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El Esequibo sin pelos en la lengua

El presidente Hugo Chávez es el último de una larga lista de líderes venezolanos que han avivado el fervor
patriótico, al ratificar el reclamo histórico de Venezuela sobre el Territorio Esequibo. Independientemente del
mérito histórico del reclamo venezolano, la realpolitik del asunto es que a estas alturas es imposible
imaginarse un escenario en el que la soberanía de Venezuela sobre ese territorio sea reconocida
internacionalmente. El problema es que, habiendo suscitado las expectativas del pueblo, ahora podría ser muy
difícil para Chávez conformarse con algo menos

La disputa limítrofe entre Venezuela y Guyana por el Territorio Esequibo —una región selvática escasamente
poblada y aproximadamente del tamaño de Inglaterra, ubicada entre los deltas de los ríos Esequibo y Orinoco
— ha vuelto a las primeras planas. Dirigentes venezolanos una vez más nos han regalado los ya familiares y
apasionados discursos nacionalistas sobre los inalienables derechos históricos de Venezuela, mientras que
Guyana insiste en que el estado actual del asunto es definitivo y que no está sujeto a discusión. La disputa ha
venido dando vueltas así desde 1962, sin que se vislumbren perspectivas reales de resolución en el futuro
próximo.

Lamentablemente, en Venezuela el debate sobre el Esequibo tiende a producir más calor que luz. Al tratar
esta disputa, quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones en Venezuela, a menudo parecen perder la
perspectiva, y durante la mayor parte de dos siglos, desde la Casa Amarilla y Miraflores han emanado
políticas obstinadas sobre la cuestión, lo que prácticamente asegura que el territorio en disputa nunca será
reconocido internacionalmente como parte integral de Venezuela.

Un debate retorcido

Cada país tiene ciertos asuntos sobre los cuales parece extrañamente incapaz de sostener un debate racional;
asuntos sobre los cuales la ortodoxia nacional reina incuestionada e incuestionable. Los estadounidenses no
pueden tener más que palabras de encomio para con la Constitución redactada por sus próceres, y consideran
que hasta la más leve crítica al cada vez más anacrónico documento equivale a traición. Los franceses parecen
perder toda capacidad de sostener un discurso racional, apenas se medio cuestiona el heroísmo de los
paladines de su resistencia durante la II Guerra Mundial, así sea de soslayo. Para los brasileños, la más
mínima sugerencia de que sus astros del fútbol no sean los más grandes del mundo equivale a una blasfemia.
Para los venezolanos, el tema es el Esequibo. Se ha convertido en un artículo de fe que el reclamo del
Territorio Esequibo por parte de Venezuela es ostensiblemente justo y jurídicamente hermético. Lo triste de
esto es que, mientras gente de todas partes del mundo admira la sabiduría de la Declaración de Derechos
contenida en la Constitución de EE.UU., la valentía de Jean Moulin y el genio de Pelé, nadie fuera de
Venezuela en realidad cree en su reclamo del Esequibo.

Dentro de Venezuela, la nación se halla desusadamente unida en cuanto a esta materia, y todas las diferencias
políticas parecen esfumarse cuando el tema sale a colación. Antichavistas furibundos hacen cola para felicitar
al Presidente por su decidida posición en cuanto a este asunto. Durante los años 80, grupos de música pop
descubrieron que podían vender montones de álbumes poniéndole melodías pegajosas a letras como "el
Esequibo es tuyo, es mío, ¡es tierra venezolana! / el Esequibo es tuyo, es mío, ¡es nuestro!". Esa clase de
patriotería ha secuestrado al proceso de toma de decisiones en lo concerniente a la disputa. Totalmente
imbuidos de esa mentalidad, gobiernos sucesivos han seguido una política que combina una honda
indisposición al avenimiento y un profundo malestar por cuestionar la mentalidad colectiva en cuanto se
refiere al Esequibo.
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Ese temor a cuestionar la ortodoxia nacionalista ha asegurado que el público venezolano escuche siempre sólo
la mitad de la historia, pero naturalmente la mitad más favorable al reclamo venezolano. La mayoría de los
venezolanos sabe que los españoles fijaron el Río Esequibo como el límite oriental de su imperio americano
por primera vez en el Siglo XV. Pero no muchos saben que el Esequibo fue colonizado por los holandeses en
1616 y que un mapa de 1662, elaborado por el cartógrafo holandés Joan Blaeu, muestra que los holandeses
controlaban la totalidad del área al sur del Río Orinoco. En el Tratado de Münster, España oficialmente cedió
a Holanda la soberanía sobre una región no del todo definida que plausiblemente se podría interpretar como
incluyente del territorio en disputa. (La región fue cedida por los holandeses a los ingleses después de las
guerras napoleónicas).

