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UESD, Teología Fundamental (Madrid 2016) 116-174.

UNIDAD DIDÁCTICA 1 1 1

Contenido

Tema 1 : La p o s i b i l i d a d de respuesta del hombre a la Revelación

• El hombre como ser religioso: la apertura del hombre a Dios

• El hombre como "capax Dei"

• El hombre en la contradicción. Las dificultades para creer

Tema 2: La fe como respuesta d e l hombre a la Revelación

• Analogía de la fe: fe humana y fe cristiana

• La fe a la luz de la Escritura

• La racionalidad de la fe: Concilio Vaticano I y Concilio Vaticano II

• La fe: don de Dios y acto del hombre

• La vida de fe en la comunidad eclesial

Tema 3 : La c r e d i b i l i d a d de la fe

• La credibilidad en sus dimensiones objetiva y subjetiva

• Sólo el amor es digno de fe

• El testimonio

• Los signos de credibilidad


1 1 6 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

INTRODUCCIÓN

La afirmación central del cristianismo es que Dios se ha revelado en Cristo (Hb 1) 1;

Jn 1) 14-18). Al reflexionar sobre la revelación) hemos dejado claro su carácter complf!io

y unitario: la revelación se ha realizado en la historia y se ha expresado por medio de la

palabra (que coincide con una persona) Jesucristo) como cercanía absoluta entre Dios y

el hombre y autocomunicación total de Dios al hombre.

La respuesta del hombre a Dios que se comunica en Cristo es la fe. Es decir, la fe es el

modo por medio del cual el hombre se apropia el acontecimiento de la revelación. En este

punto se realiza el encuentro de Dios) que se revela) y del hombre) que acepta este diálo­

go. Se establece así una relación de unidad entre los dos interlocutores en el que

propiamente consiste el cumplimiento del acontecimiento revelador. Revelación divina y

acto de fe son los dos aspectos concleyentes de un mismo acontecimiento.

Nos proponemos) por tanto) analizar el sentido de nuestra fe y los elementos que entran

a formar parte del acto de Je) para darnos cuenta de su valory de su consistencia) y para

valorar una realidad que de otra forma permanecería oscura e insignificante) a pesar de

ser un componente fundamental de nuestro ser cristiano.

Para conseguir esta finalidad es preciso captar el sentido auténtico de la fe) por el que el

ser humano) como ser en relación y como oyente de la Palabra) es capaz de abrirse a la

experiencia de Dios. Previamente hemos de preguntarnos (tema 1) si el ser humano está

en disposición de encontrarse con Dios y) por tanto) de analizar los presupuestos que

posibilitarían tal encuentro. Se trata de establecer las claves antropológicas de la apertu­

ra del hombre a Dios) pues si la relación del hombre con el mundo y la historia fuera

puramente inmanente) no se podría plantear ni la cuestión de Dios ni) mucho menos) la

acogida de su posible llegada. No hay que olvidar que la fe se presenta, ante todo, como

un encuentro interpersonal entre el hombre y Dios, en su recíproco hablarse y escucharse,

darse y encontrarse en comunión, determinando así el ser del hombre, en su totalidad,

como esencialmente fundado y comprendido en Dios.

Para un conocimiento más adecuado de la fe cristiana es conveniente detenerse, a conti­

nuación, en la presentación bíblica de la fe (tema 2)) tal como aparece en el Antiguo

Testamento y tal como se ha realizado en Cristo y está descrita en el Nuevo Testamento)

analizando los elementos a partir de los cuales se origina el acto de fe. La fe nos abre el

camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso) si queremos enten­

der lo que es la fe) tenemos que narrar su recorrido) el camino de los hombres creyentes,

C11JO testimonio encontramos, en primer lugar, en el Antiguo Testamento, C11JaS líneas de

actuación convergen en Cristo; El es el "sí" definitivo a todas las promesas, el funda­


31.
mento de nuestro "amén" último a Dios (2 Co 1)20)1

Por último) la fe se presenta en la Escritura como don y gracia de Dios y, al mismo

tiempo) como actitud de responsabilidad y de apertura de corazón por parte del hombre.

Se plantea entonces la cuestión de ver la relación que une estos dos elementos, de tal

modo que el acto de fe sea al mismo tiempo acción de Dios y acción del hombre. La fe no

es un acto ciego o impuesto) sino expresión de consentimiento libre y responsable de la

voluntad y de la razón humana. Por ello estudiamos (tema 3) los motivos de credibili­

dad o el sentido de racionabilidad de la fe) considerando) además, el significado de la

verdad contenida en la fe.

131. Cf. LF, 8 . 1 5 .


Tema

La p o s i b i l i d a d de respuesta d e l

h o m b r e a la Revelación
1

Analizamos en este capítulo las condiciones antropológicas de posibilidad de aper­

tura del hombre a la Revelación. La toma de conciencia de la dimensión histórica en

el existir y conocer humanos, así como la historia como lugar propio de la acción

salvífica de Dios, hace que la reflexión teológica contemporánea haya girado hacia el

hombre (giro antropológico) en su vinculación al mundo y a la historia. La situación

histórica de la comunidad humana ha entrado así en el campo de la reflexión teoló­

gica, como punto de partida, interpelación de su responsabilidad y realidad por

transformar. La superación de las estrecheces de la Apologética clásica (de claro

talante extrinsecista), que ha llevado a cabo la teología fundamental, se debe en gran

medida a este giro antropológico, que tiene en M. Blondel y su "método de la inma­

nencia" una figura señera. Su influencia será decisiva en la teología fundamental

postconciliar. Partir del hombre no supone negar el primado ontológico de la reve­

lación, dato indiscutible en la teología actual, sino afirmar que la prioridad

epistemológica pertenece a la cuestión sobre el hombre al ser la más próxima y

accesible. Así lo han puesto de manifiesto dos importantes textos magisteriales: el

Catecismo de la Iglesia Católica (1992), que se abre con una introducción antropológi­

ca formulada con la expresión tradicional del hombre "capaz de D i o s " , y la

encíclica Pides et ratio, cuyo comienzo lleva por título el adagio délfico "conócete a ti
132
mismo" •

l. El hombre c o m o ser r e l i g i o s o : la apertura d e l hombre a D i o s

Constituye un lugar común de la reflexión antropológica contemporánea subrayar

que el hombre es un ser dinámico, susceptible de ser considerado con rigor sólo si

se aborda el análisis de su peculiar dinamicidad. El hombre ha recibido en sus

manos su existencia con el imperativo de llevarla a cabo en primera persona, libre,

responsablemente. Él la conduce a lo largo del tiempo, en constante relación con el

contexto que le circunda y con sus contemporáneos. El ser humano, en su indivi-

132. Cf. S. PIÉ-NJNOT, La teología fimdamental, 90-91.


1 1 8 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

dualidad y con su libertad, configura temporalmente la identidad que va adquiriendo y

le caracteriza personalmente. Por este motivo es un ser "biográfico". Dos notas


133
caracterizan al ser humano en su dinamismo esencial: apertura y finitud •

Apertura remite a libertad: aptitud para decidir sobre uno mismo. La experiencia

personal e histórica nos muestra que el dinamismo humano conduce a ganar en

altura o profundidad en su carácter de apertura. La educación es un proceso por el

que la persona accede (se abre) a ámbitos para los que antes estaba cegada. El dina­

mismo de apertura convierte al hombre en un ser "advertido", que percibe la

urgencia de pensar ulteriormente y seguir preguntando. La reflexión vuelve sobre lo

asumido para dilucidar su base ontológica e intelectual, gracias a un interrogar cada

vez más radical.

Gracias a la experiencia de la finitud, el hombre se ha percatado de la pertinencia de

cuestionar la propia existencia y el ser de lo que le rodea. Movido por la conciencia

de la finitud, el ser humano ha elevado la mirada más allá de lo inmediato. La finitud

se pone de manifiesto en la temporalidad del ser propio y ajeno. La fugacidad e

índole transitoria de lo acometido y ejecutado, de los éxitos y fracasos, de los esta­

dos interiores y circunstancias exteriores, conduce a plantear la pregunta acerca del

sentido último de lo que emprende en la existencia. La respuesta a estos interrogan­

tes es de importancia vital, ya que especifica el enfoque de la existencia en su


13
globalidad 4.

Porgue no somos dueños de nuestro ser, ni dominamos el ser en el que estamos ni

sabemos siguiera en qué consiste esto de existir. Y, sin embargo, estoy en el ser, vivo

en el ser, me veo ligado al poder del ser que se me impone como inevitable y nece­

sario. El ser que somos implica la presencia de un ser indeterminado que no

sabemos dónde empieza ni dónde termina. Tenemos dentro de nosotros una pro­

fundidad que nunca p o d e m o s explorar del todo. N o s percibimos a nosotros

mismos como misterio. Estamos religados a una realidad independiente de noso­

tros, en la que existimos y en la que nos movemos en nuestro pensar, en nuestro


135
querer, a cada momento de nuestra vida personal •

Así, la libertad humana se enfrenta con su finitud como con un problema que no es

susceptible de ser aplazado, porgue lo que está en juego es el sentido último del

ejercicio mismo de la libertad y el riesgo de alienarse que ella contiene. Ante la fini­

tud del hombre se ha de decir que "es imposible salvar un sentido absoluto sin
136
Dios" • Es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad, que no es

la ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, pues quien se cree que puede

hacer todo lo que se le antoja termina por contradecir la verdad del propio ser, per­

diendo su libertad. La libertad verdadera no es la ausencia de ligaduras, es una

forma de religación. Sólo quien se halla re-ligado a un fundamento último puede

sentirse des-ligado ante lo penúltimo. Hay, pues, una forma de dependencia que,

lejos de ser alienable, es liberadora. El reconocimiento de la dependencia de Dios se

133. Cf. L. ROMERA, El hombre ante el misterio de Dios (Palabra, Madrid 2007) 1 1 - 1 3 .

134. Cf. ibid., 13-26.

135. Cf. F. SEBASTIÁN , J A je que nos salva. Aproximación pastoral a una teología fundamental (Sígueme, Salamanca 2012) 27-28.

136. Cf. "Entrevista con M. Horkheimer", en H. MAR.CUSE - K. POPPER - M. HORKHEJMER, A fa búsqueda del sentido

(Sígueme, Salamanca 1989) 1 1 1 .


La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 1 1 9

resuelve no en una relación de "señor" a "esclavo", sino en la de "padre" a "hijo"


137
(Rm 8 , 1 5 . 2 1 ; Ga 4,3-7) o en la de "amigo" a "amigo" (]n 1 5 , 1 5 ) •

En este contexto, puede tener lugar una apertura de la persona a la dimensión reli­

giosa, con el reconocimiento de la presencia de Dios y la decisión de dirigirse a Él,

como exigencia personal y respuesta a la llamada que la divinidad supone. La apertu­

ra a Dios y a la relación con Él, la religión, implican ganar en inteligibilidad, en la

medida en que ofrecen una respuesta a las preguntas radicales, otorgan el horizonte

de comprensión último de la existencia en el que enfrentarse con sus dificultades y

misterios, señalan la orientación definitiva del existir y suscitan la actitud vital básica

ante lo cotidiano y la propia biografía como una totalidad, con lo que ella encierra 138•

La cuestión del sentido

La fe cristiana tiene su fundamento en la revelación de Dios al hombre, llevada a su

plenitud en el acontecimiento de Cristo. El destinatario de la revelación es el hom­

bre, llamado por Dios a la respuesta libre de la fe. La teología, en cuanto saber

sobre la fe, se encuentra inevitablemente con la cuestión antropológica: ¿qué hay en

el hombre que lo hace radicalmente capaz de recibir la revelación de Dios? Se trata,

en el fondo, de la pregunta, ¿qué es el hombre? Preguntar y buscar es precisamente

la raíz de toda la actividad del hombre. El hombre hace todo cuestionable. En

este horizonte, sin confines, del preguntar humano hay una cuestión que se revela

como la más vital y próxima a la existencia, y también presente, implícitamente, en


139
toda otra cuestión: la pregunta del hombre sobre sí mismo, sobre el sentido de su vida •

En la Introducción de Pides et ratio, Juan Pablo II escribe:

Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tie­

rra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que

caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿De dónde vengo y adónde voy? ¿Por

qué existe el mal? ¿_Q_ué hay después de esta vida? Son preguntas que tienen su origen común en la

necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé

a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.

En estos textos resuena el Vaticano II cuando se pregunta no sólo "¿qué es el hom­

bre?", sino también "¿cuál es el significado del dolor, del mal, de la muerte? ¿Qué

hay después de esta vida?" (GS, 10). Pero la novedad de la encíclica de Juan Pablo II

es la referencia explícita a las diversas culturas antiguas que comparten estas pregun­

tas existenciales, lo que le lleva a concluir que "lo más urgente hoy es llevar a los

hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido

último y definitivo de la existencia" (n.102). Se puede observar cómo este documen­

to magisterial toma el camino de la búsqueda antropológica de forma similar al

pensamiento reciente, que favorece la pregunta por la finalidad y sentido último de

137. Cf. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica [undamental (Sal Terrae, Santander '2011) 201.

138. Un ejemplo de esto son las palabras que Benedicto XVI dirigía a catequistas y profesores de Religión con ocasión de la

celebración de Vísperas en la Catedral de Múnich (10-9-2006): "Os pido de corazón que tengáis presente en la escuela la bús­

queda de Dios, del Dios que en Jesucristo se nos hizo visible. Estimulad a los alumnos a hacer preguntas no solo sobre esto o

aquello -aunque esto sea ciertamente bueno-, sino principalmente sobre de dónde viene y a dónde va nuestra vida. Ayudadles a

darse cuenta de que las respuestas que no llegan a Dios son demasiado cortas".

139. Cf. J. ALFARO, Revelación cristiana,Jey teología, 1 3 .


120 La je: respuesta del hombre a la Revelación

la vida humana y lo plantea en coordenadas que no hablan ya tan explícitamente de

"Dios" y, en cambio, se refieren prioritariamente al fenómeno más difuso de la


140
"religión" como pregunta por el sentido •

Son muchas las cosas que se han dicho sobre el hombre y no menos las definiciones

que se han dado sobre su identidad. Pero mal comprenderíamos la compleja reali­

dad del ser humano si pusiéramos entre paréntesis su carácter cuestionador. El

interrogar o preguntar nace, como algo propio y legítimo, del fondo del hombre,

que tiene capacidad para reducir todo a pregunta y para quien todo es cuestionable.

De forma que el hombre existe preguntando, y cometeríamos un grave error si

quisiéramos arrancar de su vida la pregunta acerca del sentido. El hombre no se

conforma meramente con existir y, por eso mismo, busca una razón para existir con

sentido. En ese buscar y preguntar se expresa lo más verdadero de nosotros mis­


141•
mos Esto es tan cierto que, en opinión de González de Cardedal, si tuviéramos

que elegir un término común a los intentos filosóficos, religiosos y sociales que han

determinado la segunda mitad del siglo XX no habría otra palabra más común que

esta: "sentido", pues esta palabra:

ha desplazado en alguna medida a las clásicas de la metafísica (ser), de la antropología (verdad),

de la teología (salvación), como si lo que el ser humano necesita trascendiera cada uno de esos

campos, por ser algo más fundamental, abarcante, radical. Y cuando una palabra adquiere estas

dimensiones de originalidad, radicalidad y totalidad, entonces resulta indefinible. Es un concep­

to-límite. Sentido es lo que crea el ámbito necesario para respirar con holgura, para existir sin

sobresalto, para avanzar confiados hacia el futuro, para asumir la vida en propia mano, para
142

confiar en que el empeño de nuestros días no será vano ni nuestro amor cenizas •

La pregunta por el sentido de la vida nunca se había planteado de manera tan

dramática como hoy en día, pues la filosofía clásica hablaba menos del "sentido" de

la vida que del "fin" de todas las cosas. Se trata, en efecto, de una pregunta mucho
143•
más reciente de lo que solemos pensar de ordinario

La cuestión sobre el sentido último de la vida no es, por consiguiente, una cuestión

más entre otras, sino simplemente la cuestión que funda y a la cual se refieren todas

las demás: en ella se configura la inquietud radical del hombre. La pregunta por el

sentido emerge en la conciencia reflexiva del hombre "como la cuestión más origi­

naria, la más existencial, la más vitalmente radical dentro del hombre mismo, la que

está implícita en toda otra cuestión como condición de posibilidad de todas ellas"!"

En la práctica, cada persona vive a partir del proyecto de su propio sentido. Cada

una tiene una determinada representación de aquello que entiende por una vida feliz

y plena, y todos sufrimos cuando no podemos encontrar ya sentido en aquello que

hacemos. Nadie es capaz de vivir sin una cierta respuesta a la cuestión del sentido.

Quizás no le llame a eso sentido; pero ¿qué es sino el sentido lo que buscamos

cuando vamos tras la felicidad, el amor, la plenitud? El sentido se encuentra allí

140. Cf. S. P1É-NlNOT, La teología fundamental, 104.

141. Cf. J. GARClA ROJO, El sentido de la vida. Una pregunta necesaria (Publicaciones UPSA, Salamanca 2004) 237-238.

142. Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, "Prólogo. El sentido y la teología", en A. GF.SCHÉ, El sentido (Sígueme, Salamanca

2004) 9.

143. Cf. J. GRONDJN, Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico (Sígueme, Salamanca 2004) 27.

144. J. ALFARO, "La cuestión del sentido y el sentido de la cuestión", en Cregorianu»: 66 (1985) 389.
La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 121

donde el mundo se convierte en el mundo del hombre, en el mundo justo y pacífico

del hombre, con el cual se puede identificar.

Es posible que la vida pueda ser sentida o experimentada, a menudo muy compren­

siblemente, como un "sinsentido", pero sólo a condición de que la acompañe una

espera de sentido. Es decir, porque la vida debería tener un sentido se puede hablar

de una vida que no tiene sentido. La persona, desde el momento en que se interroga

por el sentido de su vida, no puede no haberlo presupuesto. Lo que queda por saber
145
es cuál es ese sentido •

La pregunta acerca del "sentido de la vida" no es una cuestión opcional o circuns­

tancial. Es, por el contrario, una pregunta típicamente humana; una pregunta

inexcusable acerca del porqué y del para qué, del adónde y del de dónde de la existencia.

La pregunta por el sentido tiene constante vigencia, fundamentalmente porque está

implícita en todas las aspiraciones y acciones del hombre en el mundo. Dicha pre­

gunta es expresión de la peculiar forma de ser que comporta el ser humano; de la

original forma de vida que es la vida humana. El hombre no sólo es; no se contenta

con vivir; quiere ser bien; aspira a una vida buena y lograda. Sea cual sea su formula­

ción concreta -"¿vale la pena vivir?", "¿Tiene sentido la vida?", "¿Qué me cabe

esperar?"- la pregunta por el sentido es la explicitación de la radical problematici­


6
dad o, mejor, "misteriosidad" del sujeto 14 •

Es esta una cuestión que entraría dentro de lo que la tradición cristiana ha llamado

los preambula fi.dei, aquellos argumentos racionales, importantes para la fe, que la

acreditarían como una acción auténticamente humana, es decir, a la altura de la dig­

nidad del hombre. Quiere esto decir que el ofrecimiento del mensaje de la fe que no

se dirija a la experiencia humana más profunda difícilmente va a interesar a nadie.

Es necesario que lo que se anuncia afecte de manera vital a lo más profundo de la

conciencia humana. En otras palabras, sólo entendemos lo que significa realmente

la palabra "Dios" cuando reconocemos que es la respuesta que se nos ofrece como

totalidad a la cuestión del sentido de la existencia humana. En esta clave, el teólogo

J. Alfaro, que estudió con gran competencia esta cuestión, escribió:

Del análisis de las dimensiones fundamentales de la existencia humana emerge la cuestión del sen­

tido último y, finalmente, la cuestión de Dios como instancia última de la cuestión del hombre. El

origen de la cuestión de Dios es, pues, antropológico: el hombre se encuentra ante la cuestión que
147
él es para sí mismo, y, al enfrentarse con ella, se encuentra ante la cuestión de Dios •

O dicho con las palabras de O. González de Cardedal:

Hay algo en el corazón del hombre que está en sintonía con la palabra "Dios", algo en vecindad

con su morada, algo que responde a una indescifrada espera, que sólo encuentra las palabras

propias cuando el esperado no conocido, llegando, se identifica 148•

Resulta paradójico constatar que el ser humano conozca hoy tanto acerca de sus orí­

genes y tan poco acerca de su destino; que sea tan lúcido para encontrar los medios

145. Cf. J. GRONDI , Del sentido de la vida, 25-26.

146. Cf. J. MARTÍN VE!.ASCO, "Religión y sentido de la vida en las sociedades postreligiosas", en Sal Terrae (febrero 2001) 85-86.

