la salida de los almagristas. También aquí cada parte tendrá
razón en cierto modo. Pizarra mantenía una disciplina más severa
que Almagro, y los ulteriores excesos de los almagristas parecen
haber dado razón a Pedro, molestado por la violencia sufrida.
El 15 de julio los jinetes de Almagro ensillaron sus cabalgadu­
ras y la expedición, compuesta de quinientos españoles y unos mil
indios, se puso en marcha por las nevadas cumbres de la cordillera
I. El documento extendido por el notario A. Picado el 12 de junio de 1535, en
Cusco, se guarda en c! Archivo de Simancas.

246
de Ayaviri hacia el lago Titicaca, de donde prosiguieron por el país
de los collas hasta las actuales fronteras argentinas en Jujuy y
Catamarca, y de allí cruzaron los Andes hacia Chile.
El Inca Paullu y el villac umu del imperio, dos importantísimos
personajes de la corte del Inca Manco, iban con los expedicionarios
en calidad de guías y de diplomáticos; en el transcurso de la expe­
dición fueron vislumbrándose sus ocultos designios.
Este viaje a Chile es la peor de las aventuras de la conquista,
porque de él regresaron como un ejército derrotado.
Cruzaron por puertos a más de cuatro mil metros sobre el nivel
del mar, lo cual hicieron al principio por camino inca, hacia des­
conocidos vericuetos y precipicios de los Andes chilenos, atrave­
sando laderas cubiertas de nieve y campos pedregosos. «No se
encontraba leña para encender lum bre..., ni tampoco donde alo­
jarse. Los indios se hundían en la nieve o se quedaban pasmados
de frío cuando se apoyaban contra una roca para descansar. Murie­
ron treinta caballos. El hambre llegó a tal extremo, que los indios
se comían sus compañeros muertos, y los españoles hubieran co­
mido de buena gana carne de los caballos helados; pero, si se
hubiesen parado y sentado, habrían sido vencidos por el frío...»,
escribe Oviedo, que narra la expedición según informe de un tes­
tigo ocular. Cuando cinco meses más tarde recorrían el camino de
regreso, encontraron los congelados cadáveres de los suyos en la
misma postura que habían muerto. Cóndores y buitres volaban en
torno a los desdichados expedicionarios.
Tras haber vencido las calamidades de la sierra alta, Almagro
hizo un alto en el camino en el verdoso valle de Coquimbo. La
tropa descansó en aquel paraje en floración, mientras un grupo
de reconocimiento al mando de Gómez de Alvarado continuaba
hacia el sur, «en tanto la prudencia lo aconsejase». Gómez alcanza
la frontera meridional del imperio de los incas en el río Maulé.
En lugar de encontrar minas, que era lo que buscaban, fueron los
primeros blancos en ver los ñandús. Sus referencias, recopiladas de
relatos de indios, y su total inexactitud geográfica, como reconoce
Oviedo, tentaban a no proseguir las incursiones. Los soldados insis­
tían en regresar, y Almagro se avino gustosamente a ello, pues su
fantasía buscaba a Cuzco.
De Cuzco llegaron luego Ordóñez, oficial de Alvarado, hombre
inflexible a quien los cronistas citan como participante en el sacco
di Roma, y Juan de Rada con los originales de las reales cédulas;
asimismo trajeron los primeros rumores de la gran insurrección
de Manco.
La marcha de regreso la emprendieron por el salar de Atacama,
donde conocieron el tormento de la sed después de haber conocido
el horror del frío. De la piel de llamas sacrificadas hicieron odres
para poder llevar agua. Continúa sorprendiendo la resistencia de

247
estos hombres, aunque muchos cuerpos extenuados eran vencidos
por la múltiple y acometedora variedad de la naturaleza americana;
entre los que no pudieron llegar a Cuzco, se encontraba el veedor
real Francisco González Valdés, hijo único del muy citado cro­
nista Oviedo, que en estas relaciones añade de pasada la tristeza
del padre desamparado. Fue arrebatado por las aguas de un torren*
te de montaña1.
Tras un mes de camino, los que habían podido soportar las
montañas, los ventisqueros y el desierto cruzaron de nuevo por el
risueño valle de Vilcanota hacia Cuzco.
Durante su ausencia se produjeron en la meseta acontecimien­
tos, que entonces nadie preveía y habían originado una situaciún
nueva.

Insurrección del Inca Manco

Sacsahuamanpi rincunqtá
Runayta phuyuta hiña...

Olianta.

En Sacsayhuaman verás tú
Mis guerreros igual a una nube...

En la lucha contra Quizquiz, el Inca Manco se había acreditado


como hombre valiente y caudillo denodado; además, había logrado
reunir una hueste de guerreros adictos y de hábiles cabecillas. Su
reputación había alcanzado el punto máximo entre el estado llano
y el clan de los ayllos.
Protegido por la amistad con Pizarra, en Cuzco mantenía la
corte casi a usanza antigua, con sus esposas e hijos, criados y
orejones.
¿Qué había sucedido entonces?
Los brunos montañeses se habían alzado. Por la noche, se veían
en el vivaque dispuesto alrededor del muro de la dudad arder
1. Durante la expedición a O tile se cumplió el destino de un personaje secundario
de esta dramática contienda; se trata de FelipUlo, natural de Pohccho. Hubiera podido
escribir amenas memorias sobre su primer encuentro con los españoles en Tumbes, su
formación en España y sus funciones de intérprete en el proceso de Cajamirca. Peto
intentó hacer una estratagema que le salió mal. Considero podidos a ios españolea,
por lo que indujo a los sirvientes indios a que dejasen de prestarles servicio, y trató
con los caciques regionales la empresa de atacar el campamento de los expedicionaria..
La cosa Bogó a oídos de Almagro, que salió en persecución de los desertores y, según
declaraciones de algunos de éstos, y Isa propias declaraciones de Felipillo, stg» que se
trataba de una traición. El intérprete debió de haber confesado su premeditado falsea­
miento en la traducción de las declaraciones testificales en el proceso de Cajamarca,
en detrimento de la defensa de Atahualpa. Almagro hizo que lo descuartizasen.

248
numerosas hogueras; tantas eran, que parecían incontables como
las estrellas en el cielo de la noche.
Los informes de aquel mes son confusos por las pasiones de los
dos partidos y su empeño en hacer uno al otro responsable de
los disturbios. Oviedo es acérrimo partidario de Almagro, y Pedro
Pizarra lo es de su tío. Por su parte, el inca hizo de las suyas atra­
yéndose, ora un partido, ora el otro, o enfrentó a los dos hasta que
la lucha degeneró en un odio increíble.
El inca se veía amenazado por rivales de su propia familia, y,
como ya hemos oído, dio pie a Almagro para que quitase de en
medio a dos de sus enemigos. Pizarra ordenó que se pusiese una
guardia en la morada de Manco; pero el inca acudió a Almagro. El
incidente fue solucionado; mas persistió la tirantez entre los indios,
así como entre los españoles.
Después de la salida de los dos capitanes generales, Almagro
hacia Chile, y Pizarra para la Ciudad de los Reyes, sufrió un serio
menoscabo la disciplina de los soldados que allí quedaban. Son
numerosas las quejas de actos de violencia y apropiación de bie­
nes, de falta al respeto de los señores incas y de sus esposas1. En
una carta al inca insurrecto, Almagro se hace eco de estas acusa­
ciones y promete enmendarlas y castigar a los culpables. En una
carta de la Secretaría del Sello Real dirigida a Manco dos años
más tarde, se expresa el pesar del rey porque se le habían dado
motivos para sublevarse, y le pedía que se restituyese a su dig­
nidad.
Por otro lado, es casi seguro que el inca llevaba mucho tiempo
preparando sus planes para recuperar la independencia de la dinas­
tía y del país mediante un golpe fuerte. Ahora que ya había cono­
cido a los «viracochas», que así se ha venido llamando a los blan­
cos desde la entrada en Cuzco hasta nuestros días, así como sus
armas y sus debilidades, parecía el momento oportuno para un
levantamiento.
El villac umu, último sumo sacerdote del Tahuantinsuyu, avivó
1. Tltu Cuasi Yupanqul, hijo de Manco, a quien importa mucho justificar el alza­
miento de su padre, levanta graves acusaciones contra Gómalo, que más tarde fue
condenado por rebeldía contra la Corona. Capitaneados por G án alo , unos españoles
irrumpieron en la morada de Manco voceando: «;Eh, S apay Inca, no tienes escapato­
ria! ¡Sabemos que planeáis una insurrección, y teñáis el propósito de matamos a
todos!» Tras lo cual le intimidaron con que podía librarse de la acusación si entre­
gaba oto. Y Gonzalo objetó: «...y, aun cuando quisierais dejarlo en libertad y dicta
ál más oro que el que pueda caber en esta motada, yo no lo dejarla libre; porque
roe tiene que ofrecer su hermana cuya Ccuri Ocelo como mujer...»
Pudo lograr el rescate por 21)000 pesos oro. Quizá la verdad vaya cogida de la
mano can la fantasía de este caso. Parece ser que la liberación de Manco y la
entrega de tan considerable rescate fique excedía de los 1000 kilogramos de oto!)
coincidió con la llegada de Hernando Pi zarzo. En un ulterior «informe secreto» te
le reprocha a Hernando haber aceptado oto del restituido villac umu, «aun sabiendo
que este habla hedió dar muerte a trece españoles de Almagro...»
Gonf. Documentos in d ita s p tn lo Histartn de España. T. 94; UxTEAGA-Rongao:
C olación óe libros y documentas referentes t lo Historio del Perú; Sancho : Relución
de lo conquisto del Perú, xiv; Rongayo Levilues : Gobernantes de! Perú.

249
el fuego de las pasiones espirituales que venía flameando y ardien­
do lentamente en el país. Se juntó con Almagro, para no perder de
vista la fuerza militar de éste; se puso de acuerdo con Manco,
desde el momento que estas tropas se encontraron al otro lado (le­
los Andes chilenos, para provocar un levantamiento en todo el
imperio, el cual debía ser dirigido por el inca en el norte de Cuzco,
y él se reservó la misión de llevarlo a cabo en la región meridional
de los collas.
En realidad, se encontraba Almagro en Tupiza, cerca de la
frontera argentino-boliviana, cuando una mañana lo sorprendieron
con la siguiente noticia:
«El villac umu ha desaparecido durante la noche.»
En vano persiguieron los jinetes y los yanaconas al fugitivo,
que predicaba odio contra los blancos y organizaba la muerte de
estos en las vastas tierras altas, donde caerían en pequeños grupos
en manos de los indios y serían muertos.
Al mismo tiempo, el inca aconsejaba a la nobleza de Cuzco que
se sumase al alzamiento general. «Con lágrimas y suspiros, como
ellos suelen hacer, le escucharon y respondieron: "Eres hijo de
Huayna Cápac. El Sol y los demás dioses estarán contigo... Esta­
mos dispuestos a morir por ti. Sal de Cuzco, y te seguiremos..."»,
cuenta el cronista.
En el último momento, los atentos yanaconas advirtieron a los
españoles el intento de fuga de Manco. Juan Pizarra alcanzó al
fugitivo en la parte meridional de la ciudad, lo condujo a Cuzco
y le impuso arresto domiciliario como rehén, para que su gente se
pacificase.
Recibió ayuda de donde menos lo esperaba.
En aquellas semanas, Hernando Pizarra había desembarcado en
Lima, y era portador de las cédulas reales, tan esperadas por Alma­
gro, cuyo contenido ya conocemos. Y don Francisco le encargó a su
hermano que ejerciese el cargo de ayudante suyo en Cuzco, sin
tener noticia de los tumultos allí producidos.

La fuga del inca

Familiarizado con el carácter indio, creyó Hernando restablecer


la vieja amistad con el inca, los ayllos y los montañeses.
Como primer paso, y contrariamente al consejo de su hermano,
le devolvió la libertad a Manco. Aún recordamos que mantuvo rela­
ciones amistosas con Atahualpa, hombre tan temido por su pueblo.
Pero Manco sólo perseguía recuperar su libertad de movimiento,
y Hernando le tendió, sin saberlo, la mano para conseguirla. Ago­
biado por la carga de sus compromisos, buscaba aportaciones de

250
oro de los españoles y de los señores indios. Manco le prometió una
figura de oro, que estaba enterrada no muy lejos de la ciudad. No
obstante todas las advertencias que se le hicieron, Hernando dejó
al inca que fuese por ella; transcurridos un par de dias, regresó
con una figura de oro, hueca por dentro.
Aumentó la confianza de Hernando en el inca; pero éste se
había encontrado con los subcaudillos del alzamiento.
Poco después le propuso a Hernando traerle las imágenes de su
padre, madre y servidores hechas de oro macizo.
— ¡Ve y traélas! —le dijo Hernando.
En un informe secreto al rey se dice que salieron de la ciudad
el jueves santo, después de haberse instituido el Santísimo Sacra­
mento. Fue una larga y sangrienta Semana Santa para los españo­
les. Tras la salida de Manco, los yanaconas empezaron a lamen­
tarse: «Habéis dejado salir al inca. Volverá y matará a todos los
hermanos (así llamaban a sus aliados españoles) y a nosotros por
estar a vuestro lado...»
Hernando se dio cuenta de su yerro demasiado tarde. Mandó
salir en busca de Manco. Pero de los valles y montañas descendie­
ron un sinfín de mesnadas, y asediaron a Cuzco, cual si fuesen un
lienzo negro. Se dice que sumaban doscientos mil hombres. La
asediada ciudad estaba defendida por doscientos españoles con
ochenta caballos.
No había posibilidad de escapar; cualquier intento en este sen­
tido, suponía perecer en los desfiladeros de las cordilleras. Sólo se
podían cifrar las esperanzas en una defensa agresiva, teniendo
como punto de apoyo los edificios que enmarcaban la Huacai-Pata.
No tardaron en arder las techumbres de paja sobre las cabezas
de los defensores, pues los indios habían concebido lanzar algodón
encendido. Excavaron pozos de lobo para dificultar el movimiento
de la caballería y atacar a caballos y jinetes con aillas.
Para los españoles pareció cuestión de vida o muerte la recon­
quista de la fortaleza de Sacsayhuaman. El ataque se realizó con
inaudita valentía. Pero el comandante inca tampoco resultó infe­
rior a ellos; cuando sus últimos guerreros, extenuados y sedientos,
se desplomaban al suelo con sólo el gesto de alzar su clava, y
Hernando y su gente con escalas de asalto se dirigían hacia él
para cogerlo vivo, se lió un poncho a la cabeza y se tiró al pre­
cipicio.
Los castellanos pagaron un alto precio por aquella victoria. Juan
Pizarra, que había dirigido el ataque, sin usar morrión porque es­
taba herido en la cabeza, fue alcanzado por una pedrada lanzada
con honda y falleció dos semanas después a consecuencia de frac­
tura del cráneo.
Fue el primero de los cuatro hermanos Pizarra que recibió
sepultura en el Perú, y el único que tuvo una muerte honrosa.

251
La caída de Sacsayhuaman quebró el cerco de la ciudad e hizo
desvanecer las esperanzas de los indios, quienes carecían de espí­
ritu de resistencia. No obstante, Cuzco quedó incomunicado con el
resto de la costa. Un día, los españoles recibieron un macabro
mensaje. «En el cerro de Carmenga — cuenta Pedro Pizarro— , apa­
recieron unos grupos de guerreros, y, cuando los jinetes salieron
a su encuentro, les tiraron un saco, en el que encontramos siete
cabezas disecadas de españoles y varias cartas con la noticia del
año jubilar y la conquista de Túnez y de la G oleta... Esto lo hizo
el inca por consejo de un prisionero castellano, quien le dijo que
nos horrorizaríamos al ver las cabezas de los m uertos...»

En la Ciudad de los Reyes

Ahora, dirijamos nuestra atención a la Ciudad de los Reyes, en


donde Pizarro se figura que reina la tranquilidad en todo el país,
y está consagrado a su fundación.
Por aquellos días llegó al Callao el obispo Tomás de Berlanga,
enviado de la Audiencia de Panamá como mediador en la disputa
entre Pizarro y Almagro. El gobernador le dispensó una frfa aco­
gida, y, en tono acre, y confiado en sí mismo, le dijo:
— Cuando yo conquistaba con el morral en las espaldas el país,
no recibí ayuda de nadie. Ahora que la obra ya está hecha, me
mandan un padrastro...
Como la carta de Berlanga para Almagro no recibió contesta­
ción, el enviado emprendió viaje de regreso a Panamá, «decepcio»
nado por la poca llaneza que tan mal concertaba con las buenas
costumbres del castellano...»
En compañía del obispo, algunos viejos «peruleros» abandona­
ron el país. Pizarro les dio licencia para hacerlo y los obsequió con
presentes para el viaje. El obispo devolvió el presente a Pizarro;
sólo aceptó 600 pesos para edificar un hospital en Panamá, y 400
para otro edificio igual en Nicaragua.
Uno de los pasajeros más destacados que acompañaban al mi­
trado era Hernando de Soto; dejó a su hija Leonor en manos de
su madre, princesa de lea. Puso su hacienda peruana bajo La admi­
nistración de Hernán Ponce de León. Su destino americano debía
completarse con la marcha desde la Florida por el continente hacia
el Mississippi, en cuya margen encontraría su tumba. Junto con
Hernán Cortés, es De Soto una de las figuras más brillantes de la
Conquista.
Francisco Pizarro tenía en la Ciudad de los Reyes, aunque suene
a sorprendente, hogar, esposa y descendencia. Desde la estancia en
Cajamarca, Huayllas Yupanqui con el nombre cristiano de Inés,

252
una de las numerosas hijas de Huayna Cápac, se había convertido
en su esposa1. Estas mujeres desempeñaron un importante papel
en la conciliación de las dos razas en todas partes, y en la procrea­
ción de un nuevo pueblo. Inés le dio a Francisco una hija a la que
se le impuso el nombre de Francisca; luego, un hijo que murió en
edad temprana. Sus hijos obtuvieron el privilegio real de derechos
de descendencia legítima.
Por entonces, Francisco Pizarra se hallaba en el crepúsculo de
su dura vida, y podía gozar del fruto, del peso y el fragor del día.
Ya no había lucha, lo cual deseaba que fuese así. La espada era su
herramienta, pero nunca fue su pasión. Conocía la satisfacción de
haber creado la base de una nueva etapa. En estas circunstancias
ejercitaba con desgana el ministerio de las armas. ¡Qué inmenso
campo de acción! ¡En aquella tierra sin cultivar, en las arenas
desérticas, surgiría la G udad de los Reyes!
Entre las disposiciones reales que trajera Hernando, había una
recomendación respecto a la evangelizadón, colonización y pro­
tección de los derechos de los indios. «Porque de las tierras indias
no queremos más que sean cumplidas estas tres cosas», se decía
en esta recomendación.
Ello correspondía exactamente a los planes de Pizarra en cuanto
a Quito y Guayaquil, a Moyabamba y la selva del Amazonas.
Mientras, llegaron las primeras noticias de los disturbios suce­
didos. En Jauja se había sublevado el príncipe Inquíl Tupac Yu-
panqui. Las patrullas que recorrían el país, encontraron desoladas
las casas de labor de sus amigos, y mutilados los cadáveres de
éstos. La ciudad se llenó de indios que habían acudido allí huyen­
do. Los mensajeros indígenas que Pizarra había despachado, no
regresaban. No se tenía ninguna noticia de Cuzco. Un destacamento
de ciento cincuenta hombres que se dirigía a Cuzco, cayó en una
celada en las elevaciones de Parcos, detrás de Jauja, y fue aniqui­
lado. De una columna del capitán Mogrovejo escaparon sólo dos
hombres. O tro grupo de ochenta hombres fue deshecho en los des­
filaderos andinos. Tuvieron una muerte cruel. «Los indios les cla­
varon estacas en el cuerpo y los sacrificaron entre terribles supli­
cios.»1 A los indios prisioneros les hizo Manco sacar los ojos y
amputar la nariz y las orejas.12
1. Cuando un toldado español te atentaba en una población, lo primero que hacia
era tomar una india como manceba, o tea tin unión matrimonial, aunque con relacio­
nes estables. La mujer gozaba de las atenciones del hombre; pero éste no se compro­
metía con ella, porque un día cualquiera podría trasladarse a otro sitio, o marcharse
a España y, con el oro, ti habla ganado alguno, encontrar un buen partido para
casarse. Los misioneros se quejaban de esta costumbre de los soldados; mas no pudien-
do hacerla cambiar; al fin, tuvieron que tolerarla, diciendo; «Para un pecador una
manceba». En la patria se alzaban protestas contra ules señores «que, cual turcos,
mantenían todo un harén de mujeres». Por otro lado, no faluron españoles de abolen­
go que se casaron con mujeres de estirpe indígena, cuya condición les fue reconocida
por las leyes espafiolss.
2. Conf. H essesa: D(c. vi, lib. 6. 8.

253
Y, un día, las morenas huestes descendieron de las montañas
y sitiaron la Ciudad de los Reyes.
Su caudillo, el príncipe Cusirimachi, mandó un recado secreto
a su prima Inés Huyllas, y lo hizo a través de su hermana Azarpay,
que servía de camarera a la esposa de Pizarra: «¡Ven con nosotros!
¡Perteneces a nuestra raza!» Pero los indios aliados estaban aten­
tos; descubrieron el asunto y se lo comunicaron a Pizarra, que
registró las habitaciones de su cónyuge y encontró una bolsilla de
cuero llena de esmeraldas y joyas, preparada para la huida. Inés
denunció a Azarpay como mediadora de su hermano. Pizarra per­
donó a su esposa, si bien hizo dar garrote a la hermana de Cusi­
rimachi en presencia de Inés, «aun cuando él podía haberla dejado
marchar», escribe Pedro, en tono de censura1.
Pizarra logra rechazar el ataque. No obstante, en el país reina
la incertidumbre. La conquista está en peligro. Concentra todas sus
fuerzas en la costa. Envía a Juan de Pane con gran cantidad de
oro y cartas de crédito a Panamá, con el encargo de presentarse
al economista Juan de Vicuña y pedirle pertrechos de las organi­
zaciones auxiliares, que se habían implantado en «todos los países
de Indias». De Santo Domingo llega una unidad de arcabuceros; de
Panamá, Gaspar de Espinosa, viejo y fiel amigo del gobernador;
de Méjico, le envía su primo Hernán Cortés un barco; de Nicara­
gua y de Guatemala, llegan tropas. ¡Un ejemplo del trabajo de
organización rendido sin demora por el Consejo de Indias en estas
vastas regiones!
Entre los recién llegados se encuentra el capitán Garcilaso de la
Vega, progenitor del que más tarde fue autor de la conocida obra
Comentarios reales. Transcurridos dos meses, Pizarra disponía
de fuerzas suficientes para dominar cualquier situación, fuese contra
Manco o contra Almagro.
Tenía de nuevo la iniciativa en sus manos.

Almagro, el inca y Hernando

En la región montuosa, la situación era confusa: en Cuzco esta­


ban los hermanos Pizarra; en las elevaciones de Yucay, el inca
Manco, y Almagro se acercaba con sus tropas.
Tras el fracaso de la insurrección, cundió el desconcierto en las
milicias del inca. La mayoría regresó a sus lugares de origen y
continuó dedicándose al cultivo de la tierra. Manco se retiró con
sus esposas y sirvientes en la casi invulnerable fortaleza de Olían*
taytambo, donde había sido rechazado felizmente un intento de
1. Después de 1« muerte de P ia n o , Inés Huayllas Yupanqui contrajo segunde*
nupcias con el caballero Ampueto, con quien luego se trasladó a España.

254
Hernando, para hacerlo salir de allí. Manco continuó mantenién­
dose en aquel punto en actitud de espera; su levantamiento dege­
neró en una cruel guerra de guerrillas.
En este estado de cosas, y ya reorganizadas sus fuerzas en Are­
quipa, Almagro descendió al valle de Vilcanota.
Por dondequiera se veían huellas de la insurrección. Poblados
abandonados, en cuyas moradas aparecían a menudo armas y ves­
tidos de camaradas asesinados, y embadurnadas con su sangre las
imágenes de los dioses. Corrían deprimentes rumores: Lima y
Cuzco, en manos de los indios; Pizarra, muerto. ¡El país, perdido!
En Urcos, población distanciada unas leguas de la capital, Al­
magro dispuso su campamento. Antes de marchar sobre Cuzco,
procuró aclarar la realidad de la situación, y ponerse en contacto
con el inca, con quien siempre se había entendido bien. Después
del revés sufrido en Sacsayhuaman, podía ser el momento opor­
tuno para negociar la conciliación.
Oviedo informa de un intercambio de correspondencia entre
Almagro y Manco*. Almagro se dirigió al inca con todos los respe­
tos, y se dolió de las causas que sin duda habían originado la insu­
rrección, y prometió castigar a los culpables. Al final de su misiva
pedía una entrevista con el inca.
Manco le envió, escrita por los españoles que tenía prisioneros,
la siguiente respuesta:

Almagro, debes presentarte en Yucay... Los guerreros que en­


cuentres por el camino te acompañarán amistosamente... A fe mía
que no miento. S i me be sublevado, ba sido por los malos tratos,
y no por el oro que se me han llevado. A Juan Pixarro te di mucho
oro...; a Hernando le entregué dos figuras de oro, siete cargas de
oro y mucha plata. Me dijeron: ¡Perro, venga ese oro; si no, te
quemaremos! M e amenazaron Toro, Mesa y Solares. Maldonado
se llevó mis ropas... Los demás cristianos no me molestaron.
Pero éstos son m uy malos. Si me los entregas o los castÍMS, te
recibiré pacíficamente... Los dos entraremos en Cuzco... Tráete
a m i hermano Paullu... Almagro, tú eres mi padre. Te considero
como un hermano y un amigo verdadero... Te envío un cerdo para
que comas. S i necesitas ropas o armas castellanas, te las manda­
ré; tengo gran cantidad de ellas... Ten en cuenta que te hablo con
toda sinceridad. Manco Yupanqui.

Tras haber recibido esta carta, Almagro se puso en camino


para encontrarse con el inca. La opinión respecto a la sinceridad
del contenido de la carta, no fue compartida por todos los de su
plana mayor. Se decidió enviar primero a Rui Díaz como parla-1

1. Gonf. O viedo: H istorié General, lib. m , 2 y lib. v u. 1.

255
mentario, con el fin de examinar la situación; éste no regresó.
Cabecillas indios lo hicieron prisionero, y lo maltrataron; le ra­
paron las barbas y el pelo de la cabeza, y le pintaron el cuerpo
con bermellón de semillas de bija. Luego, lo ataron a él y a sus
acompañantes a un poste y les hicieron beber gran cantidad de
chicha, hasta que fueron recibidos por el inca, cuyo poder pare­
cía haber disminuido.
Los dos partidos españoles se encontraron a un tiempo con
la cabalgada de Almagro en Yucay. Desde Cuzco, intentaba Her­
nando sondear los propósitos de Almagro. Tanto en Urcos como
en las cercanías de Yucay, los dos destacamentos se arremetie­
ron; pero, tras una breve escaramuza, los españoles se saludaron
y se abrazaron cordialmente, para amarga decepción de los indios
del campamento de Almagro y de los observadores de Manco;
esta circunstancia nutrió nueva desconfianza en los nativos. En
vano; luchó Almagro contra esa desconfianza e invitó al inca a
entrar juntos en Cuzco. Los enviados de Manco abandonaron el
campamento de Almagro. Desde aquel momento perdieron la con­
fianza para siempre. La influencia del irreconciliable villac umu
mantuvo la conducta a seguir. También Almagro fue considerado
como enemigo.

Fin del inca

Y , asi, se ausentó el inca y se ocultó en los


bosques.

