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Lee a Umberto Eco, cuida a su madre y le encanta nadar en la playa.

Pero también está


enganchado al crack, sufre hepatitis y ha pasado media vida en la cárcel.

Son la cara y la cruz de Paco García, canario de 44 años. Mucho más que la historia de un
yonqui.

20/11/2016 03:02

Si sabes que desayuna manzanilla con leche, que una vez fue el único de toda la clase que
aprobó un examen de inglés, que está leyendo a Vázquez Figueroa, que le gustan Erich
Fromm y Umberto Eco, que como todos se asea, que como todos tiene una comida favorita
(paella de marisco), que como todos tiene un color preferido (el suyo es el azul); entonces
te cuesta encajar lo que ves después.

Un hombre que no puede esperar más. Que nos pide perdón, saca un mechero y pone un
poco de crack encima de la mesa. Como el que se muere de sed y mira un refresco muy
frío.

-¿Cómo te sientes al fumarlo?

-Relajado [inspira fuerte].

-¿Qué efecto físico te produce?

-Es más psicológico que otra cosa [exhala el humo]. Porque es de muy baja pureza.

-¿Uno se arrepiente después de meterse?

-[Abre mucho los ojos y se queda un rato callado] Eso es una idiotez.

Si sabes que su número favorito es el cinco y que tiene miedo a las alturas, que le gusta
bañarse en la playa de Las Canteras y te dice que el agua está muy buena, métete, si sabes
que como todos a veces escribe, que como todos tuvo un gran amor con el que
intercambió cartas fallidas; entonces te cuesta imaginar aquello que le pasó en 2011.

-Ha sido la vez que más me asusté.

-¿Cómo fue?

-Fue un cuelgue muy chungo o algo. Estaba en la prisión del Salto del Negro, en un módulo
de castigo. Solo. Con una bandeja para comer. Lo siguiente que recuerdo es que desperté
empapado en mi propia sangre, con los brazos llenos de cortes [nos los enseña], con las
paredes llenas de pintadas en latín, tachadas, hechas con mi sangre.
Ésta es la historia de tres días en los que le vimos dormir, soñar, comer, afeitarse, leer,
hablar de tías y de libros, comentar cosas de Prince y de la infancia, sudar, comprar el pan,
reír, llorar y volar sin mover los pies del suelo.

No esperen un relato al límite con agujas y zombis, no esperen a un tipo que aparezca en la
escena colgado o pasando de todo. Sólo se llama Paco y únicamente se apellida García.

Un Paco García que es normal y dice palabras como «holístico», «ecléctico», «hastío»,
«incunable» o «presocrático».

Un Paco García que también es adicto al crack, vive en Las Palmas, tiene hepatitis C, 44
años, estuvo 21 preso y es el séptimo de ocho hermanos que son (o fueron)
drogodependientes y estuvieron todos encarcelados.

Como en uno de aquellos libros de Elige tu propia aventura, el lector tendrá que elegir a
partir de ahora lo que quiere leer.

Si quiere la historia de una persona más o menos corriente, tendrá que leer los párrafos en
redonda.

Es el séptimo de ocho hermanos. Todos han sido drogadictos y todos han


pasado por prisión

Si cree que este reportaje sólo puede ser la historia de un toxicómano, si quiere que estas
líneas sólo sean la crónica de lo que usted llama un yonqui, deberá leer los párrafos en
cursiva.

Ahora bien, si tiene la intención de conocer a un hombre en su inmensa complejidad, tendrá


que volver a la imagen luminosa del bañista de Las Canteras. Imaginarse el final que te
cuenta él en estas páginas. Y preguntarse cómo nada, cómo cojones resiste, cómo cojones
no se ahoga, cómo cojones lo hace si sólo se llama Paco y únicamente se apellida García.

(...)

«Mejor tú me preguntas, sí... Mi padre era carnicero y mi madre sólo trabajaba en casa.
Éramos ocho hermanos, de los que seguimos vivos seis. A los 12 años ya empecé a probar
las drogas. Íbamos al parque con el hachís, nos juntábamos tres hermanos y dos de otra
familia. Las pastillas, el ron Artemi, la coca... Empezamos a delinquir, hasta los 15 años
eran boberías de chicos, no te creas: relojes Casio, balones, raquetas, los radiocasetes de
los coches... Pero luego a los 16 ya vino lo serio: en esa edad probé la heroína y vinieron
los robos con violencia. Llegó un momento en que yo necesitaba sí o sí fumar heroína para
ir al instituto. Luego estuve dos años metiéndome cocaína por vena. Me desenganché
volviendo a la heroína. En vez de pinchármela, me la fumaba».
Le da vueltas y más vueltas mientras habla. Un vaso de leche con leche condensada. Y
luego una cucharadita de azúcar. Se ha tomado dos esta mañana: Paco es así de dulce. Y le
da vueltas.

Por ejemplo, a su infancia en el colegio Calvo Sotelo, cuando don Eladio le sacaba a la
pizarra para que le hiciera aquellos fabulosos resúmenes a toda la clase y terminó el curso
con cuatro sobresalientes.

Por ejemplo, a cuando venía a esta playa de Las Canteras que tenemos delante. Y los chicos
jugaban a ser arrastrados por las olas, detrás de las chicas, y así rozarse con ellas.

Por ejemplo, le da vueltas a cuando llegaban los cumpleaños o el día de Reyes y allí no
había nada. Ni el padre. Ni un regalo. Ni un gramo de nada.

-Estoy muy aburrido de la droga.

-Creo que dice un huevo esa palabra, Paco: aburrido.

-Yo no os voy a mentir: siento hastío.

(...)

Como en el juego de las matrioskas, para explicar a Paco hay que ir abriendo muchas
muñecas rusas: viendo lo que hay dentro te vas aclarando. Una muñequita de madera. Y
otra. Y otra más.

El barrio es el deprimido Risco de San Nicolás, una suerte de bonita favela canaria donde
puedes comprar droga como si fuera pan.

La familia es la de ocho hermanos con problemas de consumo y prisión: uno muerto de


sida, otro de un accidente, un seropositivo, varios asmáticos con los pulmones deshechos
por la inhalación. «En mi familia hay problemas mentales por las dos partes. El Tato [el
hermano que más ve] a lo mejor se tira un mes de maniático, yo le veo con varias
personalidades. Él dice que no. Pero, claro, un cuadro no se ve a sí mismo, no puede».

La casa es una infravivienda en una loma que comparte con Candelaria, la madre. Con unas
vistas alegres hacia el mar y tristes hacia dentro.

La habitación es un espacio con pintadas en las paredes, un Nuevo Testamento sueco de


principios del XIX, varios libros, un armario con una puerta arrancada, una balda con
maquinillas de afeitar, un cepillo de dientes y, entre otras cosas, un clavo del que cuelga
una bolsa.

"Mi amigo atracaba con un cuchillo de punta fina y yo siempre llevaba uno
romo, con punta redonda. No quería hacer daño"
Y luego está la última matrioska: Paco. Que duerme en un colchón en el suelo, se levanta
a las siete de la mañana, desayuna, le da un beso a Candelaria, va a comprar el pan al
HiperDino y regresa.

-¿Qué haces ahora?

-Fregar. Y tender la ropa. Y lavar. Y recoger. Y hacer la cama. Intento que mi madre haga
lo menos posible. Tiene 77 años, artrosis, se ha caído alguna vez. Sólo me tiene a mí.

«Me llegué a meter 15 gramos al día entre coca y heroína. Además de hachís,
benzodiacepina, alcohol... Por entonces ya estaba hecho una mierda. Era una locura. Así
pasó: a los 19 años entré en prisión. Salí alguna vez, pero he tenido más de 70 ingresos.
En total, 21 años, la mitad de la vida preso. Siempre por robos. Siempre para poder
drogarme... Hemos llegado a coincidir tres hermanos en el mismo patio. A mí no me
gustaba porque cualquier problema de ellos lo pagaba también yo... Date cuenta de que
yo, en prisión, cuando no consumía, he llegado a pesar 87 kilos [mide 1,77]. Fuera,
consumiendo, siempre bajaba de peso. Ahora estoy por los 63».

A Paco le faltan varios dientes y le sobra la espuma; para afeitarse le basta con el mismo
gel con el que se baña.

