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Elogio de la belleza atlética


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Del mismo autor

París-Berlín, Madrid, 


Eine Geschichte der spanischen Literatur, Frankfurt, 
Making sense in life and literature, Minneapolis, 
Modernização dos sentidos, San Pablo, 
Living at the edge of time, Cambridge,  (edición española
en preparación, Universidad Iberoamericana, México)
Corpo e forma. Letteratura, estetica, non-ermeneutica, Milán, 
Vom Leben und Sterben der großen Romanisten. Carl Vossler, Ernst
Robert Curtius, Leo Spitzer, Erich Auerbach, Werner Krauss,
Munich, 
The powers of philology. Dynamics of textual scholarship,
Urbana y Chicago,  (edición española en preparación,
Universidad Iberoamericana, México)
Production of presence. What meaning cannot convey,
Stanford, 
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Hans Ulrich Gumbrecht


Elogio de la belleza atlética

Traducido por Aldo Mazzucchelli

difusión
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Gumbrecht, Hans Ulrich


Elogio de la belleza atlética - 1a ed. - Buenos Aires : Katz,
2006.
288 p. ; 17x11 cm.
Traducido por: Aldo Mazzucchelli
ISBN 987-1283-06-7
1. Sociología del Deporte. 2. Estética. I. Mazzucchelli, Aldo,
trad. II. Título
CDD 306.483

Primera edición, 2006

© Katz Editores
Sinclair 2949, 5º B
1428, Buenos Aires
www.katzeditores.com

Título de la edición original: In Praise of Athletic Beauty


© Suhrkamp Verlag,
Frankfurt am Main, 2005

ISBN: 987-1283-06-7 (rústica)


ISBN: 84-609-8357-9 (tapa dura)

El contenido intelectual de esta obra se encuentra


protegido por diversas leyes y tratados internacionales
que prohíben la reproducción íntegra o extractada,
realizada por cualquier procedimiento, que no cuente
con la autorización expresa del editor.

Diseño de colección: tholön kunst


Impreso en la Argentina por Latingráfica S. R. L.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723.


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Índice

 Capítulo . La fascinación de cada aficionado


 Capítulo . ¿Elogiar?
 Capítulo . El placer de mirar
 Capítulo . Concepto, memoria y transfiguración
 Capítulo . Mundos del pasado en discontinuidad
 Capítulo . Futuros
 Capítulo . Objetos de placer
 Capítulo . Espectadores
 Capítulo . La gloria y la caída
 Capítulo . Ejercicios de gratitud transitiva
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Para Christopher y nuestro futuro


en su mano, para Marco que siempre
nos lleva hasta el límite, para Hanni (†),
cuyos juegos siempre presentes
abrieron el mundo para nosotros,
y para los equipos de fútbol americano
de los Stanford Cardinal con (por
una vez) muda gratitud.
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1
La fascinación
de cada aficionado

Si usted es el aficionado promedio de nuestro tiem-


po, uno más entre esos millones de personas que
miran especialmente deportes de equipo durante
muchas horas, semana tras semana y año tras año,
entonces las imágenes que tengo en mi mente al co-
menzar este libro le resultarán conocidas; si es así,
usted reconocerá los intensos sentimientos que tales
imágenes despiertan. Piense en alguno de sus héroes:
en Michael Jordan o Dirk Nowitzki, en Pelé, Diego
Maradona, Franz Beckenbauer o Zinedine Zidane,
piense en Joe Montana, Jerry Rice o Michael Vick.
Ahora, imagine que su héroe está en posesión del
balón mientras el otro equipo lo marca y lo acosa.
En la última fracción de segundo antes de perderlo,
y con un jugador del equipo contrario literalmente
en sus barbas, su héroe lanza el balón por el aire. De
pronto, el mundo allí delante se pone a funcionar en
cámara lenta y, aunque probablemente el balón se
dirija hacia su posición en el estadio, usted, sin po-
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sibilidad de calcular la trayectoria, teme –con la ner-


viosa pasión de un apostador que ha puesto todo su
dinero en un solo número– que un jugador del otro
equipo lo intercepte. Pero al tiempo que el balón va
describiendo esa curva inesperada ante sus ojos y co-
mienza gradualmente a descender, un jugador de su
equipo, cuya presencia usted no había notado, apa-
rece de pronto, justo en el sitio donde el balón des-
cenderá. Los dos movimientos –el del balón en el ai-
re y el del jugador que usted recién ha descubierto
corriendo en el campo– están convergiendo en una
forma que comienza a desaparecer en cuanto se vuel-
ve visible. El jugador de su equipo alcanza a controlar
el balón. Apenas, pero lo logra. Y no bien controla el
balón, elude la defensa del equipo rival y comienza a
correr en una dirección que nadie (ni siquiera usted
mismo, por supuesto) podía haber previsto. Por un
segundo, usted siente que el fuego de los ojos del ju-
gador enciende los suyos. Entre esos movimientos,
entre la mirada de los ojos del jugador y su propia
percepción, el mundo, que lo absorbe, vuelve a su ve-
locidad habitual, y usted ahora es capaz de respirar
profundamente, con su pecho a punto de estallar de
orgullo, alivio y entusiasmo, todo al mismo tiempo,
por la belleza de la jugada que ya ha desaparecido y
no se repetirá nunca más en tiempo real. El estadio
ruge –no hay otra palabra– con otras . voces
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

que ponen una poderosa música de fondo a la ola de


alegría y vida en la que usted está sumergido. Horas
más tarde, mientras camina del estadio a su coche,
con el aire fresco del atardecer, cansado como nun-
ca antes en la semana, usted recordará aquel mo-
mento del partido como uno de compacta felicidad.
De nuevo, y ahora sin ninguna tensión, la belleza de
la jugada llenará su pecho y acelerará el latido de su
corazón. En el recuerdo, puede ver, una vez más, la
forma de la jugada y, al tratar de retenerla, un im-
pulso corre por sus músculos como si tomara cuer-
po en usted aquello que sus héroes hicieron una ho-
ra antes.