Los venezolanos lamentan la escasa disposición de Guyana a negociar un avenimiento territorial razonable,
pero son pocos los que entienden que entre 1844 y 1887 Venezuela rechazó sistemáticamente una serie de
propuestas británicas que, básicamente, habrían dividido la diferencia, otorgándole a Venezuela el control
sobre aproximadamente la mitad del territorio en disputa.

A los nacionalistas criollos les encanta explayarse cuando citan las turbias negociaciones de trastienda
protagonizadas en 1899 por los ingleses, dirigidas a acercar el laudo arbitral internacional hacia su terreno.
Sin embargo, en ese argumento no se menciona que, en 1897, Venezuela suscribió un tratado
comprometiéndose a reconocer como "completo, perfecto y definitivo" cualquier acuerdo al que llegaran los
árbitros. Sucesivos gobiernos venezolanos han subrayado el hecho de que el fallo de 1899 nunca fue aceptado
por el gobierno ni por el pueblo de Venezuela, pero pocos reconocen que en 1905 Venezuela formalmente
reconoció la frontera establecida en el laudo arbitral, y que durante 63 años después del laudo, Venezuela no
volvió a renovar su reclamo sobre el territorio. El punto es que, en una disputa histórica tan prolongada y
confusa como ésta, ambas partes pueden citar suficientes "hechos" como para hacer que su versión respectiva
luzca claramente verdadera, correcta y justa.

El mundo en 1899

Para entender verdaderamente cómo se delimitó la frontera actual, hay que tratar de tener presente cómo era
el mundo hace cien años. Gran Bretaña, gracias a la fortaleza de una armada sin igual, había alcanzado la
posición de primera potencia mundial. Aunque el crecimiento económico reciente de Alemania, Francia y
Estados Unidos había sido impresionante, la economía británica —que había alcanzado la industrialización
cien años antes— aún no tenía contendores de cuidado a nivel mundial. Los pocos rivales industriales
incipientes que había, entre ellos EE.UU., se vieron obligados a proteger a sus productores internos detrás de
elevadas barreras arancelarias para poder sobrevivir a la furiosa embestida competitiva de la potencia
hegemónica. El sol nunca se ocultaba en el Imperio Británico, el cual cubría un asombroso 25% de la
superficie terrestre del planeta. Parecía como si una semana sí y una no la Foreign Office emitiera desde
Londres órdenes de despojar por la fuerza a primitivos gobernantes locales de grandes extensiones de
territorio. Inclusive, en aquellos lugares donde el gobierno de Su Majestad no administraba directamente los
asuntos políticos, su poderío militar, su supremacía naval y su dominio económico habían convertido a
enormes regiones del mundo, desde China y Tailandia hasta América Latina, en colonias económicas de
facto. Londres ha estado más cerca de merecerse el título de "capital del mundo" que ninguna otra ciudad en
la historia, pasada y actual.

Ahora bien, considérese a Venezuela alrededor de 1900. Faltando todavía un cuarto de siglo para que
comenzara la explotación petrolera, su economía era principalmente agrícola, con una población mayormente
campesina que apenas conseguía sobrevivir con una agricultura de subsistencia o como jornaleros en los
latifundios. Apenas la mitad de la población participaba en la economía monetaria. Tres de cada cuatro
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venezolanos sufría de paludismo, y la expectativa de vida de los hombres era de 34 años. Casi no había
carreteras, ferrocarriles ni telégrafo. Las comunicaciones internas eran primitivas: la forma más rápida de
trasladarse desde Caracas hasta Ciudad Bolívar era por barco, con una escala en Puerto España. En el ámbito
político, desde la Guerra de Independencia el país había sido estremecido por sacudidas políticas periódicas,
producidas por una seguidilla de caudillos que trataban de tomar Caracas tan pronto como calculaban que sus
heterogéneos ejércitos rebeldes eran lo suficientemente fuertes como para enfrentarse a un gobierno central
usualmente débil. En cualquier momento, el gobierno nacional apenas si estaba en condiciones de repeler
agresiones militares de tales caudillos, y mucho menos de montar operaciones militares en los confines
selváticos de la República. Durante los 70 años transcurridos desde la muerte de Bolívar, fue poco lo que
Venezuela avanzó en cualquiera de los ámbitos social, económico o político; incluso en algunos de ellos
estaba efectivamente peor que durante la Colonia.

