Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
Ilustración de Amelia Earhart hecha por Kimberly Glyder para el libro «In
Praise of Difficult Women».
FOTO POR KIMBERLY GLYDER
Esta es la Amelia clásica: siguió adelante con el programa y se permitió que la
vitorearan por algo que no creía merecer: ¡debería haber pilotado la Friendship,
no haber ido sentada como un saco de patatas! Pero cuando apareció el
momento de escapar, lo aprovechó sin mirar atrás.
Amelia, nacida el 24 de julio de 1879 en Atchison, Kansas, siempre fue una chica
aventurera que descendía vertiginosamente las colinas en su trineo en invierno
y cazaba ratas con un rifle que había robado a algún pariente masculino en
verano. Tenía un libro de recortes de artículos de revistas y periódicos acerca de
mujeres con carreras emocionantes (y dominadas por hombres): directoras de
cine, ingenieras, abogadas. En 1920, en una exhibición aérea en el sur de
California, el piloto Frank Hawks ofrecía vuelos de 10 minutos por 10 dólares.
Amelia, siempre inquieta, siempre ansiosa, aceptó la oferta y quedó prendada.
En el verano de 1921, compró un biplano Kinner Airster usado. En 1923, se
convirtió en la 16ª mujer del mundo en recibir una licencia de piloto.
Con todo, la pasión no pone pan sobre la mesa y, en 1925, mientras Amelia se
acercaba a la treintena, descubrió el trabajo social. Los denominados centros
sociales, donde se ayudaba a nuevos inmigrantes en la transición de extranjeros
pobres y asustados a estadounidenses respetables de clase media, se
consideraban vanguardistas. El centro social más famoso era Jane Addams’s
Hull House en Chicago. (Addams acabaría ganando el premio Nobel y escribiría
Veinte años en Hull House, de lectura obligatoria en institutos
estadounidenses.) Amelia fue contratada en Denison House, en Boston. Amaba
su trabajo, pero no ganaba mucho; se quedó sin dinero y se vio obligada a
vender su avión.
Esta es la cuestión: en aquellos días, nadie volaba a ninguna parte sin montar
revuelo al respecto. Y mucho menos a través de un océano. Nosotros, con
hordas de aviones anónimas atravesando una cinta transportadora enorme e
invisible a través del cielo, comiéndonos bolsitas de frutos secos, estamos en el
futuro.
Guest y Putnam hicieron una lista de sustitutas para el vuelo. Guest exigía
encontrar «al tipo de chica adecuado». Aquí es donde las Neta Snooks del
mundo —las pilotos malhumoradas, mugrientas, bebedoras de whisky y
mordedoras de uñas que eran valientes y dispuestas— no encajarían. La
reputación de Amelia como estrella emergente de la aviación, con más de 500
horas de experiencia en el aire y sin ningún accidente grave, la precedía.
Además, e igualmente importante, su alma temeraria y poco femenina estaba
oculta bajo un exterior femenino y de voz suave. Llevaba rizos rubios
alborotados (aunque su pelo era en realidad liso como una tabla; para tener ese
aspecto de aviadora elegante y curtida, tenía que rizarse el pelo a diario), así
como una pizca de pecas y una sonrisa amistosa a la que le faltaban algunos
dientes. Y lo más importante, quizá decisivo: su cuerpo era el cuerpo del
momento. Tenía una constitución de chica de los años 20: alta, de pecho plano y
delgada como una sílfide. Llevaba pantalones —no para llevar la contraria, sino
para ocultar sus tobillos gordos—, el único defecto de su figura.
