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Un

Nombre para Vania


Por

Silvia Azcanio López




La buena suerte es eso que ocurre cuando dentro


de ti florece lo que deseas obtener:
Yo

Vania tenía sólo dos meses de edad, y ya había perdido dos pares de papás.
La noche del 24 de diciembre se abrió una puerta y por ella salieron dos
gatos, corridos ignominiosamente: ella por quedar preñada sin el
consentimiento paterno; él, por ser el autor del desaguisado siendo apenas un
ínfimo gato callejero. A la ofendida familia no le importó ni la fecha ni que
hiciera un frío que calaba el alma. Sandy, tal era el apelativo de la blanca
gatita, intentó sin éxito que le reabrieran la puerta. Huracán, el gato negro y
papá biológico de Vania, intentó convencer a su angustiada pareja de ir en
busca de la anciana que lo alimentaba cuando no tenía qué comer, seguro de
que los ayudaría; pero Sandy se negaba a dejar la casa familiar y en la
discusión que siguió echó a correr, incapaz de soportar la nueva realidad, con
Huracán detrás de ella. Los encontró el señor Ernesto Priego a mitad de una
avenida de intenso tráfico, recién atropellados. Sin pensarlo se quitó la gruesa
chamarra, paró un taxi, arreó al taxista para que llegara veloz al domicilio del
propio Ernesto y allí los entregó a su esposa. La señora Silvia Azcanio no
había estudiado medicina veterinaria, pero de tanto rescatar y curar animales
sabía qué hacer cuando una gata estaba a punto de parir. Sólo que Sandy no
sobrevivió al parto. Huracán falleció apenas el señor Ernesto lo colocó en la
mesa de curaciones. Tampoco sobrevivieron las cuatro hermanitas, sólo Vania,
al que el señor Ernesto adoptó de corazón, lo mismo que su esposa. A estos
segundos padres los perdió Vania porque un imprudente les echó el tráiler
encima cuando se dirigían al veterinario: murieron los Priego-Azcanio y los
dos lechones que llevaban a consulta.
Hubo gran alboroto entre los rescatistas por esas absurdas muertes,
exigieron justicia, no cejaron, como no cejan los rescatistas verdaderos, y
pronto el culpable fue a dar a la cárcel, donde aún, en estos días remotos,
espera ser enjuiciado... Por otro lado, encontrar quién cuidara de los animales
nuevamente desamparados provocó grandes rencillas entre pseudoprotectores,
parecía que no iba a lograrse, pero a la postre llegaron verdaderos protectores
de animales para hacerse cargo de ellos, y el problema de los animales
desamparados desapareció. O casi. Vania era tan pequeño y oscuro que nadie
reparó en él. Tenía un pelaje negro intenso debido a lo cual se confundía con
las cobijas negras con las que Ernesto lo envolvía. Pero no sólo eran las
cobijas, también el cojín que colocó en el huacal donde dormía el nene, y el
huacal mismo estaba pintado de negro. Ernesto pensaba que el que el mundo
onírico de Vania estuviera rodeado de negro le daba un aire de misterio a su
vida de felino. Le puso un foco ahorrador a instancias de su mujer, quien
consideraba que tanto negro podía empachar al gatito. El marido obedeció,
como siempre, pero a su modo, con el resultado de que el foco dispersaba su
luz formando un aura, y esa aura impactó a los rescatistas de tal manera que
dedujeron que la emitía el fantasma de un ente paranormal, y sintiendo miedo
prefirieron no acercarse hasta sitio tan peligroso. Así, dejaron al bebé solo en
la enorme casa de sauces llorones. Vania estuvo una tarde entera hambriento y
con miedo, tanto, que, sin darse cuenta, sus maullidos se colgaron del tiempo y
ya no hubo manera de no oír su desesperado lamento. De este modo Diego
Mendoza, su futuro compañero de vida, aventuras y muerte, se enteró de su
existencia.
Era el joven vecino de junto que en ese momento trabajaba en un plano.
Era Diego un profesional concienzudo, tenía por costumbre hacer todo bien
cuando se comprometía a realizar algo. Su concentración era profunda, el
llamado de Vania tardó en penetrar en su cerebro. Pensó primero que se trataba
de una pelea de ratones, pero la desesperación que transmitían los maullidos
obligó a Diego a hacer de lado su trabajo e investigar. Dejó los lápices para
ponerse la chamarra y el casco de minero que tenía una potente linterna.
Escuchó con atención: los lamentos provenían de la casa de junto, ¿cómo es
que había alguien en aquella casa? ¿No estaban muertos los rescatistas de
animales? ¿Habría entendido mal lo que le dijo la señora de la limpieza, su
mayor informante? Porque si aún estaban vivos, seguro habían llevado a otro
animal herido y lo estaban… No pudo imaginarse qué, pero pensó que eso
tampoco era su asunto, que no tenía caso embarcarse en una aventura
innecesaria, y se regresó. Mas Vania no lo dejó avanzar mucho: sus maullidos
se hicieron estridentes, desgarrados; Diego suspiró resignado: tendría que
irrumpir en casa ajena y, luego, si estaban allí esos amables señores,
explicarles que iba a investigar un maullido de dolor. Se dirigió a la cocina
para salir al patio y trepar por la escalera de caracol. Era ya noche cerrada.
Tuvo que encender la linterna y apagar el desagrado que le producía cometer
un ilícito, pero era inevitable si quería ser útil; bien podía salir a la calle, llegar
a la puerta principal y tocar, pero esas acciones no darían el resultado de lograr
que la abrieran. Restaba sólo saltar la azotea. Su casa y la de junto tenían en
común que eran de un solo piso, saltar entre azoteas no debería representar un
problema.
Había luna llena.
Diego tenía razón al pensar que allí estaban “los rescatistas” como solía
llamarlos, los Priego-Azcanio no se habían movido ni un instante del sitio en
el que el animalito maullaba desesperado. El problema principal radicaba en
que no estaban en condiciones de organizar un rescate en forma ni de darle
ánimos al felino, su estadía en el otro mundo era reciente y muchas cosas
ignoraban cómo hacerlas. A la señora Silvia le hubiera gustado cargar al bebé,
consolarlo, darle de comer, cantarle una canción de cuna, acomodarle las
cobijitas para que no pasara frío. El señor Ernesto estaba tan furioso porque
los imbéciles rescatistas no se fijaron en el pequeño, al que, sin proponérselo,
habían condenado a una muerte dolorosa y solitaria, que no dejaba de lanzar
maldiciones en latín y en inglés antiguo.
─Ya ni te desgastes, vida hermosa, va a estar bien, ya verás, dijo Silvia
intentando ser valiente.
─¡Se está muriendo de hambre y frío! ¿En qué planeta eso es estar bien?
─Tampoco me gusta que en este lado de la existencia me grites, cielo.
El señor Ernesto fingió no haber oído la reprimenda, pero moderó su tono
de voz.
─Estoy desesperado ¡no quiero que se muera!... No quiero tenerlo junto a
mí a ese precio…
─Tranquilo, cielito, va a estar bien, te lo juro.
─¿Por qué estás tan confiada? ¿Por qué? ¿Acaso no ves que sólo estamos
nosotros?, que es como si estuviera solo a final de cuentas.
─Porque ese nene está bendito: todo le sale bien. Todo.
─Es un gato, a los gatos les pasa la vida, y no se diga de los gatos negros,
¿cómo le va a salir todo bien? ¡Eso es para los humanos!
─Ajá.
Ernesto elevó los ojos al cielo, exasperado. Entonces se oyeron ruidos en la
casa. Los Priego-Azcanio se sobresaltaron pensando que podía ser un
asaltante. ¡Dios, qué pasaría con Vania? Oían claramente que las puertas se
abrían y cerraban.
─Ve a ver quién es, dijo la señora Silvia con suave pero firme voz. Su
marido dudó un momento, siempre había tenido miedo de los fantasmas, y aún
de muerto pensaba que no se las sabría arreglar con uno; pero la costumbre de
obedecer a su cónyuge lo empujó a través del tiempo y en un instante apareció
en la cocina. La alegría iluminó su feo semblante: ¡era alguien vivo! ¡Vania
tenía esperanzas! Pero de inmediato le entró la desesperación: el intruso
buscaba por todos lados sin atinar con nada, ¿qué no se daba cuenta de que el
pequeño estaba en el estudio? Ernesto se percataba de la dificultad que
representaba encontrar a un ser tan pequeño en una casa desconocida, a
oscuras y en plena noche, pero estaba tan angustiado por la suerte de su gato
que culpar al providencial salvador lo hacía sentirse un poco menos estúpido.
Inesperadamente la cabeza de su esposa apareció en la cocina.
─(¡Es Diego, aleluya!)
─¡¿Y quién es ese… puto?!
─(¡El vecino guapísimo! El de los ojos azules…)
El señor Ernesto empezó a agitarse violentamente por los celos, como era
hombre feo de solemnidad nunca pudo soportar el que a su esposa le gustaran
otros, sentía ese hecho como la más grande traición, no importaba cuánto lo
amaba ella y el que se lo demostrara de manera constante. Algunos objetos
cambiaron de lugar sin que él moviera las manos; para nuevo agravio del
desdichado marido, su esposa notó el fenómeno y se concentró en él,
convencida de que había que sacarle provecho para guiar a Diego. Sin duda
tendría que utilizar su mente: despiadadamente sacó a todos los pensamientos
estorbosos para enfocarse en la vajilla, no pasó mucho tiempo para que las
piezas empezaran a salir y formaran una flecha frente a los ojos de Diego,
cuyo corazón por poco deja de latir; no fue así, sin embargo, o esta historia se
quedaría sin héroe, ergo, la señora Silvia para evitar que se diera a la fuga y
perdiera así unos momentos preciosos, formó con las tazas, los platos y la
tetera japonesa un mensaje: es por aquí. El corazón de Diego enloqueció, pero
la mente del muchacho se impuso en su frío racionamiento de que aquello no
podía estar ocurriendo o, si estaba ocurriendo, debía ser porque alguien le
estaba pidiendo que hiciera algo, y como sus papás siempre le aconsejaron y
mostraron que era importante ser compasivo, siguió sin pensarlo el mensaje de
las tazas. Apenas en tiempo. A Vania la vida lo estaba abandonando. La
potente linterna de minero alumbró el negro espacio donde se encontraba,
Diego lo alzó con cuidado, lo acercó a su cara, miró en sus ojitos una
desesperada súplica: sálvame, y sin dudarlo lo acomodó en el bolsillo interno
de su gran chamarra de invierno polar. Quedaba a la altura del corazón, cuyo
rítmico sonido convenció a Vania de seguir vivo. Salieron con rapidez de la
casa de los Priego-Azcanio con Diego deseando que un taxi estuviera a la
puerta de la casa. Cerró la puerta con cuidado. Volteó y sonrió al descubrir allí
a un taxi de los llamados de Kitty, por su color rosita. En respuesta a la
pregunta de a dónde debía llevarlo, Diego dijo, como en las películas, camine
por allí hasta encontrar a un veterinario o algún profesional de la salud. Y así
llegaron a “Vidas Perronas”, la colorida clínica para animales que estaba a
unas cuadras de su casa. En el veterinario recibió muchas y buenas
sugerencias, sólo hubo una que no pudo seguir: dejar a Vania en una especie
de incubadora, y no es que el arquitecto no siguiera las órdenes del doctor,
sino que Vania se negó a abandonar el corazón de Diego.
***
Ernesto amaba a Vania. Era su amor más profundo, e hizo de Vania su
confidente y escucha. Se divertía contándole espeluznantes cuentos que
encontraba en relatos ingleses, pero fue cuando le narró El gato negro de Alan
Poe que el gatito maulló por primera vez. Le contó cómo eran apreciados los
gatos en el antiguo Egipto o en Escocia o que incluso en Italia se celebraba el
Día del Gato Negro y que existía el Día del Gato, parece que es el 9 de
febrero, flaco; y luego de ese relato se dio cuenta de que el animalito ya iba a
la caja arenera; eso sí, evitó narrarle historias de brujas que eran quemadas,
entre otras cosas, por tener gatos negros como parte de la familia; tampoco le
narró la historia de los dos cretinos a los cuales se les achaca el invento del
concepto de mala suerte asociada a los gatos negros, no quería que se hiciera
ideas.
─Los gatos no se hacen ideas, mi vida hermosa, son muy listos y piensan
por sí mismos, le respondió la señora Silvia mientras cambiaba el vendaje de
la pata de un venadito que tenía tres días en la casa.
─Nada hay tan peligroso como creer en una idea que ni siquiera has tenido
tiempo de analizar, flaco, tienes que ponerle cerebro a las cosas, luego ya
decides si te conviene creer en la nueva idea.
Silvia los escuchaba comunicarse y sentía su corazón cantar; su marido, si
bien nunca se había opuesto a su labor animalística, ¡faltaba más!, no se había
mostrado especialmente amoroso con alguno de los rescatados, pero se veía a
un kilómetro que amaba al gato negro, y eso la hacía muy feliz. El señor
Ernesto cargaba a Vania todo el tiempo, algunas veces, cuando consideraba
que sus historias estaban subidas de tono, se las contaba en inglés para evitar
que la señora Silvia se escandalizara. El viernes en que le confirmaron el
nombre, empezaron discutiendo el hecho de que el señor Ernesto sólo se
ocupara del gatito negro.
─Es conveniente para su desarrollo intelectual.
─¿O para contarle tus retorcidas historias, mi vida hermosa?
El señor Ernesto puso cara de cómo crees que yo podría hacer algo tan
malo.
─Si piensas que no sé la clase de relatos que le cuentas a mi gato, es que
no me conoces.
─¿Qué tienen de malo mis historias? ¡Son clásicos ingleses!
─Que va a terminar siendo carnívoro.
─Los gatos son carnívoros.
─Los míos son veganos.
─Eso es contra la naturaleza, tú los obligas a ser veganos.
─Tonterías, los gatos pueden cambiar sus malas costumbres.
─Ah, así que ahora eres la Evolución…
─Sólo Silvia la milagrosa.
El señor Ernesto rio de buena gana. La señora Silvia dijo:
─¿Por qué no cargas a todos?
Ese todos incluía a la nueva camada de gatitos que recién habían
abandonado frente a la puerta de la casa Priego-Azcanio.
─Porque son gatas.
─¿Y?
─No se puede hablar de cosas de machos con una hembra enfrente.
─¡Odiador de mujeres!, respondió ella riéndose a todo lo que daban sus
pulmones, nunca lo hubiera creído de ti, mi vida hermosa.
─No es misoginia, mujer, son ganas de platicar entre hombres.
─Dioses de todas las religiones: ¡me casé con un macho!
─Pues sí, dijo, muy sorprendido el marido, que sabía ser el macho de la
especie (bueno, uno de ellos).
─Pero puedes hacerles un espacio en tu agenda, digo yo, no puedes darle
amor a uno e ignorar a las otras, eso se llama egoísmo, para que el amor sea
amor debes hacer el esfuerzo por que te importen el mayor número de
personas.
─No me menciones a Fromm cuando estoy con Vania, no quiero que tenga
influencias indebidas.
─¡El Dr. Fromm no es una influencia indebida!, tú sabes que yo… ¿Cómo
llamaste a Tiziano?
─¿A quién?
─A Tiziano… ¡¡No me mires como si estuvieras pasmado, vida hermosa,
me refiero al gato!
─Ah, te refieres a Vania.
─¿Vania? ¿Quién le puso Vania?
─Yo.
─¿Cómo Vania?, es un nombre de niña.
─En México, pero Vania es nombre de hombre.
─Es un nombre blanco.
─¿Y?
─¿Cómo “Y” tan a la ligera? ¿No te he dicho toda la vida que una persona
debe llevar un nombre que tenga el color adecuado, que combine con la
persona? Tiziano es el nombre justo para Tiziano, no sólo porque le queda a su
figura, sino porque es igual de negro que el propio Tiziano.
─¿Negro con negro? Por favor… ¿quieres que su nombre le amargue la
existencia?
─Combina. Hay armonía con el universo.
─No-no-no-no-no-no-no-no, combina con la mala suerte, y no armoniza
con la buena suerte, y yo no quiero que a este niño le pase nada de nada,
quiero que esté a salvo.
─Nadie está a salvo en México, mi vida hermosa, ni siquiera la mala
suerte.
─Qué lúgubre, Silvia.
─Tú ni crees en la mala suerte ni yo tampoco, mi vida hermosa, ¿por qué
tenemos que dejarnos llevar por una superstición?
─No creo en la mala suerte, en efecto.
─¿Entonces?
El señor Ernesto miró unos momentos a su esposa, dijo, testarudo:
─Pero sí creo en la buena suerte y en el derecho del padre a decidir el
nombre del hijo, vivimos en un patriarcado, ¿recuerdas?, dije que se llama
Vania, y así se queda.
─Pero no me gusta…
─Mujer obstinada, ¿quieres que lo aplaste el destino?
─¡Por Odín siete días borracho!, ¿por qué lo va a aplastar el destino?
Nadie tiene la suerte echada sólo por ser negro.
─Eso díselo a los esclavos y a los gatos negros.
─¡Hace cientos de años que se abolió la esclavitud!
─Existió, ¿no?, y los gatos negros siguen en el planeta; tú mejor que nadie
sabe la suerte negra que tienen los gatos ídem, cómo los matan por
supersticiones o por creerlos amigos de Satán. Un nombre blanco va a
conjurar esos efectos negativos.
─Marido, tus argumentos no tienen lógica, la mala suerte no existe, bueno,
por ella misma, como entidad independiente, y mira que si le ponemos Vania a
Tiziano todo mundo va a creer que es niña, no está bien, se puede confundir,
sentirse angustiado por ignorar si es niño, niña o ficción.
─Ya te dije que Vania es nombre de hombre; en Rusia, su lugar de origen,
llaman así a los hombres; en México, en cambio, a todo lo que termina con a
lo consideran femenino, pero NO ES ASÍ-NO ES ASÍ-NO ES ASÍ.
─No me grites, vida hermosa, sabes que no lo tolero, y alzó el índice
derecho para decirle su precio al impertinente. Su mirada encontró que el
señor Ernesto y Vania estaban retozando su amor en la hamaca en la que solían
acostarse a leer, platicar o tramar alguna travesura o ensayo literario; el gato
estaba parado en sus patitas traseras mientras las delanteras jugueteaban con la
barba del señor Ernesto y, a veces, se miraban a los ojos como para decirse
algún chiste infantil.
─Está bien, que ande descombinado por la vida, que se llame Vania, total,
no creo que se muera por eso, dijo llorando conmovida.
Más tarde los maridos hicieron el amor con la misma pasión que de recién
casados; Vania bebió chocolate caliente, se enfermó de la pancita, y esa noche
de la formalización de su nombre la pasó acostado en la cama de muñecas que
pusieron cerca de la ventana; le daba la luz de luna en la carita.
Ernesto lloró recordando esos tiempos ya muertos como él. Tuvo que hacer
un esfuerzo enorme para ubicarse en su presente: él era un fantasma pero
Vania estaba vivo; debía vigilar que le consiguieran la familia adecuada, no
podía quedarse con ese imbécil que todo lo que tenía era su guapura, era
forzoso que fuera a dar con gente que supiera de gatos, que se comprometiera
a amarlo y cuidarlo por siempre. Eso era todo lo que contaba.
─No creo que ese idiota sea el mejor tutor para mi bebé ─dijo en un
lamento, interrumpiendo los pensamientos de su esposa─, yo no me voy de
este mundo hasta que no esté seguro de que Vania está bien, dijo sin poder
contener ya las lágrimas. La señora Silvia lo abrazó con su energía de amor,
pero no bastó para calmar el ansia que lo devoraba.

El staff del despacho de Arquitectos Irigoyen y Asociados vio llegar al


deslumbrante Diego Mendoza envuelto en un rebozo morado, y el elemento
femenino en pleno sintió que el mundo se hundía a sus pies: ¡era gay! El
arquitecto Mendoza no se fijaba mucho en ellas (ni en nadie), pero era
guapísimo, talentoso, magnético y, en ocasiones, hasta divertido, sabía lo que
quería y cómo conseguirlo. Si no sabía hacer el amor, como algunas pensaban
por ciertas torpezas cometidas por el susodicho a pesar de sus veintidós años,
ellas, todas, se mostraban dispuestas a enseñarle los misterios de la cama. O
estaban dispuestas hasta hacía unos dos minutos, ahora la decepción las tenía
conmocionadas: ¡era gay! Diego, ensimismado en los problemas logísticos que
le causaba traer cargando con rebozo a un gato, ni siquiera pensó en saludar a
sus colegas ni se fijó en el alboroto causado por el rebozo que le dio su mamá
cuando le dijo que necesitaba cargar a un bebé. Le pareció práctico, y se lo
puso. Apenas cruzó el umbral de la pecera, como llamaban al estudio de Diego
porque era todo de cristal, sus ayudantes escandinavos se apresuraron a
ayudarlo, aunque él no los notó. Tomó maquinalmente el vaso de agua que le
ofrecía Thor, llegó hasta su restirador donde estaba el plano en el que
intentaba dar vida a un castillo de princesa... Ni se molestó en bajar a Vania,
que en ese momento asomando apenas los ojitos, veía el sitio con gran
curiosidad.
─Ten calma, ahorita voy a trabajar, no es una actividad ruidosa, vas a estar
bien.
Pero no fue cierto porque Diego no trabajó esa mañana porque al poner a
Vania en el suelo, el gato absorbió su atención. Empezó por reconocer el lugar
donde se encontraba, en algún momento llegó hasta la ventana donde se puso a
jugar con los rayos de sol. A Diego le gustó tanto que se puso a dibujar las
andanzas del gatito negro. Sentado en el piso seguía las evoluciones del
animal, un elegante bailarín por naturaleza. Dagmar, una de sus ayudantes le
preguntó si quería que llevara al “lindo gatito” al parque cercano. Diego la
miró fijamente preguntándose qué había tras la expresión “lindo gatito”, pues
no sentía que encajara con Vania, el que, en efecto, era lindo pero no de un
lindo simplón sino con belleza que deslumbraba ya a tan tierna edad; además
tenía energía, ganas de ver el mundo, nada de eso encajaba con la descripción
“lindo gatito” que más bien lo remitía a un muñeco de peluche. Diego dijo que
no a llevar al gato al parque y regresó a sus dibujos. Por los cristales de la
pecera asomaban las caras ansiosas de los integrantes de Irigoyen y
Asociados: todos en la firma vivían pendientes de que Diego avanzara en su
diseño de un castillo de princesa, era un despacho pequeño y aquél el primer
encargo importante que tenían, con cuya realización todos tendrían ganancias
y fama. Diego no les hizo caso, inmerso ya en su acto creativo.
La pareja de clientes estaba compuesta por un potentado con mucho dinero
y su amante, una antigua sirvienta, originaria de Sinaloa, que creció viendo
las telenovelas que transmitía la televisión comercial, y que se soñaba cada
noche viviendo en un castillo de princesa. Eligieron el despacho de arquitectos
Irigoyen y Asociados porque era el que menos temor le provocó a ella, el
potentado, de nombre Luis Gálvez, no se arredraba ante nadie. Les enseñaron
las propuestas creativas de varios arquitectos, y ella no sabía por cuál
decidirse; coincidió que viera las fotos de una casa pensada y dirigida por
Diego; el trabajo era tan espectacular que la dejó turulata, y aunque él ni
siquiera había sido incorporado al grupo de los que presentaron propuestas de
trabajo para que la pareja eligiera, Casandra, sin pensarlo siquiera, dijo que
quería fuera ese arquitecto el que ideara su castillo de princesa. Acto
seguido mandaron llamar al brillante arquitecto, el que, al oír la orden de
diseñar lo que consideró un atentado a la arquitectura, dijo que no haría tal
cosa, para abandonar de inmediato la oficina de su jefe sin que le importara la
consternación que apareció en la cara de aquél. El arquitecto en jefe, de
nombre Jaime Andrade, enmudeció casi treinta segundos; gruesas gotas de
sudor corrieron angustiadas por su cara: sabía que era inútil ordenarle a Diego
que lo hiciera: había pronunciado uno de sus rotundos nos. La situación la
resolvió el empeño del potentado del cartón.
Los miembros de Irigoyen y Asociados lo vieron salir tras el reluctante
arquitecto y, tras ellos, Casandra y Andrade. Luis Gálvez consideraba el
asunto una cuestión de honor: su dinero no podía ser rechazado, ni su
Casandra, y ella sólo quería a Diego para construir su hermoso castillo de
princesa. Y estaba bien que eligiera, se dijo el potentado, lo único que faltaba
era convencer al testarudo ese, se dijo.
La labor llevó horas. A Diego lo persiguieron por todos los sitios por los
que atinó a pasar, hasta que, ya aburrido de aquella presión terrible llevada
hasta el extremo de ofrecerle un estipendio de seis cifras, mostrarle billetes de
todas las denominaciones en pleno Paseo de la Reforma, firmar cheques en
blanco, sacar diamantes, tarjetas de crédito y cualquier signo de riqueza,
decidió mandarlos al Diablo. Se detuvo a mitad de la calle y les dijo al
potentado, a Casandra y al angustiado Jaime Andrade que, si querían que
hiciera los planos, exigía el doble de pago del ofrecido; libertad absoluta en su
creación; nula intervención; él elegiría todos los materiales; pidió una ventana
al cielo; tres ayudantes escandinavos bien pagados, un despacho con
ventanales, nueve computadoras Mac, una botella de Chateau Petrus y un
patito amarillo. Todo le fue concedido. Incluso, en un rapto de generosidad, el
magnate del cartón se permitió ofrecerle la compañía de las más hermosas
chicas del país. Diego abrió la boca sin saber qué decir al escuchar lo que se le
pretendía proporcionar. Dijo:
─Lo quiero por escrito. Todos los dones que dice me dará: lo quiero por
escrito. Y que diga que por ningún motivo me demandará.
─Hecho.
El potentado empezó a marcar un número, se oyó cómo daba instrucciones.
Diego sintió que las venas querían estallarle. ¿Cómo diablos podía deshacerse
de semejante necia persona?
─También quiero que compre la Mona Lisa para ponerla enfrente de mi
restirador y tener inspiración. Sin ella, no hay trato.
─Hecho. El lunes la tiene instalada. Deje, orita le hablo a mi asistente.
Diego se ruborizó intensamente: no había sido su intención poner en
ridículo al hombre aquel. Detuvo el acto de llamar por teléfono que realizaba
en ese momento Luis Gálvez.
─Olvídese de la Mona Lisa. Haré los planos, mañana empiezo. Hasta
luego.
Casandra casi aplaude de la emoción al oír lo dicho por Diego. Volteó a ver
a Luis Gálvez con mirada embelesada. Él le dio un ligero pellizco en el
cachete. Luego se volteó a mirar al jefe de Diego:
─Oiga, Andrade, ¿esa Mona es un changuito o qué? Digo, pa’ dar bien las
instrucciones, aunque ese muchacho haya dicho que no, yo le quiero dar la
sorpresa.
─Eeeeeerrr, señor Gálvez, yo creo que… no se la van a vender.
─¡Ah, chingá, por qué no? Mi dinero es legal. Sirve.
─Sí, sí, claro, pero… Pero… Pero…