Esas fueron las dos naciones que convinieron, el 2 de febrero de 1897, en resolver mediante arbitraje el
diferendo limítrofe del Esequibo, que se remontaba ya a 250 años. La junta arbitral, el primero de tales
cuerpos en ser convocado para resolver una disputa territorial entre naciones soberanas, incluyó algunas de las
más importantes mentes jurídicas de la época. El equipo de abogados que representaba a Venezuela estaba
encabezado por el general Benjamín Harrison, ex presidente de EE.UU., e incluía al ex secretario de Guerra,
general Benjamin S. Tracy. Los ingleses estaban representados por Sir Richard. E. Webster, fiscal general de
Gran Bretaña, al igual que por Sir Robert T. Reid, ex fiscal general. La junta arbitral propiamente dicha
incluyó algunos de los juristas más distinguidos del mundo para ese entonces, entre ellos dos magistrados de
la Corte Suprema de EE.UU., el presidente de ese tribunal, Melville W. Fuller, y David Brewer, en
representación de Venezuela; Lord Russell, presidente del tribunal supremo inglés conocido como King's
Bench, y Lord Collins, miembro del equipo de juristas de la Cámara de los Lores, la corte británica de última
apelación. El tribunal estaba presidido por Frederick de Martens, un académico jurídico ruso de renombre
internacional.

Es cierto que al iniciarse el proceso, en 1899, Venezuela parecía tener el argumento histórico más firme para
reclamar el territorio, al menos sobre el papel. Es igualmente cierto que, en el terreno, la realidad era
considerablemente más favorable al reclamo británico. Prácticamente nadie que pudiese ser descrito como
"venezolano" había vivido en el territorio en disputa. Por otro lado, durante la segunda mitad del Siglo XIX,
más de 40.000 súbditos británicos de habla inglesa habían residido en el área delimitada en el Este por el Río
Esequibo y en el Oeste por el Río Caroní. Allí estaban protegidos por una fuerza policial administrada por los
ingleses, y enviaban su correspondencia utilizando el Correo Real. Estos son hechos significativos, ya que el
tratado de arbitraje de 1897 establecía que el "control político exclusivo de un distrito, al igual que la
colonización propiamente dicha del mismo", eran "suficientes" para constituir "título libre de defectos y
restricciones ocultas" sobre el territorio.

Independientemente de tales complejidades jurídicas, el hecho es que apreciar la disputa exclusivamente


desde un punto de vista jurídico e histórico pasa por alto alegremente las duras realidades del poder que
siempre han tenido el papel más importante en la resolución de tales disputas. Los gobiernos venezolanos del
Siglo XIX se negaron, por principio, a reconocer la escandalosamente evidente diferencia de poderío entre los
dos adversarios, apegándose a sus exigencias maximalistas que prácticamente garantizaban que al final
perdería el grueso del territorio que actualmente se conoce como Esequibo.

Con una política de avenimiento Venezuela podría haber obtenido un resultado mucho mejor. Las reiteradas
propuestas británicas de dividir la diferencia fijando la frontera a lo largo del Río Moruca, fueron
desestimadas con cierta petulancia. Los gobiernos venezolanos del Siglo XIX parecían constitucionalmente
incapaces de aceptar el hecho de que, independientemente de la solidez jurídica que pudiese haber tenido su
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reclamo, un pequeño país palúdico no estaba en condiciones de imponerle sus términos a la mayor potencia
mundial.

