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En 1821 Bartolomé Hidalgo daba a conocer uno de sus famosos diálogos que constituyeron

un capítulo decisivo en la emergencia del género gauchesco. Las jugosas conversaciones era
protagonizadas por Ramón Contreras, presentado como un gaucho de la Guardia del Monte
y Jacinto Chano, un capataz de una estancia en las Islas del Tordillo. En uno de ellos,
Contreras comenta: “Pues yo siempre oí decir/ Que ante la ley era yo/ Igual a todos los
hombres.” Y Chano le contesta: “Mismamente, así pasó,/ Y en papeletas de molde/ Por todo
se publicó;/ Pero hay sus dificultades/ En cuanto a la ejecución./ Roba un gaucho unas
espuelas,/ O quitó algún mancarrón,/ O del peso de unos medios/ A algún paisano alivió;/ Lo
prenden, me lo enchalecan,/ Y en cuanto se descuidó/ Le limpiaron la caracha,/ Y de malo y
salteador/ Me lo tratan, y a un presidio/ Lo mandan con calzador“. Los versos de Hidalgo
hacen referencia al intenso proceso de politización que se estaba produciendo entre la
población de la campaña bonaerense, ilustran algunos de los mecanismos de difusión de
nuevas ideas y nociones y ofrecen una imagen bastante clara de la centralidad de la justicia
en esa experiencia. Pero también aluden a una figura omnipresente en los discursos de las
autoridades políticas, judiciales y policiales de la época: la de “malo” y “salteador”. Aludía
tanto a los llamados “ladrones famosos” como a simples paisanos “desgraciados” frente a un
sistema judicial y policial cada vez más firme y agresivo. Se trataba de la nueva inflexión de
una figura penal de antigua tradición y profundo arraigo, la de “vago y mal entretenido” que
no había dejado de adoptar connotaciones cambiantes y que, por entonces, tendía a incluir
un universo cada vez más amplio de sujetos. Con el proceso revolucionario, dentro de ese
aglomerado de calificaciones y epítetos transmutados en figuras penales que se tejieron en
torno a la vagancia se fue imponiendo una forma extrema y por momentos obsesiva: la de
“malo” (y sus sinónimos más frecuentes: “malévolo”, “malhechor”, “forajido” o
preferentemente “facineroso”) y la de “salteador”. En este sentido, los versos de Hidalgo se
nos presentan como una suerte de poetización del lenguaje rutinario de los expedientes
judiciales.

Los “malos” y “salteadores” eran los nombres habituales de la época para referirse al
fenómeno del bandolerismo y sobre todo del bandolerismo rural. En este trabajo se intenta
una primera aproximación a su análisis durante las décadas de 1810 y 1820 buscando
comenzar a llenar un vacío sugestivo en la historiografía argentina. Ante todo porque la rica
historia del género gauchesco no sólo transformó a algunos bandidos reales (y a otros
imaginarios) de figuras criminales en símbolos populares sino que suministró materiales para
diseñar desde arquetipos de la nación hasta objetos de culto y devoción popular. Por ello, no
deja de llamar la atención que en la Argentina fueron muy escasos los estudios históricos del
bandolerismo. Y, aunque a fines de los años 60 se conoció uno de los primeros intentos
latinoamericanos por indagar un ejemplo de “bandolerismo social”, no es demasiado lo que
ha avanzado la investigación empíricamente fundada desde entonces6, a diferencia de lo
sucedido para otras áreas de Latinoamérica. En cambio, en los últimos años se ha registrado
un renovado interés por la historia política durante la transición del orden colonial al
republicano. Todo un haz de problemas ha sido puesto en análisis: las nuevas formas de
sociabilidad, los debates y conflictos en torno a la soberanía y la representación, las prácticas
electorales, la construcción de la ciudadanía, la configuración de una esfera pública o la
conformación de las identidades colectivas y, en especial, de las nacionales. Una rápida
mirada de esta producción permite advertir que la atención estuvo concentrada en los
grupos elitistas y que recién comienza a indagarse en profundidad a los grupos subalternos.
Esta situación, por cierto, es mucho más acentuada en la historiografía argentina que en la
americanista dada la existencia de una rica tradición de estudios acerca de las intervenciones
indígenas, esclavas y campesinas. Sin embargo, la intervención popular en los procesos de
independencia ha sido menos indagada que las producidas en otras fases históricas.

La cuestión aparece como de importancia crucial para el área rioplatense y para Buenos Aires
en particular, donde la crisis revolucionaria trajo aparejada una intensa movilización política
que no tardó en abarcar a una población rural en rápido crecimiento y que, al mismo tiempo,
afrontaba los desafíos que suponían la construcción de un orden institucional en la campaña,
la valorización de los bienes agrarios y una disputa creciente por la afirmación de los
derechos de propiedad. Estos cambios modificaron sustancialmente las relaciones entre la
ciudad y la campaña que pasó a ser incluida en el diseño institucional del nuevo estado
provincial. En otros términos, la revolución provocó una intensa politización en un mundo
rural que no tenía mayores experiencias al respecto, ni siquiera en las formas de acción
política del antiguo régimen; no está demás recordar que sólo uno de los pueblos de
campaña - la Villa de Luján, situada a unos 70 km al oeste de la ciudad- adquirió el estatuto
legal y jurídico que lo hiciera sede de un cabildo.

El propósito de indagar el proceso de politización de los sectores rurales y en especial de sus


grupos subalternos, no carece de dificultades. Obliga a ampliar el campo de análisis más allá
del mundo de las elites urbanas para dar cuenta de las formas y contenidos específicos que
esa politización pudo haber adquirido entre una población rural cuyo protagonismo se
anunció como ineludible en la crisis de 1820 y adquirió decisiva influencia en la de 1828/29.
Tal propósito invita a leer la documentación buscando registrar las múltiples formas que esa
politización pudiera adoptar aunque no lo hiciera apelando a términos y discursos
específicamente políticos ni en acciones de estricto y claro sentido político. Se trata de
indagar los modos en que los paisanos interpretaron los nuevos desafíos e identificar las
disímiles maneras en que la politización de sus vidas los hacía comprender antiguos y nuevos
conflictos.

Desde que Eric Hobsbawm acuñara la categoría de “bandolerismo social” en 1959, la


discusión no ha dejado de plantearse y esquemáticamente pueden registrarse tres fases.
Primero, hubo una aceptación entusiasta y se multiplicaron los estudios sobre bandidos más
o menos célebres; este entusiasmo derivó en la difusión de un argumento que se apartaba y
hasta negaba el enfoque de Hobsbawm: la tendencia a considerar toda forma de
criminalidad (y en especial si era practicada por sujetos subalternos) como una expresión de
resistencia y protesta social. En una segunda fase, predominó el escepticismo y los estudios
generalmente concluían en la imposibilidad de registrar históricamente evidencias firmes de
“bandolerismo social”. Por último y más recientemente, la cuestión sigue abierta: de un lado,
se ubican aquellos que consideran al bandolerismo como expresión de la lucha política de
las facciones elitistas negándole la posibilidad de expresar alguna forma de conciencia
subalterna; de otro, quiénes postulan la necesidad de inscribir al bandolerismo como una
opción dentro del repertorio de acciones que disponía el campesinado sin asignarle un lugar
prefijado en una escala evolutiva. En cualquier caso el debate expone las dificultades de
adecuación del enfoque Hobsbawm a las realidades latinoamericanas. Ello no es causal pues
su esquema interpretativo partió de una imagen de “campesinado tradicional” que
difícilmente pueda ser asimilable a las realidades latinoamericanas. Construido inicialmente
a partir de evidencias italianas y españolas el propio Hobsbawm admitió que debió ampliar
su enfoque del bandolerismo y la rebeldía primitiva al tomar contacto con Latinoamericana
en la década de 1960. Para decirlo con sus propias palabras, Latinoamérica se le presentó
como “un laboratorio del cambio histórico, casi siempre muy distinto de lo que habría cabido
esperar, un continente creado para socavar las verdades convencionales”.

A fuerza de simplificar extremadamente la discusión puede decirse que se ha pecado de


tentación taxonómica. Como es sabido, Hobsbawm consideró al bandolerismo social como
la forma de expresión más primaria de aquellos movimientos sociales a que los calificó de
“arcaicos” y “prepolíticos”15, categorías discutibles y discutidas, pero que tuvieron en su
momento una virtud: interpelaban a los historiadores para que indagaran formas distintas
de la acción política. Y, al mismo tiempo, Hobsbawm logró inquietarnos acerca de las razones
profundas, opacas (y quizás negadas) por las cuales los bandidos han sido tomados
recurrentemente como símbolos y en torno a los cuales se ha forjado una tradición cultural.

En esta ocasión nos centraremos sólo en la primera línea de reflexión. En otros términos,
nuestro enfoque buscará registrar en el ambiente de la vida social las incidencias de la nueva
experiencia política. El camino elegido es, por lo menos, incierto: nuestro interés es indagar
la política fuera de la esfera propiamente política y para ello nos aproximaremos a una de las
facetas más opaca a la observación de este fenómeno, quizás la más opaca y ambigua. Se
trata de indagar las relaciones entre el proceso de politización y la simultánea proliferación
del bandolerismo. Para ello la atención se concentra en su más agresiva forma de expresión:
las gavillas de salteadores. Se trata de grupos de hombres armados que realizaban asaltos en
caminos, pueblos y establecimientos rurales y cuyos objetivos trascendían el simple
cuatrerismo pues abarcaban el saqueo de todo tipo de bienes. Se trata, así, de una de las
formas de delito más graves: el robo en banda. Esta forma delictiva presentaba, por sus
propias modalidades, implicancias que trascendían el simple robo y suponían de algún modo
una quiebra de la disciplina social y una amenaza (al menos potencial) para las autoridades.
Desde esta perspectiva, aunque las gavillas de salteadores no tuvieran objetivos políticos sus
acciones podían tener implicancias políticas y sus protagonistas debían de algún modo estar
influidos por la politización general del ambiente social. A partir de esta delimitación
trabajaremos principalmente con un conjunto de fuentes judiciales y policiales16
completadas con partes e informes remitidos desde la campaña hacia la ciudad y la prensa
periódica de la época.

Un panorama general del bandolerismo en Buenos Aires.


El primer paso será trazar un cuadro general del desarrollo del bandolerismo en Buenos
Aires, tratando de otorgar alguna claridad a un panorama todavía difuso y borroso. Para ello
recurriremos primero a registrar las percepciones que tuvieron las elites y las autoridades
del fenómeno y luego nos internaremos en el análisis de los expedientes judiciales.

Desde la década de 1770 se puede observar en la documentación crecientes referencias al


accionar de bandas de salteadores. En su mayor parte provienen de la Banda Oriental y en
menor medida de otras zonas del área rioplatense y en general se referían a corambreros o
changadores dedicadas al tráfico ilegal de cueros. Hacia la década de 1790 pareciera que la
situación empieza a cambiar y las referencias se acrecientan en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba
y, en menor medida, en Buenos Aires. Así, en 1793, una Junta de Hacendados de Buenos
Aires y Santa Fe reclamaba por la cantidad de “vagos y malhechores, salteadores y ladrones
de ganado de la campaña” pero también por algunas gavillas que andaban “salteando y
saqueando casas” en el norte de la campaña bonaerense (en Areco, Fontezuelas, Arrecifes,
Tala y Arroyos)17. Poco después también eran abundantes las quejas que llegaban desde
Entre Ríos18 donde entre 1798 y 1799 varias bandas de salteadores asolaron pueblos,
pulperías y estancias robando ganados pero también mujeres en las costas entrerrianas del
Paraná y del Uruguay19; al parecer, la más numerosa estaba integrada por varios desertores
del cuerpo de Blandengues20. A su vez, entre 1800 y 1801, otra importante gavilla asaltó
algunos poblados entrerrianos y extendió sus acciones también sobre el pueblo de Las
Víboras en la Banda Oriental21, un área donde el accionar de los salteadores parece no haber
dejado de crecer desde entonces. Aunque no estamos en condiciones todavía de trazar un
cuadro preciso del bandolerismo a fines período colonial en el conjunto del área rioplatense
las evidencias disponibles sugieren que las gavillas de salteadores eran frecuentes, que
muchas veces se reclutaban entre desertores y perseguidos de la justicia y que su patrón de
actividades incluía desde el contrabando de cueros y ganados al Brasil hasta el saqueo de
pulperías y poblados y que no era infrecuente el “robo” de mujeres.

A su vez, estas evidencias sugieren que las gavillas sólo ocasionalmente actuaron en territorio
bonaerense. En todo caso, algo es bastante claro: hasta fines de la colonia los salteadores no
eran vistos como una seria amenaza para un orden social cuyo centro estaba en la ciudad y
que atendía poco (y mal) lo que sucedía en las campañas. Aquí la situación comenzó a
cambiar a partir de 1810. Un puntilloso observador de la época no dejó de anotar que a
principios de octubre de 1811 abundaban en la ciudad las partidas de veintenas de hombres
armados que efectuaban asaltos “valiéndose del nombre de la justicia”22. Así, hacia 1812 el
gobierno revolucionario tomaba medidas extremas para afrontar "la escandalosa multitud
de robos y asesinatos que á todas horas y diariamente se cometen en esta ciudad y
extramuros, por partidas grandes de ladrones"23 y organizó una fuerza militar para detener
a quienes tuvieran “fama de salteador” y que según su comandante “abundan en estas
campañas“24. En sus memorias, Pedro J. Agrelo, integrante de la comisión especial de
justicia que se organizó ese año describió con claridad las dos preocupaciones centrales que
ella tenía. Por un lado, la persecución de los individuos y grupos contrarios al gobierno
revolucionario y sobre los cuales recayó una durísima represión en julio con decenas de
condenados a muerte y centenares de deportados. Por otro, “los robos y violencias a que
quería declinar insensiblemente la multitud en las clases inferiores”. En opinión de Agrelo
mientras que “en tiempos tranquilos […] siempre son menos los delitos y de menos
trascendencia, que en los principios de una revolución en que rotos de repente todos los
vínculos de la sociedad y alterado el orden de las ocupaciones ordinarias de los ciudadanos,
los pueblos se desmoralizan y cada uno se considera autorizado para tomarse mayores
licencias, con el nombre de libertad […] Tal era, pues, el estado al que iba deslizándose la
plebe aprovechando la contracción de todas las autoridades a los objetos preferentes de la
revolución”25.

