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MI VIDA Y

LA ANESTESIA
Luis Martel Déniz
MI VIDA Y LA ANESTESIA
Luis Martel Déniz
© Luis G. Martel Déniz, 2008

Primera edición: abril 2011

Fotografía de portada: Luis G. Martel Déniz realizando una anestesia


en la Clínica de Lugo (Las Palmas de G.C. - 1960)

Edición: Colegio de Médicos de Las Palmas

Impresión: JUMA.S.L

ISBN: 978-84-614-9288-6
Depósito Legal: GC- 471-08

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


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reproducción parcial o total de esta obra por
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la reprografía y el tratamiento informático.
MI VIDA Y LA ANESTESIA
Luis Martel Déniz
Mi recuerdo más cariñoso y emocionado:

Para todos los que fueron mis compañeros de trabajo


en la inolvidable “Clínica de Lugo”, de Las Palmas
de Gran Canaria, con los que conviví en el último
trienio de su funcionamiento (1961-1964).

Siempre estarán en mi memoria.


MI VIDA Y LA ANESTESIA.- (1960-2004).
INTRODUCCIÓN Y MOTIVOS DE LA OBRA.

Un grupo de compañeros de la especialidad me sugie-


ren que haga un relato novelado de mis vivencias, desde el co-
mienzo de la carrera en el Madrid de 1952 hasta mi jubilación
en Las Palmas de Gran Canaria, en 2004, centrándome sobre
todo en los motivos y circunstancias que me llevaron al estudio
de una especialidad tan joven como la anestesia, que entonces,
comienzo de la década de los sesenta, apenas se conocía y no
tenía relevancia, comparada con las clásicas y acreditadas.
Recuerdo que cuando amigos y conocidos me
preguntaban:-¿Qué especialidad vas a estudiar?, y yo les con-
testaba:- Anestesia, torcían el gesto y decían:-¿Pero eso no es
cosa de practicantes?.
Yo les argumentaba que se trataba de una nueva espe-
cialidad llena de responsabilidades, que requiere amplios cono-
cimientos de fisiología, farmacología, medicina interna y am-
plias nociones de cirugía, con buenas manos para las técnicas
intervencionistas de la especialidad( disección y abordaje de
grandes vasos, bloqueos regionales, etcétera); que con el tiem-
po y desarrollo de la especialidad en progresión geométrica, ha
ampliado su campo al conocimiento de la informática, ya que
los modernos aparatos de anestesia son complejos ordenado-
res.
Mis primeros interlocutores de los años sesenta, los
más inteligentes e instruidos, comprendían la responsabilidad
de la anestesia y se quedaban pensativos en lo referente a los
amplios conocimientos de los anestesistas y ellos mismos pedi-

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rían, después de reflexionarlo, que fuese un médico especialista
en la materia quién les anestesiara y vigilara, si se tenían que
operar.
En los primeros siete capítulos de mi obra, hago un bre-
ve recuerdo de lo que era la enseñanza de la medicina en los
años cincuenta (1952-1959). Creo que merece la pena contarlo,
ahora que se va a cumplir el año que viene el cincuentenario de
mi promoción.
Quiero también que este libro sea un homenaje a la su-
frida figura del médico anestesiólogo, al que en la década de los
cincuenta se le consideraba un profesional de segundo orden al
servicio del cirujano, mito favorecido por los propios cirujanos
para reafirmar su protagonismo ante el personal de quirófano y
familiares del paciente. Este hecho fue alentado muchas veces
por el complejo de inferioridad de algunos de nuestros queri-
dos predecesores, que se sentían solos e incomprendidos en su
trabajo, duro y callado a la cabecera del paciente.
La anestesia en la década de los cuarenta y principios
de los cincuenta, estuvo en manos de las monjas expertas,
practicantes más competentes, alumnos aventajados y jóvenes
médicos que llegaban a quirófano y les daban el Ombrédanne y
cuatro ideas de cómo sujetar correctamente la mascarilla anes-
tésica.
El progreso de la cirugía y la imprescindible seguridad
en los quirófanos demandó la necesidad de especialistas de
anestesia a la cabecera de los enfermos y en las principales ciu-
dades del país surgieron los primeros anestesistas. Estábamos
en la segunda mitad de los cuarenta y al haber pocos especialis-
tas en la materia, un solo anestesista ayudado por practicantes y
monjas llevaba los quirófanos del hospital. Dicha circunstancia
obligaba al médico anestesista a desarrollar una labor ímproba
y sin horarios establecidos
Sabía cuando comenzaba su trabajo, pero nunca cuando
terminaba, situación que siempre dependía de la cirugía pro-
gramada y de la habilidad del cirujano actuante, con los riesgos
inherentes a las operaciones simultáneas y al cortejo de cir-

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cunstancias que se analizarán a lo largo del libro.
Cuando se requería relajación muscular completa para
cirugía abdominal o torácica, había que ventilar manualmente
al enfermo y esto durante horas de trabajo agotador y monóto-
no, en el que nos veíamos auxiliados, de forma graciable pero
no obligatoria, por el personal auxiliar de quirófano, para ir
al baño o a tomar un café, ya que entonces no había personal
adscrito oficialmente a anestesia.
Esta situación nos tocó también a los anestesiólogos de
los sesenta y durante muchos años, hasta que en los hospitales
jerarquizados, a mediados- finales de los setenta, se impuso la
racionalidad de un anestesiólogo por quirófano.
Durante muchos años nos vimos obligados, como los
jugadores de ajedrez, a practicar simultáneas, generalmente con
dos anestesias: una con ventilación manual y otra con espontá-
nea, controlables a distancia, contando con ayudas puntuales,
hasta que se nos asignaron A.T.S. de anestesia.
Me considero un veterano de “cola”, ya que sufrí y pa-
decí las carencias descritas, pero disfruté durante más de diez
años, antes de mi jubilación, de los adelantos técnicos actuales,
con los maravillosos aparatos de anestesia que te controlan
todo: monitorización, ventilación, aspiración etcétera.
En medicación, material de punción desechable y técni-
cas de canalización de vías centrales:-¡Qué voy a decir!: Vine
de un neolítico anestésico, calificando de forma optimista los
sesenta, y llegué a la actualidad del siglo veintiuno, en plena
era informática de nuestra maravillosa especialidad.
Debo animar a las jóvenes generaciones de médicos y
lo hago con entusiasmo a que se hagan anestesiólogos. Es la
especialidad más completa de las ciencias médicas: Hay que
dominar las ramas básicas de la fisiología y la farmacología
y saber mucha medicina interna y cirugía, pero si les gusta la
carrera y son estudiosos; con la anestesia y sus ramas de Reani-
mación y Cuidados Intensivos, disfrutarán con nuestra especia-
lidad: emocionante, variada y más científica que ninguna otra
En el tramo final de mi existencia (tengo ya 74 años),

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quiero expresar mi cariño hacia las tres ciudades que han sido
el marco de mi vida: Las Palmas de Gran Canaria, como prin-
cipio y final de mi periplo existencial.
Madrid y Barcelona han sido ciudades vitales en mi for-
mación. Madrid donde me hice hombre y médico. Barcelona,
donde me formé como anestesiólogo, sin olvidar el paréntesis
feliz e inolvidable de mi ejercicio profesional en Plasencia (Cá-
ceres).
Como final de esta introducción, quiero acordarme de
los maestros de la anestesia, que contribuyeron a mi forma-
ción:
Dr. José Miguel Martínez (1905-1998), mi Jefe de Servicio en
el Hospital de la Santa Cruz y San Pablo(Barcelona) y pionero
de la Anestesia española.
Dr. Dionisio Montón Raspall (1916-1979), jefe de anes-
tesia de la Escuela Médico-Quirúrgica de patología digestiva
en mi hospital de formación y uno de los introductores del
fluothane (halothane) en nuestro país. Aprendí con él a mane-
jar este anestésico, fundamental en la historia del progreso de
nuestra especialidad.
Mi recuerdo emocionado para Antonio Monsó, Agustín
Escuer, Domingo Ortega Gazo y José García Ubis, miembros
del equipo de anestesia de mi inolvidable Hospital de la Santa
Cruz y San Pablo de Barcelona, mis verdaderos padres anesté-
sicos.

Gracias por vuestras enseñanzas.

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I.- COMIENZO DE LA CARRERA DE MEDICINA.-
OBTENCIÓN DE UNA BECA POR TRABAJO POLITICO

Aquella mañana del mes de julio de 1952, amaneció


luminosa y presagiando el tremendo calor que habría al medio-
día en nuestro Madrid canicular.
Me puse mis mejores ropas para visitar a mi antiguo de-
legado de curso en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid.
Don Guillermo, magnifico profesor de Ciencias Natu-
rales, había sido nombrado para desempeñar un alto cargo en la
Secretaría General del Movimiento, en Alcalá 44. No me pre-
gunten cual porque no lo sé ni me acuerdo. Lo único cierto es
que me había cruzado con él en la calle Modesto de la Fuente,
cercana a mi domicilio madrileño de María Panés.
-¡Hombre, Martel, ya sé que eres Bachiller!. Estuve en
el Ramiro y pude ver tu nombre en la lista de aprobados en
Junio. Te felicito y me alegro. ¿Qué piensas estudiar?.
-Quisiera hacer medicina, Don Guillermo. Mis herma-
nos están estudiando el tema de las perras de la matricula.
Don Guillermo me miró sonriendo y con esa expresión
campechana que siempre tuvo, me dijo: -Me han nombrado
para desempeñar un cargo importante en Secretaría General.
Pásate por Alcalá en la última semana de julio y veremos si
puedo ayudarte en algo. Entrégale al conserje de puerta esta
tarjeta.
Anotó mi nombre en su tarjeta de visita y se alejó calle
abajo.
Me quedé como agilipollado con su tarjeta entre mis
dedos. La verdad es que Don Guillermo siempre me había pa-
recido un tío cojonudo. Estupendo profesor y buen delegado

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de curso, que conocía los problemas de sus alumnos. Siem-
pre demostró sus buenos sentimientos y su predisposición para
ayudar a los que lo necesitaban.
Conté a mis hermanos este afortunado encuentro y,
como es lógico, se ilusionaron con la perspectiva de una impre-
vista ayuda económica.
Volviendo a nuestra mañana calurosa, creo recordar que
cogí el tranvía de la línea 45 en Ríos Rosas y me bajé en Ci-
beles. Subí por Alcalá hasta su número 44. En la fachada des-
tacaba un inmenso emblema con el escudo de Falange, con el
yugo y las flechas de color rojo que ocupaba toda la altura del
edificio.
Con mi tarjeta en la mano, me dirigí a Conserjería, don-
de un señor mayor con camisa azul, me inquirió: -¿Qué deseas,
camarada?. Le alargué la tarjeta y después de leerla me mandó
a una planta superior, no recuerdo cual, y que preguntase por la
secretaría de Don Guillermo.
La secretaria me dijo que esperase y entró al despacho.
Al poco rato salió y me citó a la una y media “en punto”. Falta-
ban más de dos horas y decidí acercarme al Retiro y sentarme a
la sombra de sus árboles, esperando hasta una hora prudencial.
El término “en punto” de la secretaria hacía alusión a nuestra
tradicional falta de puntualidad y es lógico que quién va a pedir
o solicitar algo, esté en el sitio indicado esperando que le lla-
men.
Estuve en la puerta del despacho de don Guillermo an-
tes de la hora convenida. Había vuelto a ponerme las molestas
chaqueta y corbata que solo usé cuando entré las dos veces en
el edificio.
A los pocos minutos, Don Guillermo me recibió son-
riente con su camisa azul y corbata negra, en un amplio despa-
cho, con los retratos de Franco y José Antonio colgando de sus
paredes.
Al ver mi cara de asombro, Don Guillermo sonrió con
expresión pícara, este detalle no lo he olvidado, y me dijo:-
¡Aquí hay que venir uniformado! y sin más preámbulos dijo:

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-¡Te vamos a conceder una ayuda económica para que hagas
un trabajo sobre métodos y prevención de los peligros de la
doctrina comunista!.
Llamó a su secretaria, mientras yo permanecía petrifi-
cado en mi silla. Traía unos papeles que tuve que firmar y de los
cuales me llevé una copia en la que se mencionaba el trabajo a
realizar. A continuación me entregó un cheque en el que figura-
ba la asignación concedida: ¡mil doscientas pesetas!, cantidad
que en los años cincuenta era mucha pasta. Me quedé entre
anonadado y emocionado y apenas pude musitar un ¡gracias!,
que apenas se oyó.
La voz de Don Guillermo me sacó de mi ensimis-
mamiento:-¡Camarada Martel, te entrego este cheque para que
cubras los gastos de tu trabajo, que puedes realizar sin límite
de tiempo y cuando lo acabes, me lo entregas personalmente!-.
Me estrechó fuertemente la mano y me acompañó a la puerta de
su despacho.
Salí muy emocionado y nunca podré olvidar todo lo
relatado.
Fue la última vez que estuve con este hombre bueno,
que tuvo que imaginar un motivo para ayudarme, con un autén-
tico cheque en blanco.
Conocía mi situación económica y familiar y aquella
cantidad importante sirvió para pagar mi matricula y libros de
aquel primer curso preparatorio y eliminatorio de la carrera de
medicina, que iniciaba en aquel curso de 1952 un nuevo Plan
de estudios para Medicina, con las asignaturas de matemáticas,
física, química y biología.
Lo único que supe años después en el Ramiro de Maez-
tu, es que Don Guillermo después de cesar en su cargo político,
se trasladó su tierra natal, Santander, donde se jubiló en su ca-
rrera profesional.
Sirva lo recordado en este capítulo, como homenaje a
su memoria y hombría de bien. El documento que mencionaba
los argumentos para la concesión de aquel dinero lo guardé con
mis libros más queridos de niñez y juventud.

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Todo se perdió: libros, documentos y muebles, en una
inundación que sufrió el piso de Madrid, a finales de los años
sesenta.

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II.-OCTUBRE DE 1952.-PRIMER CURSO DE MEDICINA
EN LA FACULTAD DE CIENCIAS DE MADRID.
-¡ALIRÓN, ALIRÓN, EL MINISTRO ES UN CABRÓN!-

A quel octubre de 1952, comenzamos en la única Fa-


cultad de Medicina que entonces existía en Madrid, unos ocho-
cientos alumnos, divididos en dos grupos. El primero: el A-L y
el segundo: M-Z, el nuestro, el más cachondo.
Dicho curso, dado su carácter preparatorio, siguiendo
el nuevo Plan 1952, se daría en la Facultad de Ciencias de la
Ciudad Universitaria.
Biología la dábamos en la antigua Universidad de San Bernar-
do, en su vetusto pabellón de Biología Animal con Don Salustio
Alvarado. Dicho lugar tenía un encanto especial para nosotros,
realzado por la bondad y categoría científica de su catedrático.
Don Pedro Avellanas Cebollero, el catedrático de mate-
máticas era una persona muy singular. Al parecer había perdido
una pierna en la guerra civil y su entrada en clase era impresio-
nante: con su bastón, su corpulencia, su gran bigote y un som-
brero de ala ancha, tapando su calvicie. Al moverse en clase,
recordaba en todo al capitán Acab, el mítico protagonista de
la novela Moby Dick, de Herman Meville, formidablemente
interpretado por Gregory Peck en la adaptación cinematográ-
fica dirigida por John Huston y estrenada a principios de los
cincuenta.
Si oía un ruido, se ponía como un basilisco y al que
señalaba con su gran dedo lo expulsaba de clase fulminante-
mente.
Pero cumpliendo el refrán de “perro ladrador poco mor-
dedor”, nunca apuntaba el nombre del expulsado y si te sacaba

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a la pizarra, su trato era amable y en los exámenes se portaba
con justicia.
Don Manuel Lora Tamayo, catedrático de Química, ex-
plicaba muy bien y su libro era claramente comprensible, al re-
vés en todo que Don Luis Lozano Calvo, catedrático de Física:
clases y libro sicológicamente incomprensibles.
El curso transcurrió rápidamente y con la tensión pro-
pia de un curso eliminatorio que si no aprobabas en dos años
quedabas eliminado de la carrera. Recuerdo que hubo muchos
suspensos y abandonos.
En los ratos libres nos jugábamos nuestros partidos de
fútbol en el campo de Ciencias y empezó a formarse un grupo
estupendo de amigos que en el futuro se conocería en todas las
facultades bajo el nombre de “la Marabunta” , ya que organiza-
mos en el cuarto curso el primer Paso del Ecuador conocido en
la historia de la Facultad de Medicina en Madrid, con una serie
de cachondadas alegórico-satíricas que hicieron las delicias de
nuestros compañeros de curso y de los de otras facultades, a las
que más tarde fuimos como “artistas invitados” en sus fiestas y
“saraos”.
Pero ciñéndonos al primer curso, una mañana de noviem-
bre de aquel año 1952, antes de comenzar la clase del profesor
Lora, un grupo de alumnos veteranos irrumpió en el aula y nos
arengaron a nosotros, los chavales de primero, con una media
de 17-18 años. Más o menos dijeron lo siguiente:¡Compañeros,
el ministro de Educación Nacional ha hecho incompatibles la
microbiología y la farmacología y esto constituye una cabrona-
da muy grande, ya que la micro es un hueso de taba y la farma
no lo es menos!. ¡El plan antiguo tiene la micro en segunda y la
farma en tercero!. ¡Vosotros con el nuevo plan os tocará la in-
compatibilidad entre 3º y 4º, pero también os joderá en su mo-
mento, como ahora nos jode a nosotros!. ¡Os pedimos que nos
unáis a nosotros en una manifestación pacífica desde Ciencias a
la secretaría de nuestra Facultad, que será la vuestra. Entregare-
mos en Secretaría un escrito de protesta dirigido al Decano, re-
chazando de plano dicha incompatibilidad. ¡Nosotros la hemos

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firmado, vosotros no tenéis que firmar nada. Acompañándonos
y gritando nuestras consignas haremos y vosotros os haréis en
el futuro el favor de oponerse a esta putada de incompatibili-
dad!. ¡ No nos dejéis solos, por favor!-
Yo encontré justa la petición y bajé del anfiteatro para
unirme a los veteranos, acompañado de mi amigo del Rami-
ro, Pepe Ortiz y de otros compañeros desconocidos. Nuestra
decepción fue grande al comprobar que solo cuatro del curso
nos uníamos a los “viejos” en su reivindicación y es que en
aquellos tiempos predominaba el A.G.P. o “acojonamiento ge-
neral progresivo”, síndrome dominante en aquella época que
nos tocó vivir.
Salimos al exterior y emprendimos la marcha hacia Me-
dicina al grito estentóreo de-¡Alirón, alirón el ministro es un
cabrón!- que sonaba alegre y potente en nuestras jóvenes gar-
gantas. Se nos acercó uno de los viejos y nos dijo: ¡Si aparecen
los “grises”, cambiad el ministro es un cabrón por el ¡Franco,
Franco! para evitar que nos muelan a palos!- Ortiz y yo nos
descojonábamos con aquella situación y es que nos iba la mar-
cha.
Cuando llegamos a nuestra Facultad y al pasar al lado de
la estatua de los portadores de la antorcha, situada en la bonita
glorieta frente a la entrada principal, las voces resonaban con
una fuerza impresionante, aumentada por los espontáneos que
se nos habían ido incorporando. Muchos, los más medrosos, se
apartaban temerosos presumiendo la llegada de los “grises”,
que si se presentaban, primero te sacudían y luego te pregunta-
ban.
Subimos en tropel la escalera que conducía a Secretaría
y entramos acompañando a los cabecillas.
-¡Queremos entregar un escrito dirigido al Señor Deca-
no, protestando por una incompatibilidad absurda, para que lo
haga llegar al ministro!- bramó uno de los responsables.
Un funcionario, pálido y asustado, nos pidió que desig-
náramos una comisión para hablar “con el Señor decano”. En
ese momento oímos decir: ¡Los de la secreta ya están aquí y

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pidiendo documentaciones!.
Pepe y yo estábamos en un extremo del grupo cuando
cundió la alarma y yo reparé en una puerta a la izquierda con
el W.C. encima:-¡Pepe vámonos al retrete, coño!. Mientras, la
gente permanecía arremolinada y desorientada entre las venta-
nillas de Secretaria y la puerta.
El retrete tenía una vasija, un lavabo y un ventanuco
alto situado sobre la vasija, que afortunadamente abría lateral-
mente.
-Pepe, súbete a la vasija y abre la ventana. Tú eres más
alto. Mira si hay un patio para saltar y evitar que estos tíos nos
fichen.
Efectivamente había una pequeña terraza. Pepe saltó,
yo me subí a la vasija y con su ayuda pude saltar también.
Cerramos el ventanuco y comprobamos que la terracilla
daba a una azotea situada sobre uno de los pabellones. Explora-
mos la terraza y encontramos una puerta semiabierta que daba
a un pasillo con puertas que parecían viviendas del personal y
encontramos una escalera que nos condujo a una planta donde
había laboratorios con alumnos en prácticas. Mientras bajába-
mos la escalera, nos sacudimos la ropa, que la teníamos llena
de polvo y cal.
De allí a la puerta de salida del pabellón todo fue coser
y cantar.
Vimos grupos de alumnos que comentaban como la po-
licía se había llevado a comisaría a unos cuantos compañeros,
que protestaban en secretaría.
-¡Macho, que suerte hemos tenido: estábamos en medio
del follón!.
Al concluir el primer trimestre y a comienzos de enero
hicimos los primeros parciales y sin darnos cuenta terminamos
el primer curso con todas aprobadas en junio.
Creo recordar que entre junio y septiembre, pasamos la
mitad de los alumnos matriculados al curso siguiente.

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III.- COMENZAMOS SEGUNDO DE MEDICINA.-
MAYO DE 1954: “¡YA LLEGA EL VERANO, YA LLEGA
LA FRUTA, YA LLEGA LA REINA DE ESOS H.P.!.

C omenzamos con ilusión el curso 1953-54, ya que era


el auténtico principio de nuestra carrera de medicina.
Anatomía I la explicaba el profesor Daniel Mezquita
Moreno, persona con una serie de peculiaridades inquietantes
y molestas, como el obligarnos a comprar sus libros de Anato-
mía, que se presentaban bajo el formato de cuadernos anilla-
dos, que contenían el texto a estudiar y una serie de láminas
anatómicas que estábamos obligados a colorear y presentar en
los exámenes parciales que hacíamos cada 15-30 días.
Ello obligó a mis hermanos a comprar aquellos puñete-
ros libros: cuadernos de Anatomía de Taure-Mezquita, sus au-
tores, lo que constituía un negocio, ya que estuvimos obligados
los dos años de anatomía a comprarlos por las puñeteras lámi-
nas anatómicas. ¡Cómo nos hacían pasar por el aro!.
El catedrático de Fisiología, Doctor del Corral, tenía
fama de ser duro en los exámenes y malo en sus explicaciones.
Pero en los dos años de Fisiología, tanto en la General como
en la Especial, había buenos libros de consulta con los que se
podían preparar bien los exámenes. Me presenté a la plaza de
alumno interno de Fisiología y estuve dos años en el laborato-
rio de bioquímica general.
El mayor obstáculo del curso estaba en la Histología.
El catedrático de la asignatura era Don Fernando de Castro,
uno de los alumnos predilectos de Cajal, que había rozado el
Nóbel por sus trabajos sobre un efector neuroendocrino situado
en la bifurcación de la carótida, el glomus carotideo, que regula

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mediante los estímulos químicos que le llegan a través de la cir-
culación arterial, parámetros tan importantes como la presión
sanguínea y la ventilación pulmonar.
Estos trabajos muy destacados del profesor de Castro
fueron ignorados a nivel europeo, mientras que otros paralelos
de un histólogo, de nacionalidad alemana, sí que recibieron el
ansiado premio Nóbel, para desilusión y tristeza de Don Fer-
nando, que al parecer había sido el pionero en estos trabajos.
Total, otra putada a la Ciencia española que quizá no se
hubiese producido si su maestro y primer Nobel español, Cajal,
hubiera estado vivo. Estas cabronadas agriaron el carácter de
Don Fernando, que no poseía dotes pedagógicas y cuyas clases
y apuntes eran difíciles de seguir, ya que no tenía un programa
definido. Llevaba sus preparaciones a clase, las proyectaba y
hablaba sobre ellas en un lenguaje críptico o misterioso, o sea
no había quién coño le entendiera.
Resultado: exámenes orales ante unas preparaciones
colocadas en microscopios que teníamos que reconocer y ha-
blar sobre ellas. Como dudaras o te equivocaras, se cabreaba y
se iba a escape del laboratorio, lo que era equivalente al sus-
penso. Yo traté de seguirle cuando me cateó en septiembre y
salió a “carajo sacado”. Eran las doce de la noche. Joaquín, el
famoso bedel de Histología y experto en hípica, se interpuso
y me dijo que me tranquilizase. No volví a presentarme hasta
dos años después y la preparé tan concienzudamente que no le
quedó más remedio que darme matrícula de honor y a los dos
días aprobé su complementaria: la anatomía patológica.
Las extravagancias de Don Fernando me llevaron al
premio Ramón y Cajal de histología 1955, obtenido por vota-
ción entre los alumnos de la asignatura y que celebré, en unión
de mi querida Marabunta, con las perras del premio, en la cas-
tiza tasca del callejón de Preciados, donde solíamos reunirnos
para preparar el paso del Ecuador.
No tuve problemas con ninguna asignatura de los pri-
meros cuatro años, a excepción de la Histología.
Hubo un hecho importante al final de este curso, en

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mayo de 1954, relacionado con la visita de la Reina Isabel de
Inglaterra a Gibraltar, acompañada de su consorte. Inglaterra
seguía y seguirá siempre teniendo una colonia en nuestro te-
rritorio: Gibraltar. El gobierno español protestó por esta visita,
insultante para nosotros y organizó una gigantesca manifesta-
ción estudiantil que partió de la Plaza de Santa Cruz, sede del
Ministerio de Asuntos Exteriores, a espaldas de nuestra Plaza
Mayor.
Aquel día hubo vacación escolar extraordinaria para las
enseñanzas superior y media. Delante íbamos los universitarios
y detrás los chavales del instituto. Creo que había más de cin-
cuenta mil estudiantes entre las dos plazas: Mayor y Santa Cruz
y convenientemente arengados por los políticos de entonces,
marchamos hacia la embajada inglesa situada en la Castellana,
calle de Fernando el Santo, para “expresar nuestra indignación”
por aquella inopinada visita a Gibraltar
La marcha se inició hacia la Puerta del Sol. En la esqui-
na de Preciados nos esperaban los directivos del Corte Inglés
con las banderas británicas arriadas de las que nos hicieron en-
trega. Después de ser pisoteadas, fueron quemadas al grito in-
cesante de ¡Gibraltar Español!, que al iniciar nuestro descenso
por Alcalá hacia Cibeles, fue sustituida por una letrilla con la
música popular del “ya se murió el burro”. Dicha letra, decía
lo siguiente:

...“¡Ya llega el verano, ya llega la fruta,


...Ya llega la reina de esos hijoputas!”
...¡”Qué turururú, qué turururú!”

Este estribillo lo repetimos infinitas veces, alternándo-


lo con el Gibraltar Español, durante todo el trayecto que por
Cibeles, Recoletos y Castellana, nos llevó a la esquina de Fer-
nando el Santo. Hasta este punto ocurrieron incidentes aisla-
dos ante establecimientos comerciales y bancarios que lucían
banderas británicas o simplemente tenían nombres ingleses y
por ello fueron apedreados. Los ánimos patrióticos y el número

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de manifestantes se habían duplicado de Cibeles a Recoletos.
Calculo que seríamos cerca de cien mil, vigilados lateralmente
por Policía Armada a caballo, que ya había repartido leña a los
apedreadores antes mencionados.
Pero cuando la situación se encabronó y complicó fue
a la llegada a la esquina Castellana- Fernando el Santo y la
masa quiso entrar en la angosta calle con la sana intención de
apedrear la embajada. Una compañía de Policía armada a pie,
impedía el acceso a los manifestantes.
Surgieron los primeros gritos de cabreo:-¡Dejadnos pa-
sar, no seáis cabrones!. ¡Esos ingleses que ocupan Gibraltar no
merecen el mínimo respeto!.
Y empezó la batalla a pedradas contra los policías que
impedían la entrada, ya que por otra parte no podían permitir
que se atacara una embajada extranjera. El reparto de pedradas,
palos de la policía y las pelotas de goma que disparaban fue
abundante y los primeros heridos y lesionados, tanto policías
como manifestantes, fueron evacuados a los hospitales. Los
que lograron romper el cerco y entrar en calle recibieron más
palos que una estera y fueron de los primeros evacuados. Noso-
tros corrimos como liebres hacia Hermosilla y Serrano, perse-
guidos por los grises, a pie y a caballo. Acabamos rendidos en
el Retiro.
Al día siguiente, la prensa hablaba de una gran mani-
festación patriótica reclamando la devolución de Gibraltar, con
fotos impresionantes de la marea humana por la Castellana.
Resaltaban que la manifestación había sido “ordenada
y cívica “. De “la leña y pedradas repartidas”, como era lógico
entonces, ni una palabra.

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IV.- TERCERO Y CUARTO DE CARRERA.-MARCHA
PRO VACUNACIÓN:”¡EN ESPAÑA NO HAY VIRUELA,
PERO HAY QUE VACUNARSE!”. PRIMER PASO DEL
ECUADOR EN MEDICINA.

El comienzo del curso 1954-55, se caracteriza por la


continuidad de las asignaturas básicas: Anatomía, que pasa a
ser Anatomía II y Fisiología que pasa de general o bioquímica
a ser Especial o fisiología humana.
La microbiología era impartida por el profesor Valentín
Matilla, con fama de muy duro al calificar y muy flojo para
enseñar, con la ventaja de tener un texto por el que poder pre-
pararse, aunque hubiese que memorizar los métodos de tinción
y mil detalles referidos a los gérmenes citados en su libro.
Pude superarla a la primera en junio.
La Psicología tenía un gran profesor en López Ibor,
afamado siquiatra que fue para nosotros más que un jefe, un
amigo, ya que dio a su asignatura un carácter informativo, pre-
vio a la psiquiatría, que daríamos en el último curso de carre-
ra.
En enero de 1955, con 21 años cumplidos, recibimos la
llamada del ejército para talla y reconocimiento médico. Esta
formalidad se celebraba un domingo de enero o febrero y de
forma simultánea en todo el país. Se le llamaba el “día del
quinto”, en el cual los futuros soldados se tallaban, se reco-
nocían y se sorteaban para darles destino en las distintas pro-
vincias, incluyendo las plazas africanas. Después del sorteo, la
mayoría se retrataba, se emborrachaba y muchos salían en los
periódicos como los futuros héroes de la patria. Era, por tanto,

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una pequeña fiesta nacional.
De todos estos fastos estábamos excluidos los estudian-
tes que íbamos a solicitar prórroga por estudios y nos permitiría
hacer la “mili” en dos veranos y las prácticas como alféreces,
si superábamos los exámenes de los dos campamentos. Las
prácticas duraban seis meses y se hacían en un regimiento. No-
sotros, los futuros médicos, si lo solicitábamos, podíamos ha-
cerlas en un hospital. Esta Milicia Universitaria se denominaba
Instrucción Premilitar Superior ( I.P.S.).
En febrero de este año, Don Valentín Matilla nos comu-
nicó que la Organización mundial de la Salud había denunciado
un brote de viruela en la India. Esta enfermedad se consideraba
erradicada, por lo que la aparición de dicho brote preocupó a
las autoridades sanitarias que propusieron una vacunación pro-
filáctica por aquello que dice “Es mejor prevenir que curar”.
Aunque en Europa se consideraba que un brote era práctica-
mente imposible, la dirección General de Sanidad difundió una
nota solicitando la vacunación antivariólica como precaución.
Don Valentín, como alumnos de su asignatura, nos pi-
dió colaboración y entonces se propuso solicitar permiso a la
superioridad para organizar una marcha a favor de la vacuna
por el centro de Madrid, con los alumnos de microbiología de
nuestra Facultad y aquellos alumnos de otros cursos que desea-
sen colaborar.
Fue un éxito. Una tarde de febrero, sobre las tres de la
tarde, nos vacunamos en las dependencias de Sanidad de la Fa-
cultad y con nuestras batas blancas hicimos la marcha desde la
Ciudad Universitaria a Cibeles. Todas las ventanas de las casas
del trayecto estaban llenas de gente que nos aplaudía al pasar,
mientras nosotros cantábamos una estrofa sencilla:

“¡En España no hay viruela, pero hay que vacunarse..


Trálálá, pero hay que vacunarse trá,lá,lá!..pero hay que vacu-
narse!”

Esta gilipollez, repetida hasta la saciedad, acababa por

30
hacer gracia y nosotros, “los marabuntos”, como animadores
del curso, acabamos como siempre, hasta que pasamos el Ecua-
dor, tomándonos unos vinos en el callejón de Preciados. La
prensa recogió esta manifestación cívica a favor de la vacuna-
ción con comentarios muy favorables.
Acabó el curso sin novedad y todas aprobadas en ju-
nio.
Al comenzar el curso 1955-56, cuarto de la carrera,
nuestro objetivo era la organización del Paso del Ecuador, y
nuestro grupo de amigos, los marabuntos, se aprestó a preparar
estos eventos cachondos en diciembre, antes de navidad.
Conseguimos, gracias a mis amigos de Fisiología, un
aula de la planta baja de su pabellón, donde ensayábamos nues-
tras ideas y formamos los grupos para representarlas.
Canciones, piezas de teatro satírico-alusivas a nuestros
catedráticos, etcétera. En fin, un auténtico programa de festejos
que cristalizó en un programa cara al público en vísperas de
navidad que fue un acontecimiento en nuestra Facultad.
Se llenó a rebosar el aula de compañeros, que acogieron
con entusiasmo las cachondadas y canciones dedicadas a nues-
tros profesores, así como las parodias sobre programas de radio
horteras, como seriales etc. Recordad, queridos europeos, que
televisión estaba todavía en fase experimental.
Se montaron un par de fiestas y un “bailongo” estupen-
do en un hotel, que no recuerdo bien si fue el Príncipe Pío o el
Mindanao. Para terminar, no será preciso recordar que todos
nuestros ensayos terminaban en la tasca del callejón de Precia-
dos o en algunas ocasiones, en Argüelles.
Nos aprestamos a comenzar a estudiar en enero, ya que
en el primer trimestre no vimos un libro ni por el forro.
Las asignaturas de aquel cuarto curso: 1955-56:1)Pa-
tología general del profesor Casas, estupendo profesor;2)Far-
macología de Don Benigno Lorenzo Velázquez, al que sus
numerosos repetidores llamaban Don Maligno. La aplacé es-
tratégicamente para septiembre para preparar el binomio Histo-
logía- Anatomía Patológica(Catedrático: Don Julián Sanz Ibá-

31
ñez), que constituía mi “nudo gordiano”. La última asignatura
era Historia de la Medicina, dada por un caballero: Don Pedro
Laín Entralgo.
Ya comenté la matricula de histología y el notable de
Patológica unidos a los de Patología General e Historia de la
Medicina. En septiembre repetí la misma calificación con don
Benigno en Farma, que para mí, desde luego, no fue maligno.
¡Habíamos acabado en la Ciudad universitaria!. Nos
marchábamos al viejo San Carlos, lo que nos hacía ilusión.

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V.-COMIENZA EL PERIODO CLÍNICO DE LA CARRE-
RA: MÉDICAS, QUIRÚRGICAS Y ESPECIALIDADES.-

La entrada de la Facultad de Medicina de San Carlos


estaba en la vieja calle de Atocha, en su número 106, que daba
acceso al vetusto y señorial edificio decimonónico, donde se
habían impartido todas las asignaturas de la carrera, hasta que
se habilitaron los pabellones de la Ciudad Universitaria para
los primeros cursos preclínicos.
Me gustaba caminar sus viejos pasillos, estrechos y de
alto techo y me gustaban las clases en sus viejas aulas y anfitea-
tros.
A la zona hospitalaria de San Carlos se accedía por la
plaza de Santa Isabel, al igual que al viejo y descomunal Hos-
pital Provincial, auténtica ciudad hospitalaria con sus jardines
y pabellones médicos, donde asistí a alguna clase inolvidable
de Don Gregorio Marañón, en el aula de su Pabellón de Endo-
crinología.
Centrándonos en el periodo clínico y final de la carrera,
hablaremos brevemente de los catedráticos que nos dieron du-
rante tres años las asignaturas fundamentales de la Carrera.
Patología Médica la daba Don Carlos Jiménez Díaz,
figura eminente de la medicina española que impartía clases
magistrales sobre un enfermo que le llevaban de las salas o
consultas del hospital, sin atenerse al programa oficial de cada
curso. Iban muchos médicos y curiosos a sus clases. Nosotros
elegíamos un texto de la asignatura y preparábamos los temas
del curso. Hicimos un pequeño examen y fui interno de una de
las salas de Don Carlos en el Hospital Provincial, durante los

33
tres años de clínica.
Don Francisco Martín Lagos, catedrático de Patología
Quirúrgica, era un excelente cirujano que destacaba más en el
lado práctico que en el teórico. Accedí también como interno
al servicio de urgencias de San Carlos, donde escogí guardias
de tarde y noche, para poder simultanear médicas y quirúrgicas
y aprendí algo que muchos médicos al terminar la carrera no
habían hecho: a) poner inyecciones y canalizar venas, lo que
aprendí con las A.T.S.;2) suturar una herida, en el servicio de
urgencias de San Carlos.
Como catedrático de Tocología y Ginecología tuvimos
a otra figura destacada: Don José Botella, gran profesor, que
había escrito unos excelentes textos de su asignatura. Tuvimos
la suerte de tenerlo dos años como profesor de su asignatura.
Don José Gay Prieto fue un excelente catedrático de su
asignatura: Dermatología, bien secundado por un gran adjunto,
Don Gerardo Jaqueti.
El resto de catedráticos pasaron para mí sin pena ni gloria.
Los tres cursos concluyeron con muy buenas notas en
las fundamentales: médicas, quirúrgicas y Tocología -Gineco-
logía y sin problemas en el resto de las asignaturas correspon-
dientes a especialidades.
En los veranos de los cursos 56-57 y 57-58, hice mis
dos campamentos de Milicias Universitarias en Los Rodeos
(Tenerife). No tuve problemas para conseguirlo al mencionar
en la solicitud de campamento mi origen canario.
Al final del primer verano volví a Madrid con novia
formal, con las connotaciones que dicha palabra tenía entonces,
relación que se consolidó al concluir mi último campamento de
Milicias.
Debo citar que en mis dos últimos años de carrera, tra-
bajé como alumno auxiliar de radiología en la Clínica Univer-
sitaria del SEU, dos tardes a la semana, que me proporciona-
ban 200 pesetas al mes, 25 por tarde trabajada, donde revelaba
radiografías y hacía radioscopias con el radiólogo de la clíni-
ca.

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Hice amistad en la Clínica con Álvaro Cuesta, antiguo
traumatólogo que había hecho anestesia por una radiodermitis
manual grave, frecuentes en una época en que se trabajaba sin
protección adecuada a los rayos X y que afectó a muchos trau-
matólogos que reducían fracturas por radioscopia directa, obli-
gándoles a abandonar su especialidad. Álvaro Cuesta, que dada
su edad era un pionero de la anestesia madrileña, fue el primer
médico que me habló de la anestesiología como especialidad
de futuro.

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VI.- ACABO LA CARRERA.- EN OCTUBRE PASO AL
SERVICIO DE TRAUMATOLOGIA DE LA CONCEPCION.
- INCERTIDUMBRES ANTE MI FUTURO.-

T erminamos la carrera en mayo de 1959. Aún recuerdo


el puro que nos fumamos Pepe Ortiz y yo al concluir el último
examen que hicimos en San Carlos, que fue de pediatría, y que
nos salió como dicen ahora los chavales:-¡De puta madre!. Lo
que nos hizo exclamar con alegría: ¡Ya somos médicos!.
Los alumnos internos de Patología Médica que había-
mos sacado buena puntuación, solicitamos y nos dieron pla-
za en el Instituto de Investigaciones Clínicas y Médicas, más
conocido como Clínica de la Concepción, centro de prestigio
fundado y dirigido por Don Carlos Jiménez Díaz.
Pedí el servicio de Traumatología de la Clínica y me
incorporé al mismo en octubre, contando previamente con el
permiso de seis meses que la clínica estaba obligado a conce-
dernos a los que teníamos que hacer las prácticas reglamenta-
rias de Milicias.
Al poco tiempo comprendí que mi decisión no había
sido la correcta, no sé si por falta de sintonía con la especia-
lidad elegida o por ver que mis posibilidades de trabajo en
dicho servicio eran escasas, dado el número de compañeros
que me precedían en antigüedad. El caso es que empezaron a
asaltarme las dudas.
Este era un momento muy difícil para todos los que ha-
bíamos terminado la carrera y queríamos resolver nuestro futu-
ro lo antes posible.
Tenía la posibilidad de aguantar en Traumatología hasta

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septiembre y optar por otra plaza al volver en julio de las prác-
ticas de milicias.
Por otra parte, mi amigo Álvaro Cuesta me había habla-
do de las perspectivas de la anestesia como especialidad joven
y en las operaciones de la Clínica había hecho buenas migas
con Alfredo Arias, jefe del servicio de Anestesia y con sus ayu-
dantes, Laureano Casquero y Díaz Peñalver. Me agradaba ver-
los trabajar en quirófano.
Con don Vicente Sentí, nuestro jefe de Traumatologia,
operábamos dos días a la semana en los quirófanos de la Clíni-
ca de la Concepción.
Por las tardes íbamos a operar al Sanatorio de Guadalupe sus
pacientes de Seguros.
Una vez a la semana, operaba en el Hospital Penitencia-
rio de Yeserías, del cual era jefe del servicio.
Mi compañero Cesáreo, canario como yo, al que había
conocido en Los Rodeos haciendo los campamentos de Mili-
cias, ya tenía prácticamente decidido irse a Inglaterra, ya que al
igual que yo no veía futuro en la clínica.
Hice amistad también con Don José Faus, anestesista
de Don Vicente en la calle, hombre muy cordial y campechano
al que ayudé a canalizar alguna que otra vena cuando íbamos a
Guadalupe y Yeserías.
A principios de febrero cogimos el tren hacia Cádiz y el
barco hasta Canarias, para hacer las prácticas de Milicias, sin
una decisión clara respecto al futuro, por mi parte.
Esta vez fuimos en primera en el barco. Ya éramos ofi-
ciales y viajábamos como señores.

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VII.-HOSPITAL MILITAR DE LAS PALMAS DE G.C.-
CURRICULUM AL SERVICIO DE ANESTESIA DEL
HOSPITAL DE LA SANTA CRUZ Y SAN PABLO.-

A l llegar a Las Palmas: efusiva recepción de mi novia


y familiares.
Al día siguiente, presentación en el Hospital Militar y ¡Qué
casualidad, me destinan a radiología!. El comandante jefe com-
probó que me manejaba bien con radioscopias y placas, lo que
aprovechó sobre la marcha para pedir unas largas vacaciones.
Recuerdo que le dije:-¿Y los informes y exploraciones
especializadas, mi comandante?. ¡ Los hace usted que para eso
es alférez médico .Aprenda a buscarse la vida, coño!. Y se fue
tan campante.
Hablé del tema con los jefes de servicio y me tranquili-
zaron inmediatamente.
-¡No te preocupes. Nos llamas, vemos las placas y te
ayudamos a redactar los informes. Tu jefe no se ha incorporado
aún a la radiología moderna. Y se rieron de buena gana.
Lo más importante para mí fue la convocatoria de dos
plazas de médico residente en el Servicio de Anestesia del Hos-
pital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona, cuya convo-
catoria se publicó en un Noticias Médicas de febrero de 1960,
dando un plazo para enviar “curriculum vitae” que expiraba el
31 de marzo.
Envié la petición y fotocopia compulsada de la Certifi-
cación académica Personal de mi expediente a la Secretaría del
Hospital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona, con remite
del Hospital Militar de Las Palmas, que justificase mi posible
retraso de incorporación, caso de que me diesen la plaza.

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Mientras tanto, estaba viviendo unos meses felices en
Las Palmas, saliendo por las tardes con mi novia y mis maña-
nas de trabajo en el Militar, con una guardia semanal y días
festivos a rotación.
Ganaba tres mil y pico pesetas al mes por mi empleo de alférez.
Era la primera vez que cobraba un sueldo decente y la residen-
cia de oficiales apenas me costaba mil pesetas mensualmente.
La oferta de Barcelona era interesante ya que incluía es-
tancia y manutención en el hospital y quinientas pesetas men-
suales de gratificación para gastos personales.
En Las Palmas de Gran Canaria había dos plazas libres
de Anestesia del Seguro de Enfermedad, esperando a que al-
guien las cubriese, circunstancia improbable ya que no había
médicos anestesiólogos suficientes.
Mi ilusión era ocupar una de estas plazas y poder casar-
me con mi novia lo antes posible. La juventud es como es y era
lógico que yo tuviera esta aspiración, cara a resolver mi futuro
lo antes posible.
Al fin llegó la carta esperada de la Muy ilustre Adminis-
tración del hospital de la Santa Cruz y San Pablo, concedién-
dome la plaza de médico Residente de Anestesia. Como vieron
el remite de mi carta certificada, me pedían que por telegrama
o carta les confirmase mi plazo de incorporación, dado que las
prácticas militares justificarían dicho retraso.
Así lo hice por carta certificada urgente, de la cual recibí
contestación en la que me indicaban que debería incorporarme
como fecha límite el 31 de julio.
El 20 de julio salí para Barcelona por vía marítima di-
recta, ya que entonces la había regularmente entre las Islas Ca-
narias y Barcelona. El día 25 al mediodía, mi barco entraba en
el puerto de la Ciudad Condal.
Lo que sí hice porque lo consideraba una obligación,
fue remitir una carta a la Administración de la Clínica de la
Concepción, presentando mi renuncia a la reserva de plaza y
justificando la misma por la decisión tomada de hacer Aneste-
sia en el mencionado Hospital de Barcelona.

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Siempre he considerado que hay que saberse ir con la
cabeza alta de los sitios en los que te han tratado bien y la Clí-
nica de la Concepción siempre estará entre mis mejores recuer-
dos.

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VIII.- HOSPITAL DE LA SANTA CRUZ Y SAN PABLO
DE BARCELONA.-MI LLEGADA A LA CIUDAD.- ME
INCORPORO Y EMPIEZO A TRABAJAR.-

N ada más desembarcar, cogí un taxi que me llevó al


Hospital de la Santa Cruz y San Pablo.
Mi impresión de la gran ciudad que es Barcelona fue
impactante.
Subimos por la amplia avenida del Hospital dejando a un lado
las impresionantes obras de la Sagrada Familia.
Al frente pude contemplar la maravillosa fachada del
Hospital de la Santa Cruz y San Pablo, quizá el hospital más
antiguo de España, ya que funciona como tal desde inicios del
siglo XV.
Fue reformado a finales del siglo XIX y es el edificio
más relevante de la arquitectura modernista catalana. El con-
junto de impresionantes pabellones de ladrillo rojo, rodeados
de amplios jardines y de una valla que separa la gran manzana
del hospital del espacio exterior, es de una gran belleza. No me
extraña que fuese declarado el año 1997, en unión del Palacio
de la Música de Barcelona, Patrimonio de la Humanidad por la
Unesco.
El taxi me dejó en la puerta principal del Hospital y
pasé a la Administración donde entregué mi documento de
aceptación como médico Residente de Anestesia. Un sacerdote
anciano y simpático me saludó y me dio la bienvenida, encar-
gando a una empleada que me llevase al edificio que sería mi
Residencia. Más tarde supe que era Monseñor Despujolls, se-
cretario de la Muy Ilustre Administración del Hospital.
El edificio donde estábamos alojados la mayoría de los

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médicos residentes era un caserón grande unido a la iglesia-
capilla del hospital y era conocido por el personal del hospital
como el Santuario. Sus habitaciones eran amplias y de techo
elevado con ventanales abiertos al patio ajardinado que lo ro-
deaba. No había calefacción ni agua caliente. Era un edificio
antiguo y frio.
En la fecha de mi incorporación, finales de julio, re-
sultaba fresco y agradable. Tuve que esperar al invierno para
comprobar que la temperatura interior del Santuario, era muy
inferior a la exterior. Barcelona, por su condición de puerto de
mar, tiene inviernos benignos.
La funcionaria que me llevó al Santuario me entregó las
llaves de mi residencia y me condujo a continuación al semisó-
tano del Pabellón Central de Quirófanos, donde se encontraba
el comedor y me presentó a la señora encargada, que indicó
que podía quedarme a comer, lo que le agradecí de verdad. La
comida era de buena calidad y abundante.
La ropa nos la teníamos que lavar nosotros y había unos
tendederos montados en las ventanas traseras del santuario.
La mañana siguiente a mi llegada, me presenté a la her-
mana Filomena, coordinadora de quirófanos, que era una se-
ñora grande, rolliza y simpática, que me entregó la llave de una
pequeña taquilla donde podría dejar mis efectos personales.
Las operaciones empezaban a las nueve en punto. La
puntualidad era muy estricta y el desayuno se servía desde las
ocho de la mañana.
La hermana Filomena me presentó a las dos enfermeras
de anestesia: Engracia y María Antonia y a los doctores Escuer
y García Ubís, que me recibieron cordialmente.
El plan de trabajo en anestesia consistía en tener dormi-
dos a los pacientes cuando los cirujanos entraban en quirófano.
Generalmente, las dos enfermeras canalizaban a los enfermos,
que eran anestesiados en el antequirófano y pasaban ya intuba-
dos al mismo.
Era conveniente que empezara a coger venas con las
dos expertas enfermeras, que serían mis mejores maestras.

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Las dosis y manejos anestésicos los aprendería, lógica-
mente, con los anestesistas.
El residente veterano, Paco González, me saludó y me
dijo que no me comprase el libro del Jefe.-¡ Lo tienes en la bi-
blioteca y lo puedes consultar y estudiar cuando quieras!...¡Pero
que el Doctor Miguel no se entere de lo que yo te he dicho!.

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IX.- EMPIEZA EL APRENDIZAJE.
- PRIMERAS LECCIONES DE MIS MAESTROS.-

A l día siguiente comencé a canalizar venas con Engra-


cia y María Antonia. Primeramente las más sencillas: pacientes
delgados con una buena red venosa. Renuncié, de entrada, a
una señora obesa, que pese al compresor no se veían sus ve-
nas. Solamente al tacto se podían reconocer y adivinar su direc-
ción.
Fue María Antonia la que me dijo que en las venas
difíciles, siempre había que palpar la vena y determinar su
dirección:-¡Comienza a pensar que estás sólo y que tienes que
pinchar la vena!. Al principio, todos fallamos y tenemos que
dar varios pinchazos, pero el tacto y la seguridad se cogen fi-
jando bien la vena con la mano libre y atravesando la piel con
un pinchazo rápido pero con muy poca inclinación. Después
con suavidad entrando en vena y aspirando, procurando no
romperla y al inyectar, observar que el líquido no se extravase.
Fijar la aguja en buena posición y comprobar que el suero cae
libremente sin molestias para el enfermo. ¡Piensa que el líquido
extravasado puede provocar una flebitis o una necrosis en los
tejidos que rodean la vena!.
Engracia y María Antonia me aconsejaron que siempre
pinchara y canalizara con suero y una vez comprobada la vía,
con el goteo de suero, podía empezar a inyectar la medicación
anestésica.
Por eso, procuré siempre llegar pronto a quirófano y pedir el
primer paciente para canalizar y comprobar la vía antes del ini-
cio de la anestesia.
Aquella segunda mañana, los dos anestesistas de servi-
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cio, Doctores Monsó y Ortega entraron al filo de las nueve en
la zona de quirófano y después de las presentaciones, el mayor
de los dos, Monsó, me saludó afablemente:-¡Hombre, mira qué
bien, otro canario!. Se acordaba de Jiménez, el pionero de la
Anestesia en Gran Canaria, que hizo la especialidad en San
Pablo y de Federico León, que también inició la especialidad,
aunque muy pronto la dejó para hacer Urología.
El otro anestesista, Domingo Ortega, persona cordial y
con sentido del humor, se me presentó como “primo” del torero
famoso que tenía su mismo nombre y apellido y que reciente-
mente se había retirado de los ruedos.
Monsó me dijo que iniciara la inducción anestésica del pacien-
te y ante mi cara de sorpresa, sonrió y me dijo:- Yo te digo lo
que tienes que inyectar, cómo y cuándo.
Como preámbulo, dijo:
-¡En anestesia se “dispara” lenta y cuidadosamente, te-
niendo en cuenta las dosis! .¡Si le das “gusto” al dedo como
hacen los pistoleros del Oeste, se puede organizar un barullo
irremediable!.
Todos rieron su ocurrencia. Mientras tanto me iba or-
denando :-¡medio miligramo de atropina! ¡Lento para que yo
vea lo que inyectas!. Lo hice tan despacio, que Ortega me dijo:-
¡Coño, una cosa es ir lento y otra pararte en la suerte!. Las raí-
ces toreras de su apellido se le notaban al muy mamón. Nuevas
risas en el pequeño y cordial grupo de cabrones que me diri-
gían.
Empecé con más ritmo a inyectar el barbitúrico, narco-
venol (Evipan sódico), que se presentaba en ampollas transpa-
rentes de 20 ml. que contenían medio gramo (500 miligramos)
de un polvo blanquecino que se diluía en 20 ml. de suero fi-
siológico o agua bidestilada hasta alcanzar una transparencia
completa. Se cargaba una vez diluido en jeringa de cristal de
20 ml.( Quiero recordar que entonces sólo existían jeringas de
cristal).
Las diluciones las hacían diestra y rápidamente Engra-
cia y María Antonia.

