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Manuel Mataix
TORMENTA SOLAR
ÍNDICE
Colapso 2
Helios 161
COLAPSO
Devastación silenciosa. Nada que ver con las catástrofes alucinantes que
nos pinta el cine. Nadie olvidará qué estaba haciendo ese día en que todo
empezó. Yo lo llevo grabado a fuego en la mente. Ni cuando cayeron las
Torres Gemelas, ni cuando reventaron los trenes en el 11 M se le puede
comparar. Nada de derrumbes, explosiones, incendios o tiroteos. Peor. Mucho
peor. Como un cáncer, lento, agazapado, mortal. La arrogante humanidad del
ciberespacio y Wall Street y la estación orbital y las tetas de silicona y los
bronceados en la playita y los botellones del finde y las compras compulsivas
y el carro para fardar; las pobres hormigas esclavas atontadas por tanto
chismorreo rosa y tanta telebasura, encadenadas por hipotecas impagables,
atormentadas por un paro acojonante, por la puta crisis que siempre va a
más, asqueadas de tanta porquería política. Todo, bueno o malo, sobrante o
imprescindible, barrido de una sola hostia invisible. Todo. Y todos, al
principio, sin saberlo. Ignorantes de la pesadilla que acaba de comenzar. Sí,
primer día de la devastación. Y la gente, yo mismo, tan tranquila,
fotografiando tontamente la aurora boreal sobre el cielo de Madrid.
-Habría que eliminar los lunes del calendario –Ester se sentó sobre la
cama, y la luz creciente iluminó sus muslos blancos. Se quedó mirando por la
ventana. La transparencia del aire delineaba con inusual exactitud los perfiles
de las cosas.
–Yo qué sé, hijo, baja y míralo tú mismo, ¿no? -le gritó, con la afeitadora
eléctrica en la mano-. ¡Mierda! -Por un instante, se quedó observando
estúpidamente el pequeño aparato que yacía en su mano, la inutilidad del cable
rizado que acababa de enchufar-. Pablo, ¿vas a usar tu maquinilla? ¿Tendrá
batería, no?
Como una hora más tarde, resurgió la aurora mucho más intensamente,
tiñendo el cielo de púrpura. Volvió a disolverse, para brotar de nuevo con
brillo redoblado. Manojos de rayos blancos disparaban desde el zenit, donde
el fenómeno coloreaba el firmamento de rojo sangre. Lo rojo se extendía por
el cielo, mudando hacia el naranja profundo, el violeta y el amarillo pálido,
según se aproximaba al horizonte. La noche era aún más luminosa que en los
días de luna llena, con una irradiación apoteósica y tan grana que las hojas de
los árboles y los tejados de las casas parecían comidas por las brasas.
Había gente andando por la calle, más o menos como cualquier otro día de
diario, saliendo y entrando de los comercios o del único bar del pueblo. Un par
de grupos charlaban a la entrada del banco, obviamente contrariados por no
poder realizar sus transacciones. Ester se entretenía limpiando el cristal del
escaparate. Nada que hacer en el interior, sin entregas que colocar ni
ordenador con que actualizar los pedidos. Lo primero, se había dicho nada más
abrir la tienda, telefonear a Ruiz, me tienen que rectificar la factura antes de
que la envíen equivocada una vez más. Pero del auricular no salió más que una
estridencia burbujeante, ni siquiera había tono. Probó a llamarlo al móvil: el
aparatito estaba muerto, no tenía señal, otro cacharro inútil. Bueno, así las
cosas, era un pecado enclaustrarse dentro del herbolario en una mañana tan
radiante.
-Calla, no me hables, que está Santiago que echa las muelas, no ves que no
podemos llamar a la compañía para avisar del apagón. Tanto trasto moderno y
no funciona nada.
-Ya verás cómo lo arreglan en seguida, mujer –dijo Ester, pensando ella
también en el expositor refrigerado como en un pudridero transparente.
-¿Y eso?
-Pues si estuvimos por llamar a los bomberos esta madrugada –dijo Juana,
mirando a Ester como si esta estuviera en Babia- ¿Es que no viste el cielo?
Sobre las tres de la mañana estaba rojo, rojo, como si estuviera ardiendo el
monte.
-Si ha habido algo, habrá sido al otro lado del valle, digo yo. Aquí, que yo
sepa, quitando este fastidio de que se ha ido la luz… Mira, ahí viene tu hijo.
Se ve que tampoco hay autobuses. Señor, hay días en que es preferible no
levantarse. Bueno, hermosa, te dejo, voy a calmar a mi hombre antes de que
coja el coche y salga como un cohete para la oficina de Iberdrola. –La mujer
siguió su camino calle abajo, sobrevolada por las acrobacias de las
golondrinas, entre los aleros de las casas. Un mirlo tenaz trinaba en el olmo de
la plaza.
-¿Qué celebramos hoy, hijo? ¿El Día del Orgullo Rural, o de la Victoria
sobre la Procesionaria del Pino, o de la Jota Serrana, o qué?
Tampoco Matías se libró del susto. Vio los insólitos colores de la noche
como de refilón, sin saber si eran reales o producto de su tenso cerebro.
Aciago heraldo de sangre mientras chapoteaba en la densa laguna de un amago
de ataque al corazón.
Algún otro hubo al borde del patatús, pero las recias vísceras campesinas
aguantaron el envite.
-Pero habrá una razón, digo yo. Tenemos cosas que hacer, ir a trabajar…
cada uno a lo suyo, ¿no? No me diga que hoy hay prohibición total de
movimientos. A lo mejor vivimos en una dictadura y no nos habíamos dado
cuenta.
-Total, que vuelta y a casita. Voy a tener que alargar el fin de semana. –
hizo ademán de coger el móvil, con más alivio que resignación en la cara, al
fin y al cabo, no es mi culpa, que le den al Corte Inglés.
-¿Qué?
A las once de la mañana el aula seguía con la pobre iluminación que venía
del exterior, pero ningún otro profesor aparte del de penal había acudido, de
modo que lo mejor era ir volviendo a casa a patita, con la esperanza de que
entretanto el tráfico se hubiera normalizado, y terminar el trayecto en autobús.
No había pan que acompañara la loncha de jamón recién cortada, así que
Mario hurgó en el bolsillo de la americana tirada sobre el sofá, coño no me
acordaba de que no hay señal, arrojó el móvil sobre la mesa y lo intentó con el
teléfono fijo, pero al otro lado no había más que un cuchicheo subterráneo.
Joder, tenía razón el cabo, tendré que ir yo mismo a comprar pan.
-Ya, mal de muchos, consuelo de tontos –de repente, los brazos de Ester
eran una revolera de reflejos plateados, cerrando puertas y corriendo cierres,
haciendo tintinear el manojo de llaves en su mano.
-Que no ha sido aquí, en este pueblo solamente, está claro. Si no, ¿por qué
no llegan autobuses? ¿Por qué no dejan salir coches a la autovía? –Mario
comía con apetito, animaba con gestos a su mujer para que hiciera lo mismo-.
Ahora, hasta dónde alcanza el apagón este de las narices, no lo sabemos. A lo
mejor es sólo esta zona de la Sierra Norte. No creo que llegue más allá, ¿no?
-¿Os imagináis que también Madrid esté igual? ¿España entera? –Pablo
recreaba la situación mientras devoraba más filetes de lomo y pringaba salsa
en grandes trozos de pan.
Ester se estremeció.
-Hombre, José, ya ves que todavía no ha venido la luz; ya sabes que hoy en
día está todo informatizado. Seguro que es cuestión de unas horas más. Ya no
pueden tardar en solucionar esto. Estamos todos igual -a Paco, el del banco, le
brillaba el sudor de la frente mientras trataba de apaciguar al viejo oso.
-Ni espera ni hostias. Tú me sacas los cuartos, que son míos, ¿eh? y santas
pascuas.
-Joder, José, coño, qué duro eres, ten un poco de paciencia, como los
demás; en cuanto se arregle hacemos la operación. –Paco gesticulaba como
alguien que le hablara a un sordomudo, porfiando por calmar al viejo.
-Esperad un momento, ahora salgo con vuestro dinero -Paco estuvo tentado
de decir puto dinero, pero el miedo le tapó la boca.
-Así se entiende la gente, Paquito, majo. Hala, chavales, vámonos, que
tenemos faena.
Los cuatro arrearon por una calle lateral, el padre y José Joaquín, el
hermano mayor, delante, y los gemelos, José Ramón y José Miguel, detrás.
Todos eran altos y anchos de hombros, de pelo pajizo y ojos azules,
contrariamente al padre, que, aunque compartía estatura y corpulencia con los
hijos, era cetrino y de pelo aborrascado y negro a pesar de la edad.
-Bueno, Paco, tendrás que tratar a todos por igual, digo yo -el pobre Paco
ya no cabía en el traje, angustiado ante los ojos escrutadores de todo el grupo
que había contemplado la escena. Empezó a balbucirle a Juana unas palabras
de disculpa cuando todas sus facciones se relajaron: como un milagro, el
morro verde del coche de la guardia civil, que llevaba sin aparecer desde hacía
días, asomó al fondo de la calle.
Cuando Laura llegó a casa, su abuela estaba allí, pretendiendo limpiar unos
muebles sobre los que ya no había ni mota de polvo.
-Ay, niña, menos mal que llegas. Estaba preocupada. Fíjate que atasco tan
tremendo hay en la M 30 –señaló hacia la ventana de uno de los dormitorios-.
¿Y qué le pasa al teléfono, que no va? He querido llamar a mi cuñada y a tu
madre y no da ni señal. Llevo toda la mañana pensando si no habrán hecho
algún atentado y está todo Madrid colapsado y sin luz debido a eso. Pero,
chiquilla, vienes seca.
No quiero ver las hordas que revientan cierres y arramplan con lo que
pueden: ropa, televisores, vajillas, ordenadores, teléfonos móviles, joyas,
dinero, coches. No quiero fijarme en padres y madres desesperados
irrumpiendo en mercados y grandes superficies en busca de alimento para sus
hijos, de pañales y leche en polvo para sus bebés, de agua, joder, de agua con
que calmar la sed ardiente en esta ratonera de la ciudad, en familiares fuera
de sí que descerrajan farmacias en busca de dudosos medicamentos para su
gente. Trato de no pensar en los miles de enfermos, quizá abandonados a su
suerte en los hospitales, sin suministro después de que el combustible para los
generadores se haya acabado. En pasajeros atónitos en aeropuertos y
estaciones, cautivos, abrumadoramente solos en el infierno repentino.
-¡Ángela! ¿Has repartido ya toda el agua? Hay que echar también todos los
líquidos que encontremos -la voz les llegó desde el interior del piso.
-¿Se puede ir en coche? -preguntó la abuela.
-Sí -dijo por fin la abuela-. Nos vamos con vosotros. Vamos a preparar las
cosas, Laura. En media hora estamos listas.
Estaba por llegar el apogeo del éxodo, el tiempo en que, pulverizados los
diques de las ciudades, la marea de población había de inundar las carreteras.
Riadas sucesivas. Tiempo de mendicidad y de rapiña. Aflicción abominable.
Pobres gentes.
-¿Te vas a quedar aquí sin saber qué le estará pasando a tu hija?
-¿Y a ellos qué les importa si vamos o venimos? ¿Por qué no dejan a la
gente moverse a su antojo? –los ojos de Ester urgían cada vez más a su
marido.
-¿Eso te han dicho? ¿Así que tampoco funcionan los hospitales en Madrid?
¿No te das cuenta de que entonces están igual que nosotros? ¿De qué van a
vivir allí? Ya no tendrán ni agua. ¿Vas a dejar que tu hija se muera de sed? -los
ojos de Ester echaban chispas; tenía las manos crispadas.
-Tienes razón –Mario pareció sacudido por repentina ira-. Voy a salir ahora
mismo. Oye –tuvo un instante de duda-, ¿y si vienen con alguien y nos
cruzamos en el camino?
-Está bien. Tenga cuidado y procure no gastar mucha gasolina –le hizo un
gesto, más de derrota que de despedida-. Lo que no sé es si le dejarán pasar las
otras patrullas que interceptan la circulación más adelante.
Casi todos los adultos del pueblo, y también algunos niños y adolescentes,
estaban reunidos en la plaza. El alguacil estuvo toda la tarde anterior y aquella
mañana a primera hora pregonando la convocatoria. Tuvieron que abandonar
el salón de actos porque allí no cabía ni un alfiler. Se apretaban en corro
alrededor del alcalde y los concejales.
-Sí, hombre, suelta prenda de una vez -Juana, la del bar, se acercó
amenazadoramente a Felipe, que era voluntario de protección civil y agente
retirado de la Benemérita.
-No jodas. ¿Cómo puede ser eso? ¿Se sabe qué ha pasado? ¡En toda
España¡
-¡Que os calléis, coño! –el bocinazo del alguacil restalló sobre las cabezas
de la multitud. Se callaron.
-Total- habló Ester, desde las primeras filas del gentío-. Llevamos una
semana sin luz, ni agua, ni teléfono ni comunicación de ninguna clase. ¿Y si es
vedad, y todo el país está igual? A lo mejor está sucediendo lo mismo más allá
de nuestras fronteras, quién sabe. Salir del pueblo no parece recomendable;
cuando sucede alguna catástrofe, siempre hay descontrolados que se
aprovechan. Además, ¿para qué, si están igual que nosotros, y quién sabe si
peor? –Por encima de la voz de Ester, sólo se oían los cantos de los mirlos;
todos la miraban, como si cada cual escuchase en sus palabras su propio
pensamiento-. Aquí por lo menos tenemos agua, y, si me apuráis, algo
podremos seguir llevándonos a la boca, aunque ya casi no haya comida en las
casas. Pero, bueno, siempre será más fácil apañarse en el campo que en una
ciudad, digo yo. En todo caso, sólo caben dos cosas: o cada uno va por libre y
se las arregla por su cuenta, o nos organizamos y tratamos de salir de esta
todos juntos, ¿no?
-Menos mal que ya hace buen tiempo, porque en Burgos se congelan hasta
los santos de la catedral -terció Laura, más animada entonces pues ya se
divisaban muy cerca los montes azules de la sierra.
-La madre que lo parió, algo he tenido que pillar porque las ruedas están
casi nuevas, cómo van a reventar así sin más.
Dos jóvenes de lo más normal y un tercero que quizá no fuera viejo pero lo
parecía, con una vejez ruin y patibularia pintada en la cara áspera y huesuda.
-¿Os parecen buena caza? -la voz del tipo con cara de viejo raspaba como
lija-. Para mí que son unos muertos de hambre. -Añadió, gargajeando
asquerosamente.
-Desde luego, el carro no vale una mierda -dijo uno de los jóvenes,
rayando la chapa del vehículo a punta de navaja, provocando un lento
rechinar, tan agudo que levantaba el estómago.
-Ay, Pepe, Pepito, cariño, deja en paz a estos chicos, no les vayas a hacer
daño, machote -se burló el chico de la navaja, aflautando la voz.
-Ya. Espero que tengas razón. Si bastara con desearlo… Madrid no está tan
lejos, pero, ¿y si se topa con… –Mario no acertaba a definir el encuentro que
tuvo en la carretera dos días antes-. Qué sé yo, delincuentes, bandidos, lo que
sea.
-Va a ser difícil. ¿Crees posible poner a tanta gente de acuerdo? –a pesar de
todo, las patatas viudas le estaban sabiendo riquísimas, ¿a qué arruinar el
momento con más preocupaciones? Mario hundió la cabeza en la atmósfera
humeante del plato.
-¿Perder? Lo que sea que haya pasado nos ha puesto de golpe en la era
preindustrial. ¿Hubiéramos concebido el mundo sin electricidad, sin
comunicaciones, o sea, sin luz, ni frigoríficos ni teléfonos ni transportes ni
agua corriente, sin suministro de todo tipo de alimentos en las tiendas, lo
hubiéramos hecho tan solo una semana atrás? Claro que perderemos, todos lo
perderemos todo si no colaboramos.
-Cago en la leche, con esta tormenta seguro que se va la luz -alguien trató
de bromear, pero nadie le hizo caso.
El salón de actos del ayuntamiento estaba abarrotado. A Jacinto, el alcalde,
se le empañaban las gafas una y otra vez; había un vaho de cuerpos calientes
flotando en la sala, neblinoso y cálido. Fuera jarreaba. En la súbita oscuridad
de la tormenta, los relámpagos fotografiaban a la apelmazada multitud.
-Bueno, esto es otra cosa -el secretario trató de abarcar el corro de gente
con una ojeada giratoria-. Ahora nos podemos entender.
Todo refulgía bajo la luz vespertina. El sol se colaba por entre los claros
abiertos en el cielo desgarrado. Chorreaba agua de los tejados y del frondoso
olmo de la plaza, en un continuo tintineo de gotas que estallaban contra el
suelo. La gente se arremolinaba en torno a las escaleras de la iglesia,
procurando evitar los charcos.
-Nos van a dar las tantas discutiendo para nada -dijo otro.
-¿Qué pasa, Juana, tienes prisa? ¿Es que te esperan en el bar para que les
atiendas? ¿Tú, Paulino, vas a hacer algún porte ahora? A lo mejor Paco –se
dirigió al director del único banco del pueblo, junto a él en las escaleras- está
apurado porque va a abrir el banco, ¿eh Paco? Yo mismo, voy a darme prisa
que estará esperándome mi jefe en el Corte Inglés. Estamos tontos o qué. ¿Es
que no sabemos todos que no funciona nada ni aquí ni en Madrid ni quizás en
toda España? ¿Acaso no os quita el sueño qué vais a comer mañana? ¿No
estamos todos cagando en el campo? ¿Ninguno tiene mayores a su cargo y no
sabe cómo podrá atenderlos? ¿Qué vamos a beber si llega el verano y se
agosta el manantial del pueblo? Llamamos al Canal porque no sale agua del
grifo, ¿no? Si alguno nos ponemos enfermos, ¿a quién acudimos?
Ya solo se oían los gorjeos de los mirlos y el goteo del agua cuando Mario
calló. La multitud lo miraba, quieta como un conjunto escultural.
Mario calló, atónito ante su propia perorata, dejándose caer sobre uno de
los peldaños de piedra, exhausto.
-Sí, sí, vale, ¿pero cómo vamos a ponernos de acuerdo? No creo que todos
pensemos lo mismo sobre todo, ¿no? –propuso tímidamente una vecina.
-Pues votando a mano alzada, ¿se te ocurre otra manera? Hala, Benito, dale
-Jacinto, el alcalde, volvía a refregarse las gafas con el pañuelo, luchando a
brazo partido contra el vaho que las empañaba.
Quien canta sus males espanta, solía decir mi madre. Sigo mi marcha
carretera adelante, ansioso por verme lejos de la influencia de Madrid,
tarareando cualquier cosa. El sol de mayo pega duro. Me duelen los pies, ya
no sé cómo hacer para aliviar la presión de las correas en mis hombros,
siento la camisa empapada bajo el peso de la mochila. De vez en cuando pasa
algún coche, incluso me adelanta una patrulla de la guardia civil a toda
velocidad, con las luces absurdamente parpadeantes en una carretera tan
solitaria. Cada vez que el terreno se empina es como si una mano invisible
frenara mi paso. Sigo silbando, monótonamente. En este momento, mi mundo
se reduce a una larga carretera bajo el sol. Asfalto y férrea voluntad de seguir
caminando.
