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Vania tenía sólo dos meses de edad, y ya había perdido dos pares de papás.
La noche del 24 de diciembre se abrió una puerta y por ella salieron dos
gatos, corridos ignominiosamente: ella por quedar preñada sin el
consentimiento paterno; él, por ser el autor del desaguisado siendo apenas un
ínfimo gato callejero. A la ofendida familia no le importó ni la fecha ni que
hiciera un frío que calaba el alma. Sandy, tal era el apelativo de la blanca
gatita, intentó sin éxito que le reabrieran la puerta. Huracán, el gato negro y
papá biológico de Vania, intentó convencer a su angustiada pareja de ir en
busca de la anciana que lo alimentaba cuando no tenía qué comer, seguro de
que los ayudaría; pero Sandy se negaba a dejar la casa familiar y en la
discusión que siguió echó a correr, incapaz de soportar la nueva realidad, con
Huracán detrás de ella. Los encontró el señor Ernesto Priego a mitad de una
avenida de intenso tráfico, recién atropellados. Sin pensarlo se quitó la gruesa
chamarra, paró un taxi, arreó al taxista para que llegara veloz al domicilio del
propio Ernesto y allí los entregó a su esposa. La señora Silvia Azcanio no
había estudiado medicina veterinaria, pero de tanto rescatar y curar animales
sabía qué hacer cuando una gata estaba a punto de parir. Sólo que Sandy no
sobrevivió al parto. Huracán falleció apenas el señor Ernesto lo colocó en la
mesa de curaciones. Tampoco sobrevivieron las cuatro hermanitas, sólo Vania,
al que el señor Ernesto adoptó de corazón, lo mismo que su esposa. A estos
segundos padres los perdió Vania porque un imprudente les echó el tráiler
encima cuando se dirigían al veterinario: murieron los Priego-Azcanio y los
dos lechones que llevaban a consulta.
Hubo gran alboroto entre los rescatistas por esas absurdas muertes,
exigieron justicia, no cejaron, como no cejan los rescatistas verdaderos, y
pronto el culpable fue a dar a la cárcel, donde aún, en estos días remotos,
espera ser enjuiciado... Por otro lado, encontrar quién cuidara de los animales
nuevamente desamparados provocó grandes rencillas entre pseudoprotectores,
parecía que no iba a lograrse, pero a la postre llegaron verdaderos protectores
de animales para hacerse cargo de ellos, y el problema de los animales
desamparados desapareció. O casi. Vania era tan pequeño y oscuro que nadie
reparó en él. Tenía un pelaje negro intenso debido a lo cual se confundía con
las cobijas negras con las que Ernesto lo envolvía. Pero no sólo eran las
cobijas, también el cojín que colocó en el huacal donde dormía el nene, y el
huacal mismo estaba pintado de negro. Ernesto pensaba que el que el mundo
onírico de Vania estuviera rodeado de negro le daba un aire de misterio a su
vida de felino. Le puso un foco ahorrador a instancias de su mujer, quien
consideraba que tanto negro podía empachar al gatito. El marido obedeció,
como siempre, pero a su modo, con el resultado de que el foco dispersaba su
luz formando un aura, y esa aura impactó a los rescatistas de tal manera que
dedujeron que la emitía el fantasma de un ente paranormal, y sintiendo miedo
prefirieron no acercarse hasta sitio tan peligroso. Así, dejaron al bebé solo en
la enorme casa de sauces llorones. Vania estuvo una tarde entera hambriento y
con miedo, tanto, que, sin darse cuenta, sus maullidos se colgaron del tiempo y
ya no hubo manera de no oír su desesperado lamento. De este modo Diego
Mendoza, su futuro compañero de vida, aventuras y muerte, se enteró de su
existencia.
Era el joven vecino de junto que en ese momento trabajaba en un plano.
Era Diego un profesional concienzudo, tenía por costumbre hacer todo bien
cuando se comprometía a realizar algo. Su concentración era profunda, el
llamado de Vania tardó en penetrar en su cerebro. Pensó primero que se trataba
de una pelea de ratones, pero la desesperación que transmitían los maullidos
obligó a Diego a hacer de lado su trabajo e investigar. Dejó los lápices para
ponerse la chamarra y el casco de minero que tenía una potente linterna.
Escuchó con atención: los lamentos provenían de la casa de junto, ¿cómo es
que había alguien en aquella casa? ¿No estaban muertos los rescatistas de
animales? ¿Habría entendido mal lo que le dijo la señora de la limpieza, su
mayor informante? Porque si aún estaban vivos, seguro habían llevado a otro
animal herido y lo estaban… No pudo imaginarse qué, pero pensó que eso
tampoco era su asunto, que no tenía caso embarcarse en una aventura
innecesaria, y se regresó. Mas Vania no lo dejó avanzar mucho: sus maullidos
se hicieron estridentes, desgarrados; Diego suspiró resignado: tendría que
irrumpir en casa ajena y, luego, si estaban allí esos amables señores,
explicarles que iba a investigar un maullido de dolor. Se dirigió a la cocina
para salir al patio y trepar por la escalera de caracol. Era ya noche cerrada.
Tuvo que encender la linterna y apagar el desagrado que le producía cometer
un ilícito, pero era inevitable si quería ser útil; bien podía salir a la calle, llegar
a la puerta principal y tocar, pero esas acciones no darían el resultado de lograr
que la abrieran. Restaba sólo saltar la azotea. Su casa y la de junto tenían en
común que eran de un solo piso, saltar entre azoteas no debería representar un
problema.
Había luna llena.
Diego tenía razón al pensar que allí estaban “los rescatistas” como solía
llamarlos, los Priego-Azcanio no se habían movido ni un instante del sitio en
el que el animalito maullaba desesperado. El problema principal radicaba en
que no estaban en condiciones de organizar un rescate en forma ni de darle
ánimos al felino, su estadía en el otro mundo era reciente y muchas cosas
ignoraban cómo hacerlas. A la señora Silvia le hubiera gustado cargar al bebé,
consolarlo, darle de comer, cantarle una canción de cuna, acomodarle las
cobijitas para que no pasara frío. El señor Ernesto estaba tan furioso porque
los imbéciles rescatistas no se fijaron en el pequeño, al que, sin proponérselo,
habían condenado a una muerte dolorosa y solitaria, que no dejaba de lanzar
maldiciones en latín y en inglés antiguo.
─Ya ni te desgastes, vida hermosa, va a estar bien, ya verás, dijo Silvia
intentando ser valiente.
─¡Se está muriendo de hambre y frío! ¿En qué planeta eso es estar bien?
─Tampoco me gusta que en este lado de la existencia me grites, cielo.
El señor Ernesto fingió no haber oído la reprimenda, pero moderó su tono
de voz.
─Estoy desesperado ¡no quiero que se muera!... No quiero tenerlo junto a
mí a ese precio…
─Tranquilo, cielito, va a estar bien, te lo juro.
─¿Por qué estás tan confiada? ¿Por qué? ¿Acaso no ves que sólo estamos
nosotros?, que es como si estuviera solo a final de cuentas.
─Porque ese nene está bendito: todo le sale bien. Todo.
