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Consagracion de si mismo a Jesucristo Sabiduria Encarnada


por las Manos de Maria

Motivos que nos recomiendan esta devoción.

La devoción de San Luis Grignion de Montfort consiste en la donación


completa de nosotros mismos a Nuestra Señora en calidad de esclavos.
Esclavos, porque le damos a ella más de lo que un hijo puede dar. Las
relaciones de un hijo con su madre son mucho más íntimas, mucho más
cercanas, mucho más profundas que las relaciones de un esclavo con su
señor. Pero, frente a su madre o de su padre, el hijo conserva derechos. En
vista de su señor, el esclavo como que no retiene derechos. Por eso, la
renuncia de sí, hecha por aquel que tiene promesa de esclavitud a la Virgen,
es, en cierto sentido, más profunda que la que hace aquel que se considera
simplemente hijo de Ella.

San Luis Grignon no tuvo la intención de excluir el apelativo hijo, pero acumula
ambos. Es por sentirnos hijos de Nuestra Señora, y por reconocer en ella,
además de una Madre perfecta e incomparable, la Madre de Dios, que
sumamos a la condición de hijos también la de esclavos. Sin perder la
condición de hijos, añadimos la de esclavos.

Esta devoción significa, pues, una renuncia muy profunda de nuestra parte.
¿Qué ventajas nos trae? Pueden ser resumidas en determinados puntos,
algunos de los cuales ya tratamos.

Recordando el papel de María Santísima en el Cuerpo Místico de Cristo - es


Ella quien genera este mismo Cuerpo - y cuán grande intercesora y mediadora
es entre Nuestro Señor Jesucristo y los hombres, comprenderemos que todo lo
que está más ligado a la Virgen está más cerca de Dios.

Ya mencionamos una comparación respecto a la posición de la Virgen


Santísima en la vida de la gracia, según la cual Ella está para Nuestro Señor
como el cristal que cubre la Sagrada Hostia en el ostensorio está para la propia
Eucaristía. No podemos distinguir la operación por la que miramos el cristal, de
la operación por la que miramos la Eucaristía. Así, no podemos separar la
devoción a Nuestra Señora de la devoción a Nuestro Señor. Son una sola y
misma cosa. En la devoción a María Santísima tenemos lo mejor y el único
medio verdadero de alcanzar la devoción a Nuestro Señor Jesucristo.

Siendo Nuestra Señora el canal, quién por ahí entrar, hasta dónde llegará?
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Hasta su punto terminal. Es ella el medio para llegar allí. Y quien se sirve
completamente del medio llega necesariamente al fin. Si, por lo tanto, un alma
se sitúa en una unión muy estrecha con la Virgen, alcanzará ciertamente una
íntima unión con Nuestro Señor.

En el acto de esclavitud a Nuestra Señora no se trata sólo de conseguir una


unión muy íntima con Ella, sino de obtener la unión más íntima que una
criatura, en nuestras condiciones, puede jamás obtener. Esta es la nota
característica de la devoción de San Luis Grignion. No se puede decir que es
un método de unión muy estrecho a María Santísima. Es mucho más. Por
mucho que esforzamos nuestro espíritu, no descubriremos un método de unión
que vincule más una criatura a la Virgen que ésta.

Porque si, además de hijo, alguien se da enteramente a ella como esclavo; si


tiene la intención de sacar, de la Doctrina de la Iglesia, todas las consecuencias
acerca de Ella; se vive así en una unión íntima y constante con María
Santísima, forzosamente llegará al último punto posible de la devoción a Ella,
pues no parece concebible que la devoción a la Virgen Santísima pueda llegar
a un grado de unión, de intimidad, de perfección mayor que éste que San Luis
Grignion preconiza.

Nuestro Señor es el premio de la esclavitud a Nuestra Señora

El problema, que consistía en saber cuál era la ventaja que había en practicar
esta devoción, se desplaza hacia otro punto: ¿cuál es la ventaja en tener la
unión más íntima que una criatura pueda jamás tener con María Santísima?

