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LA AVIADORA AMELIA EARHART

El 17 de junio de 1928, cuando la famosa aviadora Amelia Earhart atravesó el


Atlántico en avión por primera vez, era una pasajera, no una piloto. Amelia ya
sabía volar. Tenía la licencia de piloto desde hacía cinco años, pero su
experiencia no importaba; un vuelo trasatlántico se consideraba demasiado
estresante y terrorífico para el sexo débil. Ella lo aceptaba porque le apasionaba
la aviación y ser la primera mujer, pese a no estar a los mandos, seguía siendo
impresionante. Viajó sentada en la parte trasera del Friendship, no mucho más
grande que un Chevy Suburban, detrás del piloto Wilmar «Bill» Stultz y el
copiloto Louis «Slim» Gordon. Amelia, que simplemente soportó la
incomodidad del vuelo de 20 horas y 40 minutos desde Trepassey Harbour,
Terranova, a Burry Port, Gales, se convirtió en una celebridad al instante: la
cara femenina, seria y hermosa de la modernidad a la que llamaban transporte
aéreo.

Cuando regresó a Nueva York, se celebró en su honor un desfile con confeti.


Tras él, se había contratado una limusina para llevarla a otra aparición pública.
Era un día abrasador de tráfico denso. El aire acondicionado de los automóviles
aún tenía que inventarse. Amelia echó un vistazo a su coche y se imaginó pegada
al asiento trasero bañada en su propio sudor. Entonces, vio un sidecar vacío
fijado a la motocicleta que conducía uno de sus escoltas policiales. Sin pensarlo
un instante y sin pedir permiso a ninguno de sus guardaespaldas ni agentes, se
subió. El policía encendió las luces y la sirena, y avanzaron rugiendo por la
carretera.

Ilustración de Amelia Earhart hecha por Kimberly Glyder para el libro «In
Praise of Difficult Women».
FOTO POR KIMBERLY GLYDER
Esta es la Amelia clásica: siguió adelante con el programa y se permitió que la
vitorearan por algo que no creía merecer: ¡debería haber pilotado la Friendship,
no haber ido sentada como un saco de patatas! Pero cuando apareció el
momento de escapar, lo aprovechó sin mirar atrás.

La mujer difícil tradicional es, en general, directa, obstinada y testaruda. Le


gusta abrir la boca enseguida y le interesa poco evitar conflictos; de hecho, los
considera estimulantes. Vive para desbaratar planes. Para las que desearíamos
ser difíciles, pero somos más bien introvertidas y no vemos razón para
guardarnos nuestras opiniones, Amelia Earhart es nuestro ejemplo. Ella, grácil y
en cierto modo tímida por fuera, era tozuda e independiente por dentro;
educada, pero despreocupada, una persona que no respondía ante nadie.
Adoptó la postura de que la aventura es una actividad que vale la pena en sí
misma, una postura radical para una mujer.

Amelia, nacida el 24 de julio de 1879 en Atchison, Kansas, siempre fue una chica
aventurera que descendía vertiginosamente las colinas en su trineo en invierno
y cazaba ratas con un rifle que había robado a algún pariente masculino en
verano. Tenía un libro de recortes de artículos de revistas y periódicos acerca de
mujeres con carreras emocionantes (y dominadas por hombres): directoras de
cine, ingenieras, abogadas. En 1920, en una exhibición aérea en el sur de
California, el piloto Frank Hawks ofrecía vuelos de 10 minutos por 10 dólares.
Amelia, siempre inquieta, siempre ansiosa, aceptó la oferta y quedó prendada.
En el verano de 1921, compró un biplano Kinner Airster usado. En 1923, se
convirtió en la 16ª mujer del mundo en recibir una licencia de piloto.

Tras su famoso vuelo trasatlántico a bordo del Friendship en 1928, Amelia


prometió usar el dinero que obtenía con sus apariciones, charlas y memorias
superventas como celebridad para financiar su propio viaje en solitario al otro
lado del charco. El 22 de mayo de 1932, despegó desde Harbour Grace,
Terranova, y aterrizó 15 horas después en Londonderry, Irlanda del Norte. Se
sobrevinieron más récords. Fue la primera mujer que sobrevoló sola Estados
Unidos de este a oeste y la primera mujer que voló sola de California a Hawái. A
principios de los años 30, Amelia batió siete récords femeninos en solitario,
tanto de tiempo como de distancia, antes de despegar en 1937 para convertirse
en la primera persona, hombre o mujer, en circunnavegar el planeta por el
ecuador. (Otros antes que ella habían completado una ruta septentrional.)