─Es un gato, a los gatos les pasa la vida, y no se diga de los gatos negros,
¿cómo le va a salir todo bien? ¡Eso es para los humanos!
─Ajá.
Ernesto elevó los ojos al cielo, exasperado. Entonces se oyeron ruidos en la
casa. Los Priego-Azcanio se sobresaltaron pensando que podía ser un
asaltante. ¡Dios, qué pasaría con Vania? Oían claramente que las puertas se
abrían y cerraban.
─Ve a ver quién es, dijo la señora Silvia con suave pero firme voz. Su
marido dudó un momento, siempre había tenido miedo de los fantasmas, y aún
de muerto pensaba que no se las sabría arreglar con uno; pero la costumbre de
obedecer a su cónyuge lo empujó a través del tiempo y en un instante apareció
en la cocina. La alegría iluminó su feo semblante: ¡era alguien vivo! ¡Vania
tenía esperanzas! Pero de inmediato le entró la desesperación: el intruso
buscaba por todos lados sin atinar con nada, ¿qué no se daba cuenta de que el
pequeño estaba en el estudio? Ernesto se percataba de la dificultad que
representaba encontrar a un ser tan pequeño en una casa desconocida, a
oscuras y en plena noche, pero estaba tan angustiado por la suerte de su gato
que culpar al providencial salvador lo hacía sentirse un poco menos estúpido.
Inesperadamente la cabeza de su esposa apareció en la cocina.
─(¡Es Diego, aleluya!)
─¡¿Y quién es ese… puto?!
─(¡El vecino guapísimo! El de los ojos azules…)
El señor Ernesto empezó a agitarse violentamente por los celos, como era
hombre feo de solemnidad nunca pudo soportar el que a su esposa le gustaran
otros, sentía ese hecho como la más grande traición, no importaba cuánto lo
amaba ella y el que se lo demostrara de manera constante. Algunos objetos
cambiaron de lugar sin que él moviera las manos; para nuevo agravio del
desdichado marido, su esposa notó el fenómeno y se concentró en él,
convencida de que había que sacarle provecho para guiar a Diego. Sin duda
tendría que utilizar su mente: despiadadamente sacó a todos los pensamientos
estorbosos para enfocarse en la vajilla, no pasó mucho tiempo para que las
piezas empezaran a salir y formaran una flecha frente a los ojos de Diego,
cuyo corazón por poco deja de latir; no fue así, sin embargo, o esta historia se
quedaría sin héroe, ergo, la señora Silvia para evitar que se diera a la fuga y
perdiera así unos momentos preciosos, formó con las tazas, los platos y la
tetera japonesa un mensaje: es por aquí. El corazón de Diego enloqueció, pero
la mente del muchacho se impuso en su frío racionamiento de que aquello no
podía estar ocurriendo o, si estaba ocurriendo, debía ser porque alguien le
estaba pidiendo que hiciera algo, y como sus papás siempre le aconsejaron y
mostraron que era importante ser compasivo, siguió sin pensarlo el mensaje de
las tazas. Apenas en tiempo. A Vania la vida lo estaba abandonando. La
potente linterna de minero alumbró el negro espacio donde se encontraba,
Diego lo alzó con cuidado, lo acercó a su cara, miró en sus ojitos una
desesperada súplica: sálvame, y sin dudarlo lo acomodó en el bolsillo interno
de su gran chamarra de invierno polar. Quedaba a la altura del corazón, cuyo
rítmico sonido convenció a Vania de seguir vivo. Salieron con rapidez de la
casa de los Priego-Azcanio con Diego deseando que un taxi estuviera a la
puerta de la casa. Cerró la puerta con cuidado. Volteó y sonrió al descubrir allí
a un taxi de los llamados de Kitty, por su color rosita. En respuesta a la
pregunta de a dónde debía llevarlo, Diego dijo, como en las películas, camine
por allí hasta encontrar a un veterinario o algún profesional de la salud. Y así
llegaron a “Vidas Perronas”, la colorida clínica para animales que estaba a
unas cuadras de su casa. En el veterinario recibió muchas y buenas
sugerencias, sólo hubo una que no pudo seguir: dejar a Vania en una especie
de incubadora, y no es que el arquitecto no siguiera las órdenes del doctor,
sino que Vania se negó a abandonar el corazón de Diego.
***
Ernesto amaba a Vania. Era su amor más profundo, e hizo de Vania su
confidente y escucha. Se divertía contándole espeluznantes cuentos que
encontraba en relatos ingleses, pero fue cuando le narró El gato negro de Alan
Poe que el gatito maulló por primera vez. Le contó cómo eran apreciados los
gatos en el antiguo Egipto o en Escocia o que incluso en Italia se celebraba el
Día del Gato Negro y que existía el Día del Gato, parece que es el 9 de
febrero, flaco; y luego de ese relato se dio cuenta de que el animalito ya iba a
la caja arenera; eso sí, evitó narrarle historias de brujas que eran quemadas,
entre otras cosas, por tener gatos negros como parte de la familia; tampoco le
narró la historia de los dos cretinos a los cuales se les achaca el invento del
concepto de mala suerte asociada a los gatos negros, no quería que se hiciera
ideas.
─Los gatos no se hacen ideas, mi vida hermosa, son muy listos y piensan
por sí mismos, le respondió la señora Silvia mientras cambiaba el vendaje de
la pata de un venadito que tenía tres días en la casa.
─Nada hay tan peligroso como creer en una idea que ni siquiera has tenido
tiempo de analizar, flaco, tienes que ponerle cerebro a las cosas, luego ya
decides si te conviene creer en la nueva idea.
Silvia los escuchaba comunicarse y sentía su corazón cantar; su marido, si
bien nunca se había opuesto a su labor animalística, ¡faltaba más!, no se había
mostrado especialmente amoroso con alguno de los rescatados, pero se veía a
un kilómetro que amaba al gato negro, y eso la hacía muy feliz. El señor
Ernesto cargaba a Vania todo el tiempo, algunas veces, cuando consideraba
que sus historias estaban subidas de tono, se las contaba en inglés para evitar
que la señora Silvia se escandalizara. El viernes en que le confirmaron el
nombre, empezaron discutiendo el hecho de que el señor Ernesto sólo se
ocupara del gatito negro.
─Es conveniente para su desarrollo intelectual.
─¿O para contarle tus retorcidas historias, mi vida hermosa?
El señor Ernesto puso cara de cómo crees que yo podría hacer algo tan
malo.
─Si piensas que no sé la clase de relatos que le cuentas a mi gato, es que
no me conoces.
─¿Qué tienen de malo mis historias? ¡Son clásicos ingleses!
─Que va a terminar siendo carnívoro.
─Los gatos son carnívoros.
─Los míos son veganos.
─Eso es contra la naturaleza, tú los obligas a ser veganos.
─Tonterías, los gatos pueden cambiar sus malas costumbres.
─Ah, así que ahora eres la Evolución…
─Sólo Silvia la milagrosa.
El señor Ernesto rio de buena gana. La señora Silvia dijo:
─¿Por qué no cargas a todos?