Casandra Dos Vientos tenía una suntuosa residencia en la Roma Sur, allí,
dentro de sus muros, era inmensamente feliz. La había ido decorando según su
gusto y pasión, le gustaban los colores claros y los almohadones esponjosos,
tener muchos cojines en la cama, en los sillones, en el suelo, mesitas colocadas
estratégicamente, vajillas de auténtica y fina porcelana china (de cuando los
chinos no exportaban aún todo lo exportable), flores en vistosos floreros,
cuadros con escenas de amor, cortinas largas por todos lados; su espacio
favorito era la recámara con su cama inmensa, su montaña de cojines, las
sábanas de algodón egipcio, la cantidad de luz que entraba por el tragaluz, el
mullido colchón, los edredones con los cuales podía taparse hasta las narices
pues le gustaba poner el aire acondicionado al tope, y dormir en posición
supina cuando no estaba su amante, y al despertar, ver entrar la luz del sol a
raudales. En el enorme vestidor tenía una cantidad insolente de vestidos,
zapatos, ropa interior. Iba al gimnasio, le daban masajes. Estudiaba decoración
de interiores, y era una estudiante destacada. Y lo que despertaba la envidia de
más de una era que comía lo que le daba la gana porque no subía ni un gramo
de peso. Su salud era su más preciado don de belleza, lo que no significa que
fuera fea, al contrario: era guapa guapa guapa. Se lo había dicho el productor
de telenovelas que quiso convertirla en estrella del sistema de telenovelas que
veía mucha gente en el país. Se lo dijo en París. Suspiraba la muchacha
cuando pensaba en su luna de miel en la bulliciosa capital francesa. Nunca
había sido amiga de la buena suerte hasta que conoció a Luis Gálvez, el zar del
cartón, antiguo recolector de basura que invirtió de la mejor manera sus
ganancias, y era para ese tiempo inmensamente rico. Se conocieron en el
restaurante propiedad de un amigo de Gálvez donde Casandra trabajaba de
pinche, se ocupaba en oficio tan humilde porque se negó a tener quereres con
el gerente; sin embargo, la cocinera, desde el mismo inicio, la tomó bajo su
protección, y como la cocinera era la causa de que el local estuviera siempre
lleno, el otro tuvo que resignarse a sólo humillarla. Fue debido a una
humillación que le infligió frente a Luis Gálvez que trabaron conocimiento.
Ella le gustó de inmediato, se entusiasmó con la cabellera castaña de la
muchacha, su piel blanca, y sus ojos café claro, en ocasiones verdes, además
de que le pareció (y tenía razón) que el de ella era el mejor cuerpo que había
visto en mucho tiempo. Después de hacer que su amigo corriera al gerente
abusivo, Luis Gálvez la invitó a cenar. Casandra se negó a hacerlo en su
trabajo, “no está bien, se van a sentir mis compañeros”, le respondió a Gálvez
cuando éste quiso saber el motivo. El hombre era de decisiones rápidas y ese
mismo día se la llevó a lugar seguro, como le dijo, la casa de la Roma Sur que
tenía abandonada por no saber qué uso darle. Allí hicieron el amor, pero no
esa misma noche, no; esa noche se la pasaron platicando de todo, de nada,
riendo con el alma, primero en un negocio de tacos veganos, que probaron y
les gustaron mucho, comieron hasta hartarse pues los dos eran de buen apetito,
y para el café se dirigieron al OXXO de la esquina. Se sentaron en la jardinera
ubicada a un lado del supermercado, allí estuvieron tomando café y riendo de
la infancia de Casandra y su abuelita milagrosa, la que le enseñó que el
camino del éxito estaba lejos de su natal Culiacán: “aquí hay mucho guacho,
mija; vete pa’ México, allí sí sabrán apreciar lo chula que estás, sirve que aquí
no te pierdes con un narco”, y aunque al principio no parecieron ciertas esas
palabras, en el momento en que conoció a Gálvez su suerte cambió. Se la llevó
a París a las dos semanas; allí la contrataron de modelo de ropa mexicana, con
permiso de Gálvez, por supuesto porque vio lo feliz que eso la hacía; los
empresarios la llevaron a modelar a Viena; de regreso en París, desayunaba en
la cama, con Luis a su lado, bebían champaña que tanto le gustaba y comían
langosta; rezaba en Notre Dame porque a su amante le siguiera lloviendo la
abundancia; fueron días maravillosos ésos. En Viena, supo Luis la congoja que
le provocaba a su amante el hecho de llamarse Juana Martínez: no sólo era el
nombre más feo jamás inventado, dijo ella, sino que además su apellido
tampoco ayudaba, lo que la hacía pensar que esa desventurada combinación
era la causa de que no le hubiera ido bien en la vida.
─Bueno, hasta que te conocí a ti, Osito, le dijo, sentada en sus piernas.
Luis no creía que a ella le hubiera ido tan mal como le decía, no con esa
belleza que quitaba el aliento; pero no le interesaba contradecirla, lo único que
quería era consentirla. No extraña que su segundo gran regalo fuera llevarla al
Registro Civil para que se pusiera el nombre que más le agradara; Juana pensó
y pensó qué apelativo darse a sí misma: tener un nombre adecuado, el nombre
que la distinguiera de la masa, le parecía un asunto esencial; y al fin se decidió
por el de Casandra y el apellido Dos Vientos (dos en uno, como le dijo), para
no sentirse rara. Si bien desde que tenía memoria sólo había tenido pegado a
su nombre el apellido de su mamá, no por eso dejaba de suspirar por tener dos
apellidos como todos los niños de la escuela primara a la que asistiera; pero
cuando Gálvez le dijo que se inventara un apellido también para su papá, ella
no quiso, dijo no conocer a su padre, que nunca se había interesado en ella y
por tanto no tenía por qué hacerlo presente en su vida mediante un falso
apellido, eso le daría una autoridad que no tenía en la vida de la hija
abandonada. Gálvez entendió bien las razones de ella y no insistió.
La madrugada después a la noche en que se conocieron, cuando los coches
empezaron a pasar a su alrededor, los deportistas tempraneros a llenarse de
adrenalina con sus rutinas diarias, los perros a salir con sus dueños a pasear,
supieron que era momento de irse a dormir. Ni se les ocurrió que cada uno
vivía en viviendas distintas. Se fueron a un hotel cercano, pidió Gálvez la suite
presidencial y allí vivió Casandra hasta que la casa de la Roma Sur estuvo lista
para recibirla.
Casandra vivía auténtica felicidad, que se oscureció un poco al saber que
su Osito tenía dos amantes fijas además de una esposa con tres hijos, amén de
amoríos casuales. El mordisco demoledor de los celos la postró un fin de
semana, pero luego se dijo que debía evitar que su Osito supiera que ella sabía
lo de amores infieles pues prefería vivir feliz con él aunque lo compartiera.
Incluso sentía pena por la señora esposa de Gálvez, por estarle haciendo daño
aún sin querer, pero sabía que no dejaría a su Luis por nada del mundo y hacía
una oración por ella pidiendo que Dios todopoderoso llenara su vida con lo
que más apreciara (y que no sea mi Osito, Diosito, por favor). Por las amantes
no sentía nada, tanto las amantes como ella misma lastimaban a la señora de
Gálvez, con ellas no estaba obligada, con ellas no había traición. A solas, la
culpa le producía un malestar que olvidaba apenas oía que se abría la puerta de
la calle y la joven sirvienta decía, toda sonrisas y alegría:
─¡Buenas noches, señor don Luis!
─Buenas, muchacha, ¿el mundo, bien?
─Sí, señor, sí.
─Así me gusta, decía, y le daba una palmadita en el hombro con una
sonrisa amplia, viva, de real alegría. En el estudio con terraza en la que
también había un jardín al que llegaban las palomas que alimentaba, Casandra
aventaba todo a donde cayera para ir al encuentro de Gálvez.
─¡Osito!, gritó mientras le echaba los brazos al cuello y con sus piernas
rodeaba la cintura de Gálvez, y luego procedía a comérselo a besos.
─¿Cómo está mi princesa?
─Tu princesa está bien, Osito…
Se lo comió a besos, le hizo el amor como si fuera la última vez, con
pasión y entrega, obligándolo a tener un papel pasivo para que ella pudiera
mostrarle toda la cachondería que le provocaba él. Bajó hasta la entrepierna,
pasó los dedos arrastrándolos como arados provocando de inmediato que el
Osito dijera “¡qué rico!” para inmenso placer de Casandra. Luego la lengua se
hizo cargo, con torpeza pero también con enjundia, que fue lamiendo la
entrepierna izquierda para pasar del muslo a la región púbica de una manera
que hizo estremecer al Osito como nunca antes; los dedos de Casandra
recorrieron el pene erecto, masajeándolo. El animalazo se estremecía como
junco por el placer, hasta que se vino en una ruidosa explosión orgásmica. El
Osito mantuvo los ojos cerrados gozando el milagro, cuando los abrió la cara
sonriente, bañada de semen, de Casandra, desató en ellos espasmos que
recordaban los orgasmos sentidos, e intensas carcajadas.
─¡Saliste bien cachonda, canija!
Casandra no paraba de reír; el Osito la atrajo hacía sí, y ella quedó encima;
el Osito limpió el semen con la camisa de seda que había caído a un lado del
buró, suave, sin lastimar la suave piel de ella.
─Estás bien chula… ¿Sabes que yo no quería ir al restaurante ese, el dueño
no me acaba de dar confianza? De la que me hubiera arrepentido…
─¡Pero si ni hubieras sabido que yo existía!
─Igual me hubiera arrepentido, porque a mí las cosas buenas se me delatan
con su olor. Tú, por ejemplo, hueles a clavo y canela, ¿cómo se me iba a
olvidar? Te olí enseguida, te hubiera hablado enseguida, te hubiera amado
enseguida si el estúpido ese del gerente no te hubiera sobajado. Allí sí había
que poner las cosas en su lugar; pero yo me dije: a esa chulada de vieja no la
puedo echar al olvido. No, señor, ella se viene conmigo.
─¡¿De veras pensaste eso?!
─¡Pues claro!
─Oye ¡¿y si te hubiera dicho que no?!
─¿Hubieras hecho eso?, dijo Luis Gálvez verdaderamente asombrado,
nunca una mujer le había dicho que no.
─Pues… si me hubiera ganado la pena, sí.
─¡Ah, chinga! ¿Pena por qué?
─De que un hombre tan fino se fijara en mí.
A Gálvez le dio un ataque de risa, su humanidad de atleta que ya no se
entrena pero se mantiene en buen estado aunque con un poco de panza dura, se
estremecía a placer por lo oído.
─Ah, qué mi chula tan vaciladora, si yo soy recorriente, fina usté…
La muchacha se puso roja-roja, dijo, con timidez, escondiendo la cabeza en
el pecho de él:
─Si yo era la ayudante de cocina…
─¡Y le tengo que poner flores a la virgen por eso! Nomás de pensar que
otros me la hubieran gozado me encabrito, usted nació para mí, sólo para mí.
La miró con cariño, y ella sostuvo su mirada; así estuvieron unos minutos,
viéndose sin decir nada, cómodos en la profundidad del otro. Después se
durmieron abrazados. Por la mañana ninguno de los dos quería levantarse,
pero Gálvez tenía una reunión importante que no podía posponer. Casandra se
levantó de inmediato a preparar café. Él trató de tomarla para hacerle el amor,
pero ella sabía que la reunión con los de la Verde Ecologista era importante
para los negocios de él, así que se zafó alegremente y se fue a la cocina, allí la
alcanzó una vez que se hubo bañado.
─Ese cabrón de Ugalde cree que me va a ver la cara de pendejo, dijo luego
de darle un largo trago a su café, pero me la pela.
─Ten cuidado, Osito, esa gente es muy mala.
Gálvez, con la taza a medio camino hacia su boca, miró con ternura a
Casandra, lo alegraba ver que la preocupación de la muchacha era auténtica;
cada ocasión que ello ocurría él se sentía el auténtico Superman.
─No se preocupe, mi chula, ése me la pela, no sabe que ya lo estoy
esperando. Se la tengo bien preparada.
─¡Ay, Dios!
─No te asustes, chula, que no me lo voy a comer, dijo, y la abrazó con
cariño, nomás va a saber quién es su padre. Ya te conté la chingadera que me
hizo.
─Sí… Eso estuvo muy mal, le va a ir mal en la vida.
─Eso dalo por hecho, nenita. Y ya que la tengo aquí tan cerquita, pare las
nalguitas. Entonces le subió el largo camisón que traía ella, la acomodó del
modo exacto para penetrarla.
Sí llegó a tiempo, todo hay que decirlo.

Apenas dieron las diez Casandra Dos Vientos tocó con timidez la puerta de
“la pecera” de Diego, quien la había invitado a tomar un café “para platicar de
paredes”, y sólo pasó hasta que el ayudante escandinavo le abrió, pues
consideraba aquel lugar un templo. El arquitecto trabajaba con extrema
concentración en elaborar una inmensa maqueta de un castillo gótico; era la
segunda que construía en dos semanas. La clienta le pasó cerca, lo saludó,
tosió nerviosa, sin que se diera por enterado de que había una persona más en
el estudio. Thor, el ayudante rubio, se dirigió a la cocina a traer bebidas que
ofrecer, Vania fue tras él, cuando pasó cerca de Diego, éste se estiró a
recogerlo sin apartar la vista de la maqueta, y lo sostuvo en la mano, apretado
contra su pecho mientras pensaba, pensaba, pensaba en Casandra. Vania, por
su parte, harto de estar apretado contra el pecho del humano, se escabulló, y de
un salto tomó posesión del castillo. Maulló ruidosamente, todo indicaba que
encontrar un sitio apto para que viviera allí lo llenaba de satisfacción.
Casandra se llevó las manos a la cara, en un gesto espontáneo de gozo al
descubrir al pequeño señor feudal, y sin importarle su fino atuendo ni que el
vestido entallado que llevaba fuera negro, entró a su vez al castillo. Se sentó
en el piso con las piernas de lado y una mano apoyada en el suelo. Vania se
acercó, lento, hasta su bellísima Gulliver: no le tenía miedo, la observaba;
puso la garrita encima de la rodilla de ella, la otra patita al aire, sin ningún tipo
de apoyo. Casandra reía y sonreía e iluminaba aquella esquina del mundo, y
Vania lo sabía: un fluido de alegría, ternura, amor, diversión, emanaba de ella
arropando al pequeño gato. Su aura iluminó el aura de Vania, Diego creyó ver
pequeñas estrellas cintilar, a la Luna, sonreír. Los contempló embelesado pero
en algún momento se aventó sobre su block de bosquejos: la luminosidad era
la esencia de Casandra Dos Vientos; ideas y más ideas empezaron a
acomodarse en el interior de su mente; las estancias, los jardines, los puentes;
todo lo que debía constituir la construcción estaba dispuesto; el castillo ya
tenía princesa, sólo faltaba su mano para hacerlo realidad.
Thor regresaba en ese momento, pero no iba solo, una muchacha regordeta
que llevaba una bandeja con tazas llenas de algún líquido hirviente iba a su
lado, asunto que no parecía hacerlo feliz. Diego salió de su abstracción para
pedirle a Thor que en lo sucesivo cerrara la puerta y cuidara de que no se
saliera el gato: es muy pequeño para vivir aventuras hostiles. Todo lo anterior
dicho en impecable inglés, único idioma en el que podían comunicarse.
Casandra salió de su mundo para retornar a la Tierra que consideraba feroz
con ella: oía hablar en aquella lengua que le resultaba aterradora por
considerar que jamás podría entenderla ni, mucho menos, dominarla, y
empezó a sentirse pequeña, fuera de lugar, miserable. El mundo se le hizo
estrecho. Le pareció que los peligros eran muchos. Se sintió horrendamente
ridícula metida en aquel mundo de cartón, sólo el gato le seguía pareciendo
adorable. Roja de vergüenza, se puso en pie, Thor fue galantemente a
ayudarla, pero ella estaba tan avergonzada que apenas si pudo murmurar una
excusa.
La chica regordeta que llevaba la bandeja de plata de inmediato se reveló
como un peligro para la paz en aquel estudio, pues temeraria y absurda se
acercó por la espalda a Diego, se paró codo con codo con el muchacho,
husmeó a su gusto los bosquejos que salían en frenética compulsión, preguntó:
─Oye, ¿cómo se llama el gatito?
Diego sintió el calor del té muy cerca de su espalda, se volteó y le pidió
que lo alejara, pero la chica se parecía al Principito en eso de no soltar una
pregunta una vez formulada, y en ello puso su empeño.
─El bichito.
─¿Eh? ¿Qué bichito?, preguntó Diego mientras alejaba la charola con su
peligroso contenido, acción con la que se sintió envarado, pero que sabía
necesaria.
─El gato negro
Diego saltó.
─¿Qué tiene?
Ahora fue el turno de Diego de entrar en la maqueta del castillo medieval y
quitar a Vania de una de las torres en la que estaba empeñado en escalar, lo
acercó hasta muy cerca de sus ojos revisando con minuciosidad el estado del
animal. La muchacha se rio de ver los que consideraba desfiguros del joven.
Ya con el alma tranquila, Diego volteó a ver a Blanca Reyna, que tal era el
apelativo de la mesera, con la mirada la interrogó qué había visto en su gato
que la alarmara tanto.
─Nada, respondió Blanca Reyna, no le pasa nada a ese bichito tan
simpático. Que cómo se llama, dijo sin ocultar la risa.
Diego se quedó perplejo: hasta ese momento no había sido necesario que
tuviera un nombre para llamarlo, Vania andaba siempre encima de él, o casi, si
tenían necesidad de comunicarse algo, bastaba que se miraran, así había sido
desde que se conocieron. Diego detuvo todos sus movimientos y sus
pensamientos para quedarse sólo con aquel: desde el principio se entendieron.
Qué asunto más asombroso. No recordaba que en su vida hubiera ocurrido
algo semejante. Sus papás lo comprendían bien, lo sabía, y él a ellos, pero no
recordaba haber tenido esa comunicación con nadie. Sólo con el gato. Le
sonrió con toda la cara, Vania maulló, no de contento, sino de hambre.
Apareció el eficiente Thor con el tazón donde el gato empezaría a comer algo
más sólido como atún de sobre. Las mujeres habían seguido asombradas las
acciones del arquitecto y de su ayudante, habían ofrecido su auxilio sin que les
fuera aceptado, pero ahora, al ver al pequeño señor feudal regresar a su feudo,
estaban encantadas. A Casandra le parecía un magnífico augurio para su
propio castillo de princesa.
─¡Ay, ese bichitititito se ve tan pero tan requetebonito en su castillito!
¿Qué nombre le pusiste?
Diego se encogió de hombros.
Blanca Reyna dijo, categórica:
─¿Ni siquiera se te ocurrió uno? ¿No ves que le vas a dar mala suerte? Y
capaz que él nos da mala suerte a todos.
Casandra Dos Vientos saltó, y fue una suerte que no se cayera de sus
altísimos tacones. Blanca Reyna agregó que la ausencia de nombre era
garantía de que algo malo, muy pero que muy malo, iba a pasar.
─Seguro que hay un temblor grandote. Porque uno chiquito no es posible,
ésos no son de mala suerte, nomás asustan. Pero capaz que te deja tu viejo,
manita, o el arqui se queda sin trabajo o viene Godzilla y acaba con la ciudad.
No sé, algo de veras refeo. Ponle nombre, manito, yo sé lo que te digo.
─I beg you pardon?, respondió Diego, que siempre que estaba incómodo
contestaba en inglés.
─¿Qué dijiste, manito?
Diego miró a Blanca Reyna intentando pasar en su mente del inglés al
español, dijo:
─¿Perdón? ¿Mala suerte? No entiendo. ¿Qué me quiere usted decir?
Y miraba a la mesera Blanca Reyna intentando comprender qué pasaba por
el cerebro de ese desparpajado ser. Ella se carcajeó, llena de vida.
─Estás bien menso, manito, que tienes que ponerle un nombre a tu bichito
o se lo va a cargar la Chingada.
Diego parpadeó repetidas veces: no estaba acostumbrado a oír peladeces
de labios de nadie, y en la boca de Blanca Reyna sonaban a sánscrito ladrado:
─¿Por qué? ¿Qué tiene de atractivo ese lugar?
Diego resultaba demasiado lento para Blanca Reyna que sólo podía prestar
atención a un asunto por pocos minutos, para fortuna de la humanidad.
─Hay que ponerle un nombre al bichito, manita, si no las de cosas malas
que van a pasar.
Vania vomitó en ese momento: era la primera vez que comía carne y no le
cayó bien. El reguero de comida fue espectacular, y vomitivo… Lo peor es
que le dio cuerda a Blanca Reyna para explayarse sus predicciones
catastrofistas.
─¡¡¿Ves?!! YA EMPIEZA, y salió corriendo a dar la buena mala nueva;
pero antes de cruzar la puerta le gritó a Vania:
─¡Chiquito requetechiquito, está mucho muy atento ten cuidado, de la
mala suerte!
Diego se quedó con la boca abierta: no sólo la frase era un desastre
sintáctico con una coma mal puesta, sino que pretendía amedrentar a su gato.
¿Qué sucedía con esa persona? Vania, en cambio, no le dio importancia al
asunto. Diego miraba el sucio castillo sin realmente ver lo que lo ensuciaba:
pensaba en la luminosidad de Casandra, y fue sólo hasta que tuvo sed y se
volteó para pedir un vaso de agua que se encontró con la cara consternada de
Casandra Dos Vientos.
─¿No te habías ido?, dijo, muy sorprendido, disculpa que no me haya dado
cuenta, pero ahora que ya encontré el hilo de lo que debo hacer, me abstraje.
Me pasa siempre.
E hizo una seña para que uno de los asistentes escandinavos la atendiera, y
de paso le trajeran su agua. El semblante de Casandra Dos Vientos estaba tan
contraído que incluso Diego lo notó.
─¿Quieres que llame al médico?
─N…o.
─Yo creo que lo necesitas. Y si es por tu castillo de princesa que en este
momento está vomitado por mi gato: deja de preocuparte, esa maqueta se va a
la basura, ya encontré lo que me hacía falta. Eres muy luminosa.
─¿Luminosa? ¡¿Yo?! ¿Cómo?
─Donde estás tú hay calidez, ternura, alegría, luz… Lo curioso es que no
siempre sale esa luminosidad.
Casandra apenas si había escuchado lo dicho por el arquitecto, su
preocupación principal era otra.
─Estoy bien, dijo entrecortadamente, ¿có-cómo está chiquitorretechiquito?
─I am sorry?
Diego sentía que estaba entrando en una dimensión desconocida. Él era
diferente de sus semejantes, lo sabía desde siempre; aun así había logrado
adaptarse, hasta ese momento preciso en que esas mujeres se empeñaban en
obligarlo a hacer algo a lo que él se rehusaba; con todo su escaso
conocimiento mundano estaba la experiencia de que había que hacer algo o
pronto todo mundo llamaría al felino “chiquito etcétera”. Sabía bien que
alguien, una vez nombrado, permanecía con una marca peor que la hecha en la
frente de un esclavo o de una pobre res.
─Su gatito está bien bonito, patrón, por favor, no lo deje morir con la mala
suerte.
─Deja de llamarme patrón, ése no es mi nombre, dime Diego, como hace
todo el mundo. Y, gracias, ya pensaré un nombre para él. Y, definitivamente,
cualquiera que lo llame chiquito requeté etcétera, tendrá mi eterna enemistad.
La contestación fue tan cortante que Casandra se encogió un poco. Diego
agregó, en modo más suave:
─No tiene nombre porque todavía no encuentro uno que vaya con su
personalidad.
─¿No sería bueno ponerle Dieguito, como usted, arquitecto?
***
El fantasma del señor Ernesto saltó en el aire como caricatura vieja:
piernas y brazos se le fueron a los lados, y los pelos se le pusieron de punta
sólo de imaginar que su perfecto nombre le fuera quitado a Vania, ¡eso sí que
sería la más negra de las suertes!
Salió del estudio de Diego consternado. Regresó a su hogar preso de la
más profunda desesperación. Su mujer se entretenía vigilando a los rescatistas
que habían ido a poner orden en la casa de los Priego-Azcanio, pensaban que
era una lástima que tan espacioso lugar se desperdiciara y no faltaba quien ya
hiciera planes acerca del destino del lugar, nada de lo cual agradaba a la
fantasmal propietaria que deseaba ver su hogar seguir siendo de utilidad para
los desamparados, no un beneficio para abusivos. Enojada como estaba por lo
que consideraba malas acciones de sus excolegas, no hizo caso de los
aspavientos de su marido. Ernesto, arrastrándose en el aire, fue a acostarse
sobre una lámpara grande que siempre había aborrecido. La señora Silvia
tardó en verlo, pero de verlo supo que estaba en un berrinche del tipo ámame
más que a ninguno o me mato, que tan bien conocía. De un manotazo mental
hizo de lado a sus animales y a los malos rescatistas y se le acercó llena de
amor. Tiernamente inquirió por el motivo de su dolor. El señor Ernesto no
podía contestar, y cuando lo hizo, las lágrimas apenas lo dejaban hablar:
─… Le quieren cambiar el nombre…
─No creo que sea una tragedia que le cambie el nombre, dijo Silvia en un
descuido, pues le llegó un pensamiento saeta que tenía que ver con
pseudorrescatistas, pero cambió de estrategia al ver que su cónyuge se
transparentaba hasta casi perderse en la nada.
─Digo, es sólo un nombre…
─¡¿Y tú me lo dices?! ¡Por Shakespeare inmortal, las palabras cuentan, los
nombres lo son todo, todo, TODO!
─Estás exagerando, mi vida hermosa, los nombres son sólo nombres.
─¡Claro, porque te llamas Silvia!, que es un nombre decente, el de la diosa
romana de la Tierra y tiene miles de años de existencia, es un nombre con
prosapia, pero ¿qué clase de nombre puede ser Dieguito?
─Pues una ñoñería, cielo, y no tienes por qué sufrir, Diego jamás permitirá
que nadie le ponga un nombre ridículo, ni siquiera el Dieguito ese que es de
los más absurdo.
─¡Pero nadie sabe que se llama Vania! ¡Ni siquiera Vania lo sabe! ¡Oh,
Shakespeare inmortal aconséjame en este momento aciago de mi vida!
─Ernesto, estás siendo absurdo: ¿cómo que Vania no sabe que se llama
Vania si todo el bendito día le repetías su nombre? Nunca va a aceptar que le
pongan otro nombre. Ya, tranquilo, cielo.
─¡Tú no entiendes! ¡No entiendes! No entiendes…
La señora Silvia meneó la cabeza, en efecto, en ese momento no
comprendía ese afán de su marido; Dios la librara de decírselo, a los hombres
ciertas cosas no se les dicen, pero la verdad es que estaba llevando muy lejos
ese asunto del nombre, hasta el más allá, de hecho.
─Bueno, ¿qué crees que puedas hacer para remediar este asunto?
Ernesto se lanzó en una frenética danza aérea, signo de que no tenía la
mente clara. Debió pasar un siglo de minutos para que llegara a la conclusión
de que debía comunicarle el nombre de Vania al imbécil del Diego ese.
Temblaba sólo de imaginárselo. Pero la misión lo valía: Vania no sería jamás
llamado por otro nombre que no fuera el de Vania, o ¡moriría en el empeño!
─Vida hermosa: tú ya estás muerto, le recordó la señora Silvia.
─¡Pues me voy… A… A… PLUTÓN!
─Está muy frío, acuérdate que no le llegan los rayos del Sol, dijo, asustada,
no le gustaba nada el frío.
─No, no, no, lo que voy a hacer es decírselo.
─¿Cómo?
─Al oído.
─¡¿Quieres matarlo de un susto?!
─Oye, ¡qué buena idea!
─¿Y quién cuidaría a Vania? Es un adoptante excelente. Ten eso presente.
El señor Ernesto ya nada dijo, no porque no fuera a poner su idea en
práctica, sino porque su mujer era más testaruda que él, y muy capaz de
llevárselo a un universo de difuntos paralelo con tal de que no asustara al
imbécil ese, ¡si bien que le gustaba a la infame! Pero ya se encargaría él de
poner las cosas en su lugar. O, en el último de los casos, conseguirle otra
familia adoptiva. No estaba dicho que tuviera que quedarse con el cretino
guapo. Eso sí, en cualquier escenario, informaría el nombre de Vania a su
tutor.