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Recuerdo que diluir correctamente el barbitúrico y car-
gar con rapidez las jeringas con el resto de la medicación, sin
derramarla, me costó cerca de dos meses y un montón de cortes
en los dedos con el cristal de las ampollas.
Al empezar a inyectar el narcovenol, Monsó me
recordó:-¡La dosis es de cinco miligramos/kilo de peso!.
-¡Pregúntale al paciente lo que pesa!. Nos contestó: 80
kg.
Muy ufano y en plan suficiente, les dije:-¡80 por cinco=
400 miligramos!.
Los dos cachondos, contestaron al unísono:- ¡Joder, qué
matemático mas cojonudo hemos fichado!. Me quedé como
cortado, mientras los muy cabrones se descojonaban.
Inyecté al ritmo que Monsó me indicaba, lo que en len-
guaje musical sería un equivalente al lento pero sostenido.
Experimenté mi primera impresión agradable en anes-
tesia al ver como el paciente se dormía cuando llevaba inyecta-
da la mitad de la dosis calculada.
Cuando llevaba inyectados poco mas de 300 miligra-
mos, Monsó, en “plan comandante”, me mandó “parar” y me
indicó que cuando se obtenía sueño completo y aparente in-
movilidad se consideraba una dosis óptima individual y era el
momento de pensar en inyectar el relajante muscular, en este
caso, la curarina, cuya dosis era de un miligramo cada 5 kilos
de peso en los adultos. A todo esto, Ortega ya estaba ventilando
con oxigeno al paciente.
El relajante lo inyecté más rápidamente ya que según
me indicaron mis “profes”, no tenían los relajantes efectos in-
hibidores sobre corazón y circulación. Con el paciente dormi-
do, cuanto antes le inyectáramos la curarina, más pronto alcan-
zaríamos el momento ideal para la intubación.
Una vez inyectada la dosis total calculada de relajante,
aún lo ventilaron cuatro minutos más antes de que Ortega intu-
bara, mientras me decía:-¡a partir de mañana le dices a Escuer
y García que te dejen ir mirando cuerdas!.
Ya estaban los cirujanos esperando para operar y mis

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dos anestesistas habían puesto la cuarta marcha para poder
cumplir el plan operatorio.
-¡Canario, la próxima paciente ya la tiene Engracia
pinchada. Yo le voy a inyectar y tú, cuando yo te lo diga, la vas
a empezar a intentar ventilar!.
Monsó indujo rápidamente la paciente de ginecología y
cuando estuvo dormida, me dijo que intentara ventilarla, apli-
cando la mascarilla del aparato OMO a su rostro e indicándome
como debía hacerlo: Dedos pulgar e índice comprimiendo la
mascarilla contra la zona de nariz y boca de la paciente, mien-
tras los dedos medio, anular y meñique tiran enérgicamente de
la mandíbula hacia arriba para que el oxigeno de la mascarilla
pueda penetrar en la tráquea de la paciente, al tiempo que mi
mano derecha comprime rítmicamente la concertina del apara-
to al que llega el oxigeno a volumen alto, para que dicha con-
certina se llene adecuadamente.
Aquí pasé mi primer mal momento de la mañana, ya
que no conseguía hacer una buena presa.
A pesar de ser zurdo, no conseguía hacer una buena
presa entre mascarilla, cara y mandíbula y el oxígeno se esca-
paba a raudales por los bordes de la mascarilla. Por tanto, la
concertina no se llenaba lo suficiente y mis insuflaciones eran
ineficaces.
La enferma empezaba a coger un color azulado, cuando
Monsó se hizo “con los mandos” y con tres buenas insuflacio-
nes volvió la paciente a coger un bonito tono rosado.
-¡No pongas mala cara. Esto nos ha pasado a todos!.. Es
como aprender a montar en bicicleta. La primera bofetada no te
la quita nadie.
-¡Cada paciente que durmamos esta mañana, tú inten-
tarás ventilar y al tercer o cuarto paciente, lo vas a terminar
haciendo como nosotros!.
Efectivamente, hacia el final de la sesión logré, con
gran satisfacción por mi parte, hacer una presa coordinada en-
tre mascarilla, cara y mandíbula y la consiguiente presa útil que
permitía que el oxigeno impulsado por la concertina, viajase

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sin pérdidas hasta los pulmones de los pacientes, para cumplir
el vital ciclo de la respiración.
En esta primera sesión práctica, pude comprobar lo fun-
damental que era el levantar la mandíbula y con ello la base de
la lengua, auténtico gran obstáculo para unas vías aéreas libres
a la ventilación.
Cerca de las tres bajé a comer cansado, pero satisfecho
por haber aprovechado el tiempo.
Aquella tarde, cuando estaba en la biblioteca consultan-
do el libro del jefe, se abrió la puerta y Paco González, nuestro
residente decano me llamó para presentarme a Gutiérrez, que
iba ser mi compañero de fatigas.
Juanito Gutiérrez era alto, serio y cetrino, con porte de
torero de su tierra salmantina.
Nos fuimos a tomar unas cañas en el Savoy, cafetería
situada en uno de los ángulos de la bonita plaza del Hospital,
frente al gran edificio que iba ser nuestra casa en los próximos
meses y que muchos años después sería declarado Patrimonio
de la Humanidad (1997)….Pero esa es otra historia. Aquella
tarde hablamos de nuestros proyectos y del futuro que nos po-
día deparar nuestra joven especialidad.

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52
X.- LAS LECCIONES DEL MAESTRO.- SU APARATO
DE ANESTESIA: EL OMO.- CONCEPTOS SOBRE LOS
RELAJANTES Y SU ACCION SOBRE EL MÚSCULO.-
ZONA MANEJABLE DE UN MEDICAMENTO.-

A las nueve menos cuarto estaba cogiendo la vena a


los dos primeros pacientes, bajo la experta dirección de Engra-
cia y María Antonia.
A las nueve en punto y con los dos pacientes ya cana-
lizados, hicieron su entrada en quirófano, Escuer, García Ubis,
Paco González y un señor mayor, bajito, delgado de gruesas
lentes y ojos grises de mirada simpática. Era el Doctor José
Miguel Martínez(1905-1998) nuestro jefe de servicio y decano
de los anestesistas españoles.
Mi impresión personal fue muy buena. Era afable y
simpático en su trato y al saludarme, me cogió del brazo di-
ciéndome: - Me han dicho que eres trabajador y puntual y no
sabes lo importantes que son en anestesia esas virtudes.
Nos acompañó mientras hacíamos las primeras induc-
ciones, ventilábamos e intubábamos a los dos primeros pacien-
tes y digo intubábamos, porque García Ubis, al concluir de
ventilar a mi paciente, cogió el laringoscopio de Macintosh y
me dijo:-¡Observa las maniobras de intubación y después me-
tes tú el tubo, si puedes!.
Primero, empujó suavemente la nuca del paciente para
extender el cuello con la mano izquierda. Segundo: abrió la
boca del paciente, usando el pulgar y el índice de la mano dere-
cha, precisamente por la comisura derecha de la boca, (pulgar:
arcada dental inferior, índice: arcada superior). Tercero: intro-
dujo la hoja abierta del laringoscopio con mano izquierda, por

53
la comisura citada, desplazando ligeramente la lengua hacia el
lado izquierdo de la boca, con lo que conseguía una buena aper-
tura bucal y llegar con la punta del laringoscopio hasta el plie-
gue que forman epiglotis y lengua (pliegue glosoepiglótico) y
basculando suavemente el laringoscopio, quedaron bajo la luz
de la espátula las cuerdas vocales ¡momento emocionante de la
intubación! Y Cuarto: Intubación:-¡ Mete el tubo ya y ventila,
coño, si no el paciente se va a poner negro!. Yo me había que-
dado como alelado, viendo las bonitas cuerdas, descubiertas
ante mí. Cogí el tubo, con la derecha y lo metí, mientras García
mantenía el laringoscopio.
-¡Enchufa el OMO y ventila. No metas demasiado el
tubo, ya que si así lo haces, se te irá el tubo a bronquio derecho
y sólo ventilarías un pulmón y el paciente se pondría “more-
no”!. ¡Una vez que fijes el tubo, ausculta para que estés seguro
de ventilar los dos pulmones!.
Fijado el tubo traqueal con un trozo de venda, anudado
después de pasarlo por la nuca, auscultamos y comprobamos
que ventilaban los dos pulmones, taponamos la cavidad bucal
con venda mojada con agua y bien escurrida, para garantizar
una ventilación sin escapes y sobre todo que una insidiosa re-
gurgitación de liquido gástrico pudiese pasar a los pulmones
del paciente, produciendo la más temida complicación de la
anestesia: la neumonía de aspiración.
Todo esto me lo iban explicando, mientras Engracia,
pacientemente y con las pinzas acodadas de Magill, introducía
venda en la cavidad bucal y la comprimía suavemente alrede-
dor del tubo traqueal, ayudándose del laringoscopio.
-¡El próximo paciente, lo taponas tú, bajo la dirección
de nuestras enfermeras!.
Después de decirnos esto, el Dr. Miguel nos condujo al
antequirófano a Paco González y a mí.
-Estas explicaciones van dirigidas sobre todo a ti, ya
que González está con nosotros desde Enero y ya recibió lec-
ciones en Santiago de Compostela de mis compañeros.
Se dirigió a un aparato OMO, que nos servía para hacer

54
las inducciones anestésicas e introducir a los pacientes dormi-
dos en quirófano. Estaban situados sobre mesillas metálicas
con ruedas, que permitían desplazarla junto a los pacientes bajo
ventilación manual.
Dicho aparato había sido ideado y diseñado por nuestro
jefe, a partir de los primeros aparatos anestésicos que se usaron
en Europa: 1º El francés de Ombrédanne, usado por primera
vez en 1908 y 2º el vaporizador de Oxford, ideado por el ca-
tedrático de Anestesia de la Universidad de Oxford, Sir Ro-
bert Macintosh(1897-1989), primer catedrático en el mundo de
nuestra especialidad y al que tuve el honor de conocer y tratar
en un viaje que hizo a Las Palmas de Gran Canaria en el tran-
satlántico inglés, “Paraguay Star”, en los primeros meses del
año 1974. Dicho barco hizo escala unas horas en Las Palmas y
en el mismo realizaba un viaje de placer alrededor del mundo,
Sir Robert en unión de su esposa.
Mi compañero José Luís Manzano y yo, los recogimos
en el barco y los llevamos a comer al Jardín Canario, previa
visita a nuestro Hospital del Pino. Dotado de una amabilidad y
simpatía extraordinaria, hablaba un estupendo castellano con
acento argentino y cuando regresamos a su barco sobre las seis
de la tarde, nos enseñó algunos de sus últimos inventos. Ma-
cintosh tenía en 1974, 77 años y seguía creando y diseñando
instrumental de la especialidad. En una carta manuscrita que
me dirigió al regresar de su periplo trasatlántico, me agrade-
ció todas las atenciones que le habíamos dispensado a su paso
por Las Palmas de G.C. La carta la guardo como oro en paño.
Macintosh es sin duda la personalidad más importante que ha
dado la anestesiología mundial (fundamentales han sido sus
aportaciones al uso de los relajantes musculares y el invento de
su laringoscopio de espátula curva).

Volvamos a nuestro hospital y a las explicaciones del


jefe.

-Este aparato que he diseñado aúna por un lado el depó-

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sito metálico para el éter etílico del Ombrédanne y la concertina
para ventilar del Oxford. Como mejoras sobre los anteriores:1º
tiene una toma de oxigeno que lo difunde a través de los fiel-
tros empapadores del éter; 2º Un depósito circundante de agua
tibia- caliente en la parte baja del contenedor de éter, que fa-
cilita la evaporación del mismo a su temperatura ideal:36’5º-
37º ,con lo que se facilita su difusión al oxigeno, facilitando la
anestesia inhalatoria de la mezcla. 3º Una válvula transparente
de plástico con una lengüeta de goma que permite el paso de
la mezcla aérea oxígeno- éter al pulmón del paciente, al produ-
cirse la inspiración espontánea o inducida por ventilación. En
la expiración, la lengüeta se deprime permitiendo la salida al
exterior de los gases expirados y cargados de CO2. Esta válvu-
la de no reinhalación es lo más novedoso del aparato, ya que
como su nombre indica sólo permite la entrada de gases fres-
cos; en este caso la mezcla del éter evaporado con el oxígeno al
aparato respiratorio del paciente, facilitando a su vez la salida
de los gases ya respirados y cargados de anhídrido carbónico
al exterior, impidiendo la peligrosa retención de CO2 en el pa-
ciente (hipercapnia).

El jefe siguió con sus muy interesantes conceptos.

-. En próximos días y en el pabellón de Santo Tomás,


donde se operan los pacientes de patología digestiva del Doc-
tor Pinós, podréis observar la nueva generación de aparatos de
anestesia de circuito cerrado o circular, con dos tubos respira-
torios: uno inspiratorio y otro expiratorio, que elimina el CO2
mediante la interposición del depósito de una sustancia que
absorbe dicho CO2 y que es una mezcla de dos hidróxidos :uno
de Calcio y otro de bario, conocida dicha sustancia con el nom-
bre de cal sodada o baritada.
A continuación explicó el concepto de zona manejable
de un anestésico, a la vez que nos hablaba de las propiedades
del éter.

56
- En los quirófanos centrales, empleamos el OMO, apa-
rato que he diseñado y que como acabo de explicaros, es de
un manejo muy sencillo y que utiliza como anestésico de base
o principal, el éter, que como principal virtud tiene su amplia
zona manejable, lo que le hacer ser un anestésico seguro, si se
maneja con prudencia y buen juicio.
-¿ Qué es zona manejable de un medicamento?. Es la
zona comprendida entre la dosis terapéutica y la dosis tóxica
del mismo. Dicha dosis tóxica surge de una sobredosificación
o de una anestesia mal conducida.
-Los medicamentos más seguros en anestesia y en el
resto de especialidades son, sin duda, los de zona manejable
amplia.
-El éter tiene importantes contraindicaciones, como
son:1º Es explosivo, al entrar en contacto sus gases con el bis-
turí eléctrico; 2º Produce aumento de secreciones bronquiales
y digestivas, por su efecto irritante sobre mucosas. Es impres-
cindible, por tanto, administrar drogas inhibidoras del efecto
secretor, como la atropina o la escopolamina ;3º efecto irritante
ocular. Hay que proteger los ojos de los pacientes durante la
anestesia en general y muy especialmente de un irritante elec-
tivo de las mucosas, como es el éter. y 4º lenta eliminación or-
gánica, lo que obliga a retirar la anestesia etérea con antelación
suficiente para un correcto y rápido despertar.-

Al final de sus importantes explicaciones, Don José


Miguel nos aclaró conceptos sobre relajantes musculares.

-Estamos empleando curare como relajante muscular,


tanto para intubar como para obtener la necesaria relajación,
para que el cirujano pueda operar en las mejores condiciones.
-Quiero que los residentes os familiaricéis con la cura-
rina, tanto para que aprendáis a ventilar previamente a la intu-
bación, de forma correcta, un mínimo de 4-5 minutos, y ¡por
favor! os pido que no intentéis intubar hasta que no esté com-
probada una buena relajación mandibular y unas cuerdas vo-

57
cales inmóviles. El intento de querer meter el tubo a la fuerza,
puede traumatizar seriamente cuerdas y provocar hemorragias
bucales que pueden llevar al desastre.
-Cuando aprendáis a ventilar correctamente y a intubar
fácilmente con curarina, ya hablaremos de los relajantes rápi-
dos como el cloruro de succinilcolina.

Nos incorporamos a quirófano y me dió tiempo a cana-


lizar y ventilar un par de pacientes antes de concluir la sesión
operatoria de este primer viernes.

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XI.- EMPIEZAN LAS GUARDIAS. MIS PRIMERAS EX-
PERIENCIAS EN TOCOLOGIA Y CIRUGIA DE
UGENCIA.-

D espués de comer, me fui al Santuario donde hice una


pequeña siesta; sana costumbre que he conservado siempre a
lo largo de los cuarenta y cuatro años de ejercicio profesional,
tanto en Barcelona como en Las Palmas de Gran Canaria, sin
olvidarme de Plasencia (Cáceres). Siempre empezábamos las
sesiones quirúrgicas muy temprano y este pequeño reposo disi-
paba el cansancio mañanero.
Marché después a la biblioteca a repasar el concepto de
hipercapnia o retención de CO2 en el torrente circulatorio.
La hipercapnia al principio es insidiosa y sin síntomas llama-
tivos, hasta que aparece sudoración y elevación de la ten-
sión sanguínea, asociada muchas veces a taquicardia, que de
mantenerse y agravarse, pueden llevar al paciente a situaciones
muy peligrosas para su seguridad.
Sobre las cinco de la tarde, recuerdo que me avisaron
de quirófano. Escuer me esperaba ya que tenían que hacer una
cesárea.
La cesárea siempre es una operación de urgencia, en
función de la seguridad de la madre o de la criatura que ha de
nacer. La inmediatez de la urgencia dependerá del peligro inmi-
nente que tanto madre como hijo/a puedan correr.
En este caso la urgencia era dramática, ya que la partu-
riente presentaba una placenta previa con hemorragia abundan-
te, que ponía en riesgo vital a los dos protagonistas. Subí a toda
prisa. La paciente estaba en quirófano con parte de la placenta
en vagina y sangrando abundantemente. Tanto Escuer como el

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transfusor ya la tenían canalizada y los tocólogos se lavaban a
toda prisa.
Escuer sabía que era mi primera cesárea como residen-
te de anestesia, me dijo:
- ¡No la puedo dormir por mucho que esté sufriendo.
Los tocólogos primero pintarán el vientre y luego me darán
permiso para dormirla. El porqué de esta actitud es el temor
del paso rápido del anestésico a la criatura y que pueda nacer
muy dormida. Verás que será extraída del vientre de la madre
sin que le hayamos administrado éter. ¡Sólo el narcovenol a la
menor dosis posible( sueño superficial)!. El relajante muscular
empleado es el de efecto rápido: el mioflex, que es cloruro de
succinilcolina, que actúa en unos veinte segundos, producien-
do una relajación completa, que permite una rápida intubación
de la paciente y una oxigenación al 100% de la unidad madre-
feto!. ¡En este caso, en el que tanto la madre como el feto están
en situación crítica por la hemorragia, voy a intubar yo a toda
“mecha”!.
Así se hizo y después de la extracción fetal, Escuer puso
el éter y se fue rápido a por el niño, que ni se movía.
-¡ Ventila a la paciente que voy a reanimar al niño!. Le
aspiró secreciones bucales y le aplicó sin dilación un “boca a
boca” directo y poco después procedía a intubarlo con la espá-
tula corta del laringoscospio.
Le introdujo un tubo finísimo en tráquea por el que so-
plaba intermitentemente, previa aspiración de secreciones. La
situación en quirófano era tensa y preocupante. De repente, el
niño empezó a querer rechazar el tubo y a moverse. ¡Aquello
era una buena señal!.
La paciente empezaba también a querer moverse. Le
inyecté cuatro o cinco mililitros de narcovenol y le subí el éter,
gritándole a Escuer:
-¿Le pongo 5 miligramos de curarina, Escuer?. Se está
moviendo.
-¡Si, coño. Bájale dentro de pocos minutos el éter, que
veo que lo subiste!.

60
La paciente estaba de buen color, aunque el pulso era
débil y la tensión, que controlaba una enfermera, estaba en
ochenta de máxima, mientras el transfusor, que tenía canali-
zada una safena, transfundía manualmente con el aparato de
Jubelé o de manivela que hacía pasar sangre rápidamente a la
paciente.
De pronto el niño rompió a llorar y la tensión en quiró-
fano se disipó y hubo risas y tacos de alegría.
A todo esto, la tensión de la paciente subió hasta nor-
malizarse, mientras Escuer era felicitado por tocólogos y co-
madronas:
-¡ Escuer ,viva tu madre: eres cojonudo!
-¡El novato también se lo merece, gracias a que él le
daba a la concertina, yo he podido reanimar al niño!.... ¡Y tú,
vampiro, deja ya de darle a la manivela y meter sangre, joder,
no le vayas a provocar a la paciente una sobrecarga indesea-
ble!.
Escuer, que estaba satisfecho por la buena resolución de
la siempre grave placenta previa, me dijo lo siguiente y nunca
se me olvidó.
-¡Tén cuidado con los vampiros. Ellos no paran de in-
yectar sangre, si tú no los frenas!
Años después, pasé por una situación similar a la des-
crita y tuve que estar toda una noche tratando el edema pulmo-
nar provocado por una administración excesiva e injustificada
de sangre por un transfusor, que actuó por su cuenta y riesgo
y que a Dios gracias, pude resolver con diuréticos y morfina.
Tendré ocasión de comentar este tipo de situaciones kafkianas
a lo largo de mi relato, reveladoras de las condiciones de pre-
cariedad y riesgo en las que trabajábamos en la década de los
sesenta, sobretodo en cirugía de urgencia y en clínicas con con-
diciones mínimas de seguridad en las que todo se resolvía con
improvisaciones y decisiones a veces temerarias.
Concluida la intervención y una vez suturada piel, ad-
ministré dos miligramos de prostigmine, mezclados con medio
miligramo de atropina para antagonizar los efectos relajantes

61
de la curarina, por indicación de Escuer.
Aunque el/la paciente respirase espontáneamente y ya
se le hubiera extraído el tubo traqueal, SIEMPRE se le inyec-
taba el antídoto de la curarina: la prostigmine, mezclada con
atropina para evitar los indeseables efectos del antídoto, que
recordamos eran: a) aumento de secreciones y b) bradicardia,
que podía llegar a ser peligrosa, bordeando la parada cardiaca.
¿Porqué esta administración, si ya los efectos del cura-
re habían desaparecido y el/la paciente respiraban espontánea-
mente?.
Porque la curarina, al ser un medicamento muy potente,
producía a veces la temida recurarización tardía y el paciente
al quedarse en apnea sin personal especializado a su alrededor,
podía morir asfixiado, situación terrorífica que da miedo recor-
dar, pero que por desgracia se producía de vez en cuando.
Recuerdo que nuestros monitores/jefes nos rogaban que
esperásemos a que los pacientes ventilaran espontáneamente
para empezar a administrar la prostigmine, a dosis moderadas
y suficientes.
Después de cenar, recuerdo que hicimos una apendici-
tis aguda, en la que Escuer me dejo pinchar, ventilar e intentar
intubar, ya que se trataba de un paciente joven, delgado y con
buen cuello. Tuvo que acabar colocándome el laringoscopio
(era tarde y todos tenían prisa). Todo se desarrolló normalmen-
te y yo empezaba a tener confianza en mis posibilidades, que
era un factor necesario para moverse con seguridad en aneste-
sia .
Cerca de la una y media de la madrugada, caí rendido
en mi cama del Santuario, pero tardé en conciliar el sueño re-
pasando los acontecimientos de aquel primer viernes de trabajo
completo, con sesión operatoria de mañana y urgencias de tar-
de y noche, con la emoción de la cesárea y todo lo aprendido y
vivido en este viernes agosteño de la Barcelona de 1960.
A pesar del calor que hacía y como pasa en todas las
poblaciones costeras, la brisa marina de la madrugada era agra-
dable y al día siguiente, sábado, salvo urgencias, podíamos dis-

62
frutar de alguna hora más de sueño.
El sábado se podía desayunar hasta las diez y media y
apurando el horario bajé cerca de la hora límite.
Un grupo de residentes nos marchamos al centro de la
ciudad y cogimos el autobús hasta la Plaza de Cataluña y des-
pués por la Rambla de las Flores bajamos hasta la estatua de
Colón, en pleno Paralelo, al lado de la zona portuaria.
Hacía un día bonito y cálido .Nos sentamos en una te-
rraza de la Rambla, a la sombra, para tomarnos unas cañas,
mientras contemplábamos extasiados el paso de las chavalas
con sus breves trajes veraniegos. ¡ Han pasado 48 años de
aquel momento y no alcanzas a comprender lo rápido que ha
discurrido todo este tiempo!.
Mientras regresábamos al hospital para comer, Paco
González me comentó que estaría de guardia tarde y noche y
que si me apetecía, le ayudase si surgía alguna urgencia. Le dije
que estaba a su disposición y que me llamase si tenía trabajo.
Tuvimos un señor mayor, ocluido intestinal con mal
estado general, al que se había colocado una sonda de aspira-
ción gástica, para controlar el peligro de vómito y al que Paco
intubó rápidamente con mioflex, para evitar complicaciones
digestivas y respiratorias, al que llevó con dosis bajas de cura-
rina y éter, con respiración controlada todo el rato y al que yo
ventilé, mientras Paco hacía un hernia estrangulada en la mesa
de al lado.
González me comentó:- En Galicia, cuando teníamos
dos quirófanos; las hernias y cirugía urológica, las hacíamos
con raquianestesia, pero aquí el jefe las tiene prohibidas por la
mala calidad de las agujas de punción y por el peligro de los
dolores de cabeza prolongados que sufren los pacientes, que
siempre pierden L.C.R. (liquido cefalorraquídeo) al hacer la
punción (agujas gruesas y despuntadas muchas veces), sin ol-
vidar las hipotensiones(bajadas de presión sanguínea), produ-
cidas por la novocaína intrarraquídea, unas veces y otras por la
misma pérdida de L.C.R. ya citada.
Al anciano ocluido, lo estuvieron operando durante cin-

63
co horas, hasta las once y media de la noche. Paco bajó a cenar
primero, calculando que el mal momento del despertar aún se
demoraría. Así fue, en efecto. Yo me limité a ventilarlo con un
corto 0,5% de éter y alto volumen de oxigeno (4-5 litros minu-
to) y con el encargo de Paco de administrarle 1 miligramo de
curarina, si se movía o hacía mucha fuerza. Los cirujanos de
entonces no eran tan exigentes con la relajación.
Cuando yo bajé a cenar los cirujanos estaban conclu-
yendo la anastomosis intestinal y cuando subí empezaban a ce-
rrar peritoneo y entonces le pidieron a Paco más relajación. Le
habíamos aumentado la frecuencia del goteo y se le administra-
ron 500 ml. de sangre. Paco lo tenía ya sin éter cuando empezó
el cierre por planos. El paciente estaba muy grave, ya que la
oclusión era por un cáncer de colon y la resección intestinal
(hemicolectomía), había sido amplia.
El despertar del paciente fue laborioso, por su gravedad
intrínseca y condiciones de la larga intervención. Paco le puso
cuatro miligramos de prostigmine y un miligramo de atropina.
El paciente empezó a ventilar superficialmente tres
cuartos de hora después de concluir la intervención, con cierre
de piel incluido.
Antes de retirar el tubo, inyectó un miligramo más de prostig-
mine con medio miligramo de atropina, ya que su pulso era
lento y poco lleno.
Paco González había llegado a la dosis máxima de
prostigmine que el jefe nos permitía poner: cinco miligramos y
después a ventilar y esperar, pero ni medio miligramo más.
El paciente, a las doce de la noche empezó a quejarse,
de forma lastimera.
-¿Paco, y un poco de analgesia: media dolantina dilui-
da en un poco de suero?. ( 50 miligramos de dolantina en 100
mililitros de suero glucosado) y goteo según necesidades?. Le
comenté que lo había visto hacer en la Clínica de la Concep-
ción, en Madrid, con buenos resultados.
Paco me dijo:- ¡Si el jefe se entera, me capa!. Esta de-
cisión pertenece a los cirujanos, pero yo les voy a comentar tu

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sugerencia.
El paciente marchó a planta con oxigeno nasal y dos
vías canalizadas: a) una con suero y b) otra con 500 mililitros
de sangre.
Paco me invitó a una caña en el Savoy, que los sábados
cerraba a la una de la madrugada.
Con el calor que habíamos pasado en quirófano, la cer-
veza me supo a gloria.
-¡Martelito, gracias por tu ayuda. Los malos tragos con
compañía se pasan mejor!.
Paco fue el único compañero que siempre empleó el
diminutivo cariñoso de mi apellido. Se jubiló como profesor
titular de Anestesia en Santiago de Compostela.
Siempre fue un compañero estupendo, con el que coin-
cidí en varios congresos y reuniones de la especialidad.

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XII.- REFLEXIONES SOBRE MIS PRIMERAS
EXPERIENCIAS ANESTÉSICAS. -CARENCIAS MATE-
RIALES EN REANIMACIÓN PEDIATRICA.

A quel domingo de la mitad de Agosto, me levanté


muy tarde, ya que la noche anterior,con la urgencia grave del
anciano y mis pensamientos y notas, me quedé dormido sobre
las tres de la madrugada.
La ducha fría me reanimó y eran más de las once y me-
dia cuando llegué al Savoy para desayunar.
Mientras me tomaba el café con leche y la ensaimada,
meditaba los riesgos de la cesárea del sábado, con la gravedad
de la madre por su placenta previa y consiguiente hemorragia y
la posterior y accidentada reanimación del recién nacido.
Después me di un buen paseo por la Avenida del Hospi-
tal, acercándome a la maravillosa Sagrada Familia, para admi-
rar la zona construida, donde a las doce se celebraba misa.
A media tarde tuvimos una apendicitis aguda, una joven
de treinta años. García Ubís me ordenó preparar la anestesia,
ya que en las guardias no teníamos enfermera que nos ayuda-
se. Cargué mis jeringas de atropina,( 2ml con 1 miligramo de
atropina), evipan (Narcovenol), 500 miligramos en jeringa de
20 ml. y la curarina,15 miligramos en jeringa de diez ml( la
ampolla de 15 miligramos tenía 3 ml ).
El muy puñetero se reía viendo los apuros que pasaba
abriendo las ampollas con la sierra metálica y como me cortaba
los dedos al abrirlas, con los bordes de las mismas.
La paciente pesaba 60 kilos. A cinco miligramos de
evipan por kg. le inyecté 300 miligramos lentamente y vigi-
lando el “ efecto sueño “ para inyectar rápidamente la curarina

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a dosis de 1 miligramo por cinco kilos de peso ( para 60 kilos,
doce miligramos), aunque dada la escasa musculatura de la pa-
ciente, García me indicó que con diez miligramos sería sufi-
ciente y este es un factor que siempre debería tener en cuenta
al anestesiar hombres, mujeres o niños. Como premedicación,
0,5 miligramos de atropina, con el cálculo práctico de 0,5 de
atropina para 50 kg. de peso, dosis suficiente aunque el peso de
la paciente rebase en 10 kilos el cálculo previo, dada la poten-
cia de la atropina y la taquicardia que suele producir por sus
efectos estimulantes sobre esta parcela parasimpática del neu-
rovegetativo. Mantuve el éter a un 1,5%, bajándolo al 0,5%, al
cerrar peritoneo y con dos miligramos de prostigmine con 0,5
de atropina para lograr el despertar o reversión de la relajación
muscular en la paciente.
Comenté con García el “boca a boca” que tuvo que ha-
cer Escuer para reanimar el niño de la cesárea. García puso cara
de sorpresa. Me dejó ventilando a la paciente y salió a buscar
algo. Al poco volvió con una especie de válvula metálica en la
mano, en forma de T.
-¡Mira, esta es la llamada válvula en T de Ayre, que
dicho autor diseñó en la década de los treinta!.
-¡Verás que tiene tres tomas: Una para conectar a la sa-
lida de oxígeno. Otra para conectar a la mascarilla o al tubo
de intubación del paciente para que el oxigeno llegue directa-
mente al pulmón del niño y una tercera libre abierta al exterior
para que sirva de salida a la expiración, como rebosadero del
oxigeno sobrante o para insertar una bolsa de ventilación, se-
gún necesidades del momento.
-Si el niño respira espontáneamente, una vez aspiradas
las secreciones, el problema está solventado. Si no ventila, ten-
drás que soplar por el tubo, como hizo Escuer y si no has podi-
do intubar, debes aspirar lo que puedas y aplicar directamente
el boca a boca a boca, procurando levantar con dos dedos su
mandíbula, pinzando la nariz para que la ventilación sea efi-
caz.
García se rascó la coronilla mientras me seguía dicien-

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do:
-. La verdad es que las situaciones extremas enseñan
mucho y aprendes a luchar con los recursos que tienes a mano
contra las complicaciones que te surgen.
Cuando terminó la anestesia me indicó que iba a colo-
car el tubo en T de Ayre en una vitrina acristalada donde tenía-
mos los tubos de Mayo,( cánulas metálicas para colocar a los
pacientes en boca, para dejar expedita la vía aérea, impidiendo
la peligrosa caída de la base de la lengua y por consiguiente la
obstrucción mecánica de la respiración), entonces muy utiliza-
dos, dado el lento despertar de la anestesia etérea que obligaba
a estar muy pendientes de la recuperación de los pacientes .Se
les dejaba en antequirófano, con el Mayo colocado, hasta que
lo rechazaban o expulsaban espontáneamente. Muchas veces
había que volver a ventilarlos con mascarilla a presión porque
tenían un espasmo de glotis, provocado unas veces por la cánu-
la de Mayo y otras por las espesas secreciones bronquiales que
producía la anestesia etérea.
Los pacientes eran trasladados a sus habitaciones cuan-
do estaban totalmente recuperados. Entonces ni se pensaba que
en un futuro habría unidades del despertar o UCIS. ¡Ni pasar
por nuestras mentes!. Si un paciente se agravaba, se quedaba
en quirófano, ventilado manualmente por nosotros, hasta que
se recuperaba o en el peor de los casos bajaba a mortuorio,
circunstancia que yo, personalmente, nunca sufrí en el Hospital
de la Santa Cruz y San Pablo.
Con la colocación de la T de Ayre en la vitrina citada,
podríamos localizarla fácilmente en caso de necesidad.
Mientras permanecí en el hospital, nunca hicimos ci-
rugía o traumatología neonatal o de niños menores de cuatro
años, al no practicarse estas especialidades en nuestro centro.
A finales de septiembre, incorporaron a nuestro instrumental
el dispositivo de Rees, consistente en una pequeña bolsa res-
piratoria con conexión a la rama espiratoria del tubo en T de
Ayre y que permite ventilar manualmente a los neonatos. Poco
después se le añadió un dispositivo no reinhalatorio con sa-

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lida de los gases espirados, evitando la peligrosa hipercapnia,
en recién nacidos o niños menores de un año (modificación de
Jackson). Con el dispositivo de Rees, vino un juego de peque-
ñas mascarillas para ventilación directa y unos tubos de intuba-
ción pediátrica de mayor calidad. Todo ello vino a remediar el
problema en la reanimación neonatal, ya que teníamos mucha
tocología y con ello las prestaciones anestésicas, tanto para ce-
sáreas como fórceps, aumentaron como urgencias inmediatas.
También llegaron los Mayo de goma o tubos de Guedel, más
cómodos y menos traumáticos para los pacientes.
Aquella tarde de domingo, hicimos un par de anestesias
para pacientes traumatizados. Se trataba de dos adultos: uno
con fractura abierta de tibia y peroné, que se redujo bajo anes-
tesia general y al que García inyectó apomorfina en vena para
que vomitara, ya que había comido y bebido abundantemente.
Creo recordar que le administró dos miligramos de dicho medi-
camento y a los escasos segundos, tuvo un vómito en escopeta
que inundó el antequirófano, dejando un mal olor indescripti-
ble.
García, con toda la razón, blasfemó en catalán, mientras
me decía:
-¡Yo le hubiese hecho una raquianestesia, pero el jefe
las ha prohibido por la frecuencia de hipotensiones y graves
dolores de cabeza que duran mucho tiempo!.
Observaréis que todos mis jefes se quejaban de no poder hacer
raquianestesias, aunque comprendían las razones de Miguel al
prohibirlas en aquellas circunstancias.
Empleó atropina y evipan, pero intubó con mioflex
(cloruro de succinilcolona), 1miligramo/kilo de peso.
-¡Perdona que no te deje intubar, pero es que tengo mie-
do que aún tenga contenido gástrico este tío y se nos pueda
morir por una neumonía de aspiración!.
-¡Te vas a hartar de hacer anestesias y de meter tubos
rápidos con mioflex!.
-¡Has visto que no lo he ventilado y le metí el tubo a
toda pastilla!.

70
-¡Está formalmente contraindicada la ventilación con
mascarilla ante el peligro de vómito!. Es lógico, si piensas que
el aire intragástrico a presión puede provocar, si hay contenido
gástrico, vómito o regurgitación!.
-¡La verdad, es que las urgencias enseñan un huevo y
es donde se aprende a resolver follones!. Todo esto lo decía
mientras anestesiaba e intubaba.
Una vez intubado, mientras los traumatólogos reducían
la fractura y colocaban una férula metálica bien almohadillada,
García le colocaba al paciente una sonda de aspiración gástri-
ca por vía intranasal y conducida bajo control laringoscópi-
co, mientras farfullaba:-¡ A mí, este mamón no me regurgita, y
además le estoy protegiendo sus vías respiratorias!.
-¡Ahora, una vez pasado el peligro, mientras uno de vo-
sotros hace el Friedrich de la herida, vamos haciendo la fractu-
ra de Colles del otro, que, a Dios gracias no ha comido!.
Me quedé dándole a la concertina y con el éter al
2-2,5%, ya que García no quería darle curarina, dada la corte-
dad de la intervención, por lo que se quedó con 100 miligra-
mos de succinilcolina, que sirvieron para intubar y reducir su
fractura.
-¡Cuando veas que ya respira sólo, déjale que él mismo
coja un poco más de éter!. En la mesa de al lado, a un chico
joven, le redujeron y enyesaron una fractura de muñeca con
atropina y evipan, con mascarilla y oxigeno solamente.
Mi paciente, dándole el último punto de piel, empezó a
moverse a pesar del 2,5% de éter. Era un individuo muy vigo-
roso.
García me gritó-¡Quítale el éter y aspírale secreciones
bucales y bronquiales por el tubo. Ese es bebedor y fumador!..y
si respira sólo le sacas el tubo y lo ventilas, si es necesario. No
te preocupes, que yo estoy aquí¡.
-Recuerda que la succinilcolina no tiene antídoto!. ¡ Si
le inyectaras prostigmine por error, reforzarías su efecto rela-
jante y se armaría un follón del carajo!. Le aspiré, y antes de
desintubarlo, le puse la cánula de Mayo, para asegurarme que

71
no me mordería el tubo y que tendría acceso a su vía aérea, si
la cosa se complicaba.
El paciente respiró profundamente y empezó a moverse
murmurando incoherencias.
García había terminado en la mesa de al lado y me dijo
que le había gustado mi iniciativa de colocar el Mayo antes de
sacar el tubo.
Bajamos a cenar al límite del cierre. Pero no había pro-
blemas. Si las sesiones de urgencia nocturna se prolongaban,
dejaban un bocadillo por barba y unos refrescos en la antesala
del comedor.
García se fue a cenar a casa con su mujer y yo, cuando
acabé, a mi Santuario a dormir.

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XIII.- ESTAMOS EN PLENO AGOSTO.- CIRUGIA DE
URGENCIA: URGENCIAS ABSOLUTAS Y URGENCIAS
PROGRAMADAS.-

E stamos a mitad de agosto y cuando subo a quirófano,


me encuentro dos pacientes urgentes que han llegado de ma-
drugada y se van a operar a primera hora, ya que hasta princi-
pios de septiembre no volverá la cirugía programada.
Engracia y Ortega están conmigo esta mañana. Pincho
primeramente a un paciente de mediana edad que sufre una her-
nia estrangulada. Le pincho y le coloco el goteo intravenoso de
suero fisiológico. Noto que tengo dificultades para hacerlo y es
que la aguja está despuntada y al forzar el pinchazo le atravieso
la vena y experimento una sensación desagradable. Comprimo
la vena para que no se forme hematoma y el paciente se queja
del dolor producido por mi mala maniobra.
Interrogo a Engracia con la mirada. Ella se excusa di-
ciéndome que la aguja estaba en la batea con alcohol y que no
comprobó su punta.
Me prometo a mi mismo revisar las agujas antes de pin-
char, ya que la costumbre hospitalaria es limpiarlas con agua al
retirarlas a los pacientes, esterilizándolas con agua hirviendo,
sumergiéndolas después en las bateas de cristal con alcohol de
96º.
Muchas de estas agujas estaban despuntadas por el mul-
tiuso de las mismas y la verdad es que vivimos una época que
si la comparamos con la actual resulta increíble, pero es lo que
había al principio de los sesenta y a todos nos resultaba natu-
ral.
Escogí otra aguja que parecía en mejores condiciones

73
y atravesé piel con un pinchazo rápido. La sangre fluyó libre-
mente a la jeringa que contenía la atropina e inyecté sin dificul-
tades. Engracia me ayudó a colocar la tira fina de esparadrapo
que fijaba la aguja a la piel, de forma cuidadosa, para que no se
saliese en una falsa maniobra o en un movimiento del paciente
Antes de fijar el esparadrapo, había que comprobar que
la piel estuviese seca y retirar la jeringa, comprimiendo suave-
mente la punta de la aguja a través de la piel con un dedo, para
que la sangre no saliera, lo que convertiría la zona de punción
en una guarrería. Si teníamos ayuda, todo quedaba limpio una
vez conectado y comprobado el goteo correcto del suero, mo-
mento en el que iniciábamos la inducción con narcovenol y
administrábamos la dosis de curarina.
Recuerdo que Ortega, mientras yo ventilaba al paciente
me dijo - ¡Házlo con suavidad!. Todos los pacientes con hernia
estrangulada, tienen un cierto grado de oclusión intestinal y tu
maniobra de ventilación puede provocar el vómito o la regur-
gitación (salida insidiosa o silente del vómito) ,con el peligro
tremendo de neumonía por aspiración y peligro de muerte del
paciente.
-¿Sabes lo qué tendrías qué hacer si ahora se te presen-
tara esta situación?. Le dije que lo más rápidamente posible,
posición de Trendelemburg (cabeza baja y pies arriba) y aspi-
ración de secreciones bucales y pulmonares (si las hubiere) y
comprobado esto, ventilar al paciente sentado(o sea, con pa-
ciencia) y sin ponerme nervioso, aunque estuviese negro como
un “tizón”.
-.¿ Y porqué sentado?. Para mantener el Trendelemburg,
ante la posibilidad de un nuevo vómito, ya que esta posición
impide, por gravedad, la aspiración mecánica del mismo.
Cuando comprobé que el paciente estaba relajado, cogí
mi laringoscopio, se lo introduje al paciente por su comisura
derecha, a pesar de que la maniobra de apertura de boca con la
presa pulgar-índice no me salió todo lo bien que hubiese queri-
do y le hice al paciente una pequeña herida en labio inferior.
-¡No te vayas a cargar ningún diente por precipitarte a

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intubar!. ¡Si no pudieses a la primera, lo vuelves a ventilar y lo
haces en un segundo intento de intubación!.
Extendí el cuello con la mano libre y ¡Oh, milagro, las
cuerdas vocales estaba ante mí!.
Ortega me dijo con gracia y experiencia de veterano:-.¡
Ahora no te vuelvas loco de gozo y me haces el puñetero favor
de meter el tubo mirando por el laringoscopio, sin aflojar la
maniobra de extensión, coño!. Y es que los novatos tenéis la
manía de cuando véis cuerdas, ¡a meter el tubo sin mirar y en-
tonces, tubo al esófago : estómago lleno de oxigeno y paciente
negro.…¡ Y entonces, volver a empezar, pero con paciente cia-
nótico y barriga hinchada! . ¡Veo que lo has hecho bien, pero
piensa que te puede ocurrir cuando estés sólo y esto te puede
poner nervioso y un anestesista nervioso es más peligroso que
una piraña en un bidet!.
Intubé fácilmente y conecté el OMO, comprobando por
auscultación que los dos pulmones ventilaban bien.
Prometí al cachondo de Ortega que tendría muy en
cuenta todo lo que me estaba enseñando y que comprendía que
tendría que encontrarme algún paciente difícil de intubar, que
me las haría pasar putas.
Ortega, mientras inducíamos, ventilábamos e intubába-
mos la segunda urgencia, me dijo que en casos que se presenta-
ran difíciles (obesidad, cuello corto, artrosis cervical), emplea-
ríamos succinilcolina ( mioflex), que producía una mejor y más
rápida relajación muscular, con una intubación traqueal más
cómoda, pero el jefe prefería que aprendiésemos a intubar con
curarina aunque en las urgencias nos daría carta libre, una vez
que estuviésemos entrenados.
Volví a intubar sin problemas y media hora después
concluimos la apendicitis aguda, teniendo que esperar una me-
dia hora para desintubar al paciente, para lo cual esperé a que
ventilara, una vez administrados prostigmine y atropina como
antídotos y bien aspiradas sus secreciones traqueales y bucales,
ya que la anestesia etérea, como ya hemos comentado repetida-
mente, era casi siempre productora de las mismas.

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Terminamos la mañana anestesiando un niño de ocho
años, al que los urólogos iban a operar de fimosis.
El niño, lógicamente rechazó la mascarilla al compro-
bar el muy irritante y penetrante olor del éter, que yo no en-
contraba desagradable, pero para un niño resultaba sin duda
insufrible, por la sensación de asfixia que producía.
Pesaba 25 Kilos y tuvimos que sujetarle entre Engracia
y yo para que Domingo Ortega, como experimentado aneste-
sista le cogiera una vena de la flexura del codo. Con una je-
ringa en la que mezcló 125 miligramos de evipan sodico (nar-
covenol) y 0,25 miligramos de atropina (0,02 miligramos Kg/
peso) e inyectando lentamente durmió al niño. Ortega me dijo
que la dosificación del evipan en el niño, era equivalente a la
del adulto (5miligramos/ kilo de peso).
Una vez anestesiado el niño, administró 5 miligramos
de curarina (1mgmo/ 5 kg peso), lo ventiló dos o tres minutos
y me colocó el laringoscopio y ¡claro! lo intubé sin dificultad.
¡Así se las ponían a Fernando VII!. Agradecí el detalle de Or-
tega que me dijo que para la intubación de los niños había que
proceder con tacto, habilidad y delicadeza.
La dosis calculada de prostigmine estaba sobre los
0,006- 0,008 miligramos/Kilo de peso y para este niño de 25
kilos su dosis sería de unos 0,20 miligramos de prostigmine,
acompañada siempre de una dosis de atropina similar a la del
inicio. Solían administrar mezclados ambos medicamentos a
las dosis calculadas y siempre muy lentamente, dado el fuerte
efecto bradicardizante (vagotónico) de la prostigmine.
Todo se desarrolló perfectamente y pudimos desintubar
al niño a los quince- veinte minutos de concluida la interven-
ción, una vez que respiró espontáneamente y se le aspiraron
sus secreciones, siempre abundantes con el éter.
Ortega, mientras bajábamos la escalera me preguntó:-
¿Tú no tienes problemas para trabajar todos los días, incluidos
festivos?. Yo le contesté afirmativamente. Había venido de muy
lejos y mi propósito era acumular experiencia y conocimientos
para obtener el certificado de especialidad lo antes posible.

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Ortega me comentó que Paco González había llegado
en enero y había trabajado intensamente, que ya defendía un
quirófano y las guardias perfectamente y su propósito era que
el jefe, a finales de año o a principios de enero, pudiera certifi-
car su idoneidad.
-¡Mira, Luis. Este hospital es el pionero de la anestesia
española a nivel de formación de especialistas. No hay ninguno
que haya convocado, como ha hecho este, plazas de residentes
en Anestesiología por concurso de méritos y además cobrando,
aunque sean sólo 5OO pesetas mensuales, pero¡ Joder, tenéis
residencia gratis!, esas “pelas” os sirven para tomaros una ca-
ñita para ir al cine y poder ir al Barrio Chino a echar un polvito
de vez en cuando!. Nos echamos a reír al unísono y Ortega, ya
totalmente en serio, me dijo que si seguía cumpliendo como
hasta ahora a partir de septiembre y en mis tardes libres, podría
llevarme a la clínica privada para que le ayudase y cómo decían
siempre en Cataluña:¡ Cobrando!. Y esa podría ser una ayuda y
un incentivo económico para mí.

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78
XIV.- VISITA AL PABELLON DE SANTO TOMAS.-
DOCTOR DIONISIO MONTON, JEFE DE ANESTESIA.-
NUEVOS CONCEPTOS: APARATOS DE CIRCUITO
CERRADO.-HALOTANE Y OXIDO NITROSO.-

A l día siguiente, después de desayunar, subo a quiró-


fano y me comunican que habrá un par de urgencias sobre las
doce. Llega García y me dice que vamos a visitar el pabellón
de Santo Tomás, aprovechando que hay operación.
En vez de utilizar la comunicación subterránea, salimos
al jardín y nos dirigimos al pabellón de Santo Tomás con su
cúpula semicircular recubierta con azulejos de colores domi-
nando el pabellón, que al igual que todos los demás son de
ladrillo rojo visto, lo que produce una sensación de unidad ar-
quitectónica en el bello conjunto de los mismos, situados en el
gran espacio ajardinado del hospital y que se diferencian entre
sí por sus techos y por las pequeñas diferencias de volumen
construido en algunos de ellos.
El pabellón de Santo Tomás albergaba el servicio de Pa-
tología Digestiva médico- quirúrgica, dirigido por el profesor
Pinós, con un jefe de cirugía digestiva que era el doctor Llau-
radó. De la anestesia se encargaba el Doctor Dionisio Montón,
como servicio independiente del Central, que regía nuestro jefe
directo, el doctor Miguel.
García me presentó a Montón, unos diez años más
joven que Miguel y formado en Oxford. Lo primero que me
llamó la atención fue la ausencia de aparatos OMO en toda
la zona operatoria. En el quirófano principal había un aparato
de circuito circular o cerrado, con dos tubos coarrugados (I) o
(I).- Tubos que no se doblan.