Ese todos incluía a la nueva camada de gatitos que recién habían
abandonado frente a la puerta de la casa Priego-Azcanio.
─Porque son gatas.
─¿Y?
─No se puede hablar de cosas de machos con una hembra enfrente.
─¡Odiador de mujeres!, respondió ella riéndose a todo lo que daban sus
pulmones, nunca lo hubiera creído de ti, mi vida hermosa.
─No es misoginia, mujer, son ganas de platicar entre hombres.
─Dioses de todas las religiones: ¡me casé con un macho!
─Pues sí, dijo, muy sorprendido el marido, que sabía ser el macho de la
especie (bueno, uno de ellos).
─Pero puedes hacerles un espacio en tu agenda, digo yo, no puedes darle
amor a uno e ignorar a las otras, eso se llama egoísmo, para que el amor sea
amor debes hacer el esfuerzo por que te importen el mayor número de
personas.
─No me menciones a Fromm cuando estoy con Vania, no quiero que tenga
influencias indebidas.
─¡El Dr. Fromm no es una influencia indebida!, tú sabes que yo… ¿Cómo
llamaste a Tiziano?
─¿A quién?
─A Tiziano… ¡¡No me mires como si estuvieras pasmado, vida hermosa,
me refiero al gato!
─Ah, te refieres a Vania.
─¿Vania? ¿Quién le puso Vania?
─Yo.
─¿Cómo Vania?, es un nombre de niña.
─En México, pero Vania es nombre de hombre.
─Es un nombre blanco.
─¿Y?
─¿Cómo “Y” tan a la ligera? ¿No te he dicho toda la vida que una persona
debe llevar un nombre que tenga el color adecuado, que combine con la
persona? Tiziano es el nombre justo para Tiziano, no sólo porque le queda a su
figura, sino porque es igual de negro que el propio Tiziano.
─¿Negro con negro? Por favor… ¿quieres que su nombre le amargue la
existencia?
─Combina. Hay armonía con el universo.
─No-no-no-no-no-no-no-no, combina con la mala suerte, y no armoniza
con la buena suerte, y yo no quiero que a este niño le pase nada de nada,
quiero que esté a salvo.
─Nadie está a salvo en México, mi vida hermosa, ni siquiera la mala
suerte.
─Qué lúgubre, Silvia.
─Tú ni crees en la mala suerte ni yo tampoco, mi vida hermosa, ¿por qué
tenemos que dejarnos llevar por una superstición?
─No creo en la mala suerte, en efecto.
─¿Entonces?
El señor Ernesto miró unos momentos a su esposa, dijo, testarudo:
─Pero sí creo en la buena suerte y en el derecho del padre a decidir el
nombre del hijo, vivimos en un patriarcado, ¿recuerdas?, dije que se llama
Vania, y así se queda.
─Pero no me gusta…
─Mujer obstinada, ¿quieres que lo aplaste el destino?
─¡Por Odín siete días borracho!, ¿por qué lo va a aplastar el destino?
Nadie tiene la suerte echada sólo por ser negro.
─Eso díselo a los esclavos y a los gatos negros.
─¡Hace cientos de años que se abolió la esclavitud!
─Existió, ¿no?, y los gatos negros siguen en el planeta; tú mejor que nadie
sabe la suerte negra que tienen los gatos ídem, cómo los matan por
supersticiones o por creerlos amigos de Satán. Un nombre blanco va a
conjurar esos efectos negativos.
─Marido, tus argumentos no tienen lógica, la mala suerte no existe, bueno,
por ella misma, como entidad independiente, y mira que si le ponemos Vania a
Tiziano todo mundo va a creer que es niña, no está bien, se puede confundir,
sentirse angustiado por ignorar si es niño, niña o ficción.
─Ya te dije que Vania es nombre de hombre; en Rusia, su lugar de origen,
llaman así a los hombres; en México, en cambio, a todo lo que termina con a
lo consideran femenino, pero NO ES ASÍ-NO ES ASÍ-NO ES ASÍ.
─No me grites, vida hermosa, sabes que no lo tolero, y alzó el índice
derecho para decirle su precio al impertinente. Su mirada encontró que el
señor Ernesto y Vania estaban retozando su amor en la hamaca en la que solían
acostarse a leer, platicar o tramar alguna travesura o ensayo literario; el gato
estaba parado en sus patitas traseras mientras las delanteras jugueteaban con la
barba del señor Ernesto y, a veces, se miraban a los ojos como para decirse
algún chiste infantil.
─Está bien, que ande descombinado por la vida, que se llame Vania, total,
no creo que se muera por eso, dijo llorando conmovida.
Más tarde los maridos hicieron el amor con la misma pasión que de recién
casados; Vania bebió chocolate caliente, se enfermó de la pancita, y esa noche
de la formalización de su nombre la pasó acostado en la cama de muñecas que
pusieron cerca de la ventana; le daba la luz de luna en la carita.
Ernesto lloró recordando esos tiempos ya muertos como él. Tuvo que hacer
un esfuerzo enorme para ubicarse en su presente: él era un fantasma pero
Vania estaba vivo; debía vigilar que le consiguieran la familia adecuada, no
podía quedarse con ese imbécil que todo lo que tenía era su guapura, era
forzoso que fuera a dar con gente que supiera de gatos, que se comprometiera
a amarlo y cuidarlo por siempre. Eso era todo lo que contaba.
─No creo que ese idiota sea el mejor tutor para mi bebé ─dijo en un
lamento, interrumpiendo los pensamientos de su esposa─, yo no me voy de
este mundo hasta que no esté seguro de que Vania está bien, dijo sin poder
contener ya las lágrimas. La señora Silvia lo abrazó con su energía de amor,
pero no bastó para calmar el ansia que lo devoraba.
Casandra Dos Vientos tenía una suntuosa residencia en la Roma Sur, allí,
dentro de sus muros, era inmensamente feliz. La había ido decorando según su
gusto y pasión, le gustaban los colores claros y los almohadones esponjosos,
tener muchos cojines en la cama, en los sillones, en el suelo, mesitas colocadas
estratégicamente, vajillas de auténtica y fina porcelana china (de cuando los
chinos no exportaban aún todo lo exportable), flores en vistosos floreros,
cuadros con escenas de amor, cortinas largas por todos lados; su espacio
favorito era la recámara con su cama inmensa, su montaña de cojines, las
sábanas de algodón egipcio, la cantidad de luz que entraba por el tragaluz, el
mullido colchón, los edredones con los cuales podía taparse hasta las narices
pues le gustaba poner el aire acondicionado al tope, y dormir en posición
supina cuando no estaba su amante, y al despertar, ver entrar la luz del sol a
raudales. En el enorme vestidor tenía una cantidad insolente de vestidos,
zapatos, ropa interior. Iba al gimnasio, le daban masajes. Estudiaba decoración
de interiores, y era una estudiante destacada. Y lo que despertaba la envidia de
más de una era que comía lo que le daba la gana porque no subía ni un gramo
de peso. Su salud era su más preciado don de belleza, lo que no significa que
fuera fea, al contrario: era guapa guapa guapa. Se lo había dicho el productor
de telenovelas que quiso convertirla en estrella del sistema de telenovelas que
veía mucha gente en el país. Se lo dijo en París. Suspiraba la muchacha
cuando pensaba en su luna de miel en la bulliciosa capital francesa. Nunca
había sido amiga de la buena suerte hasta que conoció a Luis Gálvez, el zar del
cartón, antiguo recolector de basura que invirtió de la mejor manera sus
ganancias, y era para ese tiempo inmensamente rico. Se conocieron en el
restaurante propiedad de un amigo de Gálvez donde Casandra trabajaba de
pinche, se ocupaba en oficio tan humilde porque se negó a tener quereres con
el gerente; sin embargo, la cocinera, desde el mismo inicio, la tomó bajo su
protección, y como la cocinera era la causa de que el local estuviera siempre
lleno, el otro tuvo que resignarse a sólo humillarla. Fue debido a una
humillación que le infligió frente a Luis Gálvez que trabaron conocimiento.