-Se me paró la moto hace un rato. Le he hecho una chapucilla y creo que
la puedo poner en marcha…- el tipo hace una pausa; no entiendo cómo no se
asa bajo su atuendo de cuero negro-, empujando, claro; se me ha jodido el
arranque.
-Espera, espera, así no -las correas del macuto me laceran la piel con
cada zancada. Me saco la mochila y la dejo en el suelo-. Vale, ahora.
Apenas son unos metros empujando, pero la carrera me deja sin aliento.
Me abrasa la garganta y el alquitrán se hace pegamento bajo mis pies. Tengo
que sentarme entre la maleza de la cuneta, hasta recuperar la respiración. Los
rugidos de la máquina le han dado otro color al mundo.
-Nunca has ido de paquete, ¿no? –la voz del tipo llega amortiguada a
través del casco-. Agárrate a mí si quieres, pero sin apretarte mucho, colega,
¿vale?
-¿Qué vas a aportar tú, Benito? -la voz de Irene, la del supermercado, le
llegó como una pedrada en plena frente.
-Huy, qué mal pinta esto para nosotros, Juana –comentó Irene, la del súper,
a la dueña del bar.
-Lo mismo con los medicamentos –siguió Benito-. Ricardo está de acuerdo
en poner la farmacia a disposición del pueblo. Él y Carmen y Ana, la chica de
Agustín, ya sabéis que es enfermera, atenderán allí a todo el que lo necesite. -
Volvió a carraspear, se le notaba como si le faltara el aire, después de cada
parrafada. Miró una hoja de papel que temblaba en su mano.
-Un asunto problemático, que casi provoca un percance el otro día. A ver,
Paco, este punto es cosa tuya.
-¿Cómo, cómo? ¿Qué quieres decir con eso? –una voz desafiante de mujer
se oyó de inmediato.
-Coño, cómo va a ser –dijo el mismo de antes-, a quien más tiene guardado
en la cuenta más le corresponde de lo que se vaya a repartir.
-Faltaría más.
-Calma, calma, se hará como ha dicho Paco -Jacinto trató de gritar desde la
altura de la escalinata, pero apenas le salió un ronco chillido nervioso.
-¿Ah sí? ¿Y quién ha decidido eso? –la voz del hombre que había sugerido
el reparto proporcional se oyó de nuevo, punzantemente irónica.
-Ya, los representantes del pueblo… -el hombre dejó la frase colgando en
medio de todos.
-De acuerdo, para eso estamos todos aquí -Ester se abrió paso hacia el
centro de la reunión-. Si hay discrepancias, lo mejor es votar, ¿no quedamos
ayer en eso? Pues se vota y listo.
-Perfecto. A ver, esto va para los que tengan cuenta abierta en el banco; los
que no, que se abstengan -Benito mantenía el brazo levantado y su voz era
más sólida que antes-. Los que estén de acuerdo con repartir la misma cantidad
de dinero para todos, que levanten la mano.
-Pues estamos buenos. ¿Eso lo has discurrido tú, Jacinto? ¿Queda alguien
aquí que no sea un viejo, como yo, que haya sembrado trigo o cebada o
garbanzos y que no esté ya criando malvas? Pues anda que no ha llovido desde
que no se hace nada de eso en este pueblo.
-Ya sabemos todos por dónde vas, José -Jacinto le echó un capote al
guarda. La caza tendrá que servirnos a todos, de nada vale empezar a matar
bichos antes de tiempo, mientras están criando, y arrasar con todo. Habrá que
seguir respetando la veda todo lo que se pueda.
-Vale, entonces nos mandas aviso cuando haya que venir. Confiamos en ti,
Jacinto, majo. Hala, para nosotros se acabó la reunión -echaron a andar a
grandes trancos calleja arriba.
-Aquí sois varios los que tenéis pozo, ¿no? Pues, coño, no iréis a dejar
morir de sed a vuestros vecinos, digo yo. No vamos a ser sólo nosotros los que
apenquemos con todo.
-Juana tiene razón -intervino Jacinto, una vez más-. Se nos había olvidado
decirlo, Benito. Efectivamente, habrá que compartir el agua de los pozos. Ya
veremos la manera de potabilizarla, si acaso.
-Y, si no, el que tenga piernas, que suba al monte por ella –pero nadie hizo
caso del malévolo comentario del Calderilla.
-Solo una cosa más. Todos los domingos, a la misma hora, haremos una
reunión, lo mismo que hoy -Benito se guardó la hoja de papel, arrugada y
sudorosa, en el bolsillo de la cazadora.
-¿Qué, tía?
-Tendréis que llamar al señor cura para que venga a decir misa.
-A ver, vieja, qué llevas encima. Aparta un poquito, cariño –le puso
morritos a Laura, tratando de separarla de su abuela con apenas un roce de la
mano.
-Tranquila, hija. Les daremos lo que tenemos. -La abuela hizo intención de
ir hacia el coche-. Tengo el bolso adentro. Ahí está el único dinero que llevo.
-Vamos, Laura.
-No, cariño; tú quieta aquí. Deja a tu abuelita que vaya sola –susurró el
joven, arrojando una oleada de aliento fétido a la cara de Laura, y sujetándole
el brazo tan suave y firmemente como fue capaz.
-¡Pepe!
-¿Ya habéis jugado bastante? A ver, contad la guita. ¿Cuánto hay? –tronó
Caradeviejo, imperturbable como un ídolo.
Dios mío, Dios mío, Dios mío –la abuela seguía igual, resueltamente
plantada delante de Laura como un escudo, murmurando silenciosas
oraciones. Si alguien pasara, alguien pasara, ¿por qué no pasa nadie? Laura se
sentía a punto de desmoronarse sobre el suelo, blanda, floja y a la vez tan
tensa que creía iba a quebrarse del esfuerzo por no caer, oyendo el batir
desenfrenado de su corazón.
La pareja del coche se quedó petrificada, él volvió la cara hacia los tres
atracadores, mirándoles bobamente con un lado del rostro ensangrentado y la
camisa enrojecida. La mujer se quedó acurrucada en el asiento, sollozando.
La abuela rodó por los suelos. Agarraron a Laura entre los dos, pues, en
cuanto derribaron a la abuela, Laura empezó a patalear, a tirar puñetazos y
mordiscos, en desesperado frenesí, gruñendo, gritando, maldiciéndoles hasta
quedar sin resuello. La tumbaron entre las matas. La chica se debatía y trataba
de morder a ciegas, sintiendo dos grilletes en sus tobillos y un aliento salvaje y
hediondo sobre su cara.
La anciana se abalanzó sobre los dos hombres que tenían tumbada a Laura,
desesperadamente ágil a pesar de sus magulladuras y sus años. Uno de los
atracadores sujetaba los brazos de la chica mientras que el otro estaba a
horcajadas sobre ella, ya le había desgarrado la blusa y se afanaba por
desabrocharle y bajarle los vaqueros. La anciana agarró a este último por los
hombros, tirando de él hacia atrás y desequilibrándolo, de modo que el tipo
cayó hacia un lado. Se incorporó furioso al tiempo que le sacudió un sopapo
bestial a la abuela, lanzándola varios metros hacia atrás.
-Déjanos hacer, vieja; luego vamos contigo -bromeó el que aprisionaba los
brazos de Laura, quien se retorcía a intervalos, exangüe bajo la presión brutal
de sus agresores.
Se oía maldecir y bufar a los dos tipos. “Ayúdame, coño, quítale las
zapatillas, hay que sacarle los pantalones”, espoleaba el que estaba sobre
Laura. El otro obedeció, babeando ante los muslos desnudos de la muchacha y
la inminencia de su turno. Cuando los pantalones vaqueros salieron disparados
de un tirón, Laura hizo un último desesperado intento, encorvándose e
intentando girar el cuerpo, terriblemente dolorido por la tensión y la lucha.
“Quieta, hostias”, el tipo que tenía encima le arreó un revés con el dorso de la
mano y la cabeza de Laura quedó de lado sobre la amarga tierra. El hombre
gañía y se sacaba los pantalones, con la urgencia de un celo bestial. De pronto,
unas gotas de sangre salpicaron el suelo alrededor de Laura y el hombre cayó
sobre ella con el cráneo abierto de una tremenda pedrada.
-¡Maldita vieja! –antes de que el otro chacal se levantara siquiera, sonó una
detonación. La anciana se desmoronó, con la cabeza reventada.
Laura quedó tendida, enteramente desnuda excepto por las bragas a medio
bajar que aún cubrían mínimamente su sexo. Estaba tan aturdida y exhausta
que no acertaba a comprender lo que había pasado. Chapoteaba en una
realidad turbia, gelatinosa.
-Déjala; no vale la pena malgastar otra bala. Ahora no hay dónde conseguir
munición.
-Vamos a necesitar más agua. Pablo, llévate la carretilla con los bidones
vacíos. Toma, lléname también esta garrafa.
-Joder, a estas horas la cola tiene que dar la vuelta a la plaza –respondió el
chaval, bastante contrariado.
-Ahora meto unas brazadas en casa. Luego voy a cortar más –Mario le
gritó desde el exterior- Esta tarde quiero ir a llevarles un poco a mis padres.
Un par de horas más tarde los tres comían en la cocina; aunque solo
estaban a finales de mayo, hacía calor y no había quien parara en el salón, con
las brasas de la lumbre todavía ardientes, después de usar el fuego para
cocinar.
-Este es el último arroz que nos queda. Tenemos medio saco de patatas,
algo de pasta, los chorizos que nos dio tu madre y algunas conservas. Aparte
de la avena, el muesli, las barritas integrales y otros alimentos del herbolario –
comentó Ester.
-Jacinto está hecho un flan –apuntó Mario-. Esperemos que no haya gresca
y entreguen las cosas por las buenas.
-Quiénes van a ser. Seguro que esos cuatro mamones. No van a venir de
fuera, según está el patio, a robar a este pueblo tan apartado de la carretera
general.
-Y dale. Tú no vas a ir a espiar a nadie. Esta tarde te toca cortar leña con tu
padre y llevársela a los abuelos –Ester mascaba con lentitud, saboreando el
arroz revuelto con tomate y un huevo frito-. Ahora no habrá clases, pero no te
va a faltar entretenimiento.
Quiero aprovechar las últimas horas de luz, pero sin apurar tanto que me
falte claridad suficiente para buscar un sitio más o menos protegido en el que
pasar la noche. Llevo los cordones de las zapatillas desatados, mis pies son
dos masas en continuo crecimiento. No quiero abandonar antes de coronar la
larguísima cuesta que lleva hasta el Molar. Se me ha metido en la cabeza que,
si mañana empiezo la jornada cuesta arriba, cuesta arriba se me va a hacer el
día entero. Igual que durante todo el tiempo desde que salí de Madrid, muy de
cuando en cuando oigo aproximarse algún coche. Sin saber por qué y sin
razonamiento previo, cada vez que esto ocurre busco refugio tras algún
matojo de la cuneta, y no asomo la nariz hasta que el ruido del motor se
pierde en la lejanía. Ya no estoy para pensar mucho. No soy más que mi
cansancio y la determinación obsesiva de seguir adelante. Es mi cuerpo el que
piensa, autónomo, obstinado.
Sueño con llegar, mis labios resecos se mueren por una jarra de cerveza
helada con espumita chorreando por los bordes. ¿Cuándo dejaré de sentir los
brazos anquilosados, de tanto sujetar las correas de la mochila? La presión
en los hombros sudorosos me está haciendo llagas. Tengo las piernas a la vez
duras y dormidas, como si fueran de corcho. Afortunadamente, a la caída del
sol refresca, aunque poco tiempo después el sudor de la tarde se me empieza a
helar en el cuerpo. Sigo adelante como un zombi, no viendo más que la
carretera y mis imaginaciones, oyendo como un gemido lastimero. ¡Coño! Se
me enreda el pie en algo blando. Ropa revuelta. Alguien ha tirado maletas y
bolsos al arcén. También hay trozos de neumático. Estoy demasiado embotado
para interesarme. Poco a poco, aquel lamento desaparece, pero algo como
palabras me llega desde alguna parte.
Descuelgo la mochila, bebo, me froto los ojos y la cara con las manos
húmedas para expulsar la irrealidad, pero el gemido continúa; algo como un
llanto quedo se oye a mi espalda, y es real.
-No sé qué te ha pasado pero solo quiero ayudarte. Dime si estás herida.
Vale, vale, solo me acercaré cuando tú me lo indiques.
-¿Ya? Aquí no hay más que refrescos y cuatro bolsas de patatas fritas y de
cortezas. Vamos, Juana, algo más guardarás por ahí.
-¿Qué te crees que hemos estado comiendo todos estos días, espabilao? O
es que tú en tu casa no has ido gastando lo que tenías. No te fastidia, el listo –
replicó Juana, de malas pulgas.
-Alguna caja de vinito guardarás, digo yo. Y algo más fuerte también.
-Mientras quede agua en el pueblo, no hay por qué beber vino; sed no vais
a pasar. Hala, Santiago, vamos cerrando.
-Alcalde, qué hay de la solidaridad esa que decías el otro día. Algo
tendremos que beber para alegrarnos la vida en estos días tan tristes.
-Bueno, qué; qué dice el señor alcalde –soltó José Joaquín, el mayor, con
su vozarrón tronante.
-Pasa y mira a ver si encuentras algo más, desconfiada. Lo único que queda
son cuatro cosas que tenemos arriba, para nuestro consumo. ¿O es que no
tenemos derecho a comer de lo nuestro, igual que hacéis todos? –contestó
Bernardino, ásperamente.
-Te decimos lo mismo que a Santiago: vais a tener que sacar el vinillo y los
licorcitos –se explayó un hombrecillo, hablándoles a los dueños del súper pero
mirando a los Joseses.
-Oye, otra cosita importante. ¿Veis como de las cosas serias no se habla en
las reuniones? –José Joaquín parecía muy divertido, dirigiéndose a Irene con
todo su cinismo-. Ya se sabe que a los que tenemos el vicio no se nos puede
dejar sin fumar, y no digo más.
-Anda, Felipe, sal antes de que se arme gorda ahí afuera –le instaron,
sabiendo que, desde hacía unos días, cargaba con la pistola.
-Qué mal nos quieres, Bernardino. Eres un mal cristiano. Vas a ir de cabeza
al infierno –se guaseó José Joaquín, encendiendo tranquilamente uno de los
cigarros que el Calderilla había recogido para él.
-¿No tendríais nada que ver con el intento de atraco de antes de anoche,
no? Lástima que Bernadino no le arreara un perdigonazo al que lo hizo.
-Vamos cada uno a lo nuestro. Antes de repartir hay que hacer el inventario
y confrontarlo con el número de personas por familia. Luego quedan otros
asuntos por resolver, como el tema de la harina o la leche de la vaquería –dijo
Benito a los que quedaban alrededor.
¿Qué hace esa mujer delante de mi mesa, despatarrada entre los arbustos?
¿Por qué me mira si su cara no es más que un amasijo carnoso? Busco por la
oficina la cara de algún compañero, alguien mueve sillas o algo así a mi
espalda. Me duele el brazo como si me lo hubiera partido. Vuelvo
bruscamente la cabeza y me araño la cara. El dolor punzante me hace abrir
los ojos. ¿Dónde están las paredes de mi habitación? Me incorporo de golpe,
masajeándome el brazo dolorido. Miro hacia el lugar de donde proviene el
ruido y ella vuelve a entrar de golpe en mi mundo. Amanece.
-Vámonos de aquí.
-Vámonos allí.
Habla, por fin. Señala hacia una arboleda alejada de la carretera. Hay
que saltar un cercado para llegar hasta al sitio. Me parece que por allí debe
de fluir un arroyo. No hace más que una hora que emprendimos la marcha. La
sigo sin rechistar.
Se lava la cara y las manos en el arroyo, frotándose con tanto ardor como
si quisiera arrancarse la piel. Le ofrezco la única camiseta de repuesto que
llevo en la mochila. Pasado un rato, cuando el sol calienta, se pierde por la
orilla sin decir nada. No se oye más que el discurrir del agua y el canto de los
pájaros entre los árboles. Se está bien aquí. Me duele todo el cuerpo después
de la caminata de ayer y de la noche al sereno, así que no tardo en dormirme,
tumbado sobre la hierba.
Cuando despierto, siento algo opresivo encima de mí. Tengo calor. La luz
es mucho más intensa que antes. Me siento, sacándome de encima la cazadora
con que ella ha tapado mi sueño.
Otra vez su voz, tan inesperada. Le huele el pelo a frescura. El sol alto le
da directamente en la cabeza, arrancándole destellos trigueños. De repente,
tiene un aspecto nuevo y desenfadado, perdida en el interior de mi camiseta,
que le sobra por todas partes.
-Quiero acompañarte.
-Le compro la harina al Molinero y luego voy y regalo el pan a los demás.
Ni que fuera esto la beneficencia.
-¡Hombre! ¡No vamos a ser los comerciantes los únicos tontos que pagan
el pato en este pueblo!
-Que no, mujer, que no; Benito te va a hacer llegar una lista con lo que
tienes que dar por día a cada familia. No vale que cada uno se lleve todo lo
que quiera, ¿estamos?
-O sea que ahora tengo yo que hacer de policía, pues no me faltaba más
que eso.
-¡Coño! Qué fina andas, Irene. Me parece muy bien tu idea –dijo el
alcalde-. Lo hacemos así, ¿de acuerdo, Concha?
Al otro lado del pueblo, Mario descargaba algo como una maleta de la
carretilla y metía el bulto en la farmacia. Dentro, Ricardo y Carmen, los
boticarios, se afanaban moviendo expositores para despejar el espacio delante
del mostrador. Ricardo refunfuñaba, siempre en desacuerdo con todo y
siempre accediendo a lo que Carmen, su mujer, veinte años más joven que él,
decidía. Ester y Ana, una joven que estudiaba enfermería, revoloteaban por
allí.
-Entonces, ¿os parece bien que yo os eche una mano aquí? Si vamos a
estorbarnos puedo quedarme en el herbolario –le estaba sugiriendo Ester a
Carmen.
-Dios quiera que no mates a nadie con tus brujerías –rezongó Ricardo.
El viejo cabrón y la puñetera pécora, iba rumiando Mario, mientras los dos
se dirigían hacia la plaza.
-Sí; han arreglado un horario de recogida para el pan y otro para la leche.
-Hay una primera lista prioritaria con niños y viejos; la leche sobrante
tratarán de repartirla equitativamente.
-Bueno, esperemos que no haya disputas.
Hacía calor. Casi todos los que esperaban para llenar los cacharros de agua
en la fuente de la plaza se arremolinaban bajo la sombra del olmo. El barullo
de las conversaciones se oía a distancia, en la densidad bochornosa del
mediodía.
-La gente parece tranquila. Nos está salvando ser un pueblo tan pequeño –
comentó Ester.
-De todo hay; sobre todo quienes tienen enfermos o personas muy mayores
en casa, esos viven con el alma en vilo.
-¿Piensas en tu padre?
-¿Cómo coño puedes estar tan segura? Dios, cuando la vea aparecer por
casa creo que voy a rejuvenecer veinte años.
Tengo los hombros desollados por las correas de la mochila, pero como un
idiota no permito ni una sola vez que Laura me releve, a pesar de sus
ofrecimientos. ¡Qué importa! Nunca he estado tanto tiempo al lado de una tía
sin pensar en la manera de tirármela o, por lo menos, pasar un buen rato con
ella. Durante todo este tiempo nos vamos contando cosas de nuestras vidas, a
trozos y según va saliendo, entre largos períodos de silencio. Pero los
silencios no son embarazosos, todo lo contrario, me dejan saborear su
compañía intensamente.
