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Bautismo en San Agustín

Si catequesis y doctrina del bautismo son muy semejantes de Oriente a Occidente, las
controversias teológicas, casi inexistentes en Oriente, ya iniciadas en África en tiempos
de Cipriano, se desarrollan en Occidente durante los siglos IV y v.
Los donatista recusan el bautismo de los ministros indignos y rebautizan a los
católicos que se pasan a sus filas. A esta cuestión se añade l; de la validez de los
sacramentos administrados fuera de la Iglesia católica y la del nuevo bautismo de los
cismáticos y herejes. Optato de Milevi abre el camino a Agustín al afirmar, en el año 370,
que la santidad de la Iglesia no depende de sus ministros: o de sus miembros, sino de
los sacramentos. Los ministros no son los dueños sino los servidores del bautismo. En
éste cooperar tres elementos: la Santísima Trinidad, el ministro y el sujeto. Su acción
dista mucho de ser igual; la función principal la cumple la Trinidad. El bautismo no es
renovable, a consecuencia de las palabras de Jesús en ocasión del lavatorio de pies (Jn
13, 10). Optato distingue finalmente el bautismo de los cismáticos del de los herejes, y
solamente reconoce validez al primero.
Agustín es tributario, a la vez, de la catequesis ambrosiana de la teología africana,
en especial de la eclesiología de Cipriano. No elaboró una teología sistemática del
bautismo. Las dos obras que consagra a este sacramento se limitan a la controversia
donatista. En ellas, se remite a la consuetudo y a la autoridad de la Iglesia, que se han
expresado en las decisiones conciliares. Las necesidades de la controversia brindan al
obispo de Hipona la ocasión de desarrollar la teología sacramental con una seguridad y
una amplitud que lo impondrán a Occidente. La controversia donatista permite a Agustín
clarificar las condiciones de validez y de eficacia de los sacramentos; el pelagianismo es
la ocasión de enseñar de nuevo la necesidad del bautismo, incluso para los niños. El
pensamiento de Agustín, vacilante al principio, se afirma y se precisa luego.
Controversia donatista
Agustín distingue entre validez y eficacia en el bautismo, distinción que faltó a san
Cipriano, cuya autoridad invocaban los donatistas. Una puede existir sin la otra. Para la
validez no se requieren ni la fe ni la santidad del ministro. El bautismo puede ser
conferido válidamente fuera de la comunidad católica. La Iglesia lo reconoce y no lo
reitera, ni tampoco bautiza de nuevo a aquellos que de la Iglesia se han pasado al cisma.
La validez del sacramento, independientemente del ministro, se deriva también del
carácter, al que Agustín presta una nueva claridad en el curso de la controversia.
El carácter incorpora al cuerpo de Cristo y dispone al miembro a recibir la gracia
sacra- mental que le viene de la cabeza. La Iglesia no reitera el bautismo porque éste
imprime un carácter indeleble, el cual confiere una cierta consagración y es un efecto
directo del signum que Agustín distingue de la res o fruto. Siguiendo a la Tradición,
Agustín recurre a la comparación con la impronta de la moneda y con la marca del
propietario sobre el rebaño o el tatuaje de los soldados. La razón última de la validez de
los sacramentos conferidos por los pecadores y los herejes es que aquéllos son
propiedad de Dios y de la Iglesia, no del ministro. «Hay que distinguir cuidadosamente
entre no tener algo y tenerlo sin derecho o usurparlo ilegalmente. Los sacramentos no
dejan de ser propiedad de Dios y de la Iglesia porque sean mal utilizados por los herejes
y los impíos».
El ministro indigno no es el ministro principal del sacramento; no es más que el
instrumento de Cristo. En realidad, es Jesucristo quien bautiza con las manos de Pedro,
de Pablo. Por tanto, no hay más que un bautismo: el de Cristo, consagrado por el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Agustín añade: «Cuando decimos: Cristo bautiza,
no hablamos del ministro visible, sino de la gracia oculta, el poder oculto en el Espíritu
Santo, como decía Juan Bautista: Éste bautizará en el Espíritu Santo» 17~. La indignidad
del instrumento no puede afectar a su acción ni paralizar la validez. La única cosa que se
exige de todo ministro es que respete la regula ecclesiastica.
¿Qué sucede con la eficacia del bautismo administrado por un ministro indigno o
hereje? Agustín distingue netamente entre el sacramento administrado dentro de la
verdadera Iglesia y fuera de ella. En la comunidad católica, todo bautismo administrado
a un sujeto bien dispuesto produce su efecto sacramental, cualquiera que sea el estado
moral del ministro que lo confiere, porque la eficacia se deriva del ministro principal:
Cristo. Ni la santidad ni la indignidad del ministro influyen en la gracia recibida. Las
disposiciones del sujeto no son, por lo mismo, la causa sino la condición sine qua non de
la eficacia. Recibido en la fe, el bautismo ejerce su efecto en proporción a esa fe.
Más delicada es la cuestión de la eficacia del bautismo conferido por un ministro
cismático o hereje. En caso de peligro de muerte, aun el bautismo de un hereje perdona
los pecados a un moribundo bien dispuesto. Fuera de este caso de peligro, el obispo de
Hipona, influido por la doctrina de san Cipriano sobre la Iglesia como único órgano de
salvación, tiende a creer que la administración del sacramento es ilícita y perniciosa,
tanto para el ministro como para d bautizado. «No es solamente en su seno donde se
halla el bautismo único, pero es únicamente en su seno donde produce frutos de
salvación y de paz». Aun de buena fe, el candidato bautizado en el cisma «queda
gravemente herido por el cisma».
Finalmente, la cuestión de la intención en el ministro y en el sujeto. Hay que
reconocer, honradamente, que Agustín no se planteó con claridad la cuestión. Se
contentó con enunciar el principio de que el ministro del sacramento actúa siempre en
nombre de Cristo, quien da al sacramento su eficacia. «Los autores de la Edad Media
dedujeron de eso que el ministro debe tener la intención, la voluntad de conformarse a
las intenciones de la Iglesia. San Agustín no se propuso sacar tal conclusión, pero la
vivía». El hecho es que Agustín no relacionó suficientemente los efectos del bautismo
con la acción salvífica de Cristo, ni distinguió lo bastante «la eficacia del rito de la acción
de la Iglesia en la dispensación de la gracia»
Controversias pelagianas
Agustín no esperó a la controversia pelagiana para estudiar el bautismo de los niños. Él
nunca puso en duda la validez y la legitimidad de este bautismo, pero se planteó la
cuestión de la eficacia, a falta de la fe personal.