Casandra no tenía paz. La muchacha tenía miedo, las palabras de la mesera


Reyna Blanca seguían rondándola. Era cierto que algo funcionaba mal, como
si la presencia de esa criatura negra fuera la entrada a un mundo que ya
conocía y al que no quería regresar; pero el mundo tendría sentido de nuevo en
el momento en que tuviera un nombre bonito. Ella conocía la importancia de
los nombres: mientras fue llamada Juana ni quién se le acercara, y eso que era
guapa guapa guapa; pero apenas se convirtió en Casandra Dos Vientos todo
mundo la trataba con deferencia, y a ella le gustaba esa atención, el ser
considerada importante. Era una sensación inefable que la trataran con respeto,
que señorita por aquí, señorita por allá y le abrieran la puerta y se arrebataran
el privilegio de atenderla primero; y la de hombres que ahora la volteaban a
ver, claro, pensaba, como que quieren molestar a mi Osito coqueteándome,
pero no les voy a dar ese gusto… Bueno, sí, un poquito, pero sin que se dé
cuenta mi Osito, no quiero darle motivos de enojo, ¡tan bueno que es
conmigo! Y no era menor el que ahora la atendían a ella en vez de ser ella la
que limpiara la casa; miró sus manos, avergonzada: aún mostraban los rastros
de su antiguo oficio, tenía que lograr que estuvieran suaves:
─Como las del arquitecto… Qué distinguido es. ¡Ojalá yo tuviera un
poquito de esa elegancia!
Casandra admiraba sin límites a Diego y ahora también a su gatito, y su
recuerdo le devolvió el malestar pues también sufría intensamente por el
destino del bichito, se le imaginaba que sin nombre cualquier sujeto malvado
lo lastimaría, el patrón no podría llevarlo a todos lados, no podría tenerlo a su
lado siempre para protegerlo, habría momentos en los que el bichito estaría
solo y entonces, ¿cómo podría defenderse de la vida? Ella sabía que los gatos
negros traen mala suerte, claro que eso no podía creerlo de animal tan
gracioso, pero sí podía suceder que algo malo le pasara. No toleraba esa idea,
¿cómo se defendería el pequeño? ¿Qué haría? ¿Bastarían sus garritas para
salvarlo de las más crueles situaciones? Recordaba lo que en su pueblo le
habían hecho a un gato negro. Lloró por el inocente. Decidió solicitar la ayuda
del Osito, a él nadie le negaba nada. Tomó el celular; marcó el número de su
pareja; el estómago le dio un vuelco al darse cuenta de pronto que ni una sola
vez la había buscado mientras ella estuvo ocupada con sus negros
pensamientos (¡y había sido todo el día!). El estómago se le encogió sólo de
pensar que estuviera con una de sus horribles amantes que también eran
asistentes. La llegada de su amiga Berenice la sacó de sus sombríos
pensamientos:
─¿Qué onda, manita? ¿Qué cuenta el gordo?
─No le digas así.
─¡Pos si está gordo!
─No es cierto. Él ha hecho mucho ejercicio, está bien duro de todo, es en
el pecho donde está un poco más… llenito. Y te digo de una vez que siento
feo, lo dices con desprecio, y no me gusta que me lo maltraten.
─No, ¿cómo crees?, si don Luis tiene lo suyo; total, algún defecto había de
tener el canijo panzón. ¿Y dónde está?
Casandra escondió su celular
─Trabajando.
─A ver, enséñame.
─No.
─¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
─Pos no le gusta. No. Déjame.
Y guardó el teléfono en su bolsa. Quiso hacerse la digna, pero la verdad es
que se moría por contarle a su amiga sus temores más apremiantes.
─Tengo miedo de que pase algo malo.
─¿Por qué, manita? ¿Le sabes algo al panzón aparte de que tiene esposa y
dos amantes?
─¡No le sigas diciendo así o no te vuelvo a invitar ni un par de zapatos!
─¡Ok! ¡Ok! Ya no digo nada de don Luis Gálvez, pero cuéntame.
─El arquitecto ese que está haciendo mi castillo de princesa tiene un gatito
negro, está rechulo…
─¿El arquitecto? ¡Noooooooo! ¡Preséntalo, mana!
─¡No, mensa, el gatito! jajajajajajajajaja
─Le dije que le pusiera Dieguito al gatito, como él, ¿no?
─¿Se llama Dieguito? Qué fresota, wuéh.
─¡No, mensa, el gatito!
─Pues explícate bien, hija, yo cómo te voy a entender, hablas peor que el
Cantinflas. A ver, cuento con los dedos, como le hace la licenciada elegante de
mi chamba: 1) estás preocupada por el panzón, ¡digo, por don Luis!; 2) te
gusta el Diego; 3) el gatito negro no tiene nombre y quieres ponerle Dieguito,
¿voy bien?
─¡¿Me gusta el arquitecto?!
─Tú dime, pero pos como que se te nota a diez metros.
Casandra suspiró:
─Parece un príncipe, de esos que salen en los dibujos de los cuentitos.
─¿Y cuál es el problema? ¡Échatelo!
─¡Cómo crees! Eso está mal.
─¿Que le pongas los cuernos al gordo? ¡Nombre!, es lo más natural, él se
los pone a su esposa contigo, y en cualquier descuido te los pone a ti con la
lagartona esa que siempre está con él, la güera superficial, la nueva jefa de no
sé qué.
─¡No digas eso!
─¿Por qué no? Si el panzón es un metefuscas, ¿a poco no? Te tiene a ti, a
la esposa, a las ayudantes, y ahora hasta la güera superficial. Él ni te quiere ni
te quedrá, hay que ser bien terrenales en eso, manita, pa’ que no te engañes.
Total, disfruta la vida loca, ya cuando el panzón te deje, pues al menos bien
forrada de lana pa’ mantener tu castillito, ¿ya pensaste cómo le vas a hacer
para eso?
Casandra empezó a aullarle a la Luna en su desesperación. Su amiga
Berenice la veía, entre asombrada y divertida, pero sin saber qué hacer. Al fin
Casandra se calmó. Se dejó caer en el sillón más cercano, las piernas muy
juntas, la cabeza agachada, ahora lloraba en silencio. Era la imagen misma de
la desolación.
─¿Y ora, por qué te pusiste a ladrar, manita? Me asustaste.
─Porque con tus palabras me vas a salar mi castillo de princesa, ¿cómo
que mi Osito me va a dejar?, respondió Casandra Dos Vientos llorando sin
remedio.
─Es por tu bien, para abrirte los ojos, mana; así te vas haciendo a la idea, y
ya, cuando pase, pues sigues adelante, total, estás rebuena, manita, rápido te
consigues otro.
─Yo sólo quiero estar con mi Osito.
─¡Ay, entonces déjate de mamadas! El panzón te va a dejar si no se la
mamas rico, pero no porque… ¿Qué era? ¡Ah, sí, el gato negro!, ¿qué tiene
que ver coger rico con un pinche gato sin nombre?
─Claro que tiene que ver, en el pueblo siempre dicen que los gatos negros
traen la mala suerte, vieras qué cosas les hacían a los pobrecitos, pero éste no
creo, es muy chiquito, sólo es la falta de nombre. Y lloró con más fuerza: tenía
los ojos casi cerrados por la hinchazón.
─¡Estás loca, mana! Nunca hay que llorar por nada, y menos por un gato
negro. Mira, mejor invítame a comer en un restaurante elegantioso.
─N…o…
─¡Ay, tú, qué coda!
─No es eso, es que…
─¿El gordo no te deja gastar?
─¡Él me da todo lo que quiero! Es que… no me siento a gusto.
─Ya no eres una criada, ahora tú eres la del billete.
─Es que…, y se estrujó las manos nerviosamente: la aterraba la sola idea
de pensar en ir a los lugares caros que le gustaban a su amiga, siempre se
burlaban de ellas, no importaba que tuvieran dinero a montones para gastar. Y
no lo hacían frente a ellas, sino con risitas e indirectas, de manera que no
pudiera reclamarles. Todos se daban cuenta de que era una india, pensaba, no
quería seguir pasando rubores; pero terminaron por ir, y pasó una nueva
vergüenza, su amiga se burló de ella, el viene viene le dijo un “piropo” muy
subido de tono, le cobraron de más impunemente, y todavía tuvo que
comprarle un vestido a Berenice “para los quince de mi prima, mana, ándale,
¿sí? A tu gordo le sobra el billete”. Se sintió tan humillada que tuvo el impulso
de vengarse en alguien. Por la noche, en el lecho conyugal (o casi), Casandra
le dijo al Osito que lo había llamado a la oficina y que la asistente se había
portado muy grosera con ella, que la había hecho llorar.
─¿A poco, mi chula? No se me preocupe, mañana mismo la despido.
Casandra palideció:
─¡No, no hagas eso!
─¡Ah, chingá! ¿Por qué no?
─Necesita el trabajo, dijo, sintiéndose miserable y vil, a la mejor tiene
niños...
─Pos que lo piense mejor antes de meterse con mi vieja.
─N…o… N…o Yo creo que exageré. No la corras, te lo suplico.
─No me pidas eso, no puedo permitir que nadie te ofenda.
─Es que, a la mejor, a la mejor, digo yo, está un poquito, no mucho, claro,
celosa y por eso me trata así…
─Pos no tiene por qué, ya la dejé hace rato. Y a la otra, pa’ que se lo sepa.
─¿De veras?
─¡Pos claro! No quiero que nadie me distraiga de ti.
Casandra estaba verdaderamente asombrada, mas su gusto de saber que su
Osito era ya sólo para ella, bueno, y su esposa, la llevó a su estado natural de
bondad, dijo:
─Pero no es cierto, yo lo inventé porque estaba enojada, muy enojada, dijo
en un susurro, pero ya el Osito había tomado su decisión y creyó que lo dicho
por su mujer se debía a su buen corazón.
─Por eso la quiero, chula, por su buen corazón… Y sus buenas nalgas, que
conste.
Pero la desesperación no se fue de la vida de Casandra Dos Vientos: vivía
en el infierno, o se había instalado en él: desde el infausto día en que apareció
en su vida el gato sin nombre todo era un continuo ir mal; por hablar del peor
escenario, su Osito no había podido cumplirle dos noches seguidas, y eso sólo
podía significar que estaba haciendo el amor con la “güera superficial”, la que
contrató luego de que despidiera a la anterior. Pensó que su Osito contrataría a
una mujer ya mayor, cuarentona, que no despertara pasiones en nadie; pero el
hombre tenía una idea exacta de cómo debían ser sus asistentes, así que
siempre tenían el mismo tipo: jóvenes, altas, delgadas, rubias (naturales o no),
bien vestidas, que hablaran tres idiomas, por lo menos, y dispuestas a
mostrarse menos inteligentes que él. Casandra daba por hecho que entre sus
deberes estaba el darle placer continuo a su hombre, como habían hecho las
anteriores, lo que con toda certeza harían mejor que ella. Suspiró desolada:
daba por hecho que cualquiera de esas mujeres podría ocupar su lugar sin
ningún problema, desplazarla sin remedio, y que el Osito apenas notaría el
cambio. Nadie la había querido antes ni mostrado preocupación o cuidados
como el Osito, era hermosa su manera de tratarla, pero ¿cuánto duraría?, se
acordaba ella de que cuando le mencionó el asunto del nombre del gato por
primera vez el Osito se rio de sus angustias, y ni por un momento le pareció de
gravedad el que no tuviera uno. Sin embargo, Casandra había pasado por la
vergüenza de que le cancelaran la tarjeta de crédito, luego habían reconocido
que fue un error, que se trataba de un desafortunado caso de homonimia (y
tuvo que buscar el significado de la palabra en el diccionario), pero ella no se
dejaba engañar: todo se debía a que el gatito negro carecía de nombre y que
esa carencia estaba devorando las protecciones naturales del bichito el que, al
tratarse de un gato de la mala suerte, expandía su negra influencia en las
personas que lo amaban o lo querían bien, pues Casandra se daba cuenta de
que a las personas malas les iba bien, muy bien, como si la mala suerte no
afectara más que a la gente buena. Luego estaba el asunto de los zapatos de
piel que compró y que ella no pudo usar porque, la única vez que se los puso,
sintió un dolor estremecedor. También le robaron el coche y al chofer, y su
amiga Berenice le confesó, para descargar su conciencia, que se había “echado
al plato al Osito, ¡lo tiene bien grande, mana, qué bárbaro!, con razón estás
clavada con el panzón…” Y no la había orinado un perro, pero sí la cagó un
pájaro de los que alimentaba… Ni siquiera quiso contarle al Osito porque
sabía que se reiría de ella y eso sí que no lo podría soportar. Se pasaba largas
horas en su enorme sala pensando en una cotidianidad cada vez más
catastrófica. Descuidó sus ocupaciones, dejó la carrera de decoradora de
interiores que tanto le gustaba, y, eso sí, se bañaba todos los días, y pese a no
arreglarse, lucía espectacular. Se le colgaba al cuello al Osito apenas lo veía
cruzar la puerta y no lo soltaba ni para que el hombre se sirviera una copa. Era
perturbador. Sin embargo el Osito se la tomaba con calma, la acariciaba, le
decía palabras dulces, cuánto le gustaba y luego, riéndose con ella, preparaba
su trago, se iba a sentar a su sillón favorito y la sentaba en sus piernas para
platicarle acerca de su día; a veces, le metía la mano bajo la blusa para
acariciar con movimientos suaves la dura teta de ella; otras, la besaba
largamente, con suavidad, con pasión, con ganas de montarla salvajemente, o
le hacía el amor contándole chistes; a ella le encantaban los modos de su
Osito; pero su angustia terminó por asomar su fea cara y arruinar la intimidad.
─¿Qué le pasa a mi chula? ¿No le gusta cómo se lo hace su viejo?
─No, sí.
─¿Entonces? La siento muy rejega al amor conmigo.
─¡No, cómo crees!
─¿Entonces qué le pasa? No crea que no he notado que anda con sus
angustias, y usted no está pa’ sufrir, mi chulita, usted está tan chula que sólo
merece cosas buenas. ¿Qué quiere que le regale?
─No, no.
─No se haga la remolona, no me gusta que me esté ausente cuando me la
cojo, no es lo mismo: si usté no me goza, su servidor tampoco goza. Ándele,
dígame.
Casandra respiró para tomar valor: ése era el momento, tenía que decírselo
o no tendría calma nunca en su vida de nuevo.
─Dile al arquitecto que le ponga nombre a su gatito negro.
─¿Cómo voy a decirle eso? ¡Son sus asuntos!
─Por favor…
─Mi chula, no me pida que me meta en los asuntos de terceros que ni me
afectan ni me importan. Bueno, hagamos una excepción, que en este caso sí
me afecta, pero, comprenda que no puedo decirle a otra persona cómo
nombrar a sus hijos.
─¡Pero es tu dinero!
─Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? No es mi gato ni se lo regalé yo. Ese tipo
no me debe nada. Lo contraté por un precio, y él está cumpliendo. No, pídame
otra cosa, ¿no quiere un coche? ¿Uno rojo, potente, veloz, bonito? Se llama
Ferrari.
─No. Hazme ese favor, ¿sí?
─No puedo.
─¿No siempre dices que el dinero todo lo puede?
─…Sí, pero me…
─¿Entonces, no puedes?
─Entonces, nada.
─¿No?
─No sea caprichosita, mi chula, entiéndame, yo también tengo mi orgullo
de empresario: no puedo hacer cosas que me dejen en ridículo. Ándele, no me
llore. Usted también entiéndame.
Casandra Dos Vientos estaba petrificada: ¡no le diría nada al arquitecto!
¡No la quería! El Osito la abrazó, amoroso, ella no lo rechazó pero tampoco
respondió al abrazo, tan mal se sentía. El Osito elevó los ojos al cielo, suspiró,
¡mujeres!, siempre hay que rogarles por todo y para todo… El silencio
nocturno fue terrible, y peor la obediencia de robot de Casandra; ella
realmente no intentaba manipularlo, pero la angustia que la atenazaba de
perder su amor no le permitía reaccionar.
─No se me enoje, mi chulita, comprenda que no le puedo dar una orden así
al arquitecto; uno, como patrón, debe tener cuidado de no herir los
sentimientos de los chalanes, ¿cómo me le voy a meter en su vida? No me
ponga esa cara de muina, entiéndame: ¿cómo le voy a decir al arqui que le
ponga nombre a ese dichoso gato? Ya ve qué afán para contratarlo.
Casandra asintió a todo, pero no respondió en ningún modo, y la atmósfera
se hizo tan opresiva que el Osito, cuando ya se dirigía a verla, cambió de
opinión, prefirió dormir con su esposa esa noche, y las siguientes, pensando
que si la enfrentaba con la realidad de no tenerlo a disposición, su chula se
dejaría de necedades.
Dos semanas después de tan duro tratamiento para ambas partes (y de
correr a Berenice de su oficina pues se le había ido a ofrecer descaradamente
sin que él le hubiera dado jamás motivo), regresó el Osito, sólo para encontrar
a su chula sentada frente a la ventana.
─¿Qué le pasa a mi chiquita que está llorando?, dijo, lleno de ternura, al
tiempo que la abrazaba estrechamente.
─¡Osito!
La muchacha lloraba y saltaba de alegría sin soltar al hombre, no quería
que se le fuera otra vez, ¡Dios: habían sido unos días terribles! La alegría de
verlo la hacía también reír histéricamente.
─Mi chula, no sabe cuánto la extrañé. Usté también, verdad, por eso me
chilla, qué, no?
Casandra asintió con vehemencia.
─Casi me muero sin ti, Osito; pero hoy también lloro porque mi abuelita se
murió. Ya no tengo a nadie en el mundo.
─¡Ah, chingá, ¿y yo qué soy?
─Casado.
─Pues claro que soy casado, ¿y qué? Pa’ lo que importa.
─Le dije que te iba a llevar a presentar, a mi abuelita, a ella no le importa
tampoco que estés casado, pero la comadre de mi abue apenas tuvo modo de
avisarme; y mi abuelita ya lleva una semana enterrada. Si no hubieras venido
hoy, yo me mataba en la noche.
─¿Por qué piensas tantas tarugadas, mi chula? Las abuelitas se mueren, ni
pedo.
─Y yo ya no quería atraer más mala suerte, pero todo me sale mal… Hasta
tú me dejaste.
Luis la abrazó con ternura, lo conmovía la devoción que ella sentía por él.
Nunca más volvería a dejarla. La abrazó más fuerte, si cabe, la sintió más
esbelta; la alejó un poco de sí para observarla con atención: cuánto había
enflaquecido en dos semanas, tenía el rostro hinchado de tanto llorar, se
notaba la desesperación que la estaba consumiendo. Masculló mil majaderías
antes de decirle que le diría al tal Diego que bautizara al gato mugroso ese. El
semblante de ella, radiante como el del Sol al atardecer, le regresó el buen
humor.
─¿De veras?
─Sí, mi chula, usté gana, no quiero verla así de fea como está ahorita.
─¿No me mientes, Osito?
─¡Pos no, cómo cree? Si lo único que quiero es darle todo lo que se
merece.
La mañana siguiente Luis Gálvez salió sigilosamente de la casa de
Casandra decidido a realizar la incómoda encomienda. “Estas cosas hay que
hacerlas en caliente”, se dijo.
El pleito se oyó a tres cuadras a la redonda.
Diego tardó en comprender lo que le estaba pidiendo el potentado del
cartón, no concebía el que alguien pudiera meterse en sus asuntos privados;
cuando a la postre comprendió que le estaba exigiendo darle un nombre a
Vania, estalló, se deshizo en improperios, dijo palabras que no creía tener
registradas. Gritó como nunca lo había hecho.
Todos los empleados del despacho de Arquitectos Irigoyen y Asociados
entraron en el espacioso estudio de Diego a ver qué pasaba; a intentar calmar
los ánimos; a evitar que se liaran a golpes; a acariciar a Vania para
tranquilizarlo; a evitar que el Osito lanzara por la ventana a Vania; a impedir
que el enfurecido Diego ahorcara al Osito por querer aventar a Vania por la
ventana; a hacerle valla a Diego, a agarrar al Osito, cuando, con Vania en
brazos, se dirigió a la salida hecho una tormenta de truenos, seguido por el jefe
de arquitectos que intentaba convencerlo de no renunciar…
El silencio que siguió a estos hechos fue agradecido por todos; pero de
inmediato resonaron las disculpas de los miembros del staff de arquitectos. La
mayoría intentó disculpar la actitud de Diego achacándola a una hipotética tara
hereditaria.
Cuando el Osito se encontró frente a Casandra estaba de un humor de
perros enjaulados y hambrientos.
─Osito ¿qué pasó?
─¡Pasó que renunció el estúpido ese…! ¡Me hiciste quedar como un
imbécil, Juana!
─¡Ay, no me digas Juana!
─Así te llamas, carajo, ¿cómo quieres que te diga?
─Casandra…, fuimos al Registro Civil a hacer el cambio, ¿no te acuerdas?
─¡Ese nombre es ridículo!... Y ni te queda.
Luis Gálvez caminaba de un lado para otro rompiendo cuanto encontraba a
su paso; tal era la violencia que sentía, que si hubiera tenido a Diego enfrente
en ese momento, lo habría molido a golpes.
─¿Sabes el ridículo pendejo que acabo de hacer? ¡Todo por tus
estupideces! ¿Sabes lo qué significa esto para mis negocios? ¡La peor de las
humillaciones, puta madre! ¿Sabes qué van a decir ahora de mí? ¡El pinche
naco ese fue a ordenarle a un ARQUITECTO DE OJOS AZULEZ que le
pusiera nombre al gato! Imagínate, ¡que le pusiera nombre a un pinche gato!
Tú no lo sabes porque toda tu vida has sido nada, pero el respeto de estos hijos
de la Chingada me lo he ganado a pulso: porque tendrán muchos estudios,
pero yo pago sus conocimientos con mi dinero de ex basurero; se creen la
última caja de cartón reciclado, pero le tienen que bailar al dinero, ¡a mi
dinero! Porque todos dicen que soy un pendejo, un pinche naco, pero da la
casualidad de que yo sí me puedo comprar un Ferrari, un cochezote de esos
como pocos, y ellos, no. Pero ahora, gracias a ti y tus tarugadas, van a poderse
reír de mí como les dé la gana, ¿por un nombre? ¡Y de gato, pa’ acabarla de
amolar! Y ese hijo de su reputa madre ya van dos veces que se burla de mí,
Juana, dos veces: la primera cuando supo ver bien que yo no sabía que esa tal
Mona Lisa no la venden; y ahora, que me mandó al Diablo con todo y mi
dinero. Esto no te lo perdono. Me voy.
─Nooooooooooooooooooooooooooooooo
Juana se hincó ante Luis, pero no hubo manera de echar atrás la decisión
de él.
─Por el dinero no te preocupes, te dejaré bien asegurada para que no
vuelvas a trabajar de sirvienta.
Casandra se aferró a las piernas del hombre; lo soltó, con todo, al notar
que, aunque seguía allí, en realidad ya estaba en la lejanía. Se dejó caer
completamente al suelo. Las lágrimas le corrían abundantes. Sentada en el
piso, con el cabello en desorden, la cara deforme por el dolor y las lágrimas,
no se dio cuenta de que estaba viviendo una escena de telenovela como
siempre quiso.
─¿Me odias?
─No… Odio lo que ahora tengo que hacer.
─¿Qué… qué vas a hacer?
─Vengarme.
─¡Ay!
─¿Creías que soy un pendejo?
─N-o.
Y Luis Gálvez salió sin mirar atrás una sola vez.