La respuesta viene por usted: Basta considerar quién es. María es nuestra
Madre, y al mismo tiempo Madre de Nuestro Señor Jesucristo. Como nuestra
Madre, ella usa para con nosotros -si fuera respetuoso decirlo- de todos los
prejuicios, parcialidades y parti- pris que una buena madre tiene en relación a
su hijo. El amor materno llega casi a la trampa. El demonio, en muchas
manifestaciones en las que está obligado a hablar de Nuestra Señora, hace a
la Virgen la acusación de que Ella perturba la ley de la justicia y comete fraudes
contra el infierno. Es una injuria, una blasfemia. Nuestra Señora es incapaz de
hacer algo que tenga una sola gota de mal. Pero eso significa que su
misericordia y protección materna son llevadas a tal punto, que realmente
llegan a lo inimaginable, al inconcebible.

Nuestra Señora es incomparablemente mejor que todas las madres de la


Tierra. Ella nos ama mucho más que nuestra madre terrena. Esta, en
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comparación con la Virgen, está más lejos de nosotros que una gobernante
estaría en relación a nuestra madre, he aquí la proporción. María es mucho
más verdaderamente nuestra Madre de lo que es nuestra madre terrena. Ahora
bien, sabemos hasta dónde nuestra madre podría ir, para proporcionarnos un
beneficio. ¿De qué, entonces, será capaz de Nuestra Señora?

Jamás vimos en la Tierra un hijo que, de extremo amor por su madre, haya
renunciado a todo y se haya colocado en la categoría de su esclavo. ¿Hasta
dónde irá el amor de María, viendo a un hijo su actuar así¿con ella? Ella, la
Madre perfecta; Él, el hijo perfecto. La recompensa sólo puede ser perfecta.

Pero en el caso de la esclavitud a Nuestra Señora, la recompensa será


proporcionada, no al valor de lo que hemos dado, sino al valor de la
generosidad de Aquella que lo recibió. Es el propio de las madres; si un hijo le
da un regalo, el gusto de ella no será el de calcular el precio, y pagarlo a la
misma altura. El amor materno, por un pequeño regalo, retribuye con gran
abundancia. Esta es la característica del amor materno.

Así pues, si nos damos enteramente a Nuestra Señora, si le damos todo lo que
podemos dar, y no sólo un pequeño regalo, con lo que habrá de retribuir? Con
una tal abundancia de gracias, de beneficios y de protección, que simplemente
no habría expresiones en el lenguaje humano que la pudieran traducir.

De las ventajas de la devoción a la Virgen, sólo hay una cosa que decir: el
premio excede todo el lenguaje. Ella nos da lo que tiene de mejor. ¿Y qué es lo
que Nuestra Señora tiene de mejor? Es el mismo Nuestro Señor Jesucristo, la
Sabiduría encarnada.

Hay una profunda expresión de esto en una imagen de Nuestra Señora, en la


que Ella, sonriendo, extiende al Niño Jesús al fiel. ¡Qué sentido profundo!
Realmente, la mejor recompensa que Ella nos da es Nuestro Señor Jesucristo;
es amarlo y estar unidos a Él, es obedecerle. Esta es una recompensa que
excede a todo el lenguaje.

Nuestro Señor dijo de sí mismo a Abraham: "Ego sum merces tu magna nimis"
- Yo soy tu recompensa exageradamente grande. Quien recibe a Dios por
recompensa, recibe una recompensa exageradamente grande. Este es el
sublime premio de la consagración a Nuestra Señora.

La devoción a la Virgen aumenta nuestras virtudes, uniéndonos siempre más a


Nuestro Señor
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Con el auxilio de la gracia, practicamos en nuestra familia de almas una serie


de virtudes a través de las cuales deseamos unirnos muy especialmente a la
Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo: la virtud del
sentido católico, de la pureza, del sentido del sacrificio, de la renuncia de sí
mismo, del gusto por el trabajo, por la mortificación, por el esfuerzo, el gusto
por el método en lo que no sea geométrico, etc. En fin, deseamos adquirir
todas las virtudes, para unirnos a Nuestro Señor.