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salomónicos: uno inspiratorio y otro espiratorio, ambos unidos
en su parte anterior por una válvula en Y griega, con una salida
común acodada a insertar o en la mascarilla de ventilación o
en la conexión del tubo traqueal, según las necesidades del
momento anestésico.
El tubo espiratorio en su parte posterior se insertaba en
una válvula, cuyos gases desembocaban en el depósito de cal
sodada, cuya misión, como ya hemos señalado, consiste en re-
tener o extraer el anhídrido carbónico de los gases espirados
procedentes del paciente. Por una válvula unidireccional estos
gases son conducidos a la bolsa respiratoria o de ventilación,
donde se mezclarán con los gases limpios o frescos proceden-
tes de los rotámetros o sistemas medidores de los gases. Estos
rotámetros miden estos gases en litros por minuto: 1º El oxí-
geno y 2º El óxido nitroso. De ambos gases, el oxigeno es el
imprescindible y el nitroso el complementario, circulando uno
o ambos hacia la bolsa de ventilación a través de uno o dos
vaporizadores opcionales, que puede ser de éter u otro anestési-
co volátil, generalmente un hidrocarburo en cuya composición
entran componentes halogenados como el cloro, el flúor y el
bromo ( dando lugar al halothane o fluothane). En la bolsa de
ventilación, como hemos dicho se mezclan estos gases frescos
con los espiratorios procedentes del paciente, que han sido li-
berados del CO2 por la cal sodada.
Los gases frescos suelen estar formados por la mezcla
de oxigeno con óxido nitroso, gas anestésico descubierto en el
siglo XIX, de débil efecto analgésico y anestésico pero con am-
plia zona manejable (anestésico seguro) y excelente elemen-
to de asociación con los hidrocarburos fluorados o clorados
que hemos mencionado. El primero de los usados ha sido el
fluothane o halothane, que además de flúor, contiene cloro y
bromo, cuyo descubrimiento constituyó el hito más importante
en la historia de la anestesia inhalatoria , un salto adelante en
la calidad de la anestesia y en la comodidad y seguridad de su
administración. Su descubrimiento se lo debemos al científico
catalán, afincado en Inglaterra, Raventós (1956), que junto a

80
Johnstone lo sintetizó en los laboratorios ICI, que tanto han
hecho por nuestra especialidad.
Entre las ventajas del halothane sobre el éter hay que
destacar: 1º No es explosivo. El uso de bisturí eléctrico u otro
tipo de diatermia dejó de ser un problema cuando empezó a
usarse el halothane y todos los anestésicos volátiles de su
estirpe, surgidos posteriormente. 2º Olor agradable, sin efectos
irritantes tanto sobre mucosas digestiva, respiratoria y ocular,
lo que conlleva a una disminución notable de secreciones y
una inducción anestésica más corta, con un despertar rápido
y agradable, sin apenas náuseas y vómitos. 3º Solamente una
contraindicación relativa: Hay que manejarle con precaución y
control, ya que puede producir hipotensiones (bajadas de ten-
sión) de aparición rápida, al ser un anestésico de zona mane-
jable más estrecha que el éter, al ser más potente que éste. De
todas formas, bien usado, el riesgo es bajo y esta disminución
de la tensión puede ser beneficiosa en ciertos tipos de cirugía,
al disminuir el sangrado operatorio.
El aparato de ventilación manual, con sus rotámetros y
vaporizadores, su circuito cerrado conectado a la cal sodada,
como elemento absorbente y eliminador de CO2; me produ-
jo una gran impresión, acostumbrado como estaba al simple y
modesto OMO.
Las explicaciones de Montón sobre el empleo del fluo-
thane y el óxido nitroso como anestésicos de base inhalatorios
me habían abierto los ojos a otra perspectiva más atractiva de
la anestesia, indicándonos que el éter estaba llamado a desapa-
recer como hidrocarburo anestésico, por su carácter explosivo
y los inconvenientes enumerados para todo tipo de cirugía.
-¿Porqué se sigue manejando el éter en este y otros hos-
pitales de referencia, a pesar de sus peligros e inconvenientes?:
.Primeramente, su precio, es muy barato frente al del fluothane
y óxido nitroso. La botella de fluothane (unos 250 ml.) vale
más de tres mil pesetas, precio que asusta a los administradores
hospitalarios, al igual que el de las balas de protóxido (óxido
nitroso). ¡Pero vamos a ver, cullons!, ( expresión catalana que a

81
mí me sonaba bien y como se sabe, es el equivalente al cojones
castellano), ¿Porqué tienen que primar las razones económicas
sobre la calidad de las prestaciones al paciente?
-Es evidente que la zona manejable del éter es amplia y
segura(acuérdense que la zona manejable de un medicamento,
es la comprendida entre su dosis terapéutica o adecuada y la
dosis tóxica, peligrosa para la seguridad del paciente),¡ pero
la anestesia etérea es una mierda, si la comparamos con la que
conseguimos con el fluothane y el óxido nitroso! ¡Quédate con
nosotros para que veas cómo se despierta un paciente nuestro y
lo comparas con lo que has visto hasta ahora con el éter!.

Así lo hice. García me dejó en Santo Tomás con Mon-


tón y su ayudante, Más Marfany.
El paciente tenía unos sesenta años y el doctor Llauradó
le iba a practicar una gastrectomía por úlcera duodenal. Más lo
tenía ya canalizado y le indujo la anestesia con los clásicos atro-
pina y evipan y mientras Montón ventilaba, le administró 75
miligramos de succinilcolina( mioflex) y a los 20-25 segundos,
Más lo intubó y conectó al aparato Boyle , fabricación inglesa,
que a mí me parecía un Rolls comparado con el modesto Seat
600 que era nuestro OMO. Ventilaron con una mezcla gaseosa
de 40% de oxígeno y 60% de nitroso, con un 1,5% de fluothane
(halothane) , mientras en una gráfica apuntaban presión arterial
y frecuencia de pulso.
-Verás que con el fluothane vamos a tener un control
tensional cada cinco minutos, al inicio de la anestesia, aunque
en la gráfica lo anotaremos cada quince minutos; por si la ten-
sión bajase de 80 de sistólica, lo que nos obligaría a reducir o
quitar el halothane, aumentando la frecuencia del goteo intra-
venoso de suero para combatir la bajada tensional.
-¡ Nunca hemos tenido problemas graves, pero en esta
anestesia de calidad, hay que tener siempre un control perma-
nente de las constantes del paciente. Ahora cuando empiece a
querer ventilar, inyectaremos la curarina y una dosis de dolan-
tina inicial de 15-20 miligramos. ¿ Porqué la dolantina (petidi-

82
na)?. Ya sabes que la dolantina es un derivado sintético de la
morfina y por tanto un analgésico potente. Nosotros diluimos
una ampolla de 100 miligramos de petidina en 10 mililitros de
agua o suero e inyectamos según necesidades (peso del pacien-
te y duración de la operación). Esto nos ayuda a conseguir un
mayor confort quirúrgico con una buena analgesia durante la
operación.
La intervención se desarrolló sin complicaciones y duró
una hora y media. La tensión descendió ligeramente a 90 de
máxima y la única medida que se adoptó fue bajar el vaporiza-
dor de fluothane a un 1% y aumentar el aporte líquido intrave-
noso, sin que fuese precisa transfusión sanguínea.
Sólo hubo que reforzar relajación cuando se inició cie-
rre de pared y el doctor Montón repitió dosis analgésica de do-
lantina, a los 30 minutos de la anterior. El despertar, a mis ojos
todavía inexpertos, fue espectacular.
Cuando se iniciaba el cierre de planos superficiales,
retiró la mezcla halothane-nitroso y siguieron ventilando con
oxígeno al 100% los últimos diez-quince minutos hasta el últi-
mo punto de piel y entonces pude comprobar emocionado que
el paciente se movía y quería sacarse el tubo. Más le inyectó
rápidamente la mezcla antídoto- atropina y tras una leve aspira-
ción bucal, ¡apenas tenía saliva en su boca!, procedió a extraer
el tubo traqueal sin tener que aspirar secreciones bronquiales
porque no las tenía y el paciente a los cinco minutos se quejaba
de un cierto dolor en la herida operatoria y molestias en su gar-
ganta por la intubación.¡ No había vómitos, ni sudoración y el
color de su piel era rosado y su temperatura corporal normal!.
Como es lógico, Montón captó mi expresión de asombro admi-
rado.
Me cogió del brazo y salimos al antequirófano.
Me dijo, sonriendo: -No siempre obtenemos un des-
pertar tan estupendo, pero sí te puedo asegurar que con esta
técnica, más del 80% de las recuperaciones tienen esta calidad,
siempre que la cirugía no se complique y los pacientes estén en
buenas condiciones.

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Se sentó y continuó hablándome:-. El problema que
tenemos actualmente en este hospital acabará resolviéndose y
espero que en dos o tres años la anestesia etérea habrá desapa-
recido ya que el éter es incompatible con la seguridad de los
quirófanos.
El doctor Miguel, al inventar el OMO, que es una ver-
sión mejorada del Oxford y del Ombredanne, resolvió al final
de la década de los cuarenta un problema de aparataje anestési-
co en España y una aplicación racional del éter, pero el rápido
progreso de la cirugía es paralelo al de la anestesia y los países
del norte de Europa han fabricado modernos aparatos que han
incorporado nuevos anestésicos como los hidrocarburos halo-
genados que tienen muchas virtudes, que tú has visto y que han
mejorado la calidad anestésica y la seguridad de la cirugía.
El doctor Montón me dijo que sólo iban a hacer otra se-
sión operatoria a finales de semana y que volverían a principios
de septiembre, después de las vacaciones.
-Debes seguir ejercitándote y aprendiendo en el quiró-
fano central y siempre que quieras podrás venir con nosotros a
Santo Tomás y ver lo que hacemos, que es la anestesia que hoy
se realiza en los hospitales de la Europa desarrollada.
Después de agradecerle todo lo visto y aprendido aque-
lla mañana en Santo Tomás, me despedí con un ¡Hasta el vier-
nes, Doctor Montón!.
Al día siguiente comenté con Ortega las experiencias
vividas en Santo Tomás. Me recomendó de entrada que no me
excediese en los elogios hacia Montón, ya que el jefe y él no
eran compatibles y sólo si me preguntaban sobre Santo Tomás,
dijese que “había encontrado muy interesante todo lo visto”.
-¡Debes darte cuenta que el jefe es el que introdujo y
vendió su aparato OMO al hospital y a toda España y son mu-
chos los vaporizadores usados aquí a lo largo de todos estos
años y la llegada de los nuevos aparatos y anestésicos volátiles,
a la corta, mejor que a la larga, acabarán con el OMO y el éter!.
Y eso a él no le gusta, aunque como es muy listo, comprenderá
que es la lógica de los tiempos la que acabará imponiéndose.

84
Aquella mañana hicimos un par de urgencias a las que
canalicé, ventilé e intubé y lógicamente hice el control de ven-
tilación y despertar del paciente.
Tuve dificultades para intubar a una señora de cuello
corto y cierto grado de artrosis cervical. Ortega me ayudó exte-
riormente comprimiendo tráquea, pero no lograba ver con cla-
ridad cuerdas y desistí rogándole a Ortega que intubase él para
evitar otra dosis de curarina y molestias laríngeas posteriores.
Se sonrió y le inyectó 5 miligramos más de curarina
diciéndome: - ¡Sigue “manchando”(ventilando) a la paciente,
no tenemos prisa!. ¡Ahora utilizaremos un tubo más fino y con
una guía metálica. ¡Ya verás que ahora metes el tubo!.
En el hospital, a la acción de ventilar le llamaban “man-
char” y era un modismo catalán al que me adapté en seguida.
En efecto, a los tres-cuatro minutos de la dosis inyectada, lo
volví a intentar y esta vez con éxito. El tubo más fino y con guía
me permitió intubar, viendo solamente comisura posterior de
cuerdas, gracias a la diestra compresión traqueal de mi compa-
ñero.
-¡Las dificultades son las que enseñan y sin duda, esta
era una paciente difícil de intubar para todos. Cuando te habi-
túes al mioflex o succinilcolina, estas intubaciones difíciles se-
rán más factibles para ti ya que se obtiene una relajación man-
dibular más completa!.
Aunque había estudiado en el libro del jefe el tema fun-
damental de los relajantes musculares, le pedí a Ortega una
visión rápida del tema, ya que el día anterior, con la visita a
Santo Tomás, no pude hablar de este tema con García.
-¡Debe quedarte muy claro que los relajantes muscu-
lares despolarizantes sólo debes utilizarlos para intubar, sobre
todos en los pacientes que tienen dificultades previsibles para
dicha maniobra( obesidad, cuello corto, artrosis cervical). Aho-
ra acabas de vivir una intubación difícil y lo que siempre debes
recordar es no pasar de una dosis de succinilcolina de 1mili-
gramo/kilo de peso y una vez obtenida a los 20-30 segundos la
relajación mandibular adecuada, intubar rápidamente, ventilar

85
y empezar la administración anestésica y no inyectar la curarina
hasta que el paciente comienza a ventilar y ¡Ojo!, esto es muy
importante, ¡no mezclar nunca ambos tipos de relajación: la
repolarizante, producida por la curarina y relajantes similares
y la despolarizante que se obtiene con la succinilcolina¡. Ello
podría llevarnos al temible bloqueo dual, complicación muy
grave que evitaremos siempre que sólo inyectemos succinil-
colina para intubar y una vez que el paciente comience a ven-
tilar, único signo evidente de que ha desaparecido el bloqueo
despolarizante, es cuando podremos inyectar curarina u otros
repolarizantes del mismo grupo. Si quieres vivir tranquilo en
anestesia, no olvides nunca esta regla de oro!.
Lo que no quiero dejar de mencionar es la cantidad de
oxigeno que se acumuló en el estómago de la paciente, produc-
to de la ventilación prolongada ante las dificultades de intuba-
ción. Su vientre adoptó un aspecto de balón inflado lo que uni-
do a su obesidad y corta estatura, incrementaban esta situación
desfavorable. Una vez intubada, procedí a pasarle una sonda de
aspiración gástrica por vía nasal, bien lubricada la punta para
evitar la hemorragia de nariz, tan inconveniente como desagra-
dable. Con las pinzas de Magill y laringoscopia directa, intro-
duje la sonda en esófago y cuando llegó a estómago, el aire
intragástrico fluyó espontáneamente al exterior para alivio de
todos. Taponé con venda mojada su hipofaringe para obtener
la estanqueidad necesaria para una buena ventilación :¡ cuántas
dificultades, compañeros que leéis este relato!. ¡No había tu-
bos con neumotaponamiento en el servicio!. En Santo Tomás,
si. Recuerdo que a finales de aquel año se implantaron definiti-
vamente, lo que unido a que me autorizaron a utilizar mioflex
para intubar a mediados de septiembre, cuando me dejaron
sólo y a mi aire, las dilataciones gástricas por aire acumulado
disminuyeron espectacularmente.
Años después pude comprobar, ayudando a un compa-
ñero, que tuvo un bloqueo dual (II) muy grave, la verdad de las
aseveraciones de Ortega. Pero esa es otra historia que contare-
mos más adelante

86
(II).- Bloqueo producido por la asociación de un relajante repolarizante con
un despolarizante.

87
88
XV.- REFLEXIONES SOBRE LOS HIDROCARBUROS
ANESTESICOS.- EL ETER Y LOS HALOGENADOS.-
ANESTESIA EN OTORRINOLARINGOLOGIA INFANTIL.

A l día siguiente, cuando me levanté, la ducha fría me


dejó en forma y con mucha hambre. Después de desayunar subí
a quirófano y no había enfermo para “pinchar” ni “manchar”
(acordaros, queridos míos: ventilar). Estábamos en agosto y
prácticamente lo único que hacíamos era urgencias y patolo-
gías inaplazables (Tumores).
Cuando llegaron Engracia y García (María Antonia y
Monsó estaban de vacaciones), me dijeron:- Hoy vas a apren-
der a dormir a los niños de amígdalas y vegetaciones. Esto es
nuevo para ti que llevas casi un mes con nosotros.
García me dijo que hablásemos de anestésicos volátiles
y me preguntó sobre el éter y los halogenados, para comprobar
si me los había estudiado.
El éter, el más antiguo de los anestésicos (1540), es un
hidrocarburo oxigenado de gran seguridad para el enfermo por
ser poco tóxico (amplia zona manejable), pero la cirugía en su
progreso lo ha hecho peligroso por su poder explosivo y por su
lenta eliminación y desagradables efectos colaterales (náuseas
y vómitos al despertar, aumento de secreciones etc). En cuanto
a los hidrocarburos clorados: cloroformo y cloruro de etilo, el
primero de ellos, el cloroformo (clorometano), levantó grandes
esperanzas al principio por ser de olor agradable, no explosi-
vo y de fácil administración. Pero al tener una zona manejable
muy estrecha (puede alcanzar la dosis tóxica muy rápidamen-
te), produjo graves accidentes, lo que ha motivado su abandono
en anestesia.

89
En este punto, García intervino para decirme que el
Doctor Miguel, lo sigue empleando en algunos de sus pacientes
en la Clínica Corachan, uno de los sanatorios más prestigiosos
de Barcelona, para la inducción anestésica en pacientes nervio-
sos y niños, por las virtudes antes mencionadas, pero en cuanto
se duermen y los canalizan, cambian a narcovenol y éter. Esto
en manos de maestros de la pericia y prudencia de Miguel se
sigue haciendo, como inducción solamente.
García siguió en el uso de la palabra y me preguntó
por el cloruro de etilo. Le dije que se obtenía sustituyendo el
oxigeno del hidrocarburo éter (C2H5O2) por cloro (C2H5Cl).
Seguía teniendo amplio uso en la inducción de anestesias cor-
tas (más en niños que en adultos), pero su casi nula zona mane-
jable lo convertía en el anestésico más peligroso y lo acabaría
eliminando del uso anestésico. García me indicó que su bara-
tura, carencia de olor y efecto anestésico muy rápido lo habían
mantenido en operaciones muy cortas (abscesos, extirpaciones
de amígdalas y vegetaciones etcétera). Era el más volátil de
todos los hidrocarburos.
Al abrir la ampolla, en pocos segundos se vaporiza con
un ruido de escape característico y una sola inspiración suele
producir una hipnosis muy rápida que es aprovechada por el
cirujano para extirpar amígdalas, adenoides o drenar abscesos.
Se aplica con una mascarilla de goma unida a un pequeño depó-
sito metálico, con dos orificios superiores, donde se colocan las
ampollas de cloruro de etilo. En la parte posterior del depósito
metálico, va inserta una bolsa de ventilación con una toma op-
tativa de oxigeno, que puede servir para ventilar y recuperar un
sincope anestésico. Las ampollas de cloruro de etilo se rompen
en los orificios metálicos, para que el gas producido pueda ser
respirado por el paciente. Se rompe primeramente una y si no
se produce el efecto deseado, se rompe la otra. Generalmente,
se rió García, el cirujano está tan acojonado que nunca permite
romper la segunda y empieza a operar aunque el paciente dé
gritos, desesperado.
Existen varios modelos de mascarilla de cloruro de eti-

90
lo, recuerdo que la más usada fue la de Cramer. En cuanto a la
amplitud de la mascarilla, su objeto era que los gases tuvieran
más escape y por tanto, menos efecto anestésico de potencial
peligrosidad. El cloruro de etilo se sigue usando actualmente
en ampollas de 25-50 mililitros para anestesia local “ a frigo-
re”, o sea por el enfriamiento rapidísimo que produce sobre
la zona de piel a drenar; si se proyecta el chorro de gas a gran
presión, deja la zona congelada a -20º en unos 20-25 segundos,
que es la duración de dicha congelación, produciendo una pé-
sima anestesia, ya que cuando cortas sobre la zona congelada,
el grito del paciente suele ser desgarrador, ya que debajo de la
piel enfriada no hay anestesia. Este tipo de “anestesia camelo”,
hoy en día está abandonada.
¡El más seguro de aplicar de todos los antiguos hidro-
carburos es el éter!, con la más antigua y primitiva de las mas-
carillas, la de mimbre con dos carillas semicirculares unidas
por una bisagra, intercalando una compresa entre ambas, sobre
la que se gotea éter y se sujeta al paciente invitándole a respirar
hasta que alcanza el primer periodo de la anestesia etérea: el de
embriaguez o excitación, aprovechado a veces por el cirujano
para” meter mano”. Esta mascarilla recibe el nombre de su in-
ventor, un alemán apellidado Schimmelbush.
-Con el éter, puedes llevar la anestesia hasta su segundo
periodo, llamado también medular, en el cual el paciente está
dormido, pero se mueve porque no está su musculatura relaja-
da. Este sería más adecuado para el paciente, al que ya no le
duele aunque se mueva, pero eso, si consigues que el cirujano
esté tranquilo y sin miedo.
-Pero ya el “desiderátum”, lo mejor de lo mejor sería
el tercer periodo de la anestesia con éter, el ideal: el periodo
cerebral. El paciente está dormido, con respiración regular y
lo más interesante, ya no se mueve. Su musculatura y cerebro
están en reposo. El ideal para operar en una intervención de
15-30 minutos. Pero esto lo vas a conseguir con cirujanos que
confíen totalmente en ti y que piensen: ¡Tengo un anestesista
cojonudo!.

91
Mientras tanto, Engracia, que era un encanto de perso-
na, nos había traído unos cafés que había preparado Sor Filo-
mena. Ventajas del verano y del poco trabajo.
Mientras íbamos al servicio de Otorrinolaringología,
García me preguntó por el cuarto periodo de la anestesia etérea.
Le dije que era el bulbar o indeseable, al que nadie quería lle-
gar: palidez, pulso filiforme, respiración irregular con periodos
de apnea, presión arterial casi imperceptible… y si a esto no le
pones remedio rápido con oxigeno al cien por cien y supresión
total de la anestesia, con goteo de suero rápido con corticoides
o sustancias adrenérgicas (adrenalina o noradrenalina), el de-
sastre estaría muy cerca.
Habíamos repasado, casi sin darnos cuenta, los clásicos
periodos históricos de la anestesia etérea.
Ya estaban preparados los niños en la antesala del qui-
rófano pequeño con sus sábanas alrededor del cuello y sus llo-
ros inquietos acompañados de sus madres, todas dotadas de la
toalla reglamentaria donde los niños escupirían o sangrarían
después de la extirpación de sus amígdalas y vegetaciones(
adenoides).
En una mesa, con una talla (paño o campo para noso-
tros) teníamos las ampollas de cloruro de etilo, un frasco de
éter con su espita metálica para goteo y unas jeringas de emer-
gencia con atropina y adrenalina diluidas que había preparado
Engracia, además de tubos traqueales infantiles con laringos-
copio montado con pala pequeña.
García colocó dos ampollas de cloruro de etilo en la
máscara de Cramer y le indicó al celador que pasase al primer
niño. El otorrino ya estaba preparado con su espejo frontal y la
instrumentista le tenía una pequeña mesa con su talla verde, el
extractor de amígdalas o Slúder, el abrebocas, el depresor de
lengua y la legra para extirpar adenoides.
El chiquillo entró aterrado. El celador lo sujetó dies-
tramente con sus piernas y bazos, sentado en su regazo y el
otorrino le colocó el abrebocas, mientras García le aplicó la
mascarilla rompiendo la primera ampolla de cloruro de etilo.

92
El pobre niño berreaba de lo lindo, mientras García le decía:
-¡Coge aire fuerte!. ¡Así te duermes antes!. El niño tosió y me-
dio se atragantó, lo que el otorrino aprovechó para hacer presa
en la primera amígdala y extraerla por torsión, mientras García
intentaba aspirar cuando el otorrino ya entraba a por la segun-
da. El niño berreaba cada vez más fuerte y el otorrino le raspó
el cavum con la legra. Al concluir, entre García y el celador le
metían materialmente la cabeza en el cubo. Lo sacaron como
entró, llorando, mientras una limpiadora pasaba la fregona por
los alrededores del cubo a toda velocidad. En fin, una anestesia
muy científica. Ahora el que estaba acojonado era yo.
-¡Cuando saque la primera amígdala, aspiras tú ahora
la hipofaringe!- Me puse los guantes y cogí el aspirador con su
sonda nueva montada. García, en ninguno de los siete niños,
abrió la segunda ampolla de cloruro de etilo y, al igual que el
compañero otorrino, estaba deseando acabar. Yo cogí la me-
cánica de aspiración, pero no era necesario ya que los niños
apenas se dormían. Todos estaban acojonados con el cloruro
de etilo .A los dos últimos, les apliqué yo la mascarilla. -¡Por
favor, lejos de la cara!, me rogaba el otorrino y apenas se oía el
silbido de la ampolla que acababa de romper, el macho otorrino
se lanzaba a extraer amígdalas, sin dar tiempo ni a la prime-
ra bocanada de gas, mientras le chillaba al celador:- ¡Agárralo
Manolo, que voy!. El puñetero tenía habilidad para trincar la
amígdala, retorcerla, arrancarla y al cubo.
Cuando terminamos “la bárbara ceremonia”, todos los
niños yacían en sus camillas, gimiendo y sangrando en las toa-
llas que sus solícitos padres sujetaban al lado de sus caritas.
-¡Y ahora a rezar para que ningún niño sangre más de la
cuenta! dijeron a la vez García y el otorrino. Como me habían
comentado, eso suponía tener que dormir e intubar a un niño
anémico, con una buena vía canalizada para prevenir cualquier
desastre secundario.
-¡Todos vienen con su grupo y Rh reglamentario!. La
hemorragia grave puede sobrevenir cuando menos la esperas.
Yo me quedo a comer el día que las opero. Ya me ha tocado ve-

93
nir a toda leche por las calles de Barcelona, con los “congojos”
en la garganta!. Nos sonreímos los tres, pensando en que no
nos iba a pasar, por lo menos este día. A lo largo de mis cuaren-
ta y cuatro años de vida profesional, he podido comprobar que
entre anestesistas, otorrinolaringólogos y tocoginecólogos,
siempre ha habido un cierto grado de complicidad que nos une,
ante el peligro de hemorragia.
Bajamos a comer cerca de las tres, una vez que el otorri-
no hizo una primera revisión a todos los niños operados, afortu-
nadamente sin novedad. Sobre las cuatro y media revisaría sólo
a los que presentaran algún tipo de sangrado y luego, todos a
casa.
Le pregunté a García, mientras comíamos -¿Si tuviéra-
mos que reintervenir, qué anestesia harías?. García me dijo que
éter con goteo en mascarilla de Schimmelbusch, intubación tra-
queal directa, aprovechando una inspiración y mantenimiento
éter- oxigeno con respiración espontánea. Canalizar la safena
interna como vena más accesible de urgencia, ante la casi segu-
ridad de administración sanguínea, manteniendo previamente
un goteo de suero fisiológico. Le pregunté si ante la posibilidad
de vómito por ingesta sanguínea, no era más conveniente una
intubación rápida con succinilcolina, teniendo así la vena ase-
gurada.
Me contestó que en un niño anémico le daba miedo dar
un relajante despolarizante, ya que al no tener antídotos me-
dicamentosos, su único factor de eliminación eran las colines-
terasas sanguineas, muy bajas en un niño anémico. Gracias a
Dios, aquella tarde-noche no tuvimos urgencias.

94
XVI.-SEGUNDA SESION EN SANTO TOMAS.-
ANESTESIA EN NEUROCIRUGIA.-

E stamos en la segunda quincena de agosto y puedo


decir que en estos días de trabajo intensivo, he aprendido bas-
tante al presenciar y participar activamente en gran parte de las
anestesias urgentes realizadas en esta primera quincena.
Esa mañana realizaban la última sesión programada en
este mes de agosto, en el pabellón de Santo Tomás: una coleli-
tiasis y una hernia hiatal .
Ortega me dió permiso hasta las diez y media para que
“curioseara” y viera nuevas anestesias: -¡A las diez y media
vienen los cirujanos para hacer un par de urgencias y creo que
las varices de una recomendada!.
Me voy rápidamente a Santo Tomás y llego cuando
Montón y Más van a iniciar la anestesia. Aquí me limito a ver
y preguntar, ya que no es “mi terreno”.
La paciente llega con la sonda nasotraqueal colocada
en planta, práctica habitual en casi todos los hospitales para
cirugía digestiva importante.
Inducen con la medicación clásica: atropina como
protector de los reflejos vagales indeseables: (aumento de se-
creciones, peligro de bradicardia refleja), evipan sódico (nar-
covenol), y como relajante muscular y introducen uno hasta
entonces desconocido para mí: la gallamina del mismo grupo
de los curarizantes o relajantes repolarizantes, que impiden la
transmisión del estimulo en la placa neuromuscular, quedan-
do el músculo repolarizado o en estado de parálisis transitoria,
reversible con los antídotos ya descritos: prostigmine o neos-
tigmine y sus derivados sintéticos como el anticude, (pronto

95
abandonado por la fugacidad de su acción y el consiguiente
peligro de recurarización ya descrito).
Mientras Más inyectaba la gallamina, a dosis de un mi-
ligramo kilo de peso, Montón me explicaba su mecanismo de
acción.:- Es más rápido en sus efectos que la curarina. En mi-
nuto y medio, habiendo inyectado la dosis correcta, puedes in-
tubar; ahora bien, el mantenimiento de su efecto es más corto,
ya que la dosis inicial no suele durar más de veinte minutos, por
lo que tienes que anotar en la gráfica, hora exacta de la dosis
inicial e inyectar transcurrido este tiempo la dosis de recuerdo,
que suele ser la mitad de la inicial: 0,5 mgrs kg/ peso y repe-
tir según necesidades de duración de la intervención. Ventajas:
menos potente y menos histaminógeno (menor número de re-
acciones alérgicas) que la curarina.
Lo utilizo en esta paciente porque es delgada, poco
musculada y al tener menos peso, la gallamina está indicada
en este tipo de enfermos, que no precisan dosis de antídotos tan
altas como las utilizadas en la relajación producida por la cura-
rina, siendo por tanto menores sus riesgos de recurarización.
En este caso, hemos prescindido de la succinilcolina, al
tener las características explicadas y venir la paciente con son-
da de aspiración gástrica, con lo que los gases de la ventilación
se pueden eliminar más fácilmente….y ¡qué coño!, el manejar
un solo tipo de relajante aleja el posible pero remoto peligro de
bloqueo dual, peligro que es siempre mayor en pacientes débi-
les y de escasa musculatura-.

Me encantaba el entusiasmo que ponía en sus explica-


ciones el Doctor Montón, que mientras conectaban el Boyle
con su circuito circular y sus bonitos rotámetros de gases dosi-
ficados al 50% de oxígeno y óxido nitroso, me volvía a hablar
del halothane (fluothane), que era en aquellas fechas de 1960
“la niña de sus ojos”.
Mientras abría el vaporizador de nuestro “hidrocarburo
estrella”, me hablaba entusiasmado de sus ventajas: -¡Este es el
anestésico inhalatorio del futuro!. Facilidad de administración,

96
olor agradable, potencia adecuada y, sobretodo, no es explosi-
vo. Sus detractores se quejan de su precio y son capaces de atri-
buirle el “San Benito “de su peligrosidad por las hipotensiones
que provoca en ventilación controlada o manual. ¡Yo a todos
les digo que controlando adecuadamente su dosis y constantes
vitales, el peligro es mínimo!. Y como final te diría que el que
le tenga miedo a la anestesia, que se dedique a las cardiopatías
congénitas.-

Montón hablaba, mientras Más Marfany ventilaba y


sonreía oyendo al jefe. Montón salió un momento y Más me
dijo:- Uno de los detractores del fluothane es tu jefe supremo,
ya que si al éter le queda poca vida como anestésico, su apara-
to, el OMO, tendría también los días contados!.
Miré mi reloj mientras desintubaban a la paciente de la
colelitiasis, que se despertó perfectamente; revertida correcta-
mente con una dosis baja de prostigmine: 1 miligramo mezcla-
do con medio miligramo de atropina.
Marché rápidamente al quirófano central, donde ya es-
taba la primera urgencia: un embarazo ectópico, que lógica-
mente venía de tocología canalizada y el “Vampiro” (practican-
te transfusor) le pinchaba con una aguja de buen calibre en una
safena interna (vena muy utilizada en aquellos tiempos, por su
facilidad de acceso, que además separaba los terrenos del anes-
tesista y del transfusor).
Le dejó la sangre goteando, de prisa y se “abrió” rápido:
-¡ Os dejo la vena bien cogida!. ¡Si necesitáis más, me dáis un
toque al laboratorio!.
García, el muy cachondo, le dijo:-¡Coño que prisa tie-
nes!. ¿Es que te vas a los Cárpatos?. Risas generalizadas y el
“vampiro” desde la puerta de quirófano a modo de despedida y
siguiendo la coña:-¡Vaya panda de cabrones estáis hechos!.
-¡Venga Luis a trabajar, tienes hasta dos venas cogi-
das!-
-Engracia: ¿cargaste mioflex, verdad?-. -¡Si doctor!. Le
inyecté la atropina y el narcovenol muy lento, la paciente estaba

97
anémica e hipotensa y con una crisis de ansiedad lógica por su
hemorragia y sensación de debilidad. Cuando comprobé que
estaba dormida, le inyecté 50 miligramos de mioflex, mientras
García ventilaba.
Cogí laringo y tubo y cuando noté que la musculatura
fasciculaba: le dije a García: - ¡Apártate, coño!. -¡A sus órdenes,
Jefe!, me dijo con socarronería. Abrí su boca con la maniobra
ya descrita (pulgar-índice), introduje el laringo desplazando la
lengua con el mismo hacia el lado izquierdo de la boca y allí
estaban las cuerdas vocales esperándome. Intubé rápidamente
y comencé a ventilar con oxigeno puro antes de abrir el éter un
1%, y mientras la paciente con una máxima de 90 y una taqui-
cardia de 120.
-¡Hay una cosa que aún no has hecho y ya tienes ama-
rrado el tubo con venda!-¿Cuál es?. -¡Coño, es verdad jefe, no
he auscultado!.
-¡Esto es una cosa que te volverá a ocurrir en las urgen-
cias obstétricas!. Todo el mundo tiene mucha prisa, sobre todo
si la paciente ha sangrado mucho y está grave. Cuando esto te
ocurra en una guardia y estés sólo, pide ayuda a una enfermera
o comadrona que pueda estar libre. ¡Te faltarán manos!. Ahora
tapona con la venda mojada que Engracia te tiene preparada!.

Una vez que los tocólogos ligaron y extirparon la zona


sangrante ocupada por el embarazo ectópico, las constantes
vitales se normalizaron y la operación transcurrió con nor-
malidad y el despertar fue correcto, una vez administrado los
antídotos correspondientes a la dosis de curarina. La paciente
quedó con una segunda unidad sanguínea en goteo lento, ya
que los tocólogos calcularon que habían aspirado cerca de 500
mililitros de sangre de la cavidad peritoneal. Estos datos puedo
darlos porque conservo una agenda en la que están anotadas
las anestesias realizadas durante los cuatro primeros años de
mi actividad profesional y que vine a cerrar en enero de 1964,
cansado y extenuado por unas circunstancias profesionales que
ya relataré al hablar de mi actividad frenética durante mis pri-

98
meros años en Las Palmas de Gran Canaria.
Aquel día hicimos tres urgencias más: una apendicitis
aguda antes de bajar a comer y por la tarde, dos accidentados,
con los que estuvimos hasta la una de la madrugada.
García se marchó a casa y me dejó recuperando al últi-
mo herido, que no presentaba ningún problema especial.
Antes de irse me dijo:-¡Vete haciendo a la idea que a
primeros de septiembre vas a empezar a hacer guardias sólo!.
No te asustes que siempre tendrás a alguno de nosotros locali-
zado y a González hasta diciembre, viviendo en el hospital.
Me alegró su confianza, pero les pedí a mis estimados
profesores al menos un par de semanas más. Así se lo hice sa-
ber a todos ellos y les pareció una demostración de prudencia y
responsabilidad por mi parte. Ellos consideraron que la segun-
da semana de septiembre sería la fecha ideal, si el jefe absoluto
daba su autorización.
Al día siguiente, al llegar a quirófano me encontré con
mi primera anestesia en neurocirugía: una paciente de 30 años
diagnosticada de tumoración cerebral maligna y a la cual le
iban a practicar una craniectomía para su extirpación.
Venía canalizada con 500 mililitros de suero glucosa-
do al 5% con una ampolla de dolantina, otra de largactil y
una tercera de fenergan, medicación que le mantenían y admi-
nistraban desde hacía 48 horas, según necesidades, ya que la
paciente presentaba un intenso dolor de cabeza, unido a una
gran irritabilidad a los estímulos exteriores (ruidos, luz natural
y artificial).
Desde principios de la década de los cincuenta, se esta-
ba practicando con éxito la técnica de la Hibernación artificial,
introducida por dos médicos y científicos franceses, Laborit y
Huguenard, que consistía en administrar un analgésico( dolan-
tina) y dos derivados fenotiazinicos: Largactil (clorpromacina)
y fenergan( prometacina), diluidos en una cantidad variable de
suero a determinar, generalmente 500 ml, regulando la frecuen-
cia del goteo según sintomatología y necesidades del paciente.
Con dichos medicamentos se lograba una inhibición

99
controlada del sistema nervioso vegetativo, que es el que regu-
la las funciones vitales del organismo (respiración, circulación,
temperatura), por tanto, no controladas por nuestro cerebro.
Dichos medicamentos consiguen además analgesia, se-
dación y protección del organismo frente a las agresiones ex-
teriores que suponen una situación de shock por traumatismo
importante: dolores intensos y generalizados, gran elevación de
temperatura etcétera. El éxito de esta técnica en toda Europa,
facilitó su difusión.
En el caso antes descrito, era evidente la mejoría de las
condiciones de la paciente ante un acto quirúrgico de la grave-
dad de una craniectomía con extirpación, si ello fuese posible,
de la tumoración maligna citada (paciente sedada y sin dolor).
La paciente se induce con la técnica habitual (atropina y narco-
venol).
Se intuba con succinilcolina ante el evidente peligro de
vómito en “escopeta”, súbito y sin náuseas, típico de los cua-
dros cerebrales con aumento de la tensión intracraneal y por
indicación del neurocirujano no se administra éter, anestésico
que puede provocar un aumento indeseable de la hipertensión
craneal preexistente. Se sustituyó el goteo de hibernación por
una disolución en suero fisiológico de 500 ml. con 10% de no-
vocaína, una ampolla de fenergan , una ampolla de dolantina y
una ampolla de hydergina como adrenolitico periférico.
Según anestesista jefe y neurocirujano, dicho goteo re-
fuerza la analgesia al unir dos medicamentos con un efecto
complementario. Por un lado, el efecto analgésico periférico o
local de la novocaína unido al general de la dolantina y por otro
el efecto sedante del fenergan, que se refuerza con la hydergina
como inhibidor de los reflejos adrenérgicos (causados por la
adrenalina y efectores simpáticos como la serotonina). La hi-
dergina se utilizó en la década de los sesenta para el tratamiento
de los dolores neurálgicos y como adrenolítico periférico para
mejorar la circulación en los miembros.
La intervención duró más de cuatro horas y puedo de-
cir, según mis notas, que la paciente se mantuvo estable durante

100
una anestesia cuya relajación se hizo con curarina a dosis
fraccionadas, aumentando la frecuencia del goteo analgésico
cuando aparecían hipertensión o taquicardia, que podían evi-
denciar cierto grado de despertar anestésico. En una ocasión,
que pareció evidente, administramos una dosis fraccionada de
narcovenol, para evitar el uso del éter, prohibitivo por aumentar
la presión intracraneal y su peligro explosivo por la proximidad
del campo quirúrgico, con el uso imprescindible del bisturí
eléctrico en la hemostasia del campo operatorio.
Durante la intervención se administró sangre, dada la
pérdida asociada a la operación. Una vez concluida la inter-
vención, se cambió al “goteo hibernante” clásico, retirando la
mezcla utilizada como anestésica y se administraron los antí-
dotos de los relajantes, ya que entonces no había ni unidades de
despertar ni UVIS, ni nadie las esperaba.
La paciente empezó a ventilar espontáneamente a la
hora de concluir la intervención pero se mantenía muy dormida
o comatosa, dato que no preocupaba al neurocirujano, ya que
los reflejos oculares se mantenían normales. Se me olvidaba
mencionar que durante la intervención se administraron 250
ml. de urea en goteo, como diurético, imprescindible para evi-
tar el edema cerebral per o postoperatorio. Se bajó la frecuen-
cia del goteo hibernante para facilitar un despertar compatible
con una respiración espontánea y segura, sin el peligro de una
caída de base de lengua y obstrucción respiratoria con un final
infausto.
Se retiró tubo traqueal cuando empezó a rechazarlo,
pero se dejo un tubo de Guedel para evitar el peligro reseñado
en el párrafo anterior.
Bajé a comer el primero sobre las tres de la tarde y ellos, neu-
rocirujano y anestesista titular, fueron a tomar un bocado al
Savoy, nuestra cafetería de la esquina frente al hospital, cuan-
do subí del comedor para vigilar a la paciente en su evolución.
Para terminar, sólo quiero recalcar el carácter heroico
de la gran cirugía asociada a nuestra naciente anestesia y al éxi-
to que se obtuvo con esta operación. Aunque parezca increíble,

101
la paciente vino a despertar con su conciencia recuperada al
día siguiente por la mañana. Nuestro neurocirujano consiguió
una ATS permanente durante toda la noche, para controlar sus
constantes vitales con el encargo de llamarme al Santuario a la
hora que fuese, si se presentaba una depresión respiratoria.
Aquella tarde, a petición de mis compañeros, los ciru-
janos vasculares, les anestesié unas varices pendientes del día
anterior. Fue mi primera anestesia general en solitario y utili-
zando, lógicamente, las técnicas habituales.
La hibernación artificial fue una técnica puntera en los
sesenta, asociada a otros medicamentos descritos en estas lí-
neas. Era evidente que controlar la fiebre o hipertermia, la hi-
pertensión tanto arterial como craneal, fueron hitos importantes
en aquellos años y antesala de las técnicas de reanimación que
surgieron más tarde.
Pido perdón por no recordar el nombre del neurociruja-
no. No lo apunté. Sólo puedo decir que demostró ser un profe-
sional competente y muy responsable.
Como final de este capítulo, sólo quiero recordar que
gracias a la vena safena interna, vía hoy totalmente abandonada
por las graves flebitis que aparecían a las 24 horas de su cana-
lización y a veces antes, salvamos muchas vidas y resolvimos
casos graves, hasta la aparición del material y técnicas de ca-
nalización de las grandes vías centrales.

102
XVII.- TERMINA AGOSTO.- EMPIEZA LA ACTIVIDAD
QUIRURGICA NORMAL.- TECNICAS DE ANESTESIA
PEDIATRICA.-

E stábamos ante el último fin de semana de aquel agos-


to de 1960. Empezamos aquel sábado con una osteosíntesis de
tibia en una fractura de tibia y peroné en una adulta y una her-
nia estrangulada de una mujer de mediana edad.
García me autorizó a empezar la intervención de trau-
matología. El interrogatorio previo me tranquiliza ya que el ac-
cidente había sido a primera hora de la mañana y la paciente no
había desayunado cuando fue atropellada por un vehículo.
La canalicé mientras los cirujanos comenzaban a lavar-
se. Yo había cargado la medicación procurando no cortarme
con los cristales de las ampollas, objetivo que sólo conseguí a
medias. Cargué el éter del OMO y puse el agua caliente que me
suministraron las auxiliares, a través de la válvula del depósito
de agua situado en la parte inferior de la cámara, que albergaba
el éter, que empapaba los fieltros de la misma, cuya evaporación
facilitaba la temperatura del agua a 36,5º o 37º, que era la ideal
y que casi siempre era superior cuando nos la traían, lo que no
tenía mayor importancia, a pesar de aumentar dicha evapora-
ción. Administré la medicación sin ningún problema y ventilé
la paciente durante cinco minutos, esperando el momento ideal
de la relajación con curarina para la intubación orotraqueal de
la paciente. Uno de los residentes de trauma esperó a que yo
intubara para lavarse, por si necesitaba maniobra de ayuda para
la intubación traqueal. La paciente era ideal, joven y con buena
movilidad cervical.
-¡Joder tíos, qué bien intuba el novato!. ¡Oye, ya no lo

103
mete en el estómago!. Y otras cabronadas similares que a mí
me gustaban ya que revelaban el clima de compañerismo que
había entre nosotros y que hoy se llamaría “buen rollo”.
A la paciente la dejé en respiración espontánea con pro-
porción del 2% de éter, que bajé al 1,5% cuando comprobé que
estaba bien dormida, y en la mesa de al lado fui preparando la
medicación para la hernia. Uno de los residentes de cirugía me
dijo que le habían colocado una sonda de aspiración gástrica,
ya que había vomitado y tenía cierto grado de oclusión intes-
tinal, provocada por la estrangulación herniaria. La paciente
bajó pinchada con su suero, lógicamente, ya que se trataba de
una señora de cincuenta y cinco años, gordita, con un cuadro de
deshidratación por sus vómitos.
Llegó García que me autorizó a empezar, pero hizo una
maniobra con la sonda de aspiración que me llamó la atención,
antes de proceder a la inducción. Movilizó la sonda de aspi-
ración gástrica, metiéndola y sacándola ligeramente y tratando
de aspirar por la misma, lo que provocó náuseas en la pobre
mujer.
-Esta es una maniobra poco elegante, pero te asegura si
hay algún grado de retención gástrica: provocas náuseas y el
consiguiente vómito. No te olvides hacerlo en tu próxima her-
nia estrangulada, ya que te protegerá del peligro de un vómito
o regurgitación inesperada. ¡Tapona mientras yo “mancho” a la
enferma.
Lo hice diligentemente con mi venda mojada y escurri-
da y con mi laringoscopio y mi pinza de Magill, dejándolo bien
apretado y con la precaución que me habían enseñado: Sonda
de aspiración abierta con nivel de salida de la misma por debajo
de la mesa de operaciones.
Terminamos ambas operaciones sobre las dos de la tar-
de, sin ningún incidente.
García se marchó cuando ambas pacientes se desperta-
ron. Cuando salía, me dijo:- ¡Vete esta tarde al cine o a la playa.
Ortega estará de guardia hasta las nueve de la noche!.
Aquella tarde me fui a la Barceloneta con los residentes

104
de trauma y cirugía.
La playa estaba llena de gente, cosa lógica en un sábado
de agosto. Esta playa no puede compararse con la grancanaria
de las Canteras, pero a mí me sirvió de relax ya que tenía enci-
ma una gran dosis de “Hospitalitis” y necesitaba airear mi cuer-
po y mis neuronas y el espectáculo de las chavalas en bañador
me “elevaba” la moral. ¡No seáis mal pensados, coño!.
Fuimos a pasear por la Rambla de las Flores y en la
plaza de Cataluña cogimos el metro que nos dejó en una esta-
ción próxima al hospital, donde llegamos cerca de las diez, con
tiempo suficiente para cenar.
El domingo fue día de cesáreas y apéndices. No me dio
tiempo ni para desayunar.
La urgencia tocológica era inaplazable y el niño sufría
“a chorros” y mientras preparaba la medicación a toda prisa,
incluyendo la succinilcolina o mioflex como relajante rápido,
la enferma entraba en quirófano con contracciones seguidas y
expulsión de meconio. Cogí de la vitrina la conexión en T de
Ayre con la minimascarilla y su conexión directa a la bala de
oxígeno. Ortega entraba a toda velocidad y yo, echándole va-
lor, iniciaba la anestesia con una auxiliar dispuesta a ayudar-
me, si el niño salía y era necesaria la ventilación manual de la
paciente.
-¡Empieza, no te pares, que yo te ayudo!. Inyecté la
atropina, 1 miligramo, el niño no lo oían las comadronas. Em-
pecé con una dosis sueño de narcovenol y 50 miligramos de
succinilcolina. Ortega ventilaba y los tocólogos con un rápido
tajo llegaban a útero y extraían el niño, mientras yo intubaba y
Ortega aspiraba al niño que estaba negro como un tizón. Em-
pezó a ventilar con la mascarilla de lactantes insertada a la T
de Ayre. Pero el niño no respondía y Ortega estrenó uno de los
tubos pediátricos más finos, introducido con el laringoscopio
directo ya que no había tiempo de cambiar a pala pediátrica,
mostrando su gran experiencia y habilidad. Mientras tanto yo
había inyectado 10 miligramos de curarina y abierto el éter al
1,5%. La paciente no presentaba problemas. El recién nacido

105
los tenía todos.
-¡Luis deja a la auxiliar “ manchando” y vente para ven-
tilar al niño, mientras yo le hago un masaje cardiaco!. Mientras
Ortega hacía el masaje cardiaco cogiendo al niño con las dos
manos y comprimiendo ritmicamente con sus pulgares el es-
ternón de la criatura, yo ventilaba con el dispositivo de Rees,
taponando la salida libre con un dedo, que retiraba en la fase
espiratoria. Todo esto, adaptándome como podía a las manos
de Ortega, que pidió a las comadronas que le diluyeran una
ampolla de adrenalina en 10 ml. de agua bidestilada o suero.
-¡Sigue ventilando. Esto está muy jodido!. Con una
aguja muy fina cogió una vena epicraneal e inyectó 2 mililitros
de la solución de adrenalina. Pasarían 2 o 3 minutos que se nos
antojaban una eternidad y el prematuro de siete meses inició
unos tímidos movimientos y una muy superficial ventilación.
-¡Síguele dando muy suave!. Mejoró el color de la cria-
tura y Ortega decidió trasladarlo a una incubadora, con un que-
jido que no presagiaba nada bueno. No había llanto pleno, lo
que evidenciaba un sufrimiento cerebral severo.
La cesárea concluyó cuando aún seguíamos la reanima-
ción del feto y la recuperación de la joven madre fue correcta.
Nos quedó el mal sabor de boca de un prematuro con pronós-
tico sombrío. Nos esperaban dos apendicitis de urgencia, que
terminamos sin incidencias, cerca de las tres de la tarde.
Cuando bajé a comer, Ortega me dijo:- Me llamó Pui-
gollers, el jefe de anestesia de la Residencia Sanitaria del Se-
guro de enfermedad Valle del Hebrón, para decirme que tienen
una operación de cirugía pediátrica, el lunes por la mañana. Se
trata de un megacolon.
-Como aquí no tenemos cirugía de lactantes, tenemos
un acuerdo para que los residentes os desplacéis a Valle Hebrón
para que aprendáis algo de anestesia de lactantes. González es-
tuvo hace una semana. Ahora te toca a ti. Desayuna a las ocho
y procura estar a las nueve y media en los quirófanos de pediá-
trica. El jefe ya lo sabe.
-¡Me voy a casa. Si surge alguna urgencia esta tarde, me

106
llamas!.

Por la tarde tuvimos otra cesárea, que esta vez era una
urgencia diferida, ya que estaba indicada por desproporción
pélvico-cefálica. La urgencia consistía en hacerla antes de que
el feto se encajara en la pelvis y la paciente estaba a término y
esperar más de lo prudente era ir a una catástrofe segura.
Estaba en ayunas desde la noche anterior y venía con
vena canalizada. El feto se oía muy bien. Avisé a Ortega, que
me dijo: -¡Vete preparando todo y si ves que los tocólogos se
lavan, que pinten a la paciente. Tú empieza sin miedo, que aun-
que no lo creas, ya estás preparado y no hay sufrimiento fe-
tal!.

