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Teresa Jiménez Calvente – Catulo y los poetae novi
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© 2006, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
Teresa Jiménez Calvente – Catulo y los poetae novi
ISBN - 84-9822-586-8
Teresa Jiménez Calvente
teresa.jimenez@uah.es
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Teresa Jiménez Calvente – Catulo y los poetae novi
Al igual que ocurre con otros muchos poetas clásicos, no tenemos demasiados
datos sobre la vida de Catulo, y la mayoría de ellos procede de sus propios poemas,
en los que éste se sirvió generosamente de la primera persona, una primera persona
literaria que, por cierto, no hay que confundir siempre con una verdadera
autobiografía, según se verá más adelante; a estos testimonios de gran importancia,
pero de una veracidad que precisa ser contrastada, habría que añadir el inestimable
dato aportado por San Jerónimo en su Crónica, donde señala que el poeta, nacido en
Verona, vivió 30 años, entre el 88 y el 58 a. C. Sin embargo, esas fechas han sido
puestas en duda, pues en los propios poemas se mencionan acontecimientos que
tuvieron lugar más allá de ese fatídico 58 a. C. Por ello, dado que no hay motivos para
dudar de la edad a la que murió el poeta, es preciso retrasar la fecha de su muerte al
menos hasta el año 54 a. C., fecha en la que César había completado su triunfo sobre
Britania (la expedición comenzó en el 55 a. C.), un acontecimiento aludido en el carm.
11. De ese modo, si en el 54 a. C. Catulo tenía 30 años, podríamos concluir que había
nacido en el año 84 a. C.
Es casi seguro que procedía de una familia acomodada, pues, según nos
indica Suetonio, Caes. 74, Julio César, con quien no tuvo una relación muy fluida, solía
alojarse en la casa de sus padres de paso hacia la Galia. Además de esta casa en
Verona, Catulo se refiere también a una propiedad en Sirmión, junto al lago Garda, un
lugar de agradables recuerdos para él, según cuenta en carm. 31. Del mismo modo, la
lectura del carm. 44 parece indicar que poseyó una casa de campo en Tíbur, muy
cerca de Sabina, adonde, según dice, se había retirado para reponerse de la
indigestión que le había producido la lectura de un discurso escrito por Sestio (el
tribuno de la plebe defendido por Cicerón en su Pro Sestio). En cuanto a su nombre
completo, conocemos bien su cognomen: Catulo; suele aceptarse que su nomen fue
Valerio; sin embargo, su praenomen no está claro, pues los testimonios oscilan entre
Marco y Gayo: Gayo (Marco) Valerio Catulo. Por boca del propio poeta, conocemos
además que tuvo un hermano, muerto a edad temprana, cuya tumba en tierra troyana
visitó el poeta tras un largo viaje, según nos cuenta en los carm. 65, 68a, 68b, y 101.
A partir de todos estos datos, no es difícil suponer que el joven Catulo recibió
una esmerada educación, reflejada ampliamente en su poemario, y que, como otros
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jóvenes de familias adineradas, se marchó a Roma para completar allí sus estudios e
iniciarse, tal vez, en la vida política. Al llegar a la urbe, entró en relación con un grupo
de jóvenes, atraídos igual que él por el mundo de las letras, que fueron bautizados por
algunos de sus contemporáneos como los poetae novi. En el seno de este círculo
literario, al igual que otros que habían comenzado a florecer en Roma, la poesía se
había convertido en algo más que un entretenimiento apto para los momentos de ocio;
aquí, el jovencísimo Catulo se dedicó en cuerpo y alma a esa pasión: el estudio, la
escritura de poemas conforme a nuevos principios estéticos y sus relaciones de
amistad y camaradería con otros poetas y hombres de letras llenaron su vida. Todo
parece indicar que, una vez en Roma y ya introducido en los círculos culturales y
mundanos de la gran urbe, pudo iniciar un tórrido romance con una mujer, oculta en
sus poemas bajo el pseudónimo de Lesbia (algunos autores consideran que Catulo
pudo haber conocido a esta dama en su Verona natal, donde ésta se habría
desplazado en compañía de su marido). Son justamente esos poemas amorosos los
que más fama han dado al poeta en los siglos venideros, pues su perfil se adecua ahí
al de un poeta romántico que maldice su suerte (miser Catulle, según sus propias
palabras en el carm. 8) por un amor desgraciado. De ese modo, su amor desdichado,
su muerte prematura y su actitud rebelde e inconformista hicieron de Catulo un
verdadero icono para las siguientes generaciones de jóvenes poetas romanos y,
mucho más adelante, para los poetas románticos del siglo XIX y principios del XX.
Sin embargo, antes de llegar a ese trágico desenlace de amor y muerte, no
podemos olvidar que, además de Lesbia, hay otros muchos asuntos tratados en su
poesía que dejan traslucir otras ocupaciones y preocupaciones; así, en su poesía
aparecen los amigos y los rivales, las charlas literarias, los banquetes y no falta, frente
a lo que parece a primera vista, una cierta preocupación por la actualidad política,
bastante revuelta en aquellos años, que le producía un cierto empacho (por utilizar la
metáfora que el propio poeta emplea en el carm. 44). No cabe duda de que, durante
su estancia en Roma, Catulo entró en contacto con algunos de los personajes políticos
más relevantes del momento, quienes, por lo que sabemos, no fueron del todo ajenos
a mostrar su interés por la literatura y sus cultivadores. En este sentido, vale recordar
el viaje que el propio Catulo realizó a Bitinia entre los años 57-56 a. C. como
acompañante del séquito de Gayo Memio, a la sazón gobernador de la provincia
(carm. 10 y 28). Con su habitual sarcasmo, el poeta asegura haber regresado de ese
viaje tan pobre como había salido, una alusión en la que muchos han querido ver una
crítica al pretor Memio, posiblemente el mismo personaje al que Lucrecio dedicó su De
rerum natura. Desde luego, la lectura de ese poema parece indicar que aquellos que
se incluían en el séquitos de algunos magistrados en sus desplazamientos a las
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provincias volvían con los bolsillos llenos, por lo que podían incurrir en un verdadero
delito de concusión. En el caso de Catulo, se atreve a asegurar que ése no ha sido su
caso y acusa al propio Memio de no ocuparse en este sentido de sus acompañantes,
un afirmación que podría leerse en clave positiva, al reforzar la idea de que éste no les
había permitido cometer delitos de ese tipo; por ello, Catulo afirma que Memio había
abusado de él (una idea que hace explícita a través de una grosera imagen sexual) y
que sus únicas ganancias habían sido en realidad gastos (carm. 28), una afirmación
que refuerza el tópico recurrente de la pobreza de los poetas (presente también en el
carm. 13, donde le dice a Fabulo que su bolsa sólo tiene telarañas).