A veces se pone a andar y a andar y termina en la biblioteca, mirando escaparates en la


calle Triana como si tuviera dinero para comprar, en un sofá frente al televisor o en el otro
lado. Un sitio horroroso el otro lado. Un sitio al que se llega subiendo y bajando estrechos
callejones. Un sitio que parece una casa pero es un imán.

El termómetro en Las Palmas marca los 30º.

Paco lleva manga larga y ahora tiene prisa.

Nosotros vamos detrás.

(...)

-Métete un poco.

-¿Está buena?

-Está buenísima.

-¿No tienes una toalla más horrorosa, Paco?

-¿Es que no te gusta el color naranja o qué?


Antes de meterse al mar en la playa de Las Canteras, Paco hace estiramientos y también
ejercicios con el cuello. Por la derecha viene una rubia. Por la izquierda, una morena. A
este paso, Paco va a terminar con tortícolis. Luego nos hablará de una mujer. Se llama
Lidia.

Lidia, dice las cinco letras. Y se queda como agilipollado.

Lidia fue su gran amor. La conoció en la prisión del Salto del Negro. Ella tenía 10 años más
que él. Coincidieron estudiando el graduado de Secundaria entre rejas. Paco -que llevaba la
emisora de la cárcel-, la invitó a pasarse por la radio y Lidia empezó a colaborar con él. Así
comenzó aquel noviazgo que duró dos años y sólo se vio truncado cuando ella fue
trasladada de prisión. Paco le escribió y escribió y no recibió respuesta. Pensó que era su
forma de romper. Luego supo que ella le estuvo mandando un montón de cartas que jamás
le entregaron.

Y supo más: que si Lidia se enganchó a la droga fue a raíz de que su hijo de 10 años se
precipitara a la calle desde un décimo.

«Estoy mejor, en serio. Antes consumía hasta 100 euros al día de crack y ahora estoy por
los cinco o 10. Eso es lo único que tomo. Lo único. Eso y algún porro. Por eso estoy mucho
mejor... El crack te altera el subconsciente y a cada uno le afecta de una manera: a uno le
da por mirar al suelo, otros echan a correr, otros se quedan tal cual... Antes, cuando era
más puro, te daba un pepinazo que te dejaba zumbado. Eso se acabó ya: lo único que me
hace ahora el crack que yo tomo es alterarme».

En el ascensor del centro comercial, Paco saluda demasiado alto y el hombre gordo se pone
a mirar al techo. En una cafetería de guiris sexagenarios, Paco se ríe hiperbólicamente y
casi todos nos observan. En un semáforo, Paco pregunta una dirección y la chica tarda
varios segundos en entender que Paco sólo es un hombre que se ha perdido.

-A veces se me viene a la cabeza el «y si no...».

-Explícate.

-Y si no hubiera consumido, ¿qué habría pasado? ¿Qué habría pasado si no hubiera


conocido a Lidia en la cárcel, sino fuera? Y si no. Y si no...

-Ya.

-Qué habría pasado si hubiese tenido los cojones para no consumir... Si hubiese podido
estudiar la FP de soldadura de construcciones metálicas... Tengo un poco de miedo ahora.
Miedo al propio miedo. A esa parte mía más ambiciosa que ahora empieza a asomar.
Tengo miedo a volar, vaya. A descubrir la otra parte. Siempre he estado refugiado en la
droga. Eso es un hecho.

(...)
"La droga me ha robado la vida. Digamos que es una novia que me eché y
que no me interesaba"

Lo que más le llamó la atención a Paco cuando salió de la cárcel -hace justo un año- no fue
el cambio urbanístico de Las Palmas. Ni tan siquiera los túneles. Tampoco «la cantidad de
tiendas de chinos que hay». Lo que más le llamó la atención a Paco es que toda la gente
fuera en la guagua «con el cuello p'abajo, como los bueyes, mirando el móvil».

Antes -hace 22 años- todo era distinto. La droga era diferente, dice. Las mujeres, añade. Las
calles. Las cárceles. La ropa, se tienta la suya. Él mismo. Y hasta los robos.

«Nosotros íbamos a los bungalós del sur de la isla a robar. Porque sabíamos que allí había
extranjeros que bebían mucho, como mulos de grandes, y luego caían como muertos a la
cama, todos borrachos. Entrábamos mientras roncaban, a gatas en la habitación, y nos
llevábamos lo que pillábamos. Un reloj, la cartera, hasta 300.000 pesetas una vez. Yo era
un crío. He visto tíos de dos metros echar a correr asustados al vernos. Alguna hostia me
comí... Mi amigo entraba con un cuchillo de punta fina y yo siempre llevaba uno romo,
con punta redonda. Para no hacer daño. Yo le decía a mi amigo: 'Un día te vas a buscar
la ruina por traer estos cuchillos'».

Vamos al parque porque Paco quiere que vayamos al parque. Allí, en el banco B, está un
amigo suyo muy simpático completamente colgado y otro chico más joven, descamisado,
muy fuerte, sudando como un búfalo mientras bebe una cerveza Tropical, un chico que se
prostituye con hombres y mujeres para poder drogarse.

Paco explica lo de su reportaje y no le toman en serio. Paco no aguanta más de un minuto


allí. Y siente algo de vergüenza y dice «vámonos». Que es una forma muy de Paco de pedir
perdón.

«En 44 años que tengo, nunca he salido de la isla. Nunca. Bueno, miento: sólo he salido de
la isla estando preso, qué curioso, cuando me han trasladado a otra prisión. He visto cosas
tremendas en la calle con la droga. He visto a enfermos coger agua de un charco para
meterse heroína en vena con la jeringuilla de otro. También he visto el deterioro de mi
hermano, que murió de sida. La droga te denigra hasta tal punto... Y te digo una cosa:
denigra más a las mujeres. Las pobres hacen de todo para seguir poniéndose... Nos miran
de forma despreciativa, despectivamente, he llegado a la conclusión de que somos los hijos
bastardos de la sociedad, los hijos no reconocidos, los hijos a los que nadie quiere».

En su libro El hombre rebelde, Albert Camus escribió: «Veintisiete años en prisión no


engendran una forma muy conciliadora de inteligencia. Un encierro tan prolongado hace
que un hombre se convierta en un pelele, o un asesino, o a veces ambas cosas».
Aquí hay que decir dos cosas. Una es que Paco no ha leído a Camus. La otra es que Camus
no conoció a Paco.

(...)

Paco levanta su esqueleto a las siete de la mañana no por nada. No tiene que fichar en una
oficina, no tiene que llevar a los hijos al colegio, no tiene que abrir una tienda, no le espera
nadie en la otra punta de Las Palmas. Paco se levanta a las siete de la mañana porque es un
raro al que le gusta madrugar. Resumiendo: el sol sale y Paco se pone.

Como ya pasaba en el colegio, Paco es de los primeros en la Unidad de Atención a las


Drogodependencias (UAD) de San José [500 pacientes al año]. Llega, saluda, espera su
turno, se acerca al dispensario de metadona, levanta su vasito de plástico con la dosis
prescrita y, finalmente, se la bebe en un gesto -zas- que al cronista le recuerda al dipsómano
que apura la primera copa de coñac de la mañana.

Nada más lejos de eso.

Cuando empezó con el tratamiento de metadona en 2013, Paco no tenía muy claro cómo iba
a terminar aquello. O mejor dicho: no tenía muy claro si lo iba a terminar.

-¿No sabes el origen de la metadona?

-No.

-[Se desespera un poco: no sabemos nada de demasiadas cosas y él sí] Era un analgésico
que utilizaban los nazis con su gente...

En su caso, la terapia consiste en ir reduciendo paulatinamente la dosis actual -44


miligramos- en dos miligramos cada 15 días. Hasta dejar la mínima cantidad de opiáceo
compatible con su equilibrio físico.

«Lo primero es seguir con el tratamiento», dice. Después aprovechará una breve estancia en
prisión de 15 días que tiene pendiente para dejar el crack. Luego -lechera que va a la
fuente- se ve trabajando en la zafra, «aunque sea ganando 66 euros». Luego hará amigos
nuevos en Lanzarote, adonde viajará. Se enamorará de alguna chiquilla «que aparecerá». Y
hará un curso de submarinismo fotográfico. Y leerá todavía más. Y aprenderá informática.
Y seguirá medicado. Fumando sólo hachís. Como mucho. Bien.

¿En qué piensas ahora mismo? "En las decenas de amigos muertos"

En el Risco de San Nicolás el sol se pone.

Y también lo hace Paco.


