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Universidad Nacional de La Plata

Seminario de Doctorado:

El ensayo en América Latina: psicología de las multitudes, indigenismos


y afroamericanismos en Argentina y Brasil (1900-1950)

Trabajo final

Docente: Alejandra Mailhe

Alumno: Julián Arroyo

Fecha de entrega: 04/03/2014


Interpretaciones del suicidio en el pensamiento científico de fines del siglo XIX y
principios del XX: ¿Delirio pasional, anormalidad o final estoico?

“Para el alma que no tiene el calor de esa


Fé, que hace creer al candor de los
creyentes tantas cosas, sino verdaderas,
cuando menos muy bellas algunas; para los
que creen que la vida futura es simplemente
un mito consolador, muy moral pero poco
probable, el suicidio no puede ser sino un
refugio supremo en las grandes e
irreparables tribulaciones, en que hay que
optar entre la muerte civil o moral
producida por una lapidación pública, y la
muerte física, que es una simple
degradación de la materia, según los
adoradores de la Fuerza. Hay que fijarse
bien en que digo grandes e irreparables
desgracias, y no las pueriles causas que
encierra la estadística indiferente bajo el
vago y conceptuoso calificativo de hastío
de la vida.” (J. M. Ramos Mejía, “La
tentación del suicidio”)

Introducción

El presente trabajo fue elaborado en el marco del Seminario de Doctorado El


ensayo en América Latina: psicología de las multitudes, indigenismos y
afroamericanismos en Argentina y Brasil (1900-1950), dictado por la Dra. Alejandra
Mailhe, durante el segundo cuatrimestre del año 2013. Durante las clases del seminario,
como destaca la fundamentación del programa, entre otros objetivos, analizamos la
mirada de los intelectuales de entresiglos y las primeras décadas del siglo XX sobre la
cultura popular. Así, uno de los ejes durante las clases fue analizar de qué forma,
mediante qué operaciones intelectuales, definían la alteridad los intelectuales en
Argentina y Brasil. Otro eje fue identificar las influencias de las corrientes de
pensamiento europeo en la producción intelectual en América y su resignificación por
parta de los escritores, investigadores y ensayistas en ambos países.
Como cierre del curso, hemos realizado este trabajo que persigue como objetivo
utilizar algunos de los contenidos abordados durante las clases para analizar los
discursos producidos en el ámbito médico y científico positivista de fines del siglo XIX
y principios del XX en Buenos Aires, vinculados con el suicidio. En nuestro análisis,
además de exponer los conceptos y las matrices de pensamiento de estos actores,
buscaremos interpretar el marco axiológico explícito e implícito en los textos del ámbito
académico durante el avance del proceso de modernización en la ciudad de Buenos
Aires, así como la construcción de la alteridad en sus discursos. Nuestro objetivo será
mostrar que, junto con la pervivencia de la mirada psiquiátrica y la aparición de
interpretaciones sociales y criminológicas, había en los planteos de estos intelectuales
un problema axiológico. Es decir, el suicidio además de ser entendido como un
fenómeno social, planteaba a la sociedad de la época un dilema moral, en especial, para
la elite modernizadora que buscaba alcanzar la hegemonía ideológica en un momento de
cambios profundos y vertiginosos. Este problema ético estaba atravesado por la imagen
de un otro inmigrante, por la reacción de los intelectuales ante los cambios de la vida en
el mundo urbano de entresiglos y por la búsqueda de corregir aquellos efectos no
deseados por el proceso de modernización, como la prostitución, el juego y el
alcoholismo, o el aumento del delito y los casos de suicidio.
Antes de pasar al análisis de los discursos enunciados por los académicos en
Argentina, creemos importante hacer una breve reseña del contexto social, político e
intelectual en el cual fueron producidos.

1. Los profesionales de la salud y la cuestión social

Si analizamos históricamente la tasa de suicidios en la ciudad de Buenos Aires,


además de los años noventa del siglo XX, hubo otros dos momentos claves donde ésta
se incrementó de forma notoria, según las estadísticas de cada período: durante las
décadas finales del siglo XIX y en los primeros años de la década de 1930 (Yampey,
1973). La tasa, que venía en ascenso desde 1925, alcanzó en 1932 con la crisis
económica mundial su máximo absoluto: 627 casos registrados de suicidio, 27 por
100.000 habitantes, sin contar las tentativas. Si éstas fueran tenidas en cuenta la tasa
treparía a más de 40. Antes de este pico, la tasa de suicidios más alta fue la de las
décadas finales del siglo XIX, especialmente entre los años 1895 y 1899, con un
promedio de 33 suicidios y tentativas (cada 100.000 hab.). Para el año de 1881,
contando con una población de 327.323 habitantes, Buenos Aires tuvo 36 suicidios y
tentativas, 30 hombres y 6 mujeres. Ésto representaba un porcentaje social de 11
suicidios y tentativas. Dieciséis años después, en 1897, el número absoluto de suicidios
y tentativas fue de 267, que con una población de 715.052 habitantes, equivalía a una
tasa de 37 suicidios y tentativas por cada 100.000 habitantes (Otero, 1991). Junto con el
inicio del siglo XX, la tasa empezó a descender para volver a aumentar durante el
período 1910-1914 (Yampey, 1973: 14). La mayoría de los casos, según las estadísticas
de la época, ocurrían entre los hombres y mujeres de entre 16 y 25, siendo mayoría los
casos de sexo masculino en una proporción de 3 a 1 (Yampey, 1973).
Fue en este primer momento de incremento de las cifras, las décadas finales del
siglo XIX, cuando el suicidio fue identificado en el ámbito médico e intelectual como
un problema social producto de los cambios acelerados y profundos que la población
estaba atravesando en ese entonces (debilitamiento de la religión, crecimiento de las
actividades primarias y mercantiles, llegada de una gran cantidad de inmigrantes,
creciemiento de las ciudades y la proporción de la población que vivía en ellas). Según
las cifras de sus investigaciones, había un aumento más acelerado de la tasa de suicidios
si se comparaba el ritmo de crecimiento de la población total (Otero, 1991).
Esta preocupación por el aumento de los casos de suicidio apareció en Argentina
a fines del XIX, en el marco de la discusión sobre la llamada “cuestión social”. El
proceso de modernización, iniciado en la década de 1860, trajo sus consecuencias en el
Río de la Plata, como en el resto del globo. Entre ellas, tras la llegada masiva de un
número creciente de inmigrantes, los problemas producto del proceso de urbanización:
la necesidad de acceso a viviendas, de cubrir la atención médica y la búsqueda de
medidas para garantizar la salud pública en general. Cabe recordar, para dimensionar la
magnitud del fenómeno, que Buenos Aires pasó de 187.100 habitantes, en 1869, a tener
una población de 1.575.000 en 1914 (Suriano, 2004: 3). Tanto para la elite política
como para los intelectuales y profesionales, el impacto de los cambios demográficos y
sociales planteó un serio desafío en varios campos, que iban desde la salud pública al
aumento del delito y la protesta de la clase obrera. La expresión “cuestión social”,
lanzada a fines del siglo XIX, fue utilizada para referirse a estos disfuncionamientos que
se habían producido con la transformación socio-económica del país (Lobato, 1996: 13).
En paralelo a los cambios y transformaciones de las segunda mitad del siglo
XIX, el estado nacional fue consolidando una serie de instituciones (sanitarias,
educativas, militares, policiales, etc.) encargadas de administrar los asuntos públicos y
el ejercicio de la coerción. Para poner en funcionamiento y diseñar estas instituciones el
estado atrajo a diferentes profesionales -abogados, médicos, ingenieros y profesores
universitarios- que ingresaron en las instituciones públicas; algunos muy reconocidos
por sus carreras en el campo profesional, académico e intelectual: José María Ramos
Mejía y Emilio Coni (en la Asistencia Pública de Buenos Aires, Augusto Bunge (en la
Sección de Higiene Industrial, del Depto Nac. De Higiene), José Ingenieros (en el
Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional), José N. Matienzo y a Marco M.
Avellaneda (los dos primeros presidentes del Departamento Nacional del Trabajo)
(Zimmermann, 1995: 72). Otros profesionales ingresaron a las instituciones por sus
contactos, por ejemplo, con diferentes profesores de las cátedras universitarias. La
formación de funcionarios especializados, poseedores de un cierto saber para el manejo
administrativo, surgió como producto de las necesidades de las nacientes instituciones
estatales. A medida que finalizaba el siglo XIX y comenzaba el XX, entre los
profesionales implicados en estas ramas de la administración pública comenzaron
debates que giraban alrededor de los problemas relacionados con la llamada cuestión
social (Zimmermann, 1995: 35).
Los médicos, como otros profesionales, no se limitaron a interpretar los
problemas sociales: también interpelaban a las autoridades y a las instituciones del
estado para que intervinieran y solucionaran los problemas relacionados con la salud de
la población. Si, por un lado, estaban vinculados con el mundo de la elite, buscaban
convertirse en la voz de los más necesitados (Vezzetti, 1985: 37). En este sentido, su
perfil solía combinar un costado político y otro relacionado con la participación en
asuntos relacionados con el bienestar del colectivo. En muchos casos, durante la
segunda mitad del siglo XIX, varios profesionales de la salud fueron también
funcionarios públicos y/o ocuparon cargos políticos, además de continuar con su
actividad académica. Por ejemplo: Eduardo Wilde desde posiciones clave de la
burocracia estatal promovió una ideología y una política higiénica; fue un escritor
prolífico, difundiendo su pensamiento en la prensa de la época o en las cámaras del
Congreso (Salessi, 1995: 80), al tiempo que dictaba clases en la Facultad de Medicina.
Si bien el estado requería de la asistencia de los médicos, al mismo tiempo, la profesión
médica, durante la segunda mitad del siglo XIX, dependió para su legitimación, en gran
medida, del poder del estado. Mediante negociaciones y conflictos, la elite de médicos
diplomados contribuyó a la creación y consolidación de instituciones públicas al tiempo
que afirmaba su posición y su legitimidad ante la clase gobernante y la sociedad
(Leandri, 1996: 27). En un contexto donde predominaban esos otros sin títulos
habilitantes (los llamados curanderos y curanderas), y escaseaban los médicos
diplomados; donde había una reducida demanda de la medicina científica fuera del
pequeño grupo de la elite en el mundo urbano (y otros grupos, como los farmacéuticos,
pugnaban por el prestigio y la influencia), el reconocimiento de la corporación médica
estuvo vinculado a la construcción y consolidación del estado y sus necesidades. Con su
credo higienista y antiepidémico, los médicos participaron de la incipiente policía
sanitaria de gobiernos nacionales, provinciales y municipales no muy afianzados, con
atribuciones confusas y superpuestas y carecientes de los medios materiales y
organizativos necesarios (Leandri, 1996: 33-34).
Como funcionarios estatales y escritores universitarios, los profesionales de la
salud, a través de sus revistas, libros, artículos y reseñas, fueron dando a conocer su
pensamiento. Utilizando para ello los medios de las instituciones estatales en las que
participaban, lograron difundir sus ideas en América y Europa (Salessi, 1995: 128). Las
distintas áreas del estado en las que se insertaban estos los profesionales terminaban
produciendo alguna clase de publicación en la que difundían su pensamiento,
aprovechando los recursos logísticos y el financiamiento estatal. Ramos Mejía,
presidente del Departamento Nacional de Higiene entre 1892 y 1898, además de
ocuparse de proyectos relacionados con la salubridad en el territorio nacional, se dedicó
a difundir las ideas higienistas fundando una nueva publicación, los Anales del
Departamento Nacional de Higiene (Salessi, 1995: 23).
Como señala Lobato, “la cuestión social fue el medio que facilitó la intervención
de diferentes profesiones en la búsqueda de soluciones, así como promovió el debate de
ideas entre quienes buscaban promoverlas” (Lobato, 1996: 14). En un contexto de
creciente prestigio a nivel mundial del higienismo -que se consolidaría entre 1875 y
1885, tras los descubrimientos en bacteriología y vacunación por parte de Lister y
Pasteur- las amenazas de las epidemias alentaron la reflexión de médicos como
Guillermo Rawson, Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Emilio Coni (Lobato, 1996: 12). De
este modo, los estragos causados por estas enfermedades en la población, trajeron, entre
otras consecuencias, el descubrimiento de la enfermedad como problema social dentro
de “una suerte de ideología urbana articulada en torno a los temas del progreso, la
multitud, el orden, la higiene y el bienestar” (Armus, 2000: 510). De la mano de los
médicos higienistas de entresiglo, la enfermedad empezó a ser interpretada desde una
perspectiva social, es decir, haciendo referencia a la situación en el contexto urbano: por
ejemplo, las características de las viviendas y del ámbito laboral, los hábitos cotidianos,
la situación de los inmigrantes y las multitudes en las ciudades. Con cada epidemia se
iniciaba un ciclo de pánico y denuncias, junto a la conmoción y las numerosas muertes,
que dejaba en evidencia la ausencia de los medios para hacer frente al azote de la
enfermedad en la población (Armus, 2004: 192-193).
Por otra parte, la preocupación de los médicos también se orientó a las “plagas
sociales”, como el alcoholismo, la tuberculosis y las enfermedades venéreas (Lobato,
1996: 14). En el pensamiento higienista, el análisis de la realidad estaba articulado en la
antinomia salubre / insalubre. Producto de la experiencia vivida con las epidemias se
consolidó en el imaginario la idea de la enfermedad, en un sentido amplio (tanto física
como moral, individual o colectiva) como el nuevo enemigo a vencer (Salessi, 1995:
14). En la mirada higienista el vicio y la inmoralidad eran una peste, tanto o más
peligrosa que las enfermedades infectocontagiosas, que atentaban contra la población
(Vezzetti, 1985: 42). Así, las problemáticas sociales eran entendidas en términos de
patologías frente a las cuales había que intervenir e interponer medidas de prevención
(por ejemplo, la creación de instituciones especializadas) (Ruibal, 1996: 193-194).
Para pensar la nación, el desarrollo de una economía capitalista y el proceso de
urbanización, la matriz de pensamiento de la época combinaba una perspectiva
biológica en paralelo a una social, que se mezclaban para comprender las problemáticas
tras la llegada masiva de inmigrantes, la aparición de la prédica anarquista y los
problemas tras el acelerado crecimiento de las ciudades, consecuencias imprevistas en
el proyecto modernizador. En este sentido, hacia fines del siglo XIX, el pensamiento
médico-higienista apuntaba muchas de sus propuestas a la masa anónima desposeída y a
los trabajadores urbanos, para lograr la medicalización de la conducta ciudadana, con la
intención de fabricar un hombre argentino, una nueva raza (Vezzetti, 1985: 12-13, 43).
Así, con el avance de la segunda mitad del siglo XIX, las ideas y los problemas de la
higiene social se entrelazaron con los del estudio de las patologías mentales y el delito
en el mundo urbano.