A veces, recuerdo el primer partido de la National


Hockey League, al que asistí, allá por , cuando aún
era joven. Fue en el Forum de Montreal, un edificio
aparentemente sin ningún interés, situado en alguna
parte entre el centro y la periferia de esa ciudad, un
edificio al que, sin embargo, los verdaderos fanáticos
de ese deporte acostumbran llamar “el santuario del
hockey”. Un fuerte olor a nicotina de mejores tiempos
“preecológicos” no había abandonado el laberíntico
interior del Forum, que estaba hecho de escaleras me-
cánicas, genéricos puestos de venta, curvas escalinatas
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

y espacios extrañamente amplios, que se sentían va-


cíos, incluso, cuando estaban llenos de espectadores,
durante los intervalos. Sus paredes marrones des-
plegaban una infinidad de fotos con formaciones
olvidadas hacía mucho tiempo, héroes de los Cana-
diens locales. Aquella noche, precisamente los Ca-
nadiens enfrentaban a sus archirrivales, los Boston
Bruins. Recuerdo que el juego terminó con un empa-
te  a , y con una pelea sangrienta entre los jugado-
res de ambos equipos. Años más tarde, leí el nombre
de uno de ellos en un titular de la sección deportiva
del New York Times: había sido relegado a ligas meno-
res, y se había suicidado, unos pocos meses más tar-
de, en un motel de Dakota del Norte. La única entra-
da que había sido capaz de comprar fuera del estadio,
ilegalmente, por supuesto (pues las entradas para los
partidos de los Canadiens siempre estaban com-
pletamente agotadas por aquellos años), sólo daba
derecho a ver el partido de pie, lo cual, incluso en-
tonces, era algo muy excepcional en un estadio de
hockey; y por buenas razones, ya que, desde esa po-
sición, era casi imposible seguir las trayectorias que,
rápidas como el relámpago, hacía el disco sobre el
hielo. De modo que me concentré en el guardameta
del equipo de Montreal que, según me habían dicho,
era muy joven (cosa difícil de advertir bajo el casco
y el grotescamente almohadillado uniforme que usa-
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

ba), muy talentoso y claramente el preferido de la bu-


lliciosa multitud. Lo que me fascinó inmediatamen-
te fue el tic nervioso del guardameta: éste apenas
mantenía su cabeza sobre las almohadillas protecto-
ras de sus hombros, como lo hacen a veces las tortu-
gas cuando se despiertan de su sueño. Pero, a diferen-
cia de todas las tortugas que había visto, el joven
guardameta movía su cabeza y su barbilla todo el
tiempo hacia arriba rítmicamente, como si tratase de
colocar en su sitio algún hueso desarticulado. Aun-
que este movimiento lo hacía parecer víctima de un
colapso nervioso, y una víctima fácil para los atacan-
tes de los Boston Bruins, las reacciones del guarda-
meta eran sorprendentes. Estaban, literalmente, más
allá de lo que cualquiera podía creer. En su guante,
capturaba discos que habían sido disparados a máxi-
ma potencia desde una distancia de seis o siete me-
tros como si los hubiese estado esperando desde el
inicio del juego, con una calma rayana en el despre-
cio, que suspendía por varios segundos los movi-
mientos de su cabeza. Ningún ataque rápido –y los
ataques rápidos en el hockey sobre hielo son de veras
rápidos– parecía impresionarle, mientras su mirada
ponía inseguros a los atacantes rivales. Y, si era nece-
sario, volvía inaccesible el disco, enterrándolo debajo
de su gran cuerpo almohadillado. El nombre del guar-
dameta era Patrick Roy, y el joven héroe del Forum de
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

Montreal llegaría a ser, durante la década de ,


uno de los más grandes (y más controvertidos) juga-
dores de hockey de todos los tiempos.

Hablo de movimientos que parecen extraños o in-


cluso grotescos al principio, y que terminan volvién-
dose tan agradables que lo pegan a uno a la pantalla
durante horas. No hay nada más contrario al canon
de belleza occidental que esas decenas de kilos extra
acumulados bajo la piel y orgullosamente exhibidos
por los luchadores japoneses de sumo. En los minu-
tos que preceden a sus acometidas, la coreografía ri-
tual que desarrollan estos atletas puede cautivarnos
tanto que nos hará olvidar cuán incómodamente de-
sagradables lucen, al menos ante nuestros ojos, entre-
nados por la obsesión occidental contemporánea de la
dieta. Pero cuando comienzan a empujarse y a presio-
narse uno contra otro, cuando su violencia les hace
perder el equilibrio, cuando tropiezan y caen fuera
del cuadrilátero dentro del que intentaban mantener
sus cuerpos verdaderamente colosales, entonces se
vuelve plausible que este espectáculo fuera ofrecido
en santuarios sintoístas para atraer a los dioses. Y no
olvido que yo mismo me vuelvo adicto a mirar sumo
cada vez que tengo la oportunidad, una acometida
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

tras otra, y sólo durante unos pocos segundos, con


largos minutos de espera tensa y frustrante. Nunca
olvidaré la fuerza del gran Akebono, maestro de Ha-
wai y señor del Japón, a quien no pudo mover ni re-
sistir ningún luchador de su tiempo. Recuerdo toda-
vía aquella tarde, en el aeropuerto Kansai, cuando,
mientras esperaba que Akebono apareciese en la pan-
talla, una azafata japonesa de mi vuelo a Australia me
despertó, de pronto, del más profundo de los sueños
y, con un guiño de solidaridad, me dijo que, si toda-
vía quería ir a Sydney, ya había llegado el momento.
Nunca más vería luchar a Akebono. Pues, cuando
volví al Japón, el yokozuna hawaiano, el gran maestro
de maestros, se había retirado.

Sí, el sumo es un gusto que se adquiere, tanto, que


algunas personas lo confunden con el mal gusto, y, en
cierta medida, esto es válido también para el hockey
y sus peleas. Pero ¿es posible no conmoverse ante la
suave gracia de Jesse Owens cuando corre, ante esa
imagen preservada en la famosa filmación hecha por
Leni Riefenstahl en las Olimpíadas de ? De veras,
su concentración durante los segundos previos a ca-
da largada se ve tan intensa que puede tentarlo a uno
a considerar si la mayor de las hazañas humanas no
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

sería encontrar un camino “de regreso” al carácter di-


recto y unidimensional que exhibe un león cazando.
Pero cuando Jesse Owens corre y gana, sin esfuerzo,
se convierte en divina liviandad. Más que orgullo, su
rostro muestra asombro, acaso, también cierto matiz
de disculpa, respecto de la fuerza superior que pare-
ce transportarlo, y muestra un encanto inextinguible.
He mirado esa filmación cientos de veces, y aunque
no hay en ella nada que me quede por descubrir, me
hubiera gustado estar físicamente presente en las
Olimpíadas de Berlín, tal como concluyó una vez un
estudiante muy joven (quien es hoy un jugador de te-
nis que forma parte del ranking internacional) al oír-
me hablar de Owens en clase. Voy a admitir, también,
que aún no he conseguido ver esas imágenes sin no-
tar, para mi perenne confusión e incomodidad, que
las lágrimas vienen a mis ojos, lágrimas –quiero agre-
gar– que no tienen nada que ver con una posible tris-
teza por la vida no siempre feliz del histórico Jesse.

