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Las madres criaban a sus hijos como las gatas, pero gatas que hablaban NENE MIO,
NENE MIO
No basta con que las frases sean buenas sino con que pueda ser útil lo que se hace con
ellas
Es importante saber que podemos seguir siendo útiles después de muertos, ayudamos
al crecimiento de las plantas
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más
ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero,
¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía
contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
- ¿Qué son productos químicos? - preguntaba John.
- ¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los
Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el
estilo.
- Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
- No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar
más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O
acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada
en los embriones.
Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más,
porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias
comprensible, con un poder mágico terriblemente bello,
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para
Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas
desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena
civilizar.
Y esto es lo que ustedes nunca escribirán -dijo el Interventor-. Porque si fuese algo
parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no
podría parecerse a Otelo.
Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin
acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo
es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener.
Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la
vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores
excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas
pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre
queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la libertad, Mr.
Salvaje. ¡La libertad! -El Interventor soltó una carcajada-. ¡Suponer que los Deltas
pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
in embargo -insistió obstinadamente-, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes
del sensorama.
-Claro que sí -convino el Interventor-. Pero éste es el precio que debemos pagar por la
estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro.
Nosotros hemos sacrificado el arte puro.
La población óptima -dijo Mustafá Monds- es la que se parece a los icebergs: ocho
novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.
-¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
-Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos
amigos, por ejemplo.
-Cualquiera diría que van a degollarle -dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo
cerrado-. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este
castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un
lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe
encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido
excesiva consciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad.
Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En
una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de
hace cientos de años. No del Dios de ahora.
-Pero Dios no cambia. -Los hombres, sí.
-Y ello, ¿produce alguna diferencia?
¿Sí? -preguntó el Interventor a su vez-. Puede usted permitirse todos los pecados
agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la
amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde
estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con
un brazo la cintura de una chica, mascando un chiclé de hormonas sexuales y
contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es
dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La
Providencia recibe órdenes de los hombres.
-¿Está seguro de ello? -preguntó el Salvaje-. ¿Está completamente seguro de que
Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido
que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos
vicios de placer como instrumento para degradarle?
Pero el valor no reside en la voluntad particular -dijo el Salvaje-. Conservar su estima
y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.
-Vamos, vamos -protestó Mustafá Mond-. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado
lejos? -Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse
degradar por los vicios agradables.
Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas
cosas valor. He podido verlo así en los indios.
-No lo dudo -dijo Mustafá Mond-. Pero nosotros no somos indios. Un hombre
civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente
desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la
mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el
orden social sería trastornado.
Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e
impelidos íntimamento por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y
comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos
empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada
vez que éste azotaba su propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la
torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.