Ella le gustó de inmediato, se entusiasmó con la cabellera castaña de la
muchacha, su piel blanca, y sus ojos café claro, en ocasiones verdes, además
de que le pareció (y tenía razón) que el de ella era el mejor cuerpo que había
visto en mucho tiempo. Después de hacer que su amigo corriera al gerente
abusivo, Luis Gálvez la invitó a cenar. Casandra se negó a hacerlo en su
trabajo, “no está bien, se van a sentir mis compañeros”, le respondió a Gálvez
cuando éste quiso saber el motivo. El hombre era de decisiones rápidas y ese
mismo día se la llevó a lugar seguro, como le dijo, la casa de la Roma Sur que
tenía abandonada por no saber qué uso darle. Allí hicieron el amor, pero no
esa misma noche, no; esa noche se la pasaron platicando de todo, de nada,
riendo con el alma, primero en un negocio de tacos veganos, que probaron y
les gustaron mucho, comieron hasta hartarse pues los dos eran de buen apetito,
y para el café se dirigieron al OXXO de la esquina. Se sentaron en la jardinera
ubicada a un lado del supermercado, allí estuvieron tomando café y riendo de
la infancia de Casandra y su abuelita milagrosa, la que le enseñó que el
camino del éxito estaba lejos de su natal Culiacán: “aquí hay mucho guacho,
mija; vete pa’ México, allí sí sabrán apreciar lo chula que estás, sirve que aquí
no te pierdes con un narco”, y aunque al principio no parecieron ciertas esas
palabras, en el momento en que conoció a Gálvez su suerte cambió. Se la llevó
a París a las dos semanas; allí la contrataron de modelo de ropa mexicana, con
permiso de Gálvez, por supuesto porque vio lo feliz que eso la hacía; los
empresarios la llevaron a modelar a Viena; de regreso en París, desayunaba en
la cama, con Luis a su lado, bebían champaña que tanto le gustaba y comían
langosta; rezaba en Notre Dame porque a su amante le siguiera lloviendo la
abundancia; fueron días maravillosos ésos. En Viena, supo Luis la congoja que
le provocaba a su amante el hecho de llamarse Juana Martínez: no sólo era el
nombre más feo jamás inventado, dijo ella, sino que además su apellido
tampoco ayudaba, lo que la hacía pensar que esa desventurada combinación
era la causa de que no le hubiera ido bien en la vida.
─Bueno, hasta que te conocí a ti, Osito, le dijo, sentada en sus piernas.
Luis no creía que a ella le hubiera ido tan mal como le decía, no con esa
belleza que quitaba el aliento; pero no le interesaba contradecirla, lo único que
quería era consentirla. No extraña que su segundo gran regalo fuera llevarla al
Registro Civil para que se pusiera el nombre que más le agradara; Juana pensó
y pensó qué apelativo darse a sí misma: tener un nombre adecuado, el nombre
que la distinguiera de la masa, le parecía un asunto esencial; y al fin se decidió
por el de Casandra y el apellido Dos Vientos (dos en uno, como le dijo), para
no sentirse rara. Si bien desde que tenía memoria sólo había tenido pegado a
su nombre el apellido de su mamá, no por eso dejaba de suspirar por tener dos
apellidos como todos los niños de la escuela primara a la que asistiera; pero
cuando Gálvez le dijo que se inventara un apellido también para su papá, ella
no quiso, dijo no conocer a su padre, que nunca se había interesado en ella y
por tanto no tenía por qué hacerlo presente en su vida mediante un falso
apellido, eso le daría una autoridad que no tenía en la vida de la hija
abandonada. Gálvez entendió bien las razones de ella y no insistió.
La madrugada después a la noche en que se conocieron, cuando los coches
empezaron a pasar a su alrededor, los deportistas tempraneros a llenarse de
adrenalina con sus rutinas diarias, los perros a salir con sus dueños a pasear,
supieron que era momento de irse a dormir. Ni se les ocurrió que cada uno
vivía en viviendas distintas. Se fueron a un hotel cercano, pidió Gálvez la suite
presidencial y allí vivió Casandra hasta que la casa de la Roma Sur estuvo lista
para recibirla.
Casandra vivía auténtica felicidad, que se oscureció un poco al saber que
su Osito tenía dos amantes fijas además de una esposa con tres hijos, amén de
amoríos casuales. El mordisco demoledor de los celos la postró un fin de
semana, pero luego se dijo que debía evitar que su Osito supiera que ella sabía
lo de amores infieles pues prefería vivir feliz con él aunque lo compartiera.
Incluso sentía pena por la señora esposa de Gálvez, por estarle haciendo daño
aún sin querer, pero sabía que no dejaría a su Luis por nada del mundo y hacía
una oración por ella pidiendo que Dios todopoderoso llenara su vida con lo
que más apreciara (y que no sea mi Osito, Diosito, por favor). Por las amantes
no sentía nada, tanto las amantes como ella misma lastimaban a la señora de
Gálvez, con ellas no estaba obligada, con ellas no había traición. A solas, la
culpa le producía un malestar que olvidaba apenas oía que se abría la puerta de
la calle y la joven sirvienta decía, toda sonrisas y alegría:
─¡Buenas noches, señor don Luis!
─Buenas, muchacha, ¿el mundo, bien?
─Sí, señor, sí.
─Así me gusta, decía, y le daba una palmadita en el hombro con una
sonrisa amplia, viva, de real alegría. En el estudio con terraza en la que
también había un jardín al que llegaban las palomas que alimentaba, Casandra
aventaba todo a donde cayera para ir al encuentro de Gálvez.
─¡Osito!, gritó mientras le echaba los brazos al cuello y con sus piernas
rodeaba la cintura de Gálvez, y luego procedía a comérselo a besos.
─¿Cómo está mi princesa?