Pero no es necesario que se trate de estrellas como


Jesse Owens, Akebono o Patrick Roy. No es necesario
que se trate siempre del mejor del mundo y del obje-
tivamente más grande de todos los tiempos, para que
el deporte transfigure a sus héroes ante los ojos de sus
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

apasionados espectadores. Lo que cuenta es la distan-


cia relativa entre el atleta y el contemplador, y esta
distancia se vuelve lo suficientemente grande apenas
el contemplador cree que sus héroes viven en un
mundo diferente, pues, en esta condición, los atletas
se volverán objetos de deseo. Muchas veces, durante
mi infancia, mi padre me llevó a ver partidos de fút-
bol que se jugaban fuera de mi ciudad natal (la cual,
para vergüenza de todos, no tenía ningún equipo en
las dos ligas nacionales más importantes), y algunas
de estas ciudades (e igual que sus futbolistas locales)
eran tan poco gloriosas –de acuerdo con estándares
absolutos– como sus nombres: Fuerth, por ejemplo,
o Schweinfurt. Pero el Spielvereinigung Fuerth (el
equipo favorito de Henry Kissinger, dicho sea de pa-
so) disfrutaba de cierta aura futbolística, luego de ha-
ber ganado tres campeonatos nacionales en la década
de . Este equipo fascinaba también a aquel estu-
diante de tercer grado que era yo en ese momento
por la extraña sigla del nombre del club (“SpVgg”), y
porque mi padre pensaba que al menos uno de los ju-
gadores del equipo, de nombre Gottinger, podía tener
un futuro, incluso, tal vez, en la selección nacional
alemana. Schweinfurt no tenía ni pasado ni futuro,
pero había jugado su primera liga. Por lo tanto, esta-
ba recibiendo regularmente a algunos equipos más
importantes, como por ejemplo al Eintracht Frank-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

furt, el mismo que una vez, en , había jugado la


final del campeonato europeo y había sido aplastado
 a  por los ya entonces maduros héroes del Real
Madrid: Puskas, Di Stéfano, Kopa y Gento, que eran
los jugadores más notorios de uno de los mejores
equipos de todos los tiempos. Humilde, en compara-
ción con el club “real” de Madrid, el Frankfurt tenía
un guardameta, cuyo nombre (bastante lacónico) era
Egon Loy. Loy era alto, de movimientos no muy elás-
ticos, y usaba una gorra con una visera que parecía de
lana –incluso cuando no atajaba de frente al sol del
atardecer– junto con un sweater gris también de lana,
que llevaba tanto si llovía como si brillaba el sol, y
también usaba rodilleras del tamaño de una pieza or-
topédica. Nadie, que aquel niño supiera, había can-
tado jamás las glorias de Egon Loy (ni tampoco de
Gottinger, quien nunca cumpliría con las expectati-
vas de su padre). Muy probablemente, Egon Loy tie-
ne que haber estado por debajo del promedio de
aquel más que respetable equipo del Frankfurt, y aun
así fue el héroe de su juventud (pues aquéllos eran
años de guardametas en la historia del fútbol). Aquel
estudiante nunca iba a olvidar el momento en que de
vuelta de un partido en Schweinfurt, su padre se de-
tuvo para comer en la taberna local de un pueblo lla-
mado Werneck y, mientras comía su Bratwurst y so-
ñaba aún con el juego, los victoriosos jugadores del
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

Frankfurt entraron al local (el conductor de su au-


tobús debía de ser tan experto en la gastronomía re-
gional como su padre), y el espigado Egon Loy pasó
torpemente junto a su mesa, tan cerca que, por un
instante, hasta pudo haber estrechado su mano.

Esto ocurrió varios años después de que la selección


nacional alemana conquistara su primer campeona-
to mundial, el  de julio de , en Berna, evento que
no sólo se convirtió históricamente en símbolo de-
marcatorio del fin de la posguerra en Alemania (algo
similar a lo que las Olimpíadas de  en Tokio sig-
nificaron para el Japón), sino que vino a convertirse
en el primer evento deportivo individual que soy ca-
paz de recordar. Mientras todas las personas mayo-
res hacían lo mismo aquella tarde lluviosa de domin-
go, el futuro alumno de primer grado escuchaba a un
locutor de radio que hablaba como si hubiese toma-
do demasiado vino (antes vino que cerveza, es lo que
la voz parecía sugerir). Mientras escuchaba sentado
frente a aquella enorme radio Siemens con su verde
“ojo mágico”, descubrí que Toni Turek era el nombre
del guardameta alemán, que Helmuth Rahn, un pun-
tero derecho, había convertido dos goles y había ga-
nado el partido para Alemania, y que, cuando el par-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

tido terminó, algo había cambiado en el mundo que


lo rodeaba. Las personas mayores saltaron, cantaron
una canción solemne llena de palabras que nunca an-
tes había escuchado (era el Himno Nacional Alemán,
por supuesto), y el estado de ánimo de mis padres y
el de sus amigos pareció cambiar de sombrío a eufó-
rico en minutos. Unos pocos años después de que ca-
si había saludado a Egon Loy, y, acaso, una década
después del primer mundial de fútbol ganado por
Alemania (canonizado entonces como “El Milagro de
Berna”), vi, desde quince metros de distancia, cómo
el gran Uwe Seeler, el centrodelantero del Hamburgo
y de la selección nacional de aquellos años, anotaba
un gol legendario al Eintracht Frankfurt y a Egon Loy,
golpeando la pelota con su cuerpo horizontal sus-
pendido en el aire (y rompiéndose el tendón de Aqui-
les con un profundo chasquido que nunca antes ha-
bía escuchado). En aquellos comienzos de los años
, el muchacho que era yo en ese momento co-
menzó también a escuchar las emisiones de la Ameri-
can Forces Network en su nueva radio a transistores,
después de medianoche y bajo las mantas (porque
sus padres no le permitían hacerlo) mientras Cassius
Clay, quien todavía no se había convertido en Moha-
med Alí, defendía su corona como campeón mundial
de peso pesado, y colmaba las necesidades de los lo-
cutores de conseguir frases impactantes, una y otra
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

vez, con sentencias inesperadamente cargadas de ri-


ma, como aquella que él estuvo tan orgulloso de com-
prender (y nunca olvidará) “en vivo” desde Miami (el
muchacho cree recordar), justo después de la victoria
de Clay sobre Sonny Liston, quien decidió no retornar
para el séptimo round: “He wanted to go to heaven, so
I took him in seven”.*