Además de Memio, en sus poemas no faltan alusiones a otros importantes
personajes célebres de la vida política y mundana. Muchas veces éstos son juzgados
con inusual dureza por Catulo, que, posiblemente, se sentía revestido de la autoridad
moral de quien nunca se había implicado directamente en el desempeño de cargos
públicos que podían conllevar cierta dosis de corrupción; de esa convicción, nacen
críticas cortantes y agudas, que reflejan no sólo una antipatía personal por ciertos
individuos sin escrúpulos que le habían afectado de un modo muy cercano (tal es el
caso de Clodio Pulcro, el hermano de su amante y, según parece, esbirro de César; de
Celio Rufo o de Gelio, acusados ambos de mantener relaciones con Lesbia), sino
también unos reparos morales de más hondo calado contra conductas y personajes
poco honestos en su vida pública, unas actitudes reprobables que, según parece
señalar Catulo, se veían reflejadas de algún modo en su vida privada. De ese modo,
una vida privada alejada de los cánones morales sancionados por la tradición y, en
especial, algunas prácticas sexuales poco honestas se convierten en el modo
adecuado de atacar a ciertos personajes relevantes en la política del momento. En
esta línea, que entronca directamente con el epigrama satírico, podrían inscribirse los
ataques a Pompeyo, César y Mamurra, terriblemente caricaturizados, por ejemplo, en
el carm. 29.
En definitiva, la amistad y el amor envueltos en la convulsa vida de la ciudad en
aquellos años marcaron al joven Catulo, que supo encontrar en esas circunstancias
personales parte de la inspiración mundana de sus versos; al mismo tiempo, en esos
mismos poemas, el poeta deja aflorar la añeja tradición de la poesía escrita en primera
persona, que abarca desde la sutileza de la lírica a la crudeza del yambo, sin olvidar
los tonos variados y calmos del epigrama en dísticos elegíacos; de ese modo, la
tradición y la novedad, lo culto y lo popular, lo aprendido y lo vivido, todo ello mezclado
en dosis exactas, conforman un poemario de extraña fuerza y con gran capacidad de
evocación, que ha resistido con éxito el largo paso de los siglos.
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dedicó a Cornelio Galo unas Historias de amor pasional, una colección de breves
relatos en prosa sobre amores trágicos.
A este autor, habría que añadir los nombres de otros escritores griegos, como
Meleagro o Filodemo, que hacia el siglo I a. C. prepararon ediciones antológicas de
epigramas, lo que facilitó su difusión y alcance. Todas estas obras dadas a conocer en
el contexto oportuno conformaron el punto de unión entre los poetas latinos del siglo I
a. C. y la gran poesía alejandrina y helenística del siglo III - II a. C.
De entre los diferentes poetas alejandrinos, hay acuerdo en considerar que fue
Calímaco (c. 310-305-c. 240 a. C.), bibliotecario de la famosa Biblioteca de Alejandría,
uno de los que más influyeron en los jóvenes poetas romanos de la generación a la
que perteneció Catulo. Sin embargo, Calímaco fue un autor prolífico y hemos de
suponer que no todas sus obras influyeron por igual, pues, además de poemas,
escribió tratados de corte erudito y comentarios poéticos. A este respecto, no podemos
olvidar los versos iniciales de sus Aitia, donde Calímaco ofrece un verdadero
manifiesto poético con grandes dosis de polémica contra sus adversarios y críticos, la
Respuesta a los Telquines; allí, frente a quienes se burlaban de él por no haber sabido
componer un extenso poema épico, aseguraba que, siguiendo los dictados de Apolo,
prefería “cultivar una Musa limitada y hollar un sendero aún no hollado”; en otras
palabras y según dijo en otro lugar, “un libro grande es un mal grande”, expresión que
encierra una crítica severa contra una mal entendida tradición épica de poemas largos
y cíclicos. En contraposición, Calímaco aboga por una poesía breve compuesta con
gran perfección formal, en la que, por supuesto, no falta la erudición. Además de estos
Aitia, un poema misceláneo compuesto por cuatro libros en dísticos elegíacos en que
las Musas inspiran al poeta las motivaciones míticas (aitia) de fiestas, costumbres,
fundaciones y ritos religiosos, Calímaco compuso himnos, epigramas, yambos y una
suerte de poema épico novedoso titulado Hécale.
Entre todas estas obras, hay que prestar una especial atención a esta Hécale,
con la que se inaugura un nuevo género bautizado en el siglo XIX como epilio (palabra
que no es sino un diminutivo del griego epos, es decir, poema épico). El poema, de
unos mil versos, se inicia con la narración del viaje de Teseo, libre ya de las
asechanzas de Medea, desde Atenas hasta Maratón, donde debía matar a un terrible
toro; entonces se produce una enorme tormenta, por lo que el héroe busca refugio en
la cabaña de una pobre anciana, Hécale, que le brinda hospedaje y una sencilla
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comida acorde con su pobreza. Teseo vence al toro y, a su vuelta, conoce que la vieja
ha muerto, por lo que, tras llorarla, decide llamar Hécale al demo recién fundado,
donde erige un templo a Zeus Hecalio. De ese modo, el poema no hace sino concluir
con una aitía o causa. En definitiva, lo que ofrece Calímaco en esta obra es la
narración escrita en hexámetros de un elemento marginal del mito: la visita del héroe a
una anciana y los detalles de la hospitalidad que ésta le dedica; con ello, vuelve a
situar como objeto poético una escena de la vida cotidiana, dentro del marco más
amplio de la narración heroica del viaje del héroe: la tradición y un tipo de innovación
que busca nuevas versiones del mito y escarba en sus aspectos más populares se
dan aquí la mano, pues no hay que olvidar que el motivo de la acogida del héroe o un
dios (muchas veces disfrazados) en un ambiente humano y especialmente modesto es
un elemento folclórico presente en multitud de relatos nacidos al abrigo de los grandes
ciclos míticos. Se trata, en definitiva, de explorar la parte más humana y cotidiana de
los grandes héroes y dioses, que protagonizan de ese modo escenas de la vida
corriente sobre la que vuelve sus ojos el poeta.