─Tu princesa está bien, Osito…
Se lo comió a besos, le hizo el amor como si fuera la última vez, con
pasión y entrega, obligándolo a tener un papel pasivo para que ella pudiera
mostrarle toda la cachondería que le provocaba él. Bajó hasta la entrepierna,
pasó los dedos arrastrándolos como arados provocando de inmediato que el
Osito dijera “¡qué rico!” para inmenso placer de Casandra. Luego la lengua se
hizo cargo, con torpeza pero también con enjundia, que fue lamiendo la
entrepierna izquierda para pasar del muslo a la región púbica de una manera
que hizo estremecer al Osito como nunca antes; los dedos de Casandra
recorrieron el pene erecto, masajeándolo. El animalazo se estremecía como
junco por el placer, hasta que se vino en una ruidosa explosión orgásmica. El
Osito mantuvo los ojos cerrados gozando el milagro, cuando los abrió la cara
sonriente, bañada de semen, de Casandra, desató en ellos espasmos que
recordaban los orgasmos sentidos, e intensas carcajadas.
─¡Saliste bien cachonda, canija!
Casandra no paraba de reír; el Osito la atrajo hacía sí, y ella quedó encima;
el Osito limpió el semen con la camisa de seda que había caído a un lado del
buró, suave, sin lastimar la suave piel de ella.
─Estás bien chula… ¿Sabes que yo no quería ir al restaurante ese, el dueño
no me acaba de dar confianza? De la que me hubiera arrepentido…
─¡Pero si ni hubieras sabido que yo existía!
─Igual me hubiera arrepentido, porque a mí las cosas buenas se me delatan
con su olor. Tú, por ejemplo, hueles a clavo y canela, ¿cómo se me iba a
olvidar? Te olí enseguida, te hubiera hablado enseguida, te hubiera amado
enseguida si el estúpido ese del gerente no te hubiera sobajado. Allí sí había
que poner las cosas en su lugar; pero yo me dije: a esa chulada de vieja no la
puedo echar al olvido. No, señor, ella se viene conmigo.
─¡¿De veras pensaste eso?!
─¡Pues claro!
─Oye ¡¿y si te hubiera dicho que no?!
─¿Hubieras hecho eso?, dijo Luis Gálvez verdaderamente asombrado,
nunca una mujer le había dicho que no.
─Pues… si me hubiera ganado la pena, sí.
─¡Ah, chinga! ¿Pena por qué?
─De que un hombre tan fino se fijara en mí.
A Gálvez le dio un ataque de risa, su humanidad de atleta que ya no se
entrena pero se mantiene en buen estado aunque con un poco de panza dura, se
estremecía a placer por lo oído.
─Ah, qué mi chula tan vaciladora, si yo soy recorriente, fina usté…
La muchacha se puso roja-roja, dijo, con timidez, escondiendo la cabeza en
el pecho de él:
─Si yo era la ayudante de cocina…
─¡Y le tengo que poner flores a la virgen por eso! Nomás de pensar que
otros me la hubieran gozado me encabrito, usted nació para mí, sólo para mí.
La miró con cariño, y ella sostuvo su mirada; así estuvieron unos minutos,
viéndose sin decir nada, cómodos en la profundidad del otro. Después se
durmieron abrazados. Por la mañana ninguno de los dos quería levantarse,
pero Gálvez tenía una reunión importante que no podía posponer. Casandra se
levantó de inmediato a preparar café. Él trató de tomarla para hacerle el amor,
pero ella sabía que la reunión con los de la Verde Ecologista era importante
para los negocios de él, así que se zafó alegremente y se fue a la cocina, allí la
alcanzó una vez que se hubo bañado.
─Ese cabrón de Ugalde cree que me va a ver la cara de pendejo, dijo luego
de darle un largo trago a su café, pero me la pela.
─Ten cuidado, Osito, esa gente es muy mala.
Gálvez, con la taza a medio camino hacia su boca, miró con ternura a
Casandra, lo alegraba ver que la preocupación de la muchacha era auténtica;
cada ocasión que ello ocurría él se sentía el auténtico Superman.
─No se preocupe, mi chula, ése me la pela, no sabe que ya lo estoy
esperando. Se la tengo bien preparada.
─¡Ay, Dios!
─No te asustes, chula, que no me lo voy a comer, dijo, y la abrazó con
cariño, nomás va a saber quién es su padre. Ya te conté la chingadera que me
hizo.
─Sí… Eso estuvo muy mal, le va a ir mal en la vida.
─Eso dalo por hecho, nenita. Y ya que la tengo aquí tan cerquita, pare las
nalguitas. Entonces le subió el largo camisón que traía ella, la acomodó del
modo exacto para penetrarla.
Sí llegó a tiempo, todo hay que decirlo.
Apenas dieron las diez Casandra Dos Vientos tocó con timidez la puerta de
“la pecera” de Diego, quien la había invitado a tomar un café “para platicar de
paredes”, y sólo pasó hasta que el ayudante escandinavo le abrió, pues
consideraba aquel lugar un templo. El arquitecto trabajaba con extrema
concentración en elaborar una inmensa maqueta de un castillo gótico; era la
segunda que construía en dos semanas. La clienta le pasó cerca, lo saludó,
tosió nerviosa, sin que se diera por enterado de que había una persona más en
el estudio. Thor, el ayudante rubio, se dirigió a la cocina a traer bebidas que
ofrecer, Vania fue tras él, cuando pasó cerca de Diego, éste se estiró a
recogerlo sin apartar la vista de la maqueta, y lo sostuvo en la mano, apretado
contra su pecho mientras pensaba, pensaba, pensaba en Casandra. Vania, por
su parte, harto de estar apretado contra el pecho del humano, se escabulló, y de
un salto tomó posesión del castillo. Maulló ruidosamente, todo indicaba que
encontrar un sitio apto para que viviera allí lo llenaba de satisfacción.
Casandra se llevó las manos a la cara, en un gesto espontáneo de gozo al
descubrir al pequeño señor feudal, y sin importarle su fino atuendo ni que el
vestido entallado que llevaba fuera negro, entró a su vez al castillo. Se sentó
en el piso con las piernas de lado y una mano apoyada en el suelo. Vania se
acercó, lento, hasta su bellísima Gulliver: no le tenía miedo, la observaba;
puso la garrita encima de la rodilla de ella, la otra patita al aire, sin ningún tipo
de apoyo. Casandra reía y sonreía e iluminaba aquella esquina del mundo, y
Vania lo sabía: un fluido de alegría, ternura, amor, diversión, emanaba de ella
arropando al pequeño gato. Su aura iluminó el aura de Vania, Diego creyó ver
pequeñas estrellas cintilar, a la Luna, sonreír. Los contempló embelesado pero
en algún momento se aventó sobre su block de bosquejos: la luminosidad era
la esencia de Casandra Dos Vientos; ideas y más ideas empezaron a
acomodarse en el interior de su mente; las estancias, los jardines, los puentes;
todo lo que debía constituir la construcción estaba dispuesto; el castillo ya
tenía princesa, sólo faltaba su mano para hacerlo realidad.
Thor regresaba en ese momento, pero no iba solo, una muchacha regordeta
que llevaba una bandeja con tazas llenas de algún líquido hirviente iba a su
lado, asunto que no parecía hacerlo feliz. Diego salió de su abstracción para
pedirle a Thor que en lo sucesivo cerrara la puerta y cuidara de que no se
saliera el gato: es muy pequeño para vivir aventuras hostiles. Todo lo anterior
dicho en impecable inglés, único idioma en el que podían comunicarse.