La situación debe haber empeorado hacia 1817 cuando el Director Supremo decidió la
"suspensión al giro ordinario de las fórmulas judiciales" organizando una "comisión militar
para conocer sumariamente en las causas"26. El reclamo de “vindicta pública” se propagó
inmediatamente a la justicia y los fiscales exigían “castigar y escarmentar esta clase de
delincuentes de que tanto abunda el Pays”27. Era otra manifestación del giro
crecientemente conservador y autoritario de una elite revolucionaria cada vez más basada
en su poder militar y en un reclutamiento compulsivo efectuado en el mundo rural.

Como es sabido, la guerra de independencia dio curso a una guerra civil que adoptó la forma
de una “guerra de recursos” con el saqueo de la población como práctica generalizada. En
Buenos Aires, la situación se tornó crítica desde octubre de 1819 cuando las tropas de
Estanislao López, gobernador de Santa Fe, unidas a las del exiliado chileno José M. Carrera
atacaron y saquearon el pueblo de Pergamino. Esta situación se generalizó tras la batalla de
Cepeda en febrero de 182030. Era una crisis sin precedentes para el grupo revolucionario
que se había hecho del poder diez años antes: no sólo significó el desmonoramiento del
poder central que había intentado sustituir al poder virreinal sino también una situación de
casi permanente beligerancia (tanto entre Buenos Aires y Santa Fe como entre esta provincia
y su antigua aliada Entre Ríos) con reiteradas incursiones militares a lo largo de todo ese
año31. Pero, además, abrió una fenomenal crisis política en Buenos Aires que no se apaciguó
sino después del mes de octubre y que acrecentó el temor de la elite a una sublevación de
la plebe urbana32. En estas condiciones el accionar de las gavillas de salteadores parece
haberse multiplicado en la ciudad33. En la campaña los pueblos fueron asolados por las
incursiones de fuerzas militares y la inquietud se propagaba entre los vecinos que se
armaban para contener a las partidas de ladrones que “se habían diseminado por todos los
Partidos”34. Aunque la crisis política comenzó superarse en octubre de 1820, el accionar de
las gavillas no se detuvo. Esta inercia sugiere que los efectos de la crisis en el plano social
tendían a prolongarse por más tiempo que en el plano político e institucional. Así, en
diciembre la Junta de Representantes advertía acerca de "la multiplicación de crímenes, que
desgraciadamente han escandalizado al público en estos últimos tiempos y siguen
escandalizándolo"35.
Mientras tanto, desde mediados de la década de 1810 se hacía evidente que la paz relativa
que imperaba en la frontera con las sociedades indígenas pampeanas estaba llegando a su
fin y que estas parcialidades indígenas se transformaban cada vez más en un actor de la
política criolla36. La alarma llegó al paroxismo cuando el 3 de diciembre de 1820 José M.
Carrera y más de 2000 indios saquearon el pueblo de Salto. La represalia gubernamental
abrió un ciclo de extrema tensión interétnica en la frontera y en los años siguientes varios
pueblos fueron atacados por contingentes indígenas37.

En todo caso, la restauración del orden institucional no parece haber disciplinado al mundo
rural. Por el contrario, a mediados de 1821 el periódico oficial se hacía eco del “clamor
general” existente en la campaña38 y en agosto describía una "general insubordinación y
desprecio de la autoridad de la justicia”, se quejaba porque se había extinguido “la
obediencia habitual" y para fundamentarlo relataba un entredicho con un demandado quién
habría contestado la intimación del oficial de justicia de modo insolente: “vaya la cámara
enhoramala, que su autoridad ha caducado, porque estamos en anarquía; y lo repulsó con
armas"39. A su vez se reclamaba que “la campaña sea purgada de centenares de
malhechores que la infestan”40 y algunos periódicos no dejaban de advertir que "el número
de ladrones en la campaña se aumenta cada vez más; porque el número de pobres sin
recursos también se aumenta, como el de los haraganes y jugadores”41. Los reclamos
también provenían de las autoridades locales: en febrero de 1825 el Juez de Paz de Morón
denunciaba como “abundantísimo el número de los malvados que perturban la
tranquilidad"42 y quejas semejantes llegaban de casi todos los pueblos.

En la elite urbana imperaba una visión pesimista del mundo rural. Un lugar preferente en
este diagnóstico lo tenían las gavillas de salteadores en la medida, consideradas como la
manifestación más agresiva de una criminalidad tan extendida como tolerada. Desde su
perspectiva era imperioso realizar una reforma profunda del mundo social y sus costumbres
a las que se atribuían las causas de la amenaza criminal. La elite porteña propugnó la
construcción de un orden institucional más sólido en la campaña en el cual los Juzgados de
Paz y las Comisarías de Campaña debían tener un lugar privilegiado43. Se buscaba disciplinar
una población a la que se calificaba de díscola e insolente para obtener la afirmación de los
derechos de propiedad. Las consecuencias fueron inmediatas. Por un lado, se operó un
creciente distanciamiento entre las concepciones y valores que la elite gubernamental
impulsaba y la mayor parte de la sociedad rural en la media que antiguas y arraigadas
prácticas consuetudinarias iban cayendo bajo el influjo de la criminalización44. Por otro, se
exacerbó la persecución de la vagancia se amplió a una variedad mayor de sujetos y prácticas
y terminó por ser aplicada no sólo a individuos sueltos sino también a familias45.

Esta situación adquirió ribetes más dramáticos durante la presidencia de Rivadavia46


mientras se realizaba la guerra con Brasil y cuyo resultado inmediato fue un aumento sin
precedentes de la presión enroladora del estado sobre la población rural bonaerense.
Rápidamente se generalizó la deserción, aumentó el bandidaje y las quejas crecieron
vertiginosamente. En octubre de 1826 el Gobierno le recomendaba al máximo Tribunal de
Justicia que “las causas criminales de robos sean terminadas con la prontitud que demanda
la tranquilidad y seguridad pública” dado que “los desórdenes y robos se aumentan
continuamente extendiéndose así la desmoralización más funesta y poniendo en sobresalto
las personas y las fortunas y en peligro la tranquilidad pública”47. Todo ello en un marco de
creciente disputa política donde tomó forma el enfrentamiento entre unitarios y federales.

Con la llegada al gobierno provincial de los federales liderados por Manuel Dorrego el
accionar de las gavillas parece haber decrecido aunque no desapareció. Por entonces, un
fiscal reclamaba un “castigo ejemplar que afirme la tranquilidad de los hacendados” y
sostenía que “Si en algunos delitos es casi necesario no ser escrupulosos en las formas
judiciales es en los que se conoce en los asaltos de las casas de campo pues solamente un
castigo cierto y pronto puede contener a los malvados de cometerlos"48.
En estas condiciones, el 1º de diciembre de 1828 se produjo el golpe de estado comandado
por Juan Lavalle, jefe del ejército de la Banda Oriental, y propiciado por los unitarios que
depuso y fusiló al gobernador Dorrego. El resultado inmediato fue el estallido de la guerra
civil en territorio bonaerense sostenida por un fenomenal alzamiento de la población rural
contra los insurrectos y que sólo meses después terminará por quedar bajo el liderazgo de
Juan Manuel de Rosas. Entre diciembre de 1828 y abril de 1829 en el alzamiento tuvieron
intervención una amplia variedad de actores: la mayor parte de las milicias rurales de las que
Rosas era el Comandante General, los peones de sus estancias, algunos contingentes del
ejército regular que desobedecieron a sus mandos y en general los soldados que desertaban
y se pasaban a las fuerzas federales, las llamadas “tribus amigas” con las que Rosas había
establecido una estrecha alianza, milicianos santafesinos suministrados por López y una serie
de bandas armadas algunas de las cuales estaban lideradas por varios “ladrones famosos”.
Estas bandas tuvieron un protagonismo decisivo adoptando una estrategia que combinaba
el hostigamiento a las fuerzas unitarias, el saqueo de estancias, la ocupación y asalto de los
poblados rurales y hasta llegaron a cercar la ciudad e incursionar en sus arrabales. Mientras
la campaña se alzaba detrás de las banderas federales las quejas por el accionar de los
salteadores se multiplicaron como nunca antes. Los voceros del gobierno y su prensa adicta
no dudaron en calificarlas como partidas de “anarquistas” y postularon que su acción estaba
dirigida y orientada por Rosas49.

Es dudoso que sea la única explicación. Lo cierto es que después de terminada la contienda
los asaltos continuaron. Más aún, las gavillas continuaron después de la llegada de Rosas al
poder en diciembre de 1829. Así se puede registrar en las tramitaciones judiciales que
devuelven una imagen mucho más dificultosa de la restauración del orden de lo que
pretendía la propaganda gubernamental y ha aceptado la historiografía. El 4 de marzo de
1830 un fiscal propuso el careo entre un comisario y los acusados de un robo en gavilla para
indagar los violentos procedimientos de aquel; sin embargo, el juez desestimó
inmediatamente el pedido argumentando: “no estando obligado el comisionado a justificar
la justicia estricta de sus procedimientos en cuanto a la prisión de los individuos contenidos
en el sumario pues debe haber nacido de algún aviso, que en las presentes circunstancias de
desorden de la plebe no debe despreciarse, no ha lugar a lo pedido por el agente”50. Para
marzo de 1831, un fiscal seguía quejándose “del número de esos malévolos que infestan
nuestro territorio de modo que no hay seguridad ni en los caminos ni dentro de las murallas
domésticas”51 y en mayo la pena de azotes a unos reos que la Cámara de Justicia dispuso
que se efectuara en el pueblo de San Vicente no pudo cumplirse dada “La total escasez de
salvaguardias en que se halla en el día la campaña pues en las postas ni puede proporcionarse
a los chasques” según dijo el Jefe de Policía52.
Como puede registrarse las impresiones de los miembros de la elite tienden a ser
redundantes. Casi siempre la situación era presentada como peligrosa y los salteadores como
una auténtica plaga que infestaba el cuerpo social. Por cierto que estas expresiones nos dicen
más de sus temores y preocupaciones (y de su modo de percibir el mundo rural y popular y
la criminalidad) que de la magnitud efectiva de las gavillas. La mirada hasta aquí efectuada
es, por tanto, demasiado impresionista. Cabe preguntarse si no es posible medir de algún
modo la verdadera magnitud del accionar de las gavillas. Para ello una posibilidad es
sistematizar la información que suministran las causas judiciales abiertas contra estas gavillas
de salteadores. Los resultados pueden verse en la tabla que además de informar acerca del
número de causas por año indica su distribución regional considerando el lugar donde se
produjeron los hechos juzgados.

Para estas dos décadas hemos podido hallar 98 expedientes judiciales abiertos contra
individuos acusados de integrar gavillas de salteadores. Una primera aclaración: no hemos
considerado otros 92 expedientes abiertos por cuatrerismo dado que se trata de un tipo de
causa que ofrece una extrema variedad de formas de acción y que en la mayoría de los casos
no pueden adjudicarse a la actuación de una banda armada; obviamente, en varios casos las
gavillas también practicaron robos de ganado: por lo tanto, en aquellos casos en los cuales
explícitamente se hiciera referencia a que los robos hubieran sido realizados por una gavilla
los hemos considerado entre los salteadores.

Segunda aclaración: nuestro listado está muy lejos de reflejar el conjunto de gavillas que
efectivamente operaban en la campaña bonaerense y sólo indica la cantidad de causas
judiciales que encontramos. Sin duda ello plantea un problema crucial: ¿qué proporción de
las gavillas de salteadores fueron efectivamente juzgadas? Resulta imposible ofrecer una
respuesta indudable a este interrogante y para estimarlo hemos efectuado una observación
complementaria: tomando en consideración que durante 1826 se iniciaron 12 causas
judiciales contra gavillas (el mayor número de todo el período) hemos procedido a registrar
todas las referencias que aparecieron acerca de ataques producidos por gavillas en los partes
de novedades y las comunicaciones que los comisarios y autoridades civiles y militares de la
campaña elevaban al gobierno. Así, y evitando superposiciones, hemos podido estimar que
ese año a las 12 causas deberían agregarse al menos otras 37 gavillas; de modo que los juicios
sólo estarían dando cuenta de un cuarto de las gavillas realmente existentes.

Una tercera aclaración es necesaria. Un escrutinio de los expedientes permite registrar


hábitos perdurables de la acción policial: una vez enterado el comisario de un asalto se
iniciaba una rápida acumulación de detenciones de individuos más allá de que existiera
alguna prueba efectiva de su participación en el hecho; en la mayor parte de los casos las
detenciones parecieran haberse basado en rivalidades previas con las víctimas y sobre todo,
en la “fama” que los sospechosos tuvieran entre el vecindario. No extraña, entonces, que las
detenciones incluyan a veces familias completas y a los que permanente o
circunstancialmente se hallaran en casa de los sospechosos. A partir de la detención, el
sumario policial consistía más en que el acusado tratara de probar su inocencia y, sobre todo,
que esa fama era falsa que en la demostración probatoria de su culpabilidad53. Así, como
dijo un testigo de Benito Peralta "lo ha conocido desde criatura y le consta que es un
facineroso, ladrón y cuanto malo puede decirse".54 En consecuencia, los perfiles de los
acusados expresan mejor quienes eran para las autoridades los “peligrosos” que aquellos
que efectivamente integraban las gavillas.

Por último, la evolución de la serie debe estar expresando de algún modo la eficacia del
sistema judicial reformado en 1821: como puede verse en la tabla, sólo 21 de las 98 causas
corresponden a la década de 1810. Sin embargo, también debe considerarse que en años
críticos mientras la información contextual sostiene la impresión de un aumento
considerable del número de gavillas, el número de expedientes es extremadamente bajo: así
en 1820 sólo se abrieron seis causas y en 1829 nada más que tres55.

Tabla: Distribución anual y regional de los juicios a gavillas de salteadores


Fuentes: Expedientes conservados en el fondo Tribunal Criminal del AGN y en los fondos de
Juzgado del Crimen y Real Audiencia y Cámara de Apelaciones en el AHPBA.

Con todos estos recaudos los datos de la Tabla pueden ser de alguna utilidad. Ellos sugieren
que las gavillas de salteadores pasaron de ser un fenómeno esporádico pero recurrente
durante la década de 1810 a uno permanente en la siguiente. El cambio debió producirse en
torno a 1820 y las gavillas sólo se habrían reducido tras el esfuerzo institucional desplegado
para reconstruir el orden y constituir el nuevo estado provincial. A mediados de esa década
el aumento de las causas debe estar indicando no sólo una mayor capacidad estatal de
represión sino también la creciente resistencia social que se diseminaba. En consecuencia,
las gavillas no habían sido erradicadas cuando estalló la crisis de 1828-29 durante la cual su
accionar pareciera haberse subsumido en la vasta sublevación social que sacudió a la
provincia durante ese ardiente verano y que terminó por catapultar a Rosas al gobierno de
la provincia56. Una vez restaurado el orden las gavillas siguieron operando aunque sin la
intensidad que el fenómeno habría tenido a mediados de los años 20.