En la firma de Arquitectos Irigoyen y Asociados se daban de topes contra


la pared: Luis Gálvez fue tajante cuando les dijo que o Diego empezaba las
tareas de construcción del castillo o los hundiría a todos, uno por uno. El zar
del cartón abandonó la oficina del director del despacho Irigoyen y Asociados
sin siquiera azotar la puerta, seguro de que se le daría satisfacción a sus
demandas.
Los miembros del staff de la pequeña firma sabían que tenía el dinero para
hacerlos quebrar tres veces seguidas; es más: tenía dinero para regalarle un
millón de dólares a cada habitante del país y conservar aún una más que
respetable fortuna.
─¿No firmó una cláusula en la que aceptaba que no demandaría a Diego
por nada?
─A Diego, no a nosotros; además, es rico, puede jodernos como le dé la
gana, más con las autoridades que nos cargamos en México. Tenemos que
hacer que ese idiota cumpla con su trabajo.
Para conseguir tal objetivo muchos planes fueron trazados, estrategias
pensadas, personas idóneas para realizarlas seleccionadas, pero había un
elemento que desconocían:
─¿Por qué diablos fue el pleito?
─No sé…
─Yo llegué cuando Diego estaba intentado ahorcar al panzón.
─Pues también le quiso aventar al gato por la ventana, no se vale.
─Fue por Chiquititorrequetechiquito.
─¿Qué?, el arquitecto Andrade fulminó a Blanca Reyna por su
intervención, no digas estupideces, niña, y sácate el chiclote cuando estés
trabajando.
─Yo no digo estupideces, oiga, el Diego se enojó tanto porque el gordo
quería que le pusiera nombre al bichito; yo ya se lo había dicho, pero no me
hizo caso, y lo que va a pasar ahora es que al pobre bichito se lo va a cargar la
Chingada, que ya se sabe que es bien maldita, y a todos los que estén cerquita,
ya van a ver.
Andrade volteó a ver a Miranda Rodríguez, su arquitecta estrella después
de Diego.
─¿Tú entiendes algo de lo que dice esta estúpida?
Miranda sonrió, nerviosa, se llevó a Blanca Reyna aparte y luego regresó
con el parte:
─Parece que la ruptura se debe a que la esposa de Gálvez tiene la fijación
de que, si no se le pone nombre al gatito negro, todo se va a derrumbar en
pedazos, cualquier cosa que eso signifique; pero le importa tanto que logró
que Gálvez le viniera a exigir que lo hiciera, a lo que Diego, previsiblemente,
se negó; Gálvez intentó que prevaleciera su autoridad, de ahí pasó a querer
soltar por la ventana al gato y…
─¡¿Tanto alboroto porque un gato no tiene nombre?! No. No. No. No creo
que las mujeres sean tan estúpidas.
Miranda le lanzó una mirada capaz de asesinar a un asesino serial curtido,
pero Andrade, el arquitecto en jefe, era tan tozudo y monotemático que era
incapaz de ver un cuchillo en sus narices, en ciertas situaciones.
─Pues no sólo las mujeres, ya ves que Gálvez está por demandarnos.
─Ese naco.
─Cuyo dinero puede salvarnos o hundirnos, es mejor hacerlo reconsiderar.
Andrade tomó aire antes de decir:
─En efecto. Tal vez convenga tener a la esposa de nuestro lado.
─¿A la esposa? Jajajajajajajajaja, dirás a la gata esa que está tan buena,
terció el hombre de todas las confianzas de Andrade.
─Como sea, por ella estamos en este lío, que nos ayude, hay que hablarle
de su amado “castillo de princesa”… Jajajajajajaja Hay que ser muy naco para
querer vivir en un sitio así, ¡yiúh!, ni aunque lo diseñe Diego… Y al “zar” hay
que enviarle a una vieja bien buena a convencerlo de que no nos demande o,
en el último de los casos, que se las entienda con Diego. Y para eliminar el
origen del problema, hay que eliminar al gato.
─¿Qué quieres decir con “eliminar”, Jaime?
─Quiero decir matarlo, ¿quedó claro? Se oyen propuestas. ¿Qué dicen? ¿A
quién mandamos a resolver el asuntito? Por lo pronto, voy a enviar a Sabina,
nuestra chica sexy, con Gálvez, seguro que ella lo convence de cualquier cosa,
ya ven el trabajito tan bueno que hizo con ese banquero recalcitrante.
─Y hay que mandar a Ramón a ver a Diego: si le ofrecemos un buen bono,
no le saca el parche de hablar con ese creído, Ramón no se raja ni con
Hacienda, propuso el hombre de todas las confianzas.
─Muy bien, aprobó Andrade; sólo falta saber quién se encarga del gato.
─Yo a eso no le entro, dijo Miranda.
Nadie más dijo nada, pero tampoco se veía que quisieran participar.
─Oigan, se trata de su futuro, ¿a ustedes qué más les da matar a un gato
negro? Si esta firma se cierra, a todos nos va a llevar la Chingada, como bien
dijo la imbécil esa.
─Entiendo que estamos en un aprieto, pero eso no significa que tengamos
que sacrificar a alguien para salir adelante, está mal, es egoísta y sucio y de
ignorantes atormentar a un pobre animal para resolver asuntos que deberíamos
resolver con inteligencia. Yo no le entro.
─Pues entonces, vete, Miranda, dijo el arquitecto en jefe, esto no es un
juego, por mí pueden matar mil gatos si con eso salvo a mi despacho que es lo
que me da de comer.
Miranda apenas podía creer lo que oía, pero vio en los ojos de su jefe que
hablaba en serio: sostuvieron un duelo de miradas que ella ganó, pero que hizo
aferrarse a su postura a Andrade. La joven arquitecta se levantó de un salto y
salió de allí, conmocionada.
─¿Alguien más quiere irse?
Viendo que nadie asentía, el arquitecto en jefe solicitó un voluntario, pero
tampoco esta vez nadie se adelantó a solicitar el encargo.
─En mi colonia hay un cuate que por cinco mil pesos mata a su abuelita,
encárguele el encargo a él, patrón, por mil pesos le hace el trabajito, dijo desde
el rincón el electricista que salía en ese momento del baño de su oficina luego
de arreglar un falso contacto; Andrade ni siquiera recordaba haberlo visto
entrar. El arquitecto en jefe dijo:
─Dile que venga mañana a las once.

El cerebro de Diego tardó en aceptar que frente a su puerta estaba Miranda


Rodríguez: la arquitecta siempre le había manifestado un desprecio absoluto.
─¿Puedo pasar?, dijo en un inesperado tono de humildad.
─Sí.
Diego le dio la espalda y se adentró por el sendero que llevaba hasta su
casa. Entraron por la espaciosa casa, cuya decoración y disposición Miranda
no pudo más que admirar, y se dirigieron a la cocina, en cuya mesa, orientada
al jardín, estaba un tazón de cereal. El diseño del tazón lo formaban números
arábigos vestidos de monjes medievales. Miranda vio con repulsión evidente
que Vania se acercaba y metía alegremente el hociquito en el tazón rebosante
de leche: qué cosa más sucia, se dijo. Diego también se sorprendió del acto,
pero sin saber qué hacer se rascó la cabeza y luego, lentamente, dio con la
reacción adecuada: reírse con fehaciente placer.
─Así que te gusta el cereal, ¿quieres más?
─¿De verdad le vas a dar de tu tazón?
─Por supuesto.
Vania se dedicó a tomar su cereal con total entusiasmo.
Diego sacó su cámara para tomarle una foto.
─Estoy aquí, dijo Miranda después de una eternidad en que aquellos dos se
olvidaron de su presencia. Diego pareció salir de su entusiasmo fotográfico
con dificultad.
─Siéntate.
─No.
─¿No? ¿Por qué? ¿No es lo que se hace? Mi papá siempre invita a
sentarse, dice que eso le gusta a la gente.
─Porque sólo hay una silla, y es la que estás ocupando.
─Es verdad. Bueno, también hay café, si quieres. Yo pongo por si alguien
quiere.
─¿Y es la primera vez que hay alguien a quien ofrecerle?, dijo Miranda
con sorna.
─Sí, justo. Ah, y ocupa mi silla, yo me siento acá, completó al tiempo que
se subía a uno de los muebles de la cocina.
Miranda se sirvió café y finalmente se sentó.
─¿Piensas regresar al despacho?
─No.
─¿Seguro?
Diego la miró sin comprender la insistencia de ella.
─Claro. Seguro significa que sé lo que hago. Conozco el significado de las
palabras. Mi mamá me enseñó.
─Vaya, qué mamá tan atenta.
─Sí.
─Te insisto en el tema porque vas a tener visitas.
─¿Yo? ¿Quiénes? ¿Por qué?
─Sí, tú. Ramón, de Irigoyen y Asociados. Por ese animal.
─¿Por mi gato? Si se enojaron porque no le puse nombre.
─Exacto. Y Juana puso el grito en el cielo, azuzó a su… lo que sea, y ahora
el despacho está en serios, serios problemas.
─¿Quién?
─El despacho.
─Antes.
─Ah, me refería a la mujer que tú conoces como Casandra Dos Vientos,
que en realidad se llama Juana Martínez: está empeñada en que le hagas su
(Miranda dibujó en el aire comillas) “castillo de princesa”, pero, por algún
motivo que desconozco, se le metió en su cabeza hueca la idea de que si tu
gato no tiene nombre, ocurrirán grandes desgracias; es por eso que el gordo, al
que parece manejar tan bien, se te puso altanero; y dado que tú no quieres
continuar con el encargo y no puede demandarte, demandó al despacho: quiere
que se construya el dichoso castillo, que, aquí entre nos, es lo que menos le
importa; yo siento que es un jueguito de poder: quiere demostrar quién es el
que manda, así que amenazó con destruirnos a todos. Es por eso que estoy
aquí.
Diego la miró sin ocultar su sorpresa.
─Entiendo que no puede hacer nada, firmó papeles comprometiéndose a
no tomar ninguna acción legal. Fue una estupidez. Las decisiones no se toman
con base en caprichos. Lo cual comprueba, con todo, lo que dices. Pero.
─¿Sí?
─Armar tanto alboroto porque el gato no tiene nombre es demencial.
─Bueno, creo que así son los ricos. Lo sabré mejor cuando lo sea.
─¿Vas a ser rica?
Diego observó un momento a Miranda.
─Sí, vas a ser rica.
Ella sonrió, halagada, y ruborizada.
─Que yo esté segura, me parece natural, pero tú ¿por qué? ¿Eres adivino?
Diego se encogió de hombros.
─Pienso que eres de las personas que consigue lo que quiere.
Diego ladeó la cara, dijo:
─Pero aún no me has dicho el verdadero motivo de tu visita, ¿o sí? ¿Vienes
a convencerme de que regrese al despacho a terminar la obra? Siempre me has
tenido antipatía, Diego hizo el último comentario sólo como la constatación de
un hecho.
─En parte: eso arreglaría las cosas bastante, y me reintegraría a mi trabajo,
que no quiero dejar porque ya me tracé un plan a desarrollar allí; pero también
estoy aquí porque ese imbécil de Andrade contrató a un asesino para que
liquide a tu gato.
Diego se cayó de la impresión. Aún en el suelo, aturdido, miró a la
muchacha, sin poder creer lo que decía ella:
─¿Me van a matar?
─¡Noooooooooo, a ti no, al gato!
Vania levantó el hociquito.
─¿Quieren matar a mi gato? ¡Pero si es un bebé!
─Eso es lo que yo digo, pero incluso si fuera grande, ¡es absurdo!, no se
mata a un ser vivo nada más porque nos estorba.
Diego tardó en salir de su estupor, Miranda Rodríguez había hablado de
una abominación: del asesinato de su gato.
─¿Y por qué quieren hacer algo tan bestial a… mi gato?
─Ya te lo dije antes: la mujer esa anda con la fijación de que tu gato debe
tener nombre o su vida se derrumbará, ergo, eso haría que se derrumbara su
castillo de princesa, su vida, cualquier cosa. Supersticiones de sirvienta. Pero
que nos pasan a joder a todos.
A Diego no terminaban de cuadrarle las ideas, ¿qué tenía que ver la
estupidez de alguien con el no nombre de su gato?
─¿Dijiste que quieren matar a… al… gato?
─Sí. Andrade contrató a un asesino serial.
─¡Estás diciendo tonterías: no se contrata a los asesinos seriales, matan por
placer!
Miranda enrojeció de la vergüenza.
─Oh, bueno, lo que sea, pero contrató a un tipo que le recomendó el
electricista; creo que trabaja de plomero en sus ratos libres para tapar su
verdadera ocupación.
Diego no dejaba de moverse de lo risible que era el asunto.
─¿Un plomero asesino?
─Sí, y ya deja de hacer preguntas estúpidas: lo creas o no, Andrade ordenó
la muerte de esta… criatura, dijo mirando con ternura a Vania, que ahora
estaba echado disfrutando el suave calor del Sol.
─¡No puedo creer que esto esté pasando!
─Ponle nombre, se lo dices a Andrade, recuperas tu trabajo millonario, y
de paso le hablas de mí, por favor, realmente quiero regresar a ese trabajo, y
todo mundo feliz.
─No voy a ponerle nombre por darle gusto a nadie.
─¡Pero lo van a matar!
─¿Ah, sí?
─¿Piensas enfrentarlo? ¿Tú? No creo que puedas, Miranda derramaba
escepticismo.
─¿Por qué no? Se trata de mi gato.
─Es que te ves tan… incompetente…, para la vida, quiero decir.
─¿En serio?, dijo Diego, que en su totalidad se sentía asombrado. ¿Piensas
que soy incapaz y aun así vienes a rogarme que vuelva?
─A ver: tú eres el mejor, de eso no me cabe la menor duda: como
arquitecto no tienes igual; es sólo que… parece que la vida, para compensar el
exceso de talento que te dio para la arquitectura, decidió hacerte incompetente
en otras áreas, ¿me explico?
─Un poco. Gracias por explicarme. Gracias.
Acompañó a la muchacha en silencio, Vania fue tras él.
***
Diego pensaba qué hacer para evitarle peligros al gato. ¿Podría enfrentarse
exitosamente a un asesino? ¿Tendría las habilidades requeridas? Pero estaba
perdiendo el tiempo, se dijo. La idea de irse de inmediato de allí se abrió paso
sin dificultad en su mente. ¿A dónde? De momento no se le ocurría sitio
alguno; tendría que pensarlo en el camino. No tenía una maleta en forma, sólo
esa rara mochila que le dieron en el intercambio de regalos del año anterior. La
sacó del estuche, y en total concentración acomodó la ropa interior muy fina
que acostumbraba comprarse, un par de jeans, playeras, el pasaporte (“nunca
se sabe, a la mejor tengo que irme a Arabia Saudita”), la tarjeta de crédito,
tenis, una chamarra. Luego se dio cuenta de que no llevaba nada para el gato,
hizo un hueco para meter las mamilas de juguete, alimento en sobre, una
pelotita morada, un gato de tela, un cojín: no cabía todo, así que sacó algunas
cosas para hacer espacio a las otras.
─Cuánto espacio ocupas, dijo, perplejo.
Luego se acomodó el rebozo morado en el que cargaba a Vania, cargó al
gato, agarró una camisa de cuadros, tomó sus llaves y salió. Cruzó por la sala,
que parecía nunca haber sido usada, hasta un pasillo largo largo. Tocó a la
puerta de laca roja, una voz apenas audible dijo “pasa”, y Diego entró al ala
donde habitaban sus papás. La señora Fumiko Mendoza estaba sentada
bordando un kimono rojo; en su mesita de centro había una caja con los
materiales requeridos. Alzó la vista al oír que su hijo entraba. El señor Akemi
Mendoza abrió los ojos, que se iluminaron al ver a su hijo entrar a paso ligero
en su pequeña sala de estar. Cada uno hizo una reverencia. Tanto la señora
Fumiko como el señor Akemi sonrieron con toda la cara; Diego sintió que en
su corazón latía la alegría. A mitad de la estancia, a la distancia justa para no
herir los sentimientos de ninguno de sus padres, se detuvo, dijo:
─Éste es Vania.
─Oh.
La señora Fumiko cargó suavemente a Vania, que maulló en un tono
medio, y le dio la patita. La mujer lo observó con atención.
─Sus ojos son azules.
─Como los de nuestro hijo, afirmó el señor Akemi, orgulloso.
Diego sonrió; tomó a Vania suavemente para llevarlo hasta el sillón donde
estaba su padre. El viejo señor puso al gato en su regazo; allí, le tomó el
mentón para observar mejor los ojitos azules. Diego permaneció de pie, como
un soldado; el señor Akemi volteó a ver a su hijo, sus ojos se encontraron: es
un guerrero, aseguró acerca de Vania, y su hijo asintió.
─Me voy de viaje.
─¿Tardarás mucho, hijo?, quiso saber la señora Fumiko.
─Voy por el mundo.
─Camina en paz, entonces, hijo, dijo el señor Akemi.
─Pero…
─Hay que caminar el sendero de la vida. Ley de vida.
La señora Fumiko asintió en concordancia con su marido; su sonrisa era
confiada.
─Bueno, dijo Diego, dudando; luego, salió.
Colocó a Vania bajo el rebozo, encima se puso la camisa de cuadros y, por
último, la chamarra imitación gamuza. Dejó la llave de entrada debajo de una
maceta y partió. Se subió a una cantidad increíble de taxis para despistar a
cualquier plomero asesino que estuviera tras sus huellas. Primero pensó en ir a
Cuernavaca, pero era fácil que cualquier sicario llegara hasta esa ciudad
conocida por su clima siempre cálido; se dio cuenta de que ninguna ciudad
mexicana resultaba segura; por tanto se dirigió al aeropuerto internacional
Benito Juárez y tomó el primer vuelo que salía para la ciudad de Chicago; una
vez en el O’Hare International Airport, en la terminal 5 de vuelos
internacionales, después de pasar migración, se encaminó a la salida. No tenía
idea de qué hacer, Vania estiró las patitas en ese momento, y Diego
comprendió que se había olvidado tan por completo de su gato que ni siquiera
los aduanales habían notado que iba durmiendo amarrado a su pecho. Vania
terminó por asomar su cabecita despeinada.
─Te das cuenta de que eres ilegal, ¿verdad?
Vania maulló; Diego vio entonces el lugar donde estaba el baño para
animales, y hasta allí llevó a minino. Esperando que el gato hiciera lo
pertinente, escuchó que en la terminal 2 estaba la O’Hare Station de la cual
partía la Blue Line, o sea, los trenes que iban con dirección al centro de
Chicago.
─Hay que subir al autobús, le dijo a Vania, que regresó a su cómodo sitio
cerca del corazón de Diego.
─Tenemos que buscar un hotel, y un veterinario. No me mires así, es
necesario que te revisen, no es un asesino si eso piensas, es un médico de
animales, ¿entiendes? Va a revisar que estés bien, eso es todo. No sé por qué
tienes tan mala opinión de esos profesionales de la salud. Las veces que te han
revisado te han tratado bien, soy testigo de ello.
Iban viendo el paisaje; el viento sonaba con fuerza; el trayecto era
confortable; Diego, siguiendo un impulso, descendió en Wabash Station y ya
afuera, viendo que un ave blanca, planeando, se enfilaba por una calle, hacía
allá encaminaron sus pasos. Luego de unas cuatro cuadras, de las que
podríamos clasificar como cuadrosaurias por su tamaño, arribaron a
Buckingham Fountain, la fuente aún no mostraba sus luces, pero en varios
sitios había bancas y, enfrente, estaba el lago Michigan. Había mucha gente,
muchachas en bicicleta, niños jugando, corredores fatigados, perros en
compañía de sus familiares. Diego no tenía idea de qué día de la semana se
tratase pero puede decirse que esa vibrante escena llenaba sus pulmones de
felicidad.
Diego se sentó en una banca frente al lago y allí estuvo horas viendo el
mundo pasar. Se sentía muy raro. No es que le importara no estar en México,
era el hecho de no estar en México, país del que no pensaba partir esa mañana
cuando se desayunó, lo que lo tenía perplejo. Y en compañía de un gato negro.
Un bebé maravilloso, para mayor precisión. No hacía mucho él tenía una vida,
un trabajo en el que podía hacer exactamente lo que quisiera, un salario
estratosférico, cualquier cantidad de ayudantes, un capricho suyo se
consideraba una orden en Irigoyen y Asociados. No es que eso fuera
importante, pero así había sido. Y estaba el hecho de que él jamás había
dejado de cumplir su palabra, considerado crimen de lesa humanidad según las
reglas de los Mendoza. Dejó a medio hacer un trabajo indeseable, sí, pero que
se comprometió a realizar por su voluntad, llevado de las ganas de evitar que
algún tonto cultivado insultara o sobajara a Luis Gálvez y su simpática esposa;
eso no lo olvidaba, y pensaba terminar el trabajo, más ahora que ya conocía
dónde residía la solución. Pero lo haría en un par de días, ahora sólo deseaba
estar vivo. El gato le pidió en ese momento leche, y Diego sacó del bolsillo la
última mamila de juguete, la agitó y luego la entregó al gatito. El viento les
rozó la cara con suavidad; Vania se sentó en dos patas en el regazo de Diego;
ambos se quedaron viendo al horizonte: el mundo, de tan brillante, parecía un
mar de luz; las aves se divertían haciendo piruetas y, a lo lejos, un barco
parecía charlar con la ciudad.