P edro P izarro

A Manco, personalmente, no debió de resultarle fácil tomar


esta determinación. ¿Qué le quedaba después de haber quemado
las naves sino el abismo? Conocía a los españoles mejor que pu­
dieran conocerlos cualquiera de los de la nobleza inca. Venia-
deramente, se había familiarizado con la mayoría de los blancos.
Pero el desenvolvimiento de los acontecimientos recayó en sus
manos. En él, hombre joven, no ardía lentamente la llama del
férreo odio del villac umu, que soñaba con la antigua grandeza.
«Diariamente ofrendaba víctimas al Sol, para que sus sueños se
convirtiesen en realidad.» Bernabé Cobo anotó ofrendas como
esta:
«¡Oh Sol, padre mío, dijiste: Hágase Cuzco, y se hizo por tu
voluntad, y se levanta con toda su magnificencia! Tus hijos, los in­
cas, quisieran ser victoriosos y triunfadores sobre los demás pue­
blos... Haz que sean venturosos y felices. No dejes que sean

256
vencidos, sino vencedores, porque los has creado para vencer...»
Pedro Pizarra nos cuenta de una conversación sostenida entre
Manco y Rui Díaz, la cual suena como una elegiaca despedida:
«— Rui Díaz — pregunta el inca— : ¿mandaría el rey retirar los
españoles de mi país si le diesen grandes tesoros?
»— ¿Cuánto le darías? —contesta Rui, preguntando.
«El inca hace vaciar una fanega de maíz en el suelo, coge un
grano, y contesta:
»— ¿Ves?; un tanto así de oro y plata habéis obtenido de mi
país. Pero todavía queda escondido mucho más que este montón
de maíz...
»Rui Díaz respondió con sinceridad:
»— Inca, aunque le dieras al rey toda esta montaña de oro,
no haría retirar a los españoles de donde están...
«Precisamente, no se trataba de oro y plata. Por ello, se des­
vanecieron las últimas esperanzas del inca, que, con amargura,
dijo:
»— Ruiz Díaz, ve y dile a Almagro que puede ir adonde quiera;
pero que no venga aquí. Pues, tanto a mí como a los míos, no
nos queda otra cosa que luchar contra vostros hasta m orir...»
La lucha se prolongó unos años, a menudo con el arbitrio de
uno sobre el otro.
Pizarra no perdió las esperanzas de poder llegar a una recon­
ciliación. Por otro lado, en 1537, llegó el capitán Ansúrez Enri­
ques quien era portador de una cédula real por la que a Pizarra
se le concedía el título de marqués, así como de una carta que
manifestaba el profundo descontento del rey por la insurrección
del inca, «porque esto ocasionará grandes dificultades para la
conversión de los indios».
Por consiguiente, Manco tenía aliados entre los miembros de
las comunidades religiosas de palacio. El rey encargó al goberna­
dor «tratar a Manco con. gran benevolencia». Una carta dirigida
personalmente al inca, la cual hemos recordado antes, no debió
de llegar a sus manos.
Por su parte, Pizarra se puso en camino hacia los valles de
los bosques de Vilcas, donde el inca tenía su móvil residencia.
Pero Manco hizo dar muerte a los dos mensajeros que el gober­
nador le había enviado con un bonito caballo, vestido de seda y
otras cosas de valor, para iniciar el diálogo, incidente que puso
furioso a Pizarra, de suerte que ordenó quitarle la vida a una de
las mujeres preferidas de Manco, y que lo hiciesen en el mismo
sitio donde habían sido asesinados los dos mensajeros; dicha
mujer había caído prisionera de Pizarra. «Fue un acto indigno
de un hombre razonable y cristiano», anota el cronista. Y Geza
comenta al respecto: «La víctima repartió sus joyas entre las mu­
jeres que la acompañaban, y les pidió que pusiesen su cuerpo en

257
una cesta y lo dejasen en el río Yucay, para que la corriente lo
llevase a donde estaba su esposo».
Posiblemente fuese después del trágico fin de Almagro, en 1537-
1538, cuando Pizarra encargó a su hermano Gonzalo que diese
una batalla decisiva contra el inca. Pedro Pizarra, que participó
en ella, nos cuenta el curso de la misma con muchos detalles:
«Nos adentramos en los Andes tanto como pudieron andar los
caballos; luego, recorrimos a pie el lugar donde se encontraba el
inca. Eran bosques de una espesura que nosotros no habíamos
conocido hasta entonces...»1
Los últimos combates tuvieron por escenario el paraje de Ma-
chupichu. Tras una inicial y eficaz resistencia, en la que los in­
dios emplearon armas de fuego cogidas a los españoles, el inca
prefirió la huida a los bosques al cautiverio. «Tres indios lo lle­
varon a hombros por el río hacia un lugar seguro en los bos­
ques, donde desaparecieron los demás indios...»
Desde entonces, el inca Manco vivió como un rey fugitivo en su
perdido imperio.
Además, tenía que contar con otro enemigo: su hermano Pau-
llu. Desde hacía mucho tiempo que las relaciones entre los dos
hermanos eran recelosas. Paullu pretendía la mascapaycha de inca.
De fuente fidedigna se sabe que interceptó con noticias secretas
las negociaciones entre Almagro y Manco, para pasar a primer
plano. A su vez, Almagro quería poner de Sapay Inca a Paullu
después de haber vencido en Cuzco. Al principio, Paullu se in­
clinó por el bando de Almagro; pero luego se puso a disposición
de Pizarra, especialmente después de haber sido rechazadas las
huestes de Manco en la zona montañosa. Más tarde, Pizarra lo
recompensó con el reconocimiento por la Cancillería real de su
estirpe y con que le fuese concedido su propio escudo de armas.
Nada se sabe de cierto sobre la caída de Manco. Permaneció
en la región de Videos entre la guerra y la paz, y buscado ya
como amigo, ya como enemigo por los dos querellantes bandos
españoles.
Según Pedro Pizarra, encontró la muerte en una vil traición
de cuatro almagristas fugitivos: un capitán llamado Diego Mén­
dez y cuatro soldados. El inca los acogió en recuerdo de su vieja
amistad con Almagro después de la derrota de Chupas, en 1542.
Dichos individuos apuñalaron al inca, y murieron en manos de los
caudillos de éste. Otras fuentes de información dicen que en el
transcurso de un juego se originó una disputa y recibió un gol­
pe mortal.

1. Coof. H umera: vi, 2, 13; Ub. n, 3 y lib. vil, 1.


Durante au estancia en Machupichu, et autor cree haber descubierto huellas de un
pasillo que debió de descender del llamado distrito militar hasta la parte levantina del
valle de Urubamba.

258
En las boscosas montañas de Urubamba se encuentra el inca
Manco en ignorado paradero. No queda eco alguno de su vida y
sus hechos. Y, sin embargo, permanecen su tumba, su momia y su
guaoqui (imagen de oro), que conservará su inmortalidad, en algún
sitio que continúa sin poder ser descubierto.
16
BREVE GOBERNACION DE
D IEG O DE ALMAGRO

Almagro dirigió a banderas desplegadas sus


tropas hacia Cuzco...

G omara

Detención de los hermanos Pizarro

Cuando Hernando Pizarro volvía de Urcos a Cuzco, tuvo que


oír reproches de sus jóvenes oficiales:
— ¿Por qué habéis desperdiciado la única ocasión de atacar el
debilitado campamento de Almagro y de abriros paso en la reta­
guardia?
A los pocos días, aparecieron las unidades almagristas en las
elevaciones de Sacsayhuaman. Hernando organizó la defensa en
el cuadrilátero de la Huacal-Pata. Primeramente se iniciaron ne­
gociaciones. El mariscal comisionó a Vasco de Guevara y a Lo­
renzo de Aldana para que comunicasen que él había venido al
objeto de levantar el cerco a Cuzco y de hacerse cargo, en nombre
del rey, de la gobernación.
Hernando envió a sus mejores hombres, Hernán Ponce de León
y Riquelme, con la siguiente respuesta:
—Os agradecemos la ayuda, aunque ha llegado un poco tarde.
En lo relativo a vuestra demanda, debo deciros que mi honor y
conciencia no me permiten reconoceros como gobernador sin el
consentimiento del marqués, de mi hermano, por cuya voluntad
ocupo yo este puesto.
Almagro respondió:
—Entraré en esta ciudad como en mi residencia; el que intente
impedírmelo, se atendrá a las consecuencias...
En el curso de estas conversaciones, hubo frecuentes encuen­
tros entre los oficiales de ambos comandantes, y más de uno se
pasó de Pizarro a Almagro, como Hernán Ponce de León, y Ro­
jas.
Los «chilenos», que de ahora en adelante así serán llamadas las
tropas de Almagro, dispusieron sus vivaques a un tiro de flecha de
la ciudad. Intervinieron los alcaldes y regidores, y exigieron de
Almagro la presentación de la real escritura, y le pidieron que
no perturbase la tranquilidad, mientras se llevasen a cabo las in­
vestigaciones pertinentes. Le comunicaron que, según tenían en­
tendido, la demarcación de Cuzco no estaba precisada en la car-

261
ta geográfica, por lo que debería ser verificada por un experimen­
tado piloto.
La conducta fue correcta. Pero Almagro respondió con un des­
pliegue de sus fuerzas. La intervención de los licenciados Prado
y Riquelme logró una tregua de veinticuatro horas.
Confiado en ello, Hernando pasó la noche en su casa.
Sobre la medianoche, se formó una batahola en el vivaque de
los almagristas. Dando voces de «¡Almagro! ¡Traidores!», sus mes­
nadas irrumpieron por las abiertas puertas de la ciudad. La sor­
presa fue tan grande, que no se llegó a entablar lucha, para for­
tuna de ambos bandos.
Aquí, cedemos la palabra a Pedro Pizarra, uno de los pesarosos
participantes en estos acontecimientos nocturnos!
«A toques de pífano y a tambor batiente, Almagro entró en
la ciudad por tres sitios... Hernán Ponce de León, y Rojas nos de­
jaron en la estacada con su gente; de lo contrario, los almagris­
tas no hubieran entrado impunemente.»
Hernando organizó su resistencia en el espacioso cobertizo de
un galpón, con la salida a la plaza. Rodrigo Ordóñez intentaba
desalojarlos de allí con un ataque por sorpresa; porque, como
decía, «con la muerte de ellos, se acabaría la disputa; y, muerto
el perro, se acabó la rabia». Pero, como buenos Pizarra, los her­
manos y sus amigos se defendieron con tal encono, que a Ordó­
ñez le costó graves pérdidas abrirse paso por el portal. Entonces,
y de acuerdo con Almagro, prendió fuego en la techumbre del
edificio que defendían los sitiados; de ella empezaron a salir den­
sas bocanadas de humo y a caer jirones de fuego, que prendían
en los vestidos de los combatientes.
La liza se convirtió en un humoso infierno. Muchos defenso­
res sangraban heridos por disparos de flecha. Hernando tenía
punteado el peto por las flechas; pero, aun estando bajo las lla­
mas, permanecía inmóvil con la espada y el escudo en la entra­
da, y más de un atacante tuvo que retroceder con heridas en la
oscuridad de la plaza. No pensaba rendirse; la llama del odio que
le tenía a Almagro, era más viva que las que lo rodeaban. «Cierto
—escribe Pedro, que participó en aquel lance— ; puédese creer
que prefería morir bajo el fuego a caer prisionero en manos de su
enemigo.»
En cambio, sus camaradas de lucha, que con él estaban entre
aquel fuego achicharrador, creían haberse ya honrado lo bastante,
y así, le dijeran:
— Señor, sería preferible os entregaseis prisionero a morir que­
mado junto con nosotros; si no en atención a vos, hacedlo, al
menos, en atención a nosotros y a vuestros hermanos...
— Esperad — respondió Hernando— , todavía queda tiempo has­
ta llegar a ello.

262
Y continuaron peleando hasta que el envigado se vino abajo.
Finalmente se corrió la voz de «¡El cobertizo se derrumba!»
Hernando echó una mirada en derredor y, al ver que era cierto y
sus camaradas le decían que enterrarse vivo era un suicidio y un
pecado, decidió salir por el portal hacia la oscuridad de la noche,
y lo hizo en el momento que se derrumbó el cobertizo.
Afuera, la gente de Almagro se le echó encima, lo desarmó y lo
aherrojó.
«Al día siguiente —continúa Pedro, con el amargo recuerdo del
hecho— , los chilenos registraron nuestras casas y se apoderaron
de nuestros bienes y caballos, y nos llamaron traidores... Almagro
redujo los parientes y amigos de Hernando a prisión, como Pe­
dro, Alonso de Toro, Solar Cárdenas, Jara. De esta manera, nos
tuvieron unos días, ora poniéndonos en libertad, ora encarcelán­
donos. Hernando y Gonzalo permanecieron bajo estrecha vigilan­
cia.»
Primeramente los encerraron en la sólida cámara de la Cori-
cancha (Tesorería); luego, en el torreón de Caxanacancha, donde
había sucedido la pelea.
El mismo día, Almagro mandó a los pregoneros anunciar que
todos los ciudadanos y funcionarios de Cuzco se reuniesen a las
dos de la tarde para prestar juramento de fidelidad; el incumpli­
miento de dicha orden sería castigado con la pena de muerte.
¡Todos acudieron, silenciosos y desarmados!
Al cabildo se le ordenó que se reuniese en la catedral, para
aceptar ceremonialmente los documentos que acreditaban su go­
bernación.
Aconteció el 18 de abril de 1537.
Para los prisioneros empezaron sombríos días. Rodrigo Ordó-
ñez apremiaba continuamente a Almagro para que los ajusticiase;
alegaba que con ello aseguraría su gobernación, que Hernando era
un hombre de los que no olvidan ofensa alguna, y mucho me­
nos lo acabado de suceder.
Es una honra para Almagro no haberse dejado afectar por este
influjo. Pues la idea de que con ello quedaba excluida la posibi­
lidad de reconciliación con el gobernador, el contrapeso de algu­
nos oficiales, particularmente el de Diego de Alvarado, y la ad­
vertencia de tener luego que responder ante la Corona, eran más
fuertes. Pero los cautivos, aherrojados en el calabozo, continua­
ban con el sobresalto del esperado verdugo.
No tardaron en tener la compañía de otros reclusos.
Tras haber sido alzado el cerco de Lima, el marqués envió a
Alonso de Alvarado con quinientos hombres a Cuzco. Por causa
de distintos errores, Alonso se detuvo más de lo convenido en
Jauja, de suerte que ni pudo participar en la lucha contra el inca,
ni acudir a tiempo para defender la ciudad de la irrupción de Al-

263
magro en ella. En el momento de los sucesos que acabamos de
relatar, se encontraba él en el puente de Bancay, situado a veinte
leguas al noroeste de la capital.
Almagro puso de nuevo en juego su habilidad diplomática, y
logró por acuerdos secretos con Pedro de Lerma, uno de los ca­
pitanes de Alvarado, hacerse con una considerable parte de las
tropas de Pizarra, lo cual sucedió durante la escaramuza en las
cañadas del Apurimac, y reducir el frente de Alvarado, quien
fue hecho prisionero junto con su plana mayor, conducido a Cuz­
co y encerrado con los hermanos Pizarra en el torreón de Ca-
xana.
Almagro parecía disponer, ahora, de una fuerza igual o mayor
que la cíe Pizarra; a partir de lo cual, sus reclamaciones no tenían
límite.
Sobre los prisioneros se cernía continuamente la amenaza de
Ordóñez: «muerto el perro, se acabó la rabia». Pero Diego de Al­
varado salió en defensa de los cautivos, sin abandonarles ni per­
derlos de vista; los visitaba, y se distraía jugando a los dados
con ellos, en lo cual Hernando le ganó 80 000 pesos oro; pero le
perdonó tan importante cantidad de dinero, con lo que reforzó
aún más la amistad con él.
Por su parte, Ordóñez se dedicó a fabricar armas y pólvora, «lo
cual se estableció en Perú por la habilidad de aquellos hombres».
Así, surgió en el Perú la primera industria de guerra.

Un buen amigo de los primeros días de la empresa

En Nasca, al marqués le sorprendió la noticia de la derrota de su


general. Un duro golpe que suponía la pérdida de la mitad de
sus fuerzas militares. Se quejaba con amargura de que Almagro,
desatendiendo la vieja amistad y los convenios jurados, hubiese
optado por la violencia. ¿No podía esperar el fallo del tribunal ar­
bitral y, si éste le adjudicaba la capital de Cuzco, tomarla en nom­
bre de Dios?
Partiendo de este punto, buscaba Pizarra negociar la cuestión.
La primera embajada con Nicolás de Ribera fracasó en este sen­
tido. En vista de ello, Pizarra se marchó a la Ciudad de los Reyes
para organizar la defensa ante un posible ataque por parte de
Cuzco. Al mismo tiempo, salió en su nombre una comisión de dis­
tinguidas personalidades de Centroamérica, entre las que figu­
raban Gaspar de Espinosa, viejo amigo de los dos contendientes,
y el capitán Diego de Fuentemayor, llegado de Santo Domingo,
para la capital andina.
Almagro mostró una actitud comedida a la vez que negativa

264
en presencia de los comisionados. Nada había que tratar, porque
Lima pertenecía a su gobernación.
Ordóñez proponía una inmediata marcha sobre Lima, para li­
quidar a Pizarra. Con ello, Almagro sería tan poderoso que Su Ma­
jestad debería aceptar el hecho sin pedirle cuentas, de la misma
manera que no se las había pedido a otros que habían cometido
actos peores en tierras Indias...
En este punto de las negociaciones, Espinosa puso en los pla­
tillos de la balanza su larga experiencia en el continente ameri­
cano.
Espinosa es conocido por nosotros desde el comienzo de nues­
tra relación. En 1513, llegó con Pedrarias a Castilla de Oro. Por
mandato de aquél, sentenció la causa contra Balboa. En Panamá,
fue el invisible y firme sostén del triunvirato en sus desesperan-
zadores tiempos. Ahora, había acudido presto a la llamada de so­
corro de Pizarra; pero no contra los dos viejos camaradas suyos,
sino contra Manco. Su advertencia era aplicable a los dos bandos:
— SÍ esta disputa continúa, el rey enviará jueces y ministros,
los cuales tomarán el asunto en sus manos, y la reputación de
ambos gobernadores sufrirá un serio menoscabo.
—Os pido — le dijo a Almagro— que no os olvidéis de cómo
triunfó la fama de vuestra armonía de antaño con Pizarra en el
mundo. De ella dependía la prosperidad de todos los que lucha­
ron bajo vuestros pendones. Los rumores de vuestras discordias
se propagarán. Se os culpará de haber provocado la sedición y
la guerra civil, suscitado por vuestra ambición, la cual ensom­
brece la fama que junto con vuestro amigo habéis cobrado. El
rey, cansado de este derramamiento de sangre, enviará jueces y
procuradores; no os podéis imaginar cómo ejercen esos señores
sus poderes cuando se encuentran alejados de Su Majestad. En
todo caso, se trata de personajes de la categoría de vuestra seño­
ría, los cuales supeditarán las atribuciones del señor gobernador
y, sin habérselo ganado, ejercerán el dominio sobre un país que
vos y vuestros valientes soldados habéis descubierto y conquis­
tado... La nación española sufrirá menoscabo en su reputación, y
este mal servicio a Dios y al rey ocasionará muchos males; y todo
ello por un par de leguas de tierra más o menos...
Fue un discurso a modo del clásico historiador, de cuyo cono­
cimiento se preciaban aquellos licenciados.
Almagro los escuchó sonriente y respondió en un tono que
denotaba conciencia de su fuerza militar; deseaba que Espinosa
le hubiese dicho lo mismo a don Francisco y que además no fue­
sen incluidos los límites de Cuzco y de Lima.
Su viejo amigo terminó la conversación con el resignado pro­
verbio castellano:
—Señor Adelantado, de vuestras palabras deduzco que suce-

265
derá lo que nuestros viejos castellanos dicen: el vencido, vencido,
y el vencedor, perdido.
No obstante, Espinosa consideraba de suma importancia el des­
tino del país, para capitular así como así ante el obstinado an­
ciano. Pudo lograr un previo arreglo, con el que Almagro estuvo
de acuerdo: extender los límites de su gobernación unas leguas
al sur de Lima en el río Mala.
En el curso de las conversaciones, Espinosa enfermó y falle­
ció unos días después. Recibió sepultura en Cuzco; su muerte fue
sentida por sus amigos y por todos los que deseaban la paz.
Con la muerte de Espinosa, los mediadores perdieron su me­
jor representante. Almagro les permitió que se despidiesen de los
cautivos, y que le comunicasen a Pizarro su propósito de emprender
una inmediata marcha hacia la costa.
Al despedirse, entregó Diego de Fuentemayor al mariscal la
disposición de la Audiencia de Santo Domingo según la cual tanto
a él como a Pizarro se les prohibía emplear la violencia mientras
se le diese solución judicial al caso.
Almagro respondió:
— De mí no depende.
Era a fines de agosto de 1537, cuando los comisionados de Pi­
zarro cabalgaban hacia Lima, sin haber conseguido nada.

«El vencido, vencido, y el vencedor, perdido.»

Encuentro en el río Mala

La incipiente revolución marchaba por los fatales escalones del


sangriento fin de todos los participantes.
Después de haber asegurado su retaguardia, Almagro se dispu­
so a descender por las cordilleras con setecientos hombres, y el
prisionero Hernando Pizarro.
Almagro se encontraba en la cumbre de su poder. Era el co­
mienzo de su decadencia, la cual empezó con un pequeño inci­
dente. El mariscal era estimado por sus soldados, debido a su
generosidad; pero temido por su cáustica lengua. Después de su
desdichada expedición, había recompensado a manos llenas a sus
«chilenos», aunque alguno que otro pasó inadvertido. Uno de los
no recompensados era el capitán Lorenzo de Aldana, quien buscó
al mariscal, y le dijo:
—N o os puedo acompañar, señor, si no me recompensáis las
pérdidas sufridas en Chile, como habéis hecho con los demás...

266
Por uno u otro motivo, Almagro no podía soportar al caballe­
ro, y, con la peor broma que se le ocurrió a su buen humor, le
respondió:
— ¡Pues quedaos! ¡Emprenderemos la marcha sin María Aldana!
Fue una broma pesada, un terrible insulto, que le costó caro
al bromista.
Lorenzo se quedó. En Cuzco había muchos que estaban des­
contentos de Almagro. Con ellos se puso de acuerdo para dejar
los prisioneros en libertad. Entre los carceleros había dos truji-
llanos de confianza, Jara y Cueto, quienes derribaron las tapias
de las ventanas del calabozo, y los prisioneros saltaron a la plaza,
donde les esperaban más de cincuenta amigos. Aquella misma
noche lograron encarcelar al comandante de la ciudad, Rojas; se
armaron según lo permitieron las circunstancias, y se encamina­
ron por atajos con el fin de adelantar a Almagro, que había em­
prendido el largo camino a través de Nasca1.
Con la llegada de estos oficiales, mejoró la situación de Pizarra,
dado que también había recibido refuerzos de Centroamérica.
Almagro tenía superioridad en fuerzas montadas, y Pizarra en ar­
mas de fuego. Además de tener a su favor la causa del rey, según
el parecer de la mayoría.
Mientras se reforzaban los frentes, no dejaron de continuar
las negociaciones, y el dominico fray Francisco de Bobadilla lo­
gró concertar el encuentro de los dos caudillos en el río Mala, y
aceptar al armisticio bajo palabra de honor.
Fue un encuentro en un precipicio sin puente.
Se convino en que Pizarra y Almagro, con sus respectivos
acompañamientos, se reuniesen en un tambo (especie de posada
en los caminos incas). La mutua desconfianza era tanta que los
dos tenían ocultamente dispuestas unidades cerca del lugar: la
gente de Almagro estaba detrás de la colina, y la de Pizarra, bajo
el mando de Gonzalo, permanecía oculta en la espesura de la mar­
gen del río.'
El marqués fue el primero en entrar en Mala. En su acompa­
ñamiento figuraba Pedro de Valdivia, que luego se forjaría un
nombre en la conquista de Chile.
Almagro llegó al río por la parte sur. Echó pie a tierra, y dejó
a los caballos que bebiesen; enfrente vio los arcabuceros de Pi­
zarra al mando del capitán Castro. Sus ojos miraron interrogati­
vos a los del oficial y, luego, a los de Gonzalo, que le hizo una
seña con la mano, tras lo cual Almagro montó su cabalgadura y12
1. H embra ( vi, u , 14) c iu en este fuga el ctm del cabellera PetSIverez de Hol-
güín, i quien Almagro puso en libertad bajo palabra de honor. No obstante» decidid
fugarse con sus amigos ante la insistencia de datos; pero cuando llegaron al puente
de Aboncay, se volvió porque no quiso faltar a su palabra.
2. En lo fundamental, la propuesta de Bobadilla consistía en que Almagro debía<dar
su hijo Diego, y Pizarro su hija Francisca en prendas del cumplimiento del armisticio.

267
con su acompañamiento se dirigió hacia el tambo, donde Pizarra
lo esperaba.
El saludo fue frío; no hubo abrazos como en otras ocasiones.
«La culpa de ello la tuvieron los malos consejeros de Almagro
—escribe Pedro—, la gente que Pedro de Alvarado le había de­
jado. Ellos encendieron el fuego que luego ardió en todo el rei­
no... No faltó quien aconsejase aprovechar la ocasión para hacer
prisionero al mariscal. Pero el marqués le advirtió a Gonzalo que
dejaría de considerarlo hermano suyo si faltaba a la palabra dada
a Almagro...»
El mariscal se quitó el sombrero, y el marqués, que usaba
casco, se llevó la diestra a la visera, tras lo cual se dieron la mano.
El diálogo se inició en un tono belicoso.
— ¿Por qué no habéis mantenido vuestra promesa? ¿Cómo se
os ha ocurrido tomar a Cuzco por la fuerza, y encarcelar a mis
hermanos? — inquirió Pizarra.
—Por decisión del rey, Cuzco pertenece a mi gobernación. Vues­
tros hermanos se han opuesto a la voluntad del rey; así que los
puse en prisión hasta que se les forme proceso... — respondió Al­
magro. Y, en tono de ironía, agregó— : Yo no soy hierba de Tru-
jillo, y nadie tiene más poder que el que el rey le conceda...
Los acompañantes de Almagro dieron muestras de respeto al
marqués, quien, al ver que iban desarmados, intentó gastar una
broma diciéndole a su rival:
—¿Es que vuestros caballeros están de paseo?
—Están para servir a vuesa merced... — contestó el otro, en
tono jocoso.
Mientras, el padre Bobadilla invitó a los dos a su casa. Como
estaban distanciados y enfrente uno del otro, el dominico les qui­
tó las armas y les dijo bromeando que podían pelearse con los
puños si lo deseaban; que la palabra y el respeto era el mejor
vehículo para entenderse.
Bajo el arbitraje de Bobadilla, el discurso fue áspero y mor­
daz. Las amenazas pasaban de un bando a otro. Al fin, Almagro
convino en excarcelar a Hernando, con la condición de que fuese
puesto a disposición de la justicia real. Pizarra, preocupado por
la vida de sus hermanos, se avino a ello.
Entretanto, el capitán Francisco de Godoy, oficial de confianza
de Pizarra, tuvo conocimiento de que Gonzalo preparaba una em­
boscada para capturar a Almagro. Ello le sublevó la conciencia, y
buscó el modo de advertir al amenazado. Lo puso en conocimien­
to de los principales de la escolta de Almagro, los cuales ya dis­
ponían sus cabalgaduras. Luego, se puso a cantar en el patio el
estribillo de una conocida canción:

268
Se hace hora, caballero,
hora de salir de aquí...

y entró en la estancia y le hizo un guiño a Almagro, quien inte­


rrumpió la conversación, disculpándose de un modo convincente.
Ante la casa estaban preparados los caballos, y Almagro, con su
escolta, salió al galope.
Era a mediados de noviembre de 1537.
Bobadilla no perdió las esperanzas. Emitió su juicio, que satis­
fizo a Pizarra, pero que casi provoca un motín entre la gente de
Almagro. Ordóñez continuaba citando el refrán «muerto el perro,
se acabó la rabia», y no pasaba día en que no le dijese a Hernan­
do que se confesase, pues el verdugo ya estaba ante la puerta de
la prisión.
Por entonces, llegó de España el capitán Ansúrez con reales
despachos, expedidos en el lejano Valladolid, los cuales no apor­
taban una aclaración fundamental al pleito. Pizarra lo sometió
a sus asesores, quienes los besaron y se los pasaron por la cabe­
za, para manifestar que estaban enterados de su contenido. Tras
prolongadas gestiones de la gente de paz, se llegó al siguiente
acuerdo.
«Almagro debía poner en libertad a Hernando, quien promete­
ría bajo juramento trasladarse a España, y atender su compromi­
so ante el rey. De momento, Cuzco quedaría bajo la jurisdicción
de Almagro mientras el rey no decidiese otra cosa; también se le
concedía el puerto de Sangayán, y debía mantener un barco propio
para asegurarse la comunicación con España.»
Ordóñez, refiriéndose a Hernando, advirtió por última vez:
—Quien no mantuvo su palabra en Castilla, tampoco la man­
tendrá en Perú. —Tras lo cual se cogió con la izquierda la barba
e hizo con la derecha un gesto como signo de decapitación, y, re­
signado, añadió—: Ordóñez, Ordóñez, te cortarán el pescuezo por
tu lealtad a Almagro...
Todo el campamento se agitó y, a modo de coplas de ciego, em­
pezaron a cantar:

¡Almagro quiere paz;


los Pizarro, guerra y guerra!
Todos, todos morirán
y otros los heredarán.