El crack que ha comprado lo introduce en un codo de fontanería adaptado para el consumo
con papel plata de una forma artesanal. No es más de medio garbanzo.

-Me dan ganas de darle un puñetazo a esta mierda. Así [Hace un gesto contra la mesa]. Y
mandar el boliche a tomar por culo... A mí me ha robado la vida... Se ha metido entre mi
madre y yo... Digamos que es una novia que me eché y que no me interesaba.

Acerca el mechero. Tiene algo de ancestral esta luz. Se le ilumina la cara. Y se incendia el
mundo.

Paco de momento necesita el crack y la metadona y los porros y el Rivotril (ansiolítico


sedante) y el Aprazolam (Trankimazin) y la Olanzapina (antisicótico). Y también ir de vez
en cuando a la Playa de las Canteras y hacerse el muerto en el agua y sentirse normal.

Habla Teresa Gómez Pantoja, psicóloga de la UAD de San José, a quien Paco le ha firmado
una autorización para que nos cuente su historial médico y más cosas.

«Paco se arregla, se asea, tiene motivación con el tratamiento, ganas de salir. Está en
proceso. Puedes trabajar con él. Antes no se podía hablar con él; ahora sí. Tiene muy buena
conversación, ha bajado el nivel de consumo de crack, ha dejado la heroína, tiene un gran
bagaje cultural, es una persona muy inteligente, afectiva. Un ser humano por descubrir
que, de repente, descubres. Necesita que alguien le tire un flotador. Hay pacientes que nos
engañan en las entrevistas, pacientes muy infantilizados. Piensan que les vamos a reñir.
Paco va de frente».

(...)

Era la última mañana con Paco y lo suyo habría sido terminar en una librería de viejo.
Porque Paco se pasó un buen tiempo hablando de cuando empezó a leer sin ayuda de nadie
en la casa de su abuela, de los cómics de Mortadelo y de la Marvel, de Krishnamurti y de
Vargas Llosa, de «Aristocles» (el verdadero nombre de Platón) y de Orwell, de Jack el
Destripador y de Saramago...

-Y luego hay otro libro que me impactó mucho, Doctor Jekyll y mister Hyde- le da vueltas
a la leche con leche condensada.

-Imagino el porqué.

-Esa dualidad que representa la vida, lo que es arriba y lo que es abajo, lo que es bueno y
lo que es malo...

Iba a ser el último rato y, cuando salimos a la calle después de hablar con su psicóloga -
«espéranos un rato fuera»-, ya no estaba. Como en esos finales de película en los que el
protagonista -generalmente con una música triste de fondo- desaparece dejando una nota en
el recibidor donde se lee «no se me dan bien las despedidas» y todas esas mierdas.
La nota de Paco no es eso. Tiene una caligrafía hermosa y rotunda. Nada de renglones
torcidos. En su manuscrito no hay ni una sola falta de ortografía. Escribe: «Si por mí fuera,
el reportaje todavía se estaría realizando, pero, claro, el tiempo siempre apremia». Habla
de sí mismo como un «enfermo», celebra la «complicidad» de estos días y dice que «todo
el mundo tiene un corazón», pero estos «nunca llegan a latir al unísono». Luego hay una
mancha como de agua y un borrón.

Si al elegir su propia aventura, escogieron conocer al hombre, les diremos que Paco quiere
ser padre algún día, que se ríe un montón viendo a Arturo Valls por la tele, que no soporta
las cucarachas, que casi seguro hoy toca potaje, que la siesta no se perdona. Que hoy es
domingo y acaba de fumar crack.

-¿Cómo te sientes al fumarlo?

-Relajado [inspira fuerte].

-¿Qué efecto físico te produce?

-Es más psicológico que otra cosa [exhala el humo]. Porque es de muy baja pureza.

-¿Uno se arrepiente después de meterse?

-[Abre mucho los ojos y se queda un rato callado] Eso es una idiotez.

-¿En qué piensas ahora mismo?

-En las decenas de amigos muertos... No me da miedo. Porque yo sé que no me va a tocar


la negra y de esto voy a salir... [Paco mueve mucho las manos y entonces sonríe tímido] Y
tú me darás tu dirección... Y Pepe... Y os iré a ver a Madrid. [Se remueve en el sofá] Y
entonces nos veremos de nuevo. Los tres. No sé dentro de cuánto tiempo, pero nos
veremos, eh. Donde digáis. Cuando esté limpio. [Se ríe, hace una pausa y le brillan los
ojos] Y allí mismo os diré: «Ahora yo soy éste».

DAVID ALANDETE
Washington 18 JUN 2010
Bill Clegg, un agente literario de éxito, parecía el hombre perfecto. Hasta que ya no pudo
ocultar más sus vicios. Lo cuenta en un libro que ha conmocionado a la élite neoyorquina.

"No hay modo de que pueda sobrevivir a esto. Me preparo otra calada. Otra. Y otra". En
ese momento, Bill Clegg, agente literario, treintañero de éxito en Nueva York, alguien que
lo tenía todo y lo ha dilapidado todo, se enfrentaba a la muerte. Quería morir. Su camello,
Happy, le había traído 2.000 dólares en crack, 40 bolsas. Tenía 10 pipas cargadas de droga.
Le añadiría pastillas para dormir y lo regaría con litros de vodka. Sabía que iba a morir.

Así transcurrieron dos meses exactos de colocón. Fue en 2005. Un angustioso descenso
personal a la sordidez más perfecta. De representar a autores de éxito en Manhattan y llevar
una vida aparentemente idílica con su novio, director de cine, en un fabuloso apartamento
de Manhattan, Clegg pasaba a recorrer las calles desesperado y sin rumbo, vestido con ropa
andrajosa, buscando baños públicos en los que poder darle una nueva calada a la pipa.

"El sexo, como las drogas, servía para borrar el insoportable peso de mi conciencia"

Así lo cuenta, con precisión de cirujano, sin dramatismos ni giros ampulosos, en Portrait of
an addict as a young man (editada en EE UU por Little, Brown & Co. y pendiente de
vender los derechos en España), una novela en la que el antihéroe se contempla en un
espejo y no se reconoce. Como cuando, en su orgía de crack, después de que le hayan
prohibido la entrada a diversos hoteles, recala en un restaurante chino y entra al baño a
fumar. Ve su torso en el espejo: "Me siento, por primera vez, más allá del deseo sexual,
como si hubiera entrado en otro estadio del colocón, en el que el sexo ya no importa. Y me
siento aliviado: ese cuerpo que veo no es el cuerpo que me gustaría que la gente viera".

Ese parece ya un punto de no retorno en el que el joven educado de Massachusetts, que


llevaba trajes de Gucci, cenaba en restaurantes frecuentados por famosos y organizaba
cenas para escritores célebres, se ha convertido en un esqueleto de sí mismo. Hasta ese
punto, Clegg ha recorrido todos los rincones de la humillación voluntaria más dolorosa. Se
ha levantado a desconocidos en plena calle. Ha dejado a su mismo novio solo, en la
presentación de una de sus películas en Berlín, por fumar crack y pajearse con un taxista en
el parking de un 7-Eleven en Newark. Ha mantenido sexo con un prostituto mientras ese
novio, desesperado de dolor, perdido, atormentado, le mira desde una silla en la misma
habitación y llora, llora, llora.

Y aun así, el sexo es un trámite más. "Igual que las drogas: era una forma de borrar la
ansiedad, la timidez, el insoportable peso de la propia conciencia", nos explica por e-mail
Clegg, que apenas se prodiga en entrevistas. "Las drogas solo me hacían querer más drogas,
más olvido. Así que cuando me drogaba, bebía más vodka, tenía más sexo, tomaba más
drogas".

Como a la mayoría de personas que entran en ese bucle perfecto, a las que la adicción las
anula, Clegg temía a las mañanas. Perdido en un laberinto de hoteles en los que se dejó casi
70.000 dólares en crack y 18 kilos de su cuerpo, corría las cortinas y veía las mañanas caer
sobre Nueva York. El mundo seguía y él lo veía a un paso de la tumba. "El día llegaba",
recuerda. "Esas tareas mundanas —ir al trabajo, llevar a los niños al cole— marcaban un
contraste con el sombrío recuerdo de haberme drogado la noche anterior y con la
incapacidad de incorporarme a ese mundo".

Su caída fue, de hecho, un pequeño escándalo en el mundillo literario neoyorquino. Clegg


había montado una agencia con una socia. Representaban a autores de éxito. Les iba bien.
Hacían dinero. Pero, desde antes, Clegg ya le daba al crack.