147. J. Ar.FARO, De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios (Sígueme, Salamanca 1988) 279.

148. O. GONZALEZ DE CAHDEDAL, Dios (Sígueme, Salamanca 2004) 268.


122 La je: respuesta del hombre a la Revelación

y tan ciego para descubrir los fines. Ciertamente es más cómodo no remover la pre­

gunta infinita que somos nosotros mismos. La pregunta decisiva para nosotros es si,

dentro de esta realidad, existen lo que A. Gesché denomina los lugares de sentido,

aquellas realidades humanas en las que se juega el sentido, dejando muy claro dicho

teólogo que:

Dios no es el funcionario del sentido, como si sólo Dios fuera la última y única clave del senti­

do. El sentido puede existir, puede ser reconocido y vivido, sin que debamos recurrir

necesariamente a Dios, bien sea porque provenga de las mismas cosas de la vida, bien sea por­

que nosotros lo creemos e introduzcamos en el mundo [. . . ]. La teología ofrece aquí su

colaboración, que no consiste en ser el árbitro del sentido, sino la de ofrecer un lugar donde

también es posible que el sentido se produzca 149•

La cuestión del sentido de la totalidad de la realidad es el punto de partida para un

hablar de Dios comprensible y responsable. Una confianza en un sentido absoluto

puede tener sentido sólo si Dios existe, un Dios que, por ser el creador de la reali­

dad dispone de todas las condiciones de la totalidad de la realidad, que escapan del

dominio del hombre. Lo ha expresado muy bien Benedicto XVI:

El hombre, después de todo, sabe lo que no lo sacia, pero no puede imaginar o definir lo que le

haría experimentar la felicidad que trae como nostalgia en el corazón. No se puede conocer a

Dios solo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista permanece el misterio: es el

hombre el buscador del Absoluto, un buscador a pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo,

ya la experiencia del deseo, el "corazón inquieto" como lo llamaba San Agustín, es muy signifi­

150
cativo. Esto nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso, un mendigo de Dios •

El itinerario de la apertura a Dios

La percepción de la propia persona como individuo, tan sólo idéntico a sí mismo, es

decir, distinto a todos, pero abierto a la comunión hacia la totalidad de lo existente,

es una percepción primaria, básica y elemental, que repercute en todos los niveles

de la persona: como "sentimiento" de distinción-comunión universal y como "per­

c e p c i ó n intelectual" que se h a c e bien p a t e n t e a la propia conciencia. Esta

percepción primaria, mediante el "poder referenciador" de las cosas y de las perso­

nas, es la raíz de la actitud religiosa del hombre. La actitud religiosa despierta y se

explicita cuando el "poder referenciador" de las cosas y de las personas nos advierte

que ellas no son el centro del ser y nos remiten incansablemente a la última densi­
151

dad de lo existente: en definitiva, al origen y fundamentos divinos •

Ahora bien, que el problema de Dios pertenezca al hombre en cuanto a su humani­

dad no quiere aún decir ni que exista Dios ni qué Dios existe. Solo en tanto que

problema es la cuestión de Dios inalienable respecto del ser del hombre. En este
152•

sentido, el hombre es, como decía Cicerón, religioso por naturaleza

149. A. GESCI IÉ, El sentido (Sígueme, Salamanca 2004) 19-20.

150. BENEDICTO XVI, Audiencia general (7-11-2012).


5
151. Cf. J. Mª ROVIRA, Tratado de Dios, Uno y Trino (Secretariado Trinitario, Salamanca 1998) 147.

152. Cf. W. PANNENBERG, Antropología en perspectiva teológica (Sígueme, Salamanca 1993) 90. En el mismo sentido X. ZUBIRT,

El hombre y Dios (Nueva edición} (Alianza, Madrid 2012) 134: "El hombre no tiene el problema de Dios, sino que la constitu­

ción de su Yo es formalmente el problema de Dios. El problema de Dios no es, pues, un problema teorético sino personal".
La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 123

Saber de Dios y dirigirse a Él constituye el núcleo esencial de la religión, donde se

dan cita las dimensiones fundamentales de la persona: la inteligencia y la voluntad,

los afectos y la esfera social, la corporeidad y el espíritu. Dios no forma parte de

nuestras evidencias inmediatas. El exceso de ser y luz del Infinito supera las capaci­

dades cognoscitivas de lo finito. El hombre debe abrirse y percatarse de Dios.

La experiencia religiosa consiste, vista en su globalidad, en un itinerario que

emprende y recorre la persona a lo largo de su existencia. La experiencia religiosa

no es únicamente un conjunto de vivencias, sino un modo de existir, que consiste

en saberse situado ante una "Trascendencia", como don suyo, y en referir todo lo

propio a la misma. Dichos saber y referir se vierten en actos y actitudes, que a su

vez conforman a la persona. La apertura a Dios y su respuesta existencial se incre­

mentan con el transcurso de una existencia vivida religiosamente, de tal modo que

el conocimiento de Dios y su relación libre con Él se dan y se configuran en un iti­


153
nerario •

Quien busca sinceramente a Dios se ve envuelto, más de una vez, por la oscuridad,

la duda o la inseguridad. Pero si sigue buscando es porque hay en él un deseo de

Dios y un deseo de creer que no quedan destruidos por la duda, el cansancio o el

propio pecado. Por eso, el gran obstáculo para la búsqueda de Dios es la indiferen­

cia, el cerrar los oídos a toda llamada que nos invita a buscar la verdad última de

nuestra vida, el temor a la búsqueda sincera y noble. Hay búsqueda de Dios

donde hay deseo. Porque el deseo, si realmente expresa el ser del hombre, da a

entender que el hombre no se satisface sólo en sí mismo como hombre, sino que

remite a algo más allá de él y a alguien mayor que él. Dios ha sido definido siempre
154
como la meta última de todo deseo .

Un ejemplo ilustrativo de un posible itinerario que conduce al hombre hacia Dios lo

encontramos en San Agustín. El testimonio autobiográfico recogido en sus

Confesiones nos enseña la correspondencia existente entre el conocimiento de Dios y

el afán por alcanzar la verdad sobre el conjunto de la realidad. Las Confesiones, como

testimonio excepcional de la búsqueda apasionada de Dios que nos narra su autor,

es fruto de una reflexión especulativa de gran profundidad situada en la vida del

hombre y en el que está comprometida toda su persona. El encuentro con Dios se

alcanza tras un largo itinerario en el que Agustín, habiendo experimentado la vacui­

dad de vivir volcado hacia fuera -sentidos, pasiones, fama, éxito--, ha descubierto

su interioridad: de la conciencia, donde el hombre encuentra su propio yo; de la

inteligencia, como capacidad de elevarse a una verdad que trasciende la mera per­

cepción sensible; de la voluntad, con su posibilidad de amar y de auténtica


155•
libertad

Una de las expresiones concisas más acertadas para explicar cómo el deseo apunta

hacia Dios es la declaración agustiniana que encontramos al comienzo de sus

Confesiones: "quia fecisti nos ad te et inquietud est cor nostrum, donec requiescat in te" (nos

hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti). Si la anali­

zamos con detenimiento podemos descubrir lo siguiente:

153. Cf. L. ROMERA, El hombre ante el misterio de Dios, 3 1 .

154. Cf. G . .fu\1.ENGUAL, Deseo, memoria y experiencia. Itinerarios del hombre a Dios (Sígueme, Salamanca 2011) 76.

155. Cf. L. ROMERA, El hombre ante el misterio de Dios, 31-32.


124 La fe: respuesta de! hombre a fa Revelación

• La condición humana es definida como inquietud, signo tanto de una necesidad

que no encuentra satisfacción -distancia insalvable entre lo deseado y lo alcanza­

do debido a nuestra finitud- como de una proximidad en virtud de alguna noticia

de Dios que nos hace tender hacia ÉL

El centro de esta inquietud está en el corazón -término con el que se designa el

lugar de encuentro de la razón con la sensibilidad- que advierte de la presencia

de Dios en tanto en cuanto se presenta psicológicamente como inquietud y

ontológicamente como temporalidad.

• La expresión hasta que indica el momento final de la inquietud, marcando el lími­

te entre un movimiento -que lo precede- y un reposo -que le sigue-. Hay

posibilidad de una vida feliz en la medida en que está dinamizada por esta meta.

La meta de la peregrinación humana se describe como descanso en ti, lo que indi­

ca que la quietud que alcanza nuestra existencia -en cuanto orientada a Dios­
156
es la plenitud buscada y esperada •

En resumidas cuentas, la experiencia de la inquietud del corazón está intrínsecamente

ligada a la conciencia de la insuficiencia que está en la base del dinamismo biográfico

e histórico del hombre. Este cor inquietum ha conducido históricamente a reconocer

una Realidad allende lo finito, que se manifiesta como el origen radical y destino

definitivo de lo finito. La inquietud y el reconocimiento de ser originados por Dios

y destinados a Él nos conducen a caer en la cuenta de que la propia plenitud ontoló­

gica y existencial se encuentra en Dios (donec requiescat in te). El corazón se aquieta

en la relación con Dios, pues la identidad de ese ser personal, libre y finito, que es el
157
hombre, apunta teleológicamente hacia Él •

11. El hombre como capax Dei

Siguiendo al profesor Pié-Ninot, el enfoque medieval de esta fórmula (cuyo origen

se encuentra en un comentario de Rufino sobre la encarnación, en el siglo IV) está

muy ligada a un doble aspecto:

a) proto!ógico, el hombre como "imagen de Dios", cuyas referencias bíblicas son las

que presenta la tradición agustiniano-tomista: el hombre creado a "imagen de

Dios" (Gn 1,27; Eclo 7,30; Col 3,9ss) y el "nuevo hombre" creado en Cristo (Ef

4,23ss; Rm 8,10.29);

b) escatológico, hace referencia a la "visión de Dios" y la "bienaventuranza" de acuer­

do con los tres clásicos textos neotestamentarios que, de forma profusa, citan

tanto san Agustín como santo Tomás: 1 Co 1 3 , 9-12; 1 Jn 3,2; Mt 5,8.

156. Cf. G. AMENGUAL, Deseo, memoria y experiencia, 72- 73.

157. Cf. L. ROMERA, El hombre ante el misterio de Dios, 34-37.


La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 125

El Catecismo de la Iglesia Católica retoma esta fórmula en el capítulo primero de la

primera parte, que lleva por título la prefesión de fe. El desarrollo concreto de esta

afirmación inicial del Catecismo se articula en cuatro puntos:

1) el deseo de Dios (nn.27-30);

2) las vías que llevan al conocimiento de Dios (nn.31-35);

3) su conocimiento según la Iglesia (nn.36-38),

4) ¿cómo hablar de Dios? (nn.41-43). Se trata, sin duda, de una teología fundamen­

tal nuclear que sintetiza, con la antigua fórmula capax Dei, los ejes tradicionales
58
sobre el hombre como deseo natural de ver a Dios y como potencia obediencial' •

El deseo natural de ver a Dios

El acceso del hombre a la Revelación se realiza por la fe, don de Dios y respuesta

del hombre al mismo tiempo. Con todo, el hombre está radicalmente preparado

para esta respuesta gratuita ya que está abierto a Dios y a su posible manifestación

reveladora, en definitiva, el hombre es capaz de escuchar la Palabra de Dios, es decir,


159
es oyente de la Revelación, siguiendo la expresión de Rm 1 O, 1 7 • Si el ser humano

no estuviera en disposición de abrirse a Dios o de responder a su posible llamada,

no habría posibilidad de revelación. Pues ésta no sólo supone que Dios se comuni­

ca, sino que el ser humano es capaz de acoger la comunicación de Dios.

Todo hombre porta en sí mismo un misterioso anhelo de Dios. El Concilio

Vaticano II nos recordó que:

La razón más alta de la dignidad humana con siste en la vocación del hombre a la comunión con

Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino por­

que, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según

la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador!",

A su vez, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con la siguiente afirmación: "El

deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido

creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en
161•
Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" Esta afir­

mación, que hoy se manifiesta plenamente asumible en m u c h o s ambientes

culturales, sin embargo puede parecer una provocación en el ámbito de la cultura

occidental secularizada. Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar que no

sienten en absoluto ese deseo de Dios.

Y así, Benedicto XVI ha escrito que para amplios sectores de la sociedad Dios no es

el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que pasa desapercibida, frente a
162•
la cual no se debería hacer ni siquiera el esfuerzo de pronunciarse Pero esto tiene

también sus consecuencias, nos dice él mismo, pues cuando Dios pierde su centrali­

dad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su sitio en la creación, en las

158. Cf. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, 1 1 0 - 1 1 1 .

159. Cf. ibíd., 93.

160. GS, 1 9 .

161. CCE, 27.

162. Cf. BENEDICTO XVI, Audiencia General (7-11-2012).


126 Cuestiones teológicas, históricasy literarias

relaciones con los demás. El hombre cree que puede llegar a ser él mismo "dios",
163

dueño de la vida y de la muerte" • Ahora bien, lo que hemos definido como "el

deseo de Dios" no ha desaparecido por completo, y se ve aún hoy en día, en


164

muchos sentidos, en el corazón del hombre . Todo deseo que asoma al corazón

humano expresa un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente.

Indudablemente, desde dicho deseo profundo no se puede llegar directamente a la

fe.

En definitiva, dice Benedicto XVI, el hombre sabe bien qué es lo que no le sacia,

pero no puede imaginarse ni describir qué le haría experimentar esa felicidad cuyo

corazón añora. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre.

Desde este punto de vista, el misterio permanece: el hombre es buscador del

Absoluto, un buscador a pasos pequeños y vacilantes. Pero ya la experiencia del

deseo, del cor inquietum agustiniano, es muy significativa; atestigua que el hombre es,

en lo más íntimo, un ser religioso, un mendigo de Dios. Dicho con palabras de

Pascal: "el hombre supera infinitamente al hombre".

En este sentido, Benedicto XVI ha señalado la necesidad de promover una peda­

gogía del deseo que permita abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de

la vida. Pedagogía que incluye dos aspectos: a) aprender o volver a aprender el sabor

de la alegría auténtica de la vida; b) nunca estar satisfecho con lo que se ha logrado.

Sólo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en nosotros esa ansiedad que

lleva a ser más exigentes para percibir más claramente que nada finito puede llenar
16
nuestro corazón 5.

Decir, por tanto, que el hombre es deseo de Dios es afirmar su radical orientación

hacia Dios. Tomás de Aquino habla del deseo natural de ver a Dios para indicar la

aspiración que hay en el espíritu humano hacia la felicidad y la verdad. Pero junto a

este deseo de ver a Dios, Tomás de Aquino también afirma la imposibilidad para el

hombre de acceder a tal visión por sus fuerzas naturales y sin contar con la acción

de Dios. Más aún, el apetito natural sólo es una cierta inclinación a lo que conviene

y no se traduce en un saber explícito sobre qué cosa sea esto que conviene.

El deseo de Dios en realidad es un deseo de ser feliz, sin que de entrada sea posible

determinar el objeto que realiza tal felicidad. La visión de Dios que el hombre anhe­

la y que constituye su plenitud va más allá de lo que puede explicitar y claramente

desear. Sólo desde la fe resulta posible identificar con Dios el deseo indeterminado

de felicidad y de búsqueda de verdad. Se da así una paradoja: el hombre desea algo

que sólo con la ayuda de la gracia puede obtener e incluso conocer. Esta aspiración

fundamental del ser humano a la felicidad pone de manifiesto que en él se da una


166

posibilidad o capacidad de Dios, que no necesariamente se ha de hacer realidad •

Creando al hombre, Dios ha querido crear un ser finito, pero llamado a la infi­

nitud. Si esta ocurrencia divina, como afirmaba el profesor Ruiz de la Peña, es algo

más que una broma trágica o un cruel desatino, ello sólo puede significar que Dios

163. Cf. Ío.,A11diencia Ceneral(l4-ll-2012).

164. Cf. ÍD.,Audiencia Ceneral(7-ll-2012).

165. Cf. ibíd.

166. Cf. M. GELJ\BERT, "La apertura del hombre a Dios (.y a su posible manifestación)", 87, 91-92.
La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 127

ha creado al hombre finito con el único propósito de ser Él mismo quien colme su

finitud; con la sola intención de reservarse para sí la plenificación de su déficit,

haciendo saltar las barreras de su limitación. Lo que el hombre es (por naturaleza) se

trascenderá hacia lo que debe ser (por gracia). Queda así planteada la clásica dialéctica

naturaleza-gracia, que traspasa la entera historia de la teología cristiana.

Ahora bien, ¿cómo pensar la inserción de esa gracia en esa naturaleza? Estamos en

lo que ha dado en llamarse el problema del "sobrenatural": o bien hacemos de la

gracia algo extrínsecamente adosado a la naturaleza, con lo que justificamos su gra­

tuidad, pero a costa de dejar a oscuras por qué ella debe ser el único fin real del

hombre; o bien la concebimos como una expectativa tan hondamente incrustada en


167
la urdimbre de lo humano que liquidamos su carácter de don indebido y gracioso •

La aportación de Rahner ha sido decisiva en este debate. Para este autor, el punto de

partida de la teología ha de ser el hombre realmente existente, no el posible. Todo

cuanto experimentamos de nosotros mismos no equivale a nuestra "naturaleza

pura", porque de facto ésta no existe.

El hombre se halla en el orden de la gracia y esto ha de tener un influjo en su modo

de comprenderse, aunque no tenga conciencia refleja de ello. En el hombre real­

mente existente, la ordenación a Dios y la capacidad de recibirlo constituye el

centro de su ser. Pero a la vez esta capacidad ha de ser caracterizada como un don
168•
indebido, al que como criatura no puede tener ningún derecho Efectivamente,

hay en el hombre una potencia obediencial respecto al "existencial sobrenatural"

(vocación del hombre a la gracia), pero esa potencia obediencia! no es algo mera­

mente pasivo o neutro; es una verdadera capacidad, una ordenación interna,

coincidente (en la actual economía) con el dinamismo ilimitado del espíritu, que no

exige el sobrenatural incondicionalmente, pero que habilita al hombre para acoger

libremente la autodonación divina.

El hombre como potencia obediencial

Afirmar que el hombre es potencia obediencial o capacidad receptiva es afirmar su

radical apertura hacia Dios, horizonte infinito. Con esta expresión la teología intenta

definir, a la luz del dato revelado, la posibilidad de relación entre Dios y el hombre,

de forma que la reflexión salvaguarde, por un lado, la libertad del hombre; por otro

lado, ha de defender la prioridad, la gratuidad y trascendencia del obrar de Dios

mismo. Desde el punto de vista formal, con potencia obediencia! se designa de modo

genérico la posibilidad (potentia) que tiene el hombre de poder recibir una determina­

ción que de suyo no posee, pero que puede sólo obediencia/mente acoger como don

de Dios. Sólo desde la reflexión teológica se puede legitimar este dato, pues en ella

el sujeto humano se concibe como criatura, es decir, dependiendo de Dios y siendo

diferente ontológicamente de él.

Esto implica que se da una comprensión de una distinción real entre el Creador y la

creatura. El ser creatural, por tanto, se encuentra siempre en una condición de rela­

cionalidad, que es visible en su disponibilidad para acoger. Como criatura sólo

167. Cf. J. L. Rutz DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial (Sal Terrae, Santander 1 9 9 1 ) 21-22.

168. Cf. L. P. LADARIA, ''Naturaleza y sobrenatural", en B. SESBOÜÉ (dir.), Historia de los dogmas. Vol. 2: El hombre y su salvación

(Secretariado Trinitario, Salamanca 1996) 306.