Pero mirar deportes no es en modo alguno lo que los


intelectuales han llegado a llamar “una forma prous-
tiana de placer”, no tiene que ver con recordar “los
buenos viejos tiempos”. En el deporte, los recuerdos
son, en el mejor de los casos, algo secundario. Pues en
los deportes se trata, antes que nada, de estar ahí
cuando y donde las cosas ocurren, y las formas emer-
gen a través de los cuerpos, cuando las cosas y las for-
mas ocurren y emergen en presencia real y en tiempo
real. Por cierto, algunos recuerdos deportivos están
profundamente grabados en nuestras mentes y, creo,
en nuestros cuerpos. Y si bien permanecen en un se-
gundo plano la mayor parte del tiempo mientras pre-
senciamos eventos atléticos, no necesitan ser estimu-

* La traducción aproximada es: “Él quería ir al cielo, y allí lo


mandé en siete”. [N. del T.]
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

lados recreando aquellas situaciones pasadas durante


las cuales ocurrieron. Antes bien, nos inundan de
pronto con fuerza incomparable, probando así que
nada fue más intenso (y más estresante) que aquellos
momentos de presencia real en el estadio o, a veces,
frente a una radio o a un aparato de televisión. Tales
memorias pueden resonar con nuevos eventos inme-
diatos, que pueden hacerlos más complejos, más po-
lifónicos y polirrítmicos, y, de alguna manera, más
intensos a medida que nos hacemos más viejos. Los
recuerdos intensificarán así los eventos que vemos en
el presente, y los eventos presentes, como contrapar-
tida, recargarán nuestros recuerdos. Cada guardame-
ta de hockey que veo y admiro hará más brillante en
mi cabeza el icono de Patrick Roy, mientras que el au-
ra de Patrick Roy da a cada uno de sus sucesores la
oportunidad de volverse parte de mi panteón privado,
que no cesa de crecer. ¿No es cierto que los recuerdos
de la ligereza de Jesse Owens hacen más gracioso a ca-
si cualquier cuerpo joven que vemos moverse? Éstos
son dos lados de una transfiguración que, acaso, sólo
los deportes pueden producir.
Y todavía no sabemos, al menos, yo no sé (y, qui-
zá, ni siquiera necesitemos saber) por qué el observar
deportes captura de modo tan irresistible la atención
y la imaginación de tantas personas. Es fascinante en
el verdadero sentido de la palabra, es decir, se trata de
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LA FASCINACIÓN DE CADA AFICIONADO | 

un objeto que paraliza nuestros ojos, algo que nos


atrae incesantemente, sin darnos razones. A través de
esta fascinación, los deportes pueden tener el poder
de transfigurar, pues nos hacen ver como irresistibles
cosas que normalmente no apreciamos, como, por
ejemplo, cuerpos grotescamente obesos o gorras de
lana con visera. ¿Se volvería más intensa esta atrac-
ción si conociéramos sus razones? No estoy seguro,
pero creo que, en general, los placeres no necesitan de
razones o legitimaciones. De modo que si bien el in-
tento de descubrir por qué nos fascinan los deportes
no debe degenerar en un intento de dignificarlos
(pues los deportes no precisan esta clase de dignifica-
ción), ¿por qué no dejar abierta la posibilidad de que
ese intento por comprender las causas de nuestra fas-
cinación pueda intensificar nuestro placer? Puede,
incluso, ayudarnos a aprender cómo hacer el elogio
de los deportes.
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3
El placer de mirar

El problema es de principios. Todos sabemos que


aquellos que miran deportes llamarán “bellas” a al-
gunas jugadas, home-runs, o rutinas de patinaje. Tra-
tar de comprender las implicaciones del uso frecuen-
te y cotidiano de la palabra “bello” fue el punto de
partida del análisis que Immanuel Kant hace de la
experiencia estética en su Crítica del juicio. Y, sin em-
bargo, es cierto que la mayor parte de quienes adju-
dican calificativos de “belleza” a los deportes, tanto
intelectuales como no intelectuales, dudarían, y du-
darían por cuestiones de principio, de la posibilidad
de asociar tal acto del habla y aquello que lo motiva
con la experiencia estética. Si usted les pregunta a
los intelectuales por qué piensan que los deportes
atraen a tantos espectadores, lo más probable es que
se vuelvan, de un modo más que condescendiente,
hacia la psicología popular más trivial. “Los perde-
dores en la vida adoran identificarse con los ganado-
res en el estadio”, podrían decir, o acaso “gritar fuer-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

te por un equipo es un modo fácil de dejar salir la


presión de las frustraciones acumuladas”. Una opi-
nión igualmente despreciativa, pero menos banal,
relaciona el ser espectador con el supuesto mal de
una competitividad general que habría invadido la
sociedad moderna. Aparentemente, entonces, no es
sólo difícil hacer el elogio de los deportes. Está tam-
bién la resistencia a admitir que la fascinación por
los deportes puede tener motivaciones respetables.
Sin embargo, es muy fácil comprender las razones de
esta segunda resistencia.
Aquellos grupos sociales que se consideran “cul-
tos” porque han aprendido (a decir) que aprecian la
experiencia estética como un componente que eleva
su existencia tienden asimismo a creer que la expe-
riencia estética sólo puede ser activada por un con-
junto limitado de objetos y situaciones canonizados:
libros que se presentan como “literarios”, música in-
terpretada en salas de concierto, cuadros expuestos
en museos u obras dramáticas producidas para el es-
cenario. Ser conservador acerca de este canon tiene
el efecto de mantener la función de la experiencia es-
tética como herramienta de privilegio y distinción
social, herramienta de distinción, dicho sea de paso,
que la autodenominada “clase media educada” está
haciendo jugar hoy, de modo creciente, contra los
“meramente ricos”, más que contra los pobres. Aque-
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EL PLACER DE MIRAR | 