En la novela detalla con una inocencia pasmosa su primera calada, sus traumas de infancia,
la asfixiante relación con su padre, cómo un anciano conocido le echa el anzuelo, le seduce
con caricias y crack, le abre una puerta al abismo al que él solo se lanza, de cabeza, sin
mirar.
Esa adicción fue creciendo. Hasta el punto de que su personalidad no quedó más que como
un disfraz, un accesorio del adicto temerario. Poco a poco llegó la paranoia. Veía agentes
de policía por todos los lados. Como muchos drogadictos, pensaba que todo a su alrededor
era parte de una conspiración: los taxistas, los camareros, los azafatos. La euforia que sentía
al fumar crack venía acompañada de esa perturbación mental. "Desde que dejé las drogas,
no he experimentado el mismo tipo de paranoia. Gracias a Dios", explica.

Un día lo dejó todo. Bill, el agente literario, era ya Bill, el adicto al crack. Abandonó la
agencia. Dejó a sus autores a merced de otros agentes. Su caída fue sonada. Su
desaparición, dolorosa para su familia y su novio. Clegg lo cuenta con la despreocupación
de alguien ajeno al drama que vive. No cede al exabrupto ni siquiera cuando acaba
fumando crack con una desconocida en un refugio para los sin techo. Ni siquiera parece
exagerado en su intento de suicidio por sobredosis y colapso de alcohol y pastillas. Su
relato podría ser el de un niño perdido, confuso, noqueado.

Sin darle importancia, cuenta que el pasado 11 de junio ha cumplido cinco años sobrio. No
bebe. No se droga. Ha rehecho su vida. Trabaja para otra agencia literaria. Los autores a los
que representaba han vuelto a él. Ahora no le teme a las mañanas. Recuerda a la gente a la
que hizo daño. ¿Qué le gustaría decirles? ¿Qué se les puede decir a aquellos a los que
perdió, como su ex novio? "Nada. Nada que quisiera decir en un periódico, de todos
modos".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 18 de junio de 2010

LSD, cocaína y crack… relato de un ex drogadicto (Reportaje parte 1


de 2)

El placer deformado de las drogas en adolescentes: Guanajuato


“Mi mamá no me dijo nada, nunca hubo límites, no hubo reglas”
Por | Esaú González

Irapuato, Guanajuato.- “Era un placer deformado, el síntoma que me producía era


pasarme a otro mundo”, así fue como decretó Leonardo lo que sentía cuando consumía
drogas. El joven de 23 años, comenzó consumiendo alcohol cuando era niño y después de
ahí probó tantas substancias que a la par robaba para poder solventarlas.

La historia de Leonardo Avalos es muy parecida a la de otros niños y jóvenes que recurren
a las drogas como una forma de escaparse de su realidad, según relató el muchacho, quien
actualmente se encuentra rehabilitado y está a punto de concluir una licenciatura en
psicología.

Leo comenzó a parafrasear su vida a partir de los 13 años, cuando se puso una borrachera
con los que eran sus amigos y decidió no llegar a dormir a su casa; al día siguiente en lugar
de ser reprendido, dijo que su mamá no le hizo ningún comentario y a partir de ese
momento no tuvo límites.

Originario de Ecatepec en el Estado de México, pero radicado en Acámbaro, para ser


exacto en la colonia Loma Bonita, Leonardo, fue deshilando cada año de su vida a través de
las drogas. Primero fue el alcohol, después la mariguana, los inhalantes y de ahí la cocaína
y el crack.

Para llegar a los niveles de intoxicación por los que Leonardo se generó, tuvo que perder a
su familia, no estudiar y comenzar a delinquir, inclusive a su propia familia, porque la
necesidad de estar drogado era una ansiedad que ya no podía controlar.
“En la fiesta de la comunidad unos amigos me invitaron unas cervezas, fue mi primer
borrachera; cuando llegue estable mi mamá no me dijo nada, nunca hubo límites, no hubo
reglas. En la misma secundaria comienzo a tener contacto con la mariguana, me puse muy
mal, no sentía mis pies, me puse pálido, después ya no era tanto el síntoma, ya era fumar
mariguana, diario, en la mañana, en la noche” dijo el acambarense.

El joven comentó que podía pasar desapercibido en el día su adicción a la cocaína y trabajar
en una carnicería, pero al poco tiempo ni su familia toleraba estar con él, pues lo único que
quería era morir en un tokín o con hongos.

“No pensaba en nada, yo creía que mi vida era morir en un tokín, en una borrachera,
disfrutar de unos hongos y que eso iba a ser mi vida, viajar y conocer el mundo, ser un
chico hipee, era mi vida rumba, tengo 23 años ahora” comentó el muchacho.

¿Qué tenías que hacer para obtener dinero ?

“Cuando yo controlaba mi manera de beber,


trabajaba en una carnicería y me iba bien, como deje de estudiar, me dedique a trabajar,
cuando comenzada a consumir cocaína, podía empeñar mis cosas, vender mis cosas, llegue
al punto de ser rechazado por mi familia, perdí mi trabajo, metía a mis amigos al cuarto, era
de estar gritando, una niña de 14 años le dio una sobredosis”

¿Era rico drogarte?

“Era un placer deformado, el síntoma que me producía era pasarme a otro mundo, me daba
seguridad, me sentía apto de convivir”.

¿Cómo Influía tu familia?

De mi familia es hasta este momento me doy cuenta que vengo de una familia disfuncional,
nunca comprendía reglas y límites, siempre estuvo la ausencia de papá, mi mamá trabajaba
de 6 de la mañana a las 10 de la noche.

Mi hermana está casada, ella fue prácticamente mi mamá, ella me cuidaba me daba de
comer, cuando comenzaba a consumir ella ya no estaba conmigo. No pensaba en nada, yo
creía que mi vida era morir en un tokín, en una borrachera, disfrutar de unos hongos y que
eso iba a ser mi vida, viajar y conocer el mundo, ser un chico hipee, era mi vida rumba,
tengo 23 años ahora.
¿Qué detonó dejar las drogas?

Hubo un detonante muy crucial en mi vida, cuando tuve


una situación muy fuerte, me voy huyendo de la ciudad de México a la ciudad de
Querétaro, no tenía familia amigos, yo ya traía la parte de querer cambiar, de despedirme de
este mundo, ya no tenía la ilusión de seguir, ya lo hacía por costumbre.

En una ocasión en la que voy a hacer un trabajo delictivo, era una humillación muy fuerte,
me ponían a descargar un tráiler robado, termine todo cansado mugroso, tenía un solo
espejo y me vi, sentí mucha tristeza, mucha frustración hacía mi persona, en ese momento a
Dios le dije que ya no quería vivir, inmediatamente no sucede nada, regreso a la casa de mi
mamá, regreso derrotado, cuando llego al hogar, llego a tomar un trago de cerveza,
inmediatamente tengo un contacto con el alcohol se me olvida, entre mi adicción fue muy
vergonzoso, me metí a robar a la casa de una de mis primas, me demandó, era el tutelar o la
clínica de rehabilitación, sentí mucho dolor.

En ese momento reaccione de otra manera, no puede ser peor de otra manera, empiezo a
elegir otro tipo de formas, dentro de la institución (clínica de rehabilitación) termino mi
secundaría, si yo salía iba a volver a las drogas, termino mi año y me voy a Acámbaro, en
ese momento mi mamá me dijo que si yo quería volver a consumir era mi elección, pero ya
no podía volver a la casa, opte por echarle muchas ganas, irme a mis grupos, mi junta de
contención, en Irapuato tengo 8 meses sirviendo en la institución, comienzo a estudiar la
prepa y después la universidad, estoy dando mis prácticas de universidad en psicología, ya
la ansiedad está controlada o en equilibrio, tengo mi chica, mis hermanos les va bien”
concluyó el muchacho.