128 La fe: respuesta del hombre a la Revelación

puede recibir. Por tanto, a nivel creatural existe una disponibilidad propia (potentia)

para acoger la gracia y, por tanto, para entrar en posesión (oboedientia) de una cuali­

dad que de suyo no p o s e e ni puede pretender poseer en virtud de su propia

naturaleza. En resumidas cuentas, Dios al crear pone el deseo natural dentro de la

criatura para que pueda reconocerlo; pero la contingencia del ser creado, que consti­

tuye su esencia, requiere que este deseo aparezca en un nivel personal para hacerse
169
totalmente acto pleno de un sujeto histórico •

Es aquí donde la teología católica ha visto la capacidad fundamental del hombre a la

revelación de Dios. Por eso podemos decir que el hombre es capacidad receptiva

para la fe; de lo contrario ésta sería una superestructura extraña y sin interés para el

hombre. Esta capacidad, además, tendría sentido aunque Dios no se hubiera revela­

do, ya que por su carácter de acogida receptiva no plantea ninguna exigencia a Dios,
170
sino que el hombre está "obedientemente" en su libre disposición •

111. El hombre en la c o n t r a d i c c i ó n . Las d i fi c u l t a d e s para creer

La fe en la revelación cristiana no sólo se vio expuesta desde la era moderna a la

crítica y al rechazo. La revelación de Dios tropezó desde siempre con el desinterés

y el rechazo de los hombres. No sin razón vemos que ya la Biblia se queja de los

oídos sordos y de los corazones incircuncisos y endurecidos de los hombres

(Is 5 3 , 1 ; Jr 4,4; Ez 3,7; Me 10,4; Rm 2,5) y, a su vez, escuchamos aquella amonesta­

ción: "¡No endurezcáis vuestros corazones!" (Sal 95,8; Hb 3,7-19). El reproche de

que el corazón está endurecido se refiere a la falta de apertura humana y a la persis­

tente reserva extrema ante la notificación de la voluntad salvífica de Dios, el cual

quiere ser acogido por el corazón del hombre.

Esta reacción humana que va desde la indiferencia hasta el rechazo se funda en que

la revelación de Dios es más que una simple notificación de verdades que vale la

pena saber; es una invitación dirigida al hombre, encerrado en sus sentidos e incli­

nado al egoísmo, para que se abra a una nueva práctica de vida, que incluye el

alejamiento del "yo" egoísta y el acercamiento a una comunión con Dios y con

nuestros semejantes, y que exige que el hombre se comprometa por algo que es

"invisible" y "futuro" (2 Co 4 , 1 8 ; Hb 1 1 , 1 ) , por algo que se sustrae a nuestra capaci­

dad de disponer de ello.

Por tanto, siendo cierto que la falta de interés, la crítica y el rechazo de la revelación

de Dios no son, ni mucho menos, fenómenos de la edad moderna, vemos que esas

reacciones humanas de rechazo se han intensificado desde la Ilustración hasta nues­

tros días. De esta manera se ha llegado a un distanciamiento entre la revelación y

la razón, que hace que la primera aparezca como sospechosa ante la conciencia de

la opinión pública, porque se presenta como expresión de una manera de pensar


171
autoritaria que, en nombre de la razón madura, se ha de rechazar • A su vez, la

experiencia habitual de gran parte de nuestros contemporáneos es la dificultad que


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169. Cf. R. FISICI-JET.LA, "Potencia obediencial", en DTF, 1066-1067.

170. Cf. S. P1F:-N1NOT, La teología fundamental, 1 1 2 .

171. Cf. J. SCHMITZ, La reuelacián, 189-190.


La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 129

tienen para percibir experiencias de sentido y apertura del hombre hacia el futuro.

Ya el Vaticano II señalaba que "la misma civilización actual, no por sí misma, sino

porque está demasiado enredada en las realidades humanas, puede dificultar a veces
172
el acceso a Dios" •

El contexto cultural contemporáneo, perezoso e indiferente a toda pregunta por el

sentido de la existencia, no sólo desconfía de la fuerza de la razón, sino que parece

renunciar a cualquier experiencia de fe, al tiempo que se resigna al tedio en la bús­

queda de la verdad.

Durante los doscientos últimos años ha surgido en Europa una nueva cultura en

la que apenas ha penetrado el espíritu del evangelio. El abismo existente entre la fe y


173
la cultura moderna es precisamente el drama de nuestro tiempo • Estas palabras

del teólogo y cardenal Kasper se hacen eco de las escritas anteriormente por Pablo

VI en Evangelii nuntiandi: "la ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda alguna, el

drama de nuestro tiempo" (n.20). Y es que la forma que tengamos de situarnos ante

el mundo puede facilitar o dificultar nuestro acceso a Dios.

Para comprender la situación cultural actual

A pesar de la dificultad de dar un nombre al presente, cabe afirmar que la cultura

contemporánea sigue siendo deudora del debate iniciado en los años 70 entre la

modernidad y la postmodemidad'", Al hablar de modernidad nos referimos no sólo a

un período histórico, sino también a un movimiento cultural guiado por un proyec­

to: hacerse con el destino de la humanidad sobre la tierra, de forma que el ser

humano toma conciencia de su propio poder para configurarse a sí mismo; es decir,


175
el hombre se convierte en la medida de todas las cosas • Los descubrimientos

científicos de los siglos XV y XVI (Copérnico, Galileo) supusieron para el hombre

medieval un duro golpe al desplazarle de la posición central que ocupaba en el uni­

verso (imagen y semejanza de Dios) por voluntad divina. No contento con la

pérdida de ese lugar va a tratar de recuperarlo con la ayuda de sus propias fuerzas.

Para ello se lanza a la reconstrucción del mundo, de cuyo centro ha sido arrojado,

buscando la seguridad del conocimiento en su propia subjetividad, convirtiendo a

ésta en la medida y fundamento de todas las cosas.

Es esta nueva orientación antropocéntrica el hilo conductor de la modernidad. Si

bien es cierto que los primeros pensadores ilustrados siguen haciendo referencia a

Dios en sus sistemas filosóficos (los grandes filósofos entre los siglos XV y XVIII

son deístas, pues Dios es la clave de bóveda de su edificio especulativo), se han pues­

to los cimientos para la aporía fundamental en la que derivó este movimiento

cultural: el hombre puede ser humano sin Dios. El grito de Nietzsche "Dios ha

muerto" es la consecuencia directa de un uso de la razón que, al convertirse en la

172. G'S, 19.

173. Cf. W. KASPF.R, Teología e Iglesia (Herder, Barcelona 1986) 69.

174. Cf. J. PRADES, Dar testimonio. La presencia de los cristianos en la sociedad plural (f',AC, Madrid 2015). Los dos primeros capí­

tulos del libro abordan esta temática de la situación de nuestros días ----definida con el término "crisis"- y del cristianismo

en la sociedad actual teniendo como hilo conductor uno de los fenómenos culturales más pujantes: la globalización y el multi­

culturalismo.

175. Cf. A. VERGOTE, Modernidady cristianismo (PPC, Madrid 2002) 1 7 5 .


130 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

medida de todas las cosas, acaba absorbiendo a Dios, ahogando en sí toda posible
176•

alteridad

Pero lo que comenzó siendo el proyecto emancipador de la razón ilustrada, por el

que el sujeto se erige en constructor de su propia historia, terminó por convertirse

en totalitarismo. Conviene recordar aquí el análisis de Horkheimer y Adorno en su

obra Dialéctica de la Ilustración (1944), donde tratan de comprender por qué la huma­

nidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un

nuevo género de barbarie. Ambos autores destacan en este estudio los límites de la

Ilustración y los incumplimientos causados por la sed de totalidad, que el homo

emancipator ha provocado.

El malestar cultural, el relativismo de los valores, la pérdida de tensión utópi­

ca e ideológica y un cierto estado melancólico y de resignación son síntomas

de una crisis de la modernidad que los autores postmodernos han denunciado.

Frente al pensamiento fuerte de la modernidad, que trata de imponer a todos la ver­

dad objetiva y universal d e s d e una r a z ó n totalizante y fundamentadora, el

pensamiento débil de la postmodernidad reclama la validez de los pequeños relatos y


177

las propuestas de sentido parcial • Lo ha descrito muy bien el Papa Francisco cuan­

do critica la pretensión del mundo moderno de arrinconar la fe, pues nos impide

avanzar como hombres libres hacia el futuro. Pero el resultado ha sido que:

Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar sufi­

cientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo

desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una

verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que

son incapaces de abrir el camino!".

La postmodernidad quiere acabar con la pretensión moderna de hacernos pasar los

grandes relatos por visiones objetivas de la realidad. Hay que desenmascararlos en

lo que son: puras narraciones. Detrás de la propuesta postmoderna está la preocu­

pación por escapar a las añagazas del poder, del control y la regulación del sistema.

La p o s t m o d e r n i d a d no se limita simplemente a suceder en el tiempo a la

Modernidad, sino que más bien reacciona (y muy duramente) contra ella. El "post"

de postmoderno indica una despedida de la modernidad en cuanto supone una ree­

laboración o reinterpretación de la misma (G. Vattimo). Es en la década de los años

setenta cuando aparece la corriente, el talante o la sensibilidad calificada de postmo­

derna, que no puede entenderse si no se percibe que está hecha de desencanto ante

la razón y los grandes conceptos anclados en ella. Podríamos enunciar el eslogan

postmoderno de la siguiente forma: "la vida debe ser vivida sin trascendencia, valo­

rando el momento y dándole toda su importancia, exprimiéndolo incluso, y

evitando que el pensamiento vuele hacia temas más o menos metafísicos, considera­
179

dos de poca eficacia y provecho" •

176. Cf. E. J ÜNGEL, Dios como misterio del mtrndo (Sígueme, Salamanca 1984) 33-35.

177. Cf. J. M' MARDONES, A dónde va la religión. Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo (Sal Terrae, Santander 1993) 186-

187.

178. LF, 3.

179. M. BUSTOS, La paradoja posmodema. Génesisy características de la cult11ra actual (Encuentro, Madrid 2009) 1 5 9 .
La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 1 3 1

El renombrado sociólogo Zygmunt Bauman, de origen polaco y profesor emérito

en la Universidad de Leeds, ha acuñado la metáfora de la "liquidez" para compren­

der la naturaleza de la fase actual de la modernidad. La era de la modernidad sólida

ha llegado a su fin. ¿Por qué sólida? Porque los sólidos, a diferencia de los líquidos,

conservan su forma y persisten en el tiempo: "duran". En cambio los líquidos son

informes y se transforman constantemente: "fluyen". La expresión "tiempos líqui­

dos" da razón del tránsito de una modernidad "sólida" (estable y repetitiva) a una

"líquida" (flexible y voluble) en la que las estructuras sociales ya no perduran en el

tiempo necesario para solidificarse y no sirven ya como marcos de referencia para la

acción humana. Este nuevo escenario, ya postmoderno, implica la fragmentación de

las vidas, exige que los individuos sean flexibles, que estén dispuestos a cambiar de

tácticas, a abandonar compromisos y lealtades.

Raíces de este nuevo marco cultural

Ya el Concilio Vaticano II, saliendo al paso del ateísmo que abrazaban muchos de

nuestros contemporáneos, manifestaba que "el reconocimiento de Dios no se

opone de ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esa dignidad se funda y se

perfecciona en el mismo Dios", de forma que "el misterio del hombre sólo se escla­
1 80
rece en el misterio del Verbo encarnado" •

La lectura de los distintos escritos en los que Benedicto XVI afronta la cuestión de

la crisis cultural en la que nos encontramos nos descubre las raíces profundas de la

misma. Él ve sobre todo dos. Hay una primera raíz esencial que consiste "en un falso

concepto de autonomía del hombre: el hombre debería desarrollarse sólo por sí

mismo, sin imposiciones de otros, los cuales podrían asistir a su autodesarrollo, pero
181•
no entrar en este desarrollo" Este falso concepto de autonomía, que Benedicto

XVI critica, es el ejercido por un individualismo que despide sin nostalgia los ideales

asociados a compromisos a favor de los demás, para refugiarse en la comodidad de

una vida que gira sobre el propio "yo". El antropocentrismo moderno, con su

legítima afirmación del individuo, ha conseguido progresos innegables en la com­

prensión y valoración del ser humano (dignidad, libertad, derechos humanos . . . ) ,

pero también está sometido a un peligro: pensar sólo en el interés propio y en el del

grupo al que se pertenece.

Ahora bien, esta comprensión está más cerca del "egoísmo" que de la "autonomía

moral", pues para que ésta se ejerza se requiere del individuo, junto a su derecho de

autodeterminación, la exigencia de responsabilidad ante los demás. Nos lo ha recor­

dado Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, al afirmar que "el hombre se

valoriza no asilándose, sino poniéndose en relación con los otros y con Dios" (CiV,

53). No es de extrañar que cuando el individuo supedita todo a su autorrealización

resulte molesto no ya sólo la presencia de Dios, sino también el reconocimiento de

la alteridad.

Un rasgo a destacar del actual individualismo es la absolutización del individuo en

forma de narcisismo, autocentramiento, hedonismo o preocupación psicológica del

propio yo, que busca la satisfacción de sus deseos insaciables. Lo que interesa es la

180. GS, 21. 22.

181. BENEDICTO XVI, Discurso a la 6 1 " Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana (27-5-2010).
132 Lafe: respuesta del hombre a la Revelación

búsqueda del placer fácil, el éxito rápido, el enriquecimiento inmediato, de manera

que en aras de un presente satisfactorio se eclipsa el horizonte de futuro. El resulta­

do es una sociedad de la desvinculadón, en la que hombres y mujeres persiguen

como único bien superior, ante el cual todo lo demás se supedita, la autodetermina­

ción individual entendida como satisfacción de los impulsos, las tendencias y los

deseos.

La segunda raíz de esta crisis cultural está, a juicio de Benedicto XVI, en "el escepti­

cismo y en el relativismo o, con palabras más sencillas y claras, en la exclusión de

las dos fuentes que orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la
182
naturaleza; la segunda, la Revelación" • ¿Por qué esta exclusión? Él mismo respon­

de afirmando que la actual visión científica de la naturaleza descubre en ella las leyes

que rigen su funcionamiento, pero sin capacidad para orientarnos moralmente de

acuerdo a unos valores inscritos en la misma. A su vez, la Revelación pierde su

carácter de acontecimiento único y gratuito para convertirse en un momento del

desarrollo histórico y cultural (Hegel), o, en el caso de que se acepte su existencia,

sólo podemos esperar de ella motivaciones, pero no contenidos vinculantes. Si estas

dos fuentes pierden su carácter objetivo, "también la historia deja de hablar, porque

se convierte sólo en un aglomerado de decisiones culturales, ocasionales, arbitrarias,


183
que no valen para el presente y para el futuro" •

Ahora bien, si no es posible alcanzar la verdad (escepticismo) desde la que orientar

la vida, no es de extrañar que se vaya extendiendo un "relativismo" que equipara las

distintas propuestas que presentan la sociedad y la cultura, convirtiéndose en una

especie de dogma que considera peligroso y autoritario hablar de verdad, y acaba

por dudar de la bondad de la vida y de la validez de las relaciones y de los compro­

misos que constituyen la existencia. Al final, bajo la apariencia de libertad, esta

mentalidad relativista se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al
18
uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio "yo" 4. Por el con­

trario, el recto uso de la libertad exige por parte del hombre superar el horizonte del

relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal, lo cual no es

posible sin el conocimiento sobre la naturaleza de la persona humana. Y esta es la

cuestión fundamental, señala Benedicto XVI, que hemos de plantearnos: ¿quién es

el hombre?, en línea con la pregunta que se hace el salmista al contemplar la reali­

dad que le rodea: "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano

para mirar por él?" (Sal 8,4-5). La respuesta a dicha pregunta se ajusta, como no

podía ser de otra forma, a lo que confesamos en el primer artículo del Credo:

El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad -no par­

cial, sino capaz de explicar el sentido de la vida- porque ha sido creado a imagen y semejanza de

Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don inestimable lleva a descubrir la
185
propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda persona •

Muy unido a este relativismo encontramos en las sociedades secularizadas un "posi­

tivismo" que, al identificar "verdad" con "conocimiento", rechaza toda pretensión

metafísica así como los fundamentos de la fe y la necesidad de una visión moral.

182. Ibíd.

183. Ibíd.

184. Cf. ÍD., Discurso en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Ro111a (6 -6-2005).

185. ÍD., Mensaje para la celebración de la XLV Jornada Mundial de la Paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz (8-12-2011).
La posibilidad de respuesta del hombre a la Revelación 133

Esta desconfianza radical en la capacidad de la razón para alcanzar la verdad, propia

de la mentalidad escéptica, y la equiparación de todas las "verdades" en el convenci­

miento de que no hay una verdad válida para todos, según mantiene la postura

relativista, provoca que los fines de la educación terminen inevitablemente por

reducirse.

En una cultura que adopta el relativismo como credo no sólo falta la luz de la ver­

dad, sino que se considera peligroso hablar de la verdad por lo que tiene, según esta

mentalidad, de coacci ón e intolerancia.

La razón de este proceder está en que para gran parte de nuestra cultura dominante,

tanto moderna como postmoderna, la verdad no es considerada una realidad previa

y determinante de las decisiones humanas, mientras que para Benedicto XVI el

mundo y el hombre son creación, poseen una lógica, racionalidad y sentido que no

son arbitrarios ni están a plena disposición de su voluntad, sino que al precederle le

deben orientar y sustentar. Así, mientras Vattimo, unos de los teóricos de la post­

modernidad, ha expuesto esta crítica de la verdad, contenida en la tradición

occidental, con una expresión que da título a uno de sus últimos libros, Adiós a la

verdad, afirmando que "a fin de cuentas, es cuestión de entender que la verdad no se

'encuentra', sino que se construye con el consenso y el respeto a la libertad de cada

uno y de las diferentes comunidades que conviven, sin confundirse, en una sociedad
186,
libre" Benedicto XVI, por el contrario, señala que "la verdad y el amor que ella

desvela no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni


187
puede ser, el hombre, sino Dios, o sea, Aquel que es Verdad y Amor" •

Una cultura asentada en el relativismo, al poner a Dios entre paréntesis, no es

expresión de una tolerancia que desea proteger a las religiones no teístas y la digni­

dad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una mentalidad

que desearía ver a Dios definitivamente expulsado de la vida pública de la humani­


188
dad y relegado al ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado •

Por último, como síntesis de todo lo anterior, traemos el testimonio del Papa

Francisco en Lumen fidei, en el que da cuenta de la ligazón de la fe con la verdad:

Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aún más necesario, precisamente por la cri­

sis de la verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a menudo a

aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello que el hombre consigue

construir y medir con su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda y fácil la

vida. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros,

la única sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían des­

pués las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente

dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pre­

tensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y

social en su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido esa verdad -se preguntan- la que

han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia

concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativis­

mo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no

186. G. VATI IMO, Adiós a fa verdad (Gedisa, Barcelona 201 O) 20.

187. GV, 52.

188. Cf. BENEDJCTO XVI, El cristiano en fa crisis de Europa (Cristiandad, Madrid 2005) 42.
134 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

interesa. En esta perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con

la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no com­

parte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran olvido en nuestro

mundo contemporáneo. En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de

memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir

unirnos más allá de nuestro "yo" pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a
189
cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común •

CONCLUSIÓN

El ser humano tiene una conciencia aguda de su contingencia al tiempo que

se sabe habitado por un deseo de superación de sí mismo. Es la experiencia

del desnivel insuperable entre la limitación de su ser y sus actos y de su inago­

table aspiración a realizarse plenamente. El ser humano no puede renunciar a

comprenderse a sí mismo, no puede menos de buscar una respuesta a la cues­

tión última de su vida. Esta pregunta le permite abrirse a la realidad de Dios

como destino definitivo de su peregrinaje histórico. Existe, pues, una mutua

interrelación entre la pregunta que surge de la experiencia humana y la res­

puesta religiosa. La respuesta desvela el alcance de la pregunta y permite

comprenderla como pregunta hacia Dios y pregunta que procede de Dios.