Almagro visitó el calabozo, donde el manco Noguerola de Ulloa


custodiaba al peligroso prisionero. Abrazó al encarcelado:
— ¡Dejemos pasar lo pasado! Dadme vuestra mano, para que
de ahora en adelante reine la paz y la tranquilidad entre todos.
—Nada me interesa tanto como eso — respondió Hernando. Dio

269
su palabra de honor que respetaría lo convenido y entregó una
fianza de 50 000 pesos oro.
El mariscal lo invitó a su casa, donde se festejó el aconteci­
miento. Los principales de Almagro acudieron a expresarle sus
buenos deseos. Con un vistoso acompañamiento, entre el que figu­
raba el floreciente Diego, hijo del mariscal, cabalgaba Hernando
tras seis meses de prisión a donde se encontraba su hermano,
quien, con no menor solemnidad, festejó la liberación de aquél.
Agasajado magnánimamente, en particular el joven Almagro, el
séquito regresó a su campamento. La paz ya iniciada, no podía ser
más convincente.

Obstinación de Almagro

Nunca abrió Almagro los ojos para ver qué le


convenia.

H errera

La provincia de Almagro se extendía por la parte sur hasta


Arequipa y Charcas, perteneciente esta última población a la ac­
tual Bolivia. «Pero entonces aún no había sido descubierta la
montaña de plata de Potosí», escribe Pedro Pizarra. La cual per­
mitiría más tarde a sus colonizadores pavimentar los caminos
con lingotes de plata.
La obstinación de Almagro tenía apego a Cuzco. Pedro vuelve
a comentar: «Almagro exigía que se le entregase la ciudad de Cuz­
co. El marqués se la negaba; porque toda la gloria y la riqueza
parecían radicar en Cuzco. Ello les costó la vida a los dos y a unos
dos mil españoles...»
Es difícil juzgar cuál de los dos hermanos Pizarra fue el prin­
cipal responsable. Unos cronistas dicen que era Hernando con sus
vengativas exigencias que topaban con la oposición del marqués,
que temía por su responsabilidad ante el rey. Por otro lado, el
gobernador obliga a su hermano en la orden de la plaza del 9 de
diciembre de 1537, dada mucho antes del segundo viaje de éste
a España, a mantener la paz en el país, pues él ya se sentía viejo
para hacerlo. «Desatendiendo ¡o acordado y, aún peor, la palabra
dada, lo cual es tenido muy en cuenta entre los españoles —escri­
be Herrera— , a Almagro se le exigió que desalojase la capital an­
dina. Ya nadie tenía en cuenta a los padres Bobadilla y Olías, ni
a la paz y al temor del rey, ni tampoco al bienestar del país...»
Tal vez esta confianza en sí mismo de Pizarra fuese originada

270
por el escudo de armas que, como evidente muestra del favor del
rey, Ansúrez le habla llevado; sin embargo, no debía haber perdido
de vista que en los despachos se ponía de manifiesto la censura
del rey respecto a la insurrección del inca.
La exigencia presentada a Almagro significaba la última apela­
ción a las armas, la lucha de españoles contra españoles en las
montañas del Perú.
Como experimentado comandante, marchaba Hernando al fren­
te de ochocientos hombres por los expuestos desfiladeros, sin tro­
pezar con la resistencia de Ordóñez y sus tropas auxiliares indias,
las cuales habían sido movilizadas por primera vez en la lucha
entre los castellanos. El inca Paullu le había jurado a Almagro que
se pondría de su parte en la contienda contra Pizarro*.
Con un audaz golpe de mano se logró interceptar los puestos
avanzados en la cordillera de Gaitara y con ello, el paso hacia las
tierras altas.
Tras la acelerada ascensión, el soroche atacó a la tropa y la
puso un día fuera de combate, pero el destino quiso que no fue­
sen atacados por los «chilenos»; Ordóñez desperdició la oportuni­
dad que le brindaba el estado de los soldados de Hernando.
Era a principios de enero de 1538.
Después de unas semanas de movimientos tácticos, los dos gru­
pos en lucha se encontraban a fines de abril en un valle llamado
Las Salinas, situado escasamente a una legua de Cuzco.
En las elevaciones, acampaban unos diez mil indios, satisfechos
de ver cómo se peleaban sus dominadores. En Cuzco, no habían
quedado ni hombres ni mujeres.
Antes de la salida de la ciudad, Ordóñez había encerrado a to­
dos los amigos de Pizarro en un calabozo; tan apiñados estaban,
que la mayoría murió de asfixia. Con la caballería ocupó la vagua­
da del valle; pero luego avanzó imprudentemente por el mar­
jal, donde los arcabuceros ocupaban posiciones inexpugnables que
los protegían del ataque de la caballería. El inca Paullu les había
ordenado a los indios que diesen muerte a todo español que se
retirase, fuese amigo o enemigo.
Almagro, aquejado de artritis, se hizo llevar en una silla de
manos a un sitio elevado, desde donde poder divisar el campo de
batalla y reforzar la tenacidad de sus tropas.
Al amanecer, los dos bandos celebraron una misa de campaña.
Luego, los pizarristas avanzaron por el camino de CoUasuyo hacia
las posiciones de los cuzqueños. Las patrullas montadas conten­
dientes avanzaban unas hacia otras, se intercambiaban palabras;
pero nadie pensaba en la reconciliación.
Callados como árboles, los indios estaban sentados en las la
1. En el lib . XLVII, 17, de O viedo, leemos: «El ines le jurd fidelidsd, y besó el
suelo, pera corroborar k> que hmbfa prom etido...»

271
deras y esperaban. Al grito de «¡El rey y Pizarra!*, por una parte,
y al de «¡El rey y Almagro!», por otra, ambos bandos se lanzaron
a la pelea, acompañados por la algarabía de los indios que lucha*
ban a su lado.
Con vistosa armadura, uniforme de damasco amarillo y pena*
cho blanco sobresaliendo en su morrión, iba Hernando al frente
de sus compañías.
El frente de los almagristas no tardó en desmoronarse. Se ca­
recía de la seguridad de si se luchaba por una causa justa. Antes
de dar comienzo a la pelea, se dieron casos de deserción. Y al empe­
zar ésta, lo hizo el portaestandarte Pedro Hurtado, seguido de ofi­
ciales con sus unidades completas.
También se dieron brillantes casos aislados. Pedro de Lerma
reconoció a Hernando y corrió hacia él al grito de «¡Perjuro trai­
dor!», y lo hizo tan impetuosamente, que derribó a éste de su
cabalgadura. Pero fue atacado a un tiempo y vencido. Cayeron
Vasco de Guevara, Moscoso, que se había distinguido en la ho­
rrible marcha por la selva, y Rui Díaz.
Rodrigo Ordóñez, que hacía poco había sido ascendido a ma­
riscal de Nueva Toledo, se lanzó al ataque con la impetuosidad de
un oficial español.
— ¡Por la palabra de Dios! —gritó él— . ¡Que me siga quien ten­
ga ganas! ¡Voy a la muerte!
A donde él cabalgó, la muerte guadañaba. Mataron a su caballo
de una descarga, y él resultó herido en la frente. Tras incorpo­
rarse, vio que estaba rodeado de enemigos; despachó a dos de
ellos; pero, al darse cuenta de que había llegado el fin, dijo:
— ¿Hay un noble caballero al cual pueda entregarme?
— ¡Aquí! —contestó un soldado.
Ordóñez le entregó la espada al soldado, y éste lo mató de una
cuchillada. Los cronistas, a quienes corresponden detalles así, han
dado su nombre; se llamaba Fuentes. Cuando más tarde llegó a
Puerto Viejo, y se jactó de aquel hecho, el comandante hizo que
se le ejecutase.
Con esta ejecución, se reparó, al menos, uno de los muchos y
cruentos actos cometidos en la persona de indefensos que se die­
ron durante las dos horas que duró la lucha en Las Salinas. La
gente de Alonso de Alvarado se desquitaron de su derrota en el
puente de Abancay.
El número de muertos se cifra en ciento veinte. Con la muerte
del mariscal, se deshizo el frente de los «chilenos», y se convirtió
en una desesperada huida.
Almagro tuvo que contemplar la catástrofe desde la silla de
manos. Ante la deserción de sus soldados, el anciano murmuró
amargamente:
— ¡Creí que habíamos venido aquí para luchar...!

272
Y dijo que lo llevasen a Sacsayhuman, seguido de Alonso de Al-
varado y Gonzalo Pizarra, para fortuna de él. Pues a un tiempo
apareció el capitán Castro con el arcabuz dispuesto para descerra­
jarle un arcabuzazo, y dijo:
— ¡Ese es el hombre por quien han muerto tantos nobles caba
lleras!
Pero Alvarado impidió aquel atentado. Aunque le hubiese aho­
rrado muchas amargas horas al enfermo y quebrantado anciano.
Lo condujeron a la ciudad, y Hernando lo encarceló en el mismo
torreón en que él había estado preso.
El encuentro finalizó con un aguacero. Vencedores y vencidos
entraron chorreando en Cuzco. Era el 26 de abril de 1538.
¿Y los diez mil indios? Esperaron a que el campo de batalla
quedase abandonado del todo, para luego lanzarse sobre los caídos
y despojarlos dejándolos en cueros1.
La victoria de Las Salinas tuvo una importancia mucho más
profunda de lo que al principio parecía. Con ella se plasmó la
idea que Pizarra se había hecho del Perú, contrapuesta a las es­
quemáticas del Consejo de Indias, las cuales dividían el país. Dos
años más tarde, todavía protestaba él en una carta dirigida a Su
Majestad, diciendo que se planeaba privarle «de Charcas y de Are­
quipa, las regiones más importantes...»
Si Pizarra rechazaba las exigencias de Almagro, era para de­
fender la unidad geográfica del futuro Perú, que él había con­
quistado y plasmado, de Tumbes al lago Titicaca, del Marañón y
el Amazonas, por los Andes, hasta el océano.
Sin darse cuenta, Pizarra siente y actúa con el apasionamiento
de un verdadero peruano.

La triste muerte de Diego de Almagro

A l remate, Almagro no tuvo un pañuelo para


su cuello...

G omara

El vencedor se encontraba en Cuzco ante problemas difíciles


de solucionar e intereses contrapuestos. Tuvo que procurarse la
amistad de los. oficiales supervivientes de Almagro. Por otro lado,
sus propios hombres exigían la soldada, y de Cuzco ya no había
qué sacar.
Y así, comenzó Hernando a disolver sus fuerzas militares, con

1. Conf. ZAkatE: 11b. ni, XI.


273
lo que envió algunos oficiales a realizar nuevas exploraciones. Pe*
dro de Candía emprendió una desafortunada marcha por las bos­
cosas regiones del Mediodía. Gonzalo se dirigió hacia Charcas. Pe­
dro de Valdivia marchó a Chile para completar la empresa de Al­
magro.
Con el prisionero, Hernando se encontraba en parecida situa­
ción a la en que se encontrara Almagro con él. Almagro era go­
bernador del rey. Hernando carecía de potestad alguna sobre él.
Otra cosa era la cuestión de poder en el país. Almagro había per­
dido su poder; mas no sus amigos, por lo que resultaba peligroso,
aun estando en prisión.
Presionado por aquel estado de inseguridad, parecía haber ma­
durado la determinación de talar el árbol podrido.
Hernando visitaba con frecuencia a su prisionero después de
haberse dado la batalla; procuraba que se le atendiese lo mejor
posible; trataba con él sobre los detalles de su traslado adonde
estaba el gobernador, de si haría el viaje en silla de manos o en
cabalgadura.
Pero en diferentes sitios se produjeron motines a favor del cau­
tivo. El capitán Mesa conspiró con otros, para liberar a Almagro
durante su traslado a Lima. La vieja amenaza parecía adquirir
nueva forma. Ello fue el móvil de que Hernando lo acusase de
alta traición «con acriminaciones, que nunca faltan cuando se
quiere juzgar al vencido», dice Herrera. La sentencia era de
muerte'.
Esto fue muy duro para el cautivo, dado que Hernando le ha­
bía prometido varias veces no tomar decisión alguna hasta que
llegase su hermano. Almagro aludió a sus servicios prestados en
el descubrimiento de aquellas tierras, al haber perdonado a Her­
nando, aun haciéndolo contra los consejos de sus oficiales de im­
portancia, y, finalmente, a su vejez y enfermedad.
— Soy viejo —dijo él— ; no necesitáis quitarme la vida, porque
mi edad y el tiempo no tardarán en quitármela...
Pero hablaba en vano, pues la existencia de Hernando la com­
ponían la voluntad y la ambición; por eso, no era estimado por la
mayoría.
—Un hombre de vuestra condición — le contestó el otro— , de­
bería, como caballero y cristiano, enfrentarse impertérrito con la
muerte, cuando ésta es inevitable.
—No os sorprenda si como hombre y pecador temo la muerte,
pues todo el cristianismo la ha temido... — respondió el anciano,
con humildad.
1. Záfate y Gomara persiguen en sus relaciones el criterio ministerial de las actas;
Oviedo y Pedio, la opinión de los partidos.
Gomara sustenta que Hernando quería primordialmcntc enviar al prisionero Almagro
a España, y sólo cuando se convenció de lo inseguro que resultaba poder llegar con él
a la costa, decidió formarle proceso y condenarlo a muerte.

274
Al conocerse la sentencia, se produjo gran agitación. Diego de
Alvarado, quien con razón podía echarle a Hernando en cara que
le había defendido la vida cuando estuvo encarcelado, lo hacía
único responsable del hecho. Los veteranos soldados de Almagro
llenaban con actitud amenazadora las calles de Cuzco. Los indios
lloraron al enterarse de ello, porque nunca fueron objeto de in­
justicias por parte del sentenciado.
Al fin, el cautivo se conformó con su destino, y dictó sus últi­
mas disposiciones. En virtud de los reales poderes, nombró a su
hijo Diego sucesor de la gobernación, la cual estaría bajo la tutela
de Diego de Alvarado hasta la mayoría de edad del sucesor.
Dejó al rey la considerable suma de ingresos que le proporcionaba
la Compañía, así como los del acuerdo común con Pizarro, firma­
do en 1535, y pedía que la Corona protegiese a su hijo.
Tras lo cual hizo su propio testamento. «Con profunda atri­
ción, confesó con el comendador de la casa de la Merced y se mos­
tró buen religioso y cristiano.»
—No tardaréis en ver desocupada mi carne —le dijo a su car­
celero Alonso de Toro, en tono benigno.
Al reo se le dio garrote en la celda; luego, su cadáver fue de­
capitado públicamente en la Huacai-Pata, en cuyo acto el alguacil
pregonó:
—Esta es la justicia que Su Majestad y, en su nombre, Hernan­
do Pizarro, ha dictado contra este hombre por insurgente en estas
tierras... y por sus delitos y casos de muerte, de que él es cul­
pable.
Ya hemos oído hablar de tales sentencias en España, y volve­
remos a oír hablar de ellas en la misma plaza.
Ello sucedió el 8 de julio de 1538.
El cadáver fue amortajado en casa del caballero Ponce de
León, y recibió sepultura en el convento mercedario. Al acto asis­
tieron Hernando Pizarro y sus principales. La aflicción general fue
profunda. Diego de Alvarado llamó públicamente tirano a Hernan­
do y le reprochó el haber dado muerte a quien le había perdonado
la vida.
Las necrologías de los cronistas constituyeron un augusto epi­
tafio.
«Su Majestad imperial perdió uno de sus buenos vasallos y
el más fiel servidor en tierras indias...», escribe su amigo Oviedo.
«Era más codicioso de honra que de oro... Su esplendidez era
más bien de príncipe que de soldado; pero, a la hora de morir, no
tuvo a nadie que le pusiese un pañuelo en el tajo», comenta Go­
mara.
«Almagro murió a los sesenta y tres años de edad. Era menudo
de cuerpo, y feo de rostro, particularmente después de haber per­
dido un ojo. Fue un hombre diligente, valeroso, infatigable en el

275
trabajo, considerado, magnánimo, y tuvo un temperamento apa­
cible.*
Era más humano que Pizarra, pero fue codicioso de atributos
de mando, de los que carecía. No hizo papel alguno en los mo­
mentos decisivos de la conquista1.

1. Junio coa muchas de sus buenas picadas, adviene Gomáis su vanidad: «Porque
quería que lodos supiesen las didivas que hacia».
Conf. ZAxate: iv, 9; H euera : Dic. VI, lib . v , 1.
17
SENTENCIA DE FRANCISCO PIZARRO

...E n tierras de Indias, entonces escribía cada


uno según su afecto, fuese bueno o malo.

H errera

Hernando sale del Perú

Las lagunas de Las Salinas no estaban tan lejos de Castilla, para


que no llegasen hasta allí las noticias de los terribles encuentros
allí desarrollados.
El gobernador de Nicaragua, Rodrigo de Contreras, comunicó,
el 10 de julio de 1538, las graves acusaciones de los partidarios de
Almagro contra Pizarra, los cuales habían llegado allí en un barco
huido de Lima. Más grave aún debió de ser el aprisionamiento de
Juan de Guzmán, correo del rey. Al marqués se le exigió que lo
pusiese en libertad; si no, «pagaría con su vida y sus bienes». (En­
tretanto, Guzmán había conseguido evadirse.)
La Corona, al venir en conocimiento del litigio, nombró a
fray Francisco del convento de Victoria de Salamanca, obispo de
León, en Nicaragua, y fray Vicente de Valverde, que en aquella
ocasión se encontraba en España, para que se ocuparan del con­
flicto y del planteamiento del problema.
Fue, además, creada una Audiencia en Panamá con poder ju­
rídico sobre el Perú; «procurando que Pizarra no se sintiese so­
metido a ella». Hasta entonces había sido competente la del le­
jano Santo Domingo.
El asunto, coadyuvado por la Corona, le exigía un mando único
y firme a Pizarra en una carta del rey Carlos, fechada en 1532, y
le respetaba su autoridad en las medidas que fuese necesario to­
mar1. Pero la palabra «tiranía» fue aceptada como grave acusa­
ción de anárquico despotismo y desestimación al rey.
Este era el ambiente que reinaba en las esferas oficiales, con
anterioridad a la ejecución de Almagro.
Valverde regresó a la Ciudad de los Reyes en el momento en
que acontecía el encuentro en Las Salinas. Influido todavía por
los ministros de la Corona, instó a Pizarra a una reconciliación
con Almagro, «como era deseo del rey».
—Basta con los muertas que han ocasionado vuestras querellas.
Pensad en la vieja amistad que os une... Borrad de la mente, sa-

1. Coof. Bamenechea: Frtncisco Pian», 1. c.

277
tisfecho de vuestro éxito, las barbaridades cometidas por vuestra
indulgencia, para complacer a Dios y al rey. El abuso del triunfo
redundará en vuestro propio perjuicio; porque uno de los precep­
tos del Decálogo reza: «¡No matarás! Quien arremete al prójimo,
arremete a D ios...»
—Descuidad, que así quiero que sea —contestó el marqués—.
No deseo otra cosa que paz en el reino. No os preocupéis por lo
que se refiere al Adelantado. Seremos los viejos amigos de an­
tes...
Con estas advertencias y promesas, emprendió Pizarra por últi­
ma vez el camino hacia las cordilleras de los Andes. Era una
marcha triunfal a la vez que para él un paso hacia su sentencia.
En Jauja se encontró con Vergara y Mercadillo quienes le en­
tregaron en nombre de Hernando el joven Diego de Almagro. Le
informaran de los acontecimientos, y principalmente del inmi­
nente proceso, cuya sentencia pensaba cumplir Hernando. «Los
dos le recordaron que la suerte daba muchas vueltas, y que Dios
no perdonaba los pecados.»
Él joven Diego acosó al marqués con ruegos por su padre.
«Humildemente le pidió que no olvidase la vieja amistad, y que
preservase a su padre de la deshonra.»
Pizarra tranquilizó al joven:
— ¡No te preocupes, Diego! A tu padre no le sucederá nada, y
seremos amigos como antes.
Consolado con estas palabras y unos regalos, y acompañado de
Gómez de Alvarado y Juan de Rada, el joven Diego continuó ca­
mino de Lima donde, por orden de Pizarra, «debía ser considerado
como su propio hijo Gonzalo».
— ¡Es una hipocresía! — decían los almagristas. Porque a un
tiempo había decidido la muerte de Almagro.
La conducta de don Francisco no es inequívoca, eso es cierto.
Y no lo es en ningún sentido. No debemos aceptar sin ser corro­
borada la acusación de aquella animosidad, que luego llevó al ho­
micida a dar el golpe. Amigos del círculo allegado al gobernador,
entre ellos el posterior obispo de Quito, Garci Díaz, aseguran que
al marqués le sorprendió la noticia de la ejecución, y que en esto
Hernando no le había correspondido.
En el puente sobre el Apurimac, en Bancay, unos mensajeros
le comunicaron la trágica noticia. «Tras lo cual estuvo un buen
rato cabizbajo, y se le arrasaron en lágrimas los ojos...»
¿No cobijaría este pecho dos almas? ¿No estarían estrechamen­
te ligadas la ambición y la voluntad política en indecisa lucha con
la vieja amistad? El conjunto de relaciones causan la impresión
de que Hernando quiso excusarle a su hermano el tomar una de­
cisión de la que no le creía capaz. Se quisiera aquí sumarse a las
resignadas palabras de Herrera: «He dicho aquí..., lo que sobre

278
eso se ha escrito al rey, y se ha relatado de los participantes. Pero
no debo silenciar que, a un tiempo, otros relataron el hecho de
otra manera1. Porque, en tierras de Indias, entonces escribía cada
uno según su afecto, fuese bueno o malo.
A mediados de agosto, entfó Francisco Pizarra en la capital
andina; en todas partes, fue saludado con expresión de alivio;
porque, realmente, bajo su autoridad volvieron a reinar la confian­
za y el orden.
En la ciudad, no encontró a ninguno de sus hermanos. Gonzalo
se encontraba en la región de Charcas, y Hernando había salido
detrás de él, dadas las inquietantes noticias que de allí llega­
ban.
Ya aclarada la situación, regresó a Cuzco y habló con su hermano
del viaje a España, cuya fecha de salida hacía mucho que había ca­
ducado. Leemos que hubo tirantez entre los dos hermanos. Pero
don Francisco no disponía de otra persona mejor para represen­
tar sus intereses ante el rey. Por su parte, y con persuasión y apre­
mio, Hernando había elevado considerablemente la dádiva de oro
prometida al rey — así era la preocupación de esos «peruleros»
por su rey— ; pero también vio con gran desazón su presencia ante
los tribunales y ministerios reales. No sabía si el bermejo oro no
le alcanzaría para cubrir las manchas que de la sangre de Alma­
gro tenía en sus manos.
Dos hidalgos almagristas, Núñez del Mercado y Diego Gutié­
rrez, a quienes Almagro había entregado ocultamente sus esme­
raldas de grueso tamaño, habían zarpado rumbo a España y, ga­
nado la opinión pública durante el viaje, la cual nunca fue favo­
rable a la eficacia y encastillamiento de Pizarro.
Casi al tiempo que Hernando, emprendió viaje Diego de Alva-
rado, quien le había salvado la vida, y quien se convirtió en su
acusador y enemigo jurado después de la muerte de Almagro.
Volverán a encontrarse en los tribunales de Valladolid.
Hernando no se atreve a cruzar el istmo, pues teme que la Au­
diencia de Panamá lo meta en prisión. Sigue viaje a Méjico, de­
sembarca disimuladamente en Guatulco; pero es detenido en Oaxa-
ca. El virrey lo pone en libertad, porque no tiene orden de apri­
sionarlo y, por otro lado, el acusado se encuentra camino de Casti­
lla. (Sin duda, debió de dar aquel rodeo, preocupado también por
los piratas británicos que cruzaban los «puertos del oro» y ace­
chaban en las «rutas del oro».)
En la despedida de Cuzco, salió a luz un rasgo característico de
Hernando: su respeto al hermano mayor. Después de todas las
acaloradas pasiones, suscitadas por los sucesos, comprendía Her-
1. «A Pizarra se le echó en cera la muerte de Almagro, dicióndole que era una
crueldad. Porque el adelantado estuvo todo un mes en prisión, y si ól hubiera que-
rido, habría podido evitarla», escribe Ciesa, como eco de la vox populi.

279
nando que aún no se había puesto en escena el último acto del
drama.
Advierte a su hermano con tono suplicante:
—Me marcho a España. Pero todos nuestros bienes están, des­
pués de Dios, en la vida de vuesa merced. Debo decir que los «chi­
lenos» irán tomando alas, lo cual no habría que temer si me que­
dase aquí... Vuesa merced procure hacer amistad con ellos y ase­
gurarles una soldada que los satisfaga a los que lo deseen. Y los
que no, procurad no dejar juntos a más de una docena de ellos
en cincuenta leguas a la redonda. Procuraos una escolta. Enviad
al joven Almagro a España; si no, lo elegirán caudillo suyo, y os
darán muerte. Si sucediera así, se vería perjudicada mi misión
en España, y no quedaría ningún recuerdo de vuesa merced...
—Seguid vuestro camino — respondió el marqués, despreocu­
pado— , y dejaos de hablar de eso. Porque, al final, sus cabezas va­
len lo que las de los míos.
Hernando comprendía mejor los hombres y las pasiones huma­
nas que su hermano mayor.
Esta conversación tuvo por escenario el campo de batalla de
Guacavara, enfrente de Cuzco, donde se desarrollara la última es­
caramuza al entrar los castellanos en la capital inca. Los caballe­
ros acompañaron-hasta allí a Hernando. Los dos hermanos se die­
ron el último abrazo; luego, cada cual fue al encuentro de su
destino. Hernando comparecería ante la justicia real y tendría que
cumplir veinte años de prisión.

Las últimas fundaciones

A partir de este momento, Pizarra emplea toda su energía en


la exploración y colonización de su capitanía general, que ahora
ya no tiene límites territoriales.
El creciente número de colonos, que así se los puede llamar de
ahora en adelante, hizo necesaria una nueva división de bienes
raíces, lo cual el marqués encargó a su secretario Antonio Picado.
Amargamente se quejaba Pedro Pizarra de estos funcionarios.
Como es lógico, existía tirantez entre los antiguos y nuevos perua­
nos, porque, para hacer sitio a éstos, tenían aquéllos que ceder
antiguos destinos. Su conciencia de descubridores y conquistado­
res soportaba extremadamente mal tener que aceptar de un fun­
cionario de retaguardia lo que éste debía agradecerles a ellos. En
particular, los «chilenos» odiaban a Picado, al que descuartizaran
y cuya cabeza pusieron en la picota después del asesinato de Pi­
zarra.
Todo el apasionamiento de Pizarra estaba dedicado a crear un

280
nuevo orden en el país. En este sentido, no dejaba de maravillar
la energía del sexagenario y sus colaboradores. Ningún collado
les parecía demasiado alto ni demasiado profunda ninguna región
boscosa.
Una vez m is cabalgó hacia el país de los collas, y se detuvo un
tiempo donde luego surgiría La Paz (su nombre completo es Nues­
tra Señora de la Paz); allí, bajo el espejeante ventisquero del Illi-
mani, recibió los primeros colonos de Chuquisaca o Charcas. Por
mandato suyo, se fundó la colonia en 1538. Siete años después, se
descubría allí la mina de plata de Potosí, la m is rica del mundo.
Como Pizarra iba acompañado de muchos soldados y oficiales,
que se habían distinguido bajo su mando, procedió a fundar para
dios la primera Arequipa española, que Almagro había despre­
ciado.
Apenas había comenzado allí su trabajo cuando de Cuzco le
comunicaron que Manco buscaba una reconciliación; el anciano
ensilló de nuevo su cabalgadura y emprendió una marcha de qui­
nientos kilómetros por zonas desérticas y puertos cubiertos de
nieve hacia d valle de Urubamba, para luego verse burlado por d
inca1. En cierto modo, son comprensibles sus reacciones crueles.
Por tercera vez recorrió de vuelta el largo camino, para continuar
la fundación de Arequipa.
Por el vasto territorio del Tahuantinsuyu, se movían sus expe­
diciones: Gonzalo, por Charcas; Valdivia, por Chile; Benalcázar,
por el Ecuador, desde el Pacífico hasta el Atlántico, y Juan Pérez
de Guevara, por el alto Marañón.
Junto con sus principales, Francisco Pizarra colonizó en ocho
años más territorio que los incas en cuatro siglos.
A oídos d d marqués llegaron rumores de que Benalcázar pre­
tendía hacer de Q uito una gobernadón suya, por lo que llamó a
su hermano Gonzalo, que estaba en Bolivia, y lo envió como ad­
junto suyo a Q uito, con la misión de explorar los «bosques de ca­
nelos», de los cuales se había tenido noticia. Fue una aventura de
imprevistas penalidades.
Por el camino de regreso a la Ciudad de los Reyes, fundó San
Juan de la Victoria en el fértil paraje de Guamanga. Aquí, el
cronista introduce una notable glosa: «El importante río del lu­
gar se llama Vinaque. En sus márgenes surgen varias ruinas in­
cas; los indios creen que fueron edificadas por hombres blancos
y barbudos, mucho antes de los incas».
De este modo, el trabajo en las vastas regiones del Perú fue
distribuido entre los principales, convertidos ya en exploradores.
La llama de la insurrección se había extinguido, por la indiferencia
de los nativos que no consideraban suya la causa del inca. Esta-

1. H errera: vi , 6, 9.

281
ban acostumbrados a servir a señores; ahora, servían a los «vi­
racochas».
Don Francisco pudo regresar a su ciudad costeña.
Debido a su enorme trabajo, se había olvidado de las adver­
tencias de Hernando; tal vez era demasiado orgulloso, para te­
nerlas en cuenta. No se procuró una guardia personal. Los diri­
gentes almagristas continuaban inconciliables y permanecían agru­
pados en torno al joven Diego, a quien consideraban su caudillo. Se
encontraban en Lima cuando les parecía. Por su parte, Pizarra
se había alejado de sus fieles amigos y se consagraba a los planes
de la ciudad, a sus jardines y a pasatiempos. Se entretenía de buena
gana con cualquiera, fuese hidalgo, marino o molinero, en el juego
de los bolos.