2. Los discursos científicos sobre el suicidio: higienismo, alienismo y criminología 1

2.1 La mirada del higienismo: el suicidio como epidemia moral

Hacia fines de siglo, dos sociedades médicas, el Círculo Médico Argentino y la


Asociación Médica Argentina, se disputaban el prestigio y el liderazgo. La primera, fue
en sus orígenes una institución que promovió, a comienzos de la década de 1870, los
cambios en la estructura y sociabilidad médicas y la renovación de los conocimientos en
las instituciones académicas (Leandri, 2004). Desde allí, un grupo de egresados y
estudiantes de la Facultad de Medicina nucleados alrededor de la figura de José María
Ramos Mejía, su fundador y primer presidente, desempeñaron una intensa actividad, por
ejemplo, dictando cursos paralelos a los de la Facultad, situación que en muchos casos
provocaba controversias con muchos profesores, quienes, en respuesta a los jóvenes
médicos y estudiantes, decidieron fundar una institución paralela, la Asociación Médica

1
Los textos médicos que abordaremos en el desarrollo de esta monografía fueron utilizados por
Marcelo Otero (1991) en su trabajo sobre el suicidio en la ciudad de Buenos Aires. Otero utilizó la
producción científica de la época para mostrar que ideas similares a las de Durkheim estaban siendo
gestadas en Buenos Aires, antes de la llegada de El Suicidio a la Argentina. En nuestro estudio
volveremos sobre estos textos, y otros nuevos (como los aparecidos en la revista Criminología
Moderna), para analizar el marco axiológico que estaba implícito en el discurso científico en la ciudad
de Buenos Aires de entresiglos.
Argentina, que tuvo a Emilio R. Coni como primer presidente (Otero, 1991: 45 y 46).
Según González Leandri, el Círculo “podía al mismo tiempo impugnar con
contundencia a los académicos, contentar las expectativas de prestigio y ascenso
colectivo de los estudiantes y doctores jóvenes e incluir por goteo a sus dirigentes
dentro del estrecho marco de los notables de la Facultad de Medicina” (Leandri, 2004:
241). En paralelo, durante las décadas del '80 y el '90 del siglo XIX, la institución, a
través de su militancia positivista y sus vínculos con la elite liberal en el poder, logró
posicionar a algunos de sus miembros, en especial, a José María Ramos Mejía, en
lugares claves para crear y dirigir las más importantes instituciones sanitarias.
Además de este rol de promoción de sus integrantes y defensa de intereses
corporativos, estas organizaciones tenían una actividad académica y de producción
científica. Por ejemplo, el Círculo Médico inició la publicación de su revista, Anales del
Círculo Médico, para la cual formó comisiones encargadas de diferentes temáticas:
higiene, medicina nacional, ciencias naturales, patología y clínica, terapéutica y
farmacología, anatomía y fisiología, y estadística (Vezzetti, 1985: 18).
En los Anales del Círculo Médico, aparecieron las primeras hipótesis que
entendían el suicidio como un mal social (Otero, 1991). Su presidente, Samuel Gaché
(1859-1907), que ya había incursionado en el estudio de las enfermedades mentales en
una obra previa, La locura en Buenos Aires (1879), publicó el primer trabajo científico
en Argentina sobre el tema.2 En “Patogenia del Suicidio en Buenos Aires” (1884), este
médico lo primero que planteó fue que los suicidios eran un fenómeno social y que por
ende, debían ser estudiados en términos sociales. En este trabajo, el aumento de los
suicidios era interpretado como una consecuencia del grado de civilización alcanzado
por la nación. Para el autor, una nación civilizada era “aquella en donde la ciencia, las
artes, las industrias, la política, el comercio en sus numerosos ramos, constituyen los
2
Samuel Gaché nació en Mercedes el 20 de agosto de 1859. Este alumno destacado de la Facultad de
Medicina, integró desde muy joven la Comisión Directiva del Círculo Médico Argentino, la presidió
años más tarde y fue un importante colaborador de sus Anales como periodista científico y como
director de la publicación. Médico del Hospital Rawson, fundó allí un área dedicada a maternidad,
donde formó discípulos. También fue fundador de la Cruz Roja (en la que ocupó el cargo de secretario
durante muchos años), y colaboró en la creación de otras instituciones como la Escuela de
Enfermeros. Fue secretario del Comité de Lazaretos nacionales, e hizo propaganda a favor de la
cremación de cadáveres. Como Secretario de la Asistencia Pública entre 1893 y 1896, bajo la
dirección de Juan B. Señorans, participó en la realización de obras sanitarias. También fue
protagonista en la fundación de la Liga Argentina contra la Tuberculosis (en 1901). En 1906, tras
ganar el concurso, fue nombrado profesor suplente de la cátedra de obstetricia en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Su tesis doctoral, de 1881, estuvo dedicada a la
situación de la salud mental en la ciudad de Buenos Aires. Dos años antes, siendo todavía estudiante
había publicado La Locura en Buenos Aires (1879), trabajo premiado en el concurso científico del
Círculo Médico Argentino. Además de las obras ya mencionadas, se destacan Sarmiento a la luz de la
fisiología, La Tuberculosis en la Republica Argentina y Los alojamientos obreros en Buenos Aires
(1910). Falleció el 13 de agosto de 1907, a los 48 años. Véase: CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo
Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Buenos Aires, Editorial Elche, 1968. T. III, p. 177.
medios habituales de vida” (Gaché, 1884: 559). En estas sociedades, el suicidio ejercía
una poderosa influencia sobre aquellos que vivían en los espacios urbanos. Los
suicidios, entonces, eran fenómenos individuales y colectivos a la vez, que afectaban a
los grupos sociales bajo la influencia de los nuevos estilos de vida, y también a aquellos
individuos predispuestos por alguna “patología nerviosa”.
Si bien los médicos no dudaban que el suicidio había existido desde siempre,
entendían que sus causas habían sido diferentes a lo largo de la historia en distintos
contextos, especialmente, al comparar una sociedad civilizada y la barbarie. Según
Gaché:
La barbarie mata en el estado primitivo, sin que la luz haya penetrado a los cerebros; la
civilización mata igualmente, y lo hace por medio de los placeres, por su acción enervante, por la
corrupción que domina todas las esferas sociales bajo formas encubiertas por la inteligencia
cultivada (Gaché, 1884: 559).