Así que aquí estamos, en este cruce que debe separar nuestros caminos. El
horizonte empieza a clarear.
-¿Ah, no?
Tiene la voz tan apagada que, cuando dejo de oírla, sé que acaba de
dormirse. Al cabo, me llega su respiración regular. ¿Seré capaz de prescindir
de esto? Sé de sobra que yo no pinto nada con mi hermano, y mucho menos
con la borde de su compañera. Ser buena gente no garantiza la convivencia.
Esos dos petardos me ayudarían a sobrevivir a cambio de soportar sus
charlas naturistas, sus teorías conspirativas y sus letanías tántricos. ¡Bah!
Estoy muy cansado para ponerme a pensar. Me tiendo a su lado, sin tocarla,
solo oyendo su respiración, oliéndole el pelo que la brisa agita. De vez en
cuando, sigue estremeciéndose en sueños, pero esta vez Laura no me
despierta, balbuciendo locamente entre las redes de –lo sé- la misma maldita
pesadilla. Duerme plácidamente. La miro entre bostezos, disolviéndome en mi
propio sueño. Si la plenitud existe, tiene que parecerse a esto.
-¿Quieres venir?
-Claro.
Por fin Laura había golpeado la puerta. Él la notaba ansiosa, pero firme y
segura, hasta que un hombre con algo de la expresión de Laura en la cara
apareció en el vano recién abierto y él pensó a este hombre le da un síncope.
Antes del amanecer, la fila para cargar agua atravesaba la plaza. Había
muchos que iban en plena noche, con tal de evitar las largas esperas bajo el
sol. Como siempre todos los veranos, habían taponado uno de los caños de la
fuente para aumentar el caudal del otro. Aún así, no caía más que un dedo de
agua, y todavía no estaban ni a mitad de julio.
A las tres semanas del primer reparto se habían agotado los víveres
almacenados en el ayuntamiento. Sólo quedaban varios sacos de harina, que se
repartía una vez por semana, con la que la gente hacía gachas o aumentaba su
ración de pan o incluso algunos se daban el lujo de hacer galletas. Al molinero
la catástrofe le había pillado con mucho grano almacenado, de modo que
seguía moliendo “de balde”, como él decía, siempre soltando los sacos de
harina de mala gana. No había en el pueblo una sola familia en la que alguno
de sus integrantes, o, si no, alguna amistad, no contara con huerto propio, así
que no faltaban hortalizas con que redondear la dieta: tomates, lechugas,
judías verdes, pimientos, calabaza, zanahorias, cebollas, guisantes, ajos,
calabacines. Algunos disponían de manzanos y de cerezos. Los huertos se
desparramaban por la minúscula vega, regados por el riachuelo, o cerca de la
dehesa, donde había varios pozos.
Cuando Dios nos puso aquí, solía decir Paco, el del banco, que era ateo
militante, nos hizo el gran favor de nuestras vidas. Tenía razón. El último
censo indicaba una población de 111 habitantes. Contando con Laura y su
acompañante, otras dieciséis personas más habían llegado al pueblo después
del Apagón, en coche quienes abandonaron en seguida la ciudad, y andando
los demás. Las carreteras se habían convertido en territorio sin ley y su tránsito
solo era medianamente seguro en grupos numerosos, que luego iban
desparramándose según su destino. Los últimos en llegar habían visto
caravanas de coches, algunos de los cuales quedaban tirados por las cunetas
cuando se les acababa el combustible, provocando hacinamientos en otros
vehículos o atónitas familias viandantes que se iban uniendo, en su desventura,
a aquellos otros grupos que, desde un principio, iniciaron el camino a pie.
Siempre bajo la angustiosa amenaza de catervas de merodeadores. La lucha
por el combustible era feroz. Se habían visto bandas que asaltaban a los
convoyes para robar el diesel o la gasolina de los coches, y aquellas
gasolineras cuyos depósitos no habían sido vaciados en cisternas del ejército,
habían sido saqueadas. Total, mantener con vida a 111 personas, mágico
número capicúa, como decía Paco, no era una tarea del todo imposible en
aquel lugar, comparada con la atroz pesadilla de exterminio que se pudiera
estar viviendo en las ciudades, en las grandes poblaciones sin recursos.
Yo, que por evitar bichos no piso ni los parques, me veo en una aldea
rodeada de montañas, entre paisanos que lo saben todo unos de otros. Por lo
menos, no se trata de cuatro casas de barro con calles mugrientas. Hasta el
turismo rural estaba por llegar aquí, o sea, que aparte de buenas casas que
guardan la misma línea, las calles están empedradas y limpias, con sus
buenas aceras y cartelitos de madera pintados de verde que señalan la casa
rural todavía en construcción y las distintas rutas del pueblo. Solo que ahora
pensar en turistas es cosa de risa.
Pero donde los padres de Laura se come tres veces al día, igual que en el
resto del pueblo. No es que sea para tirar cohetes, pero, claro, quién se queja
en semejantes circunstancias. Resulta que me está tocando vivir la utopía del
pelma de mi hermano. Aire puro y alimentos naturales. ¡Ah! y duro y
saludable trabajo físico para tonificar el espíritu, qué bien. En fin, he tenido
mucha suerte, esa es la verdad, porque por encima de todo está ella. En su
presencia soy capaz de tragarme los desayunos de leche con los copos de
avena que su madre trae del herbolario, o gachas, ¡gachas!, no había oído
esa palabra en mi vida. Legumbres o patatas, patatas o legumbres, para
comer, ensaladas para cenar, y todo más bien soso porque hay que racionar la
sal, y con poquito aceite porque tampoco queda apenas. Eso sí, el delirio de
un ecologista porque aquí sí que no hay conservantes ni pesticidas ni leches;
hablando de leche, nunca la probé tan densa y cremosa, se nota que entre la
vaca y la taza no hay ni un kilómetro de distancia. Sí, yo, que vivía solo más a
gusto que Dios en mi estudio de treinta metros cuadrados, comiendo fuera
para evitar las faenas domésticas, me alojo ahora con una familia de cuatro, y
mi trabajo es echar una mano en lo que haga falta.
Le tiro una tobita, pero el muy mamón se escurre como una comadreja.
El berrido de José Joaquín fue una orden para sus hermanos, que arrearon
con la cuba más grande de las tres que había en el almacén del bar. Juana salió
disparada de la parte de dentro, blandiendo un garrote y calentándoles las
costillas a los gemelos, que habían volcado la cuba y la hacían rodar hacia
fuera.
-¡Maricones! ¡Desgraciados! –daba voces desaforadas, ciega de ira.
-¡Eh! ¡Eh!
Los gemelos soltaron la cuba, protegiéndose con los brazos; uno de ellos
reculó, medio doblado, con una mano en el costado dolorido. El tonel rebasó
el portón del almacén y siguió rodando cuesta abajo, mientras que José
Joaquín agarró el garrote por el extremo y se lo arrebató a Juana de un
violento tirón, que impulsó a la mujer de bruces contra el muro del almacén.
-¡La cuba! ¡La cuba! Párala, hombre, párala –le gritaba Santiago, recién
aparecido por la puerta del bar, a Jacinto, que miraba la bronca con
desconcierto.
Jacinto voceó a la mujer que iba con su carretilla cargada de bidones hacia
la fuente. Esta se percató a tiempo de soltar la carretilla, súbitamente
abandonada en la trayectoria de la cuba. El impacto desvió el tonel, que fue a
estrellarse por fin contra el olmo de la plaza, entre un fenomenal estallido de
duelas partidas, aros metálicos y géiseres de vino.
Santiago tomaba aire, mirando el desastre con rabia. Se dio vuelta hacia su
mujer, que fulminaba a los Joseses con ojos como ascuas.
José Joaquín, el mayor de los hermanos, hizo intención de irse hacia Juana,
cuando una piedra del tamaño de un puño le sacudió en el hombro. Un grupo
de gente se había ido juntando, atraída por el jaleo. Joaquín los retó con su
gesto chulesco, pero empezó a retroceder hacia el otro extremo de la plaza,
seguido de los gemelos, uno de los cuales todavía seguía quebrado por el
tremendo garrotazo de Juana.
-Lo dejaremos para otro día, valientes. Tiempo hay de volver a vernos las
caras uno a uno.
-Quién te iba a decir que ibas a echar un día así, ¿eh chaval? –me mira
Julio, el guarda.
-Y tanto que no; aquí donde lo ves, este ferrari es el único que queda de
todo el contorno, yo diría que a lo mejor de toda la provincia. Ya han venido
de Madrid a comprárselo y el Valeria no lo vende, prefiere tenerlo en la
cuadra criando polvo.
-En qué íbamos a traer los sacos si lo hubiera vendido –dice Valeriano, no
sé si mosqueado por el comentario del guarda-. ¡Como no los llevaras a las
costillas, ya me dirás tú a mí qué hubiéramos hecho!
Pasado el tramo de lajas regresa la espesura del monte bajo. Una brecha
profunda, que desciende desde lo alto, corta la montaña por el medio. En lo
hondo del barranco brinca un torrente. Valeriano desunce (sí, yo también sé
decir algunas palabras de las de antes, ¿no?), desunce la yunta, y baja las
vacas para que vuelvan a abrevar, junto a una caseta en ruinas y unas chapas
oxidadas, “la mina”, me dicen, que ya no es mina ni es nada, por supuesto, y
lo mismo que las vacas, todos nos agachamos y bebemos y nos refrescamos la
cara con esa agua fría como si la acabaran de sacar de un frigorífico.
-Bueno, venga, pero sin entretenerse mucho, que todavía hay que llegar,
cargar y dejarlo todo listo para salir mañana temprano.
Sobre las seis de la tarde (el día que se le acabe la pila, se jodió mirar la
hora en mi reloj) divisamos una nave con techo de uralita, junto a la cual hay
un caserón que no desmerece nada ante un chalé de lujo. “Qué te parece la
choza del Tenazas”, me dice Pedruche, “este cabrón tiene más cuartos que
medio pueblo junto”, señalando las casas apretadas alrededor de un par de
calles, a un par de kilómetros de donde estamos.
-A ver, mucho no podéis llevaros; no sois los únicos que vienen por
mercancía –el hombre habla como si cumplir con el trato que ya había sido
pactado le costara una enormidad, como haciéndonos el gran favor de
nuestras vidas-. Además, tengo que mirar por los míos, esta jodienda ya se
está alargando más de la cuenta.
-¡Valeriano! Hay que ver el tiempo que hace que no se veía una yunta por
aquí.
-Dichosos los ojos, hombre. Cómo está la familia –la vieja, sin dar tiempo
a que Valeriano conteste, sigue adelante-. Menos mal que nosotros somos de
los antiguos y no nos achantamos. Qué cosa esta, ¿eh?, vernos como cuando
éramos niños, y no había ni luz ni nada en el pueblo. Hay que ver, Dios mío,
pero se vivía, ¿no? –No hay manera de que Valeriano conteste a su saludo y él
lo sabe porque no intenta meter baza-. Pero fíjate en Madrid, esas criaturas,
si no las estarán pasando canutas.
El agua del pozo está casi tan fría como la de la montaña. Me hubiera
tirado una hora salpicándome agua por encima. El viejo ese, el Tenazas, como
le dicen, gesticula más que un mono mientras discute, habla, se rasca la sien,
anda unos pasos hacia uno u otro lado, o marcha atrás, y vuelve a hablar,
abriendo los brazos como si fuese a echar a volar. Qué tipo curioso, este
cabrón.
-No me jodas, Gerardo, cago en el copón, nos dejas con la mitad de lo que
habíamos acordado, los tratos hay que respetarlos –está diciendo Valeriano.
-Pchs, las cosas cambian de un día para otro; tengo que atender a mucha
gente.
-A ver, si nos vendes nada más que la mitad, nos vamos a tener que volver
con la mitad de los cuartos –dice Valeriano.
-Tantos kilos no puede ser, hasta el precio había que mirarlo… -dice el
viejo, torciendo la boca y remoloneando delante del montón de sacos.
-Qué cara puso el viejo cuando su mujer sacó la cena. Un poco más y le
da un ataque –digo, cambiando de tema, por alegrarles un poco a Valeriano y
a Pedruche, que van pensando en el negocio como un medio fracaso. Casi no
nos vemos las caras, pues hemos salido antes de amanecer, para afrontar la
cuesta del monte a primera hora, ya que la subidita que rodea el peñascal se
las trae, y ahora el carro debe de pesar un huevo, cargado con los sacos.
-No seas tarugo, hombre, te vamos a sentar encima de los sacos; igual te
has roto algún dedo.
-No te preocupes, hombre, que las vacas están bien –le dice Pedruche-.
Qué hombre, copón. –Comenta para sí-, se preocupa más de las vacas que de
él mismo.
Para colmo, el walkie de Felipe, que este trataba como oro en paño, no
transmitía más que noticias vagas, procedentes de otro voluntario de
protección civil, como él, al alcance de su radio de acción. Todas las mañanas
y todas las noches, al principio, tres veces por semana después, para ahorrar
batería, Felipe se ponía al aparato con la tozuda esperanza de escuchar alguna
novedad al otro lado, inútilmente.
-Oye, niña, no veas qué bien me ha ido la crema esa que me has dado.
-Te está cicatrizando muy bien, Flora –comentó Ester-. ¿Te sigue doliendo?
-Muy poco. Oye, no tendrás por ahí algo para dormir mejor. Tengo a mi
Tomás que no para por las noches.
-Toma; dale una infusión como una hora antes de acostarse. Esto es
valeriana. Relajar, relaja; ahora, si el trastorno del sueño es muy grande, igual
no es suficiente. A ver si hay suerte.
-Gracias, maja; esta tarde mando a mi chico con unos repollos y unos
tomates, ya verás qué buenos.
-Pero ya sabíamos que esto acabaría pasando, ¿no?, a menos que todo
vuelva a funcionar, así, de pronto.
-Coño, claro que lo sabía, pero y qué –Mario se pasó la mano por la frente,
movió ligeramente la cabeza con un gesto de impotencia-. Y no es tanto mi
padre; él ya está hecho a la idea, ya sabes cómo es, se lo echa todo a la espalda
y sigue para delante; sino mi madre, que ya vivía angustiada, temiendo este
momento.
-Bueno, bueno, ya conozco tus teorías. Se acabó, tendrá que vivir sin las
pastillas y sin las puñeteras inyecciones, no hay otra.
-Al menos sigue vivo. Eso es lo que importa, ¿no? –algo funesto arrugó un
instante la frente de Ester.
-Sí, tienes razón –Mario movió los brazos como espantando malos
augurios. Quiso añadir algo más, pero calló.
-Laura todavía se despierta gritando algunas noches, la pobre; tuvo que ser
horrible –los ojos de Ester se ensimismaron en algún punto de la pared de
enfrente-. Ella es la que más ha sufrido con eso. Primero su abuela, y luego,
esos hijos de puta, casi…
Iba a decirle que lo dejara, que no valía la pena imaginar otra vez lo
mismo, pensar en lo cerca que la niña estuvo de ser violada. “Pero no pasó,
Ester, no llegó a pasar”, le había insistido él una y otra vez, pero Mario dejó
que el dolor fluyera una vez más. Deja que Ester suelte ese pus retenido que es
mejor expulsar, poco a poco o a borbotones, como se tercie, hasta que quede
solo la cicatriz.
-A ver qué remedio; media mañana perdida haciendo cola en la fuente, hay
que joderse –se quejó, volviendo a levantar la carretilla y tirando para su casa.
-Bueno, hombre, tampoco llegas tarde para abrir el bar –dijo Mario, con
mala intención.
-Tranquilo, hombre, mira que te da rabia que llamen así a Antonio. Déjalo
estar, que hablen; después de todo es un buen chico, ¿no?, y se está ganando lo
que se come, si es eso lo que te pica.
Estaban a las afueras del pueblo, en un extenso prado a orillas del riacho
principal que descendía de la montaña. El lugar llevaba inculto quién sabe el
tiempo. Ya había sido desbrozado; muchachos con carretillas y un carro de los
que se enganchan a los coches cargaban leña amontonada y se la iban llevando
en viajes continuos. En el medio del prado ardía toda la broza que no podía
aprovecharse. No había más que unas cuantas pinceladas de nubes en el cielo.
Aunque estaban al arrimo de los montes, a aquellas horas de la mañana
empezaba a hacer calor.
-Me han dicho que has estado haciendo gimnasia. Cómo te ha ido con el
Caminero.
-Te vas a poner como un toro, macho, anda que no quedan huertos que
cavar. Cuando llegue el otoño vas a estar más cachas que Chuachenaguer.
El sol atravesaba los huecos entre las ramas de los árboles, esparciendo
rodales amarillos por la superficie del agua. Antonio se había puesto de pie,
escurriéndose el agua de la cara con las manos y agitando la cabeza. El agua
apenas le pasaba de las rodillas, pues se había ido apartando de la poza donde
había caído de espaldas. No había oído a Laura con el chapuzón, de modo que
lanzó una mirada asesina al lugar donde había estado Pablo, a quien suponía
partiéndose de risa. Se quedó sin habla.
-¿Está buena? –dijo, sonriendo con la boca y con los ojos, y empezando a
desnudarse.
Batallaron un rato arrojándose agua uno a otro, entre gritos y risas, hasta
que sus cuerpos se tocaron y, puestos otra vez de pie, con el agua a la altura
del ombligo de Laura, acabaron abrazados, y Antonio se bebió con ansia el
agua fría que a ella le goteaba de la boca mezclado con el sabor cálido de su
saliva.
Laura le cogió de la mano y tiró de él, que no sabía cómo ponerse ni cómo
disimular, fuera del cobijo del agua, con toda su excitación al aire.
-Espera.
Por fin todos los focos de las motos se concentraron en la fachada del bar.
Un par de motoristas se apearon y con barras y una maza despacharon el cierre
metálico en unos minutos; luego hicieron lo mismo con la puerta de entrada.
Manolo, el carnicero, cuya casa estaba justo enfrente del bar, vio una
sombra correteando pesadamente con algo en las manos. Antes de que pudiera
entender, el vidrio del escaparate de su tienda vacía se hizo añicos; dentro se
elevó el furioso aleteo de las llamas. A la súbita luz del fuego el tipo que había
arrojado el bidón brincaba y bailoteaba como un chimpancé, hasta que el
resonar de dos tiros de escopeta suprimió los saltos de golpe.
Los faros de las motos enfocaban de nuevo la fachada del bar. Todos los
motoristas parecían pendientes del que maltrató a Juana, que, iluminado como
en el centro de una pista de circo, levantaba un brazo, como para señalar algo.
No llegó a hablar. Se oyó el trallazo contundente de un rifle y el tipo cayó
fulminado. Como si aquello hubiera sido una señal, se armó la de Dios; varias
de las casas que daban a la plaza empezaron a escupir plomo. Rechinaron
algunas perdigonadas contra los hierros de las motos. La primera rociada
derribó máquinas y motoristas. Los haces de luz giraron enloquecidos. Gritos
de dolor crisparon el aire de la plaza, que picaba con el olor de la pólvora. Del
interior de la carnicería salía el fragor de las llamas, que Manolo y su mujer
trataban de apagar desesperadamente, a mantazo limpio.