Casandra salió de su mundo para retornar a la Tierra que consideraba feroz
con ella: oía hablar en aquella lengua que le resultaba aterradora por
considerar que jamás podría entenderla ni, mucho menos, dominarla, y
empezó a sentirse pequeña, fuera de lugar, miserable. El mundo se le hizo
estrecho. Le pareció que los peligros eran muchos. Se sintió horrendamente
ridícula metida en aquel mundo de cartón, sólo el gato le seguía pareciendo
adorable. Roja de vergüenza, se puso en pie, Thor fue galantemente a
ayudarla, pero ella estaba tan avergonzada que apenas si pudo murmurar una
excusa.
La chica regordeta que llevaba la bandeja de plata de inmediato se reveló
como un peligro para la paz en aquel estudio, pues temeraria y absurda se
acercó por la espalda a Diego, se paró codo con codo con el muchacho,
husmeó a su gusto los bosquejos que salían en frenética compulsión, preguntó:
─Oye, ¿cómo se llama el gatito?
Diego sintió el calor del té muy cerca de su espalda, se volteó y le pidió
que lo alejara, pero la chica se parecía al Principito en eso de no soltar una
pregunta una vez formulada, y en ello puso su empeño.
─El bichito.
─¿Eh? ¿Qué bichito?, preguntó Diego mientras alejaba la charola con su
peligroso contenido, acción con la que se sintió envarado, pero que sabía
necesaria.
─El gato negro
Diego saltó.
─¿Qué tiene?
Ahora fue el turno de Diego de entrar en la maqueta del castillo medieval y
quitar a Vania de una de las torres en la que estaba empeñado en escalar, lo
acercó hasta muy cerca de sus ojos revisando con minuciosidad el estado del
animal. La muchacha se rio de ver los que consideraba desfiguros del joven.
Ya con el alma tranquila, Diego volteó a ver a Blanca Reyna, que tal era el
apelativo de la mesera, con la mirada la interrogó qué había visto en su gato
que la alarmara tanto.
─Nada, respondió Blanca Reyna, no le pasa nada a ese bichito tan
simpático. Que cómo se llama, dijo sin ocultar la risa.
Diego se quedó perplejo: hasta ese momento no había sido necesario que
tuviera un nombre para llamarlo, Vania andaba siempre encima de él, o casi, si
tenían necesidad de comunicarse algo, bastaba que se miraran, así había sido
desde que se conocieron. Diego detuvo todos sus movimientos y sus
pensamientos para quedarse sólo con aquel: desde el principio se entendieron.
Qué asunto más asombroso. No recordaba que en su vida hubiera ocurrido
algo semejante. Sus papás lo comprendían bien, lo sabía, y él a ellos, pero no
recordaba haber tenido esa comunicación con nadie. Sólo con el gato. Le
sonrió con toda la cara, Vania maulló, no de contento, sino de hambre.
Apareció el eficiente Thor con el tazón donde el gato empezaría a comer algo
más sólido como atún de sobre. Las mujeres habían seguido asombradas las
acciones del arquitecto y de su ayudante, habían ofrecido su auxilio sin que les
fuera aceptado, pero ahora, al ver al pequeño señor feudal regresar a su feudo,
estaban encantadas. A Casandra le parecía un magnífico augurio para su
propio castillo de princesa.
─¡Ay, ese bichitititito se ve tan pero tan requetebonito en su castillito!
¿Qué nombre le pusiste?
Diego se encogió de hombros.
Blanca Reyna dijo, categórica:
─¿Ni siquiera se te ocurrió uno? ¿No ves que le vas a dar mala suerte? Y
capaz que él nos da mala suerte a todos.
Casandra Dos Vientos saltó, y fue una suerte que no se cayera de sus
altísimos tacones. Blanca Reyna agregó que la ausencia de nombre era
garantía de que algo malo, muy pero que muy malo, iba a pasar.
─Seguro que hay un temblor grandote. Porque uno chiquito no es posible,
ésos no son de mala suerte, nomás asustan. Pero capaz que te deja tu viejo,
manita, o el arqui se queda sin trabajo o viene Godzilla y acaba con la ciudad.
No sé, algo de veras refeo. Ponle nombre, manito, yo sé lo que te digo.
─I beg you pardon?, respondió Diego, que siempre que estaba incómodo
contestaba en inglés.
─¿Qué dijiste, manito?
Diego miró a Blanca Reyna intentando pasar en su mente del inglés al
español, dijo:
─¿Perdón? ¿Mala suerte? No entiendo. ¿Qué me quiere usted decir?
Y miraba a la mesera Blanca Reyna intentando comprender qué pasaba por
el cerebro de ese desparpajado ser. Ella se carcajeó, llena de vida.
─Estás bien menso, manito, que tienes que ponerle un nombre a tu bichito
o se lo va a cargar la Chingada.
Diego parpadeó repetidas veces: no estaba acostumbrado a oír peladeces
de labios de nadie, y en la boca de Blanca Reyna sonaban a sánscrito ladrado:
─¿Por qué? ¿Qué tiene de atractivo ese lugar?
Diego resultaba demasiado lento para Blanca Reyna que sólo podía prestar
atención a un asunto por pocos minutos, para fortuna de la humanidad.
─Hay que ponerle un nombre al bichito, manita, si no las de cosas malas
que van a pasar.
Vania vomitó en ese momento: era la primera vez que comía carne y no le
cayó bien. El reguero de comida fue espectacular, y vomitivo… Lo peor es
que le dio cuerda a Blanca Reyna para explayarse sus predicciones
catastrofistas.
─¡¡¿Ves?!! YA EMPIEZA, y salió corriendo a dar la buena mala nueva;
pero antes de cruzar la puerta le gritó a Vania:
─¡Chiquito requetechiquito, está mucho muy atento ten cuidado, de la
mala suerte!
Diego se quedó con la boca abierta: no sólo la frase era un desastre
sintáctico con una coma mal puesta, sino que pretendía amedrentar a su gato.
¿Qué sucedía con esa persona? Vania, en cambio, no le dio importancia al
asunto. Diego miraba el sucio castillo sin realmente ver lo que lo ensuciaba:
pensaba en la luminosidad de Casandra, y fue sólo hasta que tuvo sed y se
volteó para pedir un vaso de agua que se encontró con la cara consternada de
Casandra Dos Vientos.
─¿No te habías ido?, dijo, muy sorprendido, disculpa que no me haya dado
cuenta, pero ahora que ya encontré el hilo de lo que debo hacer, me abstraje.
Me pasa siempre.
E hizo una seña para que uno de los asistentes escandinavos la atendiera, y
de paso le trajeran su agua. El semblante de Casandra Dos Vientos estaba tan
contraído que incluso Diego lo notó.
─¿Quieres que llame al médico?
─N…o.
─Yo creo que lo necesitas. Y si es por tu castillo de princesa que en este
momento está vomitado por mi gato: deja de preocuparte, esa maqueta se va a
la basura, ya encontré lo que me hacía falta. Eres muy luminosa.
─¿Luminosa? ¡¿Yo?! ¿Cómo?