llo que billones de personas y algunos billonarios


miran y disfrutan no puede ser lo suficientemente
digno, en la consideración de los oficialmente cultos,
como para pasar por experiencia estética. Pero ¿no
sería una utopía vuelta realidad ver que la experien-
cia estética es compartida por cantidades realmente
masivas de personas? En cualquier caso, los (relativa-
mente inofensivos) mecanismos de exclusión exis-
tentes en torno de las formas canonizadas de la expe-
riencia estética también explican por qué entender
los deportes como experiencia estética es algo que
nunca cruzará por las mentes de los espectadores
“no cultos”. Éstos han interiorizado la idea de que la
experiencia estética es y deberá serles ajena. Por otro
lado (y una vez más), si insisto en que mirar depor-
tes corresponde a la definición más clásica de expe-
riencia estética, no lo hago a efectos de dar un aura
nueva a ciertas formas no canónicas de este placer.
Los deportes no precisan recibir tal condecoración,
pues, después de todo, el hecho de no ser exclusivos
es uno de sus mejores (y más generalizados) rasgos.
Además, no tengo la más mínima intención de negar
que ser un fanático del deporte pueda ser adictivo,
estresante, compensatorio… llámenlo como quie-
ran. Únicamente sostengo que ninguna de tales ra-
zones puede ser tan fuerte como para hacernos pasar
por alto el placer que la experiencia estética refleja,
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

en tanto factor de atracción central y conceptual-


mente más obvio hacia los deportes.
Cuando Kant analiza el uso de la palabra “bello”
como un “juicio de gusto”, comienza por establecer
que “no quiere saberse si la existencia de la cosa im-
porta o solamente puede importar algo a nosotros o
a algún otro, sino de cómo la juzgamos en la mera
contemplación (intuición o reflexión)” (p. ).* El
juicio de gusto se refiere a la “pura satisfacción desin-
teresada”. En otras palabras: ver jugar bien a su equi-
po o ver a su atleta favorito rompiendo un récord no
tendrá nunca una utilidad objetiva en su vida coti-
diana. Usted bien puede estar alterado luego de un
encuentro excitante, al salir del estadio, y hasta pue-
de sentir alta su autoestima; pero, para cuando lle-
gue a su coche o a la estación del metro, usted ya se
habrá calmado lo suficiente como para darse cuenta
de que no hay nada que pueda “comprar” con la vic-
toria de su equipo. Asimismo, de camino a casa, al día
siguiente, usted podrá seguir disfrutando de una fe-
licidad excepcional por lo que vivió, sin necesidad de
hacerse ilusiones por las consecuencias que esto trae-
ría a su estatus social o a su cuenta de ahorros. Esta

* Para la traducción de las citas de Kant, hemos seguido la


siguiente edición: Immanuel Kant, Crítica del juicio, ed. y trad. de
Manuel García Montero, Madrid, Espasa Calpe, col. Austral, ª
ed., . [N. del T.]
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EL PLACER DE MIRAR | 

desconexión respecto de la vida cotidiana es lo que


algunos pensadores han descripto como “autono-
mía” o “insularidad” de la experiencia estética. Y si
bien se evidencia inmediatamente que tal “desinte-
rés”, “autonomía” o “insularidad” caracteriza tanto la
situación del atleta amateur como la del espectador,
yo iría aun más lejos y afirmaría que, durante el par-
tido o el evento deportivo, lo mismo es cierto para los
atletas profesionales, aunque éstos tengan, claramen-
te, algo objetivo “en juego”. Pues si bien el dinero pue-
de ser un gran factor de motivación, Ronaldo no
anota un nuevo gol decisivo porque haya . eu-
ros, o más, ligados con ello, ni los grandes maratonis-
tas africanos terminan sus competencias con tan in-
comparable tenacidad y elegancia porque quieran
dejar atrás la amenaza de la pobreza. Por el contrario,
sabemos que la capacidad de poner entre paréntesis
tales cuestiones objetivas durante la práctica atlética
es una parte importante de la competencia profesio-
nal de los atletas y es, además, un factor decisivo pa-
ra su éxito.
En una segunda observación acerca del juicio es-
tético, Kant destaca que esto no es ni “fundado en
conceptos, ni tampoco dirigido hacia ellos” (p. ).
Pues afirmar que algo es bello o no, depende exclusi-
vamente de un “sentimiento de placer o dolor” inte-
rior (p. ). No necesitamos conceptos para el juicio
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

estético, porque su carácter desinteresado lo separa


del mundo cotidiano que nos rodea. Y, puesto que
este mundo cotidiano produce diferencias y jerar-
quías entre los individuos, también –a cierta distan-
cia de tales diferencias y jerarquías– esperamos que
todos los demás humanos compartan nuestros pro-
pios juicios de gusto. Según palabras de Kant, “una
pretensión a la validez para cada cual, sin poner uni-
versalidad en objetos, debe ser inherente al juicio de
gusto, juntamente con la conciencia de la ausencia
en el mismo de todo interés, es decir, que una pre-
tensión de universalidad subjetiva debe ir unida con
él” (p. ). Ésta es una postura basada en una impre-
sión subjetiva universal, no un hecho empírico por el
cual podamos siempre dar por sentado un acuerdo
acerca de la belleza de ciertos libros, conciertos o par-
tidos de fútbol. Y, aun así, dada la multiplicidad de
eventos atléticos existentes hoy en día, es sorprenden-
te (y es una evidencia más en favor de esta manera de
interpretar la observación de los deportes como ex-
periencia estética) ver cuán frecuentemente los faná-
ticos deportivos comparten el entusiasmo y la in-
tensidad con que recuerdan ciertos eventos, a veces
incluso en contra de sus históricas inclinaciones por
ciertos equipos o jugadores. Pregúntese, por ejemplo,
a los hinchas alemanes de fútbol de más de cincuen-
ta años cuáles son los partidos más brillantes que Ale-
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EL PLACER DE MIRAR | 