Los «chilenos»

Gomara escribe que Pizarra sólo sabía mandar en la pelea.


Esto puede pasar por un desarrollo de particularidades. En con­
junto, poseía el espíritu de observación y de comprensión, como
lo demuestra la planificación de amplias miras de la futura ca­
pital del Perú. Su labor de colonización transcurre según la direc­
triz del Consejo de Indias. Pero cuando, en 1545, Cieza de León
encontró en todo el país frutos de España, una floreciente agri­
cultura y creciente ganadería, era debido a los méritos del gober­
nador don Francisco, que, antes de ser soldado, había sido labra­
dor en su juventud. Respecto al año 1541, leemos en Herrera: «Ya
se daban cosechas de trigo, centeno y otros frutos de Castilla. Se
disfrutaba de una agradable vida, que, según la opinión de todos,
fue perturbada por la imprudencia de Antonio Picado, quien con
su arrogancia, provocaba incesantemente a los «chilenos» y a otros
más». En realidad, los cultivos tenían ya superioridad sobre la
prospección de minas.
Pizarra se sirvió de sus propias manos para cultivar sus cam­
pos y fruteros, y puso las primeras piedras para la edificación de los
primeros edificios de sillería. Mandó construir dos aceñas, en
cuyos trabajos participó en sus ratos de ocio.
En peor situación se encontraban los viejos amigos de Alma­
gro. En su desaliento por los inabordables intentos de reconci­
liación de Pizarra, se unió un centenar de ellos en torno al joven
Diego. Habían llevado su asunto a los tribunales, y esperaban la
justicia del rey. Sus principales, Saavedra y Sotelo, decían que
era preferible pasar hambre a aceptar la ayuda del marqués.
Los tribunales tramitaban lentamente los asuntos. La gran dis­
tancia y los datos contradictorios demoraban el fallo, además de

282
que ya habían transcurrido dos años de la muerte de Almagro. Los
ingresos de los «chilenos» eran escasos; su tono era cada vez más
altivo y exigente. Ostentaban insolentemente su pobreza; tenían
una capa que se prestaban unos a otros, por lo que los llamaban
irónicamente «los caballeros de la capa»'. Diego de Almagro el
Mozo puso su casa a disposición de ellos, y les ayudaba con sus
ingresos. Rehusaban adquirir propiedades en el interior del país.
Diego, hijo de madre indígena panameña, acababa de cumplir
los veinte años de edad, y era joven distinguido, simpático y bien
instruido. Buen conocedor del castellano y del idioma materno,
era tenido por erudito. A sus rudos amigos les entusiasmaba el
dominio que tenía de la equitación. Si este atrayente mestizo hu­
biera tenido consejeros juiciosos, habría podido llegar a ser una
relevante personalidad en la segunda etapa de Hispanoamérica.
La espera se hacía larga, las pláticas eran acaloradas y san­
grientos los planes de venganza. Los almagristas manifestaban pú­
blicamente su enemistad con el gobernador, y hasta le negaban el
saludo.
Pizarra no tomaba en serio sus planes de venganza, ni aun al
enterarse de que se procuraban armas. Una mañana, de la picota
de la ciudad aparecieron colgados tres dogales y puestos en direc­
ción de la casa del marqués, de la del aleude y de la del secretario
Picado, respectivamente.
—Están vencidos y perdidos —dijo don Francisco— ; por eso
hacen estas cosas.
No obstante, invitó al caudillo de los almagristas, Juan de Rada,
a su casa. El capitán y sus amigos temieron lo peor. Pero se tran­
quilizó al ser recibido por el marqués en su frutedo, donde estaba
entretenido con sus naranjos.
— ¿Qué os sucede, Juan de Rada? Se dice que vos compráis
armas para matarme, es cierto?
—La verdad es que me he comprado una armadura, para de­
fenderme — contestó el capitán, impulsivo.
—Y, ¿qué os mueve a comprar más armas de lo corriente?
Sañudo e irritado, el visitante contestó:
— Los rumores de que vuesa merced reúne lanzas para matar­
nos a todos nosotros... ¡Sí! ¡Llevad vuestro golpe hasta el final!
Después de haber empezado con la cabeza, no veo por qué de­
béis deteneros ante los pies. También se dice que queréis dar
muerte al justicia que envía el rey... ¡Si queréis dar muerte a los
«chilenos», no hace al caso! Poned a disposición del joven Diego
un barco, y yo me iré con él a donde nos lleve la suerte... 1

1. Se m u mis bien de una demostración de pobreza ante Pizano, pues mucho»


de ellos disponían de cabalgadura, armas valiosas y medios para poder enviar una
representación a Vaca de Castro.

283
El diálogo ponía de manifiesto el estado de excitación de los
Almagristas.
— ¿Quién os ha contado tan canallesca ruindad? —objetó Pi-
zarro, incomodado— . Deseo tanto como vos la llegada del justicia.
Según me han informado mis pilotos, su carabela se encuen­
tra ya en la desembocadura del río San Juan. Si en Panamá hu­
biese embarcado en mi barco, como se le dijo que lo hiciese, ya
podría estar aquí. Y en lo que respecta a las armas, pude conven­
cerme la última vez que salí de cacería de que mi gente no tiene
lanzas, como vos decís... Dios quiera, Juan de Rada, que el jus­
ticia llegue cuanto antes y encuentre un arreglo para este asun­
to. ¡Y que Dios ayude a la verdad!
— ¡Por Dios, señor, he pedido prestados quinientos pesos para
adquirir mi armadura y armas! — respondió De Rada, algo más
tranquilo— . Por eso llevo la armadura, para evitar que alguien in­
tente matarme.
—No quiera Dios, Juan de Rada, venírseme a las mientes tal
cosa — insistió el marqués, para terminar amistosamente la con­
versación.
Cuando el capitán se disponía a dar la vuelta para marcharse, un
tal Valdesillo, que servía de bufón al gobernador, le dijo a éste:
— ¿Por qué no le ofrecéis un par de naranjas?
—Tienes razón — contestó Pizarra, con buen humor. Cogió seis
naranjas, las primeras que estaban en sazón en su frutedo, y se las
ofreció al visitante.
Un magnífico gesto. De Rada le besó la mano y se marchó.
18
CUMULO DE PASIONES

El aire de la meseta..., se dice, por consiguien­


te, que mueve el espíritu heroico de Castilla; pero
no se debe silenciar que también el mayor nú­
mero de nuestros delitos pasionales tienen su ori­
gen en la atmósfera de la meseta.

O rtega y G asset

La llegada de Vaca de Castro

¿Dónde se encuentra el justicia del rey?


Sobre el 8 de julio de 1540, la Corona nombró al licenciado
Cristóbal Vaca de Castro oidor de la Audiencia de Panamá, adon­
de ¡legó a mediados de agosto con instrucciones que parecían apro­
piadas para restablecer la paz y la justicia en el Perú.
Debía inspeccionar con el marqués la asignación de tierras, pro­
curar justicia a los «chilenos» e intentar la protección de los in­
dios contra los saqueadores españoles. Debía poner especial aten­
ción respecto al inca Paullu, a la estirpe de Huayna Cápac y a
la de Atahualpa, procurarles unos ingresos adecuados a su dig­
nidad.
En el puerto de Panamá estaba anclado un galeón de Pizarro.
Mas el oidor vaciló en servirse de dicha embarcación, y decidió no
hacerlo para que no diese lugar a dudas su justa imparcialidad.
Esta medida demoró su llegada, demora que ocasionó la ca­
tástrofe.
Vaca de Castro navegaba con tres carabelas. Parece que siguió
la ruta de los primeros viajes de exploración. Luego, tras haber
tocado en la isla del Gallo y de la Gorgona, un temporal dispersó
la flotilla. La embarcación en que iba Vaca de Castro navegó al
garete hasta la costa, donde él y los demás pasajeros, que por
poco naufragan, pasaron unas semanas de hambre.
Las otras dos carabelas arribaron a la Ciudad de los Reyes, e
hicieron aumentar la agitación con sus vagas manifestaciones so­
bre los plenos poderes de Vaca de Castro y su incierto destino.
Los rumores corrían de un sitio a otro cual tenebrosas sombras.
El gobernador tenía desazonada la conciencia por la espera del
oidor, que no había querido hacer el viaje en su galeón, y por la
carta que Hernando le enviaba de la Corte en la que decía que
Vaca de Castro iba como amigo; ello lo tenía inquieto. Creyó
oportuno enviar su camarero Alonso de Cabrera al encuentro del

285
oidor, para lo cual procuró que éste encontrase bien surtidos los
tambos y descansaderos del norte del país.
En el bando de los «chilenos», la excitación alcanzó su máximo
exponente. Se decía que Pizarra había sobornado al oidor; que
había enviado dos hidalgos vestidos de luto a Piura, para exponer
sus quejas al justicia real en cuanto desembarcase. Faltaba poco
para que perdieran el resto de sensatez en el preciso momento en
que debían esperar justicia. Picado, secretario de Pizarra, aportó
lo suyo a este asunto: había adoptado una actitud provocativa, y,
vestido con valioso jubón guarnecido de bordados de plata, y mon­
tado en cabalgadura con guarniciones plateadas, se exhibía ante
la hambrienta fortaleza de los «chilenos», lo cual originó que és­
tos recorriesen en grupos la ciudad y comprasen armas.
Se pasaban horas enteras aconsejándose, tomando decisiones y
revocándolas de nuevo. Al fin, acordaron dar muerte al marqués
en la festividad de San Juan. Pero una vez más vacilaron ante el
consejo del capitán Sotelo, quien les dijo:
— Sé de cierto que Pizarra ha rehusado una propuesta hecha
con el fin de desterrarnos.
En aquellos días, no se notaban muestras de temor en el com­
portamiento de Pizarra. Si se hubiera preocupado por los planes
que imputaban a los conspiradores, hubiese tenido la oportunidad
de llevar ante la justicia un caso de convicta alta traición. Pero
hizo lo contrario. Cuando oía hablar de que los «chilenos» inten­
taban dar muerte al apu machu, lo cual se comentaba en el mer­
cado indígena, y un huacamayoc indio debía haberse enterado de
lo mismo por un oráculo, se reía despreocupadamente de estos
cuentos indios. Y cuando Picado le comunicó, alborotado, que un
clérigo se había enterado por un conspirador que atentarían con­
tra su vida al dirigirse a la iglesia, respondió:
— Uno quiere que lo hagan obispo, y el otro que le regalen un
caballo. Os digo, Picado, que sus cabezas valen por la mía1.
«Hubiera sido más sensato — escribe Pedro— que se hubiese
rodeado de cincuenta hombres de confianza, como se le ofrecie­
ron muchos.»
Así mismo pensaba el licenciado Benito Suárez, quien aconsejó
al gobernador que montase una guardia de protección; además,
consideró oportuno advertirle de los disparatados propósitos de
De Rada.
Pizarra no hizo caso de aquel buen consejo.
Cuando, el sábado por la noche, se hubo acostado, se personó

1. Pedio Pizarra (y de modo parecido, Oviedo) escribe que el clérigo lo supo en


confesión, lo cual no es probable; si bien el intranquilo conspirador pudo haber
pedido consejo al director espiritual o, mejor dicho, haber descargado su conciencia
dando noticia de ello; porque atentar contra un gobernador, no era un suceso que se
diese lodos loa días.

286
un paje de confianza y le comunicó que por la ciudad corrían ru­
mores sobre un atentado a la hora de ir a la misa del alba.
— ¡Déjame tranquilo, mozo! — respondió el marqués, enojado.
Pero, al ser de nuevo advertido el domingo por la mañana, deci­
dió cancelar su asistencia a la iglesia por una misa en casa, y
mandó comunicar al alcalde doctor Velázquez que, por la tarde,
fuesen reducidos los cabecillas «chilenos» a prisión.
Los almagristas tenían ya encendida la mecha en el barril de
la pólvora, desde que habían sido advertidos por Benito Suárez.
La casa de Almagro estaba al lado de la iglesia. De Rada había
convertido su habitación en un arsenal. Durante la noche estu­
vieron reunidos los conspiradores, preparando el atentado. Mas,
por la mañana, se dijo que el marqués no ¡ría a la iglesia. Con
profundo desconcierto ya se había pensado en abandonar sigilo­
samente la casa y negar todo cuanto se refiriese a la conspiración;
pero se presentó Pedro de Santillán, uno de los conspiradores,
y, con expresión de horror en el rostro, exclamó:
— Pero, ¿vaciláis todavía? ¡Alonso Riquelme ha dicho que dentro
de dos horas el marqués hará que nos descuarticen!
Una noticia que, originada por el pánico, cayó en una infla­
mable masa de pasiones, odio y amargura.

El roble es derribado por la tempestad

...G ive me that man,


Thal is not passion's
core, ay, in m y beart
o f beart.

W. S hakespeare : Hamlet

La noticia era falsa; pero con ella resultaba ya inevitable el


atentado contra el marqués. Se encontraban una docena de «hom­
bres, firmes y a cual más decidido, capaces de llevar a efecto
el audaz hecho». Juan de Rada tomó el mando, y les dijo a sus
amigos:
— Señores, si ahora damos muerte con fortaleza y tino al mar­
qués, como hemos decidido, vengaremos la muerte del adelanta­
do... y recibiremos en estas tierras la recompensa por nuestros
servicios prestados al rey. Si no, como sabemos, nuestras cabezas
serán ensartadas en estacas y expuestas en la plaza. Que cada
uno piense lo que le va en este asunto.
Se vigiló la casa del marqués y, como se esperaba lo mismo por
parte del alcalde, se decidió estarse quieto y oculto. Desde la casa

287
de Diego, se hizo con una sabanilla la seña convenida a los «chile­
nos» que, en número de doscientos, esperaban en la ciudad para
entrar en acción.
Hacia mediodía, la hora más tranquila del d(a, la mesnada
salió a la calle con corazas, alabardas, dos ballestas y un arcabuz,
y corrió al asalto del palacio del gobernador, gritando:
— ¡Viva el rey! ¡Mueran los tiranos!
Pronto aparecieron detrás de los asaltantes grupos de cómpli­
ces, tras los cuales iba García de Alvarado para cubrir sus es­
paldas.
El palacio de Pizarra, con dos patios, estaba sólidamente cons­
truido y tenía una recia puerta, fácil de atrancar y defender. Pero
no se pensó en nada de eso.
El marqués estaba reunido conversando amistosamente con va­
rias personas, que se habían reunido en su palacio para oír la
misa del alba. Herrera da sus nombres. De pronto, se oyó por la
casa el alterado grito de advertencia de un paje:
— ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Se acercan los «chilenos» para
dar muerte al marqués mi señor!
Con no menos alteración, los circunstantes se asomaron a la
escalera para ver qué pasaba. Y oyeron las voces de «¡Mueran
los tiranos!» Los confabulados ya habían ocupado el primer patio,
acuchillado a los dos sirvientes que en él había, y corrían al asal­
to hacia la escalera.
Entre la desarmada compañía del marqués cundió el pánico.
Cada uno buscó la huida. El alcalde, que le había asegurado el
día anterior al marqués que, mientras tuviese el bastón en sus
manos, podía dormir tranquilo, se tiró por una ventana al veigel.
Sólo algunos se quedaron al lado del gobernador, de los cuales
la mayoría fueron cogidos antes de poder reaccionar.
El anciano Pizarra dio muestras de su peculiar serenidad ante
el peligro. Con los pajes Vargas y Cardona, cuyos nombres mere­
cieron ser incluidos en la crónica, el caballero Gómez de Luna y
su fiel hermano uterino Francisco Martínez de Alcántara, se retiró
a su aposento, para armarse, y le dijo a Francisco de Chávez:
— ¡Señor Chávez, cerrad la puerta de la sala, y protegedme
mientras me armo!
E l marqués se quitó su holgado y purpúreo vestido de fiesta,
se puso la armadura, cogió la espada que lo había acompañado du­
rante la conquista, y le habló como quien habla a un amigo:
— ¡Ven acá, mi buena espada, compañera de mis peleas!
Entretanto, los conjurados, al frente de los cuales iba Juan
de Rada, habían alcanzado ya el pasillo superior, gritando furio­
samente:
— ¡Feliz día este en que Almagro sabe que tiene amigos capaces
de vengar su muerte!

288
En aquel momento, fuese por aturdimiento o, como opina
Pedro Pizarra, con el cobarde propósito de salvar su vida, abrió
Francisco de Chávez la puerta, que d mismo había cerrado:
— ¿Qué significa eso, señores...? ¡No perdáis el seso!
Pero no había tiempo para hablar. Una estocada le atravesó
la garganta. Martínez de Alcántara defendía el umbral de la estan­
cia, donde estaba su hermano, a cuyo interior se retiró al ver per­
dida la puerta.
En dicho umbral, apareció don Francisco, y les dijo a los ata­
cantes:
— ¡Traidores! ¡Qué deshonra es esa! ¿Por qué queréis matarme?
A su lado luchaban valientemente los pajes Vargas y Cardona,
los cuales cayeron en la ludia. Gómez de Luna resultó gravemen­
te herido. Martínez de Alcántara, hermano del marqués, cayó
muerto. Solo, señero e invencible, defendía el anciano la entrada
a la estancia. De Rada empujó a su propio camarada Narváez
sobre la espada de Pizarra; mientras éste se liberaba del caído, los
demás se le echaron encuna. Sangrando por las muchas estocadas
recibidas, Francisco Pizarra se desplomó al suelo; las armas se
le cayeron de las manos. Pidió un confesor; pero tampoco había
tiempo para ello. Entonces evocó el nombre de Cristo, trazó con
sus ensangrentados dedos una cruz en el sudo y la besó.
Así falledó don Francisco, junto con süs últimos y buenos ami­
gos, bajo la rompiente d d odio de sus enemigos.
Sucedió media hora antes d d ángelus del 26 de junio de 1541.
Cuando los personajes importantes acudieron alarmados ante la
casa del gobernador, para prestarle ayuda, se enteraron de que éste
había sido muerto. Confusos y conmovidos se retiraron a sus mora­
das. La G udad de los Reyes quedaba en manos de los almagristas.
El silendo y d horror invadieron los domicilios de sus habitantes.
Los ruegos del obispo G a ra Díaz le evitaron al cadáver la ven­
ganza de sus asesinos, que evidentemente querían exponerlo y
deshonrarlo públicamente. Con la venia del joven Diego, fue lle­
vado por el administrador d d erario municipal Juan de Barbarán,
su esposa, d secretario Pedro López, y dos negros, a la iglesia;
allí, lo amortajaron con un lienzo blanco y le dieron sepultura en
una tumba excavada apresuradamente; lo hicieron con tanto apre­
mio, que apenas les dio tiempo a ponerle la capa de caballero de
la orden de Santiago, pues se temía que los «chilenos» exigiesen
su cabeza para ponerla en la picota de la plaza. Días después,
Barbarán encargó se le dijese un réquiem.
«Así murió el célebre entre célebres don Francisco Pizarra, que
enriquedó y engrandeció a España y al mundo con las riquezas
del imperio por d conquistado»1.
I. Esto es lo que comenta Gom an. En cambio» Oviedo no oculta su satisfacción:
«Con ello, acabó este marqués y m marquesado». Sí; el odio de Oviedo va m is alié

289
Su sepulcro está en el atrio de la catedral de Lima, sobre el
cual descansa un entristecido león de mármol blanco.
Ante la catedral se alza una broncínea estatua ecuestre que
conmemora su obra. O tra igual se encuentra enfrente de la iglesia
de San Martín en el extremeño Trujillo, su ciudad natal.
El monumento que él mismo se erigió, es Lima, la Reina del
Pacífico.

El puente de la justicia

Don Francisco cayó cuando había alcanzado la cumbre de sus


sueños. El trasijado zagal de La Zarza había recorrido millares
de leguas de audaz, difícil y penoso camino hasta llegar a ella.
Con la reciedumbre de un roble, soportó y superó el hambre y
el agotamiento, y la ferocidad del hombre y de la naturaleza. Se
forjó un nombre y logró para éste el realce de un escudo de armas.
Como gobernador del rey Carlos, dispuso de miles de leguas de
territorio, desde La Plata (Sucre) al sur, hasta Cartagena al norte,
como no dispusiera el inca. Dos mujeres de la nobleza inca le
dieron dos hijos y una hija. Los dos varones murieron en edad
temprana. La hija Francisca casó con su tío Hernando en Espa­
ña, y sus hijos heredaron el título de marqueses de la Conquista.
Lo alcanzó el acero cuando esperaba la llegada de la justicia
del rey. No sólo su enemigo Oviedo; también sus contemporáneos
consideraron su muerte como el fallo de la suprema justicia, ini­
ciado en Cajamarca.
De sus hermanos, Juan había caído en la fortaleza de Sacsay-
huaman. Su fiel hermano uterino Francisco Martínez de Alcán­
tara, caballero labrador, cayó luchando a su lado. Por aquella
fecha, Hernando compareció ante los tribunales reales.
Queda todavía el joven e impetuoso Gonzalo, que, cual un héroe,
explora las alejadas montañas y selvas del Amazonas. Le espera
un destino mucho más cruel.
Almagro había tenido con anterioridad un trágico fin.
Fray Vicente de Valverde se encontraba en su obispado de
Cuzco durante los sangrientos sucesos. Salió apresuradamente ha­
cia la Ciudad de los Reyes, para proteger a su amenazado hermano
político Vázquez. Con otros, consiguió zarpar en un barco rumbo
al norte. Su pequeña embarbación arribó a la isla de Puná, desem­
barcaron, cayeron en una emboscada de los indios y fueron cruel­
mente asesinados; entre ellos, se encontraba aquel tal Valdesillo,

de la muerte; tamo es asi, que hasta niega que Francisco Pizorro tuviese que ver coa
la estirpe de los Pizarra, de Trujillo. Oviedo: Hiaoria genera/, x u x , 6.

290
que le había dado al marqués el complaciente consejo de ofrecerle
las primeras naranjas de su vergel a Juan de Rada.
¿Y Felipillo, el intrigante y taimado intérprete o simiyachic
(maestro del habla)? Contra él ya había sido cumplida la sentencia
por Almagro, en Chile.

La persona de Francisco Pizarro

Así el vivir nos mata, que la muerte nos torna


a dar la vida.

C ervantes : El ingenioso hidalgo


Don Quijote de la Mancha

El aislamiento, la extrañeza y la inaccesibilidad a todos, es


peculiar en Francisco Pizarro. También al rebuscador de fuentes
de información se le ofrece extraño, difícil de comprender y con
un criterio contradictorio.
Al morir tenía tan pocos amigos, que bastaban los dedos de
una mano para contarlos: su hermano uterino y su esposa doña
Inés Muñoz de Alcántara, que públicamente osó acusar de tiranos
a los homicidas; los dos pajes, que habían caído luchando a su
lado; Juan Barbarán y su esposa; y su capellán castrense Martín
G aró Díaz, designado obispo de Quito.
Almagro tenía más amigos. ¿Era noble? Era más humilde. Sol­
dado entre soldados; por eso, su gente lo consideraba su igual.
Pizarro tenía una extraña tendencia a la grandeza. Cuanto más iba
desarrollándose, mayor era la inquietud entre un constantemente
oculto a la vez que verdadero humanismo y un poderoso e impla­
cable apasionamiento político, para cuyo instrumento también ma­
nejaba la espada, aunque nunca usó de ella más de lo necesario.
Hizo derramar mucha menos sangre que otros grandes conquis­
tadores; también son menores en él los casos de crueldad, y, si se
dan algunos, es por motivos políticos. Los anales de los destacados
contemporáneos suyos muestran grandes manchas de sangre; pero
a ninguno de ellos se le hizo una crónica tan desfavorable como a
él, de suerte que se ha acostumbrado considerarldo como el proto­
tipo del conquistador sanguinario.
En él encontramos rasgos inigualablemente contradictorios: en­
trega el inca Atahualpa al verdugo; por otro lado salva a nado un
servidor indio, arrastrado por la impetuosa corriente de un cauce
de la montaña. Cuando sus segundos intentan detenerlo para que
no arriesgue su vida por un indio, les dice:
—No sabéis lo que representa estar satisfecho de un criado.

291
La vida le enseñó a ser duro. También fueron duras su infancia
y su adolescencia, cuando tuvo que aprender a dominar la tierra
con la fuerza de sus brazos y el aguante de sus piernas. Fue duro
no verse reconocido por su estirpe, a la que él estaba orgulloso de
pertenecer. Al hacer el testamento, tuvo para él más importancia
el nombre de su padre que el título nobiliario concedido por el
rey. Mandó erigir una iglesia en Trujillo «muy cerca de la casa
de mi padre y señor, el capitán Gonzalo Pizarro». Fue duro el ser­
vido de simple soldado bajo el mando de Ojeda, Balboa y Pedra­
das, donde aprendió lo poco que significaba la fortuna y lo mucho
que supone cuando el hombre tiene el temple acerado como la
hoja de la espada.
— ¡Lo que no podáis hacer con las manos, hacedlo con los dien­
tes! —les d ed a a sus soldados.
Su vida fue aún más dura cuando tuvo que estar bajo el mando
de su voluntad. Nunca dejó abandonado a ninguno de sus subordi­
nados; cuidaba de ellos como un padre, y llevaba a cuestas los
enfermos o heridos al cruzar un río. Pero supo subordinar la deli­
cadeza de sentimientos humanos cuando el férreo apremio del mo­
mento lo exigía. Asi lo hizo al pronunciar sentencia contra Atahual-
pa. ¿Sería pura hipocresía cuando limó tras haberla pronunciado,
según cuenta Pedro? ¿O cuando se quedaba sumergido en una
desatada conmoción al oír hablar de ú muerte de sus amigos y
rivales?
Su sobrino Pedro nos lo describe así: «Fue un hombre de hon­
da religiosidad, y muy celoso en el servicio a Su Majestad. Era
alto, enjuto de carnes, y tenía un rostro expresivo; valeroso, des­
pabilado, activo y fiel... Si alguno le pedía algo, tenía la costumbre
de decir ”no”, por temor a no poder luego cumplir su palabra...
Sin embargo, concedía lo que se le pedía, siempre y cuando lo
permitiesen las circunstancias...»
Pizarro no le daba importancia al oro, una vez lo poseía. No
ansiaba el poder sobre los hombres y el país más de lo necesario
para sus planes. En esto fue un visionario como los místicos, pin­
tores y poetas del Siglo de Oro. La visión precede a la obra y la
sobrevive.
Pizarro no se sumerge en el disfrute de la riqueza. «Es come­
dido en el comer y beber, y suele empezar su jomada una hora
antes del amanecer.»
El país es su misión. En esto supera con creces a Almagro. Los
dos se asemejan a Don Quijote y a Sancho Panza. «¿Y qué tienen
que ver los Sancho con los Quijote?», se pregunta Sancho Panza.
Almagro se aferra a Cuzco. Pizarro cabalga luego por las cumbres
de las cordilleras hacia Chuquiyapu (La Paz), y funda Arequipa.
Traza el cuadrilátero de la futura ciudad, que él ya ve en su ima­
ginación antes de que se haya edificado, y manda construir molinos

292
para moler el trigo castellano que crece en los campos peruanos.
Pone los cimientos de la venidera nación, y demarca sus fronteras.
El trabajo le complace; su vestido encaja con su actividad. Sólo
viste jubón de terciopelo, que su primo Cortés le ha enviado de
Méjico, para ir a la iglesia. Comúnmente lleva chupa de paño negro,
botas de piel de ciervo blanca, sombrero blanco, y ciñe daga y es­
pada a usanza antigua.
Supo valorar al hombre sencillo, si apreciaba en él alguna valía.
En su pasatiempo con el juego de bolos, no le preocupaba entre­
tenerse con un hidalgo o marinero. A un soldado le prometió rega­
larle un «ladrillo de oto»; pero tenía que pasar a recogerlo por la
pista de juego. Para que nadie se diese cuenta de ello, Pizarro
llevaba debajo de la chupa dos kilogramos de oro en lingotes;
como el soldado no acudió a la hora, el gobernador tuvo que estar
todo el tiempo de juego con el peso del metal precioso encima.
Al fin, se presentó el soldado en cuestión, y Pizarro le dijo que
hubiese preferido regalarle otro «ladrillo» más a tener que pasarse
tres horas con aquel peso debajo de su vestido con el calor que
hada.
En su testamento legó una considerable cantidad a los hospi­
tales de Lima y de Panamá, para que atendiesen a los enfermos
pobres, asimismo legó a su secretario, a su escudero y a su criado,
y le dejó a un negro una parcela de sus tierras. Y como testó una
misa anual para el alma de su padre, también lo hizo para «algunos
menesterosos que murieron en la participación de mis descubri­
mientos, y para todos los indios convertidos al cristianismo que
fallecieron prestando servicios en mi casa.»1
En esto se revela el corazón de un hombre.
Parece totalmente insólita la postura de este hombre, de hechos
y de lucha, ante las amenazas de los «chilenas». Ninguna adverten­
cia pudo despertar en él la desconfianza. Se quedó desarmado al
dispersar sus tropas por el país. En Oviedo, enemigo suyo, leemos
el siguiente episodio:
«Juan de Rada, que maneja a don Diego, y que, ahora, es el

1. El testamento de P ia n o fue notificado el 12 de folio de 154!, ante el nuevo


alcalde de la Ciudad de los Reyes, y en presencia de dofia Inés Mufiaz de Alcántara
y de Gonzalo Pizarro, a su hijo menor de edad.
Estaba Tediado el 5 de julio de 1537, y fue reconocida tu valides por el Consejo
de Indias, adonde habla llegado por manos de Hernando P ia n o . Una cláusula espe­
cial, a favor de Almagro, merece aer advertida, porque tonetpoode a la probidad de
Pisano: el 14 de enero de 1535, loa dos hablan concertado una comunidad de bienes,
en Pecharámac. P ia n o disponía Que Almagro serla justamente tenido en cuenta. Si
Almagro lo deseaba, podía reclamar la relinda de su activo, el cual le seria devuelto...
«sin pleito ni contienda alguna». «Perqué ál (Almagro) coooce carram ente mi vida
y mis poderes, y podría suceder que yo me olvidase de uno u otro asunto... A mil
lernanns Ies niego y exijo <gse respeten a don Diego, con» han respetado mi per­
sona...»
Francisco P ia n o no podía am pos u n e can mayar honrades en el documento de su
última voluntad.
Conf. Ba u b n b c iiea : El teUemento Je Freacisco Pixerro.