Parte de la naturaleza independiente de Amelia le era innata. Cuando apenas


había aprendido a hablar, le dijo a su madre: «cuando no estás aquí para
hablarte, me susurro en mis propios oídos». Cuando tenía siete años, su familia
visitó la Exposición Universal de San Luis en 1940. Amelia pidió subirse a la
montaña rusa, pero su madre se negó. Así que la niña se fue a casa a construirse
la suya propia: una trampa mortal hecha con un par de maderos clavados al
borde del tejado del cobertizo con una caja de madera a la que había pegado
ruedas de patines. Fue la primera en probarlo y la caída al final de su
«atracción» —labio roto, vestido desgarrado— no la disuadió. «Oh, Pidge», le
dijo a su hermana, «era como si estuviera volando».

La vida doméstica de Amelia era complicada. Su padre, Edwin, era alcohólico.


Edwin Earhart, abogado ligeramente prometedor, no tenía problema a la hora
de encontrar trabajo, pero no parecía ser capaz de mantenerlos. Su madre, Amy
(otra Amelia), procedía de una prominente familia de Atchison: el padre de Amy
había sido juez federal y presidente de banco. Vivía en constante estado de
decepción y furia leve porque su vida de casada la había obligado a luchar por
obtener dinero y prestigio. La familia se mudó conforme su fortuna aumentaba
y menguaba cada vez más: Des Moines, St. Paul, Chicago. Amelia y su hermana
pasaron largos periodos en casa de sus abuelos mientras sus padres intentaban
arreglar las cosas.

De su correctísima abuela —otra Amelia, que no aprobaba los rasgos de


marimacho de su nieta—, Amelia aprendió una habilidad muy valiosa (una que
mi propia madre suscribía): diles a los demás lo que quieran oír y harán todo lo
que quieras. De su frustrada madre, Amelia aprendió el precio que paga una
mujer por depender de su marido para conseguir felicidad y bienestar
financiero. De su encantador padre, Edwin, aprendió a hacer todo aquello que la
hiciera feliz. (Sí, él era ese tipo de padre.)

En 1920, cuando Amelia tenía 23 años, su padre y ella disfrutaron de un


espectáculo aéreo en Long Beach, California. Entonces, la aviación era el último
grito. Los pilotos de combate que habían perfeccionado sus habilidades y su
audacia en la Primera Guerra Mundial recorrían todo el país exhibiendo sus
giros y acrobacias. Los espectáculos aéreos suscitaban tanto entusiasmo como la
Super Bowl en la actualidad. Con todo, este negocio era extremadamente
peligroso. Los motores se caían de los aviones sin previo aviso y los propulsores
dejaban de rotar sin razón alguna. Como las pistas oficiales eran cosa del futuro,
aterrizar en un campo que parecía plano desde el aire pero que en realidad
estaba plagado de agujeros de topos podía resultar mortal. En 1920, el gobierno
contrató a 40 pilotos para entregar correo «aéreo» y, en 1921, todos salvo nueve
habían muerto. Amelia ni se inmutaba: el riesgo inherente de la aviación
formaba parte de la magia. Su padre pagó su vuelo introductorio de 10 minutos
y, tras cinco minutos haciendo piruetas por el cielo del sur de California, sabía
que había encontrado su pasión.

Antes de aquel momento, Amelia no había encontrado nada que atrajera su


interés. Era alta y un poco empollona, destacaba en matemáticas y ciencias, y
había contemplado la idea de una carrera en medicina. Pero su inquietud era
patológica. Se matriculó y dejó la universidad varias veces. Completó un curso
para conductores de ambulancia. Entonces, descubrió la aviación, una profesión
que exigía y reafirmaba sus rasgos esenciales: determinación, valentía, calma
ante el peligro. Tuvo suerte de descubrir una vocación que no la obligara a
acallar a la persona que sabía que era.

Su madre —agradecida, supongo, por que su hija hubiera encontrado una


válvula de escape para su naturaleza inquieta y poco femenina— la ayudó
pagando sus primeras clases. Su primera instructora de vuelo también fue una
mujer, Anita «Neta» Snook. No era guapa; ya entonces, como ahora, un pecado
femenino muy difícil de perdonar. Neta era brusca, olía a aceite de motor y era
un poco rarita; vivía por y para esta excéntrica nueva obsesión llamada aviación.
Amelia apareció ataviada con un traje de equitación en su primera clase. Los
pantalones de montar, la chaqueta de cuero y las botas se convertirían en la base
de su estilo personal.