Dicho eso, muchos analistas creen que la junta arbitral obtuvo un muy buen resultado para Venezuela. Se
otorgó a los británicos aproximadamente 85% del territorio en disputa, pero se les negó el derecho de
navegación por el Río Orinoco, de importancia estratégica. Aunque para ese momento muchos venezolanos
creían que la decisión era injusta, también es cierto que el gobierno británico no recibió todo el territorio que
había reclamado. Pero lo más importante es que al juzgar el laudo arbitral únicamente en términos de quién
obtuvo cuánto territorio, se pasan por alto aspectos estratégicos cruciales del laudo. Si bien Gran Bretaña
recibió decenas de miles de kilómetros cuadrados de selva tropical estratégica y económicamente inútil, la
junta se puso claramente del lado venezolano en lo atinente al único aspecto estratégicamente significativo de
la disputa limítrofe: el control sobre el Delta del Orinoco. La junta pudo haberle otorgado a los británicos el
control sobre el punto de entrada a las más importantes vías fluviales de Venezuela, colocando a El Callao y
Guasipati bajo el control de Su Majestad, y asegurando que los pies británicos pudieran pisar las riberas del
Caroní. Algunos observadores consideraron como un éxito para el arbitraje internacional el hecho de que el
panel le hubiese negado a la potencia hegemónica mundial su aspiración estratégicamente más significativa,
en favor de una empobrecida república sudamericana.

La sorpresa de Mallet-Prévost

En 1905, funcionarios venezolanos firmaron un documento en el que declaraban que la línea limítrofe había
sido debidamente establecida y que el gobierno venezolano la aceptaba tal cual. Ahí habría podido quedar la
disputa. Y probablemente ahí hubiese quedado, de no haber sido por un incendiario memorando escrito casi
50 años después del laudo arbitral. El documento afirmaba que los británicos habían "amañado" el resultado
del proceso, mediante un acuerdo secreto con el ruso que presidía la junta, y que luego habían presionado
excesivamente a los miembros estadounidenses de la misma para que se mostraran aquiescentes. Esas
acusaciones fueron lanzadas en un ensayo publicado póstumamente nada más y nada menos que de Severo
Mallet-Prévost, un académico cultural español que había sido uno de los miembros de menor jerarquía del
equipo jurídico venezolano en el arbitraje de 1899.

El Memorando Mallet-Prévost, tal como se conoce hoy día al documento, se ha convertido en la piedra
angular del reclamo actual de Venezuela sobre el Territorio Esequibo. En vista de su privilegiado acceso a la
información, dada su condición de participante en el arbitraje, sus acusaciones parecen tener cierta
credibilidad. De ser ciertas, explicarían la parcialidad del laudo arbitral a favor de los británicos, y dejarían
mal parada la afirmación de la junta arbitral de que era un cuerpo puramente jurídico. Desde 1962, Venezuela
ha venido reclamando que las revelaciones de Mallet-Prévost sobre la conspiración británica para amañar el
laudo de 1899, anula completamente dicho fallo.

Lo primero que se evidencia sobre el Memorando es que fue escrito más de 40 años después de los hechos. La
memoria le juega malas pasadas a la gente, presumiblemente incluso a la de Mallet-Prévost. El segundo
aspecto que se hace evidente es la falta de pruebas que corroboren directamente la afirmación, pese al hecho
de que casi la totalidad de los participantes llevaban copiosos diarios.

Más aún, transcurrieron 13 años desde la publicación del Memorando, en 1949, hasta la reanudación del
reclamo territorial por parte de Venezuela, en 1962. Indudablemente que la política interna venezolana
desempeñó un papel en esa demora, ya que el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (con justa razón) consideró
que sus posibilidades de tener éxito sobre la base de ese Memorando eran escasas. Sin embargo, para 1962, la
independencia de Guyana era inminente y el nuevo gobierno de Rómulo
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Betancourt estaba ansioso de reactivar la disputa teniendo como interlocutor a un Imperio Británico a la sazón
venido a menos, en lugar de un diminuto y pobre país que fácilmente podría asumir el papel de víctima. Más
aún, a comienzos de los años '60, la política guyanesa estaba dominada por factores prosoviéticos, y tanto el
gobierno de Betancourt como el Departamento de Estado del gobierno de Kennedy pudieran haber visto la
disputa como una oportunidad de negarle a un incipiente Estado comunista en tierra firme sudamericana dos
terceras partes de su territorio. Sin embargo, en cuestión de pocos años, los comunistas habían salido del
gobierno guyanés a través del voto y Kennedy había sido asesinado. Pero para ese entonces el gato estaba
bien fuera de la valija diplomática.