Entramos en el pueblo por una de las callejas que bajan del monte. Vamos
pegados a la pared, él delante, empuñando la escopeta, y yo detrás.
Avanzamos bastante rápido, hasta que encaramos una calle que desemboca en
la plaza. Nada más doblar la esquina vemos las luces al fondo, en la plaza, y
unas cuantas figuras moviéndose por allí. Yo voy tan tenso que casi ni me
percato del ruido de los motores al ralentí. Lo único que oigo son unos gritos
que ponen los pelos de punta, como si estuvieran despellejando a alguien.
“Mucho ojo”, susurra Mario, y oigo un clic, ya está, este loco le ha quitado el
seguro a la escopeta, dónde me estoy metiendo. Así hasta que la calle termina,
abriéndose a la plaza. Los últimos metros los hacemos en cuclillas, casi a
rastras porque de vez en cuando el faro de alguna de las motos barre el
principio de la calle. Me asomo como puedo por detrás de Mario, veo a un tío
que zarandea por el pelo a la mujer del bar, y a otros dos junto a un tipo boca
arriba en el suelo, que se agarra la tripa con las manos. Es el tío de los gritos,
que sigue dale que te pego, pero más despacio cada vez. El cabrón debe de
estar estirando la pata.
-Yo qué sé, Jacinto, no vamos a pegarles un tiro, digo yo –dijo Benito.
-¿Ah sí? Y quién los despacha, ¿tú? –le preguntó Julio, el guarda. Pedruche
crispaba los labios, dudando.
-Pues si hay que hacerlo se hace, hostias. Yo, o tú, o quien sea.
-Yo no mato personas a sangre fría, no tengo cuajo para eso –dijo el
guarda.
-Mira –terció Benito-, están vendados, les hemos dado de comer durante
cuatro días; graves, que yo sepa, no están: uno tiene la pierna sembrada de
perdigones y al otro le ha quedado un ojo a la virulé y el brazo seco. Les
preparamos un macuto con comida y agua, los montamos en el land rover del
ayuntamiento y los dejamos en el cruce, donde está la marquesina de los
autobuses. Una vez allí, que se busquen la vida. Listo.
-¿Vamos a gastar del poco gasoil que nos queda en estos dos mierdas? –se
disparó Pedruche.
-Estás tonto o qué, Jacinto. ¿Desde cuándo hace que no se ven patrullas por
la carretera? Estarán sin combustible, como nosotros, y el poco que les quede
lo tendrán racionado. Además, a ver si te crees tú que los pitufos no comen ni
beben. Estarán tan jodidos como los demás; peor que nosotros, seguro –Julio
argumentaba moviendo la cabeza y las manos sin parar.
-Bueno, pero es que aunque nos los quedemos aquí, tarde o temprano se
arreglarán las cosas, digo yo –dijo Pedruche, impaciente-. Lo mismo cantarán
entonces. Lo que yo digo: si esos dos mamones la hubieran espichado en el
tiroteo, igual que los otros, no nos estábamos mareando ahora con este rollo.
-Haz lo que te salga de los huevos; yo solo digo que como empiecen a
andar por ahí haciendo tonterías, muy lejos no van a ir.
-Vaya jolgorio armasteis el otro día, copón. Para una vez que montáis algo
divertido llegamos tarde, la hostia. Si llego a estar yo con mis hijos, esos
palomos que tenéis ahí no escapan –se les quedó mirando un instante, uno por
uno, altanero-. Oye, Jacinto, un suponer, si viniera la autoridad al pueblo –
chascó la lengua, encarándolos con mirar lobuno-, digo yo que a lo mejor,
cuando vean a los dos mozos cosidos a perdigones, vamos, digo yo que igual
empiezan a preguntar. Ya sabes, empiezan sacando una cosa, luego otra…
mira que si por dos niñatos de mierda acabáis medio pueblo en la cárcel –se
puso a encender un farias, con toda la parsimonia del mundo.
-¿Sí? A mí me parece que con lo que hay ahí dentro os vais a pegar un
buen festín hoy. Asegúrate de quitar bien el pellejo a esas hierbas.
-Para eso estás tú, ¿no? Para vigilar a los furtivos, y de paso, ¿quién te echa
el ojo a ti a ver si te ventilas algo?
-Bueno, bueno, vamos a dejarlo –terció Benito-, seguro que tienes mucho
que hacer, José, y te estamos entreteniendo.
-Así te pudras, viejo borrego… Bueno, qué –volvió a exigir Jacinto-. Qué
pasa con los mierdas esos.
Sí, Mario, ¿qué pasa con él? ¿Qué me están preguntando? “Estás en
Babia, Antonio”, me dice Ester. Qué, qué decías, digo. Ah, sí, yo no vi nada,
estaba detrás de él, de repente suelta los tres tiros y me quedo tonto con el
ruido. Después, nos vamos acercando (yo hubiera querido huir de allí, en
vista de la matanza, no quería ver muertos, no quería ver sangre, me
importaban una mierda esos tíos, estaba feliz de que todo hubiera acabado y
sentirme vivo). Hay cuatro fiambres, el que se cargó Santiago y que ya estaba
frito (alguien quiso que le ayudara a retirarlo, pero ni loco, tenía las tripas
fuera, me tuvo dos día sin comer el muerto ese), el que derribó Julio con su
rifle y dos más que cayeron después; al lado de uno de esos hay una barrilla
de hierro, así que ese sería, supongo. No me gusta la conversación, ya estoy
harto de cadáveres. Mario ha pasado un par de días hecho polvo,
meditabundo, abatido como si soportara un gran peso. Mira, si no te lo
cargas, Manolo estaría a estas horas haciéndole compañía a Santiago,
pregúntale a él. Es verdad, el motorista lo tenía acorralado contra la pared de
su carnicería, el cubo con agua que Manolo traía de la fuente se había
derramado a sus pies, dentro del local el fuego seguía ardiendo, el tipo había
parado en su huída, quizás loco de rabia, y ya había descargado un golpe
sobre el carnicero, que se cubría con los brazos. Si no me lo quitas de encima,
me mata, Mario, te juro que el desgraciado me mata, le dijo Manolo después.
Bueno, ya lo ha digerido, creo yo, Mario vuelve a ser el de siempre.
-A ver si toman nota los hombres de mi casa, que una no tiene ya edad
para estas cosas. Hay que ver, después de tantísimos años, otra vez a lavar la
ropa a la Fuente Vieja.
La mujer lleva a la cadera una ancha banasta llena de ropa. Con lo vieja y
gastada que está, me sorprende que cargue con tanto peso.
-Bueno, en mi casa no, pero cuando era pequeña todavía había mujeres
que lo hacían.
-Ay, Señor, tanta lucha para estar otra vez como hace cuarenta años. Y no
hay señal de que la cosa vaya a mejorar –la mujer deja la cesta en el suelo;
yo hago lo mismo, aquí cuando se enrollan no se sabe cuándo van a terminar-.
Salir por ahí no se puede, no sea que te atraquen o algo peor; la autoridad
tampoco aparece, y así vamos, un día y otro. Madre mía, va ya para dos meses
y sin saber lo que se cuece.
-Di que sí, hija; aunque sea poco, algo queda para comer y agua no nos
falta –de repente la mujer se queda pensativa, como ida-. ¡Dios mío, que será
de los pobrecitos que estén por ahí, a lo mejor sin nada! –se echa a llorar, sin
esconder la cara.
-Sí, Dios quiera que sea así –se seca los ojos con un pañuelo, mientras
Ester le aprieta el brazo-. Con dos criaturas pequeñas, fíjate tú.
-¿No están aquí los críos tan contentos? –Interviene Laura-. Sin escuela y
correteando por ahí todo el día, ayudando a sus padres. Que no comen tantas
cosas como antes, mira si siguen sanos; si algunos tienen mejor color que
nunca. Pues allí igual, mujer.
Yo la miro y sé que es verdad, que los pocos chavales de este pueblo están
sanos como robles, pero leo dentro de ella imágenes atroces, sé que está
pensando en hambrunas y luchas sin cuartel. Yo también lo pienso y, si fuera
creyente, daría gracias a Dios por no tener ni hijos ni padres ancianos de
quienes preocuparme. Hay un pacto tácito entre todos para vivir el día a día
sin mencionar todas las cosas espeluznantes que se nos pasan por la cabeza
de vez en cuando.
Bueno, ya estamos, quiero ponerme a lavar como hacen ellas, pero entre
mi torpeza y el cacareo de las mujeres, me quedo mirando. Me tiran tantas
pullas, entre risas, que al final me voy a dar una vuelta, arroyo abajo, hasta
que calculo que han terminado de lavar y escurrir la ropa.
Hoy hace más calor que otros días, aunque tumbado a la sombra de un
árbol se está de vicio. He aprendido a abandonarme sin pensar en nada,
percibiendo los sonidos y los olores a mi alrededor, dejando que mi cuerpo
sienta. ¡Un urbanita incorregible como yo! Tiene cojones la cosa. No digamos
nada de las noches, cuando las estrellas parece que te van a descalabrar, y
Laura a mi lado. No sé si estoy loco o qué, por mí esto puede durar toda la
vida. Si hasta he superado el mono de ordenador y de internet (bueno, estoy
exagerando). Tener mi máquina aquí funcionando y la red a tope sería de
vicio. Pero entonces no seguiría aquí, claro. No pienses tanto, Antonio, y
disfruta hoy que no tienes que doblar el espinazo cavando ni cortando leña.
Ya han terminado.
-Vaya espalda estás echando, mozo –me dice una, mirándome a mí y luego
a Laura.
La familia esperaba la comida, sentada en la gran mesa del porche, con los
prados, las densas arboledas del soto y todas las casas del pueblo a sus pies.
Detrás se erguía la montaña, contundente bajo la luz del verano. Enfrente de
ellos, hacia el este, una barrera de montes, coronados por la antena de telefonía
móvil de Peña Gorda, cerraba el valle, de modo que podían sentirse como bajo
la protección de unas murallas, una fortaleza natural hecha de granito y luz.
Félix no dijo nada, asintió dándole la razón a Rosa, que estaba empeñada
en ir a supervisar la lumbre no se les fuera la mano con el arroz a los chicos.
“Quieta aquí, no vayas a enredar; ya saben ellos lo que hacen”, la sujetó Félix,
felizmente repantigado en la tumbona que habían instalado para él.
-Tranquilos, que esto está ya casi a punto. Le falta reposar un pelín –dijo
Ester.
Se oyó el repiqueteo del agua que caía en el barreño, en el que los dos
hombres y el muchacho se lavaron sucesivamente, después de haber estado
alimentando el fuego para hacer la comida. Nada más terminar, Mario agarró
las asas de la paellera con dos trapos y la puso sobre la mesa, como quien
ofrece un manjar a un rey. “Hala, aprovechad, que ya no sabemos cuándo nos
zamparemos la próxima”.
Era el primer entierro desde el día del Apagón, excepto por el agujero que
abrieron para enterrar a los cuatro desconocidos fiambres que habían frito a
tiros. Listo el hoyo, y los vecinos alrededor. Estaban pasando las sogas por
debajo del ataúd de pino que el Virutas había armado en una mañana. Adiós,
Santi, estaban diciendo las miradas de todos, con sinceridad pero con alegría
por no ser ninguno de ellos los que se quedaran a criar malvas. Entonces
Juana, con ese aspecto pordiosero que le daba la cara magullada y el brazo en
cabestrillo anudado de cualquier manera, se largó a lloriquear porque a su
hombre no hay quién le diga unas palabras, cómo lo van a tirar ahí sin más
como si fuera un perro. “Qué quieres, mujer, aquí no hay cura”, le dijo
alguien, pero nada.
-No sabía que tenías madera de predicador. Los dejaste turulatos a todos,
Mario –comentó Antonio, hundiendo el tenedor en el plato de arroz (no todos
los días comían en platos individuales, sino metiendo todos la cuchara en el
puchero)-. Hum, está de muerte, no he comido una paella mejor en mi vida.
-Venga, no seas pelota –le cortó Pablo-. ¿Les echaste el sermón, papá?
-No me diréis que el final no fue bueno. Si sonaban como las palabras del
mismo cura. Como que estoy pensando en ponerme a decir la misa todos los
domingos.
-Sí, para cuatro hebras de azafrán que me quedaban, las he echado todas.
-Bueno, bueno, ya sabéis lo que se dice –siguió Mario-, que tarde en llegar
el día en que todos hablen bien de ti. Pues yo no he hecho más que seguir la
tradición. Si les hubiera soltado lo que pienso de verdad de ese tacaño. El viejo
egoísta tenía en la trastienda más víveres de los que cedió al ayuntamiento. No
se hubiera muerto de hambre, no; no se merecía ninguna despedida.
-Oye, Jacinto –se mete Mario por medio-, el chico se está portando; estuvo
ayudando a arar el terreno para las patatas y va cuando le toca a trabajar en
el huerto comunal, además de las tareas que hace en mi casa. Apenca más que
muchos.
-Qué quieres decir –salto, encarándome con él, pero me quedo cortado,
todavía no he aprendido a tratar con esta gente.
No me parece mala idea. Se ha hecho una lista con todos los que tenemos
que participar, organizado turnos de seis horas y echado a suertes para
determinar el orden de cada pareja, en dos grupos, el de día y el nocturno, de
forma que se vayan alternando no solo la gente sino el momento de la
guardia, por llamarlo así. Podríamos decir que el pueblo está como en el
centro de una vasija oblonga, que es el valle, totalmente rodeado de montañas
excepto por lo que sería el puerto de entrada, o sea, el acceso al valle por
carretera. En un punto bien elegido de esa carretera, desde el cual ya se ve el
pueblo y se domina un buen trecho hacia el cruce, se instala la pareja de
vigilancia con una escopeta. Si ve alguien acercarse o percibe algo raro, pega
un tiro de aviso. Entonces, en el pueblo, quien primero lo oiga y esté más
cerca de la iglesia, tiene obligación de tocar la campana para que todos estén
prevenidos. Si la alarma fuera excepcional, los disparos serían dos, y entonces
habría que tocar a rebato. Una pasada.
Llega mi turno. Aquí estoy con Pablo, menos mal que no me ha tocado con
ningún garrulo. Hay luna nueva, así que no se ve una mierda. Es curioso
cómo ya desde antes de llegar aquí, desde cuando comencé a caminar de
noche con Laura, he empezado a seguir los ciclos lunares. Tampoco es nada
raro, supongo, no vamos a acostarnos con el sol, y, como no hay luz ninguna,
solemos charlar o reposar de los trabajos del día sentados en el jardín de la
casa. A mí me gustaría perderme con Laura todas las noches, alguna vez nos
escaqueamos, pero, aunque no nos digan nada, nos da un poco de corte.
Hasta he aprendido a reconocer estrellas y constelaciones, Mario me ha ido
enseñando, a mí, que las únicas luces que reconocía en la noche eran los
letreros de los baretos, pero me parece que esto ya lo he dicho antes. Es que
no deja de sorprenderme este cambio. Es como si estuviera en otro planeta, ya
digo, sobre todo de noche, porque entonces el mundo parece otro de aquel en
el que yo vivía, especialmente ahora, aquí en medio de los montes,
sintiéndome poco más que una cagadita de mosca en la negrura más
completa, bajo mogollón de estrellas, quizá sintiendo el universo por primera
vez en mi vida.
-Qué pelma eres, joder. ¿No te cansas de dar la brasa a la gente? –Me
irrita que me arranque de mis cavilaciones-. Pues sí, preferiría estar con
Laura, coño, claro que sí.
-Bueno, hombre, no te enfades –se corta Pablo.
-Es que te pones muy cansino, joder. A ver, tú que tanto hablas. ¿No hay
ninguna tía que te ponga en el pueblo? –Ya me está tocando los huevos el
chaval, así que decido atacarle un poco-. Porque si no, macho, te vas a matar
a pajas.
-Chateaba con una del insti. Bueno, nos veíamos ahí, y luego chateábamos
cuando estaba en casa. Menuda putada con que no haya internet, ni móvil ni
nada. Mola no ir a clase, pero luego esto es un aburrimiento. Sin música ,sin
pelis… un coñazo, tío
-La verdad es que sí. A veces me entra el mono de pecé, pero, chico, no
llevo mal esto. Además, no va a ser para siempre, supongo. Trato de
tomármelo como unas vacaciones.
-Tú estás bien porque estás enrollado con mi hermana, si no, de qué.
-En eso tienes razón –es verdad, para qué se lo voy a discutir.
Pero tan pronto surgió, la llama se apagó, pues a los dos días de estar
bebiendo agua del pozo, medio pueblo amaneció con cagalera. Bajo el
deslumbrante sol de agosto, en la cálida mañana, los vecinos se cruzaban
camino de cualquier rincón a las afueras del pueblo (en sus corrales quienes
disponían de ellos), apurados o ya aliviados, buscando un sitio discreto y
alejado de las otras figuras en cuclillas que andaban a lo mismo, si es que se
aguantaban, porque algunos soltaban el lastre a la puerta misma de sus casas.
Tan virulenta fue la epidemia de diarrea, que en dos días se acabaron los
medicamentos astringentes. Nada les paraba en el estómago. Se distribuyó
todo el suero que había en la botica. Solamente cuando ya no quedaba nada
que repartir, los afectados aceptaron el consejo de Ester de tomar cuantas
zanahorias pudieran y consintieron en beber infusiones de un compuesto que
ella preparó, a base de tomillo, salvia, espliego y romero.
-¿Por qué no saca las vacas de ahí? La próxima vez envenena al pueblo
entero.
-Que baje las vacas a la dehesa y las deje allí. Se cierra la vaquería y santas
pascuas.
-De eso no; pero sí de seguir guardando el ganado allí, para echarnos toda
la porquería encima.
-La leche de sus vacas bien que nos la bebemos todos –insistió Ester, a
quien ya estaba molestando tanta inquina injustificada.
-Bueno, bueno, lo mismo pueden ordeñar las vacas en otro sitio, coño. Que
las saque de ahí, por las buenas o por las malas.
Era mediodía. El sol caía a plomo, desmenuzando los perfiles de las cosas
en la lejanía, la temblorosa gelatina de las crestas de los montes. A aquellas
dos mujeres alteradas se unió otra más, después un hombre maduro, luego el
hijo de alguien aún convaleciente, se enardecieron mutuamente, hasta que la
bulla fue atrayendo a más vecinos, engrosando la camarilla, que se iba
inflamando más y más, y ya enderezaba en tropel por la calleja que tomaba la
trocha de la vaquería, bajo la ardiente luz de agosto.
-A ver si ahora voy a tener yo la culpa de que os caguéis por las patas, cago
en dios. Llevo más de dos meses trabajando como un animal, ordeñando a
mano para que vosotros bebáis leche, y ahora venís con esas.
-Hala, si queréis, lo hago hoy mismo. Mientras tenga con qué alimentarlas
por mí no hay problema –Esteban lo decía casi con entusiasmo-. Luego, el que
quiera peces, que se moje el culo; quien quiera leche, que se las arregle y
ordeñe el ganao en el campo, si hay cojones.
Es la última vez que usamos la poza a plena luz del día. Se ve que algún
chico del pueblo nos ha visto bañarnos, y en cuanto ha tenido ocasión se ha
traído a la pandilla. Los cabrones, si no es por las risillas, nos ven hacer de
todo, y luego a cascársela a casa después de una sesión de porno al aire libre.
Puñeteros, me han fastidiado el mejor momento del día. Ahora que me he
acostumbrado al agua fría. Después de estar todo el día currando a pleno sol,
sudado como un cerdo, me doy mi chapuzón relajante y me quedo como dios.