Ahora bien, la mejor forma de adquirir esas virtudes es practicar la devoción a


la Virgen. Es María quien nos obtiene estas virtudes de modo excelente, de
manera más directa, más rápida, más segura que cualquier otra forma.

Esto, en el orden práctico de las cosas, se opera no sólo oyendo una


explicación de San Luis Grignion, o leyendo el Tratado de la Verdadera
Devoción y guardando todo en la memoria, pero adquiriendo un determinado
contenido de vida espiritual que debemos desear asumir. Este contenido
consiste en un conocimiento muy serio de lo que podemos esperar de María, y
de cómo actuar en relación a Ella.

La devoción a la Virgen aumenta nuestra capacidad de sufrir

En un plano mucho más elevado, podemos esperar de la Virgen lo que un hijo


espera de su madre?

Hay dos especies de madres: la buena y la pseudo-buena. La madre pseudo-


buena tiene pena del hijito y no quiere que sufra. Ella pacta con todas las
trampas del hijo, con todas sus faltas en el cumplimiento del deber, con toda su
suavidad, dispensándolo de todas las reglas y perjudicando irremediablemente
la formación de su carácter.

Pero hay otro tipo de madre que, dada la contingencia actual del hombre, sabe
que no hay otro medio para él, sino sufrir, sufrir y sufrir mucho, para dilatar el
alma, santificarla, engrandecerla. Sabes que hay que sufrir para estudiar, que
hay que sufrir para luchar en la vida, que hay que sufrir para vivir, sufrir en
todas las circunstancias. Sabe, en última instancia, que el hombre vale en la
medida de lo que sufre. Esta madre cuida de aliviar los sufrimientos de sus
hijos, en la medida en que esto sea posible y no les cause daño. Pero toda la
medida de sufrimiento que realmente la educación exija, una buena madre
quiere que el hijo la alcance. Ella simplemente se limita a ampararlo en el
sufrimiento, de tal forma que tenga fuerza y coraje para sufrir lo que debe. Pero
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ella quiere que sufra. Nuestra Señora procede de esa forma.

Habría una ilusión en tomar las vidas de los santos, los floristerios de Nuestra
Señora, y ver de un modo unilateral ciertas gracias excepcionales que Ella
concede. Por ejemplo, San Francisco de Sales, en el auge de una tentación
atroz relacionada con el problema angustiante de la predestinación,
adelgazando, en una esterilidad espiritual pavorosa, con una procella
tenebrosa dentro del alma, se acerca a una imagen de Nuestra Señora y recita
el Memorare; inmediatamente las nubes se disipan, y él se siente lleno de paz
y de tranquilidad; la crisis espiritual estaba resuelta.

Teniendo un sin número de casos de éstos, no se puede dejar de sentir una


impresión profundamente edificante y muy útil para la vida espiritual. Pero ella
no debe ser unilateral.

Nuestra Señora alivia a menudo las pruebas de nuestra vida espiritual, como
una buena madre que reduce el sufrimiento del hijo en la medida de lo
indispensable. Pero hay un límite necesario para todo sufrimiento, y no es un
límite pequeño. De ella Nuestra Señora no nos quita.

No se cree que la devoción a la Virgen es una especie de morfina para la vida


espiritual, que, una vez ingerida, disipa todos los dolores. No, Nuestra Señora -
y San Luis Grignion insiste en esto - no quita del hombro del fiel el peso de la
cruz, pero le da fuerzas abundantes para llevarla. Ella le da el amor a la cruz y
al sufrimiento. Este es el fruto de la devoción a la Virgen.

La gracia de poseer una gran intimidad con Nuestra señora

Debemos comprender, por tanto, que en la devoción a la Virgen hay dos cosas
que pedir. Reconociendo que somos hombres débiles, que no somos atletas en
la vida espiritual, debemos pedir a Ella que nos socorre en las aflicciones que
nos parecen muy pesadas. Es una espléndida petición, y Ella no lo atender
muchas veces. Siempre que, en la medida de la Providencia de Dios, sea
posible socorrernos, Ella lo hará. Pero debemos recordar que hay una cierta
medida de dolor que debemos soportar, y por entero. Nosotros mismos no
sabemos bien cuál es esa medida; Ella lo sabe. Necesitamos entonces pedirle
fuerzas para soportarla. En este punto, en el equilibrio de estos dos pedidos, es
que está la providencia de Nuestra Señora.