Entonces, ¿cuál es el valor jurídico del renovado reclamo venezolano? Si bien las afirmaciones de Mallet-
Prévost son ciertamente provocativas, el valor legal de su memorando luce altamente cuestionable.
Ciertamente, a duras penas se podría tomar un solo documento escrito medio siglo después del fallo como
prueba concluyente de una conspiración anglo-rusa. No se ha hallado prueba documental alguna que confirme
la teoría de Mallet-Prévost, y no queda vivo ninguno de los participantes para confirmar o rechazar esa
versión de los hechos. Aunque un examen cuidadoso de las declaraciones y los escritos de personas que
participaron en el laudo arbitral tiende a confirmar a grandes rasgos el relato de Mallet-Prévost, dichas fuentes
dejan un espacio considerable para desacuerdos entre observadores razonables. Algunos creen que Frederick
de Martens, el académico ruso que presidió la junta arbitral, se lanzó a un complicado juego de engaño
diplomático, oponiendo una parte a la otra a fin de preparar el escenario para que ambas partes acabaran
aceptando su propia solución de avenimiento. Desde ese punto de vista, de Martens se habría presentado
como cautivo de los intereses británicos ante Mallet-Prévost únicamente para hacer que el lado venezolano
accediera a un avenimiento, y posteriormente habría dicho a los británicos que tenía órdenes de apoyar el
reclamo estadounidense-venezolano, haciendo así que los representantes de Su Majestad aceptaran la
propuesta de avenimiento. Lo cierto es que cien años más tarde no hay forma alguna de determinar
exactamente por qué la junta arbitral falló en la forma en que lo hizo.

Sin embargo, a un nivel más profundo, la controversia sobre el Memorando Mallet-Prévost es sencillamente
irrelevante. Incluso si se pudiese hallar pruebas documentales que demostrasen rotundamente que la decisión
de 1899 fue "arreglada", es dudoso que eso llegue a cambiar algo. Mucho antes de que el Memorando se
hiciera del conocimiento público, estaba muy claro que el laudo de 1899 había sido tanto un arreglo
diplomático como una decisión estrictamente judicial. Los registros históricos son tan confusos que se podría
haber armado un argumento razonable para fijar la línea fronteriza prácticamente en cualquier punto entre el
Esequibo y el Caroní. El magistrado David Brewer, uno de los miembros de la Corte Suprema de EE.UU. que
formó parte de la junta arbitral, escribiría luego que aún después de haber estudiado exhaustivamente los
mapas históricos del territorio, no hubo manera de hacer que dos jueces cualesquiera de la junta se pusieran de
acuerdo sobre la misma frontera. Las opciones reales de la junta quedaron reducidas a "trazar una línea que
pasara por el medio de lo que cada parte consideraba justo". En tales circunstancias, lo que habría que
preguntarse es si efectivamente llegó a haber una posibilidad real de llegar a un fallo estrictamente jurídico.

Es fácil olvidar que, hacia finales del Siglo XIX era poco usual que el Imperio Británico resolviera una
disputa territorial por mecanismos jurídicos formales, en lugar de utilizar la fuerza militar. Ciertamente,
montar una toma militar del Esequibo habría sido algo trivial para Gran Bretaña, simplemente una más de las
cientos de misiones semejantes —invariablemente exitosas— que los ingleses habían venido organizando
durante décadas. El simple hecho de que la diplomacia británica accediera a resolver la disputa del Esequibo
mediante arbitraje, fue más bien un reconocimiento de la creciente importancia de EE.UU. y de su habilidad
para imponerle la Doctrina Monroe a Londres. En 1895, la prensa sensacionalista estadounidense le clavó los
dientes con fruición al asunto del Esequibo, usándolo para proyectar una imagen de los británicos como
malandros ladrones de tierra, y retando a EE.UU. a que hiciera valer su doctrina de que las potencias europeas
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no podían recurrir a la fuerza militar en la esfera de influencia de EE.UU. El gobierno estadounidense,


ansioso por reafirmar su supremacía hemisférica, asumió la disputa, presionando a los ingleses para que
convinieran en un arbitraje. Costó mucho trabajo convencer a los británicos, opuestos desde hacía tiempo a
tales procedimientos, dado que esperaban resolver la disputa mediante conversaciones bilaterales. A la sazón,
las presiones de la prensa amarillista eran tan intensas que una guerra anglo-estadounidense por el asunto del
Esequibo no era del todo descabellada. A los británicos les debe haber parecido que el arbitraje era una opción
preferible a las otras dos alternativas: entregar el territorio sin luchar o arriesgarse a un enfrentamiento militar
con EE.UU.