Así, la barbarie mataba por ignorancia o fanatismo, y la civilización, en cambio, lo hacía


por los deseos y ambiciones que despertaba, por las nuevas incertidumbres y por los
“nuevos estados nerviosos”.
Gaché planteó que el suicidio se había convertido en la ciudad de Buenos
Aires en una “una epidemia social”, fundamentando esta afirmación en el análisis de las
primeras estadísticas confeccionadas y en la comparación de los datos de las capitales
en América y Europa. Del estudio de las cifras, Gaché señaló que el balance era
aterrador. En aquellas ciudades donde todo debía ser brillo y progreso, se habían
generalizado dos fenómenos: la locura y el suicidio. La casi ausencia de suicidios en
Bolivia, Paraguay, Perú y Chile era interpretada por el autor como un signo del atraso y
la falta de progreso en esas regiones (Gaché, 1884: 566-567). Mientras que en
Montevideo, ocurrían una gran cantidad de casos, la práctica del suicidio casi no existía
en los países antes mencionados. A excepción de Chile, estas partes del continente,
según Gaché, tenían un escaso movimiento económico y comercial, y no registraban
corrientes inmigratorias importantes, signos de la presencia de la civilización.
Lejos de plantear una vuelta al pasado, el trabajo de Gaché buscó alentar a la
comunidad científica y al Círculo Médico para que impulsaran la investigación del
suicidio como un problema social, y así, implementar medidas profilácticas y
preventivas.
Gaché pidió a su profesor de la cátedra de Medicina Legal, Dr. Manuel Blancas
(1823-1906), que diera su opinión con respecto a su trabajo sobre el suicidio. 3 Este le
3
Manuel Blancas nació en Jerez de la Frontera (España) el 1º de enero de 1823. Desde pequeño se
radicó en Montevideo, donde cursó sus estudios secundarios. En Buenos Aires realizó sus estudios de
medicina, los cuales inició en 1848. Se graduó tras defender la tesis De la fiebre y de las alteraciones
de la sangre. Egresado de la Facultad de Medicina en 1854, el Doctor Blancas fue designado en 1856
respondió en una carta publicada en los Anales del Círculo el 1º de junio de 1884. Para
el Dr. Blancas, las medidas profilácticas debían apuntar a poner los “frenos” y controles
morales faltantes, que orientaran y disciplinaran la conducta social. De este modo se
pondría un fin a los conflictos sociales que se multiplicaban. Para Blancas, el hombre
ya no se resignaba como antes frente a sus ambiciones, creando el clima para la
aparición de patologías mentales y epidemias sociales:

En el combate con la vida, el hombre no se resigna o se resigna mal en frente de sus ambiciones
contrariadas; entonces su vida flaquea, comete actos réprobos, se desarrolla un instinto perverso,
y por último atenta contra su vida, ya porque desea y no alcanza, ya por haber gozado mucho y
no poder seguir gozando, ya porque siente o presiente que se embota o estingue el sentimiento,
ya en fin, porque se considera como el héroe de Goëthe condenado al eterno suplicio de no poder
amar (Blancas, 1884: 571).

Si bien no era la causa principal del aumento de los suicidios, o la génesis del fenómeno
suicida, éstos podían contagiarse por imitación, al igual que el crimen (Otero, 1991: 72).
Para los médicos, los diarios y la prensa en general podían provocar una sugestión en
algunos de sus lectores, al publicar ciertos contenidos, crónicas periodísticas y literatura
romántica, para complacer al grueso del público que los sostenían. Según las ideas de
Gaché, en su análisis de 1884, la práctica del suicidio estaba cobrando legitimidad por la
naturalidad con que la prensa estaba encarando el fenómeno, al no culpabilizar al
suicida, y plantearla como válida en una situación límite. Otros, como el doctor Blancas
proponían, a través de la propaganda, burlarse y ridiculizar a quienes se quitaban la vida
por sus ambiciones y deseos, y tratar de locos a los que ponían fin a su vida por
cuestiones de honor o por alguna desgracia. De este modo, se lograría impresionar a los
lectores, para disuadirlos de imitar estos comportamientos.
Como señala Otero (1991) podemos encontrar cierta similitud entre este tipo de
discurso y lo que expondrá Emile Durkheim años más tarde. En primer lugar, sobre la
influencia de las pasiones en las sociedades modernas, y la necesidad de frenos para
éstas. Otra idea común que aparece es la necesidad de separar a los locos de los
apasionados, perspectiva que acerca este pensamiento a una mirada social y limita el

médico de policía de los Tribunales, cargo que ocupó durante 28 años. De su labor en esta área se
destaca la participación en el primer caso de envenamiento con arsénico ocurrido en la capital.
Durante las epidemias de cólera y fiebre amarilla de 1867/1868, y 1870/1871, respectivamente,
participó en las medidas para hacer frente en esas críticas situaciones. Actuó como profesor suplente
de Medicina Legal durante varios años, reemplazando con el tiempo a Eduardo Wilde como titular.
Antes de ocupar dicho cargo Blancas ya había sido titular en la cátedra dedicada a enfermedades para
niños de la Facultad de Medicina, tras su creación en 1883. También participó como vocal en el
Consejo Nacional de Higiene, destacándose entre los proyectos presentados la propuesta para la
ubicación para el nuevo cementerio tras las epidemias. Murió muy pobre el 7 de agosto de 1906. Sus
trabajos y publicaciones aparecieron en prestigiosas revistas de la época siendo traducidos a varios
idiomas. Véase: CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930),
Buenos Aires, Editorial Elche, 1968. T. I, p. 464.
peso de las patologías mentales. Por otra parte, nos parece interesante rescatar de la
interpretación general aquellos valores que los médicos ponían en juego en la
producción de sus discursos. En Blancas y Gaché aparece una crítica a lo que es
identificado como una exaltación excesiva de ciertas pasiones (la pérdida del honor, el
deseo de acumular riquezas o los desengaños amorosos), aumentado por la influencia de
los medios gráficos y la literatura. La pasión desde esta mirada debía ser controlada para
que no nuble el juicio de la razón. Por otra parte, los suicidios producidos por la
degradación que trae el vicio (las bebidas alcohólicas, por ejemplo) también eran
reprobados por estos académicos. En síntesis, las personas que ponían fin a sus vidas
representaban para estos médicos, cuando no se trataba de casos de locura, ejemplos de
vidas no virtuosas. Estos profesionales no tuvieron en cuenta casos donde la decisión de
quitarse la vida pudiera estar fundamentada de forma racional, y no por emociones
desenfrenadas o trastornos de las facultades mentales. Como veremos, otros
profesionales de la salud contemplaron esta posibilidad.

2.2 La influencia del alienismo y la psicología de las multitudes: el suicidio como


locura

En las décadas finales del siglo XIX, con el aumento de la inmigración y el


crecimiento demográfico de los habitantes en las ciudades, los profesionales de la salud
se interesaron también por la situación de las patologías mentales y las instituciones
encargadas de este tipo de casos. Si el higienismo tuvo su principal preocupación en las
epidemias de enfermedades infectocontagiosas, el alienismo se ocupó de la locura y de
las epidemias psíquicas. En este sentido, al igual que en el caso de los médicos
higienistas, la ambición de la naciente piquiatría estaba en lograr constituir un buen
ciudadano a través de la psiquiatrización de la vida cotidiana, que permitiera un mejor
control y gobierno de las masas (Vezzetti, 1985: 132,133). Así, el foco de su
preocupación fueron el malestar urbano y la masa inmigrante.
Según Vezzetti, el dispositivo piquiátrico (basado en el alienismo, los
manicomios, el tratamiento moral de los locos), al igual que el criminológico, nació a
partir de 1880, después de la creación de cátedras dedicadas a las enfermedades
mentales en la Facultad de Medicina y con los textos de José María Ramos Mejía y
Lucio Meléndez, entre otros, influidos por las ideas del alienismo francés.
El suicidio era considerado por los médicos del Círculo como una epidemia
social, que no era el resultado necesariamente de un acto patológico o de una
monomanía. Además de las patologías mentales, el problema parecía estar en las
pasiones sin freno, en la falta de una regulación moral de los sujetos en el organismo
social.
Por otra parte, otros médicos ponían más énfasis en la alteración de las
facultades mentales de los suicidas. El 28 de febrero de 1891, José Vásquez presentó en
la Facultad de Ciencias Médicas su tesis sobre la monomanía suicida, la primera en
abordar el tema desde esta perspectiva en dicha institución (Otero, 1991). Vásquez era
un alienista que había realizado su residencia en el Hospicio de Alienados de la Capital
y en el Instituto Frenocomio Modelo, en los cuales obtuvo las referencias y el material
empírico para su trabajo. Fue dirigido por el ya mencionado alienista argentino, el Dr.
Lucio Meléndez.4
El diagnóstico de Vásquez era que las sociedades modernas vivían en constante
“nerviosismo”, el cual afectaba el cerebro del hombre civilizado en el mundo urbano:
Efectivamente, el eretismo nervioso en que viven las sociedades modernas en continua
masturbación intelectual, por el enorme consumo de fuerza nerviosa, el nerviosismo
contemporáneo, como le llama Charcot, ejerce generalmente su influencia en el cerebro del
hombre civilizado que habita las populosas capitales (Vásquez, 1891: 15).

La exposición al exceso de actividad intelectual llevaba a un desgaste del cerebro, como


el de cualquier otro órgano. Para Vásquez, los indicadores del nerviosismo en las
sociedades modernas eran el suicidio y las enfermedades mentales. Este alienista fue el
primero en realizar en el ámbito local una lista detallada y ordenada de las variadas
causas que se atribuían al suicidio desde la perspectiva psiquiátrica. El autor reconocía
que, dentro del universo de las neurosis, el suicidio poseía causas múltiples y variadas.
También destacó el suicidio como “la gran neurosis” del siglo XIX, ya que, en el
contexto de lucha por la existencia del hombre civilizado, era esa misma lucha la que lo
predisponía al desequilibrio mental. A su vez, Vásquez señalaba que el incremento de
los casos de locura y de los casos de suicidios, en la ciudad de Buenos Aires, era más
rápido que el crecimiento de la población. Si bien no dejó de hablar del fenómeno como
de una epidemia social, una “suicidiomanía”, en el desarrollo de su tesis, buscó realizar
4
Lucio Meléndez, se recibió de médico en la Facultad de Medicina de la ciudad de Buenos Aires en
1872, a la edad de veintiocho años, con una tesis sobre "Aneurismas externos". En 1876, Meléndez
asumió el cargo de director del Hospicio de las Mercedes, cargo que ejerció hasta 1893. Este alienista
se preocupó muy especialmente por la situación de la locura y por la patología mental en los
delincuentes, proyectando pabellones especiales destinados a estos casos en particular, años más tarde.
Como especialista en psiquiatría, además, tuvo importante participación en espacios académicos
nacionales e internacionales. En 1884 la Academia de Medicina creó nuevas cátedras, entre ellas la de
Patología Mental. Meléndez concursó y ganó el cargo de profesor titular disputándolo con Eduardo
Pérez y José María Ramos Mejía en 1886. También tuvo una importante actividad de producción de
artículos en publicaciones especializadas como la Revista Médico-Quirúrgica. El método de trabajo
de Meléndez estuvo basado en la observación y comparación clínica rigurosa de sus casos, la
investigación terapéutica y la estadística epidemiológica (Stagnaro, 1997). Según Vásquez, uno de sus
estudiantes, Meléndez decía: “cada loco es un libro nuevo que se me abre al estudio y a la
observación”. Véase también: CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino
(1750-1930), Buenos Aires, Editorial Elche, 1968. T. IV, p. 512.
una clasificación de las distintas variedades de patología mental asociadas con el
suicidio (histeria, delirio de las persecuciones, epilepsia, suicidio maníaco y
melancólico). Al revisar las categorías utilizadas, encontramos un conjunto de términos
y denominaciones técnicas, a veces definidas de manera tautológica. Los médicos y
científicos procedían de esta manera, creando un catálogo de definiciones, como
manías, psicosis, neurosis, melancolías, etc., en su intento por captar y clasificar las
anormalidades detectadas en el organismo social.
Si bien las ideas de la psiquiatría francesa eran conocidas y citadas con frecuencia,
eran reelaboradas por los médicos desde su experiencia. Estos dieron menor importancia
a las hipótesis psiquiátricas, como las planteadas por Esquirol, quien veía el suicidio
exclusivamente como un acto patológico, producto de una monomanía. Para Gaché, por
ejemplo, a diferencia de los planteos de los alienistas, no era posible pensar el suicidio
en el presente sólo como producto de trastornos cerebrales, y debía ser relacionado,
como vimos, con los cambios en la sociedad de fin de siglo.
Una interpretación alternativa era la de José María Ramos Mejía (1849-1914), que
si bien no contradecía lo planteado por Vásquez, establecía una serie de matices que son
interesantes para nuestro trabajo.5 Este renombrado e influyente médico estaba entre
quienes consideraban el suicidio un mecanismo natural que “saneaba” a la sociedad de
neurópatas. Ramos Mejía, hacia 1896, expresaba en un artículo de los Anales del
Departamento Nacional de Higiene, que, partiendo del concepto moderno del suicidio
como fenómeno social, lo entendía como un mecanismo de selección darwiniana que
actuaba como válvula de seguridad contra el nerviosismo de generaciones venideras, al
hacer partir voluntariamente a muchos seres de estructura mental débil. Para estudiar y
comprender este fenómeno, este médico especialista en patologías mentales proponía el
uso de estadísticas y las observaciones psicológicas, para revelar el significado de las