Frente a la posibilidad de vivir de espaldas a esa apertura, el interés por

Jesucristo y su evangelio radica en que su realidad personal se convierte en el

testigo decisivo de la salvación que Dios ofrece al hombre como satisfacción

plena de su inquietud existencial.

189. LF, 25.

(Abandonamos el texto de UESD y usamos el de J. Burggraf, Teología Fundamental (Madrid 2004) cuyas páginas adjunto según el programa).
(TEMA 2 DEL PROGRAMA)
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(aquí abandonamos el libro de J. Burggraf y continuamos con el de UESD)

11. La fe a l u z de la Escritura

La fe es la respuesta libre del hombre al don de Dios. Para decir qué es la fe, los

cristianos recurren a la Biblia, que es la interpretación autorizada de los aconteci­

mientos a los que se refiere su fe. El Nuevo Testamento ha asumido la dimensión

de fe presente en el Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, la ha llevado a su

plena clarificación y perfeccionamiento. Esta es la razón por la que nos vamos a

fijar preferentemente en los escritos neotestamentarios, que describen el último

acontecimiento de la revelación realizada en Cristo y, por consiguiente, la actitud de

aquellos que recibieron con fe este acontecimiento. Pero no por ello vamos a pres­

cindir de una presentación de la conciencia creyente tal como aparece en el Antiguo

Testamento.

La fe en el Antiguo Testamento

Siguiendo los pasos que nos propone el papa Francisco en Lumen fidei, donde afir­

ma que para entender lo que es la fe hay que fijarse en el camino recorrido por los

hombres creyentes, nos encontramos con Abrahán -cuyo testimonio ocupa un lugar

destacado en el Antiguo Testamento- al que Dios le dirige la Palabra, revelándosele

como un Dios que habla y que le llama por su nombre. Dos afirmaciones se dedu­

cen de este proceder: a) la fe está vinculada a la escucha; b) la fe es la respuesta a

una Palabra, que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nom­

bre. La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido
202
fundamento •

Para expresar lo que significa "creer", el Antiguo Testamento conoce, en el ámbito

terminológico, diversos verbos que muestran actitudes de confianza, seguridad, obe­

diencia, esperanza. La fe en hebreo la encontramos expresada principalmente por

estas dos raíces:

'aman. A esta raíz corresponden los términos fe, creer, verdad (en griego: pis­

tis, pisteuo, aletheia; en latín: fides, credere, veritas).

• batah. A esta raíz corresponden los términos esperanza, esperar, confianza

(en griego: e/pis, elpizo,pepoitha; en latín: spes, sperare, confido).

202. Cf. LF, 8. 10.


144 La Je: respuesta de! hombre a la Revelación

La primera raíz, 'aman, significa "ser fiel, leal" y señala la idea de certeza, firmeza,

estabilidad. Esta estabilidad consiste en que la palabra se acredita por su comproba­

ción en las acciones a las que se refiere. Es, por tanto, una palabra de "verdad", que

en hebreo se dice 'emet. Pero para la mentalidad judía, la verdad no se contrapone

al error, sino a la nada (seqer), a la vanidad. Lo mismo que la mentira se atribuye a

aquel que no puede respaldar su palabra con hechos o realidades. Por eso, Yahvé es

un Dios de fiar, con el que el creyente puede y debe contar para su estabilidad, a

pesar de las vicisitudes históricas, porque su firmeza no se basa en cualidades huma­

nas, sino en la acción de Yahvé que ha puesto en marcha su promesa.

De la misma raíz se deriva 'amen, que expresa la actitud del que se instala con

garantía dentro de la palabra, de la alianza o de la promesa de Yahvé, del que se

confía con absoluta entrega a quien no puede engañar. Ni en el Antiguo Testamento

ni en el judaísmo tardío se utiliza "amén" para confirmar las propias palabras, sino

para expresar el propio asentimiento a las palabras de otro. El gue dice "amén"

declara con ello que la palabra del "otro" vale también para él. Sin paralelo en la lite­

ratura hebrea, nos encontramos con el modo de expresarse de Jesús en el Evangelio,

cuando antepone a sus propias palabras el "amén" seguido siempre del "lego"

(digo), para caracterizar su expresión como una verdad absoluta y vinculante para la

conciencia.

La segunda raíz, batah, significa "sentirse seguro", "dejarse en manos de" e indica el

impulso de la fe y de una confianza cargada del dinamismo práctico de una esperan­

za activa y emprendedora.

Sólo en Dios, a quien Isaías llama con el nombre de "Dios del amén" (Is 65,16),

puede encontrar el ser humano un punto sólido de apoyo. De ahí que la "piedra", la

"roca" sea el símbolo del fundamento sólido sobre el que el hombre puede asentar­

se y al que puede aferrarse. Con esta expresión, Moisés, David y los orantes de los

salmos invocan a Yahvé, el Dios de Israel. De Dios como roca a la que Israel puede

aferrarse hablan los orantes en sus alabanzas y en sus acciones de gracias, pero tam­

bién en sus tribulaciones y en sus necesidades. Invocan a Yahvé como roca porque

lo han experimentado como Dios de la fidelidad y de la verdad (Dt 7,9). Pero tam­

bién los profetas pueden recordar a Dios como roca (Is 44, 8).

En conclusión, "creer", "tener fe" para el Antiguo Testamento significa abandonar­

se confiadamente a Dios y tener por verdadera su palabra. Pero el acento recae

sobre la entrega confiada del hombre a Dios.

La fe en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento entiende la fe a partir del acontecimiento de Jesucristo, el

Amén de Dios (2 Co 1,20; Ap 3,14; 22,20). A partir de su historia, y a través de ella,

Dios ha demostrado una fidelidad única e incomparable. La fe es una realidad teoló­

gica antes que una determinación antropológica y designa la �cción de Dios en el

hombre. Es el don gue Dios da al hombre cuando se vuelve a El deseando y pidien­

do creer; pero que también la ofrece a quien no le busca o incluso lo persigue. El

signo real y eficaz de esa donación divina es el bautismo, definido desde el origen
LaJe como respuesta de! hombre a la Revelación 145

203
como sacramento de la fe • La fe cristiana, ha escrito el Papa Francisco, está cen­

trada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor y Dios lo ha resucitado de entre

los muertos (Rm 10,9). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad

de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían

el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se pre­

senta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor


204
por nosotros ·

Para los sinópticos, la fe es la novedad de la existencia que nace del encuentro con la

persona de Jesús, con la realidad concreta de su mensaje y su actividad. Ante situa­

ciones humanamente desesperadas e imposibles, J e s ú s muestra que la única

posibilidad es contar con Dios, experimentar el sentido de un abandono que crea en

el hombre un dinamismo nuevo. Si el creer está a menudo ligado a lo imprevisible

del milagro, que muestra la irrupción de Dios en el absurdo del dolor, del mal y lo

negativo, con ello se intenta sugerir que la fe es el milagro de la apertura de la exis­

tencia a Dios, el reconocimiento significativo de que el Dios de Jesús otorga vida y

salvación.

En la literatura joánica la experiencia de fe se asemeja a un itinerario, a un camino

que compromete dinámicamente la existencia. Juan usa el verbo "creer" como sinó­

nimo de orientación hacia Cristo, una relación de comunión con él, que se consuma,

finalmente, en un reconocimiento total de Jesús como Hijo de Dios, en el sentido

pleno y trascendente del término. La experiencia misma de los discípulos, que han

creído en Jesús, se desarrolla a través de etapas sucesivas y les conduce a un conoci­

miento nuevo y a una vida nueva en Cristo (]n 1 , 3 5 - 5 1 ) . Es sintomático observar

que el cuarto evangelio no usa nunca el sustantivo pistis para indicar la fe, sino que

prefiere el dinamismo del verbo creer (pisteuein). De ahí la articulación del verbo:

creer que (]n 20,31), creer a an 6, 30), creer en an 12,24) que, en sus respectivas acep­

ciones, sugiere las etapas del camino de la fe; un camino que nace del encuentro

sorprendente con Jesús, cuya historia es el prólogo al misterio del encuentro con

Dios. En esta perspectiva, la fe se comprende desde el binomio "escuchar-ver". Si la

escucha sienta las bases de aquella relación que permite penetrar en las palabras de

Jesús Gn 5,24), sin las cuales creer resultaría imposible, el ver expresa la búsqueda

que entra en la mirada de Jesús y la capacidad de dejarse mirar Gn 1,48). Se puede

decir que el acto de fe comporta, en su conjunto, tanto el aspecto nocional e intelec­

tivo como la dimensión y la adhesión personal y, finalmente, la opción fundamental

en la disponibilidad, con todo el ser, a la verdad total revelada en Cristo.

En los escritos de san Juan es significativo el hecho de que los verbos "creer" y

"conocer" tienen muchas veces el mismo objeto: Jesús en cuanto Hijo de Dios

Gn 8,24.28; 1 4 , 1 2 - 2 0 ; 1 7 , 2 1 - 2 3 ) . Más específicamente, "creer" significa reconocer

que Jesús es el enviado del Padre Gn 1,42; 1 7 , 3 . 8 . 2 1 ) , que Él es el Mesías Gn 11,27;

1 Jn 5,1), que Él es el H ijo de D ios (1 Jn 5 , 5 ) ; significa acoger el testimonio que


2 5
da Jesús de sí mismo Gn 3,11; 8 , 14 - 18 ) º •

203. Cf. O. GoNZÁLEZ DE CARDEDAL, "Prólogo", en J. GRANADOS - J. D. LARRÚ (coed.), El que cree ve. E11 torno a la encíclica

Lumen fidei del papa Francisco (Monte Carmelo, Burgos, 2014) 1 O.

204. Cf. LF, 1 5 .

2 0 5 . Cf. F. ARDUSSO, Aprender a creer, 32-36.


146 LaJe: respuesta del hombre a la Revelación

En los escritos de san Pablo, el verbo pisteuein significa muchas veces acoger

como real y salvífica el hecho de la resurrección de Jesús (Rm 4, 24-25; 1 0 , 9 ; 1 Co

1 5 , 1 - 1 9 ; 1 Ts 4,14) y el sustantivo pistis se utiliza a veces para indicar el contenido

del anuncio apostólico (Rm 1 0 , 8 ; Ga 2,3; Ef 4,5), aunque se sigue hablando de la fe

como abandono confiado y lleno de esperanza en Dios, tal como se deduce de la

referencia a Abrahán en Rm 4,1-25 y en Ga 3 , 6 - 1 8 . "Creer" para san Pablo significa

rechazar que la salvación sea una conquista o una prestación del hombre. Es pura

gracia de Dios por medio de Jesucristo. Mediante la fe, el hombre se fía de Dios,

rico en misericordia, excluyendo cualquier forma de orgullo o de autoglorificación,

pero no ciertamente la actividad humana responsable (Ga 2, 6).

Justificación por la fe equivale en la teología paulina a la justificación como gracia. La fe

es en sí misma confesión del don absoluto de Dios, que nos perdona nuestros pecados

y nos llama a participar en su propia vida. Entonces la fe se convierte en vida nueva,

total conversión a Cristo, unión vital con él, transformación en el hombre nuevo recre­

ado a imagen del Hijo de Dios, convertido, él mismo, en hijo de Dios, como afirma

insistentemente el apóstol Pablo (Rm 6,4-8; Col 2,12; Rm 8,17; Ef 4,24). "Creer", en la

teología paulina", conjuga el acto de creer (ftdes qua) con el contenido creído (ftdes quae)

que encuentra en el kerigma su formulación más plena (Rm 10,8; Ga 1,13) .

En definitiva, se puede definir en tres fórmulas lo que significa la fe en la vida del

hombre tal como la entiende el Nuevo Testamento: a) en las palabras y en los ges­

tos de Jesús, el hombre descubre el secreto de su existencia: su existencia viene del

Padre; b) en la muerte de Jesús, el hombre descubre lo que debe hacer en su existen­

cia: confiarla al Padre con actitud filial; c) en el Espíritu de Cristo, el hombre se

descubre capaz de recibir la propia existencia del Padre y de restituírsela, de decir a

Dios la palabra que el Hijo nos ha enseñado: ¡Abba, Padre!

A modo de síntesis podemos recoger las palabras con las que el profesor Alfaro

resumía los estudios bíblicos contemporáneos sobre el tema de la fe:

La exégesis moderna reconoce que, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo

Testamento, la fe es la respuesta integral del hombre a Dios, que se revela como su Salvador, y

que esta respuesta incluye la aceptación del mensaje salvífico de Dios y la confiada sumisión a

su palabra. En la fe veterotestamentaria el acento recae sobre el aspecto de confianza; en la

neotestamentaria resalta el aspecto de asentimiento al mensaje cristiano?".

La fe de Jesús

La cuestión sobre la fe de Jesús surgió a comienzos de los años 60 del siglo pasa­

do 207. En la teología clásica esta cuestión no se planteaba en la medida en que se

presuponía en Cristo la visión directa y beatífica de Dios, con cuyo total conoci­

miento del misterio divino no era compatible la posibilidad de una actitud

intelectiva oscura y parcial, elemento constitutivo de la fe en el hombre. Pero si con­

sideramos más atentamente tanto las fuentes bíblicas que nos hablan de la vida

concreta de Jesús como la realidad propia de Cristo, que, aun siendo verdadero Dios

es también verdadero hombre, semejante en todo a nosotros y partícipe pleno de la

206. "La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano": Conciliu»: 21 (1967) 58.

207. En el ámbito de la teología católica, la cuestión parece que se ha planteado de una manera explícita con un estudio de H.

U. VON BALTlLASAR, Ensayos teológicos. II: Sponsa Verbi (Guadarrama, Madrid 1964) 57-96.
Lafe como respuesta del hombre a la Revelación 147

situación humana, es necesario afirmar que se puede hablar con exactitud de la fe

de Jesús, teniendo en cuenta algunas precisiones indispensables para una visión

objetiva y verdadera.

La fe es una actitud humana que se presenta como acto de adhesión plena a una

persona que asegura la infalibilidad de su palabra; es decir, a Dios. Es una adhesión

que comporta tanto la dimensión personal de la confianza y del abandono total

como la dimensión intelectual de la aceptación de la verdad revelada, aunque no sea

plenamente comprensible.

En realidad, los escritos neotestamentarios no hablan nunca explícitamente de la fe

de Jesús, o, por lo menos, no usan esta expresión, si exceptuamos Hb 1 2 , 1 - 2 , donde

se afirma de Jesús que es el "que inicia y consuma la fe". Sin embargo, este silencio

hay que entenderlo precisamente en el sentido de que, si no se menciona la fe de

Jesús, se habla constantemente de su actitud de confianza y de abandono en el

Padre. En la oración, en el bautismo, al que Jesús se somete realmente, en las tenta­

ciones del desierto, en los momentos de sufrimiento y de abandono humano, como

en Getsemaní y en la cruz, Jesús ha dado constantemente testimonio de ser fiel a la

voluntad del Padre, poniéndola como valor principal y punto absoluto de orienta­

ción de toda su vida y de su muerte.

En este sentido, como ha escrito O. González de Cardedal, se ha afirmado una fe de

Jesús y a Jesús como creyente. Evidentemente no en el sentido posterior del término fe

(aceptar por crédito otorgado a la autoridad lo que por sí mismo no es evidente)

sino en el sentido veterotestamentario de confianza, obediencia y entrega a Dios.

Jesús consuma esta actitud de fe propia de los profetas, de los sabios, de los orantes

y de los pobres de Yahvé. Jesús personifica la fe de Israel. Él es la síntesis del pue­

blo como "hijo de Dios". Evidentemente, si referimos la fe a lo específicamente

neotestamentario, entonces Jesús no es sigeto de fe sino objeto de nuestra fe. En este

sentido Él está antes y fuera de la fe 2°8•

Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el que lleva conjuntamente en sí mismo la rea­

lidad filial de su ser sujeto en ralación constitutiva con el Padre y la perfecta realidad

de la naturaleza humana, unida sustancialmente a la persona del Hijo. Es el misterio

de la unión hipostática. Ahora bien, en Jesús la naturaleza humana vive y actúa en

cuanto sostenida por el ser filial del Verbo. Su modo de conocer, de amar y de actuar

se unifica, últimamente, en la subjetividad divina que le confiere la dimensión de un yo

filial, es decir, el yo del Hijo, que se relaciona esencialmente al Padre. Por consiguiente,

Jesús como hombre se experimenta y se comprende unido sustancialmente al Hijo.

De aquí se sigue que la vida humana de Jesús consiste precisamente en realizar esta

disponibilidad o abandono en el Padre. Jesús se reconoce siempre dependiente del

Padre en el ser y en el obrar, se considera siempre en comunión con el Padre, desea

y espera constantemente la vuelta junto al Padre, para compartir también en la glo­

ria su unión con ÉL Jesús no puede reconocerse de otra forma que como aquel que

está en relación vital con el Padre, y que en esta relación vital se comprende y se rea­

liza totalmente a sí mismo. Así expresa su opción fundamental de orientación

radical y de disponibilidad total al Padre.


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208. Cristología (BAC, Madrid 2012) 438.
148 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

Si consideramos también el aspecto cognoscitivo, podemos ver cómo en Jesús el

conocimiento humano de Dios es un conocimiento por medio de la fe, si bien de

modo totalmente particular, dada la unión hipostática. Esto es consecuencia de la

limitación del ser humano, del que Jesucristo participa plenamente. Este conoci­

miento no se puede igualar simplemente al conocimiento que Dios tiene de sí

mismo. En el hombre Jesús permanece, por tanto, una zona de sombra, de no

conocimiento frente al ser divino. Esta limitación de conocimiento indica la dimen­

sión de fe, en la que el hombre Jesús ha vivido necesariamente, acogiéndose en sí, y

que se manifiesta en las diversas situaciones de prueba, de sufrimiento, de agonía y

de soledad, dentro de las cuales se ha desenvuelto su existencia terrena.

Todo esto vale también para la ignorancia que Jesús demuestra en relación con la últi­

ma hora (Me 13,32; Mt 24,36). Esta ignorancia es consecuencia del estado filial y

humano de Jesús en cuanto que depende de la voluntad del Padre y se fía con plena

confianza de su sabiduría y de su providencia; más que preocuparse de saber personal­

mente, se remite al saber del Padre. Al mismo tiempo, Jesús se hace en todo solidario

del hombre, en la humildad y el carácter concreto de su saber limitado y, a la vez, oscu­

ro. Hay que precisar que ignorar una cosa no significa equivocarse o engañarse, sino

simplemente no considerar necesario ni útil saber aquello. La fe de Jesús es, pues, una

consecuencia de su realidad humana, que no se le puede negar a Cristo.

En sí mismo, Jesús es realización y expresión tanto de la fidelidad de Dios a sus pro­

mesas como de la respuesta de la fe y de docilidad del hombre a la palabra divina.

En él, Dios y el hombre se encuentran en el recíproco darse y abandonarse para for­

mar una sola comunión de ser y de vida. Esto es lo que significa esencialmente la fe.

111. La racionalidad de la fe: C o n c i l i o Vaticano I y

C o n c i l i o Vaticano 11

¿En qué se funda nuestra fe?, ¿cuál es su base?, ¿qué es lo que le da su certeza?,

¿cómo podemos, en consecuencia, dar razón ("apología") de nuestra esperanza ante

nosotros mismos y ante los demás (1 P 3 , 1 5 ) ? ¿Qué hay sobre la verdad de la fe

cristiana? Estas preguntas que se hace el teólogo W Kasper/" nos lleva a plantear­

nos la pregunta sobre las razones de la fe cristiana, pues en nuestro mundo, cada

vez más multicultural y multirreligioso, las preguntas que nos dirigen a los creyentes

sobre si es razonable adherirse a la fe cristiana nos obligan a dar cuenta de las razo­

nes a favor de la opción que hemos elegido. Es cierto que las razones de la fe no

generan esa fe, pues no podemos olvidar que ésta sigue siendo un don divino, tal

como afirma Jesús: "por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no

se lo concede" On 6,65). Se trata de un don que, si bien Dios ofrece a todos -

según unos modos y circunstancias que sólo El conoce- exige de nosotros una

escucha atenta, un corazón recto y disponible y fortaleza para no sucumbir a las pri­

meras dificultades. Pero que la fe no sea demostrable no significa que sea un acto

meramente voluntarista e irracional, pues semejante opción sería indigna del hom-

209. El evangelio de Jesucristo (Sal Terrae, Santander 2012) 207.


Lafe como respuesta del hombre a la Revelación 149

21
bre que la lleva a cabo º. Esto es lo que nos lleva a estudiar el pensarrúento oficial

de la Iglesia respecto a la racionalidad de la fe.