En cuanto a los Epigramas de Calímaco, algunos de los cuales se nos han
conservado en la Antología Palatina, reflejan una vez más la concepción poética de
su autor, pues en ellos se da cabida a los temas propios del género (la muerte,
dedicatorias, descripción de objetos, el amor, etc.) abordados con brevedad, erudición,
ciertas dosis de humor y un excelente dominio de la técnica. Estos mismos rasgos
pueden apreciarse en sus Yambos, donde Calímaco rompe, una vez más, la
asociación de un determinado metro a unos temas y tonos exclusivos, pues prefiere
mezclar lo personal (al servirse de la primera persona) y lo impersonal u objetivo; así,
sus yambos reflejan también una múltiple variedad de temas y tonos, pues se reúnen
aquí poemas de corte etiológico, invectivas, poemas de despedida (propémptico),
epinicios, descripciones de objetos o espacios, etc. (cf. Durán Mañas).
Esta amplitud de intereses y la versatilidad compositiva de Calímaco es una
prueba clara de la llamada polieideia o tendencia de los poetas helenísticos a no
encasillarse en un único género literario (cf. Fernández Corte, 2006). Esta actitud
reflejaba una nueva concepción de la poesía como ars o téchne: frente a la inspiración
divina de que hablaban los vates de antaño, estaba la técnica, el trabajo minucioso y la
libertad del poeta para combinar los metros y los temas de maneras distintas. La
literatura conquistaba, así, nuevos horizontes, pues se abría la posibilidad de redefinir
los géneros literarios, en los que, junto a la tradición heredada, también se podía situar
el rico filón de lo popular, capaz de prestar nuevos temas, tonos e incluso de inspirar
nuevos usos métricos (pensemos en la revitalización del epigrama y de la elegía,
géneros ambos de fuerte tradición popular). Éste es quizás uno de los legados más
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dosis. De ese modo, el epigrama dio cobijo a una gran variedad de temas y tonos,
pues en ellos encontramos dedicatorias, epitafios, temas eróticos y amorosos en
general, alabanzas, invectivas, descripciones de obras de arte, temas conviviales,
sátiras e incluso no faltan los epigramas destinados a ofrecer consejos morales. Dadas
sus infinitas posibilidades no es de extrañar el éxito alcanzado por este tipo de poesía,
nacida en múltiples ocasiones como una composición circunstancial y efímera, pero
abocada a lograr una vida más larga gracias al interés del público y de los propios
autores. Una vez más, lo efímero y cotidiano se convertía en manos de los poetas
alejandrinos en materia poética del más alto interés, lo que explica la preocupación de
muchos escritores por recopilar y editar sus propios epigramas y los ajenos. Entre
esas recopilaciones, destacó la realizada por Meleagro de Gádara, un poeta de
comienzos del siglo I a. C., titulada La Guirnalda o Corona, cuya huella parece
evidente en algunos poemas catulianos. A su lado, habría que situar también la
antología preparada por Filodemo, poeta y filósofo epicúreo, del que sabemos que
estuvo en Roma ligado a los Pisones hacia finales del siglo I. a. C. La lectura de esas
antologías repletas de epigramas debieron captar la atención de muchos jóvenes
poetas deseosos de recorrer nuevas vías.
Con todo, antes de llegar a la generación de Catulo y su preferencia por la
poesía alejandrina, no podemos olvidar que también otros poetas romanos de
generaciones previas habían cultivado epigramas y habían compuesto versos en
metros variados; esto es, al menos, lo que se desprende del ejemplo transmitido por
Aulo Gelio en sus Atticae Noctes (19, 9, 1), donde incluye unos breves epigramas en
dísticos elegíacos compuestos por Valerio Edituo, Porcio Lícino y Lutacio Cátulo; en
ese pasaje, Gelio recordaba cómo el rétor Antonio Juliano se había defendido contra
unos griegos que se burlaban de que las letras latinas, a excepción de Catulo y, en
menor medida, de Calvo, no habían tenido poetas capaces de componer “poemas
delicados y de ritmo fluido” (tam fluentes carminum delicias). Para rebatir esa opinión,
Juliano recitó los mencionados poemas en dísticos elegíacos de Edituo, Lícino y
Cátulo como una muestra palpable de que también antes habían existido poetas
capaces de cantar al amor (poetas amasios ac venerios fuisse). A estos tres aquí
citados, cabría añadir, siguiendo el fragmento de Gelio, los nombres de Levio (autor de
unos carmina implicata), Hortensio –no sabemos si el célebre orador latino o su hijo
del mismo nombre- (cuyos versos son tildados de invenusti) y hasta el propio Memio
(acusado de componer una poesía dura).
En definitiva, lo que no cabe duda es de que tanto en éstos como en otros
autores siempre se dejó sentir la influencia de los modelos griegos; así, si nos
remontamos a los primeros ensayos poéticos, allá por el siglo III a. C., fue la poesía
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griega helenística con su técnica depurada y sus originales concepciones sobre los
diferentes géneros la que cautivó a los primeros poetas latinos (Nevio, Enio, Pacuvio,
Acio, etc.), por ser esos modelos y no otros los que les quedaban más cercanos en el
tiempo (recuérdense el ejemplo de Enio, que se consideraba un verdadero studiosus
dicti, y sus múltiples experimentos poéticos en línea con los gustos alejandrinos).
Aunque no conservamos muchos epigramas de esa primera época, cabe suponer que
entonces no alcanzaron el éxito del que luego iban a disfrutar. Para gozar de una
mayor aceptación entre los autores y el público latino, hubo que esperar hasta los
albores del siglo I a. C., en que se materializaron los primeros intentos por adaptar
elementos que hoy llamaríamos líricos; sin embargo, esos pocos ejemplos
transmitidos por Gelio hacen pensar que aquellos autores tampoco tuvieron la difusión
y el calado que adquirieron unas generaciones más tarde, cuando la sociedad romana
había evolucionado y estaba más preparada para degustar esas delicias.