5
José María Ramos Mejía, era miembro de una familia tradicional porteña de tiempos coloniales,
habiendo crecido entre los sectores antirrositas de la elite. Se graduó de médico en la Universidad de
Buenos Aires, siendo su área de especialización las patologías nerviosas. Ramos Mejía en 1873 fundó
el Círculo Médico, en 1882 participó en la creación de la Asistencia Pública de la Ciudad de Buenos
Aires, y entre 1893 y 1898 fue presidente y reorganizó el Departamento Nacional de Higiene.
También fue presidente del Consejo Nacional de Educación entre 1909 y 1913. En este médico se
combinaban las ideas del higienismo francés con su admiración por el pensamiento evolucionista,
como las ideas de Charles Darwin y Herbert Spencer, así como por los desarrollos de las ciencias
naturales y otras ideas en boga en su época, como la criminología italiana de Césare Lombroso o la
psicología de las multitudes de Gustave Le Bon. Además de obras como La locura en la historia
(1895) y Las multitudes argentinas (1899), Ramos Mejía dió a conocer trabajos en publicaciones
periódicas de la época como en los Anales del Círculo Médico, Anales de Higiene Pública y Medicina
Legal, La Semana Médica, La Biblioteca, Archivos de Psiquiatría y Criminología, Revista de
Filosofía, El Monitor de la Educación Común, entre otras (Álvarez, 1996; Galeano, 2007; Terán,
2010). Las ideas de Ramos Mejía sobre el suicidio fueron retomadas por varias investigaciones en
años posteriores, hasta 1931 (Otero, 1991). Véase también: CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo
Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Buenos Aires, Editorial Elche, 1968. T. VI, p. 49-52.
muertes voluntarias.
De manera similar a Vásquez, planteaba que los cerebros modernos sometidos a
constantes y renovadas presiones en la lucha por la existencia podían volverse
inadaptables al medio social, ya sea por ser débiles desde el nacimiento o conmovidos
por determinados efectos sociales. Dos salidas quedaban para quienes no eran capaces
de adaptarse: el suicidio o la locura, la segunda era menos abrupta, pero, al mismo
tiempo, era más degradante. Había, sin embargo un reducido y selecto grupo, entre los
que se incluían generales, doctores y todos aquellos ejemplos de la virtud nacional que
estaban justificados para hacer uso de su "derecho al suicidio". Del mismo modo, el
hombre que ve venir la locura, el militar que ha perdido sus genitales, eran situaciones
extremas que también podían justificar en cierto sentido, según Ramos Mejía, el
quitarse la vida. Sin embargo, en la mayoría de los casos (los anónimos, los registrados
por la policía o el juzgado) el suicidio erá sin duda un delito y una cobardía, a diferencia
de algunos (los suicidios de los grandes hombres) en los que actuaba como un “dulce y
supremo refugio” (Ramos Mejía, 1896). Estos hechos admirables o dignos de
compasión, contrastaban con hechos como los suicidios de los jóvenes enamorados,
descriptos en Las multitudes argentinas: “El suicidio por amor, bellísimo ejemplo de
regresión social hacia la época werteriana del paquete romántico, ¿dónde lo encontraréis
sino en esa inocente pareja de guaranguitos, en quienes la inervación emotiva
desencajada de su justo equilibrio, ha perdido el gobierno de su pensamiento?”(Ramos
Mejía, 1952: 317-318).
Para Ramos Mejía, la civilización y el progreso implicaban una mayor
complejidad y una aceleración de la vida social. Junto con esto venían un aumento de
los goces, de la actividad intelectual, de las pasiones y de las ambiciones, que traían
como consecuencia una sobreexitación cerebral. Este nuevo contexto de exigencia de
las facultades mentales provocaba patologías. Solo aquellos que pudieran adaptarse a la
nueva situación podrían sobrevivir, saliendo victoriosos en la lucha por la vida y en el
proceso de selección natural. En Ramos Mejía aparecía de forma más evidente la
influencia de Gustave Le Bon y su teoría sobre la psicología de las multitudes. 6 Para el
6
En este punto, las ideas del alienismo francés, introducido en Argentina con posterioridad a su
contexto de origen, fueron combinadas, a fines del siglo XIX, con el pensamiento de la psicología de
las multitudes, cuyo principal representante fue Gustave Le Bon. En su estudio, este especialista en
psicología de las masas, partiendo de la noción de sugestión, reflexionaba sobre la influencia que las
imágenes, las palabras y las fórmulas tenían en la población. Más allá del significado “verdadero” de
ciertos términos, símbolos o elementos iconográficos, para Le Bon lo central era comprender el efecto
que determinadas expresiones tenían al apelar a la representación presente en el inconsciente de la
multitud. En este sentido, para Le Bon, a través de la afirmación y la repetición, ciertas ideas podían
ser introducidas en las masas. Tambien los desórdenes mentales eran contagiosos, las emociones de
los hombres en estado de multitud eran altamente contagiosas para este psicólogo de las masas. En
esta interpretación, las formas racionales de comportamiento aparecían vinculadas con el individuo,
autor de Las multitudes argentinas, la multitud era el producto de la evolución desde la
colonia hasta llegar al final del siglo XIX, donde la novedad era la influencia de la masa
de extranjeros sobre la población ya asentada en el Río de la Plata. El principal defecto
entre la población de inmigrantes estaba en su relación con el dinero. El afán por
enriquecerse era un tipo de pasión que podía alterar las facultades mentales, y por ende
generar distintos tipos de locura. Sin embargo, estos inmigrantes aparecían en la mirada
de Ramos Mejía como seres infantiles, que más allá de sus imperfecciones, podían ser
transformados en ciudadanos virtuosos, por ejemplo, a través de la educación. La
formación basada en los valores de la familia y el trabajo transformaría en ciudadanos
respetables a esta multitud -femenina y apasionada, puro inconsciente- que era vista por
Ramos Mejía como la antinomia de la elite virtuosa, de los grandes hombres, que hacían
uso de la razón.
Si tomamos la cita que aparece al principio de este trabajo, también
perteneciente a Ramos Mejía, nos llama la atención la similitud del pensamiento de este
7
autor con el del mundo antiguo, en especial con la concepción de los estoicos. Para
Ramos Mejía existían situaciones en las que el suicidio podía ser permitido y hasta
recomendado:
El Suicidio podrá ser un simple fenómeno social, como la prostitución, el pauperismo y la
delincuencia; un resultado inevitable y previsto de la selección de la lucha por la existencia, pero
quedan esas excepciones numerosas que dejamos mencionadas, en que es el término preparado
de un proceso intelectual relativamente libre, consciente y reflexivo; un acto voluntario hasta
donde el mecanismo hombre lo puede verificar: el producto lógico de una situación moral dada,
cuyo desarrollo necesario -casi diria mecánico- lleva fatalmente a este fin, refugio de una
conciencia alarmada; pero no meticulosa ni cobarde (Ramos Mejía, 1896: 380).

Cuando se hacía frente a la muerte, de manera consciente, para eludir un destino


de sufrimiento o una agonía dolorosa o atroz; en los casos de suicidios políticos donde
era elegido el fin de la existencia al estigma de una circunstancia aleatoria y
desafortunada, es decir, frente a las “grandes e irreparables tribulaciones”, en que había
que optar entre el final de la vida biológica y la muerte civil o moral, producida por una

mientras que lo irracional estaba asociado con lo grupal, con el hombre en estado de multitud (Laclau,
2005).
7
Dentro del pensamiento filosófico antiguo, quienes fueron los más permisivos en cuanto a la
posibilidad de suicidio fueron los estoicos. Desde la perspectiva de los estoicos no era necesario
retener la vida, sino vivir bien. Así, la puerta estaba siempre abierta para dejar de seguir viviendo
cuando el sujeto lo creyera necesario. Sin embargo, esto no avalaba el suicidarse por odio o hastío
hacia la vida, o por miedos. La decisión debía estar fundada en las causas que hacen que el sujeto no
encuentre significado en seguir vivo, una decisión tomada por medio del pensamiento (el logos
universal) en estado de imperturbabilidad, y no de la influencia de las pasiones (dolor, placer, temor).
La muerte podía ser un supremo refugio, un instrumento libertario y de afirmación de la libre
voluntad. Con el suicidio no se perdía ni se dañaba nada en el cosmos, era parte del reciclado de los
seres vivientes (Szlajen, 2012: 89). En este sentido, lo reprobable para el estoicismo no era el suicidio
en sí, sino vivir de forma contraria a la ética estoica, es decir, vivir de forma vergonzosa, cobarde y
deshonrosa, de manera contraria a la naturaleza, sin las facultades de la razón, en detrimento de la
virtud y consumido por el vicio (Szlajen, 2012: 91, 92).
lapidación pública, el suicidio era un supremo refugio (Ramos Mejía, 1896: 381). Hacia
el final del artículo Ramos Mejía tomó como ejemplo de estos casos los suicidios de los
estoicos y los grandes hombres, que no debían ser confundidos con los alienados y
criminales. Como veremos a continuación, estas ideas fueron retomadas por los
discípulos de Ramos Mejía.