El documento más explícito y autorizado al respecto lo encontramos en el Concilio

Vaticano l. En la Constitución dogmática Dei Filius (1870) se declara que se distin­

guen dos vías por las cuales puede el hombre acceder al conocirrúento de Dios: la

vía ascendente del conocirrúento natural y la vía descendente de la revelación. La primera

vía parte de la creación, se sirve de la luz de la razón y tiene por objeto a Dios como

causa de todas las cosas. Dice el texto exactamente:

La misma santa madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas,

puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas

creadas, porque lo invisible de él se ve partiendo de la creación del mundo, entendido por


211•
medio de lo que ha hecho (Rm 1,20)

Por tanto, el hombre puede llegar con la razón a un conocirrúento cierto de Dios,

principio y fin de todas las cosas. Nada se dice sobre la modalidad de este conoci­

miento, ni tampoco se dice nada sobre el hecho concreto de cuántos son los

hombres que de verdad consiguen llegar a este conocirrúento. El Concilio quiso sos­

tener con esto que a cualquier hombre se le puede hablar de Dios con sentido, de

modo que la fe cristiana no es algo irracional. No hay contradicción alguna entre fe

y razón, porque en la verdad revelada encontramos al mismo Dios que descubrimos

como creador del mundo cuando reflexionamos sobre la realidad. El creyente, por

lo tanto, puede confiar en que su fe hallará siempre sólida confirmación en la expe­

riencia humana y en el pensarrúento.

Más adelante, el Concilio afirma que la revelación sobrenatural hace más fácil,

más firme y sin errores, el conocirrúento de la verdad religiosa natural. Este es uno

de los motivos por los que la revelación sobrenatural tiene un significado y una fun­

ción, a fin de que:

aquello en que las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conoci­

do por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme
212
certeza y sin mezcla de error alguno •

El Vaticano I no ha definido que el hombre pueda llegar a un conocirrúento cierto

del hecho de la revelación a través solamente de las fuerzas naturales, sin la ilumi­

nación de la gracia. El concilio no habla del hombre abstracto, sino del hombre

histórico, al que Dios ofrece ayudas internas y externas para que pueda llegar a creer
213
en Él (DH, 3009) •

La Constitución Dei Verbum del Vaticano II reafirma estos principios, aunque de

forma más breve:

Dios creando y conservando el universo por su Palabra On 1,3), ofrece a los hombres en la crea­
21'.
ción un testimonio perenne de sí mismo (Rm 1,19-20)

210. Cf. F. ARDusso, Aprender a creer, 89-91.

211. DF-T, 3004.

212. DH, 3005.

213. Cf. F. ARDUSSO, Aprender a creer, 94.

214. DV, 3.
150 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

De esta forma se confirma la existencia de una revelación natural de Dios por

medio de las cosas creadas, revelación que se distingue de la sobrenatural. Es inte­

resante subrayar los términos usados: un testimonio perenne de sí. Dios se manifiesta

en la creación como testigo de sí mismo, lo que significa que aparece como persona

libre y responsable, que se garantiza a sí mismo en virtud de su fidelidad y de su ver­

dad. Tanto más que el testimonio es perenne, es decir, no falla nunca, es continuo y

sólido, no se desmiente jamás, incluso después del pecado del hombre. No se dan,

sin embargo, otras explicaciones. El texto se limita a afirmar la existencia de esta

manifestación divina en las cosas creadas.

En la conclusión del primer capítulo, la Dei Verbum retoma a la letra las afirmacio­

nes del Vaticano I, profesando las mismas verdades del conocimiento racional de

Dios y afirmando al mismo tiempo que la revelación sobrenatural ha facilitado a la

razón humana el "conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin error, las realida­

des divinas, que en sí no son inaccesibles a la razón humana" (n.6).

El magisterio conciliar afirma, pues, el conocimiento natural de Dios a través de

la razón, partiendo de las cosas creadas, distinguiendo tal conocimiento de la revela­

ción superior de Dios, que está constituida por el plan de salvación del Antiguo

Testamento hasta el cumplimiento en Cristo en el Nuevo Testamento. Existe una

cierta relación entre estas dos vías de manifestación divina, ya sea porque la revela­

ción sobrenatural ayuda y completa a la natural, ya sea porque la razón prepara,

reclama y acompaña la fe.

Hay que reconocer con J. Alfara que el Vaticano II, al renovar el concepto de reve­

lación, ha renovado también el concepto de fe como respuesta del hombre a la

automanifestación y autodonación de Dios en Cristo: el acto en el que el hombre se


215
entrega y se confía todo sí mismo a la palabra salvífica de Dios • Por otro lado, el

Vaticano II se ha apropiado plenamente del cristocentrismo de la revelación y de la

fe que la teología católica venía enseñando desde mediados del siglo XX. Por últi­

mo, la Dei Verbum recupera el concepto bíblico de fe en su unidad indivisible de

conocimiento y de opción, como el acto total en que el hombre se entrega a Dios,


216
que en Cristo ha cumplido y revelado definitivamente su amor salvífico •

Ni racionalismo ni fideísmo

Las afirmaciones del concilio Vaticano I están profundamente dominadas, en su

intención inspiradora, por el intento más general de reaccionar ante la presión de la

crítica y de la interpretación "racionalista" de la religión (propia de la época), que

teológicamente se denomina también "naturalista" e "inmanentista". Pero, a su vez,

por el intento de cerrar el paso a la orientación "tradicionalista" y "fideista" que,

con el pretexto de esa polémica, trata de reducir sustancialmente la fe al consenso


11
que se da a la autoridad formal de la palabra de la tradición eclesial 2 • Esta visión es

importante para evitar dos errores teológicos -siempre recurrentes- y que, en

cierto modo, llevamos en nosotros mismos, pero que no se corresponden con el

complejo misterio de la revelación divina: el racionalismo y el fideísmo.

215. Cf. DV, 5.

216. Cf. J. ALFA RO, Revelación cristiana, fey teología, 1 1 0 - 1 1 9 .

2 17. Cf. P. SEQUERI, Teología fundamental. La idea de la fe (Sígueme, Salamanca 2007) 59.
150 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

De esta forma se confirma la existencia de una revelación natural de Dios por

medio de las cosas creadas, revelación que se distingue de la sobrenatural. Es inte­

resante subrayar los términos usados: un testimonio perenne de sí. Dios se manifiesta

en la creación como testigo de sí mismo, lo que significa que aparece como persona

libre y responsable, que se garantiza a sí mismo en virtud de su fidelidad y de su ver­

dad. Tanto más que el testimonio es perenne, es decir, no falla nunca, es continuo y

sólido, no se desmiente jamás, incluso después del pecado del hombre. No se dan,

sin embargo, otras explicaciones. El texto se limita a afirmar la existencia de esta

manifestación divina en las cosas creadas.

En la conclusión del primer capítulo, la Dei Verbum retoma a la letra las afirmacio­

nes del Vaticano I, profesando las mismas verdades del conocimiento racional de

Dios y afirmando al mismo tiempo que la revelación sobrenatural ha facilitado a la

razón humana el "conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin error, las realida­

des divinas, que en sí no son inaccesibles a la razón humana" (n.6).

El magisterio conciliar afirma, pues, el conocimiento natural de Dios a través de

la razón, partiendo de las cosas creadas, distinguiendo tal conocimiento de la revela­

ción superior de Dios, que está constituida por el plan de salvación del Antiguo

Testamento hasta el cumplimiento en Cristo en el Nuevo Testamento. Existe una

cierta relación entre estas dos vías de manifestación divina, ya sea porque la revela­

ción sobrenatural ayuda y completa a la natural, ya sea porque la razón prepara,

reclama y acompaña la fe.

Hay que reconocer con J. Alfara que el Vaticano II, al renovar el concepto de reve­

lación, ha renovado también el concepto de fe como respuesta del hombre a la

automanifestación y autodonación de Dios en Cristo: el acto en el que el hombre se


215
entrega y se confía todo sí mismo a la palabra salvífica de Dios • Por otro lado, el

Vaticano II se ha apropiado plenamente del cristocentrismo de la revelación y de la

fe que la teología católica venía enseñando desde mediados del siglo XX. Por últi­

mo, la Dei Verbum recupera el concepto bíblico de fe en su unidad indivisible de

conocimiento y de opción, como el acto total en que el hombre se entrega a Dios,


216
que en Cristo ha cumplido y revelado definitivamente su amor salvífico •

Ni racionalismo ni fideísmo

Las afirmaciones del concilio Vaticano I están profundamente dominadas, en su

intención inspiradora, por el intento más general de reaccionar ante la presión de la

crítica y de la interpretación "racionalista" de la religión (propia de la época), que

teológicamente se denomina también "naturalista" e "inmanentista". Pero, a su vez,

por el intento de cerrar el paso a la orientación "tradicionalista" y "fideista" que,

con el pretexto de esa polémica, trata de reducir sustancialmente la fe al consenso


11
que se da a la autoridad formal de la palabra de la tradición eclesial 2 • Esta visión es

importante para evitar dos errores teológicos -siempre recurrentes- y que, en

cierto modo, llevamos en nosotros mismos, pero que no se corresponden con el

complejo misterio de la revelación divina: el racionalismo y el fideísmo.

215. Cf. DV, 5.

216. Cf. J. ALFA RO, Revelación cristiana, fey teología, 1 1 0 - 1 1 9 .

2 17. Cf. P. SEQUERI, Teología fundamental. La idea de la fe (Sígueme, Salamanca 2007) 59.
La je como respuesta del hombre a la Revelación 1 5 1

El racionalismo es la confianza total en la razón y en las facultades del hombre, de tal

modo que sólo con ellas puede el hombre alcanzar a Dios y entrar en comunión

con él. Las fuerzas de la naturaleza y del hombre poseen en sí mismas esta disposi­

ción fundamental, por lo cual el acontecimiento Cristo sería solo la culminación de

una realización humana, el ápice al que el hombre tendería con sus fuerzas y a cuyo

encuentro habría salido Dios de forma benévola.

Este modo de pensar se remonta a la Modernidad, en el origen de la cual está la lla­

mada razón científica, que a partir de Descartes impone cada vez más absolutamente

una forma de saber, fundado en la razón en cuanto tal y no sólo en la tradición empí­

rica (Hobbes, Locke). Esta primacía de lo racional tiende a disolver la relación de

unidad y distinción entre la razón y la revelación. A continuación se impone la razón

crítica, que, por una parte, conduce al máximo desarrollo la racionalización de la

revelación y, por otra, reduce la revelación a una medida pedagógica y contingente

sobre la cual es imposible levantar el edificio de la fe (Lessing).

En esta concepción queda oculto el hecho absolutamente nuevo del aconteci­

miento Cristo y la gratuidad de la nueva intervención de Dios por medio de la

historia salvífica. En último análisis, se descuida la centralidad de Jesucristo como

único camino hacia Dios, que nos comunica su realidad divina y que está por enci­

ma de toda capacidad y posibilidad humana, porque es don amoroso de Dios. Es

verdad que Dios asume la naturaleza humana, pero la transforma completamente.

La hace criatura nueva en el poder del Espíritu de Dios. Permanece, además, ocul­

to el hecho del pecado y la falta de adecuación del hombre para reconocer con

verdad y plenitud la presencia divina, como bien describió Pablo en el texto de la

Carta a los romanos.

El fideísmo nace de la desconfianza hacia la razón humana y las realidades creadas,

las cuales se consideran radicalmente incapaces de todo bien y de toda verdad, por

lo que sólo gracias a la palabra de Dios y al poder del Espíritu puede el hombre

hacer algo bueno y puede conocer la verdad de salvación; sólo la fe ciega salva al

hombre. En esta perspectiva, solo la revelación sobrenatural y, por tanto, el discurso

de la fe a ella asociado, es el único discurso válido, que no se inserta en la naturaleza

humana, sino que permanece como un hecho totalmente separado, que sólo puede

ser acogido por la fe y que está en contraste irremediable con la razón y con las rea­

lidades del mundo.

IV. La fe: don de Dios y acto d e l hombre

La fe de la que habla el Nuevo Testamento es principalmente la aceptación de la

palabra de Dios y, por consiguiente, la obediencia a la salvación ofrecida por Dios

en Cristo, que consiste esencialmente en un acontecimiento de gracia que supera

cualquier preparación o disposición humana. La fe es primordialmente un acto

salvífico de Dios realizado en el hombre y, solo subordinada pero necesariamente,

una actitud espiritual del hombre.


152 La Je: respuesta del hombre a fa Reuelacián

La gracia interior de Dios

La aceptación del mensaje es un don, porque es fruto de la intervención de Dios,

que actúa en lo íntimo del que ha sido llamado a la fe. Algunos textos de la

Escritura ponen de manifiesto el carácter gratuito de la fe en relación con el conoci­

miento y la aceptación por parte del hombre, y nos da luz en torno al aspecto de la

fe como don divino. Los cristianos, ha escrito el profesor González de Cardedal,

hemos perdido el sentimiento de asombro y gracia que supone poder creer. Y mira­

mos a los no creyentes como extraños, cuando los extraños deberíamos ser

nosotros para nosotros mismos, al comprobar que Dios nos ha abierto los ojos

para conocerle, adherirnos a él y recibir su amor. Don de Dios, luz de Dios, es la


218
fe para el hombre antes que respuesta y ofrenda suya a Dios •

La acción gratuita de Dios es inmanente al "testimonio objetivo" de la palabra, de

tal forma que constituye un aspecto integrante de la misma. En efecto, la realidad

compleja del "testimonio" es simultáneamente la proclamación de la palabra de

Cristo, la autentificación de dicha palabra a través de las obras de Dios y la confir­

mación de su cualidad divina a través de la fuerza de Dios. Este último aspecto hace

del testimonio de Cristo (y de los apóstoles) un testimonio propiamente divino,

capaz de actuar en el interior del corazón del hombre y de suscitar en él la fe. Es un

testimonio del Espíritu Santo (1 Co 2 , 1 2 - 1 6 ) .

La fe, según muchos textos bíblicos (Ef 2, 8 - 1 0 ; 2 P 1 , 1 ; Rm 4 , 1 6 ; 5 , 1 - 1 2 ) , es gracia.

Porque la fe es gracia de modo total, y Dios se encuentra tanto al comienzo como al

final de la fe (Flp 1 , 16), también la primera orientación y la preparación sucesiva

para la fe se deben a la gracia de Dios. A la acción del Padre se debe la comprensión

del significado interior y salvífico de la palabra de Jesús, como en Mt 1 6 , 1 7 , para la

confesión de la divinidad de Jesús por parte de Pedro; y a la iluminación (evidente­

mente interior) del Hijo se debe el conocimiento de la relación de filiación que tiene

lugar entre el Padre y Jesús por parte de los pequeños (Mt 1 1 , 2 5 ) . Igualmente en Me

4,11 (texto paralelo en Mt 1 3 , 1 1 ) la comprensión del misterio del reino de Dios y, por

consiguiente, del significado de las palabras de Jesús es un don de Dios concedido a

los apóstoles a diferencia de los otros.

El texto de los Hechos de los Apóstoles es todavía más explícito al referirse a la

adhesión de la palabra de la predicación a una gracia interior: "Y el Señor le abrió el

corazón para que aceptara lo que decía Pablo" (Hch 1 6 , 1 4 ) . Abrir el corazón e ilu­

minar la inteligencia en su dimensión más profunda. La gracia de Dios transforma

en persuasión interior lo que es objeto de escucha exterior.

La misma realidad se afirma en Juan, donde se habla de la "atracción" ejercida por

el Padre para que los hombres "vayan a Cristo"; es decir, "crean en Él" (Jn 6,44-45;

6,65). La "atracción" es una inclinación que actúa poniendo en movimiento un

impulso inmanente al sujeto que lo percibe y moviendo así su voluntad hacia el

acceso a la fe. De este modo se comprende el significado de las frecuentes afirma­

ciones de Juan, según las cuales es necesario ser de Dios, de fa verdad para poder

escuchar la voz de Dios (Jn 8,47; 18,37 ) , se debe pertenecer a los s19os para poder

creer (Jn 10,26). Estas afirmaciones no significan que sólo puede creer el que está
���������

218. Cf. o. GONZÁLEZ DE CARDr.D/\L, "Prólogo", 1 1 - 1 2 .


La fe como respuesta del hombre a la Revelación 153

destinado a ello. Significan, más bien, que la fe es un puro don de Dios que el hom­

bre no puede hacer propio sin especial gracia de Dios. Esta gracia es propiamente la

gracia de laje, el nuevo nacimiento On 3,3-7), pero evidentemente la afirmación vale

para todo lo que orienta hacia la fe, en los casos en que ésta comporta una cierta

preparación.

La disposición moral y la aceptación libre

La presentación auténtica del anuncio y del testimonio pide ser aceptada. Por otra

parte, la aceptación está muy lejos de ser igual para todos, y esto no depende de que

el mensaje sea anunciado por Cristo o por sus enviados (]n 6 , 6 6 - 6 9 ; Mt 2 1 , 3 2 ;

10,40-41; Jn 13,20). La razón de la diferenciación está en la disposición moral de los

oyentes.

Por "disposición moral" no se entiende tanto un sano comportamiento ético ni un

modo de actuar exterior conforme a los usos comunes o a la ley, cuanto, más profun­

damente, una disposición del corazón, un sentido de apertura a la verdad y al amor,

una simplicidad y disponibilidad de ánimo propia de los pobres de espíritu (Le 1 0 , 2 1 -

22). En esta perspectiva se puede comprender por qué los fariseos, irreprensibles

desde el punto de vista del comportamiento moral en relación con la ley, se mostra­

ron mal dispuestos y cerrados al anuncio del Evangelio, mientras que otras personas,

moralmente reprensibles, como los publicanos y las prostitutas, se han dejado ilumi­

nar y transformar p o r l a palabra y l o s hechos de J e s ú s , p o r q u e tenían una

disponibilidad interior a la acogida de la verdad; es decir, se reconocían necesitados

de salvación y abiertos al amor. Por otra parte, cuando hablamos de simplicidad y

disponibilidad de ánimo, no entendemos un vago sentimiento hacia lo divino, que se

queda en la indeterminación y en la abstracción, sino aquella actitud interior que está

concretamente dispuesta a todos los cambios que se derivan de la aceptación de la

verdad; es decir, dispuesta a dejarse transformar y a cambiar de vida.

La relación de la fe con el comportamiento moral se puede caracterizar al mismo

tiempo como dependencia e indiferencia. dependencia, porque la aceptación de la fe

no se puede producir sin el abandono de todo otro apego (2 P 1,5-6; 1 Tm 6,10);

indiferencia, porque la fe y la moralidad no son de la misma especie y la moralidad en

sí misma no produce ni el principio ni el desarrollo de la fe. En otros términos, la

disposición moral puede comprometer a la fe con sus carencias, pero ésta es un don

que ninguna actitud moral puede producir. Por eso, el principal impedimento de la

fe es el orgullo, es decir, la posición del hombre que le lleva a fundar su vida sobre sí

mismo sin tener que agradecer nada a nadie. Esta actitud está plásticamente descrita

en la categoría mundo del evangelista Juan. El mundo hace referencia a aquellos hom­

bres que no pueden creer porque se dan la gloria mutuamente, es decir, obteniendo la

seguridad a través de un hacerse valer recíproco, que les hace incapaces de captar la

palabra de Cristo como palabra de salvación.