En este sentido, podríamos decir que, para los jóvenes poetas de la generación
de Catulo, los modelos alejandrinos con sus breves poemas épicos y su profusión de
epigramas y metros variados, nuevamente revisitados a través de recientes ediciones
antológicas, se ofrecieron a sus ojos como los modelos por antonomasia: ahora ya no
eran los modelos más cercanos por razones temporales, pero sí que lo fueron en
razón de una decisión consciente, que aspiraba a modificar la propia tradición poética
latina (que, como se ha señalado, paradójicamente también había bebido y adaptado
desde muy atrás el impulso alejandrino). En definitiva, los poetas del siglo I a. C.
habían recibido la influencia de la poesía helenística por dos vías: una directa, a través
de sus propias lecturas y preferencias, y otra indirecta, a través de la lectura de los
propios autores latinos antiguos. Entre una y otra época, las circunstancias políticas y
sociales habían cambiado y en las décadas finales del siglo I a. C., se produjo un gran
florecimiento literario: hubo más poetas, muchos de ellos verdaderos amateurs, y se
escribieron más versos dirigidos a un público cada vez más numeroso y entusiasta,
pues la poesía había logrado hacerse un hueco mayor en la sociedad romana, que
empezó a considerar el otium cum litteris (el ocio literario ampliado ahora al cultivo de
la poesía) como una actividad noble y ennoblecedora al mismo tiempo (basta leer a
este respecto el hilo conductor del discurso de Cicerón en favor del poeta Arquías)
En ese contexto de búsqueda y de ruptura con lo inmediatamente anterior es
donde se sitúa la atracción por los modelos de la literatura alejandrina, que se dejó
sentir incluso en aquellos autores apegados a la vieja tradición; así, Lucrecio no dudó
en servirse del hexámetro para componer su poema didáctico De rerum natura (y los
alejandrinos habían mostrado ya una clara predilección por este subgénero épico) y el
propio Cicerón (editor junto con su hermano Quinto de la obra inconclusa de Lucrecio),
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tradujo el poema astronómico de Arato de Solos (me refiero a los Aratea del poeta de
Arpino).
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obra ese savoir vivre. De ese modo, de vuelta al pobre Sufeno, criticado en el carm.
22, su poesía parece salida de la pluma de un sepulturero o de un cabrero
(caprimulgus, “ordeñador de cabras”), dos oficios tenidos por ruines, y el último, sobre
todo, asociado a un ambiente rústico. Por contra, Catulo y sus amigos son siempre
venusti (“hombres capaces de apreciar la belleza”),lepidi (“graciosos”), faceti
(“chistosos”) y, ante todo, urbani (“refinados o, al menos, pasados por el tamiz de la
ciudad”). Frente a éstos, sus opositores son tildados de rustici, infaceti e invenusti. En
este contexto urbano, su poesía se presenta como una prueba de ingenio (facetia), en
la que la parodia, la ironía y las alusiones cultas se mezclan y conviven dentro del
mismo espacio.
De acuerdo con esta nueva concepción de la poesía y del oficio poético, los
poetas hablan de su obra como una nuga o entretenimiento del que participan tanto él
como sus amigos también poetas. Así, en el carm. 50, Catulo rememora un velada
pasada junto a su amigo Licinio (Gayo Licinio Calvo) en la que otiosi habían pasado la
tarde componiendo (versiculos) –es preciso reparar en el diminutivo, que sirve para
incidir en el carácter breve y lúdico de esa poesía-. El cuadro se completa cuando se
nos indica también que aquella tarde ambos escribían por turnos, mostrando su
habilidad para componer distintos metros, en un escemario dominado por el juego y el
vino (per iocum et vinum). Tal como expone aquí Catulo, en ese ambiente, la poesía
se convertía en materia de experimentación y de autoexamen personal, pues los
escritos se mostraban a los propios compañeros como parte de un juego compartido
en el que todos eran jueces y maestros. El poeta reivindica aquí su propio espacio, en
el que la primera persona narrativa encuentra un molde exacto: lo personal e individual
se alía con grandes dosis de erudición (mitológica, geográfica y artístico-literaria) y
logran crear un refinado contraste de ideas y tonos, que sirven para dibujar un
universo personal compartido por todos lo miembros del grupo. De ese modo, se gesta
una poesía delicada, experimental, un tanto iconoclasta y que aspira a conquistar a
una elite social y cultural, capaz de apreciar las novedades de este estilo en el que la
varietas o poikilía era la mejor manera de mostrar un amplio espectro de intereses y
capacidades. Por otro lado, esa variedad era apta también para cautivar a un público
diletante, que apreciaba la chispa, el golpe de humor o la ocurrencia de unos versos
en apariencia improvisados y que, al mismo tiempo, podía descubrir las evocaciones y
reminiscencias de autores y poemas previos. Ese carácter de poesía “en clave” invita
siempre a ir más allá de una mera lectura literal: el poeta juega siempre con la
alegoría, un arma que le permite decir una cosa cuando en realidad, para los
entendidos, está diciendo otra distinta. Por ese motivo, muchos poemas admiten,
como se ha encargo de demostrar la crítica, una doble lectura: una simplemente literal
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y otra en clave metaliteraria o poética (ese es el caso, por ejemplo, del poema 86 de
Catulo, en el que la comparación entre Lesbia y una tal Quintia ha sido leída no sólo
como una especie de descriptio puellae, en la que se atiende tanto a lo físico como a
los espiritual, sino también como una contraposición entre la poesía de inspiración
griega –Lesbia- y la de inspiración tradicional romana –Quintia- [un buen comentario
de este poema puede leerse en Fernández Corte, 2006, pp. 755-756, quien resume
además las distintas interpretaciones dadas sobre el mismo]).
Además de Catulo, fueron miembros de ese grupo de “poetas nuevos” Gayo
Helvio Cina, autor de un poema titulado Zmyrna, al que nuestro poeta dedicó un
encendido elogio (carm. 95), un poema compuesto durante 9 años que, en opinión de
Catulo, iba a otorgar una fama inmortal a su amigo; se da aquí, por tanto, el ideal
calimaqueo del poema laborioso, realizado durante muchos años; además, esta
Esmirna era un poema oscuro, tanto que necesitó del comentario de un erudito (el
gramático Crasicio, según el testimonio de Aulo Gelio, 19, 9, 7), un aspecto que lo
igualaba con la poesía de Euforión de Calcis, que fue conocido por Cina gracias a
Partenio de Nicea. El poema narraba supuestamente los amores desdichados de
Esmirna o Mirra con su padre, el rey Cíniras de Chipre, relación de la que nació el
joven Adonis (una historia a la que Catulo alude con gran erudición cuando habla de
que la obra de su amigo llegará hasta el río Sátraco, un río de Asia, región donde se
sitúa la metamorfosis de la joven en el arbusto que recibió su propio nombre). Sobre la
vida de Cina, también es Catulo quien nos informa de que fue uno de sus compañeros
de viaje a Bitinia. Más tarde, Plutarco cuenta que murió a manos de la plebe durante
las revueltas que siguieron a la muerte de César al ser confundido con uno de los
cesaricidas del mismo nombre (aunque esta identificación ha sido puesta en duda).