Leonardo Avalo, psicólogo de 23 años

“Me voy a la ciudad de México de cambiar de ambiente, empiezo a consumir, la primer


sustancia que empiezo a consumir era el PVC, eran los inhalantes, como es el tinher, los
más frecuentes que yo consumía, después de ahí comienzo a brincarle con pastillas, con
LSD, ribotrín, clonasepán, y pues todo iba combinado con el alcoholismo, empiezo a
conocer tachas, de todo tipo, mi fondo cuando empiezo a consumir cocaína y crack”
Leonardo Avalos de 23 años, ex drogadicto

Bienvenidos a la tierra del crack


En Brasil, los lugares donde se consume crack tienen un nombre: crackolandias. En las favelas no pacificadas de Río de
Janeiro se encuentran estos espacios que las autoridades se empeñan en esconder de los turistas y que parecen una
sucursal del infierno. Este es el primer capítulo de Narcoamérica (Tusquets) del colectivo Dromómanos. El libro relata
un viaje por las diferentes facetas del tráfico de drogas en nuestro continente. Es una travesía de tres años por la
historia ilícita de 18 países y de los habitantes de ese otro estado llamado narcotráfico.

Por: Dromómanos

marzo 29, 15

A primera vista parecen terrones de azúcar. A veces son completamente blancos, otras
amarillos o tienen un ligero tono rosado. Son piedritas que esconden la locura. El crack es
la forma más potente y dañina de la cocaína. Se consigue mezclando la base de esa droga
con bicarbonato de sodio. La receta son dos partes de bicarbonato y una de base libre de
cocaína, se utiliza un solvente para unificarlos y cuando se evapora, los alcaloides, el
principio activo de la hoja de coca, quedan en el bicarbonato de sodio entre 75 y 100 % más
concentrados, por lo que su efecto es mucho más fuerte y peligroso que el de la cocaína
normal. Crack. Se le dice así por el ruido que hacen las piedras al calentarse. Por su
elaboración, es extremadamente barata. Es la droga miseria. El humo ingresa al torrente
sanguíneo y va directamente al cerebro. Crea un estado de placer y euforia que sólo dura
unos diez minutos. Quienes lo fuman también sienten pánico y tensión. Los consume una
necesidad desesperante por otra dosis y de no conseguirla, sufren de ansiedad, agresividad
y depresión. Una sobredosis puede causar la muerte súbita.

Un adicto de crack es un esqueleto andante que no toma alimentos ni duerme. Suelen tener
ampollas en la cara y los labios porque necesitan de una pipa muy caliente para fumarla. El
instrumento puede ser de vidrio, una lata de refresco con orificios o un tubo metálico al que
se le introduce un alambre para simular una boquilla. En el penal de San Pedro, en La Paz,
Bolivia, conocimos a un grupo de presos que empleaban trozos de caño sellados con cinta
aislante para fumarla. Todo alrededor del crack suele ser ruin. Casi en todo el mundo se
consigue por un dólar o menos. Quienes se hacen adictos a este estupefaciente se olvidan de
sí mismos, se convierten en espíritus de lo que eran. Lo mismo sucede con la pasta base de
cocaína, conocida como paco o bazuco, una droga incluso más barata y popular en naciones
como Argentina, Perú y Colombia —cuesta alrededor de sesenta centavos de dólar—.
Proviene de la costra de lo que queda en la olla donde se prepara la cocaína, son los
alcaloides de la hoja de coca sin refinar, mezclados con acetona, ácido sulfúrico o también
con bicarbonato o cafeína. Los efectos son muy similares a los del crack. Al paco se le
suele llamar “ladrón de cerebros” por su efecto en el sistema nervioso de las personas, que
causa paranoia, delirio o problemas mentales. Según el gobierno de Buenos Aires, puede
causar muerte cerebral en tan sólo seis meses de uso. A sus consumidores se les dice
“muertos vivientes”.
Nos hablaron de una crackolandia en la favela de Lins, al norte de Río de Janeiro. Era un
conjunto pequeño de chabolas, que en ese momento aún no había sido pacificado y por
tanto, aún era controlado por los traficantes. En la entrada había dos tiendas. Una cerraba y
la otra no. Una era un local de abarrotes. La clientela era esporádica. La otra eran dos mesas
de plástico de terraza. Un veinteañero, vestido de gorra negra y shorts, era el dependiente.
Llevaba una pistola y un radio. Como en la otra chabola, en una de las mesas se esparcían
bolsitas de cocaína y crack. En la otra los fajos de reales. El ritmo de venta era vertiginoso.

Al final de la calle había una casa que parecía abandonada pero estaba llena de gente. Las
personas entraban y salían continuamente. Un hombre con una pistola en la mano estaba
sentado en lo que sería la estancia, parecía el recepcionista del lugar pero no hablaba con
nadie y se limitaba a ver la televisión. La primera sala, detrás de la cortina de la puerta, fue
en su momento una cocina. Había una barra con vasos de plástico de agua y más bolsitas
con unas piedritas como terrones de azúcar. El vaso servía para hacer una pipa económica.
Si alguien quería uno de esos productos se lo tenían que pagar al chico de la pistola. En ese
lugar estaba un niño mulato de unos 12 años de enormes ojos azules. Vestía una camiseta
del Flamengo, un equipo de futbol carioca, y sus enormes ojos azules miraban sin ver. El
olor de la estancia era similar al del azufre. Mareaba.

En la sala vecina, al aire libre, estaba otro hombre regordete tomando una siesta sobre una
silla. Se hallaba rodeado de basura, comida, vasos, platos y moscas que volaban a su
alrededor. El lugar estaba en ruinas, había algunos colchones en el suelo y un par de
sillones rotos que olían a humedad. En algunas partes del suelo y en las paredes crecía
hierba. El hombre seguía durmiendo a pesar del barullo y los gritos. A su lado, cuatro
hombres jugaban a las cartas apostando sus dosis. Había una decena de mujeres escuálidas
con tops ombligueros o en bikini que dejaban ver unas barrigas hinchadas por el hambre.
Algunas, coquetas, se planchaban el cabello y se pintaban en este sitio que se asemejaba a
un refugio de guerra, sucio y miserable, con gente que parecía enferma, hambrienta, herida,
pero que estaban ahí por voluntad propia o lo que quedaba de ella. Las chicas hablaban y
reían como si se prepararan para salir a una fiesta. En otro cuarto conjunto, tapado con un
techo de piedra y que de puerta tenía una sábana vieja, había una pareja teniendo relaciones
sexuales.

Alejandra y José Luis entraron a este museo de la miseria pareciendo dos extraterrestres:
los consumidores nos miraban desconfiados. Nadie quería hablar con nosotros. En cuanto
nos acercábamos a una persona, esta decía dos o tres monosílabos y después se iba. Otros ni
siquiera nos volteaban a ver y seguían en sus asuntos. Había decenas de conversaciones de
silencios eternos, murmullos y miradas vacías. Algunos eran habitantes de la favela, otros
crackudos ambulantes que han ido cambiando de crackolandia según iban desapareciendo.
Todos tenían los ojos hundidos y rasgos cadavéricos. Cuando nuestro colega Alan tomaba
alguna fotografía, las personas se tapaban la cara. Otros reían desde lejos. Casi todos
estaban fumando, iban a fumar o recién habían fumado crack. Estábamos en un universo
distinto. De los presentes, pocos realmente estaban ahí.

El ambiente tenso cambió de un momento a otro a medida que la gente se drogaba. Las
personas se nos acercaban, querían hablar. No obstante, por la barrera de idioma, el acento
cerrado y el slang de algunos, además de los efectos del crack en el habla, se nos
dificultaba entenderles. Una de las mujeres, de piel tostada y cabello despeinado, posaba
ante la cámara como si fuera a ser la próxima portada de Vogue.

—¡Voy a ser famosa! —exclamaba ilusionada.

Brasil se ha convertido en el segundo mayor consumidor de cocaína y sus derivados del


mundo después de Estados Unidos.

Otro niño, de mirada dura y gestos crueles, exhalaba el humo para que el fotógrafo captara
justo ese momento. Era negro y estaba rapado. No llevaba camisa y por tanto, podíamos ver
sus costillas marcadas en el abdomen de su cuerpo extremadamente delgado como si
llevara meses sin comer. Tenía entre 10 y 12 años. No nos dirigía la palabra, pero quería ser
retratado. Presumía su dosis ante la cámara.

A ratos era imposible no tener ganas de llorar. Alejandra se limpió las lágrimas un par de
veces. Ninguno de nosotros había visto nunca ese grado de decadencia humana. La mayoría
ya no eran personas. Parecían fantasmas, recuerdos. No sabían quiénes eran, ni qué hacían
ahí, sólo les interesaba su droga. Era difícil entender por qué alguien querría estar en ese
lugar, pero en la casa había unas ciento cincuenta personas. Algunas dormían ahí, otras iban
y venían, en todo momento había alguien. Un hombre nos contó que recién había salido de
la cárcel. Lo habían pillado robando un coche en Lapa, en el centro de Río. Era la segunda
vez que lo encerraban. “Así es esto: te drogas, robas, vas a la cárcel y así una y otra vez”,
relataba.