Laura se mete conmigo. Nos besamos y nos enredamos en el agua como
serpientes. Yo me sumerjo y jugueteo con su cuerpo. Así, hasta que nos
ponemos tan cachondos que salimos a la orilla (yo primero, para verla a ella
emerger del agua entre destellos, como una diosa), nos frotamos furiosamente
con la toalla y acabamos haciendo el amor sobre la hierba. Al terminar,
tendido boca arriba, me gusta mirar cómo los últimos rayos del sol enrojecen
las copas de los árboles, adormecido por el rumor del agua y el susurro de la
brisa entre las ramas. Todo muy bucólico, sí, señor.
Alguna noche nos escabullimos, para probar los baños de luna, como dice
Laura, pero el tiempo ha refrescado y, si ni en los peores días de la semana de
la cagalera, cuando el calor apretó de firme, dejó de refrescar de noche,
ahora ya hay que echarse una manta encima para dormir. No importa; desde
que los cagones volvieron al trabajo, estoy un poco más relajado. Antoñito, de
programador has pasado a labrador, vigilante, aguador y leñador. Pero,
volviendo al tema. ¿Por qué vamos a disimular? Todos lo saben en la casa.
Creo que si esto se prolonga mucho, acabaremos por dormir en la misma
habitación, ni disimulos ni pollas. Si no lo hemos hecho ya, es más bien por
mí. En fin, a seguir sacando leña del prado, chaval. Me estoy poniendo
cachas. A Laura le encanta que le acaricie la espalda desnuda porque dice
que con la lija de mis manos le quito las células muertas. Por ahí anda ahora,
amontonando ramas.
¡Dios! –La exclamación brotó como un géiser-. Esa vaca la ordeñaba yo.
-Pues igual de grande es lo demás –dijo el otro, con sonrisa lasciva y tono
salivoso.
-Poco gallo para tanta hembra. Hola, majo –se dirigieron a Antonio,
zumbones-. Vigílala bien, que por estos montes hay mucho lobo-. Ya sabes,
Laurita, cuando necesites una herramienta de verdad, vienes a vernos.
-A esos sí que había que exterminarlos a todos. Qué raza de bichos, copón
–Mario apretaba los puños, pisó con furia una colilla a medio encender sobre
el enlosado del porche-. ¡Pablo! Ya que sigues metiéndote mierda en el cuerpo,
por lo menos tira las colillas a la basura. A ver si se te acaba el tabaco de una
puta vez.
-Anda, anda, no saques las cosas de quicio –lo tranquilizaba Ester-. Que te
va a sentar mal la comida.
Estaba encendido, los surcos de la mejilla más acentuados que nunca, los
ojos queriéndose fugar de la cara. Fue al enorme bidón donde echaban el agua
del regato para lavarse, metió la cabeza, dejó que el agua le goteara hasta el
pecho. Echo un largo trago del botijo. Parecía apaciguado.
-No vamos a permitir que esos chulos nos fastidien el manjar. Dale a la
mandíbula, Antonio –Laura hincó el diente al bocadillo de chorizo-. No nos ha
venido mal el asunto de la diarrea, ¿no? Gracias a las pócimas de la hechicera
–miró a su madre-, estamos recargando la despensa de gorrino. Hum,
buenísimo.
Pablo recapacitó, era difícil llevar la cuenta de qué día era. Solo el
domingo estaban exentos de toda labor comunitaria, excepto los turnos de
vigilancia. Los chavales solían reunirse por la tarde, después del acarreo
cotidiano del agua y la leña.
Lucía echó a andar a su lado; nada más dejar las fachadas protectoras del
pueblo, les inundó el filoso repiqueteo de las chicharras. Había muchos buitres
planeando en círculos sobre la dehesa.
-Sí.
-Con ustedes, como todas y cada una de las noches desde hace no sé
cuánto, les presentamos El Canto del Grillo.
El perro ladraba con la cabeza estirada hacia arriba, terco, tan cargante
como los grillos que no paraban en toda la noche.
-Como dure esto mucho, os vais a quedar sin perros; ese se está quedando
más seco que una radiografía –dijo Antonio, señalando a Tigre.
-Mi padre ha empezado a dejarlos sueltos por el día. Este no, pero la perra
ya ha pillado algún gazapo, y más de un perdigón. Un aperitivo, pero en un par
de semanas habrá barra libre para cazar. No solo caza menor, se van a
organizar batidas para el jabalí y el corzo. Bueno, eso sin contar las empanadas
de chorizo que se meten al cuerpo. –Hizo un gesto de asco.
-¿Cómo?
-Joder, ¿no sabes que a los perros les gusta la mierda humana? Imagínate
ahora, todos cagando afuera… ¿Por qué te crees que echamos unas paladas de
tierra a las moñigas?
Mario arrugó el morro. Se le habían quitado las ganas de dejarse lamer por
los perros. Trató de apartar la imagen asquerosa de su cabeza.
-Oye, yendo a lo de antes, ¿tú crees que no hay gente, no solo los bestias
esos de los Joseses, que no andan poniendo trampas por ahí?
-Hombre, eso seguro. Algunos de mis amigos, por ejemplo. Los hay que
llevan papeando conejo desde que empezó todo.
-Pero qué bruto eres, chaval. Espera aquí un momento, que te voy a traer
algo. Espera aquí, coño –insistió.
-Mira –le puso los dos preservativos delante de la jeta-. Con esto vas que
ardes; no puedo darte más. A ver si los usas bien, que ahora son más preciados
que el oro.
-A lo mejor.
-Oye.
-Qué.
-Entonces, lo de poner una cocina mixta fue idea tuya. Joder, diste en el
clavo. ¿Qué hubierais hecho, si no?
-Mira, por ahí sube Ester. ¡Coño! Me parece que estamos de enhorabuena,
esta noche cenamos tortilla de patatas. Mientras siga con sus pócimas, no nos
van a faltar huevos, aunque estoy por negociar un par de gallinitas –dijo,
pensativo-. Igual nos ponemos a montar un corralito y lo vamos preparando.
-¿Yo? ¡Ja! Si no fuera por los inconvenientes que trae –se detuvo un
momento, pensando en su padre-, por mí esta situación podía durar toda la
vida. –Se quedó abstraído, un instante-. Bueno, me preocupa un poco el
invierno, si seguimos igual, por los alimentos, más que nada… ¡Bah!
Pensemos en el día a día, para qué preocuparse de lo que a lo mejor no sucede;
y, si pasa, ya nos arreglaremos cuando llegue el momento.
-Tú eres ratón de ciudad, Antonio; yo soy una avecica del campo, como
dice mi mujer. Anda que no estoy yo bien desde que he perdido de vista el
trabajo. Todos los santos días viaje va y viaje viene hasta Madrid, de puto traje
y corbata, total, para vender herramientas en El Corte Inglés.
-Qué si no está mal. Está de puta madre. Quién coño creó la crisis en la que
estábamos metidos, todos esos chupones de financieros, multinacionales y
politicastros obedientes. Mientras la gente normal las pasaba putas ellos se
seguían forrando. Solamente por no volver a poner en marcha el maldito
tinglado, merecía la pena seguir así.
-Me parece que estás exagerando, Mario. ¿Qué estará siendo de mucha
gente? No sabemos a cuántas personas está afectando el Apagón.
-Sí.
-No fastidies.
-No pasa nada –les gritó Felipe-. El desgraciado este ha soplado más de la
cuenta y estaba haciendo el tonto. Hala, venga, falsa alarma –se abrió paso
entre la gente-. Cada cual a lo suyo.
-De dónde habrá sacado el material –se oyó una voz envidiosa.
-Bueno, ya la tenemos aquí otra vez –exclamó Ana, mirando a través del
escaparate de la farmacia-enfermería.
-Qué cruz nos ha caído encima con esta mujer –se quejó Carmen, la
boticaria.
-Qué pasa, Anastasia –le gritó Carmen al oído, pues la vieja estaba más
sorda que una tapia.
-La pierna, hija. Tengo un dolor que no me deja parar –dijo la anciana,
dejándose caer en el banquito que habían puesto contra el ventanal, y
apoyando su única muleta contra la pared.
Me acaricia la barba. Para qué quieres afeitarte, así estás de diez, me dice
Laura, jugueteando con mi cara. Niña, te estás metiendo en terreno peligroso,
qué verano, dios, deben de tener razón los que defienden la alimentación a
base de vegetales, porque casi no comemos otra cosa y, sin embargo, nos
sobra energía para darle caña casi todos los días. Nos vemos y ya están
saltando chispas, qué estado de cachondez permanente. Ya no nos quedan
globitos, chata, le advierto. Hoy no estoy fértil. Sí, cualquier día no te salen
las cuentas, se te cuela un espermatozoide rebelde y entonces qué, digo.
¿Prefieres bajarte en marcha?; bueno, vamos, y tira de mí hacia casa,
alejándome de la barbería. Laura me está vacilando, pero al final se sale con
la suya. Eso de barbería suena antiguo, ya sé; así la llamamos ahora. En este
pueblo no hay peluquería, sino una mujer con mucha maña que sacaba de
apuros a sus vecinas. Desde que se acabaron las cuchillas de afeitar, una de
dos, o te dejas la barba o pones el cuello en manos del marido y su navaja
barbera, a cambio de lo que puedas ofrecerles.
Esa es otra. Por primera vez en mi vida no necesito dinero para nada.
Aquí hay que hacerse uno las cosas y, si necesitas algo de alguien, lo que
funciona es un trueque tácito: tú me ayudas, yo te proporciono algo a cambio
o te echo una mano en lo que necesites. Así es la cosa. Bueno, voy a tener que
renunciar a la navaja de Isidoro y aguantar la picazón de la cara.
Por muy anómala que fuera la situación, el pueblo entero acordó por
unanimidad celebrar la fiesta de su patrona, santa Tecla, como todos los treinta
de agosto de todos los años. No habría orquesta en la plaza, ni puestos de
feriantes ni fuegos artificiales, pero sí la escueta rondalla de Federico y sus
hermanos (bandurrias y pandero), algún tenderete hecho con cuatro tablones
en el que repartir rosquillas, tortas y cualquier otra delicia tradicional
(horneadas, o fritas en manteca pues hacía mucho que se acabó el aceite, y a
las que presumiblemente se les añadiría miel de las colmenas de Paco, pues
tampoco había ni un gramo de azúcar), y, para hacer un poco de ruido, los
pocos cohetes que habían sobrado el año pasado, en poder del alguacil.
Hubo que apretarles las tuercas a quienes les tocaba vigilancia para que no
escurriesen el bulto, pues los dos días previstos para la función el pueblo podía
quedar especialmente vulnerable, de modo que aparte de los que vigilaran la
carretera de acceso, alguien debía quedar sereno y atento en el pueblo para
tocar la campana en caso de alarma.
-Qué saque tienes, Pablito. Aguanta un poco, hombre. Tendrás que poner el
hombro primero para llevar a tu patrona –le dijo Antonio.
-No jodas, bastante que nos hemos pegado ya dos viajes llevando los
dichosos buñuelos.
-Anda, anda, bien vale una vez, pero no voy a estar siempre rajando.
-Menos coñas. ¿Por qué no hablas tú –Mario señaló a uno de los que
andaban con el cachondeíto-, que tanto pías? Estamos celebrando la fiesta –
cambió el tono, que pasó a sonar cordial, simpático-, a pesar de todo. Hemos
preparado una comilona como para una boda y esta tarde tenemos música y
barra libre. Estamos vivos, joder. Alegrémonos por eso. Vamos a olvidar las
penas por un día y a disfrutar. Todos juntos hemos preparado esto y todos
juntos estamos saliendo adelante de esta situación. Así que, venga, hostias –los
aleccionó con júbilo-; a comer y a beber que mañana ya se verá.
-¡Qué grande eres, Mariete! Y ahora con esas barbas de mesías pareces
mismamente un fraile.
-Aparta, liante; espérate un poco –lo empujó uno de los jóvenes, arrojando
al hombrecillo contra el corro más cercano.
Como festejando las primeras bandejas de chuletas del novillo que había
matado Esteban, y el primer cordero proveniente del horno de la panadería (el
Sota había sacrificado cuatro cabezas) sonaron tres estampidos secos. Tres
hongos de humo blanco en el cielo azul y la gente, cada uno con su cuchillo y
su cuchara traídos de casa, arremetieron hacia los manjares. Los más sedientos
prefirieron ir pillando néctar, cuanto más fuerte mejor, para empezar a
entonarse.
-A ver, dónde llevamos los bichos –tronó el morueco-. Que no se diga que
no colaboramos. Hala, que mis chicos tienen sed.
Fue una comilona pantagruélica. Hacía mucho tiempo que los gritos de
alborozo y los relinchos del alcohol no alteraban el silencio del valle.
-Los viejos dicen que el otoño entra con la Fiesta. Por mí, podría hacer
este tiempo todo el año.
Aquella tarde el pueblo entero parecía estar bajo el sopor de una digestión
pesada. No se veía un alma por las calles ni se oía una sola voz humana. Sólo
el sonido del campo se percibía, como si los pájaros y el viento fueran los
únicos habitantes de una aldea espectral.
Por entre los danzantes, una muchacha bailaba sola, a su aire, desmañada
pero a la vez enteramente absorta en la música. Sonreía, completamente
ensimismada, dando zancadas y braceando como un vencejo en tierra. Nadie
se sorprendía de su embelesamiento, simplemente no le hacían caso o
animaban su pobre arte de buena fe.
-¡Me cago en la puta que los parió a todos! No reventaran el padre y los
hijos de un puta vez, la virgen.
-¿Jacinto? Vete a saber por donde anda. Se ha ido con dos o tres a ver si
echa mano a los bribones que estaban encerrados en el ayuntamiento –dijo una
mujer que volvía con el agua-. Habrán tirado hacia el cruce, digo yo.
-¿Te acuerdas de los corderos que trajeron ayer? Pues se los birlaron al
Sota. Ya me extrañaba a mí que el sinvergüenza del Viejo fuera tan
espléndido.
Según entraba la mañana, se iban formando más corrillos de lo habitual,
comentando las noticias.
-Esa gentuza sobra en el pueblo. Mira que esa familia ha sido siempre
igual –comentaba Juana, que, después de la muerte de Santiago, cada vez que
salía del caserío del pueblo, cargaba con la roñosa escopeta del difunto.
-Mi chico dice que está el monte llenito de lazos. Van a acabar con todo,
esos canallas.
-¿No oíste que el Esteban había perdido dos terneros? –comentaba otra-.
Sí, mujer, la semana pasada, andaba el hombre buscándolos de aquí para allá.
-Lástima no pillaran algún bicho envenenado que se los llevara por delante
a todos –dijo Julio, el guarda, quien hacía años que le tenía ganas a aquella
familia de furtivos contumaces.
-Hombre, Julio, no serán los únicos que comen conejo, digo yo. Alguno
habrá que coma carne fresca de vez en cuando. ¿Tú no la catas, Julio? –
insinuó otro vecino con picardía.
En verdad había una silenciosa lucha sin cuartel entre el guarda y los
Joseses. Aquel se pasaba el día en el monte rastreando y desmontando las
trampas que encontraba mientras estos, como sabía todo el mundo, no dejaban
rincón del valle sin batir.
-Oye, y de los ladrones, qué –cambió el tercio una mujer con ganas de
seguir pelando la pava.
-Déjalos que se larguen y se mueran por ahí –contestó uno-. Esos, tocados
como están, duran en el monte menos que un caramelo a la puerta de un
colegio.
-Pues si el que les llevó la comida se dejó la puerta sin echar la llave, según
dicen.
-¿Y cómo lo haces tú, si no? ¿Vas a pedirle explicaciones al Viejo para que
encima se ría en tu cara? Espera que venga mi hermano y verás.
Cefe abrió la alacena, sacó la única botella de vino y bebió a morro; eructó,
se limpió con la mano y echó otro trago. Su mujer le dejaba hacer, mirándolo
sin soltar el arma.
-Pasa, Andrés.
-¿También eso? ¿Lo ves, Cefe? Razón de más para darles un escarmiento.
En ese momento, salió un gemido de una de las alcobas. Trini, que estaba
entera y enfurecida como una arpía, se derrumbó de pronto.
-No digas tonterías, coño, qué va a saber la criatura de esas cosas, si tiene
la mentalidad de un niño pequeño –respondió Julio.
Pobrecita Sole, sin duda la criatura más inocente. Laura no pudo evitar el
llanto cuando nos lo dijeron. Además, removió su propia experiencia en la
carretera, claro. El caso es que la cosa está que arde. El padre de la chica ya
ha aparecido dando tumbos por el pueblo con una escopeta en la mano,
llamando a voces a los gemelos, entre la pena y la preocupación de los
vecinos. El que resulta peligroso es el Sota, el tío de la chica, ése cuando abre
la boca lo hace con tanto odio y con tanta frialdad que acojona; ahora anda
de un lado para otro, con su hijo Andrés y la madre de la chiquilla. Parece
que aquí muchos tienen viejas cuentas pendientes con esos Joseses de mierda,
que verdaderamente son peor que una plaga. En realidad, ¿a quién iba a
importarle que gentuza así desapareciera de la faz de la tierra? Si esa
pobrecilla retrasada fuera mi hija, primero capaba al hijoputa y lo tenía un
rato viendo sus miserias y echando sangre, antes de colgarlo del primer árbol
que encontrara. En la casa hay división, Ester y Laura se temen lo peor y no
apoyan ningún acto vengativo, pero si le preguntas a Mario se lleva el pulgar
al pescuezo, diciéndolo todo con el gesto.
Tan mosqueados están con los Joseses, que de los moteros asesinos ni se
han vuelto a preocupar. A Jacinto le ha venido Dios a ver, dice Mario, seguro
que no rastreó nada, así se quita el problema de encima, después de todo, esos
dos, solos y a pie en el monte, heridos y sin víveres, la espichan seguro, dice.
¡Bah! Qué se jodan. Alimento para los buitres.
El Sota lanzó la soga por encima del olmo de la plaza. La gran hoguera
arrojaba las sombras de la muchedumbre sobre los muros de los edificios.
Crepitaba y escupía chispas y retorcía las sombras con hipnótica y delirante
fascinación.
-Súbete, Andrés.
El hijo del pastor trepó al árbol desde el tablado y amarró la soga a una
rama bien gruesa, de forma que el otro extremo bailara sobre el estrado.
Hacía tanto calor al arrimo de la hoguera que el sudor untaba los cuerpos
como mantequilla derretida. No había en todo el pueblo más luz que el círculo
luminoso proyectado por la fogata, que recortaba rostros tensos, ojos
horrorizados o salvajes, gestos mortíferos y soeces en la noche, más negra que
la pez.
-Voy a cortarle los huevos a este cobarde. ¿Lo oyes, tú? –La Trini apretaba
la punta del cuchillo contra el pescuezo del chaval, quien empezó a hacer un
ruido extraño, como el gañido de un perro. Sus ojos brillaban de espanto,
grandes y blancos como dos huevos.
-Vamos, coño, sácale el cinto –el pastor estaba como atontado, de modo
que la Trini lo apartó de un empellón, forcejeando para desabrocharle el
cinturón al muchacho.
Sobre el chisporroteo de las llamas, el gañido del chico taladraba los oídos
de los concurrentes. Era un sonido áspero y gutural, increíblemente inhumano.