A las cinco de la tarde, preparé mi batería de jeringas


completa, numeradas para no equivocarme y mis aparatos:
OMO y dispositivo de Rees, para el lactante.
A las cinco y media, la enferma estaba en quirófano,
tranquila y con alguna contracción. Los tocólogos se lavaron,
prepararon el campo operatorio con sus tallas estériles y me
dijeron:-¡Avanti, estamos contigo!.
Como Ortega no llegaba, empecé ¡con dos cojones!,
como se dice ahora.
Inicio rápido con narcovenol y atropina mezclados en
una jeringa con la dosis calculada según peso de la enferma,
mioflex rápido y ¡a ventilar! mientras los tocólogos iniciaban
velozmente la cesárea abdominal. Estaban sacando el niño,
cuando intubé sin problemas y fijé el tubo. A mi lado estaba
una de las comadronas de servicio a la que había encargado que
inyectara los 10 miligramos de curarina prefijados, cuando se
lo indicara.
Le dije que ventilara manualmente, ya que la paciente
aún no había eliminado la dosis de succinilcolina. Abrí el éter y
me fui como un poseso a por el niño.
Apenas le habíamos aspirado, empezó a llorar como lo
que era, ¡como un macho! Me sentí feliz y aliviado y la taqui-

107
cardia “acojonal” cesó como por ensalmo.
-¡Anestesista, la paciente se mueve!. En mi felicidad
me había quedado en éxtasis. La comadrona le inyectó a toda
pastilla la dosis de curarina, mientras yo subía el éter e hiper-
ventilaba rápidamente como me habían enseñado mis monito-
res, si el/la paciente se moviese, para conseguir un plano rápido
de anestesia útil y evitar que echara las “vísceras fuera” en
una inspiración profunda. Los tocólogos esperaron pacientes
y con cara de cachondeo que la paciente se inmovilizara para
acabar de cerrar pared abdominal. Mientras cerraban aponeu-
rosis y músculo, miré para la puerta de quirófano y allí estaba
el puñetero de Ortega “de incógnito”, observando cómo me de-
fendía sólo. Me dijo:- ¡Bueno, notable alto en la anestesia más
comprometida para un anestesista!.
Muy serio me dio la mano, mientras me decía:-¡Como
me llames, a partir de ahora para una urgencia, te capo!.
Al día siguiente, después de desayunar cogí un autobús
que me dejó a la puerta de la Residencia Sanitaria Valle del
Hebrón, inmenso edificio de catorce o quince plantas. Pregun-
té en Conserjería y me mandaron al quirófano de pediatría en
la octava o novena planta. Me dieron ropa de quirófano y me
presenté al Doctor Francisco Puigollers, persona campechana
y agradable que, casualmente entró en zona de quirófano casi
a la vez que yo. El niño, de diez meses llegó en su cunita de
ruedas y lo colocaron en la mesa de quirófano con unas tallas
blancas calientes (37º-38º),para mantener su temperatura cor-
poral y evitar su enfriamiento, según me explicó Puigollers.
Me enseñó el aparato de anestesia, muy sencillo: una
cabeza de King-Boyle con sus rotámetros de gases y su vapo-
rizador de fluothane, al que se conectaba un aparato de ventila-
ción manual pediátrica en todo similar al dispositivo de Rees,
pero con una ventaja importante : la salida espiratoria de la T
clásica de Ayre, estaba sustituida por una pequeña válvula de
no reinhalación muy sensible y fina, que permitía la salida de
gases espirados al exterior, liberando al anestesiólogo del ago-
biante “dedo tapón”, lo que le permitía ventilar con una sola

108
mano y tener la otra libre para otras necesidades. La ingeniosa
y liberadora válvula llevaba el nombre de su diseñador: Jack-
son, unido al creador del pequeño sistema respirador: Rees. La
válvula de Jackson Rees había constituido un muy importante
avance en anestesia pediátrica.
Inició la inducción con una mezcla N2O-O2 al 50% ,
con 1%-1,5% de fluothane, que produjo una anestesia suficien-
te en dos-tres minutos El lactante había llegado a quirófano
con una sonda nasogástrica y una pequeña aguja del calibre 25,
canalizando una vena epicraneal, la zona más indicada en estos
pequeños enfermitos, cuya cabeza es prácticamente la mitad
de su cuerpo y que permite una correcta fijación de la aguja,
rasurando adecuadamente la zona. Por dicha aguja le habían
administrado una dosis adecuada de atropina antes de la induc-
ción. Una vez hecha la misma, como relajante le administraron
gallamina: 1 miligramo kilo de peso, mientras le canalizaban
una safena con un catéter de polivinilo, otra novedad para mí
en aquella mañana y que permitía una segura administración de
suero o sangre, según necesidades durante la intervención. En
menos de dos minutos el lactante estaba intubado y la opera-
ción comenzó con una amplia laparotomía para abordar la zona
a extirpar.
La intervención duró más de dos horas y precisó de la
administración de sangre. Se mantuvo la anestesia con halotha-
ne al 0,5%, con N2O-Oxigeno al 50%, no precisando nueva do-
sis de gallamina. Los pacientes de megacolon tienen un vientre
globuloso y una extrema delgadez, por lo que precisaban muy
poco relajante para mantener el adecuado silencio abdominal,
lo que permitía una operación cómoda al cirujano.
Puigollers comentó mientras operaban que con la cura-
rina tenían unas apneas muy prolongadas, a pesar de la admi-
nistración de dosis adecuadas de prostigmine (0,006-0,008 mi-
liligramos/kg de peso) para revertir su efecto, dada la potencia
de la curarina y la debilidad de una musculatura tan delicada
como la del lactantes, agravada en este caso por una enferme-
dad como el megacolon. No les gustaba la succinilcolina con

109
la que habían tenido un par de apneas fatales por el temido
efecto dual de la misma, sin medicación que la neutralice. La
gallamina por su efecto más suave y pasajero, había represen-
tado para la anestesia pediátrica un buen avance. Llegamos al
final de la intervención y una vez cerrado peritoneo, dado que
aún el lactante no ventilaba, se le había retirado el halothane
y concluimos ventilando con la mezcla nitroso-oxigeno, que
se retiró cuando se inició cierre cutáneo, con la buena nueva
del inicio de la respiración espontánea. Al terminar la cirugía,
se administró atropina (0,02 mgrs./peso) y a continuación la
dosis ya mencionada de prostigmine, muy lentamente. Puigo-
llers me recalcó que en cirugía pediátrica convenía dar dosis
precisas y siempre la atropina antes que la prostigmine, para
que esta potente droga actuase en un terreno ya protegido por
el vagolitico(atropina). Me recalcó que la safena interna cana-
lizada, tanto con aguja como con catéter, no podía mantenerse
más de 24 horas ya que las flebitis eran tremendas. Era sólo una
vía de emergencia.
Yo tomaba notas de todo, ya que al no tener cirugía del
lactante en nuestro hospital, había que recoger la experiencia
de los maestros y en este caso, Puigollers me había producido
una gran impresión por su bondad, serenidad y dominio de la
técnica.
El pacientito, a la media hora de concluir la interven-
ción, estaba bastante despierto y tratando de romper a llorar.
Puigollers me comentó que si hubiéramos relajado con curari-
na, hubiésemos estado por lo menos un par de horas más para
recuperar la ventilación espontánea del lactante. Le pregunté
cómo lograban analgesia y sedación en estos pequeños pacien-
tes. Me contestó que en planta les administraban una mezcla en
gotas de un derivado del luminal, barbitúrico muy usado enton-
ces, y de un analgésico y vagolitico suave como el escofedal.
Tal como me lo dijeron entonces, lo transmito en estas notas.
A las dos de la tarde salí del gran Hospital del seguro
de enfermedad, que llevaba el nombre del Generalisimo Franco
y que al estar situado en la zona barcelonesa del Valle del He-

110
brón, fue rebautizado por los cachondos de aquella época como
el Valle del Cabrón.
El tema de las flebitis de la safena interna, lo viví varias
veces personalmente en casos de cirugía importante, tanto en
lactantes y niños pequeños, así como en adultos.

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112
XVIII.- LLEGA SEPTIEMBRE.-
EMPIEZAN A OPERAR LOS GRANDES JEFES.-

L a llegada de septiembre produjo la reincorporación de


los grandes jefes de los departamentos quirúrgicos, incluyendo
la de nuestro jefe, el doctor Miguel y la de mi compañero Juan
Gutiérrez, moreno y con un aspecto envidiable de veraneante.
Se reincorporaron también Monsó y Escuer, que sus-
tituían a García y Ortega que se habían “chupado” la segun-
da quincena de agosto. Pero la mejor que estaba, de todas las
“reincorporaciones”, era María Antonia, que estaba de buena
que “reventaba” y que relevaba a su compañera Engracia, que
tomaba unas merecidas vacaciones.
Aquella mañana, mientras me duchaba en el santuario,
salude al Guti, que con su toalla y una gran bata se iba a duchar
a quirófano, murmurando: -¡No sé como aguantas el agua he-
lada de este puñetero Santuario!. -¡Juanito, aún tiene que llegar
el invierno y yo seguiré duchándome aquí! le respondí mientras
le apostillaba:-¡Joder macho, vaya bata de rico que te gastas!.
-¡Cómo te gusta presumir de pobretón, cabroncete!. La verdad
es, que desde el principio El Guti y yo nos llevamos cojonuda-
mente, a lo que contribuyó sin duda que nuestros fines y mo-
tivaciones eran distintos y complementarios. Yo tenía prisa por
llegar a la meta y él, tranquilamente, no se marcaba plazos para
acabar. Por las mañanas, una vez que Guti empezó a pinchar y
a volar sólo, teníamos un acuerdo tácito. Yo era un madruga-
dor nato y a él le gustaba llegar a quirófano sobre las diez. Yo
pinchaba e iniciaba y él cogía la onda de la segunda remesa de
pacientes y bajaba a comer más tarde que yo. Si veía que el jefe
aparecía, lo que se producía una vez a la semana, le avisaba al

113
santuario o al comedor y él volaba, mientras yo le disculpaba
con alguna cachondada, adecuada al caso. El doctor Miguel era
una persona que nunca se enfadaba y que producía la impre-
sión que ya estaba de vuelta de todo, cuando aún nosotros ni
habíamos iniciado la ruta.
Aquella primera mañana de septiembre, llegué a qui-
rófano y empecé a canalizar mi primera vena con la ayuda de
María Antonia. En seguida se incorporó el Guti.
Monsó le saludó solemnemente y le dijo :-¡Quedas
nombrado residente de María Antonia, para que vayas cogien-
do venas…¡Menuda maestra, no te podrás quejar!.
Risas de todos, menos del Guti, que muy serio, me guiñó el ojo
y me dijo al oído:.-¡Oye, que buena está la moza!..y además
simpática.
María Antonia, que las cazaba al vuelo, le dijo mientras
sonreía:-¡Vamos, Doctor Gutiérrez, aquí estamos para traba-
jar!, mientras le ponía el compresor al paciente y le limpiaba
con alcohol la zona de punción, brindándole la jeringa con la
aguja y le empezaba a dar los primeros consejos para canalizar
vena.
Sobre las diez y media, cuando ya habíamos iniciado las
dos primeras operaciones, apareció Don José Miguel Martínez,
que después de saludarnos a todos, nos invitó a los residentes a
acompañarle al antequirófano. González se había incorporado
al grupo hacía unos minutos. Estaba de vuelta de Galicia donde
había pasado unos días de vacaciones.
-Bueno, se inicia el trimestre y vamos a marcarnos
objetivos: Primeramente, González nos dejará a final de año,
porque ya es un anestesista experimentado, por lo que tú, Gu-
tiérrez, empezarás a hacer guardias con él, para irte familiari-
zando con el manejo de urgencias.
-En cuanto a Martel, estoy perfectamente informado
que ha trabajado y mucho en este mes de agosto, mes de poca
cirugía programada, pero sí de mucha urgencia, lo que le ha
permitido meterse en la dinámica de las mismas. A partir del
diez, empezarás a trabajar sólo en urgencias de tarde- noche,

114
siempre con el anestesista de guardia a toque de llamada, por si
surgen dificultades o dos o más urgencias simultáneas, circuns-
tancias que en este hospital no suelen darse, ya que los ciruja-
nos de guardia suelen ser los residentes de mayor experiencia
quirúrgica. Además, hasta diciembre estará vuestro hermano
mayor, González, que siempre estará dispuesto a ayudar si hay
problemas.
-No dudo, que dentro de un mes, Juan Gutiérrez estará
ya listo para el combate y ahora muchachos, ¡a trabajar!.

Después de hablarnos el jefe, nos incorporamos a qui-


rófano. Brevemente quiero exponer lo que era una sesión ordi-
naria en los quirófanos centrales.
Creo recordar que el Servicio A del Profesor Pi y Figue-
ras operaba lunes y miércoles y el Servicio B del Profesor Soler
Roig, los martes y jueves.
Operaban en el gran quirófano central, dotado de tres
mesas de operaciones con sus aparatos OMO correspondien-
tes. En el quirófano de especialidades,se podían habilitar dos
mesas, según necesidades. Ginecología tenía dos sesiones se-
manales. Su jefe era el Profesor Ponjoan.
Urología, cuyo jefe era el Profesor Antonio Puigvert,
urólogo de gran prestigio internacional, tenía su quirófano in-
dividual.
Solían tener dos sesiones semanales, y su propio anestesista:
Doctor Colls Baqués, hermano de uno los jefes adjuntos de
urología, persona de gran simpatía y que había sido un juga-
dor de rugby muy bueno. A los urólogos les anestesiábamos las
urgencias, ya que Colls sólo trabajaba las mañanas. Sus cuatro
adjuntos: Moya, Colls, Balcells y Ponce de León eran muy tra-
tables y simpáticos.
Recuerdo una tarde de diciembre- enero que tuve una
urgencia urológica. El corazón me dio un vuelco cuando supe
que el urólogo que operaba la urgencia era el Profesor Puigvert.
Me puse nervioso, pero siempre recordaré la amabilidad y sim-
patía de Ponce de León, que me dijo:-¡Estate tranquilo, que yo

115
te ayudo. Don Antonio ha venido porque se trata de un amigo
suyo!. Lo vamos durmiendo mientras Don Antonio se cambia.
Y así lo hicimos. Yo a esas alturas era ya un experto cargando
jeringas y preparando mis aparatos. Estuvo a mi lado mien-
tras induje con los clásicos atropina-narcovenol e intubé des-
pués de la dosis calculada de curarina, ayudándome a deprimir
tráquea ,ya que era un paciente de cuello corto y cierto grado
de artrosis cervical, pero con su ayuda y el tubo armado con
su guía metálica, logré intubar, jurándome interiormente que
siempre intubaría con mioflex, con el que se logra una mejor
y más completa relajación muscular. Su última amabilidad fue
“manchar” al paciente mientras yo taponaba con venda de gasa
húmeda, pinza de Magill y ayuda del laringoscopio. Nunca lo
olvidaré.
Una vez más, quiero recordar las penurias y dificultades
a las que nos enfrentamos con los puñeteros taponamientos de
gasa húmeda y subsiguientes faringitis de los pacientes.
Una sesión semanal a dos quirófanos, tenían los otorri-
nolaringólogos del Profesor Capellá, que eran los que más se
quejaban del éter como anestésico explosivo y que al igual que
los neurocirujanos, como ya dijimos anteriormente, nos solici-
taban anestesia “facilitada”(mantenimiento de la anestesia con
goteo de suero con venocaína al 10 o al 25%, mas dolantina,
hydergina y fenergan, una ampolla de cada una). Recuerdo que
eran 100 miligramos de dolantina, 25 miligramos de fenergan y
una ampolla de hydergina . Todo ello, con una buena relajación
con curarina y “dosis recuerdo”, según necesidades, de 20-25
miligramos de narcovenol, nos ayudaban a realizar una aneste-
sia de calidad indudablemente superior a la anestesia etérea.

La sesión semanal de amígdalas-vegetaciones las ha-


cíamos en una salita del propio servicio de O.R.L. con cloruro
de etilo, mascarilla de goma con balón y dispositivo metálico
central (entre mascarilla y balón respiratorio) donde insertába-
mos dos ampollas de cloruro de etilo ,de las cuales raramente
vi romper más de una ya que el A.G.P.(Acojonamiento gene-

116
ral progresivo),tanto de otorrinos como de anestesistas, ante
los evidentes peligros del cloruro de etilo, hacían que desde el
primer signo de somnolencia del niño, el otorrino apartaba la
mascarilla y se tiraba a “tumba abierta”, gracias al abrebocas
colocado previamente, a por amígdalas y vegetaciones (el mo-
delo de mascarilla para otorrino, que usamos, tanto en Barce-
lona como en Las Palmas, hasta mediados de los sesenta, creo
recordar que era el de Cramer).
Tuve ocasión de mencionar la sesión de amigdalecto-
mias y adenoidectomias que hicimos a principios de agosto en
un capitulo anterior
Los traumatólogos del profesor Bosch Olives tenían su
quirófano en el pabellón de la Especialidad. Creo recordar que
las anestesias las hacían uno de los titulares del equipo y Gon-
zález, hasta que terminó su estancia en nuestro hospital. Las
urgencias de todas las especialidades, como ya he tenido oca-
sión de exponer, las hacíamos en el central, tardes y noches.
Aquella tarde, después de comer, fuimos a tomar café
en el Savoy, los tres residentes, con Paco González al frente.
La tarde del naciente otoño barcelonés, con un sol radiante,
iluminaba y daba ambiente al precioso entorno del hospital y
cercanías del maravilloso Templo Expiatorio de la Sagrada Fa-
milia.

117
118
XIX.- CIRUGIA DE TORAX Y CIRUGIA EXPERIMEN-
TAL. -ORGANIZACIÓN DE LAS GUARDIAS.

O rganizamos las guardias en dos turnos de tres días:


Yo me apunté voluntariamente los sábados, por lo que se me
adjudicaron automáticamente martes y jueves. González y
Guti, harían lunes, miércoles y viernes. Los domingos serían a
rotación.
Recuerdo que mi primera guardia la hice sobre el día
diez, como estaba pactado y a la hora de la comida se sentó
conmigo Montero, médico residente de cirugía de Soler Roig.
A los postres el Monti, sonriendo, me dijo: -¿Te imaginas lo
que te voy a pedir?. Me quedé expectante, pero luego me acor-
dé del dato que me había dado González.:-Te pedirán que les
hagas anestesias para ellos debutar en cirugía grande, ya que
en las sesiones operatorias ordinarias no tienen posibilidad de
comerse “un rosco”, ya que los segundones veteranos son los
que operan lo que los jefes les dejan, de forma graciable.
-¿Qué vas a operar y a qué hora?. Cuenta conmigo para
lo que haga falta.
- ¡Ya sabía yo que eras un chaval cojonudo!... Mira, se
trata de una gastrectomía por úlcera duodenal, en un hombre
joven de 40 años, que tiene un estado general estupendo. Ya
verás los análisis, no está anémico. De todas formas tenemos
5OO ml. de sangre de su grupo y al vampiro preparado, por si
hiciese falta.
Quedamos a las seis de la tarde para ir a ver al paciente
y pasarle la sonda nasogástrica, condición indispensable para
bajarlo a quirófano.
Así lo hicimos y yo, personalmente, pasé mi primera
119
sonda con paciente despierto. Ya lo había hecho en anestesia-
dos con laringo y pinzas de Magill. El paciente estaba sentado
en la cama y yo frente a él. Le introduje en nariz la punta de la
sonda nasogástrica embadurnada de lubricante anestésico, ma-
niobra que no era nada agradable para el paciente y que le pro-
vocó arcadas (náuseas) cuando llegamos a la pared posterior
de faringe. En ese momento le invité con un vaso de agua en mi
mano, a que ingiriese una pequeña cantidad y que la retuviese
en la boca, rogándole que cuando yo se lo pidiese tragara dicha
agua. Empujé la sonda pidiéndole que tragara, a la vez que yo
la metía a toda prisa y el chaval se portó estupendamente. Con
lágrimas en los ojos me dio hasta las gracias. La sonda ya es-
taba en estómago. Esto más que un acierto, fue una casualidad,
ya que a lo largo de mis muchos años de ejercicio puedo decir
que la colocación de la sonda con paciente despierto, aparte
de la habilidad manual depende mucho del factor personal o
individual(paciente nervioso, náuseas fáciles al menor roce fa-
ríngeo etc).
Como es lógico, esta cirugía programada se disfrazaba
de urgencia y beneficiaba tanto al cirujano novel como al pa-
ciente, que deseaba adelantar en el tiempo su intervención. A
nosotros nos sobraban las anestesias, ya que como residentes,
han leído ustedes; como en dos meses, mi experiencia acu-
mulada me había llevado a estar defendiendo un quirófano,
sabiendo que ante cualquier contratiempo uno de los titulares
acudiría a mi llamada.
Esta circunstancia no se daba en los residentes de las
diferentes especialidades quirúrgicas. Ellos tenían su especiali-
dad y nosotros las teníamos todas para practicar nuestras anes-
tesias.
Empezamos el estómago, nada más acabar la cena. Era
la hora propicia, ya que por la duración calculada de la cirugía
y por ser casi siempre, el debut del “espada”, la operación se
prolongaba mucho tiempo ya que el debutante iba con “pies de
plomo”, haciendo una hemostasia muy cuidadosa y asegurando
al máximo las suturas, para evitar cualquier complicación que

120
provocase la llamada al jefe con la consiguiente bronca y se-
cuelas de la misma.
Tardamos casi cinco horas en hacer una gastrectomía
subtotal, pero el paciente se despertó y recuperó estupenda-
mente. La técnica fue la habitual con respiración controlada
con OMO-éter y buena relajación con curarina. En la recupe-
ración, le tuve que inyectar los cinco miligramos de prostigmi-
ne reglamentarios. Le administré bastante curarina, para que
Montero operase cómodo, aunque ello me costase más de 45
minutos de recuperación.
Nos fuimos a dormir cerca de las tres de la mañana.
-¡Oye Luis, te estoy muy agradecido porque me lo has
relajado muy bien. Veo que no te gusta putear a los compañeros
sino ayudarles. Esto lo voy a difundir por todo el país!. - ¿Y a
mí que me parta un rayo, coño, que he estado tirando de valva
más de cuatro horas?. El que esto decía era Pozo, el simpático
residente de traumatología que había ayudado a Montero.
El acuerdo tácito entre los residentes quirúrgicos fijos
de guardia, cirujanos y traumatólogos, era el de ayuda mutua,
tema que de rebote nos hacía la puñeta a los anestesistas, que
no podíamos simultanear sino hacer un paciente a continuación
del otro. Pero nosotros también nos beneficiábamos indirecta-
mente, adquiriendo experiencia en intervenciones largas.
Al día siguiente bajé un poco más tarde y al ir a quiró-
fano ya estaba el Guti alrededor de la primera anestesia, con la
ayuda inestimable de María Antonia.
Me comentaron al unísono:-¡Anoche tuviste fiesta con
el Monti. Lo sabemos todo!. Como veréis, el ambiente entre
todo el servicio era de puta madre. Eso lo recordaré siempre
con cariño.
Por las tardes, el anestesista libre de guardia solía ir a
cirugía experimental, que se hacía en un pabellón posterior, a
espaldas de las zonas médico-quirúrgicas del hospital, donde
había un pequeño quirófano con su sempiterno OMO, situado
al lado del cuarto de perreras, donde tenían a los pobrecitos
animales en espera de su infausto final, y que con sus gemidos

121
lastimeros me ponían el corazón en un puño.
En aquel último trimestre del año, el cirujano que hacía
experimental era un especialista de tórax apellidado Raventós,
individuo de aspecto serio y ceñudo, perteneciente a una desta-
cada familia catalana y al que todo el mundo llamaba “Titi”,
como apodo cariñoso.
El encargado del pabellón de cirugía animal era una
especie de enfermero y perrero, que creo recordar se llamaba
Manolo y era el responsable de la recogida de perros por toda
Barcelona y el que hacía limpieza y mantenimiento del mate-
rial del pabellón. Manolo era el que preparaba los enemas de
hidrato de cloral que le administraban al animal por vía rectal.
Los inmovilizaba con un bozal y unas ligaduras en las patas,
para lo que se necesitaba habilidad y unos buenos guantes de
cuero para evitar las dentelladas de los pobres perros, que pre-
sentaban un aspecto famélico y debilitado. Preparaba un enema
de unos 200 mililitros de suero con 4 gramos de hidrato de clo-
ral. Les introducía la cánula rectal y les abría el goteo hasta que
daban síntomas de estar adormecidos. Entonces interveníamos
nosotros, que canalizábamos una vena en una de sus patas y les
inyectábamos curarina, haciendo un cálculo similar a la dosis
humana en miligramos/kilo de perro.- El Titi nos decía:-¡No os
esmeréis con las dosis. De esta no van a salir!. Y se reía el muy
mamón.
Manolo les retiraba el bozal y nos abría la boca del ani-
mal y nosotros, con un tubo largo con guía metálica, introdu-
cíamos el tubo bajo la luz de una linterna, mientras el Titi aus-
cultaba tórax y nos daba el O.K. cuando notaba que estábamos
en pulmón.
Inmediatamente hacía una toracotomía y empezaba a
hacerle putadas al animalito: 1) neumonectomias totales o par-
ciales,2) ligaduras y anastómosis de grandes vasos etc. Cuando
notaba que el corazón del perro se había parado, siempre decía
lo mismo:- ¡Ya me lo habéis matado, cabrones!. Y volvía a reír-
se el puñetero!.
El muy mamón tenía habilidad y velocidad en las ma-

122
nos y siempre terminaba lo que tenía proyectado, aunque ya el
animal estuviese muerto. No dudo que la cirugía experimen-
tal es necesaria para el ensayo de grandes técnicas quirúrgicas,
pero a mí me producía una repugnancia inevitable y una pena
muy grande.
El Titi se “apioló” aquella tarde a dos perros, mientras
González, Guti y yo asistíamos cabreados al “perricidio”.
Cuando salimos del pabellón, Paco González nos co-
mentó que el hidrato de cloral por vía rectal, que se había em-
pleado hasta principios de los cincuenta en anestesia pediátrica,
estaba ya abandonado por el difícil cálculo de las dosis rectales
y su temible efecto acumulativo con efectos hipotensores se-
rios.
-El Titi es un buen cirujano pulmonar. Suele operar cada
quince días por las tardes. Le suele ayudar otro cirujano de tó-
rax: Juncosa, y suele venir un anestesista veterano y muy buena
persona: Pons Mayoral. Pasado mañana tiene sesión, de modo
que es bueno que no os la perdáis, para que veáis anestesia en
cirugía pulmonar.
En efecto, la tarde señalada Titi Raventós operó dos pa-
cientes de tórax. El primero era un paciente con una neoplasia
de pulmón, al que le practicó una neumonectomia total, ope-
ración muy agresiva y sangrante, de la que el paciente estuvo
recuperándose con nosotros, mientras que iniciaba el segundo
tórax, otra neoplasia, esta vez invasiva con metástasis, por lo
que procedió a cerrar ante la imposibilidad de hacer algo eficaz
a favor del paciente.
El doctor Pons era una persona encantadora y nos ex-
plicó el manejo de los tubos de Carlens para cirugía torácica y
que permitían individualizar la oxigenación de cada pulmón al
tener doble manguito de neumotaponamiento y doble luz.
El manguito superior que se insufla en el tercio inferior
del bronquio principal y un manguito inferior que bloquea la
ventilación del pulmón sano. En principio sólo había un tipo
de Carlens, que había que girar en bronquio principal para di-
rigirlo al bronquio sano a ventilar, que se comprobaba por aus-

123
cultación. Después surgieron los individuales para ventilar di-
rectamente pulmón libre, con un tope que bloqueaba bronquio
enfermo. Personalmente nunca los utilicé, solamente el que he
tratado de describir.
A ambos pacientes les hizo anestesia facilitada o re-
forzada, como la que hacíamos nosotros, pero haciendo hiber-
nación de Laborit y Huguenard , usando largactil en vez de
hydergina y dosis fraccionadas de evipan sódico, según necesi-
dades. Intubó con succinilcolina o mioflex y empleó curarina
como relajante de mantenimiento.
El primer paciente, el realmente operado, dió bastantes
problemas al despertar, ya que al ventilar con un sólo pulmón,
la disnea y la subcianosis no cedían a pesar de ventilar con mas-
carilla facial al 100%. Se le habían administrado tres unidades
de sangre y marchó a planta en grave estado, pero despierto y
con una disnea preocupante.
El Titi estaba cabreado:- ¡Coño, Pons, cuando vamos
a lograr que Miguel permita el paso al progreso y tengamos
halothane y nitroso en el quirófano principal!.
No dejaba de tener su razón. El segundo paciente, tam-
bién tardó en respirar a pesar de que sólo se hizo la toracotomía
exploratoria, pero hay que considerar que una toracotomía sim-
ple es un factor muy desfavorable para una buena ventilación,
unido a su neoplasia inoperable.
¡En aquel momento, finales de septiembre de 1960,
ninguno de los médicos reunidos en torno a dos pacientes to-
racotomizados, podíamos imaginar un futuro con aparatos de
ventilación artificial y Unidades de Vigilancia Intensiva para
tratar adecuada y eficazmente a este tipo de pacientes y evitar
sus sufrimientos!.
Aquella noche me fui a dormir a mi Santuario con una
sensación de tristeza. ¡Qué dura era la anestesia en cirugía de
tórax!.

124
XX.- ME SIENTO UN MIEMBRO MAS DEL EQUIPO DE
ANESTESIA.- REGULARIZACION DE LAS GUARDIAS
Y RIESGOS A TENER EN CUENTA.

E l hecho de tener tres tardes de guardia a mi cargo


me daba una sensación de independencia y autovaloración que
me agradaba, pero mis jefes directos: Monsó, Escuer, García
y Ortega me decían que no debía confiarme y nunca bajar la
guardia, ya que las situaciones difíciles podían presentarse de
forma inesperada y súbita y que en alguna de ellas podía per-
der un paciente, con la tremenda sensación de fracaso y culpa
que un hecho de esa naturaleza podría acarrearme y algún com-
pañero ya lo había sufrido en sus carnes.
Una mañana en Santo Tomás, Montón nos relató una
desgracia ocurrida años atrás. Un paciente al que habían re-
vertido con el más moderno de los antídotos de la curarina: el
anticude o edofronio y que aparentemente estaba perfectamen-
te recuperado, respirando y hablando, en una clínica privada de
los alrededores de Barcelona. A los 30 minutos de concluida la
intervención, el paciente se recurarizó y quedó en apnea (sin
respiración). Consecuencias: nadie le supo ventilar adecuada-
mente. Anestesista y cirujanos ya se habían marchado y el pa-
ciente falleció a consecuencia de la hipoxia.
Este hecho trágico se había repetido en otras clínicas u
hospitales, lo que había llevado al abandono del citado antídoto
y la vuelta al más potente y seguro de los antídotos de los re-
lajantes repolarizantes: la prostigmine, que hoy en pleno siglo
veintiuno sigue siendo el más seguro de todos y que nos hace
reflexionar sobre el sempiterno argumento: “nunca tiempos pa-
sados fueron mejores “ y esto en anestesiología es un axioma

125
irrebatible, reforzado con la existencia de las hoy imprescindi-
bles Unidades del despertar.
Otra de las situaciones peligrosas que pueden presen-
tarse en la inducción o comienzo de la anestesia general es el
vómito, que puede llevar a situaciones que bordean la tragedia
si no se actúa con rapidez. Inmediatamente, posición de cabeza
baja y pies altos (Posición de Trendelemburg), que se consigue
en todas las mesas de operaciones, actuando a la mayor veloci-
dad posible, lo que impide teóricamente el paso del vómito a
la vía respiratoria, por acción de la gravedad.
Hay que aspirar rápidamente boca y cavidad faringea
con una sonda de buen calibre y si el vómito es sólido hay
que ayudarse de los dedos. Una vez comprobada la limpieza
correcta de boca y faringe, es cuando puede hacerse la venti-
lación pulmonar y consiguiente intubación traqueal, pero no
puede ventilarse con vómito en fauces, ya que entonces lo que
hacemos es introducirlo en pulmón y provocar una situación
insoluble. Aunque el/la paciente esté cianótico y bradicardico,
debemos mantener la calma y si es preciso aspirar bien tráquea,
administrando mas atropina para protegernos de una posible
parada cardiaca, y luego proceder a ventilar e intubar. Esto es y
sigue siendo la única pauta de conducta ante la situación súbita
más peligrosa de la anestesia: el vómito.
En cuanto a la regurgitación o vómito lento sin sínto-
mas y esto es lo peligroso, puede llevarnos también, si no lo
detectamos, a la temible neumonía aspirativa.
Por eso lo primero que debe preguntar el anestesiólogo
al paciente antes de dormirle, es si ha ingerido alimentos o
líquidos y en función de su respuesta, actuar.
Como regla general que había que seguir siempre, es-
taba el mínimo de cuatro horas de ayuno previo en una comida
ligera y más de seis en una copiosa y unas tres horas tras una
ingesta de agua. Respecto a otros líquidos, mismas normas que
las referidas a comida.
Como pacientes más proclives al vómito y por tanto más
expuestas a esta peligrosa complicación siempre han estado las

126
parturientas, a pesar de que los tocólogos siempre aconsejan
pequeñas comidas a partir del octavo mes del embarazo; es el
notable retraso de la digestión, que provoca la presencia de un
feto cada vez mayor en la cavidad abdominal, con el peligro
potencial de vómito.
El vómito puede convertirse en un incidente muy gra-
ve, si coincide con la administración de anestesia general para
una intervención obstétrica urgente (cesárea, fórceps, ventosa
o gran extracción). En aquellos años sesenta, la anestesia raquí-
dea estaba muy desacreditada por la mala calidad de los mate-
riales entonces usados: agujas despuntadas por un uso repetido
y las reacciones alérgicas e hipotensiones de los derivados del
ácido paraminobenzoico (PABA): novocaína al 2% la más usa-
da. Todo ello unido a los temibles dolores de cabeza, muy fre-
cuentes con agujas y jeringas mal esterilizadas y a las pérdidas
de L.C.R. (liquido cefalorraquídeo) a través de los ojales, más
que orificios, que producían las punciones con aquellas agujas
de grandes dimensiones y despuntadas, que llevaban a estas
secuelas dolorosas de difícil tratamiento y en casos extremos,
pero no infrecuentes, a episodios de enclavamiento bulbar mor-
tal, descritos tanto en punciones diagnósticas como terapéuti-
cas.
Todo esto había llevado al descrédito y al abandono de
una técnica tan usada como la raquianestesia, desde principios
de siglo y todo ello, hay que decirlo, por indicación de los anes-
tesistas de la época, que vieron que la anestesia general daba
una calidad y seguridad quirúrgica superior a la proporcionada
por la anestesia raquídea y que sólo reconocía como gran peli-
gro la aparición súbita del vómito en el/la paciente recién anes-
tesiada; con las consiguientes secuelas de una neumonitis ácida
producida por el contenido gástrico y cuya gravedad estaba en
razón directa a la cantidad del mismo y a la posible presencia
de partículas alimenticias sólidas, que ensombrecían el pronós-
tico y podían llevar a la muerte por asfixia.
Todas estas sabias recomendaciones nos fueron hechas
por nuestros instructores, ya que ellos querían que nosotros,

127
que nos íbamos a quedar solos en las guardias supiéramos pre-
venir todos estos peligros. Esta situación hubiera sido impen-
sable en los tiempos actuales, pero esto es la historia de una
especialidad joven.
Monsó me dijo una mañana, mientras inducíamos una
anestesia, que todo lo referente a las neumonitis ácida por vó-
mitos en la embarazada, se había dado a conocer recientemen-
te en la revista de la Sociedad Española de Anestesia y Re-
animación, recogiendo el trabajo de un neumólogo anglosajón,
Mendelson, publicado en 1956, apenas cuatro años antes.
También me comentó que un médico militar, nacido en
Huesca pero de origen catalán, Fidel Pagés, había publicado en
los años 20 un trabajo muy interesante sobre anestesia regio-
nal inyectada en el espacio extradural y que él había bautizado
como anestesia epidural, referida al espacio peridural o extra-
dural que rodea al saco dural o meníngeo, que protege la médu-
la espinal. Lo publicó en la revista de cirugía militar española
en 1922, pero tuvo la desgracia de fallecer en Madrid, víctima
de un accidente de circulación al año siguiente, 1923, detalle
que había llamado mucho la atención por lo infrecuente de los
mismos en aquellos años. La Sociedad Española de Anestesia
publicó sus trabajos sobre este tipo de anestesia en uno de los
primeros números de su revista. Su trabajo había suscitado mu-
cho interés en Europa y un famoso cirujano italiano, Dogliotti,
en 1932, lo había publicado como propio, lo que provocó la
protesta indignada de las Sociedades de anestesia catalana y
española, que demostraron con el apoyo de un renombrado ci-
rujano argentino, Gutiérrez, al parecer amigo de Pagés, y que
había utilizado con éxito su técnica, la falsedad de la apropia-
ción por Dogliotti de esta técnica que ya se había difundido en
medios quirúrgicos y anestésicos por el trabajo publicado en la
citada revista de Cirugía Militar Española del año 1922, diez
años antes de su apropiación por el cirujano italiano.
Dogliotti reconoció su impostura, lo que le honra, y la
Sociedad Española de Anestesia en los años cuarenta instituyó
un premio a la investigación anestésica que lleva el nombre de

128
este ilustre pionero.
Fidel Pagés, muerto prematuramente a los 37 años,
nunca pudo imaginar, al igual que todo: los anestesistas del año
1960, que su técnica de anestesia epidural, mejorada con los
medicamentos y materiales actuales, iba a contribuir al desa-
rrollo y mejora de la anestesia, aplicada a todos los campos de
la cirugía, con especial incidencia en la tocología, por todo lo
anteriormente expuesto.

129
130
XXI.- ACTIVIDAD A TODA MARCHA. EL OTOÑO
AVANZA Y MIS DESPLAZAMIENTOS EXTERIORES
COMIENZAN.

A partir del diez u once de septiembre empecé mis


guardias con buen pie y a buen ritmo, lo que significa sin inci-
dentes y con bastantes urgencias, sobretodo en cirugía general
y traumatología. Los niños, a partir los siete años eran aproxi-
madamente un 10-15 % de las urgencias. A ninguno de los pa-
cientes les dejaba de hacer el preceptivo interrogatorio con las
preguntas principales referidas a la última ingesta y enfermeda-
des padecidas.
En el caso de los niños los padres me informaban, pero
yo también le preguntaba a los pequeños, ya que los niños pue-
den meter algún “gol inoportuno” en forma de líquidos, dulces
o caramelos, sin conocimiento paterno. Más de un caramelo
insospechado en boca le hice escupir a un niño, que había lle-
gado a urgencia chupándolo y sin decir nada a nadie, sobretodo
en urgencias de traumatología. También me encontré algunas
veces con caramelos y otros objetos como botones cuando iba a
intubar, tanto a niños como en adultos deficientes mentales. Por
eso, cuando se va a intubar, siempre hay que tener a mano la
pinza acodada de Magil, para extraer un posible cuerpo extraño
en boca, ante la emergencia, siempre temible, de su aspiración
a vía respiratoria.
Yo lo intubaba prácticamente todo. El dominio de la vía
aérea era la primera señal de confianza que le dabas al ciruja-
no actuante. Siempre el intubar con habilidad y presteza era la
primera tarjeta de garantía que podías exhibir ante el cirujano
desconocido, que te mostraba las suyas hacia la mitad de in-
131
tervención o ante una hemorragia inesperada, que servía para
mostrar su destreza, tranquilidad o experiencia.
Una hemorragia no controlada era una especie de fan-
tasma negro que se paseaba por quirófano, poniendo en peligro
la seguridad del paciente y nuestra capacidad para reponer pér-
didas líquidas y sanguíneas, hasta que el cirujano era capaz de
controlarla.

Conforme fui adquiriendo experiencia en urgencias


traumatológicas cortas, me fui acostumbrando a la mascarilla
facial con arnés sujetador de la misma y tubo de Magil en boca,
una vez profundizada la anestesia, siempre que tuviera la evi-
dencia de estómago vacío, ya que la recuperación anestésica
era más rápida y te permitía atender otra urgencia en espera,
sin las demoras lógicas del paciente que había sido relajado
previamente.
El quirófano central dispuso desde comienzos de di-
ciembre, de una nueva dotación de tubos ortoraqueales con ba-
lón de neumotaponamiento, tanto en niños como adultos.
Una gran ventaja tuvimos nosotros: ser los primeros
médicos residentes en anestesiología del Hospital de San Pablo
de Barcelona, con estancia y comida incluidas, más quinientas
pesetas mensuales para nuestros gastos. Fuimos dos los admi-
tidos en el segundo semestre de mil novecientos sesenta: Gu-
tiérrez y yo, con el precedente de González, único residente
de mil novecientos cincuenta y nueve y pionero de las nuevas
normas: admitidos por concurso de méritos y disfrutando de las
prerrogativas descritas
En años anteriores habían admitido asistentes al servi-
cio, pero sin residencia ni gratificación en el hospital, con obli-
gación de estar todos los días en el servicio de anestesiología
y obtenían en virtud de su trabajo y competencia demostrada,
el diploma que les facultaba para obtener el título de médico
especialista en anestesia.
Este era el caso de nuestros maestros directos: Monsó,
el más antiguo, desde mil novecientos cincuenta y Ortega, Es-

132
cuer y García Ubis, iniciados en años posteriores y todos ellos
médicos adjuntos del servicio fundado por el pionero, José Mi-
guel Martínez. Por el servicio pasaron otros médicos, que obtu-
vieron el titulo y que marcharon a otros hospitales de Cataluña
y del resto de España. En este apartado se incluyen Luis Jimé-
nez, pionero de la anestesia en Gran Canaria (1952) y Federico
León que abandonó, como ya hemos citado, la anestesia para
hacerse urólogo.
Aparte de las ventajas mencionadas, al ser nuestra espe-
cialidad “una especie primitiva, escasa y a proteger”, nuestros
compañeros, residentes quirúrgicos del hospital, nos mimaban
y respetaban, ya que deseaban operar y su oportunidad estaba
en los turnos de urgencia. En las sesiones programadas sólo ac-
tuaban los grandes jefes y los primeros espadas de cada servi-
cio y sus ayudantes más apreciados que llevaban años “tirando
de valva”. La oportunidad de “hacer manos” estaba en la tarde.
González había seguido la norma de sus antecesores, con la
ventaja sobre sus predecesores de estar interno en el hospital,
y nosotros heredamos de nuestro “hermano mayor” esta he-
rencia de compañerismo, que nos hacía perder muchas horas
de sueño, pero que sin duda alguna, nos beneficiaba a todos:
ganábamos experiencia que era lo que pretendíamos.
Yo continué la norma de González y en mis turnos de
guardia muchos compañeros hicieron sus primeros estómagos,
sus primeras vesículas, sus primeras apendicitis y hernias etc.
y Gutiérrez, desde mediados de octubre, se unió al equipo, con
el justo relevo de Paco González, que a principios de diciembre
marchó a su Galicia natal.
Mis tardes libres las dedicaba a ir al cine, mi gran afi-
ción desde la niñez. Recuerdo de mi etapa catalana estupendas
películas como Espartaco” y “Ben Hur” y la gran película del
realizador sueco Ingmar Bergman: “El séptimo sello” que me
produjo un gran impacto. Pero mi favorita fue “Fantasía” de
Walt Disney, realizada en 1940 y que, a los ¡veinte años de
su estreno en E.E.U.U.!, obtuvo su calificación de “película
comercial”, lo que habilitaba su proyección en pantallas es-

133
pañolas. Esto, en la distancia del tiempo, parece ficción, pero
es la pura verdad. Yo la vi múltiples veces. Era la asignatura
pendiente de muchos cinéfilos admiradores de la obra de Walt
Disney, obra denostada por muchos “falsos progres” que en el
fondo alimentaban un rechazo inexplicable hacia todo lo ame-
ricano.
La orquesta de Filadelfia con Leopoldo Stokowsky al
frente y los maravillosos dibujos de Disney, moviéndose al
ritmo de la gran música de Bach, Tchaikowsky, Beethoven o
Dukas, era un espectáculo único. Para mí, como aficionado al
cine y a la música clásica, aquella obra de arte que es y sigue
siendo “Fantasía”, constituyó mi mejor relajante espiritual fren-
te a las duras sesiones operatorias; sin ser este relajante, como
mis lectores comprenderán, ni repolarizante ni despolarizante.
Una vez a la semana teníamos permiso para ir al Valle
del Hebrón a ver y aprender técnicas de anestesia pediátrica, al
no tenerla como ya he mencionado en capitulo anterior, dentro
de los servicios de nuestro hospital.
Empecé a ir también, en algunas de mis tardes libres, a
ayudar a Ortega y García en sesiones operatorias en clínicas
privadas. Anestesiaban pacientes de cirujanos de prestigio, que
eran los adjuntos de los grandes jefes de Cirugía del hospital y
que estaban llamados en su día a ser los jefes de la Santa Cruz
y San Pablo.
Hacíamos dos y tres quirófanos simultáneos, de ahí la
necesidad que tenían de nuestra ayuda. Había que “manchar”
y controlar a los pacientes en aquella época, sin respiradores ni
monitores. Al concluir las sesiones, me pagaban religiosamente
mis servicios. Nunca fueron menos de quinientas pesetas por
sesión, lo que me llenaba de satisfacción y me permitió reunir
dinero para comprarme un instrumental elemental que consi-
deraba imprescindible (Laringoscopio con juego de espátulas,
pinzas acodadas para conducción de sondas, tubos para intuba-
ción nasal y juegos de agujas intravenosas).
Cada quince o veinte días, uno de nosotros dos íbamos
a cirugía experimental con el Titi Raventós que era muy buena

134
persona, pese a su rudeza aparente. González, como es lógico,
nos había dejado esta actividad a nosotros, ya que estaba con
un pie en la escalerilla del tren.
Para mí era duro ver sufrir a los pobres perros, pero la
verdad es que estas sesiones se fueron espaciando en el tiempo
y desde noviembre a febrero apenas volvimos a ir por las tardes
al quirófano de experimental.

135
136
XXII.- CONTROVERSIA ANTE LAS NOVEDADES
ANESTESICAS. INTUBACIONES DIFICILES Y
URGENCIAS IMPREVISTAS.

L a actividad quirúrgica aumentó en octubre. Estába-


mos en el último trimestre de un año frenético para mí. Desde
la segunda quincena de julio hasta el presente octubre, todos los
días vividos en mi hospital de Barcelona habían sido intensos y
rebobinando recuerdos, me doy cuenta de la fuerza incansable
que acumula un hombre sano de 26-27 años.
Trabajabas mañana, tarde y noche y después de doce-
catorce horas ininterrumpidas, lo único que notabas era el sue-
ño. Pero el cansancio corporal apenas lo sentías. Ventajas in-
negables de la juventud para resistir aquel agobio de urgencias
que aumentó en el otoño, sobre todo los traumatismos ante la
reanudación e incremento del trabajo industrial en una ciudad
tan activa como Barcelona, con una gran masa de trabajado-
res.
El Hospital Clínico de la Facultad de Medicina y el
gran Hospital del Valle del Hebrón de la Seguridad Social eran
el principal destino de los traumatizados, aunque el nuestro
también recibía un contingente importante de estas urgencias
imprevistas, que precisaban una rápida intervención en la ma-
yoría de los casos, siempre en razón directa a la gravedad de los
mismos.
Si la urgencia se presentaba por la mañana, se atendían
en el quirófano del pabellón de traumatología y González era el
anestesiólogo encargado y uno de nosotros, Gutiérrez o el que
esto narra, nos desplazábamos con él para adquirir experiencia
en el manejo del traumatizado, ante la expectativa de su mar-

137
cha en diciembre.
La norma principal de conducta era garantizar la vía
aérea de los pacientes comatosos y anestesiar a los portadores
de lesiones periféricas graves (grandes fracturas, quemaduras
extensas), siguiendo las normas ya citadas en capítulos ante-
riores. La traqueotomía era entonces la técnica preferente en
los comatosos graves, aunque pude ver, con admiración, como
González practicaba algunas intubaciones a “volapié”, utili-
zando el símil torero, ante el paciente cianótico y comatoso que
se asfixiaba. Colocábamos una cánula de Mayo para garantizar
la apertura de boca e impedir mordeduras y con sonda de as-
piración a mano practicábamos la intubación utilizando como
medicación “agarrocaína” y “aguantaformo”, inmovilizando
por la fuerza a un paciente muy excitado pero inconsciente.
Más de un diente costó pero más de una vida salvó.
Una vez intubado, se sedaba y relajaba para proceder
a la intervención (reducción de fracturas, limpieza y sutura de
heridas). En las urgencias craneales graves se localizaba al neu-
rocirujano, para tratar la hipertensión intracraneal severa, por
hemorragia o fractura. Dada la pobreza de medios diagnós-
ticos (se hacía una placa simple de cráneo), se administraban
medicamentos para paliar el edema cerebral,como las solucio-
nes de urea, los sueros hipertónicos o diuréticos potentes como
la furosemida ( seguril), para inducir una diuresis forzada que
aliviara el edema cerebral. En casos graves, se practicaban
agujeros de trépano, para tratar de descomprimir el cerebro,
prisionero en una cavidad craneal seriamente lesionada. Sólo
quiero transmitir a nuestros compañeros del siglo veintiuno, las
agonías y sufrimientos de sus viejos colegas de mil novecientos
sesenta.
Por aquellas fechas en nuestro hospital se discutía la
bondad de los nuevos anestésicos, frente al tradicional éter
como hipnótico y a la curarina como relajante muscular. Sur-
gieron nuevos hidrocarburos halogenados como el fluothane
o halothane, sintetizado por los ingleses de la ICI, al frente de
los cuales se encontraba un ilustre científico catalán, Raventós,

138
que publicó, como ya hemos citado, sus primeros trabajos en
1956. El éxito del fluothane en los países anglosajones había
sido realmente espectacular, al tratarse de un anestésico inha-
latorio no explosivo, no irritante, de olor agradable, de acción
rápida y bien tolerado por los pacientes en aplicación directa
con mascarilla, sobretodo en anestesia pediátrica.
Sus detractores denunciaban su gran potencia, con ac-
ción hipotensora notable, que había causado alguna muerte
súbita, aparte el efecto depresor e inhibidor de la función he-
pática, atribuido a todos los halogenados y que se demostró
posteriormente que sólo se detectaba a dosis tóxicas del me-
dicamento. Estudios ulteriores sirvieron para minimizar estos
efectos secundarios. Lo cierto es que en los países desarrollados
había desplazado totalmente al éter. Los autores fueron ajustan-
do las dosis de administración del halothane, que resultó una
estupenda técnica asociado al óxido nitroso, que con su débil
pero segura acción analgésica, complementaba perfectamente
la acción hipnótica del fluothane.
Muchos de los jefes de cirugía habían pedido a Miguel
su implantación inmediata y Miguel tuvo que transigir con la
adquisición de vaporizadores y aparatos, adaptados a la anes-
tesia con gases y fluothane, aparatos que serían incluidos en el
plan de necesidades del próximo año.
En cuanto al relajante sintético de propiedades simi-
lares a la curarina, la gallamina (flaxedil de Specia o gallaflex
de Miró), el problema que se había detectado con su uso cada
vez más frecuente era su efecto taquicardizante, lo que había
frenado el entusiasmo inicial despertado por su rápido efec-
to relajante y su eliminación en breve espacio de tiempo, sin
problemas de recurarización, virtudes que lo hacían más ma-
nejable y cómodo para el anestesiólogo, sobretodo en anestesia
pediátrica y que en aquellos años sesenta se había impuesto en
servicios de cirugía infantil acreditados como el del Valle del
Hebrón, al que asistí siempre que pude los días asignados,
para aprender técnicas de dicha rama de la especialidad, que
me resultaron muy útiles cuando inicié mi actividad profesio-

139
nal.
Creo, desde mi punto de vista profesional, que el aban-
dono de la gallamina estuvo motivado por factores ajenos a
la propia anestesia (enfrentamientos y acuerdos entre laborato-
rios, factores económicos etc ), ya que los propios anestesistas
pediátricos no se lo explicaban.
Ellos habían reducido las dosis de atropina, para apro-
vechar el efecto vagolítico de la gallamina en los niños, que
toleran la taquicardia mucho mejor que los adultos y pudo lle-
gar a ser el relajante de elección por su manejo más seguro y
cómodo. Pero en la segunda mitad de los sesenta la gallamina
empezó a desaparecer de las farmacias de los hospitales, sim-
plemente porque los laboratorios fabricantes y sus distribui-
dores dejaron de suministrarlo, sin explicación ni aclaración.
Menos mal que surgieron otros curarizantes sintéticos de cali-
dad, como el alcuronio (Aloferin) y en los ochenta los amonios
cuaternarios, como el pancuronio( pavulon), de cuyas ventajas
hablaremos en posteriores capítulos.
A lo largo de mis cuarenta y cuatro años de ejercicio
profesional, he visto desaparecer medicamentos muy seguros
y prestigiados de nuestro arsenal terapéutico, que fueron sus-
tituidos por otros de menor calidad pero superior precio, sin
explicación de sus laboratorios de origen. Cito dos, que pue-
den ser reconocidos por nuestros compañeros más veteranos: el
palfium (dextromoramida), potente analgésico, base de la téc-
nica denominada neuroleptoanalgesia tipo I (completada por el
neuroléptico haloperidol) y que comentaremos en un próximo
capítulo.
Nos referiremos por último al pantopón, analgésico
que fabricó el laboratorio Roche hace muchos años, obtenido
de extractos totales del opio; muy útil y seguro en todo tipo de
dolores y que este laboratorio dejó de fabricar hace casi treinta
años, según parece y por informaciones que me llegaron, por-
que el resto de grandes laboratorios le cedieron a Roche de-
rechos para fabricar otros medicamentos, preferentemente las
vitaminas.

140
Como condición tuvo que dejar de fabricar este estu-
pendo y barato analgésico, y otros productos relacionados con
la analgesia y la anestesia. Repito una vez más, esta es una
afirmación no ratificada al 100%, pero con todo y en unión de
los datos referidos a los medicamentos antes nombrados y al-
gunos otros que no vienen al caso, tiene todos los visos de ser
realidad.
Las grandes multinacionales del medicamento, siempre
han antepuesto sus intereses comerciales a los meramente cien-
tíficos que contemplan sólo el beneficio para los pacientes, es-
cudándose siempre en el argumento de que están en el camino
de logros más beneficiosos para la humanidad.

141
142
XXIII.- LLEGAMOS A DICIEMBRE. DESPEDIDA DE
GONZALEZ. - ME QUEDO DE GUARDIA TODAS LAS
NAVIDADES.-

E fectivamente, el discurrir del tiempo no para y di-


ciembre ya estaba encima. A partir de noviembre, hacíamos
dos guardias a la semana cada uno de los tres residentes. Los
fines de semana hacíamos turnos de sábado tarde y domingo
completo y si la guardia del domingo había sido dura, teníamos
permiso para descansar los lunes por la mañana.
De todas formas, el Guti y yo alternábamos días para ir
a aprender anestesia pediátrica al Valle del Hebrón, preferente-
mente los lunes.
González desde primeros de noviembre, nos había cedido su
turno pediátrico y se dedicaba a ir ultimando su marcha. Le
echaríamos de menos ya que era nuestro hermano mayor, al
tener acumulada una experiencia amplia en el servicio y sus
veranos del hospital Universitario de Santiago de Compostela.
Siempre nos había echado una mano muy valiosa en
los primeros tiempos de nuestras guardias, con las intubacio-
nes difíciles y los pacientes graves. Habíamos madurado en las
guardias a su sombra protectora y eso nunca lo podríamos olvi-
dar.
Con él aprendí a meter un tubo fino con fiador, viendo
apenas la comisura posterior laríngea y ventilando siempre si el
paciente se ponía “moreno”, y sobre todo a no perder la calma
ante las situaciones adversas, aspirando siempre estómago si
lo habíamos llenado de aire en los intentos repetidos de intuba-
ción difícil. También nos había dado pautas para la intubación
nasal (tubos blandos, si era posible y evitar la temible hemo-

143
rragia nasal que complicaba esta técnica y nos obligaba a veces
a intubar por vía oral como paso previo de seguridad ante otro
intento de intubación nasal).