Aquel verano de 1928, tras el vuelo que la colocó en el mapa, Amelia se mudó a
la casa de George y Dorothy Putnam en Rye, Nueva York. El motivo declarado
era que George y ella pudieran trabajar juntos en su libro, 20 Hrs., 40 Min.: Our
Flight in the Friendship, pero también se respiraba romance en el aire. George
estaba prendado de Amelia y, supuestamente, ella sentía algo parecido, aunque
era una mujer que no revelaba sus intenciones. Amelia escribía todo el día,
todos los días, mientras George se dedicaba a promocionarla a ella y a su
próximo libro. Mientras tanto, Dorothy suspiraba por un amante mucho más
joven, George Weymouth, alumno de primer año en Yale. Se suele creer que
Amelia robó a George ante las narices de Dorothy. Pero incluso Sally Putnam
Chapman, la nieta de Dorothy y George y autora de Whistled Like a Bird: The
Untold Story of Dorothy Putnam, George Putnam, and Amelia Earhart, dice que
«sencillamente no era verdad. De hecho, era todo lo contrario; Amelia dio [a
Dorothy] la excusa que necesitaba [para divorciarse de George]».
Conocí a una mujer, una saltadora base profesional, que preferiría saltar de un
puente —literalmente— a correr el enorme riesgo del matrimonio y la
maternidad. Estaba hecha del mismo material que Amelia, para quien el
matrimonio resultaba más aterrador que la aviación. La mañana de su boda,
llena de miedo y temor, Amelia presentó a George una carta que decía, en parte:
Amelia era una mujer tradicionalmente femenina que, sin embargo, era capaz
de subirse a un avión y emprender el vuelo. Los hombres no se sentían
amenazados y las mujeres —la mayoría reacias a romper el patriarcado y
abandonar su afección por la ropa interior bonita— se sentían inspiradas y
alentadas. ¿Por qué no?
La misma paciencia y resistencia preternatural que permitieron a Amelia
permanecer sentada durante horas en la cabina de un avión la convirtieron en
una guerrera de la autoafirmación. A principios de los años 30, se dedicó a
defender a las mujeres en la aviación (en una ocasión, dio 13 discursos en 12
días), trabajó en comités, dio más discursos, trabajó en más comités, escribió
cartas en nombre de esto, aquello y el resto de las cosas relacionadas con la
aeronáutica. Fundó las Ninety-Nines, una organización de mujeres piloto, y su
propia línea de ropa. La nombraron comandante honoraria del Servicio Aéreo
de los Estados Unidos y le otorgaron un par de alas de plata, que solía llevar con
sus perlas. Trabó amistad con Eleanor Roosevelt. La primera dama tenía
también una faceta aventurera y se mostró dispuesta a dar clases de vuelo.
Amelia la enganchó a la actividad, pero el presidente lo vetó por considerarlo
peligroso, pese a que aplaudía públicamente el esfuerzo de Amelia para
convencer al país de que el transporte aéreo era la ola del futuro.
El 20 de mayo de 1932, cinco años después del día que Lindbergh llevó a cabo su
histórico vuelo trasatlántico, Amelia Earhart finalizó con éxito su vuelo en
solitario a través del charco. Durante esos cinco años, muchas mujeres habían
emprendido el vuelo y muchas pilotos ansiaban batir ese récord. Ruth Nichols,
que ostentaba el récord de altitud y velocidad en 1931, anunció su plan de
intentar un vuelo trasatlántico. Despegó en junio en medio de un circo
mediático, pero se estrelló durante su escala de repostaje en Nuevo Brunswick,
destrozando su avión y rompiéndose cinco vértebras. Laura Ingalls, una
acróbata que tenía el récord de más barrenas horizontales seguidas y Elinor
Smith, de 20 años, momentáneamente famosa por haber volado bajo todos los
puentes del East River en Manhattan, también tenían las miras puestas en el
premio.
Días antes de su vuelo, estuvo en casa con George y rastrilló hojas (su única
forma de ejercitarse). Repasó las pruebas de su próximo libro, The Fun of It.