Pesaba como hierro el aire infecto, un olor agrio a sudor, a violencia, a miedo.
-Se ha meado, Dios mío, se lo está haciendo encima -la voz salió de entre
la multitud, dolorosa y culpable-. No lo hagas, Trini, no lo hagas. -Los más
próximos al entarimado vieron el charco de orina, las gotas que reventaban
contra el enlosado de la plaza.
El odio se fue apagando como se apaga una vela. Algunos seguían mirando
fascinados el cadalso, pero otros bajaron la vista al suelo, evitando los ojos
vecinos; otros se escurrían discretamente hacia las sombras, abandonaban el
lugar.
-¡Quieto, Felipe! ¡No hace falta, ya lo bajan! –Mario agarró la muñeca del
antiguo guardia civil, cuya mano, en alto, apretaba la pistola reglamentaria a
punto de disparar.
OTOÑO ROJO
Nada vio. Los perros que largó afuera dejaron de ladrar, por lo que retuvo
al mastín con él, dentro del chamizo. El rebaño empezó a removerse y a balar.
Ladraba frenético el perro. Venteaban el humo. Cuando el Sota salió para ir
arreando las ovejas fuera del tinado, sintió que el cielo se despedazaba. El
golpe en la cabeza lo dejó lelo, vio cosas borrosas como entre sueños, hasta
que perdió el conocimiento mientras lo molían a palos.
-Arreadlos para allá –dijo el Sota, que desde el primer día, después de la
paliza, en que pudo andar, no hacía más que rondar las afueras del pueblo con
su carabina por si asomaban el hocico-, que yo los voy ventilando. Cago en la
leche, si hubiéramos colgado a ese, ahora serían uno menos.
-Igual fueron los dos, vete a saber –terció otro-; además, qué más da, esos
sarnosos son todos de la misma ralea .
-Este de aquí –el Sota se golpeó el pecho con su sucia manaza-, les va a
sacar las tripas a todos. Te vas a dar un festín con el mondongo de esos
cabrones, Marqués –dijo, dándole al perro un cachete en el lomo.
Cuando lo bajaron del monte, el pastor estaba medio muerto. Los Joseses
lo habían dejado cojo y le hundieron dos costillas, aparte de descalabrarlo,
pero el tipo era duro como granito y, sin ayuda de nadie, solo mascando su
odio en reposo, fue resucitando. Plantado en la plaza, mugriento, greñudo, con
sus ojillos feroces y las pezuñas sobre la escopeta herrumbrosa, infundía tanto
pavor que había un círculo despejado a su alrededor, a pesar de que todos se
apiñaban, como en todas las ocasiones decisivas, frente a la fachada del
ayuntamiento.
-De eso se trata, precisamente –Mario elevó la voz por encima de los
cuchicheos de sus vecinos; era una voz más espesa, más ronca y oscura que
antes-. Además de acorralarlos hay que azuzarlos tanto que se vuelvan ciegos
de furia. ¡Lo entendéis o no! Se van a apretar el nudo ellos mismos.
Tres grupos. Uno subió a la altura de la casa de los Joseses, que estaba más
arriba de la vaquería, un edificio de una sola planta a dos aguas construido por
el padre del Viejo en los tiempos en que no había normas urbanísticas y que ni
la Consejería de Medio Ambiente había podido erradicar del paisaje. Otra
partida de cazadores se apostó por debajo de aquella zahúrda, al pie del viejo
arenero, ya disimulado por la maleza, una cortadura que arañaba la montaña y
que impedía acceder a la vivienda desde ese lado. La tercera cuadrilla se
amagó cerca del arroyo. Este se descolgaba por la montaña, a unos doscientos
metros de la casa, excavando un hondo barranco muy espeso que cortaba la
salida por esa parte.
Sobre las cinco arrancaron los cantos de los gallos, allá en el pueblo y
cerca de ellos, en el corral destartalado de la casa que cercaban. En el
momento indeciso en que empezaba a clarear, unos goznes chirriaron. Era
tanto el sigilo y tantas las ganas de que todo comenzara, que el ruido les sonó
como el estampido de un trueno. Los cazadores amartillaron sus armas viendo
al Viejo asomar la jeta por la puerta de la casa. Cuatro perrillos ratoneros
brincaban alrededor, husmeando el aire. Uno de ellos empezó a ladrar, con el
hocico tenso hacia la oculta hilera de tiradores. Los demás lo secundaron
enseguida, formando escándalo y provocando la respuesta en cadena de los
perros de la vaquería, los de Mario y los de las casas del pueblo. Las manos se
crisparon sobre las armas. Julio hizo gestos apremiantes para que nadie
rechistara. El Viejo acabó con la bulla a patadas, que los gozques esquivaron
con indudable experiencia.
A medida que la luz del alba iba alumbrando el valle, uno tras otro, fue
saliendo toda la camada. Dedos agarrotados en los gatillos. Respiraciones
contenidas. Galopar de corazones.
Ni los de abajo ni los del arroyo veían nada, atentos tan solo al primer
disparo para echar mano al gatillo, deseosos de que ocurriera de una vez,
anquilosados tras las horas de acecho.
La primera rebanada púrpura asomó sobre los montes del este. Después de
tanta noche y de la primera luz dudosa del crepúsculo, a algunos les infundió
calor y a otros la angustia de empezar a ver las cosas de otra manera.
Los otros torcieron hacia el barranco, pues les estaban disparando desde
todos los demás puntos. Había pasado el tiempo de los nervios y de la
angustia; era el momento de la euforia; los cazadores recargaban y disparaban
con entusiasmo homicida, sin reparar en todos los cartuchos que
desperdiciaban. Los vieron aparecer al otro lado de la quebrada, y nadie
disparó. Bajaron la pendiente y cruzaron el arroyo, dispuestos a trepar la
cuesta. Había varias armas apuntándoles, casi a quemarropa. Los estaban
viendo abajo, oían su aterrorizado resuello, distinguían el miedo abyecto en
sus rostros desencajados, pero ninguno parecía tener arrestos para iniciar la
ejecución. Apretujaban sus armas y sudaban de ansiedad.
Sonó un disparo más. El cuerpo sin vida de José Joaquín se remeció por la
perdigonada brutal. El Calderilla aferraba la superpuesta con salvaje alegría.
Hincó el doble cañón en el costado del muerto, hurgando con saña. Todos,
menos el Sota, lo miraron con asco.
Podía haber estado en cualquier otro sitio; podía no haber estado. Pero
no, Mario se empeñó en que nadie debía escabullirse. Lo habían decidido así.
Tú no eres del pueblo, pero estás aquí, y lo más probable es que sigas vivo
precisamente por estar con nosotros; y lo malo es que el muy cabrón seguro
que tiene razón. Se ha vuelto más, no sé, más brutal. No es que me disguste,
porque sé que ahora dice exactamente lo que piensa, sin guardarse nada, solo
que a veces asusta un poco. Se le ha puesto pinta de náufrago loco, con esas
barbas tortuosas y esos pelos. En fin, está claro, aquí se ha asesinado a cuatro
hijos de puta y había que involucrar a todos. Y no me parece tan mal, qué
coño, ya podemos dormir tranquilos otra vez, solo que no hubiera querido
verlo. Por qué me tocaría estar en el grupo de ese pastor grillado, cómo voy a
olvidar el brazo entrando y saliendo de la tripa del chaval y la mano del Sota
llena de sangre hasta la muñeca. Todavía eso, con el tiempo lo voy a digerir,
pero lo otro, lo otro no me lo quito de la cabeza ni aunque viva cien mil años.
-Ese hombre está loco –comentó Ester, con espanto-. El día menos pensado
da un susto a cualquiera.
-Vamos –le dijo, como si nada hubiera pasado-. Esta noche vamos a
olvidar las penas. –Le enseñó el contenido del morral, en el que junto a dos
conejos brillaba el vidrio ambarino de una halagüeña botella.
-Le atormenta cada vez más. Las noches son lo peor. El dolor no le deja
dormir, tiene que levantarse, pero ya empieza a hacer frío en las casas. Bueno,
por lo menos por el día puede descansar.
-Lo que sea, no importa que sea fuerte, el caso es mitigarle el dolor. Por lo
demás, desde que ha dejado de tomar tantísimas pastillas y de hacerse pruebas,
va mejor de todo, del estómago, del riego. En fin –concluyó, con fatalismo-,
no está peor de lo que hubiera estado, atendido en un hospital. Lo veo con
ánimos.
-No creo que llegue el día en que el abuelo pierda el buen humor –dijo
Laura.
Ese loco, esa bestia inmunda que tuvo el valor de desenterrarlos a los
cuatro y trasladar sus cuerpos hasta el pueblo y que ahora vaga por los
montes como una sombra.
Había que acumular toda la leña posible, apilarla bajo techo para que
secara. Los ecos de las hachas rebotaban por el valle en los frescos días
nubosos del otoño.
Los días se acortaban, y con ellos los ánimos de muchos habitantes del
pueblo. El aire que soplaba de la sierra era cada vez más cortante y más frías e
inhóspitas las noches.
-¿Estás oyendo a los chicos, Félix? Dios mío, qué hombre, cuando no le
interesa –dijo, mirando a Mario y a Ester-, se hace el sordo.
-Os oigo perfectamente –los miró el anciano-. Aún no hace tanto frío. Yo
creo, Rosa, que podemos aguantar un poco más.
-Mira que eres cabezón –le reprendió su mujer-. No te preocupes por tus
cosas, la casa de los chicos está a un paso.
-Mucho mejor, hija –le decía Rosa a Ester-. Aunque esté feo decirlo, ¿tú
sabes que odisea con papá –miró a Mario- cada vez que necesita hacer de
cuerpo? Vosotros salís y ya estáis en el campo. Mira que a lo que hemos
llegado.
-Para qué; digo yo que para cuando queramos segar ya se habrá arreglado
todo.
-Mira tú, así llevamos diciendo desde hace casi cuatro meses y todo sigue
lo mismo. Mejor prevenir y mirar por nosotros, no nos vayamos a morir de
hambre.
-¿Y tú crees que vamos a llegar hasta el verano para que nos sirva el
grano?
-Me cago en diez, aunque tenga que acabar comiendo perro, yo te digo que
tiro. Aunque no quede ni un gurriato vivo en el valle, hostias.
-Y luego, ¿quién queda que haya segado a mano? Cuatro viejos. Ni aperos
debe de haber, alguna hoz roñosa en los sobraos. ¿Dónde hay un trillo? Madre
mía, si es volver a los tiempos de Maricastaña.
-Ahí tienes a uno que es capaz de segarse él solo la era entera; o no,
Caminero.
Durante todo el mes de septiembre, habían cruzado los cielos del valle
cárdenas nubes panzudas; poderosas ventoleras habían embestido los bosques
circundantes y los tejados de las casas; la luz se había ido manchando de gris;
las primeras lluvias tormentosas habían devuelto el brío a los arroyos y al
chorro de la fuente. Pero no fue hasta la última semana del mes cuando llegó
el verdadero zarpazo del frío. Un día los montes amanecieron coronados por
pesados nubarrones, que la brisa gélida apenas despegaba de las cumbres. La
gente se envolvió en sus abrigos y chaquetones; empezaron a verse por el
pueblo gorros y bufandas. Algunas casas quedaron vacías, pues quienes no
podían alimentar un fuego trataban de arracimarse en casas de parientes o de
amigos compasivos.
Cuando por fin escampó, el cielo añil resplandecía, los campos y los
montes chorreaban agua, y el pueblo entero espejeaba como recién salido de
un túnel de lavado. En el amanecer no se oía otra cosa que el gorjeo
enloquecido de los pájaros y el ladrar de los perros, hasta que,
intempestivamente, empezaron a doblar las campanas.
-Cada día estás más descastado, hijo –le reprendió Rosa, su madre.
-En esta casa se necesitan proteínas. Hace una semana que no comemos
más que lentejas y pan.
-¿A dónde vas con eso? –se rió el padre, entre espasmos de dolor.
-¿Estás seguro de que esa escopeta dispara? Creo que no se usa desde los
tiempos de Matusalén.
-¡Qué hijo éste! Pudiéndose llevar la repetidora, cargar con esa escoba.
Nunca como en esos días aprecio los muchos libros de Mario, a los que
apenas había prestado atención hasta entonces. Imitar su actitud de no querer
enterarse de nada mientras lee me ayuda a pasar el tiempo.
Sigo cortando, contento por tener algo que hacer, deslumbrado por los
destellos del hacha.
-¡Vaya festín, Félix! Qué pena que no haya un cumpleaños todos los días.
Festejó Pablo, mojándose los labios antes del brindis, pero frenando a
tiempo ante la mirada correctora de su padre.
-Bueno –dijo Mario, levantando su copa, y todos le imitaron-, aunque
siempre se diga lo mismo, es lo que hay que decir, qué leches, por que
celebremos muchos más, y que lo veamos todos con salud.
-Venga, a por ello, que se enfría –dijo Félix, lanzándose él mismo sobre el
plato, tenedor en ristre.
-Deja que suba; mejor tener el colesterol alto que la barriga vacía –dijo el
abuelo, comiendo con renacido apetito.
-Deja al chico que me eche. No me siento tan bien desde hace la tira de
tiempo. Echa, Mario.
-Madre mía, la que habéis montado –dijo Félix, que estaba en el séptimo
cielo-. Esto merece otro traguito. –Apuró la copa hasta la última gota.
-¿Otro poquito, Félix? Anda, hombre, que tú eres goloso. Mira que hemos
echado las últimas cucharadas de miel que nos quedaban.
-A propósito de las patatas, ¿habéis traído ya todos los sacos que nos
corresponden?
-Que sí, papá, que sí. Aquí estos dos hombrones los trajeron ayer –dijo
Laura, señalando a su hermano y a Antonio.
-Pero Félix, si hace veinte años que no fumas –se escandalizó Rosa,
queriendo quitarle el puro de la mano.
-Hoy estás sacando los pies del tiesto, madre mía –le decía Rosa.
Pero él no oía. Dio unos pasos hacia la puerta, salió afuera sin decir nada.
El cálido aliento del veranillo de san Martín le dio en pleno rostro. Acarició a
los perros que mariposeaban a su lado. Echó una mirada hacia la casa, para
tranquilizar a su mujer. Ester volvió a sorprender el matiz de ese mirar, como
más allá del horizonte, como dentro de sí mismo.
Tan arriba como estamos ahora se hace difícil andar porque la ladera se
empina tanto que a veces parece que vamos a echar a rodar, y hay barrancos
y torrenteras que parten el terreno y destrozan las piernas. Pero estamos
llenando las cestas. Cuando están a rebosar, hacemos un alto. Laura jadea.
La aprieto contra mí y bebo su aliento. Las tetas suben y bajan bajo la lana
del jersey. Será este solecillo, será que somos jóvenes, será que no me canso
de ella aunque durmamos juntos, de repente me entran unas ganas locas y
todo mi cuerpo se endurece. Mis dedos empiezan a aventurarse bajo su ropa.
Estoy loco por tus huesos, zagala, le susurro, poniendo voz pueblerina y
comiéndole la boca. Ah, no, no vas a conseguir que vuelva a casa con le
espalda llena de cardenales. Ponte tú encima, anda. Venga, loco, una cosa es
un polvo campestre y otra hacerlo colgado sobre las piedras, como una cabra.
Ya sabes lo ecológico que me has vuelto, el aire sin toxinas me ha hecho
adicto al sexo montuno, insisto, mordiéndole el cuello mientras le meto mano.
Aguanta el calentón, machote, deja los toros para esta noche. Se yergue frente
a mí, desgreñada, con la camisa fuera del jersey. Se compone. Hace ademán
de colgar la cesta en el bulto de mi pantalón, entre risas y picardías.
Sí, se dijo Mario, sin tratar de consolar a su madre, ¿qué iba a decirle? Las
inútiles palabras de siempre: Resignación, Así es la Vida, el Descanso, el
Cielo. El cielo, el consolador e improbable paraíso de los menesterosos
humillados por la dura lucha cotidiana.
Pero quién puede afirmar con absoluta certeza que verá otro amanecer.
Quién imaginó siquiera un mundo sin luz, ni agua corriente, ni teléfonos, ni
coches ni hospitales. Quién hubiera concebido nunca tanta súbita orfandad.
“Sé que me ha llegado la hora. Esas cosas las sabe uno. Yo lo siento dentro.
Manteneos unidos y aguantad. Siempre hay una salida al final. He vivido 73
años. No puedo quejarme. No he vivido mal. Ahora me toca ir, y no quiero
hacerlo de mala manera y estorbando. Me alegro de no tener que morir en un
hospital. Me marcho tranquilo y en paz. Seguiré con vosotros desde el otro
lado. Me encontrarás en los Retamares, al lado de la fuente, desde allí se ve
todo el valle. Os quiere a todos,
Papá
Tres días antes, cuando leyó la nota por primera vez, el tiempo aún era
suave. La encontró pillada en el guardamos de la escopeta, de forma que sólo
él pudiera encontrarla. Félix sabía que ese día Mario no saldría al monte
temprano, así que tuvo ocasión de tomarle la delantera y salir a dar su paseíto
en aquella mañana excepcionalmente cálida. El verano indio; siempre le gustó
ese nombre que había aprendido de Mario. Desde el día de su cumpleaños
había vuelto a pasear. Rosa estaba asombrada de la mejoría repentina, y acabó
por dejarle ir, tras las machaconas recomendaciones de siempre.
Lo encontró recostado contra una roca, más arriba del pilón rebosante de
agua cantarina, al lado mismo del manantial. Pudo verlo nada más coronar la
loma: un anciano apaciblemente sentado bajo el sol de mediodía. Ya no había
vida en él y, sin embargo, a Mario le conmovió la serenidad de aquel rostro ido
para siempre. Tenía los ojos abiertos, y en ellos se reflejaban las cumbres de
las montañas y las nubes del cielo. Se miró por última vez en aquellos ojos
azules. Luego besó la frente de su padre, bajándole los párpados. Arrojó las
pastillas a la corriente.
-Murió en paz, mirando sus montañas –dijo Mario, por fin-. Tendrías que
haber visto su cara de felicidad. Como quien se adormila con el calorcillo del
sol. –Miró a su madre, sonriendo muy levemente por entre sus barbas hirsutas-
¿No es eso mejor que estar medio drogado en una habitación de hospital,
esperando el final?
Hace un frío que pela. Uno no se pone a pensarlo, pero visto así, como
desde fuera, formamos un grupo alucinante total. El camino del cementerio
está lleno de charcos. El viento cabrón te corta la carne. Siento como si
tuviera un puño dentro que me apretara las tripas, el corazón. Miras al cielo y
te pones a tiritar: está cubierto de nubes bajas y grises que solo dejan ver el
contorno del valle hasta media ladera de los montes, como si estuviéramos en
el fondo de una olla con la tapadera puesta. Laura camina a mi lado. Llora en
silencio. Me crujen las tripas. En el verano era otra cosa, pero ahora no pasa
un solo día en que no me proteste el estómago. A ver si dan la batida de una
vez y nos hartamos aunque sea un solo día. Mario siempre trae algo, y nos
sabe tan bueno que todos quisiéramos más, ese es el tema, que siempre nos
quedamos con gana. El día que esto se acabe no voy a parar de pegarme
atracones durante un mes.
“Fue un hombre bueno, que es lo mejor que se pude decir de una persona
en esta vida. Pasó por el mundo sin hacer daño. Murió en su ley, en el monte.