En la primera semana de diciembre, le dimos la cena


despedida a Paco González en un restaurante de la zona de las
Ramblas situada cerca de la estatua de Colón. Después de la
cena, terminamos viendo el espectáculo del popular teatro del
Molino, situado en pleno Paralelo, lugar donde solíamos termi-
nar las cenas que organizábamos de vez en cuando los médicos
residentes de la Santa Cruz y San Pablo, con la colaboración de
algún que otro laboratorio amigo.
Me hace sonreír el recuerdo del “muslamen” de las ve-
teranas coristas del Molino, ante nuestro entusiasmo y fogosi-
dad juvenil. Los chistes verdes de los animadores del teatro
daban el ambiente adecuado al espectáculo. La entrada te daba
derecho al espectáculo y a una copa de vino o whisky peleón
que te servían en el patio de butacas.
Al día siguiente, empezamos el Guti y yo nuestras guar-
dias alternativas, ya que nuestro Paco González marchó aquella
mañana hacia su Santiago de Compostela.
El Guti, pasado el día diez, me planteó como nos dividi-
ríamos las navidades y le di una gran alegría, cuando le dije que
podía irse de vacaciones el lunes siguiente y volver pasado el
día de Reyes. Como única condición, que me aceptó inmedia-
tamente: haría mis vacaciones en Junio de 1961, que incluirían
el mes completo. Yo haría también la Semana Santa, ya que mi
intención, no participada a nadie, era la de marchar en Junio a
Las Palmas de Gran Canaria para hacerme cargo de una plaza
de médico ayudante de Anestesia en la Residencia provisional
del Seguro de Enfermedad. Dicha plaza iba a quedar libre en
marzo y estaban dispuestos a esperarme hasta junio. Todo ello
si el Doctor Miguel lo aceptaba, cosa que yo no dudaba, dado
que mi rendimiento seguía siendo el mismo y además a “piñón
fijo”.
Coincidiendo con la marcha de Paco González, comen-

144
zó el Curso Internacional de Cirugía, que todos los años en el
mes de diciembre organizaban los servicios de los profesores
Pi y Figueras y Soler Roig, con la asistencia de prestigiosos ci-
rujanos ingleses y de otras nacionalidades, a los que se unieron
un grupo de anestesiólogos ingleses con el Profesor Macintosh,
catedrático de anestesia de la universidad de Oxford, al frente
de ellos. La presencia del gran maestro y primera figura mun-
dial de la anestesia nos emocionó a todo el equipo, especial-
mente a nosotros los residentes. Robert Macintosh anestesió
un paciente en el quirófano central, un enfermo del Dr. Soler
Roig, al que le unía una gran amistad. Siempre recordaré que
no permitió el uso del bisturí eléctrico, ya que el aparato era el
OMO y el anestésico el éter. El Dr. Soler Roig, en presencia de
Miguel y de un sonriente Macintosh, le dedicó un comentario
ácido a nuestro jefe:-¡Miguel, ante nuestro amigo Robert, rue-
go que te incorpores al progreso. Ya sé que has pedido apara-
tos modernos con vaporizadores para halothane. Espero que el
año que viene tengamos los aparatos de anestesia que nuestro
hospital merece!. Miguel se quedó impertérrito y sin comentar
nada, pero lo que está claro es que el comentario de Soler no le
sentó nada bien.
El Profesor Macintosh dio una conferencia magistral
sobre modernos relajantes musculares en un perfecto castella-
no con acento argentino, ya que había pasado largas tempora-
das en dicho país. Esta conferencia se celebró en la Sociedad
Catalana de Ciencias Médicas, en la Vía Layetana, locales a
los que acudíamos en las ocasiones que la Catalana de Aneste-
sia daba charlas y conferencias sobre nuestra especialidad.
Macintosh, el último día del curso internacional, creo
que fue un viernes, hizo una anestesia en Santo Tomás, invi-
tado por su amigo y discípulo Montón. Nosotros, siguiendo el
sabio consejo de nuestros jefes directos, nos quedamos en el
quirófano central haciendo nuestras anestesias ya que el jefe
esta semana, como era lógico, había estado todos los días con
nosotros y si nos hubiéramos ido a Santo Tomás le hubiera sen-
tado como patada en región pudenda, y el que tenía que firmar

145
nuestra certificación como especialistas era él y sólo él.
Por la noche, nos dieron una estupenda cena de clau-
sura del Curso Internacional de Cirugía y como remate de la
velada estuvimos en un elegante local de la Plaza Real, donde
nunca olvidaré que Jorge Puig Lacalle, el cirujano joven de ma-
yor prestigio del equipo del Dr. Pí y Figueras, estuvo tocando
el violonchelo con la orquesta del local y lo hizo muy bien a mi
juicio y al de otros oyentes, a juzgar por los aplausos de gente
ajena a nuestro grupo, que ocupaba las mesas del local.
Puig Lacalle era el principal cirujano que ocupaba mis
tardes de práctica privada, a las que acudía como ayudante de
García y Ortega.
La segunda quincena de diciembre, la inicié como Gary
Cooper en la película de Fred Zinnemann:” Sólo ante el peli-
gro”(1952). El Guti se fue a Salamanca, después de unas bue-
nas cañas, acompañadas de abundante tapas, a su cargo, como
es lógico, en nuestro bendito Savoy. Se despidió de mí con un
dicho castellano muy castizo:-¡Que los dioses te sean prepucios
en estas fiestas!.
Efectivamente, tuve urgencias de todo tipo y a partir del
20-12-60 y hasta 7-01-61, práctica supresión de operaciones
programadas y solamente grandes intervenciones en pacientes
que no podían esperar por la gravedad de sus procesos: neopla-
sias invasivas, grandes eventraciones etc., aparte las consabi-
das urgencias.
Según mis notas la tarde del 16-12-60, el Doctor Mon-
tón, nuestro segundo jefe acude, para anestesiar una urgencia
especialmente grave: una paciente de 59 años, con trastornos
cardiacos muy importantes que presenta una trombosis de la
iliaca primitiva que contraindicaba, según mis jefes directos,
una anestesia general.
Montón le hizo una anestesia epidural, con un equipo de
agujas y catéteres traídos de Inglaterra. Es la primera epidural
que veo y tendrían que pasar al menos diez años para presen-
ciar otra. Con una aguja especial de Tuoy, penetra entre 3ª-4ª
lumbar y con una jeringa cargada de aire comprueba que este es

146
absorbido por la presión negativa del espacio epidural. Introdu-
ce un catéter finísimo de polivinilo, con el que calcula que está
a nivel de 1ª Lumbar, inyectando 12-14 mililitros de Xilocaína
al 1% y espera unos minutos hasta que se produce una insensi-
bilidad cutánea por debajo de 1ª lumbar, autorizando entonces
a los cirujanos vasculares el inicio la intervención.
En dicho momento, la paciente se choca y la tensión
sistólica es inferior a 7. Se produce un momento angustioso,
pero un goteo de 500 ml. de suero glucosado con diez ampollas
de reargón a ”toda pastilla” , hace que la paciente remonte y
coja una buena tensión.
Los cirujanos, con una buena vía canalizada por el
“vampiro” de turno y el goteo de sangre funcionando según
necesidades, se atreven a iniciar la intervención, clampando y
extirpando zona trombosada e iniciando la colocación del injer-
to, con el miembro inferior más negro que el pecado. Durante
esta fase, se llegan a pasar hasta dos litros de sangre, ya que la
colocación del injerto es accidentada, difícil y con abundante
sangrado. Al final se desclampó la arteria y el miembro inferior
empezó a recuperar su coloración normal, ante la alegría de
todos y la magnífica anestesia del maestro Montón. La pacien-
te no ha sentido ninguna molestia dolorosa, mueve su pierna,
quejándose sólo del mareo y angustia que le produjo la bajada
de tensión inicial.
He narrado casi al detalle esta primera epidural de Mon-
tón, porque me produjo una impresión que califico de imborra-
ble.
Hasta el día 31 de diciembre anestesié 24 pacientes
de urgencia. Sólo un par de noches no pude pegar ojo con las
urgencias obstétricas. La primera de ellas, un fórceps, que no
llegué a intubar porque los tocólogos me dijeron que iban a ser
“muy rápidos”. Efectivamente, el niño estuvo fuera muy pronto
y ellos mismos lo aspiraron y le aplicaron oxigeno, aunque llo-
ró en seguida, mientras yo me tiré 45 minutos “manchando” a
la paciente, mientras suturaban la gran episiotomía practicada.
Total: estómago hinchado de gases y yo mareado del éter que

147
salía mezclado con la expiración por la válvula de no reinhala-
ción del OMO.
Me prometí no volver a hacer caso de las “presiones
externas” e intubar siempre a estas pacientes, potencialmente
peligrosas por el peligro de regurgitación y vómito. Otra noche,
resultó mucho más dramática: los tocólogos intentaron una
gran extracción, intervención obstétrica hoy totalmente contra-
indicada, ya que una cesárea es la mejor técnica para madre y
feto.
Me pidieron que anestesiara e intubara a la paciente,
ya que necesitarían una buena relajación para “tirar” del niño.
Así lo hicimos, pero el niño era muy grande y no bajaba y esta
técnica acabó en tragedia. Practicaron una técnica que nunca he
vuelto a ver: una sinfisiotomía, cortando los ligamentos púbi-
cos, para separar ambas ramas pubianas, facilitando la extrac-
ción manual, que acabó con feto muerto y la mujer sangran-
do abundantemente por sinfisiotomía y vulva. Algo terrible.
Laparotomía a volapié e histerectomía total ya que la matriz
estaba rota. Los vampiros me ayudaron con el aparato de Ju-
belé o molinillo, metiendo sangre a presión, ya que la enferma
se nos moría a “chorros” y nunca mejor descrita la experiencia
vivida
. Una vez acabada la histerectomía y hecha la hemosta-
sia correcta, la paciente se recuperó. A todo esto, los traumató-
logos habían indicado mantener a la paciente con la pelvis in-
movilizada, calculando que en una semana podrían reparar los
destrozos de la sínfisis púbica. Terminamos cerca de las diez de
la mañana y yo me fui directo a la ducha y a la cama, pero no
podía conciliar el sueño meditando lo vivido. Al final sucumbí,
agotado. La paciente vivió un postoperatorio torturante, con
sus problemas púbicos y renales. Estuvo en anuria cuarenta y
ocho horas (¡seis litros de sangre administrados!), pero los uró-
logos la sacaron adelante. El tocólogo, jefe de la guardia y res-
ponsable de la decisión tomada, tuvo el detalle caballeroso de
pedir disculpas a los servicios de anestesia, hematología y trau-
matología por una decisión tan dañina, sobre todo para la po-

148
bre paciente. ¡Y pensar que todo el desastre se hubiese evitado
con una cesárea urgente!. Pero hace cincuenta años, se hacía
una tocología más agresiva para evitar cesáreas, intervención
no exenta de complicaciones importantes, más frecuentes en
aquellos años ( infecciones puerperales, atonías, hemorragias
etc)..
Tuve urgencias con dificultades: espasmos de glotis, hi-
persecreciones altas, intubaciones complicadas etc. Pero a Dios
gracias, todas pude resolverlas.
Hubo anécdotas dignas de recordar. El día de Noche-
buena en Cataluña no se celebra con una gran cena, como en
el resto de España. Pero los laboratorios se volcaban con los
médicos de guardia en Nochebuena al saber que la mayoría de
los médicos de servicio no éramos catalanes. Así llegaron al
hospital viandas y licores en abundancia y a las dos de la ma-
drugada todo el mundo estaba colocado de verdad. ¡Menos mal
que aquella noche no llegó ninguna urgencia de gravedad!. ¡Y
qué les podemos decir de la comida de Navidad que nos dio el
hospital!.
Cinco platos, postres magníficos y cava en abundancia.
¡ Nunca comí tanto en toda mi vida!. Los catalanes prefieren
reservarse en Nochebuena para hacer una opípara comida en
Navidad; actitud, sin duda, más racional desde el punto de vista
digestivo.
En navidad nos llegaron unos quemados gravísimos,
una de ellas con un 77% de superficie quemada. La cura se la
hicimos con anestesia general controlada y dejamos un goteo
con técnica de hibernación artificial, reforzando la analgesia
con la mayor dosis posible tolerada por la desgraciada pacien-
te.
El día 31 amaneció con cesárea, legrados uterinos, trau-
matizados y así sin parar hasta las tres de la tarde, que pudimos
comer algo. Descansamos por la tarde y después cena tranquila
y abundante para despedir el año 1960.

149
150
XXIV.- SEGUIMOS NUESTRO TRABAJO. ACTIVIDA-
DES EXTRAHOSPITALARIAS. PALLEJA Y LOS PADRES
DE RAFAEL. ADIOS A SAN PABLO Y A
BARCELONA.-

E n diciembre hice cincuenta y dos anestesias, que uni-


das a las realizadas en octubre y noviembre, fechas del comien-
zo de mi autonomía anestésica, más las veinte urgencias reali-
zadas en la primera semana de enero de 1961, daban un total de
ciento sesenta y ocho, número respetable para comenzar el año
de mi consolidación.
A principios de enero de 1961, una vez pasado Reyes,
con la reincorporación del Guti y la reanudación de las sesiones
operatorias normales del hospital, mi vida volvió a ser más or-
denada: sesiones operatorias de mañana y tres guardias sema-
nales de tarde-noche, con las reglamentarias guardias del fin de
semana.
Mejoró la dotación de tubos orotraqueales con balón
de neumotaponamiento, con lo que ya, prácticamente, no tu-
vimos que volver a taponar con venda mojada y escurrida la
hipofaringe de nuestros pacientes. Disminuyeron las faringitis
y amigdalitis postoperatorias, aunque siempre había molestias
y dolores laríngeos por el balón del tubo, que con tratamiento
antiinflamatorio y reposo de la voz, cedían en pocos días. Nun-
ca vi ningún fibroma de cuerdas vocales, que referían algunas
revistas de la especialidad.
Los aparatos del quirófano central seguían siendo los
del jefe, o sea los OMO, a la espera de la llegada de los nuevos
del plan de Necesidades, que incorporasen el nitroso y el fluo-
thane.
151
Circulaba entre los miembros del Servicio el rumor de
que el jefe podría solicitar la excedencia en su jefatura, con lo
que Montón ocuparía su puesto. Sólo venía uno o dos días por
el servicio y la Clínica Corachàn ocupaba casi todo su tiempo,
con un trabajo privado floreciente y muy productivo para el
Dr. José Miguel, con una edad ya muy cercana a los sesenta
años.
Todo esto que comento, no quita ningún mérito a la gran
labor pionera que desarrolló en el campo de la anestesia, desde
los inicios de la década de los treinta, con la administración de
éter y cloroformo con los aparatos de Ombredanne y la masca-
rilla de alambre con compresa (mascarilla de Schimmellbush),
en las que se goteaba éter o cloroformo.
Esta labor anestésica continuó en 1939, una vez con-
cluida la guerra civil española, trabajando y estudiando de for-
ma incansable.
Aparte del diseño del aparato que lleva su nombre y
descrito anteriormente, Miguel es el autor del primer tratado de
Anestesia, publicado en España en 1946, libro que consultaron
todos los primeros anestesiólogos de nuestro país y que leí y
estudié en mi año intensivo de especialización en el Hospital de
la Santa Cruz y San Pablo.
Según datos objetivos que manejo, el Doctor Miguel pi-
dió la excedencia en 1965, una vez cumplidos los sesenta años,
haciéndose cargo del servicio el Doctor Montón como subdi-
rector del mismo, que fue confirmado como jefe y director del
Servicio de Anestesiología del Hospital de la Santa Cruz y San
Pablo de Barcelona el año 1967.
Una mañana me encontré con una visita en el quirófano
Central, que me alegró de verdad. Mi compañero, Rafael Ló-
pez, amigo desde el Instituto Ramiro de Maeztu y la Facultad
de Medicina de Madrid. Fue compañero de fatigas durante la
preparación de algún que otro examen de asignaturas de la ca-
rrera.
Rafael estaba haciendo la especialidad de cirugía gene-
ral en el Clínico, y los fines de semana (sábados y domingos)

152
los pasaba en el pueblo de Pallejá, situado en el bajo Llobregat,
importante zona agrícola muy cercana a Barcelona y que con
los años (1977) pasó a formar parte del área metropolitana de
la capital.
Tenía libre el próximo fin de semana y así tuve ocasión
de conocer a sus padres: el doctor Gumersindo López Iglesias,
médico titular de Pallejá y a su madre, Doña Pilar Pasalodos,
que me invitaron a pasar la noche del sábado en la bonita casa
que tenían en aquel tranquilo pueblo de ocho mil habitantes.
Era la primera noche en siete meses, que pasaba fuera
de mi santuario, en el hospital, y la verdad que para mí fue una
impresión muy agradable sentir y oler a campo en aquel paraje
del río Llobregat, mientras se oía el discurrir del mismo como
música de fondo.
Volví a Pallejá, tres o cuatro veces más antes de irme de
Barcelona. A principios de enero de 2008, con motivo del ¡56!
Aniversario de la terminación del Bachiller en el Instituto Ra-
miro de Maeztu de Madrid, tuve ocasión de cenar con Rafael y
desde nuestra perspectiva actual de ancianos más o menos bien
conservados, recordamos la bondad y amabilidad de sus padres
hacia mi persona.
Durante estos meses hasta junio, desempeñé uno de los
quirófanos mañaneros de cirugía, alternando los dos servicios
de Pi y Soler, donde tuve ocasión de ir aumentando mi expe-
riencia y capacidad de resolver problemas que surgían sobre la
marcha.
Hice también varias sesiones de amígdalas y vegeta-
ciones, anestesiando con el imprevisible y peligroso cloruro de
etilo. Tuvimos un problema hemorrágico en un niño de cinco
años, al que hubo que volver a anestesiar y operar por la tarde,
inquieto y anémico, ya que uno de sus pilares seguía rezumando
sangre y había que atajar la hemorragia. No seguí los consejos
que en su día me dieron mis jefes, ya que el niño no sangraba
tanto que me hiciese temer una aspiración laríngea.
Con “agarrocaína y aguantaformo” le canalicé la safena
con una buena aguja, que permitiría administrar sangre en caso

153
necesario. Sobre la marcha y con la misma jeringa que pinché
vena, le administré la dosis de narcovenol y atropina calculada
según peso del niño y sin más dilación, succinilcolina, para
intubar rápidamente. No podía esperar por la relajación de la
curarina o la gallamina, oxigenando con mascarilla varios mi-
nutos. Lo intubé rápidamente, a Dios gracias. Lo ventilé adecua-
damente y el otorrino con un abrebocas lateral colocado, pinzó
y ligó el pilar, que dejó de sangrar. El otorrino me preguntó si
había problemas para esperar un tiempo prudencial con el niño
anestesiado, para comprobar si la hemostasia era correcta. Le
contesté que no había ninguno por nuestra parte. La anestesia
la mantuve con éter al 1-1,5% y respiración espontánea, ya
que el niño respiró a los cinco minutos de la administración de
20 miligramos de succinilcolina para su intubación.
Todo acabó felizmente y retiré el tubo con el niño prác-
ticamente despierto, a los 30 minutos de concluir el otorrino su
intervención.
Al día siguiente me tocaba ir a Santo Tomás y aprove-
ché antes del comienzo de la sesión para comentarle a Montón
el caso del niño con hemorragia amigdalar posoperatoria. Con-
cluida mi exposición y con su seriedad de costumbre, Montón
me felicitó por las decisiones que tomé respecto a la técnica
anestésica.
-¡Mira Martel, si hubieses hecho una inducción etérea,
entonces sí que la armas!. ¡Menos mal que has asimilado algu-
nos de los consejos que te ha dado este veterano anestesista de
46 años!. El éter es un anestésico a extinguir, que los jóvenes
tendréis que seguir aguantando unos años hasta que se produz-
ca la renovación total, que está llegando en aparatos, medica-
ciones y técnicas. En el momento que el fluothane acabe de im-
ponerse, a pesar de las trabas de los retrógrados, desaparecerán
de los quirófanos esas bombas explosivas y venenosas del éter
y cloruro de etilo y todas las inducciones anestésicas infantiles
se harán con halothane y otros halogenados que vayan surgien-
do, para bien de los pacientes y de la especialidad!.
Más Marfany, sonriendo, aplaudió el discurso de su jefe

154
y me dijo:- ¡Lo que tenías que aprender aquí ya lo aprendiste
y lo que dice Montón es verdad: todo anestesista debe elegir
en cada momento la técnica que considere más adecuada para
resolver la situación!.
Algunas tardes y noches libres, hice guardias anestési-
cas en el Hospital de la Seguridad Social Valle del Hebrón. Me
sentía extraño al no existir el ambiente del hospital y ver que el
material (agujas y jeringas) era muy deficiente y en peor estado
que en nuestro hospital. Todos los aparatos eran OMO y hasta
los laringoscopios fallaban por falta de pilas o de ajuste entre
las palas y mangos de los laringoscopios.
Tuve un enfrentamiento con un tocólogo que iba a ha-
cer una cesárea, por una estupidez. Yo estaba en mi cuarto des-
cansando y el sistema de aviso era directo, persona a persona
y al parecer el enfermero que me enviaron para avisarme, se
despistó con mi habitación.
Cuando llegué a quirófano, el tocólogo estaba hecho un
basilisco y arremetió contra mí diciendo que me iba a denun-
ciar. Yo me serené para no mandar a tomar por c… a semejan-
te gilipollas y le respondí adecuadamente con la verdad. Me
acaban de avisar, tengo que prepararlo todo y que no siguiese
hablando porque mi paciencia tenía un límite. El gilipollas se
quedó mascullando amenazas y a pesar de mis nervios, car-
gué todas las jeringas, pinché, anestesié y empezaron a operar.
Todo discurrió bien, pero nadie me ayudó en el momento de
la salida del niño. Tuve que dejar a la paciente sin ventilar para
acudir al niño, que gracias a Dios, lloró en seguida. Dije a la
comadrona que me pusieran el niño a mi lado, por si tenía que
ventilarlo, por cierto con una pieza en T y una mascarilla con
un balón medio roto. En fin, una experiencia muy desagrada-
ble que, afortunadamente, se resolvió bien. Ni el intemperante
tocólogo ni yo, volvimos a intercambiar palabra y gracias a la
providencia, no he vuelto a verle en mi vida.
Sólo hice otra guardia en el Valle del Hebrón, al que
acudía algunos lunes por la mañana para aprender y perfec-
cionar anestesia pediátrica y donde el equipo de anestesia me

155
permitió participar en alguna intubación y sobre todo con la
ventilación pediátrica, cuyas peculiaridades de respiración con-
trolada quise conocer.
Antes de Semana Santa, hablé con el jefe y le expuse
mis intenciones de poder estar en Las Palmas de Gran Canaria
a primeros de junio, ya que una vacante de médico ayudante
del servicio de Anestesia de la Residencia Provisional del Se-
guro Obligatorio de Enfermedad me estaba esperando, con el
compromiso de cubrirla en dicha fecha límite.
El doctor José Miguel Martínez me dijo que no tenía
ninguna razón para oponerse a mis deseos, ya que había de-
mostrado un espíritu de trabajo y una preparación suficiente
avalados por la realización de un trabajo sin descanso, ya que
desde el mes de julio de 1960 hasta la fecha presente de abril de
1961, había hecho todos los turnos de guardia de vacaciones,
sin descanso (navidades de 1960 y Semana Santa de 1961).
Me prometió que a la vuelta de vacaciones de Semana Santa,
el martes siguiente al lunes de pascua florida, gran día de fies-
ta en Cataluña, lo consultaría a la Muy Ilustre Administración
del Hospital y que esa misma semana me comunicaría su deci-
sión.
Y así fue, en efecto, no hubo problemas con la superio-
ridad y autorizaron al Doctor Miguel a firmar mi Diploma de
Especialista con fecha uno de junio de 1961. El Doctor Miguel
me dijo que, con fecha 24-05, me entregaría dicho documento
para que yo pudiese a partir de la misma sacar los oportunos
pasajes para Gran Canaria. Esta vez pasaría primero por Ma-
drid, para estar unos días con mis hermanos Rosa, Paco y Juan
y después a Cádiz a coger el barco.
Reservé mis billetes y adquirí el laringoscopio de dos
palas y mi pinza de Magill, encargados en los talleres Herrera
de Barcelona. Me hice un traje azul oscuro para solemnizar mi
llegada a Las Palmas de Gran Canaria.
Recuerdo que el último domingo que pasé en Barce-
lona fuimos a comer a un restaurante de los alrededores de la
Sagrada Familia, con Gutiérrez y su novia, Mª del Pilar, con

156
mi amigo el cirujano Ambrosio Soler Montero y el otorrinola-
ringólogo Bohigues también con su novia; ambas chicas, muy
guapas, por cierto.
El viernes siguiente fue mi cena de despedida, en el
mismo restaurante de la organizada a González. A los postres,
pronunció unas palabras cariñosas de despedida, mi compañero
residente de traumatología, Pozo, a las que respondí agradecido
y emocionado. Después estuvimos en un cabaret de la rambla
de las Flores: el Panams, que no sé si seguirá existiendo como
tal en la Barcelona actual.
El lunes 23 (creo recordar que esa fue la fecha),despedida
del personal de quirófano y de mis compañeros – maestros:
Monsó Cunill, Ortega Gazo, García Ubís y Escuer Ivars y con
gran cariño de mis inolvidables enfermeras: Engracia y María
Antonia.
Hubo, como es lógico, sesión operatoria normal, y al
día siguiente, ya de paisano, pasé por la Administración a reco-
ger mi certificado-diploma de Especialidad firmado por el Doc-
tor Miguel Martínez y refrendado por la superioridad, junto a
una carta de su puño y letra en al que me deseaba suerte y me
decía que no le gustaban las despedidas. La semana anterior, el
viernes por la mañana, me despedí de Montón y Más en Santo
Tomás.
Por la tarde, cogimos un taxi Gutiérrez y yo, camino de
la estación del ferrocarril. En el trayecto, el Guti me comentó
que el jefe le daría el diploma a finales de julio. Ya se habían
convocado dos plazas de médico residente en nuestra especia-
lidad, con plazo de petición hasta el treinta de junio.
Cuando fui a pagar, el taxista me indicó que mi compañero ya
lo había hecho y yo sólo pude decir:-¡Coño, Juanito!. El, muy
serio, me dijo: Tú te mereces mucho más-. Un abrazo emocio-
nado y me subí al tren, mientras el Guti se alejaba por el andén,
camino de la puerta. ¡Adiós a Barcelona y al Hospital de la
Santa Cruz y San Pablo!.
Juan Gutiérrez fue un compañero estupendo, al que vol-
ví a ver en Mayo de 1977 en el Congreso Nacional de la SE-

157
DAR, celebrado en San Sebastián, congreso maravilloso sobre
todo en el aspecto gastronómico y turístico, ya que la ciudad y
su entorno son impresionantes. Juan Gutiérrez Hernández ejer-
ció como anestesiólogo en esta ciudad. Siempre tendré de su
señorío y amistad el mejor de los recuerdos.

158
XXV.- CAMINO DE LAS PALMAS VIA MADRID. TOMA
DE POSESION Y EMPIEZA MI TRABAJO EN LA RESI-
DENCIA PROVISIONAL DEL SEGURO DE ENFERME-
DAD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (CLINICA
DE LUGO).-

D e mi viaje en tren de Madrid a Barcelona recuerdo


una anécdota que pudo ser un auténtico contratiempo para mí
y que acabó en anécdota, hasta cierto punto, divertida. Una pa-
reja de la policía secreta me pidió la documentación. Mi D.N.I
estaba caducado hacía meses. La policía me dijo que tendría
que abandonar el tren con ellos, para aclarar mi identidad a tra-
vés de comisaría. Me quedé estupefacto y sin saber qué hacer.
De repente me acordé de mi carnet de oficial de la Milicia Uni-
versitaria, que de forma milagrosa guardaba aún en mi cartera.
Lo mostré a los policías, que de forma inmediata se pusieron a
mi disposición.
-¡Alférez, reciba nuestras disculpas, pero le aconseja-
mos que cuando llegue a Madrid vaya a las oficinas del Do-
cumento Nacional de Identidad y denuncie su pérdida. Este,
caducado, ya no sirve para nada. Tendrá que pagar una pequeña
multa y si va a fijar su residencia en Las Palmas, allí le exten-
derán uno nuevo y recuerde que su carnet militar caduca el
próximo 31 de julio¡.-
Después de esto, no puedo más que bendecir a nuestro
ejército. De llevarme detenido por D.N.I. caducado al hecho de
ponerse a mi disposición y darme cortésmente sus instruccio-
nes, sólo puedo agradecerlo a mi bendito carnet militar. Hay
que reconocer que en los años sesenta, en nuestra España, ser
militar era una cosa muy importante.

159
Pasé tres- cuatro días en Madrid con mis hermanos.
Llamé a mi amigo Álvaro Cuesta Bianchi (q.e.p.d.), que fue
jefe de anestesia de la Maternidad Provincial de Madrid al que
acompañé una tarde al Hospital del Clero, donde anestesió a
dos sacerdotes ancianos, hecho que narré en capítulos anterio-
res.
Recuerdo que utilizó la cabeza de un King Boyle con
rotámetro de gases. Le ayudé a transportar una bala de óxido
nitroso y un maletón en el que llevaba de todo (laringoscopio,
tubos, medicación, etc). Fue el primer día de mi vida que asistí
al uso del pentotal, barbitúrico azufrado. A ambos pacientes
los anestesió con pentotal, atropina, gallamina para intubar y
relajar, ventilando con oxigeno-óxido nitroso como anestesia
de base.
Fueron dos intervenciones traumatológicas breves y en
una de ellas no usó prostigmine para revertir la gallamina, ya
que el anciano respiraba espontáneamente al concluir la inter-
vención y Cuesta me dijo que no había visto recurarizaciones
con el gallamina, probablemente por su rápida degradación y
eliminación. No utilizó vaporizador, ni de éter ni de halothane.
Las intervenciones eran cortas y los pacientes, como he dicho,
muy mayores. Me dijo que había dejado de utilizar el éter. El
fluothane lo utilizaba en niños y operaciones más importantes,
considerando además que en medicina privada aumentaban los
costes, y el precio de la botella de250 ml de fluothane era muy
alto, como ya hemos comentado. Los cirujanos lo habían asu-
mido al comprobar sus innegables ventajas.
Ahora pienso en el mérito de aquellos veteranos, que
llevaban todo su arsenal anestésico a mano. Las clínicas sólo
daban el oxígeno, suero, agujas y medicación (no todas). En
Barcelona sí había aparatos en las clínicas privadas, por lo me-
nos a las que yo fui como ayudante de Ortega y García Ubis.
El día veintisiete por la mañana temprano, tren correo
Madrid- Cádiz (840 kilómetros). Llegamos pasadas las veinte
horas y del tren al muelle, que está al lado de la estación, con
la maleta al hombro (mis mejores ropas, incluido el traje azul,

160
iban en ella).
A las doce de la noche (era su hora habitual), zarpó el
barco rumbo a Canarias, Llegamos a Las Palmas de Gran Ca-
naria el día 3O por la mañana, después de pasar la noche en el
puerto de Santa Cruz de Tenerife a donde habíamos llegado al
filo de las veintidós horas.
Recibimiento efusivo como es lógico. Era domingo, día
dedicado a ubicarme en la Residencia de Oficiales, a comer y
pasear con la novia como está mandado. Por cierto, aquella no-
che me planchó Estrella mi primera camisa en un año, aunque
ya mi hermana Rosa en Madrid les había dado el primer toque.
El tergal las había mantenido bien y las ropas de quirófano ha-
bían producido el deseado efecto ahorro en camisas y trajes.
Tomé posesión de mi plaza de médico Ayudante del
equipo de anestesia el lunes a primera hora en la Inspección
Sanitaria de la calle Bravo Murillo y después de hacerme las
fotos del DNI, pasé por las oficinas del mismo, donde me die-
ron fecha para tramitarlo.
Marché después a Castrillo 30, Residencia del Segu-
ro de Enfermedad, la conocida popularmente como Clínica de
Lugo; así llamada por estar situada en el corazón de este popu-
lar barrio de Las Palmas, de ubicación céntrica pero señalada
por ser una zona de prostitución muy conocida en la ciudad.
¿Porqué los responsables del Seguro de Enfermedad en
el año 1947 escogieron éste viejo caserón de la calle Castrillo
como Residencia Provisional del Seguro?. Misterio sin aclarar,
ya que nadie supo explicarme como el coronel médico Tomás
Herrera, responsable provincial del Seguro de enfermedad por
aquellos años, alquiló este edificio para uso sanitario. Su ubi-
cación en el barrio de “las niñas que fuman”, denominación
cachonda que utilizaban los vecinos de Las Palmas en aquellos
tiempos para designar a las trabajadoras del sexo, será siempre
un enigma que Don Tomás se llevó a la tumba. Posiblemente
hubiera razones económicas que lo justificasen.
Su fachada sur era un gran muro de 4-5 metros de alto
con una puerta de entrada a un amplio patio de distribución, a

161
cuya izquierda se encontraban un mostrador de recepción con
un conserje al frente y unas habitaciones con las dependencias
destinadas a dirección y administración. A la derecha de la
entrada, una amplia habitación con un viejo aparato de rayos
X y una vetusta mesa de madera, que servía como camilla de
traumatología para yesos y reducción de fracturas. En un rin-
cón una siniestra silla de madera con correas en los brazos y
que se utilizaba para extracción de amígdalas y vegetaciones
y que recordaba a una silla para ejecuciones a garrote vil o
por electrocución. La habitación no tenía ventanas, al igual que
las destinadas a administración, pero al ser de techos altos las
puertas tenían un dintel superior de madera sobre el que abrían
dos ventanucos que servían para ventilación e iluminación.
Por el lado izquierdo del patio, a continuación de las
oficinas, se accedía a la cocina y a las habitaciones de hospita-
lización de la primera planta y por el extremo derecho de dicho
pasillo se pasaba al patio de lavandería y plancha, al aire libre
con unas amplias piletas donde se lavaba la ropa a mano, con
abundante agua, jabón y lejía y con un maravilloso elemento
de esterilización: el sol y el aire, que secaban aquellas ropas
en los primitivos tendederos de nuestra inolvidable Clínica de
Lugo.
Luego eran recogidas y dobladas para entregarlas al
personal sanitario, que las introducían en unas grandes bom-
bonas metálicas para ser esterilizadas en los autoclaves de las
clínicas privadas (San Roque, San José, Cajal y Santa Catali-
na). Me estoy refiriendo a los paños y sábanas de quirófano. La
ropa de cama, blanca e impoluta, se repasaba a plancha en un
rinconcito del patio. ¿Qué significaba esto?: en esta clínica no
había autoclave ni esterilizadores de instrumental quirúrgico.
A la segunda planta se accedía por una amplia y bonita
escalera y en ella estaban el resto de habitaciones hospitalarias.
A la izquierda, los quirófanos, a los que se accedía por una
puerta acristalada, con un pequeño vestuario médico a la en-
trada. Un pasillo con amplio ventanal, daba acceso a la derecha
a los dos quirófanos separados por una habitación distribuidora

162
y al fondo del pasillo el pequeño y acogedor despacho de la
enfermera jefe, que a la vez era el lugar de reunión de las A.T.S.
y auxiliares.
A la derecha de la escalera, al fondo, se accedía a un
pequeño patio, donde había una ducha exterior, -sí: ¡exterior!-
con un muro de apenas dos metros y una puerta con una cortina
de plástico que daba acceso a la maravillosa ducha al aire libre.
Al fondo del pequeño patio, la habitación del médico residente,
bastante decente por cierto. Tenía unos ventanucos altos que
daban a la finca de plataneras que limitaba por su lado norte
nuestra clínica- caserón.
Puedo afirmar y afirmo que todos los médicos resi-
dentes, y yo fui uno de ellos, se ducharon los doce meses del
año durante los ¡Diecisiete años de existencia de la clínica de
Lugo, al aire libre! (1947-1964) , aprovechando la benignidad
de nuestro clima y una cubierta de plástico transparente que
la protegía de las lluvias que, a veces, en los meses de otoño-
invierno, caían sobre nosotros.
Sólo me queda mencionar que en quirófanos, al no ha-
ber autoclave ni otro elemento esterilizador, el instrumental se
lavaba en una especie de pila situada en un rincón y a continua-
ción se colocaba en la mesa metálica situada en el centro de la
intermedia donde se lavaban los cirujanos para operar.
Se vertía alcohol sobre el instrumental y a la adverten-
cia de ¡fuego!, se aplicaba el fósforo o mechero y las llamas
llegaban al techo, pero se podían oír los “gemidos(¡) de los
gérmenes” que sucumbían al maravilloso fuego purificador.
Después, una vez achicharrados los microbios, se re-
frescaba el instrumental con suero fisiológico aplicado a cho-
rro para poder utilizarlo. Esto se hacía todas las mañanas, a pri-
mera hora, y luego se pasaba el instrumental a cajas metálicas
que habían sido esterilizadas por el mismo procedimiento y se
llevaban a quirófano para que los instrumentistas montaran las
mesas de operaciones antes del comienzo de las mismas. Y esta
era la técnica del instrumental flameado, que se practicó hasta
el último día de nuestra Clínica de Lugo (17-04-64).

163
¿Verdad que todo esto merece ser contado, porque es
la pura verdad de la situación que vivimos los que tuvimos el
honor de trabajar en estas condiciones?
Gracias a Dios quedan testigos, no muchos por razones
de edad, que pueden certificar que lo que cuento es cierto. Por
cierto, el instrumental de quirófano de la mejor calidad: acero
sueco y alemán, tenía un tono moreno adquirido por las infi-
nitas esterilizaciones a “la llama” o “instrumental flameado”,
que para sí hubiesen deseado los numerosos turistas que han
visitado y visitan nuestras islas.
Las ventanas de nuestros quirófanos daban al antiguo
Garaje Vernetta, convertido en los años sesenta en los talleres
de chapa de Maestro Augusto. Permanecían, como es lógico,
siempre cerradas para protegerlos de la contaminación aérea y
acústica.
Y se preguntarán los lectores al meditar lo descrito: las
infecciones en quirófano y hospitalización serían muy abun-
dantes. Pues no señor, nuestro director, el bueno de Don Alfon-
so Alonso, pidió a Sanidad que hiciese un estudio comparativo
de los niveles de contaminación de nuestras instalaciones con
la del resto de centros hospitalarios de la provincia y dicho es-
tudio indicó que estábamos entre las mejores (?). Increíble pero
verdad. El poder del fuego, unidos a nuestro sol, al jabón y a la
lejía, eran elementos primitivos pero eficaces.
Aquel primer día me limité a saludar a las enfermeras,
a los cirujanos y a los practicantes anestesistas, figura que aún
existía por necesidad. No había anestesiólogos suficientes y mis
compañeros estaban en los centros privados y con el sueldo de
la plaza bloqueada, de la que yo acababa de tomar posesión,
pagaban a Don Andrés y Don Manuel, dos estupendos practi-
cantes, serios y competentes, que al saludarme ahora como el
médico anestesiólogo que venía a ocupar sus puestos de traba-
jo, con el semblante muy serio, me dijeron: - Don Luis, viene
usted a meternos la mano en el bolsillo, pero comprendemos
que esta es una especialidad médica y es lógico que venga a
ocupar su plaza.

164
Esta fue la fría y sincera reacción de aquellos señores y
lamenté verme sólo y no acompañado en aquellos momentos
por mi compañeros, médicos del servicio.
Empecé a comprender que el camino iba a ser duro y
con muchos obstáculos. Sólo pude decirles que este momento
tenía que llegar y que mi deseo sincero hubiese sido que pudie-
ran quedarse como colaboradores míos en este trabajo.
Me despedí hasta la mañana siguiente, indicándole a
Doña Manolita Doñoro, la enfermera Jefe, persona encantado-
ra por su educación y simpatía, que aquella tarde, si había algu-
na urgencia, llamaran a don Luis o a Don Rafael. Yo estaba aún
aterrizando y ella lo entendió perfectamente.
Mientras iba en la guagua (nuestro autobús canario),
camino de casa de Estrella, pensé en reunirme con mis com-
pañeros anestesistas para aclarar funciones y calendario de
guardias. Dicha reunión tuvo lugar a la tarde siguiente en una
cafetería de la plaza de la Feria, en el centro de la ciudad.

165
166
XXVI.- REUNION CON EL DIRECTOR DE LA CLINICA
DE LUGO Y CON MIS COMPAÑEROS DE ESPECIALI-
DAD. MIS AMIGOS, LOS MEDICOS
RESIDENTES.

A l día siguiente, a las ocho de la mañana estaba en la


clínica de Lugo. La residencia de Oficiales estaba muy cerca y
en diez minutos, caminando, estuve en el vestuario cambiándo-
me y poniéndome mi pijama de faena.
En unión de las enfermeras de quirófano revisé los apa-
ratos de anestesia. Teníamos un excelente aparato Romulus de
la casa alemana Dräeger, pero su vaporizador no era, por des-
gracia, de fluothane sino de éter. No había, tampoco, bala de
óxido nitroso. En fin, había aparato. El que no se consuela es
porque no quiere.
En el otro quirófano había un OMO. De tubos, andá-
bamos fatal. Sólo dos tubos de adulto, uno fino( 5,5-6) y otro
más grueso, para adulto fuerte(8-8,5). No tenían balón de ta-
ponamiento. Habría que volver a taponar con venda mojada
y pinzas. De niños, tres tubos de Rush, uno de lactantes, otro
para niños, de 1 a 3 años, y un tercero para niños de 7-8 años.
Me quedé muy desanimado y mi primera petición urgente al
director sería la adquisición de tubos y sobre todo de una T de
Ayre y un equipo de ventilación para lactantes.
Aquella misma mañana debuté con una imperforación
anal en un niño de 24 horas y no tenía aparato adecuado. Res-
piré profundo y me fui a la vitrina y encontré una mascarilla de
Schinmelbush.
Me armé de paciencia con mi compresa montada en la
mascarilla y con el frasco de éter, goteando lentamente, conse-
167
guí atontar lo suficiente al pequeñín para que el cirujano, hábil-
mente y con su dedo meñique, consiguiera dilatar su orificio
anal. Previamente le había inyectado por vía intramuscular una
dosis adecuada de atropina, pidiéndole al cirujano una espera
mínima de un par de minutos, para que su efecto inhibidor de
los reflejos vagales, protegiera al pequeño paciente frente a las
maniobras de dilatación anal. No hubo problema, ya que la in-
tervención fue muy breve.
La novedad con la que me encontré y que no fue ningún
inconveniente para mí, era el barbitúrico azufrado Kemital, de
fácil uso y que en aquellos años fue el único que se usó en las
clínicas de Gran Canaria. Era de los laboratorios ICI y similar
al pentotal.
Aquella mañana anestesié una litiasis biliar, dos hernias y una
apendicitis aguda, empleando como relajante la gallamina, con
la cual intubé a los pacientes.
A las dos de la tarde, coincidiendo con el final de mi pri-
mera sesión operatoria, pude hablar con Don Alfonso Alonso, el
director, al que le presenté mi lista de peticiones urgentes. Pero
me encontré con una respuesta que me dejó frio: ¡Martel, la
inauguración de nuestra magnifica Residencia Sanitaria Nues-
tra Señora del Pino, que lleva meses concluida, es inminente y
allí tendrás todo el material que necesites!-. Sobre la marcha le
dije:- ¡Don Alfonso, me alegra esa noticia, pero yo vivo al día
las operaciones en quirófano y esos tubos y el pequeño aparato
de anestesia de lactantes que le pido, son inaplazables y el pre-
cio de ese material es muy bajo!.
Don Alfonso puso cara de circunstancias y me dijo que
haría lo posible por conseguirme los tubos y conexiones que le
había pedido en la lista que le había entregado.
En aquel momento, tanto Don Alfonso como yo igno-
rábamos que aún nos quedaban casi tres años para irnos a las
instalaciones de la muy deseada Residencia Nuestra Señora del
Pino. ¿Porqué esa demora, si el hospital estaba terminado hacía
casi dos años?. Las razones sólo las conocía Madrid, que según
parece consideró prioritarias otras necesidades y nos dejaba a

168
los canarios otra vez a la cola de sus planes de inauguración de
Instalaciones Sanitarias.
A la vista de lo expuesto, si yo hubiese sido futurólo-
go, seguramente me habría replanteado mi elección de destino
profesional y es que me habían ofertado otros destinos, uno de
ellos en la residencia sanitaria de Tarragona, bien dotada de
todo tipo de material sanitario, incluido el anestésico. Pero yo
tenía veintisiete años y unas ilusiones tremendas de organizar
mi vida en Las Palmas al lado de la que iba a ser mi mujer.
Por la tarde nos reunimos los cuatro anestesiólogos de
la ciudad en la cafetería antes citada. Por cierto, uno de ellos
simultaneaba anestesia con transfusión sanguínea, hecho fre-
cuente en aquellos tiempos. En cuanto al trabajo del seguro de
enfermedad, tanto en la clínica de Lugo como en el resto de las
privadas, lo organizaría el jefe del equipo, Luis Jiménez. Para
mí, como nuevo y recién llegado, quedaba mi dedicación inte-
gra a “full time” a la clínica de Lugo y atención a las pequeñas
clínicas como la Maternal del Puerto, San Ramón Nonato y
ayudar a Casimiro, el anestesista transfusor, en la Clínica de
Urgencia Perpetuo Socorro, de la que era accionista, en aque-
llas urgencias del Seguro de Enfermedad que surgiesen por las
tardes o noches.
Mis compañeros complementarían esta dedicación con-
tinua y sin horario con unas tres mil y pico pesetas, que deja-
rían mi sueldo en una cantidad cercana a las ocho mil pesetas,
cantidad importante en aquellos años sesenta, aunque yo argu-
menté que esta dedicación sin descanso y sin vacaciones no sé
si podría soportarla, aunque tenía la esperanza que la próxima
inauguración de la Residencia Sanitaria del Pino concentraría
el trabajo del Seguro, tan disperso e incómodo, en un solo gran
centro.
Me dijeron que si me veía en apuros me echarían una
mano, “siempre que pudieran”.
Salí de la reunión preocupado pero esperanzado en que
aquella cantidad de dinero me ayudaría a resolver mis primeros
problemas económicos, que comenzaban en ayudar a mis her-

169
manos solteros Rosa y Paco y principalmente en organizar mi
próximo casamiento para regularizar nuestra vida.
Al día siguiente, antes de empezar la sesión operatoria,
decidí investigar en los cajones de material apilados en la sala
de curas “multiusos” de la primera planta, con la esperanza de
encontrar algo que me fuese útil para montar un dispositivo
equivalente a un aparato de ventilación para lactantes/ niños
pequeños. De entrada, en un cajón de conexiones metálicas,
encontré varias universales que encajaban en las salidas respi-
ratorias del OMO y del ROMULUS de la casa Draëger. Ahora
precisaba encontrar una terminación en T de Ayre. Por desgra-
cia no aparecía ninguna, pero encontré conexiones acodadas y
en ángulo recto adaptables a tubo de intubación y al terminal de
un aparato de ventilación en vaivén que debería “fabricarme”.
En otro cajón de sondas y tubos de goma o plástico,
encontré con gran alegría un balón de ventilación de 0’5 litros,
varios trozos sueltos de manguera indeformable y ¡Oh milagro!
una mascarilla de lactantes adaptable a los terminales de mis
aparatos. Sólo me faltaba encontrar la imprescindible T que
adaptase mascarilla o tubo, balón de ventilación y toma de
gases y tendría un aparato de reanimación y anestesia de lac-
tantes.
Todas estas vicisitudes las comentaba con el médico
residente y radiólogo, José Luís Montesdeoca, que estaba en
la clínica de Lugo desde mi marcha a Barcelona. José Luis,
todos los días al mediodía, se ponía sus gafas negras para ir a la
policlínica que el seguro de enfermedad tenía en la calle León
y Castillo, donde hacía sustituciones de su especialidad, Ra-
diología, colaborando con el Dr. Rodríguez Navarro (q.e.p.d.),
auténtico maestro de esta especialidad en las décadas de los se-
senta y setenta en Gran Canaria. De ahí el uso de gafas negras,
para adaptar su vista a la oscuridad de la sala de Rayos X.
Me quedaba esas horas haciendo de médico Residente y
comía todos los días en la Clínica de Lugo, en la habitación del
residente. La comida de la Clínica era de muy superior calidad
a la de la Residencia de Oficiales, ya que doña Carmen Alonso

170
era una gran cocinera.
Fue el propio José Luis el que me propuso que solicita-
se la otra plaza de médico residente, que estaba vacante, ya que
gran parte de las noches me las pasaba operando allí. El sueldo
de médico residente, con descuentos se quedaba en unas mil se-
tecientas pesetas y era acumulable y compatible con cualquier
ayudantía médica. Fue una gran idea de mi amigo. La comenté
con Don Alfonso Alonso, que habló con el director Provincial
del I.N.P. en Las Palmas.
El dieciséis de junio ya estaba ejerciendo como residen-
te y me quedé fijo a dormir, con gran alegría de José Luis, que
podría marchar a su casa. Compartíamos las tardes de guardia
y empezó a venir por quirófano para ayudarme y aprender a
controlar una anestesia y de paso conocer los primeros pasos
para realizar una intubación. Para mí fue de gran ayuda, para
simultanear los dos quirófanos y para tener algunas tardes li-
bres, que alternábamos como médicos residentes, siempre lo-
calizado telefónicamente por mis anestesias. José Luis era muy
prudente y siempre me avisaba si surgía una urgencia.
Esta situación de colaboración como residente duró
hasta el tres de enero de 1962, fecha de mi boda, en la cual,
como es lógico, me fui a dormir a casa con mi mujer, como está
mandado.
Pasada esta fecha, tanto José Luis como mi compañero
de carrera, Andrés Díaz Tacoronte, magnifico ginecólogo que
llegó en febrero de 1962, ocupando la plaza de residente que yo
había dejado al casarme, formaron mi grupo de apoyo “anesté-
sico”.