2.3 La criminología positivista: el suicidio como anormalidad

En paralelo a la discusión sobre la cuestión social, una nueva disciplina empezó


a ejercer su influencia, la Medicina Legal. Tras los episodios de epidemias, el trabajo
con cadáveres por parte de higienistas y médicos forenses se volvió cada vez más
frecuente. Por un lado, los especialistas planteaban la necesidad de autopsias para
confirmar las causa de las muertes, y corroborar si se trataba de una defunción producto
de una enfermedad epidémica. Por otra parte, los médicos forenses eran requeridos en
las autopsias para la elaboración de informes en causas civiles y criminales. Eduardo
Wilde, en este sentido, condensó ambas miradas del estudio de los cadáveres, desde la
cátedra de Higiene (creada en 1873, y nombrado Wilde a cargo de la misma en 1875 ) y
como titular de Medicina Legal (desde 1875, año de su creación; Salessi, 1995: 82).
Este campo intermedio entre los conocimientos del derecho y la medicina surgió
también como respuesta a la preocupación por identificar si quienes cometían un delito
tenían sus facultades mentales alteradas. En estos casos, los culpables eran librados de
la culpa por sus acciones y sometidos a tratamientos en instituciones especializadas.
Tanto los criminólogos como los alienistas buscaron que los enfermos mentales
(quienes padecían alguna monomanía, la melancolía, o alguna otra forma de alteración
de sus facultades) fueran librados de toda pena por sus actos, ya que no podían ser
considerados responsables de sus acciones. De allí la importancia de las pericias
médicas para reconocer la presencia de la locura en los procesos judiciales. Por ejemplo,
si bien los casos de suicidio no eran delitos, cuando alguien atentaba contra su vida
intervenía un médico de policía que hacía la pericia correspondiente sobre el cuerpo y el
lugar donde había ocurrido el hecho. Además, en las tentativas, era el encargado de
diagnosticar si las facultades mentales estaban alteradas por alguna patología. Tras estas
indagaciones, en muchos casos se derivaba a quienes atentaban contra su vida a
hospitales e instituciones dedicadas al cuidado y tratamiento de locos y alienados. En
los asuntos jurídicos, la figura del médico fue ganando legitimidad como autoridad para
emitir el juicio sobre esta cuestión. Como señala Ruibal: “La patologización del delito
impulsó, entonces, el surgimiento de una práctica médica que intentará convertirse en
pieza clave del discurso jurídico, en un proceso en el cual la relación del médico y el
juez, así como el valor de las pericias en los procesos, estuvieron sujetos a controversia”
(Ruibal, 1996: 196).
La medicina legal, una prolongación de los alcances del saber médico, fue, a
fines del siglo XIX, un primer espacio de la criminología. El pensamiento criminológico
en Argentina estuvo fuertemente vinculado con las ideas de la escuela positivista
italiana, cuyos principales referentes fueron C. Lombroso, R. Garófalo y E. Ferri. Ésta
tuvo su declaración de principios con la obra de Lombroso, L'uomo delinquente (1876).
Los partidarios de esta corriente de pensamiento entendían al delito como una patología
social o biológica, según el caso, cuyo estudio empírico debía llevarse adelante dejando
de lado las nociones clásicas de libre albedrío y responsabilidad individual,
características del derecho penal más tradicional. Según Lombroso, había ciertos rasgos
observables empíricamente en los criminales (ciertos tipos de mandíbulas, frentes y
orejas, por ejemplo), correspondientes con el típico uomo delinquente, cuya
predisposición al delito era innata. Al tratarse de factores que escapaban a la decisión de
los individuos, en lugar de castigar a los criminales por la responsabilidad de la falta, la
comunidad debía aplicar instrumentos para la defensa social de la misma (Zimmermann,
1995: 127-128). Es decir, este énfasis en el determinismo biológico o social en los
orígenes de la conducta criminal, implicaba que el delito y su pena ya no se medían en
términos de pecado o culpa, sino en el potencial riesgo que el sujeto anormal
representaba para la sociedad. El encierro era un medio para evitar daños a la
comunidad, no para castigar, y para observar el comportamiento y los rasgos de los
delincuentes.
Producto de la difusión de este pensamiento en Argentina, surgieron
publicaciones relacionadas con el estudio de la realidad en Buenos Aires al final del
siglo XIX y principios del siguiente. La primera revista que apareció fue Criminología
Moderna, dirigida por Pietro Gori, abogado anarquista y jurista italiano. Gori se había
exiliado en Argentina tras ser condenado a 21 años de prisión en su país de origen
acusado de participar como impulsor de sublevaciones populares. Su estadía en Buenos
Aires dió un importante empuje a la difusión de la criminología positivista en
Argentina. Hacia 1902 este intelectual abandonó el país para regresar a Italia. La figura
de Gori, actuó como el puente entre los principales referentes de la escuela en Italia y
los adherentes locales de sus ideas (Zimmermann, 1995: 128).
Entre los temas abordados en la publicación había articulos sobre: derecho y
procedimiento penal, legislación y jurisprudencia; aportes desde la Medicina Legal, la
Sociología y Antropología criminal; análisis de diferentes casos de criminales o temas
de actualidad a la luz de la mirada criminológica; datos estadísticos e información sobre
el funcionamiento del sistema judicial y carcelario. De manera análoga a la variedad de
temas y enfoques eran los colaboradores con los que contaba la publicación. Dentro del
cuerpo de redacción estaban incluidos, entre otros: el Director de la oficina
antropométrica de la Capital (Guillermo Achával), el Presidente de la comisión de
cárceles y casas de detención (Julián Aguirre), abogados, profesores del colegio
nacional (el escritor uruguayo Víctor Arreguine, por ejemplo), el Director de la
penitenciaría de Sierra Chica (Miguel Costa), docentes universitarios, políticos, jueces,
autoridades de instituciones policiales y psiquiátricas, por ejemplo, Juan Vucetich (jefe
de las oficinas de estadística e identificación antropométrica de la policía de la provincia
de Buenos Aires). Entre los corresponsales en el exterior había profesores universitarios
y académicos especialistas en derecho penal, antropología criminal y medicina legal de
varias ciudades del mundo, aunque en su mayoría eran del ámbito intelectual italiano
del que provenía Gori (Lombroso, Morselli, Garófalo y Ferri). Cabe destacar que los
primeros trabajos de intelectuales argentinos que tendrían mayor trascendencia en años
posteriores, como José Ingenieros o Francisco de Veyga aparecieron en esta
publicación, cuyos veinte números se publicaron entre 1898 y 1900. Con la aparición de
Criminología Moderna comenzó el auge de la corriente positivista de criminología en
Argentina.
Esta publicación fue el antecedente de la célebre Archivos de Psiquiatría y
Criminología. Esta revista fue fundada por Francisco de Veyga y dirigida por José
Ingenieros, entre 1902 y 1913. Como director y escritor de Archivos, Ingenieros contó,
además de su formación en medicina, psicología y derecho penal, con un importante
archivo sobre delincuentes y presos, resultado de su actividad en el Instituto de
Criminología y en la Penitenciaría Nacional y del Depósito de Contraventores de la
Policía. A partir de su nombramiento como Director del mencionado Instituto de
Criminología, en 1907, la publicación de la revista especializada: “Archivos de
Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines”, pasó a editarse en sus instalaciones. Como
objetivo de su programa, la revista se proponía el estudio científico de los anormales (el
homicida, el genio, el mentiroso, el pederasta, el filántropo, el avaro, el alienado, el
ladrón, el apóstol, el sectario, el enamorado, el vagabundo, la prostituta).
Entre los objetos de estudio analizados en ambas publicaciones (Criminología
Moderna y Archivos) estaban los suicidios. La presencia de trabajos centrados en este
fenómeno dan cuenta de la preocupación que el aumento de estos casos provocaba en la
población y en la comunidad científica de fin de siglo.8 De los estudios aparecidos en
ambas revistas queremos detenernos en dos autores que sintetizan las principales
discusiones sobre la muerte voluntaria durante el final del siglo XIX y los inicios del
XX: Fermín Rodriguez y Victor Arreguine. Ambos intelectuales presentaron sus ideas
en el Primer Congreso Científico Latino-Americano celebrado en Buenos Aires en
1898.
El Dr. Fermín Rodríguez, Director del Sanatorio de Santa María en Córdoba, fue
discípulo de Ramos Mejía e inició sus estudios sobre el tema en su tesis, “Alcoholismo
y Suicidio”, defendida en 1897, orientada a analizar los efectos del creciente consumo
de alcohol en el aumento de los casos de suicidio. 9 A diferencia de otros estudios que
partieron de una reflexión sobre estadísticas o los hechos narrados en la prensa,
Rodríguez otorgó un papel importante a los sumarios policiales facilitados por los
magistrados de la capital. Siguiendo los datos aportados por estos documentos,
Rodríguez planteaba que el alcohol tenía un rol central como causa de muchos suicidios,
no pudiéndose apreciar la magnitud completa del fenómeno en las cifras por la
deficiente confección de las estadísticas por parte de la policía.
Cabe mencionar que en esta interpretación había una mirada negativa de la
sociabilidad obrera en las tabernas y cafés. Para Rodríguez, éstos eran escuelas de
mendicidad, vicio y crimen. Como medida profiláctica, el autor apostaba al impuesto al
alcohol: esta carga, en caso de no mejorar la higiene, haciendo descender el consumo, al
menos aumentaría los ingresos del fisco. También creemos importante resaltar, que en
paralelo al desarrollo de su investigación, estaba en discusión en el ámbito
parlamentario un proyecto sobre “El estanco del alcohol”.
Una vez recibido, Rodríguez continuó realizando aportes sobre la temática, los
8
En el primer número de la revista, en un artículo sobre un caso de doble homicidio y rapto, el autor
destacó: “El mes transcurrido ha sido tragicamente fecundo en hechos de sangre excepcionales
perpetrados en distintos puntos de la República y de que se ha ocupado extensamente la prensa diaria.
Desde luego se nota entre esos hechos el considerable predominio de los suicidios cuyo incremento ha
tomado en el país las mas alarmantes proporciones, hasta el punto de haber preocupado seriamente la
atención de los escritores y las autoridades” (Criminología Moderna [en adelante Criminología], 1898,
Nº1, p.25).
9
Rodríguez era bisnieto del brigadier general Martín Rodríguez y su padre fue uno de los fundadores de
la Unión Cívica Radical. Tras viajar por Europa, inició sus estudios en 1891. Terminó la carrera de
Medicina en 1897 luego de defender sus tesis sobre la influencia del alcohol en el aumento de los
casos de suicidio. Fue elogiada y parcialmente publicada en revistas científicas, como “La Biblioteca”
(t.V) dirigida por Paul Groussac. Fue jefe de clínica de enfermedades nerviosas en el Hospital San
Roque, aunque terminó por especializarse en el estudio de la tuberculosis. Gracias a sus contactos con
académicos en Francia, dió conferencias sobre sus investigaciones en la Universidad de La Sorbona,
en París. Además de su labor en el campo de la salud, participó ocupando cargos como Director de
Higiene de la Provincia de Buenos Aires y Director de la Asistencia Pública. Véase: CUTOLO,
Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Buenos Aires, Editorial
Elche, 1968. T. VI, p. 283.
cuales fueron publicados en Archivos… El primero de los artículos apareció en el
número de mayo de 1903 bajo el título “Determinantes lógicas del suicidio”. El eje de
este trabajo fue matizar la postura alienista, que veía en cada suicida a un enfermo
mental. Si bien, en muchos casos, podría tratarse de una patología o de los efectos del
alcoholismo, retomando lo postulado por su maestro Ramos Mejía, había otros donde el
suicidio era digno de piedad y en algunos hasta de admiración. En este sentido uno de
los ejemplos que desarrolló fue el de Leandro N. Alem, suicidio ocurrido en 1896 que
conmocionó a la sociedad entera, quedando presente en la memoria colectiva, a pesar
del paso de los años. Nuevamente aparecían ideas estoicas sobre la vida virtuosa, en
oposición a quienes vivían sumidos en el vicio.
En trabajos posteriores, Rodríguez, además de insistir con sus reflexiones sobre el
consumo de alcohol, indagó sobre la edad, el sexo y el estado civil de los suicidas y
aquellas circunstancias que predisponían el quitarse la vida en la población. Al igual que
otros profesionales de la salud, para Rodríguez, el perfil del suicida promedio era un
hombre, entre 16 y 25 años, sin empleo, o, en segundo lugar, de alguna profesión liberal
y soltero. La mujer se suicidaba menos, según el pensamiento médico, por cumplir un
papel secundario en la vida intelectual, por sus sentimientos afectivos y por poseer
creencias religiosas más arraigadas; estas características obstaculizaban la aparición de
ideas suicidas, la alienación mental y la criminalidad en el sexo femenino. Por otra
parte, otros factores, como la presencia de enfermedades venéreas, una sexualidad sin
pudor, el consumo de bebidas alcohólicas, la ausencia del sentimiento religioso o la
práctica fanática del culto, podían influir en la predisposición a caer en el suicidio. Al
mismo tiempo, el matrimonio y la vida en familias bien constituidas poseía cualidades
protectoras. “Cuando el sentimiento de una noble y legítima paternidad existe, él
constituye la más firme garantía contra las diferentes formas de la impulsividad anti–
altruísta: Nada puede comparársele como elemento moderador de éstas” (Rodríguez,
1904: 389). La vida del soltero, guiada por la libertad y la satisfacción egoísta de los
deseos fuera del hogar, predisponía a la influencia perniciosa del medio social (fiestas,
clubes, vicios, etc.). El matrimonio, por otra parte, tenía una influencia benéfica, pero
sólo si la moralidad al interior del grupo familiar estaba bien organizada, a diferencia de
lo que Rodríguez observaba en muchos hogares obreros, carentes de recursos. En
síntesis, Rodríguez continuó sus trabajos en la línea de su maestro Ramos Mejía,
marcando un contrapunto entre lo que era considerado un estilo de vida virtuoso y lo
que era visto por estos médicos como la degradación producida por el vicio, entre otros
factores, y condiciones sociales desfavorables.
La colaboración de especialistas en diferentes áreas, fuera del ámbito médico y
jurídico fue común tanto en Criminología Moderna como en Archivos. En ambas, fue
incorporada la mirada de otras disciplinas y puntos de vista (jurídico, policial,
pedagógico y penitenciario). Así, aunque predominaron los profesionales de la salud
entre sus colaboradores, Archivos recibió los aportes de actores diversos (profesores,
académicos –locales y extranjeros–, abogados, políticos, miembros del ámbito
educativo, de la fuerza policial, del mundo penitenciario y funcionarios del estado)
(Mailhe, 2013: 4). Así por ejemplo, Juan Vucetich colaboró en ambas publicaciones, y
en Archivos presentó un artículo detallando las cifras estadísticas de suicidios en la
provincia de Buenos Aires durante el período 1891 – 1901.
Otro caso de colaboración por fuera del ámbito médico o jurídico fue el de
10
Víctor Arreguine, periodista y escritor de origen uruguayo. Desde la perspectiva de
Arreguine, más que considerar el aumento de los suicidios como un producto de la
civilización, éste los interpretó como una consecuencia del deficiente desarrollo del
progreso moral en comparación con el material. 11 Es decir, para el autor eran los
aspectos negativos de la civilización los que traían el incremento de los suicidios, pero
no consideraba que fuera un atributo de ésta en todas sus etapas.12 Por ejemplo, para este
profesor del Colegio Nacional, el alcoholismo no explicaba por sí solo el
acrecentamiento de las muertes por mano propia, a diferencia de lo planteado por
Rodriguez. Sí eran importantes dos factores, que Arreguine distinguió. En primer lugar,