293
caudillo, supo que al marqués le habían enterado de que tenía pla­
neado atentar contra la vida de éste. Inmediatamente se personó
en casa de él, y, con hipocresía, le dijo:
»— Señor, he oído que a vuesa merced le han contado que pienso
daros muerte. Si lo creéis, desterradnos ahora mismo de estas
tierras...
»E1 marqués afirmó enérgico:
»— Señor Juan de Rada, por la capa de caballero de Santiago,
que me lo han dicho muchas veces, y yo nunca lo he creído...
Ayer mismo, volvieron, a través de un clérigo... Pero yo respondí
tanto al uno como al otro que os dejasen en paz...»1
Eso no es la desconfianza de un tirano. La confianza dejó abier­
ta la puerta a los homicidas; la confianza de un hombre tan ab­
sorbido por el trabajo que no tenía tiempo de preocuparse por su
persona.

La tragedia de un joven mestizo

El dominio de los «chilenos» fue breve y deslucido.


Atentar contra el marqués fue un desatinado acto de violencia
cometido en la persona del gobernador del rey. Vaca de Castro
tuvo noticia de ello en Cali, desde donde se había puesto en con­
tacto con Quito. Las circunstancias hicieron variar el cometido de
su misión: en lugar de administrar justicia, tuvo que restablecerla;
pero no disponía de fuerzas para hacerlo. Por consiguiente, empren­
dió el penoso camino a la capital de El Ecuador. De nuevo, cayeron
muchos españoles por el hambre, la selva y el clima. Vaca de Cas­
tro enfermó de gravedad; en Q uito, creyó poder recibir suficientes
refuerzos de Benalcázar, Lorenzo de Aldana, Gonzalo Pizarro y de
otros principales, para hacer frente a los usurpadores.
En el Perú se disiparon los espectros. Se formó un frente antial-
magrista al mando de Alonso de Alvarado, en el norte; otro al del
capitán Holguín, en Cuzco, y un tercero en Arequipa, al sur, adonde
había arribado el primer barco por la ruta del estrecho de Maga­
llanes, por aquellas fechas*.
En Lima, Diego el Mozo cabalgaba con altivez por la ciudad;
había elegido una nueva administración, y fijado su residencia en12

1. O viedo: xlviii , 3 y 6. donde relata el asesinato de Pizarro.


2. El barco, mandado por el capílin Atonto de Camargo habla realizado el primer
viaje Esparta-«trecho de Magallanes-Perú. De las tret naves que hablan intentado
seguir por ella ruta, solamente la capitana consiguió arribar a su destino. Una segunda
embarcación tuvo que regresar a La Plata. La flotilla corría a cargo de Gutiérrez de
Vargas, obispo de Plasencia. Se intentaba evitar el transporte por el istmo de Panamá,
costoso y peligroso a causa de los piratas ingleses. Después de « te fracaso, se procedió
a construir el puerto de Nombre de Dios.

294
el palacio de Pizarra. No eran de los mejores los elementos que
ahora engrosaban sus huestes. No tardaron en producirse sangrien­
tas rivalidades entre sus partidarios, la víctima más sobresaliente
de los cuales fue el orgulloso Francisco de Chávez que cayó muerto
de una estocada por Juan de Rada. En la ciudad se produjeron
saqueos, encarcelamientos y ejecuciones. Ya hemos hablado de la
suerte de Picado.
Doña Inés Muñoz de Alcántara fue recluida con los hijos de
Pizarra en un barco.
Los nuevos señores no se sentían satisfechos en su situación de
rebeldes al rey; por eso proclamaban a los cuatro vientos su leal­
tad a la Corona, creyendo que con el tiempo serían comprendidos
y perdonados. Algunos proponían la detención del oidor para dejar
sin mando a sus enemigos.
Aconsejado por Juan de Rada, salió Diego de la Ciudad de los
Reyes, con el fin de ocupar el fuerte bastión de Cuzco ante el
avance de Vaca de Castro. Por el camino, enfermó De Rada y
murió en Jauja; con ello, perdió Diegó su más fiel amigo.
Cristóbal Vaca de Castro, que, entre sus papeles, llevaba un
documento secreto según el cual estaba autorizado para hacerse
cargo de la gobernación, caso de que Pizarra falleciese, hizo un
llamamiento en todo el país para que se obedeciese la autoridad
del rey, y despertó el espíritu de oposición a los «chilenos» en
todas partes. Ya algunos de los viejos amigos de Almagro buscaban
encubiertamente el camino hacia el oidor.
El joven Diego no tuvo suerte con sus segundos. Tras la muerte
de De Rada, encargó el mando de las tropas a Cristóbal de Sotelo,
que murió acuchillado por García de Alvarado en una reyerta pro­
vocada por envidias. No lo suficientemente fuerte para castigar
públicamente aquel hecho, Diego le preparó a Alvarado una embos­
cada y le hizo dar muerte en su casa. De esta manera perdió en
poco tiempo sus caudillos más eficaces; mientras, Vaca de Castro
avanzaba por Lima, cuya población se había sumado voluntaria­
mente a él, hacia Jauja. El único aliado fiel fue el inca Paullu, que
proporcionaba el servicio de información y el de suministros. Desde
su puesto de observación de Videos, observaba el inca Manco las
discordias entre los españoles, y esperaba que su destino diese un
cambio.
Vaca de Castro, que disponía de trescientos jinetes y cuatro­
cientos infantes, buscó primeramente el camino de la negociación.
Pero Diego recibió muy mal a sus parlamentarios, y dijo que sólo
licenciaría sus tropas si recibía el perdón y el reconocimiento de
la gobernación de su padre firmado por el rey. Por lo tanto, «el
único recurso era hacer la justicia con las armas».
Como comandante en jefe de las tropas del oidor aparece un
nuevo nombre, que oiremos sonar junto con el de Gonzalo Pizarra

295
en las montañas del Perú: Francisco de Carbajal, antiguo y pro­
bado oficial en las campañas de Italia.
Unas leguas antes de llegar a Guamanga, estaban enfrentados
los dos ejércitos en un estado de enorme enfurecimiento; el bando
de don Diego lucía galones blancos, y el de Vaca de Castro, rojos.
Los seguidores de Diego sabían que tenían la cabeza perdida si
eran derrotados.
El acertado mando de Carbajal sorteaba hábilmente el fuego
de las dieciséis culebrinas que mandaba Pedro de Candía; los dis­
paros de dichas piezas pasaban por encima de las cabezas de los
atacantes, pues su corazón hubiese querido hacer fuego desde el
bando contrario. Don Diego barruntó que se trataba de una trai­
ción, por lo que de una estocada dejó al anciano capitán muerto
en el sitio. Así acabó sus días Pedro de Candía, el cretense, el últi­
mo que quedaba de los trece de la isla del Gallo, el héroe de
Tumbes y artillero de Cajamarca, el fiel camarada de Francisco
Pizarra.
El encuentro fue sangriento en extremo. Al ponerse el sol, la
victoria se inclinaba al lado de los estandartes reales. Aún seguía
inexpugnable el flanco del joven Diego; pero cedió cuando Vaca
de Castro, montado en un corcel bayo y luciendo brocado blanco
sobre su camisote, se lanzó al ataque con treinta de sus mejores
jinetes. El frente de los «chilenos» se desmoronó. Los cabecillas,
que desdeñaban la huida, se lanzaron entre los vencedores con el
provocativo grito de «¡A nosotros! ¡Somos los que matamos al
marqués!», hasta que encontraron la muerte despedazados por las
espadas y lanzas.
Don Diego huyó en compañía del capitán Diego Méndez a Cuzco.
Pero los vencidos se quedan sin amigos: cuando intentaba escapar
hacia el inca Manco, amigo de su padre, fue hecho preso por su
propio abanderado Rodrigo de Salazar. Sólo el capitán Méndez
pudo huir a donde estaba el inca.
Así finalizó la sangrienta batalla entre los españoles en el valle
de Chupas, donde cayeron trescientos hombres; entre ellos yacían
Pedro de Holguln y Gómez de Tordoya, que se habían puesto uni­
forme de gala blanco en honor de Pizarra, lo cual había sido un
certero blanco para los tiradores.
En las elevaciones, aparecieron de nuevo sentados centenares
de indios. Unos lloraban y gemían por el triste fin de sus señores;
otros contemplaban enmudecidos aquel drama que no llegaban a
entender. Tras haberse retirado los combatientes, descendieron al
valle y despojaron a los caídos y dieron muerte a los grupos dis­
persos.
Sobre el prisionero caudillo de los «chilenos» cayó todo el peso
de la ley contra la alta traición. El rigor de Vaca de Castro fue
motivo de recriminaciones. Pero el oidor creyó que era el único

296
modo de restablecer la paz y la seguridad de los españoles y de
los indios en aquel revuelto país1.
La sentencia contra el joven Almagro fue aplazada. Sentimientos
contrarios al fallo eran movidos por los mismos amigos de Pizarra.
El joven mestizo no era personalmente responsable. Su persona
era agradable y simpática a todos. El capitán Rojas enunció todas
las circunstancias atenuantes, aunque concluyó:
—Pero en tanto viva el mozo Almagro, no habrá paz en el país.
De esta manera también cayó el peso de la justicia sobre él.
Como hablando para sí y para los demás, Vaca de Castro dijo:
—Es triste tener que castigar culpas ajenas.
El acusado apeló en vano al rey; luego, dijo:
—Cada uno comparecerá ante el tribunal de Dios, y será juz­
gado sin apasionamiento alguno.
La sentencia rezaba: « ...por haberse atribuido la justicia del
rey, haberse sublevado en el reino y haber luchado contra los es­
tandartes reales».
Cuando el joven Diego de Almagro era conducido al patíbulo,
en la Huacai-Plata, pidió que después de haber muerto en el mismo
sitio que su padre, fuese enterrado junto a él. Como le habían
puesto un crucifijo delante, al quererle vendar los ojos, dijo:
—Permitidme que, el poco tiempo que me queda de vida, mis
ojos contemplen la imagen de nuestro Creador.
Aceptó la muerte con valentía. Sus restos mortales recibieron
sepultura en el convento de los mercedarios, como él había pedido.
Era un caballero de estatura media, había cumplido los veintidós
años de edad. Fue noble, inteligente, valeroso y buen jinete... En
él se podrían haber cifrado grandes esperanzas, si hubiese vivido,
aunque no estaba falto de vicios como la mayoría de los hombres
de tierras Indias... Fue querido en todas partes, y su muerte
sentida por todos1.12

1. Cristóbal Vaca de Castro no era conquistador, sino funcionario real; pero tenia
conocimientos del arte castrense. Hizo mucho por los derechos de los indios, y organizó
una importante encuesta con el quipucamayoc (el guardador de las antiguas tradiciones)
sobre la historia del pafs. Trabó amistad con el inca Paullu, y encaminó a éste y a su
familia, que acababan de incorporarse a la misión popular, a que recibiesen el sacra­
mento deí bautismo. Hizo construir escuelas, particularmente para los hijos de los caci­
ques; se preocupó por las familias nobles de Cuzco, y cuidó de que las Rustas se
desposasen con honrados caballeros castellanos. Los vagabundos y holgazanes españoles
encontraron mano dura en ¿I. La envidia de los viejos «peruanos* se manifestó con
evidencia. Tras unos años de libertad, era difícil tener que someterte a la obediencia de
las leyes. Hubo quejas —muchas justas—, que llegaran al Consejo de Indias, y suscita­
ron una investigación; pero, transcurridos unos años, quedó justificada la conducta de
Vaca de Castro.
2. Con!. H errera: Dtc. vu, lib. c. 2.
19

GLORIA Y RUINA DE GONZALO PIZARRO

Procure siempre acertalla


el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.

La más horrenda de las expediciones


a las selvas de la cuenca del Marañón

No hubo perro, ni cuero de aparejo, ni otra


cosa que no comieran... Los apuros y angustias
superaron a cualquier otra expedición.

H errera

Todos los Pizarra fueron valerosos, perseverantes, callados e


inflexibles como el acero, y tuvieron un temperamento tendencioso
a lo desconorido. Ninguno de ellos poseyó la fascinación de Gon­
zalo1, que era el más joven de los hermanos; a los dieciocho años
de edad, pisó tierra de Indias. Adquirió experiencia de la vida
como americano libre, con un lejano recuerdo de España y del rey.
En sus hazañas se halla el realce del ímpetu pueril, y en toda su
excesiva travesura resplandece la sinceridad.
Hemos perdido de vista a Gonzalo desde el momento que re­
gresa de Charcas y es enviado por el marqués en calidad de su­
plente suyo a Quito, con la misión de explorar los «bosques de
canelos», de cuya existencia se han oído rumores.
Las «países especieros» de Oriente dieron el primer impulso a
los viajes de exploración del siglo xv. Los relatos de los indios
sobre los «bosques de canelos» despertaron la idea de posibilidades
económicas, y Gonzalo organizó su expedición con mucho más
esmero que cualquier otra anterior. Esta empresa dio como resul­
tado el descubrimiento de las vastas cuencas de los ríos Ñapo,
Marañón y Amazonas. Fue la más horrenda de las expediciones
que los españoles realizaron desde Chile hasta el Mississippi. De los
cuatro mil indios que tomaron parte en ella, apenas regresaron la
mitad; y de los trescientos españoles, entre ellos ciento cincuenta
jinetes, volvieron sólo ochenta.
Por el este de Quito, la caravana, con tres mil llamas, alpacas y
1. Gonzalo no n ad é ante» de 1512. Su madre fue María de Viedma, que cuidé
la casa del anciano capitán Gonzalo, en Pamplona. Conf. Barrenechea: El testamento
de francisco Pitorro.

298
cerdos, cruza las fronteras del antiguo imperio de los incas. En el
interior de la cordillera andina, les alcanzó un terrible movimiento
sísmico con una pavorosa turbonada de tierra y piedras, lluvias
torrenciales y corrimientos de tierras que se tragaron a poblados
enteros. Ya aquí desertaron muchos indios, y se perdió parte de
la impedimenta. En el paso de las elevaciones heladas del macizo
del Cotopaxi cayeron las primeras víctimas del frío. Más al sur de
los Andes, entraron en la zona tropical con sus indios salvajes.
Encontraron los «bosques de canelos»; pero esta alegría fue aciba­
rada por la lluvia que de noche y día cayó sobre ellos durante se­
manas. La ropa se les deshacía en el cuerpo, y las armas y herra­
mientas se cubrían de herrumbre. Por el día, los martirizaba el
calor sofocante, y no podían librarse de la constante compañía de
mosquitos, insectos, bichos y vampiros. Los indios de la selva los
desorientaban y engañaban con consejos que creían porque les
eran agradables al oído. Fue como la esperanza en un nuevo mundo,
cuando llegaron al río Ñapo, en Coca.
La marcha era un cruel caminar por la selva. Por dondequiera,
la margen aparecía cubierta de lujuriosa vegetación. Había que
abrirse camino con la espada y el cuchillo. El recial y un salto de
agua de algo más de mil pies de altura, cuyo ruido se oía a más
de seis leguas, hacían imposible la navegación. Tras recorrer cin­
cuenta interminables leguas, llegaron a un sitio donde el cauce se
estrechaba por una cañada de unos veinte pies de ancho por los
extremos superiores. Sobre el vertiginoso precipicio tendieron una
pasarela de troncos, sin pretil. Los arcabuceros ganaron combatien­
do el paso a los salvajes que, armados efe guataca, arco y clava, los
esperaban en la otra parte, y hombres y animales cruzaron la pasa­
rela. Sólo un soldado, que se le ocurrió dirigir la vista hacia abajo,
fue atraído como por una fatídica Gorgona y se precipitó al fondo.
Mientras, empezaba a reinar un hambre atroz. Las vituallas que
llevaban se hablan estropeado por la lluvia; los cerdos se escaparon
hacia la espesura de la vegetación. Poco a poco fueron adquiriendo
importancia los perros; los caballos agotados, que eran comidos
antes de que se muriesen, y, luego, todo lo que tenía vida, como
serpientes y salamandras, raíces y hojas, frutas desconocidas de
cuya delicia uno se volvió loco. En la selva fueron excavadas las
primeras sepulturas.
Al fin, el bosque se extendió en una sabana cubierta de hierba
y de pantanos. Los nativos de ellí eran más humanos y llevaban
vestidos de algodón; mientras que las tribus de la selva, hombres
y mujeres, sólo cubrían las partes pudendas con un escaso tapa­
rrabo. Los castellanos supieron que, a quince días de camino, el
Ñapo desembocaba en un gran cauce.
En estas circunstancias, Gonzalo Pizarra hizo construir un barco
y numerosos botes. El carpintero de ribera, Juan de Alcántara,

299
instaló primero tina herrería donde hacer clavos y argollas de las
herraduras de los caballos muertos. Se talaron árboles y se ase­
rraron tablas. Como no se disponía de brea ni de estopa, se
emplearon para el calafateo resina y camisas y ponchos gastados.
Cada uno puso manos a la obra; en primer lugar, Gonzalo, quien,
con el aumento de las dificultades, iba desplegando su capacidad
de mando.
Tras largas semanas de trabajo intensivo, se pudo embarcar a
los enfermos y la impedimenta en las embarcaciones. Sin embargo,
no se vieron cumplidas las esperanzas: la selva volvió a cerrarse, y
gigantescos árboles tropicales dificultaban la marcha.
Según su cálculo, recorrieron doscientas leguas hasta allí. En
realidad, ¿hasta dónde? Se dieron cuenta de que no debían haber
hecho caso de las afirmaciones de los indios, los cuales no tenían
la menor idea del mundo en que vivían fuera de los límites de sus
zonas de caza y pesca. La tropa estaba llegando al agotamiento.
Caminaban por la selva virgen con los pies ensangrentados y cu­
biertos de heridas, pues hacía mucho que se les habla destrozado
el calzado, y no lo habían perdido porque ames se comieron el
cuero cocido o asado.
En esta situación, Gonzalo ordenó a Francisco de Orellana,
también trujillano, que continuase con el barco hasta la desem­
bocadura, donde debía buscar indios y regresar con vituallas.
La pequeña embarcación se deslizaba veloz por el impulso de la
corriente. A los pocos días, divisaron el poderoso cauce del Mara-
ñón, que más. tarde fue llamado Alto Amazonas. Pero en ninguna
parte encontraron huellas de almas vivientes ni campos de cultivo.
¿Qué hacer? ¿Continuar explorando? ¿Regresar? Navegar contra
la corriente, dado su impulso, suponía tardar unos meses hasta
arribar al punto de partida. Por consiguiente, y contra las órdenes
que tenía y contra la protesta de su capellán, el dominico Gaspar
de Carbajal, decidió Orellana continuar la navegación hasta la
lejana y desconocida desembocadura en algún lugar del océano.
Ello le costó una severa recriminación; pero en una situación total­
mente desesperanzadora quedaba justificada toda determinación
por desesperada que fuese.
La tropa estaba esperando y pasando el tiempo, interminable y
atormentador como el infierno. Al fin, envió Gonzalo al capitán
Mercadillo al encuentro de Orellana. También su embarcación fue
llevada por la corriente del Ñapo hacia el cauce del Marañón.
Ramas cortadas indicaron las huellas de Orellana. Dio el barco por
perdido, y remó aguas arriba por el Marañón, donde le causó una
indecible alegría el hallazgo de campos de yuca de una población
india abandonada. Mercadillo cargó su bote de estas plantas y, con
toda la rapidez que le permitían sus fuerzas, regresó al campa­
mento, donde la tropa lo recibió en un estado de suma indigencia.

300
Los hambrientos se lanzaron sobre la yuca y «se la comieron sin
lavar las raices, y les supo a rosquillas de Utrera».
Una vez más, se pusieron en marcha. £1 poderoso cauce tenía
que llevarlos forzosamente a parajes cultivados. Llegaron a dichos
campos de yuca; salvo ello, no encontraron más que bosque.
Desde su salida de Quito había transcurrido un año.
Parecía un milagro de energía humana el que no cayesen en la
desesperación ni abandonasen la lucha. Gonzalo, que en aquella
penuria no tenía más privilegio que la responsabilidad sobre sus
hombres, ordenó el regreso a Quito. Era lo suficientemente audaz
para elegir otro camino de regreso.
— En algún sitio — les dijo a sus hombres, en tono exhortativo—
encontraremos los poblados de que nos han hablado los indios.
Seguro que cada paso que avancemos nos acercará a nuestra dicha.
¡No olvidéis que sois españoles!
La confianza en su inquebrantable fortaleza animó a los exte­
nuados cuerpos de aquellos hombres a soportar el increíble es­
fuerzo y privaciones que suponían recorrer el mismo trecho de
bosque virgen. En cabeza iban los más fuertes; luego, seguían los
agotados, y cerraba la marcha un grupo de más fuertes, para que
no se quedase ninguno por el camino.
Había transcurrido otro año.
La expedición iba acortándose; pero otra vez apareció una zona
de bosque hasta que pudieron divisar los conocidos y nevados picos
andinos de Quito.
Una reducida hueste de lastimosas figuras entró en la población
de Coca, de donde dos años atrás había partido la expedición.
«Y quiso Dios que los indios los recibiesen amistosamente y les
ofreciesen cuanto tenían.»
Allí descansaron diez días, transcurridos los cuales reanudaron
la marcha para recorrer el último tramo de camino que les que­
daba.
Todavía tuvieron que vencer puertos a tres mil metros sobre
el nivel del mar, tender pasarelas sobre torrentes montañosos, y
construir balsas en algún que otro sitio. Pero se veían alumbrados
por las montañas de Quito.
Los rumores sobre su llegada se adelantaron a sus fatigados
pies. Nadie había esperado volver a verlos con vida. Sarmiento,
gobernador de Q uito, les envió caballos y vestidos. Pero como éstos
alcanzaban sólo para los principales, Gonzalo quiso que todos jun­
tos entrasen en la ciudad tal como iban: descalzos, medio des­
nudos, extenuados, hambrientos y agotados1. Cubrían su cuerpo

1. Cuando Gonzalo y sus oficiales vieron que los caballos y los vestidos alcanzaban
sólo para los principales, no quisieron cambiarse de sopa ni montar a caballo, para
estar en igualdad de condiciones con los demás soldados.» ZAkate: tv, 3 .
Esta actitud es característica de todos los grandes caudillos españoles.

301
con pieles de venado, envolvían sus pies con pieles y cubrían la
cabeza con gorro de la misma piel. Ceñían la espada, herrumbrosa
y desenvainada, porque se habían comido el cuero de la vaina.
«Por otro lado —escribe el cronista— , fue maravilloso ver llegar
a estos demudados hombres victoriosos por su fortaleza e inque-
brantable ánimo; porque la historia no conoce ningún ejemplo de
hombres que soportasen tantas adversidades.»
Al llegar a Quito, se arrodillaron y besaron la tierra. «Amanecía
cuando entraron en la ciudad y, tal como iban, se encaminaron
hacia la iglesia para oír la misa del alba y agradecerle a Dios su
regreso.»

Gonzalo y el oidor

Gonzalo Pizarro salió de Quito con intenciones


nada buenas... i
H errera

Durante los dos años que pasó Gonzalo luchando en las selvas
amazónicas, cayó el gobierno de los «primeros conquistadores» en
el Perú. Esta circunstancia fue para él un desencantado despertar
de la verdosa pesadilla de la selva. El marqués, su hermano, había
sido asesinado. La capitanía general del país, que él había descu­
bierto, conquistado y explorado, estaba en manos de un licenciado
de España. Había perdido los derechos testamentarios de suce­
sión de su hermano.
Gonzalo no tenía reparo en manifestar su enojo por el «mal
pago del rey», porque en Perú se había aceptado sin más ni más
a Cristóbal Vaca de Castro como gobernador. Pretertdía al menos
tener la satisfacción de saldar cuentas con los «chilenos» por la
muerte de su hermano.
Pero Vaca de Castro no quería que el inquieto capitán perturbase
el orden en los distritos de la gobernación, y así le pidió cortés-
mente que se quedase en Quito. Ello ponía de manifiesto que él,
como otro capitán cualquiera, era un subordinado del advenedizo
gobernador.
Gonzalo desestima los deseos del oidor. Con veinte amigos lea­
les, entre ellos el probado Juan de Acosta, en las expediciones a los
trópicos, cabalga hacia Lima. Adondequiera que llegue, después de
haber recorrido casi dos mil leguas de camino, suena el glorioso
nombre de Pizarro y despierta la aflicción por la pérdida del go­
bierno del país, que habían ganado bajo la dirección de éste. El
nombrar a Pizarro es como pronunciar el nombre del Perú. ¿Qué
significa Vaca de Castro en comparación con Pizarro? Un bisoño.