Imaginemos una persona que lleva su vida cotidiana, la cual tiene siempre dos
aspectos diferentes. Hay períodos en que vivimos la rutina común: es el trabajo
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de ir y volver de la escuela, de preparar la lección, de visitar a un pariente. Es


un engranaje común, un casi prosaísmo cotidiano. Pero hay otro aspecto de la
vida del hombre, que son las ocasiones de los grandes sufrimientos, en que él
no sólo tiene las molestias de la vida de todos los días, sino que arca con el
peso de sufrimientos excepcionalmente grandes.

En una y otra de estas situaciones de la vida espiritual, imaginemos a una


persona que sepa verdaderamente practicar la devoción de San Luis Grignion.
En las pequeñas dificultades de la vida cotidiana, ella recordará que tiene en
Nuestra Señora una Madre. No sólo varias veces durante el día, pero tendrá de
ello una conciencia habitual y permanente. Cuando esté en dificultades, cuando
tenga problemas, aunque sean minúsculos, pedirá el socorro de María, se
dirigirá a Ella. En todas las circunstancias corrientes de la vida, estará rezando
a la Virgen Santísima. Vivirá en una permanente intimidad con Nuestra Señora,
para todo pidiéndole socorro. En una perplejidad, le pedirá que la haga ver el
verdadero camino. En las grandes ocasiones, le pedirá fuerzas para soportar el
peso de las pruebas excepcionales, obteniendo con esto energía para los actos
de heroísmo que muchas veces la vida espiritual exige de cada uno.

Si una persona sabe ofrecer todos sus actos en unión con Nuestra Señora y
según las intenciones de Ella, si sabe pedir constantemente su auxilio en todo
momento, su vida espiritual crecerá maravillosamente. Si está distraída en la
lectura, por ejemplo, pedir que ella la haga, sin embargo, sacar frutos; se sale a
la calle y ve a alguien que está cometiendo un pecado, pedir por aquella alma;
si tiene una tentación, pedir fuerza para resistir; se ve un alma que sufre, pedir
por ella; en fin, recurrir continuamente a la Virgen. Podemos decir que no hay
mejor programa para la vida espiritual. Esto exige, sin embargo, toda una
compenetración y todo un esfuerzo de voluntad.

Nuestra Señora, panacea para la vida espiritual

De las pruebas inherentes a la vida espiritual o impuestas por la fidelidad a la


Iglesia, hay una muy ardua, por la que todos debemos pasar. Es la sensación
de aridez, de estancamiento, de inmovilidad aparente de todas las cosas. Entra
año, sale año, y la vida espiritual parece no progresar. Es la vida de apostolado
que se debate siempre en los mismos problemas; es algo que va a suceder y
se puede evitar; más tarde es otro mal que está para surgir, y se consigue
impedir; de nuevo otro imprevisto, y llora porque no se lo evitó, pero se queda
vigilante para otro que está por suceder. En los primeros momentos, se tendrá
la sensación de montaña rusa. Esta divertida cuando se da en ella una vuelta.
Pero pasar en ella algunos años es humanamente insoportable, y nos sentimos
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tentados a acabar con aquel sube y desciende, a fin de vivir como un hombre
particular cualquiera.

Esta prolongación continua del mismo orden de cosas aparentemente inmóvil


es como navegar en el mar sin punto de referencia. Se queda navegando, se
sabe por la posición de las estrellas que se está cambiando de posición, pero,
aparte de esto, no se tiene noción de movimiento. ¡Y cuánto de esfuerzo
gastado para navegar! Sería la sensación de los remeros de una galera, que
tuvieran la impresión de que el barco no se mueve del lugar. Es la sensación
de enfado, de monotonía, que a veces se puede tener en la vida espiritual y en
la de apostolado.