mania haya disputado jamás, y muy pocos de ellos


dejarán de mencionar (a diferencia de los italianos) la
dramática semifinal de la copa del mundo de , en
México, donde Alemania perdió contra Italia  a  en
tiempo suplementario. Del mismo modo, los verda-
deros conocedores del atletismo invariablemente
mencionarán, como uno de los más gloriosos mo-
mentos de su deporte, la carrera en la que Roger Ban-
nister rompió la barrera de los cuatro minutos para la
milla; asimismo, los admiradores del boxeo nunca ol-
vidarán el drama de las tres peleas consecutivas en-
tre Mohammed Alí y Joe Frazier.
Una vez que Kant ha descripto el juicio de gusto,
procede a responder la pregunta sobre qué es aque-
llo ante lo cual reaccionamos con ese sentimiento in-
terno de placer, y terminamos por calificar de “bello”
sin tener un concepto al respecto. Presuponiendo
que una de las tareas de la filosofía consiste en en-
contrar conceptos para aquello que no los necesita
en la vida cotidiana, Kant propone la siguiente defi-
nición: “Belleza es forma de la finalidad de un obje-
to en cuanto es percibida en él sin la representación
de un fin” (p. ). Hay una suave –y deliberada– pa-
radoja en esta descripción. Por un lado, va de suyo
con la condición de desinterés por la cual en la vida
cotidiana no atribuimos un fin a lo que encontra-
mos bello. Pero sea lo que sea que encontramos bello,
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

por otro lado, aparece como si tuviera un fin (tiene


la “forma de la finalidad”, dice Kant). Un cuádruple
axel perfectamente ejecutado en una competición de
patinaje no tiene fin alguno en la vida cotidiana, y, sin
embargo, hace que una multiplicidad de movimien-
tos particulares del cuerpo converjan para producir
la impresión de una finalidad. Precisamente esta ob-
servación es la base sobre la cual Kant luego asocia
el arte con la naturaleza: “el arte no puede llamarse
bello más que cuando, teniendo nosotros conciencia
de que es arte, sin embargo, parece naturaleza” (p.
). Pues también la naturaleza produce ese efecto
de finalidad sin tener un fin. Por cierto, en los de-
portes con frecuencia tenemos la impresión de que
lo que nos resulta “bello” parece surgir “natural-
mente”. Pero ¿debemos por eso llamar “obra de ar-
te” a una bella jugada en un partido de baloncesto o
a un poderoso saque en un partido de tenis? Pienso
que esto llevaría un poco lejos la convergencia con-
ceptual en la que estoy interesado –al menos, en
tanto tratemos de seguir la terminología de Kant–.
Pues las obras de arte, de acuerdo con Kant, se crean
con la intención de volverse objetos duraderos que
puedan ser reconocidos luego como obras de arte.
Seguramente, la mayoría de los atletas no tienen tal
intención en sus acciones, y ésta es una fuerte razón
para proponer que no confundamos el mirar depor-
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EL PLACER DE MIRAR | 

tes como experiencia estética, con el hecho de con-


siderar a los deportes un arte. Como me explicó una
vez un eminente historiador y querido amigo: las
imágenes de Jesse Owens corriendo la parte final de
la carrera de relevos de cuatrocientos metros, en las
Olimpíadas de , son tan bellas como las mejores
esculturas de Miguel Ángel. Pero no aumentaremos
este efecto de la belleza atlética postulando que los
movimientos del cuerpo de Owen eran –y aún son–
una obra de arte.
Hay al menos una distinción más en la Crítica del
juicio que nos ayudará a analizar y entender –y, al
analizar y entender, elogiar– la belleza atlética. Me re-
fiero al contraste entre lo bello y lo sublime. Si lo “be-
llo”, como escribe Kant, “se refiere a la forma del ob-
jeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al
contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma,
en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada
ilimitación” (p. ). Kant continúa diciendo que la
satisfacción producida por lo bello siempre está co-
nectada con alguna cualidad, mientras que la satis-
facción producida por lo sublime está conectada con
la cantidad. Lo sublime es “aquello que es absoluta-
mente grande”, aquello “en comparación con lo cual
todo lo demás es pequeño”. Kant ilustra el concepto
de lo sublime, sobre todo, refiriéndose a “la natura-
leza […] su caos o su más salvaje e irregular desorden
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

y destrucción” (p. ). Lo sublime aparece, pues, co-


mo aquello que amenaza con arrasarnos, y puede,
por eso, causar “una suspensión momentánea de las
facultades vitales” (p. ), mientras que la belleza
“lleva consigo directamente un sentimiento de im-
pulsión a la vida” (p. ). Pero ¿existen eventos atlé-
ticos que uno llamaría “sublimes” precisamente en
este sentido? Mi primera impresión es que la mayor
parte de los momentos que añoramos nosotros, los
espectadores, caerán mejor bajo la definición de lo
“bello”. Asimismo, pese a su naturaleza cuantitativa,
lo sublime tiene poco que ver con listas de récords y
con la ruptura de esos récords. Pues los récords, por
definición, pertenecen a aquello que es comparativa-
mente grande, y, por lo tanto, no absolutamente
grande. Y, sin embargo, todos los fanáticos del depor-
te tienen recuerdos de hazañas y eventos que, según
lo que ellos piensan, nunca se podrán igualar. Los nú-
meros que muestran el impresionante récord de Ba-
be Ruth en su vida no son los que lo convierten en el
mayor jugador de béisbol de todos los tiempos, sino
aquel minuto, en , durante un partido contra los
Chicago Cubs, cuando aparentemente “anunció” un
home run decisivo apuntando la pelota que estaba a
punto de golpear en la dirección en la que ésta aban-
donaría el estadio. Aunque Toni Sailer, tres veces me-
dalla de oro en los eventos de ski de las olimpíadas de
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EL PLACER DE MIRAR | 

invierno de Cortina d’Ampezzo, no hubiese sido ca-


paz de competir con sus sucesores de hoy, nadie que
lo haya visto puede olvidar la gracia absoluta de sus
movimientos. Tal vez, debamos reservar el calificati-
vo de sublime para esos casos excepcionales. En gene-
ral, sin embargo, tiendo a pensar que lo sublime tie-
ne menos afinidad con los fenómenos deportivos que
el concepto de “belleza”.
Pero aun si el precedente alegato lo ha convencido
de que mirar deportes es, de acuerdo con los concep-
tos de Immanuel Kant, una experiencia estética, us-
ted, quizás,encontrará estas ideas algo forzadas, tan-
to, que pueden llegar a producir un efecto que he
querido evitar: la dignificación académica de los de-
portes. La seca precisión de los argumentos, ¿no es la
mayor fortaleza de Immanuel Kant? Y, ¿no resulta de-
masiado seca para elogiar la belleza atlética?¿No se-
ría importante que seamos capaces de decir, con ma-
yor precisión, qué hay de específico en la belleza de
los deportes entre los demás objetos de experiencia
estética? Hay buenas razones para que describamos la
experiencia deportiva tal como es vista por un atleta
internacional. El atleta al que voy a referirme es Pablo
Morales, tres veces ganador de la medalla de oro de
natación en las olimpíadas de  y , ex estu-
diante de la Universidad de Stanford, y ahora exitoso
abogado. La descripción de Morales surgió espontá-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

neamente en un panel de discusión durante un colo-


quio sobre “El cuerpo del atleta”, que tuvo lugar en
Stanford, en , como respuesta a la pregunta de por
qué había decidido regresar a la competencia deporti-
va (lo cual le permitió ganar su única medalla de oro
individual, pues había ganado las otras dos en compe-
tencias de relevos) luego de haberse retirado y de ha-
berse salteado las Olimpíadas de :