302
Un advenedizo. Un nadie que se pone a gobernar lo que no ha con­
quistado.
En la Ciudad de los Reyes lo esperaban viejos camaradas. El
recuerdo y el rencor comunes los hermana. No faltan sentimientos
que le aconsejan asumir lo que por derecho y méritos le pertenece.
El oidor tiene ojos y oídos en la ciudad; conoce el carácter di­
námico del joven Pizarro, y le pide que se traslade a Cuzco, para
poder tenerlo bajo su vigilancia. Gonzalo se subordina, aunque ve
ofendido su amor propio y herido su sentimiento de justicia. Pero
Vaca de Castro tiene plenos poderes del rey, a quien obedece el
país; por lo tanto, también él le obedece. Tal vez el país vuelva en
sí, pues hay indicios de ello. La constancia no forma parte de las
virtudes de esta generación. Con los veinte caballeros, Gonzalo
cabalga hacia el interior de las tierras altas. Despierta la gloria pa­
sada. La lucha en el vacilante puente entre la victoria y la ruina es
su gloria.
Los diálogos entre los caballeros iban adquiriendo vehemencia
a medida que se acercaban a Cuzco. Se dejó escapar la frase de
«apoderarse de Vaca de Castro».
El oidor era advertido a menudo. Un tal Villalba, que iba con
la compañía de Gonzalo, hizo llegar a sus oídos la desparpajada
conversación de esos hombres. Al enterarse, Gonzalo consideró
oportuno dirigirse con cinco de sus amigos a la residencia. Los
restantes se sintieron bien en las montañas. En circunstancias así,
los tribunales actuaban con más repidez que de ordinario.
Vaca de Castro era lo suficientemente hábil para enviar a los
viejos conquistadores con misiones de exploración por el país, y
para mantener en estado de alerta a su guardia personal. Al ir a
visitarlo, Gonzalo se encontró con que la puerta estaba guardada
por una sección de lanceros y arcabuceros.
El oidor lo recibió con amabilidad. Conversó con él detallada­
mente acerca de su exploración a la «provincia de los canelos», y
le prodigó toda suerte de elogios respecto a ella. Al término de la
entrevista, el gobernador aconsejó al joven caballero que se preo­
cupase por su salud y permaneciese quieto.
Sin embargo, los turbios rumores no enmudecieron. Pronunciar
sólo el nombre ya era suficiente para despertar inquietudes. Por
ello, Vaca de Castro consideró justo advertir a Pizarro que se bus­
case la hacienda en el lejano Charcas, y que allí «no reuniese gente
a su alrededor; de lo contrario, sería castigado por alta traición y
le serían embargados los bienes».
Cuando Vaca de Castro hubo tomado esta disposición, y aban­
donó la residencia, Gonzalo se apresuró hacia él y le pidió que le
escuchase. La guardia se opuso a que se acercase al oidor, que
encontró el momento propicio para tener un feliz gesto al decirles
a sus soldados:

303
— Apartaos, porque donde está un señor Gonzalo Pizarro no es
necesaria la guardia.
Con este rasgo de confianza dejó desarmado a Gonzalo, el cual
obedeció, salió como amigo de la capital inca y emprendió la cabal­
gada por los Andes hada La Plata, situada al Mediodía, «donde
tenía una renta como la del arzobispo de Toledo». No tardaría en
tener unos ingresos capaces de despertar la envidia de cualquier
rey europeo después de haber sido descubiertas las minas de plata
de Potosí.

Las «nuevas leyes» y el desventurado virrey Blasco Núñez Vela

Según aconsejan muchos, debe imponerse una


política.

H errera

Prodigiosa frase de uno de los cronistas de Felipe II, la cual


indujo a promulgar las Nuevas leyes para el gobierno de las In­
dias.
A un tiempo con los acontecimientos relatados, que en el Perú
debían imponer cierto orden entre la conquista y la nueva estruc­
tura política, se produjo una apasionada ludia por este nuevo
orden en la madre patria.
La ofensiva- en este sentido fue emprendida por miembros de
las órdenes religiosas como el renombrado fray Bartolomé de las
Casas y el meritísimo restaurador del Derecho internacional Fran­
cisco ae Vitoria. Las Casas llevaba unos años actuando sobre los
ministerios y sobre el rey con relaciones, cartas y discursos en
latín y castellano. Deja sorprendido el ver los volúmenes de sus
escritos sobre la capacidad de afecto espiritual, así como la re­
sistencia física de los conquistadores, de los cuales era él uno de
los más viejos; porque se ordenó sacerdote y entró en la orden
de los Predicadores, en América. Hombre extraordinariamente enér­
gico e inteligente, conocía a fondo las relaciones con Centroamérica
y los idiomas de los indios1. Nunca llegó a conocer el Perú. Aquí,
se apoya en fray Marcos de Niza, que estuvo cierto tiempo en el
norte del Perú; en Oviedo y sus relaciones, que encajaban con su
I. «Ninguno conoce mejor que yo el peía, con mil cuarenta años de permanencia en
Amérlci», escribe Las Casas. Y, en su Historie epolotéllee, que trata de tos imprescin­
dibles conocimientos filológicos de los idiomas, leemos: «No basta con ios conceptos
«dame» y «toma». Pero ninguno conoce los idiomas de los indios; es que sólo un mi­
sionero...»
También aquí Las Casas exagera. Naturalmente que la misión de estos hombres
consistía en ordenar la vida y el lenguaje de los aborígenes; a ellos debemos agradecer
ios primeros vocabularios y gramáticos de los idiomas americanos.

304
tendencia. Santo Domingo, donde pasó la mayor parte de su tiem­
po, era el sido al que concurrían todas las noticias de América.
Casi se podría decir que Las Casas fue un idealista abstracto. Su
mundo estaba tan sumergido en el orden étíco, que a menudo se
le escapaba la realidad terrenal; por lo que la confusa realidad del
mundo indio, el apremio de las relaciones económicas, y su com­
pasión hacia los aborígenes, la cual lo convirtió en un verdadero
padre para ellos, hicieron que elevase acusaciones contra los con­
quistadores y colonos hasta el punto de perderse la medida de la
equidad.
Por el año 1542, apareció su terrible Breve relación de la des­
trucción de las Indias. El escrito causó profunda impresión al rey
Carlos. La obra, más pasión ética que verdad histórica, fue el
origen de la «leyenda negra», que se forjó en el extranjero para di­
famar a España.
Fray Bartolomé de las Casas le pidió al rey que, «a fin de tener
su conciencia tranquila», promulgase una ley para proteger a los
indios, la cual fue elaborada y discutida por personalidades de los
estamentos, en 1541-1543, y lo fue a menudo en presencia del rey,
que, aunque ocupado en los asuntos europeos, le dedicó tiempo
a ello. Estos primeros debates, que no tuvieron igual en la Europa
contemporánea ni en la posterior, deben ser seguidos con mucha
atención.
Estas importantes disposiciones, deliberadas en Madrid, Valla-
dolid y Sevilla, y firmadas en Barcelona, son las siguientes:1234567

1. A todos los miembros del Consejo de Indias se les prohíbe


tener intereses en las Indias, para que asi puedan observar su
imparcialidad.
2. La Audiencia de Panamá debe ser trasladada a la Ciudad
de los Reyes.
3. Las audiencias cuidarán solícitamente del buen trato con
los indios.
4. A los encomenderos y frailes se les prohíbe tener encomien­
das de indios.
5. Por ningún concepto se permite hacer esclavos a los indios.
Quienes tengan esclavos... deberán concederles la libertad. Los
indios deben ser remunerados debidamente en todos los servicios
que presten. No se les debe imponer más tributo que el que puedan
pagar.
6. A todos aquellos que estén complicados en la disputa entre
Almagro y Pizarro, se les priva de los indios que tengan a su ser­
vicio. (Esta medida afectó a todos los peruanos.)
7. En los viajes de exploración, queda prohibido bajo pena de
muerte llevar indios a la fuerza o tocar sus bienes... Únicamente

305
se podrán llevar tres o cuatro intérpretes, y en caso de que éstos
vayan voluntariamente.
8. Todas las disposiciones se resumen en una: «Los indios de­
ben ser tratados como hombres libres y vasallos del rey.»

Estas determinaciones respiran el espíritu del Evangelio y el del


Derecho internacional, de Francisco de Vitoria. Jamás se han
promulgado leyes tan generosas. ¡Aventajaron a la época! Les die­
ron a Tos indios, cuya responsabilidad personal era desconocida,
lo que la lengua quichua carecía para designar: los mayores privile­
gios de que se pudiera gozar en parte alguna por aquel entonces,
y que ni ellos mismos hubieran sido capaces de lograr.
Las bases éticas y religiosas de las Leyes de Indias orientaron
el desarrollo político de Iberoamérica, aun cuando obligasen, en
primer lugar, a un ajuste de las relaciones económicas y sociales.

El virrey Blasco Núñez Vela y Gonzalo Pizarro

La primera víctima de estas atrevidas leyes fue el hombre a


cuya probidad confió el rey el cumplimiento de las mismas, y para
lo cual lo nombró virrey del Perú: el caballero Blasco Núñez Vela,
de Avila; hasta entonces había sido inspector general de la guardia
de Castilla. Aceptó el cargo por obediencia, pues no le satisfacía
dejar a su esposa e hijos.
A últimos de febrero de 1543, estuvieron dispuestos los decre­
tos. Al virrey le fue encomendado que buscase generosamente la
reconciliación con el inca Manco, y expresase al inca Paullu el
agradecimiento del rey.
A principios de noviembre, embarcó Núñez, con un escogido
acompañamiento y una gran ceremonia, en Sanlúcar de Bárrame-
da. A mediados de enero de 1544, arribó y desembarcó en Nombre
de Dios. Allí, estaba anclado un barco cargado de plata del Perú,
y Blasco Núñez lo hizo decomisar porque su cargamento era pro­
ducto del trabajo forzado de los indios. En Panamá, dio a conocer
las nuevas leyes y su voluntad de que fuesen cumplidas al pie de
la letra. Como ejemplo, ordenó que fuesen devueltos a su patria,
y se hiciese a cuenta de sus señores, trescientos indios peruanos
que habían sido llevados a Panamá.
El 14 de marzo, llegó al norte del Perú; también aquí se vio en
seguida que el rey tenía un fiel servidor en la persona de este
hombre. Rehusó que se pusiesen peones indios a su disposición
para su marcha por el país. La noticia de las nuevas leyes y de la
llegada de su ejecutor se propagó rápidamente por todo el terri-

306
torio, y sembró el pánico. Pues nadie veía cómo podía marchar
la cosa con las nuevas disposiciones sin que se hundiese la vida
económica'.
Los colonos del norte acosaron a Núñez con el ruego de enviar
al rey una solicitud exponiéndole las consecuencias que para la
economía traerían dichas leyes, y de suspender su ejecución hasta
que se solucionase.
Núñez dijo inexorablemente que no.
Una comisión de ciudadanos de Lima se dirige a Cuzco, para
entrevistarse con Vaca de Castro. En su desesperación, suscitan
la idea de si debe reconocerse al virrey. De Castro comparte sus
temores; pero, como leal servidor del rey, rechaza toda idea de
insubordinación, y les da esperanzas diciendo que el rey puede
introducir modificaciones adecuadas después de analizar las ob­
jeciones que se le hagan respecto a este asunto. Se ofrece como me­
diador, y emprende viaje a la Ciudad de los Reyes, pues con la
llegada del virrey quedan suspendidas sus atribuciones.
Los colonos no esperan nada de Vaca de Castro, porque él no
es peruano.
Este es el momento para Gonzalo Pizarro.
De Cuzco, de todo el país, llegan a su hacienda en Chaquina,
situada en el lejano Charcas, cartas de cabildos y personas parti­
culares en las que se le exige que tome la suerte del país en sus
manos, hasta que el rey tome en consideración los derechos de que
se les priva. Gonzalo no se decide fácilmente. La muerte del joven
Almagro le asusta. Tras aconsejarse con personas de responsabili­
dad, se dirige hacia Cuzco con el respetable fondo de acción de
150 000 pesos oro de su caudal y de los bienes raíces de su hermano
Hernando, con quien mantiene correspondencia. En Cuzco, una
asamblea representativa de todo el territorio lo nombra adminis­
trador general y jefe supremo de todas las fuerzas militares; esto
último a título de una movilización contra el inca, aunque era ya
conocida la muerte de éste por aquel entonces. Se puso manos
a la obra, cautelosamente, y no se desestimó el consejo de los licen­
ciados en Derecho.
El nombre de Pizarro despertó a todo el país. De todos los
lugares, en particular del litoral, acudían hombres aptos para las
armas.
1. Para proteger a loa indios se decidió, como es sabido, enviar negros. El mismo
Las Casas persuadió al refractario cardenal Cisneros que concediese licencia en « te
sentido. Los brazos de un africano eran apreciados tres o cuatro veces mis que loa
de los indios. La licencia para el tráfico de negros se la reservaron los poderosos
flamencos que estaban en palacio, los cuales la vendían luego a un alto precio a los
geooveses. Mis tarde, los francés» se hicieron cargo de este negocio; y, por el tratado
de Utrecht de 1713, los ingleses se aseguraron « t e trágico privilegio. En el tráfico de
negros tomó pane la piratería, entone» en pleno florecimiento, que se multiplicó
con la venia de los gobiernos, la mayoría de veces. Salvo en 1« islas, la esclavitud
tuvo un desarrollo limitado en las colonias «pañoles. En 1« provincias meridional»,
sólo 1« fam ilia pudientes tenían esclavos negros, si bien 1« daban un nato patriarcal.

307
Mientras, el virrey hizo su entrada en Liona, con la ceremonia
correspondiente a su dignidad, bajo palio de brocado blanco y
acompañado de los corregidores, que lucían vestidos de terciopelo
encarnado y ostentaban el bastón de mando.
Con toda su lealtad a la ley, estuvo Núñez desacertado en la
ejecución de la misma; parecía como si se esforzase en empujar
a todo el mundo hacia el lado de Gonzalo, lo antes posible.
Su primera víctima fue el probo Vaca de Castro a quien hizo
culpable de la huida de los limeños, y mantuvo detenido en un
barco, para fortuna de éste, pues ello le permitió escapar hacia
Panamá, en el momento crítico.
El ambiente de la ciudad se asemejaba a una latente rebelión.
Entre tanto, Núñez, se salió de sus casillas; tanto fue así, que, en
un momento de enervación, mató de una estocada a Illán Suárez,
uno de sus funcionarios más fieles, con lo que él mismo faltó a la
ley. Los ciudadanos se echaron a la calle. Los magistrados de la
Audiencia, cuya autoridad estaba por encima de los más altos fun­
cionarios, pusieron en prisión al virrey y determinaron su traslado
a España.
Al mismo tiempo, Gonzalo había llegado de Cuzco y, estable­
cido su campamento a unas leguas de la ciudad. Ahora, solicitaba
de la Audiencia que se le reconociese como administrador general
y jefe supremo de todas las fuerzas militares. Por su parte, la
Audiencia le exigía que disolviese su ejército, después de haber
sido depuesto el virrey y aplazados todos los asuntos relacionados
con su persona.
El nudo gordiano de estas mutuas exigencias es cortado por un
hombre que conocemos, y que dará un carácter malvado a los si­
guientes acontecimientos: Francisco Carbajal.
Esta figura pertenece a los insólitos personajes en la escena
de la conquista. Nadie conoce su origen. Se habla de si sería un
religioso renegado. Era de estatura regular, metido en carnes, tenía
colorado el rostro y bebía mucho. Como no había vino, aceptaba
cualquier brebaje de los que elaboraban los indios. Se había dis­
tinguido como oficial en las campañas de Italia; estuvo en el saco
de Roma, y participó en la captura de Francisco I, en Pavía, donde
cogió como botín a Catalina de Leyton. Nadie pudo saber si era su
esposa legítima o simplemente una acólita. Luego, estuvo en Méji­
co, y, más tarde, se trasladó con Vaca de Castro, al Perú. Se distin­
guió en la batalla de Chupas.
Dado que la llegada del virrey amenazaba complicaciones, Gon­
zalo le ofreció el mando de las tropas. Mas él pensaba que ya
era demasiado viejo con sus ochenta años, los cuales habían visto
suficiente mundo con todos sus embrollos. Se llenó los bolsillos de
oro, y se dirigió a Lima, con el fin de buscar un barco que lo lleva­
se a España. Pero el virrey había prohibido la salida de dudada-

308
nos de la capital. Tras lo cual intentó probar suerte en Arequipa;
allí, se alojó en casa del cronista Pedro Pizarra, y persuadió a su
anfitrión que sobornase con tres mil pesos oro al capitán Rodrí­
guez, para que le permitiese embarcar. Pero el capitán no accedió.
«N' por diez mil», respondió el marino; porque estimaba su cabe­
za más que el dinero.
Francisco Carbajal se incomodó.
Pedro Pizarra no olvidó ninguna palabra de la horrorosa con­
versación, sostenida entre los dos, sentados a la mesa:
«—Señor, contadme otra vez lo que ha respondido el nave­
gante.
»— Como os he dicho, señor, no quiere hacerlo.
»— ¡Conque no quiere! — exclamó Carbajal. Se bebió una taza
de vino, aspiró hondamente, y continuó— : ¡Conque el navegante
no quiere llevarme! Os juro por eso y esotro que quiero hacer
de ese Gonzalo un buen Gonzalo; tan bueno, que se horrorizarán
los vivientes, y tendrán que contar los que vengan después. ¡Señor
Pedro Pizarra, vengan acá vituallas para el viaje! ¡Quiero marchar
a Cuzco! El virrey se interesa por mí. Gonzalo me busca. Quiero
irme a donde esté Pizarra...»
Realmente, Gonzalo envió al capitán Alonso Hinojosa, también
trujillano, con cincuenta jinetes a Arequipa, para apresar si era
necesario a Carbajal y apoderarse de los caballos si los ciudadanos
de Arequipa se resistían a secundar su causa.
«A ese rasgo de hospitalidad —continúa el cronista— debe Pedro
Pizarra el que luego salvase la vida. Dos veces cayó en las homi­
cidas manos de Carbajal, y en las dos lo perdonó éste y lo desterró
al lejano Charcas...»
A partir de aquel momento, se le llamó al vigoroso anciano el
«Demonio de los Andes», «que pobló de ahorcados los árboles»,
para lo cual se servía de tres negros que iban con él. Y no ahor­
caba a nadie sin antes dar sus últimos pasos con rebuscadas mane­
ras cortesanas y macabras donosuras, como si quisiese con antela­
ción desquitarse de lo que el destino le depararía en el ocaso de
su vida.
Al frente de un fuerte escuadrón, se dirigió a la ciudad, apresó
unos caballeros, que se habían pasado del bando de Gonzalo al de
la Audiencia, y los ahorcó en un árbol de las afueras de la po­
blación.
— Sois caballero —-le dijo al más distinguido—, por lo que tenéis
el privilegio de elegir la rama de la que deseáis colgar.
Este fue el hombre que decidió a su manera, la cual mantuvo
hasta el fin, el pleito entre Gonzalo y la Audiencia.
El ejemplo fue suficiente como argumento. La Audiencia capi­
tuló, y uno de sus magistrados, Cepeda, se declaró abiertamente en
favor del gobernante del momento. En un ambiente de temor y

309
adulación, entró Gonzalo el 28 de octubre de 1544, cual un monar­
ca, en la Ciudad de los Reyes. Desde aquel momento fue reconocido
como administrador generad del país.
Los acontecimientos tomaron un curso precipitado, y degene­
raron en dramáticas y catastróficas consecuencias.
Primero cayó el virrey Blasco Núñez. En calidad de detenido
por la Audiencia, viajaba rumbo a España. En alta mar, el magis­
trado Alvarez, que lo acompañaba, le concedió la libertad; y Núñez,
a quien el regreso a la patria le parecía una perspectiva desconso­
ladora, desembarcó en el norte del Perú, para emprender la lucha
contra Gonzalo. Allí, fue batido, y se retiró hacia Quito. Pero Gon­
zalo lo persiguió hasta El Ecuador, y lo derrotó totalmente en el
encarnizado encuentro, sucedido el 18 de enero de 1546, en Ana-
quito. El virrey cayó en manos de un hermano de Illán Suárez, a
quien el prisionero había dado muerte de una estocada, y éste lo
hizo decapitar por un negro.
Esta victoria convirtió a Gonzalo Pizarro en dueño y señor desde
Chile hasta Panamá. En Charcas, donde por aquel entonces habían
sido descubiertas las minas de plata de Potosí, el capitán Centeno,
que permanecía fiel a Su Majestad, organizó una rebelión y puso
fuera de combate a Carbajal, jefe de las fuerzas de Gonzalo.

Sólo falta la corona

En Quito se festejó la victoria, y Gonzalo pudo mostrar lo que


la serie de sus éxitos y su maestro Francisco de Carbajal habían
hecho de él. El verdugo ponía su mano en cuantos se interponían
en su camino, aun cuando este camino fuese sólo para lograr una
mujer apetecible. Empezaron tiempos felices.
Gonzalo se sentía como soberano del país. Había rebasado el
trigésimo año de su vida al llegar a la cumbre de la tiranía, como
Zárate escribe; «Era alto y bien proporcionado, tenía morena la
tez y negra la barba, fue excelente jinete y buen tirador. No poseía
esmerada formación; pero sabía expresar sus ideas, aunque fuese
con palabras rudas. Era muy fogoso con las mujeres, fuesen indias
o castellanas...»
Aunque no lo manifestase, se creía lo suficientemente poderoso
para desafiar al rey, lo cual decían a menudo sus amigos. Carbajal
lo alentaba para que aceptase una mujer de sangre inca y crease
un reino independiente. Pero no era esta su intención, porque en lo
hondo de su ser era leal al monarca, a la patria y a la religión.
De Lima había enviado una embajada a Castilla con la misión
de justificar su proceder ante la precaria situación del territorio
y pedir la aprobación de la Corona.

310
Ahora, se dedicaba a organizar su soberanía, la más grande de
todos los imperios en América, desde Panamá hasta el extremo me­
ridional del continente.
Con un feliz golpe, consiguió su almirante Pedro de Hinojosa
ocupar Panamá y toda la Tierra Firme hasta el puerto atlántico
de Nombre de Dios, y lo logró ya empleando la diplomacia, ya la
contratación, ya la fuerza militar. Con ello dominaba Gonzalo Pi­
zarra todo el tráfico marítimo con la metrópoli y, con una flota
de veintitrés unidades, toda la costa del Pacífico. Tenía a su ser­
vicio hombres leales como Acosta, Carbajal, Hinojosa y Puello. Pa­
recía tener en sus manos un poder nunca visto.
Durante su marcha por la costa, y a pocas leguas de Lima, en­
sombreció ligeramente su triunfo la noticia de la llegada, a Pana­
má, de Pedro de la Gasea, nuevo plenipotenciario de Su Ma­
jestad.
Pero la sombra desapareció cuando los obispos de Cuzco, de
Quito y de Lima, con su clero; el gobierno de la ciudad, encabezado
por la nobleza, y una jubilosa multitud esperaban su entrada en
la Ciudad de los Reyes, lo cual hizo con arrogante actitud montado
a caballo, que Acosta y Guevara, dos de sus segundos, sostenían
de la brida. Desde la catedral se dirigió al palacio de su hermanó,
donde «ofreció con majestuosidad y esplendor una comida, mien­
tras sonaban trompetas y redoblaban cajas de guerra como era
uso hacer con los reyes de Castilla y sus generales».
Todo su poder estaba en paz y no se veía amenazado por ningún
lado. Sólo que muchos «traidores» colgaban de las ramas de los
árboles. Sin duda, era cierto el viejo refrán de «muerto el perro,
se acabó la rabia»; pero la presencia de los ahorcados apestaba el
ambiente.

Pedro de la Gasea, el oidor con vestidura talar

En España se recibió con sorpresa la noticia del fracaso de la


tan bien proyectada misión del virrey en el Perú. Se comprendió
que aquel estado de cosas incluía precisamente grandes abusos, y
cuyo cambio radical acarrearía un caos económico y social que
no reportaría beneficio a nadie.
Estas conclusiones fueron corroboradas con la llegada del ma­
gistrado Lisón Tejada, de la Audiencia de Lima que llevó las peti­
ciones de los españoles al rey; y, casi al mismo tiempo, el regreso
de Vaca de Castro, que había huido de la Ciudad de los Reyes y
llegado a través de Portugal, amplió lo dicho por Tejada.
La imparcialidad con que los ministros sacaban conclusiones
de las noticias que habían recibido, y su comunicación al monar-

311
ca quien se encontraba en Flandes, denotaba la susceptibilidad de
los servidores de Su Majestad. Del rey Carlos se pueden hacer las
esenciales deducciones:
El modo de proceder del virrey (cuya muerte aún no era cono­
cida) ha sido rígido; el dar muerte a Ilián Suárez, un atropello; el
proceder de la Audiencia con Núñez, así como el reconocer a Gon­
zalo como administrador general, parecen justificados. Las nuevas
leyes deben ser adaptadas a las circunstancias y reformadas en la
medida que sea necesaria. De la Gasea tiene que ir con plenos po­
deres al Perú, y tomar allí las medidas que crea convenientes.
Pedro de la Gasea, al cual se le confió tan escabroso cometido,
era un religioso de Castilla la Vieja; poseía una vasta cultura, adqui­
rida en las universidades de Alcalá y de Salamanca, los dos centros
de enseñanza de mayor relieve en aquella época. Se había acredi­
tado en cuestiones jurídicas y administrativas, y sabía cómo tratar
a las personas de carácter difícil. A la sazón, se encontraba cerca
de Valencia, donde se había distinguido como hombre valiente,
hábil y circunspecto en la organización de la defensa de aquella
zona contra las incursiones de los turcos y de sus aliados los pira­
tas de Barbarroja. Fue llamado a la corte.
De la Gasea aceptó la encomienda; pero a condición de que se
le concediesen plenos poderes, y de regresar cuando hubiese cum­
plido su misión. Recibió los plenos poderes, en nombre del rey,
cuyo contenido era susceptible de ser modificado a su arbitrio.
Fue el primero y único oidor a quien se le dio carta blanca.
Para resolver el asunto no recibió del rey ni dinero ni solda­
dos, sólo se pusieron a su disposición escribanos en todas las ca­
pitanías generales de Indias, así como una carta personal del mo­
narca para Gonzalo Pizarra. A petición suya, se dispuso que lo
acompañase Alonso de Alvarado, que entonces se encontraba en
Castilla, con el nombramiento de mariscal.
El 26 de mayo de 1346, en el puerto de Sanlúcar se hizo a la
mar, sin pompa alguna, la nave en que iba el oidor. En su acompa­
ñamiento encontramos un nombre que conocemos desde el comien­
zo de los hechos aquí relatados, es Pascual de Andagoya, quien ejer­
cía las funciones de gobernador en los territorios de la actual Co­
lombia. Cuando La Gasea desembarcó en Santa Marta, se enteró
por Miguel Díaz, magistrado visitador de la gobernación de Benal-
cázar, de la suerte del virrey. La situación era más crítica de lo
que se creía en España. ¡Los puertos del istmo también estaban
en manos de Gonzalo! Le pidió al magistrado Díaz que se abstu­
viese de tomar medidas contra Benalcázar. Pues aún podría ser
necesaria su ayuda. Luego tomó rumbo hacia el puerto principal
de Nombre de Dios. Aquí empezó su misión.
En Nombre de Dios, tenía Gonzalo el capitán Hernán Mejía
que con sus fuerzas vigilaba al vecino «real» y a los piratas fran-

312
ceses e ingleses, los cuales esperaban con impaciencia detrás de
las islas del Caribe el paso de los barcos con cargamento de plata.
Al divisar el velero de Pedro de la Gasea, dieron la señal de alarma.
Pero no era necesario, pues el hombre que desembarcaba ni usaba
armas ni armadura; vestía una raída sotana y llevaba un breviario
en la mano. Los soldados se echaron a reír cuando se enteraron
de que el hombre en cuestión era un enviado del rey contra Gon­
zalo Pizarra.
Con aquel equipo, podía el capitán Mejía permitirle que entrase
en la ciudad. ¿Lograría con dicho equipo ganar el puerto de Nom­
bre de Dios y el de Panamá con sus embarcaciones en ellos an­
cladas?
Lo logró. No tardó mucho en conseguir que Mejía besase el sello
real, y declarase estar dispuesto a defender la enseña que ondeaba
sobre Nombre de Dios por el rey, y no por Gonzalo. Se puso a las
órdenes de Pedro de la Gasea.
No fue poca la emoción de estas noticias en Panamá. Después
de ver que el rey no había enviado ningún caballero de capa y
espada, prevaleció la opinión de que la causa de Gonzalo iba bien.
La gente ardía en deseos de ver al hombre desarmado.
El 13 de agosto de 1545, Pedro de la Gasea fue recibido solem­
nemente por el gobernador, los alcaldes y por el capitán Hinojosa,
hombre de Gonzalo, en Panamá. Alonso de Alvarado había realiza­
do buen trabajo preliminar, explicando la misión del oidor así:
el rey quería manifestar su voluntad en el envío de un religioso;
no pretendía solucionar el problema por la fuerza, sino satisfacer
a sus vasallos y restaurar la paz en tierras de Indias.
La prudente y reconciliable postura del oidor se atrajo pronto
al gobernador de la ciudad y la mayoría de los oficiales. Hinojosa,
que por su lealtad se creía obligado a Gonzalo, vacilaba. Era un
hombre importante, por tener influencia dentro del campo de Gon­
zalo y ser almirante de la flota.
El asunto de La Gasea dio un paso decisivo con la llegada el
13 de noviembre de una embajada de la Ciudad de los Reyes, al
frente de la cual iba Lorenzo de Aldana. La misión de éste era
obstaculizar o hacer imposible la encomienda del oidor, al cual
debía invitar a que cancelase su viaje al Perú, pues Gonzalo Pizarra
no podía garantizarle su seguridad, y que regresase a Castilla. El
embajador Aldana había recibido secretos plenos poderes de Gon­
zalo (según Herrera) para dar muerte a Pedro de la Gasea, si era
posible hacerlo de un modo oculto.
Mas la embajada le sirvió a Lorenzo de Aldana de oportuno ca­
mino para alcanzar el puesto de representante del rey. A su llegada
a Panamá, se entrevistó inmediatamente con Hinojosa y le puso
al corriente de los sucesos ocurridos en Lima, ante todo de la eje­
cución del hermano del virrey Vela Núñez; ejecución que había

313
causado aversión general. Como resultado de esta entrevista, los
dos ofrecieron sus servicios a Pedro de la Gasea.
£1 19 de noviembre, Hinojosa izó la enseña del oidor en sus
naves.
Pedro de la Gasea empezó la lucha por las conciencias, antes de
decidirse a hacerlo por las armas. Incansable, informaba a través
de emisarios y cartas a todas las capitanías generales de los recon­
ciliables deseos del rey, y de sus plenos poderes, por éste otorgados,
para restablecer la paz y la justicia.
Envió al hidalgo Panlagua a la Ciudad de los Reyes, con una
carta de Su Majestad, y otra personal para Gonzalo.
Carta del Rey:

Gonzalo Pizarro: Por vuestra carta y otras relaciones, se me


ha enterado de los disturbios que han seguido a la llegada de nues­
tro virrey... Estoy muy seguro de que. ni vos ni vuestros seguido­
res lo habéis hecho con el propósito de desobediencia, sino por la
dureza e intransigencia del virrey...; a eso, se debe el motivo...
Hemos enviado a Pedro de la Gasea con plenos poderes para que
restablezca el orden... para bien de los colonizadores y de los na­
tivos... Por consiguiente, os encargo que le sirváis como a mí mis­
mo. Guardo en la memoria los servicios que vos y vuestro hermano,
el marqués don Francisco Pizarro, nos habéis prestado, a cuyo
efecto sus hijos y hermanos han ganado nuestro favor en sus de­
mandas. Vento a 26 de febrero de 1546. — Yo, el Rey.