Para tales ocasiones, la solución es el recurso a Nuestra Señora. Rezar a Ella,


que es el remedio para todo. Se suele decir que no se deben admitir panaceas.
Hay una excepción: Nuestra Señora es verdaderamente una panacea, excepto
para la mala la voluntad de quien positivamente no quiere ser bueno. "El que te
creó sin tu concurso, no te salvará sin tu colaboración, dice San Agustín." Qui
creavit te sine te, no salvabit te sine te.

Esta verdadera devoción a la Virgen nos da posibilidades de eficacia


incalculables en el servicio de la Iglesia.

Tomemos, por ejemplo, un contrarrevolucionario que practica seriamente esta


devoción, y que asista a una reunión de formación. El mérito de haber
comparecido a la reunión revierte a las manos de Nuestra Señora. Y ella, que
conoce mejor los intereses de la Iglesia de cualquier hombre, lo aplicará de
acuerdo con Su Sabiduría. Así, además del apostolado que hace comparecer a
las reuniones, puede hacer un bien maravilloso en otro plano. Bien puede ser
que esté participando de modo invisible, sin saberlo, de los más altos destinos
de la Iglesia, de la lucha entre la Esposa de Cristo y la anti-Iglesia. Él no lo
sabe, pero Nuestra Señora tendrá en esto aplicado sus méritos, y está
produciendo frutos que él ni siquiera puede imaginar. Es lo que hay de más
seguro, pues Nuestra Señora no derrocha nuestros méritos. Ella los aplica con
la máxima sabiduría posible. Por lo tanto, lo que hacemos cuando los
confiamos a Su sabiduría es aprovecharlos al sumo.

La esclavitud a la Virgen da valor incalculable a nuestras buenas obras

Sin embargo, ¿cuál es el mérito de nuestras acciones? La presencia a una


reunión, por ejemplo, tiene cierto mérito, como acto hecho por amor a la Iglesia,
y mientras representa la privación de un ocio, de un reposo, de una diversión,
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para trabajar para Ella.

El mérito de una acción está, por un lado, en que es intrínsecamente buena, y


de otro en las disposiciones internas con que el alma actúa. Son disposiciones
que tienen un cierto lusco-fusco, una mezcla de los defectos y cualidades que
existen en cada uno de nosotros. Pero las acciones de Nuestra Señora tienen
mérito incomparable. San Luis Grignion dice que Nuestra Señora tuvo más
méritos en un punto de costura, dado en una vestimenta para el Niño Jesús,
que San Lorenzo, dejándose quemar vivo para confesar a Jesucristo.

Ahora bien, debemos recordar que nuestras acciones, como esclavos de


Nuestra Señora, de algún modo participan en la acción de Ella. En cierto modo
es Ella la que está actuando en nosotros. Y, por tanto, hay un valor, una virtud
y una eficacia que nuestra acción recibe de Nuestra Señora, por la que ella
pasa a valer mucho más de lo que podríamos merecer por nuestros propios
méritos.

No hay, por lo tanto, más alto nivel de eficacia de vida y de acción que en este
método de devoción.

La maldad humana y la devoción a la Virgen

El hombre se convirtió, después del pecado original, no sólo mal, sino pésimo.
La maldad y la miseria humanas se convirtieron en rasgos indelebles de su
naturaleza corrompida.

Estamos, con esto, prestando un testimonio a nuestro respecto. En efecto,


como hombres, nuestra miseria es tan grande que, si de ella tuviéramos
noción, fácilmente seríamos llevados al desánimo. Muchos, meditando acerca
del contraste entre Dios y nuestra miseria, se desorientan. Juzgando no
merecer su misericordia, son llevados, para sobrevivir, a juzgar que Dios exige
menos de ellos.

La razón de esta desesperación está en que tales personas no colocan a


Nuestra Señora dentro de ese panorama, de sí trágico.

Realmente, Dios es todo cuanto de Él sabemos por la Revelación. En cuanto a


nosotros, sabemos lo que somos; o, mejor dicho, lo que no somos. Pero entre
nosotros y Jesucristo hay Nuestra Señora. Esta mediación de Ella ligada a la
de Jesucristo, que es el único mediador entre Dios y los hombres, restablece
enteramente aquel canal por el cual podemos salvarnos, a pesar de nuestras
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miserias.