Pero la simple disponibilidad del ánimo no es suficiente para acoger en plenitud la

compleja acción de Dios, pues ésta requiere una adhesión libre y consciente del

hombre, que acogiendo el don divino, lo hace suyo y, después de la iluminación del

entendimiento y de la moción de la voluntad, se expresa correctamente en la decisión

de fe. En efecto, la palabra de Dios que invita a la fe no es simplemente la comuni-


154 La Je: respuesta del hombre a la Revelación

cación de un saber, sino una llamada que propone entrar libremente en una situa­

ción nueva mediante la adhesión a la gracia de la fe, la cual fundamenta la

posibilidad de un saber nuevo.

Esto está en perfecta conformidad con la estructura general de la fe que es, como

ya sabemos, un conocimiento personal o diálogo, condicionado por la adhesión a la

persona que se presenta como testigo. La fe, que empieza con esta aceptación, es a

un tiempo gracia y respuesta libre del hombre. Estos dos aspectos nunca se pueden

separar en la comprensión de la naturaleza de la fe. La gracia de Dios, una vez

recibida, inaugura en el hombre un estado nuevo con comienzo absoluto. La acepta­

ción libre del hombre se sitúa entre dos incidencias de la misma gracia: la gracia que

ilumina y atrae al hombre a creer, y la gracia por medio de la cual el hombre cree de

hecho y que permanece siempre de manera actual como el fundamento estable de la

fe (1 Co 2,4-5).

En el acceso del hombre a la fe desarrolla una función básica el sacramento del

bautismo, claramente afirmada por la palabra de misión, el que crea y se bautice

(Me 1 6 , 1 6 ; Mt 2 8 , 1 9 ) , y confirmada por la práctica de la Iglesia (Hch 2,41; 8,12;

18,8). En virtud del sacramento, la acción interior de Dios adquiere una visibilidad y,

por tanto, una precisa situación espacio-temporal. El apóstol Pablo en 2 Co 1 , 2 1 - 2 2

habla de la unción y del sello de Dios en relación con el bautismo. Se puede pensar,

a partir de este texto, que la fuerza del sacramento consiste en confirmar, es decir,

dar seguridad y estabilidad al ejercicio de la fe iniciado en la conversión personal.

V. La vida de fe en la c o m u n i d a d eclesial

La respuesta de la fe es, efectivamente, un acto personal ante Dios, porque es el

sujeto individual el que se implica en él con su responsabilidad, pero esta respuesta

está, sin embargo, en estrecha relación con el pueblo de Dios. De hecho, Dios ha

hablado a un pueblo, primero a Israel y después a la Iglesia, manifestando su plan

salvífica a través de la historia de este pueblo. Por consiguiente, la respuesta del

hombre, que sale al encuentro de la acción divina, debe realizarse en comunión con

el pueblo de Dios.

La comunidad no es el sujeto creyente, en el sentido de que no sustituye nunca la

adhesión del individuo. Aunque la profesión de fe se haga comunitariamente, su

valor nace de la adhesión de cada miembro en su responsabilidad consciente y libre.

Igualmente hay que decir que la comunidad no es el objeto primario en el que se

cree, porque Dios, y su misterio de salvación cumplido en Cristo, es lo que hay que

creer y el fundamento de la fe. Esto no es óbice para que la comunidad creyente

tenga un lugar insustituible y un valor esencial en el proceso en el que el creyente

hace su elección de fe.

Fe e Iglesia

Para el más antiguo Credo del cristianismo (siglos II-III) -conocido como

Símbolo Apostólico, por su raíz antigua- la Iglesia no es centro y objeto de la fe


LaJe como respuesta del hombre a la Revelación 155

como lo son las personas divinas de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino que la

Iglesia, que no es persona divina, sino una obra suya, es el lugar, el medio y el con­

texto donde comunitariamente se cree en É l . Este Credo Apostólico está

estructurado en tres artículos que comienzan con: "creo en Dios Padre [ . . . ] , creo en

Jesucristo [ . . . ], creo en el Espíritu Santo [ . . . ] " . Es en el interior de este último artícu­

lo dedicado al Espíritu Santo que se incluye a la Iglesia al afirmar: Creo en el Espíritu

Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos. Como puede verse, la referencia

a la Iglesia sigue a la del Espíritu Santo y no va precedida por la fórmula creo en sólo

usada para con las personas divinas del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Este planteamiento se encuentra presentado con claridad en el Catecismo de la Iglesia

Católica, fruto del Concilio Vaticano II, el cual, siguiendo una larga tradición eclesial

comenta que:

[ . . . ] en el Símbolo de los Apóstoles hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa, y

no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la

bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia (CCE 750).

Por tanto, debe concluirse que la fórmula habitual "creer en la Iglesia", para com­

prenderla correctamente, debe interpretarse como creer eclesialmente.

Como escribió H. de Lubac:

Cualquiera que sea la perspectiva desde la cual se la considere, lo cierto es que si Ja Iglesia es

para nosotros objeto de fe, no es, sin embargo, el objeto de nuestra fe como lo es Dios. La

Iglesia no puede ser ese objeto, en el mismo sentido en que Dios lo es. Y de un sentido a otro

no hay sólo un matiz, sino también un abismo 219•

En efecto, en el Credo más antiguo la Iglesia no aparece como uno de los objetos

de sus tres artículos de fe centrados en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino que

es el modo, el contexto y el lugar desde donde se cree en Dios, gracias al impulso que

da el mismo Espíritu. La Iglesia, pues, no forma parte del centro de la fe, ni es su

término, sino que es el lugar y contexto propio de la fe, cual comunidad sacramental

que es, y así manifiesta la comunitariedad característica y necesaria de la profesión

de fe cristiana como expresión del creer en Dios eclesialmente.

Aun cuando la Iglesia no sea la meta del acto de fe, sin embargo ocupa un lugar

importante en la confesión de fe. No se puede decir simplemente: "Dios y Jesús, sí,

Iglesia no". La fe y la Iglesia están esencialmente unidas. Incluso desde una

perspectiva puramente humana nadie vive completamente solo. Como hombres

dependemos en muchos aspectos unos de otros. Esto no sólo es válido respecto de

la satisfacción de nuestras necesidades corporales básicas, de la consecución de ali­

mento y vestido, vivienda y trabajo para las necesidades cotidianas. También en

nuestras convicciones morales y religiosas nos nutrimos de lo que hemos recibido

de nuestros padres y maestros, de amigos y conocidos y, en general, de nuestro

entorno. Nuestro propio pensamiento necesita el lenguaje y con el lenguaje, por lo

demás, expresamos nuestras ideas. Pero el lenguaje lo recibimos de la comunidad en

2
219. La je cristiana (Secretariado Trinitario, Salamanca 1970) 1 8 1 - 1 8 2 .
156 La Je: respuesta de! hombre a fa Revelación

la que crecemos y vivimos; con el lenguaje recibimos los patrones decisivos de inter­

pretación del mundo. El ser humano, en cuanto ser hablante, es un ser social.

Dios es un Dios de hombres. Por ello, en su revelación, nunca se dirige a individuos

aislados. Más bien habla a los individuos en su tejido social. Llama y reúne a un

pueblo. El Concilio Vaticano II nos recuerda que:

En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo,

quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino

hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa 22°.

Esto comienza ya con Adán, que es el representante de toda la humanidad. Cuando,

con su rechazo de Dios, se introduce también la enemistad entre los hombres,

desde el asesinato de Abel por Caín hasta la confusión babilónica de las lenguas,

Dios vuelve a poner en marcha un proceso de reunificación que, según los Padres

de la Iglesia, comienza con el justo Abel y prosigue en todos los hombres que viven

justa y piadosamente conforme a su conciencia; se trata, pues, de un proceso que se

verifica secretamente en todos los pueblos y que se hace visible con Abrahán, con

Moisés y con los profetas. El mismo Jesús se sabe llamado a reunir al pueblo de

Israel. Una vez que la mayoría de Israel, a través de sus representantes legítimos, lo

ha rechazado, comienza (tras la muerte de Jesús, tras la Pascua y Pentecostés) un

nuevo proceso de reunificación, del que ahora forman parte judíos y paganos, que

se reúnen en una fe común en el Dios único y en el único Señor y Salvador

Jesucristo, en el único Espíritu Santo, y se reconocen entre sí como hermanos.

La Iglesia, como pueblo de Dios reunido fraternalmente a partir de todos los pue­

blos, razas y generaciones, es, pues, la acción de Dios contra el caos producido por

el pecado. Es comienzo, signo e instrumento de la paz y la reconciliación que Dios

ha prometido y que todos anhelan. En ella, la humanidad dividida y enemistada

queda de nuevo unida en las convicciones y orientaciones básicas de la vida. Así

pues, la Iglesia misma es un fruto esencial de la actuación salvífica de Dios y, en este

sentido, también un contenido de la fe. La palabra reconciliadora de Dios no puede

existir sin pueblo de Dios, del mismo modo que tampoco puede haber pueblo de

Dios sin palabra de Dios, por la que es convocado y en cuya confesión de fe queda

unido.

Dado que la Iglesia como comunidad de los creyentes está tan estrechamente unida

a la palabra de Dios, no puede haber ningún legítimo cristianismo privado?". La fe

es, desde luego, una decisión personal, insustituible, de cada individuo. Pero este

acto personal de fe significa siempre, al mismo tiempo, entrar en la historia mayor y

en la comunidad mayor de la fe. Por ello en las confesiones de fe de la Iglesia primi­

tiva se dice tanto "creo" como "creemos". El individuo nunca está sólo en su fe

personal; nosotros recibimos la fe de quienes han creído antes que nosotros, y en la

fe estamos sostenidos por la fe de toda la comunidad de los creyentes. Se cree

siempre dentro de la Iglesia y con la Iglesia.

220. LC, 9.

221. Cf. LF, 22: "La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y

está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio [ . . .]. La fe se hace entonces operante en el cristiano a partir del don

recibido, del Amor que atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en la historia

hasta su cumplimiento".
Lafe como respuesta del hombre a la Revelación 157

Puesto que la Iglesia es el sujeto total de la fe, pertenece a la fe el (sentir dentro de

la Iglesia y con la Iglesia, un sentido eclesial). Este sentido eclesial puede incluir una

crítica sincera, pero detesta toda sabiduría presuntuosa y todo arrogante afán de crí­

tica. Se manifiesta más bien en el respeto a la doctrina y a la praxis de la Iglesia, así

como en el esfuerzo por entenderla y en la apertura frente a lo que el Espíritu dice a

las comunidades (Ap 2,7).

El pueblo cristiano como custodio de la Revelación

Toda la Iglesia, como pueblo santo de Dios, está comprometida a acoger con fe la

revelación, a comprenderla cada vez más profundamente y a transmitirla íntegra­

mente. El fundamento último, que sostiene y da valor absoluto y autoritario a tal

misión, es Dios, en cuanto que es Él el que envía, es decir, el que comunica el man­

dato a la Iglesia. La misión divina constituye el principio de toda la economía de

salvación. Tanto Cristo como los apóstoles y la Iglesia (Mt 28,18-20) han sido envia­

dos por Dios para desarrollar la misión de anunciar y transmitir el Evangelio de

la salvación. La Iglesia tiene asegurada la garantía divina por la acción del Espíritu

Santo, que está presente en la Iglesia y la acompaña en su misión, para conferirle la

fuerza y la verdad de Dios mismo.

El pueblo de Dios, tomado en su conjunto, posee un sentido verdadero y sobre­

natural de su fe, que constituye la infalibilidad de la Iglesia, propiedad de todos los

creyentes, como afirma el Vaticano II:

La totalidad de los fieles, gue tienen la unción del Santo (1 J n 2,20. 27) no puede equivocarse en

la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo

el pueblo: cuando desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos muestran estar total­

mente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral 222.

El texto conciliar habla de "sentido sobrenatural de la fe" y de "acuerdo en materia

de fe y de moral", queriendo indicar una cierta distinción entre los dos términos.

El sentido de la fe es una dimensión interior del ánimo que el creyente lleva consigo

desde el momento en que cree, es un don divino, es la luz de la fe que permite

adherirse al objeto de la fe y estar en íntima conformidad con él, de tal forma que se

puede formular por connaturalidad un juicio de fe. Es como un cierto instinto espi­

ritual, no causado por razonamientos o imposiciones exteriores, sino fruto de la

presencia y de la acción del Espíritu Santo. Este sentido de la fe se le da a todo cre­

yente, aunque su profundidad y sensibilidad son proporcionales a la profundidad de

la vida de fe; es decir, es más o menos sobresaliente según el compromiso existen­

cial con el que el creyente desarrolla y madura su fe.

El acuerdo o consenso en materias de fe y moral se distingue del precedente sentido de

la fe en cuanto que es su expresión, su manifestación. En realidad, el sentido de la

fe en sí mismo no se puede conocer si no es profesado y si no se hace visible; es

decir, traducido en formas concretas del vivir cristiano. Se habla de consenso cuan­

do las diversas formas de expresión del p u e b l o cristiano manifiestan una

222. I ,G, 12.


158 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

convergencia del pensamiento y la formulan en una verdadera fe, cuando la misma

verdad de fe es acogida y expresada por todo el pueblo cristiano 223•

Se puede hablar, pues, de un sentido de la fe que es común a toda la Iglesia y que

consiste precisamente en la conciencia, presente en todos los cristianos de todos los

tiempos, de poseer un dato revelado, un contenido de verdad y de vida, que no es

fruto de especulaciones filosóficas o científicas o de prepotencia política, sino que

es el don que el Padre ha hecho a los hombres en Cristo, su Hijo, y que ha confiado

a la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo.

CONCLUSIÓN

El objeto de la fe no es una verdad abstracta, sino una persona viva, plenitud

de verdad y de sentido. La fe es la respuesta del hombre a la autocomunica­

ción de Dios en Cristo por medio del Espíritu; el hombre descubre a Dios

como Padre y se abandona a él como hijo, aceptando el diálogo que conduce

a la comunión del amor. La adhesión de la fe es el reconocimiento de Dios

como fundamento, verdad y sentido de toda la realidad. Es una opción funda­

mental que implica todo el ser y todo el hacer del hombre y determina el

sentido verdadero y definitivo de la existencia, por lo que no sólo afecta a la

vida personal, sino que tiene una dimensión de comprensión y de eficacia res­

pecto del mundo y de la sociedad.

La fe en el Antiguo Testamento es escucha, obediencia, confianza y adhesión

al Dios de las promesas, al Dios fiel, la roca firme sobre la que el hombre

puede asentarse. La fe en los escritos neotestamentarios aparece como adhe­

sión al misterio de Dios que se ha manifestado y realizado en Jesucristo,

adhesión cuyos elementos esenciales, implicados entre sí, son la confesión, la

obediencia y el conocimiento. La fe, que constituye la dimensión fundamental

de la existencia cristiana, no es un acto junto a otros, sino la vida cristiana en

su integridad. La fe es la garantía de lo que se espera y prueba de las realida­

des que no se ven.

La Iglesia es el lugar en el que se hace presente la revelación y el instrumento

a través del cual ésta se realiza en la historia. El deber de transmitir, conservar

y actualizar la revelación atañe a todo el pueblo de Dios, el cual, considerado

en su conjunto, posee un sentido verdadero y sobrenatural de su fe, que cons­

tituye la infalibilidad de la Iglesia.

223. En la UD4 trataremos con mayor detenimiento y profundidad esta cuestión, que ahora sólo indicamos.
Tema

La c r e d i b i l i d a d de la fe
3

¿Por qué creo? Así se podría sintetizar la pregunta fundamental de una reflexión

cuyo contenido es la relación de la fe con la vida del hombre. Este interrogante nos

invita a reflexionar sobre nuestra fe, sobre la conciencia de nuestras incertidumbres

y quizás también de nuestras dudas, sobre la situación de marginalidad a la que ha

quedado relegada la fe respecto a los intereses y problemas dominantes del hombre

actual, pero también sobre su sorprendente supervivencia y sobre su despertar en la

conciencia individual y colectiva.

Como ya sabemos, la fe es la adhesión al misterio de Dios, que se ha manifestado

y se ha realizado plenamente en Jesucristo. Por ello, podría parecer que el camino

está ya marcado: se trata de representar el significado vital de la figura de Jesús, para

hacer posible de nuevo un encuentro cuya evidencia se imponga por sí misma, al

margen de cualquier razonamiento o explicación ulterior. Esta solución contiene un

aspecto de verdad. Sin embargo, una reflexión más atenta sobre el modo de encon­

trarse Jesucristo con los hombres nos pone de manifiesto que el acontecimiento del

encuentro, sin perder nada de su carácter originario, no cae en el vacío, sino que se

cruza con un camino hecho de complejas situaciones humanas de búsqueda, de

espera, de profundización.

La relación del hombre con la palabra de Dios asume la forma de una tensión entre

dos polos. Por una parte, está la atención a Jesús y a lo que Él anuncia; por otra,

está la conciencia de nosotros mismos, el interrogante sobre lo que somos, sobre lo

que hemos hecho, sobre lo que deseamos. No se pueden separar los dos polos. No

tiene sentido construir, por una parte, una síntesis orgánica y completa de la verdad

cristiana y, por otra, una visión global de nuestra condición humana, para intentar

luego coordinarlas.

Es necesario, por el contrario, mantener viva esta tensión entre los dos polos,

porque es el encuentro con el acontecimiento Jesús el que despierta, purifica y da un

sentido inesperado al esfuerzo de inteligencia y de voluntad con el que buscamos

dar sentido a nuestra vida. Pero, al mismo tiempo, este esfuerzo de anticipar un sen­

tido debe acompañar todas las fases de nuestro encuentro con Jesús.
162 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

l. La credibilidad en sus d i m e n s i o n e s objetiva y subjetiva

La credibilidad manifiesta la seriedad de la revelación, pero no fuerza a creer en ella.

La fe es siempre un acto libre, pero es también un acto sensato, digno del ser

humano, que tiene sus motivos. Estos motivos tranquilizan la fe, pero no la impo­

nen. Ningún argumento de credibilidad puede obligarnos a confiar en una persona,

porque la credibilidad no es demostrativa. La credibilidad sirva para justificar la

fe, purificarla y apartar los obstáculos intelectuales que surgen contra ella. Pero

tiene sus límites. Estos límites son, en primer lugar, consecuencia de la estructura

misma de la fe -que siempre es un acto libre-. Hay además otros limites que

provienen de las deficiencias del testigo y de las condiciones del receptor'".

Como señala el profesor Ardusso, el capítulo sobre la racionalidad del creer es

uno de los más difíciles de toda la teología, de forma que quizás sea imposible

"explicar" de forma adecuada por qué cree una persona. La dificultad nace del

hecho de que en el creer entran en juego la acción de Dios, que desde dentro invita

al hombre a la fe, y la libertad humana, con su capacidad de aceptación o derecha­

zo. Dotado de inteligencia, el ser humano exige "razones para creer", para que su

acto de fe no sea acusado de voluntarismo, entendiendo con esta expresión una

opción no motivada, más o menos caprichosa (fideísmo). Pero para que la fe siga

siendo fe, es decir un libre homenaje del hombre a Dios que se revela, las "razones

para creer" no deben ser una demostración apodíctica, que obligue al sujeto, pues,

en ese caso la fe se convertiría en la conclusión lógica de un procedimiento


225
demostrativo (racionalismo) •

Nos preguntamos de qué modo se inserta la fe en la estructura psicológica del hom­

bre. Es la pregunta relativa al nacimiento de la fe en un sujeto que tiene exigencias

de honestidad intelectual y moral en los actos que realiza, especialmente cuando

éstos abarcan toda la realidad humana. Si en la fe el hombre se entrega a Dios con

una confianza sin condiciones, esto plantea necesariamente el problema de la

racionabilidad de la fe y de su credibilidad.

El problema del sentido técnico de una teoría de la credibilidad surge en la época

moderna, cuando se ha hecho más profundo el conflicto entre la fe y una compren­

sión de la verdad orientada a la exigencia de una constatación racional. Se trata de la

llamada doctrina del analisis fidei.

