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Domingo VI del Tiempo Ordinario

17 febrero 2019

Lc 6, 17.20-26

En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce y se paró en un llano con
un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de
Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón…

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: “Dichosos los pobres,
porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre,
porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y
proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre.
Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en
el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡Ay de
vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los
que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque
haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo
que hacían vuestros padres con los falsos profetas”.

FELICIDAD Y POBREZA

En Lucas, las llamadas “bienaventuranzas” las proclama Jesús


en el “llano” –en Mateo, por motivos teológicos, será en la “montaña”–
, se reducen a cuatro –en Mateo serán ocho–, se centran en situaciones
que están viviendo los discípulos –en Mateo se hablará de actitudes– y
van acompañadas de las mal llamadas “malaventuranzas”.

A los discípulos, que son pobres, pasan hambre, lloran y son


perseguidos se les llama “bienaventurados” (dichosos) porque esa
situación va a cambiar. Por el contrario, se advierte seriamente a
quienes ahora gozan de riqueza, de dicha y de aplauso social,
equiparándolos a los “falsos profetas”.

Empecemos por el final. En la tradición bíblica, los “falsos


profetas” buscan su propio beneficio. Eso les lleva a pronunciar una
palabra que no busca la verdad, sino contentar a quienes los escuchan,
sean el rey o el pueblo, para obtener reconocimiento y prebendas de
todo tipo. Se comprende que, para quienes son perseguidos por ser
fieles, la figura del “falso profeta” aparezca particularmente detestable.

El mensaje de las Bienaventuranzas es parcial: muestra a un


Dios que toma partido a favor de los pobres y los que sufren. Otra cosa
es que, en la vida cotidiana, esto no parezca producirse. Tal vez ese
haya sido el motivo por el que se ha proyectado la dicha o felicidad al
“más allá” de la muerte. En realidad, plantear la dicha en clave de
“recompensa” conduce a un callejón que no tiene salida. Si hubiera que
leerla literalmente, el lector se preguntaría por qué Dios no actúa
inmediatamente y realiza lo que la bienaventuranza promete.

La lectura adecuada parece ser otra y se desdobla en dos


direcciones: por un lado, “pone en valor” la dignidad y la primacía del
pobre; por otro, como luego vería Mateo, advierte que es imposible la
felicidad mientras no adoptemos la pobreza –desapropiación,
desidentificación del yo– como actitud básica en la que sustentar
nuestra existencia.

El pobre es no-separado de mí. Solo la comprensión vivencial de


este hecho, que implica una radical transformación de la consciencia,
hará eficaz el compromiso a favor de la justicia, de la igualdad y del
reconocimiento de todo ser humano. Únicamente el compromiso que
nace de la comprensión es genuinamente transformador.

Ser pobre es vivir la desapropiación. La creencia que nos


identifica con el yo o ego nos convierte en personas egocentradas,
girando en torno a nosotros mismos, en la búsqueda ansiosa de aquello
en lo que hemos proyectado nuestra supuesta felicidad: bienes, poder,
imagen… Sin embargo, todo ello promete lo que no puede dar, dando
lugar a la “noria hedonista”, en la que la búsqueda de placer se
convierte en fuente de sufrimiento, porque no hay forma de burlar el
vacío y la insatisfacción cuando se liga la propia identidad a la idea del
“yo”.

El sabio comprende que no es el yo. Y es esa comprensión la


que, en medio de cualquier circunstancia, lo ancla en la ecuanimidad y
la paz. Sabe que lo que somos se halla siempre a salvo. Y que podemos
tener cosas –somos seres necesitados–, pero no ser esclavos de ellas.

El sabio es compasivo. Y esto es justamente lo que vemos en


Jesús. La compasión marcó toda su existencia porque se vivía desde la
comprensión de su (nuestra) verdadera identidad. Cuando se vive
desde ahí, la compasión brota en gratuidad y de manera desapropiada.
Y, en cierto modo, constituye el test definitivo de la vida espiritual. De
ahí que el propio Jesús resumiera todo el secreto del comportamiento
ético adecuado en una sola frase, tras relatar la parábola del “buen
samaritano”: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,37). No hay más principio
moral.

¿Qué significa la pobreza para mí? ¿Cómo me posiciono ante ella?

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