Mientras tanto, en México, Casandra Dos Vientos casi enloquece al saber


que su Osito se negaba a recibirla. Los oficinistas al servicio de Luis Gálvez
fingían no ver nada. La rubia asistente perdió un poco la elegancia al mirar los
ojos llenos de lágrimas de la desolada Casandra, asombrada de que hubiera tal
cantidad de lágrimas en el mundo.
─Dígale que lo quiero, dígale que no puedo vivir sin él, repetía vez tras
vez sin que la situación se modificara un ápice. Los lamentos de Casandra
llegaban con claridad hasta los oídos de Luis Gálvez, quien, en su oficina,
pluma en mano, firmaba contratos, firme en su resolución de no ver más a esa
mujer, avergonzado de que lo hicieran pasar vergüenza tras vergüenza. Sin
embargo, los puños se le cerraron en un gesto desesperanzado.
─De verdad lo siento, señora Casandra, pero don Luis me ordenó que no la
dejara pasar y que no le diera mensajes suyos…
─OSITO. OSITO.
El grito de Casandra estremeció a Luis: tuvo que hacer uso de su enorme
fuerza de voluntad para no correr a alcanzarla, un agravio asó no se perdonaba
tan fácil. Transcurrió mucho tiempo eterno antes de que Casandra aceptara que
debía irse, y así lo hizo.
Sin moverse de su lujoso sillón, Gálvez juró vengarse del causante de
aquel horrendo resultado. No sólo era el causante de que ya no estuviera con
esa mujer que tanto le gustaba, sino de poner en ridículo su nombre ¡su
nombre! ¿Cómo se atrevía ese arquitectucho a manchar su reputación, por la
que tantos años había trabajado? ¿Desdeñar su buen dinero? Eso no lo podía
permitir, crearía un mal precedente: que el dinero no compra todo, y eso era
mentira, porque el dinero sí compra todo. Pero, sobre todo, dirían que su
palabra no valía, que él había jurado que mandaría construir un castillo de
princesa como nunca se había visto antes y ahora resultaba que cualquier
arquitecto podía ganarle la partida. No. Eso no iba a pasar, o, más bien, no iba
a terminar bien para el maldito Diego Mendoza. Esperó hasta calmarse lo
suficiente para ordenarle a su asistente que le dijera al arquitecto Andrade que
pasara a verlo a su despacho. De inmediato. Y en menos de veinte minutos
hacía su atribulada entrada el antiguo jefe de Diego.
─Póngame al tanto.
El arquitecto Andrade se tragó la rabia que le producía que le hablara así
un hombre que consideraba peor que un gusano: un naco; con todo, su voz
salió con el grado de sumisión necesario para aplacar la ira del potentado.
Gálvez quiso saber qué medidas habían tomado en contra de Diego Mendoza.
Y el jefe de arquitectos le contó a grandes rasgos las acciones implementadas.
─Óigame, es una barbaridad bárbara eso de mandar matar al gato, y Luis
Gálvez no pudo ocultar el malestar que le producía tal acción.
─Es lo único eficiente que se nos ocurrió, señor, respondió, un tanto
confuso, Andrade, como dicen por ahí: muerto el perro, en este caso, el gato,
se acabó la rabia…
─Pues es una imbecilidad, ¿qué culpa tiene el gato?, con que lo secuestren
y se le pida que termine el trabajo, se arregla.
─¿Usted cree?, dijo, lleno de temor, sudando a mares, Andrade, ¿secuestrar
a Diego? Ése es un delito serio.
─¡Al gato! Estoy hablando del gato. ¿A mí para qué me sirve secuestrar a
ese imbécil de mierda? Pero con el gato en mi poder, puedo hacer que termine
lo que empezó. Déjemelo a mí.
─Diego es terco, agregó el arquitecto Andrade mientras se secaba el sudor
que le corría abundante por la cara.
─Yo lo amanso porque lo amanso, si pude amansar a mi señora esposa que
fue miss universo y estaba muy consentida, la condenada, ¡no voy a poder con
este flaco ojiazul!
─Le repito que Diego es terco, no sé hasta qué punto vaya a funcionar lo
del secuestro del gato.
─¿Y matarlo sí está bien? No, señor, eso no está nada bien, yo le secuestro
al gato y se lo regreso vivo, cuando mucho, con una patita de menos, pero eso
sólo si se pone terco, y le contrato un veterinario pa’ que lo haga, si no vaya
usted a creer, no, si yo no soy un salvaje, pero a mi dinero nadie le hace el feo.
***
Puede decirse con toda certeza que el señor Ernesto volvió a morir al oír
esta conversación. Llegó a la oficina de Luis Gálvez desesperado por la falta
de noticias acerca de Vania y de ese inútil pedazo de carne viviente llamado
Diego. No sabía a dónde dirigirse, pero su intuición se manifestó indicándole
una vía aérea que lo condujo hasta el despacho del magnate, en donde escuchó
los planes encaminados a terminar con la preciosa vida de Vania. En shock,
deambuló por la megalópolis durante horas y horas. Amanecía, y Ernesto se
encontró sentado en un parabús; llovía. Los vivos corrían a refugiarse bajo el
techo del parabús. Sonaban truenos; las centellas iluminaban brevemente el
firmamento; a veces alguno de los allí congregados podía ver, como en un
flashazo, al abatido Ernesto, a sus pies estaba un perro, también difunto; los
que alcanzaban a ver a los fantasmas pensaban de inmediato que lo visto era
un desfase imaginativo, pero igual se alejaban, sin importarles la lluvia, pues
el ambiente se enrarecía debido a que Ernesto se sentía inmensamente
desdichado. Su esposa tardó en hallarlo, en convencerlo de regresar a su
morada. Ernesto estuvo catatónico un tiempo impreciso, intermitentemente
emitía alaridos que estremecían al vecindario; su dolor cayó por las calles
como una nube de tristeza, y antiguas rescatistas se apersonaron en la vieja
casa para investigar qué pasaba.
A la esposa de Ernesto le costó saber los pormenores del caso, su marido se
mostraba incapaz de decir nada coherente, si bien al fin logró comunicarle los
hechos. Durante un par de minutos la señora Silvia no supo qué decir ante la
noticia del inminente secuestro de Vania-Tiziano, pero, más pragmática que su
marido, no se dejó dominar por el dolor, sino que propuso un plan de acción
que consistía en indagar quién era el asesino a sueldo para que él los condujera
hasta Vania; en respuesta a la cara de asombro de su marido, dijo:
─Es lo mejor, marido, todos los demás son buenas personas, tienen menos
malicia para estos asuntos, y lo que urge es localizar a mi niño, hay que
quitárselo de las manos a ese infeliz del Diego.
─¿Ya no lo defiendes?, dijo con inocultable satisfacción el difunto señor
Ernesto.
─¿Cómo lo voy a defender si puso en peligro a Tiziano?
─Vania.
─Para mí siempre será Tiziano, que es el nombre que le queda bien por su
color, porque…
El señor Ernesto alzó las manos para indicar que no le interesaba oír la
conocida cantilena acerca del nombre de Vania, su mujer no insistió porque su
pensamiento se volcó enseguida en idear cómo poner a salvo a su gatito.
¿Cómo funcionarían las cosas en el más allá? Hasta ahorita no se había
encontrado con ningún otro fantasma, parecía como si ella y su marido fueran
los únicos muertos vivientes, pero eso no podía ser, lo sabía bien. Pensaba en
eso cuando oyó voces en el patio de su casa, salió a todo volar y su corazón se
ensanchó: allí estaban sus antiguas compañeras de lucha animalista, las que
habían llegado atraídas por la desesperación de Ernesto. Ellas podrían
ayudarlos.
Entre las visitantes se encontraba su amiga Tania, a la que le gritó: “¡Qué
bueno que estás aquí! Te necesito. Te necesito. Te necesito. Mi Tiziano está en
peligro”. Desplazándose por el aire en un instante estuvo a su lado, la abrazó
y besó, emocionada; pero lo que para una era ayuda y respuesta a una plegaria
no dicha, para la otra fue el susto de su vida. Tania sintió que un manto helado
cubría rápidamente toda la superficie de su ser. El vello se le erizó. Fue
incapaz de moverse. La vida seguía a su alrededor, pero en sus entrañas sólo
había la vasta soledad del terror. Nadie pareció notar su estado de muerte. Ni
siquiera la señora Silvia, quien seguía firmemente abrazada a la amiga,
intentando recibir el consuelo que su alma necesitaba. Por fin, desde algún
punto lejano en su interior, Tania logró darse la orden de MUÉVETE que la
sacó de su pasmo. Sacudió fuertemente el cuerpo echando a un lado al temible
muerto, porque de un muerto se trataba, estaba segura de que allí había uno.
La atmósfera de irrealidad continuaba a su alrededor. Cerca de un cerezo en
flor jugaba su hija Pilar, una niñita muy lista a la que siempre había que dar
muchas explicaciones para que se convenciera de razones de adultos,
velozmente se acercó hasta la niña, la tomó de la mano y se alejó con ella
rumbo a la salida. Abrió la camioneta con mano temblorosa. Quiso echar a
andar de inmediato, pero se dio cuenta de que manejar en ese estado era un
peligro para ella y su hija. Sólo después de mucho rato estuvo en posibilidad
de irse a sitio más seguro.
─¿Por qué no trajimos ningún animal?
─No había animales allí, Pilar, ¿qué querías que trajéramos?
─¿Por qué nos salimos tan rápido?
─Porque sí.
Pilar entrecerró los ojos y ya se disponía a poner una serie de objeciones a
la respuesta; Tania dijo:
─Se me olvidó quitar el agua de la lumbre.
─Si no hay gas.
─¡Ay, Pilar, siempre con tus cosas!
La señora Silvia, sentada en el asiento trasero de la camioneta, maldijo su
estupidez: su amiga se iba sin que ella hubiera logrado comunicarle el
importante asunto de poner a salvo al pequeño Tiziano. En vida la señora
Silvia había sido una gran abrazadora, costumbre que, como se ha visto,
conservaba de difunta, pero que ya no le era útil para comunicarse. Tenía que
haber preparado a Tania con pequeñas dosis de presencia fantasma. ¿Sería
posible eso? ¿O siempre habría esa respuesta de terror primitivo? Ella había
visto cuatro muertos cuando estaba viva, y se espantó por pensar que se estaba
volviendo loca, no por los muertos en sí, no por esos dos. Ni por los otros dos,
en realidad. Y ahora, con el único muerto que convivía, no aparecía entre ellos
el miedo porque nunca podría sentir temor de un ser tan maravilloso como su
Shaggy (llamaba así a su marido porque era igualito al amigo de Scooby Doo,
pero sólo en la intimidad de sus pensamientos: él era un tanto susceptible). El
asunto a resolver era cómo ponerse en contacto con Tania sin provocarle un
infarto. Había que tratar el asunto con tacto. ¡Tacto! Justo en el momento en
que requería tanta ayuda. ¿Valdría la pena intentar comunicarse con Tania?
¿Sería una pérdida de tiempo? ¿O lo mejor sería persistir en saber quién era el
plomero asesino? Lo cierto era que en mejores manos que las suyas, las de
Silvia, no podría estar el rescate de Tiziano. En la lejanía oyó una especie de
aullido: era Ernesto aullándole a la Luna. Y eso que aún faltaban cinco horas
para que el satélite hicieran su aparición. El temor nubló su razón. Su marido
se encontraba en un estado de agonía que lo hacía parecer dos veces muerto.
Lo vio salir flotando sin rumbo, sin nada que lo atara a su corazón.
La noche era negra, y unas nubes de aspecto siniestro rodeaban la zona. La
casa de Diego semejaba estar también muerta, blanca en su irrealidad. La
señora Silvia se hallaba en un estado de alteración tal que no le permitía oír los
sonidos de la vida que provenían de allí, pues si bien los padres de Diego eran
unos ancianos de costumbres silenciosas, estaban bien vivos y un tanto
preocupados por la ruta tomada por su hijo; pero, fieles a la promesa que se
hicieron de educarlo en libertad, nada habían dicho cuando les anunció que se
iba en compañía del gato. Adoptaron a Diego cuando ya casi tenían sesenta
años y mucha sabiduría. Amaban al hijo que un día les fueron a dejar a la
entrada de la casa, lo más sorprendente que les había pasado. Mientras
vivieron en su patria, Japón, los hijos no les duraron vivos más allá de unos
años; así, llegaron a la edad madura solos con sus recuerdos, lo que más
extrañaban de su vieja tierra eran sus hijos, sus sonrisas, sus juegos, sus
fastidios. En la nueva patria que los acogió, aunque intentaron adoptar, no
parecían quererlos como padres de otros mexicanos. Así, un día desistieron de
su empeño. Vivieron muy felices durante veinte años, complementándose,
reinventándose cada día en el amor.
Y una mañana, cuando salía a comprar verduras, la señora Fumiko
encontró la caja forrada en la que venía Diego, que tendría apenas unas horas
de nacido. Recordaba que había cargado la caja y entrado de nuevo. Su marido
limpiaba en ese momento la vajilla de porcelana que era lo único que trajeron
consigo desde Edo; dejó todo de lado para acercarse a ver el contenido de la
caja, que era importante lo sabía porque la mirada de su esposa se lo había
dicho. Pusieron la caja encima de la mesa, Akemi sacó al bebé, cuyos ojos se
abrieron y una fugaz sonrisa apareció en su carita, se miraron los cónyuges:
parecía que la vida les estaba dando otra oportunidad de ser padres. No
querían el reconocimiento de nadie, pero lo cierto es que fueron unos
excelentes padres. Incluso se esmeraron en elegirle un nombre que no lo
hiciera sentirse ajeno a su patria, a la que ellos también consideraban suya,
porque les había dado bienestar, abundancia, amigos, hogar, estabilidad y un
hijo. Su única negativa para con el hijo fue el no darle una mascota por
compañía. Y esto sólo porque no deseaban compartir su amor con nadie. Se
sabían egoístas por eso, y a veces se reprochaban esa conducta, pero el hecho
fue que no hubo mascotas en aquel hogar. Los esposos, que renunciaron a su
apellido japonés por el de Mendoza, se miraron, suspiraron: su niño ya no lo
era más, tal vez los dejaba para siempre. Que así fuera.

En la Ciudad de México Casandra Dos Vientos sentía que la cabeza iba a


estallarle: el Osito la había buscado, pero enseguida aclaró que debían ir al
despacho de arquitectos a ver la maqueta de Diego, a escuchar las propuestas
de los otros arquitectos, a dar el grito de salida a las obras de construcción del
castillo de princesa. No quiso dar oídos a la afirmación de que ya no estaba
interesada en tener un castillo propio ni, mucho menos, a la razón de ese
desinterés; dijo:
─No voy a dejarte en el aire, tú a trabajar de sirvienta no vuelves, te voy a
pasar un dinero mensual que te ayude a mantener tu casa con persona decente.
Gálvez prefirió apagar de golpe la alegría de la muchacha, no quería
ilusionarla, era cruel, y él no lo era. Rumbo al despacho de arquitectos apenas
si hablaron unas pocas palabras. Casandra sentía un deseo intenso de
abrazarlo, pero sabía que si él la rechazaba, se derrumbaría definitivamente.
En la oficina de Andrade, arquitecto en jefe, las sensaciones de su corazón
fueron más dolorosas. Además del Osito y el imponente jefe estaban otros
arquitectos que la asustaban con sus extravagantes vestidos y actitudes de
seres que no pisaban el suelo de este sucio planeta Tierra. Las manos le
sudaban profusamente, las escondió para no saludar a nadie. Los hombres
estaban enfrascados en discutir pequeños detalles, ya era un hecho que la obra
se iniciaba el lunes de la semana siguiente.
─Ya no siga con eso, señor Andrade, dijo Casandra en un susurro, ya no
quiero nada.
La conmoción que causaron sus palabras fue verdaderamente chistosa,
todos se volcaron, inútilmente debe decirse, a convencerla de que cualquiera
de ellos tenía la capacidad, el talento, la brillantez para llevar a buen término
el asunto:
─Si ya no estás de acuerdo con lo que hizo Diego, ¿qué te parece el
proyecto que diseñó Arturo, Casa?, yo creo que es justo lo que necesitas:
amplio, cómodo, funcional, el indicado para recibir a la familia, a los amigos,
a…
─¡Epa, epa, epa, mi vieja no recibe a tanta gente! Pa’ eso tiene a su viejo,
¿qué, no?, dijo, sin pensar, Gálvez, con lo que inyectó una dosis de falsa
esperanza en ella, que sonrió, orgullosa de ser “la vieja” de su Osito.
─Claro, claro, querido Luis, tienes razón, pero si acaso Casa se decidiera a
recibir a alguien, el proyecto de Arturo tiene lo necesario, incluso para la vida
cotidiana de mortales como nosotros, ¿no es así, dilectos?
Todos los dilectos asintieron, Casandra miró torva al capo de arquitectos,
dijo:
─¿Por qué me dice “casa”? ¿Es porque estamos en un despacho de ustedes
que hacen casas? Pues sépase que no me gusta.
─¡Oh, lo siento, querida Casandra!, es el diminutivo de Casandra, Ca-sa,
no quise ofenderte, es una afortunada coincidencia, pienso, pero sólo lo hice
por el afecto que te tengo.
─Pos no se lo muestres, ella no lo necesita.
Casandra Dos Vientos volvió a sentir esperanza y el orgullo la recorría, ¿el
Osito estaría pensando en regresar con ella? Sí, seguro, se dijo, de otra manera
¿por qué iba a estar poniendo tantos puntos sobre las íes? Envalentonada, dijo:
─Me llamo…
─(¡Juana!...), se oyó murmurar entre los arquitectos, Casandra enrojeció
hasta la raíz de sus castaños cabellos.
─Casandra, dijo Casandra, temblando, y no me gusta que me hagan
chiquito el nombre para nombrarme, se oye muy feo.
─Ya oyeron todos, dijo sin alzar la voz Luis Gálvez, y si me cacho a
cualquiera de ustedes burlándose de mi vieja, se van a acordar del naco de
Luis Gálvez. ¿Estamos? Y tú, Andrade, tienes tres días para conseguir que ese
cabrón empiece a construir el castillo de mi vieja. El lunes a las ocho de la
mañana ya quiero verlo trabajando. Vámonos.
Él y Casandra salieron caminando dignamente; pero, ya en la calle, la
joven empezó a temblar sin control.
─¿Qué tienes? ¿A poco le das mucha importancia a esos?
─No- no es eso… Es que… me quitó la mitad del nombre, y lo que quedó
es muy feo.
─No haga caso de tonterías, ¿no ve que se pone fea?
Casandra se abrazó al hombre, su corpachón le daba seguridad, pero él,
suave y firme, la alejó de sí.
─No la voy a dejar desamparada, téngalo por seguro, y de mantener a su
dichoso castillo de princesa ni se preocupe, yo le voy a dejar un dinerito que,
si lo cuida, le va a servir pal’ resto de su vida y otra más.
Casandra tardó en hablar, tanto le temblaba la boca, Luis ya se había ido,
ella apenas alcanzó a decir al viento:
─Es porque tampoco yo tengo nombre…
***
Andrade mandó llamar al plomero asesino para cancelar el contrato de
matar a Vania, no es que le importara un semáforo la suerte del gato negro,
pero sabía que si Gálvez se llegaba a enterar de que los planes habían seguido
adelante a pesar de oponerse él, habría problemas y muy serios: Gálvez
detestaba que lo desobedecieran. En Irigoyen y Asociados todo mundo respiró
tranquilo. A ninguno le agradaba la idea de verse implicados en un crimen.
Los Priego-Azcanio podrían dormir tranquilos ya si supieran tan excelente
noticia.