171
172
XXVII.- TRATO DE ORGANIZAR MI TRABAJO. ANES-
TESIA DEFENSIVA. EMPIEZAN MIS “SIMULTA-
NEAS”.-

E l trabajo comenzaba habitualmente a las nueve de la


mañana. Cinco eran los equipos quirúrgicos, que de lunes a
viernes utilizaban nuestros quirófanos. Como uno de los equi-
pos operaba habitualmente en una clínica concertada, dicha
mañana, libre de cirugía general, era compartida por equipos
de ginecología y traumatología que utilizaban los dos quirófa-
nos. El viernes era la mañana más concurrida y pintoresca, así
podría describirla, ya que en un quirófano operaba cirugía ge-
neral y en el otro ginecología y en el centro, en la famoso habi-
tación del flameado ya descrita, donde se lavaban los cirujanos;
subían “la silla-potro de ejecuciones “, utilizada para sentar a
los pacientes de amígdalas-vegetaciones, porque el otorrino de
los viernes se negaba a extraerlas en la sala “multiusos” de la
primera planta.
Merece la pena que mis lectores tengan noticia de estos
hechos para que conozcan las circunstancias quirúrgicas en las
que nos movíamos.
Primeramente quiero que ustedes conozcan que los pa-
cientes de amígdalas y vegetaciones eran anestesiadas por los
propios otorrinos, costumbre implantada desde la inauguración
de la clínica y a la que yo, lógicamente no me opuse, ya que si a
mí algo me sobraba era trabajo. Eso sí; exigían que en la clínica
estuviese siempre un anestesista, por si surgía una complica-
ción con el cloruro de etilo o una hemorragia, ya que ellos más
que anestesiar con la mascarilla de Camus o Cramer, “daban
a oler” el producto y a velocidad supersónica efectuaban las

173
extracciones.
En segundo lugar no citaré nombres de cirujanos, todos
ya fallecidos, circunstancia explicable en los titulares de los
equipos, dado el tiempo transcurrido, salvo uno, muy amigo
mío: Valeriano Esteban García Vilela, y que hoy, a sus noventa
y un años se mantiene en perfectas condiciones físicas e inte-
lectuales. Ojalá siga conservándose así muchos años.
Volviendo a la famosa sesión de los viernes, el otorrino
de ese día, con muy buen criterio en mi opinión, quería estar
al lado de los quirófanos por seguridad suya y de sus pacien-
tes. Pero pueden ustedes imaginar el tráfico que se organizaba,
con los enfermos de los dos quirófanos, más la entrada/salida
de los niños amigdalectomizados, con sus toallas sangrantes y
chillando a todo pulmón, mientras yo corría del uno al otro,
tropezándome con el enfermero “portador”, el otorrino, la en-
fermera etcétera.. Algo inenarrable a lo que yo me negué desde
el primer día, llegando a un acuerdo con el cirujano y el gine-
cólogo, dos caballeros estupendos, por el cual uno de los dos
llegaría una hora más tarde, alternando semana, para dar tiem-
po a terminar las amígdalas del otorrino, que era muy rápido y
seguro.
Hasta que se produjo el acuerdo, comencé a practicar
una anestesia oportunista y que hoy, con los problemas médico-
legales, denominaríamos defensiva. Empecé a intubar sólo la
cirugía abdominal, que precisaba relajación, utilizando como
relajantes la curarina o gallamina, como inductor el Kemital y
la protección neurovegetativa con nuestra atropina. Como in-
halatorio, el único que teníamos: el éter. A veces, en las más
largas, que precisaban analgesia, dolantina, de cien miligramos
diluida en 10 mililitros de suero, administrada según necesida-
des.
Todas aquellas operaciones que no precisaban relaja-
ción: varices, fístulas, legrados, osteosíntesis etcétera, empeza-
ba con atropina y Kemital a dosis generosa, lo que me permitía
de entrada colocar una cánula de Mayo o Guedel, que impedía
la depresión mandibular y con el arnés fijar adecuadamente la

174
mascarilla al rostro del paciente, con la válvula rebosadero se-
miabierta , según necesidades, en el ROMULUS.
Con el OMO, la válvula de no reinhalación funcionaba
perfectamente en la respiración espontánea. Cuando el paciente
comenzaba a respirar espontáneamente podía ir al otro quiró-
fano, donde la relajación con ventilación controlada precisaba
de mi mano. La enfermera circulante de quirófano me avisaba
si surgían problemas y eran precisamente los cirujanos los más
que avisaban diciendo la famosa y preocupante frase de “¡san-
gre negra!”. Yo me ocupaba inmediatamente del tema (la proxi-
midad de los quirófanos era un factor de seguridad que eché
de menos en épocas posteriores y con mejores instalaciones
hospitalarias).
Como es comprensible, todos estos pacientes en respi-
ración espontánea eran programados y estaban en ayunas desde
la noche anterior.
El porqué de esta anestesia oportunista o defensiva es
fácil de comprender. Las únicas manos anestésicas de la clínica
eran las mías y los cirujanos lo que querían era terminar lo an-
tes posible y casi ninguno comprendía los problemas ajenos.
Un cirujano, de cuyo nombre no quiero acordarme, se
enfadó conmigo en un momento en el que yo reanimaba a un
paciente difícil, porque tenía que empezar a operar, ya que tenía
mucha prisa. Le dije con toda corrección que tenía que esperar,
ya que la seguridad del paciente que estaba reanimando era lo
prioritario. Me contestó que él no tenía porqué saber de mis
problemas y “que no quería esperar”. Me brotó la indignación
de forma incontenible y con mis frases más duras aprendidas
en el Madrid de la posguerra, le dije que se marchara y habla-
ra si quería con el director. En aquel momento comprendí que
estaba sólo. Sentí la tremenda soledad del anestesista, nadie
habló para defender mi postura, pero el indeseable calló y
esperó.
Con esta técnica y la ayuda estupenda de mis compañe-
ros residentes, conseguí defender dos quirófanos simultáneos
de forma más rápida y segura, al no tener que revertir tantas re-

175
lajaciones y, por tanto, intubar menos pacientes, con su cortejo
de aspiración de secreciones etéreas y despertares más largos.
De todas formas el dormir a los pacientes con éter, era
largo y dificultoso. Lo que pasa es que la necesidad agudiza el
ingenio y aprendí a hacer unos “enganches anestésicos” pre-
ciosos entre el barbitúrico inductor y la anestesia de base pu-
ramente etérea. Luego, a dormir la “borrachera” en la “camilla
de reanimación” del antequirófano, con el paciente bien sujeto
con aquellas maravillosas correas de tela y cuero de la época.
De ahí la importancia del hecho comentado en el ca-
pitulo anterior: la colaboración que me prestaron los médicos
residentes cuando empezaron a hacerlo, aunque fuese de forma
aislada. Mientras tanto, me fui arreglando con la colaboración
de la enfermera circulante y sobre todo la constante de los en-
fermeros de quirófano, que también sabían ayudar en una anes-
tesia con ventilación controlada. Nunca podré olvidar la ayuda
desinteresada de aquellos grandes enfermeros de quirófano,
como Alfonso Martel Quintana, Juan Doblado y Vicente Fer-
nández, desaparecidos hace años pero a los que quiero dedicar
mi más emocionado recuerdo desde estas líneas.
Quiero volver a retomar el tema del flameo del instru-
mental en la intermedia de los dos quirófanos, para indicar que
se hacía con la mayor seguridad posible, siempre que no se
estuviese operando, ya que el peligro de propagación de las
llamas producidas por el flameo del alcohol a los vapores del
éter anestésico en quirófanos, mezclados con el oxigeno de los
aparatos anestésicos, hubiese producido una explosión catas-
trófica de consecuencias imprevisibles.
Los flameos solían hacerse a primera hora de la ma-
ñana o al caer la tarde, al concluir las intervenciones y era un
espectáculo digno de verse y que recordaba la intervención de
los bomberos para sofocar el fuego de las fallas valencianas.
El instrumental bien lavado y seco con paños o sábanas,
se colocaba a lo largo y ancho de la vieja mesa metálica, me-
dio achicharrada y “amarronada” por el fuego. Se regaba con
alcohol y con la ventana que daba a las terrazas, sucias y llenas

176
de huesos secos, del taller de Maestro Augusto ( q.e.p.d.), bien
cerrada, se lanzaban dos cerillas encendidas desde los extremos
opuestos de la mesa y las llamas azules y purificadoras del al-
cohol subían casi hasta el techo. Concluida la incineración, dos
enfermeras o auxiliares con dos sueros fisiológicos de 500 mi-
lilitros procedían a regar el instrumental para su enfriado y con
unas grandes pinzas esterilizadas se introducía el instrumental
en cajas metálicas, igualmente esterilizadas por el mismo pro-
cedimiento y listas para su uso.

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178
XXVIII.- SISTEMATICA Y ANECDOTARIO DE LA CLINI-
CA DE LUGO.- EMPIEZAN MIS ANESTESIAS EXTERIO-
RES. MI PRIMERA SIMULTANEA EXTERIOR.-

En la primera quincena de junio había hecho nada me-


nos que setenta y cinco anestesias, que promediaban una media
de cinco diarias, contando con que los sábados y domingos sólo
se hacían urgencias. Estos promedios, con el paso del tiempo,
se quedarían pequeños.
En lo referente a los cirujanos he de decir que la ma-
yoría eran profesionales competentes, unos más que otros, con
una minoría inquietante y peligrosa. Por todo ello, en lo posi-
ble omitiré nombres, ya que aquellos fueron unos tiempos muy
especiales y mi afán es narrar lo vivido sin citar a nadie, ya
que todos, y yo me incluyo, tuvimos que tomar decisiones que
hoy día ni se nos hubiesen pasado por la imaginación. Más que
especiales, fueron heroicas en muchos casos y gracias a Dios
salieron bien en la gran mayoría de los casos.
Intubaba lo imprescindible: la cirugia que precisaba re-
lajación. Con la mascarilla, arneses, cánulas de Guedel y mis
“enganches” kemital-éter resolvía la cirugía periférica. Prote-
gía, eso sí, con cuidado, los ojos de mis pacientes ya que los ga-
ses etéreos y la desecación ocular producían conjuntivitis muy
rebeldes al tratamiento. Lo que echaba mucho de menos era el
fluothane, que hubiesen facilitado mucho mis anestesias, tanto
infantiles como las del adulto.
Cuando se lo nombraba al bueno de Don Alfonso, que
parecía tan suave, se ponía como una pantera, ya que le habían
hablado del precio del frasco de 250 mililitros. -¡Coño, Martel.
Si un frasco de ese fluothane tuyo, sale casi tan caro como tu
sueldo!.
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Y tenía razón el “dire,” en cuanto a dinero. Mi sueldo
era de unas cuatro mil pesetas y la botellita costaba tres mil y
pico pelas. En fin, esos eran los criterios económicos de los
inspectores médicos que dirigían el seguro de enfermedad por
aquellos tiempos. Desconocían la medicina moderna y su pro-
greso. Siempre acababa nuestras conversaciones con el argu-
mento ya conocido:-“En la nueva Residencia Sanitaria tendrás
de todo”.
Por las tardes, empezaron a llamarme de la Clínica de
Urgencia para operar traumatología del seguro de enfermedad.
También accidentes de trabajo y circulación, que a veces se
mezclaban con urgencias tocológicas y ginecológicas.
La citada clínica estaba en la calle León y Castillo, al
lado del cine Royal, hoy cerrado, y entonces uno de los princi-
pales de la ciudad.
La clínica estaba en un pequeño edificio de dos plantas
con quince- 20 camas en servicio. En la planta principal había
una pequeña sala de curas, un despacho de médicos, una recep-
ción y al fondo de un estrecho pasillo un quirófano minúsculo,
donde se hacían las intervenciones, principalmente, como he
dicho, de traumatología y tocoginecología.
En la segunda planta había 4-5 habitaciones individua-
les y en un sótano, dos o tres habitaciones colectivas, con unas
diez camas. Era lo más pequeño en instalación sanitaria que
había visto en mi vida. Cuatro o cinco médicos eran sus propie-
tarios y subsistió como tal hasta el principio de los setenta, en
los que se trasladó a un edificio hotelero situado frente a la casa
del Marino, en la zona portuaria y hoy en día, se ha transfor-
mado en una de las principales clínicas de la ciudad, con unas
150-200 camas.
Recuerdo que mis primeras anestesias fueron en las dos
especialidades citadas, un cupo de traumatología y pacientes
de urgencia tocológicas y ginecológicas (cesáreas, legrados
y algún embarazo ectópico) . Los accidentados llegaban en
abundancia a esta clínica, cuyo nombre:”de Urgencia”, fue un
acierto indudable.

180
En el quirófano había una cabeza de King-Boyle, con
su circuito circular y correspondiente cal sodada, un rotámetro
de gases con su vaporizador de éter y una bala de oxigeno. Te-
níamos también un sistema de vaivén o “to and fro”, que utilicé
muchas veces conectado a citado aparato
Como novedad en reanimación tenían un aparato “Baby
pulmotor” de la casa Dräeger, dotado de un sistema automáti-
co de ventilación a presión, con su pequeña mascarilla y dos
manguetas conectadas al aparato. Su manejo era muy sencillo
ya que abrías su mando y aplicabas la mascarilla a la carita
del lactante, levantando su mandíbula y de forma automática
ventilabas al recién nacido a una frecuencia alta de 25 o más
respiraciones por minuto. Este aparato me fue muy útil en las
cesáreas, fórceps y ventosas que tuve que anestesiar en dicha
clínica, ya que la mayoría de los recién nacidos precisaron re-
animación respiratoria y después de ser convenientemente aspi-
rados les aplicaba el “Baby pulmotor” con buenos resultados.
Puedo decir que en los años que anestesié en la Clínica
de Urgencia, tanto el personal médico como auxiliar me ayu-
daron siempre con compañerismo y eficiencia.
Cuando empecé a trabajar en clínica San Roque, en-
contré otro “Baby pulmotor” en su servicio de tocología y que
llegué a manejar en pequeños traumatizados graves, proceden-
tes de desgraciados accidentes de circulación. Pero esta es otra
historia.
Precisamente, fue en la Clínica de Urgencia donde tuve
que realizar mi primera simultánea exterior con la clínica de
Lugo.
Un mediodía y cuando mi compañero José Luis había
marchado a su radiología, en la policlínica situada frente al
Hotel Metropol, me llamaron urgentemente y nunca mejor di-
cho, ya que tenían una cesárea con grave compromiso materno-
fetal.
En aquel momento se había iniciado una colelitiasis en
quirófano y me comentaron que Don Casimiro, anestesista de
la clínica, estaba ilocalizable. Le dije al tocólogo cual era mi

181
situación, con una paciente anestesiada. Me pidió por favor,
que le solucionase el problema. Luis y Rafael estaban también
ocupados. Les comenté a los cirujanos cual era mi situación y
mi compañero, Juan Pedro Marañés, me dijo que si dejaba a
alguien dándole a la bolsa respiratoria y en esto el enfermero
Juan Doblado era un experto, él me defendía la situación hasta
mi regreso. Juan Pedro estaba ayudando y era un experto oto-
rrino que sabía intubar y reanimar un paciente: un auténtico
“médico todoterreno”.
Recuerdo que me dijo:- Yo te la mantengo dormida has-
ta tu regreso, con el éter funcionando. Le reforcé el relajante y
salí disparado. No tenía coche pero cogí enseguida un taxi y
en dos minutos estuve en la clínica de urgencia. Entonces no
había móviles, pero el tráfico era una delicia.
Cuando llegué ya me tenían preparado el Kemital y la
atropina. Cargué cincuenta miligramos de succinilcolina. La
enferma estaba “pintada” y con los paños puestos. La coma-
drona, Doña Andrea, consolaba a la parturienta. La vena estaba
lógicamente canalizada y en un minuto la paciente estaba dor-
mida y los tocólogos abriendo, mientras yo intubaba. El niño
salió mejor de lo que todos esperaban y con una buena aspira-
ción de secreciones y dos viajes de “Babypulmotor”, empezó
a llorar mientras Domingo Hernández, el enfermero, le daba al
balón y yo le ponía una “diócesis”(1) de gallamina a la paciente
y abría el éter.
Mi taquicardia aún no había cedido, y con mis testícu-
los, “traccionados hasta el cuello por el famoso ligamento de
Tello”, llamé a la Clínica de Lugo para ver cómo marchaba la
vesícula. Todo O.K. y me preguntaron qué había sido, si niño o
niña (¡menudo cachondo el Juan Pedro!) y que ellos estaban re-
visando para iniciar el cierre. Respiré profundo y comprobé que
en la cesárea ya habían cerrado el útero, que se contraía bien.
Retiré el éter cuando iniciaron cierre de planos y a los pocos
minutos la paciente empezó a respirar espontáneamente. Con
un miligramo de prostigmine mezclado con medio miligramo
de atropina, aseguré la reversión de los relajantes repolarizan-

182
tes (en este caso, dos ampollas de flaxedil: 80 miligramos).
Con la paciente recuperada, me puse el pantalón y la
chaqueta encima de mi pijama blanco e inicié “el vuelo de re-
greso” a mis bases. Cuando llegué al quirófano de mi Lugo,
la operación había concluido y el cachondo de mi amigo con
mayúsculas, Juan Pedro, me dijo:
- Mañana no vengas y que anestesie Juan, que ventila
tan bien como tú. Risas, coñas y alivio. No le habían puesto más
relajante y estaba empezando a querer respirar cuando iniciaron
cierre por planos. Juan Pedro le había quitado el éter cuando
me sintió entrar y yo me senté en un taburete para esperar que
se despertara, inyectando prostigmine y atropina a “diócesis
apropiada”. Juan Pedro se despidió desde la puerta: -¡Adiós,”
gilipingas”!. Yo le respondí: -¡gracias” mamoncete”!.
A las personas, con “buen rollo” como se dice ahora,
casi cincuenta años después, las nombro porque demostraron
“lo que hay que tener”, como dijo “la Susana” en la verbena de
la Paloma.

(1). El término castizo “diócesis”, rememorando esencias episcopales y re-


ferido a dosis medicamentosas, empecé a oírlo en Madrid, en el Hospital
Clínico de San Carlos, en las salas de Patología quirúrgica, donde hicimos
nuestras prácticas de esta asignatura.

183
184
XXIX.- REFLEXIONES SOBRE LO RELATADO. CENTRO
MATERNAL DEL PUERTO. SIGUIERON UNAS CUAN-
TAS SIMULTÁNEAS HASTA MARZO
DEL 64.-

R ecuperada perfectamente la paciente de vesícula, me


fui a comer a mi habitación de residente. Eran cerca de las tres
y media de la tarde y me sentía realmente cansado. La comida
estaba fría, pero el vaso de vino tinto, de origen indefinido, me
levantó el ánimo. Y digo de origen indefinido ya que nadie nos
había revelado su procedencia. Seguro que no era canario, ya
que la administración se lo compraba a Fermín, el tendero de
enfrente, que era una institución para la clínica por su carác-
ter bondadoso y campechano y nosotros, la clínica, una buena
fuente de ingresos para él, ya que era el suministrador oficial de
los alimentos que se consumían en la misma.
Por tanto, los 56 pacientes de la clínica ( muchos a dieta
y en ayunas), la enfermera jefe, el administrador, el médico
residente y el capellán, estábamos “alimentados” por Fermín.
Don Francisco, el capellán, era una bella persona al que llama-
ban cariñosamente “Don Pancho potaje”, por las manchas que
a veces lucía en su vieja sotana y que él procuraba borrar a toda
prisa cuando se lo decían. El personal no se cortaba para decir-
le:- ¡Don Francisco, tiene una mancha de potaje en la sotana!.
En cuanto al vino, que no estaba mal, gustaba tanto a
mi amigo Pedro, el administrador, como a mí y a Don Pancho.
Fermín nos decía que lo compraba “a granel” y que el mayoris-
ta le decía que era “vino peninsular” y se reía, con su retranca
canaria característica, el muy cachondo. Siguió siendo provee-
dor en el Hospital del Pino, a partir de abril de 1964.

185
Caí agotado en la cama. La tensión de estar en dos ope-
raciones simultáneas y en dos clínicas distintas, nunca había
entrado en mis cálculos. Realmente la suerte estuvo en que
nada se complicó y que todo salió bien… pero ¿Y si la cesárea
se hubiese “torcido” con una atonía uterina u otra circunstan-
cia imprevista?. Con estas cavilaciones caí en profundo sueño,
del que me desperté sobre las siete de la tarde. Fui a quirófano
donde José Luís estaba anestesiando un legrado uterino, que
siempre hacíamos con atropina, Kemital y mascarilla y si se
prolongaba, abríamos un poco el éter. Me dijo que le habían
informado de la aventura mañanera y que al saber que estaba
durmiendo, había iniciado el legrado con la tranquilidad de sa-
ber que yo estaba en la clínica.
Se lo agradecí en el alma y le comenté lo vivido. Es-
tábamos a finales de julio y mis anestesias llegaban ya a las
doscientas. Me alegraba que la habilidad y conocimientos de
José Luis fueran en aumento. Había comenzado sus “pinitos
anestésicos” a finales de junio y seguramente alguna que otra
mano en simultáneas me tendría que echar desde esta fecha
a la esperada inauguración del Pino. Al concluir la anestesia,
bajamos a la oficina a charlar con nuestro amigo José Antonio
Esquiroz, administrativo del I.N.P. que por las tardes acudía
a reforzar el trabajo de los miembros de la “oficina siniestra”,
bautizada al alimón con este nombre por Juan Pedro y yo.
Este nombre parodiaba a la célebre de “la Codorniz”,
la revista satírica que dirigió Alvaro de La Iglesia (décadas del
cuarenta al sesenta), ya que sus condiciones de pequeñez, de
falta de ventilación directa y el número de trabajadores que
la ocupaban por la mañana: siete, con administrador incluido,
imitaban en todo a las condiciones descritas en las viñetas de
Evaristo Acevedo. Los días de calor, que eran con mucho los
dominantes, hacían agobiante un ambiente de por sí relajado
por la buena armonía que siempre hubo entre todos sus miem-
bros, suavizado, eso sí, por un ventilador, que levantaba las
hojas de papel de las mesas, pero imprescindible por todo lo
expuesto. Los nombres de Pérez Silva, Chano Trujillo, Agus-

186
tín Monzón, González “Pínilla”, Lucas Cuadra, Eladio Bueno
“Yayo” y Pedro Martínez Mayoral, su administrador, siempre
estarán unidos al nombre de la inolvidable Clínica de Lugo.
Una mañana estábamos operando una señora con un
quiste gigante de ovario, que dilataba su vientre de forma ex-
traordinaria. El ginecólogo calculaba un peso superior a los
seis quilos. Le recomendé, al abrir peritoneo y comprobar que
se trataba de un quiste de contenido líquido, de los llamados
“quistes de chocolate”, que aspirara su contenido con la mayor
suavidad, ya que la descompresión brusca de la cavidad abdo-
minal podía provocar trastornos circulatorios importantes.
El ginecólogo, al comprobar la gran presión del con-
tenido quístico, quiso hacer una perforación en la pared del
mismo, protegida por una sutura en bolsa de tabaco, pero al
pinchar para hacer dicha bolsa, el líquido brotó por el orificio
a una presión tremenda, en surtidor, llegando hasta el techo e
inundando totalmente el suelo de quirófano. Menos mal, en lo
que a mí se refiere, que hacía 4-5 días había estrenado unos
zuecos solicitados a la dirección, ya que si hubiese estado con
zapatos los habría tenido que tirar. No hubo ningún problema
circulatorio y el ginecólogo procedió a ligar el pedículo del
ovario afectado por el enorme quiste.
En ese momento apareció en la puerta de quirófano, Pi-
nilla, con un folio totalmente empapado con el líquido “acho-
colatatado” del quiste, que había atravesado el suelo de quiró-
fano y había inundado parcialmente la oficina siniestra. Con
rostro muy serio, se dirigió a nosotros y nos dijo: -¿Cómo voy
a mandar a Madrid este pliego con las nóminas del personal y
que ustedes me lo han empapado con este líquido asqueroso?.
¡No van a cobrar ustedes este mes!.
Pasado el momento de sorpresa, la risa brotó sana y es-
truendosa en todos los que estábamos en quirófano, viendo a
Pinilla con aquel pingajo de papel colgándole en los dedos y
una sonrisa pícara en su cara.
Aquella fue una anécdota que se comentó durante mu-
chos años y que ponía en evidencia la falta de condiciones

187
quirúrgicas y arquitectónicas de nuestra Clínica de Lugo. Pero
creo que mereció la pena vivir estas situaciones que sucedieron
tal como las cuento y de las que aún quedamos algunos que las
podemos relatar.
No quiero dejar de mencionar a Pinilla, que sigue vivo
hoy en día a Dios gracias, que además de administrativo era
practicante ayudante de un equipo de urología. Y lo más sim-
pático era que su urólogo jefe le había dispensado de sus obli-
gaciones de instrumentista a cambio de que operara de fimosis
a los pacientes de su cupo, que remitía con su parte correspon-
diente a la clínica. Una mañana pude presenciar como hacía
de forma perfecta una circuncisión a un paciente que le había
remitido su jefe.
Según llegaba el paciente y si había quirófano libre lo
subían y le invitaban los enfermeros a lavarse la región pu-
denda en el retrete de la segunda planta. Si alguno se resistía,
le pegaban dos gritos y cuatro coños y bien que se lavaba. Lo
pude comprobar con un señor mayor que rezongaba y al que
Juan Doblado le obligó a lavarse con un imperativo -¡lávate la
pinga coño! que no admitió réplica.
El espectáculo era ver operar a Pinilla, que subía con su
camisa y su corbata (en los años sesenta, un hombre sin corbata
era un jardín sin flores). Se remangaba las mangas de la camisa
y la corbata se la introducía entre los botones de la misma. Se
ponía un mandil de plástico largo que le llegaba a los pies y se
lavaba cuidadosamente las manos, como es preceptivo. Pintaba
el campo y con maestría hacía su anestesia local. Ponía los pa-
ños y sin ayudante, con el enfermero al lado y conmigo aquel
día de espectador curioso, realizó perfectamente la circunci-
sión, agradeciéndome que yo me pusiera los guantes para coger
la tijera y cortar los puntos de catgut que iba dando.
Concluida la intervención y una vez despojado de sus
guantes y mandil, se bajaba las mangas de la camisa y reponía
a su posición normal la corbata, incorporándose a su puesto de
oficinista. Como final quiero decir que Pinilla había sido un
gran futbolista del Victoria, equipo puntero de la ciudad y había

188
jugado en los años cuarenta como extremo en la primera Divi-
sión española, creo que en el Español o el Betis, no lo puedo
precisar. Pinilla, por sus condiciones humanas y polifacéticas,
es una persona que merece la pena recordar con admiración y
respeto.
Después de las anécdotas simpáticas y auténticas de
nuestra clínica se hace cuesta arriba hablar del Centro maternal
del Puerto, pequeño centro de unas diez o doce camas de finan-
ciación al parecer municipal, pero concertado con el Seguro
de enfermedad para pequeña cirugía tocológica y ginecológica
(legrados) y atención de partos no complicados, con un OMO,
medicación anestésica, una caja de legrados y material de sutu-
ra para episiotomías. Pero nada más.
Anestesié unos cuántos legrados al ginecólogo direc-
tor, que operaba su cupo en la clínica de Lugo y le comenté que
en estas condiciones poner en marcha un parto, con las situa-
ciones imprevisibles que pueden surgir en su curso, podían ser
muy peligrosas para la madre y el feto.
La contestación del tocólogo municipal me dejó hela-
do. Me dijo que si la situación se complicaba, se pediría una
ambulancia o cualquier tipo de vehículo (¡un taxi!) para eva-
cuar la paciente a una clínica dotada o a la residencia del Segu-
ro.
El tiempo me daría desgraciadamente la razón. Una ma-
ñana al mediodía, un taxi a toda marcha con el claxon sonando
de forma continua, nos avisaba que una urgencia grave nos lle-
gaba. Los dos quirófanos estaban funcionando y la camilla nos
subió una paciente colapsada por una hemorragia” postpartum”
muy grave.
La tendimos en la mesa de flameo. No se palpaban
pulsos periféricos y estaba en coma profundo. La intubé so-
bre la marcha y la ventilé con un sistema de vaivén que me
había montado con material sobrante de la clínica de urgencia.
Mientras una enfermera le daba al balón con oxígeno puro, lo-
gré pincharle una yugular y ponerle un suero a toda marcha,
mientras mandaba llamar al transfusor de guardia. Llamaron al

189
tocólogo responsable del centro maternal del Puerto, de donde
procedía la paciente. Un cirujano general abría abdomen a la
desesperada, para ligar lo antes posible las uterinas. Al abrir
peritoneo, salió sangre en cantidad y comprobaron que el útero
estaba roto. La paciente ya estaba muerta y no se pudo hacer
nada por ella.
Lo relatado indica que nunca puede montarse una ma-
ternidad sin elementos quirúrgicos y dotación precisa para
atender rápidamente cualquier emergencia y esta tragedia llevó
al cierre del centro citado.
Recuerdo esta desgracia para que mis lectores com-
prendan los malos tragos que nos tocó vivir a los médicos, pre-
ferentemente a los anestesistas, en aquellos años sesenta.

190
XXX.- EMPIEZO A CONOCER OTRAS CLINICAS. MI
EXPERIENCIA EN ANESTESIA CARDIACA PRIMITIVA.
EDEMA DE PULMÓN
POSTRANSFUSIONAL.-

L legó el mes de octubre de 1961 y los preparativos de


boda se aceleraron. Mi novia, como todas las chicas de la épo-
ca, preparaba su ajuar (sábanas, almohadas etcétera). Pensamos
en una fecha adecuada, a primeros de enero, ya que debía mo-
ver los resortes para que mis compañeros pudieran sustituirme
al menos una semana, incluido el día de la boda y los primeros
días de enero tenían la ventaja de ser fechas sin cirugía progra-
mada, tanto en la pública como en la privada.
Ganaba lo suficiente para pagar un piso decente y cubrir
nuestras necesidades y mandar dos mil pesetas a mis herma-
nos solteros en Madrid, que tanto habían hecho por mí. Y es
que ocho mil pesetas a principios de los sesenta era dinero.
Con sueldos de mil y dos mil pesetas en trabajadores
sin cualificar y apenas tres mil y pico para los médicos ayudan-
tes de equipo. Mis compañeros me pagaban otras cuatro mil
por mi dedicación total (24 horas) a la clínica de Lugo, a la de
Urgencia, centro maternal del Puerto y maternal de San Ramón
(pequeña y simpática clínica a la que me llamaron muy pocas
veces).
En cuanto a los problemas quirúrgicos que surgían en
San José del Puerto, clínica en la que seguían anestesiando dos
veteranos practicantes y a la que tuve que acudir en algunas
ocasiones, cuando aquellas dos buenas personas se encontra-
ban con un paciente difícil y los cirujanos me lo pedían.
Luis, el jefe, solía ir, antes de mi llegada, para aneste-

191
siar los pacientes que se operaban de estenosis mitral con la
técnica primitiva de entrar a través de la orejuela a la aurícula
izquierda, con bolsa de tabaco previa; dilatando la válvula mi-
tral estenosada con el dedo. Tengo que decir que la mayoría de
pacientes mejoraban, pero fue una cirugía de mortalidad eleva-
da, ya que los pacientes que se operaban solían estar en condi-
ciones de gravedad extrema y la apertura de la orejuela, a pesar
de que la bolsa de tabaco se cerraba lo más herméticamente po-
sible sobre el dedo, provocaba siempre una hemorragia cardia-
ca importante y aunque el transfusor estaba al lado del paciente
con sus frascos y su molinillo manual. La secuencia cardiaca de
aquella toracotomía era de una tensión máxima, a pesar de que
su duración no solía sobrepasar los diez minutos.
Además tenías que tener el pulmón colapsado, para que
el cirujano pudiese maniobrar. Sangre y paciente se ponían
negros como la pez y los anestesistas de aquella época, el jefe y
yo, solíamos gritar: - ¡Necesitamos expandir el pulmón: la cia-
nosis es muy intensa!. El cirujano sacaba el dedo, tirando de los
hilos de la bolsa de tabaco para evitar la hemorragia y nosotros
expandiendo a toda prisa para recuperar la oxigenación……En
fin, estas situaciones estresantes que vivimos no las mejoran ni
Hitchcock ni Kubrick en sus más escalofriantes películas.
Queridos compañeros, hablar hoy en día de esta cirugía
primitiva, cuando no había unidades de reanimación ni se espe-
raban y las de intensivos ni se soñaban, resulta algo difícil de
creer, pero todo esto es tan cierto como el aire que respiramos.
Como es lógico, el despertar de los pacientes era un
auténtico tormento. Nos quedábamos horas con ellos en quiró-
fano, recuperando su respiración, con la angustia del dolor del
paciente al respirar, aunque éramos todo lo generosos que po-
díamos con la dolantina diluida, que le inyectábamos según ne-
cesidades y pensando como mandaríamos a un paciente así a su
cama hospitalaria, con oxigeno continuo procedente de aque-
llas grandes balas de 20 litros que había que estar reponiendo
con frecuencia. Los cirujanos torácicos, que habían empleado
los derivados del opio, cloruro mórfico preferentemente, con el

192
que conseguían una mejor analgesia, los habían desechado por
su efecto broncoconstrictor y depresor respiratorio, sustituyén-
dolo por la petidina (dolantina).
De los diez o doce pacientes que anestesié, sólo uno se
murió en quirófano, en el posoperatorio inmediato. La hemo-
rragia fue muy profusa ya que hubo que emplear un dispositivo
metálico llamado válvulotomo, que se insertaba al dedo como
un dedal, para dilatar una mitral muy estenosada y dura, que
no cedía a las maniobras digitales puras. El empleo de este dis-
positivo dilatador mecánico ensombrecía siempre el pronóstico
según decían los propios cirujanos. No llegó a recuperarse del
gran shock hemorrágico.
En Barcelona sólo pude presenciar una valvulotomía
mitral digital en San Pablo y el paciente falleció en los días
posteriores a la intervención.
Mi última estenosis mitral la anestesié en el Hospital de
San Martin, antiguo Hospital Provincial regentado por el Ca-
bildo Insular. Fue en 1964 y despertó una expectación inusitada
en el quirófano del viejo hospital, donde habían adquirido un
excelente aparato de anestesia, con su vaporizador de fluothane
incluido.
Recuerdo que la operación fue un éxito. La estenosis
mitral se resolvió digitalmente y muy pronto. La paciente a la
hora y media de concluir la operación marchó a su cama venti-
lando bien y relativamente tranquila. Se trataba del mejor caso
posible: paciente joven con discreta estenosis mitral, que cedió
fácilmente a la dilatación manual.
Mis primeros contactos en Las Palmas con el fluothane
fueron en 1962, en las clínicas privadas de Santa Catalina y
Cajal.
La clínica de urgencia fue la que más frecuenté en aque-
llos meses finales del año 61. Empecé a comprobar que en hora-
rios de mediodía me llamaban mucho y no sólo para urgencias
de tocología y traumatología, sino también alguna apendici-
tis o hernia estrangulada de la cirugía privada. Recuerdo que
mi primera simultánea, comentada en el capítulo precedente,

193
también coincidió con estos horarios. Al ver esto, comencé a
comer temprano, sobre las doce y media, hora en la que aún
José Luis no se había ido a su trabajo radiológico. Comía a toda
prisa la estupenda comida que hacía doña Carmen Alonso para
reintegrarme a quirófano antes de la marcha de José Luis, que
me cuidaba “la finca” mientras tanto.
Y es que mi simpático compañero, Don Casimiro, hom-
bre muy ocupado con sus menesteres anestésicos y transfusio-
nales, tenía una hora sagrada que era el “reposo del guerrero”:
su hora de la comida, ya que entre transfusiones, anestesias del
hospital Militar, San Roque etcétera, raro era el día que podía
dormir la noche entera. Esta hora sagrada de la comida la man-
tuvo toda la vida, hasta su jubilación. Vaya mi cariñoso recuer-
do para Casimiro, desaparecido hace pocos años.
Pero volvamos a nuestro relato. Conocida esta circuns-
tancia, procuraba estar comido, al borde del final de la jornada
normal, sobre las dos de la tarde, ya que con una cierta frecuen-
cia me llamaban “porque no encontraban a Don Casimiro”.
Yo hacía mi urgencia del mediodía y empalmaba con la sesión
operatoria de tarde, previo café que me tomaba en la esquina de
la calle Murga y esto con una frecuencia de dos- tres tardes por
semana en las que José Luis estaba de residente y me echaba
una mano en las urgencias que él podía resolver. Recuerdo un
par de tardes antes del cierre de Lugo, que tuve que marchar
a “mi clínica matriz” a anestesiar algún problema grave. En-
tonces eran muy frecuentes las úlceras de estómago perforadas
y con secuelas hemorrágicas. No existía aún medicación efi-
caz de prevención de la gastritis y de la úlcera gástrica y las
urgencias por perforación en pacientes, grandes fumadores y
bebedores, estaban a la orden del día. José Luis me llamó una
tarde, diciéndome que había un perforado sangrante y chocado
y que había que operarlo. Ya por la tarde, localizar a Casimiro
no era problema. Entonces se hacía cargo de la Clínica de Ur-
gencia, la suya, para poder desplazarme a realizar la anestesia
del paciente grave.
Recuerdo aquella tarde que vino a la clínica de Ur-

194
gencia para sustituirme. Marché a Lugo para anestesiar el
paciente con shock hemorrágico. Comenzada la intervención,
que solía resolverse en condiciones de urgencia con resección y
sutura de los bordes de la úlcera, y previo “análisis visual” de
la conjuntiva del mismo- ¡ni soñar con una analítica intraope-
ratoria en una clínica como aquella!, le dije a la enfermera que
llamase al transfusor de turno y ¡Oh casualidad, era Don Casi-
miro!. A los dos minutos, me llamó: ¡Te mando a mi enfermera
con dos frascos y los reactivos para grupo y Rh!. ¿Tú te haces
cargo, verdad?-. - ¡Claro, coño! le contesté.
La enfermera de Casimiro era muy guapa y simpática.
Rubia y con ojos azules, fue recibida con entusiasmo por el
equipo quirúrgico. Le dije de entrada: ¡Helena, estás mucho
más buena que Don Casimiro!-. Ella se rió con satisfacción al
ver que era tan bien recibida. Ya tenía canalizada una buena
safena, como en los tiempos de San Pablo. Todos sabemos que
las flebitis de esta vena se producen en pocas horas, pero para
resolver una urgencia rápidamente, como hemos repetido reite-
radamente, era la vena más asequible.
Mientras hacía el grupo y el Rh, me dijo sonriendo:
-¡Menos mal que te casas pronto. Así estarás cómo más tran-
quilito!. Risas y coñas de todos.
El paciente, con su sangre canalizada, se fue entonando.
Le dije a Helena que se fuese y me dejase el otro envase sanguí-
neo.. Si el paciente no lo necesitaba, lo guardaría en la nevera.
Los turnos de transfusión se organizaban entonces de
una forma que se prestaba a la picaresca. Cada transfusor te-
nía que suministrar veinte frascos de 500 mililitros, o sea 20
unidades. Una vez consumidos, pasaba el turno al transfusor
siguiente y a veces el relevo se producía en plena madrugada,
con el consiguiente trastorno para cirujanos, anestesiólogos y
seguridad de los pacientes. Eran normales estos cambios súbi-
tos, muchas veces en medio de una urgencia, lo que provocaba
situaciones anómalas, aunque ya el entrante estuviese sobre
aviso.
Yo fui víctima una noche del deseo de un impresentable

195
de acabar su turno a toda costa, aunque realmente la víctima
estuvo a punto de ser la pobre enferma.
Una madrugada estábamos haciendo una cesárea por
placenta previa en la Clínica de Urgencia, con hemorragia
muy grave y paciente chocada. Llamamos al transfusor que
canalizó su vena y empezó a darle al “ molinillo” (dispositivo
de Juvelé). Realmente era necesario. A la paciente apenas se
le detectaba pulso. Pero una vez extraída la placenta y el útero
bien contraído, la paciente empezó a recuperarse y a subir su
tensión de forma muy rápida. Comenzó a ponerse congestiona-
da y sudorosa. De repente, se hizo la luz en mi cerebro y le dije
al transfusor, que seguía dándole a la manivela con entusiasmo:
-¡Oye!, ¿cuántos frascos has pasado?, la paciente está hiperten-
sa y sudorosa!.
- ¡ Párate, que vamos a provocar un edema de pulmón!.
El muy bestia le había pasado ¡cinco frascos! y marchaba ya
camino del sexto. ¡ Dos mil quinientos mililitros en poco más
de media hora!. Le censuré su conducta y el muy cínico se jus-
tificó diciendo que era yo el que tenía que mandarle suspender
la transfusión. Muy cabreado le dije:¿terminaste el turno, ver-
dad?. Dijo un sí muy bajito. Comunicó el nombre del entrante
y salió en medio de un silencio ominoso.
¡Qué cabrón, que hijo de p…!. La cesárea terminó,
mientras la paciente inundaba el tubo salomónico del aparato
de espuma rosada, la terrible serosidad pulmonar que revela
que el corazón se muestra insuficiente ante la sobrecarga que
soporta. ¡El temible edema de pulmón se manifestaba con todo
su cortejo!.
La aspiré y abrí el oxígeno al 100%. Angustiosamen-
te pedí al tocólogo que me ayudara, cargando una ampolla de
digoxina de 0,5% en 10 ml de agua, mientras yo cargaba una
ampolla de de furosemida (seguril) y la inyectaba directamente
en vena. Valeriano y Ángela, los dos auxiliares nocturnos de
la clínica de urgencia, me ayudaban con la bolsa respiratoria y
trayéndome la medicación que les pedía. Habíamos inyectado
ya el diurético y el tónico cardiaco, cuando le inyecté cloruro

196
mórfico, con una jeringa donde había diluido 10 miligramos
en 10 ml de agua destilada o suero. Todo lo inyectamos por mi
vena, mientras retiraba la jeringa que había dejado en la gruesa
aguja de la transfusión, en otro intento más de disminuir la so-
brecarga, dejando fluir sangre por la misma. No era realmente
una sangría, pero salía generosamente después de colocarle un
compresor en el miembro.
Diluí otra ampolla de seguril (furosemida) en 10 mili-
litros y administré tres mililitros más. -¡Don Luis, mire usted
como mea la enferma!. En efecto, Ángela había cambiado la
segunda bolsa repleta de orina: 1.000 ml. en breve espacio de
tiempo. A la media hora, cesó el grave trasudado pulmonar y
la paciente comenzó a ventilar normalmente. Inmediatamente
taponé la vena gruesa al comprobar que la tensión se normali-
zaba, ante la indescriptible alegría de todos al ver que la joven
madre se salvaba.
La paciente se despertó tranquilamente y el tocólogo
y yo respiramos profundamente.- ¡Te invito a desayunar, te lo
mereces!, dijo Carmelo, el tocólogo.
Nos fuimos los dos a la plaza del mercado de Vegueta,
donde nos tomamos un café con leche y unos churros que nos
supieron a gloria. Eran las siete de la mañana, cuando termina-
mos el desayuno.
A continuación, el compañero tocólogo, Carmelo Ma-
rrero, me dejó en la clínica de Lugo. ¡ Experiencia tremenda,
con final feliz, la que habíamos vivido!.
Me duché y ¡a trabajar!. Trataría de dormir una buena
siesta por la tarde, con la satisfacción del deber cumplido.

197
198
XXXI.- SE VA ACERCANDO EL FIN DEL AÑO 1961.
LAS SESIONES VESPERTINAS Y NOCTURNAS DE LA
CLINICA DE LUGO.-

C reo que ya he descrito las sesiones operatorias de la


mañana en la histórica Clínica de Lugo. Mis técnicas anestési-
cas, si las comparamos con las que aprendí en Barcelona, sólo
diferían en el barbitúrico. Habíamos cambiado del Narcovenol
de la casa Miró ( Evipan sódico, barbitúrico oxigenado), que no
volví a utilizar más, al Kemital del muy importante laboratorio
inglés ICI. Este era un barbitúrico con azufre en su composi-
ción, de más fácil manejo al producir menos reacciones alérgi-
cas que el Evipan.
Yo nunca tuve problemas de este tipo con los dos bar-
bitúricos mencionados; ni con los que le sucedieron en el uso
clínico, tanto tiobarbital como pentotal, cuando ya marchamos
a la definitiva Residencia Sanitaria del Pino.
Seguíamos con las sempiternas atropina y prostigmine.
La primera como protector vagal fundamental de la anestesia y
con la que iniciábamos todas las intervenciones. La prostigmi-
ne como antídoto de los relajantes principales, los curarizantes,
al terminar la operación y como relajantes seguíamos con la
curarina como principal y el mioflex (succinilcolina), relajante
despolarizante de efecto rápido, para intubar con prontitud.
En cuanto a la gallamina (flaxedil de Specia o gallaflex
de Miró), era un relajante de las mismas características que la
curarina, con la ventaja, según el tipo de intervención, de ser
más rápido en sus efectos y en su eliminación, lo que la hacía
de elección en cirugías de pequeña y mediana duración (apen-
dicitis, hernias, etcétera), lo que disminuía, lógicamente, las

199
dosis de antídotos como la neostigmine y prostigmine. Hubo
otro antídoto de los relajantes repolarizantes, el anticude o edo-
fronio, que desapareció rápidamente del mercado por las temi-
das recurarizaciones que produjo su empleo, dada la fugacidad
de su efecto, según hemos comentado repetidamente. Empecé a
recibir la revista de la sociedad Española de Anestesia y Reani-
mación en los tres últimos meses de 1961, al ser admitido como
Socio de Número de la Sociedad, con fecha uno de agosto de
dicho año según figura en el documento amarillento que cuelga
en las paredes de mi despacho. Está firmado por Dionisio Mon-
tón como Presidente y Francisco Cantero como secretario y del
cual me siento orgulloso por todos los recuerdos que acuden a
mi memoria cuando lo veo.
Pero no nos dejemos llevar por la nostalgia y volvamos
a nuestro relato.
La gallamina, producía, en efecto, un aumento de la
frecuencia cardiaca, pero este aspecto no era preocupante, ajus-
tando a la baja las dosis de atropina. La gallamina era muy útil
para nosotros por su fácil dosificación y todas las ventajas antes
descritas.
Pero de una forma súbita y sin explicación desapare-
ció del mercado, según creo recordar, alrededor de 1964- 1965.
Una vez más funcionaron las extrañas leyes del mercado, como
describí en un capítulo anterior, que hacen desaparecer medica-
mentos útiles que son sustituidos por otros de un efecto similar,
pero de distintas características y en efecto, apareció en nues-
tra provincia el aloferín o alcuronio, del laboratorio Roche, y
desapareció la aludida gallamina, que apenas estuvo cinco años
entre nuestros relajantes de mayor uso.
La curarina experimentó también el camino del olvido,
y al año de la desaparición de la gallamina la histórica curarina
pasó a mejor vida, ya que fue sustituida con todas las ventajas
por el aloferín Roche ( alcuronio), con sus mismos efectos y
con la ventaja de la disminución de su tiempo de acción. En
menos de dos minutos el alcuronio o alil-nortoxiferina, alca-
loide del curare, producía una relajación de calidad similar a la

200
de la curarina, con menores efectos recurarizantes, que rever-
tían perfectamente con los antídotos conocidos.
Pero algunos años después, la aparición del bromuro
de pancuronio (pavulon del laboratorio Organon), relajante to-
talmente sintético, relega a segundo término al alcuronio y se
impone como el relajante muscular de efecto curare (repolari-
zante) más utilizado, a dosis de 0,1 miligramo/kilo de peso, en
toda Europa.
Por su efecto rápido (relajación al minuto o minuto y
medio de su administración) y su fácil reversión y eliminación,
se ha utilizado preferentemente hasta la década de los noventa,
fecha de aparición del atracurio (tracrium) y del norcurón, re-
lajantes que en el momento de mi jubilación estaban siendo los
más utilizados.
Los anestesiólogos de mayor experiencia, con una vena
bien canalizada y segura, inyectábamos primeramente la dosis
de pancuronio o atracurio y a continuación el barbitúrico, y al
terminar con el paciente dormido y tras dos o tres insuflaciones
de oxigeno, procedíamos a intubar sin dificultades, no preci-
sando de la succinilcolina para tal menester. Otros compañeros
preferían siempre intubar con el relajante despolarizante (suc-
cinilcolina), que les da una mayor seguridad. Ambas conductas
son correctas, teniendo siempre en cuenta que las intubacio-
nes difíciles se realizan mejor con succinilcolina, con la que se
consigue una mejor relajación mandibular, como he repetido
múltiples veces en capítulos anteriores.
Las sesiones operatorias vespertinas en la clínica de
Lugo estaban dominadas por las grandes operaciones de oto-
rrinolaringología: las laringuectomías subtotales o totales, que
en aquellos tiempos de los sesenta se empezaban a realizar en
nuestra clínica a los pacientes portadores de cáncer de larin-
ge.
Las hacíamos aquellas tardes en las que yo no tenía se-
sión operatoria en la clínica de Urgencia. El primer cirujano de
Las Palmas que me ocupó las tardes que yo tenía libres, para
realizar aquellas operaciones largas de al menos cinco horas,

201
fue Jesús Martínez Gálvez, gran otorrino y mejor persona. He
dicho lo de consultar lo de las tardes libres, porque la costum-
bre era la imposición de hora por el quirúrgico y el anestesista
que se buscara la vida y sus soluciones posibles. Con Jesús
siempre concertábamos previamente las tardes, sin problemas.
Un ejemplo a seguir.
Dada la duración excepcional de la cirugía, el transfu-
sor nos dejaba un par de unidades (1.OOO ml.) y si surgían
problemas yo le llamaría si lo necesitase.
Con la única ayuda de su instrumentista de equipo co-
menzábamos a las cuatro de la tarde y acabábamos sobre las
diez, con el paciente ventilando por su traqueotomía y nosotros
tomándonos una botella de Clipper, refresco de naranja muy
popular y una bandeja de galletas que nos mandaban desde la
cocina. ¡Nunca podré olvidar aquellas tertulias en el antequiró-
fano con nuestras galletas y refrescos!. Tertulias que servían
para controlar la recuperación del paciente y aspirarle conve-
nientemente sus secreciones. Jesús nunca se iba antes de la
doce de la noche, dejando al paciente despierto y recuperado.
Otro factor que acentuó nuestra complicidad fue la anes-
tesia sin éter. Jesús me comentó que había leído lo referente a la
anestesia con fluothane, que era una pena que no lo tuviésemos
ya, para poder utilizar el bisturí eléctrico. El éter se lo impedía
y eso alargaba indefectiblemente el acto quirúrgico.
Cuando le dije que podía hacerle una anestesia intrave-
nosa utilizando la hibernación farmacológica, como hacíamos
en Barcelona con neurocirujanos y otorrinos, experimentó una
gran alegría.-¡Coño, Luis, así podremos ir más rápido, usando
el bisturí eléctrico!.
A las dos horas largas, casi tres, hacíamos el cambio
de mi tubo traqueal con balón de taponamiento, por el tubo de
Montandón, acodado y especifico para laringuectomías, sin nin-
gún problema y profundizando anestesia para evitar maniobras
de rechazo peligrosas, con riesgo de broncoespasmo, temible
en este tipo de pacientes. Al final y con el paciente respirando
espontáneamente, cambio del Montandón por la cánula metáli-

202
ca de traqueotomía. Esto se hacía con el paciente prácticamente
despierto. Piensen que no había unidades de reanimación ni se
esperaban. Yo tenía siempre preparado un tubo de calibre me-
diano, adaptable a la cánula metálica, por el cual tuvimos que
ventilar más de una vez a presión, a un paciente con espasmo
bronquial, que solía ceder a la ventilación a presión y a la eufili-
na intravenosa, medicación que nos fue siempre muy útil. Entre
estas fechas y abril del sesenta y cuatro, que nos fuimos al nue-
vo hospital, calculo que hicimos unas veinticinco laringuecto-
mías, con buenos resultados en el posoperatorio inmediato.
Aprovecho estas páginas para rendir el homenaje que se
merece a este pionero de la cirugía grande de laringe en Gran
Canaria, gran médico y gran persona: Jesús Martínez Gálvez,
para satisfacción de sus hijos, ya que él no tuvo en vida los re-
conocimientos oficiales que mereció. Quiero recordar también
a su estupendo practicante-ayudante, Juan Reyes, buen amigo
mío con el que trabajé en el antiguo Hospital inglés.
Muchas fueron las noches de trabajo y urgencias en la
clínica de Lugo y no quiero dejar de recordar al enfermero y a
la A.T.S. nocturnos de nuestra inolvidable Clínica de Lugo, ya
que nunca descansaban, porque si estaban libres de operacio-
nes y cuando terminaban de lavar el instrumental, flamearlo e
introducirlo en las cajas, bajaban a la que yo llamaba “sala de
usos múltiples”, para “fabricar vendas de yeso”. Sí, fabricar y
lo digo bien.
Había un banco de madera largo en “usos múltiples” y
mientras la A.T.S. desenrollaba las vendas de gasa sobre el ban-
co, el enfermero con una paleta iba regando de yeso la venda
desplegada. Cada tres cuartos de metro de venda enyesada, la
enrollaban sobre sí misma y repetían la maniobra hasta con-
cluir esta operación de hacer la venda de yeso, que eran las
que entonces se utilizaban en las clínicas. Siempre recordaré
que estas vendas, al fraguar liberaban un calor que percibían
tanto los pacientes en su piel, como los que las colocaban.
Parece increíble pero es verdad. Entonces las vendas
de yeso no venían de fábrica. Había que hacerlas en las clínicas

203
y tengo que decirles que una vez aplicadas y fraguadas, eran de
una calidad muy superior a las que llegaron con el progreso. Si
sonaba un timbre, la A.T.S. acudía a la llamada y el enfermero
seguía con la tarea de fabricar manualmente aquellas antiguas
vendas de yeso, ya desaparecidas y olvidadas.

204
XXXII. 1962: DESPEDIDA DE SOLTERO CON LOS
MIEMBROS DE LA OFICINA SINIESTRA. BODA, CON
SIETE DIAS DE ASUETO EN AGAETE.