Un chico de barba y ojos azules entró a la estancia al aire libre. “Vengo aquí sólo de vez en
cuando”, afirmaba aunque al entrar saludó a varios de los habitantes de la casa con
familiaridad. Aquí el desayuno, la comida y la cena era una dosis. Muchos adictos
conseguían comida en la calle pero preferían venderla a cambio de droga. A veces, algunas
ONGs les daban ropa y alimentos y con eso lograban comer por una semana o más. El
hombre de barba sacó una bombilla, un tubo de metal y un pedazo de cinta aislante. Con
manos nerviosas pero hábiles construyó una pipa en un par de minutos. Entonces sacó una
bolsita y posó los cristales encima de la pipa. Pidió un encendedor a quienes lo miraban
ansiosos esperando que les compartiera un poco. De repente, se escuchó “crack”. Parecía
que, a sus ojos, nos difuminábamos.

El crack es la base económica del mercado brasileño. Los grupos criminales, ya sean los de
Río u organizaciones más grandes como el Primer Comando Capital de Sao Paulo, que ya
llega a tener tentáculos a nivel internacional y opera como cártel, se nutren de su venta
porque su consumo es compulsivo y masivo. La droga, miseria en este país, es
indispensable para la economía de su mercado negro.

“El producto de baja calidad es el que más se consume en Brasil. En las grandes ciudades sí
se consume coca, pero el grueso del mercado son las favelas. Ahí es como el McDonald’s,
vendes más barato, pero mayor cantidad”, nos decía Cesar Guedes en 2013, como
representante en Bolivia de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
(UNODC, por sus siglas en inglés), cuando lo entrevistamos en ese país —actualmente está
en Pakistán—. La explicación es simple: Brasil, una nación con 200 millones de habitantes,
se convirtió en un consumidor después de ser un país de tránsito, en especial de cocaína
traficada a Europa a través de países de África Occidental. De acuerdo con Rafael Franzini,
director de unodc-Brasil, “por el dinamismo de los mercados de drogas y el crecimiento
económico de estos años, Brasil es ya un destino”. Las favelas, principalmente en ciudades
como Río de Janeiro y Sao Paulo, son los puntos de venta y consumo de droga, dominadas
por los grupos criminales.

El gobierno de Río de Janeiro implementó hace cinco años un plan de seguridad para
recuperar el control territorial de las favelas, sobre todo en las más céntricas, denominado
pacificación. Los grupos de élite como el BOPE —conocido mundialmente por la película
Tropa de Élite, dirigida por el cineasta José Padilha en 2007—, junto con la policía militar y
el ejército, ocupan la favela un día, de sorpresa, lo que implica una batalla entre narcos y
autoridades o una corredera para escapar. Los vecinos se encierran en sus casas. Los
delincuentes acaban presos o huyen a territorios controlados por sus grupos criminales,
especialmente en la periferia de la ciudad. Luego se implanta una Unidad de la Policía
Pacificadora (UPP), que prohíbe el tráfico y en teoría busca recuperar el control social de la
comunidad, con un perfil menos violento, sin ostentar armas y fomentando el diálogo. Pero
muchos críticos niegan que este sistema realmente funcione.

La operación más reciente, la de Maré, ubicada en el camino del aeropuerto a la zona sur,
provocó varias protestas por la violencia con la que irrumpió el BOPE. Derivó en al menos
nueve muertos. Bira Carvalho, un fotógrafo en silla de ruedas cuya casa fue asaltada por las
autoridades en busca de droga, nos dijo: “La pacificación no es para traer paz. Esto empezó
en la zona sur porque es turística, pero el tráfico de droga continúa, la policía lo sabe y la
cosa va a seguir igual”. En cada pacificación, los vecinos, así como varias ONGs, han
denunciado graves violaciones a los derechos humanos. En otra operación policial contra el
narcotráfico al oeste, en la favela Coreia, un helicóptero disparó contra la población civil
para detener a un famoso traficante conocido como “El Matemático”, que meses después
fue encontrado muerto en la cajuela de un auto. El video salió en televisión nacional.
Parecía que fuera una operación de un país en guerra. Hasta ahora hay 38 UPP en las 968
favelas que hay en Río de Janeiro, según el último censo del Instituto Municipal de
Urbanismo Pereira Passos. “La UPP no llega al 10 % de las favelas, aunque parece que sí
por propaganda. En realidad su ubicación muestra el proyecto de ciudad que tiene el
gobierno de Río de Janeiro”, sostenía el diputado Marcelo Freixo, ex candidato a alcalde,
quien destapó uno de los mayores escándalos de corrupción al relacionar a diputados
locales con la milicia. Durante meses, el diputado tuvo que dejar la ciudad por amenazas de
muerte. Su historia inspiró a uno de los personajes de Tropa de Élite.

Flavia Piñeiro nos atendió en su modesto despacho del centro de Río de Janeiro con unos
tacones de aguja, minifalda y una chaqueta negra de traje que dejaba ver un generoso
escote. Lucía una melena rubia oxigenada y labios carnosos pintados de rosa pálido. Con
esta misma apariencia de ejecutiva exuberante, Flavia taconea por las noches en las favelas,
entre hombres armados con fusiles que venden droga con la misma cotidianidad que las
verduleras de los puestos del mercado. En esas ocasiones, la abogada se para delante de un
traficante y le dice sin reparos: “Vende cocaína, vende marihuana, has ganado mucho
dinero, pero para de vender crack”. Hasta 12 líderes, aseguraba, han seguido su sugerencia.

Ella es a la vez defensora de narcotraficantes y activista de los adictos. Desde hace 17 años
varios criminales conocidos de Río de Janeiro, como Fernandinho Beira Mar, gran capo del
Comando Vermelho, la han contratado. “En Brasil más del 60% de los encarcelamientos
están relacionados con drogas. Por eso seguí este camino. Es una cuestión de mercado”, nos
explicaba Piñeiro en su despacho, ubicado en un departamento de unos cuarenta metros
cuadrados con paredes casi desnudas.

Desde hace nueve años también visita las favelas para ayudar a paliar la miseria y prevenir
violaciones de los derechos humanos. “No siento peligro porque saben que cuando un
policía derriba la puerta de su casa pueden acudir a mí. La violación de los derechos
humanos en la favela hizo que los delincuentes respeten mi trabajo”.

En una reunión con uno de sus clientes, un líder de Jacaré, que fue la crackolandia más
célebre de Río, Pinheiro tuvo la idea de empezar su cruzada contra el crack. El traficante le
contó que estaba arrepentido de vender la droga que inundó a partir de 2007 las zonas
pobres de la ciudad después de un acuerdo en las prisiones federales entre los líderes del
Comando Vermelho y el Primer Comando Capital, la organización criminal que controlaba
el comercio ilegal en Sao Paulo, donde el crack había llegado hacía tiempo. Algunos
familiares y amigos de infancia del narco se habían hecho adictos.

—Me dijo que se habían transformado en harapos humanos, no soportaba ver en qué se
había convertido su comunidad —nos contaba la abogada con una voz grave y resonante.

Flavia pensó que si otros traficantes compartían el sentimiento, podía convencer a líderes
de todas las facciones. “Todo el mundo conoce a gente que consume cocaína y marihuana,
pero no ves a ningún adicto al crack trabajar. Se dice que el crack es miseria. Pero es la
miseria la que lleva al crack”.
Según la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) el 40% de los adictos al crack vive en
la calle; el 14% son menores de edad y la posibilidad de ser portadores del VIH se
multiplica por ocho. En las crackolandias, además, se acumula basura y muchos adictos
deambulan desnudos y tienen sexo en la calle. Hay mujeres embarazadas. Y consumidos
por la adicción, los crackudos rompen reglas de la favela como no robar dentro de la
comunidad, un delito que se puede castigar con la muerte. El gobierno brasileño ha
invertido en los últimos tres años 1.8 millones de dólares en combatir el crack. Muchos
activistas piensan que se invierte “so para inglés ver”, una expresión brasileña que
significa que se hace para el extranjero, el turista, muy en boga por los mega eventos de la
ciudad.