Invitaron a Ruth Nichols —que llevaba una faja lumbar y todavía estaba
recuperándose de su accidente— a una cena tranquila y, en general, se
comportaron como si no fuera a ocurrir nada fuera de lo normal. Bernt Balchen,
uno de sus asesores de vuelo, se mantuvo ocupado a diario en el aeropuerto
privado de Nueva Jersey, Teterboro, preparando su Lockheed Vega; la prensa
informó de que había tomado prestado el avión para volar al Polo Norte.
Entonces, la mañana del 20 de mayo de 1932, Amelia acudió sin prisas al
aeropuerto, se montó en su avión y despegó sola a través del océano en
dirección a París.
El cielo estaba despejado. Voló al noreste, hizo una escala para repostar en
Harbour Grace, Terranova, antes de continuar por la ruta polar. Voló a 12.000
pies, sorbiendo sopa caliente de su termo. Pasaron las horas. A sus pies, los
icebergs flotaban teñidos de rosa durante la puesta de sol. Entonces, el altímetro
se estropeó. Ella no se preocupó mucho. Había unas cuantas nubes dispersas y
estaba segura de que podría estimar la altitud siempre y cuando pudiera ver
agua. Poco después, miró por la ventana y contempló una diminuta llama azul
cerca del colector de escape. Se encontraba en un momento en el que dar la
vuelta era tan peligroso como seguir adelante.
“Se encontraba en un momento en el que dar la vuelta era tan peligroso como
seguir adelante.”
POR KAREN KARBO
La visibilidad empezó a empeorar de nuevo. De repente, volaba entre nubes de
tormenta altas y oscuras, del tipo que cualquier piloto comercial actual rodearía
o, de lo contrario, se arriesgaría a perturbar el servicio de bebidas. Amelia no
podía hacer nada salvo atravesarlas, rebotando entre el viento y la lluvia
mientras seguía su curso. La lluvia pronto se convirtió en hielo, los controles se
congelaron y su diminuto avión entró en barrena. Mientras se precipitaba hacia
las olas de color gris verdoso, el hielo se derritió y fue capaz de recuperar el
control. Pero minutos después de recuperar su altitud de crucero, la lluvia se
convirtió en hielo de nuevo, el parabrisas se llenó de escarcha, los motores se
congelaron y el avión giró. De nuevo, se precipitó hacia el mar y el hielo volvió a
derretirse durante el descenso, y voló bajo sobre el mar revuelto hasta que pensó
que era seguro ascender de nuevo. Mientras salía el sol, se encontró al otro lado
de la tormenta, deslizándose hacia el alba. Todos los descensos y ascensos
imprevistos habían gastado combustible; cuando encendió el interruptor del
tanque de auxiliar, sintió que el combustible le bajaba por el cuello desde una
fuga invisible sobre su cabeza.
Se dirigía a Francia, pero cuando vio colinas verdes a sus pies, se lo pensó mejor
por el altímetro congelado, el fuego en el colector de escape y la fuga en el
tanque auxiliar. A las 13:46 GMT, aterrizó en el pasto de una granja a las afueras
de Londonderry, en Irlanda. El vuelo había durado 14 horas y 56 minutos. El
granjero acudió corriendo mientras salía de la cabina. «¿Ha volado lejos?», le
preguntó. «Desde Estados Unidos», contestó ella. No se podría decir si estaba
agotada o asustada. Amelia podía ser tan lacónica como un vaquero. Aunque no
llegó a París, como Lindbergh, el mundo aplaudió su logro. Amelia recibió la
Medalla de Oro de la National Geographic Society y el Congreso estadounidense
le otorgó la Cruz de Vuelo Distinguido.
La mayoría de las mujeres temen desatar su faceta difícil. Claro, quizá hayamos
logrado convencer a nuestros amigos —incluso a nuestras madres y hermanas—
de que somos luchadoras y chulitas. Contamos con orgullo la de palabrotas que
soltamos, lo bien que nos lo pasamos en el Burning Man o cómo llevamos un
vestido inapropiado a la boda de una amiga. Fumamos, aunque sabemos que va
a matarnos. Pero a la hora de ponernos a nosotras y nuestras necesidades por
encima de las de nuestros seres queridos, somos cautelosas. Nos han criado
para preocuparnos porque solo una mujer preparada para acabar sola insiste en
la primacía de sus necesidades. Tememos ahuyentar a quienes queremos si
honramos y expresamos nuestro verdadero yo y si ese verdadero yo no es tan
abnegado como la sociedad demanda a las mujeres.