Murió libre. Fue la última lección que me dejó, porque también hay que saber
morir. Descansa en paz”. Mario habla muy sereno. Ahora agarra la pala y es
él quien empieza a echar tierra sobre el cajón. Laura tira de mí. Nos volvemos
abrazados. Este tiempo helado y gris es como cargar con una lápida a las
espaldas. El contacto de Laura hace más llevadero el miedo. ¿O será
angustia? ¿O tan sólo tristeza? Sólo sé que siento mi cuerpo como un
cascarón vacío. Joder, me duele el alma.
EL FUEGO TUTELAR
-Buenas tardes, hijo –de la cueva de la capucha salió una voz empalagosa-,
si es que se puede decir así, con este tiempo.
-¿También hoy? ¿Con este airazo? ¿Qué quieres cazar, una pulmonía?
-Eso es verdad –concedió Ester-. Pero, hombre, salir con este tiempo.
-Voy a revisar los lazos. ¿Qué voy a hacer aquí todo el día? Ya están los
chicos para traerte el agua y acarrear leña. Necesitamos molla.
-¿Hasta cuándo crees que nos va a durar la caza? A este paso no dejáis
animalito vivo en todo el contorno.
-Siempre nos quedarán los pajaritos, mamá –intervino Pablo, con malicia.
-Qué perra te ha dado con eso-, dijo Ester, mirando a su hijo con fastidio.
Pero llegará el tiempo, pensó, en que no tenga más remedio que comerlos
yo también. Apartó la idea invasiva con un sacudimiento de cabeza, y, dando
media vuelta, fue a ponerse el abrigo.
-No me hace mucha gracia que vayas tú sola. ¿Por qué no te acompaña
Pablo? Y, si no, Antonio. A que no te importa.
-Claro que no –dijo Antonio, desde el otro lado del salón-. Ahora mismo
voy.
-Después de lo que pasó, y de lo que hizo –la cara de Ester puso un gesto
de repugnancia-, no ha hecho daño a nadie, que yo sepa. Además, tú eras el
primero en decir que no es peligroso.
Antonio estaba loco por salir de allí, incómodo ante la discusión conyugal.
Pero Mario ya se había dado por vencido.
En esta casa se sabe cuándo las mujeres están con la regla porque durante
esos días se calienta más agua que de costumbre. Disimulan pudorosamente
sus trapos en el tendedero improvisado junto a la lumbre. Hace mucho que se
acabó el cachondeo de ir a lavar junto a las otras mujeres; nosotros lo
tenemos fácil por la proximidad de uno de los muchos regatos que bajan de la
montaña. Será por eso que aquí no ha entrado el olor a rancio. Aunque
muchas ganas de lavarse no hay, con este puto frío.
-No nos viene mal descansar un poco, niño –continúa Laura-. Con eso de
que anochece tan pronto y no hay nada que hacer, llevamos un ritmo…
-Uf. Menos mal que eres como un reloj. Hasta ahora estamos teniendo
suerte. A estas alturas, otras habrá que estén criando una buena barriga.
Jacinto siguió adelante, rozando con el hombro a ese penco de mujer, como
hincada en el suelo.
Rodeado por la espesura, no oía más que los manotazos del viento en la
maleza. Pateó a los perros para que dejaran de pelearse mientras devoraban las
vísceras del jabalí. Cuando uno de ellos lanzó un tarascazo a la res recién
destripada, Pedruche le arrimó un viaje con el garrote que lo dejó aullando.
Julio apareció de golpe entre la empalizada de las matas. Arrojó una cuerna
de corzo a los pies del otro.
-Este también lleva tu marca. Conozco los nudos como si los hiciera yo.
-Cualquier día te van a meter un tiro por caer tan de sopetón –dijo
Pedruche, que se había repuesto del susto y seguía retirando con mimo el lazo
de alambre.
-Se ve que los matas de hambre. Un poco más y los piso sin que se den por
enterados –dijo el guarda.
-Sabes que hay que dejar los guarros y los corzos para las batidas –insistió
Julio, tratando de ignorar los movimientos del furtivo.
-¡Los cojones! Aquí cada uno se busca la vida como puede, ¿o es que tú no
te llevas carne a casa?
-Yo, no.
-Que refranero estás, Pablito –le sonrió Ana, la que hacía de enfermera.
-Ya ves.
El chico la miraba con descaro. Después del primer revolcón se sentía más
audaz.
-Bueno, qué, eso que traes ahí es para aquí o lo estás paseando.
-¿No vas a cerrar el chiringuito? No creo que venga nadie con este tiempo.
No hay ni dios por la calle.
-Estoy recogiendo algo de material para llevármelo a casa. Son los viejos
los que más me necesitan, y ahora no se apartan del fuego.
-¿Vas a gastar toda tu energía con los viejos? Mira que los hay jóvenes que
también necesitan cuidados.
Ana sonrió. Tenía los labios amoratados por el frío. Sin que Pablo se lo
esperara, le besó muy tenuemente en la boca. Le acarició los pelillos de la
barbita zarrapastrosa, muy halagada por el ímpetu adolescente.
Pablo ascendía camino de su casa. No veía más que la tierra del sendero
delante de sus pies. La quietud era atosigante. Trotaba imaginando las
desnudeces de Ana. Ni el cuchillo de la niebla apaciguaba tanto ardor.
Los tres hombres se doblaban bajo el peso de las alpacas. Uno de ellos
cojeaba.
-Hay que ir apartando un ternero para este domingo –dijo Esteban-. A ver,
Valeriano, ¿le has echado ya el ojo a alguno?
-Hay que joderse, qué blando eres, Valeriano. Qué te parece, Caminero.
Este si tuviera que matar lo que se come iba a pasar más hambre que el perro
de un ciego. Anda, ve separando el último de la esquina. Vamos a darles algo
de carne antes de que a alguno le dé la vena y nos empiece a acribillar el
ganao. -Esteban se quedó un instante meditabundo-. El hambre es muy mala,
cago en la leche.
Las uralitas del techo retemblaban con los azotes del viento.
Nos apretamos todos alrededor del fuego. El fuego es sagrado, nos ilustra
Ester. Los indígenas de algunas tribus primitivas tienen prohibido escupir
sobre él o apagarlo con agua sucia; cuando trasladan el campamento, las
mujeres portan siempre un tizón de lumbre. Ahora entiendo a esa gente, sobre
todo si habitan regiones frías. Todos alrededor, Ester, Mario, Pablo, la abuela
Rosa, Laura y yo. Y Félix. Mario ha puesto su retrato sobre la repisa de la
chimenea, de forma que el destello de las llamas alcanza su imagen. Él está
aquí, mamá, le suele decir a Rosa, qué necesidad tienes de visitar el
cementerio con este tiempo de perros, allí no hay nada. Mario se dirige al
retrato a menudo, buscando la aprobación del padre o su complicidad, como
si él verdaderamente nos acompañara. Eso se ha convertido en algo tan
natural, que, hasta yo mismo, cuando hago algún comentario que lo implica a
él, levanto la mirada a su fotografía.
Hay muchos días de lluvia; otros la niebla es tan densa que solo los del
pueblo pueden salir al monte. Yo me perdería. Si me pusieran en el mismo
centro de una nube no me sentiría más envuelto que en medio de esta niebla.
Es en estos días cuando un puño me exprime el corazón, el cuerpo vacío como
una bolsa de aire. Menos mal al fuego. Nos apiñamos como ovejas delante de
la chimenea, no solo por el calor. Laura y yo tan atornillados que noto su
respiración en mi mejilla.
Cuando amanece raso, la tierra rechina bajo nuestros pies. Hay que
esperar que el sol derrita la escarcha para hacer leña. Cuesta empezar
porque aunque no se mueva ni una brizna de viento, el aire corta como la hoja
de una navaja. Pero una vez arrancas, se agradece el ejercicio. El cuerpo se
desentumece y entras en calor. Vuelves a sentir la sangre correr ligera por el
cuerpo. Sin embargo, no podemos abusar del esfuerzo. Bastante hambre
pasamos aunque no hagamos nada, como para despilfarrar energías. Lo
tenemos estudiado. Pablo, Mario y yo nos turnamos en la dura tarea de cortar
y acarrear la madera, de forma que ninguno nos gastemos más de la cuenta.
Aunque es Mario quien más curra. Está más seco que la mojama. Cuando se
lava al mediodía, sin importar el frío que haga, le ves la piel pegada a las
costillas, el cuerpo duro, tirante como si fuera a rasgarse. El tío es capaz de
sobrevivir con lo mínimo.
Hoy andan dándole vueltas al asunto del cura. Rosa está empeñada en ir a
misa el domingo. Mario le dice que con este frío mejor se queda en casa.
Siguen dale que te pego con el curita. Laura y yo nos vamos a la cama. Se
aprieta contra mí, hasta que se le pasa la tiritona. Afuera el viento gime,
desgarrado contra las esquinas.
Trini largó a su sobrino en pos del Sota. Cefe atizaba el fuego, indiferente a
lo demás.
-No sé por qué tienes que llevarte a la niña. Qué sabe ella de rezos. Oye –
añadió, dubitativo-. No le habréis contado a ése lo que pasó aquí, ¿no?
-Venga, don Manuel, hable usted con él, a ver si con lo que usted sabe le
quita las manías.
-Andrés, Andrés –se abalanzó Trini sobre el pastor, a voz en grito-, que es
el señor cura, Andrés, estate quieto.
-Hereje; más te valdría haber sido más hombre y no dejar que otros te
hicieran el trabajo –lo despellejó Trini, abrasándolo con la mirada.
El aire se quebraba por la tirantez del frío. De las canales de los tejados
colgaban chuzos de hielo. La luz del sol hería las tiesas ramas de los árboles.
Refulgían las lenguas de glaciar de las callejas. En la plaza, el chorro de la
fuente se había congelado. El tiempo mismo había cuajado en un instante
gélido. Mario caminaba entre crujidos. Los crampones de sus botas arañaban
el hielo de la calzada. Se ayudaba con su piolet de excursionista solitario. Al
hombro el morral en el que guardaba el remedio de Ester para el farmacéutico.
Ni los perros asomaban por la calle. Los rayos del sol destellaban sobre la
escarcha que cubría todo el valle, pero solo eran portadores de luz, no del
mínimo calor necesario para liberar la vegetación de la garra candente del
hielo. Mario pensó en las criaturas del monte. Luego, la abrumadora soledad le
hizo sentirse superviviente en un mundo terminal.
El cura tiritó de frío pero respiró con alivio. El pueblo seguía desierto.
Aunque el sol ya estaba alto, de los carámbanos no caía ni gota de agua. Le
prestó el piolet; aún así, andaba a saltitos, sujetándose en el brazo de Mario,
como un ciego junto a su lazarillo.
-Ni se te ocurra que al viejo lo vaya a enterrar mañana. Hasta que no afloje
la helada no habrá quien prepare el hoyo.
-Qué pasa, padre, no irá a inquietarte un muerto. Ese era más peligroso
cuando estaba vivo –enseguida se arrepintió de su crueldad-. Se tirarán todo el
día y mañana picando, eso si encuentras gente que se dé la paliza. Las fuerzas
ya andan justas y no es fácil reponerlas. Bueno, la única solución es juntar
bastante gente para colaborar entre todos, como hacíamos antes.
-Me parece que con el velatorio te has quedado sin desayunar. Ven a mi
casa. Tendrás que reponerte para el trabajo de estos días.
Nada. Había huido de la capital al principio, como otros. Pasó las primeras
semanas en Buitrago, donde tenía un conocido. Vio demasiadas cosas. Asaltos,
violencias, grupos, caravanas de gente mendigando cobijo y alimento. Supuso
que lo mismo pasaría en todas las poblaciones situadas a lo largo de la autovía,
en un radio próximo a las ciudades. El desgarro era permanente, ¿cómo
socorrer a tamaña muchedumbre mendicante si ni siquiera tenían para sus
propios hijos? (Tú, Manuel, la más cobarde de las criaturas). Decidió
internarse en la montaña.
-¿Ya? Pero por qué has aparecido en este pueblo. ¿Huías de algo?
-Bueno, casi.
-Gracias.
-Cómo útil. Utilísimo. Eres el cura del pueblo, nada menos –Manuel lo
miraba desconcertado-. Has llegado aquí como cura y como cura tendrás que
seguir, lo seas o no, don Manuel.
-Ah, yo, no. Yo soy de los que viven a la intemperie, diluvie o haga sol.
Cada uno se fabrica sus propios dioses, curita. Si tengo necesidad, ya me haré
un buen diseño.
-No te preocupes; te acompaño. Parece que ese zopenco del Sota te tiene
algo de tirria, ¿no?
-Oye –le preguntó, pensativo, a la vista de la farmacia-. ¿No habrá otra
casa para alojarme?
-¿Y dónde vas a estar mejor? Carmen es más beatona que una sotana.
-Es que…
Resulta que el curita había huido del otro valle por un pecadillo de
bragueta. Amancebamiento. Irreverencia. Cólera. Lluvia de palos.
-Nada; cosas mías. Ya sabes –el garfio de Mario apretó el antebrazo del
cura-. Prepara bien tus sermones. Si no das cuerda a esta gente, Manuel, no
vas a dar abasto a enterrar parroquianos.
¡Este puto dolor de oídos! A pesar del frío y la lluvia de las últimas
semanas, nadie en la casa ha enganchado un constipado, ni Rosa, con sus
setenta y tantos tacos. Ester nos mantiene con sus mejunjes que saben a rayos
pero deben de tener la fuerza de un misil porque estamos como burros. Menos
yo, ahora. Bueno, no pienso volver atrás y darle a Laura el gustazo de pedirle
el gorro que me ha ofrecido. Bastante adefesio estoy hecho ya con todas estas
ropas de abrigo prestadas. Ya que he agarrado dolor de oídos por mi tontería,
habrá que hacerse el machito hasta el final. Sigo adelante con el hacha al
hombro y el podón al cinto.
Bueno, al tajo, Antonio. Qué cosa más rara. Serán mis oídos, o será que la
niebla se traga los ruidos, el caso es que los hachazos no resuenan en el valle,
como si estuviera golpeando los troncos con un trapo. El hacha no muerde
bien, joder. Hoy no ha helado pero la madera sigue más tiesa que la picha de
un novio. Apenas tengo para un par de haces y ya estoy hecho polvo. Tiro el
hacha. Empiezo a desbrozar los troncos con el podón para montar el fardo.
Me pitan los oídos, coño, como si me hurgaran con dos brocas.
Ya puedo ver la casa. Ahora sí que duele. Cada latido del corazón es un
latigazo dentro de mi mano. El dolor respira: se contrae, se dilata. Y cuando
se expande parece que me arrimaran un hierro candente. Entro en casa como
una tromba. No quiero llamar a Laura. ¡Ester! ¡Ester!
¡El dedo!
-Vaya con los hombres de la casa. Uno destripa pájaros, el otro conejos, y
ninguno vale para curar una herida.
-Joder, macho, ya no sabes qué hacer para escaquearte –le dijo Pablo,
dándole una palmadita en la espalda.
Antonio no respondió. Ahora podía mirarse la mano. A pesar del bulto del
vendaje, se apreciaba la menguada longitud del dedo índice. No quiso pensar
en el momento de reconciliarse con su dedo. De momento le bastaba con que
dejara de dolerle. Laura le dio un beso, le secaba el sudor de la frente.
-Antonio, dile a Pablo dónde ha sido para que vaya a recoger las
herramientas.
Laura miró a su hermano socarronamente.
-Te traes las hachas y la leña cortada –remachó el padre-. Lo último que
podemos hacer es perder la herramienta y dejar de alimentar el fuego. ¡Ah! Y
ten cuidado –añadió, antes de que Pablo cerrara la puerta a su espalda, turbado
por la risita de Ana.
-No, alguna que otra caída con el hielo. Poco más –Ana miró hacia la
niebla de afuera-. Hasta ahora, está habiendo suerte. A menudo pienso qué
pasaría si alguien se rompiera una pierna, o tuviera un ataque de apendicitis,
qué sé yo, o una piedra en el riñón.
Se tragó el asco. Tal como había visto hacer, rajó al animal y lo vació. Era
más bien mediano. Lo amarró por las patas traseras. Podría arrastrarlo monte
abajo, y echárselo a la espalda después. Qué pena que los perros no pudieran
disfrutar del festín de las tripas. Mandaría a Pablo que los trajera antes de que
las alimañas las devoraran. Solía llevarse a la perra cuando cazaba, hasta que
la gazuza hizo que el animal engullera las capturas en dos bocados.
Las rachas de viento blanco golpeaban las ramas de los pinos, sacudían los
brezales, se estrellaban contra los riscos del cerro vecino. Silbando.
Mario madrugó más que ninguno, como siempre. Antes de hollar la nieve
virgen, se paró un momento, embelesado. El mastín trotó hacia él, salpicando
el suelo con las huellas de sus patazas. No se oía un solo ruido aparte del
suave crujido de las pisadas en la nieve. Las criaturas guardaban silencio
reverencial ante el nuevo aspecto del mundo. Sin embargo, hacía un rato, el
insistente ladrido del perro lo había despertado.
-¡Bruna! ¡Bruna!
La perra no acudía.
Entró. La perra fue a lamerle, como cada día. Él sólo veía el estropicio de
plumas sobre la sangrienta nieve removida. La perra chilló de dolor. La coz la
arrojó contra los tablones del gallinero.
Bruna se hizo una pelota contra el suelo; miraba de reojo hacia su amo. Sus
grandes y expresivos ojos castaños de chimpancé. El mastín trotaba por fuera
del alambrado. Mario sudaba. La roja cólera le nublaba el entendimiento.
Apretó el tablón en su mano. Lo descargó con toda su fuerza, sin notar las
astillas en la piel. La perra chilló. Siguió un aullido largo, estremecedor. El
mastín empezó a ladrar. Calla, calla, maldita perra. Mario se arrojó sobre el
animal aterrado. La tembladera agitaba el cuerpo de la perra con furia. Podía
sentir su calor y su aliento ahora que estaba encima de ella. La perra gemía.
Cállate, puta. Le aflojó la hebilla del collar y tiró de la punta, ahorcándola,
clavando todo su peso en el lomo del animal. El cuerpo de Bruna se retorcía
angustiosamente. La lengua le colgaba de la boca abierta. En el colmo de su
frenesí, Mario siguió tirando de la correa con su mano derecha, mientras que
con la izquierda sujetaba el cuello de la perra, vuelta boca arriba hacia él. Tiró.
Tensó más y más del cuero del collar sin sentir el dolor en su mano. Sin ver la
última mirada suplicante, incrédula, del animal, antes de que sus ojos se
pusieran vidriosos.
Dejó atrás los tomillares, atravesó por entre los pinos, bordeando la
barranca. Se metió de lleno en el vientre plomizo de las nubes. Dejó caer el
cuerpo bamboleante de la perra, extenuado, al pie de los agudos picos de
granito que culminaban la montaña. La nieve se había colado por el borde de
sus botas, empapándole los pies. Mientras descansaba, sentía el mordisco de
su sudor helado.
Agarró la perra por las patas. Empezó a trepar, zigzagueando entre los
riscos. No sabía si era la niebla que se espesaba tanto o su vista que se
nublaba. Con absurda determinación, tiraba de la perra, cuyo cuerpo abría
surcos en la nieve y topaba contra las rocas.