Si tenemos en cuenta la distribución regional de las causas la tabla nos muestra que las
gavillas de salteadores no eran un fenómeno de las fronteras con los indios57. Por el
contrario, la mitad de las gavillas desarrollaron sus actividades principalmente en la ciudad y
su área rural inmediata a la que hemos denominado como campaña cercana58. En un
destacado segundo rango se encuentran los partidos que se extendían hacia el oeste que
junto a las cercanías eran el área agrícola por excelencia y de producción mixta59. En
consecuencia, las zonas que eligieron las gavillas para actuar eran las más pobladas de la
provincia, las que contaban con mayor cantidad de poblados y también las mejor controladas
por las estructuras de poder institucional. Las zonas más alejadas de la ciudad (el norte60 y
el sur61), ocupan claramente un tercer rango. No deja de ser llamativa a primera vista esta
distribución pues estas últimas zonas reunían algunas de las características básicas que se
han postulado generalmente para explicar la proliferación del bandolerismo. El norte era un
área básicamente ganadera, atravesada por los caminos que comunicaban a Buenos Aires
con las provincias interiores, con una frontera indígena poco y mal guarnecida y que además
lindaba con Santa Fe; los partidos del norte fueron el espacio de tránsito y acantonamiento
de las fuerzas militares porteñas y también de las que invadían la provincia. El sur era también
un área ganadera y el epicentro de su expansión desde mediados de la década de 1810; allí
estaban las zonas de fricción por excelencia con las sociedades indígenas y también las tribus
amigas. La capacidad efectiva de control de la estructura judicial y policial de poder era en
ambas zonas muy reducida, aunque el sur tenía una estructura militar y miliciana más sólida.
Pero ¿dónde estaban los “santuarios” de los salteadores? Las informaciones policiales algo
nos dicen al respecto. En ellas se identifica, ante todo, a los montes o “islas” del Tordillo, en
la frontera sur. Allí en mayo de 1828 un comisario denunciaba la “existencia de un número
considerable de criminales, desertores, y otros hombres tan inútiles como perjudiciales”62;
ubicados en la frontera, estos montes parecen haber sido el lugar de refugio de múltiples
perseguidos desde el siglo XVIII y eran al mismo tiempo un punto privilegiado de los circuitos
clandestinos de intercambio con los indios. Los partes policiales también mencionan las islas
del Paraná, desde Baradero, en el extremo norte, hasta San Fernando, a las puertas dela
ciudad: sus montes ofrecían leña y frutos a los “montaraces” y solían ser refugio habitual de
los perseguidos y una ruta privilegiada del intercambio clandestino con la Banda Oriental
desde el siglo XVII. Así, en 1825, una petición vecinal de San Fernando sostenía que los
montes eran “una casa de forajidos que necesita la más alta atención; en ellos viven los
hombres sin jueces, cometiendo delitos a medida que se presentan los casos –teniendo
mujeres (de las que se llaman robadas), engañando a cuantos pueden, y sin más religión que
la de los pampas”63. A su vez, los bañados de los partidos inmediatos a la ciudad eran otros
lugares donde los salteadores podían buscar refugio. Así en diciembre de 1827 un comisario
inspeccionó el bañado de Quilmes tratando de identificar “los Sujetos que residen en aquella
parte de la costa aprehendiendo a los Bagos y Perjudiciales que se encuentran”; tras la
recorrida detuvo a un tal Eduardo Cuello “por sospechoso y no tener papeleta que acredite
su ocupación y haberse encontrado adentro de los cangrejales en las Pajas durmiendo” y por
versiones de los pescadores de que allí se refugiaba cuando se acercaba alguna partida64.
Por último, las informaciones policiales indican también que los salteadores buscaban
refugio y solían tener residencia en los arrabales de la ciudad, en los ranchos y los cuartos de
alquiler en torno a sus plazas donde llegan los frutos al mercado urbano, cerca de los
saladeros y en el abigarrado mundo que se había conformado en las quintas de sus afueras.
Era este dificultoso control de la periferia urbana el que acicateaba los temores de la elite
urbana65.

Un perfil de las gavillas de salteadores.


Para tener una idea aproximada reseñemos las acciones desplegadas por una gavilla entre
1818 y 1824. La primera noticia que tenemos es que en 1818 asaltó en Areco las casas de un
sargento y de un importante hacendado. En agosto de 1820 unos 20 individuos armados con
sables, pistolas y tercerolas asaltaron una estancia en Pilar simulando ser una partida militar;
el asalto fue extremadamente violento, la casa fue saqueada por completo llevándose los
gavilleros toda la ropa y el dinero que encontraron, incendiaron el techo de un rancho y
asesinaron a dos moradores. En el sumario se identificó a integrantes de varias gavillas que
estaban siendo buscados (como los famosos “hermanos Melo” y en especial Atanasio Melo,
alias “Tango”) y también a varios soldados; sin embargo, la mayoría de los acusados
resultaron ser peones y labradores residentes en la zona sin antecedentes penales. En
diciembre de 1820 algunos de sus miembros asaltaron en Areco la casa de una parda,
asesinando a su marido. La gavilla continuó actuando por lo menos hasta 1824 robando
ganados y realizando asaltos en varios partidos (San Antonio y Fortín de Areco, Exaltación de
la Cruz, Pilar, Morón, San Isidro y Flores). El ejemplo, aunque excepcional por la duración de
esta gavilla, permite advertir algunos rasgos característicos. En rigor no se trataba de una
banda permanente sino de una constelación inestable y sin una jefatura fija; dentro de esa
constelación algunos individuos actuaban reiteradamente junto a otros que se unían
circunstancialmente; entre ellos no faltaban los milicianos (soldados y suboficiales), eran
frecuentes los desertores del ejército pero en su mayoría eran peones y labradores radicados
en la zona66.

La gavilla típica era una formación transitoria que contaba con 4,6 integrantes de promedio.
Sin embargo, podía haber otras mucho más numerosas (que llegaban hasta la treintena) y la
evidencia sugiere que en estos casos debió tratarse de la reunión momentánea de varias
gavillas menores. La mayoría de las gavillas tenían corta duración y se conformaban para
producir uno o dos asaltos en el mismo partido o en sus alrededores, aunque hubo algunas
que extendieron notablemente su radio de acción. Al ejemplo anterior podemos sumar
otros: en julio de 1825 una gavilla que había realizado robos de ganado y asaltos desde
Arrecifes (en el extremo norte de la provincia) hasta Luján (en el oeste); la mayor parte de
los acusados eran paisanos calificados como vagos y varios “ladrones famosos” con
antecedentes de salteadores67. En enero de 1831 fue desbaratada otra gavilla que había
operado desde las afueras de la ciudad hasta los puntos más alejados de la frontera oeste68.

Para saber quiénes eran los acusados de integrar gavillas de salteadores nos centraremos en
las confesiones69. Ante el juez de la causa, el acusado debía responder las reconvenciones y
los cargos que surgían del sumario policial con sus anteriores declaraciones. Esta instancia,
probablemente, es la que nos acerca más a la versión que cada uno daba de los hechos y de
su vida. Una versión distorsionada seguramente. No era sino la versión que de sus palabras
daba el escribiente y se suponía que el derecho de defensa estaba asegurado por un padrino
designado al efecto. En el interrogatorio el acusado pareciera oscilar entre negar los cargos
sin mayor explicación, afirmar lo que cree que el juez espera escuchar o descargar las culpas
sobre otros, en especial sobre los prófugos que inevitablemente terminan siendo los peores
de la gavilla70.

Sólo seis de más de un centenar de acusados dijo que sabía firmar. Y, sin embargo, en las
confesiones a veces aparecen argumentos sugestivos, retazos de sus declaraciones de los
que emergen nociones que invitan a pensar que, de algún modo, disponían de una cierta
cultura jurídica.
Estas confesiones nos informan sobre el estado civil de 118 hombres: 57 dijeron ser solteros,
47 casados y 4 viudos. Conviene no dejarse atrapar por esta simpleza que esconde una
variedad de situaciones de la inestable realidad familiar rural. De esta forma, la proporción
de “casados” es desmesurada para lo que sabemos sobre el matrimonio rural72 y debe estar
incluyendo diferentes formas de cohabitación y amancebamiento aunque la inmensa
mayoría prefirió describirse como “casados”. Pero, algunos no dudaron en reconocer su
situación: María de la Cruz Figueroa, una mujer de 26 años, soltera, nacida en Córdoba y
“ejercitada en coser costuras”, reconoció que vivía con José Quirós a quién calificó como “el
hombre que la mantenía” diciendo que “solía traer ganado y con eso la mantenía y cuando
andaba desocupado se ponía a jugar”. La respuesta parece haber molestado al juez que le
recriminó “su público amancebamiento ofensivo de la moral y las costumbres”, pero María
respondió con decisión “que su amancebamiento sería porque así le convenía”73. Más grave
debe haber sido para el juez la situación de Laureana Rodríguez a quién “a más de hallarle
prendas del robo en su poder consta que siendo mujer legitima de Tomás Molina está
haciendo vida amaridable con el fingido oficial comandante José Ramírez”, como se
postulaba el jefe de una gavilla74. Sin embargo, las acusadas fueron muy pocas y casi siempre
por disponer en sus casas de algunos efectos robados. La cantidad de “casados” devuelve
una imagen que aleja a estos acusados del estereotipo del perseguido por vagancia,
mayoritariamente joven y soltero e incluso del común de los detenidos por los juzgados de
paz en la década siguiente que en un 70% eran solteros mientras que en nuestra muestra no
llegaban al 49%75.

Las edades de los acusados deben ser tomadas con cuidado dado que en muchos casos los
jueces sólo anotaron si el acusado era o no mayor de edad (25 años) y porque no fueron
pocos los detenidos que dijeron ignorar cual era su edad y entonces les fue asignada por el
juez a partir de su apariencia (y su estereotipo). Disponemos así de datos de edad para 115
hombres: la edad mínima registrada fue de 12 años y la máxima de 51 un espectro lo
suficientemente amplio como para intentar cualquier generalización abusiva: el 51,3%
contaba entre 20 y 29 años, el 26,9% entre 30 y 39 y un 9,5% era menor de 19 años.
Predominan los jóvenes aunque no tanto como podría esperarse.

Sabemos el lugar de nacimiento de 102 detenidos. Casi el 52% (53 individuos) nació en la
provincia de Buenos Aires (y de ellos sólo 12 en la ciudad); es decir que la mayor parte de los
gavilleros eran porteños nacidos en la campaña o en sus poblados sin que se ponga en
evidencia el predominio de ninguno de los partidos. Un segundo grupo (37 acusados, el
36,2%) nacieron en las provincias del interior y aquí las cosas son diferentes: 18 de ellos eran
cordobeses, seguidos –lejos- por 7 santiagueños. Por último, hay 12 “extranjeros” (casi el
12%) y se nota la presencia de 9 chilenos, todos presentes en gavillas que actuaron a finales
de la década de 1820. Ni tan jóvenes, ni tan solteros ni tan extraños al medio social eran
estos salteadores como sugiere el estereotipo elitista del bandido rural.

Los jueces preguntaban a cada detenido cuál era su oficio y de qué se ejercitaba
habitualmente para mantenerse. Esta distinción entre “oficio” y “ejercicio” de las preguntas
no tuvo mayor incidencia en las respuestas dado que la inmensa mayoría de los detenidos
no declararon un oficio (o directamente dijeron no tener ninguno) y luego pasaron a relatar
de lo que se ocupaban; y, pocos –muy pocos, sólo 10- dijeron no tener ocupación alguna.
De esta manera sabemos que “ejercicios” declararon 121 acusados: el 48,7% (59 individuos)
dijeron ser peones (peón de estancia, peón de campo, jornalero, peón de chacra, peón de
horno de ladrillos, etc); 43 declararon ser labradores, el 35,5%; por su parte 8 declararon ser
acarreadores de ganado, 6 practicar algún tipo de negocio, 4 eran capataces, 2 estancieros
y uno solo aceptó ser esclavo.

Lamentablemente, fueron muy pocas las confesiones donde el imputado declaró su grupo
étnico de pertenencia por lo que estos datos hacen pensar que las gavillas no tenían una
composición multiétnica. Aunque las referencias acerca de la presencia de esclavos, libertos
y mulatos entre los bandidos son mayores que la imagen que brindan las confesiones,
tampoco llegan a sugerir que el bandolerismo pueda haber sido un destino habitual de los
esclavos, a diferencia de lo que contemporáneamente sucedía por ejemplo en Perú76. No
es un contraste menor considerando que no menos de un 10% de la población rural tenía
esa condición77 y que en la ciudad la población de color rondaba un 25% además de haber
sido este sector de la sociedad el destinatario primordial del reclutamiento militar78. A su
vez, otro indicio es sugestivo: ninguno de los acusados dijo ser indio y sólo en tres gavillas
detectamos que hubiera algún indio entre los salteadores. Por ejemplo, en 1812, fue
detenido “un indio llamado Santos Valdés este es muy sospechoso vago y mal entretenido
ladrón de caballos y nombrado de salteador él trata con los indios pampas”. Valdés quien
dijo ser peón de campo, negó haber tenido jamás trato con los indios pampas. Esta ausencia
no deja de ser llamativa dada la densa trama de relaciones que articulaban la frontera y, en
especial, los circuitos clandestinos de intercambio como el que hacia 1815, José García tenía
en Ranchos junto a sus peones y los indios pampas que alojaba en sus ranchos80 o el tráfico
de ganado robado que se destinaba a las tolderías del otro lado del Salado desde Monte en
181881. Por entonces, los montes del Tordillo parecen haber sido ya un frecuentado espacio
de refugio para desertores y bandidos y punto clave de estos circuitos comerciales82.
Además de escasas todas las referencias a la presencia indígena que tenemos son anteriores
a 1820.
Hasta aquí, el perfil que podemos trazar de las gavillas de salteadores: se reclutaban entre
los sectores más bajos de la campaña y predominaban los nativos de la provincia aunque
tenían una incidencia importante los migrantes del interior. No eran tan jóvenes como
hubiera sido de esperar, habían formado una familia y aunque la mayor parte eran peones
había una buena proporción de labradores. Pero, ¿eran “ladrones de profesión” como
dictaba el estereotipo? Si nos atenemos a los partes de remisión de detenidos pareciera no
haber dudas: así, por ejemplo, el comisario de Matanza describió a Pascual Castillo como "un
salteador de este lugar sin otra ocupación que la de asesinar y saltear a los que puede en
este Partido"83. Sin embargo, sólo 33 de los acusados confesó haber tenido detenciones
anteriores (21 dijeron que era la segunda vez que estaban detenidos, 11 que era la tercera y
sólo 1 que aquella era su cuarta detención). Por supuesto que a veces se descubría que el
acusado había mentido pero esta parte del interrogatorio (y que por cierto tenía importancia
en la sentencia) seguía descansando en la propia declaración del acusado o en los informes
que enviaran los comisarios o jueces locales que solían basarse en su conocimiento personal
y en la “fama” del acusado. El estado provincial estaba lejos de contar con una burocracia
judicial y policial sólida y los registros de la cárcel de policía o del presidio, si bien existían no
eran muy consultados por los jueces; y cuando lo hacían los resultados no eran muy seguros:
así cuando Diego Arce confesó haber estado cuatro veces en el presidio y logrado fugar el
alcalde del presidio sostuvo que de acuerdo a los registros no había estado allí84. Estos datos,
al menos, invitan a considerar que los salteadores no eran un grupo de individuos dedicados
al saqueo y, menos aún, a un grupo peculiar de la sociedad rural.