“Las mujeres, como los hombres, deberían intentar hacer lo imposible.”


POR AMELIA EARHART
Cuando Amelia cumplió 24 años, ya tenía su propio avión y una serie de
trabajos ocasionales para poder permitirse ese hábito. Trabajaba en una
empresa telefónica y después conducía un camión de grava. Como actividad
secundaria, eligió por la fotografía y se interesó por capturar cubos de basura.
Escribió: «no puedo enumerar todos estados de ánimo que puede [expresar] un
cubo de basura».

Mientras tanto, volaba cuando y cuanto podía. En un derbi aéreo en octubre de


1922, batió su primer récord: el récord femenino de altitud, 14.000 pies. Era
testaruda, casi sin blanca, sin marido ni carrera propiamente dicha, y estaba
completamente prendada de la aviación. Era lo único en lo que pensaba.
Aprendió mecánica de aeronaves sola, leía todo lo que encontraba acerca de
aviones y aviación, y pasaba el rato en el aeródromo.

Con todo, la pasión no pone pan sobre la mesa y, en 1925, mientras Amelia se
acercaba a la treintena, descubrió el trabajo social. Los denominados centros
sociales, donde se ayudaba a nuevos inmigrantes en la transición de extranjeros
pobres y asustados a estadounidenses respetables de clase media, se
consideraban vanguardistas. El centro social más famoso era Jane Addams’s
Hull House en Chicago. (Addams acabaría ganando el premio Nobel y escribiría
Veinte años en Hull House, de lectura obligatoria en institutos
estadounidenses.) Amelia fue contratada en Denison House, en Boston. Amaba
su trabajo, pero no ganaba mucho; se quedó sin dinero y se vio obligada a
vender su avión.

Entonces, ocurrió algo que le cambió la vida.

Cuando Charles Lindbergh llevó a cabo el primer vuelo trasatlántico en solitario


y sin escalas en 1927, era solo cuestión de tiempo que una mujer adinerada
quisiera ser partícipe de esa gloria. (Por aquel entonces, debías tener los medios
necesarios si querías hacer algo tan serio y traicionero como intentar atravesar
un océano; necesitabas el mejor avión, mecánicos, pilotos, copilotos y
aseguradores.)
Amy Phipps Guest, una despreocupada heredera de mediana edad e hija de
Henry Phipps, Jr., socio comercial de Andrew Carnegie, valía literalmente
millones. Se consideraba una aventurera y no veía razón alguna por la que no
pudiera convertirse en la primera mujer en atravesar el Atlántico en avión.
Alquiló el avión de élite de la época a Donald Woodward, heredero de la fortuna
de Jell-O, contrató a un par de pilotos y, a continuación, sucumbió a la presión
de su familia, que insistía en que la empresa era demasiado peligrosa. Guest
tenía 55 años y la aviación era terreno de jóvenes y fornidos (difícil de imaginar
si piensas en el estado casi comatoso que se necesita para disfrutar de un vuelo
en la actualidad). También tenía tres hijos mayores, entre ellos un hijo que
acababa de salir de la Facultad de Derecho de Columbia. Como estaba a punto
de hacer el examen de abogacía, le dijo a su madre que suspendería si lo
obligaba a pasarse todo ese tiempo preocupado por que se estrellara en el
Atlántico Norte.

Esta es la cuestión: en aquellos días, nadie volaba a ninguna parte sin montar
revuelo al respecto. Y mucho menos a través de un océano. Nosotros, con
hordas de aviones anónimas atravesando una cinta transportadora enorme e
invisible a través del cielo, comiéndonos bolsitas de frutos secos, estamos en el
futuro.