10
Víctor Arreguine (1863-1924), educador y periodista uruguayo. Desde 1892 pasó a residir en Buenos
Aires. Allí, tuvo una importante actuación docente además de su actividad como escritor. Entre sus
obras se cuentan: Tiranos de América, El Dictador Francia (1896); Estudios Sociales (1899); En qué
consiste la superioridad de los latinos sobre los anglosajones (1900); Estudios históricos. Tiempos
heroicos y la guerra de la Cisplatina (1905); La guerra. Amor libre (1906); Latorre (1913); Los
Orientales. Tierra salvaje (1924); dos libros de versos publicados en Buenos Aires: Rimas (1892);
Tardes de Estío (1906), y una Antología de poetas uruguayos. Muere en Buenos Aires, el 24 de agosto
de 1924. Sus reflexiones sobre el aumento de los suicidios aparecieron por primera vez en el Primer
Congreso Científico Latino-Americano, en 1898, y más tarde en el primer número de Criminología
Moderna. Según la redacción de esta publicación, Arreguine había recibido las más elogiosas críticas
cuando presentó su trabajo en el Congreso Latino-Americano. Al año siguiente, en su obra Estudios
Sociales (1899) apareció publicado el ensayo sobre el suicidio que, posteriormente, aparecería
también en Archivos... en 1905. La reaparición de este ensayo en varias oportunidades y distintos
ámbitos intelectuales nos da una idea de la buena recepción que tuvo en su época. Véase: CUTOLO,
Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Buenos Aires, Editorial
Elche, 1968. T. I, p. 242-243. También el artículo “Víctor Arreguine ante el progreso humano” de
Fernando Pablo Vilardo, disponible en: http://www.cecies.org/articulo.asp?id=102
11
Según Arreguine no había posibilidad de buscar aquel elemento primitivo fisiológico, como proponía
Lombroso, que permitiera explicar la tendencia al suicidio, ya que se trataba de una epidemia moral.
En este sentido, este educador se preguntaba si la postura de la Iglesia, que se había negado a enterrar
los muertos por suicidio, tal vez había sido un remedio contra este mal.
12
Si bien estuvo influenciado por los supuestos del pensamiento y las ideas de su época, Arreguine
criticaba la concepción de la civilización desde una perspectiva meramente utilitarista, tecnológica,
fría y racional. Desde su perspectiva, era necesario sanar las deficiencias de la sociedad moderna, a
través de una moralidad derivada de la vida, que no dejará de lado las pasiones y las emociones, en
especial, las tendencias altruistas del ser humano.
el escritor uruguayo resaltó un aspecto mencionado con mayor o menor énfasis por los
profesionales de la salud ya citados: la sugestión mental y moral. 13 Entre otros
elementos que podían provocar dicha sugestión el autor señalaba “el ejemplo de la
muerte voluntaria divulgado en el teatro, en la prensa, en las novelas” que a veces
presentaban “como solución única a las bancarrotas del orgullo, de la fortuna y del
amor” al suicidio. Sin embargo, como destacaba a continuación, la sugestión sólo era
posible en un terreno psicológico predispuesto por la ausencia de frenos morales de la
época y la falta de homogeneidad en la población de la capital argentina. 14 En este
sentido, otra situación que preocupaba a este escritor era la de los inmigrantes que
arribaban a Buenos Aires:
Los que emigran de su país por no suicidarse, ya traen el germen, la sugestión del suicidio; y si al
llegar aquí no encuentran la realización de sus sueños de ventura, si siguen sintiéndose
desgraciados, impotentes y perseguidos por una para ellos ineludible fatalidad; si contemplan el
cuadro de sus miserias y la fácil opulencia de muchos de sus compatriotas, es natural que
algunos hagan en América lo que hubiesen hecho en Europa: matarse. Y resulta tanto más

13
Otro autor publicado en Criminología, y más tarde en Archivos, el criminólogo Miguel Lancelotti
reflexionó sobre el fenómeno de la imitación y el contagio en los casos de suicidio. Para este autor,
solo era posible la sugestión si había terreno psiquico propicio, haciendo referencia al artículo de
Arreguine, publicado en Estudios Sociales y antes en Criminología Moderna. En palabras de
Lancelotti: “Efectivamente, y esta no es más que una verdad de simple buen sentido,- ningún banqueri
cuyos intereses marchen en armonía con sus deseos; ningún esposo o amante afortunado; ningún
hombre de costumbres morigeradas; ningún individuo que no tenga su cuerpo viciado, extenuado por
las enfermedades y mil otros sufrimientos físicos o morales; ninguno que no tenga la imaginación
exaltada [subrayado en original], por más asiduo lector que sea de crónicas a lo Werther se le ocurrirá
imitar a esos tristes héroes que ven en la propia existencia su mayor enemigo” (Lancelotti, 1900: 579).
Sin un desastre financiero, si no había un abuso de los placeres, como en el caso de exceso de las
bebidas alcohólicas, el juego, en ausencia de emociones como los celos, la colera, la envidia, la
ambición, la ociosidad, la soledad, la nostalgia, el terror, los remordimientos, la desesperación, no
existía un terreno propicio para el suicidio. El marco para generar una mayor predisposición al
suicidio estaba en la vida del mundo civilizado que multiplicaba las necesidades y sobreexitaba el
sistema nervioso, llevándolo al suicidio, la locura o delito, según la personalidad y el temperamento
individual. (Lancelotti, 1900: 579)
Y si bien la alteración de las facultades mentales, la exaltación de la imaginación y las pasiones son
consideradas por Lancelotti como la situación necesaria para el suicidio, deja el mismo espacio que R.
Mejía para los grandes heroes que “algunos alienistas incipientes han pretendido estigmatizar con el
dictado de locos o suicidas”.
14
En otro artículo publicado en Criminología, titulado “Los crímenes románticos”, Ricardo del Campo
(1898), Vicedirector de la revista, relató y analizó el caso de Casimiro Tapia, un joven oriental de 19
años, que el 24 de noviembre de 1898 había degollado a su amante Hortensia Marsi, atentando luego
contra su propia vida, aunque sin resultado. Al parecer, ambos habían decidido suicidarse debido a que
la familia de Hortensia se oponía a su amor. A la hora de explicar las causas de este suceso, Del
Campo destacó que se trataba de un “celoso por literatura”, retomando un concepto del escritor
francés Paul Bourget. El autor justificaba su hipótesis en el hecho de que Tapia era un asiduo lector de
historias románticas, con prefèrencia por aquellos relatos con finales trágicos. Según Del Campo, la
sugestión de este tipo de literatura habría hecho exagerar la realidad y los obstáculos que tenía para
continuar su relación con Hortensia. De todos modos, no alcanza para volver inimputable el hecho en
opinión del autor. En otro artículo, Pio Viazzi (1899), que sería autor de La lucha entre los sexos
(1902), abogado y corresponsal externo de Criminología, trataba de explicar estos dobles suicidios
como el resultado del decaimiento fisiológico que traía la actividad sexual, en especial, aquella que
tendía a la degeneración de los sujetos. Cuando el individuo había cumplido su rol en la reproducción
podían aparecer tendencias de odio, tanto hacia sí mismo como hacia el objeto amado. La actividad
sexual ya sea por exageración o por carecer de energías suficientes, por el agotamiento, o por males
como la epilepsia o ciertas neurosis, podían favorecer estos tipos de actos violentos.
justificada esta tesis, si a una serie de fracasos, a la nostalgia, a los compromisos a que no pueden
dar cumplimiento, al despacho, a la falta de amistades, se agrega a la carencia de homogeneidad
social: vínculos políticos, religiosos, idiomáticos, etc., que siempre facilitan la vida de relación, y
que determinan con mayor energía la ayuda mutua, extendiendo a la vez la esfera de la simpatía
(Arreguine, 1898: 6).