E n efecto, casi sin darnos cuenta se presentó diciembre


con trabajo al límite de mis fuerzas y deseando que llegase el
tres de enero de 1962. En primer lugar, mi deseada boda con
Estrella y en segundo, la luna de miel en Agaete con sus días
correspondientes de asueto.
Las urgencias se incrementaron en el último trimestre
y rara era la noche que no me levantaban: abdómenes agudos,
cesáreas, ectópicos, legrados de urgencia por restos placenta-
rios, etcétera, etcétera. Tenía contabilizadas en mi agenda, que
llevaba escrupulosamente día a día, ¡novecientas cincuenta y
ocho anestesias! Entre el uno de junio y el uno de enero del
año entrante, 1962, lo que da una media respetable de casi seis
anestesias diarias, incluyendo domingos y festivos.
Diciembre transcurrió entre el trabajo, las bromas de los
cachondos de la oficina siniestra y algunos de los compañeros
más amigos como José Luís, Jesús, Juan Pedro y su jefe, Vale-
riano Esteban, otro cachondo impenitente que me bautizó con
el San Benito de “la versión chula del “maúro”(1) de Telde”,
en alusión a mis orígenes grancanarios de “pura cepa” y mi
habla chulapa de Chamberí. Como es lógico, todas las bromas
versaban sobre mi futura boda, dudando si yo daría la “talla”.
¡Menudo grupo de cabrones!.
En la clínica de Lugo se anunció cambio de director, ya
que Don Alfonso Alonso presentó su renuncia “ante la inmi-
nente inauguración de la nueva Residencia”, al considerar que
para dicho puesto, en un nuevo hospital de casi cuatrocientas

205
camas, su compañero y también inspector médico, Don José
Miranda Junco, era la persona adecuada.
Pepe Miranda era un personaje muy elegante y atilda-
do, estando sin duda más preparado para dicha misión. Había
ejercido cargos políticos y era una persona diplomática que sa-
bía ser autoritario si la situación lo requería.
En lo que Don Alfonso Alonso, persona muy caballero-
sa, nunca hubiese tenido ningún porvenir era como futurólogo,
ya que aún transcurrirían dos años más para que el Pino se in-
augurase en Abril de 1964.
Una mañana de octubre y a la hora de la comida de mi
compañero Casimiro, me llamaron de la mítica clínica San Ro-
que y digo mítica por su antigüedad (finales de la década de los
veinte, principios de los treinta tuvo lugar su inauguración).
Dicen que la veteranía es un grado y, en efecto, ya había comi-
do y las intervenciones habían concluido.
En menos de veinte minutos estuve en San Roque, en
el corazón del histórico barrio de Vegueta. La clínica tenía su
entrada por la calle Dolores de la Rocha, a través de una verja
que daba a un pequeño y bonito jardín por el que se accedía a
la misma; una mansión de principios de siglo, con sus techos
altos y puertas de maderas de calidad. El quirófano estaba a la
entrada y la superiora me recibió amablemente, pasándome al
antequirófano donde estaban los lavabos. Me presentó a Don
José Ponce, pionero de la urología en las islas Canarias. Hom-
bre enjuto, de ojos azules y estatura mediana. Era uno de los
médicos más prestigiosos en la ciudad de Las Palmas.
Don José estaba serio y preocupado:- ¡Martel, le he
mandado llamar porque no conseguimos hacer una raquianes-
tesia a un paciente que tengo que operar de próstata!. Lo ha
intentado mi hijo Pepe y yo también, que antes no se me resistía
ninguna, pero el paciente está muy dolorido y quiere que le ha-
gan anestesia general. Don José me pasó de paisano al quirófa-
no. Todos estaban de calle y hasta elegantes, con sus chalecos
y corbatas.
Había un OMO como aparato de anestesia. Preparé mi

206
anestesia y reconocí al paciente, que estaba angustiado y llo-
roso por los pinchazos fallidos en su espalda, pero su estado
general era bueno y su tensión arterial normal.
Tendría unos setenta años y era de complexión fuer-
te. Don José me indicó que su operación no iba a durar más
de veinte minutos. Aparte del Kemital y la atropina, preparé
gallamina como relajante. Le canalicé una muy buena vena,
mientras tranquilizaba al paciente diciéndole que ahora no iba
a sufrir y que todo iba a ir muy bien. Comencé con la gallamina
a dosis generosa, y sin más dilación, el barbitúrico mezclado
con la atropina y a ventilar inmediatamente para intubar al mi-
nuto- minuto y medio. Don José no se separaba de mi lado,
observando todos mis movimientos mientras me decía:- Estoy
aquí por si usted precisa ayuda.
Cuando intubé sin dificultades, le dije:- Don José puede
usted lavarse cuando quiera y empezar su operación desde este
momento.
La monja, que creo se llamaba sor Teresa, me había
cargado el éter en el OMO y el agua caliente en el depósito
inferior, para su mejor evaporación.
Don José se puso un mandil largo de plástico que le
protegía desde el nudo de su corbata a los zapatos. Había re-
mangado las mangas de su camisa por encima de los codos. Se
lavó levemente las manos y en vez del clásico alcohol que los
cirujanos utilizaban antes de ponerse los guantes, se empapó
las manos con un antiséptico, de la casa Lilly creo recordar, el
llamado merthiolate.
Don José cogió el bisturí e hizo con rapidez y seguridad
la incisión suprapúbica. Realizó la hemostasia con pinzas y
catgut y entonces se puso los guantes para el despegamiento y
extracción manual de la próstata. Lo hizo a una gran velocidad
y después de revisar la cavidad y hacer hemostasia en algu-
nos puntos sangrantes, cerró planos a toda mecha. Yo al ver
su celeridad, cerré el éter cuando iniciaba planos musculares
y aponeurosis. Mientras cerraba, Don José me dijo:- Puede us-
ted quitarle la anestesia. Sonriente, le contesté: Ya lo he hecho,

207
Don José.
Mientras cosía piel, el paciente ventilaba espontánea-
mente y el despertar fue rápido y sin problemas. Le ayudaron
su hijo Pepe Ponce Caballero y el practicante José Morales,
hombre de gran competencia y un gran trabajador con el que
mantuve muchos años de buena relación profesional en San
Roque, la clínica que acabó siendo mi segunda casa y donde
concluí mi periplo anestésico. Pero esta es otra historia, que
hace reflexionar profundamente sobre la brevedad y levedad en
el paso del tiempo.
Don José me comentó, haciendo gala de su buena me-
moria, que había operado a mi padre en 1936 de un cáncer de
próstata y le recordaba como un paciente muy entero y lo que
sufrió hasta junio de 1937, fecha de su fallecimiento. -¡Don
Miguel, su padre, fue un paciente muy entero!.
-¿Usted era entonces un niño muy pequeño?. -Tres
años, Don José.
Le pedí a la monja me enseñase la aguja con la que ha-
bían intentado la raqui.
-¡Esto no es una aguja, es un instrumento de tortura!. Le
rogué a la monja que la diese de baja, para que nadie tuviese
la tentación de volver a utilizarla y seguir martirizando a los
pobres enfermos.
Llegó diciembre y entre el trabajo creciente y los prepa-
rativos de la boda, los días se hacían muy cortos.
Los cachondos de la oficina siniestra y mi compañero
José Luís organizaron mi despedida de soltero el día de inocen-
tes en un restaurante de Tafira, por encima del conocido Ben-
taiga. Mi tristeza era no poder organizar una boda en forma,
pero yo no tenía una perra y con adquirir cuatro muebles para
nuestro piso y pagar mi semana de luna de miel en el Hotel
Guayarmina de Agaete, tuve bastante. Decidí no dar participa-
ciones de boda ni comprometer a nadie
Lo comuniqué por vía oral, utilizando el término médi-
co, a todos mis compañeros de la Clínica de Lugo y al personal
sanitario de la misma, que lo comprendieron perfectamente.

208
Don Alfonso, José Luis, Jesús y algunos otros compañeros,
médicos y no médicos, de los que lamento no acordarme, me
hicieron regalos que nunca agradeceré bastante. Organizamos
en la clínica, aprovechando los buenos oficios de Carmita nues-
tra cocinera y de la entrañable jefa, Manolita Doñoro, en la
mañana del último día del año, un pequeño ágape al que yo
aporté las bebidas con la colaboración de Fermín nuestro pro-
veedor.
No quiero terminar sin dar referencia de la inolvidable
despedida de soltero. Como dice la canción canaria célebre:
“En Pirata nos fuimos al monte”.Nadie tenía coche y en “ pirata
alquilado subimos y en Pirata alquilado bajamos del monte”.
Como es lógico, a la bajada más alegres con las buenas copas
que nos tomamos. Me regalaron la fiesta y un pequeño bande-
rín firmado por todos, con las leyendas “Segura tiene la palma”
y “¡ánimo bichillo!”. Este lo guardo, ya amarillento y enveje-
cido entre los mejores recuerdos de mi vida: ¡Gracias Lucas,
Agustín, Chano Trujillo, “Pinilla”, Pérez Silva, Yayo, José Luís
y Esquíroz, que no estuvo presente porque tenía trabajo esa
tarde en nuestra querida e inolvidable oficina siniestra.
En Canarias se denominaban “piratas” a los coches que
se alquilaban libremente para realizar un trayecto, que podía
ser de ida y vuelta, fijando el precio, mediante negociación con
el responsable del vehículo. Tenían sus paradas en sitios prefi-
jados informalmente. El aparcamiento no era un problema en
aquella época. Todo esto desapareció hace más de treinta años,
con la insularización de los servicios de transportes y la eleva-
ción del nivel de vida, que hizo que casi toda la población ad-
quiriese sus coches particulares. El pirata fue el último vestigio
romántico de un antiguo sistema de transportes.
Mi boda se celebró un día lluvioso a principios de año,
un tres de enero de 1962 por la tarde. Quiero resaltar que un
día de lluvia, en Las Palmas, tanto ahora como hace cuarenta y
seis años, conseguir un taxi era empresa de titanes. Recuerdo
mi desesperación, vestido de “grillo” y llamando a las paradas
de taxis, sin encontrar ninguno.

209
Al final y al borde de la hora fijada por el cura, conse-
guimos uno que nos trasladó a la Iglesia, con el cura cabreado
en la puerta y pensando si nos habríamos arrepentido al final.
Le hice saber las dificultades imprevisibles surgidas por la llu-
via y el mismo taxi nos trasladó a los dos, incluidos los padri-
nos, a la iglesia. ¡Cualquiera le dejaba marchar!.
Boda, pequeña cuchipanda en casa de los viejos y el
mismo taxista- ¡Vaya tío cojonudo!- con el que quedamos ha-
cia las diez de la noche, nos llevó a Agaete, camino de nuestra
noche de bodas, donde nos esperaban con el grupo eléctrico
pendiente de nosotros, ya que aún no estaba electrificado el
valle de Agaete. ¡Qué tiempos más románticos aquellos!.
El vigilante de noche del Hotel, con una cara de ca-
chondo que a nosotros, primerizos y jovencitos, nos puso “co-
loraos”, que diría el castizo, nos dijo: -¡Tienen diez minutos
para desnudarse y meterse en la cama!. ¡ Hay velas y fósforos
en el dormitorio!. Hoy nos reímos, pero vaya cabrón con “pin-
tas” resultó el tal “portero de noche”. Total, siete días mara-
villosos de luna de miel en Agaete y en un hotel con aguas
ferruginosas para darnos fuerzas. Podéis imaginaros las coñas
de los “siniestros de la oficina”, con el hierro del agua y lo del
grupo electrógeno.
Regreso a las Palmas en la guagua (nuestro autobús ca-
nario), aprovechando que pasaba por la puerta del hotel una vez
al día. Estrenamos el piso y al día siguiente ¡a trabajar, pero ya
como hombre casado!.

(1). Maúro.- Paleto de la isla de Gran Canaria.

210
XXXIII.- LLEGA ANDRÉS. RUMORES DE INAUGURA-
CION DEL PINO. NOCHES DE LA CLINICA DE LUGO.

E mpecé a trabajar con ánimos renovados, pero con di-


ficultades de desplazamiento. Me sentía muy feliz viviendo con
Estrella, pero nuestro piso quedaba lejos de la clínica. Tenía
que coger dos guaguas para llegar a la clínica, lo que me obli-
gaba a levantarme muy temprano, al menos una hora antes de
la prevista. De todas formas, el inicio de mi actividad privada
en la clínica de Urgencia a finales de mil novecientos sesenta y
uno y algunas llamadas de San Roque, habían saneado ligera-
mente mi economía.
El comienzo de año empezó con más trabajo, tanto a
nivel de mañanas como urgencias de tarde-noche. De todas for-
mas, a pesar de haber cesado como médico residente, un par
de noches a la semana me quedaba a dormir (es un decir) en la
clínica de Lugo. Había que ayudar a José Luis y esperar que el
nuevo residente apareciese pronto.
A principios de febrero mi compañero de curso en Ma-
drid, Andrés Díaz, magnifico ginecólogo y gran amigo, ocupó
la plaza de médico Residente que yo había dejado vacante y
fue una gran ayuda, tanto para José Luis como para mí. Esto
significaba que mientras hizo tocoginecología en Madrid había
hecho sus “pinitos anestésicos”.
¿Qué significaba hacer pinitos anestésicos?. Muy sen-
cillo: en Madrid tampoco había anestesiólogos suficientes para
cubrir las 24 horas del día y Andrés, que empezó en la Materni-
dad de Mesón de Paredes, pasó después a hacer guardias en el
equipo de maternidad y ginecología del hospital Militar Gómez
Ulla y no les quedó otra alternativa a los residentes de Tocolo-
gía que adquirir nociones de anestesia para resolver legrados
211
uterinos y partos distócicos con ventosa o fórceps, tocándoles
la “china” a los residentes quirúrgicos de los sesenta tener que
hacer anestesias pequeñas y medianas a sus jefes, reservando
para los escasos anestesiólogos titulados las grandes interven-
ciones, como embarazos ectópicos, cesáreas, histerectomías
por complicaciones del parto etcétera..
Antes de llegar Andrés pasé por verdaderas situaciones
límite. Estar operando en San Roque, con José Luis en Lugo y
llamarme para una cesárea de la Clínica de Urgencia. y no en-
contrar apoyo en los otros dos miembros del equipo. No quiero
entrar en análisis pormenorizados, ya que aquellos años fueron
muy duros para todos. La llegada de Andrés significó un gran
refuerzo, ya que tanto por la mañana como por las tardes nos
resolvió muchas de las urgencias que no podían esperar: las de
su especialidad precisamente.
Algunas urgencias del Centro Maternal del Puerto y de
la Clínica de Urgencia, las resolvió como anestesista y tocólo-
go. Aprendió a perfeccionar su técnica de intubación conmigo,
al igual que José Luis. Ellos me dijeron que tenía buenas ap-
titudes como enseñante y yo podría decir que ellos eran unos
alumnos muy aventajados.
Todo esto aconteció hasta nuestra marcha al nuevo hos-
pital del seguro de Enfermedad: la Residencia Sanitaria Nues-
tra Señora del Pino.
Como es lógico, como ya dije en capítulos anteriores,
si surgía algún problema importante, me podían localizar te-
lefónicamente en clínicas o llamarme al cine, tema que acon-
teció varias veces. Unas veces era el acomodador el que me
avisaba. Les indicaba fila y butaca donde me encontraba. Otras
me avisaban por transparencia a través de la pantalla, colo-
cando un cristal con el mensaje, mientras la película seguía su
proyección:”Doctor Martel, llame a Lugo, San Roque” o a la
que me necesitase. Cuando estaba en casa, me mandaban un
taxista con el aviso, ya que la telefónica no tenía ninguna aten-
ción con los médicos y entonces un teléfono te lo concedían por
orden de petición rigurosa y podían tardar más de cuatro años

212
en instalártelo
¡Un auténtico tormento que tuve que sufrir hasta 1966-
1967! Increíble pero verdad. Esta era la España que teníamos,
imposible de comprender en la era de los móviles y ordenado-
res. El taxista era el remedio diurno- nocturno y para ello tuve
que instalar un timbre en la calle, con mi nombre, ya que no
había portero automático y tampoco se esperaban ni se pensaba
en ellos. Por la noche, se cerraban los portales y este era el úni-
co remedio si no poseías el necesario teléfono.
Hasta ahora he hablado de los anestésicos y relajantes
que fueron surgiendo en estos años, de sus dosis y empleos. A
partir de ahora trataré de relatar las anestesias que resultaron
más interesantes y que se desarrollaron en condiciones que es
difícil vuelvan a repetirse.
Recuerdo una obstrucción intestinal gravísima en un
niño de ocho años. La radiología intestinal simple era como el
célebre tango: “sombras nada más”. Las asas intestinales apa-
recían aumentadas de tamaño y con niveles de gases y líquidos
provocados por el íleo mecánico. El niño estaba en un puro
grito y empezaba a chocarse. Me llegó procedente del pinar de
Tamadaba, ya que su padre era guarda forestal del Pinar.
A primeras horas de la mañana y una vez que le hicie-
ron la radiografía simple descrita, le canalicé una buena vena y
tuve las dificultades lógicas para colocarle una sonda mediana
de lavado de estómago, ya que los líquidos acumulados en es-
tómago eran abundantes y una sonda fina hubiera sido insufi-
ciente para aspirarlos.
Garantizada la seguridad de la vía aérea, anestesié el
niño con una dosis adecuada a su peso.
Al hacer la laparotomía, el cirujano y todos los que es-
tábamos en quirófano vimos un espectáculo increíble:¡las asas
del intestino delgado tenían vida propia!, tenían un movimiento
reptante producido por centenares de gusanos, quizá más de un
millar: áscaris lumbricoides , parásitos corrientes en el intesti-
no humano, procedentes de los vegetales y frutas regadas con
aguas contaminadas con heces que contienen sus huevos y si

213
no se lavaban adecuadamente dichos vegetales y frutas, estos
huevos de áscaris se transformarán en los gusanos antes des-
critos y en este niño, criado en el campo, se habían desarrolla-
do en un número ingente que ahora ponían en peligro su vida.
Recuerdo que cogí otra vena y le puse corticoides en cantidad,
para prevenir el posible shock anafiláctico que podría producir-
se al manipular las asas y destruirse gran número de gusanos.
Realmente era terrorífico ver aquel intestino delgado.
El cirujano era un profesional competente, hábil y rápido: Fer-
nando Bello, hijo de Don Silvestre, uno de los pioneros de la
cirugía en la isla. Creo recordar que hizo una enterotomía alta
y pidió una gran batea metálica, donde iba depositando los ás-
caris que extraía en gran cantidad. El aspecto era repulsivo,
viendo aquellos gusanos blanquecinos, muchos de ellos de una
longitud superior a los veinte centímetros, como se retorcían en
la batea y luego en la palangana, que más tarde pidió Fernan-
do, ya que la batea se llenó enseguida, al ser insuficiente para
albergar aquella cantidad de bichos, que hacían chillar de temor
a las A.T.S. y auxiliares que lo presenciaban.
El niño respondió muy bien a la intervención y no hizo
ninguna reacción alérgica que enturbiase el panorama. Lo man-
tuve con gallamina a dosis adecuadas y 1% de éter con 1,5
litros de oxigeno con ventilación controlada, hasta el cierre por
planos, donde siempre cerrábamos el éter, dada su lenta elimi-
nación.
Durante la intervención, habíamos cambiado la sonda
de aspiración por otra más gruesa. El niño despertó sin pro-
blemas al terminar la operación. A las cuarenta y ocho horas,
recuperó su motilidad intestinal y el resto del postoperatorio se
desarrolló con normalidad.
Nunca he vuelto a ver un cuadro obstructivo por ásca-
ris. Fernando me comentó que su padre, Don Silvestre, tuvo
que operar dos obstrucciones por áscaris en adultos. Yo le ani-
mé a publicar el caso, pero no era “época de literatura”.
Hoy en día se riega con aguas depuradas y empleando
abonos adecuados. Por todo ello, las ascaridiasis son menos

214
frecuentes.
En cuanto a la eliminación de los áscaris, se decidió
ahogarlos en alcohol. Parece una coña, pero así se hizo. To-
dos estaban en la palangana y se les echó alcohol con cuidado
hasta que los cubrió totalmente y se tapó con una tabla, lo que
provocó comentarios cachondos:-¿Temen ustedes que alguna
lombriz sepa nadar y se escape?-. En nuestra querida e inolvi-
dable clínica de Lugo, todo tipo de bichos, tanto macroscópi-
cos como microscópicos, se combatieron siempre con alcohol
y flameo, con eficacia absoluta.
Siguió el ritmo intenso de trabajo y José Luís y Andrés
que alternaron hasta el cierre de la clínica las noches de guar-
dia, sólo me mandaban el coche cuando veían algo complicado.
Recuerdo que les previne acerca de las rigideces cervicales y
de la comprobación de la apertura adecuada de la boca, antes
de iniciar la anestesia, para no encontrarse con problemas im-
previstos antes de una intubación orotraqueal.
En los dos años que transcurrieron hasta nuestra mar-
cha, aparte las urgencias graves que ellos decidieron de entrada
no hacerlas, hubo un par de casos con dificultades para intubar,
que de esas hemos tenidos todos, en las cuales me llamaron de
urgencia por el sistema del taxi domiciliario. Uno de los casos
era una boca piorréica, siempre difícil para respetar en lo posi-
ble unos dientes movibles y salientes.
Y se dice “en lo posible”, ya que ante unos dientes en-
fermos, cuyo destino final es el cubo del dentista o la seguridad
del paciente, la elección es clara y terminante. Este caso fue
claro. En el primer intento de intubación, los dos incisivos bai-
lantes saltaron. .El resto de la dentadura estaba en las mismas
condiciones de precariedad. El compañero, con buen criterio,
puso unas gasas con agua oxigenada, empapadas y después
comprimidas, en los huecos de los alveolos dentarios, donde
apoyó el Guedel que le permitía ventilar con mascarilla a su
paciente al que mantuvo con éter-oxigeno, mientras pedía a la
enfermera de guardia que me mandasen a casa el taxi-avisador,
con el recado:-¡ qué venga urgente!-. En zapatillas y pantalón

215
sobre el pijama, salí a toda pastilla para la clínica, con el “liga-
mento testiculohioideo” pegándome unos tirones del carajo.
Cuando llegué a quirófano mis “compis” me tranquili-
zaron y me dijeron que el paciente estaba con “una ampolla de
Flaxedil”. El enfermo hacía fuerza, pero fue el propio cirujano
el que les dijo: ¡No le pongas más hasta que venga Luis!. Y
Luis lo que hizo al ver que no había relajación, inyectó 50 mili-
gramos de mioflex e intubó, apoyando la pala del laringoscopio
en las gasas sabiamente colocadas por mi compañero y alcan-
zar con el tubo las cuerdas vocales del enfermo. Todo terminó
bien, como en las películas románticas. El paciente tenía una
hernia incarcerada y el temor de mi compañero era la aparición
del vómito con el peligro de aspiración consiguiente. Ante lo
visto, comprendió que lo prioritario era intubar y después el
cuidado de la dentadura, pero elogié el que me llamase para
resolver las dificultades imprevistas.
Todo esto lo hablábamos sentados en la mesa del pa-
sillo de acceso al quirófano, que daba al gran ventanal que se
abría sobre el patio central de la clínica y ya relajados, una vez
concluida la operación.
Del exterior llegaban los gritos de las putas y de sus
clientes, tratando de ponerse de acuerdo sobre el precio del
polvo. Estábamos en una noche de sábado, a las dos de la ma-
drugada, noche con un cielo tachonado de estrellas en un mes
cualquiera del año 1962. Y es que una noche cualquiera, de
cualquier mes, suele siempre hacer buen tiempo en Las Palmas
de Gran Canaria.
Mercedes, la enfermera veladora de noche, nos había
hecho café, que en nuestra clínica de Lugo siempre se hacía
cargadito y mientras hablábamos de nuestros proyectos futuros
fue amaneciendo. Los rumores procedentes del exterior fueron
acallándose. Fuimos a desayunar a la churrería de Bravo Mu-
rillo esquina a Colmenares en el coche que Andrés acababa de
comprarse: ¡Luis, tienes que ir pensando en comprarte un co-
che!-. Tenía razón. Coger cuatro guaguas para ir y venir a la clí-
nica, con la consiguiente pérdida de tiempo robada al descanso,

216
era agotador. Así me lo propuse y lo hice al inicio de 1963.
Mientras me llevaba a casa me contó el caso vivido en
la clínica hacía dos noches. Dos marineros ingleses, borrachos
como cubas, irrumpieron en el patio de la clínica dando palma-
das y gritos:-¡Girls, Girls!- creyendo que se encontraban en la
mejor casa de putas del barrio.
La casualidad quiso que en aquel momento estuvieran
dos enfermeros (después llamados celadores) en el recinto: Es-
pino, de guardia y Juan Doblado de paso, después de tomarse
unas copas en casa de Fermín. Requirieron a los ingleses para
que se marchasen, pero estos se pusieron agresivos y mientras
Andrés me lo contaba, no podía contener la risa: ¡Sonaron dos
hostias como dos martillazos! -, y los ingleses fueron arrojados
a la calle como fardos. Se cerró la puerta a cal y canto y la
pobre Mercedes quería llamar a la policía, pero Espino y Juan
la calmaron:-¡Esto está resuelto!-. A la hora, Juan marchó a su
casa y en la calle no quedaba ni rastro de los ingleses.
¿En qué ciudad española había existido un Hospital del
Seguro de Enfermedad en pleno barrio de “las niñas que fu-
man”, como se había llamado finamente a las trabajadoras del
amor desde principios de siglo en la ciudad de Las Palmas?.
Esto sólo podía pasar en nuestra querida ciudad, como ya he-
mos contado en otro capítulo anterior.
Al rememorar todos estos hechos, casi cincuenta años
después, podemos afirmar que estábamos en las postrimerías
de este pintoresco y querido hospital provisional, la inolvidable
Clínica de Lugo.

217
218
XXXIV.-1964: APARECE EL EQUIPO DE INAUGURA-
CIONES DEL I.N.P. El SINDROME DEL CHANCRO
FANTASMA. DIECISIETE DE ABRIL DE 1964: INAUGU-
RACION DE LA RESIDENCIA SANITARIA NUESTRA
SEÑORA DEL PINO.-

T ranscurrió1962, sumidos en el torbellino del trabajo


continuo. ¡Otro año sin vacaciones!. Desde mi boda, a princi-
pios de enero, ni un día libre y así seguiríamos hasta el cierre
de Lugo, empalmando con el comienzo de la actividad en el
gran Hospital del Pino, pero de todo ello hablaremos a conti-
nuación.
En octubre de 1962 nació mi primer hijo, que fue ma-
cho, lo que los cachondos de la oficina siniestra consideraron
un buen augurio. -¡El primer hijo macho llega con el pan bajo el
brazo!- me dijeron la mañana del dieciocho de octubre, cuando
comuniqué la buena nueva a todo el personal. Se pidieron unas
botellas de Clipper de naranja y unas cuantas de sidra, ya que
Fermín no tenía cava. Se brindó por mi nuevo vástago.
Recuerdo las palabras de Fermín:- ¡Coño, Don Luis, el
cava sólo se vende en las tiendas finas de Las Palmas!. ¡Esta-
mos en el barrio de Lugo y a mucha honra!. Carcajadas y bro-
mas acogieron las palabras de nuestro inolvidable Fermín, que
entre otras virtudes tenía la de ganarnos los cafés jugando a los
chinos en el bar Droper. Primero a Pedro, Juan Pedro y al que
esto relata y más tarde, a mí, José Luis y Andrés. Estas partidas
históricas eran después de comer y Fermín, tanto con el primer
equipo como con el segundo tenía una habilidad innata para ju-
gar la última mano y ganarla, el muy puñetero. Y siempre decía
sonriendo socarronamente: -¡Si yo no sé jugar a esto!. ¡Eso,
219
ustedes, los peninsulares!. Y acababa descojonándose. Esto lo
decía desde los primeros tiempos, ya que tanto Juan Pedro y
Pedro lo eran y yo, por mi acento, estaba englobado en el mis-
mo grupo. ¡Dios lo tenga en su gloria!.
Para los que conocen Las Palmas, el bar Droper estaba
en la esquina de Castrillo con Angel Guimerá.
A comienzos del 63, según mis notas, el dentista Don
Antonio Avellaneda, hombre muy campechano con el que
siempre me llevé muy bien, apareció un día a pedirme que le
anestesiara los niños menores de cinco años para extracciones
dentarias. Le expliqué que el anestésico ideal para dichas ex-
tracciones rápidas, que era lo que Don Antonio pedía, era el
fluothane, pero no me habían montado los vaporizadores ade-
cuados ni me habían suministrado dicho anestésico inhalato-
rio. Le sugerí que hablase con los inspectores médicos, ya que
tres de las clínicas privadas (las más importantes), ya lo habían
montado. Pero en Lugo nunca habría fluothane.
Y aquí surgió el Don Antonio sarcástico y canarión,
que me dijo:-¡Caramba Luis, que agarrados son estos satélites
de Girón!. Y con cara más seria, me pidió que le resolviera el
problema, ya que los inspectores le habían negado la anestesia
para dichos niños y la verdad, en eso estaba de acuerdo con
él, era una putada sacárselos sin anestesia. Prometí estudiar el
problema y le dije que le contestaría al día siguiente.
La solución fue inyectar Kemital (5 miligramos/kilo
peso), mezclado con atropina (0,02 mgrs./ kilo peso) en jerin-
gas de 5 ml., preparadas previamente, ya que las sesiones serían
los jueves a las 8 de la mañana, porque a las nueve debíamos
terminar, para que empezaran los cirujanos..
Dada la pequeñez de los pacientes, ninguno superaba
los 5 años, la vía venosa elegida fue la yugular. Teníamos que
ir rápido y Don Antonio lo comprendió.
Comenzamos el jueves siguiente a las ocho de la maña-
na y Don Antonio organizó programas semanales de seis niños.
Con una enfermera de quirófano que me ayudaba con la sonda
de aspiración y jeringas, con uno de los expertos enfermeros

220
(hoy celadores), sujetando al niño y Don Antonio manteniendo
firmemente ladeada la cabeza del niño, pinchaba su yugular
y le inyectaba la dosis calculada. Don Antonio colocaba pre-
viamente el abrebocas lateral y con su instrumental más pe-
queño procedía a las extracciones previstas. Apenas teníamos
que aspirar. El mismo Don Antonio cohibía por compresión los
alveolos sangrantes y en seis o siete minutos, los niños desper-
taban, colocados en decúbito lateral y ligero Trendelemburg.
Generalmente terminábamos sobre nueve y cuarto o nueve y
media y mientras los cirujanos se lavaban, el quirófano queda-
ba libre.
No tuvimos problemas en el año y medio largo que las
estuvimos haciendo. Aunque fuesen muchas las piezas, todas
eran de leche y su extracción era rápida. Algún espasmo ligero
de glotis, que resolvimos ventilando a presión.
Otros odontólogos, siguieron el camino de Don An-
tonio, en concreto tres, y se siguieron haciendo en el nuevo
hospital del Pino, hasta que los servicios se jerarquizaron y la
odontología hospitalaria quedó asimilada a cirugía maxilofa-
cial.
Todo lo descrito confirma que el trabajo en la clínica de
Lugo aumentó en sus últimos años. Cuando los especialistas
de la isla supieron que al frente del servicio de anestesia de la
clínica de Lugo había un anestesista titulado, aumentaron las
peticiones de intervención en especialidades como la descri-
ta, así como en otorrino y oftalmología, con el consiguiente
aumento de horas de trabajo. Si no hubiese sido por la colabo-
ración de mis amigos, los médicos residentes, yo no hubiese
dispuesto de un momento de descanso. Los otros dos miembros
de nuestro disperso equipo de anestesiología, siempre que les
pedía ayuda me contestaban que ellos hacían muchas opera-
ciones concertadas del seguro en sus clínicas. Quiero resaltar
que no había servicios, solamente equipos de las diversas espe-
cialidades quirúrgicas. Los servicios surgieron al establecerse
la jerarquización de los mismos, una vez inaugurada la nueva
Residencia.

221
Todo el año 1963 transcurrió entre rumores de inaugu-
ración inminente y aunque deseábamos irnos a un hospital de
verdad, como el que contemplábamos al pasar por la esquina de
Tomás Morales con el Paseo de Lugo: un edificio nuevo de diez
plantas con un volumen construido que ocupaba una manzana
completa, con trescientas cincuenta camas y diez quirófanos y
sus numerosas salas de curas. Pero lo que me inquietaba era el
pensar si habría una buena dotación de personal. ¿Y si no fuese
así, ¿cómo íbamos a cubrir tantos puestos de trabajo?.
Este tema se lo había consultado a nuestro Director,
Pepe Miranda, que me contestaba sonriente que Madrid lo te-
nía “todo previsto”.
La media de operaciones había sufrido un incremento,
como ya he comentado, y nunca bajaba de diez a doce diarias,
de lunes a viernes, sin contar las urgencias de toda la semana.
Este intenso trabajo lo teníamos repartido en dos quirófanos y
una sala de curas “multiuso”, donde se drenaban abscesos, se
reducían fracturas y se operaban amígdalas y vegetaciones.
No quiero dejar de comentar una urgencia que tuvimos
antes de marchar al nuevo hospital. Una madrugada me llama-
ron para anestesiar a un paciente que según me dijo el taxista
enviado, tenía “un golondrino (?) en la ingle”. Me encontré un
enfermo con una adenopatía inguinal enrojecida y de gran tama-
ño, que le producía grandes molestias. El cirujano me dijo que
se lo durmiese con un Kemital para drenar aquella adenopatía
(?) infectada. Le llamé aparte y le pregunté si había explorado
el glande, ya que dicha adenopatía tenía aspecto y tamaño de
corresponder a la inflamación satélite de un chancro sifilítico.
Puso cara incrédula pero le insistí y me hizo caso. Le inyecté la
dosis correspondiente de Kemital y le dijimos al paciente que
le íbamos a hacer una exploración bajo anestesia. En efecto, al
retraerle manualmente el prepucio, apareció un gran chancro
en dicha zona (como una moneda antigua de 25 pesetas). Total,
paciente a su cama y penicilina- benzatina: 2.400.000 unidades
semanales, durante 21-28 días y todo quedaría resuelto, con su
chancro sifilítico curado.

222
Pero como había que documentar el diagnóstico, a pri-
mera hora de la mañana se le extrajo sangre para las corres-
pondientes pruebas del Wasermann y complementarias y a
continuación se le inyectó la primera “diócesis” de Benzetacil
2.400, que hubo que traer de una farmacia al no ser medicación
habitual en nuestra clínica. Los análisis dieron un Wasermann
con “más cruces que un cementerio”.
Este caso, al comentarlo con los compañeros, fue bau-
tizado como el síndrome del “chancro fantasma”. El comen-
tario del cirujano, conviene destacarlo, ya que revela el grado
de ignorancia y cinismo de dicho individuo: -¡Coño Martel, no
comprendo cómo te has quedado sólo en anestesista!-. -¡Está
claro, fulano, para enseñar algo de medicina a cirujanos como
tú!-. Me salió del alma y me quedé muy a gusto con mi respues-
ta, que le dejó completamente mudo
Llegamos a fin de año y lo cerramos con un total de
dos mil anestesias que daba una impresionante media de 5,4
anestesias diarias, contando los trescientos sesenta y cinco días
del año. Estas, sumadas a las de los tres años anteriores, daban
un total de cinco mil veintiocho anestesias. Sin comentarios.
El día siguiente a Reyes llegó el llamado “equipo de
inauguraciones” con varios Inspectores médicos al frente, de
los cuales estaban los Doctores Lamas y Linaje, que llevaban
al parecer la voz cantante y a los que recuerdo bien, ya que
estuvieron en el tribunal de los exámenes a la escala Nacional
de Anestesiólogos que se celebraron en Madrid entre 1966 y
1967.
Un equipo de catorce o quince A.T.S. acompañaba a los ins-
pectores citados, que inmediatamente se instaló en el nuevo
Hospital (entonces Residencia Sanitaria), para organizar el
material que había empezado a llegar en noviembre.
Un equipo de mantenimiento, a los que no vimos ya
que seguíamos en “el Lugo”, se hizo cargo de la instalación y
revisión de los servicios esenciales del nuevo Hospital.
Una tarde de febrero o principios de marzo, los doctores
Lamas y linaje nos citaron en el Pino para revisar los aparatos

223
anestésicos recibidos. Tanto Luis, el jefe, como yo nos lleva-
mos una desagradable sorpresa. ¡Unos 100 aparatos de Ombré-
danne estaban almacenados en el sótano! .
Lógicamente, manifestamos nuestra indignación y sor-
presa ante estos aparatos de anestesia totalmente obsoletos y
fuera de uso hacía más de diez años. Tenían los dos una carpeta
con papeles y no se inmutaron ante nuestra actitud. -¡Hay apa-
ratos más modernos, vamos a revisarlos!-. En otra habitación,
había cinco aparatos Boyle con su circuito circular, sus rotá-
metros de gases, sus depósitos de cal sodada y nuestra primera
alegría de la tarde: tenían vaporizadores de fluothane. Habían
mandado también algunos OMO nuevos. Nos enseñaron larin-
goscopios, tubos, etcétera, que la supervisora de anestesia, Se-
ñorita Amaya, se encargaría de distribuir por las plantas. Nos la
presentaron y nos produjo muy buena impresión. Era una vete-
rana A.T.S. malagueña que llegaba destinada a nuestra residen-
cia y se encargaría de coordinar a las enfermeras ayudantes en
nuestro trabajo anestésico.
Lamas y Linaje nos dijeron que los Ombredanne serían
dados de baja como material obsoleto y nos prometieron ente-
rarse del/los incompetentes responsables (?) de dicho envío.
Al final de esta entrevista los inspectores prometieron
que en menos de un mes estaríamos trabajando en el nuevo
hospital.
Fueron dos los meses. La tarde del 17 de abril de 1964
Luis y yo hicimos las dos primeras anestesias de la historia del
Hospital Nuestra Señora del Pino.
Luis Jiménez se encargó de la anestesia de un trauma-
tismo cráneo- encefálico en un niño, del que podemos decir
que evolucionó perfectamente, porque lo pude saludar perso-
nalmente y ya hecho un hombre, durante la celebración del 25
aniversario del Hospital del Pino (1989).
Yo anestesié, simultáneamente, una cesárea abdominal
con uno de los nuevos aparatos Boyle .Todo se desarrolló con
absoluta normalidad.
¡Habíamos inaugurado el nuevo hospital del seguro de

224
enfermedad!: La Residencia Sanitaria del Seguro de Enferme-
dad Nuestra Señora del Pino de Las Palmas de Gran Canaria.

225
226
XXXV. CONSECUENCIAS FAVORABLES DE LA INAU-
GURACION DEL HOSPITAL DEL PINO. LAS DESFAVO-
RABLES: CARENCIA DE ANESTESIÓLOGOS.

L a primera impresión era que estábamos en una nueva


época. Había ocho plantas de hospitalización. Segunda y ter-
cera, ocupadas por medicina interna en sus distintas especiali-
dades. La cuarta planta por traumatología, con dos quirófanos,
dos salas de curas y una sala de yesos con una mesa ortopédica
para reducción de fracturas.
La quinta planta, cirugía general con dos quirófanos y
sus correspondientes salas de curas. La sexta, neurocirugía y
oftalmología. La séptima, ginecología y otorrinolaringología.
La octava, dedicada totalmente a tocología, con dos quirófa-
nos y sus salas de partos. No recuerdo cuántas (creo que tres o
cuatro).
En la novena, una sala de reanimación, pendiente de
inaugurar, con sus boxes separados por tabiques de cristal y
mampostería (Creo recordar que seis), pendientes de dotación
y sin oxígeno ni aspiración central. Esta unidad estaría a cargo
del servicio de anestesia. Las camas de dicha planta, se ocupa-
rían según necesidades de las restantes especialidades y lógica-
mente, cirugía y traumatología fueron las principales usuarias
de las mismas.
¿Y el trabajo anestésico?. Se inició con mucho entu-
siasmo pero con unas perspectivas en cuanto a personal médico
“más negras que el sobaco de un grillo”.
Luis, el jefe, por las mañanas venía cuando podía, ya
que su principal obligación, hasta cierto punto lógica, era su
clínica privada. Me ayudaba en sus tardes libres y las noches

227
que podía, ya que su trabajo nocturno había aumentado en la
clientela privada, con los goteos barbitúricos en los partos, que
se habían impuesto por la demanda creciente en las gestantes a
disminuir sus dolores del parto. Uno de mis primeros goteos se
lo hice a Estrella en el parto de nuestra tercera hija. Mi mujer
fue la primera en agradecerlo, ya que sus dos primeros partos,
fueron “al natural” y en el tercero mi hija Aurora, que pesó cua-
tro kilos quinientos gramos, la más “pesada” de mis ocho hijos,
fue con mucho el que menos molestias le causó. Este primer
goteo familiar fue en abril de 1965.
Rafael, tercer miembro del equipo, sólo hacía guardias
de tarde y noche, con su decisión irrevocable de dimitir a fi-
nales de junio, ya que tenía muchísimo trabajo en las clínicas
que atendía, al igual que Luis. Los dos siguieron unos meses
más para ayudar en las urgencias, con su dimisión firmada y
presentada.
¿Y se preguntarán ustedes cómo me las arreglaba yo
sólo para cubrir el trabajo quirúrgico de cinco plantas?. Trataré
de explicarlo.
Tenía dos estupendas enfermeras de anestesia: Señori-
tas Amaya y Censa, que me preparaban mis jeringas con los
diferentes medicamentos . Primeramente diré que con la nueva
Residencia u Hospital llegó el tiobarbital Miró, versión espa-
ñola del pentotal. Como es lógico, no había diferencia con el
kemital. Los dos eran barbitúricos azufrados con similar dosi-
ficación.
Había dos plantas con trabajo fijo. La quinta, que seguía
con sus cinco equipos quirúrgicos de lunes a viernes y los dos
quirófanos los atendíamos entre Amaya y el que esto escribe.
Amaya se quedaba en uno y yo marchaba del A al B, en autén-
ticos trotes, ya que los pasillos tenían un mínimo de 50 metros,
distancia que los separaba. Amaya era una experta y Censa, que
cubría la cuarta con competencia, me avisaba cuando surgía
una reducción o una pequeña intervención. Censa subía cuando
tenía preparada la anestesia y en el mismo ascensor yo bajaba a
la cuarta.

228
Ellas dos se quedaban con los dos quirófanos de la
quinta y yo con mi paciente de traumatología, planta que en
los primeros tiempos realizaba sólo pequeñas intervenciones o
reducciones, pero que con el tiempo incrementó su trabajo. Mi
táctica era la misma que en Lugo, un quirófano con controlada,
generalmente llevado por Amaya y el otro con espontánea, que
siempre había que vigilar pues las distancias eran mayores y
no digamos si estabas en otra planta con el miedo a una des-
conexión del aparato o a una superficialización de la anestesia.
¿Y si surgía una urgencia tocológica de las que no podían espe-
rar?.
Nervios, prisas y el ligamento testiculohioideo funcio-
nando a pleno rendimiento. En los primeros tiempos tuvimos a
una magnifica comadrona y coordinadora de la octava planta,
Pepita, que al igual que Amaya era de una gran competencia y a
la que podías dejar con una paciente anestesiada con garantías.
Y al ascensor, que en tocología estaba más alto, en la octava
planta. ¿ Y si el ascensor se averiaba?. A las escaleras y a toda
velocidad. ¿ Cómo pude aguantar?. Apenas tenía 30 años y tres
estupendas enfermeras, pero yo sabía que estábamos jugando
con fuego y eso me angustiaba mucho. Se lo decía a mi Direc-
tor, que siempre estaba en su despacho de la primera planta,
muy correcto y amable; que, eso sí, me daba ánimos y auguraba
tiempos mejores en cuanto a más anestesiólogos y afirmaba
muy serio que mis desvelos y guardias continuas tendrían su
premio correspondiente. ¡Palabras y más palabras!. La Cruz
Azul del Seguro de Enfermedad que premiaba una labor profe-
sional sacrificada le llegó a médicos de otras especialidades, al
final de los años sesenta y comienzos de los setenta, pero para
anestesia nunca hubo nada.
Pero las quejas y menos a tantos años vista, no sirven
de nada. Resumamos el panorama producido con la deseada
y necesaria inauguración del hospital, que tanto necesitaba el
seguro de Enfermedad en Las Palmas de Gran Canaria.
Mientras nuestra especialidad no tenía médicos sufi-
cientes para sus necesidades, la hematología y las transfusiones

229
fueron resueltas nada más inaugurarse nuestro hospital, con la
constitución de la Hermandad de donantes de sangre con su
banco correspondiente en el mismo hospital y con un servicio
de hematología, creado provisionalmente, con lo que se resol-
vió una situación anómala y peligrosa, la de los transfusores
ambulantes.
Desaparecieron una serie de pequeñas clínicas que sub-
sistieron por la carencia de un hospital auténtico y se vinieron
a solucionar una serie de situaciones, como la carencia de un
servicio de medicina interna, que inmediatamente se organizó
como departamento. Lo mismo podíamos decir de la pediatría,
que tenía una planta, la décima, donde empezaron a tratarse de
una forma correcta las enfermedades infantiles. Pediatría tam-
bién quedó organizada como departamento.
Pero el Pino nació lastrado por un diseño arquitectónico
disparatado. Era un hospital vertical, con diez quirófanos repar-
tidos en cinco plantas y esta era una situación demencial, que
precisó multiplicar las prestaciones tanto en personal como en
material, con el servicio de anestesia como principal perjudica-
do al obligar a su personal médico y auxiliar sanitario a un so-
breesfuerzo para cubrir quirófanos a través de desplazamientos
verticales vía ascensor/escaleras, que a todos, anestesistas y pa-
cientes, nos ponían en situaciones terriblemente peligrosas.
Todos los hospitales modernos y bien diseñados tienen
la unidad de Quirófanos centralizada, lo que optimiza las ne-
cesidades de personal y material. El año 1971 se inauguró el
Hospital Insular, construido por el Cabildo Insular, que es una
institución equivalente a las diputaciones Provinciales penin-
sulares. Este hospital fue diseñado por arquitectos competentes
que centralizaron en una sola planta todos los quirófanos.
Lógicamente, mis compañeros del equipo de anestesia,
al ver lo que se les venía encima, dimitieron como miembros
del equipo y sólo aguantaron unos meses más para ayudarme
en las guardias, a ruegos míos y del director.
Quiero resaltar también que mis compañeros José Luis
y Andrés, una vez inaugurado el flamante Hospital ya no pudie-

230
ron prestarme su valiosa ayuda. José Luis cesó como residente
el mismo día que se inauguró el nuevo hospital, para dedicarse
a su especialidad radiológica y Andrés siguió unos pocos me-
ses más como residente hasta centrarse definitivamente en su
especialidad.
En este capítulo hemos tratado de reflejar el momento
difícil y dramático que estaba viviendo un servicio, que na-
cía con tres anestesiólogos, de los cuales sólo uno, el que esto
escribe, estaba en el hospital y los otros dos en una situación
insostenible de ayuda esporádica.
Esta situación se alivió de forma notable, aunque tran-
sitoria, en septiembre-octubre, con la llegada de dos refuerzos,
uno de ellos muy importante: Ángel Rojas, anestesiólogo pre-
parado, que llegaba de Granada gracias a una novia canaria,
A.T.S., que más tarde sería su mujer y otro transitorio: Wen-
ceslao, este con una dualidad cirugía- anestesia que aún no ha-
bía resuelto. Esto determinó la dimisión fulminante de Luis y
Rafael, con mi nombramiento de jefe de servicio provisional
realizada a nivel central por la Subdelegación General de Ser-
vicios Sanitarios.
Desde este momento y hasta el cuarto trimestre de
1967, en el que se constituyó y se jerarquizó definitivamente el
servicio tras el concurso- oposición celebrado en Madrid, tra-
bajamos los tres como leones para sacar adelante las anestesias
del Hospital.

231
232
XXXVI. ABRIMOS REANIMACION. MI TRABAJO PAR-
TICULAR. CUARTO TRIMESTRE DE 1966: EMPIEZA EL
CONCURSO-OPOSICIÓN NACIONAL PARA PLAZAS DE
ANESTESIÓLOGOS DEL SEGURO DE ENFERMEDAD.

L a llegada de Ángel y Wenceslao fue un gran alivio ya


que sirvió para repartir nuestras angustias diarias y racionalizar
un poco el trabajo anestésico, que si hubiese estado centraliza-
do en una planta destinada a quirófanos no hubiera representa-
do ningún problema para nosotros, pero teníamos que lidiar el
toro que nos habían puesto en la plaza: ¡Cinco plantas con dos
quirófanos en cada una!.
Tuve una satisfacción personal con la inauguración de
la primera unidad de Reanimación que hubo en nuestra isla. Ya
la describí en el capitulo anterior, con sus seis boxes adecua-
damente separados y visualizados entre sí, pero no tenían ni
aspiración ni oxígeno central. Funcionábamos con grandes ba-
las de oxigeno y aparatos individuales de aspiración. Tuvimos
el primer aparato de ventilación artificial, un Pulmomat de la
casa Dräeger, de dimensiones colosales, que constituyó un hito
histórico como primer ventilador de presión en nuestro medio
y con una misión única, la de ventilar a pacientes graves que
lo precisasen, sin ninguna prestación anestésica. Nos montaron
en laboratorio central una unidad de análisis de gases en sangre
y empezamos a manejarnos con la corrección de las acidosis y
alcalosis, tanto metabólicas como respiratorias.
Empezaron a mandarnos pacientes de medicina interna,
además de los clásicos procedentes del ámbito quirúrgico. Y
fuimos nosotros los que interveníamos en las correcciones de
los desequilibrios metabólicos.
233
Por las tardes empezaron las intervenciones de cirugía
torácica, que se hacían hasta entonces en un hospital dedicado
a las enfermedades del tórax, que estaba funcionando desde
los años cuarenta con dedicación casi exclusiva a la tubercu-
losis y en el que se iniciaron las primeras intervenciones de la
especialidad. Situado en el campo (El Sabinal-Tafira), nunca
llegué a trabajar en dicho hospital, pero es fácil deducir que la
mortalidad relacionada con la tuberculosis y su cirugía era muy
elevada al igual que la referenciada al cáncer de pulmón. Como
ya relaté en los capítulos dedicados a mi especialización, los
medios que entonces teníamos, tanto cirujanos de tórax como
anestesiólogos, hacían de esta especialidad un ejercicio heroi-
co.
En el tercer trimestre de 1966 hice en el hospital de la
Santa Cruz y San Pablo de Barcelona el 1º curso de Regulación
humoral con el pionero en España de esta especialidad: Emilio
Rotellar, gran nefrólogo que había escrito un par de libros muy
didácticos sobre la materia que tuvieron una gran difusión en
todo el país. Para mí fue una experiencia muy grata el volver a
entrar en contacto con mi querido hospital y volver a saludar a
mis entrañables amigos y maestros: Ortega y García y al aho-
ra Jefe del Servicio, Dionisio Montón. Saludé también a mis
queridas Engracia y María Antonia. Creo recordar que aparte
de mi antiguo Jefe, el Doctor Miguel Martínez, recientemente
jubilado, ya no estaban en el Hospital ni Monsó ni Escuer.
Como ya dije, el simultanear la anestesia con el control
y tratamiento de pacientes graves en nuestra modesta unidad
de reanimación, constituyó una intima satisfacción el hacer
reanimación con pacientes críticos. Recuerdo un shock me-
tabólico que tratamos con las nuevas técnicas de regulación
humoral que preconizaba Rotellar y con la administración in-
travenosa de megadosis de noradrenalina: la llamada “tortilla
Rotellar”(¡hasta 30 miligramos disueltos en 500 mililitros de
suero !, en goteo según necesidades!) con las A.T.S. controlan-
do de forma continua y directa tensión arterial, hasta que se
normalizaba. Recuerdo una noche titánica, alternando con la

234
A.T.S. de turno dicho control. Recordemos que no había mo-
nitarización y el esfuerzo personal era lo que permitía sacar
adelante dichos enfermos. Ustedes se preguntarán porque me
acuerdo. Muy sencillo, se trataba de un primo hermano de mi
mujer y él personalmente, se encarga de recordármelo cada vez
que nos vemos y han pasado cuarenta y tres años:- ¡Gracias a
ti, estoy vivo!. Y con más de setenta años, se lo dice a todo
el mundo:-¡Este señor era un médico cojonudo!-. Nosotros los
anestesiólogos somos médicos anónimos y si alguien te ponde-
ra ante el público, la verdad es que te llena de orgullo y com-
pensa personalmente los malos tragos pasados.
De estas satisfacciones participó también Ángel, buen
médico y gran enamorado de esta medicina de urgencia que
más tarde desembocaría en los cuidados intensivos.
Recuerdo que como A.T.S. supervisora teníamos a una
monja ejemplar, Sor Ángela, y a otra estupenda A.T.S.: Matita
Torrent. Para ellas dos, el mejor de mis recuerdos de aquella
inolvidable y primitiva unidad de Reanimación.
Como final de este referencia a nuestra Reanimación,
he de recordar a dos pacientes tetánicos que tratamos con re-
lajantes musculares a grandes dosis y goteo barbitúrico similar
al que administrábamos a las parturientas ( 4-5 gramos de tio-
barbital en 500 mililitros de suero), asociado a la administra-
ción de dosis elevadas de antitoxina tetánica que manejaba el
servicio de neurología. Nuestro pulmomat ayudaba a mantener
ventilados a estos pacientes, que llegaron en muy grave estado
y fallecieron a los pocos días de su ingreso pese a los esfuerzos
de todo el servicio
Recuerdo que nos llegaron los Boyle Cyclator, primeros
aparatos anestésicos de ventilación a presión, que empezaron a
aliviar de nuestra dependencia de la ventilación manual. Como
es lógico, se trataba de aparatos de anestesia, con sus depósitos
de cal sodada intercalados en el circuito circular.
Un par de tardes en semana anestesiaba en la clínica
San Roque, pacientes de traumatología preferentemente, de mi
amigo José Luis Medina y urgencias de otras especialidades.