En el De libero arbitrio, la fe de los padres le parece hacer las veces de sustituto. En el


De baptisma, piensa que la gracia de Dios suple las disposiciones personales del niño,
habida cuenta de que la fides aliena sólo desempeña una función de perfeccionamiento.
En la carta, la gracia bautismal es concedida en virtud del don del Espíritu Santo que vive
y actúa en los santos de la madre Iglesia. «Operando interiormente el Espíritu, el
beneficio de la gracia rompe las ataduras de la culpa, restablece el bien de naturaleza,
regenera en Cristo a aquel que había sido engendrado en Adán».
El problema reaparece con la querella pelagiana. Los discípulos de Pelagio
enseñaban el bautismo de los niños, pero no por una razón medicinal o purificadora,
puesto que los niños son inocentes, sino para que éstos perciban los efectos positivos y
santificadores del sacramento, con vistas al reino de los cielos.
Frente a estas teorías, Agustín afirma la universalidad del pecado original y la
necesidad del bautismo para todos los hombres, so pena de condenación eterna, incluso
para los niños. El bautismo de los niños le parece una ilustración de esta verdad. Él
explica la eficacia del mismo mediante tres argumentos que ya conocemos: acción de la
fe de los padres y profesión de los offerentes, eficacia maternal de la Iglesia y poder del
bautismo como sacramento de la fe, con predominio del primero de los tres
argumentos. No hay otro medio que el bautismo para los niños, para que éstos logren
la salvación y la vida eterna. Inversamente, una vez bautizado, el niño recibe los frutos
del sacramento, «y el Espíritu habita en él».
Agustín reconoce, sin embargo, que el martirio hace las veces del bautismo. El deseo
del bautismo, la fe y la conversión del corazón, pueden también suplir, si las
circunstancias impiden absolutamente recibirlo. En el caso del buen ladrón, que deja un
tanto perplejo al maestro de Hipona, intención y conversión a Cristo reemplazaron al
bautismo. Después de la controversia pelagiana, Agustín pasa en silencio el bautismo de
deseo y supone que un buen catecúmeno puede atraerse la condenación eterna

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