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Manuscrito encontrado en casa del difunto Carlos Santos Pérez, enfermero encargado en el Sanatorio Mental de Artabria, hallado muerto el 22

de Diciembre de 2017.

1. El paciente de la 666.

No hacía mucho que había sido trasladado al sanatorio mental de la pequeña ciudad gallega de Artabria, cuando sucedieron los hechos que
motivan esta crónica. Fui trasladado allí a causa de la desaparición en extrañas circunstancias del anterior enfermero encargado, un tal Manuel
García, la noche de difuntos.

La noche del 31 de Octubre, al salir del trabajo, algunos vecinos lo habían visto ir a su casa y salir poco después, vestido completamente de
negro, cargando un par de enormes volúmenes antiguos. Montó en su coche y nunca más se le volvió a ver. El coche apareció un par de días
más tarde, aparcado correctamente en el parking junto al pinar del extremo norte de la playa de Vilar, en tiempos una de las playas más
concurridas de Artabria, a unos diez kilómetros al Oeste de la ciudad y hoy solo un arenal devastado por la furia desatada del Atlántico Norte.
No había rastro de violencia ni dentro del coche ni en los alrededores, por lo que el inspector que llevaba el caso, Domingo Sánchez, cerró el
caso como un suicidio. En los periódicos se contó que el enfermero, de 34 años de edad, se había suicidado adentrándose en el mar, y éste se lo
había tragado. Todo el mundo aceptó esta versión oficial y oficiosa en principio, pero lo cierto era que, en ausencia de cadáver, sólo podía
hablarse de una desaparición, y pronto comenzaron a surgir diversas hipótesis en los mentideros de la pequeña ciudad de sesenta mil habitantes.
¿Secuestro? Quizá, pero resultaba extraño que no hubiera aparecido nadie exigiendo un rescate, por lo que esta hipótesis pasó a un segundo
plano. Además, Manuel García no era un hombre demasiado adinerado ni hacía ostentación de riqueza. No se le conocían enemigos declarados
ni andaba metido en negocios delictivos. Vivía sólo en su pequeña casa de planta baja en el barrio de A Braña, un pequeño barrio cuyas calles
formaban una “Y” a las afueras de Artabria, en la falda de un monte sobre el que alzaba una pequeña aldea de agricultores llamada Coruto.

Se hablaba también de que pudo haber sido drogado y secuestrado por traficantes de órganos. Había muchos rumores últimamente sobre casos
de este estilo. Jóvenes que iban de viaje a países como Tailandia, Bangladesh, Brasil, El Salvador, etc. Salían de copas, conocían a guapas
chicas que los invitaban a tomar algo a sus casas, donde los drogaban y después alguien les quitaba los riñones, el bazo u otros órganos
internos. Se despertaban al día siguiente, o varios días después, desorientados y aturdidos, con la cabeza abotargada por las drogas, doloridos,
metidos en una bañera llena de hielo dentro de una sucia chabola en medio de la jungla. La hipótesis de la venta de órganos fue tomando forma
entre las placeras del Mercado Municipal, y se oía en los cuchicheos de las beatas que salían de misa en la iglesia cercana al convento de las
clarisas. Aunque esta hipótesis se fundamentaba más bien en rumorología y diversas leyendas urbanas inconexas. Nadie conocía personalmente
a alguien que hubiera sufrido este tipo de prácticas. Siempre le sucedían a un amigo de un primo de un amigo del que contaba el suceso. Por
tanto, los investigadores policiales le dieron poca importancia a dichos rumores y descartaron esa línea de investigación.