Los jueces y comisarios locales estigmatizaban a individuos y también lo hacían con algunas
familias. Aquí la “fama” cobraba toda su importancia y el juicio en cierto modo se presentaba
como una instancia más de una larga cadena de rivalidades y disputas locales que ahora
descargaban el oprobio sobre esa parentela. Ello remite a la naturaleza de las relaciones
sociales agrarias pero también a la misma práctica judicial y a su inserción en el medio social
rural85. En los juicios civiles las partes que se enfrentaban solían expresar constelaciones
locales rivales que sostenían las posiciones de uno u otro contendiente y que incluían a
alguna autoridad local y una conflictividad faccional aún más acentuada se expresaba en los
juicios por abusos y excesos que se entablaban contra Alcaldes de Hermandad o Jueces de
Paz. En consecuencia, los reclamos de vecinos y jueces de paz no sólo apuntaban contra el
acusado sino que solían incluir pedidos de destierro de su familia, una práctica colonial que
perduró entre las aspiraciones de los vecinos mucho después: así, en el sumario de 1824
contra León Moreno “por abrigador y consentidor de ladrones cuatreros y mal entretenidos
en su casa” el teniente alcalde pedía instrucciones acerca “si será útil o no el que este hombre
permanezca con su rancho por mas tiempo en el lugar abrigando a todo vándalo”86. Muchas
veces la familia entera (y sus peones, criados y agregados) era considerada una gavilla tal
como sucedió con Gregorio Rivas pues se sostuvo que en su casa “se fomentan los ladrones
que por ahí cruzan", testimonio refrendado por el Juez de Paz del partido para quién “es voz
y fama y con opinión que los Rivas son ladrones de profesión”87.

Al menos 33 de los detenidos parecen haber sido desertores del ejército, la marina o la
policía. Un resultado lógico de la creciente presión enroladora del estado, de la
transformación del “servicio de armas” en pena común para un haz de delitos y
contravenciones cada vez más amplio y de las mayores obligaciones milicianas que recaían
sobre los vecinos88. Ellos buscaban eludirlas o al menos mitigarlas a través de varias
estrategias entre ellas la de apelar a los “personeros”, sobre quienes recaían las
preocupaciones del Jefe de Policía cuando decía “que esta persuadido que en el regimiento
de Milicia activa hay muchos individuos notoriamente vagos dedicados al desorden y a la
embriaguez; que los mas han pertenecido a los extinguidos cuerpos veteranos y que no se
contraen por ahora a otra ocupación que la de personeros”89. Una versión completamente
plausible: luego del gran esfuerzo de militarización de la población de la década 1810 el
nuevo estado provincial debió reducir drásticamente los cuerpos militares. Los calificados de
“vagos” fueron parte principal de los reclutados compulsivamente para afrontar la guerra
con Brasil y ella fue invocada en los juicios tanto en los partes de detención como en las
sentencias y las penas. Así en 1826 el comisario de Chascomús dijo de un detenido:
“Recomiendo a V.S. la persona y seguridad de este individuo que es inútil y perjudicial en la
campaña y puede ser muy útil en las actuales circunstancias o para los buques o para el
servicio del ejercito de la Banda Oriental."90. Las levas llevaron al paroxismo la
discrecionalidad de las autoridades locales al efectuar las detenciones. Así, un comisario
justificaba la ausencia del sumario diciendo: “creí ser lo suficiente para destinar a dos vagos
que a veces se remiten a las armas sin mas justificación que haberlos preso un celador”91.
Esta discrecionalidad estaba presente en toda la estructura judicial. Así, en noviembre de
1827 el juez de primera instancia condenó a dos peones a seis años en el servicio de armas
"atendiendo a la naturaleza de la causa y necesidad de aumentar en la actual guerra que
sostiene el Pays". A ello aludía un abogado defensor en 1827: "Parece que la circunstancia
de la guerra se hubiesen movido a darles el destino de las armas pero en este caso es
necesario que tenga V.E. presente que como ciudadanos todos estamos obligados a servir a
la Patria cuando la necesidad los llama a su defensa, pero siendo inculpables darles este
destino propiamente para los vagos y mal entretenidos y no para los hombres laboriosos es
lo mas triste que puede esperarse por los infelices labradores de la campaña"92.

En estas condiciones la experiencia militar era parte inseparable de las condiciones de


existencia de los paisanos y, por tanto, un dato central para comprender la formación de las
gavillas. La deserción muchas veces no era individual y los desertores solían llevarse
uniformes, armas y caballos y no les quedaban muchas opciones disponibles entre las cuales
estaba la de incorporarse o formar una gavilla de salteadores, al menos por un tiempo. Por
ejemplo, en setiembre de 1826 el gobierno recomendaba enfáticamente apresar a las
bandas de desertores entre los cuales se encontraban “los hijos del antiguo Capitán de
Milicias Antonio Torres (a) San Martín”; ellos habían desertado y tras ello causado al menos
un asesinato, varios robos y saqueos93. Para el ministro de Guerra no había dudas: “algunos
soldados que en las distintas levas han sido destinados al Ejército, han desertado, y podido
pasar a esta Provincia causando el día 9 en las inmediaciones del lugar llamado el Monte
Grande un asesinato y varios robos”94. Vistos desde esta perspectiva más que “ladrones de
profesión” buena parte de los acusados de salteadores parecieran haber sido paisanos
transformados en “criminales” por la propia acción estatal y sólo algunos tenían una nutrida
trayectoria delictiva.

“Ladrones famosos”
Si bien las gavillas no se mantenían unidas mucho tiempo y no estaban integradas por una
mayoría de “ladrones de profesión”, había algunos salteadores de larga trayectoria y
abundante prontuario. Eran los llamados “ladrones famosos” en torno a quiénes se debe
haber forjado más de una leyenda. Las autoridades aluden a ellos como criminales conocidos
cuya existencia parece haber sido en cierto modo tolerada dado que su fama no devenía en
su persecución y no era ignorado su lugar de residencia.

La historiografía del bandolerismo es en buena medida tributaria de tradiciones literarias que


estilizaron bandidos reales o directamente inventaron personajes emblemáticos y
arquetípicos. Esta marca de origen no dejó de signar el desarrollo de esta historiografía pues
a pesar del intento de inscribirla en las perspectivas de una historia social pareciera no
haberse podido superar la fascinación por las historias singulares. Para decirlo en términos
de Hobsbawm “La mejor manera de abordar el complicado tema del ‘bandolerismo social’
[…] consiste en examinar la carrera de un bandido social”95. Sin embargo, tal enfoque puede
derivar en una suerte de enfoque elitista de un fenómeno social, que en determinadas
condiciones, podía adquirir carácter masivo.

Pero, igual conviene explorar sus posibilidades. Veamos fragmentos de dos de estas historias.
A principios de 1811, Blas Yedros ya era muy conocido por las autoridades del norte de la
campaña como ladrón, cuatrero y salteador. En mayo de ese año parece haber saqueado
una casa en el cercano paraje de Hermanas y cuando el comandante militar de San Nicolás
envió una partida de ocho hombres a detenerlo la tarea no fue sencilla. Yedros se hallaba en
su rancho junto a Silvestre Navarrete, su mujer y tres niños. Frente a la intimación se negó a
entregarse (“solo muerto lo verificaría” le gritó al sargento) y tras hacer salir del rancho su
mujer y a sus hijos la partida decidió cercar el rancho y esperar a que salieran. A la mañana
siguiente el sargento decidió prender fuego al techo del rancho y sólo logró que Yedros
hiriera con una daga a un soldado de la partida... Recién al fin del día lograron que se
entregaran. Dos días después, sin embargo, Yedros escapó de la cárcel de San Nicolás96. Al
año siguiente volvemos a tener noticias de él: en Cañada de la Cruz una gavilla asaltó la casa
de don Isidro Figueredo97 el miércoles de la Semana Santa y se refugió en la casa de Yedros,
situada mucho más al norte en los Manantiales de los Arroyos. El Alcalde de Hermandad
procedió con cautela: según informó ”hice llamar a mi casa, por un recado político a Blas
Yedros, temeroso de un fatal resultado si hubiese ido a la propia de su morada, a quién luego
que se apeó de su caballo le intimé se diese preso y cuando ya casi se prestaba humilde al
mandato, luego que se le presentaron ocho hombres armados que a prevención tenía
ocultos, echó mano de un sable que traía en la cintura y con el mayor denuedo hizo una
resistencia vigorosa en la que me hirió en la mano izquierda al cabo de mi partida; se le
tiraron dos disparos y yo con el trabuco de mi uso, pero nada bastaba a su rendición
finalmente conociendo que mis disposiciones eran de quitarle la vida se tiró al suelo e
inmediatamente le hice atar y asegurarlo con dos grillos”. Blas Yedros era un cordobés,
casado y con hijos y parece que estuvo preso en 1804 aunque se fugó del presidio;
incorporado al ejército desertó al poco tiempo. No era un desconocido para las autoridades
de la zona. Tras su detención, el Alcalde de Pergamino remitió un sumario anterior cuando
le fue necesario requerir la ayuda de la Comandancia Militar pues Yedros “es malvado,
gozaba de fuero militar y era soldado desertor”. En el parte el Alcalde aclaraba que “sería de
nunca acabar la relación de los delitos que ha cometido el dicho Yedros: es un facineroso,
salteador, asesino y homicida. Desde Córdoba hasta esta Capital tiene una nota y fama la
más execrable; por todas partes le temen y viven con la mayor pensión, cuando saben que
Yedros aparece en sus territorios”.

Otro ladrón famoso era Roque Arguello quién fue detenido a principios de 1821 en Arrecifes,
en el extremo norte de la provincia98. En el sumario fue calificado como “ladrón incorregible
y el más temido malévolo de estos campos y de todos los que han tenido la desgracia de ser
pisados por él”. El oficial que lo detuvo no dejó de fundamentar esta detención en el
panorama que veía: “Considero de mi deber al elevar este parte a V.S. poner en su
consideración el estado de desorganización, desgracia, insubordinación en que se halla la
Campaña y cuan necesarios son en ella por las actuales circunstancias algunos ejemplares
que restablezcan el respeto a las autoridades y por extensión el castigo de los atentados
rurales que infestan estos campos de los que hace más de 10 años que es azote el
mencionado Roque Arguello robando de un pago y vendiendo en otro lo que le ha
ocasionado varias prisiones”. El informe muestra no sólo a un salteador y cuatrero de larga
trayectoria y abultados antecedentes sino que su persecución se activó para afrontar una
situación rural imperante hacia 1821 que las autoridades locales no dudaban en presentar
en estado de insubordinación.
Como en el caso de Yedros, los antecedentes y la residencia de Arguello eran conocidos por
las autoridades y, sin embargo, no había sido perseguido. Más aún Arguello había estado
preso en San Nicolás en 1820 y “en clase de soldado” fue incorporado a la partida policial del
Sargento Mayor don Rafael Alcaraz, de donde desertó. Varios de los testigos repitieron la
mala fama que tenía y no negaron conocerlo ni haber tenido con él relaciones amistosas.
Uno “dijo que lo conoce por fama de salteador hace más de siete años, que por el partido de
Rojas ha sido miembro de una gavilla que se entraba a veces al Pueblo y robaba en él”; y otro
lo describió como “el facineroso Roque Arguello que andaba huyendo, que era desertor y
que tenía una mujer robada soltera de la misma Guardia de Rojas”.

¿Quién era Arguello? Su confesión nos dará varias pistas sugerentes. En ella dijo ser mayor
de 25 años, natural de Córdoba, católico, ejercitarse de labrador y, cosa bastante
excepcional, que sabía firmar. Hasta aquí y salvo por este último dato, un perfil característico
de los salteadores y de la mayor parte de los hombres que poblaban la campaña. De los
delitos que se le imputaron Arguello sólo aceptó, en principio, el de haber comprado caballos
robados y no tuvo problemas en reconocer que había falsificado las marcas argumentando
simplemente que lo hizo “por que tenía interés en los caballos y que llevado por este mismo
interés los compró sin embargo que sabía que incurría en un delito”. Más aún, describió con
claridad el circuito en que intervenía: compraba ganado robado en otros pagos (nunca en el
suyo) y lo llevaba a los Arroyos; desde allí lo trasladaba a Córdoba y lo vendía; allí compraba
aperos para venderlos en Buenos Aires. El cuatrerismo de Arguello era parte del circuito de
intercambios a larga distancia y la tolerancia de autoridades y vecinos en el norte de la
provincia no debe haber sido indiferente a que en ningún caso el ganado había sido robado
en la zona.

A su vez, Arguello reconoció haber “robado” una mujer, pero no la que se le imputaba: dijo
que había venido de Córdoba con “Tadea Basconcelos moza soltera como de diez y ocho
años de edad la cual trajo robada de casa de un cuñado de ella siendo voluntaria ella misma”,
aunque negó enfáticamente haber “robado” otra mujer en Rojas99. Su testimonio comparte
la misma calificación judicial del hecho (el “robo” de una mujer) aunque evidencia un sentido
muy distinto. Arguello también reconoció que había estado preso dos veces: primero en San
Nicolás “por que sospecharon fuese Montonero” tras lo cual fue destinado como soldado a
la partida policial “en la que sirvió tres o cuatro meses al fin de los cuales desertó sin armas
ni prendas de vestuario”; la segunda en Buenos Aires porque un negro y otro mozo al ser
aprendidos “por haber saqueado una casa cuando la revolución de Albear” dijeron que había
sido su socio. Es decir, Arguello que era un migrante cordobés como tantos otros de la
frontera norte o fue un montonero del año 1820 o al menos cayó sobre él la sospecha de
serlo.