Los adictos al crack, el último eslabón de la cadena social, en algunos casos han sido
privados de su libertad. Durante algunas épocas, desde 2011, varios crackudos han sufrido
la internaçao compulsoria, un mandato que permite a las autoridades llevarlos en contra de
su voluntad a centros de internamiento. “Esta medida puede ayudar a reducir los índices de
consumo. Ya se intentó en Sao Paulo y queremos que se apruebe a nivel nacional, hay en
Brasil una cantidad inaceptable de usuarios y muchos en riesgo de muerte”, defendía el
diputado federal, Fernando Francischini, del derechista Partido de la República (…).

CRACK: UNA BREVE HISTORIA

El crack era el sueño de un traficante: produce un viaje instantáneo, y sus consumidores


se vuelven adictos en un periodo muy corto.

Mientras que el uso de hojas de coca como intoxicante se remonta a tres mil años, el
crack fue desarrollado durante el auge de la cocaína en la década de 1970 y su uso se
esparció a mediados de los 80.

De acuerdo a la DEA (Agencia Norteamericana de Regulación de Drogas), a finales de la


década de los 70 había una saturación enorme de polvo de cocaína siendo introducido a
los Estados Unidos. Esto causó que el precio de la droga cayera hasta un 80%.
Enfrentados con la caída de los precios de su producto ilegal, los traficantes convirtieron
el polvo en “crack”, una forma sólida de cocaína que se podía fumar.
Fragmentada en pequeños pedazos, o “rocas”, esta forma de cocaína se podía vender en
pequeñas cantidades, para más personas y con ganancias mayores. Era barata, sencilla
de producir, fácil de usar y altamente remunerativa para los traficantes.

A principios de 1980, aparecieron informes del consumo de crack en Los Ángeles, San
Diego, Houston y el Caribe.

La mayor oleada de consumo de la droga vino durante la “epidemia del crack”, entre 1984
y 1990, cuando la droga se extendió a través de las ciudades estadounidenses. La
epidemia del crack incrementó dramáticamente el número de estadounidenses adictos a
la cocaína. En 1985, el número de gente que admitía consumir rutinariamente cocaína se
incrementó de 4.2 millones a 5.8 millones.

A finales de 1986, el crack estaba disponible en veintiocho estados y en el Distrito de


Columbia. En 1987, se informó que el crack estaba disponible en todos los estados de los
Estados Unidos excepto en cuatro. Desde entonces, el consumo de la droga ha
continuado extendiéndose desde el norte al sur de América y desde Europa y al resto del
mundo.

En 2002, el Reino Unido estaba experimentando su propia “epidemia del crack”, con un
aumento del 50% del número de adictos al crack que estaba buscando ayuda. El Reino
Unido informó un incremento del 74% en detenciones por crack durante redadas de
drogas entre el 2000 y el 2006.
La mayoría de los consumidores de crack europeos se encuentran en tres ciudades:
Hamburgo, Londres y París. Pero se ha informado también que el consumo de crack es
un problema significativo en algunas comunidades holandesas y en territorios franceses
fuera del país: Guadalupe, la Guyana Francesa y Martinica.
Historias encontradas: Crónica de un gramo de coca
El gramo de cocaína esta en México y anoche mismo se ha empezado
distribuir. Una parte se ha quedado en el DF y otra comenzó una larga
travesía terrestre rumbo a EU

W Radio

20/08/2009 - 17:36 CDT

México.- El gramo de cocaína esta en México y anoche mismo se ha empezado


distribuir. Una parte se ha quedado en el Distrito Federal y otra comenzó, anoche
mismo, una larga travesía terrestre rumbo a Estados Unidos

El Enterrador es un distribuidor de cocaína. Él nació y vivió en la vecindad que se


ubicaba en Tenochtitlán 40, aquella que hace dos años el GDF expropió por
motivos de “utilidad pública”. Desde entonces un punto de venta menos para el
narcotráfico de la ciudad de México, sólo quedan 1999. Carranza número 6 y
Peralvillo #78 entre ellos. En Tepito la venta de pequeñas dosis es sumamente
redituable, gramos de cocaína en 240 pesos y puntos de crack por 15 pesos (100
puntos hacen una piedra de 1 gr) son precios accesibles que crecen
exponencialmente el mercado de consumidores. Pues, como dice El Enterrador
“hasta el más jodido tiene 20 varos para ponerse”. Él es un distribuidor e
intermediario entre los vendedores de cocaína y crack y los consumidores. El
negocio de El Enterrador consiste en tomar la orden del cliente, cobrar por
adelantado y hacer la transacción con el vendedor principal. Los intermediarios
como él cumplen una función doble asegurando identidades, por un lado evitan “al
choncho” convertirse en un rostro conocido para cientos de consumidores
menores, y por otro evitan al consumidor pasar un mal rato al ser
irremediablemente amedrentado por las escoltas de estos vendedores. A esta
doble labor corresponde también una doble paga; El Enterrador recibirá una
comisión por parte del distribuidor y una que logrará quitarle a usted entregándole
menores cantidades de droga o pidiéndole más dinero por la mercancía. La fama
de El Enterrador no es muy buena, pero es temida. Nadie se aventurará a darle
una explicación de cómo se ganó ese mote. La respuesta siempre será una
invitación a formarse una opinión propia tras conocerlo. Pero, hay formas menos
bruscas de hacerse de un gramo de cocaína, como el servicio a domicilio. Un
gramo en la Condesa, una conocida colonia de la Ciudad de México, con servicio
a domicilio ronda los 450 pesos. “Llamas al Benny y llega. Servicio a domicilio.
Mejor que las Dominos” cuentan los lugareños

Periodista relata su adicción al crack

Irónicamente, cubría asuntos criminales para el Washington Post

domingo, 9 de noviembre de 2014 - 1:25 PM

Por ELNUEVODIA.COM

La epidemia de violencia espoleada por la irrupción del "crack" al inicio de la década de


1990, que convirtió a Washington en la capital de asesinatos de EE.UU., es rememorada
ahora por Rubén Castañeda, periodista del Washington Post y adicto a la droga, en un libro
tan duro como revelador: "S Street Rising" (El Auge de la calle S").

Castañeda recibe a EFE en la iglesia comunitaria que se mantiene en la calle S del Noroeste
de la ciudad, la misma a la que solía acudir para comprar "crack" cuando culminaba su
turno en el Washington Post.

"Esta ciudad ha cambiado mucho", relata Castañeda, nacido en Los Angeles y de origen
mexicano, al recordar su primera llegada a la capital estadounidense en 1989 recién
contratado por el prestigioso diario como periodista especializado en asuntos criminales.

"En Los Angeles los camellos y vendedores eran más discretos, no querían que se les viese.
Aquí el panorama era surrealista, en esta precisa esquina tenías como quince o veinte
vendedores a plena vista sentados en las aceras. Podías escoger tu piedra de crack como
quien va al mercado", señala mientras recorre con EFE los lugares habituales de
transacción.

En esa época, la violencia se había apoderado de Washington, con cifras dramáticas de más
de 400 homicidios al año en una población de menos de un millón, lo que provocó
sarcásticos bautizos como "Murder Capital" (capital de asesinatos) o "Dodge City" (la
ciudad que esquiva las balas).

Por ello, el libro, plagado de tiroteos y cadáveres, lleva como subtítulo "Crack, Asesinato y
Redención".
Castañeda ya había probado el "crack" en Los Angeles pero fue en Washington donde,
además de un ambicioso reportero, se convirtió en un adicto.

Se trataba, sin embargo, de un adicto inusual.

Fruto de su trabajo convivía con las continuas muertes provocadas por las batallas internas
entre bandas para hacerse con el control de la venta de droga y, a la vez, era uno de los
clientes habituales en los mercados del "crack" que poblaban especialmente el este de la
ciudad.

"Al principio, trataba de separar mi consumo. Solo venía al terminar el trabajo, o en mis
días libres. Pero con el tiempo la adicción se volvió incontrolable", agrega sobre sus más de
dos años de consumo continuado.

En el libro relata cómo fue su propio editor en el Post, Milton Coleman, quien le llevó en
coche a una clínica de rehabilitación a las afueras de Washington en 1991.

"Mi comportamiento era tan errático que probablemente no habría durado más de una
semana (...) Recuerdo que Milton me dijo que no era el primer reportero con problemas de
adicción en el diario, y estoy seguro de que no fui el último", añade.

