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fue el mejor valedor de sus libros, organizando campañas propagandísticas
muy modernas y viajes de promoción que incluían lecturas y audiciones en
teatros o salones de las ciudades que visitaba. Fue muy famosa su gira por
los EE.UU., donde tenía su propio editor local. Sin embargo, las
movilizaciones masivas que lograban sus viajes promocionales, sobre todo
de señoras de clase media, eran vistas por los críticos literarios del
momento como signos de la excesiva carga sentimental que lastraba sus
historias.
La historia se piensa como única: una obra maestra. No hay lugar para el
plagio pues la originalidad es lo importante. Se centra en el canon y la
tradición canónica.
La obra, a menudo, cobra vida al margen del autor. Volvemos a los títulos del
XIX: La Regenta o Fortunata y Jacinta. Por no citar Guerra y Paz o Madame
Bovary.
Pero si ahora nos fijamos en las obras literarias actuales, observamos que
su estilo es secundario y utilizan un lenguaje simple, repetitivo y
estandarizado según el tema. El discurso se organiza linealmente, es decir,
la historia no suele empezar in media res, ni alternar épocas diferentes en
un mismo relato. Las historias van de principio a fin. En ellas, lo fundamental
es la acción a la que se subordinan los personajes que son esquemáticos y
estereotipados. De hecho, se piensa para adaptarla a las circunstancias de
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la audiencia o a los éxitos. Se orienta para crear continuaciones, series y
otros productos.
La lectura de estos relatos, por su parte, reclama rapidez para llegar al final, es
sobre todo es una actividad afectiva y visceral.
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Como las novelas del estadounidense Matthew Pearl. El Club Dante, La sombra de Poe o El último
Dickens.