A estas alturas, es probable que muchos lectores venezolanos se sientan molestos, abrumados por la sensación
de que todo esto sencillamente no es justo. Y por supuesto que tienen razón: no es justo. Sin embargo la
geopolítica, especialmente la geopolítica del Siglo XIX, nunca ha sido justa. Aún más que ahora, las
relaciones internacionales en el Siglo XIX eran un asunto despiadado en el que los grandes y fuertes ganaban
y los pequeños y débiles perdían. El mundo está repleto de fronteras indignantemente injustas, impuestas en el
Siglo XIX por países poderosos a otros más débiles. Normalmente, la injusticia era perpetrada en formas
mucho más agresivas que las empleadas por los ingleses en el Esequibo, entre las cuales la más corriente era
la conquista militar. ¿Es acaso justo que México no haya sido lo suficientemente poderoso como para
conservar California, o que Austria perdiera Bolzano, o Pakistán a Bangladesh, a pesar de que cada uno de
ellos podía citar argumentos históricos y jurídicos blindados que respaldaran sus reclamos? Probablemente no
sea justo, pero al final las naciones maduras aprenden a aceptar las realidades geopolíticas y a seguir adelante.
Tal como dijo un miembro del Gabinete guyanés hace alrededor de 30 años, "la mayor parte de las fronteras
del mundo caerían en el caos y la confusión" si lo único que se necesitara para reabrir disputas limítrofes
nominalmente resueltas fuese argumentar que los convenios originales habían sido producto de fraudes o
presiones.

Anatomía de una causa perdida

Los intentos de resolver la disputa desde 1962 han sido como dar un paso adelante y dos hacia atrás. En 1966,
justo antes de la independencia de Guyana, Venezuela y Gran Bretaña suscribieron un acuerdo mediante el
cual se fijaban los pasos para resolver la disputa definitivamente. El denominado Acuerdo de Ginebra fue una
obra de arte de ambigüedad diplomática calculada que permitió a cada una de las partes interpretarlo en
formas diametralmente opuestas. Por ejemplo, Venezuela fundamenta sus protestas contra el sitio propuesto
por Real Aerospace para el centro de lanzamiento de satélites en el Esequibo, en el Artículo V del Acuerdo de
Ginebra. Pero lo que ese Artículo efectivamente dice es que "Ningún acto o actividad que tenga lugar durante
el tiempo de vigencia del presente Acuerdo constituirá una base para afirmar, apoyar o negar una aseveración
de soberanía territorial (...) salvo que tales actos o actividades sean producto de un acuerdo de la Comisión
Mixta y hayan sido aceptadas por escrito por (ambos países)". La interpretación venezolana —que esto
significa que Georgetown tiene que pedirle permiso a Caracas antes de emprender cualquier desarrollo
sustancial en el territorio— suena ridícula. Una interpretación más honesta sería sostener que Guyana
sencillamente no podrá servirse de la presencia del centro de lanzamiento de satélites para apoyar su
aseveración de soberanía sobre el territorio.

Durante su primer gobierno, Carlos Andrés Pérez se dedicó afanosamente a resolver el problema. Guyana
presentó propuestas razonables tanto al presidente Rafael Caldera como a Jaime Lusinchi, y ambas fueron
ignoradas. Las iniciativas guyanesas no fueron publicadas, pero parece razonable suponer que contemplaban
otorgarle a Venezuela una pequeña franja de territorio a lo largo del Delta del Orinoco, a cambio de la
asistencia y el respaldo de Venezuela para ayudar a Guyana a desarrollar la región. La ventaja de tales ofertas
era que esa estrecha franja de territorio habría consolidado el acceso de Venezuela al Océano Atlántico,
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además de otorgarle nuevas áreas en las que se podría hallar petróleo. Pero tanto Lusinchi como Caldera
ignoraron las propuestas, presumiblemente porque temían enfrentarse a la indignación nacional que
indudablemente suscitaría semejante acuerdo.