Pero antes Castañeda describe una vida al borde del abismo, en una ciudad fuera de control
y en la que incluso el popular alcalde Marion Barry es detenido por el FBI por fumar
"crack" con una prostituta en un hotel a apenas siete calles de la Casa Blanca en 1990.

El mismo hotel en el Castañeda se queda para investigar y, apremiado por la adicción,


acaba llamando a una amiga prostituta para que le lleve "crack" a la habitación.

Con ella que se pasa la noche pegado a la pipa de fumar y viendo por televisión la cobertura
de la detención de Barry.

"Cierto, la verdad es que había ciertos paralelismos con mi vida y la del alcalde, pero en ese
momento no pensaba demasiado", ironiza el periodista, de 53 años.

Castañeda regresó al Post para cubrir tribunales tras pasar por la clínica de desintoxicación,
aunque reconoce haber recaído en una ocasión tres meses después de cumplir el proceso.

"Quería estar limpio", dice, "y a la vez quería fumarme la mitad del crack de la ciudad".

Pero logró recuperarse y ya lleva más de veinte años limpio. Ahora ayuda también a otras
personas que luchan con la adicción y se ha vuelto un miembro asiduo de la iglesia
comunitaria de la calle S, en el barrio de Shaw, una zona en alza de la ciudad.

"He aprendido que debo estar lejos de esas sustancias", recalca.


En 2011, abandonó el periódico, donde fue reconocido con varios premios y portadas; y
desde entonces trabaja como editor de un medio "online" sobre temas de seguridad en
Latinoamérica.

Un año después, en 2012, la cifra de homicidios en Washington bajó por primera vez del
centenar de casos desde la década de 1970; y en el viejo solar donde compraba "crack" se
abrió un moderno edificio de oficinas para jóvenes emprendedores

Un periodista adicto al crack en la capital de la muerte

Periodista de The Washington Post y adicto al "crack" en los 90, Ruben Castaneda recuerda
en su libro "S Street Rising" ("El auge de la calle S") la epidemia de violencia que generó la
irrupción del "crack" al inicio de esa década, y convirtió a Washington en la capital de
asesinatos de Estados Unidos.

"Se reaccionó con leyes muy estrictas"

En una entrevista con The Gate News, Ruben Castaneda explicó cómo se libró la guerra
contra las drogas en la década de los 90 en las calles de Washington: "Hubo grandes
ganancias hechas en la calle cuando la cocaína crack llegó a las ciudades y los hombres más
jóvenes y adolescentes que tendían a ser impulsivos repentinamente tenían estos pequeños
imperios de droga para defender y expandir. Eso llevó a mucha violencia, una subcultura de
violencia en muchas ciudades, lo que llevó a grandes números de gente encarcelada. El
Congreso reaccionó con leyes muy estrictas contra la cocaína crack que daban castigos más
fuertes por posesión de cocaína crack que por la cocaína en polvo, y eso tuvo un impacto
desproporcionado en los encarcelamientos en las ciudades—en su mayoría jóvenes de
color", dijo.

Adicción, periodismo y sobrevivencia: Una charla con Ruben


Castaneda
July 3, 2014 | Filed under: News | By: Joshua Conner

“Es inevitable que en muchas de nuestras ciudades, existe una proporción de jóvenes, usualmente jóvenes encarcelados por
crímenes relacionados a las drogas. Así que hacer un reportaje de un joven de color que es encarcelado no necesariamente
muestra parcialidad alguna. Pero lo que sí pienso es que algunas historias carecen de contexto—no hay suficiente fondo para
explicar cómo esta persona se abrió paso al sistema de justicia criminal. No hay explicación suficiente de cómo una serie de
diferentes factores relacionados con la situación familiar de un individuo, estatus socioeconómico, oportunidades educativas, todo
figura en cómo tantos jóvenes de color terminan en el sistema de justicia criminal. No es tan simple como decir que alguien nació
siendo un criminal. Muchas historias podrían usar más contexto, más profundidad que le diera sentido al porqué gran número de
personas de ciertas ciudades y vecindarios acaban en el sistemajudicial. En Washington D.C., hasta hace poco una ciudad de
mayoría afroamericana, la tasa de desempleo era mucho más alta de lo que es para otros grupos de personas. la gente necesita
subsistir. Así que el vender drogas en las calles para muchos se convirtió, en el contexto de sus vidas una opción racional para
ganar dinero”.

Retrocedí y le pregunté a Castañeda cómo se convirtió en periodista.

“Siempre disfrutaba de la escritura cuando estaba en la escuela y me uní al periódico de mi secundaria cuando estudiaba el primer
año—esto fue en la Secundaria Mountain View en El Monte, California. Acabé trabajando en el periódico de la escuela durante
cuatro años y lo disfrute desde el momento que comencé. Era divertido meterse en los asuntos ajenos y escribir sobre eso. Parecía
como si yo pudiera entrar en ese negocio, no se sentía como un trabajo. Así que hice todo lo que estuvo a mi alcance para
prepararme para una vida en el periodismo. Estudié periodismo en USC y obtuve toda la experiencia que pude antes de graduarme.
Trabajé en un periódico en Burbank como pasante entre mi primer y segundo año y acabé quedándome ahí por tres años. Tuve
creo que tres pasantías con el LA Times y con el LA Herald Examiner. Trabajé bastante duro ahí, así que cuando me gradué el
Herald Examiner me ofreció trabajo. Ese fue mi primer trabajo de tiempo completo”.

¿Cuál fue el momento que definió su carrera?

“Hubo varias experiencias realmente importantes para mí en el Herald Examiner. Durante mi primer verano en 1985 me enviaron a
la Ciudad de México a cubrir un importante terremoto. Estaba completamente solo en una situación de crisis, así que tuve que
reaccionar rápido y pensar cómo conseguir mis historias y cómo llevarlas a la sala de redacción, ya que todas las comunicaciones
estaban tiradas. Esto fue antes de los celulares, esto fue antes del correo electrónico, esto fue antes del internet. Teníamos líneas
fijas y faxes y Western Union, de los cuales ninguno funcionaba. La primera noche una de las primeras cosas que hice fue
entrevistar informalmente a taxistas en el aeropuerto para tratar de averiguar cuál sería el más temerario y cuál se arriesgaría más
para llevarme a donde necesitaba ir. Carlos fue genial. Lograba pasar los puntos de revisión militar. Corría por las calles laterales
para llevarme por toda la ciudad, a los lugares que habían sufrido el mayor daño. El mayor reto fue cómo hacer llegar mi material a
Los Ángeles. Tomé un vuelo a Ciudad Juárez para conseguir un teléfono y pasar mi material de las primeras 24 horas. Mientras
estuve ahí me enteré de que hubo un segundo terremoto mientras volaba. Me topé con un grupo de reporteros estadounidenses
que estaban a punto deabordar una avioneta a la Ciudad de México…Estaban cobrando aproximadamente $1,000. Le llamé a
mieditor, en su haber eterno dijo que debía hacerlo, yeste era un periódico que estaba perdiendo dinero…aprendí que podía ser
adaptivo y rápido y encontrar soluciones en una situación difícil, las cuales son las habilidades que un buen periodista necesita.
Después de una semana de reportar, regresé a Los Ángeles con una mayor sensación de confianza en mí mismo. Le di la vuelta a
la esquina periodísticamente”.

Pregunté cómo Castañeda pasó de ser un periodista cubriendo las historias de otras personas a ser un autor cubriendo su
propia historia personal.

“Mi experiencia como periodista me llevó a desarrollar una idea para un libro. Me llevó años de escribir y volver a escribir la
propuesta antes de que una editorial acordara tomarme como autor. No diría que es una transición porque lo que el ser autor de un
libro no ficcional significa es que aún soy periodista, es tan sólo un lienzo más grande. No fue fácil. Naturalmente no soy una
persona extrovertida. Pero sentía que tenía una historia útil qué contar, y también hay muchas, muchas personas en mi vida—
compañeros de trabajo, amigos, gente que veía en los tribunales, jueces, abogados, policía, abogados de defensa privada—que me
conocían como alguien que era un buen reportero y veían día a día hacer su trabajo, y no tenían idea de que había pasado por esta
experiencia. Lo llamo dos años y medio de locura sostenida con cocaína crack. Pensé que sería útil para la gente ver que la
adicción no conoce límites en términos de a quién puede afectar. La otra cosa es, que como periodista y autor sentí que esta era
una muy buena historia. Y eso es lo que hacemos, contamos historias”.

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