Pero Amelia era leal a sí misma y George no huyó. Siguió su corazón —no el de
él— y él la quiso más. La quiso lo suficiente como para ayudarla a prepararse
para su mayor vuelo, el único que la alejaría de él.
El gran sueño de Amelia era volar alrededor del mundo. «Las mujeres, como los
hombres, deberían intentar hacer lo imposible», dijo para explicarse. El vuelo
propuesto no era precisamente imposible, pero sí complicado y caro. Los riesgos
estaban por las nubes, el tipo de oportunidad que solo aprovechan las mujeres
difíciles. La euforia de Amelia estaba por las nubes.
La isla de Howland es una gota de tierra en medio del océano, una franja de
tierra de 4,4 kilómetros cuadrados, poco interesante y con forma de ameba, a
4.113 kilómetros al noreste de Lae. Hagámonos una idea del reto que supone
intentar encontrar y aterrizar en la diminuta Howland empleando solo la
navegación por brújula: imagina que estás sobre el Empire State e intentas dar
en el blanco de una diana que cuelga de la Estatua de la Libertad, a ocho
kilómetros.
El buque guardacostas Itasca estaba fondeado en Howland, donde emitía una
densa columna de humo negro, una señal para Amelia. Mientras se acercaba, el
Itasca recibió unas cuantas transmisiones por radio de ella, pero el Electra
nunca llegó. Nunca se descubrió, y la curiosidad ilimitada sobre la desaparición
de Amelia ha continuado hasta la actualidad. Mientras escribo estas palabras,
otra partida de búsqueda ha salido hacia el Pacífico Sur, equipada con
dispositivos de búsqueda y rescate de alta tecnología, así como con unos cuantos
perros olfateadores entrenados para detectar fragmentos de hueso.
Existen muchas teorías, cada cual más romántica que la otra. Que Amelia era
una espía encargada de cartografiar el Pacífico para su buen amigo, el
presidente Franklin D. Roosevelt, y fue capturada y asesinada por los japoneses.
O que fue rescatada del accidente y, como parte de algún absurdo programa de
protección de famosos, la enviaron para vivir el resto de su vida como banquera
en Nueva Jersey. La más probable de las explicaciones improbables es que se
estrellase en la isla de Nikumaroro, a unos cientos de kilómetros al sureste de
Howland, donde ella y Fred habrían vivido como náufragos en una atractiva isla
tropical hasta el día de su muerte.
Cada vez que surge un nuevo libro o película sobre Amelia, la gente se vuelve
loca con su desaparición. Hay artículos de opinión sobre su carácter. La novia de
América no era tan pura de corazón como nos imaginábamos, sino egoísta y con
ansias de grandeza. O que emprendió ese último vuelo letal por propio placer. O
que disfrutaba demasiado del autobombo. ¿Y qué hay de su modernísimo
matrimonio? Hay historias sobre los obsesos que han dedicado sus vidas a
«encontrarla» y actualizaciones sobre cómo podría emplearse la última
tecnología en la búsqueda en curso. (Si no podemos encontrar el vuelo 730 de
Malaysia Airlines con todas las herramientas en la caja de búsqueda y rescate,
considero improbable que nadie pueda encontrar un Electra de 80 años.)
Aunque Amelia lleva desaparecida todos estos años, su filosofía de mujer difícil
perdura. «La aventura vale la pena en sí misma», decía. Los hombres siempre
han hecho cosas porque les proporcionaban placer y sensación de éxito.
Entonces, ¿por qué no pueden las mujeres disfrutar de ese mismo privilegio?