En cualquier caso, Arguello no desmintió su condición de desertor de la partida policial y si


bien buscó dejar en claro que en ella “no se le hizo injusticia alguna ni tiene queja allí de
nadie” explicó que desertó “por que hallándose enfermo de mal venéreo le pareció que en
el hospital no le curarían bien y quiso ir a su provincia donde tenía mejores esperanzas
arrastrando los peligros que le infería la deserción”. Para Arguello, entonces, la deserción era
un delito aunque estaba plenamente justificado. Parece claro también que ha tenido
relaciones con la partida de policía que como vemos se reclutaba entre los mismos sujetos
que debía perseguir y por lo tanto no extraña que haya podido fugarse de la persecución al
punto que, según dijo, fue un soldado de la misma partida que debía aprehenderlo quién le
avisó del peligro que corría. Por último, también importa destacar otro hecho recurrente:
Arguello, pese a negar otros cargos, no tuvo mayores problemas en admitir que era jugador:
dijo que no tenía bienes que manifestar “pues hasta la ropa que se ha vestido algunas veces
decente como tiene el vicio de ser jugador cual debe ser notorio la ha jugado en términos
que se ha visto precisado a estar sin calzones y con chiripá por no poder sacar los que tiene
empeñados en dos pesos”; sin embargo, sostuvo “que ha ignorado que ser jugador fuese un
delito ni que incurriese en las penas con que se le amenaza”.

Estos retazos de dos trayectorias de “ladrones famosos” permiten definir de un modo algo
más preciso el cuadro de situación. Ni Yedros ni Arguello eran personajes excepcionales de
este mundo rural. Ambos habían migrado a Buenos Aires y lograron establecerse en la
campaña norte con sus ranchos y sus familias, como hacían gran cantidad de puntanos,
santafesinos, santiagueños y cordobeses en esta zona100. No vivían en la clandestinidad
pero se movían en una zona difusa entre la legalidad y la ilegalidad gracias a la tolerancia y
las relaciones que mantenían con paisanos, vecinos y autoridades locales y sus actividades
no eran desconocidas, pese a su fama – o quizás por ella misma -. Pero además sus historias
sugieren la distancia existente entre las normas y los valores que se impulsaban desde el
poder y las que imperaban en el mundo social rural. Así doña Isidora Sosa, la vecina
hacendada en cuyo corral Arguello había guardado el ganado robado, declaró que conocía
su fama y antecedentes pero igual le dejó guardar en su corral la tropilla de caballos
argumentando que “es uso en la campaña no negar el corral cuando alguno lo pide prestado
por un día o dos, así se lo prestó en esta ocasión como ha hecho también otras varias y como
también lo ha hecho con cualquiera que le haya pedido igual beneficio”. La fama, entonces,
no rompía esas obligaciones. Por otra parte, a Arguello no parece preocuparle demasiado
reconocer que “robó” a su mujer, ser jugador o desertor. Un conjunto de prácticas que eran
condenadas y perseguidas por el estado pero que no parecen haber tenido carácter delictivo
para estos sujetos ni para su medio social.
Los juicios nos muestran una imagen de los salteadores muy alejada del estereotipo de
individuo “suelto” y “sin arraigo” que recurrente en el discurso elitista de la época dejó su
impronta en la historiografía101. Por el contrario, ellos permiten registrar las múltiples
relaciones de parentesco, amistad, vecindad, paisanaje (o aunque más no sea de simple
interés) que los salteadores mantenían con paisanos y vecinos de su pago. Ellos eran parte
inseparable del medio social rural del que surgían y durante sus correrías parecieron
mantener lazos firmes y perdurables. Por cierto, estas constataciones no habilitan a sostener
que sus acciones gozaran de consenso y simpatía pero, al menos, permiten observar que
eran toleradas y no los llevaban al aislamiento. Sin duda, es muy difícil encontrar en las
tramitaciones judiciales expresiones favorables a sus acciones delictivas pues no parece un
juzgado un lugar adecuado para hacerlo pero una lectura atenta del discurso de las
autoridades sugiere indicios firmes de “consentimiento” y “abrigo” entre la población y cierta
tolerancia de algunas autoridades locales. Por ejemplo, en 1825 el Juez de Paz de San Vicente
remitía detenido a la Marina a “Pablo Ríos por salteador, desertor, por haber herido con
cuchillo a un hombre en una pulpería y a otro después de haberlo desnudado” y también a
Nicolás Cuello “por abrigador de hombres de esta clase”102. Mas claro aún, es el panorama
que presentaba en 1827 el Juez de Paz de Matanza cuando sostenía que “Desde los suburbios
de la Ciudad hasta lo más remoto de la Campaña hay infinitos Ranchos cuyas familias
numerosas subsisten y se alimentan con lo que se roba en la Provincia y quizá con lo que se
trae de otras partes del mismo modo”. Para este juez “los ladrones queriendo tener una
salvaguardia y vigía prodigan cuanto tienen para asegurar sus personas y perpetuar sus
crímenes”. De ser cierta esta visión, el circuito de circulación de bienes que motorizaba el
bandolerismo estaba implicando a muchos más individuos que los salteadores y ellos
parecen haber sabido utilizar con creces estas posibilidades. El juez, además de señalar que
“con este aliciente infame vemos prostituirse y abandonarse porción de familias” identifica
toda una gama de actividades a las que se dedican: “Los unos con la capa de Labradores,
otros con la de cuidadores de Bueyes, otros de Puesteros y por fin con la de vecinos son unos
completos haraganes, que solo causan la destrucción del País”, un perfil análogo al que
trazamos a partir de las confesiones. Pero, además, el juez se queja de las autoridades locales
que por “una imprudente prédica los toleran y consienten” y lo hace desde un diagnóstico
preciso de la situación: “Estos Ranchos son la fuente fecunda de los desórdenes; de ellos es
de donde nacen los males que extendiéndose por todas partes como una impetuosa avenida
fluyen y refluyen hasta haberse establecido el sistema de callar á todo lo que se sabe por no
descubrir la complicidad en los hechos y romper las relaciones de amistad y parentesco que
tienen los buenos y laboriosos con los malos y haraganes, siendo también estos Ranchos la
principal causa de falta de brazos y de la mucha deserción en las tropas”103.

Bandolerismo y conflictividad social


51Nuestra perspectiva intenta sortear algunos pantanos en que suelen caer los estudios
sobre el bandolerismo. Algunos autores tienden a considerar todo acto criminal como una
respuesta a una situación social y a un sistema de poder injustos; es obvio que alguna
relación tienen pero nos parece simplificador convertir a todo acusado en un resistente
social104. Otros trataron de establecer una distinción prístina entre dos tipos claros y
distintos: los delincuentes comunes y los “bandoleros sociales”, reservando exclusivamente
a éstos la condición de rebeldes pero despreciando los posibles contenidos políticos de sus
acciones o, asignándoles a lo sumo un carácter “primitivo”105. Por último, una tercera
perspectiva es la de aquellos autores que no encuentran evidencia alguna de “bandolerismo
social” y son proclives a plantear la cuestión en términos de “bandolerismo político”: se
trataría entonces de criminales utilizados por alguna facción de poder y que medraban en
propio beneficio sirviéndola. Aunque disímiles y controvertidas estas perspectivas
comparten una misma propensión taxonómica que termina por ser el centro de la cuestión
y anula la fluidez de situaciones y trayectorias.

Los salteadores no eran un “tipo social” distinguible con precisión y a cuyas acciones podría
asignarse un sentido específico. Por el contrario nos inclinamos por inscribirlos en su medio
social e indagar en sus trayectorias, en sus dichos y en sus acciones los contenidos políticos
que expresaron aunque no hayan tenido propósitos de ese carácter. Para esta inscripción es
preciso modificar la imagen algo rígida que una primera lectura de las fuentes nos ofreció y
que deriva de la intención taxonómica que contienen nuestras propias fuentes. Como vimos,
la mayor parte de los acusados declararon ejercitarse como peones y en segundo término
como labradores. Ahora bien, se trata de dos ocupaciones menos separadas de lo que puede
parecer aunque gozaban de muy diferente prestigio social y pesaban sobre ellas distintas
expectativas. De un peón se esperaba que sea trabajador, que estuviera permanentemente
ocupado y que fuera obediente y respetuoso de su patrón106. De un labrador se esperaba
que tuviera medios suficientes para vivir y mantener su familia siendo útil y productivo para
sí y la sociedad y respetuoso de las autoridades y las leyes. Sin embargo, esta distinción era
más bien una idealización de la realidad social y un intento de ordenarla antes que un reflejo
de ella. Pocos (probablemente muy pocos) de los labradores correspondían al perfil virtuoso
que el discurso ilustrado les atribuía y la mayor parte de los realmente existentes no eran
para autoridades y vecinos principales más que “falsos labradores”, la llamada “polilla de la
campaña”, propensos al ocio y el crimen y sobre quiénes descargaban las sospechas sobre la
proliferación del cuatrerismo y de la vagancia y a quiénes asignaban ser el abrigo de los
bandidos. Especialmente porque una sólo una porción limitada estaba fija en un lugar107.
Así, la noción inicial de “vago” asociada al individuo suelto, sin ocupación, domicilio ni familia
terminó por ser aplicada a familias enteras. Esta mutación ayuda a entender también la
proporción de casados y labradores entre los acusados como salteadores.
53Pero hay una cuestión más y quizás más importante: los estudios más sólidos mostraron
que no existían fronteras infranqueables entre ambas ocupaciones y que podían ser más dos
fases del ciclo de vida antes que indicadores de dos situaciones de clase. Por tanto, la
demarcación entre peones y labradores no debe ser exagerada pues puede ocultar otros
aspectos tanto o más importantes de la vida popular rural. Para ello es preciso recuperar la
densidad de sus declaraciones. Ellas nos mostrarán que los salteadores provenían en su
mayor parte de ese segmento de peones que gozaban de movilidad y autonomía como para
tener la posibilidad (o al menos la expectativa) de transformarse en labradores autónomos y
de labradores que entre sus estrategias de supervivencia incluían el conchabo asalariado más
o menos temporario como peones y que estaban situados al borde de una cornisa social. Los
unificaba una común resistencia y reticencia a la dependencia y su persistente búsqueda de
preservar su autonomía108 amenazaba por varios peligros, pero ante todo, por la leva y por
las oscilaciones del mercado en el que intervenían tanto como vendedores de productos y
fuerza de trabajo como consumidores.

54Ya hemos visto esta situación en las confesiones de Yedros y Arguello. Pero podemos tener
un panorama más rico y completo atendiendo a algunos otros ejemplos. En 1822 se tomó
declaración a tres acusados de integrar una gavilla de salteadores109. Uno dijo “que se llama
Juan Molina, nacido en la Jurisdicción de Córdoba en la Villa de los Ranchos, que su estado
es de soltero y su condición blanco sin mezcla de mala raza, según siempre lo ha creído, que
su ejercicio y ocupación ha sido conchabarse de peón de á pie desde ahora hace doce años
poco más o menos, que vino de su tierra a esta Provincia y empleándose en la Capital de
Buenos Ayres de carretillero en la Plaza de Lorea como cuatro o más años, y que después
que salió a la Campaña se ha conchabado para arar, picar carretas, segar, techar casas y otros
trajines de esta naturaleza en las Estancias del Partido de Areco de esta banda, como han
sido las de Don Pantaleón Ramayo y Don Andrés Castro donde ha permanecido mas tiempo
a excepción del de cosechar en que se ha empleado donde lo han llamado”. Además Molina
reconoció que había estado preso dos veces, una en Buenos Aires y otra en Córdoba por
desertor del ejército. Su compañero Luis Castellano dijo ser soltero y cordobés: “que vino
desde su tierra muy joven, su ejercicio ha sido peón de campo, conchabándose para arar y
domar” y que ha estado detenido en el Fortín de Areco “en clase de desertor”. Por su parte
José Santos Guerra dijo ser tucumano, casado y padre de una hija y que “su ejercicio es peón
de a pie conchabándose para las aradas y la siega, que a eso mismo vino desde su tierra hará
como hace un año, en cuyo tiempo ha tenido por Patrones a señor Agustín Guevara en las
Charcras de Ayala y a Don Rufino Alegre en el mismo Paraje, cuando levantó un trigo a medias
y que ahora como cuatro años vio a estos parajes y estuvo conchabado con el expresado
Guevara y don Hermenegildo San Martín en las cercanías del Baradero para emplearse en
los mismos trajines ” y dijo “que esta es la primera vez que lo agarra la Justicia bajo el
concepto de malo o sospechoso”.
55Estamos así frente a tres migrantes atraídos por las oportunidades laborales de la pampa
con sus salarios más altos y más monetizados y las mayores posibilidades de acceso a la
tierra. Pero, además, podemos distinguir la variedad de ocupaciones, la combinación y
alternancia de muy diversas actividades y la inestabilidad de su situación laboral. Se trataba
de una existencia al día, sometida a múltiples avatares y con momentos de desocupación
transitoria. Era justamente esta situación la que los convertía en presas ideales para ser
calificados de vagos por una normativa estatal que esperaba someter a los peones a
relaciones laborales fijas, permanentes y formalizadas por un contrato escrito como modo
de asegurar su sujeción. Pero ello no era tan fácil de lograr: en 1830 dos acusados de vagancia
declararon que “continuamente trabajaban y en la actualidad lo hacían en la siega” y cuando
el juez reclamó las correspondientes papeletas pero los acusados respondieron “no tenerlas
porque en la actualidad como se ocupan de segar trigo trabajan en diferentes partes”. La
realidad era más compleja que la norma pero el juez debía hacerla cumplir: resolvió dejarlos
en libertad pero “encargándoles que en lo sucesivo se conchabaren en un trabajo firme y
estable con contrata para cumplir con lo mandado y no dar que decir de su conducta”110.