10

En Chicago Diego se alojó en un hotel y allí, en un fin de semana, terminó


los planos del castillo de princesa. Envueltos cuidadosamente los mandó a
través de una compañía especializada en envíos. El lunes muy temprano los
entregaron a la puerta del despacho de arquitectos Irigoyen y Asociados. Ese
día iniciaban las obras de edificación dirigidas por el arquitecto de confianza
de Andrade. El hombre enrojeció, rabioso, al ver el trabajo del que
consideraba su rival; Diego ni caso le hacía; y, en un momento de odio
intenso, los rompió, no completamente porque la llegada de la asistente de
Andrade lo impidió. El arquitecto en jefe fue notificado del acto vandálico, lo
que deploró al percibir, aunque maltrecha, la belleza que encerraban.
─Qué bueno es este cabrón.
Lo segundo que hizo Diego en Chicago fue conseguir un empleo de pintor
de brocha gorda. Sucedió mientras desayunaba hot-cakes a los que agregó
cajeta, nueces y almendras, la combinación le dio la excusa a una muchacha
para entablar conversación con él, así se enteró de que Diego buscaba empleo,
se ofreció presentarle a su papá, un conocido contratista que se entusiasmó con
los conocimientos del muchacho y con la posibilidad de imponerle por el
favor, a la hija, una condición que no pudiera rehusar.
Diego y Vania se presentaron con puntualidad al lugar de trabajo. La casa a
pintar abarcaba un espacio inmenso, cinco operarios fueron contratados antes
que Diego, que era el sexto. Un mexicano alto les indicó dónde tenían que
pintar y les dio el material. Diego llevaba ropa fina porque en su afán de llevar
todo lo necesario para Vania dejó fuera de la maleta ropa más adecuada para
el trabajo rudo. Diego observó con tanta atención el rodillo que sus dos
compañeros creyeron que intentaba que el instrumento le dijera qué hacer para
pintar con maestría.
─Este güey no sabe ni qué onda, manito, dijo el más desparpajado, un
joven de Coahuila, lleno de energía y ambiciones. Se lo comentó a Manuel, un
joven zapoteco de la sierra que no entendía un punto y coma de español ni tres
palabras seguidas de inglés; tenía a su favor su entusiasmo en aprender, su
paciencia, sus ganas de vivir. Roberto, que tal era el nombre del primero,
estaba a punto de decirle qué hacer, pero ya Diego estaba limpiando la pared,
palpándola, comprobando la textura para saber la cantidad exacta de pintura
que se requería para dejarla en forma. Mezcló con cuidado los líquidos, echó
una cantidad grande en la bandeja, empapó el rodillo con cuidado, como
sintiendo si estaba conforme con la cantidad, luego, poco a poco fue cubriendo
la superficie, su mente totalmente concentrada en el trabajo. A lo lejos se oía el
rumor del mundo. Los otros pintores hablaban y reían en sus distintas
versiones del español de América. Sus voces resonaban por toda la casa.
Roberto y Manuel se hacían señas en dirección al muchacho y sonreían: les
parecía extraño que el gringuito, como le decían, trabajara a la par de ellos,
sorprendidos de que no hubiera buscado un trabajo mejor pagado, más acorde
con sus cualidades de blanco. Decían esto de imaginárselo, no porque en
realidad supieran algo del muchacho. Todos ellos eran morenos, estaban
acostumbrados a ver sólo gente de su color de piel en esos menesteres.
Acrecentó su impresión el hecho de que Diego se comunicara con el
contratista en inglés. La ardua labor de pintar se vio interrumpida cuando unos
gritos alarmantes retumbaron en el vecindario. Eran gritos de angustia, todos
los operarios entendieron que alguien estaba en peligro. Salieron en tropel, en
la dirección que señalaban los gritos. Una anciana asomaba medio cuerpo, se
veía que intentaba pasar al árbol cercano a su ventana, en ese árbol, escondido
por las ramas, se hallaba un gatito blanco. La mujer aún no había caído porque
antes de intentar salir por la ventana, providencialmente, quedó atrapada en el
nudo de una cuerda cuyo inicio se hallaba al otro lado de la recámara de ella.
En su prisa por salir a ayudar al gatito blanco metió el pie de lleno en el lazo
corredizo, no habría pasado a mayores, mas el responsable de mover la cuerda,
es decir, quien esto escribe, decidió jalarla con el resultado de que la anciana,
ya frente a la ventana, al sentir el jalón se hizo para adelante en un esfuerzo de
ponerse a salvo. La mujer quedó en situación comprometida con medio cuerpo
fuera, la rama del árbol salvador del gatito a centímetros de ella pero sin que
pudiera alcanzarla. Los esfuerzos que hacía para afianzarse a la rama
arriesgaban su integridad.
Los tres pintores, ya de lejos, al ver la escena, pensaron en modos de
salvarla: Roberto se vio escalando la casa para alcanzar la ventana, saltar y, ya
en piso firme, ponerla a salvo; Manuel vio su camino entrando en la casa, y así
hizo, pero la puerta estaba cerrada con seguro; Diego se encaminó derechito al
árbol, en el que ya había realizado un salto mental, y empezó a trepar.
En tres idiomas le solicitaron a la dama que dejara de patalear, pero ella no
oyó ni siquiera el mensaje que en inglés le envió Diego.
Ya en la rama, gruesa y resistente, Diego se encontró que costaría mucho
trabajo pasar a la mujer. Azorado, se detuvo, su cerebro trabajaba a toda
velocidad; el gatito blanco maulló y Diego se olvidó del rescate humano para
tranquilizar al minino.
─LUEGO JUEGAS CON TU GATO, GÜEY, AHORITA SE TE
NECESITA, gritó Roberto con todos sus pulmones.
─Coming!, dijo Diego al tiempo que ponía al gato blanco en lugar seguro,
y Roberto fallaba en su intento de entrar a la casa. Apareció Manuel diciendo
en zapoteco que debían formar una escalera humana para que él, Manuel,
entrara por la ventana.
─LUEGO, GÜEY, LUEGO, AHORITA HAY QUE BAJAR A LA
ÑORA…
Diego vio que podía caminar por la rama y saltar dentro de la casa, claro
que… Sin pensar más, agarró al gato, descendió con él, y luego volvió a
treparse al árbol.
─NO, GÜEY, VENTE PARA ACÁ, se desgañitaba Roberto, colocado
directo bajo la mujer. Manuel empezó a escalar la casa; Diego agarró vuelo y
de la rama saltó al interior; Manuel también entraba en ese momento. La
anciana, viendo a tantos pasar a su lado sin hacer nada para ayudarla, reanudó
sus gritos desesperados. La cuerda hizo movimiento de péndulo, la bata de la
anciana se levantó, y dado que no traía calzones la buena mujer y que las
nalgas asomaban alegres, los pelos se le pusieron de punta, se ruborizó hasta el
infinito, ¿qué diría su papá de semejante descaro?, con el esfuerzo supremo de
su vergüenza logró darse el impulso suficiente para agarrarse de la rama e,
insensatamente, habría intentado pasar del otro lado, pero la llegada de los
bomberos lo impidió, no hubo más que pasar unos terribles minutos en
posición de puente.
Lo peor para los fallidos rescatistas fue el que intentaran acusarlos de
agresión sexual… Por suerte estaba allí el contratista, así, Diego y él pudieron
dar una versión coherente de los hechos. La anciana, que no pudo salir de su
casa en meses debido a la vergüenza de exponer las nalgas al vecindario, les
dio una modesta recompensa. Ni Diego ni Manuel la aceptaron; Roberto se
quedó con todo, lo que lo hizo muy feliz pues ya tenía tiempo deseando
comprar una chamarra. El gatito blanco fue dado en adopción responsable.
Vania había contemplado los hechos narrados cómodamente echado en el
jardín de la anciana. Corrió tras Diego al verlo salir de la casa, pero al
comprobar que sus servicios no eran requeridos, se mantuvo a la expectativa, y
cuando Diego pasó a su lado maulló para que lo subiera a su bolsillo.
Al día siguiente Diego no llevó nada para comer porque tenía planeado
comer lasaña a la hora de la comida; así, salió con su gato al jardín, abrió una
lata de atún, que vació en un platito, y luego le sirvió agua; como todos los
papás, lo veía comer, feliz. Roberto lo miraba divertido, pero cuando vio que
todo era para el animal, invitó a Diego a comer de lo que llevaba. Era la
primera vez que alguien invitaba a Diego a comer, su aspecto producía muchas
reacciones, pero la gente temía acercársele, cosa que nunca había sentido le
afectara. El que lo invitaran sí lo desconcertó, no dijo nada debido a la
sorpresa; Manuel, creyendo que no entendía español (como él), lo jaló
suavemente para llevarlo a la parte del jardín donde comían, le señaló el plato
donde estaba su porción de comida. Diego sintió en su interior que se le
calentaba el alma, y sonrió a sus compañeros; llegó en ese momento Vania,
con el hociquito oliendo a atún. Los tres tomaron asiento; el gato se coló entre
Manuel y Diego, quien le limpió la boquita; cada uno empezó a comer según
su ritmo, con Vania danzando entre los tres en busca de más agua; la encontró
en el plato de Roberto.
─¡Epa, mi cuate, ésa es mi agua!
Diego dijo, en inglés, que lo sentía, pero nadie hizo caso, cada quien
entregado a la delicia de comer. Diego, viendo las ganas con las que
devoraban el guacamole, le puso bastante a su comida, le pareció delicioso
hasta que llegó el ardiente final, y él se paró, aullando. Sus compañeros se
rieron tanto y con tantas ganas que no notaron la palabrota que dijo en
español.
Vania maulló.
Roberto comenzó a hablar de un tío que un día, por maldad de sus
sobrinos, se enchiló con habaneros. Se explayaba a gusto, convencido de que
sólo él entendía lo que su corazón sentía, la tristeza que lo embargaba cada que
recordaba las veces que se juntaba con su familia, pocas, pero divertidas. Sin
embargo su ánimo era más bien festivo y le daba por contar chistes que
recordaba y a los que iba alterando la historia según le pareciera mejor.
Manuel y Diego se reían contagiados de la risa de Roberto.
El zapoteca Manuel destapó una cerveza y dijo salud en inglés y en
español, sus amigos se sorprendieron de oírlo brindar en dos lenguas como si
el primero hubiera realizado un complicado vuelo espacial. Le dieron un trago
a la cerveza, y Diego se lo tomó antes de darse cuenta de que otro había puesto
ya su boca allí. Oh-oh. Su mamá no lo aprobaría. Y él tampoco. Pero ya era
tarde. Vania maulló como si comprendiera su dilema.
─Está recagado este güey, ¿a poco no?, dijo Roberto poniendo su mano en
la cabecita de Vania. Y Diego se preguntó por qué creería tal cosa, él no lo
veía sucio ni estaba apestoso, pues aunque chiquito, Vania, como todos los
felinos, se aseaba con regularidad.
─Dicen que son de mala suerte, comentó el jefe de mantenimiento, que
pasaba por el jardín en ese momento.
Una alarma se prendió en Diego de inmediato. Se estaba preparando un
taco (pero esta vez tuvo cuidado de no ponerle guacamole). Siguió con lo que
hacía para no despertar sospechas, quería saber qué pensaban de su gato, y si
estaría en peligro.
─No, que, yo no creo eso. Son tarugadas urbanas, dijo Roberto.
Bueno. Aparentemente, no. Y dos días después de la primera invitación a
comer, Roberto se presentó en la mañana con un overol verde que entregó a
Diego sin decir palabra. El muchacho quedó tan sorprendido que, otra vez, no
atinó a decir palabra: nadie nunca le había dado antes un overol verde botella.
─¿Y ora cómo le digo a este güey que es para que no se ensucie la ropa
mientras pinta? ¿Tú sabes inglés, Manuel? Nooo, tú hablas quién sabe qué
idioma, cuate.
Diego se dio cuenta de que pensaban que no hablaba en español e iba a
aclarar el equívoco, pero súbitamente sintió que si hacía eso, los ofendería, y
que en ese momento no ofenderlos era más importante que aclarar su status
lingüístico. El muchacho que le entregó el overol verde botella le hizo señas
de que se quitara la ropa y se pusiera la nueva prenda; luego talló en el aire
como si estuviera lavando ropa en el río; Diego observaba atento como si
intentara comprender, y luego, como si entendiera lo que se le pedía por medio
de señas, fue al baño a cambiarse de ropa. Los otros dos se rieron:
─¿Y ora, este güey? ¿A poco le da pena encuerarse delante de nosotros?
¿No será del otro barrio, tú?
Manuel seguía sonriendo.
Diego regresó del baño sintiéndose contento.
─¡Chin! ¿Ya viste que le quedó corto el overol a este cuate?
Manuel a todo asentía, algunas cosas ya las entendía, pero no le era posible
todavía comunicarse con él ni con ningún otro hispanohablante
Diego les sonrió, era la suya una tímida sonrisa agradecida.
─Áhi, le arreglas la bastilla en la noche, cuate, dijo Roberto.

11

Casandra Dos Vientos estuvo dos semanas enteras llorando la pérdida del
Osito. Previo a ese encierro depresivo había estado en las oficinas de Luis
Gálvez, sólo para oírse rechazar por el interfecto. Hubiera seguido asistiendo,
pero la última vez él dijo:
─¿Otra vez está aquí? Pobre infeliz. Toma, Dinora, dale este cheque, dile
que digo yo que se vaya de compras a San Diego.
Herida en lo más profundo, salió corriendo, las lágrimas apenas le
permitían ver; no resultó extraño para nadie que un coche la aventara. Quedó
tirada a media calle. Se bajó del auto un hombre, revisó superficialmente a la
accidentada, marcó un número de teléfono, a los pocos minutos llegó una
ambulancia; los paramédicos hicieron un rápido reconocimiento de la mujer;
la subieron; la camioneta partió.
Luis Gálvez estaba en la ventana, observando, estaba allí porque quería
verla irse; cuando el auto la embistió, una parálisis de culpabilidad impidió
que bajara de inmediato a ver en qué ayudaba. Tomó nota mental de la marca
de la ambulancia, de aquella altura no podía ver el número de placa. Salió con
rapidez de su despacho, le ordenó al chofer que lo siguiera. El elevador no
estaba, Luis Gálvez bajó las escaleras con una rapidez insospechada en un
hombre de su volumen. En el estacionamiento, subió el primero a su carro de
trabajo, como lo llamaba; el chofer alcanzó a subirse al vuelo. Fueron en
seguimiento de la ambulancia.
El hospital donde llevaron a Casandra estaba cerca del lugar de los hechos.
Los médicos la revisaron minuciosamente, resultado: fuertes contusiones y un
hombro dislocado. El hombre que la atropelló, de nombre Donato Cavalcanti,
dijo que la llevaran al cuarto que ocuparía durante la convalecencia. La
sacaron con mucho cuidado, en camilla. Afuera estaba Luis Gálvez, de
inmediato se puso atrás de la caravana, los camilleros pusieron a la muchacha
en la cama con gran cuidado, Casandra estaba dormida. En el momento en que
asomó su faz Gálvez, volteó la cara hacia la pared. Inesperadamente,
Cavalcanti lo sacó del cuarto de la herida.
─¿Y usted es…?
─Es mi vieja. ¿Y usted?
─No, yo no; y no me lo tome a mal, pero prefiero a las mujeres.
─¡Óigame, y usted por qué tantas ínfulas? ¿Quién es?
─Dr. El Dr. Donato Cavalcanti, dueño de esta clínica.
─Ah, bueno. No le regateé nada, yo pago. Aquí le dejo esta tarjeta para
ella; la factura mándela a…
Cavalcanti se la regresó; muy amable, dijo:
─Es mi responsabilidad. Yo me encargo de todo.
─Pero es mi vieja, así que yo pago todo. Esta tarjeta la saqué para ella,
sólo falta que la use.
El atropellador miró con atención a Luis Gálvez, algo en su interior lo hizo
desconfiar de las palabras del hombre, tal vez la culpa que vio retratada con
tanta claridad en sus ojos, en sus movimientos.
─Cuando la señora despierte y nos diga quiénes son sus parientes, y si
quiere verlos, entonces consideraré la posibilidad de que usted pague la cuenta
o visite a mi paciente; mientras tanto, le ruego nos deje atenderla. Si gusta
permanecer en la sala de espera o enviar a alguien a informarse del estado de
la señora, con gusto le diremos como se encuentra.
─¡Óigame, y usted quién se cree para echarme de aquí?
─Como ya le dije: es mi clínica. Le ruego que guarde la compostura o
tendré que pedirle que abandone el lugar.
Luis Gálvez se retiró, derrotado. Su orgullo herido le permitió, con todo,
reconocer, que el doctor estaba realmente viendo por el bienestar de Casandra,
y eso lo llenó de gratitud. Se arrepentía de haber tratado a su Casandra como
lo había hecho, pero ya no había vuelta de hoja. Lo roto, roto estaba. Lo que
seguía era reparar lo reparable. Tal vez eso los hiciera más fuertes, mejores en
su relación. Todos los días enviaba flores escogidas por él, que la muchacha
recibía sin entusiasmo, pensando que él deseaba su funeral, lo que provocaba
su llanto; de inmediato, la imagen de un gatito negro escuálido y pateado por
todo el mundo, cruzaba su mente; el animalito pasaba penurias, humillaciones,
frío, hambre.
El Dr. Cavalcanti se apersonaba por las tardes a platicar con Casandra; a
ella le gustaban esas pláticas porque la alejaban de sus negros pensamientos, y
Cavalcanti era muy divertido, a todo le encontraba el lado chistoso, pero sin
burlarse de los otros, aunque se reía de sí mismo con mucho gusto y sabor; así,
pronto logró interesarla en los tratamientos que aplicaba a sus pacientes, en
chismes acerca de los animales del rumbo, hablando de futbol y golf, de series
de televisión, de flores, de países, de cualquier cosa, y ambos se sentían muy a
gusto; Cavalcanti se dejaba con gusto dar masaje en el cuello, y es que en
cierta ocasión en que estaba muy tenso, la muchacha, con la mano izquierda,
le dio un masaje que lo prendó. En esos momentos ella esplendía, y su alegría
contagiaba corazones; parecía nacida para reír. A veces Cavalcanti llegaba
cuando sabía que ella estaba durmiendo para observarla, siempre sentía que
estaba en presencia de un ángel desamparado. En una de tantas visitas, ella
despertó y, al descubrir la cara de Donato tan cerca, acarició su mejilla tibia:
Tienes cara de rana sicaria con paluditis, le dijo para hacerla reír, y ella eso
hizo; el Osito los sorprendió en ese encuentro de intimidades. No dijo nada,
los miró en silencio, juzgándolos; Casandra terminó por voltear la cara, tanto
le pesaba el rencor que leía en los ojos de Gálvez. Esa visita minó
sensiblemente la recuperación de Casandra; Cavalcanti lo maldijo y prohibió
se le permitiera de nuevo la entrada, orden innecesaria porque el dicho no
volvió. A Cavalcanti le encantó tener a Casandra sólo para él: le parecía una
muchacha realmente hermosa, y si no fuera por ese rictus de dolor profundo
que le había regresado, pensaba que sería la mujer más bella del mundo.
Hubiera hecho cualquier cosa por hacerla feliz.
─¿Has pensado ya qué quieres hacer cuando salgas de aquí?, le preguntó el
día siguiente a la irrupción de Gálvez.
─Sí.
─¿Y qué es?
Casandra lo miró y bajó la vista, ruborizada y feliz:
─Quiero ir a San Diego de compras.
─¿De veras?
─Sí.
─Pues entonces a San Diego te vas.
Dos días después, sin apenas saber cómo, Casandra se encontraba en el
avión rumbo a San Diego. El Dr. Cavalcanti le entregó para sus gastos la
tarjeta de crédito que Luis Gálvez se empeñó en dejarle. Ella estaba muy seria.
No lo había comentado con nadie, pero estaba decidida a cumplir con la última
voluntad del Osito, que era que ella se fuera a San Diego de compras; y a
encontrar al gatito negro, estaba convencida de que tendría que robárselo para
poder hacer que lo bautizaran; se decía que ya con el nombre sagrado encima,
ni siquiera el patrón podría hacer nada; entonces, ya liberados ambos de la
mala suerte gracias a la acción salvadora del bautismo, ella podría terminar su
carrera en la escuela de decoración, sus maestras decían que tenía talento;
Cavalcanti tal vez querría contratarla de recepcionista o algo así, no importaba
que le pagara poco, bastaba que le alcanzara para pagarse la comida, la
escuela y un cuartito.

12

De los compañeros de Diego sólo hablaba todo el tiempo Roberto, y eso


porque creía que los otros no le entendían. De la casa grande que pintaban los
mandaron a otro lado, y los pusieron juntos visto que se llevaban bien. Era otra
casa grande, un trabajo relativamente fácil pues sólo llevaría el color gris
solicitado por los dueños, y luego de que terminaran había otras cinco por
pintar; al parecer había un boom de casas por remodelar, y el empleador de los
tres colegas era muy solicitado. Diego llevaba preparadas las mamilas de
Vania y un sobre de atún, Manuel el zapoteca llevaba siempre queso, de
cualquier tipo, ése era el postre del minino, y dejó de darle refresco al notar
que a Diego no le gustaba, lo que agradeció este último. Roberto le llevaba
fragmentos de su vida, porque cada momento de alimentarse, les decía algo
sobre lo que había hecho la tarde anterior.
─Ayer la maestra estuvo hablando de los phrasal verbs, ay, cómo son
complicadas esas cosas, pero si no los usas, no hablas como gringo, negro,
¿qué te parece? Y yo sí quiero hablar como gringo, se oye re-padre.
Vania maulló indicando que esos aspectos lingüísticos lo tenían sin
cuidado; Diego sintió que algo no iba, pero de momento no supo decir qué.
Manuel el zapoteca comía en silencio; le gustaba escuchar los sonidos que
emitía Roberto: eran rápidos y fuertes, llenos de certezas, daba seguridad oírlo
hablar. Vania se desentendió de los comensales para irse a pasear. A Diego no
le gustaba el color de la casa, no que odiara el gris, sólo que a esa casa en
particular le estaba quitando su comodidad, y un cierto pesar se acomodó en su
corazón: matar la belleza estaba mal.
Roberto, mientras tanto, seguía hablando de sus muchos asuntos, le
preocupaba, pero no quería dejarlo ver, el dinero: cada semana enviaba una
parte para su mamá y ahorraba todo lo que podía, pero estaba ahora la alegre
perspectiva de invitar a Miriam a tomar una chela, pero por más que hacía
acomodos mentales para lograr que el dinero le alcanzara, no había manera: si
enviaba el dinero a su casa y metía dinero al banco, no podría más que apenas
gastar con Miriam, o comer la mitad de lo que acostumbraba, y él comía
mucho… Sin que sus compañeros se dieran cuenta, se secó una lágrima
silenciosa que amenazaba con irse hasta el océano: parecía que estaba otra vez
en su pueblo cuando pasar hambres era cosa cotidiana, tres veces al día, por lo
menos. Y él se negaba a vivir de nuevo esa situación. A veces, cuando sus
compañeros no lo veían, revisaba el clóset del dueño, su ropa fina, y sentía
unas ganas locas de vestirse así: pasaba la mano sobre ese tejido desconocido
cuya suavidad lo hacía evocar nuevos mundos. Y por estar viendo esa ropa le
había venido la gana de comprarse algo bonito para salir con ella; la
recompensa de la anciana que rescataron le permitió comprarse una chamarra
que quería y unos pantalones de mezclilla, la euforia de las compras lo llevó a
invitarla a salir, pero cuando, para su horror-felicidad ella dijo que sí, la
angustia económica le regresó con fuerza. Llegó a trabajar con el ánimo más
allá del subsuelo. Descartó del todo pedir dinero prestado a sus amigos, no le
agradaba, era echarse una piedra encima. Dejar a su familia sin comer, menos.
Tampoco podía evitar tener una erección cada que veía un taco porque el
antojo lo llevaba de inmediato a pensar en Miriam… Diego se asombraba cada
que veía aquel fenómeno aparecer y se preguntó seriamente si su compañero
tendría un problema que debiera atenderse. Fue entonces cuando Manuel se
comunicó por primera vez con él: se estaba sirviendo guacamole en los tacos,
miró a Diego, que pensó que su amigo se iba a burlar porque lo enchilaba el
guacamole; sin embargo la mirada de Manuel empezó por decirle que no se
reía de que se enchilara sino de los gestos tan cómicos que hacía Diego cada
vez que Roberto tenía una eyaculación, ¿nunca has tenido una?, y se reía con
ganas de la situación porque él también tenía cientos de erecciones todo el
tiempo: pero no se me notan… y seguía riendo con los ojos; también le dijo lo
mucho que le simpatizaba, y que su amigo Roberto se consumía de pasión por
Miriam, la hermosa de cabello largo, negro, pero que no tenía dinero para
salir… Se entendieron muy bien con los ojos. El día siguiente les trajo mucha
superficie para pintar, un desayuno invitado por la hija del contratista y, a
Roberto, doscientos dólares; en principio, cada amigo puso cincuenta dólares
para la cita de su cuate, pero luego, a solas, Diego agregó cien dólares. Vania
maulló, satisfecho.