Los vecinos del desaparecido creían, por su parte, que el hombre andaba metido en algún tipo de culto extraño o demoníaco. Uno de ellos,
llamado José Bello, declaró ante la policía que varias noches a la semana, desde hacía algunos meses, escuchaba cánticos en una extraña
lengua, procedentes del interior de la casa del desaparecido, mientras paseaba a su perro por el barrio. Cuando pasaba ante la puerta, podía
vislumbrar por el hueco inferior un extraño resplandor verde-azulado y un sonido como de timbales sonando en extraños compases que, según
él, le producían una sensación de angustia terrible. Este hombre declaró que el desaparecido enfermero García se dedicaba a practicar la magia
negra y el ocultismo, y que nunca se relacionaba con nadie del barrio. La policía no lo tomó demasiado en serio, y se archivó su declaración.
Más tarde, diversos sucesos harían que el inspector José Antonio Montero reabriese el caso, al considerar que tenía relación con otro caso que
había caído en sus manos unos meses antes, sobre un robo de cadáveres en el cementerio de Coruto, la pequeña aldea que se asentaba en la
cima del monte en cuya ladera estaba el barrio donde vivía García. Este caso implicaba a un tal doctor Pedro Souto de Castro, profesor titular
de Arqueología en la Universidad de Santiago de Compostela. El doctor Souto era, al parecer, el dueño de la tumba que había sido profanada;
en ella se encontraban enterrados sus padres desde hacía diez años. El doctor había colaborado con el inspector Montero intentando descubrir
los entresijos del caso del robo de los cadáveres de sus padres, pero a principios de este año, 2017, se volvió repentinamente loco. Se le encerró
en el Sanatorio Mental de Artabria, donde diversos psiquiatras y enfermeros intentaron llegar al origen de su inestabilidad mental, sin éxito.
Nadie podía explicarse la repentina locura de tal prestigioso y cuerdo académico. Sus estudios sobre cultos antiguos de Europa y las cuencas
fluviales de Oriente Medio eran harto conocidos entre los especialistas en Arqueología de todo el mundo. Estudios como “El culto a Baal en la
Tiro clásica”, o “Dioses y demonios de la antigua Akkad” le habían valido diversos premios de conocido prestigio, como la Medalla
Hammurabi del Ilustre Colegio de Arqueología de Bagdad. Al poco de entrar en el sanatorio, tuvo que ser apartado de los pacientes menos
peligrosos, debido a diversos incidentes provocados en el comedor común, donde atacó a varios enfermos y a uno casi lo mata clavándole un
tenedor en un ojo. Fue recluido en la celda de aislamiento número 666, una celda con paredes acolchadas; una cama, una mesa y una silla
ejercían como único mobiliario.

Cuando lo conocí por primera vez, la noche del 9 de Noviembre, llevaba 10 meses allí encerrado viendo solamente al enfermero que le llevaba
la comida y la medicación, que venía siempre acompañado por dos celadores con porras que solían esperar fuera. El doctor Souto tenía el pelo
negro, enmarañado, y una poblada barba muy descuidada. Podía adivinarse su profunda locura en su aspecto y los desorbitados ojos inyectados
en sangre. Las paredes se hallaban cubiertas de multitud de dibujos y manuscritos en un alfabeto que no alcancé a descifrar. Todo estaba hecho
con carboncillo, pues no le dejaban tener lápices ni afilador. Eran dibujos horrendos, no por su mala ejecución, pues ésta era buena, si no por la
realidad que intentaban transmitir. Extrañas criaturas tentaculares, representaciones oníricas de las más profundas pesadillas que debían asolar
la pobre alma de este desgraciado, edificios sombríos y mapas toscamente dibujados, salpicados aquí y allá por hojas manuscritas en esa
extraña lengua, y en una de las paredes una enorme inscripción, hecha directamente en la pared, sobre un ojo dibujado dentro de una estrella de
cinco puntas.

Cuando entré, Souto estaba sentado a la mesa, dibujando. Me miró con sus ojos enloquecidos durante una fracción de segundo, y volvió a caer
en una especie de trance hipnótico, como si una entidad ajena lo dominase y lo obligase a dibujar sin parar, una y otra vez, aquellos siniestros
motivos. El insomnio había hecho mella en su cuerpo, y parecía más una criatura indefinida, retorcida y huesuda, que un ser humano. Me
pareció inverosímil que aquel ser prácticamente irracional pudiese haber sido un académico de renombre tan solo unos meses atrás. Cuando me
acerqué a presentarme, repentinamente, Souto dejó de dibujar y me miró. Dijo mi nombre, sonrió, y volvió a sumirse en su trance, dibujando y
repitiendo una y otra vez un mantra en una lengua que sonaba gutural, antigua, corrupta:

“Ph’nglui mglw’nafh cthulhu r’lyeh wgah nagl fhtan”

La transcripción no es exacta, pero es lo más aproximado que pude obtener grabando una pequeña nota de voz con mi smartphone. No pude
obtener nada más del doctor Souto en esa ocasión. Que pronunciara mi nombre antes de haberme presentado me produjo una gran sorpresa, así
que dejé la bandeja de comida sobre la cama y me marché perturbado por lo que acababa de pasar, no sin antes sacar una fotografía a la
inscripción de la pared, en aquel extraño alfabeto, que después transcribí a mi cuaderno de notas.

Estuve dándole vueltas toda la noche a la extraña inscripción y a la grabación que obtuve de Souto, pero no pude sacar nada en claro de aquel
absurdo galimatías. Con referencia a su conocimiento de mi nombre, pude averiguar que nadie se lo había comunicado y que era algo que Souto
ya había hecho con otros médicos y enfermeros, entre ellos Manuel García. Este hecho me perturbó todavía más. ¿Por qué era capaz este
hombre, totalmente fuera de si, de conocer ciertos nombres antes de haberlos escuchado?

Al llegar a mi casa por la mañana, me preparé una cafetera y algo de comer y me dispuse a intentar descifrar todo aquello. Escuché una y otra
vez la tétrica grabación, y devoré cada símbolo representado en la fotografía. Transcribí sus palabras en un papel, y debajo reproduje la extraña
inscripción de la pared. A simple vista no me decían nada ni parecían tener relación, pero un par de cafés mas tarde me di cuenta de que el
número de caracteres de cada palabra de la frase de Souto coincidía exactamente con el número de caracteres de las palabras de la inscripción, y
deduje que se trataba de la misma frase. Pero, ¿Qué significado tenía?

Me resultó llamativa la particular entonación con que Souto repetía dos de las palabras de su mantra, “cthulhu” y “r'lyeh”, por lo que su
importancia debía ser vital dentro de la frase. Supuse que se trataba de dos nombres pero, ¿De qué? Encendí mi ordenador y abrí el buscador de
internet. Introduje ambas palabras y nada, no obtuve ningún resultado. Probé a buscarlas por separado y, esta vez, encontré una pequeña
referencia tras una exhaustiva búsqueda por más de treinta páginas de resultados, donde se mencionaba la palabra “r'lyeh”. Era el fragmento de
un texto, sacado de un libro cuyo título no había escuchado jamás: el Necronomicon, de Abdul Al-Hazred; en él se hablaba de una ciudad
sumergida, llamada “r'lyeh” y de un arcano mal enjaulado allí. Era apenas una línea, pero produjo en mi tal sensación de inquietud que no
podría llegar a describirla. Necesitaba saber más, pero a la vez temía lo que podría llegar a descubrir. ¿Sería cierto? ¿Existiría esa ciudad? ¿Qué
era lo que allí se encerraba?