Al lado de Cina, hay que situar los nombres de Valerio Catón, Furio Bibáculo,
Licinio Calvo (el único de los poetas procedentes de Roma), Cecilio, y en último
término, Cornelio Nepote, más conocido por su actividad como prosista, pero amigo
del grupo y conocedor de sus principios estéticos, según se desprende de las palabras
de Catulo en su carm. 1. De todos ellos, además de Cina, es Calvo, muy apreciado
también como orador, el que más aparece en el poemario de Catulo; así, le dedica
cuatro poemas (14, 50, 53 y 96), en los que queda patente que compartían una sólida
amistad (que se refleja en la alabanza que Catulo le dedica por su éxito como orador
en el poema 53 o en la consolatoria por la muerte de su esposa Quintilia [poema 96]) y
unas inquietudes literarias semejantes, como en el poema 14, donde recrimina a su
amigo por haberle hecho llegar unos poemas horribles, y en el ya comentado 50. Este
último poema deja traslucir la especial veneración de Catulo por el talento poético de
su amigo, que gozó también de los honores de la fama como poeta.
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En lo que se refiere a los demás miembros del grupo, sabemos por otras vías
que Valerio Catón (al que algunos estudiosos han considerado uno de los maestros
del grupo) fue autor de un epilio etiológico, Dictynna, en que se recogía la trágica
historia de una de las ninfas compañeras de Diana, que, acosada por el rey Minos,
buscó la huida arrojándose al mar, donde fue salvada por las redes de los pescadores
(díktya, en griego). También se le supone autor de una colección de poesía amorosa
titulada Lydia y de una colección de poesía satírica, Dirae. A esta labor como poeta,
cabría unir su agudeza como crítico literario y su innegable capacidad de magisterio,
con la que consiguió transmitir a sus jóvenes discípulos su pasión por una forma
determinada de entender el oficio poético.
Cecilio también merece elogios por parte de Catulo en el carm. 35, donde se
celebra el poema que éste estaba componiendo sobre la diosa Cibeles, la diosa de
Díndimo. Según indica Catulo, Cecilio era también un poeta enamorado y su amada
era una verdadera docta puella, que sabía apreciar la grandeza de su poesía, pues un
fuego la devoraba desde el momento en que había comenzado a leer el erudito poema
de su amante.
En cuanto a Furio Bibáculo y Varrón de Átace, parecen conformar un pequeño
grupo aparte, pues, sin rechazar algunos de los presupuestos estéticos de los novi,
apostaron por un alejandrinismo menos evidente, surgido más bien como colofón tras
una carrera poética de signo más tradicional. Desde luego, la lectura del poemario de
Catulo invita a pensar que entre Furio y él no existió una buena relación, pues el Furio
de Catulo es considerado siempre un falso amigo –carm. 11, 23 y 26- (aunque no todo
el mundo acepta que este Furio, frecuentemente satirizado por el poeta de Verona,
corresponda al célebre poeta). Si hemos de juzgar por los escasos fragmentos
conservados de la obra de Furio, cabe decir con Bardon que se trataba de un poeta
extremadamente cáustico y mordaz, unos rasgos de su carácter que dejaron huella en
sus sátiras y epigramas (la tradición nos transmite un epigrama en que se burlaba de
la pobreza de Valerio Catón [cf. Fernández Corte, 2006, p. 545]). Del mismo modo,
Varrón de Átace fue el autor de un poema épico, posiblemente de corte eniano, sobre
la guerra de César contra los secuanos, el Bellum Sequanicum; más tarde y con una
estética más próxima a los poetae novi compuso elegías y se sintió atraído por el
modelo épico-mitológico de Apolonio de Rodas y la poesía didáctica de Arato.
3. Catulo y su Liber.
3. 1. La estructura del Liber de Catulo.
Como ya se dijo, de todos esos poetas noveles, vecinos de Roma a mediados
del siglo I a. C., sólo nos ha llegado en buen estado la obra de Catulo, el famoso Liber,
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compuesto por 116 poemas. En él están presentes todas las características que
solemos atribuir al grupo de los novi: brevedad, exquisitez, grandes dosis de erudición
e innovación, variedad de metros, de tonos, de géneros y un uso mayoritario de la
primera persona narrativa, con lo que la poesía se traslada al universo de la lírica (de
hecho, no hay que olvidar que Catulo es uno de los primeros poetas latinos en
incorporar a la tradición una forma estrófica inventada al parecer por Safo y conocida
por elllo como estrofa sáfica, que aparece en dos poemas muy significativos, el carm.
11 y 51). Junto a un nutrido grupo de poemas menores, hay otros más largos y
complejos, en los que el poeta se revela como un perfecto conocedor de la tradición
del epilio alejandrino y se presenta como un doctus poeta.
Visto en su conjunto el libro ofrece una muestra palpable del principio estético
de la varietas, por lo que una de las primeras preguntas que se nos plantean es saber
si fue el propio Catulo el encargado de publicar esos poemas tal y como nos han
llegado o, por el contrario, el Liber fue publicado por alguien tras su muerte. La
cuestión es importante, pues, de ser Catulo el autor de la selección, sería necesario
investigar los principios que rigen la organización del conjunto, ya que fue común entre
los poetas alejandrinos, modelos indiscutibles para nuestro poeta, ofrecer complejas
arquitecturas compositivas no sólo dentro de cada poema sino especialmente del
conjunto de la obra. Desde luego, el poema que encabeza la colección, con el que
Catulo dedicaba su obra a Cornelio Nepote, se erige como una pieza fundamental en
esta discusión. La lectura de estos versos nos lleva a pensar que, sea como sea, el
poeta de Verona publicó personalmente una selección de versos, cuidados pero de
apariencia menor (nugae), por los que él sentía un considerable aprecio dado que iban
a depararle una fama futura, según se explicita en los versos finales:
¿A quién dedico el lindo libro nuevo
que acaba de pulir la áspera pómez?
A ti, Cornelio, ya que tú solías
creer que mis versitos eran algo
desde que osaste, solo entre los ítalos,
la historia desplegar en tres volúmenes
eruditos, por Jove, y concienzudos.
Así que toma para ti este libro,
tal cual lo ves; y tú, virgen patrona,
haz que perdure y viva más de un siglo.