Este trabajo de Arreguine estaba dialogando con el estudio de Fermín Rodríguez sobre
la relación del suicidio con el alcoholismo, restando peso a este factor y otorgando
importancia a la multiculturalidad presente en la ciudad de Buenos Aires tras la llegada
masiva de los inmigrantes.15 Éstos empezaron a ser observados con mayor desconfianza
por parte de las elites porteñas a medida que terminaba el siglo XIX y comenzaba el
XX. Otra diferencia con Rodríguez era el rol otorgado al matrimonio. Para Arreguine, la
unión matrimonial podía no ser un factor proctector, resultando también en fuente de
muchas presiones que podían llevar a los hombres a quitarse la vida, frente a la
imposibilidad de asegurar el bienestar de sus familias. Lo que nos llama la atención es
que si bien Arreguine cuestiona que los casos de suicidio sean resultado de cierto
darwinismo social, como lo entiende Ramos Mejia (maestro de Rodríguez), o propio de
razas inferiores, este escritor nuevamente llama la atención sobre los suicidios de
hombres y mujeres célebres en el mundo antiguo y de estadistas reconocidos del
presente (como el presidente chileno, José Manuel Balmaceda, que en 1891 se quitó la
vida en Buenos Aires, caso que también destacaba Ramos Mejía).
Para finalizar el recorrido por los discursos relacionados con el suicidio en el
Buenos Aires de entresiglos, analizaremos un último trabajo, la tesis de Amílcar
16
Luzuriaga, médico que la defendió en 1909, y fue dirigido por Francisco de Veyga.

15
Sorpresivamente, Arreguine termina su artículo con un análisis de la influencia de los vientos en la
tasa de suicidios. Según sus indagaciones la mayoría de los suicidios ocurrieron bajo la influencia del
viento norte cálido y mortificante (que avivaba los hechos de sangre, al alterar los estados de ánimo,
similar al siroco italiano y al solano español) y el viento sur, para el que Arreguine no encuentra
explicación por ser un viento benigno (Arreguine, 1898: 9).
16
Al igual que José Ingenieros, Francisco de Veyga fue discípulo de José María Ramos Mejía y uno de
los principales representantes de la criminología positivista de entresiglos en Buenos Aires. Además
de su labor académica, tuvo una activa participación como médico militar (realizó sus prácticas para
alcanzar el grado en la Armada), llegando a ser nombrado General. De Veyga culminó sus estudios en
1890, tras defender su tesis sobre la fiebre tifoidea. Tras finalizar sus estudios, decidió cruzar el
Atlántico para perfeccionar y ampliar sus conocimientos en bacteriología. En su paso por Europa, se
vinculó con Charcot y asistió a las clases que éste dictaba en La Salpetrière. También allí recibió
formación en medicina legal y en las ideas de C. Lombroso, uno de los principales referentes de los
estudios criminológicos de la época. Entre los cargos que desempeñó tras volver a la Argentina, en
1892, cabe destacar su labor en la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Medicina, en la que se
desempeñó entre 1899 y 1911 (ya era profesor suplente desde 1894). De su labor como docente de
esta asignatura surgió su obra más destacada titulada "Estudios médico-legales sobre el Código Civil
Argentino". Para poder enseñar en forma práctica la disciplina, se hizo cargo del Servicio Público de
Autopsias de la Capital y, mediante un acuerdo con la policía, impulsó la creación del Servicio de
Observación de Alienados. En este último, De Veyga fue nombrado Director, y a su vez, éste nombró
Jefe de Clínica de la institución a José Ingenieros. Con Ingenieros asistieron como delegados
argentinos al V Congreso Internacional de Psiquiatría, que se realizó en Roma, en 1905. En 1911
renunció a la cátedra de Medicina Legal tras ser nombrado director general del Servicio de Sanidad
del Ejército. A lo largo de su carrera De Veyga dirigió La Semana Médica y escribió para El Mercurio
Luzuriaga condensó varias de las ideas hasta aquí trabajadas, y agregó otros elementos
nuevos.17
¿Cómo entiende la muerte voluntaria Luzuriaga? El suicidio, desde su
perspectiva, era tan antiguo como el mundo; un medio para poner fin a padecimientos
morales o físicos, considerados sin remedio. Al mismo tiempo, el autor destacaba que
constituía uno de los “hechos más graves e irreparables de todas las sociedades” y, por
lo tanto, debía ser combatido por todos los medios disponibles (Luzuriaga, 1909: 29). Si
bien el autor prefería hablar de muerte voluntaria, sin entrar a determinar el estado
psíquico, moral o físico que causaba el acto, por otra parte, señalaba que, por regla
general, los que tratan de quitarse la vida “atraviesan algún momento anormal”. Este
estado de anormalidad, podía ser producto de lesiones anatómicas o de una enfermedad
moral (Luzuriaga, 1909: 40). Este concepto de anormal, más global y amplio que el de
alienado, estaba en línea con el pensamiento de la criminología de entresiglos, que
entendía el crimen y el delito en relación con la peligrosidad de los individuos para el
organismo social, y aunaba en una misma categoría tanto a los que tenían sus facultades
mentales alteradas como a aquellos que carecían de frenos para su pasiones. Partiendo
de esta afirmación más general, Luzuriaga contemplaba que había un pequeño grupo de
casos que comprendía a “quienes han asistido todas las razones para concluir con su
vida", aquellos individuos que, con o sin responsabilidad, habían comprometido su
honor, el de su familia o el de su patria sin vislumbrar otra alternativa para salvarlo que
la muerte. Estos casos eran una minoría para el autor. Además de los dementes (que
actuaban bajo la pérdida de la razón), quienes eran mayoría eran los “nerviosos” y
“apasionados”. El enamorado que no era correspondido; el negociante que había
fracasado, el desempleado que no encontraba trabajo; quien había sido despedido;
tenían alterada su mentalidad a la hora de actuar (Luzuriaga, 1909: 42-43), víctimas del
estado pasional. Como podemos observar, si comparamos las ideas de Luzuriaga con las
de otros autores previos, si bien ganaba peso la interpretación que restaba peso a la
capacidad de agencia en lo casos de suicidio, este autor conservaba, aunque ya en un
lugar muy modesto, la posibilidad de casos de suicidio que no se trataran del desarrollo
anormal del sujeto, dando un rol a la reflexión ética.18
de América, Archivos de Psiquiatría y Criminología y la Revista de Filosofía, entre otras
publicaciones. Murió en la ciudad de Buenos Aires en 1942. Véase: Weissmann, Patricia (1999),
“Francisco de Veyga y los comienzos de la clínica criminológica en la Argentina”.
17
Cabe mencionar que, antes de terminar sus estudios, Luzuriaga había sido alumno de la Escuela de
Aplicación de Sanidad Militar, y también había hecho prácticas, como interno del Hospital Militar,
entre 1903 y 1909, en el período en que De Veyga, además de ser su profesor de Medicina Legal, era
Inspector general de Sanidad del Ejército.
18
La locura o alienación mental era considerada por Luzuriaga como el factor central para entender el
suicidio, en términos individuales (Luzuriaga, 1909: 43). Junto a esta varible, el autor destacaba otras.
En cuanto a la evolución demográfíca observada en las estadísticas, la
conclusión de Luzuriaga era que la población se había duplicado pero los suicidios se
19
habían más que triplicado. El autor destacaba el medio social (moral y económico)
como una de las causas principales de esta situación. La lucha por la vida, las pasiones y
aspiraciones, la corrupción, el alcoholismo, el juego, en el mundo urbano, enfermaban
el alma. De nuevo, el factor identificado como el principal responsable era la vida en el
mundo civilizado, aunque con un matiz diferente. Luzuriaga interpretaba que la
aglomeración de las poblaciones en las ciudades, y los males que venían como
consecuencia (hacinamiento y miseria), también eran responsables de generar esta
“enfermedad moral”. En lugar de realizar sólo una crítica a cierta tendencia al vicio en
las poblaciones urbanas de inmigrantes y trabajadores, el autor tomó en cuenta la
situación de la vivienda y el acceso a los bienes necesarios para la subsistencia por parte
de las clases trabajadoras y pobres en las ciudades. Según Luzuriaga, los suicidios
predominaban entre la “clase humilde”, ya que, además de ser mayores numéricamente
en relación con la clase “elevada” y la mediana, era allí donde estaban “las dificultades
de la vida, las corrupciones, el alcoholismo, etc.” (Luzuriaga, 1909: 64). Por otra parte,
para este médico las fuertes convicciones políticas y las pasiones plasmadas y
transmitidas a través de la literatura, tenían efectos nocivos en la población. 20
Sobre el perfil promedio del suicida no hay muchas diferencias con los autores
anteriores respecto a la cuestión del sexo. Según sus datos, predominaba el suicidio
entre los hombres. Por cada 100 mujeres había 300 hombres que ponían fin a su vida.
Para Luzuriaga, la "obligación de aportar a la sociedad el fruto de su trabajo" ponía a los
hombres en una situación más difícil que la de las mujeres (Luzuriaga, 1909: 54). En
cuanto a las edades, no parece haber diferencias tampoco. Según Luzuriaga, los casos se
daban, en su mayoría, entre los 20 y 40 años. Para el autor, en esos veinte años las