─Donde estás tú hay calidez, ternura, alegría, luz… Lo curioso es que no
siempre sale esa luminosidad.
Casandra apenas si había escuchado lo dicho por el arquitecto, su
preocupación principal era otra.
─Estoy bien, dijo entrecortadamente, ¿có-cómo está chiquitorretechiquito?
─I am sorry?
Diego sentía que estaba entrando en una dimensión desconocida. Él era
diferente de sus semejantes, lo sabía desde siempre; aun así había logrado
adaptarse, hasta ese momento preciso en que esas mujeres se empeñaban en
obligarlo a hacer algo a lo que él se rehusaba; con todo su escaso
conocimiento mundano estaba la experiencia de que había que hacer algo o
pronto todo mundo llamaría al felino “chiquito etcétera”. Sabía bien que
alguien, una vez nombrado, permanecía con una marca peor que la hecha en la
frente de un esclavo o de una pobre res.
─Su gatito está bien bonito, patrón, por favor, no lo deje morir con la mala
suerte.
─Deja de llamarme patrón, ése no es mi nombre, dime Diego, como hace
todo el mundo. Y, gracias, ya pensaré un nombre para él. Y, definitivamente,
cualquiera que lo llame chiquito requeté etcétera, tendrá mi eterna enemistad.
La contestación fue tan cortante que Casandra se encogió un poco. Diego
agregó, en modo más suave:
─No tiene nombre porque todavía no encuentro uno que vaya con su
personalidad.
─¿No sería bueno ponerle Dieguito, como usted, arquitecto?
***
El fantasma del señor Ernesto saltó en el aire como caricatura vieja:
piernas y brazos se le fueron a los lados, y los pelos se le pusieron de punta
sólo de imaginar que su perfecto nombre le fuera quitado a Vania, ¡eso sí que
sería la más negra de las suertes!
Salió del estudio de Diego consternado. Regresó a su hogar preso de la
más profunda desesperación. Su mujer se entretenía vigilando a los rescatistas
que habían ido a poner orden en la casa de los Priego-Azcanio, pensaban que
era una lástima que tan espacioso lugar se desperdiciara y no faltaba quien ya
hiciera planes acerca del destino del lugar, nada de lo cual agradaba a la
fantasmal propietaria que deseaba ver su hogar seguir siendo de utilidad para
los desamparados, no un beneficio para abusivos. Enojada como estaba por lo
que consideraba malas acciones de sus excolegas, no hizo caso de los
aspavientos de su marido. Ernesto, arrastrándose en el aire, fue a acostarse
sobre una lámpara grande que siempre había aborrecido. La señora Silvia
tardó en verlo, pero de verlo supo que estaba en un berrinche del tipo ámame
más que a ninguno o me mato, que tan bien conocía. De un manotazo mental
hizo de lado a sus animales y a los malos rescatistas y se le acercó llena de
amor. Tiernamente inquirió por el motivo de su dolor. El señor Ernesto no
podía contestar, y cuando lo hizo, las lágrimas apenas lo dejaban hablar:
─… Le quieren cambiar el nombre…
─No creo que sea una tragedia que le cambie el nombre, dijo Silvia en un
descuido, pues le llegó un pensamiento saeta que tenía que ver con
pseudorrescatistas, pero cambió de estrategia al ver que su cónyuge se
transparentaba hasta casi perderse en la nada.
─Digo, es sólo un nombre…
─¡¿Y tú me lo dices?! ¡Por Shakespeare inmortal, las palabras cuentan, los
nombres lo son todo, todo, TODO!
─Estás exagerando, mi vida hermosa, los nombres son sólo nombres.
─¡Claro, porque te llamas Silvia!, que es un nombre decente, el de la diosa
romana de la Tierra y tiene miles de años de existencia, es un nombre con
prosapia, pero ¿qué clase de nombre puede ser Dieguito?
─Pues una ñoñería, cielo, y no tienes por qué sufrir, Diego jamás permitirá
que nadie le ponga un nombre ridículo, ni siquiera el Dieguito ese que es de
los más absurdo.
─¡Pero nadie sabe que se llama Vania! ¡Ni siquiera Vania lo sabe! ¡Oh,
Shakespeare inmortal aconséjame en este momento aciago de mi vida!
─Ernesto, estás siendo absurdo: ¿cómo que Vania no sabe que se llama
Vania si todo el bendito día le repetías su nombre? Nunca va a aceptar que le
pongan otro nombre. Ya, tranquilo, cielo.
─¡Tú no entiendes! ¡No entiendes! No entiendes…
La señora Silvia meneó la cabeza, en efecto, en ese momento no
comprendía ese afán de su marido; Dios la librara de decírselo, a los hombres
ciertas cosas no se les dicen, pero la verdad es que estaba llevando muy lejos
ese asunto del nombre, hasta el más allá, de hecho.
─Bueno, ¿qué crees que puedas hacer para remediar este asunto?
Ernesto se lanzó en una frenética danza aérea, signo de que no tenía la
mente clara. Debió pasar un siglo de minutos para que llegara a la conclusión
de que debía comunicarle el nombre de Vania al imbécil del Diego ese.
Temblaba sólo de imaginárselo. Pero la misión lo valía: Vania no sería jamás
llamado por otro nombre que no fuera el de Vania, o ¡moriría en el empeño!
─Vida hermosa: tú ya estás muerto, le recordó la señora Silvia.
─¡Pues me voy… A… A… PLUTÓN!
─Está muy frío, acuérdate que no le llegan los rayos del Sol, dijo, asustada,
no le gustaba nada el frío.
─No, no, no, lo que voy a hacer es decírselo.
─¿Cómo?
─Al oído.
─¡¿Quieres matarlo de un susto?!
─Oye, ¡qué buena idea!
─¿Y quién cuidaría a Vania? Es un adoptante excelente. Ten eso presente.
El señor Ernesto ya nada dijo, no porque no fuera a poner su idea en
práctica, sino porque su mujer era más testaruda que él, y muy capaz de
llevárselo a un universo de difuntos paralelo con tal de que no asustara al
imbécil ese, ¡si bien que le gustaba a la infame! Pero ya se encargaría él de
poner las cosas en su lugar. O, en el último de los casos, conseguirle otra
familia adoptiva. No estaba dicho que tuviera que quedarse con el cretino
guapo. Eso sí, en cualquier escenario, informaría el nombre de Vania a su
tutor.
10
11
Casandra Dos Vientos estuvo dos semanas enteras llorando la pérdida del
Osito. Previo a ese encierro depresivo había estado en las oficinas de Luis
Gálvez, sólo para oírse rechazar por el interfecto. Hubiera seguido asistiendo,
pero la última vez él dijo:
─¿Otra vez está aquí? Pobre infeliz. Toma, Dinora, dale este cheque, dile
que digo yo que se vaya de compras a San Diego.
Herida en lo más profundo, salió corriendo, las lágrimas apenas le
permitían ver; no resultó extraño para nadie que un coche la aventara. Quedó
tirada a media calle. Se bajó del auto un hombre, revisó superficialmente a la
accidentada, marcó un número de teléfono, a los pocos minutos llegó una
ambulancia; los paramédicos hicieron un rápido reconocimiento de la mujer;
la subieron; la camioneta partió.