(Trad: V. Cristóbal, p. 49)
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3. 2. 2. Juvencio.
Al lado de estos poemas a Lesbia, se encuentran los poemitas amorosos que
Catulo dedicó a un joven llamado Juvencio (quizás su nombre propio, según parece
derivarse del primer verso del carm. 24, o tal vez un apelativo que encierra una alusión
innegable a la juventud y todo lo que a ella se asocia). Algunos autores suponen que
Juvencio era un joven de buena familia y no un esclavo o puer delicatus, lo que daría a
esta relación un carácter más escandaloso –de igual modo que, en el caso de Lesbia,
el que ésta estuviera casada-; sin embargo, una vez aceptada su existencia, ha
habido cierta oposición a considerar estos poemas como una manifestación sincera
del poeta. Durante mucho tiempo, se ha esgrimido que Catulo, reconocido como poeta
romántico por su amor a Lesbia, no podía expresarse casi en los mismos términos
para hablar de su pasión por un jovencito, por lo que se suponía que esos poemas no
eran más que un experimento poético. Sin embargo, el poeta se sirve de las mismas
imágenes narrativas y describe una relación con el muchacho que recorre un camino
semejante, desde la pasión inicial al desencanto más absoluto: así, a los poemas de
los besos innumerables que intercambian Catulo y Lesbia (carm. 5 y 7), le
corresponde un brevísimo poema en que también desea una siega infinita de besos
por parte de Juvencio (carm. 48); de igual modo, la ruptura entre ambos, marcada por
un gesto de desprecio del muchachito, es sentida por el poeta como una verdadera
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tortura (carm. 99), por lo que, tal como sucedía con su amor a Lesbia, se jura a sí
mismo no volver a importunar a su amante con más besos robados a traición
(numquam iam posthac basia surripiam) –de todos modos, algunos autores han visto
en este poema no el final de la relación sino el comienzo-. Del mismo modo, una vez
consumada la traición, el poeta ataca con el insulto y se burla de los nuevos amantes
del joven (carm. 24 y 81), entre los que están Furio y Aurelio, a quienes el poeta lacera
duramente en un buen número de versos (cf., por ejemplo, carm. 15, 16, 21 y 23). De
ese modo, al igual que Lesbia se convierte a sus ojos en una prostituta, Juvencio se
degrada hasta el punto de ser él el que, a pesar de ser un muchacho, elige a sus
amantes y está dispuesto a pagarles. Una vez más, estamos ante una sabia mezcla
de realidad y ficción, donde la primera persona narrativa encierra por igual experiencia
personal y conocimiento de toda la tradición de la poesía amorosa previa. Por ello, si
consideramos auténticos los poemas a Lesbia, también habremos de reconocer la
sinceridad de estos poemitas de amor homosexual, una práctica que, por otro lado, no
estaba mal vista entre los romanos de la época de Catulo –aunque en este caso, como
se señaló, había motivos para el escándalo-. En definitiva, la pasión amorosa se
describe con términos parecidos, pues el que la experimenta es siempre el mismo
personaje; por ello, cuando esta confianza se quiebra, el poeta acude al insulto, la
invectiva y la chanza para dejar en mal lugar a los traidores.
Excluidos los poemas amorosos y las críticas que de ellos se derivan, el resto
de los poemas breves, tanto los polimétricos que conforman la primera parte del Liber
como los epigramas en dísticos elegíacos reunidos en la tercera parte de la obra, dan
cabida a un buen número de temas. La tónica común es la vida del poeta, que se
convierte en el hilo conductor de tan variado conjunto; aparecen, así, alusiones a sus
amigos, a los que manifiesta un sincero afecto, como a Veranio y Fabulo, y críticas
aceradas a sus oponentes en las lides amorosas o aquellas personas cuyo
comportamiento juzga poco adecuado en general (y aquí se incluirían los poemas
contra el propio César y sus acólitos, Mamurra, Nonio o Vatinio). Con estos versos,
Catulo dibuja con precisión su círculo vital y presta atención a algunos acontecimientos
de la vida cotidiana, como los viajes, los banquetes y, por supuesto, la amistad, que
se refleja en un sinfín de charlas comunes. Esas conversaciones mutuas abordan
asuntos variados y permiten al poeta incluir reflexiones sobre poesía, sobre los amores
propios o los ajenos, pues también las amantes y amigas de sus amigos tienen un
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hueco en sus versos. De este modo, la vida con todos sus matices entra de lleno en
esta poesía breve, que adquiere así un tono de inmediatez y de falta de aspiraciones,
pues todo parece responder al “aquí y el ahora”. Esta aparente premura dota a los
versos de una mayor verosimilitud, pues muchos de ellos parecen nacidos para
responder sin tardanza a un sentimiento, a un insulto o a un halago. Esta
característica deja su huella también en la forma que adoptan los poemas, que se
presentan en muchas ocasiones como respuesta a una simple pregunta o como un
ruego con el que el poeta espera obtener algo de su interlocutor real. Todos estos
elementos hermanan estos poemas breves con otro género literario en prosa que
también hizo su aparición en esos años: las epístolas. En ambos casos, estas
colecciones de poemas y cartas, ordenadas de acuerdo con criterios artísticos o
temáticos, ofrecían a los lectores la posibilidad de bucear en las vidas privadas de los
autores, que jugaban con el engaño de estar dirigidas a un destinatario concreto, lo
que les confería en apariencia un mayor halo de sinceridad; sin embargo, ese
destinatario se convertía en realidad en múltiple desde el momento en que la carta o el
poema alcanzaban una difusión más amplia.
Si, desde el punto de vista de los temas tratados, no hay grandes diferencias
entre los poemas polimétricos (1-60) y los escritos en dísticos elegíacos (69-116),
cualquier lector puede percibir la existencia de matices distintos entre unos y otros; al
fin y al cabo, los metros líricos y yámbicos imprimen un tono y los dísticos otro
diferente. Así, como señala Fernández Corte (1997), los polimétricos nos muestran al
Catulo más innovador, que se implica emocionalmente en el poema, cuya inminencia y
actualidad se refleja en la sintaxis (abundantes interrogaciones retóricas, vocativos,
imperativos, subjuntivos yusivos, etc.); frente a esta característica interpelación del
poeta al destinatario de los versos, los epigramas se tiñen de una mayor objetividad y
se sirven de una sintaxis declarativa, que casa mejor con el carácter simétrico de los
dísticos elegíacos. De ese modo, el metro justifica que los epigramas ofrezcan un
aspecto más prosaico y narrativo, en tanto que los polimétricos se adaptan mejor a
una estructura más viva e imaginativa.