En primer lugar, planteó la importancia de la transmisión hereditaria, que podía mantenerse por varias
generaciones en una misma familia. A este factor se agregaba la posibilidad de la imitación de las
prácticas y su contagio (esto explicaba para el autor que las muertes fueran producto de los mismos
medios y las mismas circunstancias), que contribuían a la aparición de epidemias de suicidios entre la
población de la época. Según Luzuriaga, algunas enfermedades crónicas y agudas, podían llegar a
determinar estados que promovieran el quitarse la vida. Producto de la fiebre podían aparecer diversas
formas de delirio, que eventualmente eran capaces de conducir al suicidio. Por otra parte, pacientes
con enfermedades como el cáncer o las neuralgias, para sustraerse al dolor o un tratamiento fastidioso,
también podían llegar a tomar la decisión de poner fin a sus vidas.
19
Según las cifras de la investigación, de una población de 547.144 habitantes y una cantidad de 71
suicidios y 54 tentativas, en el año 1890, la ciudad de Buenos Aires paso a tener, en el año 1908, con
1.189.180 habitantes, un total de 206 suicidios 187 tentativas.
20
“La misma influencia perniciosa tiene la política, que causa muchas víctimas, especialmente entre los
anarquistas, el amor, cuya pasión constituye un verdadero estado patológico, el teatro, sobre cuyas
fantasías dramáticas ardientes ya hablamos en otro sitio, la prensa y los libros que con un espíritu
egoísta y puramente comercial, avivan las pasiones y originan la muerte de más de un romántico,
etcétera” (Luzuriaga, 1909: 70).
personas tenían proyectos ambiciosos y, al mismo tiempo, estaban más vulnerables
frente a las decepciones que cuando ya habían alcanzado experiencia (aplacando las
ambiciones desmedidas) y una situación mas ventajosa (Luzuriaga, 1909: 60). Donde
había algunas diferencias, si comparamos con estudios anteriores, era respecto al estado
civil y a la nacionalidad de lo suicidas y la interpretación de estos datos. Según
Luzuriaga, el número de suicidas estaba en razón directa con el número de extranjeros
en la capital. Así, como la mayoría de los inmigrantes eran italianos y españoles, la
mayoría de los suicidas eran de esas nacionalidades. Siguiendo dicha tendencia, les
seguían en número franceses, alemanes e ingleses. Es decir, para Luzuriaga no había
una inclinación mayor de los extranjeros hacia el suicidio (Luzuriaga, 1909: 55). Esto
contrasta con interpretaciones como la de Arreguine, que consideraba que la falta de
homogeneidad e integración tendían a promover el aumento de los suicidios, o de
quienes, en línea con el contexto finisecular y del centenario, miraban con desconfianza
a los inmigrantes, a los cuales consideraban más proclives al delito y a la locura, y por
ello eran un peligro para la constitución de la nación. En cuanto al estado civil, si bien el
mayor número estaba entre los solteros, para Luzuriaga había que tener en cuenta que la
población célibe era mayor que la que estaba casada o había enviudado (Luzuriaga,
1909: 55). En este sentido, Luzuriaga relativizaba el poder protector del matrimonio. Si
bien, por un lado, el soltero, por su libertad, estaba expuesto al juego, la bebida (“del
alcoholismo se espera todo”) y una vida licenciosa (producto de las pasiones sin freno),
el casado, por otro, sufría la presión de atender las necesidades de su esposa e hijos
(Luzuariaga, 1909: 57).
Luzuriaga era optimista, y pensaba que podían disminuir el número de casos por
medio de una educación moral que preparara a los hombres para aceptar sus desgracias
y mejorando las condiciones del medio en el ámbito urbano. Desde su perspectiva, era
preferible una educación moral reforzando los hábitos de orden, trabajo, regularidad y,
en especial, los sentimientos al interior de la familia, a intentar un reforzamiento de las
creencias religiosas que podía desembocar en el fanatismo y sus efectos no deseados. 21
21
Como contracara de esta educación moral, Luzuriaga ponía como ejemplo el efecto pernicioso de la
prensa y el teatro: “los cronistas allá y los autores dramáticos acá, en su afan de buscar el efecto e
impresionar bien, desde que para juzgar un escrito o una obra los lectores y espectadores investigan
las emociones que han sufrido, y cuya bondad hace marchar generalmente en razón directa de éstas,
los que escriben, decimos, bordan sus escritos con frases y escenas emocionantes, y hasta fantásticas,
no pensando que hay muchos débiles y predispuestos que guardan esas impresiones y llegado el
momento las ponen en práctica de una manera más o menos rumbosa, constituyendo el contagio por el
suicidio. […] Cuánto bien no haría la prensa si al hacer la crónica de cada caso lo reprobara
enérgicamente, tratando de inculcar en la sociedad la idea del deshonor y la cobardía” (Luzuriaga,
1909: 86). Por otra parte el autor destacaba el potencial transformador que los medios gráficos podían
tener al impulsar una campaña contra el consumo de alcohol o promoviendo el matrimonio.
Por otra parte, La miseria era una de las causas dominantes del suicidio, según
Luzuriaga. Para combatirla, el estado debía intervenir y velar por los intereses de los
gremios, y buscar los medios para mejorarlos asegurando los medios de vida. Así, se
evitarían las revoluciones, que podían tener efectos desastrozos en la economía y la
moral de los pueblos.
En suma, en Luzuriaga encontramos una síntesis de las interpretaciones
anteriores referidas al aumento de la cantidad de suicidios entre la población,
combinado con un nuevo elemento que antes no aparecía en las explicaciones: la
delicada situación socioeconómica de las clases populares en el espacio urbano. A
medida que avanzaba el período, los estudios científicos tuvieron más en cuenta estos
aspectos de la vida en las ciudades, sin por ello dejar de tener presentes las pasiones y
vicios en el ámbito urbano y moderno. Otro aspecto que diferenció a Luzuriaga de sus
predecesores, y otros estudios sobre temas relacionados con la locura y el delito de su
época, fue su postura respecto a la inmigración. Luzuriaga restó importancia a la
nacionalidad como variable explicativa de los casos de suicidio. Esto nos resulta aun
más llamativo en un contexto donde la población inmigrante era observada con mayor
desconfianza que en el pasado por la elite, llegando sus miembros a la conclusión de
que la creación de una conciencia nacional que los integrara era una necesidad urgente.
Por último queremos destacar dos cosas. En primer lugar, que a través del concepto de
anormalidad son integrados en un mismo grupo alienados y apasionados. En segundo
lugar, que a pesar de ser considerados excepcionales y atípicos, se mantiene abierta la
posibilidad de un suicidio decidido a través del ejercicio de la razón fundamentado en la
necesidad de salvar el honor individual, familiar o nacional.

4.4 Algunas reflexiones finales

El aumento de los casos de suicidio fue uno de los problemas identificados por
los profesionales que empezaron a estudiar las consecuencias del proceso de
modernización y las transformaciones en la ciudad de Buenos Aires. En nuestro
recorrido por los trabajos producidos por el campo científico de la Buenos Aires de fin
de siglo, encontramos referencias a diferentes corrientes de pensamiento del mundo
occidental, resiginificadas para comprender la realidad de Buenos Aires durante el
proceso de modernización y sus transformaciones. El discurso positivista entre fines del
siglo XIX y principios del XX en Argentina tomó, para su interpretación del suicidio,
una mezcla de diferentes disciplinas y marcos interpretativos del mundo europeo: los de
la medicina higienista, la psiquiatría alienista y la antropología criminal.
Por un lado, la higiene social y sus metáforas de la sociedad como organismo
biológico, abrieron la posibilidad de pensar que, más allá de las facultades mentales
alteradas de los individuos, las características de la organización social, de la
civilización, eran el factor clave para entender la tendencia al aumento de los casos de
suicidio. Esto no implicó el abandono de la mirada de la psiquiatría alienista sobre el
tema, que mantuvo su prestigio entre los intelectuales de fin de siglo. Así, conceptos
como monomanía, neurosis, y otros términos e ideas relacionados con las patologías
mentales, continuaron siendo utilizadas en la explicación de los suicidios. Este discurso
estuvo en diálogo con otro que buscaba relacionar el saber psiquiátrico con la población
en el mundo urbano y rural, la psicología de las multitudes. En este sentido, una de las
hipótesis que estuvo en el centro de las reflexiones fue la imitación de los suicidios en el
mundo urbano. La posible sugestión de los individuos, la imitación de las prácticas
suicidas fue un factor, que si bien no era la principal causa de los suicidios, explicaba el
porqué de la utilización de los mismos medios y circunstancias. Las masas de
inmigrantes, trabajadores y marginados fueron el blanco de estos estudios, que se
combinaron con la mirada de la criminología positivista italiana. De esta escuela el
principal aporte fue la concepción del delicuente como un potencial peligro para el
colectivo, como un anormal del que había que proteger al organismo social. La
anormalidad englobaba en un solo fenómeno a los locos, a aquellos nerviosos y
apasionados, y a los genios y seres humanos destacados en algún aspecto. Sin embargo,
lejos de encontrar ciertos rasgos que pudieran definir al “suicida nato”, los cientificos de
entresiglos continuaron apelando a una explicación social y moral del fenómeno,
entendiendo que la causa principal del aumento de los suicidios estaba en la civilización
urbana de fin de siglo y las condiciones de vida de la población que habitaba las
ciudades. En este sentido, hacia 1909, el factor étnico, a la hora de entender los casos de
suicidio fue desestimado por Luzuriaga, otorgando mayor importancia a la situación
socioeconómica de los trabajadores y marginados en el mundo urbano, que encontraban
dificultades para conseguir los medios para su subsistencia.
Así, si bien no había acuerdos generales en cuanto a las formas de poner en
práctica medidas profilácticas (la educación, la promoción del matrimonio, por ejemplo)
o el peso de algunos factores (como el consumo de alcohol), en general, todos entendían
que en la mayoría de los casos se trataba de personas con sus facultades mentales
alteradas o con un estado nervioso o apasionado anormal, producido por la vida en el
mundo moderno y civilizado, asociado con la ciudad y opuesto a la vida en el campo.
La otra cuestión que parecían compartir estos profesionales, escritores y
científicos, era la necesidad de diferenciar la gran mayoría de los casos (los alienados y
anormales) de aquellos que habían sido llevados a cabo motivados por una evaluación
racional de la situación.
En los trabajos sobre el suicidio encontramos distintos discursos que se
entrecruzan, se suman, discuten, dialogan, y en su lectura nos van aportando elementos
para entender la grilla mental de las elites porteñas, y los matices, a la hora de
reflexionar sobre los casos de suicidio. En medio del devenir de conceptos e ideas de las
disciplinas científicas, en el debate sobre el suicidio aparecía una discución ética, que
iba más allá del problema de la salud mental, tal como lo entenderíamos hoy. Lejos de
sólo indagar las causas del fenómeno o de describir e interpretar sus variables
demográficas, el pensamiento de los médicos de fin de siglo combinaba los argumentos
y conceptos del pensamiento moderno europeo con valores que filiaban de forma
deliberada con la ética del pensamiento antiguo y estoico, en la mayoría de los casos,
haciendo explícita referencia a los episodios de suicidios de personajes históricos
célebres, por ser ejemplos de vidas virtuosas, que estaban enfrentados al vicio del
mundo urbano y popular de fin de siglo y principios del siguiente. Así, el pensamiento
médico y científico finisecular retomó, para su análisis ético de las prácticas suicidas,
valores como la honra. Junto a los casos que pueden ser catalogados como variantes de
alienación mental o locura, aparecían otras situaciones que no parecían encuadrarse
dentro de las categorías del saber médico, psiquiátrico y criminológico. Como vemos en
el trabajo de Ramos Mejía, los de sus discípulos, y escritores como Arreguine, no todo
suicidio era igual en términos ideales. En los estudios del fenómeno aparecía más o
menos explícito un código social. Éste marcaba que para algunas situaciones el suicidio
era un hecho -sino justificable y digno de admiración (un refugio supremo)- al menos
comprensible. El principal valor que aparecía en estos casos era el honor individual,
familiar y patriótico, en especial, del género masculino. La otra condición de un suicidio
virtuoso, al igual que en el mundo antiguo, era la decisión basada en el pensamiento
meditado y racional y no el desenlace trágico de pasiones desmedidas o de desgracias
menores, como el desengaño amoroso, o del ansia desproporcionada de fortuna y bienes
materiales. Como contrapartida, parecía ser más comprensible el suicidio de alguien que
no podía vivir de acuerdo con su rol masculino, o que hubiera sido deshonrado en la
arena política de forma injusta. Solo en estos casos los sujetos estaban habilitados
moralmente a hacer uso de su derecho a la muerte voluntaria. Para los demás, estaban
reservadas las categorías de alienados, locos, apasionados y anormales.
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