Mediante sus conexiones, Guest recurrió al célebre publicista George Putnam,


que se subió a bordo como uno de los coordinadores del proyecto. George
Palmer Putnam, un genio como promotor y publicista, era un hombre alto, de
pelo oscuro y atractivo anticuado, a lo Don Draper. Era el nieto de G. P. Putnam,
fundador de la venerable editorial G. P. Putnam’s Sons y autoproclamado adicto
a la aventura. Ya se había hecho un hueco encargándose de las expediciones de
aventureros mundialmente famosos que narrarían sus escaladas, inmersiones
en profundidad y, sí, vuelos, en memorias subsiguientes. Putnam había
publicado We: The Daring Flyer’s Remarkable Life Story and his Account of the
Transatlantic Flight That Shook the World de Charles Lindbergh (y, de un golpe,
acaparó el mercado del género de aventuras de aviación).

Guest y Putnam hicieron una lista de sustitutas para el vuelo. Guest exigía
encontrar «al tipo de chica adecuado». Aquí es donde las Neta Snooks del
mundo —las pilotos malhumoradas, mugrientas, bebedoras de whisky y
mordedoras de uñas que eran valientes y dispuestas— no encajarían. La
reputación de Amelia como estrella emergente de la aviación, con más de 500
horas de experiencia en el aire y sin ningún accidente grave, la precedía.
Además, e igualmente importante, su alma temeraria y poco femenina estaba
oculta bajo un exterior femenino y de voz suave. Llevaba rizos rubios
alborotados (aunque su pelo era en realidad liso como una tabla; para tener ese
aspecto de aviadora elegante y curtida, tenía que rizarse el pelo a diario), así
como una pizca de pecas y una sonrisa amistosa a la que le faltaban algunos
dientes. Y lo más importante, quizá decisivo: su cuerpo era el cuerpo del
momento. Tenía una constitución de chica de los años 20: alta, de pecho plano y
delgada como una sílfide. Llevaba pantalones —no para llevar la contraria, sino
para ocultar sus tobillos gordos—, el único defecto de su figura.

Entonces llegó su vuelo triunfal en el Friendship. Cuando el avión aterrizó en


Gales el 18 de junio de 1928, Amelia saltó a la fama al instante. En Nueva York,
el titular a toda página del Times rezaba: «La ciudad recibe a Miss Earhart;
aviadora, tímida y sonriente, comparte elogios con sus compañeros».

Aquel verano de 1928, tras el vuelo que la colocó en el mapa, Amelia se mudó a
la casa de George y Dorothy Putnam en Rye, Nueva York. El motivo declarado
era que George y ella pudieran trabajar juntos en su libro, 20 Hrs., 40 Min.: Our
Flight in the Friendship, pero también se respiraba romance en el aire. George
estaba prendado de Amelia y, supuestamente, ella sentía algo parecido, aunque
era una mujer que no revelaba sus intenciones. Amelia escribía todo el día,
todos los días, mientras George se dedicaba a promocionarla a ella y a su
próximo libro. Mientras tanto, Dorothy suspiraba por un amante mucho más
joven, George Weymouth, alumno de primer año en Yale. Se suele creer que
Amelia robó a George ante las narices de Dorothy. Pero incluso Sally Putnam
Chapman, la nieta de Dorothy y George y autora de Whistled Like a Bird: The
Untold Story of Dorothy Putnam, George Putnam, and Amelia Earhart, dice que
«sencillamente no era verdad. De hecho, era todo lo contrario; Amelia dio [a
Dorothy] la excusa que necesitaba [para divorciarse de George]».

En diciembre de 1929, Dorothy se mudó a Reno y pidió el divorcio, y George


persuadió a Amelia para que se casara con él. Le costó bastante. Desde su niñez,
Amelia no había pensado mucho en la institución del matrimonio. Sospechaba
que, si no tomaba las riendas, acabaría en la misma mala situación que su
madre. La pareja solicitó la licencia de matrimonio en noviembre de 1930 y el 7
de febrero de 1931, Amelia accedió a celebrar una ceremonia sin florituras.
Amelia llevó uno de sus habituales trajes marrones sin sombrero y con el pelo
rubio oscuro cuidadosamente alborotado.

Conocí a una mujer, una saltadora base profesional, que preferiría saltar de un
puente —literalmente— a correr el enorme riesgo del matrimonio y la
maternidad. Estaba hecha del mismo material que Amelia, para quien el
matrimonio resultaba más aterrador que la aviación. La mañana de su boda,
llena de miedo y temor, Amelia presentó a George una carta que decía, en parte:

De nuevo, debes saber mi reticencia a casarme, mi sensación de que renuncio a


oportunidades en un trabajo que lo significa todo para mí… En nuestra vida
juntos… No te someteré a ningún código de fidelidad hacia mí ni tampoco debo
considerarme sometida a ti…

Por favor, no interfiramos en el trabajo ni el ocio del otro, no permitamos que el


mundo vea nuestras alegrías o desacuerdos privados. En este vínculo, necesitaré
algún lugar al que pueda ir sola, de vez en cuando, ya que no puedo garantizar
soportar todo el tiempo el confinamiento de una jaula atractiva.