En este sentido, han sido muchos los autores que han intentado explicar esta
diferencia aludiendo a cuestiones cronológicas y de estilo, pues suponen que Catulo
sufrió una evolución que le llevó de la inspiración calimaquea (perfectamente visible en
los polimétricos) a una tendencia más conservadora y romana, que se percibe en los
epigramas elegíacos. En este sentido, Quinn afirma que la evolución tuvo que ver con
las fases distintas de su relación con Lesbia. De igual modo, Ross advierte que, en
muchos epigramas, Catulo abandona el léxico propio de la urbanitas, característico de
los poemas breves, y lo sustituye por el léxico común de las alianzas políticas en
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Roma; en otras palabras, Catulo utiliza el léxico político para definir sus relaciones, por
lo que con frecuencia aparecen los términos amicitia, foedus, fides, a los que él otorga
nuevo significado en el ámbito de lo erótico. También insisten en esta evolución de
Catulo las tesis de Skinner, quien percibe en los epigramas la evidencia de que el
poeta abandonó su inspiración calimaquea para rendirse a la tradición eniana, lo que
suponía una vuelta a los sólidos valores morales romanos; esta autora llega incluso a
postular que Catulo no murió joven, sino que se casó y tuvo hijos. Sin embargo,
Fernández Corte (2006, pp. 104-124), que realiza una sesuda crítica a Skinner,
percibe las claves de la poética catuliana de los epigramas, de clara inspiración
helenística, en la disposición de los mismos; aquí, el poeta vuelve a mostrarnos su
capacidad para cautivar al lector a través de su deconstrucción consciente de las
historias, con una tendencia a dejar para el final los elementos sorprendentes. En
definitiva, el poeta reparte los temas en sabias dosis, que administra con soltura, para
que a través de la variedad y sorpresa sea el lector el encargado de reconstruir los
temas una vez leído el poemario completo. En ese empeño por ofrecer una obra a
partir de pequeñas piezas en apariencia desordenadas volvemos a encontrar la
inspiración calimaquea, teñida ahora de una nueva fuente de inspiración romana que
emana del carácter más sobrio, sentencioso y narrativo del dístico elegíaco. De ese
modo, cabría concluir que es el metro, y posiblemente no el paso del tiempo, el que
marcaría la diferencia entre los dos bloques de poemas (los polimétricos y los
epigramas breves), que abordan temas muy semejantes.
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final de sus días. Tras esta cruda narración, el poeta pide a la diosa que se mantenga
lejos de su vida.
De ese modo, es posible adivinar en el poema una estructura tripartita (cf. el
magnífico comentario de Fernández Corte, 2006, pp. 628-643):
1) Llegada de Atis a un nuevo país, donde le sobreviene la locura que provoca
su emasculación y su posterior danza, preso de su furor, hasta alcanzar el santuario
de la diosa. 2) El sueño y despertar dramático, que le lleva a iniciar un viaje de vuelta
hasta la playa donde maldice su suerte. 3) Intervención directa de la diosa para
recuperar bajo su dominio al que ya no es más que un esclavo.
En cuanto al posible género en que se inscribe la obra, hay quien ha postulado
que puede considerarse un cierto tipo de himno a Cibeles, escrito para una
celebración de la diosa; en esta misma línea, se ha interpretado también como una
suerte de pantomima trágica, en la que el actor principal –Atis- mostraría al público su
desesperación tras haber abandonado su condición de efebo y haberse convertido en
una falsa mujer (cf. Newman). De hecho, no es difícil imaginar un ballet basado en
este texto, marcado por la tragedia del autoconocimiento personal a través de la
desgracia del protagonista. Tampoco faltan quienes lo interpretan como una especie
de epilio, en el que en lugar de utilizar hexámetros el poeta se sirve del galiambo, pues
se percibe en él la huella alejandrina del interés por desmenuzar la psicología del
personaje; por otro lado, es fácil encontrar las similitudes de este Atis con la Ariadna
protagonista del siguiente poema, un verdadero epilio (en ambos casos nos
encontramos con “mujeres” abandonadas, cuyos lamentos son atendidos por los
dioses, aunque el resultado de ambas intervenciones divinas, la de Cibeles y la de
Dioniso, son de signo contrario).
El carm. 64 es, ahora sí, un verdadero epilio, en tanto en cuanto nos
encontramos con un poema de 505 versos escritos en hexámetros dactílicos, que
explora dentro del ciclo épico un tema o asunto a priori marginal. El tema que sirve de
marco a la narración son las bodas de Tetis y Peleo, los futuros padres de Aquiles; a
dicha ceremonia todos acuden provistos de regalos. Al llegar a la morada, sobre el
lecho nupcial hay tendida una colcha, en la que está bordada la historia sobre la que
se centra el verdadero contenido del poema; de ese modo, el núcleo del poema es una
écfrasis, la descripción de un objeto artístico, en el que hay, al menos, dos figuras
bordadas: Ariadna y Baco con su séquito. La primera imagen es la de Ariadna, justo
en el momento en que el ateniense Teseo la había abandonado. Esta imagen es el
verdadero punto medio (in medias res) a partir del cual se reconstruye hacia el
pasado la historia de Teseo, Ariadna y el Minotauro. En el relato se oyen las voces del
poeta (narrador omnisciente) y de la joven abandonada, que lanza sus imprecaciones
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contra el amante traidor, con una prospección psicológica que parece extraída de las
heroínas de la tragedia clásica. Concluida su historia, el poeta otorga la voz a Egeo,
padre de Teseo, en un nuevo viraje hacia el pasado, en los momentos previos a la
salida de Atenas. De ese modo, el poeta enmarca el segundo olvido grave del joven
héroe (el primero es el de su promesa amorosa a la joven), que a la postre provocó la
muerte de su padre, el anciano rey. Al final, el punto de mira se vuelve de manera
indirecta sobre Ariadna, que es rescatada por el dios Dioniso, que es el personaje del
segundo cuadro de la colcha. A continuación, el poema recupera su ritmo y prosigue
con el tema inicial de las bodas al enumerar a los invitados del banquete nupcial; entre
ellos están las Parcas, que, sin dejar a un lado su trabajo de hilado, pronuncian un
oráculo. Dado el marco general, dicho presagio se tiñe por unos instantes del ropaje
de un epitalamio, con el estribillo currite ducentes subtegmina, currite, fusi. Se anuncia
así el nacimiento de Aquiles, la guerra de Troya y la posterior muerte del héroe. Una
vez terminado su canto, el poeta retoma la voz para explicar que antaño los dioses
visitaban a los hombres y compartían con ellos sus fiestas, algo que ya no ocurre en
sus días a causa de la maldad de los propios seres humanos, que han infringido todas
las leyes. De ese modo, el epilio encierra la explicación de un hecho, una especie de
nueva etiología, con lo que volvemos a la tradición del género según la había
interpretado Calímaco.