Cogió el cuerpo frío de la perra. Los ojos sin vida se habían vuelto de
cristal. Se tambaleó hasta el borde de un gran cancho, que caía a pico hacia la
otra ladera de la montaña. Tumbó el cuerpo sobre la roca. Arrodillado junto a
él, hundió la cara en el cuello de la perra. Quiso llorar por todo, pero hasta sus
lágrimas estaban congeladas. Cerró los ojos de Bruna. Le acarició la cabeza,
como tantas veces cuando correteaba a su lado.
-Sí, don Manuel, habrá que pensar eso –suspiró Rosa-, pero ya ve, las
desgracias nunca vienen solas. Primero, el muchacho –señaló hacia Antonio,
que revolvía las brasas con la badila-; luego, mi hijo. Y encima hemos perdido
las gallinas. Con el frío que hace, Dios mío, y cada vez hay menos de comer y
menos brazos para trabajar.
-Bueno, mujer –le animó el cura-. Es algo pasajero. En menos que canta un
gallo –se paró; de repente, no le había parecido muy oportuna la frase-; en fin,
en unos días los dos están repuestos y funcionando, mujer. No es nada grave.
Por lo demás, Dios proveerá.
-Si usted lo dice, padre… Es que nunca he visto a mi hijo tan abatido. Ni
siquiera ha querido discutir con usted. Con lo que es él para las cosas de la
iglesia, que no sé de dónde le viene esa manía.
-Bueno, me voy antes de que empiece otra vez. Mañana me paso por aquí.
Nunca había visto nevar tanto en toda mi vida. Muy bonita la nieve, ¡ja!,
este tiempo cabrón, me sacuden unos pinchazos en el dedo que me dejan la
mano tonta. Laura se cachondea observando los progresos de la cicatriz, pero
yo no quiero ni mirarlo, parece un gusano mocho. A ver si cicatriza del todo y
empiezo a salir. Pablo envidia la gran vida que me estoy pegando; bueno, al
principio molaba, todo el día junto al fuego, mirando caer la nieve por la
ventana, leyendo los libros de Mario –yo, que no he leído más que libros
técnicos en mi vida-, pero esto ya aburre. Estoy harto de circular por la casa
oyendo los suspiros de Rosa o sus cancioncitas folclóricas, según le pille el
día.
Mario no habla. Es deprimente verlo hundido en la cama. Está hecho un
asco, el pobre. Parece recién liberado de un campo de concentración, de lo
esmirriado que se está quedando. Los ojos hundidos y llenos de fiebre. Ojeras
moradas. Un auténtico espantajo. Completamente ido. Mudo como una
tumba. Excepto cuando delira; se puede oír su murmullo ronco en toda la
casa, en el silencio de la noche. Ahora parece que la calentura va cediendo,
pero le queda como, no sé, como un borrón oscuro en la expresión.
-Mario –le dije, la primera vez que subí a verlo, al poco de llegar medio
muerto del monte-, parece que has visto al diablo.
-¿Tú no? –respondió, con unos ojos tan raros como los del Sota cuando te
miraba; solo su típica sonrisilla torcida parecía encajar en su cara.
Aquí vienen Pablo y Laura. Ellos dos y Ester se están pegando la paliza.
Menos mal que hicimos provisión de leña. La pobre Ester se está desviviendo
para sacar a su hombre del marasmo, hasta le ha pedido a Pablo que cace lo
que sea, ahora que ya no disponemos ni de las proteínas del huevo; y ahí
anda, desplumando pajarracos ella misma para dáselos tostaditos y
desmenuzados a su marido. Todo se le añusga, al pobre. ¡Igualito que a mí!
Dios, me comería hasta una pata del mastín.
Mario vio salir el sol desde la ventana de su alcoba. Rojo como media
sandía mientras asomaba por el pico de la montaña; rápidamente amarillo,
derramando sus rayos oblicuos hasta su cara. El cañonazo de luz que entraba
por la ventana tiró de su cuerpo insomne, enterrado bajo tres mantas.
Lo sentaron delante del fuego. Tendió las manos hacia las llamas,
quemándose casi las yemas. Sintió la ola de calor rodando cuerpo adentro. El
crepitar de la hoguera fue barriendo los nubarrones tétricos de su rostro. Por
primera vez desde que regresó desfallecido del monte, tuvo hambre.
A la tarde calentaron agua. Se lavó y se rascó el pestilente pellejo hasta
desescamarse el cuero. Ester metió la tijera para adecentarle greñas y barbas.
Sumergido en la cálida tina, le llegaron los rumores sobre la triste fortuna de
Jacinto. Mario supo entonces que él acababa de darse la vuelta justo ante el
Último Umbral. Esa certeza desató el galopar de su sangre: engulló todo lo
que le dieron ese primer día de resurrección; habló; a la noche, quiso echarse
encima de Ester, todo torpeza y manos.
Expiación.
HELIOS
El trallazo los ahuyentó por fin. El hombre había dejado caer la estaca. Se
tapaba los oídos con ambas manos, acuclillado en su rincón, mirando con ojos
despavoridos el caño de la escopeta.
-Oye, chico –le dijo Esteban, tratando de no levantar mucho la voz-. Tira
esa porquería, hombre, échasela a los perros, huele que apesta.
-Si quedara una gota de alcohol, me lo bebía ahora mismo. A la lumbre con
toda esta mierda.
-Laura, ¿por qué no tiras todos tus libracos de derecho al fuego? –sugirió
Mario, como si le acabara de llegar una revelación del cielo.
-¿Por qué será que al ser humano siempre le da por quemar libros? ¿Te das
cuenta de lo que pides, Mario?
-Bueno, pues ahora que eres un hombre libre –dijo Ester, con retintín-,
vamos libremente a repartirnos las labores del día para meter algo en nuestros
liberados buches. Hay que hacer nueva provisión de leña, traer agua, ir por la
leche, tratar de lavar toda esa ropa, a ver si somos capaces de quitarle la peste,
cocer pan, y, si se puede, traer algo de carne a casa, veamos el grande y libre
cazador blanco cómo alimenta a su prole.
-No te creas, la roña abriga. Fíjate cómo huelen los viejecillos y cómo no
ha caído ninguno con los últimos fríos.
Laura acababa de salir del cuarto de baño, rozagante a pesar de la escasa
alimentación. Antonio le olfateó la piel, olorosa a lavanda.
-Pero esa agua es una mariconada. Por qué le echas esos hierbajos.
-O sea, a un tío tiene que cantarle el alerón para ser un tío. No me digas
que compartes la misma teoría que mi hermano –lo empujó firmemente
adentro del cuarto de baño-. Venga, si quieres meterte en la misma cama
conmigo. Hala, mozo, dale un buen restregón a nuestro amiguito. -Le pasó la
mano por la entrepierna.
¡Fuera! Les tiro un par de cantazos y les amenazo con el hacha. Se alejan
gruñendo. Me ponen malo. Sé lo que pasará. Tarde o temprano, algún paisano
les descargará un tiro, irritado porque andan husmeando la caza, o se
lanzarán sobre el más débil de la manada y lo devorarán en un pispás. Ya lo
he visto antes. Dios, solo de oírlo me descompone. El pobre perro venga a
chillar y los demás tirándole dentelladas por todas partes, comiéndoselo aún
antes de que el animal esté muerto. ¿Por qué los dejarán sueltos? Si no
quieren alimentarlos, que les den un tiro. Bueno, ya lo están haciendo otros
por los dueños. En fin, mientras no ataquen a alguien y tengamos una
desgracia…
-Ahí anda, echando de comer a las vacas. El tío jodío no dice ni mu; no
sabemos ni su nombre –Esteban señaló el pajar-. El caso es que el chaval
trabaja bien. Menos mal que he conseguido que duerma dentro de la casa, en
un jergón que le hemos preparado. Los primeros días no había manera de
cerrar la puerta con él dentro, es que se privaba de miedo, el pobre.
-Ahora ya aparenta otra cosa –dijo el Caminero, apoyando los dos brazos
en el rastrillo-. Cuando apareció vestido con esos trapajos y más sucio que el
palo de un gallinero, era talmente un demonio.
-Hola, Óscar.
Se estrujaba las manos una contra otra, a la altura del pecho, pero su
mirada había perdido la expresión de orate. Miraba alrededor como quien
recién despierta y se afana por ubicarse.
-A nosotros, bueno, a mí y a mi familia, nos interesan las cosas de ahí
afuera –el índice de Mario apuntó hacia arriba, hacia el cosmos infinito, más
allá del techo de la granja-. Me gustaría que nos contaras algo de lo que sabes.
La luz de afuera los deslumbró. Mario agradeció el aire cortante que bajaba
de la montaña. Sudaba bajo el peso del anorak.
Voz de tarado, al fin y al cabo, pensó Esteban, al verlo pasar junto a Mario,
embebido en no sabía qué extraño asunto.
Y ahora más, claro. Ahora todo. A ratos me entra una gran alegría, y otras
veces se me pone el alma en vilo de puro pánico.
¡El apretón! Con tanta escasez, o te cagas por las patas o te agarra un
atasco. Menuda racha llevas, Antonio. Hay que echarle valor para salir en
plena noche, más allá de la cerca de la casa, a plantar el pino. A mí no se me
ocurre usar el orinal ni para mear, aunque haya dos metros de nieve afuera.
No por Laura, eso no me corta un pelo, al fin y al cabo, ya hemos llegado a la
intimidad de los pedos compartidos, la yunta que no pee en pareja, no trilla
bien, dice Mario. Hay que joderse, que se estén usando otra vez esos
cacharros desportillados que sacaron del desván de Rosa. Mira que guardar
eso, esta gente es la hostia. A veces, por la noche, si uno está desvelado, se
oye el tintineo del chorrito en el silencio de la casa. Laura ha empezado a
usarlo últimamente. Cómo me pone verla acuclillada sobre la bacinica.
Bueno, ahora se tiene que cuidar.
¡Bah! ¡Qué sea lo que tenga que ser! Tú a lo tuyo, Antonio. Dale caña al
hacha. Joder, qué raras son las mujeres, precisamente ahora, con lo que nos
espera, Laura anda más salida que nunca. Madre mía, es meternos en la cama
y ya está atacando, candela pura. Compulsiva. Tórrida. Ay Laura.
“Aparta un par de terneros y hagamos algo especial para ese día, hombre”,
le había dicho Manuel, el seudocura (“el seudo”, a secas, lo llamaba Mario) a
Esteban. Que si se pensaba que con eso Dios les iba a echar una mano,
respondió Esteban, zumbón. Que si ellos mismos se ayudaban, ya se
encargaría después Dios de rematar la faena, que había que celebrarlo,
hombre, que era la fiesta más importante para un cristiano, que si se iba a
andar con tacañerías un hombre tan generoso como él, que estaba dando leche
a todo el pueblo. Bueno, bueno, por algo es el dicho pedir por la boca de un
fraile, que sí.
-Vaya dos lechuzos. Ester, hija, dile algo a tu marido, que se va a quedar
pasmado ahí afuera.
-Déjalo, Rosa. Están bien abrigados. Mario disfruta con esas cosas.
-Desde luego, este hijo mío está como una chota. Qué se le habrá perdido a
él ahí arriba.
-Éramos pocos y parió la abuela –se metió Pablo-. ¿Vamos a tener que dar
de comer al loco este?
-Pablo, qué estás diciendo. A saber las miserias que habrá pasado el pobre
hombre.
-El chico tiene razón, Ester, qué falta le hará ahora a Mario que le
trastornen la cabeza. A ver si le va a dar lo de la otra vez… -Rosa no dejaba de
gutear hacia afuera, por la ventana-. Si es que míralos, qué pareja, Señor, el
cubo y el asa.
-Bueno, tengamos la fiesta en paz –resolvió Ester-. Mario ya es mayorcito
para saber lo que hace, y el muchacho lo que necesita precisamente es
comprensión y un poco de calor. De qué sirve tanto ir a misa si luego dejamos
tirados a los demás.
-Ya. O sea, que hay agua circulando por ahí, en el universo, por decirlo así.
-Sí, se puede decir así –aunque no podía verle la cara, Mario sabía que el
Óscar con quien hablaba no era el mismo que se amagaba por los recovecos de
la vaquería-. De hecho, una de las teorías del origen del agua en la Tierra es su
procedencia extraterrestre. –Hablaba sin dejar de mirar al cielo, de repente
orientó el telescopio hacia otro rincón del universo-. Mira, a nuestro amigo
Marte podemos observarlo mejor que a Saturno.
-Saber… ¿qué?
-Pero cómo vas a subir luego hasta la vaquería, con la helada que está
cayendo –Rosa movía la cabeza ante las incorregibles actitudes de su hijo-.
Que se quede aquí a dormir.
-Oye, yo no sabría explicarles ese asunto del Sol. Anda, hombre, es muy
interesante para que yo lo estropee con mi ignorancia. Tranquilo, vamos a
terminarnos esto primero. Sí, señor –abarcó a todos de un vistazo; sólo se oía
el rumor de las llamas-. Tormenta solar.
Para Nochevieja la nieve caída unos días antes era una crujiente coraza de
hielo. El sol asomaba apenas por los resquicios del cielo nuboso. No aparecía
un alma por las calles del pueblo. Ni un solo grito de gozo o de celebración.
Mejor la indiferencia, el olvido. El año terminaba con opresión de hielo en los
corazones.
Imaginemos una megatormenta solar, una más que perfecta tormenta solar,
algo muy superior al mayor suceso de este tipo observado en los tiempos
recientes: el evento Carrington, una superllamarada que duplicó en un minuto
la cantidad de luz producida en esa zona del sol. Tardó tan solo diecisiete
horas cuarenta minutos en llegar a la Tierra. En aquel entonces no existía la
tecnología de hoy. Estamos hablando de 1859. Aún así, causó la ruptura de
cables telegráficos en Estados Unidos y Europa. Se vieron auroras boreales en
lugares tan al sur como Roma, La Habana o Hawaii. ¿Vale? Pues algo todavía
más formidable, pero en el mundo tecnológico actual.
Este largo y frío invierno, Laura. Pero toco tu vientre y lo siento sofocante,
el trópico de tu vientre, Laura. El cielo descolorido y la horrible blancura de
la nieve, sin embargo.
En el único buzón del pueblo, una carta solitaria les pedía a Los Reyes
Magos “que vuelva la luz”.
El sol acariciaba suavemente a pesar del aire frío. La súbita bonanza había
relajado un tanto las caras hoscas, taciturnas, exhaustas, de los pobladores del
valle.
Vamos a ver, Óscar, le digo, porque quizá tenga razón el tronco este, ¿es
que no hay ciencia suficiente para impedir un desastre así?, venga, tío, no me
digas que los americanos no tienen tecnología para protegerse de estas
tormentas que dices. El tipo no se altera por más preguntas que le hagamos.
Llevamos varios días acosándole con lo mismo. En su lugar, yo ya estaría
hasta los huevos pero este chaval es la hostia, lo mismo razona bien que se
queda alelado en un instante, sin que nadie sepa por qué, como si de repente
le hubieran desenroscado la cabeza buena, la cabeza cuerda y sana, y le
hubieran encasquetado el melón de pirado. Se le transforma la expresión, los
ojos, todo. Eso sí, explicando y hablando de sus cosas es calmado, paciente.
Total, que habrá sido así, vale, pero cómo con la cantidad de medios de hoy
en día.
El sol entraba a raudales por el ventanal del salón, achicando con su luz el
fuego del hogar. Se oía el goteo de las canales y algún piar lejano. El mismo
sol que los había derribado de su pedestal con un soplido abrasador los
envolvía entonces con cálido abrazo. Como el mar impredecible, pensó Mario,
como las palabras de la Biblia, oídas o leídas o tal vez imaginadas: “el Señor
te lo da, el Señor te lo quita”. Era raro que aquella luz benefactora pudiera ser
asesina.
-Saciados pasearemos por los campos del Señor, redimidos por nuestros
muchos sufrimientos. Toca, toca las campanas, Andrés. Recibamos con alegría
a Nuestro Señor Jesucristo. Hermanos, abramos con humildad nuestros
corazones. ¿Has oído, Andrés? Da el tercer toque. Empezamos. Las fauces del
Mar Rojo, amigos. La bondad sin límites de Dios afloja siempre el nudo. La
senda de Jesús, hermanos, la gloria, al fin la gloria. ¡Andrés, el alba! ¡La
casulla, Andrés! ¡El cíngulo! Santa María, madre de Dios. Divina Madre,
intercede por tus hijos. Confiad, hermanos, en la infinita misericordia de Dios.
Abrid más las puertas, que no quede nadie fuera. La oración que Jesucristo nos
enseñó, Padre nuestro que estás en los cielos…
-A ver, uno nunca piensa que el asunto acabará pasando de un día para
otro; y, si lo piensa, se dice que ya resolverá la papeleta –de espaldas al fuego,
miraba hacia las montañas, la luz le hacía entrecerrar los ojillos vivaces-. El
caso es que yo consultaba la página de SOHO todos los días. Pura curiosidad,
supongo, de la misma forma que atiendes al pronóstico del tiempo o, qué sé
yo, a los resultados del fútbol, si te gusta. –Se abismó, de pronto,
contemplando el cielo a través de la ventana-. Me perdí la aurora boreal, ¡qué
imbécil!, para lo único bueno que tuvo todo esto, algo tan absolutamente
único…
-Oye –volvió a arremeter Pablo-. ¿Estará así todo el mundo? Quiero decir,
toda la Tierra.
-Anda, hijo, dices unas cosas –murmuró Rosa, dando por irremediables las
manías de Mario.
-Bueno, pero no deja de ser una hipótesis, ¿no? También puede haber sido
otra la causa –manifestó Antonio, queriendo quitar hierro a la perorata de
Óscar.
Por suerte, el atormentado muchacho había regresado a su ser.
Por una vez, no se sintió necio ante dicho tan pedestre. La cara de Óscar se
relajó.
El día de Reyes muy pocos fieles fueron a la Adoración del Niño. Manuel
era un guiñapo hundido en un butacón, en el aire con olor a incienso de la
sacristía. Daba pena verlo tan lívido y desmadejado. Grandes cercos morados
sepultaban sus ojos febriles en lo hondo de las cuencas. El fuego del Espíritu
había volado de su lado. Indiferente a los que iban besando la rodilla del Niño,
que Trini sostenía, volvía a sentirse un pobre impostor, derrengado por la
fiebre, por la fatiga, por el fracaso, por la inconsistencia del cielo, por la
inaccesibilidad del Reino.
En una de las casas, un niño pulsa los interruptores de la luz cada poco
tiempo, click, obsesivamente, click, confiadamente, click, de estancia en
estancia, click, no pierde la estúpida ignorante esperanza, click, en el día de
los Reyes Magos.
-Para eso tienen que reponer los grandes transformadores de las centrales y
las subestaciones. Sustituirlos puede llevar hasta un año, o más. Muchos están
específicamente diseñados según para qué sistema –explicó Óscar, anclado
otra vez entre los cuerdos.
Mario salió por una brazada de leña. El viento era templado. Se quedó
mirando la luna.
Afuera, Mario vio una súbita luz prender la ventana de una casa.
Encenderse y apagarse, encenderse y apagarse. En seguida, el resto de las
ventanas escupieron luz a la noche. La mayor parte de las farolas del pueblo
parpadearon como sacudiéndose el largo sueño, sacando de golpe al pueblo de
las sombras de la noche. Luego fueron otras las casas que se iluminaron. Un
potente cerco de luz lo alcanzó por detrás, procedente de su propia casa.