Carta del oidor:

Ilustre señor: -...cuya bondad seria suficiente para borrar cual­


quier mancha en el escudo de armas de vuestro linaje... — Escribe
esto después de una prolongada salutación; la carta es extensa,
y hace una serie de advertencias relativas a la ética de la lealtad al
rey. Luego expone casos de merecida lealtad y de castigada desobe­
diencia, diciendo que las crónicas de España y de Ultramar ofrecen
numerosos ejemplos. Y concluye— : Que, en su infinita bondad,
Dios guíe a vuesa merced para hallar lo que en estos menesteres
sea en bien de vuestra alma, honra y hacienda, y que El guarde
en su santidad la ilustre persona de vuesa merced. Panamá a 26 de
septiembre de 1546. Vuestro servidor q. b. v. m. — Pedro Gasea.

El hidalgo Hernández Paniagua iba acompañado del dominico


fray Francisco, quien se había encargado de la escabrosa misión
de divulgar el contenido de ambas cartas, «el perdón general y la
derogación de las nuevas leyes», por todo el país.
Gonzalo Pizarro presentó las dos cartas, y con ello la oferta de
reconciliación, a sus principales consejeros, el magistrado Cepeda

314
y Carbajal, que se encontraba con el esplendor y las riquezas de
las minas de Potosí. El anciano guerrero opinó sobre el ofreci­
miento del rey:
— Las cartas de De la Gasea son más peligrosas que un escua­
drón de caballería. —dijo, además, que le pavimentaría con lingotes
de oro y plata el camino al oidor.
El magistrado Cepeda opinaba de distinto modo. No estaba se­
guro de que el perdón general le alcanzase a él, y con mordacidad,
advirtió:
—Os preocupáis de palabras que prometen mucho, y no garan­
tizan nada.
Peto el anciano sabia lo que significaba alta traición, y que su
situación no era sino la de los traidores. Le sonrió al magistrado
y le respondió con ironía que ello no era precisamente lo que él
buscaba; pero si se trataba de perder la cabeza, creía tener, como
otro cualquiera, suficiente cuello para el dogal1.
E l ofrecimiento de La Gasea fue rechazado. Pero, no obstante
los esfuerzos para silenciarlo, Gonzalo no podía evitar que fuese
conocido el mensaje del oidor. E l país estaba ya cansado de tiranía.
Todo lo que aún permanecía ligado a Gonzalo, era consecuencia del
temor al castigo; pero éste desapareció, y sobrevino la deserción
de los partidarios, que tanto preocupaba a Gonzalo; al principio,
fue de un modo reservado, y luego, definitivo.

La razón quiebra la fuerza

Junto con Lorenzo de Aldana, había llegado a Panamá el obispo


de Lima, Loaysa. Después de haber escuchado el parecer del obispo
y el de otras personas expertas, Pedro de la Gasea se convenció de
que a Gonzalo sólo se le podía hacer desistir por las armas. Cir­
cunspecto, reunió tropas de Centroamérica y de las islas. Como
Gonzalo pagaba buena soldada, el oidor, parco de por sí, no fue
menos magnánimo que el otro en este sentido.
Al mando de Lorenzo de Aldana, navegaban a toda vela cuatro
veleros con trescientos hombres a bordo por las costas del Perú.
La aparición de tan probado amigo de Pizarro en' el bando del
oidor, debió de producir una crisis de confianza en el campo de
Gonzalo. El comandante de Trujillo, capitán Diego de Mora, quería
llevar personalmente la noticia a Lima. Estaría meditando profun­
damente acerca de qué bando tenía razón, cuando se desprendió
de su sable y gobernó el caballo a trompicones. Pero un claro indi­
cio le hizo dar vuelta a la caballería, para regresar a Trujillo, llevar
1. Asi en Gsicilsso el Inca, lo cual condena con lo dicho por Pedro Pizarro.
Conf. H e m o u : Ote. V III, lib. II, 11; lib. III, 10.

315
su mujer y sus bienes a un barco y hacerse a la mar. Por la noche,
se encontró con las embarcaciones de Lorenzo de Aldana y, como
éstas necesitaban víveres tomaron juntas rumbo a Trujillo, que
sirvió de primer punto de apoyo a Pedro de la Gasea, en Perú.
El capitán Mora envió emisarios por todo el país e invitó a todos
los que quisiesen servir a la causa del rey a reunirse en Cajamarca.
Toda la región norteña siguió al llamamiento. Barcos que iban
a zarpar del Callao, se unieron a la causa del nuevo oidor.
Por aquel tiempo, residían en Perú seis mil españoles.
De la noche a la mañana, se concentró la tormenta que deshizo
la breve dicha de Gonzalo.
Pizarra movilizó todas las fuerzas militares del país, para lo
cual se disponía de suficiente oro y plata. Nunca se había pagado
tan buena soldada como entonces; pero muchos ya habían deser­
tado al bando contrario. El capitán Pedro de Puello fue muerto en
Quito, al declararse en favor de Gonzalo.
En Lima, el cuartel general estaba en sesión permanente; los
ánimos estaban excitados y eran inseguros. En Trujillo, se había
establecido el enemigo. Todo el país ansiaba el magnánimo ofreci­
miento de una amnistía, por lo que seguía renuente a la fuerza. Los
puertos estaban vigilados por los barcos de Aldana.
Se acabaron las fiestas. Cada uno se mordía la lengua, pues era
suficiente una palabra para pagar con la cabeza. No pasaba día en
que una persona distinguida se levantase por la mañana repleto
de salud y, al llegar a la noche, hubiese pagado con la vida.
En la ciudad reinaba un desazonado malestar. Carbajal pensaba
si no seria mejor retirarse a Chile. Pero Diego de Centeno ya había
alcanzado las elevaciones de Arequipa; con cuarenta hombres con­
siguió dar un golpe audaz en Cuzco, llevarse el erario militar, salir
de allí con el dinero, y hacerse fuerte en la parte meridional de
Charcas.
Gonzalo envió al capitán Juan de Acosta a Cuzco para asegurar
las tierras altas; pero parte de la tropa de éste también de­
sertó.
Pedro de la Gasea había ganado una batalla en la lucha por
las conciencias.
El magistrado Cepeda intentó llevar a cabo una contraacción:
reunió los ciudadanos de Lima. Gonzalo les recordó las hazañas de
su hermano, y les exigió que tomasen una «determinación libre».
Quien osaba decir una palabra en contra, le costaba la cabeza.
Era uno de aquellos desatinados gestos que a menudo preceden
a las grandes catástrofes. Se comprende que en tales circunstancias
nadie levantase la mano para manifestar su desacuerdo con Gon­
zalo.
— ¿Qué pretendéis con ese juego? —inquirió Carbajal, sarcásti­
co—. ¿Creéis que esta manifestación de lealtad durará más que lo

316
que la marea en llegar a la costa, cuando hayamos salido de la
ciudad?
Tras aquel solemne compromiso manifestado por los ciudada­
nos, Gonzalo pasó con no menos solemnidad revista a las tropas,
para salir a banderas desplegadas de la Ciudad de los Reyes hacia
las tierras altas, donde lo esperaban los campos de batalla enfren­
te de Cuzco.
Desde su primer campamento, buscó el modo de entenderse con
Aldana. Pero Aldana se había puesto al servicio del rey. Su parla­
mentario, capitón Peña, sólo pudo decirle a Gonzalo que acep­
tase las condiciones de La Gasea; que era poco probable que el
rey nombrara gobernador a Gonzalo; pero que tanto él como el
país ganarían mucho si aceptaban la benevolencia de Su Majestad.
Esto no era ninguna salida para Gonzalo. Despachó a sus segun­
dos; ya solo con Peña, le ofreció a éste 100 000 pesos oro si le
entregaba la flotilla de galeones. El capitán contestó que estos asun­
tos no eran de su incumbencia. Pasó una horrible noche en el cam­
pamento de Gonzalo; a la mañana siguiente, regresó a sus barcos,
canjeado por Juan Fernández, alcalde de Lima donde estaba en
rehenes. Peña salió no sin antes haber divulgado secretamente las
resoluciones de la Corona; por su parte, el alcalde hizo lo mismo
en la ciudad con unas copias que había recibido de los barcos.

Los campos de batalla en el país montañoso

Tras el fracaso de las últimas negociaciones, se elevó el número


de desertores hacia el bando del rey. «Ninguno osaba mirar en los
ojos del otro.» Se ahorcaba a quienes capturaban en acto de deser­
ción. Sólo Hernán Bravo pudo librarse de ser ahorcado, gracias
a la intervención de su hermana Inés, «mujer noble, inteligente y
de elevada moralidad». En tales condiciones, aceleraba Gonzalo su
marcha hacia el país montañoso.
Por aquel entonces, empezó Carbajal a cantar la copla:

Estos mis cabellicos, madre,


dos a dos me los lleva el aire*.

Aldana iba eliminando la influencia de Pizarra en sus barcos;


mientras, había enviado patrullas para que reconociesen el litoral
y acogiesen a los fugitivos.1

1. He aquf la estrofa entera: E stol m is tobillos, medre / io s o io s me los llevo


el oiré / No s í ové pendencio es ésto / del oiré con m is esbeltos, I o si enamorsdo
iettos / tes hoce retólo y tiesto; / de tsl suerte tes molesto / oue cogidos ol desgoire /
dos o io s "te los llevo e l oiré.

317
El 9 de septiembre de 1547, el estandarte del oidor fue izado
en la Ciudad de los Reyes. Echadas las campanas al vuelo, Aldana
hizo su entrada en la jubilosa ciudad. De las montañas y selvas
acudían desertores con los que se engrosaban las filas reales.
Gonzalo perdió toda esperanza de poder mantenerse en el Perú.
En quince acémilas, mandó transportar su oro a un paraje desha­
bitado, para que allí fuese enterrado. Por su parte, se dirigió con
doscientos ochenta hombres hacia Arequipa, donde Acosta reforzó
la columna con doscientos soldados más. Era todo lo que quedaba
de su pequeño ejército.
Dada la situación, pensó retirarse a Chile. Pero los puertos esta­
ban tomados por Diego de Centeno con una fuerza de casi dos
mil hombres. ¿Quedaría otra salida que la negociación?
Las circunstancias eran deprimentes aun para el mismo Gon­
zalo, a quien los obispos habían jurado serle leales apenas hacía
un año; aún más, se había propuesto enviar una legación a Roma,
pata recibir de manos del Padre Santo la corona del Perú1. Mas,
ahora, no había otra salida que recordarle a Centeno la vieja amis­
tad habida entre los dos, y pedirle que le permitiese el paso hacia
Chile, eligiendo así su propio destierro.
Diego de Centeno contestó con mucha cortesía diciendo que le
honraba servirle en todo lo que no estuviese en contradicción con
la obediencia al rey. El paso por los puertos de la cordillera, lo
estaba.

La batalla de Huarina

De este modo, Gonzalo se vio obligado a luchar por abrirse cami­


no al destierro. Las perspectivas no eran buenas. Pero el viejo Car-
bajal, cuyos criados negros no tenían un momento de reposo en su
ministerio, aceptó el reto con gran satisfacción. Sabía que la estra­
tegia del bando real era bastante deficiente.
Como preludio, Juan de Acosta dio un temerario golpe por sor­
presa en el centro del campamento de Centeno. Sólo la vigilancia
de sus sirvientes negros salvaron al capitán. Pero Acosta se retiró
sin sufrir baja alguna, y sembró la confusión.
El 20 de octubre de 1547, los dos ejércitos se enfrentaron, de­
lante de los ventisqueros de la cordillera Real, en los ondulosos
campos de Huarina, situada a mil metros sobre el nivel del lago
Titicaca. Los pífanos y las trompetas sonaban en el rojo amari­
llento de la colina, donde los campesinos aimaraes cavaban los pa­
tatales con azadas de madera; aquí, es la patria de la patata. De1

1. ItaUEXA: Déc. V III, lib. II, 11.

318
la orilla del lago, venían describiendo círculos bandadas de halietos,
como si olfateasen el botín que recogerían por la noche.
El capitán Centeno disponía de doscientos jinetes, ciento cin­
cuenta mal adiestrados tiradores y un considerable contingente de
infantes. Enfrente, estaban Gonzalo, Cepeda y Carbajal con ochenta
jinetes, ciento cincuenta lanceros y una sección de doscientos tira­
dores. Carbajal, que conocía bien el paraje, estaba al mando de las
fuerzas.
El anciano se detuvo a unos seiscientos pies de la línea enemiga.
Y Centeno avanzó cien pasos y ocupó allí una posición; su gente
ya consideraba ganada la batalla, dado su mayor número de hom­
bres.
Carbajal confiaba en su táctica y potencia de fuego; perma­
neció tranquilo esperando que el contrario atacase.
También el experto comandante de las fuerzas reales Cristóbal
de Hervás, que era llevado en silla de manos porque padecía artri­
tis, aconsejó esperar.
«Pero —comenta el cronista— los religiosos vascos con su co­
lérico temperamento estimularon a Centeno, diciendo que las tropas
reales mancharían su honor si atacaban.»
Mientras, Carbajal hizo la suya estimulándolos con unas salvas.
Cuando el enemigo se lanzó al ataque, dejó que se acercara hasta
tenerlo a tiro de arcabuz. Su primera descarga hizo un estrago,
pues cayeron ciento cincuenta atacantes. Se había decidido la suer­
te de la batalla.
Mientras la caballería real ponía en apuro a Gonzalo, que se
salvó por la rápida ayuda del capitán Garcilaso1, la infantería esca­
pó a la desbandada, de suerte que sembró el pánico entre sus pro­
pias fuerzas montadas, las cuales también huyeron. Carbajal con­
tuvo sus fuerzas, pues, si se lanzaban a la captura de los estandar­
tes reales, podían descarriársele.
Huarina fue escenario de la más sangrienta de las pérdidas
entre españoles en Perú. Al día siguiente, los indios enterraron a
quinientos muertos en el campo; si se tiene en cuenta que las
fuerzas de los dos bandos sumaban unos ochocientos hombres, su­
pone un número de bajas extraordinariamente alto.
Carbajal tuvo un día excelente. Se celebró una fiesta con el
botín cogido al enemigo; luego, se festejó la victoria en Cuzco.
Aquel día y el siguiente, les dio mucho trabajo a sus sirvientes
negros. Tras encontrarle al franciscano Pantaleón mensajes de La
Gasea, mandó que lo colgasen de la pared de una chulpa1, pues no
había árboles en aquel paraje. Como le hizo gracia, se dirigió a
Gonzalo, y le dijo:12
1. Fue el padre del cronista Garcilaso el Inca y fuente de detalles para sus crónicas.
2. Sepulcro de piedra de los antiguos aimaraes, que se encuentran en la puna en
algunos lugares de Bolivia y del Perú.

319
—Venga vuesa merced; quiero enseñaros un monje que está ve­
lando una sepultura...
Cuando Gonzalo vio al ahorcado, chilló enfurecido:
— ¡Que el diablo cargue con vos...!
Con voz reposada, Carbajal respondió:
—Ese monje era un diligente correo del clérigo (asi llamaba a
Pedro de la Gasea, en tono zumbón)... Le sentará bien descansar
un poco.
La inesperada victoria de Huarina significó un cambio en la
situación. ¡Ninguno pensaba en Chile!
Con abundante botín, y trescientos prisioneros, los vencedores
regresaron a Cuzco. Centeno había logrado escapar por Arequipa
hacia Jauja, donde Pedro de la Gasea acampaba con sus fuerzas
militares.
En Cuzco, continuaban los festejos. Garcilaso el Inca cuenta
una escena, que su padre le había transmitido, ocurrida en casa
de Carbajal:
«Como el vino costaba a trescientos pesos arroba, perdieron
los invitados todo comedimiento y, desacostumbrados al vino, no
tardó éste en hacer su efecto, de suerte que empezaron a quedarse
dormidos, unos en la silla, otros al lado de ella; cada cual como
cayó...
»Entró la señora, Leyton, la mujer de Carbajal, y exclamó desa­
zonada:
»— ¡Pobre Perú! ¡Qué traza tienen los que han de gobernarlo!
*— ¡Calla, vieja roñosa! — repuso Carbajal— . ¡Deja que duerman
un par de horas! ¡Cada uno de ellos podría gobernar medio
mundo!»
Carbajal tampoco era delicado con las demás mujeres. Como
la mujer de Villegas no cesaba de echarle en cara el haber hecho
dar muerte a su marido en Huarina, mandó ahorcarla en el arco
crucero de la ventana de su casa, con el fin de advertir que no le
gustaban los discursos impropios.
Por lo demás, el viejo guerrero se dedicaba a la fabricación de
pólvora y cañones de armas de fuego. Sin embargo, no había va­
riado lo más mínimo el desenlace de sus luchas, en las que el octo­
genario se permitía conocer la vida en un salvajismo que apenas
había conocido hasta entonces.

Pedro de la Casca evoluciona lentamente

Entretanto ha transcurrido un año.


A mediados de junio de 1547, el oidor se encontraba en Tumbes,
donde le fue entregada una copiosa correspondencia sobre el fa-

320
vorable desarrollo del país. Escribió a la vecina capitanía general
del Nuevo Reino de Granada (Colombia) y a Benalcázar, pidiendo
ayuda para la acción definitiva.
El mando supremo de las fuerzas lo ejercía Pedro de Hinojosa,
que estaba reuniendo tropas en Jauja, adonde Pedro de la Gasea
se trasladó acompañado de numerosos misioneros y licenciados,
cuyas relaciones eran para él un complemento con las de perso­
nalidades importantes y colonos. La prudencia de sus medidas, el
cumplimiento de la palabra dada y la renuncia al empleo de la
fuerza, crearon un ambiente de confianza e hicieron anhelar a
cada uno una vida sosegada, después de los mil muertos que había
costado la lucha del año anterior.
El 29 de diciembre, el oidor salió de Jauja con cuatrocientos
jinetes, quinientos infantes y setecientos tiradores. Había logrado
hacer cicatrizar la herida de Huarina en los corazones de sus hom­
bres. El tiempo no lo apremiaba. El tiempo es lo que de él se sabe
hacer. Y La Gasea hizo del tiempo un campo de batalla en el que
día tras día iba venciendo a su enemigo.
En Andaguaylas, el tormentoso mes de enero, con lluvias frías
y caminos cubiertos de barro, obligó a hacer el último alto en el
camino. Tenía que atender a cuatrocientos enfermos. También
llegaron más amigos: Diego de Centeno con cien caballos; Benal­
cázar, y Pedro de Valdivia, que había zarpado de Chile rumbo a
Lima, con el fin de buscar refuerzos necesarios para su inmenso
cometido en Chile. Ahora, se había puesto decididamente a defen­
der la causa del rey; Valdivia pertenecía al reducido grupo de ofi­
ciales profesionales, y se había distinguido en las campañas de Ita­
lia. El oidor lo estimaba, como si se hubiera presentado con una
compañía de lanceros; formó un consejo militar integrado por
Hinojosa, Gabriel de Rojas, el mariscal Alonso de Alvarado, Benal­
cázar y Valdivia.
A principios de marzo, disponía Pedro de la Gasea de un ejér­
cito de dos mil hombres y marchaba por el camino imperial de los
incas hacia Cuzco, como lo hiciera Francisco Pizarra catorce años
antes.
Benalcázar y Pedro Pizarra podían recordar aquellos tiempos.
En estas circunstancias, marchaba Pedro, hecho hombre en la
amarga experiencia, contra el último de los hermanos Pizarra en
aquellas tierras, al cual se le consideraba traidor al rey. En Aban-
cay, el ejército expedicionario con su gran convoy de abasteci­
miento alcanzó el profundo barranco del Apurimac. Gonzalo, que
dejaba discurrir las cosas con cierta despreocupación, había orde­
nado destruir al menos los puentes, y se consideraba protegido de
cualquier sorpresa más allá del otro lado del profundo barranco
del cauce.
Cabía esperar un duro trabajo de ingeniería, si el enemigo los

321
hostigaba desde el otro lado. Alonso de Alvarado debió de acor­
darse de cómo fue hecho allí prisionero por Almagro diez años
antes; su experiencia era valiosa. El maestro zapador López Mar­
tín tendió cuatro puentes sobre el barranco, para engañar al ene­
migo; pero se encontró con que el puente principal de Cotabam-
ba había sido incendiado en parte por los escuchas enemigos, ayu­
dados por indios. Con el fin de anticiparse a un fuerte contraataque
del contrario, se aceleró el paso: la infantería y caballería cruzó
a nado el cauce, la impedimenta fue trasladada en balsas, y las pie­
zas de artillería fueron llevadas a través de los puentes. Luego
de haber vadeado el río, quedaba por salvar una subida de dos
leguas.
La señal de alarma llegó tarde a Cuzco. La audaz contraacción
del capitán Juan de Acosta, para rechazar el destacamento de van­
guardia, fracasó porque dos de sus oficiales se pasaron de noche
a las filas contrarias y lo pusieron en conocimiento del mando
real; esta circunstancia imposibilitó llevar a efecto el ataque, y
Juan de Acosta se retiró hacia Cuzco, con lo que el camino ya no
ofrecía obstáculos. «Si en lugar de Acosta hubiera atacado Carba-
jal, nos hubiesen deshecho o puesto en un grave aprieto, por lo
menos», escribe Pedro Pizarra, sobre esta aventura.

Fin de Gonzalo Pizarro

Pues yo soy el sin ventura Gonzalo...

En este drama, ha llegado el momento de subir el telón del


último acto, para la salida de Gonzalo Pizarro.
Cuando llegó a Cuzco la noticia del fracaso de la operación
de Acosta, le dijo Carbajal con tono resignado e irónico a Gon­
zalo:
—Señor, nuestro Juan de Acosta ha hecho una acostada'. Ahora,
llegarán con muchos humos. A mi entender, lo mejor sería que
vuesa merced emprendiese el camino de regreso a Collao (Bolivia),
mientras yo me quedo con cien hombres, que escogeré, para enten­
dérmelas con ese clérigo.
¿Qué fin perseguía el anciano con esta propuesta? ¿Le daba
pena el joven Gonzalo porque no tenía confianza en el éxito? Tam­
bién Gonzalo había mandado ahorcar a muchos; pero nunca se dio
cuenta de lo muy cerca que tenía de su cuello el dogal. Quizás
para este hombre joven no estuviese claro que, día tras día, ha-1

1. Loa oyente* transmitieron fielmente la frase al cronista. Carbaji!, que le gustaban


los juegos de palabras, pronunció esta frase mordaz.

322
bía estado interviniendo en un juego peligroso, ni que era impo­
sible retroceder después de la batalla.
Carbajal sí se daba cuenta. Había corrido mucho mundo en Es­
paña, Italia y Flandes, y visto lo suficiente entre turcos y cristia­
nos. Había llegado a la conclusión de no creer en nada, en ningún
sentido. Su crueldad tenía una ironía metafísica. No se vengaba
de los hombres, sino de la existencia. Era como una burla de su
nihilismo cuando mandó ahorcar caballeros en las verdes ramas
de los árboles, un monje en la pared de la sepultura, y una ira­
cunda mujer en el arco crucero de la ventana de su casa.
¿Qué pretendía con sus cien seleccionados tiradores, hombres
como él? Perecer en el fuego de las armas, y no heroicamente,
sino como un simple estallido, como una vertiginosa caída en la
nada.
Después de haberse derrumbado el frente, huyó a caballo hacia
la lujuriosa selva de la margen del cauce, donde hubiera sido
apresado y descuartizado por su propia gente, si para amargura
suya no hubiese sido descubierto y sacado de allí por Pedro de
Valdivia. Ante la justicia, dijo con aplomo:
—Sólo podéis matarme.
Cuando, en su última noche, el licenciado Ganca le hacía re­
flexiones acerca de que, dada su inteligencia, podía haber encon­
trado un camino mejor para Gonzalo, escuchó con indolencia y no
dio respuesta alguna. Tras de haberle sido leída la sentencia, se
dejó inducir a rezar un padrenuestro y un avemaria. Luego no
dijo una palabra más.
Hemos adelantado un poco los acontecimientos.

El combate en Jaquijaguana

Gonzalo cometió el grave error de no seguir el sabio consejo


de su experimentado estratega; siguió el de sus impetuosos y jó­
venes oficiales que proponían tentar una vez más la suerte de
Huarina.
Con unos novecientos hombres de dudosa lealtad, avanzó ha­
cia Jaquijaguana, donde se habían librado muchos combates.
Gonzalo esperaba ver al ejército enemigo descender fatigado
y desordenado por las pendientes de las montañas; pero se quedó
suspenso, pues las tropas de La Gasea evolucionaban en perfecta
formación por los difíciles pasos de las alturas y descendían ro­
deando el valle. Gonzalo comprendió que se enfrentaba con un
enemigo superior a él. Preocupado, y no sin fundamento, porque
sus soldados pudieran cambiar de frente en la primera oportuni­
dad que se les ofreciese, decidió mantenerlos detrás de la colina

323
de Jaquijaguana, para que no se diesen cuenta de la superioridad
del enemigo.
Cuando a la mañana siguiente, 8 de abril, Carbajal detuvo su
experta mirada en la evolución táctica de las fuerzas reales, com­
prendió que estaban dirigidas por un mando militar competente,
y exclamó:
— ¿Es obra de Valdivia o del diablo?
La línea del frente estaba formada por trescientos lanceros,
flanqueados por dos unidades de ciento veinticinco arcabuceros
al mando de los capitanes Mejía y Palomino, respectivamente. Otra
unidad de asalto compuesto de ciento cincuenta arcabuceros ocu­
paba un posición enfrente de la infantería de Carbajal. Detrás
de ellos ondeaba el pendón real delante de un numeroso escua:
drón de caballería, flanqueado también por dos compañías de lan­
ceros reforzadas por dos secciones de arcabuceros, respectivamen­
te. Pedro de La Gasea tenía de reserva un escuadrón de doscientos
jinetes, otro de ciento cincuenta al mando de Benalcázar, además
de las unidades montadas de Centeno y otros oficiales. El núcleo
de las fuerzas militares españolas con sus relevantes caudillos en
la América meridional, estaba concentrado en este valle enfrente
de Cuzco.
Temporalmente se extendía una espesa niebla sobre los cauda­
losos declives del terreno, y soplaba el viento frío de las cúspides
cubiertas de nieve.
De la Gasea demoraba la pelea, con el fin de dar tiempo a que
la gente de Gonzalo meditase. Por otro lado, se encontraba en
condiciones desfavorables, pues estaba expuesto al insoportable
frío de la altiplanicie y tenía dificultades en el abastecimiento. En
cambio, Gonzalo tenía asegurada la intendencia y acampaba en el
valle, protegido de las inclemencias de las elevaciones.
Gonzalo y sus amigos estaban impacientes y deliberaban tratan­
do de encontrar una solución. Al anochecer, Carbajal aconsejó,
como había hecho en Huarina, intentar un ataque nocturno por
tres sitios. Poco después, notó la falta de los dos oficiales Nava y
Núñez del Prado. No era difícil adivinar qué camino habían to­
mado. Por esta razón, se abandonó la idea de aquella acción, y se
esperó al día siguiente.
Los dos desertores llegaron la misma noche a la tienda de cam­
paña del oidor y le pidieron que demorase el comienzo de la ba­
talla porque las tropas de Gonzalo estaban dispuestas a desertar
en masa.
El amanecer siguiente encontró a las fuerzas reales en sus po­
siciones.
Las huestes indias que seguían a Pizarra, abandonaron sus lí­
neas y ocuparon sus habituales puestos como observadores en las
laderas de las montañas.