Estaba dirigida a GPP y firmada «A.E.». En ella, también prometió esforzarse al


máximo para que su matrimonio funcionase en todos los sentidos. Esta carta es
tan perversamente pragmática que es un milagro que la unión sobreviviera.
Pero George Putnam era el destinatario perfecto de esa carta (siempre es
importante conocer a tu público). Él la leyó varias veces y, a continuación, la
guardó. Solo revelaría su existencia tras la muerte de Amelia, describiéndola
como una prueba del «galante espíritu interior» de su difunta esposa.

Fue el matrimonio perfecto entre patrocinador y patrocinada.

George trabajaba horas para «expandir la marca Amelia Earhart», como


podríamos describirla hoy en día. Amelia, elegida como «Lady Lindy» por una
astuta fotógrafa que la capturó en su vestimenta de aviadora e hizo que se
pareciera a la hermana de Charles Lindbergh (aunque no se parecía), había
demostrado ser capaz de competir en el mundo para machitos de la aviación sin
resultar amenazadora en ningún sentido. Tenía un aspecto bravucón y chic con
sus calzones y su chaqueta de cuero, y tenía la cara perfecta para llevar una
gorra de aviador de cuero (algo que no se puede decir de mucha gente). Pero
cuando un periódico sacaba una foto suya, George se aseguraba de que la
pusieran junto a otra foto de ella con un atuendo elegante de chica de los años
20, con sombrero cloche, un precioso vestido de talle bajo y un collar de perlas.

Amelia era una mujer tradicionalmente femenina que, sin embargo, era capaz
de subirse a un avión y emprender el vuelo. Los hombres no se sentían
amenazados y las mujeres —la mayoría reacias a romper el patriarcado y
abandonar su afección por la ropa interior bonita— se sentían inspiradas y
alentadas. ¿Por qué no?
La misma paciencia y resistencia preternatural que permitieron a Amelia
permanecer sentada durante horas en la cabina de un avión la convirtieron en
una guerrera de la autoafirmación. A principios de los años 30, se dedicó a
defender a las mujeres en la aviación (en una ocasión, dio 13 discursos en 12
días), trabajó en comités, dio más discursos, trabajó en más comités, escribió
cartas en nombre de esto, aquello y el resto de las cosas relacionadas con la
aeronáutica. Fundó las Ninety-Nines, una organización de mujeres piloto, y su
propia línea de ropa. La nombraron comandante honoraria del Servicio Aéreo
de los Estados Unidos y le otorgaron un par de alas de plata, que solía llevar con
sus perlas. Trabó amistad con Eleanor Roosevelt. La primera dama tenía
también una faceta aventurera y se mostró dispuesta a dar clases de vuelo.
Amelia la enganchó a la actividad, pero el presidente lo vetó por considerarlo
peligroso, pese a que aplaudía públicamente el esfuerzo de Amelia para
convencer al país de que el transporte aéreo era la ola del futuro.

El 20 de mayo de 1932, cinco años después del día que Lindbergh llevó a cabo su
histórico vuelo trasatlántico, Amelia Earhart finalizó con éxito su vuelo en
solitario a través del charco. Durante esos cinco años, muchas mujeres habían
emprendido el vuelo y muchas pilotos ansiaban batir ese récord. Ruth Nichols,
que ostentaba el récord de altitud y velocidad en 1931, anunció su plan de
intentar un vuelo trasatlántico. Despegó en junio en medio de un circo
mediático, pero se estrelló durante su escala de repostaje en Nuevo Brunswick,
destrozando su avión y rompiéndose cinco vértebras. Laura Ingalls, una
acróbata que tenía el récord de más barrenas horizontales seguidas y Elinor
Smith, de 20 años, momentáneamente famosa por haber volado bajo todos los
puentes del East River en Manhattan, también tenían las miras puestas en el
premio.

Amelia, que no quería alertar a la prensa, preparó su intento en secreto.