El poema presenta, así, una gran dificultad estructural, con la que el poeta
manifiesta su gran conocimiento de la técnica narrativa y su elevada erudición, que se
hace evidente en un sinfín de desplazamientos y de alusiones a mitos y momentos
claves de la historia que se dan por sobreentendidos; por poner un ejemplo, se alude
en varias ocasiones a matrimonios que nunca se consuman a la vista del lector: el de
Ariadna y Teseo; el de Ariadna y Baco; el propio matrimonio de Tetis y Peleo o, en
último término, el de Polixena y Aquiles, que se ofrece como un sacrificio humano de
la doncella sobre la tumba del héroe. Es fácil ver aquí un fuerte lirismo, con el que el
poeta se convierte a su vez en personaje del relato, pues la lectura de los poemas
previos hablaban de un Catulo que sufría de amor, cual Ariadna, con lo que la
ecuación se resuelve de manera sencilla: Catulo=Ariadna; Lesbia=Teseo; al mismo
tiempo, los versos finales dibujan de nuevo al poeta como un defensor de la moral
tradicional o, al menos, un crítico sesudo de los tiempos presentes, origen de todos los
males. En definitiva, una nueva máscara que no hace sino confundir a los lectores,
pues, como el propio poeta había advertido a algunos de sus lectores, sus versos
podían no ser castos, pero eso no significaba que el poeta no lo fuera (cf. carm. 16, en
el que el poeta se aplica el significativo epíteto de pium).
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A partir del poema 65, Catulo sólo se sirve del dístico elegíaco como metro
propio para una serie de poemas largos (lo que engarzaría esta parte del libro con la
serie que le sigue de epigramas). De hecho, hay quien ha interpretado este poema en
clave metaliteraria, al considerar que la dedicatoria a Hórtalo cumple la misma función
que el poema preliminar a Cornelio Nepote; así, para los defensores de esta postura,
con estos versos se iniciaría una sección de poemas escritos en dísticos elegíacos,
entre los que también se incluirían los epigramas. Precisamente, el 65 no es un poema
excesivamente largo y se presenta como una carta a su amigo Hórtalo para
confirmarle el envío de su traducción de un poema de Calímaco (al que se le llama sin
más hijo de Bato, Batiada). En dicha carta, Catulo refiere su pena por la muerte de su
hermano (con lo que aquí el dístico elegíaco se emplea como molde adecuado para
verter la pena, una característica que luego volverá a observarse en las elegías latinas
y en el carm. 101 del propio Catulo, donde vuelve a lamentarse por la muerte de su
hermano). A pesar de su tremendo dolor, Catulo quiere cumplir su promesa para no
tener que ruborizarse al igual que una casta doncella, que, sin darse cuenta, deja caer
una manzana regalada por su amado al levantarse ante la llegada de su madre (esta
hermosísima imagen, justo al final del poemita, contribuye a crear una extraña
sensación, que concuerda con lo que el poeta le había dicho a su amigo al principio:
que su mente está agitada en medio de grandes males -mens animi tantis fluctuat ipsa
malis-); por ese motivo, el poema va de un tema a otro hasta concluir en la tierna
imagen de una joven ruborizada en un gesto de inocente culpa infantil –una vez más,
el poeta se detiene a describir un acto de la vida íntima, en el que participan una niña y
su madre, una estampa a la que se alude en diversas ocasiones-.
Tras esta presentación, viene el carm. 66, la traducción de una elegía etiológica
de Calímaco; con ello, el poeta ofrecía su peculiar homenaje al poeta que él había
elegido como modelo válido. Calímaco había escrito su poema para agasajar a los
soberanos Ptolomeo III Evergetes y Berenice II, dentro del marco general en la corte
egipcia de engalanar a los soberanos con el aparato de la mitología en clave
propagandística. Según parece, la reina había ofrecido a Afrodita un mechón de sus
cabellos si su esposo volvía de una expedición bélica. Una vez cumplida su promesa,
dicho mechón había desaparecido del templo, lo que había atemorizado a la corte; sin
embargo, el astrólogo Conón disipó los temores al advertir que dicho mechón se había
convertido en una nueva constelación; de ese modo, Calímaco relata un catasterismo,
con el que, además de relacionar la divinización de unos cabellos con los monarcas,
insiste de paso en el amor conyugal de la pareja real, presidido por Afrodita (este
hecho esconde, por cierto, una nueva percepción del matrimonio en el que el amor
destaca por encima de cualquier otra consideración de índole política o pragmática).
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a causa de la guerra de Troya (una vez más la mención de Troya es de signo funesto,
pues ahí había muerto también el hermano de Catulo). A partir de esta mención, el
poeta insiste en la lealtad de la joven esposa, a la que no deja de comparar con su
amada; sin embargo, él mismo se declara consciente de las infidelidades de su amor
(al igual que Juno fue capaz de perdonar a Júpiter). Tras estas introspecciones, vuelve
Catulo a la imagen del supuesto matrimonio celebrado en la casa de su amigo, que no
cumple, por supuesto, con todos los requisitos (ni la novia vino de la mano de su
padre, ni la casa estaba engalanada para recibirla, pues su relación siempre fue
furtiva). Con esta declaración, Catulo cierra un poema que considera como un
verdadero regalo para su amigo, pues permitirá que su nombre no sea tocado por la
herrumbre. Así, en atención a su antiguo favor de dejarle una casa en la que disfrutó
del amor furtivo de su amada, Catulo augura al destinatario de su poema múltiples
premios y una felicidad completa.
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Bibliografía:
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de la Literatura Latina, Madrid, 1997, pp. 109-121.
- Hubbard, T. K., “The Catullan Libellus”, Phil. 127 (1983), pp. 218-237.
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- Skinner, M. B., Catullus in Verona. A Reading of the Elegiac Libellus. Poems 65-116,
Columbus, 2003.
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