En  no formé parte del equipo olímpico, aun-


que estuve presente en la Olimpíada anterior y en
la siguiente. Ese año tuve muchas desilusiones que
me llevaron al retiro. Por ello, cuando vi los juegos
por televisión, no sentí nada en especial, hasta que
algo raro ocurrió. Cuando empezó la transmisión
de la competencia de cien metros mariposa, que
era mi especialidad, y en la que habría tenido una
oportunidad de ganar la medalla de oro, tuve que
salir de la habitación. Simplemente, me fue impo-
sible mirar la carrera. Mi vínculo con el evento era
tan estrecho, que se me hizo imposible verlo. El
significado de esta experiencia se volvió más claro
para mí cuando vi la carrera de relevos de  me-
tros para damas. Nunca olvidaré cuando vi cómo
la gran corredora Evelyn Ashford corría desde
atrás, en el último lugar para llegar primera y ga-
nar la medalla para los Estados Unidos. Se mostró
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EL PLACER DE MIRAR | 

la carrera completa, luego de lo cual se exhibió una


repetición, pero esta vez con la cámara focalizada
en el rostro de Ashford antes, durante y después de
su corrida. Sus ojos recorrieron, primero, el óvalo
de la pista; luego, se focalizaron en el testigo; luego,
en la curva que tenía enfrente. Abstraída de la mul-
titud, abstraída, incluso, de la competencia, la vi
perdida en la intensidad de su concentración.* El
efecto fue inmediato. Tuve que salir del cuarto una
vez más. Fui a la cocina y comencé a llorar, sin sa-
ber por qué. No había tenido ningún estallido
emocional desde la vez en que me quedé fuera del
equipo olímpico. Pero cuando pensé en mi reac-
ción, en las horas subsiguientes, llegué a darme
cuenta de lo que había perdido; ese sentimiento es-
pecial de estar perdido en la intensidad de la con-
centración. Cuatro años más tarde, estaba de nue-
vo en las olimpíadas.

En el relato de Pablo Morales hay un elemento que es


tan importante como sorprendente para que com-

* La fórmula inglesa es focused intensity. Podría traducirse como


“concentrada intensidad”, pero de hacerlo se corre el riesgo de
que el adjetivo se entienda como aludiendo a una intensidad
que está aumentada. En el contexto teórico del libro, la expresión
“focused” se refiere al acto de concentrar los sentidos y la
atención en algo. [N. del T.]
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

prendamos la fascinación que producen los deportes.


Él no traza una línea divisoria entre su experiencia
como espectador y su experiencia como atleta. Por el
contrario, lo que vio en la pantalla de televisión le
ayudó a captar –por vez primera, debemos asumir–
qué era lo que lo había motivado para practicar de-
portes en el más alto nivel. “Estar perdido en la inten-
sidad de la concentración” es la fórmula, tan compleja
como precisa, a través de la cual hace converger la fas-
cinación de mirar deportes y el atractivo de practicar-
los. Analizar la intuición de Morales en detalle, y como
complemento de la discusión acerca de los conceptos
de Kant, será un ejercicio estimulante.
“Perdido”, la primera palabra de su formulación,
debe entenderse como el equivalente exacto de la in-
sistencia de Kant en el carácter “desinteresado” del
juicio estético. Así como el sujeto que efectúa un jui-
cio estético se concentra en sus sentimientos internos
de placer o displacer y pone así entre paréntesis ob-
jetos de referencia o conceptos, del mismo modo, la
atleta Evelyn Ashford aparece “abstraída de la multi-
tud, abstraída, incluso, de la competencia”. Ella está
sola consigo misma, desconectada de todos los fines
y metas que hacen a nuestras vidas cotidianas, aun de
los fines que –extrínsecamente o intrínsecamente–
son propios del evento atlético en el que participa.
Para describir lo que él interpreta como los senti-
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EL PLACER DE MIRAR | 

mientos de Evelyn Ashford, tanto las emociones de


ella como la percepción que ella tiene de su propio
cuerpo, Morales emplea la palabra “intensidad”. Si es-
tamos de acuerdo en que esa “intensidad” se refiere a
un aumento de cualidades e impresiones que desde
siempre existen para nosotros, entonces podemos
concluir que la experiencia atlética –y la experiencia
estética en general– no es fundamentalmente distin-
ta de nuestra experiencia en otras situaciones menos
marcadas. Pero ella lleva nuestras capacidades físicas
y emocionales cerca del máximo, y podemos inferir
que, al hacerlo, dirige nuestra atención autorreflexiva
hacia estas últimas.
Además, Morales califica esa intensidad en la que
los atletas y los espectadores se pierden como un es-
tado de “concentración”. Este concepto converge, pri-
mero, con la condición de estar “perdido” o “desinte-
resado”. Aquel que está concentrado se las arregla para
excluir voluntariamente una multiplicidad de objetos
de atención que podrían distraerlo de aquello que
realmente importa. Pero ¿qué es lo que realmente im-
porta en la experiencia atlética? Pienso que la palabra
“concentración” apunta a una concentrada apertura a
algo por venir. Algo que no estamos en situación de
controlar, y que por ello siempre aparecerá como “re-
pentino”. Algo que también desaparecerá luego de
haber aparecido repentinamente, de manera irrever-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