Luis Gálvez estaba en la ventana, observando, estaba allí porque quería
verla irse; cuando el auto la embistió, una parálisis de culpabilidad impidió
que bajara de inmediato a ver en qué ayudaba. Tomó nota mental de la marca
de la ambulancia, de aquella altura no podía ver el número de placa. Salió con
rapidez de su despacho, le ordenó al chofer que lo siguiera. El elevador no
estaba, Luis Gálvez bajó las escaleras con una rapidez insospechada en un
hombre de su volumen. En el estacionamiento, subió el primero a su carro de
trabajo, como lo llamaba; el chofer alcanzó a subirse al vuelo. Fueron en
seguimiento de la ambulancia.
El hospital donde llevaron a Casandra estaba cerca del lugar de los hechos.
Los médicos la revisaron minuciosamente, resultado: fuertes contusiones y un
hombro dislocado. El hombre que la atropelló, de nombre Donato Cavalcanti,
dijo que la llevaran al cuarto que ocuparía durante la convalecencia. La
sacaron con mucho cuidado, en camilla. Afuera estaba Luis Gálvez, de
inmediato se puso atrás de la caravana, los camilleros pusieron a la muchacha
en la cama con gran cuidado, Casandra estaba dormida. En el momento en que
asomó su faz Gálvez, volteó la cara hacia la pared. Inesperadamente,
Cavalcanti lo sacó del cuarto de la herida.
─¿Y usted es…?
─Es mi vieja. ¿Y usted?
─No, yo no; y no me lo tome a mal, pero prefiero a las mujeres.
─¡Óigame, y usted por qué tantas ínfulas? ¿Quién es?
─Dr. El Dr. Donato Cavalcanti, dueño de esta clínica.
─Ah, bueno. No le regateé nada, yo pago. Aquí le dejo esta tarjeta para
ella; la factura mándela a…
Cavalcanti se la regresó; muy amable, dijo:
─Es mi responsabilidad. Yo me encargo de todo.
─Pero es mi vieja, así que yo pago todo. Esta tarjeta la saqué para ella,
sólo falta que la use.
El atropellador miró con atención a Luis Gálvez, algo en su interior lo hizo
desconfiar de las palabras del hombre, tal vez la culpa que vio retratada con
tanta claridad en sus ojos, en sus movimientos.
─Cuando la señora despierte y nos diga quiénes son sus parientes, y si
quiere verlos, entonces consideraré la posibilidad de que usted pague la cuenta
o visite a mi paciente; mientras tanto, le ruego nos deje atenderla. Si gusta
permanecer en la sala de espera o enviar a alguien a informarse del estado de
la señora, con gusto le diremos como se encuentra.
─¡Óigame, y usted quién se cree para echarme de aquí?
─Como ya le dije: es mi clínica. Le ruego que guarde la compostura o
tendré que pedirle que abandone el lugar.
Luis Gálvez se retiró, derrotado. Su orgullo herido le permitió, con todo,
reconocer, que el doctor estaba realmente viendo por el bienestar de Casandra,
y eso lo llenó de gratitud. Se arrepentía de haber tratado a su Casandra como
lo había hecho, pero ya no había vuelta de hoja. Lo roto, roto estaba. Lo que
seguía era reparar lo reparable. Tal vez eso los hiciera más fuertes, mejores en
su relación. Todos los días enviaba flores escogidas por él, que la muchacha
recibía sin entusiasmo, pensando que él deseaba su funeral, lo que provocaba
su llanto; de inmediato, la imagen de un gatito negro escuálido y pateado por
todo el mundo, cruzaba su mente; el animalito pasaba penurias, humillaciones,
frío, hambre.
El Dr. Cavalcanti se apersonaba por las tardes a platicar con Casandra; a
ella le gustaban esas pláticas porque la alejaban de sus negros pensamientos, y
Cavalcanti era muy divertido, a todo le encontraba el lado chistoso, pero sin
burlarse de los otros, aunque se reía de sí mismo con mucho gusto y sabor; así,
pronto logró interesarla en los tratamientos que aplicaba a sus pacientes, en
chismes acerca de los animales del rumbo, hablando de futbol y golf, de series
de televisión, de flores, de países, de cualquier cosa, y ambos se sentían muy a
gusto; Cavalcanti se dejaba con gusto dar masaje en el cuello, y es que en
cierta ocasión en que estaba muy tenso, la muchacha, con la mano izquierda,
le dio un masaje que lo prendó. En esos momentos ella esplendía, y su alegría
contagiaba corazones; parecía nacida para reír. A veces Cavalcanti llegaba
cuando sabía que ella estaba durmiendo para observarla, siempre sentía que
estaba en presencia de un ángel desamparado. En una de tantas visitas, ella
despertó y, al descubrir la cara de Donato tan cerca, acarició su mejilla tibia:
Tienes cara de rana sicaria con paluditis, le dijo para hacerla reír, y ella eso
hizo; el Osito los sorprendió en ese encuentro de intimidades. No dijo nada,
los miró en silencio, juzgándolos; Casandra terminó por voltear la cara, tanto
le pesaba el rencor que leía en los ojos de Gálvez. Esa visita minó
sensiblemente la recuperación de Casandra; Cavalcanti lo maldijo y prohibió
se le permitiera de nuevo la entrada, orden innecesaria porque el dicho no
volvió. A Cavalcanti le encantó tener a Casandra sólo para él: le parecía una
muchacha realmente hermosa, y si no fuera por ese rictus de dolor profundo
que le había regresado, pensaba que sería la mujer más bella del mundo.
Hubiera hecho cualquier cosa por hacerla feliz.
─¿Has pensado ya qué quieres hacer cuando salgas de aquí?, le preguntó el
día siguiente a la irrupción de Gálvez.
─Sí.
─¿Y qué es?
Casandra lo miró y bajó la vista, ruborizada y feliz:
─Quiero ir a San Diego de compras.
─¿De veras?
─Sí.
─Pues entonces a San Diego te vas.
Dos días después, sin apenas saber cómo, Casandra se encontraba en el
avión rumbo a San Diego. El Dr. Cavalcanti le entregó para sus gastos la
tarjeta de crédito que Luis Gálvez se empeñó en dejarle. Ella estaba muy seria.
No lo había comentado con nadie, pero estaba decidida a cumplir con la última
voluntad del Osito, que era que ella se fuera a San Diego de compras; y a
encontrar al gatito negro, estaba convencida de que tendría que robárselo para
poder hacer que lo bautizaran; se decía que ya con el nombre sagrado encima,
ni siquiera el patrón podría hacer nada; entonces, ya liberados ambos de la
mala suerte gracias a la acción salvadora del bautismo, ella podría terminar su
carrera en la escuela de decoración, sus maestras decían que tenía talento;
Cavalcanti tal vez querría contratarla de recepcionista o algo así, no importaba
que le pagara poco, bastaba que le alcanzara para pagarse la comida, la
escuela y un cuartito.
12
13
FIN