56Otros factores incidían en la tenue línea que separaba la vida dentro de parámetros legales
de la ilegalidad. En junio de 1825 Francisco González dijo haber venido desde el Salado a
buscar nuevo conchabo en la ciudad, juntándose en el camino con otros tres individuos que
venían con el mismo objeto y explicó que "se vieron obligados a carniar la baquillona". Su
compañero Benito Montenegro dijo que era peón en las Saladas de donde se había venido a
la ciudad a buscar un nuevo conchabo “por temores de los indios”. Como vemos, se trataba
también de trabajadores que podían moverse a larga distancia en busca de un nuevo
conchabo. En este caso, la movilidad en busca de ocupación iba desde la extrema frontera
sur a la ciudad y ello remite a la estructura de un mercado de trabajo muy poco diferenciado.
Permite también advertir porque estos salteadores que proliferaban en la campaña en
muchos casos residían en la ciudad y sus arrabales. Estos acusados no negaron ni haber
carneado una vaca ni negaron que andaban armados pese a la prohibición expresa que
existía pues como dijeron Francisco Gómez y Juan Coria debían llevar las armas por “los
peligros que continuamente había en el campo” además de justificar que carnearon la vaca
por su “falta de recursos”111. Las preguntas y las respuestas devuelven la imagen de una
profunda distancia, sino de un verdadero choque cultural. Tanto andar armados de cuchillos
o carnear una vaca ajena “por necesidad” o “falta de recursos” les deben haber parecido a
estos detenidos respuestas que no empeoraban su situación, no parecen haberlas concebido
como delitos aunque las normas fijaran para estos casos la pena del presidio o el “servicio
de armas”. Pero, además, entre las respuestas Gómez y Coria se filtró algo más: cuando se
percataron que sus contestaciones no satisfacían al juez alegaron "andar buscando conchabo
pues los patrones que habían tenido anteriormente querían tenerlos como esclavos a virtud
de los contratos". Podemos entrever así que significados podía tener para los paisanos la
exigencia de contrata escrita, la famosa papeleta, que era el eje por excelencia de la
persecución de la vagancia. A la precariedad y la inestabilidad de las relaciones laborales
debemos entonces sumarle las posibilidades de producción autónoma y el rechazo de los
paisanos a la deferencia que reclamaban patrones y autoridades.

57Ya ha sido bien demostrado que en un contexto de profunda mercantilización, de intensa


movilidad espacial y ocupacional, de oportunidades laborales variadas y de ciertas
posibilidades de acceso a la tierra (y, por tanto, a la producción autónoma), la obediencia de
estos trabajadores era muy relativa como ineficaz el intento de resolverla mediante sistemas
de trabajo coactivos112 o de disciplinarlos a través del ejército113. En este contexto, la
mercantilización se expresaba tanto en la recurrente necesidad empresaria de recurrir a
incentivos salariales y adelantos en moneda como en la movilidad de los trabajadores de un
empleo a otro y del trabajo asalariado a la producción autónoma. Sin duda también otras
facetas de esta intensa mercantilización eran la afición a los juegos de envite donde se
apostaba dinero o bienes fácilmente convertibles en dinero, la generalizada práctica del
empeño de algunos bienes y la propensión de los ladrones a robar dinero y bienes fácilmente
comercializables, permutables o empeñables como las ropas.

58Nuestra evidencia sugiere una creciente tensión entre patrones y peones, algunos de los
cuales no dudaban no sólo en abandonar el trabajo frente a alguna ofensa sino también a
enfrentar facón en mano cualquier intento de castigo114. Esta situación asigna mayor
importancia al hecho de que entre los salteadores hubiera una mayoría de peones; pero,
sobre todo, que muchos de los acusados eran o habían sido peones de las casas o
establecimientos que resultaron asaltados. Para la justicia se trataba de una situación
especialmente agravante e ilumina la concepción jerárquica vigente: así, un juez le hizo cargo
particular a Inocencio Cufré “por haber sido peón de la casa, lejos de contenerlo las
consideraciones debidas a su patrón ha pasado por ellas y ha sido la causa de todos los
males”115. Otro ejemplo puede ser útil: en setiembre de l827 se levantó un sumario contra
varios individuos acusados de múltiples delitos: se los acusó de que eran “vagos y
perjudiciales”, que uno había sido despedido por su patrón "de resultas de no querer trabajar
y haberle robado una camisa", que otro “le mató un buey y vendió la carne", que mantiene
una mujer, dos hijos y un cuñado "sin más haberes que su triste jornal", que andan “sin tener
mas trabajo que jugar y pelear", que mató un caballo "para sacarle las botas", que desertó
de una partida policial robando el caballo y la montura, que "los cuatro son hombres
perjudiciales en el partido”, “que gastan y juegan, sin tener de donde sacarlo". El arsenal de
acusaciones combinaba estereotipos sociales que expresaban la profunda escisión cultural
vigente como alusiones a hechos concretos que sugieren la práctica del robo en pequeña
escala como una forma de resistencia individual pero que terminaba por erosionar la
autoridad del patrón y la obediencia de los peones116.

59El mismo expediente nos acerca a algunas de las nociones que manejaban estos peones.
Ellos presentaron una nota ante el juez diciendo que "nosotros somos hombres de trabajo
que nos sostenemos con nuestro sudor, sujetándonos a un conchabo miserable por no vagar
y conservar nuestra buena opinión”. Aquí, sin duda, se nota demasiado la pluma del
defensor. Sin embargo, en el juicio verbal uno de los acusados – Pedro Pajón- fue aún más
claro: para él las acusaciones "eran sin duda porque como un pobre jornalero se desconfiaba
de su conducta; que era cierto que mantenía a su mujer pero que lo hacía con el sudor de su
trabajo"117. La doble cita tiene así la importancia de ponernos en evidencia la utilización por
letrados y acusados analfabetos de nociones y formas discursivas casi idénticas sino también
que Pedro Pajón planteaba el conflicto entre pobres y ricos. En otros términos, su discurso –
y el del letrado- estaba saturado de connotaciones religiosas y desde ellas impugnaba como
una inmoralidad incuestionable: los pobres eran vistos como peligrosos y él –que era uno de
ellos- lo sabía118. No muy distinta fue la respuesta de Atanasio Melo: acusado junto a los
otros detenidos de que “no han tenido otra ocupación que andar robando ganados y
asolando las casas y es publica voz y notoria principalmente en el territorio de Capilla del
Señor ser unos verdaderos salteadores dados al juego, embriaguez y otros vicios. Dijo que
podrán decir lo que quieran por ser un pobre, pero que el no ha hecho daño alguno ni
ocuparse en los vicios por que se le acrimina”119. No estaban equivocados: la persecución
de la vagancia trajo consigo una mutación de la concepción dominante de la pobreza, una
“modernización” característica que terminó por convertir a los pobres en culpables de su
condición y en peligrosos por antonomasia.

60Un último ejemplo puede completar el cuadro de tensiones. Cipriano Ramírez estaba
acusado de comandar una gavilla de salteadores que había asaltado la casa de un Alcalde en
Flores. En su declaración dijo que un tal José Varela, peón del Alcalde, “le dijo que le había
entrampado su trabajo” y que era un hombre “que tenía mucho dinero”. Según Ramírez, ya
en la primera reunión Varela le “dijo que le había entrampado el dinero su Patrón quedando
acordes el robarle y buscar otros compañeros”. Tenemos así un indicio de las motivaciones
del peón y de sus socios y ellas no eran, por cierto, incompatibles. Pero hay algo más: en la
gavilla participaba Dionisio Macedo, un esclavo de 16 años que según declaró se fugó de la
estancia de su ama “por resentimiento de haber vendido a su hermana”; como su objetivo
era “irse a otra tierra” sostuvo que “sacó dos mudas de ropa de su uso y una guitarra y una
manada de yeguas que serían con potrillos y caballos que serían como más de veinte” y que
“como trataba de ausentarse para siempre del poder de su ama llevaba para su auxilio los
animales”. Una vez en la ciudad Macedo se encontró con Julián López que había sido peón
de la estancia de su ama, quién lo incorporó ala gavilla120. Peones y esclavos agraviados por
sus patrones y sus amos aparecen aquí reunidos en una misma gavilla junto a varios
desertores del ejército atacando violentamente la casa de un alcalde de barrio.

61Para la concepción dominante la vagancia llevaba al juego y la violencia. Aquí se


manifiesta, otra vez, el choque cultural. La calificación de “quimeristas” y “peleadores” era
aplicada a los paisanos que se enfrentaban a duelo mientras se aceptaba (y se esperaba) que
la “gente decente” no lo eludiera, una situación de dualidad normativa y valorativa que
perdurará por décadas. En torno al juego la distancia era insuperable: concebido por las elites
como un vicio derivado de la ociosidad y la causa de la criminalidad, era para los paisanos
una “ocupación” y parte de sus estrategias de subsistencia. A lo sumo, alguno podía
reconocerlo como vicio más no como un delito. Lo que importa es que los acusados se
refieren al juego como un “ejercicio”. Por ejemplo, dos detenidos como sospechosos de ser
salteadores fueron descriptos por algunos testigos como amigos y compañeros “por que
siempre que asistían a las mesas de juego, ponían el monte juntos […] no les ha conocido
otro ejercicio que jugadores” y siempre “han andado y jugado juntos, llevando la mitad en
las partidas de juego”, cual convenio de aparcería 121. Simón Melo, por su parte, declaró:
“que es jugador pero que no es vago y que se contrae al trabajo cuando encuentra
trabajo”122. De igual modo, más de un detenido justificaba las prendas que se le hallaron
diciendo haberlas comprado “con dinero suyo ganado al juego pues es jugador123. De este
modo, aparece un conflicto central entre los hábitos y prácticas culturales de los paisanos y
las exigencias y orientaciones del estado. No es un problema menor en la medida que el
juego era parte de las ocupaciones que tendían a interrumpir el proceso de trabajo, era un
recurso al que apelaban los paisanos en los momentos en que no estaban contratados, el
destino de parte de su remuneración salarial y un aspecto crucial de su sociabilidad. También
uno de los escenarios donde los ladrones canalizaban parte de los bienes robados124.

Bandolerismo y politización: la dinámica de una relación


62Registramos así una serie de posibles motivaciones del bandolerismo. Aunque ninguna de
ellas puede ser calificada directamente de política, si se observan con cuidado pueden sugerir
que expresaban el rechazo de las actitudes de amos y patrones y de las disposiciones,
exigencias y prohibiciones que se establecían desde el estado. Estas tensiones profundas
cobran un sentido distinto si se registra que transcurrían en un contexto de creciente
movilización y politización de la población rural y es ese contexto el que devela su sentido.
Probablemente donde ello es más claro es en otro aspecto de sus confesiones: los acusados
no parecieran ocultar, arrepentirse o avergonzarse de su condición de desertores. Y, si bien
la deserción podía no tener una motivación política sí lo eran sus consecuencias si se
generalizaba125. Cualquiera hayan sido las motivaciones de los salteadores, lo cierto es que
las gavillas enfrentaban rudamente las partidas policiales y militares y resistían las
detenciones; de modo que, si tenían éxito, no dejaban de erosionar su autoridad. Además
los salteadores adoptaron como estrategia recurrente la de presentarse como patrullas: si
ello era ya frecuente en la década de 1810126, después de 1820 se convirtió en una
estrategia reiterada a la que las gavillas recurrieron en no menos de 18 ocasiones.

63Una observación atenta de las confesiones sugiere experiencias más complejas que
simplemente la conversión de un soldado en salteador: algunos pueden haber sido
montoneros durante la crisis de 1820, como Pedro Muñoz, un labrador chileno “que estuvo
preso por desertor de los Aguerridos y lo sacó para los Blandengues el padre de D. Pancho
Ramírez”, el caudillo entrerriano que invadió Buenos Aires en 1820127. A su vez de José Seco
un testigo dijo que se “ha oído decir con generalidad que es un hombre temible por sus robos
y crueldad y que ha sido de la montonera de Ramírez, Carreras y demás del año veinte”128.
Más aún, durante ese año encontramos referencias a que los salteadores se presentaban
ante sus víctimas "diciéndoles que eran montoneros"129. Ello invita a considerar la crisis de
1820 como un momento de inflexión en esta breve historia del bandolerismo.

64La crisis hizo evidente una cierta confluencia entre bandolerismo y lucha política que
estaba lejos de tener una sola dirección, adoptaba diversas formas y no puede reducirse a la
explicación que solían esgrimir los portavoces de una facción para descalificar a sus
adversarios: que los bandidos no eran más que instrumentos del oponente. Por el contrario,
el análisis cuidadoso de la documentación nos ofrece un panorama más complejo aunque no
descartamos que incluyera reclutamiento de bandidos para integrar las fuerzas en pugna. El
saqueo era una de las formas de remuneración de las tropas movilizadas o de unidades
militares sobre las que se ejercía reducido control; por ello no siempre es posible identificar
si las acciones eran cometidas por una partida militar, un grupo de desertores, una partida
de montoneros o sólo a salteadores que operaban por su cuenta aprovechando el caos
reinante. Sin embargo, no cabe duda acerca de que el caos generalizado en la provincia
durante buena parte del año 1820 brindó oportunidades para un accionar más decidido de
las gavillas. Por ejemplo, a principios de 1820 fueron muchas las denuncias de los vecinos de
los saqueos que los montoneros federales realizaron en pueblos como Areco, Flores y
Morón; pero la ocasión parece haber sido aprovechado por bandas de salteadores que poco
o nada tenían que ver con estas facciones, aunque también se comportaban como militares
y no faltaban entre ellos hombres de uniforme y con armas del ejército130. Además debe
considerarse que las requisas y auxilios que los ejércitos demandaban de los paisanos y
vecinos abría una serie de “oportunidades” para que los mismos oficiales realizaran
“negocios” particulares comercializando en propio beneficio aquellos “auxilios”131. Quizás
sea más importante que algunas de las gavillas estaban integradas por hombres que habían
hecho esta experiencia de saqueo y salteamiento a través de su participación en las tropas
militares de las que luego se apartaron. De este modo, las descripciones del saqueo al que
fue sometido el pueblo de San Nicolás en agosto por las propias tropas porteñas es elocuente
al respecto132. De algún modo hasta podría decirse que era la política la que los llevó por el
camino del salteamiento.

65Estas nuevas dimensiones de las gavillas en la crisis eran parte de un contexto general de
politización rural. Una de sus manifestaciones más notables fue el reclamo generalizado de
los notables de los pueblos por encontrar su reconocimiento como “cuerpos morales” con
derecho de intervención política. Otra, mucho más duradera, fue la extensión de los
derechos políticos a la campaña y la masiva participación de sus pobladores en las
elecciones133; una participación que no sólo estaba equiparando la de la población urbana
sino que excedió al universo de los “vecinos”134. En otros términos, la proliferación de las
gavillas fue paralela al incremento de la militarización, a la proliferación de la deserción y a
una creciente participación electoral de la población rural.