Innumerables preguntas sin inmediata respuesta se agolpaban en mi cabeza, produciéndome una jaqueca horrible, por lo que decidí acostarme y
descansar. Acostarme es algo que hice, pero no puedo decir que descansara ni un ápice. Así como cerré los ojos y empecé a quedarme dormido,
una oscura pesadilla se fue adueñando de los rincones más profundos de mi psique. En ella, corría y corría por un cenagal entre una espesa
niebla de color parduzco. Algo me perseguía, pero no alcanzaba a verlo. Solo podía escuchar el chapoteo que producía al cruzar la ciénaga tras
de mi, a muy corta distancia, y un aterrador gorgoteo, producido probablemente por sus fauces. Aunque ni siquiera sabía si tenía fauces, lo que
generaba una gran angustia dentro de mí. ¿Qué era aquello? ¿Por qué me perseguía? Corrí y corrí, hasta que no pude más, pero el indefinido ser
que venía tras de mi no cejaba en su empeño. Pude percibir que no corría, más bien me perseguía caminando, como si fuese un juego de niños.
Esto me aterró, y seguí corriendo. Las piernas casi no me sostenían, y el pecho me ardía a causa de la fatiga y la falta de aliento. Pero seguí
corriendo, sin mirar atrás. En ocasiones casi podía sentir su presencia a escasos palmos de mi cuello, intentando alcanzarme, y entonces corría
con todavía mayor intensidad. Al poco, un enorme acantilado se presentó ante mi, cortándome el paso. Angustiado, me giré y pude ver una
extraña silueta, rodeada de tentáculos, y que se movía impulsándose sobre ellos. No llegué a distinguir los detalles de tan pavorosa criatura, tan
solo su silueta entre la espesa niebla, y el más intenso terror se adueñó de mi. La criatura se paró a escasos metros de donde yo me encontraba,
como si me observase. Tenía la altura de tres hombres, y a la distancia que estaba pude llegar a distinguir el rojo fulgor de sus ojos entre la
niebla, pero nada más. Me miraba como un humano mira a un gusano, con esa mezcla de asco e indiferencia de quién sabe que se halla ante un
ser insignificante al que podría aplastar con uno solo de sus tentáculos. Un súbito escalofrío me recorrió el cuerpo, y me sentí desfallecer,
cuando en mi cabeza resonó una voz profunda como si procediera de lo más hondo del abismo oceánico: “Eres mío...”. Era un susurro silbante,
como de serpiente, pero mucho más aterrador, que se clavó en mi cerebro como un hierro candente que me provocó un enorme dolor. Empecé a
temblar, mientras la voz seguía martilleando dentro de mi cabeza: “Eres mío, no tienes escapatoria...”, y entonces me giré y miré hacia el fondo
del desfiladero. Era tan profundo que no alcanzaba a ver el fondo entre la niebla, pero el oleaje emitía un estruendoso rugido abajo, en la
rompiente, mientras el viento azotaba mi cara y traía hasta mis oídos murmullos de un repetitivo mantra: “Ph’nglui mglw’nafh cthulhu r’lyeh
wgah nagl fhtan...”. La cabeza me dio vueltas y sentí una profunda nausea cuando el hedor de la criatura llegó hasta mí. Me volví a girar hacia
donde estaba, mirándome de la misma forma que antes, y pude ver como alargaba sus tentáculos lentamente hacia mí, sin moverse ni un ápice
de donde se encontraba parado, y emitiendo ese gorgoteo que me produjo escalofríos. Su voz seguía en mi cabeza: “Eres mío, ven a mí...”.

No pude soportarlo más, y me arrojé al vació. Mientras caía, una carcajada maldita me perforó las sienes: “Jajajaja, no puedes huir, ni la muerte
te salvará, eres mío...”. Mientras caía, seguía escuchando esas palabras, y creí volverme loco. ¿Cómo pude haber llegado al extremo de
arrojarme al vacío y quitarme la vida por puro terror? Era impropio de mí. Nada nunca me había aterrado de tal manera, y lo más aterrador de
todo era no saber qué o quién era aquello que me perseguía y devoraba mi cabeza con su tenebrosa voz. Caí y caí, pero el acantilado parecía no
tener fin. Mi cabeza, a punto de estallar, dio vueltas vertiginosamente, y el mareo me hizo vomitar, pero la fuerza de la inercia impidió que el
ardiente vómito saliera de mi boca, y empezó a quemarme la garganta mientras cada vez se me hacía más difícil respirar...

Desperté, jadeante y empapado en sudor, todavía aturdido por las imágenes que se agolpaban en mi cabeza, como si de fotogramas de un filme
se tratasen. La garganta me dolía, y me llevé la mano a ella. Estaba ardiendo. Me levanté a beber un vaso de agua, y miré el reloj de pared que
tenía en la cocina. Todavía me quedaban un par de horas para entrar a trabajar......
Víctor Soyuz Si este relato gusta, publicaré su continuación, que forman parte de mi humilde aportación a los mitos: "Los Mitos de Cthulhu,
Crónicas de Artabria"

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