En torno a esta cuestión, el Concilio Vaticano I afirmó que la fe comporta tres

propiedades esenciales: la gratuidad, la racionabilidad y la libertad, indicando que

todas ellas deben ser comprendidas en conjunto y no separadamente. En efecto, la

gratuidad subraya el don de Dios, pero no afirma el acto ciego del hombre, por eso

se exige la racionabilidad, que indica el acto racional propio del hombre, pero no

obligado o estrictamente demostrativo, de tal modo que deje espacio a la acción

libre de Dios y a la disponibilidad humana. De este modo interviene la libertad,

como acto libre, pero conscientemente realizado; es decir, como acto humano.

224. Cf. M. GF.i.ABERT, La revelación. Acontecimiento [andamental, contextual y creíble (San Esteban-Edibesa, Salamanca 2009)

219.

225. Cf. F. Armusso , Aprender a creer, 167.


La ccredibilidad de la je 163

Para conciliar estas distintas exigencias es necesario analizar la intervención de la

razón en la realización del acto de fe o, más exactamente, la contribución del hom­

bre tomado en su totalidad. La cuestión ha sido muy debatida en teología, sobre

todo en la época moderna. Las teorías elaboradas se pueden reducir a dos tipos fun­

damentales: el primero, dominante en la apologética clásica, y el segundo, el que se

afirma cada vez más en la teología contemporánea. La posición clave de las dos

teorías se puede resumir así:

En la teoría elaborada por la apologética clásica (siglos XVII-XIX), el juicio de cre­

dibilidad proporciona la evidencia completa del acto de la revelación antes de

creer. La credibilidad es, por tanto, rigurosamente racional y demostrativa. Es,

además, de orden estrictamente natural. Los criterios subjetivos no intervienen

más que a título de ayudas accidentales, pero no indispensables. El motivo de cre­

dibilidad es completamente independiente del motivo formal de la fe.

Para la teoría contemporánea existe simple credibilidad y no evidencia del hecho de

la revelación. La credibilidad considerada en sí misma no es rigurosamente

demostrativa y exclusivamente racional, ni es tampoco de orden estrictamente

natural, porque se desarrolla bajo el impulso de la gracia actual y de factores sub­

jetivos indispensables para la prueba. El motivo de credibilidad, aun existiendo

incoativamente antes de la prueba, no es independiente del motivo formal de la

fe, más bien está determinado y, por consiguiente, completado por el juicio de la
226
fe o juicio de credendidad •

Radicalizadas las dos teorías, pueden llegar a ser positivamente erróneas y se podrá

llegar, en la primera teoría, al racionalismo y, en la segunda, al fideísmo. Sin embargo,

la segunda teoría, bien entendida, es capaz de desplegar de forma orgánica el proce­

so del h o m b r e hacia la fe y, en particular, la relación entre los motivos de

credibilidad y los motivos de la fe.

La contribución del hombre al acto de fe consiste en un acto de la razón humana

que, dándose cuenta de la validez de los signos externos e internos que acompañan

a la revelación cristiana, hace un juicio de acuerdo con el cual afirma que el objeto

de la fe es creíble; es decir, que el objeto de la fe responde a las exigencias de la

razón y puede ser acogido con suficientes motivos de racionabilidad. Sin embargo,

este juicio no comporta una demostración rigurosa de la verdad revelada, hasta el

punto de que obligue al asentimiento, sino más bien una indicación de la posibilidad

teórica del asentimiento. En otras palabras, el juicio de credibilidad conduce a la

determinación de que es posible creer. Pero esto no constituye todavía el acto con­

creto de fe o la decisión clara del que dice no sólo se puede creer, sino que es necesario

creer.

Esto depende del hecho de que el tipo de conocimiento que está aquí implicado es

el conocimiento por medio de signos, del cual se dan en la experiencia humana

ejemplos frecuentes, de manera especial en las relaciones interpersonales. Este

conocimiento consiste en una relación cognoscitiva compleja, en la cual el sujeto

capta en el objeto inmediatamente percibido una realidad que trasciende el objeto

226. Cf. ÍD., "El acto de fe" en: AA.Vv., Diccionario Teológico lnterdisciplinar, t. II (Sígueme, Salamanca 1982) 520-540.
164 La Je: respuesta del hombre a la Revelación

no sólo en virtud del significado objetivo del signo, sino también en virtud de una

disposición del sujeto en relación con la realidad que se contiene en el signo.

Lo característico del conocimiento por medio de signos es el concurso simultáneo

de dos aspectos: la manifestación y el ocultamiento de la realidad significada. Porque el

signo expresa la realidad, pero no de modo adecuado de tal forma que elimine toda

duda. El signo, aun el más expresivo, es siempre ambivalente, desvela y vela la reali­

dad al mismo tiempo. Ahora bien, dada su ambivalencia, para poder interpretar el

signo con seguridad es necesaria una afinidad, una buena disposición ante la reali­

dad. Por esta buena disposición, el sujeto se hace capaz de leer el signo. Este

segundo elemento es de tipo volitivo, es decir, se refiere a la capacidad que tiene el

hombre de percibir y de buscar el bien, el valor. El juicio de credibilidad realiza de

modo eminente el tipo de conocimiento por medio de signos.

Es fácil demostrar esto reflexionando sobre la función de los signos históricos de la

revelación. Su finalidad es la de manifestar a los hombres la voluntad de comuni­

carse con Dios. Ahora bien, porque ningún signo creado puede manifestar con

evidencia la voluntad trascendente y personalísima de Dios, no es posible compren­

der el signo sin una disposición favorable en relación con Dios y su voluntad. Esta

buena disposición consiste en que el sujeto percibe la propuesta de comunión con

Dios como un bien a acoger y como un valor a realizar. Por esta razón, el juicio de

credibilidad se encuentra de hecho inserto en un proceso que no sólo interesa a la

razón, sino a todo el hombre, y que por su misma naturaleza tiende a superarse, a

desembocar en el juicio de fe o credendidad, en el plano concreto de la elección.

De hecho, el motivo intrínseco y el verdadero fundamento de la fe es, de acuerdo a

la doctrina tradicional, acogida y definida por el Vaticano I, la autoridad del mismo

Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos (DH 3008). La verdad y la

veracidad de Dios son el motivo último de la certidumbre de la fe. Nosotros no

creemos por una ciega decisión, sino en la medida en que estamos convencidos, a la

luz de la fe, de la verdad de Dios que revela. Dios no se limita a comunicar al hom­

bre su palabra exterior, sino que pone al hombre en la situación interior por medio

de la cual puede reconocer en esta palabra el acto mismo de la revelación.

Mientras que el juicio de credibilidad permanece en el ámbito de la realidad exterior,

especulativa y abstracta, el juicio de credendidad implica al sujeto mismo en su relación

directa y totalizante con el que le ha dirigido el mensaje de salvación. Tiene lugar

entonces la adhesión concreta a la persona que habla, una adhesión personalmente

cierta y definitiva, porque se apoya en el testimonio infalible y totalmente verdadero

de Dios.

En este contexto se comprende la decisión y la firmeza del juicio de credendidad, el

cual realiza existencialmente el acto de fe como un acto de expresión vital, de con­

na turalidad con el Evangelio y con todo lo que éste contiene y anuncia,

estableciendo una relación de unidad entre el sujeto creyente y la palabra de Dios y

Dios mismo, de tal modo que así unidos constituyan un acto real de recíproca

comunión. Para que sea razonable el acto de fe, en la perspectiva del conocimiento

por connaturalidad, se requiere dos condiciones: la primera es la presencia en la per­

sona del instinto interno de Dios que le invita, sin el cual no sería posible ningún
La ccredibilidad de la je 165

acto de fe. Y la segunda es que existan motivos de racionalidad suficientes para

creer 227•

Por consiguiente, el hombre realiza la elección definitiva y concreta de la fe no sólo

a causa de motivos racionales, sino, en último análisis, por la moción de la gracia y

por su disponibilidad total. El juicio de credibilidad ha servido para facilitar la apertura

del corazón y de la mente, a fin de que el hombre, movido por la gracia, se decidiese

a aceptar la verdad de Dios con toda su convicción personal, de tal modo que
228•
pueda afirmar creo, no puedo no creer Esta decisión última es lo que llamamos juicio

de credendidad.

Los dos juicios son entre sí complementarios y, tomados en conjunto, constituyen el

proceso de racionabilidad del acto de fe. El primero, el de credibilidad, aun no siendo

el juicio determinante, hace del acto de fe un acto objetivamente fundamentado y

razonable. El segundo, el de credendidad, confiere a la fe el sentido vital y concreto, el

aspecto de compromiso personal y total.

11. Sólo el a m o r es digno de fe

Los motivos que inducen al acto de fe se fundamentan simultáneamente en la razón

-y los argumentos que ésta propone- y en el estímulo de la voluntad hacia la verdad

revelada. Entendimiento y voluntad están igualmente interesados para que la adhe­

sión de la fe sea un acto plenamente humano, aun sometido a la gracia de Dios y

acompañado por ella. La estructura del acto de fe, así formulada, nos permite com­

prender los momentos difíciles que pueden presentarse y que de hecho se presentan

en el camino de la fe.

Por consiguiente, existen momentos en los que la verdad ya no tiene la fuerza y la

viveza de siempre o en los que el bien que en ella se contiene deja de imponerse

como verdadero, no en el sentido de que parezca falso, sino en el sentido de que su

valor de verdad tiene menor eficacia y no ejerce ya la misma atracción ante la razón.

El sujeto, careciendo ya del apoyo racional, tiene que encontrar fuerza en la volun­

tad, la cual sigue estimulando la adhesión de fe, que ya no está sujeta a motivos

racionales, sino al sentido de la exigencia del bien que hay que alcanzar y del deber

que hay que cumplir. Aun cuando falten el entusiasmo y la vivacidad de los estímu­

los, cuando se encuentra en el desierto interior, la fe permanece firme y sólida. Se

explica desde este punto de vista la fuerza del aforismo del beato J. H. Newman:

"Diez mil dificultades no dan como resultado una duda". Como nos recuerda

el papa Francisco:

La fe no es un refugio para pusilánimes, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran lla­

mada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus

manos porgue está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades-",

227. Cf. F. ARDUSSo,Aprendera creer, 174-175.

228. Cf. N. DUNAS, Conocimiento de faje (Estela, Barcelona 1965) 1 0 7 - 1 1 1 .

229. LF, 53.


166 La je: respuesta del hombre a la Revelación

Esto nos conduce a uno de esos contextos donde principio y efecto encajan el uno
230
en el otro: la relación entre la fe y el amor • No es éste un problema ilusorio. San

Pablo coloca en el mismo plano la fe, la esperanza y el amor (1 Co 13) por considerar­

las las bases principales de la vida cristiana. Sin embargo, el apóstol subraya que la

más importante de las tres es el amor. ¿Qué relación hay, pues, entre el amor y

la fe? La primera respuesta que nos viene es ésta: el amor representa el supremo

desenvolvimiento de la fe. Creer significa tener conciencia de la realidad viviente de

Dios. Ahora bien, siendo ese Dios el amor por excelencia, el creyente se pone nece­

sariamente en busca del amor. El mandamiento de amar a Dios y de amar a nuestro

prójimo como a nosotros mismos nos impulsa a tener conciencia y a vivir de la

fuerza más profunda que brota de la unión con Dios; esa fuerza es la caridad, de la

que Pablo habla sin cesar en 1 Co 1 3 .

San Juan lo resume todo en el amor; de tal modo esta apremiante invitación a amar

constituye la suma de todas las leyes de la vida cristiana. Y otro de los apóstoles,

Santiago, no duda en decir que "la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro"

(Sant 2,17) . Es cierto que hay una especie de fe sin amor, pero lo que dice el apóstol

muestra cuán terrible es esa situación: "Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien.

Hasta los demonios lo creen y tiemblan" (v.19). El amor es el florecimiento de la

fe; brota de ella como la flor sale del tallo y de las ramas. De todo el conjunto que

forma el Nuevo Testamento se desprende una idea aún más fuerte y es la de que la

misma fe no subsiste sino por el amor?".

El amor, lejos de cegarnos, es el único que puede abrirnos los ojos, pues sólo el

amor nos permite ver al otro tal cual es. No podemos decirle a alguien: "creo en ti",

sin que nos inspire cierto amor. Si no estoy por lo menos preparado para amar a

Dios, no lo "veré". Su imagen será cada vez más vaga, luego se ocultará velada por

otras cosas y terminará desvaneciéndose por completo. Cuando hay amor todo

ocurre de muy distinta manera. Sólo ayudado por el amor puede el hombre percibir

lo que es verdaderamente el objeto de éste; es preciso por lo menos un comienzo de

amor, es preciso por lo menos que se esté dispuesto a amar para poder gozar de la

gracia de creer.

Pero, ¿cómo es posible que yo pueda amar si no "veo" a aquél a quien mi amor se

dirige? ¿Cómo puedo amar antes de creer? R. Guardini señala que estar dispuesto a

amar es ya amar, y que esa disponibilidad puede existir aun antes de que el objeto

sea visible. Es el período del amor que busca; búsqueda todavía imprecisa, pero

deseosa de fijarse en un rostro. Esta ansia, esta manera de sentirse como embarga­

do, abre el corazón y lo agita. Polarizado por el principio de todo amor, el espíritu,

al amar, puede ya dirigirse hacia Aquél que es la fuente y el objeto de ese amor. El

corazón puede estar cerca de Dios mientras que la inteligencia está todavía lejos.

Este impulso de amor prepara al hombre para el don total, que será la fe. Abre ésta

el corazón y la voluntad a la Verdad, se desprende de todo egoísmo y "perdiéndola,

gana su alma".

230. Para lo que sigue, cf. R. GUARDINI, lA experiencia cristiana de la Je (Belacqva, Barcelona 2005) 57-66.

231. Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 39: "La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón tras­

pasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor".


La ccredibilidad de la je 167

La actitud amante dilata la mirada de la fe; y, recíprocamente, cuanto más se afirma

esa mirada, más crece el amor y más gana en claridad. Tanto puede decirse que la fe

procede del amor, como que el amor procede de la fe, pues en lo más íntimo las dos

cosas no son sino una: la manifestación en el hombre viviente del Dios viviente,

lleno de gracia.

Nada mejor podemos hacer, entonces, para aumentar nuestra fe, que abrir nuestro

corazón al amor, tener la necesaria generosidad para desear la existencia de un ser

superior a nosotros; ansiar conocer al que está en lo Alto y entregarnos a Él; adop­

tar la actitud decidida y serena del que no teme por sí, pues sabe que, a ejemplo de

Cristo, al entregar su persona como don se sentirá más fuerte, más eficiente, que si

se replegara en sí mismo. Por eso, el papa Francisco ha podido escribir:

En la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,

cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la

muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto

me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos ple­

namente en Cristo 232•

En su primera epístola, San Juan se pregunta: ¿cómo puedes llegar a ponerte en una

relación justa con el Dios invisible y misterioso? A lo que responde: esforzándote

por llegar a ponerte en relaciones justas con los hombres que te rodean. De ese

modo, la capacidad de ver con los "ojos de la fe" se liga íntimamente con la

disponibilidad de amar al prójimo con quien te encuentres, en cualquier momento.

Solamente en el amor de Dios, cumplido en el amor de los hombres, logra la fe su

plenitud como fe; solamente en esta fe recibe el hombre ya desde ahora la vida eterna

(1 Jn 5 , 1 2 - 1 3 ; J n 3 , 1 6 ) .

Como asentimiento real al mensaje cristiano, la fe incluye la realización del mensaje

en la existencia; como confianza en la gracia de Dios por Cristo implica el amor y la

sumisión filial cumplidos en las obras; solamente en el amor es auténtica la confian­

za en la palabra salvífica de Dios y solamente en las obras llega el amor a su


233
autenticidad •

111. El testimonio

Siguiendo al profesor Latourelle, podemos decir que el testimonio es una palabra

por la que una persona invita a otra a admitir algo como verdadero, fiándose de su

invitación, como garantía próxima de verdad, y de su autoridad, como garantía remo­

ta. Esta invitación a creer, como garantía de verdad, es el elemento específico del

testimonio. La demostración apela a la inteligencia; el testimonio, porque exige una

intensidad de confianza que se mide según los valores que en él se arriesgan, com­

promete la inteligencia y también, en diverso grado, la voluntad y el amor=".

232. LF, 1 6 .

233. Cf. J. ALFARO, Revelación cristiana, fay teología, 102.

234. Cf. R. LATOURELLE, Teología de la revelación, 4 1 1 - 4 1 2 .


168 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

La categoría de "testimonio" ha ido entrando de forma progresiva en el vocabulario

eclesial desde finales del siglo XIX. La concentración y personalización realizada

por el Vaticano II conlleva la potenciación del término testimonio. Los vocablos

como "testimonio", "atestiguar" y "testigo" aparecen más de cien veces en sus

documentos, de forma que con esos términos se quiere hacer referencia a un com­

promiso de toda la vida y de la persona entera en el marco de una visión más

interpersonal e interpelante, como refleja la categoría testimonio.

Para el profesor Pié-Ninot, el testimonio, como manifestación significativa de la

misión de la Iglesia en su realidad histórica, es el punto final, aunque también puede


235
ser el punto inicial, de su Teología Fundamental • A su vez, Fisichella afirma que la

teología está legitimada para investigar sobre esta categoría desde el momento en

que la revelación se apoya en la experiencia humana del testimonio como una forma

de expresión de las relaciones del hombre con Dios. Desde el punto de vista

humano "testigo" es aquel que puede informar verbalmente sobre unos hechos en

los que ha participado, sobre unas personas o unos hechos que ha conocido. El tes­
236
timonio se basa en una experiencia ocular o auricular • Para el profesor J. Prades,

"el testimonio es una forma de conocer la realidad, análoga a otras formas de saber,

y no reductible a mera opinión. Es un modo de usar la razón que no excluye otros

usos igualmente importantes para la vida personal y social, en función de las distin­
237
tas dimensiones de lo real" •

238
Siguiendo al filósofo P. Ricoeur , el testimonio comprende tres sentido principales:

1. Sentido empírico-histórico: consiste en la narración de lo visto u oído por el testi­

go, la crónica hecha por éste de lo que ha sucedido. El testimonio, en cuanto

narración interpretativa (no puede ser de otra forma), está al servicio del hecho.

2. Sentido jurídico: es el uso ordinario de testimonio entendido de forma jurídica,

de forma que el testigo no sólo da cuenta de lo visto u oído, sino que también

declara que se compromete con la verdad que afirma.

3. Sentido ético-antropológico: el testigo se compromete en aquello que atestigua a

partir de una fuerza interior que le mueve a declarar. De ahí que la palabra "testi­

go" traduzca la griega "mártir", ya que el testimonio es la misma acción en cuanto

atestigua en la exterioridad el mismo hombre interior, su convicción, su fe.

De estos tres sentidos, es en el tercero donde se da el paso de la información al testi­

monio, por la capacidad de auto-implicación del sujeto en una narración que se

percibe con valor, ya que da razón de su origen (de dónde) y de su finalidad (hacia

dónde). Aquí radica la novedad epistemológica del testimonio. Si aplicamos esto a la

experiencia religiosa, la pregunta es obligada: ¿es posible la existencia de actos que

pretendan atestiguar el absoluto? Siguiendo a P Ricoeur, el profesor Pié-Ninot afir­

ma que la hermenéutica del testimonio se produce en la confluencia de dos exégesis:

la exégesis del testimonio histórico (en nuestro caso, la revelación y sus signos) y la

235. Cf. S. PIF.-NINOT, La Teología Fundamental, 572.

236. Cf. R. FlSTCHELLA, "Testimonio", en DTF, 1523-1524.

237. J. PRl\DES, Dar testimonio, 453.

238. Cf. P. RlCOEUR, Fey filosofía (Buenos Aires 1994) 125-157.


La ccredibilidad de la fe 169

exégesis de sí mismo (en nuestro caso, la apertura radical del hombre y de sus aspira­

ciones). De esta forma, en el testimonio se da la "síntesis" viva de un sujeto, en su

doble movimiento de comprensión de la historia y sus "signos", y de autocompren­

sión como apertura al absoluto 239•

Dios no es solamente el objeto de la fe, es también su testigo, es decir, el que con la

seriedad de su compromiso y de su fidelidad garantiza la verdad de la revelación,

por lo cual el acto de fe es siempre también un creer a Dios, que se entrega concre­

tamente al hablar, comunicándose a sí mismo. Desde este punto de vista, aparece

más que nunca el sentido personal de la adhesión de fe: yo creo porque Dios da testi­

monio personalmente de su palabra y, por medio de este testimonio, me llama a la

salvación y a su amistad. Al creer, dice Benedicto XVI, "lo que hacemos no es tanto

aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica

espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no

solo por la enseñanza formal, por importante que esta sea, sino también por el testi­

monio de una vida íntegra, fiel y santa"?".