66Un segundo momento de inflexión se produjo hacia 1826. Ese año no sólo hemos podido
constatar la mayor proliferación de gavillas sin también que aumentaron el número de sus
efectivos, la audacia de sus acciones y, por primera vez, adoptaron un claro y preciso
contenido político. La eclosión se operó en un contexto de agudo incremento de las disputas
políticas y de máxima tensión en la trama de las relaciones sociales agrarias. Ese contexto lo
hemos analizado en detalle en otra ocasión135 y aquí sólo vale recordar que era el resultado
combinado de las transformaciones que se operaban en la estructura productiva, la más
firme y sistemática implantación estatal en la campaña y el reclutamiento forzado para la
guerra con Brasil. El 13 de diciembre más de 80 hombres armados ocuparon el pueblo de
Navarro, sustituyeron al comisario y al juez de paz e impusieron contribuciones forzosas. Al
día siguiente fracasaron en el intento de repetir la operación en la Villa de Luján. Aunque
para las autoridades se trataba sólo de una numerosa gavilla de facinerosos había sido una
montonera federal. A diferencia de 1820, estos montoneros no eran tropas de otras
provincias ni un malón dirigido por algún criollo “aindiado”136; había entre ellos desertores,
“vagos” y más de un “ladrón famoso” pero en su mayor parte eran peones y labradores de
la zona y sin antecedentes penales unidos probablemente a varias gavillas de
salteadores137. El movimiento ofrece ciertas analogías con los rasgos descriptos de las
gavillas. Su líder, Cipriano Benítez, era un labrador nacido y avecindado en la zona; tanto él
como su familia tenían fama de ladrones y cuatreros, había estado al menos dos veces preso
y también servido en el ejército. La montonera se presenta como la expresión de la
confluencia, por lo menos coyuntural, entre lucha política y bandolerismo. Una confluencia
que tomaba dos direcciones: a través de lo que podríamos denominar como la
bandolerización de la lucha facciosa y por medio del desarrollo de una lucha política y militar
que generaba condiciones para la transformación de paisanos en bandoleros.
67Además, por entonces, la evidencia sugiere que se estaban produciendo algunos cambios
en el patrón de los asaltos. El nivel de violencia que ya había comenzado a aumentar en 1820
fue mucho mayor después de 1825. En su inmensa mayoría los asaltados eran vecinos
calificados en los sumarios como don o doña, tanto estancieros como labradores y pulperos;
este patrón no es novedoso pero desde 1825 los asaltos afectaron cada vez más a
propiedades importantes y en los asesinatos a vecinos que ostentaban importantes rangos
militares, como sucedió con dos coroneles en Fortín de Areco y en Navarro138. Más aún, en
plena ciudad en setiembre de 1828 una numerosa gavilla de larga actuación llegó a asaltar
el almacén de un cuartel militar; en ella había varios soldados, algunos oficiales y algunos
habían tenido antecedentes como cuatreros139. En cambio las gavillas no parecen haber
atacado con demasiado frecuencia a peones o esclavos. Sin embargo, lo relevante no es que
los asaltos afectaran a los sectores medios y bajos del mundo rural sino que iban en aumento,
con violencia creciente y con mayor frecuencia a personas influyentes y de poder en el
mundo rural: vecinos notables, hacendados reconocidos, extranjeros. Y, sobre todo, que
afectaban reiteradamente a autoridades locales (jueces de paz, comisarios y alcaldes de
barrio) y, por lo tanto, deben ser inscriptos en las crecientes tensiones que ellas estaban
teniendo con la población rural.

68En este sentido quizás lo importante es que estas tensiones no se manifestaban sólo (ni
principalmente) a través del bandolerismo sino que se canalizaban de muy diversas formas:
la demanda judicial por abusos de autoridad140, las peticiones colectivas o, incluso, la
realización de una suerte de cencerrada pampeana141. De esta manera, la montonera de
1826 era excepcional en sus formas pero no tanto en sus contenidos y testimoniaba los
niveles que adquiría el repudio contra estas autoridades locales cuando ellas aplicaban
estrictamente las orientaciones que se fijaban desde el gobierno. Y estas mismas autoridades
fueron blanco reiterado de las gavillas de salteadores o desafiadas por ellas.

69De este modo, no extraña la imagen de indisciplina social generalizada que transmiten los
informes de estas autoridades. Desobedientes e insolentes: esa es la imagen que ofrecen de
algunos hombres que, aún lejos de ser “ladrones famosos” igual no dejaban de desafiarlas.
Así, en julio de 1825 se produjo un altercado entre el Juez de Paz de Pilar y Nicolás Villarreal:
según aquel “viendo que me desmontaba del caballo se enderezó a mí con el cuchillo en la
mano diciendo que a él no le daba preso a ningún juez de mierda y que se cagaba en cuanto
juez había en el partido y a estas palabras fue acometido por mi y a mi ordenanza y viéndose
acosado apeló a la fuga y con bastante velocidad logró saltar en otro caballo de los que
estaban en dicho pulpería por los que fui auxiliados para correr al reo que fue agarrado en
distancia de una legua por muchos vecinos que le salían al encuentro”142. Al año siguiente
fue detenido Francisco Hidalgo, “por haberse presentado en este pueblo con una daga
invitando a pelear y ha insultado públicamente con palabras denigratorias a los jueces del
partido”143. Más grave es lo que pudo llegar a suceder en el pueblo de Dolores en marzo de
1828: allí fue apresado Paulino Martínez, un paisano conocido en el pago y que había actuado
como baqueano y lenguaraz del ejército en sus expediciones contra los indios; la acusación
que pesaba sobre él era que había reunido y bebido abundante alcohol en unas pulperías del
pueblo junto a un nutrido contingente de indios y según el informe del Juez de Paz “les decía
en voz alta, que todos los del Pueblo de Dolores eran unos Pícaros Ladrones y que para esta
noche verán si eran baqueanos para pelear, que entendieran que este Pueblo era de ellos y
no nuestro, y que ninguna Justicia lo prendía, y que los había de amolar”; un testigo agregó
que “decía que él había de enseñar a hacer justicia a los Jueces, y que todos los vecinos del
Pueblo eran unos Pícaros Ladrones y flojos” y otro dijo que gritaba que “que todos los de
este Pueblo eran unos Pícaros, Ladrones, cobardes y que le habían de pagar la injusticia que
habían hecho con él”144.

70La indisciplina también parece haber ido aumentando entre los esclavos. En setiembre de
1826 el Jefe de Policía detuvo a Mariano, esclavo de un destacado miembro de la elite como
Manuel Obligado, "quien tuvo el atrevimiento de haberse resistido á su amo al aprenderlo".
El amo no sólo se quejaba de las continuas borracheras sino que expresaba la necesidad de
encarcelarlo porque “tenía el vicio de fugarse”. Manuel no rechazó los cargos y explicó que
lo "había hecho porque su amo no lo vestía y que el vicio de tomar era los días de fiesta, que
por repetidas ocasiones le había pedido papel de venta y nunca se lo había dado"145. Más
tensa parece haber sido la situación en la estancia de Francisco Pérez Millán al año siguiente:
según su hijo hizo apresar a tres negros porque se iban a amotinar. Los esclavos negaron el
motín pero dijeron que sólo habían pedido “que no castigasen al moreno Mariano Canillas
por la riña que había tenido”, aclararon que lo habían pedido “todos los compañeros”. Millán,
en cambio, sostuvo que “los tres esclavos presentes andaban convocando a los demás” a fin
de que cuando saliese al campo el capataz con ellos lo iban a asesinar y como prueba relata
“los insultos que la noche anterior vertieron en la cocina de la estancia estos mismos
criados”146. Estos indicios sugieren un contexto de insubordinación y resistencia de los
esclavos en defensa de sus derechos así como indica la debilidad de los amos para someterlos
y los temores que los atormentaban.

71Un universo de episodios distintos, aislados y desconectados que, sin embargo, se hacen
más inteligibles si se los inscribe en el contexto de las tensiones que recorrían la campaña
bonaerense. Alcaldes, jueces y comisarios aparecen reiteradamente desafiados y con ellos
los grupos de vecinos notables e influyentes de los pueblos de los que se reclutaban; sobre
ellos se acumulaban las demandas, las expectativas y los resentimientos de la población
rural. Este era el ámbito por excelencia de la política tal como era vivida en la campaña. Estas
autoridades eran las encargadas de aplicar la abundante normativa disciplinadora y represiva
que emanaba del estado, de clasificar a los pobladores, establecer quiénes eran los
“perjudiciales” y, por tanto, aquellos sobre quienes podía recaer el estigma de la vagancia y
el destino del contingente. Las gavillas de salteadores sino eran una opción válida para la
mayor parte de los paisanos venían a desafiar y a erosionar el poder de estas autoridades.

72La magnitud que este contexto adquirieron las gavillas era inseparable de la guerra con
Brasil. Por ejemplo, el detenido Pedro Pablo Latorre relató que fue destinado a la Banda
Oriental de soldado y tras cuatro meses de servicio obtuvo licencia “y en ese estado se
ocultó”; desde entonces, “no ha tenido paradero fijo por que hoy a estado aquí mañana
allá”147. Por su parte, cuando Diego Arce fue detenido dijo que había sido llevado por la leva
a la Banda Oriental de donde volvió a los tres años y fue entonces que “desertó a los lanceros
cuando la Federación”148. Arce se nos presenta así como uno de los tantos desertores que
durante la crisis de 1829 fueron minando al ejército de Lavalle y engrosando las filas
federales; su trayectoria no tiene nada de excepcional y replica casi idénticamente las
vicisitudes que un propagandista de Rosas como Luis Pérez empleó para explicar en un largo
poema gauchesco de 1830 las motivaciones de la adhesión popular a la federación en las
páginas de El Gaucho: en este largo poema, que se enlaza explícitamente con los diálogos de
Hidalgo, Pérez transformaba en relator de la historia a un “gaucho del Salado” quién siendo
peón de las estancias de Rosas fue llevado con el contingente al ejército en la Banda Oriental;
allí en plena vida militar “A matreriar empecé/ y muchas veces confieso/ que en Resertar me
pensé”. El deseo se hizo realidad el 1º de diciembre de 1828: el gaucho desertó del ejército
y “Siempre al lado del patrón/ Lo seguí; porque soy firme/ En nuestra federación”149.

73Como ya vimos, durante la profunda conmoción que sacudió a la provincia desde fines de
1828 a mediados de 1829 los juicios a gavillas de salteadores se reducen notoriamente. Y,
sin embargo, las referencias a las gavillas se multiplican. La prensa unitaria no dudó en
presentar a los alzados como bandas de salteadores y de relacionar el alzamiento con la
montonera de 1826: así un periódico sostenía que Rosas como Cipriano Benítez “se hizo
capitán de bandoleros” y trazaba un claro perfil de sus seguidores: “todos sabemos que
andan de á cincuenta, ciento y de á doscientos por aquí y por allí, á su discreción, cometiendo
todo género de excesos y a las órdenes de éste y aquel salteador”; más aún, el periódico no
dudaba en destacar que al retirarse Rosas hacia Santa Fe “dejó en su lugar á Arbolito, Molina,
y toda esa chusma que fue dispersada el 26”150. Desde esta perspectiva, la filiación entre el
alzamiento federal de 1829 con las gavillas de salteadores y la montonera de 1826 estaba
fuera de toda duda. Y, parece cierto que las montoneras federales que aquel verano
impidieron la consolidación de la restauración unitaria y le impidieron el control de la
campaña deben haberse nutrido al menos en parte de hombres que tenían estas
trayectorias.
74Sin embargo, el problema es más complejo y no puede reducirse a esta constatación. Entre
los salteadores existían motivaciones y experiencias que hacen comprensible su adhesión a
la “Federación” y su intervención no puede explicarse sólo por la lealtad a sus líderes. Debe
considerarse, ante todo, que durante esta crisis llegó a su máxima intensidad esa
bandolerización de la lucha política o, para decirlo en los términos de un observador
contemporáneo, “la guerra no se ha vuelto sino una piratería”151. Luego porque el
desenvolvimiento de las gavillas fue paralelo y sólo parcialmente articulado con el
alzamiento. Nuestra evidencia sugiere que si bien muchas gavillas pueden haberse alineado
con el alzamiento otras continuaron actuando sin conexión efectiva con él. Por ejemplo, en
enero de 1829 una numerosa gavilla asaltó y saqueó la casa de John Miller, un inglés
arrendatario en la colonia que había formado en Santa Catalina, partido de Quilmes,
Guillermo Parish Robertson; días antes algunos miembros de la misma gavilla habían
asaltado en el camino a la colonia a otro inglés, J. Graham. En este caso la mayor parte de los
acusados eran peones de la colonia o estaban estrechamente vinculados con ellos. Y, aunque
indagaron con pasión, las autoridades no pudieron encontrar ningún vínculo de los
asaltantes con los “anarquistas”152. Aquí tenemos peones enfrentando a patrones que
además son extranjeros y el hecho importa pues el movimiento de 1829 puso en evidencia
fuertes sentimientos xenófobos y antieuropeos, una situación que ya se había mostrado en
la montonera de 1826 pero también en el accionar de las gavillas. No era patrimonio
exclusivo de ellas sino un atributo cada vez más notorio en el comportamiento de los
sectores populares que adherían al federalismo.

75Desde entonces, además, en varios asaltos era reiterado que las acusaciones o las
sospechas recayeran en peones o criados. Así en febrero de 1829 una numerosa gavilla
produjo un violento asalto en la casa de doña María Salomé Rodríguez llevándose toda la
ropa y el dinero; entre ellos estaba el peón de su chacra153. Una vez terminada la contienda,
estos asaltos continuaron. En octubre de 1829 una gavilla de asaltó una casa en la ciudad y
para los propietarios estaban implicadas sus dos criadas154. Hacia agosto de 1830 una
numerosa gavilla asaltó y saqueó una estancia en Pilar, incendió del rancho e hirió
gravemente a los moradores; entre los acusados aparecieron un peón de la estancia y el
esposo de la criada de la casa155. Días después en el mismo partido fue asaltada en dos
oportunidades una estancia e incendiado el rancho; las sospechas también recayeron en dos
peones156. Que las acusaciones y sospechas recayeran reiteradamente en peones y criados
pareciera ser tanto un legado del alzamiento como de los fantasmas que atosigaban a los
sectores altos y expresaban la marca que las gavillas pueden haberle asignado a la
movilización plebeya que acompañó la instauración del rosismo.
76Otro aspecto importante es que las gavillas no sólo siguieron operando durante el primer
gobierno de Rosas sino que incluso hubo algunas que cometieron acciones muy notorias. Un
buen ejemplo lo suministra una gavilla desbarata en 1831: estaba compuesta por más de 12
hombres muy bien armados y en una intensa actividad delictiva habían asaltado a un capitán
del ejército, a un comisario, a dos ingleses en un camino, al dueño de un molino, al
administrador de Chacarita, todo ello en el partido de San Isidro. En la frontera oeste,
asaltaron dos estancias y en una de ellas violaron a dos mujeres. En los arrabales de la ciudad,
en la Recoleta asaltaron a un prominente vecino. De esta manera, la gavilla había operado
desde las afueras de la ciudad hasta los puntos más alejados de la frontera oeste157.