Con eso presente, encontramos de un lado una paz muy grande dentro del
reconocimiento de nuestras miserias, y de otro modo de afirmar la moral más
rigurosa y más severa, sin ceder a la desesperación ni caer en el jansenismo.
Ella es el Arca de la Alianza, en función de la cual todo toma su verdadero
aspecto y se vuelve alentador para la vida espiritual.

“Esclavitud”... Ruda y extraña palabra, sobre todo para los oídos


modernos, habituados a oír hablar, a todo momento, de desalienación, de
liberación, y cada vez más propensos a la gran anarquía, la cual, como una
calavera con una hoz en la mano, parece reír siniestramente a los hombres,
desde el umbral de la puerta de salida del siglo XX donde los aguarda.

Ahora bien, hay una esclavitud que libera, y hay una libertad que
esclaviza.

Del hombre cumplidor de sus obligaciones se decía otrora que era


“esclavo del deber”. De hecho, era un hombre situado en el ápice de su
libertad, que intelegía por un acto plenamente personal las vías que le tocaba
surcar, deliberaba con varonil vigor surcarlas, y vencía el asalto de las pasiones
deshonestas que intentaban cegarlo, doblegarle la voluntad y vedarle así el
camino libremente escogido. El hombre que, alcanzada esta suprema victoria,
proseguía con paso firme para el rumbo debido, era libre.

“Esclavo” era, por el contrario, aquel que se dejaba arrastrar por las
pasiones desarregladas, hacia un rumbo que su razón no aprobaba, ni la
voluntad prefería. A estos genuinos vencidos se les llamaba “esclavos del
vicio”. Por esclavitudal vicio, se habían “liberado” del saludable imperio de la
razón.

Estos conceptos de libertad y servidumbre, León XIII los expuso, con


la brillante maestría que lo caracterizaba, en la encíclica Libertas.

Hoy todo se invirtió. Como tipo de hombre “libre” se tiene al hippy de


flor en puño, deambulando sin ton ni son , o al hippy que, de bomba en mano,
esparce el terror a su antojo. Por el contrario, por atado, por hombre no-libre es
tenido quien vive en la obediencia de las leyes de Dios y de los hombres.

En la perspectiva actual, es “libre” el hombre a quien la ley faculta


comprar las drogas que quiera, usarlas como entienda, y por fin... esclavizarse
a ellas. Y es tiránica, esclavizante, la ley que veda al hombre esclavizarse a la
droga.

Siempre en esta perspectiva estrábica hecha de inversión de valores,


es esclavizante el voto religioso mediante el cual, en plena conciencia y
libertad, el fraile se entrega, con renuncia a cualquier retroceso, al servicio
abnegado de los más altos ideales cristianos. Para proteger contra la tiranía de
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su propia debilidad esa libre deliberación, el fraile se sujeta, en ese acto, a la


autoridad de superiores vigilantes. Quien así se vincula para conservarse libre
de sus malas pasiones está sujeto hoy a ser calificado de vil esclavo. Como si
el superior le impusiese un yugo que cercenase su voluntad... cuando, por el
contrario, el superior sirve de pasamanos para las almas elevadas que aspiran,
libre e intrépidamente –sin ceder al peligroso vértigo de las alturas– a trepar
hasta el ápice las escalinatas de los supremos ideales.

En suma, para unos es libre quien, con la razón obnubilada y la


voluntad quebrada, impelido por la locura de los sentidos, tiene la facultad de
deslizar voluptuosamente en el tobogán de las malas costumbres. Y es
“esclavo” aquel que sirve a la propia razón, vence con fuerza de voluntad las
propias pasiones, obedece a las leyes divinas y humanas, y pone en práctica el
orden.

Sobre todo es “esclavo”, en esa perspectiva, aquel que para garantizar


por completo su libertad opta libremente por someterse a autoridades que lo
guíen hacia donde él quiere llegar. ¡Hasta allá nos lleva la atmósfera actual,
impregnada de freudismo!