235
Pero el resto del tiempo: mañanas, tardes y noches de urgencia,
se consumían en un trabajo continuo sin disponer del necesario
para estudiar los temas de la oposición a las plazas nacionales
de anestesia. Recuerdo que grabé los más de doscientos temas
en un magnetofón Grundig, que pesaba unos diez kilos y cu-
yas cintas con los temas las escuchaba mientras me quedaba
dormido por las noches, al lado de mi mujer, completamente
agotada después de lidiar todo el día con los tres niños que
teníamos entonces y que llegarían a ser ocho, doce años des-
pués.
En otoño de 1966, no recuerdo el día exacto, hicimos
el primer ejercicio escrito de la oposición nacional sobre dos
temas del programa, extraídos por sorteo.
El examen tuvo lugar en la Facultad de Medicina de
la Ciudad Universitaria en Madrid. Ante nuestra indignación:
la de Ángel y la mía, ya que habíamos estudiado como geníza-
ros, nuestros compañeros del “foro” (ciudadanos de Madrid),
echándole “morro” al asunto, sacaron sus apuntes y se pusieron
a copiar como auténticos cabrones.
Otros anestesiólogos de provincias se levantaron al
igual que nosotros y expresaron su profundo cabreo. El presi-
dente del tribunal, sin inmutarse, nos dijo que todo se decidiría
en el examen práctico, con una anestesia en la Paz y que ahí
es donde debía demostrarse quien era anestesista y quien no lo
era: en un quirófano.
El aula estaba abarrotada, cerca de cuatrocientos anes-
tesiólogos ocupaban sus asientos. Recuerdo que no tuve ningún
problema para hacer un buen examen, mientras que a algunos
de los cabritos que copiaban les faltaba tiempo para resumir y
ordenar adecuadamente lo que escribían y ahí estribaba el exa-
men. El estudiar sirve para algo, ¡qué coño!. Ángel salió tam-
bién contento y recuerdo que Wenceslao, que llevaba un seis-
cientos que le había prestado su hermano Manolo, cirujano del
Hospital de Diego de León (Gran Hospital de las Beneficencia
del Estado), nos llevó a Argüelles, donde nos tomamos unas ca-
ñas y unos calamares cojonudos. Yo me quedaba aquellos días

236
en María Panés, casa de mis hermanos y la mía, donde había
transcurrido mi niñez y juventud.
A principios de febrero de 1967 nos comunicaron que
estábamos aprobados Ángel y yo. Quedamos citados para exa-
minarnos del práctico en mayo, en la Clínica de la Paz.
Demostramos nuestra suficiencia en el quirófano. En
mi caso, con los miles de anestesias que tenía a mis espaldas, es
lógico que no tuviese problemas. Ángel tampoco tuvo ninguno
y al final de la intervención nos pidieron un comentario escrito
sobre la anestesia realizada, que expusimos al día siguiente en
el Ambulatorio del seguro de enfermedad de la calle Modesto
Lafuente, ante los miembros del Tribunal.
Saqué un número bastante bueno, si tenemos en cuenta
la calidad y prestigio de muchos compañeros que se presenta-
ron con nosotros, como Nalda, Vela, Jaráiz, Aguado, Llauradó,
Cabarrocas, etcétera. Saqué el nº 36 de 249 aprobados. Ángel
salió sobre el puesto número cien y los de Tenerife, desde el
doscientos y pico para atrás, pero como se presentaron todos
los que estaban trabajando en las plazas que salían a concurso-
oposición todos se quedaron en sus puestos.
Ángel y yo no teníamos problema para quedarnos en
nuestras plazas, pero faltaban dos compañeros para completar
el cuarteto de anestesiólogos del Pino.
Ángel me decía:- Con el número que tienes, no creo que
nadie te quite la jefatura.
Me sonreí y le dije:-¡Cómo surja algún madrileño o ca-
talán que le guste el mar, el buen tiempo y tenga un número
mejor que yo, no creas que tengo tan segura la jefatura!.
Y en efecto, apareció el número 27 o 28, José Luis
Manzano, que trabajaba en la Paz. A su mujer, de nacionalidad
inglesa, la estupenda A.T.S. Audrey, no le gustaba Madrid para
vivir, circunstancia determinante que cambió mis planes profe-
sionales y que al principio me produjo un gran cabreo interior,
que procuré no exteriorizar.
El ser jefe del Servicio de Anestesia era mi gran ilu-
sión, pero ya había nacido mi cuarto hijo y cada vez tenía más

237
trabajo en la calle al que no podía renunciar.
Ya me habían dado el carnet de familia numerosa y mi
mujer, con ese espíritu realista que siempre ha tenido, me dijo
el clásico -¡No hay mal que por bien no venga!. ¡Tú no puedes
vivir, con seis bocas a tu cargo, de un sueldo!.
Tenía toda la razón y lo que son las cosas de la vida, con
el tiempo surgió una sólida amistad entre José Luis Manzano y
yo, que aparte de un gran profesional era un amigo de verdad.

238
XXXVII. COMIENZA A FUNCIONAR LA JERARQUIZA-
CIÓN EN LA SEGURIDAD SOCIAL. OPOSICIONES A
JEFATURAS DE SERVICIO (MADRID 1977).-

P asada la primera decepción, comprendí el significado


del antiguo refrán: “Dios escribe recto con renglones torcidos”
y a los pocos días de la toma de posesión del nuevo servicio de
anestesia jerarquizado, con José Luis Manzano como jefe de
servicio y Ángel Rojas, Agustín López (nuevo anestesiólogo,
incorporado a nuestro servicio a través de la oposición cele-
brada en Madrid) y el que esto suscribe como jefes clínicos;.
Hablé con José Luis, con quien desde el principio tuve “buen
rollo”.
Le propuse renunciar a buena parte de mi sueldo en
beneficio del resto del equipo, conservando las guardias, que
empezaron a ser de presencia física, creo recordar, desde los
inicios de 1968.
A José Luis le agradó mi propuesta y me pidió 48 horas
para debatirlo con el resto de los miembros del servicio. No
hubo problemas. Ellos cubrirían las mañanas, quedando una a
mi cargo, con una guardia de tarde- noche y festivos, a rotación
entre todos. José Luis contaba además con su hermano Juan
José, que se había iniciado en la anestesia con él en la Paz y
que ahora estaba a su lado formándose, y sería sin duda una
buena ayuda en el trabajo de la mañana.
Estos últimos capítulos los he dedicado a resaltar el mo-
mento histórico que vivió nuestra especialidad con la jerarqui-
zación de los distintos Departamentos/ servicios de los hospi-
tales, ya que el paso de las guardias de localizadas a presencia
física, significó un aumento en la calidad asistencial hospitala-
ria.
239
Todo ello se unió al progreso y mejora de los aparatos
anestésicos y al inicio de la monitorización tanto en quirófanos
como en unidades de reanimación y Cuidados Intensivos.

En nuestro hospital, José Luis logró a base de trabajo


y dedicación plena, la transformación de nuestra primitiva y
modesta Unidad de Reanimación en un gran servicio de Cuida-
dos Intensivos, con el montaje de las imprescindibles centra-
lizaciones del oxigeno y aspiración, junto con monitorización
cardiaca y presión arterial en cada box. Se montaron también
los primeros aparatos individuales de ventilación artificial a
presión: los históricos Bird, los populares “pájaros”, fabricados
en Palm Spring (California), que progresivamente fueron sus-
tituidos por respiradores volumétricos de una mayor calidad y
seguridad, para la ventilación adecuada de los pacientes.
En los quirófanos aún tardaron en establecerse los equi-
pos de monitorización-presión, que llegaron a generalizarse
entre la segunda mitad de los setenta y principios de los ochen-
ta y dependieron mucho de los planes de necesidades de cada
hospital. Los respiradores de presión creo recordar que se ade-
lantaron a la monitorización. Los primeros fueron los Boyle
Ciclator en nuestro hospital, de los cuales ya hemos hablado,
a partir del comienzo de los setenta y no en todos los quirófa-
nos.
Mientras tanto, centré mi actividad en la Clínica San
Roque, que había experimentado en la segunda década de los
sesenta una transformación arquitectónica importante y mejo-
ras notables en aparatos e instalaciones.
Los goteos de barbitúricos en los partos se habían im-
puesto en todas las clínicas dedicadas a la tocología y la nuestra
era una de las dos principales, lo que determinaba un sacrificio
importante de horas nocturnas, ya que había tocólogos que pre-
tendían que estuviésemos desde los inicios del parto al lado de
la parturienta, sin que éste número de horas tuviese reflejo en
unos honorarios dignos y adecuados y esto provocaba tensio-
nes con algunos de ellos, que pretendían llevarse casi el total

240
de los honorarios dejando para nosotros una exigua compensa-
ción económica. Había una minoría que sólo te llamaban en el
expulsivo, que era el momento en que prácticamente todos los
tocólogos te pedían dormir a la paciente, para la episiotomía y
alumbramiento consiguiente sin dolor.
Esta técnica se practicó hasta avanzada la década de
los noventa. Desde mediados de los ochenta los barbitúricos
fueron sustituidos, primero por la propanidida (Epontol) que
producía un sueño muy rápido y un despertar casi instantáneo.
Todos llegamos a creer a finales de los setenta, que habíamos
encontrado la panacea hipnótica, pero la aparición de una serie
de casos muy graves de shock anafiláctico que acabaron fatal-
mente y producidos, según se comprobó científicamente, por
el cremofor tártaro, sustancia estabilizante de la propanidida,
frenó bruscamente su uso. En nuestra comunidad, al igual que
en otros hospitales del país, hubo algunos fallecimientos impu-
tables claramente a la anestesia con propanidida.
Tuve oportunidad de vivir directamente un shock anafi-
láctico producido por este anestésico, realizando una anestesia
intravenosa para el drenaje de un gran absceso de nalga en una
paciente de veinte años de edad.
Fue un cuadro espectacular por su gravedad. Nada mas
inyectar el anestésico, la paciente se puso cianótica, con una
erupción cutánea generalizada. Apenas tenía pulso y su respi-
ración era estertorosa. La intubé rápidamente, “a volapié”. Co-
mencé a ventilarla y pedí al cirujano que me ayudara con los
medicamentos. Menos mal que teníamos una vena canalizada
por la que le administramos un goteo con grandes dosis de cor-
tisona. Diluimos dos ampollas de reargón de un miligramo en
una jeringa de 20 ml, .con suero o agua bidestilada, ya que tenía
un pulso filiforme y no se detectaba tensión. Inyecté directa-
mente 10 ml. de la solución y la paciente, con gran alegría de
todos, empezó a tomar una coloración rosada normal a los dos
minutos de esta primera “diócesis” de noradrenalina.
El pulso periférico reapareció y la presión arterial se
normalizó. Empezó a rechazar el tubo, por lo que decidí desin-

241
tubarla, al recuperar la paciente su conciencia. Habíamos co-
menzado el drenaje del absceso hacía una hora y siempre recor-
daré que el cirujano me felicitó. Le dije que habíamos tenido
suerte, ya que en aquellos días se habían producido varios ca-
sos fatales, no sólo a nivel regional sino nacional.
De todas formas, decidimos controlar la diuresis de la
paciente y seguir con el suero intravenoso, ya que apenas ori-
naba. Consultados los intensivistas de la clínica se mostraron
de acuerdo con la decisión que habíamos tomado: administra-
ción intravenosa del diurético seguril (furosemida), diluido en
el suero. A la hora, la paciente empezó a orinar normalmente
y de acuerdo con la familia la ingresamos en el servicio de
nefrología del Hospital Insular, del que fue dada de alta a las
veinticuatro- cuarenta y ocho horas, con su diuresis normal to-
talmente recuperada.
Lo más triste fue la reacción de algunos familiares de la
paciente que no comprendían como “una bobería”(así llamaron
al absceso) había desencadenado un cuadro tan grave. Los pa-
dres al final acabaron comprendiendo que las reacciones alérgi-
cas graves a los medicamentos podían aparecer en el momento
más inesperado. Como es lógico, el epontol (propanidida) fue
retirado del mercado por el laboratorio fabricante.
En nuestro hospital del Pino, desde los años de la je-
rarquización hasta mediados los setenta, se habían registrado
una serie de novedades que es digno mencionar. El jefe del
servicio de Anestesia, José Luís Manzano, había pasado a jefe
de Intensivos del Pino(1971), después de pasar por la Unidad
de Cuidados Intensivos Infantiles del Hospital de La Fe en Va-
lencia, (1969-1971). Se había producido la segregación de Cui-
dados Intensivos, convirtiéndose en especialidad independien-
te de Anestesia Reanimación y José Luis se acogió al cambio
de especialidad, optando por los Cuidados Intensivos. Algunos
anestesiólogos lo hicieron, aunque la mayoría se decantó por
permanecer en Anestesia- Reanimación.
Ángel Rojas pasó a ser jefe del servicio al renunciar yo
a mi número preferente, en beneficio de mi trabajo particular.

242
El servicio de anestesia se amplió y entraron las dos primeras
mujeres: Carmen Galiana y María Jesús Chamorro.
El servicio pasó a tener los primeros médicos residentes
en formación especializada.
Mi situación se mantuvo dentro del servicio: una sola mañana
y las guardias reglamentarias. Pero al paso de los años( habían
transcurrido nueve desde la jerarquización), me encontraba en
una situación de agotamiento y hastío progresivo: ¿estaba in-
cubando una depresión?. Lo evidente era el mucho trabajo y el
poco descanso.
Las noches, con los accidentados y los goteos tocoló-
gicos en San Roque, mas los turnos agotadores de guardia con
presencia física en el hospital me hicieron caer en lo que yo
denominaría hoy en día “el síndrome de Don Quijote”: “del
mucho trabajar y del poco dormir, la razón se me obnubiló” y
empecé a suspirar por un cambio de aires. En aquellos años de
trabajo alienante había ganado suficiente dinero para pensar en
tomarme un tiempo de oxigenación cerebral, corporal y espi-
ritual y firmé de forma sorpresiva para mi entorno unas oposi-
ciones a Jefe de Servicio convocadas por la Dirección General
de la Seguridad Social en Madrid, concretamente en Alcalá 56,
sede de dicha Dirección General.
Mi mujer y mis amigos me dijeron que si me había
vuelto loco: con mi trabajo particular viento en popa y con mis
ocho hijos en circulación. Recuerdo que Ángel Rojas me dijo
que no comprendía mi decisión: -¡Bueno, tú te examinas, que
es lo que deseas, y si sacas plaza estoy seguro que no tomarás
posesión de ella!.
Había dos plazas muy buenas: una en Murcia y otra en
la Clínica del Trabajo de Madrid, pero mis amistades madri-
leñas me dijeron que estas dos plazas estaban prácticamente
dadas, ya que los candidatos a las mismas las estaban desempe-
ñando o tenían el apoyo del alto mando.
Los exámenes se celebraron el Madrid, en septiembre
de 1977.
La primera plaza que salió fue Murcia y la última era

243
Madrid. El presidente del tribunal, persona muy ceremoniosa
y amable pero cuyo nombre lamento no recordar, nos hizo pro-
meter antes de comenzar las oposiciones que quien fuera sa-
cando plaza no se presentaría a ninguna más.
El examen consistía en un ejercicio escrito, que debías
leer y defender ante el tribunal. Hice un buen examen y una
buena exposición, pero el favorito también estuvo muy bien y
la plaza de Murcia le fue adjudicada por el tribunal.
Eran seis plazas: Murcia, Madrid, San Sebastián, Elche,
Plasencia y otra que no recuerdo.
Al día siguiente, salió Plasencia (Cáceres). Los temas
propuestos por el tribunal se prestaban al lucimiento y me que-
dé muy satisfecho del examen. Por la tarde leíamos y tuve que
masticarme un Sumial 10, para frenar mi taquicardia. Todos los
que nos oyeron a los seis o siete opositores que leímos me dije-
ron cuando estábamos fuera, esperando la decisión del tribunal,
que yo había estado especialmente brillante.
Y efectivamente, el tribunal me adjudicó esta jefatura
de servicio. Siempre recordaré que el Doctor Llauradó Sabé,
uno de los pioneros de la anestesia madrileña y miembro del
tribunal examinador, me dijo:-¡Has hecho un buen ejercicio!,
pero ¿vas a tomar posesión?.
Por la tarde, en el avión, mientras regresaba a Gran
Canaria, me sentía satisfecho y contento por esta reafirmación
personal como jefe de servicio por oposición. Tenía tres meses
para tomar posesión y meditar si me convenía hacerlo.

244
XXXVIII. ME DECIDO: TOMO POSESIÓN COMO JEFE
DE SERVICIO EN PLASENCIA (CÁCERES). VIAJE PRE-
VIO DE RECONOCIMIENTO. ÉPOCA DE FELICIDAD Y
TRANQUILIDAD: “NO TODO EN LA VIDA ES DINERO”:
SALGO DE PLASENCIA COMO BOABDIL LO HIZO DE
GRANADA.

M ientras me reincorporaba al trabajo normal en el


Hospital y en San Roque, todo el mundo no entendía mi de-
cisión. Sólo tuve un claro apoyo en José Luís Manzano, que
me dijo: ¡Si no tomas posesión de esa plaza, que has ganado
por concurso-oposición, siempre te preguntarás: ¿porqué no
lo hice?. ¡Adelante, el regreso lo tienes garantizado, coño!.
¡Siempre faltarán anestesistas!-
Y él, que era como yo: “un culo inquieto”, me animaba
diciéndome que siguiera su ejemplo: Madrid- Gran Canaria-
Valencia- Gran Canaria y siempre progresar en la especialidad
y mejorar el “curriculum”. Curiosamente, fue el único compa-
ñero que utilizó este argumento para reafirmarme que estaba en
el buen camino.
A finales de octubre, Estrella y yo nos desplazamos
para conocer Plasencia y su entorno. De entrada nos impre-
sionó como una ciudad pequeñita a la orilla del Río Jerte, en
el norte de Extremadura, provincia de Cáceres y con una po-
blación que no superaba los 25.000 habitantes. Su entorno era
especialmente bello, con el impresionante Valle del Jerte donde
sus cerezos en primavera, cuando el valle se cubre de flores,
producen la cosecha más importante de Europa en cerezas (las
populares picotas). Me impresionó también la carretera de la
Vera, con pueblos preciosos como Jaráiz, Jarandilla y Cuacos
245
de Yuste.
Alquilé un coche y quedamos impresionados por la be-
lleza de la ciudad y su entorno. La ciudad tiene monumentos
muy notables como su catedral gótica y otros muchos que no
me corresponde describir. Solo quiero despertar en mis lecto-
res el interés de visitar Plasencia. Merece la pena.
Fuimos también la Residencia Sanitaria Virgen del Puerto, si-
tuada en el bello Paraje de Valcorchero, en las afueras de Pla-
sencia.
Estrella se mostraba reacia a pesar de la belleza del lu-
gar, ya que era mucho lo que se dejaba en Las Palmas (buena
casa, su playa de las Canteras, su familia), pero me veía tan
ilusionado que acabó cediendo y pensando que en Canarias
siempre mantendría su casa.
Dejamos un piso céntrico alquilado, con la mensuali-
dad de noviembre pagada y a principios de diciembre de 1977,
tomé posesión y me colegié en Cáceres.
El problema de mis hijos eran los colegios. Los cinco
mayores se quedaron en Las Palmas, hasta el final de curso,
con mis hermanos Rosa y Paco al frente de la casa y los tres
pequeños se vinieron con nosotros, a principios de enero, por
vía marítima en nuestro furgón Wolkswagen Kombi, apropiado
para una familia tan grande como la nuestra.
Mi primer contacto con la Residencia Sanitaria, tanto
con los médicos del servicio como resto de compañeros fue
muy positiva. El “buen rollo” con mis dos adjuntos, Eliseo
Cordobés y Antonio García fue inmediato. Con mi jefe clínico,
Serafín, la relación fue cordial pero más distante, ya que la je-
fatura de servicio la desempeñaba en funciones y mi llegada lo
desplazó, aunque no hubo ningún tipo de roce, ya que él fue el
primero en comprobar que no le iba a crear ningún problema.
Pude entender que Eliseo y Antonio esperaran mi lle-
gada con ilusión. Querían conocer lo que yo podía aportarles
en formación y técnica. No tenían problemas básicos de cana-
lización de vías ni para intubar ni para afrontar una anestesia
infantil, pero no manejaban los analgésicos, neurolépticos y

246
relajantes de una forma adecuada y desde un principio me lo
plantearon. Les habían mal enseñado a mezclar drogas anal-
gésicas y relajantes en goteos de suero, que constituían autén-
ticos “cócteles Molotov” por su peligro para el paciente. Les
expliqué lo mejor que pude el porqué de la administración in-
dividualizada de cada medicamento en anestesia y los peligros
de esta mala praxis de la mezcla.
Recuerdo que a mi viejo maestro, José Miguel Martí-
nez, auténtico pionero de la anestesia española, nunca le gusta-
ron las mezclas, ya que si surgía una complicación anestésica
con la administración de las mismas era mucho más difícil re-
conocer y antagonizar el fármaco causante.
Creo que contribuí modestamente a mejorar y orientar
las ideas anestésicas de mis queridos e inolvidables compañe-
ros Antonio y Eliseo, con los cuales mantuve siempre una fra-
ternal amistad nacida en el tranquilo ambiente de trabajo del
Hospital Virgen del Puerto.
Digo tranquilo trabajo, ya que el número diario de ope-
raciones raramente superaba la media docena de pacientes, en
sesión ordinaria.
Alguna urgencia de tarde-noche y los fines de semana
libres, para disfrutar con la familia de las rutas maravillosas por
los pueblos y campos de una Extremadura muy bella, descono-
cida para muchos españoles. Aprendí a comprender el concepto
de calidad de vida y conocer de verdad a mis hijos a los que en
diecisiete años de matrimonio, apenas veía dormidos y de los
que sólo disfrutaba algunos fines de semana, muy escasos, en
los que raramente no tenía trabajo.
Nunca olvidaré nuestras excursiones a Trujillo, Guada-
lupe y Cáceres capital, donde se nos saltaron las lágrimas a
Estrella y a mí recorriendo su incomparable barrio antiguo,
Patrimonio de la Humanidad. Siempre tendré en mi retina
nuestras excursiones al parque Nacional de Monfragüe, lugar
maravilloso por su bosque y su panorámica, desde el Salto del
Gitano, precipicio abierto sobre el río Tajo. Desde su mirador
o desde el castillo de Monfragüe, contemplamos el espectáculo

247
maravilloso de los buitres leonados volando majestuosamente
sobre el río más largo de la península ibérica. Firmamos en el
libro, que entonces estaba abierto para visitantes en la ermita
del castillo. Recuerdo la alegría de los niños al ver pasar a toda
prisa una piara de rayones (jabalíes de pocos meses).
Nos enteramos más tarde, con alegría cuando ya había-
mos regresado a Las Palmas, que fue declarado Parque Natural
en abril de 1979 y Parque Nacional en 2007. ¡Por favor, no se
lo pierdan!.
No puedo dejar de citar nuestras excursiones a las Hur-
des extremeñas, con visitas al paradisiaco Valle de las Batuecas
y a los pueblos de la Alberca y Miranda del Castañar, en los
límites con la provincia de Salamanca y la subida a la Peña de
Francia. En esta subida se marearon Estrella y los niños.
Todos los fines de semana libres cogíamos el Wolkswa-
gen, tanto sábados como domingos y aparte de los lugares ya
citados, fuimos a Badajoz varias veces para pasar a Portugal
por la frontera de Caixas (Badajoz). Generalmente íbamos a
comer a la amurallada ciudad de Elbas, en un restaurante es-
tupendo, la Pousada, donde comprendimos porqué se habla tan
bien de la comida portuguesa.
Para terminar de hablar de comida y lugares inolvida-
bles y siguiendo los consejos de Antonio y Eliseo, fuimos en
pleno invierno, por la carretera del rio Jerte, a Puerto Castilla,
pequeño pueblo situado en la cumbre del alto de Tornavacas,
en el límite con la provincia de Ávila, donde nos hacían un
caldero colmado de judías blancas con chorizo, una botella de
tinto de la casa para nosotros y unas coca colas para los niños
¡Qué rico y qué barato!. Un día que había nevado y con los ni-
ños disfrutando de la nieve pasé bastantes apuros para sacar el
coche de un lateral de la carretera, ya que no tenía cadenas.
Durante la semana, al concluir la sesión operatoria que
nunca pasaba de las dos de la tarde, ya que estábamos clasifi-
cados como hospital comarcal con horario de seis horas, nos
íbamos a tomar los chatos clásicos antes de comer, nosotros
tres más Manolo, el jefe de intensivos y los “rurales” que eran

248
los dos miembros del servicio de rehabilitación del hospital:
Miguel y Jesús. Todos gente estupenda y no me pregunten por-
que les llamaban “los rurales”. Llegué y me fui de Plasencia sin
saberlo.
Por las tardes, un par de veces por semana, íbamos a una
pequeña y coqueta clínica, Mequinesa, propiedad de nuestro
amigo, el competente cirujano y gran persona Luis Lomo, que
muchos días se unía a nosotros en los clásicos chatos del me-
diodía.
Nuestro grupo se completaba con el jefe de Servicio de
urología, Luis Peña, y con el jefe de Otorrinolaringologia, Juan
Garro, que se incorporó un par de meses más tarde que yo, al
Hospital. Todos ellos, estupendos e inolvidables amigos.
La vida en un pueblo grande- ciudad pequeña discurría
plácidamente y yo por primera vez en mi vida me sentía com-
pletamente feliz, sin agobios y sin carreras entre quirófanos y
clínicas. Tenía una guardia semanal y un turno sábado- domin-
go cada cinco, ya que al equipo incorporamos un quinto anes-
tesista, en este caso, la doctora Ángela Zaballos.
Casi todas las tardes nos reuníamos en la cafetería de
la residencia, aunque no tuviésemos guardia, a tomarnos unas
“claritas” y luego a casa, a dar una vuelta por la plaza con la
mujer.
Y, claro, con los chatos del mediodía y la vida placente-
ra, engordé raudamente, por lo que decidí suspender los chatos
y tomarme con los amigos una especie de refresco amargo y
agradable, el Campari, bebida de origen italiano y que según
mis entrañables amigos era bebida de “maricones”, por lo que
los muy cabronazos me tomaban el pelo diciéndome que si con
dicha bebida lo que yo pretendía era ensanchar “el circulo de
mis amistades”.
Pero toda esta felicidad y placidez la interrumpió Es-
trella, con su sentido realista y pragmático. Nuestras reservas
dinerarias menguaban rápidamente y mis perspectivas econó-
micas en Plasencia se limitaban a mi sueldo y a las guardias.
El trabajo de Mequinesa era exiguo y todos los placentinos de

249
nivel se operaban en Salamanca o Madrid. Los colegios de los
niños no eran baratos y el día de mañana tendrían que despla-
zarse a Salamanca o Madrid, para estudiar carreras superiores.
Todo ello nos planteaba el regreso a Las Palmas, donde tenía-
mos nuestra casa, nuestras maravillosas playas y sobre todo,
nuestras raíces familiares.
Todo esto me lo razonó Estrella a finales de noviembre
y le prometí estudiar el tema, muy doloroso para mí, pero com-
prendía que ella tenía toda la razón.
Desde el mes de mayo, simultaneaba mi jefatura de ser-
vicio con la dirección de la residencia, ya que las labores de
dirección las desarrollaba por la mañana, de nueve a doce, hora
a la que me incorporaba a quirófanos. Nunca tuve problemas
con el resto de jefes de servicio, con los que me reunía cada
diez-doce días en Junta Facultativa y cada quince días me des-
plazaba a Cáceres a la Junta de Gobierno provincial.
En aquellos tiempos los directores médicos no cobra-
ban ningún complemento por dicha actividad. Recuerdo per-
fectamente que dicho suplemento lo empezaron a percibir los
directores en el año 1983, lo que implicaba dedicación exclusi-
va.
A principios de enero de 1979, pasadas las fiestas na-
videñas, mis amigos de Las Palmas me comunicaron que Car-
men Galiana, que ocupaba una de las jefaturas de sección se
trasladaba a su tierra, Valladolid y que tanto el director, Emi-
lio Gómez, como Ángel Rojas y José Luis Manzano apoyarían
mi regreso a la plaza, que saldría a concurso el uno de marzo.
Estrella, que añoraba su casa y su tierra canaria estaba muy
contenta. Los niños mayores, al igual que yo, nos pusimos muy
tristes al tener que dejar una tierra, la extremeña, donde había-
mos sido tan felices. En efecto, el dinero no hace la felicidad,
pero en una familia de diez personas la razón económica se
impone.
Me costó un trabajo tremendo comunicar nuestra de-
cisión a Eliseo y Antonio, que fueron los primeros en saberlo.
Se lo comuniqué a los dos por la tarde, en nuestras reuniones

250
habituales en la cafetería de la residencia. Desde que ocupaba
la dirección todas las tardes iba a la residencia, tuviera o no
tuviese guardia. Aquello parecía un funeral y siempre recordaré
la cara de desesperación de Eliseo(q.e.p.d.) al decirme:- ¿ Y
qué va a ser de nosotros, sin un jefe, que es además un amigo
de verdad?-. Llegué a casa apesadumbrado y llorando como un
niño. Había sido el año y medio más feliz de mi vida.
Mi marcha fue sentida por la inmensa mayoría del per-
sonal de la Residencia, tanto médico como no médico. Me die-
ron un banquete de despedida inolvidable en el hotel Alfonso
VIII de Plasencia. La mañana de mi marcha, muy de madru-
gada, Eliseo me fue a despedir. Ya habíamos estado reunidos
la noche anterior a la partida, Eliseo, Antonio y yo, con “los
rurales” y cirujanos amigos como Luis Peña, Luis Lomo, Juan
Garro y Manolo, el jefe de Intensivos.
Puedo decir que marché de Plasencia como el rey moro
Boabdil salió de Granada: llorando su pérdida irremediable.
No quiero que se me quede en el tintero que con fe-
cha septiembre de 1979, la Revista Española de Anestesia y
Reanimación, nos publicó un trabajo sobre los beneficios que
la asociación del metamizol (nolotil) y el diazepan (valium),
producían como premedicación en la anestesia inducida por
la Ketamina, producto presentado en España por el laboratorio
Parke Davis, introducida y muy empleada por los anestesiólo-
gos entre 1970 y 1980, al poder ser utilizada indistintamente
por vías intramusucular e intravenosa, tanto en niños como en
adultos y muy útil en anestesias que no precisaban relajación.
La Ketamina tenía una serie de efectos indeseables como
la hipertensión, las alucinaciones y la hipertonía muscular, que
logramos paliar con la asociación mencionada anteriormente,
para su empleo, preferentemente en anestesias exploratorias
practicadas en los servicios de radiodiagnóstico.
Este trabajo, publicado en la fecha mencionada bajo el
titulo “Asociación Oxiquinazina-sulfonato de magnesio, dia-
zepan, ketamina”, lleva el nombre de la Residencia Sanitaria
Virgen del Puerto(Plasencia-Cáceres) y la firma de Luis Martel

251
Déniz, como jefe, y de Eliseo Cordobés Tapia y Antonio García
Díaz, como miembros del Servicio de Anestesia Reanimación
de dicha Residencia.
Sirva esta mención como homenaje a mis compañeros,
en especial para Eliseo, que falleció trágicamente en accidente
de circulación la mañana de un 24 de diciembre, hace más de
diez años.

252
XXXIX. REGRESO A GRAN CANARIA.- VUELTA A LA
REALIDAD. ME NOMBRAN DIRECTOR DE LA RESI-
DENCIA SANITARIA NUESTRA SEÑORA DEL PINO.-
OPOSICIONES A LA JEFATURA DE SERVICIO DEL
HOSPITAL UNIVERSITARIO INSULAR. GRAN AVANCE
EN LA ANESTESIA: APARECEN EL PROPOFOL Y LA
MASCARILLA LARINGEA.- ACABO MI TRAYECTORIA
PROFESIONAL COMO JEFE DE ANESTESIA EN LA
CLINICA SAN ROQUE.

Me reincorporé al Pino en Mayo de 1979, a mi antigua


plaza de jefe clínico, pero las condiciones de trabajo habían
mejorado en el servicio de anestesia.
Se habían incorporado nuevos anestesiólogos que se
habían formado como residentes de nuestro servicio, lo que
implicó que cada quirófano tuviese su anestesista. ¡Por fin se
había conseguido nuestra vieja aspiración!- Todo ello, hay que
resaltarlo, debido a la gran presión que la Sociedad Española
de Anestesia y Reanimación realizó sobre las autoridades sani-
tarias de la Dirección General del Insalud.
Constituíamos ya un colectivo médico importante y
contábamos con el apoyo de las nuevas generaciones de ciru-
janos, formadas muchas de ellas en hospitales extranjeros de
prestigio.
Las guardias de presencia física estaban ya formadas
por dos anestesiólogos lo que mejoraba las condiciones de
nuestro trabajo, que hasta mi marcha a Plasencia era de un solo
anestesiólogo, para las urgencias a veces simultáneas en las
cinco plantas, lo que provocó situaciones extremas de tensión

253
ya relatadas en capítulos anteriores y que contribuyeron gran-
demente a mi decisión, ya relatada en el capitulo anterior.
Puedo decir que nunca lamenté mi estancia de año y
medio en la jefatura de servicio de Plasencia, circunstancia que
me dio nuevas fuerzas para afrontar el duro trabajo diario y
que contribuyó indudablemente a mejorar mi “curriculum” y
autoestima.
En efecto, en el aspecto económico mis ahorros habían
sufrido una merma importante, ¡pero amigos míos!, mi año y
medio de felicidad con mi familia y mis inolvidables amigos
de Plasencia, esos sí que no tenían precio y hoy, pasados trein-
ta años de aquella maravillosa experiencia, la sigo recordando
como la etapa más feliz de mi vida profesional y familiar.
Nunca olvidaré cuando paseaba con mi Wolkswagen
Kombi de color azul, en compañía de mi mujer y mis ocho
niños por las calles de Plasencia y me gritaban:-¡Ahí va “con
ocho basta”!- y es que en aquel mismo año se había populari-
zado una serie televisiva americana que tenía este título, cuyo
protagonista y su mujer tenían ocho niños y un Wolkswagen
del mismo tipo y color que el nuestro. ¡Ya es casualidad sim-
pática!, y no solo en Plasencia, sino en otras poblaciones de
Extremadura me lo decían al pasar.
Aparte de las buenas noticias sobre la mejora de las
condiciones laborales del equipo de anestesia, tengo que decir
que mi hospital del Pino estaba sometido por aquellas fechas a
una situación convulsa de enfrentamiento entre grupos de mé-
dicos ante la marcha del director actual, Emilio Gómez, que
volvía a su tierra como inspector médico y el nombramiento
por la Dirección Provincial del Insalud de un profesional mé-
dico para desempeñar su dirección hospitalaria. En el fondo de
estos enfrentamientos subyacía un fondo político, ya que un
grupo de médicos de corte conservador se enfrentaba a otro
que se consideraba progresista y las “peloteras” que se armaron
entre los dos grupos estuvieron a punto de degenerar en pelea.
Hay que recordar al llegar a este punto del relato, que
en aquellos años de nuestra naciente democracia: (estábamos

254
en 1979), gobernaba UCD, con Adolfo Suárez como Presidente
del Gobierno y en nuestra Comunidad la Consejería de Sanidad
y Seguridad Social del Gobierno de Canarias la desempeñaba
mi amigo, compañero de Milicias y de especialización en Bar-
celona, Gregorio Toledo (q.e.p.d). Él se especializó en urolo-
gía, mientras yo lo hacía en Anestesia- Reanimación.
Una mañana, mientras me encontraba anestesiando un
paciente en quirófano, ajeno a todos estos problemas, me lla-
maron de dirección. Se lo dije a Ángel Rojas, que estaba re-
visando pacientes en planta para la sesión operatoria del día
siguiente. Me sustituyó y bajé a dirección.
El director provisional de la Residencia, que era un ins-
pector médico del cual no recuerdo su nombre, me comunicó
que debía ponerme en contacto con el Director Provincial del
Insalud, profesor Pedro Betancor, catedrático de patología de
la naciente facultad de Medicina de Gran Canaria.
Me desplacé a la dirección Provincial que estaba situada frente
a la residencia.
Pedro Betancor, nada más darme la mano me pidió que
aceptase la dirección de la Residencia Sanitaria Nuestra Señora
del Pino, que era un favor personal que me pedían Gregorio
Toledo y él mismo. Viendo mi cara de profunda sorpresa, son-
rió y me dijo que estaba planteada una muy grave situación
de enfrentamiento entre estamentos médicos y sanitarios del
Hospital y que yo era la persona adecuada, por mi independen-
cia ante los grupos enfrentados, avalada por mis antecedentes
como jefe de servicio y director del Hospital de Plasencia, con
el informe favorable del Insalud extremeño sobre mi gestión
hospitalaria.
Agradecí la confianza que depositaban en mi persona,
tanto Pedro como Gregorio, pero quería aclarar antes de con-
testar afirmativamente a su propuesta, que este cargo de con-
fianza, al no estar remunerado, no implicaba ninguna incompa-
tibilidad con mi trabajo particular vespertino en la Clínica San
Roque y que mi actividad como director en un hospital amplia-
do a quinientas camas sería duro e impediría la simultaneidad

255
con mi trabajo anestésico en el Hospital.
Pedro me contestó que ambas circunstancias estaban
previstas y que me agradecía que aceptase esta responsabili-
dad.
Nunca pensé que esta decisión me fuese a traer la ani-
madversión del llamado “grupo progresista”, como pude com-
probar a lo largo de mis dos años de gestión.
Tuvimos una reunión de las juntas facultativa y de go-
bierno y Pedro Betancor me presentó como nuevo director del
Hospital, cargo que empecé a desempeñar a principios del mes
de noviembre de 1979, momento en el que cesé temporalmente
como jefe de sección de Anestesia, percibiendo el sueldo de di-
cha plaza por mi función de dirección sin ninguna gratificación
complementaria..
En la primera Junta facultativa que celebramos tuve mis
primeros enfrentamientos con los llamados “progresistas” que
pretendieron que renunciase a mi actividad privada para estar
las 24 horas al frente de la Dirección. Lógicamente les contesté
que no estaba contemplada dicha incompatibilidad en el Esta-
tuto Jurídico del Personal Médico, ya que no existía remune-
ración establecida para la dedicación exclusiva a la dirección.
Les cabreó mucho a aquellos agitadores de salón que yo me
mantuviese firme y tranquilo y levantase la sesión, con el apo-
yo del grupo más sensato, que apreció con satisfacción como
yo no me plegaba a sus exigencias
Llegaba a las siete y media de la mañana y me mar-
chaba a comer a las cuatro de la tarde, apenas sin tiempo para
hacerlo, ya que mi trabajo en San Roque lo necesitaba para
mantener a mi familia y además era mi profesión.
Pero aquel grupo vociferante siguió haciéndome la pu-
ñeta con sus llamadas nocturnas sin venir a cuento y su campa-
ña de acoso en los medios de comunicación. Estrella me pidió
que dimitiese y me incorporara a mi jefatura de sección. Pero
este asunto se convirtió lisa y llanamente en un “tema de cojo-
nes” y ellos no tenían más que yo y me puse a contestar a todos
sus ataques en la prensa, de forma razonada y fría, asunto que

256
les jodió e irritó profundamente.
Tuve a mi favor dos ventajas muy importantes: 1) Un
magnifico administrador: Pedro Martínez Mayoral, administra-
dor y amigo en la inolvidable Clínica de Lugo. ¿Se acuerdan
ustedes de las famosas partidas de chinos con Fermín descritas
en las páginas dedicadas a la clínica de Lugo?. Pedro es un
hombre de una honradez y una preparación extraordinaria y me
defendió de forma perfecta la faceta que yo desconocía de la
gerencia: la gestión económica. Nunca se lo agradeceré bastan-
te; 2) Mi voluntad de trabajo y mi coraje frente a aquel acoso
injustificado e irracional, que indudablemente me pasó factura,
como veremos a continuación.
Volví a perder calidad de vida y aguanté porque había
dado mi palabra de honor a los que depositaron en mí su con-
fianza.
A finales del año 80 se convocó la plaza de jefe de ser-
vicio de anestesia del Hospital Universitario Insular, circuns-
tancia de la que me informó Pedro Betancor, con quien había
establecido una buena amistad nacida de las responsabilidades
compartidas en las direcciones del Insalud y del hospital.
Esta circunstancia me alegró, ya que el desempeño de
la dirección del Pino me estaba causando un estrés permanente.
¡Qué diferencia con la placidez y tranquilidad de mi dirección
en el Hospital de Plasencia!. Ahora mi lugar de tranquilidad
eran los quirófanos de San Roque en las tardes quirúrgicas.
Las oposiciones a la plaza de jefe del servicio de anes-
tesia del Hospital Universitario Insular, se celebraron en el úl-
timo trimestre del año 1981.
No vinieron candidatos de Tenerife o la Península, ya que la
plaza estaba mal dotada económicamente y sólo podía intere-
sarle a candidatos locales que pudieran simultanearla con otra
actividad médica.
Creo recordar que nos presentamos unos seis anestesió-
logos. Desde la exposición del curriculum mi ventaja comenzó
a ser evidente sobre los otros candidatos. Dos oposiciones na-
cionales ganadas y dos plazas obtenidas por concurso de méri-

257
tos, frente a dos de ellos que sólo tenían un concurso de méritos
aportado, desequilibraron la balanza claramente a mi favor y
mi memoria sobre la organización de un servicio de anestesia
fue superior a la del resto de opositores, por lo que el tribunal
me adjudicó la plaza de jefe del servicio.
Me dispuse a tomar posesión en los plazos reglamenta-
rios, considerando que la cortedad del sueldo la podía compen-
sar con mi trabajo particular.
Pero la Consejería de Sanidad del gobierno de Canarias ordenó
una prórroga en el plazo de mi incorporación al hospital Insu-
lar, alegando como prioridad mi dirección en el Hospital del
Pino.
El equipo que formábamos Pedro y yo había superado
con éxito cuatro auditorías solicitadas por la oposición, alegan-
do una imaginaria mala gestión. Todo estaba asquerosamente
politizado y se acercaban las elecciones de 1982, por lo que me
dispuse a aguantar aquel tramo final de gestión, “jodido pero
contento” que diría el castizo.
Pero todo se cortó bruscamente. Una mañana de junio
de 1982, sentí un dolor terrible y opresivo en la región precor-
dial, mientras me duchaba para ir al hospital del Pino, que me
hizo pensar -“¡Ya están aquí el infarto y el fin!-“
José Luis Manzano, siempre a mi lado en los momentos difí-
ciles, me reconoció y solo a golpe de fonendo diagnosticó una
pericarditis constrictiva aguda de probable origen vírico, que
confirmó la radiología. Tenía un gran derrame en el pericardio
y en el espacio pleuropulmonar izquierdo. Reposo absoluto en
cama durante dos meses con indometacina como único trata-
miento. Ni anestesia ni dirección. Lo importante era recuperar
mi salud.
Alfonso Medina, excelente cardiólogo y jefe de hemo-
dinámica me dijo:-¡Te vas a recuperar estupendamente con el
reposo y la indometacina!. No te van a quedar ningún tipo de
secuelas!- Y me lo dijo mirándome irónicamente: -¡No le eches
la culpa a ningún otro tipo de factor: sobreesfuerzos o disgus-
tos. El había sido uno de los que siempre estuvo frente a mí. Yo

258
también sonreí amargamente, ya que me dolía reírme, ni tenía
ganas ni fuerza para ello.
Efectivamente, en agosto me había recuperado total-
mente quedando únicamente alguna pequeña salva extrasistóli-
ca, muy desagradable como secuela.
Presenté mi dimisión como director y jefe de sección
del hospital del Pino y me incorporé en septiembre a mi jefatu-
ra de servicio de anestesia del Hospital Universitario Insular.
Organicé el servicio de anestesia del Hospital que hasta
entonces habían sido una especie de reinos de Taifas, en cuya
labor colaboraron los anestesiólogos del servicio.
Dos hechos muy importantes para la anestesia general
vinieron casi a coincidir en el tiempo:1) la llegada del propofol,
como anestésico intravenoso. Significó un avance gigantesco
en la anestesia general, con una hipnosis inmediata sin moles-
tias, con un despertar rápido sin secuelas de ningún tipo. En las
anestesias breves, los pacientes tendían a levantarse de la cami-
lla sin resaca de ningún tipo y si no lo hacían es porque no les
dejábamos o por los dolores producidos por su intervención. El
propofol (Diprivan, del laboratorio ICI, cuyo equipo empezó a
ensayarlo en 1977) es un alquifenol, sustancia liposoluble, que
no tiene ninguna relación química con los barbitúricos. Se tra-
taba de un producto bien tolerado por las venas de todo tipo de
pacientes: de niños de 2-3 años a pacientes de edad avanzada.
Sólo se han descrito pequeñas reacciones alérgicas atri-
buidas a las sustancias conservantes. De fácil dosificación: 1-2
miligramos/kilo peso. Una auténtica maravilla, que me produjo
una sensación de alegría indefinible ya que nos estamos aproxi-
mando a la anestesia intravenosa perfecta. A mediados de los
ochenta empezó a generalizarse su uso en todo el país. En los
hospitales y clínicas se popularizó como la “lechita blanca”,
por su aspecto parecido a la misma.
2) El segundo gran acontecimiento de mi última etapa
en la especialidad fue ,sin duda, el invento de la mascarilla la-
ríngea por el británico Brain, al que tuve el honor de conocer
y tratar en el Congreso Nacional de Anestesia- Reanimación

259
celebrado en Alicante en 1993.
Empezamos a manejarlas en el Hospital Universitario
Insular a mediados- finales de los ochenta en pacientes de ra-
diología exploratoria y más tarde en quirófano, empezando por
la pequeña y mediana cirugía.
Supuso además un gran avance, al poder superar el pe-
ligro de una intubación difícil o imposible en algunos pacien-
tes. Muchos problemas se solucionaron desde entonces, tenien-
do la precaución de colocar una sonda nasogástrica en dichos
enfermos de intubación difícil, resueltos con una mascarilla
laríngea. Conseguíamos así preservarnos de los peligros de la
regurgitación, el vómito o la molesta acumulación de gases en
estómago.
Posteriormente surgieron las mascarillas laríngeas tipo Fastra-
ch, que permiten la intubación traqueal siempre con un tubo
más fino (6 o 6,5) a través de la mascarilla laríngea citada.
Nunca olvidaré la maravillosa semana que pasamos en
la Ciudad Universitaria inglesa de Cambridge, en el King´s Co-
llege, impresionante Colegio Mayor universitario, donde vivi-
mos cinco días inolvidables invitados por ICI-FARMA, en el
Symposium que este laboratorio organizó para la presentación
del Diprivan (propofol) a los jefes de servicio y a una represen-
tación de los anestesiólogos de todos los hospitales españoles
(29 de marzo a dos de abril de 1990).
En 1993, cercano ya a mis sesenta años, la dirección
de la Clínica San Roque me hizo una oferta de trabajo a “full
time” ofreciéndome la jefatura del Servicio de Anestesia de la
Clínica, con un contrato y sueldo mensual que me garantizaba
mi cotización a la seguridad Social, con vistas a la jubilación.
No lo dudé y para ello solicité la excedencia en el Hos-
pital universitario Insular.
Nunca me arrepentí de esta decisión, ya que la clínica
había renovado totalmente sus instalaciones y aparatos y des-
pués de tantas luchas y sacrificios, podía tener finalmente la
compensación económica que creía merecer.
Me jubilé en enero de 2004, al cumplir los setenta años

260
y los once (1993-2004) al frente de mi última jefatura de servi-
cio.
Después de los trabajos y sinsabores de mis largos años de
ejercicio profesional (Cuarenta y cuatro), supe comprender que
era el momento de irse con dignidad.
En mi honor, los compañeros de trabajo y la dirección
de la Clínica organizaron dos banquetes de despedida. En el
primero, el más intimo: el de los compañeros, uno de los más
jóvenes me preguntó: - Luis, ¿cuántas anestesias has hecho a lo
largo de tu vida?.
Le contesté:- el año 1964, cuando dimos el gran salto de
una modesta clínica como la de Lugo al gran hospital que fue
el Pino, tenía registradas en una agenda, que guardo con cariño,
cinco mil treinta y ocho anestesias. En ese momento dejé la
agenda porque no tenía tiempo ni para escribir ni para dormir.
Si en aquellos primeros cuatro años hice las que hice,
calcula que en los cuarenta años restantes aunque hubiese al-
canzado una media inferior a las mil anuales, no creo que bajen
mucho de cuarenta y cinco mil. Siempre nos quedaremos con
esta duda sobre su número total.
Lo que sí quiero expresar en el momento que conclu-
yo la redacción de esta crónica de cuarenta y cuatro años de
profesión anestésica, es mi cariño y agradecimiento a todas las
personas que supieron comprender mi trabajo y dedicación a la
dura y muy querida especialidad anestésica.

LUIS G. MARTEL DÉNIZ


Las Palmas de Gran Canaria, 2009

261
ÍNDICE DE CAPÍTULOS

Introducción y motivos de la obra................................11


I. Comienzo de la carrera de medicina.............................17
II. Octubre de 1952.- Primer curso de medicina ..............21
III. Comenzamos segundo curso. Mayo de 1954................25
IV. Tercero y cuarto de carrera. Marcha provacunación.....29
V. Comienza el periodo clínico de la carrera.....................33
VI. Acabo la carrera. Incertidumbres ante el futuro...........37
VII. Hospital Militar de Las Palmas de Gran Canaria.........39
VIII. Hospital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona...43
IX. Empieza el aprendizaje.................................................47
X. Las lecciones del maestro.
Su aparato de anestesia: “el omo”................................53
XI. Empiezan las guardias...................................................59
XII. Reflexiones sobre mis primeras
experiéncias anestésicas................................................67
XIII. Estamos en pleno agosto. Cirugía de urgencia.............73
XIV. Visita al pabellón de Santo Tomás................................79
XV. Reflexiones sobre los hidrocarburos anestésicos..........89
XVI. Segunda sesión en Santo Tomás....................................95
XVII. Termina agosto:
empieza la actividad quirúrgica normal......................103
XVIII. Llega septiembre. Operan los grandes jefes................113
XIX. Cirugía de torax y experimental..................................119
XX. Me siento un miembro más del equipo de anestesia...125
XXI. Actividad a toda marcha. El otoño avanza..................131
XXII. Controversia ante las novedades anestésicas..............137
XXIII. Llegamos a diciembre. Despedida de González.........143
XXIV. Seguimos nuestro trabajo. Adios a Barcelona.............151
XXV. Camino de Las Palmas vía Madrid.............................159
XXVI. Reunión con el director de la “Clínica de Lugo”........167
XXVII. Trato de organizar mi trabajo......................................173
XXVIII. Sistemática y anecdotario de la “Clínica de Lugo”....179
XXIX. Reflexiones sobre lo relatado......................................185
ÍNDICE DE CAPÍTULOS

XXX. Empiezo a conocer otras clínicas................................191


XXXI. Las sesiones vespertinas y nocturnas
de la “Clínica de Lugo” ...........................................199
XXXII. 1962: despedida de soltero y boda..............................205
XXXIII. Llega Andrés. Rumores de inauguración del Pino......211
XXXIV. 1964: aparece el equipo
de inauguraciones del I.N.P. ......................................219
XXXV. Inauguración del Hospital del Pino............................227
XXXVI. Abrimos reanimación. Mi trabajo particular...............233
XXXVII. La jerarquización en la seguridad social.....................239
XXXVIII. Jefe de servicio en Plasencia (Cáceres)......................245
XXXIX. Regreso a Gran Canaria..............................................253
En MI VIDA Y LA ANESTESIA, Luis Martel Déniz
(1934) narra con pasión la vivencias de una especialidad que
en sus comienzos no fue valorada ni respetada como se mere-
cía, tanto por otros compañeros médicos como por la opinión
pública en general.

Libro escrito para que los anestesistas de hoy compren-


dan y aprecien los sacrificios y penurias sufridas por este grupo
de médicos pioneros, que abrieron los duros surcos de una es-
pecialidad tan científica y completa como la anestesia.

Como uno de los cirujanos que ha compartido con Luis


muchos años de ejercicio profesional, solo puedo decir que ha
sido un magnífico anestesista, con oposiciones ganadas y pues-
tos de responsabilidad médica desempeñados, de los que nunca
fue cesado. Siempre se marchó cuando quiso.

Persona muy respetada y querida por los enfermos y


personal sanitario de los hospitales y clínicas donde ejerció su
profesión. Para nosotros sus compañeros, es una satisfacción
dar testimonio de ello.

Juan Ramón Sarmiento Suárez

268

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