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Andrés Henestrosa
Rubén Martínez González
”De mi niñez quiero memorar a uno de los pocos maestros que tuve, en
las pocas veces que hubo escuela en Ixhuatán. Se llamaba Ricardo Alonso y le
decían Ricardo Yoncho. No era del pueblo, sino que había llegado de lejos,
aunque entonces lejanía y cercanía fueran cosas parecidas o no existieran. No
era de allí, no hablaba lengua india, pero tampoco la lengua española de la que
también era profesor. En su habla el artículo estaba en singular y el sustantivo
en plural, número y género opuestos, las palabras a medias. Pero ese eral el
profesor, el maestro, el instructor como entonces aún se decía. Así era Ricardo
Alonso. Recuerdo ahora que mi último maestro se apellida como el primero:
Dámaso Alonso. Si mi primer maestro de lengua castellana, Ricardo, nada
sabía de ella, el último, Dámaso, lo sabía todo.
Alumno de escuela propiamente no lo fui. Mis pocos años no lo
permitirían; aquello fue una suerte de jardín de niños, el primero que hubiera
en mi pueblo. Todo lo recuerdo, sin embargo. La escuela era una tejavana, o
tejaván, como tal vez fuera mejor decirlo. Cada niño llevaba su silla, porque
pupitres la escuela no los tenía. Pueblo aquel, y todos, que en su afán de saber
no hay dificultad que no arrostre, y venza. Bajo un árbol aprendió Domingo
Faustino Sarmiento a leer, mientras Paula Albarracín tejía anascote. Con los
años, el niño que tuvo por aulas la sombra de una higuera, levantó escuelas y
bibliotecas que poblaron como de cien higueras la tierra argentina. Uno o dos
de los alumnos de Ricardo Alonso llegaron a saber lo que su maestro no. Pero
fue él quien arrojó al surco abierto, que es el alma del niño, la primera
simiente. Tan sabio es el que enseña la primera letra, como el que el
abecedario entero.”