Días antes de su vuelo, estuvo en casa con George y rastrilló hojas (su única
forma de ejercitarse). Repasó las pruebas de su próximo libro, The Fun of It.
Invitaron a Ruth Nichols —que llevaba una faja lumbar y todavía estaba
recuperándose de su accidente— a una cena tranquila y, en general, se
comportaron como si no fuera a ocurrir nada fuera de lo normal. Bernt Balchen,
uno de sus asesores de vuelo, se mantuvo ocupado a diario en el aeropuerto
privado de Nueva Jersey, Teterboro, preparando su Lockheed Vega; la prensa
informó de que había tomado prestado el avión para volar al Polo Norte.
Entonces, la mañana del 20 de mayo de 1932, Amelia acudió sin prisas al
aeropuerto, se montó en su avión y despegó sola a través del océano en
dirección a París.

El cielo estaba despejado. Voló al noreste, hizo una escala para repostar en
Harbour Grace, Terranova, antes de continuar por la ruta polar. Voló a 12.000
pies, sorbiendo sopa caliente de su termo. Pasaron las horas. A sus pies, los
icebergs flotaban teñidos de rosa durante la puesta de sol. Entonces, el altímetro
se estropeó. Ella no se preocupó mucho. Había unas cuantas nubes dispersas y
estaba segura de que podría estimar la altitud siempre y cuando pudiera ver
agua. Poco después, miró por la ventana y contempló una diminuta llama azul
cerca del colector de escape. Se encontraba en un momento en el que dar la
vuelta era tan peligroso como seguir adelante.

“Se encontraba en un momento en el que dar la vuelta era tan peligroso como
seguir adelante.”
POR KAREN KARBO
La visibilidad empezó a empeorar de nuevo. De repente, volaba entre nubes de
tormenta altas y oscuras, del tipo que cualquier piloto comercial actual rodearía
o, de lo contrario, se arriesgaría a perturbar el servicio de bebidas. Amelia no
podía hacer nada salvo atravesarlas, rebotando entre el viento y la lluvia
mientras seguía su curso. La lluvia pronto se convirtió en hielo, los controles se
congelaron y su diminuto avión entró en barrena. Mientras se precipitaba hacia
las olas de color gris verdoso, el hielo se derritió y fue capaz de recuperar el
control. Pero minutos después de recuperar su altitud de crucero, la lluvia se
convirtió en hielo de nuevo, el parabrisas se llenó de escarcha, los motores se
congelaron y el avión giró. De nuevo, se precipitó hacia el mar y el hielo volvió a
derretirse durante el descenso, y voló bajo sobre el mar revuelto hasta que pensó
que era seguro ascender de nuevo. Mientras salía el sol, se encontró al otro lado
de la tormenta, deslizándose hacia el alba. Todos los descensos y ascensos
imprevistos habían gastado combustible; cuando encendió el interruptor del
tanque de auxiliar, sintió que el combustible le bajaba por el cuello desde una
fuga invisible sobre su cabeza.

Se dirigía a Francia, pero cuando vio colinas verdes a sus pies, se lo pensó mejor
por el altímetro congelado, el fuego en el colector de escape y la fuga en el
tanque auxiliar. A las 13:46 GMT, aterrizó en el pasto de una granja a las afueras
de Londonderry, en Irlanda. El vuelo había durado 14 horas y 56 minutos. El
granjero acudió corriendo mientras salía de la cabina. «¿Ha volado lejos?», le
preguntó. «Desde Estados Unidos», contestó ella. No se podría decir si estaba
agotada o asustada. Amelia podía ser tan lacónica como un vaquero. Aunque no
llegó a París, como Lindbergh, el mundo aplaudió su logro. Amelia recibió la
Medalla de Oro de la National Geographic Society y el Congreso estadounidense
le otorgó la Cruz de Vuelo Distinguido.
La mayoría de las mujeres temen desatar su faceta difícil. Claro, quizá hayamos
logrado convencer a nuestros amigos —incluso a nuestras madres y hermanas—
de que somos luchadoras y chulitas. Contamos con orgullo la de palabrotas que
soltamos, lo bien que nos lo pasamos en el Burning Man o cómo llevamos un
vestido inapropiado a la boda de una amiga. Fumamos, aunque sabemos que va
a matarnos. Pero a la hora de ponernos a nosotras y nuestras necesidades por
encima de las de nuestros seres queridos, somos cautelosas. Nos han criado
para preocuparnos porque solo una mujer preparada para acabar sola insiste en
la primacía de sus necesidades. Tememos ahuyentar a quienes queremos si
honramos y expresamos nuestro verdadero yo y si ese verdadero yo no es tan
abnegado como la sociedad demanda a las mujeres.