13

La vida de Diego, Roberto y Manuel dio un giro cuando la hija del


contratista los invitó a una fiesta. En realidad sólo invitó a Diego, pero él dijo
que le gustaría llevar a sus amigos: solo se sentiría perdido en Júpiter; Roberto
enseguida incluyó a Miriam en el paquete de invitados, con cierto temor, vale
decir, y al mismo tiempo, con picardía, pues sabía que una fiesta sin él, no era
fiesta, mucho menos en el gringo. La invitación puso de buen humor a todos,
incluido Vania, que tenía ganas de conocer a gatos de su edad, comer mucho
atún, corretear por aquí, por allá; divertirse un rato, vamos.
La invitación llenó de energía a Roberto, ergo, no dejaba dormir a nadie en
el cuarto que compartía con Manuel y otros dos paisanos. Tampoco Vania
podía dormir: había maullado un par de veces y de la recepción ya habían
subido a decirle a Diego que en ese hotel no se permitían animales, eso
molestó horrible a Diego: ¿cómo se atrevían a fastidiarlo por tener a su gato
con él? ¡Era de su familia!, además, no le hacía daño a nadie, y si se lo hacía,
ya vería él de ajustar las cosas. Hizo un rápido atado con sus cosas y salió en
la madrugada. Decidió dirigirse a la casa de sus amigos, nunca le habían dado
la dirección, pero estaba seguro de que podía llegar. Esperó cuarenta minutos a
que pasara el camión de las seis de la mañana; a las siete, ya estaba frente a la
casa de sus amigos. Roberto se asomó a la ventana justo en el momento en que
Diego alzaba la cabeza en un intento de saber en cuál sitio estaban sus amigos.
Vania maulló.
─PÁSALE, CUATE.
Pero Diego rehusó la alegre invitación de Roberto:
─BAJEN LOS DOS, VAMOS A DESAYUNAR, YO INVITO.
Y repitió la invitación en zapoteco cuando Manuel también asomó su
simpática faz. Roberto se encabronó como rufián y por poco no degenera en
pelea a puñetazos cuando oyó que el otro se expresaba en perfecto español;
Diego les dijo que nunca pensó en engañarlos, sólo que cuando quiso hablarles
en el propio idioma pensó que podrían malinterpretarlo y reaccionar justo
como acababa de suceder.
─¡Pero tú te la pasas hablando en inglés, güey!
─Eso me pasa cuando estoy nervioso.
─¿O sea que todo el tiempo estás pinches nervioso?
─Me gusta oírte hablar.
Roberto se quedó con las ganas de seguir reclamando, lo dicho por Diego
era muy halagador ¡quién lo hubiera dicho! Pero más asombrado quedó al oír
a Manuel hablar en un inglés aún con fuerte acento zapoteco pero
perfectamente entendible.
─¡Ah, cabrón, tú sí que eres chingón!
Roberto estaba sinceramente asombrado del progreso de su amigo; Diego
dijo, para beneplácito del sonriente Manuel, que sería mejor si todos hablaran
sólo en esa lengua.
─Los idiomas se hablan, dijo, todo confuso, después de lo cual les dijo que
no estaba tan jodido económicamente que no pudiera invitarlos a desayunar y
a cortarse el pelo.
─¡¡Entonces pérate tantito, que voy por mi ropa nueva!!
Y se alejó gritando de alegría. A desayunar fueron a un restaurante
instalado en una especie de viejo remolque: Diego quería ir allí, “en las
películas se ve que sirven desayunos ricos”, explicó. En el cenador les
sirvieron una montaña de hot-cakes y litros de café y jugo de naranja…
Comieron tanto que los tres temían que les explotara el estómago. Se contaron
parte de su vida, de manera espontánea, pero como el único que tenía fluidez
en el idioma inglés era Diego, las charlas se hacían farragosas, debido a ello,
sin transición, en algún momento, regresaron a hablarse con los ojos; a
Roberto era el que más trabajo le costaba, pero pronto se encontró contando la
vez que le hizo la corte a la directora de la secundaria a la asistía: dijo que fue
por una apuesta, pero que la aventura había terminado en el monte, ella era
una cosita hermosa, dijo, estuvo bien padre, ésa fue su primera vez, que estaba
tan enculado que sus papás lo creyeron embrujado, lo que hizo obligatoria la
intervención de la curandera del pueblo, cuyos remedios lo soltaron de la
panza una semana…
Manuel y Diego carecían de aventuras románticas de cualquier tipo, lo que
los hizo blanco de las risas de incredulidad de Roberto, quien les prometió que
antes de una semana los haría perder la virginidad, promesa que hizo abrir
mucho los ojos a los destinatarios, que veían más una amenaza que una
bendición.
Roberto agregó que Ella lo había alentado a satisfacer sus ambiciones en el
gringo.
─Dijo que yo tenía madera para hacer algo grande, y aquí estoy.
Sus amigos sintieron cómo se estremecía ante la idea de que su familia
siguiera pasando hambre por su culpa. Diego sintió un deseo inmenso de
abrazarlo físicamente para calmar su ansia, pero se encontró incapaz de mover
siquiera una mano. Manuel oprimió la mano de Roberto con ternura, luego sus
amigos oyeron en el interior de sus mentes la historia del propio zapoteca.
Manuel les contó del día en que, andando literalmente entre las nubes,
tomó la decisión de nunca más pasar hambre, ni mi familia; la tierra en la que
se nace es sagrada, y también la vida; oí hablar de un lugar donde la gente no
pasa hambre ni necesidad, donde puedes hacer tu gusto, y yo me dijo: voy a
estar allí, voy a quitarle el hambre a mi gente: a mi familia y a todos los de mi
pueblo. No sé cómo, pero lo voy a lograr, terminó diciendo con sencillez.
Diego les dijo que ellos eran los primeros amigos que tenía, lo cual era
fabuloso, que sus papás le habían dado una educación disciplinada,
enseñándole a tomar decisiones, siempre lo habían alentado a desarrollar sus
habilidades, “aunque la única que recuerdo que me ha apasionado mi vida
entera es la arquitectura: me dejaron cambiar completamente la casa,
rediseñarla, cuando tenía catorce años; fue un desastre, lo sé, pero ellos les
gustó mucho, y se lo presumían a las visitas…”, afirmó, sorprendido de que
alguien quisiera presumir acerca de los logros del muchacho. “Cuando me
recibí de arquitecto, mis papás me pagaron un viaje a Kenya, a Tanzania, y a
Zanzíbar, eso es muy lejos de México. Lo hicieron porque querían que viera a
los animales…” Diego volteó a mirar a Vania: sus papás no le habían
permitido nunca tener una mascota, pese al intenso deseo de su hijo… Alargó
la mano para tocar a Vania, darle la patita, pero en ese momento no pudo, un
temor oscuro recorrió su cuerpo, tan intenso, que hizo saltar a sus amigos al
percibirlo.
Manuel tocó ahora la mano de Diego hasta que el muchacho sintió dentro
de sí la ternura de la amistad. Roberto lo veía y le decía que todo estaba bien.
Diego saltó de su asiento, pagó la cuenta con generosidad, e invitó a sus
amigos a seguirlo:
─¡Nos vamos a lavar el pelo!
Manuel y Roberto miraron con cierta compasión a Diego: ¿lavarse el pelo?
¿Qué, los veía muy mugrosos? Pero dejaron de burlarse del amigo cuando los
llevó hasta un lujoso hotel, en el que penetraron con gran susto, y del que
salieron bendiciendo los lujos que el dinero proporciona, en particular el
masaje en la cabeza los hizo experimentar un caleidoscopio de placeres
inimaginables. Las largas cabelleras de Diego y de Manuel relucían al Sol;
Roberto llevaba el cabello corto, amenazaba con la calvicie y eso lo ponía un
poco nervioso, pero no ese día en que la cabeza le enseñó que el placer residía
en ella.
***
Llegaron a la casa del contratista a las nueve de la noche. Ya había varios
invitados. El jefe de los muchachos los saludó con gusto, le caían superbién
por trabajadores, responsables, cumplidos y con iniciativa.
─Pero si alguno se mete con mi hija, le echo a la migra, ¿quedó claro?
A Roberto le dio un poco de miedo que el gringo le fuera a decir algo
respecto a Miriam, pero sus temores fueron vanos porque el contratista la
recibió afectuosamente. Al que miró medio raro fue a Vania, pero como el
gato tenía el visto bueno de su hija, no tuvo más remedio que tratarlo bien.
Tampoco olvidaba lo bueno que era Diego en tantas cosas. La hija del
contratista les llevó de tomar, pero los muchachos se sentían incómodos en
aquel ambiente; los invitados eran cada vez más, todos muy bien arreglados, e
indiferentes la mayoría a los mexicanos, excepto a Diego. Incluso Miriam
parecía avergonzarse de ellos pues pronto estuvo al lado de un gringo rubio y
pecoso al que se le leían las intenciones de llevársela a la cama antes de la
cena. A Roberto la impresión de verse desplazado no le permitía moverse, y
no es que hubieran hecho mucho por quitarse del sitio que desde el inicio se
habían colocado y donde más bien estorbaban, sin embargo nadie les pidió que
se quitaran de allí, los otros invitados no podían evitar, o no querían, moverlos
al pasar, rozarlos, tocarlos, y los muchachos finalmente se hartaron. Salieron
de la casa de su jefe el contratista, sin ruido, para aventurarse por las inmensas
calles de Chicago.
Un perrazo salido de no se sabe dónde los correteó, los muchachos
escaparon bajándose de la banqueta, prefirieron esta ruta por parecerles más
segura, era un camino recto que repentinamente descendía, seguía plano unos
metros para elevarse, como si estuviera construido en una colina llena de picos
de distinta altura; al fondo se veía la Luna; la luminosidad era fantasmal; iban
ellos en línea, con Vania sentado en el hombro izquierdo de Diego. Al bajar la
cuesta, desaparecieron.
***
Vania maulló suavemente, el sitio lo asombraba, él y Diego estaban en el
bosque. Él no sabía, pues nunca había salido de la ciudad, pero era uno como
jamás vería otra vez: los árboles eran inmensos robles de frondosas copas,
pero no eran los únicos, en determinados espacios los árboles eran negros,
incluidas las copas; en esa parte el bosque parecía haber sido diseñado por un
artista, senderos en zigzag aparecían de repente y a su alrededor, agrupados,
árboles de formas y tamaños diversos; también había senderos ondulantes,
rectos, jorobados, es decir, de continuas protuberancias, otros que parecían
conducir al interior de la Tierra; pero siempre rodeados de árboles, los
senderos; lejos, se oía el fragor de una cascada. Lo tupido del bosque no
evitaba la sensación de hallarse dentro de la inmensidad. Diego se preguntó
qué diablos hacían ellos dos en lugar tan frío, dónde estaban Roberto y
Manuel, y cómo saldrían de allí. Sabía que no estaba soñando porque no hacía
ni quince minutos que habían dejado la fiesta. Además sus sueños eran
diferentes, siempre en planos geométricos o entre números. Vania maulló de
nuevo, tampoco le gustaba la situación que vivían; maulló una tercera ocasión
para señalar la presencia del animal: estaba junto a un roble; era una zorra
color fuego; sonreía beatíficamente.
Diego volteó de inmediato siguiendo la mirada de Vania. Sus ojos azules
destellaron. ¿La zorra roja se estaba burlando de él? Esa sonrisa de beato
socarrón no auguraba aspectos buenos en el inminente encuentro. Pero…
“─Sí, querido, me temo que sí me burlo de ti. Es una costumbre mía,
¿sabes? Los seres humanos suelen ser tan tontamente engreídos.”
Diego se sobresaltó: ¿también leía el pensamiento?
“─Así es, querido, leer el pensamiento es una de mis habilidades.”
El muchacho agarró con fuerza a Vania sin dejar de mirar a la zorra, su
intenso pelaje rojo, los ojos negros, brillantes e inteligentes.
─¿Eres la zorra del Principito?
Las orejas de la zorra se elevaron, el cuerpo del animal se puso en tensión.
“─Odio que me confundan con esa dulzona.”
─Lo siento, no fue mi intención, ofenderte… Tampoco me imaginé que
alguien se ofendiera por ser confundida con la zorra del Principito, es…
sabia… Abrazable.
“─Abrazable, sabia, ¿qué clase de adjetivos son ésos? No van con una
zorra.”
─¿Entonces no vas a usar alguna frase abrazable para mí? Mi papá…,
empezó Diego, pero luego se quedó callado sin saber si compartir esa
información con una zorra foránea, después de todo era una vivencia muy
personal: a los cinco años de Diego, cuando lo llevaron a la escuela primaria
“Gral. Pedro María Anaya” para iniciar sus estudios en forma porque estaba
muy adelantado, conoció a la pequeña Gina, una jovencita de seis años con los
ojos color miel más acariciadores del mundo, según opinión de Diego, a la que
no se atrevía a hablarle, y no porque Diego fuera tímido: es cierto que no
parloteaba al primer vistazo, pero era capaz de entablar relaciones con otros,
que luego se iban porque notaban que era diferente. Pero con Gina no se
animaba, siendo lo más anhelado por él. Entonces su papá le había leído El
Principito y presentado a la zorra que invita al Principito a que forme lazos
con ella… Y su papá lo había ayudado a crear lazos con Gina: le dijo que lo
primero era una sonrisa: “una sonrisa que sientas desde tu corazón te abre el
alma de otra persona”, y Diego se acordó en ese momento del pequeño Diego
que fue, colorado colorado frente a Gina, pero sonriéndole desde su corazón, y
la respuesta de ella… Otro día le apartó un lugar en la fila antes de entrar a
clase… Le llevó un durazno… Le contó un chiste… Gina fue su primera
novia, y su papá los llevó al cine y los dejó sentarse solos, con el señor Akemi
en el asiento trasero… Diego no deseaba que nadie supiera esa memoria suya,
la zorra así lo entendió, nada dijo que indicara que había visto ese instante de
tiempo de Diego.
El muchacho, por otra parte, estaba dedicado a mirar el extraordinario
bosque, el que le hubiera gustado diseñar.
─¿Estoy soñando? ¿O es otra dimensión?
─Es una de las muchas moradas del Ser.
─¿Y quién eres tú, mi Virgilio zorruno?
─Oigo profundo escepticismo en tu voz. ¿No te interesa estar en otra
dimensión?
─No me gusta esta situación, estar aquí sin quererlo yo es como un rapto.
¿Y dónde están Manuel y Roberto? Íbamos caminando juntos, ¿están bien?
─Soy tu anhelo más profundo.
─I beg you pardon?
─No me hables en inglés, conmigo no te queda, y es aburrido. Estás aquí
porque tienes un anhelo intenso. Igual que tus amigos.
─¿Estamos en el paraíso? ¿Existe?
La zorra miró a Diego intentando hacerle comprender que vivía algo
maravilloso.
“─Hay muchas moradas en la casa de mi padre.” Así dijo Jesucristo, y es
verdad; algunos las llaman paraíso. Anda, vamos.
─¿A dónde? ¿Cómo sé que no será cada vez peor? Ni siquiera sé si te
tengo confianza.
─Por eso no has visto realizado tu anhelo: porque desconfías de ti, porque
te burlas de lo que sientes, porque no quieres sentirte vulnerable: ésas son las
peores barreras que puedes encontrar en tu sendero de vida; y, sin embargo,
hay amor en esta historia, por eso tienes garantizado ver cumplido tu anhelo. Y
si crees que estamos en un cuento de hadas, te equivocas, como te dije, estás
en una de las muchas moradas del Ser; pero no estoy aquí para discutir
cuestiones de fe; soy el mensajero divino, vine a ayudarte a hacer realidad tu
deseo más profundo.
─¡¡¿Tengo un deseo muy profundo?!! ¿Cómo puede ser eso cierto si ni yo
sé cuál es? Y lo cierto es que no percibo nada como eso en mí.
─Es por eso que estoy aquí, para que no languidezcas. Vamos.
La zorra echó a andar sin voltear atrás. Diego y Vania no salían de su
asombro; de pronto oyeron retumbar en sus cabezas:
“─¿Qué esperan para seguirme?”
***
Casandra salió de México con mucho ánimo, sin embargo, la ausencia
definitiva del Osito terminó por amargarle el paisaje. El deseo de encontrar a
Vania devino embrujo fatal, y sólo deseaba darle un nombre, sin atreverse a
nombrar uno porque temía contaminarlo de mala suerte. Andaba por San
Diego como alma en pena con dos caras: a todos les sonreía para que no
vieran la tristeza que la corroía. Muchos gringos la siguieron para hacerle la
corte, pero para ella eran sombras. Las noches en San Diego estaban llenas de
oscuridad. Los postes de luz no tenían focos. Las casas se alargaban o se
ensanchaban al paso de Casandra. Los perros aullaban, lastimeros. Parecía que
Casandra caminaba por en medio de un puente colgante sobre un abismo sin
fondo. En cierto momento, de las paredes, de los techos, de los árboles, de las
casas de las mascotas, se desprendieron sombras que formaron una escolta
alrededor de la muchacha, la que ya no pudo sentarse a descansar ni por un
minuto. Caminaba noche y día sin detenerse un minuto. Buscaba a Vania.
Desde que el ejército de sombras se materializó y la seguía, la muchacha vivía
aislada, como si habitara en la pared de un cubo de colores, las sombras
pesaban cada día más, la oscuridad que emitían alejaba a todo ser vivo. Cada
vez eran menos los animales que, por descuido, se atravesaban en su camino,
pero éstos huían de inmediato. La cara de Casandra, antes tan hermosa, era un
rictus. Los hombres, que de lejos se sentían atraídos antes por su inquietante
sensualidad, también huían de ella, apenas acercarse y sentir la otra energía.
Nadie veía las sombras, pero todos las percibían.
Casandra estaba abrumada por la presión de las sombras que la seguían
para mostrarle la sordidez del mundo. No podía más: de continuar acosándola
un minuto más, desaparecería. Si tan sólo pudiera salir de ese pozo de
amargura y terror. El Dr. Cavalcanti la encontró sentada en la banqueta. La
muchacha saltó al cuello del hombre, tanta era su alegría por ver de nuevo a un
ser humano, en especial a este ser humano que tanto se ocupaba de ella;
Casandra sintió de pronto que el mundo, su mundo, orbitaba en la trayectoria
adecuada, y era genial que la acompañara Donato.
***
Roberto y Manuel no salieron a un bosque, sino a un hangar; aunado a tan
extraña situación, encontraron que los tenían contratados como albañiles para
ir a trabajar a Chicago... Su patrón era un tal Luis Gálvez, un hombre muy
alto, de hombros anchos, musculoso, duro de carnes; se notaba que en algún
momento de su vida hizo deporte, ahora, la mucha comida había hecho que le
creciera el torso; de cabello, lo tenía entre blanco y gris, lo traía casquete corto
para disimular que ya le quedaba poco. Sus manos eran grandes y hermosas.
No era guapo pero se hacía notar. Los amigos estaban anonadados, ¿cómo
rayos habían ido a dar allí? ¿Por qué? ¿Y dónde estaban Diego y Vania? Lo
bueno es que regresaban en avión a Chicago; qué maneras de desperdiciar el
tiempo de la gente, pensó Roberto; a Manuel le pareció interesante estar en
medio de situación tan extraña, tenía curiosidad por saber qué seguía. Lo
azoraba el temor que percibía en su amigo frente a ese cambio; cierto que no
era exactamente una anécdota cotidiana, pero el hecho de estar ya en el ojo del
huracán le parecía fascinante. Roberto estaba feliz de regresar a Chicago, pero
había escuchado que harían parada en Michoacán, no sabía por cuál razón, y
ese conocimiento lo llenó de terror: a uno de sus familiares lo habían
desaparecido los zetas, una banda de feroces criminales, formada por un
antiguo cuerpo de élite del Ejército. Estaba cierto de que algo malo les iba
pasar apenas atravesaran por ese estado de la República Mexicana. Allí
dominaba una organización criminal tan temible como los zetas: la familia
michoacana. ¡Tantas cosas sabidas y ninguna que le diera esperanza de salir
con vida! Había oído que practicaban en animales torturas inimaginables para
luego saberlas aplicar a sus víctimas. ¿Y si el avión donde iban se desplomaba
en su territorio? Sus parientes de Roberto le habían dicho que esos tipos no
tenían miedo ni del Ejército mexicano, y que ahora controlaban todo México y
el gobierno era su parapeto, su sirviente, porque no les paraban el alto por
nada. A mucha gente la desaparecían, la metían en tambos llenos de ácido; los
mataban, a los secuestrados, enfrente de la policía, y la policía se les hincaba.
A mucha gente la secuestraban para tenerla de esclava. Y a las muchachas,
pobrecitas, las vendían para que atendieran las necesidades masculinas. ¿Y si
había algún infiltrado entre el personal de su jefe? Roberto se agarró el
estómago: sabía que esos malosos contrataban albañiles para que les
construyeran sus túneles y luego los mataban para que no pudieran delatar la
ubicación de lo construido... Ellos no lo eran, pero ¿quién se los iba a decir a
los bandidos? ¿Y si ese misterioso patrón que les apareció era un narco? Sus
sombríos pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de la comida
que ofrecía el chef del avión; pero nada le gustó a Roberto, que no estaba
acostumbrado a comer algo diferente a unos deliciosos chilaquiles con huevo
y su buen café negro. Tomó vino porque era lo único que ofrecían, y se
embriagó perdido.
***
Roberto apenas si salió de los estrechos márgenes del sanitario. Las bolsas
de aire lo agarraron allí. Se curó de la cruda debido al miedo que le provocó
sentirse un juguete del destino, una sensación nada agradable, pues la tormenta
zarandeó con violencia homicida el avión donde viajaban. El capitán del avión
les ordenó que se pusieran los salvavidas: perdían altura sin remedio; debían
estar atentos, cuidarse, evitar morir. Los pasajeros se miraron, aterrorizados:
ellos iban en busca del sueño americano, no de la muerte.
En Luis Gálvez la certeza de que podría no salir vivo de aquella aventura
hizo que aceptara al fin cuánto amaba a Casandra. Desde siempre. Desde que
la vio e intuyó toda la ternura y el amor que habitaban en ese fabuloso cuerpo;
cierto es que la deseaba como nunca había deseado a una mujer; pero incluso
si nunca pudiera volverle a hacer el amor, la simple idea de no tenerla cerca,
de no poder acurrucarse a su lado viendo una película, de contarle antes de
dormir sus logros, o de consentirla, lo estaba minando. No, eso no podía ser:
¡él no iba a morir!, muy al contrario, viviría por ella, para ella, ninguna
tormenta los separaría.
El avión se desplomó luego de una breve pero perdida batalla contra la
tormenta. Colisionó contra una montaña de basura que alguien estaba
acumulando por algún motivo sólo de esa persona conocido. Varios de los
empleados murieron en el acto. El piloto, dos azafatas, Luis Gálvez, Roberto y
Manuel sobrevivieron. Los pasajeros muertos parecían dormidos. Los
sobrevivientes intentaban aceptar que estaban vivos de veras. El piloto y Luis
Gálvez miraban lo que quedaba del avión caído en forma tal que se hubiera
pensado querían inyectarle vida.
─Tenemos que irnos de aquí rapidito. ¿Sabes orientarte aquí, en el suelo?
El piloto dijo que sí con la cabeza, estaba de acuerdo en que tenían que irse
pronto de aquel lugar.
─Afuera todo el que se pueda mover, ordenó Gálvez. Roberto se incorporó
con dificultad, le dolían las entrañas y el orificio trasero.
─¿No vamos a revisar si hay más gente viva?
─Ya todos están muertos o ya estarían parados, vente.
─Nomás denos tantito chance de ver si hay alguien.
─Bueno, pero vayan en chinga, que en una de esas y aquí es territorio de
narcos.
─Seguro que lo es, afirmó el asustado piloto.
Roberto se estremeció al oír esas palabras, Manuel, al notarlo, le puso una
mano sobre el hombro. La cabeza le estallaba, el estómago amenazaba con
volverse a soltar, pero se dijo que más valía ser rápido porque, tal como
estaban las cosas, era como estar rodeado por tiburones invisibles. Él y
Manuel revisaron con cuidado los cuerpos, pero Gálvez tenía razón: ya no
había vivos.
En ese momento se oyó una ráfaga de ametralladora, todos se paralizaron.
─¡Cáiganse cadáveres!
Apenas en tiempo se escondieron artísticamente entre los muertos. Entró
en los restos del avión un hombre bajito, delgado musculoso, cabello cortado
como soldado, sucia camiseta verde olivo, botas descoloridas, pantalones
grandes de las piernas; en la mano traía un cuerno de chivo; se paseó
lentamente entre los difuntos, su ojo avisado reconocía pronto a la muerte; le
quitó una cadenita con una hermosa virgen a la asistente rubia de Luis Gálvez;
la escupió en la cara; salió sin voltear atrás, la cara convulsionada de Manuel