La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la

interioridad por excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser

conocido por testimonio, es decir, por una confidencia espontánea que hemos de

creer. El cristianismo es la religión del testimonio porque es manifestación de per­

sonas, y sólo el testimonio asegura la comunicación interpersonal.

El testimonio divino se expresa, ante todo, como una vocación interior a la fe. Este es el

dato fundamental, porque no puede haber fe allí donde no ha habido una llamada

particular de Dios, una atracción que ha suscitado una fascinación del alma del
241•
creyente y lo ha impulsado a acoger la palabra divina Dios actúa en el hombre y

le hace sentir su acción en la profundidad del espíritu por medio de la iluminación y

de la inspiración, dos términos que indican la llamada de Dios en la mente y en el

corazón del hombre, de tal modo que éste se mueve hacia la fe con todo su ser, con

la atracción ejercida por la luz de la Verdad y la fuerza del Amor. Esto es lo que lla­

mamos gracia divina, que ilumina y mueve al creyente. El testimonio divino tiene de

particular que no sólo afirma la verdad de lo que propone a creer, sino que, a la vez,

afirma la infalibilidad absoluta de su testimonio, de manera que el creyente se apoya


242
totalmente en una palabra que lleva en sí misma su garantía •

La conciliación entre la objetividad y la universalidad de esta Verdad y la acogida

integral por parte del creyente se realiza con la intervención del Espíritu Santo, que

ha sido enviado por el Padre y el Hijo para llevar a cumplimiento en los discípulos la

obra realizada por Cristo Qn 14,16.26; 15,26). Su acción es precisamente la de

realizar la comunión de los discípulos con Cristo, la de hacer conocer, en su sentido

pleno y vital, la palabra de verdad que Jesús ha proclamado, de tal manera que esta

palabra permanezca constantemente en el corazón del discípulo y se convierta en

fuente de vida, luz y fuerza en el camino cristiano.

239. Cf. S. PIÉ-N!NOT, La Teolot,ía Fundamental, 579-581.

240. Cf. BENEDICTO XVI, Vigilia de oración por la beatificación del Cardenal John Henry Newman, Londres (18-9-2010).

241. Cf. J. Plv\DES, Dar testimonio, 452: "La iniciativa divina testimonial es siempre desde fuera, extra nos; no es la expresión de

un propósito o programa del cristiano. La interpelación incondicional del Misterio actualiza la alteridad y la trascendencia ere­

aturales dentro de la historia. Ello comporta una capacidad de receptividad primera en quien recibe el testimonio".

242. Cf. R. LATOURELLE, Teología de la revelación, 413-414.


170 Laje: respuesta del hombre a la Revelación

El cristiano también debe dar testimonio ante el mundo de la presencia salvadora de

Cristo. El Espíritu Santo da este testimonio de Jesús Gn 15,24-27), y los discípulos,

por obra del mismo Espíritu, dan el mismo testimonio, que consiste en dar gloria a

Cristo, en atestiguar con la vida, con las palabras y con las obras su verdad y su
24
amor al mundo, que todavía no cree enJesús 3.

El testimonio se realiza de dos formas: una forma es hacer las obras que ha hecho

Jesús y aún mayores (]n 14,12). Sobre todo, manifestar su amor: "este es mi man­

damiento: que os améis unos a otros como yo os he amado" (]n 1 5 , 1 2 ) ; "en esto

conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros" Qn 13,35). Pero

el amor entre los cristianos, como expresión de la verdad de Cristo presente en

ellos, es fruto del Espíritu Santo que lo infunde en los corazones. Y este es el signo

más grande y digno de atención, que ofrece al mundo la credibilidad de las obras de

Jesús y de su eficacia redentora.

La otra forma es hacer la verdad, vivir la verdad de Jesús; es decir, comportarse

coherentemente con la verdad cristiana, incluso ante el mundo que no acepta esta

verdad y se opone a ella. Así, el cristiano debe saber juzgar al mundo; es decir, debe

darse cuenta de la mentira en la que yace la humanidad sin Cristo (In 1 6 , 8 - 1 1 ) . La

mentira del mundo, en cuanto expresión de la humanidad que se ha alejado de Dios

y que ha rechazado la verdad revelada en Cristo, no se conforma a la sabiduría de

Cristo; la sabiduría del mundo no se corresponde, más bien, con frecuencia, se con­

trapone a la sabiduría del Padre. En la Carta Apostólica Porta fidei, con la que

Benedicto XVI convocaba el Año de la Fe, decía que "profesar con la boca indica, a

su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no

puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el
244
Señor para vivir con El" .

IV. Los signos de credibilidad

Aunque el misterio no se puede expresar adecuadamente en la historia, su entre­

garse en el tiempo tiene lugar a través de acontecimientos y de palabras que, al ser

recibidos por el hombre, constituyen signos de credibilidad, en la medida en que

dan testimonio de la luz, la vida, la gloria, la verdad del misterio salvador. Para la

credibilidad de la revelación, los signos que importan son, sobre todo, los signos

personales. La credibilidad no se dirige a un objeto (documento, tradición, etc.)

sino a la persona que se ha expresado a través de esos medios. No hay verdadero

acceso a la intimidad de las personas si no es a través de los signos: mediante ellos


245
se alcanza un verdadero conocimiento que da lugar a una auténtica certeza •

La palabra de Dios pone de manifiesto la llamada de Dios a la fe. Ahora bien, la lla­

mada de Dios nunca se reduce a un imperativo arbitrario y, por así decir, no natural.

243. Cf. BENEDICTO XVI, Porta Fidei, 6: "La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida

de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la

Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó".

244. !bid, 9.

245. Cf. C. IZQUIERDO, 'l"eología fundamental, 373-374.


La ccredibilidad de la fe 171

Al contrario, la llamada de Dios se presenta de modo que el hombre la puede

reconocer por lo que realmente es, al ver el testimonio de Dios Padre, del Hijo y del

Espíritu en orden a la salvación del hombre.

Este aspecto del testimonio está en relación con el conjunto de signos inmanentes a la

palabra y concomitantes con ella, mediante los cuales Dios asegura a la inteligencia del

hombre una certeza perfectamente suficiente en orden al reconocimiento de la palabra

de Jesús como palabra de Dios. Ante todo, la misma palabra goza de una trascendencia

que la hace realmente creíble, porque es pronunciada por Dios o prolonga el testimo­

nio de D i o s . La palabra estimula, por su contenido y su origen, una íntima

espontaneidad a la que no es posible resistir sin pecar: "Este es el juicio: que la luz vino

al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas"

CTn 3,19). La palabra es como una espada aguda de doble filo (Ap 1 , 1 6 ; 2,12; 1 9 , 1 5 ) .

Pero a este carácter intrínseco se une un conjunto de signos externos, que forman

una unidad con el mensaje, y se distribuyen en los distintos planos de la experiencia

humana. Dios se dirige al hombre adecuándose a las situaciones concretas en las

que el hombre vive.

La persona del testigo y su vida constituyen un primer conjunto de signos. En el

Evangelio, la persona de Jesús y su vida, el prestigio de su enseñanza con autoridad

(Me 1,22) son el presupuesto de la adhesión de los discípulos (Me 1 , 1 6 - 2 0 ; J n 1,35-43;

Le 5 , 1 - 1 1 ) . Este aspecto debe acompañar también el testimonio del apóstol, cuya

existencia debe ser el fundamento de una credibilidad viviente para el mundo: "En

esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros" (]n 13,35).

La práctica de la fe en el amor es el signo y el milagro que hace concretamente creí­

ble la fe. Podemos fijarnos en el testimonio de Pablo: "Recordad, hermanos,

nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie,

proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios

también, de que nuestro proceder con vosotros, los creyentes, fue leal, recto e irre­

prochable; sabéis perfectamente que, lo mismo que un padre con sus hijos, nosotros

os exhortábamos a cada uno de vosotros, os animábamos y os urgíamos a llevar una

vida digna de Dios, que os ha llamado a su reino y a su gloria" (1 Ts 2,9-12).

En este sentido, la Iglesia no es solamente el lugar propio del anuncio de la palabra,

sino también el lugar propio de su credibilidad. La Iglesia es al mismo tiempo testi­

go y signo de la fe. Insertos en este contexto eminentemente personal, los signos

sensibles o prodigios divinos sirven para confirmar una disposición que el anuncio

ha originado ya: la conciencia de que Dios está tanto al inicio como al final de la fe.

Los milagros: interpretación teológica

Es un hecho que el testimonio de los evangelios respecto a los milagros obrados

por Jesús es tan sólido, que no se pueden eliminar fácilmente negando por pre­

juicios su posibilidad y explicando esos relatos como fruto del nacimiento de

numerosas leyendas en torno al "mito de Jesús".

La fe que Jesús pide a sus discípulos está en relación con los prodigios que realiza.

La narración de los milagros constituye una parte importante del Evangelio, y es


172 LaJe: respuesta del hombre a la Revelación

significativo que casi todos vayan acompañados de una mención explícita a la fe. La

relación entre milagro y fe es compleja. De hecho, en muchos casos la fe se requiere

como condición del milagro (Me 2,5; 10,52; 7,29; 9,14-29; Mt 8 , 1 0 ; Le 7,50; 1 7 , 1 9 ) y

entonces la fe tiene el sentido de confianza en la ayuda maravillosa de Dios (Me 4,49;

9,23-24) y en su fuerza portentosa (Me 1 1 , 2 2 - 2 3 ; Mt 17,20; Le 17,6). Esta confianza

es una excelente disposición para comprender la palabra de Jesús. En conexión con

este significado hay que considerar la dimensión de fe en la oración que no duda ser

escuchada (Me 1 1 , 2 4 ; Jn 11,22; 15,16). En otros casos es partiendo del milagro

como se llega a la fe, y entonces el milagro sirve para confirmar la fe en Jesús,

como es el caso de la samaritana y del ciego de nacimiento y también de los após­

toles (Le 5 , 1 - 1 1 ) .

El milagro constituye una exigencia natural del espíritu humano, al que se le pide

que abandone sus normales criterios de evidencia Qn 6,30; 4,48). Para el juicio

común, el milagro es una respuesta suficiente (]n 7 , 3 1 ; 2 , 1 1 ; 1 2 , 1 0 - 1 1 ; Me 2 , 1 0 ;

1 1 , 2 0 - 2 3 ) . En efecto, con el milagro el hombre adquiere una familiaridad espon­

tánea con lo invisible, que le servirá de modo particular para juzgar en su justo valor

el testimonio de la palabra divina y para reconocer el modo de pensar y de actuar de

Dios. De hecho, el milagro no aporta, aunque sea ostentoso y repetido, una eviden­

cia irresistible On 1 2 , 3 7 ; 6,26-27; Me 9,38-40; 1 3 , 2 1 - 2 2 ; Le 2 1 , 8 ) , aunque la no

acogida esté ligada a una disposición negativa que va unida al pecado (]n 12,37-43).

El análisis literario y la crítica histórica aplicada a los milagros nos han ayudado a

caer en la cuenta de la riqueza que encierran, permitiéndonos ir más allá de una

perspectiva apologética. Sin olvidar ésta, en cuanto elemento constitutivo de la

estructura del milagro, hay que insertarla, no obstante, en el horizonte interpretativo

global de los milagros, lo que nos permite poder hablar también de dos funciones,

no menos importantes: la propedéutica y la simbólica.

a) Función propedéutica. El milagro tiene, ante todo, que preparar al encuentro

con el Dios del amor. En Jesús de Nazaret, en sus gestos de misericordia con

los pobres y los enfermos, nos sentimos predispuestos a entrever la visita de

Dios, "que pasa haciendo el bien" (Hch 10,38) a sus hijos, preparándoles así a

acoger el "alegre mensaje" de la salvación operada a través de Jesucristo.

Durante su vida terrena Jesús se muestra como una persona que, con su propia

actividad, invita a creer en Dios. Tal es el sentido de los milagros de Jesús. Es

claro que esta llamada de Dios al diálogo supone en el hombre una disponibili­

dad humilde y gozosa a dejarse alcanzar por esta llamada.

b) Función apologética. El milagro tiene también la función de confirmar y

garantizar una misión divina. Así, Moisés es acreditado por los prodigios que

Dios realiza a través de él ante todo el pueblo (Ex 4,1 - 9; 1 4 , 3 1 ) . También Cristo

en su venida debe hacer frente a esta exigencia de la razón humana, que ha de

pasar a través de los signos legitimadores para llegar a la autentificación de una

misión de lo alto (Me 2,12; Mt 1 1 , 2 1 ; Jn 1 1 , 4 1 - 4 2 ) . Esta función de confirmación

se subraya particularmente en el cuarto evangelio (]n 2,13b; 10,37-38a). También

la misión de la Iglesia es autentificada con las credenciales de los signos mila­

grosos (Me 16,20; 2 P 1 , 1 9 ) . Por eso, el Vaticano I describe a los milagros como

"signos segurísimos de la divina revelación y adaptados a la inteligencia de


La ccredibilidad de la Je 173

todos" (DH, 3009). Pero no podemos absolutizar esta función apologética,

pues Jesús mismo puso en guardia contra una búsqueda inmoderada de sensa­

cionalismo y cosas extraordinarias (Jn 6,26-27; Le 1 6 , 3 1 ; Jn 20,29). La respuesta

decisiva por parte del Padre a los judíos que "piden milagros" es la muerte en

cruz de Jesús (1 Co 1,22-23) y su resurrección (1 Co 1 5 , 1 4 ) .

e) Función simbólica. Los milagros no pueden reducirse a garantías externas de

la revelación, a pruebas científicas que fuerzan el asentimiento de fe; son más

bien parte integrante de la revelación, signos (sérneia) de la salvación. Esta

función simbólica es múltiple 246• Por eso hay que leer los milagros como:

1. Signos del amor de Dios. Jesús usa su poder sólo para hacer el bien, nunca

para castigar. Los milagros son signos de su poder al servicio de un amor que

se anticipa o responde a la súplica del hombre. En Jesús, la bondad de Dios

adopta un corazón de hombre para llegar al corazón del hombre.

2. Signos del reino de Dios. Los profetas, al hablar del reino de Dios, habían

anunciado signos portentosos (Is 3 5 ) . Jesús realiza esas profecías: "Si yo

expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros

el reino de Dios" (Mt 12,28). Es la respuesta que da Jesús al último de los

profetas, Juan el Bautista (Le 7,22). El signo decisivo del reino, la efusión del

Espíritu, es confirmada con la realización del anuncio de Isaías (61,1-2) como

explícitamente lo confirma Jesús al comienzo de su ministerio en la sinagoga

de Nazaret (Le 4 , 1 6 - 2 1 ) .

3. Signos del poder divino de Cristo. Las "obras" realizadas por Jesús son signos

de su gloria (Jn 1 , 1 4 ; 2,11) y testimonian que el Padre obra en él (]n 5,36-37;

10,25). Al mismo tiempo estas obras revelan al Padre, su poder creador y sal­

vador (Jn 14, 9 - 1 1 ; 10, 37-38). La gloria de Cristo es el Espíritu Santo, "el

Espíritu de la gloria" (1 P 4,14), que refleja la luz de la resurrección en el ros­

tro de los creyentes (2 Co 3,18).

4. Signos de la economía sacramental. Los signos de Cristo remiten al

mundo nuevo, inaugurado en su persona.

- La pesca milagrosa prefigura la actividad evangelizadora de la Iglesia (Le

5,1-11).

- La curación física del paralítico confirma la liberación espiritual producida

(Me 2 , 1 - 1 2 ) .

- El cambio del agua en vino es signo de la nueva alianza (Jn 2 , 1 - 1 1 ) .

- La curación del ciego de nacimiento es signo de la iluminación del

bautismo (Jn 9).

- La multiplicación de los panes remite a la eucaristía (Jn 6).

- La resurrección de Lázaro presenta a Cristo como la resurrección y la vida

(Jn 1 1 ) .

5. Signos de los últimos tiempos. Los milagros anuncian y preparan la trans­

formación definitiva, cuando Dios acabe con la muerte y cree los cielos

nuevos y la tierra nueva. Los cuerpos curados y resucitados prefiguran la


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246. Cf. R. LATOURELLE, Milagros de Jesús y teología del milagro (Sígueme, Salamanca 1990) 315-330.
174 Lafe: respuesta del hombre a la Revelación

liberación de nuestro cuerpo mortal; las fuerzas de la naturaleza que se pliegan

a la poderosa palabra de Cristo son signos anunciadores de la redención del

universo, llamado a participar de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8 , 1 9 - 2 1 ) .

Debemos, además, añadir que el milagro no es necesario ni exigible. Depende

de la soberana condescendencia de Dios y es sensiblemente útil al hombre cuando

inicia su camino de fe, pero generalmente es suprimido ante la fe perfecta (Jn

20,29). La razón es que el signo tiene siempre una interpretación delicada. El riesgo

consiste en atender sólo a su valor de utilidad, en vez de subrayar su valor cristológi­

co y salvífica (Jn 6,26). Su mismo significado no es siempre claro, porque es

necesario guardarse de establecer una correspondencia simplificadora entre el orden

moral y los acontecimientos contingentes (Le 13,4-5).

Además, el signo no basta por sí solo para garantizar la autenticidad del que lo lleva

a cabo (Mt 24,23-24; Ap 1 9 , 1 0 ) . Esto explica la prudencia de Jesús. En general,

Jesús ofrece espontáneamente signos a los que no se lo piden (Jn 1 , 47-51; 4 , 1 6 - 1 9 ;

9,1-5) y los niega a los que se los piden (Jn 2,17ss; Mt 12, 38-39;Jn 4,48; Le 4,23-27;

Me 1 5 , 3 1 - 3 2 ) . El principio en el que se basa puede ser el siguiente: el signo ayuda a la

fe, pero no la determina, porque la fe nace de la invitación propia de la intervención

de Dios en el corazón disponible del hombre (Jn 20,31). Se puede decir que la fe no

debe ser, en relación con el signo, ni indiferente ni dependiente, sino acogedora.

CONCLUSIÓN

Una visión de la fe como acto puramente racional excluye la disposición sub­

jetiva, que juega un papel esencial en todo acto humano. La fe es razonable,

pero no racional. El juicio de credibilidad, al valorar los signos de la revelación,

determina que es posible creer con suficientes motivos de racionalidad y

desemboca en el juicio de fe o de credendidad, que implica no sólo a la razón,

sino a todo el hombre, movido por la gracia. El juicio de credibilidad y el de

credendidad son complementarios y, tomados en su conjunto, constituyen el

proceso de racionalidad del acto de fe. El creyente, movido por el Espíritu,

reconoce en Jesucristo, acontecimiento culminante de la revelación, la verdad

concreta de Dios, que es verdad absoluta para el cristiano. La adhesión de la

fe es el reconocimiento de Dios como fundamento, verdad y sentido de toda

la realidad. Es una opción fundamental que implica todo el ser y todo el hacer

del hombre y determina el sentido verdadero y definitivo de la existencia, por

lo que no sólo afecta a la vida personal sino que tiene también una dimensión

de comprensión y de eficacia respecto del mundo, de forma que la fe incluye

la realización del mensaje cristiano en la existencia o, lo que es lo mismo, la fe

no subsiste sino por la caridad. Porque el cristianismo es un mensaje de salva­

ción fundamentado en un acontecimiento que ha cambiado el sentido de la

condición humana, el testimonio de una vida en consonancia con dicho men­

saj e se convierte en una exigencia absoluta, pues difícilmente pueden creer

otros en el amor de Dios manifestado en Jesucristo sin la presencia de perso­

nas que, al ser ganadas por dicho amor, arriesgan por Él toda su vida.

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