Pero Amelia era leal a sí misma y George no huyó. Siguió su corazón —no el de
él— y él la quiso más. La quiso lo suficiente como para ayudarla a prepararse
para su mayor vuelo, el único que la alejaría de él.

El gran sueño de Amelia era volar alrededor del mundo. «Las mujeres, como los
hombres, deberían intentar hacer lo imposible», dijo para explicarse. El vuelo
propuesto no era precisamente imposible, pero sí complicado y caro. Los riesgos
estaban por las nubes, el tipo de oportunidad que solo aprovechan las mujeres
difíciles. La euforia de Amelia estaba por las nubes.

Despegó con el piloto Fred Noonan el 20 de mayo de 1937 desde Oakland,


California, en dirección este. Cruzó Estados Unidos, bajó por la costa este de
América Central y del Sur, cruzó el Atlántico, África, el límite meridional de
Arabia, la India. Amelia y Noonan llegaron a Lae, Nueva Guinea, el 29 de junio.
La única manga que quedaba eran 11.200 kilómetros a través del Pacífico.
Despegaron el 2 de julio hacia la isla de Howland, con el Lockheed Electra lleno
de combustible para llegar a su próxima escala en su vuelo alrededor del
mundo.

La isla de Howland es una gota de tierra en medio del océano, una franja de
tierra de 4,4 kilómetros cuadrados, poco interesante y con forma de ameba, a
4.113 kilómetros al noreste de Lae. Hagámonos una idea del reto que supone
intentar encontrar y aterrizar en la diminuta Howland empleando solo la
navegación por brújula: imagina que estás sobre el Empire State e intentas dar
en el blanco de una diana que cuelga de la Estatua de la Libertad, a ocho
kilómetros.
El buque guardacostas Itasca estaba fondeado en Howland, donde emitía una
densa columna de humo negro, una señal para Amelia. Mientras se acercaba, el
Itasca recibió unas cuantas transmisiones por radio de ella, pero el Electra
nunca llegó. Nunca se descubrió, y la curiosidad ilimitada sobre la desaparición
de Amelia ha continuado hasta la actualidad. Mientras escribo estas palabras,
otra partida de búsqueda ha salido hacia el Pacífico Sur, equipada con
dispositivos de búsqueda y rescate de alta tecnología, así como con unos cuantos
perros olfateadores entrenados para detectar fragmentos de hueso.

Existen muchas teorías, cada cual más romántica que la otra. Que Amelia era
una espía encargada de cartografiar el Pacífico para su buen amigo, el
presidente Franklin D. Roosevelt, y fue capturada y asesinada por los japoneses.
O que fue rescatada del accidente y, como parte de algún absurdo programa de
protección de famosos, la enviaron para vivir el resto de su vida como banquera
en Nueva Jersey. La más probable de las explicaciones improbables es que se
estrellase en la isla de Nikumaroro, a unos cientos de kilómetros al sureste de
Howland, donde ella y Fred habrían vivido como náufragos en una atractiva isla
tropical hasta el día de su muerte.

Cada vez que surge un nuevo libro o película sobre Amelia, la gente se vuelve
loca con su desaparición. Hay artículos de opinión sobre su carácter. La novia de
América no era tan pura de corazón como nos imaginábamos, sino egoísta y con
ansias de grandeza. O que emprendió ese último vuelo letal por propio placer. O
que disfrutaba demasiado del autobombo. ¿Y qué hay de su modernísimo
matrimonio? Hay historias sobre los obsesos que han dedicado sus vidas a
«encontrarla» y actualizaciones sobre cómo podría emplearse la última
tecnología en la búsqueda en curso. (Si no podemos encontrar el vuelo 730 de
Malaysia Airlines con todas las herramientas en la caja de búsqueda y rescate,
considero improbable que nadie pueda encontrar un Electra de 80 años.)

Aunque Amelia lleva desaparecida todos estos años, su filosofía de mujer difícil
perdura. «La aventura vale la pena en sí misma», decía. Los hombres siempre
han hecho cosas porque les proporcionaban placer y sensación de éxito.
Entonces, ¿por qué no pueden las mujeres disfrutar de ese mismo privilegio?

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