77Estas evidencias indican que las relaciones entre las gavillas de salteadores y el rosismo
debe haber sido más compleja de lo que podría parecer. Sin duda, ese primer gobierno de
Rosas estuvo signado por el firme propósito de la restauración del orden. Slatta y Robinson
han efectuado una estimación del número de arrestos que efectuó la Policía entre 1827 y
1850158 y esta estimación arroja un promedio anual de 310 detenciones para todo el
período. Sin embargo, entre 1827 y 1832 el número de arrestos fue muy superior al
promedio. La cifra más baja de arrestos se produjo en 1829 (con 380 arrestos) y
probablemente deba atribuirse no a una mayor tranquilidad pública sino al desquiciamiento
del funcionamiento de la policía durante la crisis. La mayor cantidad de arrestos se produjo
en 1830 (850) y 1831 (760). Se ha postulado que ello ofrece una imagen prístina de la
“Restauración de las Leyes” y de la capacidad del primer rosismo para potenciar la capacidad
de acción de la Policía. Sin embargo, es posible también otra lectura sino alternativa al menos
complementaria: el restablecimiento de la disciplina social era una empresa aún en ciernes
y el número de arrestos policiales podrían estar mostrando que la capacidad represiva y
disciplinadora del estado crecía frente a una población que continuaba estando altamente
indisciplinada. Más aún, hasta el éxito del estado en estos pocos años puede verse como
relativo: hacia 1832, con Rosas firmemente asentado en el poder, el número de arrestos era
de 440, es decir que tenía los mismos niveles que había tenido en años convulsionados
políticamente como habían sido 1827 y 1828. Los ritmos de la lucha política y de la disciplina
social se nos vuelven a mostrar distintos y esta arritmia es en sí misma un indicio de que no
pueden formularse relaciones simples y directas entre las intensidades de los conflictos
políticos y de las tensiones sociales. Nuestra muestra de juicios, por su parte, indica que en
estos años la mayor cantidad de causas se iniciaron en 1827, 1830 y 1832 y dado que sólo
representan una proporción de la cantidad de gavillas existentes sugiere que la llegada de
Rosas al poder fue precedida, acompañada y continuada por el accionar de los salteadores.
Si fueron hábilmente manipulados en la crisis de aquel verano caliente de 1829 muchas
deben haber sido difíciles de controlar y disciplinar después.
78¿Cómo disciplinó Rosas a estos violentos seguidores una vez instalado en el gobierno a
fines de 1829, un gobierno que se proclamó la Restauración de las Leyes? El problema es
central y aún carece de una explicación satisfactoria. Lo que nuestros datos sugieren es que
la represión de los gavilleros no sólo continuó sino que incluso es posible que se haya
incrementado, dado que el accionar de las gavillas no se había acabado. En este sentido, dos
trayectorias individuales pueden resultar emblemáticas.

79José Luis Molina había sido capataz de la estancia que Francisco Ramos Mejía organizó en
tierras bajo control de los indios pampas a mediados de la década de 1810. En 1821, tras la
brutal represalia del gobernador Martín Rodríguez Molina se unió a estas parcialidades y
condujo sonados malones contra la frontera. Hacia 1826, obtuvo un indulto y fue
incorporado como baqueano de las tropas provinciales hasta terminar bajo las órdenes de
Rosas. Al parecer Molina conducía su propia gente tanto que Rosas tuvo que “compensarlo”
en julio de 1827 para que se retirara con sus 80 hombres de Chascomús hacia su estancia159.
No debe haber sido sencillo mantener disciplinadas a estas fuerzas: en setiembre de 1827
fue asaltada violentamente la casa de un Alcalde de Barrio en las afueras de la ciudad por
una gavilla integrada por soldados al mando de su sobrino, Dionisio Molina160. Durante el
alzamiento rural de fines de 1828 Molina y las tribus amigas tuvieron un destacado papel y
después del triunfo federal se transformó en jefe de una unidad militar hasta su muerte en
1830.

80Menos conocida es la historia de Escolástico Miranda. En setiembre de 1826 había sido


detenido en Navarro junto a otros “vagos” destinados al servicio de armas. Al parecer
Miranda logró ser excluido del contingente aunque tenía fama de “matador” y había estado
detenido dos años por ladrón y cuatrero161. Reapareció durante el alzamiento lideró
algunas montoneras y en volvió a Navarro en marzo de 1829 asaltando y saqueando la
estancia del Juez de Paz al tiempo que junto a Arbolito, González, Sosa y Miñana asaltaron el
pueblo de Monte batiendo a las fuerzas unitarias. Estos hombres fueron descriptos por El
Pampero como aquellos que “han ocupado siempre un lugar distinguido entre los de los
facinerosos conocidos en toda la provincia por sus crímenes” y sus seguidores como “esa
partida de ladrones, que no es otra cosa, se convirtiese en una reunión de hombres, armados
por sostener eso que llaman federación”162. Sin embargo, y pese a los servicios prestados a
la causa federal, el destino de Miranda parece haber sido distinto al de Molina: continuó su
carrera delictiva y en 1830 terminará fusilado, por orden del mismo Rosas163.

Conclusión
81Las disímiles trayectorias de Molina y Miranda invitan a pensar que las relaciones entre el
bandolerismo y el rosismo deben haber sido complejas y cambiantes y, en cierto punto,
contradictorias. Sin embargo, la prensa unitaria de entonces y la historiografía posterior hizo
mucho énfasis en la centralidad que tuvieron las bandas en la formación de ese liderazgo. Al
respecto la descripción de John Lynch es emblemática y válida no sólo para el caso de Rosas
sino para toda su presentación del caudillismo latinoamericano: según su perspectiva, la
trama de relaciones jerarquizadas que suponía el caudillismo tenía como núcleo central una
“banda de hombres armados” en torno al cual se conformaban una serie de círculos
periféricos y dependientes: “Todo el conjunto permanecía unido mediante el vínculo patrón-
cliente, mecanismo esencial del sistema caudillista” y “La estructura de estas relaciones
seguía el esquema terrateniente-campesino”164. De esta forma, la explicación del
surgimiento del liderazgo de Rosas, clásica y consagrada, es clara y precisa: Rosas era un gran
terrateniente, trasmutó el poder privado que previamente tenía acumulado dentro de sus
posesiones sobre una masa de peones dependientes en un liderazgo político sostenido en la
obediencia y la lealtad de un séquito personal aprovechando un vacío de poder institucional
y movilizando a su favor a las bandas armadas que le seguían. El problema es que esta
explicación fue construida sobre la base de supuestos que han sido erosionados y rebatidos
por la historiografía más reciente165. El vacío institucional no era tal, sino que por el
contrario, el liderazgo fue construido aprovechando los recursos que ofrecía el nuevo
sistema institucional en formación, empezando por la condición de Rosas de Comandante
General de Milicias las que, por cierto, estaban muy lejos de estar formadas sólo o
principalmente por sus peones166. Luego, porque se ha puesto de manifiesto una sociedad
rural mucho más compleja que un conjunto de grandes estancieros que ejercían un poder
absoluto sobre una masa de peones sometidos a relaciones cuasi feudales167. Hoy, la
imagen disponible es radicalmente diferente sino directamente opuesta y en esas
condiciones la construcción del liderazgo debe haber sido muy problemática y dependió de
aspectos netamente políticos168.

82Desde esta perspectiva, las relaciones entre la formación de ese liderazgo y el


bandolerismo es mucho más problemática y compleja de lo que hasta ahora se ha advertido.
La articulación entre el bandolerismo y la lucha política no era una invención de Rosas sino
un fenómeno anterior a su transformación en líder político. Rosas debió conseguir la
adhesión de las bandas de salteadores y su disciplinamiento no sólo era problemático sino
que suponía cerrar el ciclo que se había abierto después de 1810. La proliferación de las
bandas de salteadores y de “ladrones famosos” y su transformación en protagonistas de la
lucha política eran una novedad que había traído la revolución y expresaba tanto las
tensiones sociales que recorrían la pampa como el intenso de grado de politización al que
había llegado su población. La política se había convertido en una pasión que también incluía
a los salteadores. Y podía hacerlo porque ellos no eran un grupo social específico ni
individuos que se dedicaban a estas actividades durante gran parte de sus vidas; en su mayor
parte eran paisanos que se habían incorporado a las gavillas en un momento generalmente
avanzado de ellas.

83El examen de la situación de Buenos Aires durante estas dos décadas suministra
elementos para el debate general sobre el bandolerismo. En primer término, permite
precisar algunas de las condiciones existentes para su diseminación. En este sentido nuestras
evidencias confirman un argumento que ha sido corroborado en otras zonas de América
Latina: el bandolerismo existía como un fenómeno endémico pero en determinadas
condiciones – especialmente durante una conmoción profunda del orden establecido-
tendió a transformarse en epidémico169. A su vez, también parecieran verificarse las
posibilidades de multiplicación del bandolerismo en un contexto de generalizada lucha por
el poder que termina por “bandolerizar” las formas de acción política170.

84La campaña bonaerense reunía algunas características favorables a la proliferación del


bandolerismo. Se trataba de una sociedad rural profundamente mercantilizada y en la cual
la capacidad efectiva de control del territorio y la población era muy reducida tanto para las
autoridades como para los propietarios. No sólo contaba con fronteras jurisdiccionales
difusas, permeables y en proceso de definición (como las que tenía con las provincias de
Santa Fe y Entre Ríos) sino también con una vasta e insegura frontera con sociedades
indígenas que no habían sido sometidas. La estructura de poder institucional no sólo era
reducida y débil sino que su despliegue fue una de las tareas principales del estado durante
estas décadas171. Para ello el estado reclutó las autoridades locales entre los propios
vecinos, de modo que ellas debían fungir a un mismo tiempo como emisarios del poder
central, portavoces de las comunidades vecinales y mediadores entre ambos sin que llegaran
a separarse efectivamente de la sociedad local. En tales condiciones, la persecución de los
bandidos era necesariamente limitada, estaba sometida a múltiples restricciones sociales y
el gobierno no podía impedir cierta tolerancia hacia los bandidos tanto por parte de estas
autoridades como (y sobre todo) de los paisanos y vecinos que les brindaban abrigo o, al
menos, consentimiento. Por otra parte, se estaba produciendo desde el estado una
transformación del marco normativo de las relaciones sociales agrarias que tendía a remover
costumbres y prácticas arraigadas y que implicaba una creciente distancia entre las nociones
y los valores que pretendían imponer las elites y las que primaban en la sociedad rural172.
En un contexto de sistemas normativos heterogéneos (cuando no directamente
contradictorios) las consideraciones sociales acerca de la ley, la justicia y el delito estaban
claramente en tensión. La proliferación del bandolerismo y su aceptación social era una de
las manifestaciones de estas tensiones.
85Como hemos visto, los bandoleros se reclutaron preferentemente entre peones y
labradores. Las evidencias ofrecidas en cuanto a los primeros indican que el salteamiento
puede ser considerado a veces como una instancia decisiva dentro una trayectoria de
fricciones y disputas previas entre patrones y peones en el cual la resistencia cotidiana, opaca
y oculta, se transmutaba en un enfrentamiento violento y abierto. Esa resistencia cotidiana
parece haber incluido una serie de prácticas, desde el abandono del trabajo hasta el robo
menudo generalmente de una prenda o el carneo de una res. Sin embargo, esta forma de
delito menudo, cotidiano y reiterado, no era como en otros contextos la expresión de una
disconformidad que no tenía posibilidades de expresarse a través de la rebelión o el
bandolerismo173. Por el contrario, en el contexto bonaerense esta forma de robo era la
expresión tanto de resentimientos como de una creciente insubordinación de los peones y
los criados y su transformación en bandidos era una posibilidad cierta y abierta.

86La campaña bonaerse en estas décadas ofrece un ejemplo sugestivo de una sociedad rural
que al mismo tiempo estaba viviendo una transformación de su estructura económica, el
intento de construir una estructura de poder institucional efectiva y un proceso de
movilización y politización acelerada. Sin embargo, vista desde una perspectiva histórica más
amplia y comparativa, la exitosa transformación capitalista del mundo rural bonaerense del
siglo XIX se destaca en el contexto latinoamericano por la ausencia casi completa de
rebeliones campesinas que la desafiaran y por una arraigada tradición de bandolerismo.
Antes de caer en la tentación de etiquetarlo y asignarle un sentido preciso (“reformista” o
“revolucionario”, facilitador y obstáculo de la rebeldía colectiva campesina) preferimos
observarlo como un fenómeno creciente y generalizado cuyos múltiples y contradictorios
sentidos eran asignados por el contexto y por la incidencia desetabilizadora que él podían
tener las gavillas al margen de sus motivaciones.

87Pero, correr del centro del análisis las motivaciones personales de los bandidos no implica
eludir sus implicancias políticas ni concluir que los propios bandidos no tuvieran nociones
políticas. Ellas eran las que imperaban en su medio social tras siglos de sistema colonial y
fueron transformadas por las experiencias y los discursos que dos décadas de revolución y
guerra habían traído a la campaña bonaerense. En cierto sentido, los vínculos que los
bandidos terminaron teniendo con la lucha política puede calificarse provisoriamente como
transaccionales. Ellos suponían una serie de intervenciones que no se sustentaban en una
lealtad inalterable derivados de vínculos de dependencia personal previos sino que estaban
sujetos a adhesiones que debían obtenerse mediante transacciones, de un modo no
demasiado distinto al que intervenían en las elecciones el común de los paisanos.
88Como ya había advertido Gramsci la historia de las clases subalternas suele ser disgregada
y episódica y la comprensión de sus trayectorias históricas requiere también de analizar “su
adhesión activa o pasiva a las formaciones políticas dominantes, los intentos de influir en los
programas de estas formaciones para imponer reinvindicaciones propias y las consecuencias
que tengan estos intentos en la determinación de procesos de descomposición, renovación
o neoformación”. En estas condiciones, “Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa
de los grupos dominantes, incluso cuando se rebelan y se levantan”174. Desde esta
perspectiva, las gavillas de salteadores expresaban parte de los reclamos de la población
rural mientras no dejaron de imponer su propia marca al triunfo federal de 1829. No era “su”
triunfo (aunque así puede haber sido vivido por un momento) pero sin duda se había
producido con su intervención.

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