324
Hinojosa y Pedio de Valdivia avanzaban paso a paso con su
artillería y batallones de arcabuceros, sin ponerse al alcance de las
armas de fuego enemigas. £1 frente de Gonzalo parecía esperar
tranquilo el ataque.
De repente, se produjo un movimiento de deserción en la pri­
mera línea: un jinete corría veloz por el campo hacia las filas rea­
les; era el magistrado Cepeda, perseguido tenazmente por el ca­
pitán Martín de Sicilia; éste dio una estocada al caballo del de­
sertor y se dispuso a matar al jinete, lo cual evitaron la oportuna
intervención de las lanzas de La Gasea.
Cepeda había aconsejado ir a la negociación antes de dar la
batalla; pero, en el momento decisivo, su consejo tropezó con
la oposición de Carbajal, quien entendía que se había desperdi­
ciado el momento de hacerlo. Con este gesto, abrigaba Cepeda la
esperanza de ganarse la indulgencia del oidor y, así, poder salvar
la cabeza.
En realidad, la postura de Cepeda trajo consigo el resquebra­
jamiento de un puntal. Las fuerzas de Gonzalo empezaron a des­
moronarse. A la misma hora, desertaron varios oficiales, entre
quienes se encontraba el prestigioso Garcilaso de la Vega.
No obstante, los arcabuceros de Gonzalo continuaban haciendo
descargas, innecesarias, sobre el valle. Aumentaba el número de
desertores; éstos le pedían al oidor, el cual estaba junto con el
obispo de Lima en primera línea, que no empezase la batalla, para
facilitar la deserción de las unidades. El capitán Centeno se ade­
lantó con el estandarte de su unidad hacia las posiciones defen­
didas por soldados suyos, hechos prisioneros por Gonzalo en Hau-
rina, lo hizo con el deseo de que se acercasen formados. Gon­
zalo dio la orden de ataque demasiado tarde, si es que se puede
hablar así. Sus unidades se rindieron sin lucha. Muchos capita­
nes se quedaron solos, y no sabían si luchar o morir, huir o entre­
garse prisioneros.
Gonzalo presenció en compañía de Carbajal y de Acosta el de­
rrumbamiento de su enorme poder.
Por última vez, Carbajal canturreó:

Estos mis cabeüicos, madre,


dos a dos me los lleva el aire.

y dio vuelta a su montura dirigiéndose cuesta abajo hacia el río.


Gonzalo fijó la mirada en los ojos de su amigo Juan de Acos­
ta; este valiente capitán le fue leal en todo momento: en la selva, en
Haurina, y en este amargo instante.
—Todos se pasan al lado del rey —le dijo— . ¿Qué hacer, her­
mano Juan?
— Señor —contestó éste— , atacar y morir como los romanos.

325
Pero Gonzalo empezó a comprender el profundo sentido de su
situación; de la misma manera que don Quijote a la hora de la
muerte desanduvo el camino de sus sueños caballerescos hacia la
gran realidad. No se trataba de caer rindiendo el estandarte, sino
de reconocer el error y cargar con la responsabilidad.
—No; hermano Juan —objetó Gonzalo— , es mejor morir como
cristianos...
No lejos de allí se encontraba Pedro de Villavicencio, sargento
mayor de la provincia; cabalgó hacia él, y le dijo:
— Pues soy el sin ventura Gonzalo Pizarra, y me entrego al rey.
Tras pronunciar estas palabras le entregó la espada. Y así fina­
lizó todo: una vida, un sueño.
Villavicencio condujo al prisionero a donde estaba el oidor.
Gonzalo aparecía magnífico en su corcel bayo, del que solía decir:
«Cuando voy montado en mi caballo, me da igual que me ataquen
diez o veinte mil indios». Sobre la cota de cuero llevaba puesto
un vestido de raso blanco, y cubría la cabeza con un sombrero bor­
dado de oro. Los argénteos y dorados adornos de la brida res­
plandecían heridos por los deslumbrantes rayos de sol de aquel
8 de abril de 1548. Esta magnificencia no era vanidad, sino la ex­
presión de su autónomo poder, de su confianza en sí mismo. Se
había equivocado. Pero era un Pizarra, que conocía sus méritos
y había sido cuatro años rey de estas tierras, sin el favor de la
Corona. En el diálogo entre él y La Gasea no demudó su magnífico
porte cuando éste le echó en cara su desagradecimiento al rey
«que había alzado a Pizarra del suelo».
No obstante su rigor y sobriedad a De la Gasea le impresionó
el porte del prisionero. Gomara escribe: «Gasea dijo: ”Ha gober­
nado bien para ser un tirano” . Después de haber revisado los de­
cretos publicados por Gonzalo»1.
Refiriéndose al diálogo entre estos dos hombres, Gomara dice
que Gonzalo contestó al reproche del oidor con las siguientes pa­
labras:
«Señor, yo y mis hermanos hemos ganado estas tierras a expen­
sas nuestras, y no creo haber pecado si intenté gobernarlas de
acuerdo con la palabra de Su Majestad... Para descubrir este pais,
se bastó mi hermano. Para conquistarlo, como lo hemos conquis­
tado, lo hicimos a cuenta y riesgo nuestro; para ello fuimos ne­
cesarios cuatro hermanos y nuestros parientes y amigos. Su Ma­
jestad puede haber honrado a mi hermano con el marquesado;
pero no le ha concedido ninguna condición, ni nos ha sacado de
la nada; porque somos hidalgos de reconocido solar desde que se
asentaron los visigodos en España. A los que no lo sean, puede Su
Majestad con ministerios y dignidades sacarlos de la nada en que

l.C o n f . G omara: Historiadora primitivo! de In d ia , píginxi 269 y 279.

326
se encuentran. Y como éramos venidos a menos, salimos al mundo
y hemos ganado este imperio y se lo hemos entregado a Su Ma­
jestad, con el fin de poder quedarse...»
Son las palabras de un hombre escueto y altivo, las cuales el
cronista anotó complacidamente.
Aquella misma tarde, Pedro de la Gasea formó un consejo de
guerra, integrado por personas destacadas como Valdivia, Hiño-
josa, Bcnalcázar y Alonso de Alvarado. Al licenciado Cianea y a
Alvarado se les encargó que levantasen el acta de acusación. La
sentencia sería anunciada antes de ponerse el sol. Se le acusó de
despotismo y de alta traición, y se le condenó a morir decapitado.
La cabeza de Gonzalo debía ser puesta en la picota, derribadas
sus casas en Cuzco, espolvoreado con sal el solar que quedase
de ellas, y puesta en él la siguiente inscripción: A quí estuvieron las
casas del traidor Gonzalo Pizarro.
A igual pena fueron condenados los oficiales más destacados de
Pizarro, sin tomar en consideración su condición de hidalgos. A
Carbajal se le condenó a morir descuartizado, por las crueldades
que había cometido*. La escaramuza de Jaquijaguana sólo costó
quince o veinte muertos.
El reo pasó su última noche en compañía de Centeno, el ven­
cido en Huarina, el amigo entrañable que lo trató con el mismo
respeto que en sus días de gloria y fama. Sobre la medianoche,
Gonzalo salió de la meditación en que estaba sumergido, y pre­
guntó:
— ¿Estamos bien seguros esta noche, señor?
(Le preocupaba que vinieran por la noche y lo matasen, «por­
que él sabía de cierto —advierte Garcilaso el Inca, con simpa­
tía— , que cada hora de su vida les parecía a sus enemigos un
año».)
— Puede dormir tranquilo vuesa merced —contestó el capitán— ;
no cabe pensar en cosa semejante.
Tras lo cual el sentenciado se acostó y durmió un rato.
Al amanecer, pidió un confesor con quien estuvo hablando hasta
mediodía. No se habló de lo pasado.
La sentencia debía ser cumplida por la tarde.
Vestido con su mejor ropa de terciopelo amarillo bordado de
oro, cubierta la cabeza con un ostentoso sombrero, como en una
gran fiesta de la vida, y acompañado de oficiales y monjes, subió
el que fue soberano de las vastas regiones de la América meridio­
nal al patíbulo, sin dar muestras de amargura, y ante una for­
mación de trescientos arcabuceros y doscientos jinetes. En la
mano sostenía una imagen de la Virgen, que él, así como su her­
mano Francisco adoró como buen extremeño toda su vida, y
1. La crueldad de Carbajal fue proverbia! durante mucho tiempo. En el Perú ae
decía: «Cruel como Carbajal». Conf. G omara: 1: c. p. 273.

327
en su nombre había hecho muchos favores y perdonado vidas.
En medio del silencio conmovedor de la tropa, contempló una
vez más las montañas y las planicies, escenario de sus hazañas y
victorias. Luego, se arrodilló, besó la cruz del patíbulo y esperó
al verdugo. Cuando éste iba a vendarle los ojos, lo rehusó y le
dijo:
—Déjalo. Estoy acostumbrado a mirar la muerte en los ojos...
Cumple bien tu ministerio, hermano Juan.
—Se lo prometo a vuesa merced —respondió éste, respetuosa­
mente.
El acero resplandeció al reflejo del sol..., y así, finalizó un he­
roico y sangriento capitulo de la conquista.
«Murió como un cristiano, sin otra cosa que decir, con gran!
porte y dignidad», escribe Gomara.

El capitán Centeno le compró al verdugo el vestido del ajusti­


ciado. Así, Gonzalo no fue desprovisto de su ropa y, tal como iba,
recibió sepultura en el convento mercedario de Cuzco; al lado de
los dos Almagro... «Como si el Perú no tuviera suficiente tierra
para sus conquistadores», escribe el cronista.
Sobre sus sepulcros, en la cripta del convento, se podrían es­
cribir estos versos de Calderón:

Tan parecidas a los sueños son las glorias...


20

HERNANDO LUCHA POR LOS DESPOJOS


DE LOS PIZARRO

Ha terminado la aventurera historia de la vida y muerte de


Francisco Pizarra y de sus hermanos. Eso fue cuanto sucedió.
Sin embargo, esta historia quedaría incompleta sin la referen­
cia de la tenaz lucha del superviviente Hernando para sacar el
mayor partido posible de los despojos del fracaso de sus herma­
nos, y salvar el nombre.
Ninguno de los hermanos era tan apropiado para este difícil
cometido como él, para lo cual parece haber quedado con vida.
Era el más experimentado y perseverante de ellos, cualidades in­
dispensables para bregar con los tribunales de la época, cuando
había que comparecer ante ellos; mientras el ojo del fiscal estaba
puesto en las inmensas propiedades de herencias peruanas que
continuaban existiendo.
La última vez que vimos a Hernando fue en Cuzco, donde, lleno
de sombríos presentimientos, se despidió de su hermano Fran­
cisco.
Llevaba un valiosísimo equipaje de «ladrillos de oro» para el
rey. Sabía la importancia que esto tenía, dado el ruido que la
ejecución de Almagro había promovido, así como el levantamiento
del acta de acusación por tan importntes amigos del ajusticiado
como Núñez Mercado, Gutiérrez y Diego de Alvarado.
Le preocupaba menos la piratería inglesa que la Audiencia de
Panamá, la cual, como vimos, eludió dando un rodeo por Méjico. El
ser allí detenido y puesto de nuevo en libertad por orden del
virrey Antonio de Mendoza, fue una advertencia suficiente para
interrumpir su viaje de regreso en las islas Azores hasta que de
Sevilla recibió seguridades tranquilizadoras.
En el Consejo de Indias, los méritos de Pizarra eran vivamente
tenidos en cuenta; pero ello no impidió que el tribunal de Valla-
dolid procediese contra él, por los cargos de los amigos de Al­
magro. Por consiguiente, Hernando sufrió prisión desde 1540 has­
ta 1561; primero, en Madrid, y, luego, en el castillo de La Mota,
en Medina del Campo.
Durante este tiempo, y aun después, se tramitó el proceso en
el que temporalmente intervino la Corona; porque ofrecía muchos
y muy importantes asuntos que aclarar.
En el asunto Almagro, al acusado le benefició la muerte de los
dos acusadores principales, Alvarado y el doctor Sepúlveda, asi
como la insurrección del joven Almagro, por lo que el asunto
tomó un cariz favorable a Hernando.
En 1545, se le condenó al destierro en Africa; pero la condena

329
fue conmutada por arresto en fortaleza, que cumplió rigurosa­
mente durante un año. Durante la rebelión de Gonzalo, su prisión
fue todavía más rigurosa; pero, en una carta, su hermano condi­
cionaba la capitulación por la libertad de él. En 1356, Hernando
fue condenado al pago de una multa de 8 000 pesos oro; y, en 1572,
la condena definitiva fue el pago de 4 000 pesos oro y la proscrip­
ción perpetua de tierras de Indias. Mientras, Hernando ya estaba
en libertad.
Con el oro peruano no se pudo hacer ninguna llave que le
abriese la puerta de la celda; pero sí hizo soportable la existencia
en ella. Durante varios años, la joven Isabel Mercado, hija de hi­
dalgos empobrecidos, le alivió la soledad de los días y las noches
en La Mota. Le dio dos hijos con la esperanza de poder casarse
más tarde.
Pero, en 1551, llegó a España la ya conocida por nosotros doña
Francisca Pizarra y Yupanqui, hija habida en el matrimonio de
su hermano con la princesa inca Inés Yupanqui Huayllas.
Los hijos del marqués habían sido legitimados por el rey. Y su
hija, dotada de la gracia por la unión de dos razas, viajaba como
una gran señora, para lo cual disponía de medios suficientes; su
padre la había hecho heredera de todas las propiedades de su
abuelo Huayna Cápac, que le habían sido legadas a su madre, y
que suponían los servicios de tres mil indios de la provincia de
Huyllas, además de la fortuna que el marqués le había dejado.
Se dispone de las cuentas de sus gastos de viaje, los cuales
fueron muy considerables.
Tras su llegada a Sevilla, la mestiza dirigió sus primeros pasos,
¿adónde, si no?, hacia la modista y el joyero. En la tienda de pa­
ños de Antón Segura compró paño y seda por valor de 150 pesos
oro; en casa del sastre Antón Olmos, dejó 10 pesos oro. En vestirse
gastó, según nuestros cálculos, 3 500 francos suizos. El joyero le
vendió alhajas por valor de 80 ducados de oro, y vajilla de plata
por 100 pesos oro; en este sentido, vendría bien equipada de su
patria. También era espléndida con sus criados. A uno negro le
fueron asignados 20 ducados, y a un indio, llamado Antón, la
considerable cantidad de 100 monedas de oro. El buen corazón
de la aristócrata iberoinca queda patentizado por una inscripción
en Panamá según la cual doña Francisca dio 150 monedas de oro
a una mujer necesitada. El galeno del barco recibió 20 monedas
de oro, «porque él nos atendió a todos durante la travesía». Aun­
que se silencia si fue afortunada o no dicha asistencia.
Los gastos de viaje, incluido el acompañamiento, sumaron 9 000
pesos oro (el peso seguía siendo equivalente a 4,6 gramos de
oro). Representa una cantidad principesca. Más de una vez, el
mismo emperador no pudo permitirse tales gastos.
El caballero Ampuero, que estaba casado con la madre de la

330
joven desde la muerte del marqués, llevó su entenada a TrujiUo y
a La Zarza, de donde la joven marquesa escribió una carta al rey
comunicándole su llegada y pidiéndole que le permitiese el besa­
manos. En representación de su padre, le contestó el príncipe y
regente Felipe, que acaba de llegar de Alemania.
Respuesta del príncipe:

Doña Francisca Pizarro: H e leído vuestra misiva en la que me


anunciáis vuestra llegada y la de vuestro hermano a este reino.
Me satisface que nuestro Señor haya querido que llegaseis bien.
El emperador no olvida los servicios del marqués don Fran­
cisco Pizarro, vuestro padre, de modo que podéis contar con su
afecto en todo lo que pudieseis necesitar. Toro, 28 de septiembre
de 1551. — Yo, el Príncipe.

Al principio, la familia peruana pensó quedarse en Trujillo.


Pero Hernando mandó a su sobrina, «joven, bella y muy rica», ir
a Medina del Campo, adonde llegó en noviembre.
Transcurrido un año, y con la debida licencia, se casó con la
heredera del inca y del marquesado. A la sazón, la joven contaba
diecinueve años de edad, y él acababa de entrar en el quincuagé­
simo año de su vida. Tras la muerte de su hermano Francisco, su
sobrina se convirtió en heredera de la cuantiosa fortuna de su pa­
dre. Y Hernando podía reunir en sus manos toda la hacienda de
los Pizarro, descontando la parte de Gonzalo que pasó a poder de
la Corona1.
El matrimonio fue feliz, según las fuentes de información. La
noble mestiza había heredado de su madre la paciencia y la hu­
mildad de las mujeres incas.
Durante su prisión en La Mota, Hernando había ido compran­
do, con cautela y lentitud, los labrantíos de La Zarza, así que lo­
gró alcanzar allí una imponente casa solariega. Se diedicó al co­
mercio, y tenía, además, considerables ingresos del Perú. Cuando
fue puesto en libertad, en 1561, y se trasladó con su floreciente es­
posa a La Zarza, era ya poseedor de una envidiable fortuna, con
todo y haber pagado dos considerables multas. (Su residencia fue
derruida durante la retirada del general Dupont, en 1808. Actual­
mente, quedan de ella restos de paredes, gastadas por la acción
atmosférica, y una torre, lo cual ha pasado recientemente a po­
der de un labrador.)
A un tiempo, surgieron los planes para hacer construir el pa­
lacio estilo barroco en la plaza mayor de Trujillo. Este palacio de
la Conquista, en cuya fachada están representados en finos relie­
ves los personajes históricos de los nuevos Pizarro, de Extrema-
1. Lo* bienes de P ia n o fueron afectado* por I** gravosas caigas fiscales durante
las campañas militares de Felipe II.

331
dura, y los de la estirpe de los incas, lo hizo construir Juan Her­
nando Pizarra, primer marqués de la Conquista.
En 1578, fundaron Hernando y su esposa el mayorazgo de su
casa1, y se habría podido llamar una historia justa, si en el título
de marqués otorgado por Carlos V hubiese figurado ya la estirpe de
los incas y la de los conquistadores a un tiempo. El dispar ma- i
trimonio tuvo cinco hijos. Pero se extinguió en la línea legítima
de descendencia, y la herencia pasó a la hija bastarda de Francis­
co, hijo de Hernando, llamada Beatriz Pizarra Inca.
Hernando acabó sus días viejo y ciego, según parece en 1578;
«el único Pizarra que murió en la cama».
En 1630, el rey Felipe IV otorgó al último descendiente de este .
matrimonio, Juan Hernando Pizarra, el título de marqués de Es­
paña. El nuevo marqués pasó su asiento a La Zarza, a la que dio
el nombre de La Conquista.
En su familia se extinguió la descendencia Pizarra-Inca y, por
una inaudita equidad de la Historia, el marquesado pasó, por vo­
luntad de Hernando y de Francisca Huyllas, a la rama Orellana-
Pizarro, y precisamente a través de la abandonada Isabel Mercado,
que con él había compartido la soledad en La Mota*.
Así, pues, nuestra historia ha vuelto a su punto de partida, a
La Zarza. El nombre que actualmente lleva este pueblo recuerda
lo que ha sucedido entretanto: La Conquista.12

1. Por real Cédula del 13 de octubre de 1378, con el relio de Felipe II, el escudo de
armas sufrió una leve modificación: naves con (as velas amuradas, enfrente de Tumbes:
el águila imperial negra, entre dos columnas con la inscripción «Plus Ultra»; la ciudad
de Cuzco, con una corona de la que pendía la borla roja del Inca; y la nueva inscrip­
ción: Indefesso labore meo, ¡ídem prae oculis beberá, tot comparivi dividas. A los
lados, en lugar de hipogrifot, habla representadas siete figuras de llamas. Por descuido
del dibujante, el escudo no quedó totalmente acabado, y doña Francisca Pizarra se
quejó a través de su notario. Conf. nobiliario de conquistadores de Indias, pág. 44.
2. En García Caraffa, leemos que, por decreto de la Cémara de Castilla, del 4 de
mayo de 1646, se reconoció a Femando de Orellana heredero de todos los títulos y
derechos de la estirpe. Era nieto de Hernando de Orellana y Tapia, de Trajillo; se
casó con Francisca, hija bastarda habida entre Hernando e Isabel Mercado.
EPILOGO

Lengua sin manos, ¿cuerno osas fablar?

Poema del Mió Cid.

Los Pizarro fueron una estirpe de la tormenta, del cálido sol,


de la dura tierra. La tormenta cesó después de haber dado fin a
su obra. La vasta tierra quedó en Extremadura, y en el Perú.
Ella trabajó en la obra empezada y la terminó.
¿Habrían podido hombres de otra índole edificar tan monu­
mental obra?
Todos ellos y sus camaradas llevaron una vida audaz en extre­
mo. Recorrieron latitudes a miles de leguas marinas y terrestres.
Se metieron por los verdes abismos del Amazonas, y cruzaron los
nevados puertos de los Andes.
Les emocionaba el vencer. Ponían nuevos cimientos, y demar­
caban fronteras para lo futuro, que desconocían; pero que sentían
en lo hondo de su corazón. El oro era un estímulo; pero su pasión
era el país. El rústico Gonzalo había dicho en presencia del obis­
po Berlanga: «Esta tierra es nuestra..., la hemos ganado».
Fueron culpables de su proceder. Fueron consumidos por sus
hechos, como por un fuego que habían encendido y no querían
apagar, aun cuando ello estuviese a su alcance.
u t a s fogosas y tormentosas estirpes se extinguieron en sus
países, o dejando raíces en su dura tierra, y crearon nuevas estir­
pes.
Trujillo vuelve a estar apaciguado, como lo estuviera antes de
aquella poderosa salida:

Sola, aguileña, caída


de muro en muro su edad,
deshabitada del tiempo
vuelto al reposo natal
de su historia y de su sino,
insomnio en pie, la ciudad
es, como el agua del río,
repentinamente igual.

L eo po ld o P anero
CRONOLOGIA D E PIZARRO

I
Preparativos

1476: Supuesto nacimiento de Francisco Pizarra.


1502 o 1504: Salida con Ovando hacia la Española, donde se de­
dica a la agricultura.
1509: Sale con la expedición de Ojeda hacia Tierra Firme. Funda­
ción de San Sebastián y de Santa María de la Antigua en
el golfo de Urabá. Incursiones al interior de la región de
Atrato.
1513: Toma parte en la expedición de Balboa por el istmo. Des­
cubrimiento del mar del Sur.
1519: Sale con Pedrarias hacia Panamá. Adquiere hacienda en la
margen del río Chagre. Junto con Almagro y Hernando de
Soto, realiza expediciones por tierras del istmo.
1524: 14 de noviembre, emprende con dos embarcaciones el pri­
mer viaje al Perú.
1526: A principios de año, emprende su segundo viaje al Perú,
después de haber hecho un convenio notarial con Fernando
de Luque, canónigo de Panamá, y con su camarada Alma­
gro. Los dos barcos van al mando del piloto Ruiz, y llevan
a bordo ciento ochenta hombres y algunos caballos. Puer­
to del Hambre. Isla del Gallo. Destitución por Tafur. Isla
de Gorgona. «Los trece de la fama.» Abandonados durante
siete meses. Le dan seis meses de plazo para regresar a
Panamá. En veinte días recorren Guayaquil, Tumbes, ha­
cen el primer recorrido por la costa y llegan hasta Santa en
el cabo Blanco a 9o latitud sur.
1527: A fines de año, llega a Panamá de un viaje de dieciocho
meses.
1528: Francisco Pizarra, en España. Prisión por deudas. En pre­
sencia de Carlos I, en Toledo. Recomendaciones del Rey al
Consejo de Indias, el 8 de marzo. Las capitulaciones de To­
ledo, el 26 de julio. Visita a Trujillo. Organización del viaje
y de la empresa expedicionaria al Perú.

334
II

La conquista

1530: A fines de enero, salida de Sanlúcar rumbo a Panamá.


1531: Enero. Salida de Panamá con ciento ochenta hombres. Lle­
ga a San Mateo, desde donde emprende una marcha de
siete meses hasta Coaque; golfo de Guayaquil; isla de Puná,
en la que permanecen cerca de tres meses. Después de la
llegada de De Soto, desembarcan en el continente.
1532: A principios de año, llegan a Tumbes, de donde salen el
16 de mayo hacia el sur. A últimos de agosto, se funda San
Miguel. El 24 de septiembre, inicia una expedición con
ciento diez infantes y setenta y seis jinetes al interior del
país. El 15 de noviembre, entra en Cajamarca; el 16 del
mismo mes, aprisiona a Atahualpa.
1533: Expediciones a Pachacámac y a Cuzco. El 14 de abril, llega
Almagro a Cajamarca; el 18 de junio, se hace el reparto del
tesoro del Inca. Hernando sale para España. El 29 de agos­
to (?), Atahualpa es sentenciado y ejecutado; el 15 de no­
viembre, Francisco Pizarro llega a Cuzco.
1534: 23 de marzo. Fundación del nuevo Cuzco por Pizarro. De­
rrota de las milicias de Quizquiz y de Rumi-Ñahui por las
fuerzas aliadas de Pizarro y del inca Manco. En otoño,
Pizarro se traslada a la costa. En Pachacámac, encuentro
de Pedro de Alvarado, Pizarro y Almagro.
1535: 18 de enero. Fundación de la Ciudad de los Reyes (Lima,
donde, en 1545, se funda el primer arzobispado con pleni­
potencia sobre los obispados de Panamá, Tucumán, Para­
guay y Chile; en 1551, fundación de la universidad de San
Marcos; en 1583, se introduce la imprenta en esta ciudad);
insurrección del inca Manco, en Cuzco.
1536: Agosto, levanta el asedio de Cuzco, y se retira a Vilcas; ex­
pedición de Almagro a Chile; Almagro regresa de su mar­
cha a Chile.
1537: 8 de abril. Toma de Cuzco por Almagro; prisión de Hernan­
do Pizarro; a Francisco Pizarro se le concede el título de
marqués de Altavillos; negociaciones entre Almagro y Pi­
zarro, en Mala, en las que P. Bobadilla actúa de mediador.
1538: 26 de abril. Se da la batalla de Las Salinas en la que to­
man parte seiscientos hombres de Almagro contra ochocien­
tos de Hernando Pizarro; los almagristas son derrotados;
el 8 de julio, Hernando hace decapitar a Almagro, en Cuz­
co. Transcurridos unos meses, Hernando regresa a España,
donde, en 1539, es condenado a prisión, que cumple prime­
ro en Madrid y, luego, en La Mota. Desde mediados de

335
año hasta 1540, Francisco Pizarro realiza nuevas fundacio­
nes en el país de los collas. Ultimas acciones militares con­
tra el inca Manco. Gonzalo Pizarro sale de su hacienda de
Chaqui, situada en Charcas (Bolivia) para Quito, donde debe
representar a su hermano.
1539: Gonzalo Pizarro, en Quito.
1539-1542: Expedición a las regiones del Amazonas (bosques de
canelos); recorre, por la región de Coca, los ríos Ñapo y
Marañón, y regresa a Quito. Orellana descubre el río Ama­
zonas.
1539: Valdivia marcha hacia Chile.
1541: 26 de junio. Asesinato de Francisco Pizarro por los alma-
gristas. Vaca de Castro, en Perú.
1542: 16 de septiembre. Derrota del joven Almagro en Chupas;
es ejecutado. Las Casas, en presencia de Carlos I. El virrey
Blasco Núñez llega a Perú. En abril, Gonzalo se encuentra
en Cuzco. El 17 de mayo, Núñez llega a Lima; Gonzalo y
Carbajal entran en Lima.
1545: Pedro de la Gasea es nombrado oidor y se le .conceden ple­
nos poderes.
1546: Blasco Núñez es derrotado en Anaquito y, luego, asesina­
do. Gonzalo se convierte en soberano desde Panamá hasta
el estrecho de Magallanes. En el verano, Pedro de la Gasea
llega a Panamá.
1547: Pedro de la Gasea llega en junio a Tumbes. Gonzalo Piza­
rro sale de Lima; el 28 de octubre, Gonzalo sale victorioso
del'encuentro en Huarina, situada cerca del lago Titicaca.
1548: 8 de abril. Derrota y disolución de las tropas de Gonzalo
en Jaquijaguana; 9 de abril, Gonzalo Pizarro muere deca­
pitado.
1550: Pedro de la Gasea regresa a España, y es nombrado obispo
de Sigüenza.

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