le causó una honda repulsión.
─Pinches muertos feos.
Los sobrevivientes esperaron un rato eterno hasta estar seguros de que sólo
oían los sonidos de la naturaleza.
***
Donato Cavalcanti parecía tener el poder de hacer feliz a Casandra: la
muchacha reía todo el tiempo y por cualquier cosa. Iban por el litoral del golfo
de México, manejaba coche de alquilar, lo pidió veloz sin importarle la marca,
porque quería en ciertos lugares enseñarle a ella lo que era la velocidad: era
una comunión con el Eterno ir a más de doscientos kilómetros por hora. La
muchacha era la personificación de la alegría, si bien en ciertos momentos se
quedaba callada o no opinaba nada de los planes del galeno; pero el doctor
sabía que lo escuchaba. Y aunque no lo hubiera escuchado, no se desanimaba:
su intención era enamorarla, hacerle olvidar al salvaje con el que
anteriormente vivía y que no tenía ni idea del tesoro que ella era. El mar les
gustaba a los dos. El plan de Cavalcanti era cruzar al continente en el ferry de
La Paz, pero antes pasaron a Guerrero Negro, el sitio a donde llegan las
ballenas a parir. Allí comieron pescado recién pescado y tomaron cerveza
negra. El dueño de la marisquería playera avistó a lo lejos una ballena:
─Y trae trazas de que allí hay un ballenato, eso está bueno. ¿Quiere que los
lleve pa’lla, patrón?
Les salieron al encuentro a las ballenas, eran tres, pero Donato manejaba la
embarcación: era su primera vez con ella en altamar, no quería testigos de su
felicidad. Ella iba en la proa, con el viento despeinando sus cabellos; la gorra
de él voló, y ella reía porque, afirmaba, se veía muy chistoso con los cabellos
espantados. Casandra volvió a mirar a los animales: la madre ballena tenía una
mirada inteligente, que la instaba a confiar en la vida, a desear un hijo como la
ballena tenía a su ballenato. La aparición de las dos orcas los sorprendió sin
remedio, una lucha despiadada dio inicio, los coletazos voltearon la
embarcación, los muchachos fueron a dar al fondo; Donato quedó atrapado
entre las cuerdas; Casandra intentó sacarlo, pero fue inútil, la desesperación de
ambos empeoraba todo; por último, le pidió él a ella que se salvara. Casandra
dijo que no vez tras vez. Luchó por salvarlo hasta el último respiro.
***
Horas después de que los narcos abandonaron el avión caído, los
sobrevivientes se animaron a bajar. Ninguno sabía cuál era el mejor camino a
seguir, en cualquier lugar podían aparecer los delincuentes. El estruendo de
una explosión los hizo correr cada quien para su lado; Luis Gálvez se fue para
el lado contrario, creía, al que marcharon los bandidos, con paso de gacela
insospechado en hombre tan grande. Ese cuerpo de atleta que se ha descuidado
pero que conserva la agilidad lo llevó lejos del lugar. La angustia lo atenazaba
y se incrementaba a momentos. Esa combinación de adrenalina con angustia
provocada no sabía por qué lo llevaron hasta una carretera principal, con la
suerte de que pasaba un convoy del Ejército. El oficial a cargo era amigo de
Gálvez, oyó con atención el relato sucinto de los hechos, forjó un plan mental,
dio sus órdenes, el convoy dio la vuelta. El oficial a cargo desplegó a los
soldados de manera inteligente. Lograron capturar a cinco malandrines,
rescatar al personal del avión que andaba extraviado y llamar a la autoridad
del municipio para que se llevaran los cadáveres de los pasajeros que no
sobrevivieron. No había ni rastro de los dos jóvenes albañiles. El oficial a
cargo llevó a su amigo Luis hasta el aeropuerto militar a abordar el avión en el
que lo transportaron a la Ciudad de México. El estado de Gálvez era
lamentable, pero aun así no hubo forma de disuadirlo a que fuera a su casa y
se bañara, descansara, desayunara. Llegó a la clínica del Dr. Cavalcanti de
prisa, el corazón oprimido, allí le informaron del deceso del cirujano en un
trágico accidente.
─¿Cuándo fue eso?
─Ayer en la tarde, señor.
─… ¿S-so-l-o?
─No, señor, lo acompañaba su novia.
Luis, a tientas, buscó asiento; con enorme esfuerzo logró preguntar cómo
se llamaba ella:
─Casandra, señor. Tenían poco de novios, señor, tan bonita pareja que
hacían…
***
Manuel y Roberto corrieron hacia lo que denominaron la selva, y que en
realidad era zona montañosa. Por desgracia no los alcanzó Luis Gálvez, y les
hubiera sido muy útil: se habrían ahorrado muchas horas de frío, de miedo
atroz y de ser perseguidos por los lobos: dos lobeznos y su señora madre,
todos ellos lobos grises en serio peligro de morir de hambre y de completar así
el exterminio de su raza perpetrado por el hombre. Y, sin embargo, el salir
vivos por dos veces de situaciones de horror, les dio fuerzas para iniciar una
loca ascensión por la montaña; muchas veces titubearon, tropezaron, pero cada
vez lograron levantarse de la muerte y llegar a una cueva que no era accesible
para la familia de lobos.
─¡Puta, güey, pa’ diyita!
Manuel asintió.
Estaban muy fatigados, el sudor les corría por toda la cara, tenían los
cuerpos llenos de estrés y un hambre tan feroz como la de los lobos.
─¡Híjole, qué pinche hambre, cuate! Ora sí que me va a cargar el payaso
porque yo aguanto todo menos estar sin tragar. Y ni modo de salir, capaz que
nos encontramos a esos cuatitos hambrientos, dijo Roberto lanzando un
suspiro. Estaba muy inquieto, no era una exageración lo que dijera acerca de
que no podía estar sin comer. Se ponía de un humor tan negro que en ese
estado era capaz de enfrentarse a cualquiera. Cauto en sus movimientos para
no darse a oír por algún animal hambriento ni despertar a su compañero que ya
tenía rato durmiendo se acercó a la entrada de la cueva. El cielo estaba
tachonado de estrellas. La Luna era apenas la sombra de un arete. Abajo, se
adivinaban los árboles; se oía el fluir del río; algunos grillos cantaban
despreocupados. Un águila pasó volando muy bajo, Roberto siguió con la
mirada la trayectoria del ave: parecía encaminarse a un poblado, y sí, seguro
había gente viva allí, podía ver la luz. Su estómago gruñó de inmediato. Su
cuerpo se puso en movimiento sin pensar en los peligros. Sus ojos parecían
tener una capacidad superior para descubrir en la oscuridad las trampas del
suelo, los altibajos. Su nariz parecía oler a los animales peligrosos. Bajó de la
montaña con la agilidad de una cabra joven. Llegó hasta una hacienda cuyo
portón estaba abierto de par en par, entró sigiloso sin pensar en la familia
michoacana ni en criminales de igual laya: lo único que deseaba era aplacar su
hambre lupina. Ahora entendía a los lobos, pensó en los lobeznos
hambrientos; tendría que echarles una mano, robar comida suficiente para él,
su amigo y los lobos, no fuera a ser la de malas que insistieran en hacerlo parte
de su menú.
Se aventuró por el atrio hasta el sitio donde le pareció que salía humo,
igual que una mujer vestida de blanco. Su vestido era antiguo, como los que se
ven en las películas de los años sesenta: amplios de la falda, sin mangas.
Pareció sorprenderse de encontrar allí al muchacho, pero no mostró miedo ni
le reclamó la osadía de entrar en casa ajena en plena noche.
─Buenas noches, seño, vino pa’ ver si me podía dar un poco de comida…
¿Sabe? Estoy muy hambriento…
La mujer sonrió con amplitud, señaló a la derecha, y Roberto se encaminó
hacia allá, al sitio donde salía humo y que resultó ser, en efecto, la cocina.
Había mucha comida, comió todo lo que pudo en previsión de las futuras
horas de ayuno. Luego hizo un itacate para llevar. Alimentaría a su amigo y a
los lobos. Sonrió de pensar esto último: ni en sueños se imaginó haciendo algo
semejante. Unas voces que rezaban un rosario llamaron su atención. Salió con
el itacate. Se acercó a una de las ventanas: dentro estaba un grupo de dolientes
rezando ante un féretro abierto. Sacudió la mano como para decirse a sí mismo
que la había regado al entrar allí, con esa gente sufriendo por su muerto. “Que
me perdonen, pero el hambre está cabrona”, se dijo a modo de consolación. Se
retiró de la ventana, llegó hasta el portón, pero no pudo cruzarlo. Una fuerza
desconocida lo retenía: la de ser agradecido. Estuvo unos momentos más,
indeciso, luego, finalmente se encaminó a la cocina. Vio que había una olla de
café a la mitad. Dejó su itacate, sacó agua del pozo, la echó al recipiente, le
echó muchas rajitas de canela, piloncillo, “a ver cuánto se tarda esto en
hervir”, pensó con impaciencia. Apenas hizo ebullición el agua, lo que no
tardó, contó en su mente a los dolientes: catorce; llenó catorce jarros con café
y se fue a la sala de velación. Los asistentes aceptaron encantados el café que
les ofrecía, excepto la mujer de blanco, que solicitó un poco de agua fresca y
una más anciana le pidió le llevara sus medicinas que estaban sobre el buró de
su recámara; Roberto a todo dijo que sí mientras pensaba “ya me agarraron de
su pendejo”, pero cumplió lo solicitado.
“¿Y ahora dónde chingaos estará el cuarto de la viejita?”, se preguntó
avanzando en zigzag por las estancias. Subió una escalera ancha, de hacienda
antigua, había dos caminos, eligió irse a la izquierda. Un escalofrío recorría su
espalda, a cada rato le parecía sentir que una mano helada se posaba en su
espalda, la construcción parecía alargarse; dio una segunda vuelta, una puerta
se abrió y se cerró sin ruido; por la pared salió un enano que le guiñó el ojo,
cruzó el pasillo, se sobó una mano contra el pantalón y entró a la habitación
cruzando nuevamente la pared.
El miedo lo congeló. Nunca creyó que el miedo se sintiera así, que doliera
así. Su mente no podía apartarse del terror de lo que seguiría después. En su
interior, en algún tipo de zona central, el terror subía por las paredes de su
organismo.
El enano regresó cruzando una pared más alejada. Parecía decepcionado.
Roberto, en su terror, creyó que había llegado al Hotel California, por todo
el fervor del universo: ¡se iba a quedar atrapado allí! El enano volvió a
aparecer, ahora vestía con el uniforme clásico de conquistador español. Traía
una lanza: iba a atravesarlo para obligarlo a quedarse allí. La mano de Manuel
se posó en su hombro. El grito de Roberto despertó a los muertos, tantos
decibeles alcanzó.
“─¿Qué haces aquí?”
“─Una viejita me pidió sus medicinas del buró… pero ese enano no me
deja entrar…”
Manuel aspiró todo el aire que pudo para inyectarse valor, luego, a grandes
zancadas salvó el trecho que lo separaba de la recámara de la que salió la
primera vez el enano, se detuvo en el umbral para orientarse, descubierto el
buró, corrió hasta el sitio donde se encontraba la medicina de la anciana, y en
un suspiro estuvo de regreso con su amigo: ambos echaron a correr como
almas perseguidas por Satán, bajaron las escaleras de tres en tres escalones.
Sudando copiosamente entraron en la sala donde velaban al muerto, Manuel
traía el frasco de pastillas en alto, a modo de insignia, de haber cumplido con
el deber impuesto.
Pero los otros muertos ya no estaban.
Un temblor como de Parkinson estremeció sus cuerpos; lentamente fueron
bajando hasta tocar suelo, la plegaria el Padre nuestro salió sin esfuerzo de sus
bocas. A gatas se acercaron, se sentaron en el piso, una mano sobre la otra,
hasta el amanecer. Los primeros rayos del Sol los hallaron sin una gota de
miedo. Difícil que volvieran a vivir experiencias más fuertes que las ya
vividas, pero si sucedía, las vivirían como valientes. Se encaminaron a la
salida a paso lento, disfrutando la calidez de la vida.
─¡Los lobos!, dijo Roberto dándose un golpe ligero en la frente, se regresó
para ir en busca de la comida. Esos cuates están hambreados, amigo, y eso está
de la Chingada. Los animales estaban cerca de la salida del zaguán. Roberto
les aventó la comida, pero separada en partes para que no se pelearan. La loba
y sus lobeznos se alejaron trotando, felices. Los amigos llegaron a la puerta,
una sorpresa más los esperaba: monedas de oro, lingotes y alhajas. Eran ricos.
¡Eran ricos! ERAN RICOS. La alegría los hizo saltar casi hasta el cielo. Se
miraron, emocionados: ellos y el papá del gato eran ricos, ricos, ricos. Porque
los amigos que son hermanos comparten todo: la salud y la riqueza, la pobreza
y la enfermedad, la alegría y la tristeza. ¡Caray, hasta parecían casados!
***
El señor Ernesto y la señora Silvia estaban en un impasse. No sólo era el
que sus cuerpos estuvieran perdidos no sabían dónde, sino que sus corazones
ya no se tocaban, y ninguno de los dos tenía idea del porqué. ¿Habían dejado
de amarse? Y si era así, ¿fue porque el señor Ernesto dejó que entrara en su
corazón un nuevo amor? ¿O entró porque ya no había más del otro amor? No
es que ellos se hubieran amado de inmediato. Él sí sentía una fascinación
malsana por su antigua alumna (que era más grande que él), pero no se
animaba a confesarse cuánto le importaba. Ella cayó en sus redes a causa de
un beso que Ernesto le dio en la mejilla. Todo a causa de un malentendido: a
ella nunca le había interesado su brillante pero feo profesor universitario; si se
vestía siempre coqueta era porque le gustaba andar así y, además, le gustaba
un cuate casado. Todo era muy complicado, al grado de que el señor Ernesto
interpretó las andanzas de su futura esposa en el sentido de que era él quien
atraía su atención, y buscaba las oportunidades de estar a solas, ver si se la
ligaba. Entonces, en una actividad literaria organizada por el señor Ernesto,
éste se inclinó a besarle la mejilla y ella se enganchó con él sin mayor
motivo…, misterios del amor. Duraron años casados, su matrimonio era
ejemplarmente feliz; cada uno parecía darse lo que el otro necesitaba; luego
vino ese intenso amor por Vania, su querido gato negro, con el que en dos
meses estableció una relación tan profunda que en la muerte lo estaba
separando de su esposa. Nunca creyó que tal cosa pudiera suceder. Ni siquiera
podía saber por qué se había dado ese fenómeno, pero resultaba claro que
segundo a segundo se distanciaban sin remedio. No sabía qué pensaba ella, el
canal de comunicación estaba interrumpido, pero lo tenía sin cuidado. En ese
instante el cuerpo flotante de la señora Silvia se alejó por el espacio abierto
hacia la nada.
***
Vania, Diego y la zorra deambulaban por el bosque del que parecían ser los
únicos seres vivientes, sin tener ni idea de dónde estaban ni porque estaban
viviendo esa especie de pesadilla. En un camino ondulante vieron a una mujer
parada cerca de una hoguera, vestía un vestido blanco, largo, del tiempo en
que vivió Robin Hood, la corona de flores blancas le daba un aspecto de
inocencia. Era la señora Silvia en su radiante juventud. Unos segundos
después, ya no estaba allí. Diego sintió que el miedo lo atenazaba. Era hora de
largarse, de sacar a su gato de ese sitio, de no darle más crédito a una zorra de
pelaje rojo fuego. Era hora de seguir su instinto. Al decidir hacerse caso, de
inmediato se tranquilizó. Empezó a caminar con seguridad por el sendero de
los altibajos, o jorobas; allí apareció el samurái.
Vania maulló.
El samurái observó a la pareja formada por Diego y Vania; luego hizo un
gesto de sígueme con la cabeza, para luego desaparecer. Diego intentó
alcanzarlo, pero no era sólo el peso de Vania lo que dificultaba su avance, sino
que el samurái era veloz como la alegría: no había forma de alcanzarlo, sólo
podía ver volar al viento las faldas del atuendo del samurái, el que finalmente
entró por un túnel cavado en la montaña, que salía a un espeluznante puente
formado por columnas de rocas, las que se cruzaban saltando; el samurái
saltaba de roca en roca sin apenas jadear; a Diego la tierra comenzó a darle
vueltas por el vértigo, estaban a una altura que sólo en el más disparatado de
los sueños podrían estar; del otro lado del cruce el samurái hizo un gesto
impaciente para que siguieran adelante, y Diego sintió que una fuerza mayor
que el miedo lo empujaba actuar: sudaba, las manos le sudaban, todo él era la
expresión líquida del terror, sólo la infundada confianza que experimentaba
hacia el samurái lo impulsaba a ir adelante. Saltaba con la vista puesta en su
objetivo: tan lejano en el horizonte; para su sorpresa, mientras más estaba en
riesgo, mejor se sentía, más confiado en que sabría qué hacer. El que no
parecía tan contento era Vania, maullaba todo el tiempo cada vez más
desesperación, tanto que Diego tuvo que sujetarlo con firmeza para evitar que
cayera al vacío. El samurái observaba todo con mirada penetrante. Apenas
estuvieron del otro lado, en vez de continuar por el túnel excavado en el otro
lado de la montaña, el samurái empezó a descender a paso rápido por un paso
de cabras; por allí siguió Diego con Vania un poco más tranquilo. Donde
terminaba el sendero que podían transitar los dos hombres, Vania dio un salto,
subió un poco más y luego desapareció. La impresión hizo trastabillar a Diego,
que terminó cayendo de espaldas al vacío. Era una muerte segura. Diego, pese
a su circunstancia, se negaba a abandonar a su amigo felino en quién sabe cuál
incierto escenario. Tenía intención de rescatarlo. Dio una voltereta en el aire,
justo a tiempo para caer montado en el lomo de una inmensa águila de cuello
blanco. El samurái se trepó en la segunda que llegó hasta ellos; jinetes y
monturas estuvieron unos instantes en el aire, reconociéndose. Diego miró sin
sorpresa que el samurái era su padre, en una versión infinitamente joven, tal
vez de cuando tenía treinta años. Se saludaron al estilo japonés. Akemi sonrió
inesperadamente, e hizo un gesto que pareció significar: y ahora, vamos a
buscar a ese gato. Sus ojos relampagueaban pasión.
“─¿A dónde vamos?”
Akemi volvió a reír: “¿Quién puede saberlo?”
El grito de auxilio rebotó contra las paredes, pero pareció salir de los
abismos y expandirse por el vasto mundo. Diego y Akemi golpearon
suavemente los flancos de sus monturas y éstas emprendieron el vuelo; Diego
ya no sentía el agobio de haber perdido a Vania, estaba con su padre, ahora
todo saldría bien, lo sabía. El espeso bosque, las cañadas hostiles, el río negro,
el monstruo de las cuevas altas, los animales fantásticos, todo se veía
diminuto. Volar les produjo la inefable sensación de libertad. Remontaron el
cielo, su vuelo los condujo por sitios no vistos antes. Las águilas negras
sobrevolaron el Valle de las Sombras, también conocido como el espacio del
no ser.
“─Allí está Vania.”
Akemi asintió, dieron orden a las águilas de bajar, pero las aves se
elevaron, si cabe, más alto. El corazón de Diego se detuvo: tenía que rescatar a
su gato. ¡El confiaba en Diego! Amaba a Diego. No podía dejarlo a su suerte...
Le había dado tanta felicidad… Mas no hubo manera de que las águilas
descendieran; Akemi acercó su montura lo suficiente para tomar a su hijo de la
mano, las águilas se alejaron velozmente.
***
Vania encontró a Ernesto, Silvia y Casandra afuera del jardín de los
cerezos. Los tres parecían estarlo esperando. Formaban un medio círculo.
Vania se dirigió a Ernesto. El hombre se agachó para hablar con él. Tenía el
dicho Ernesto la desconfianza, el temor, la vacilación, las dudas surgidas por
la propia manera de ser. No había posibilidad de que alguien llegara a su
corazón. Vania se sentó frente a él, maulló discretamente, tendió la pata al
hombre, y éste la tomó ansioso: la energía que transmitía Ernesto era apenas
perceptible, en contraste con la de sus compañeras, que iluminaban el mundo;
el hombre estaba sumamente abatido. Sus años de matrimonio, que había
creído felices, estuvieron habitados por la desconfianza, por el rencor, por el
temor de perder a Silvia, le confesó a Vania. Descubría ahora que nunca creyó
en el amor de ella, y que ese hecho fue puesto de manifiesto por la presencia
de Diego, al que el dicho Ernesto abominaba por su apostura. Su creencia de
que sólo las personas de buena presencia, hermosas como era su Silvia, podían
conseguir amor, era responsable de las zozobras de celosía en las que vivió.
Vania maulló para demostrar que dudaba de las creencias de Ernesto.
El hombre se sobresaltó al ver que su amado gato dudaba de él, Vania no
podía dudar de él, era todo lo que tenía.
Vania maulló de nuevo.
Ernesto palideció (si es esto posible en un muerto): ¿era posible que
estuviera equivocado, él, que no se equivocaba en nada? ¿Realmente su Silvia
lo había amado tanto como siempre le dijo? Si era así, resultaba que había
vivido una vida estéril, sin sentido. Y lo chistoso era que él, realmente, la
adoraba. Había recibido amor sin darlo de regreso, al menos, no lo suficiente.
Había perdido felicidad. No había dado felicidad.
Silvia se hincó al lado de Ernesto, acarició la nariz de Vania, le sonrió a
Casandra; vestía el mismo vestido blanco ya visto por Vania, y su apariencia
seguía siendo de cuando tenía veinte años. Ernesto tomó las manos de ella, se
miraron a los ojos:
“─Me gustaría regresar y amar a alguien de verdad, amarme a mí mismo
también, antes de regresar contigo, antes de hacer más grande nuestro amor.”
Silvia asintió, llevó las manos de Ernesto hasta su boca, las besó
suavemente, como los suspiros, así se desvaneció Ernesto.
Casandra alzó a Vania hasta acercarlo a su cara:
“─¡Gracias!”
Vania maulló festivamente.
“─Dile a mi Osito que siempre lo amaré, dile que ya estoy bien, que lo
amé sinceramente. Dile que ahora sé que me llamo Amor…”
Casandra lo puso en el suelo, las mujeres se alejaron hacia la luz, allí
estaba Donato: los tres voltearon antes de entrar, le enviaron un beso a Vania.
***
Akemi y Diego pasaron un día verdaderamente divertido: subieron
montañas, bajaron abismos, nadaron con furia de titanes, surfearon como hijos
de Neptuno, volaron cuanto quisieron, las águilas parecían adivinar a dónde
llevarlos cada vez; también fueron muchos los secretos que se contaron, los
chistes que compartieron, las bromas que se hicieron.
Una detonación llenó el espacio.
Akemi y Diego cayeron de sus monturas en picada a las aguas del lago
Paloma, entraron limpiamente, el impulso los llevó hasta el fondo, cayeron de
pie; para su sorpresa, había un jardín con bancas allí. Diego se aproximó a su
padre, lloraba:
“─¡Va a regresar!”
Akemi, conmocionado por ver a su hijo llorar, lo abrazó con todo su ser,
tan hondo, tan fuerte, tan suave, tan tierno el abrazo como Diego siempre lo
deseó.
***
Diego y su papá amanecieron en sus camas. A las nueve de la mañana
oyeron el llamado de la señora Fumiko que los invitaba a desayunar; Diego se
incorporó en su cama: olía con placer el desayuno. Se apuró para llegar a
tiempo, pero su papá fue más rápido, y ya estaba sentado cuando el hijo entró:
a pesar de sus ochenta y dos años se veía muy bien; tanto él como su hijo
estaban en piyama. No así, la señora Fumiko que estaba toda guapa.
─Buenos días, ma’; hola, pa’.
Los esposos Mendoza sonrieron de oreja a oreja al oírse nombrar así. Sin
más preámbulo su hijo empezó a desayunar lleno de vigor y de un apetito
como si hubiera peleado con lobos; el señor Akemi también comió bien, lo
mismo su esposa.
Vania entró en ese momento por la ventana, dijo miau y saltó al suelo;
afianzándose a las piernas de su humano subió hasta la mesa del desayuno,
dispuesto a tomar sus sagrados alimentos. La señora Mendoza le acarició la
cabecita negra. Diego lo observaba con atención en tanto le servía leche en un
tazón.
─Creo que necesita un nombre, hijo.
Diego volteó a ver a su papá con sorpresa: ¿seguía leyéndole el
pensamiento?
─Vania podría ser un buen nombre, Diego, ¿no crees?, dijo la señora
Fumiko.
Vania maulló alegremente dando su asentimiento: ¡Ése era el nombre que
había estado buscando!

FIN

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