Fue en otra perspectiva que San Luis Grignion de Montfort, ideó la


“esclavitud de amor” a la Santísima Virgen, propia a todas las edades y a todos
los estados de vida: seglares, sacerdotes, religiosos, etc.

¿Qué hace la palabra “amor”, conjugada de modo sorprendente con la


palabra “esclavitud”, ya que esta última es el señorío brutalmente impuesto por
el fuerte sobre el débil, por el egoísta sobre el infeliz a quien explota? “Amor”,
en sana filosofía, es el acto por el cual la voluntad quiere libremente algo. Así,
también en el lenguaje corriente, “querer” y “amar” son palabras utilizables en
el mismo sentido. “Esclavitud de amor” es el noble auge del acto por el cual
alguien se entrega libremente a un ideal, a una causa. O, a veces, se vincula a
otro.

El afecto sagrado y los deberes del matrimonio tienen algo que vincula,
que liga, que ennoblece. Hay grilletes a los que se les llama “esposas”. La
metáfora nos hace sonreír. Y a los divorcistas les puede causar escalofríos.
Pues alude a la indisolubilidad. Hablamos también de los “vínculos” del
matrimonio.

Más vinculante que el estado de casado es el del sacerdote. Y, en


cierto sentido, aún más lo es el del religioso. Cuanto más alto es el estado
libremente escogido, tanto más fuerte el vínculo, y tanto más auténtica la
libertad.

Así, San Luis Grignion propone que el fiel se consagre libremente


como “esclavo de amor” a la Santísima Virgen, dándole su cuerpo y su alma,
sus bienes interiores y exteriores, y hasta incluso el valor de sus buenas obras
pasadas, presentes y futuras, para que Nuestra Señora disponga de ellas, para
mayor gloria de Dios, en el tiempo y en la eternidad (cf. “Consagración de sí
mismo a Jesucristo, la Sabiduría Encarnada, por las manos de María”). La
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Santísima Virgen, como Madre excelsa, obtiene a cambio, para sus “esclavos
de amor”, las gracias de Dios que eleven sus inteligencias hasta la
comprensión lucidísima de los más altos temas de la Fe, que den a sus
voluntades una fuerza angélica para subir libremente hasta esos ideales, y para
vencer todos los obstáculos interiores y exteriores que a ellos indebidamente
se opongan.

Pero –alguien preguntará– ¿cómo podrá ponerse a practicar esta


diáfana y angélica libertad un fraile, ya sujeto por voto a la autoridad de un
superior?

Nada más fácil. Se es fraile por un llamado (“vocación”) de Dios. Es,


pues, por voluntad de Dios que el religioso obedece a sus superiores. La
voluntad de Dios es la de Nuestra Señora. Y así, siempre que el religioso se
haya consagrado como “esclavo de amor” a la Santísima Virgen, es en cuanto
esclavo suyo que obedece a su propio superior. La voz de éste es para él, en la
Tierra, como que la propia voz de Nuestra Señora.

Llamando a todos los hombres a las cumbres de libertad de la


“esclavitud de amor”, San Luis Grignion lo hace en términos tan prudentes, que
dejan libre campo para importantes matizaciones. Su “esclavitud de amor”, tan
llena de significado especial para las personas atadas por un voto al estado
religioso, puede igualmente ser practicada por sacerdotes seculares y por
seglares. Pues, al contrario de los votos religiosos, que obligan por cierto
tiempo o de por vida, el “esclavo de amor” puede dejar en cualquier momento
esa elevadísima condición, sin ipso facto cometer pecado. Y mientras el
religioso que desobedece su regla incurre en pecado, el seglar “esclavo de
amor” no comete pecado alguno por el simple hecho de contradecir en algo la
generosidad total del don que hizo.

Dicho esto, el seglar se mantiene en esta condición de esclavo por un


acto libre, implícita o explícitamente repetido cada día. O mejor, a cada
instante.

Para todos los fieles, la “esclavitud de amor”, es, pues, esa angélica y
suma libertad con que la Santísima Virgen los espera en el umbral del siglo
XXI: sonriente, atrayente, invitándolos a su Reino, según la promesa de Fátima:
“Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.

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