sible y a menudo dolorosa para nosotros, pues quere-


mos retenerlo. Juntos, este carácter repentino y esta
irreversibilidad corresponden a la temporalidad es-
pecífica de la experiencia estética. ¿No conocemos to-
dos el deseo de revivir la bella jugada de un partido
de fútbol?, ¿no estamos familiarizados con el deseo
de verla en cámara lenta, una y otra vez, aunque ten-
gamos la experiencia de que ninguna repetición po-
drá reproducir la intensidad de su primera apari-
ción? Parece haber jugadores cuya actuación tiene
una afinidad específica con esta estructura. Pense-
mos en los repentinos piques del genial Diego Mara-
dona entre los defensores del equipo contrario, y có-
mo éstos quedaban suspendidos durante largos
minutos en los que él parecía haber desaparecido del
campo de juego. Recordemos al incomparable golea-
dor de la década de , Gerd Mueller, quien sólo
estaba realmente en el juego cuando anotaba uno de
sus innumerables goles (el más valioso de estos goles
fue el que convirtió con aquella repentina aparición
en el área penal, en la copa del mundo de , gracias
al cual una desesperantemente inferior Alemania
venció a Holanda). Pensemos en el cuerpo enorme de
Shaquil O’Neal , que se vuelve invisible justo en los
segundos previos a hundir una vez más la pelota en el
aro. ¿No es, acaso, la acción de “robar una base”, en un
partido de béisbol, la concreta y paradójica institu-
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EL PLACER DE MIRAR | 

cionalización de este juego entre lo repentino de una


aparición y la irreversibilidad de su fin? Jugar con un
“corredor en la base”, como consecuencia, tiene que
poner nervioso al pitcher, porque la inmediatez de lo
que el corredor es capaz de hacer está casi totalmen-
te fuera de su control, y es irreversible una vez que
alcanza la tercera base. El cuerpo del corredor, lite-
ralmente, aparecerá y se desvanecerá “como un re-
lámpago”.
Hemos respondido ya, implícitamente, a la pre-
gunta acerca de qué es lo que esperamos, disfrutamos
y perdemos en la intensidad de concentración de la
experiencia atlética. Lo que en la experiencia atlética
llega y desaparece es una epifanía, por extraña que es-
ta palabra pueda resultar en este contexto (debido a
su uso predominante en ámbitos teológicos). Es una
epifanía, porque experimentamos una repentina apa-
rición invariablemente corporeizada, una aparición
que, por ser corporeizada, tiene sustancia y requiere
espacio (aquí abandonamos definitivamente el reino
de los conceptos kantianos). Cualquiera que haya se-
guido un juego de football americano desde la línea
lateral sabe que tal epifanía no es una ilusión, pues
uno no puede evitar percibir los cuerpos de los juga-
dores cuando se acercan como una amenaza física a
nuestro propio cuerpo. Pero a medida que sentimos
físicamente la presencia de estas epifanías y su violen-
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

cia potencial, tratamos de asignarles un significado,


de acuerdo con las reglas del juego que se está jugan-
do. Consideramos, por ejemplo, el cuerpo que repen-
tinamente cruza la línea lateral de un campo de foot-
ball americano bajo la forma de un “receptor” que
recién ha capturado un pase “para ganar treinta y
cinco yardas”. Creo, sin embargo, que los significados
que tratamos de atribuir a los cuerpos y a las cosas, en
situaciones de experiencia estética, nunca pueden ab-
sorber completamente ni neutralizar el impacto de la
presencia física de aquéllos. Por lo tanto, las epifanías
que experimentamos en la intensidad de concentra-
ción a menudo nos arrojarán a una oscilación entre
el hecho de atribuir significado y la mera percepción
física.
La narración de Pablo Morales sugiere que la expe-
riencia de los deportes, “el estar perdido en la inten-
sidad de concentración”, ya sea como atleta o como
espectador, hará de usted un adicto. Es ésa la razón
por la cual él tuvo que abandonar su retiro. Pero Mo-
rales no dice qué es lo que motiva su adicción, y me
atrevo a agregar que, asimismo, los intentos de Kant
por describir el placer estético están entre las partes
menos convincentes de su análisis. Ya que no tenemos
autoridades atléticas ni filosóficas para invocar, a efec-
tos de responder a la pregunta de qué es lo que hace a
la belleza atlética tan adictiva, volveré a mis propios
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EL PLACER DE MIRAR | 

–y muy subjetivos– recuerdos y expectativas. Mis


momentos de intensidad de concentración cuando
miro deportes, cuando mi atención se hace más agu-
da y mis emociones se vuelven arrolladoras, siempre
están acompañados y son hasta gradualmente reem-
plazados por un sentimiento de compostura. La eu-
foria de la intensidad de la concentración parece ir
acompañada por una calma peculiar. No sólo me
siento menos distraído en el estadio que durante la
mayor parte de mis horas de trabajo, sino que tam-
bién me siento más en paz con la impresión de que
no puedo controlar ni manipular el mundo a mi al-
rededor. Tan tranquilo y tan tranquilamente confia-
do puedo volverme, al menos durante algunos pocos
segundos, que siento que puedo dejar ir y dejar lle-
gar (o no) las cosas que deseo que lleguen. Los gran-
des atletas comparten esa actitud de compostura con
los espectadores más concentrados, pero, en el caso
de los atletas, la compostura es una condición de su
capacidad para hacer que las cosas ocurran, más que
para dejar que ocurran.
Lo que trato de describir desde el lado del especta-
dor no es para nada un “proceso de aprendizaje”. No
significa que las amargas derrotas de su equipo favo-
rito vayan a enseñarle a afrontar la desilusión con un
gesto de indiferente estoicismo. En lugar de ello, us-
ted se sentirá inclinado a tener una apertura hacia el
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 | ELOGIO DE LA BELLEZA ATLÉTICA

mundo material circundante, una apertura que hará


que su propia voluntad y sus pretensiones de ser
agente activo en lo que ocurre aparezcan como mar-
ginales, y casi regidas por el azar. Pues no sólo usted
sabe que no tiene influencia en la agilidad o la resis-
tencia del boxeador al que usted apoya. También es-
tá fuera de su control la intensidad con la que usted
reaccionará ante el desempeño de ese boxeador.
Ahora que hemos tratado de explicar bajo qué con-
diciones –subjetivas– llamamos “bellos” a los depor-
tes, sigue abierta la pregunta: ¿hay algo que sea in-
trínsecamente específico del desempeño atlético?
Algo específico que pudiera explicar “desde la objeti-
vidad”, por así decirlo, su atracción irresistible y su
impacto, tan a menudo arrollador.

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