Todo ello puede servir para poner en la perspectiva correcta la más reciente racha de intercambios retóricos
entre Caracas y Georgetown. Hablando en una visita a Caracas, el ministro guyanés de Relaciones Exteriores,
Clement Rohee, declaró sin ambages que Venezuela no tiene posibilidad alguna de convencer a nadie de que
el laudo de 1899 es nulo e írrito. VenEconomía se inclina a coincidir con esa afirmación. Rohee comprende
que las preguntas sobre la supuesta componenda anglo-rusa podrían resultar un tema interesante para los
historiadores diplomáticos, pero para los encargados de tomar decisiones políticas del presente, son
sencillamente irrelevantes: nadie fuera de Venezuela las va a creer.

Eso deja tres maneras posibles de poner fin a la disputa, ninguna de las cuales luce probable. Primera: Caracas
reconoce la realidad internacional obvia y desiste de su reclamo. Segunda: Venezuela puede lanzar una
invasión militar al territorio. Tercera: Caracas puede procurar una solución al estilo de los Sudetes, exigiendo
que se permita que los habitantes del Esequibo decidan su propio destino mediante un referendo. El clima de
predecible nacionalismo que suscita el tema del Esequibo ofrece pocos motivos para albergar esperanzas con
respecto a la primera opción. Los quijotescamente jingoístas gobiernos venezolanos desde 1962 no han
demostrado una disposición a adaptarse a los molestos imperativos de la realidad geopolítica mayor que la de
sus ineficaces predecesores del Siglo XIX. En cuanto a las perspectivas de una solución militar de la disputa,
se trata de una posibilidad con implicaciones demasiado graves como para considerarla, y es una opción que
hasta los nacionalistas más ardientes del lado venezolano se apresuran a descartar. Claro que con Chávez uno
nunca sabe. Es poco probable que una solución de referendo favorezca a Venezuela, ya que los escasos
habitantes del Esequibo hablan inglés, manejan por la izquierda y sazonan sus comidas con curry. Sin
embargo, son pocos y pobres, de manera que no parece del todo quimérico que pudieran tener un incentivo
monetario para votar a favor de unirse a Venezuela.

Sin embargo, dejando de lado tales ejercicios especulativos, el escenario más probable es la continuidad
interminable de la situación actual de indefinición, con un flujo constante de amenazas huecas y denuncias
retóricas desde Caracas durante el futuro previsible. Desde el punto de vista de Venezuela, puede que ésta no
sea una solución tan mala. Por un lado, la disputa actuaría como una especie de programa de empleo para los
comunicadores sociales. Por otro lado, les ahorra a los políticos

tanto la posibilidad de verse en la embarazosa situación de ceder a un asunto emocionalmente cargado, como
de las engorrosas consecuencias de efectivamente hacer algo.

Para Guyana, esta estrategia de permanente indecisión podría conllevar costos mayores. Por un lado, los
lectores de VenEconomía seguramente saben que lo de Chávez es pura retórica cuando habla del Esequibo,
pero se puede excusar a la gente de Beal Aerospace Technologies si no están tan seguros. Desde ya sus planes
de construir el centro de lanzamiento de satélites en el Esequibo —la mayor inversión extranjera que Guyana
ha contemplado en años— lucen decididamente inciertos. Perder el contrato con Beal representaría un grave
golpe para el segundo país más pobre del Hemisferio Occidental. Al mismo tiempo, para una economía
diminuta como la guyanesa, el acceso al mercado venezolano podría tener muchas ventajas, pero el comercio
bilateral se halla gravemente restringido en vista de la disputa limítrofe. Y el aumento de la actividad militar
del lado venezolano de la frontera puede resultar alarmante para un pequeño país apenas capaz de defender su
territorio.
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Pero nada de eso ayuda a explicar por qué el presidente Chávez ha preferido sacar al tapete esta causa perdida
con tanta fuerza específicamente ahora. El peor escenario posible es que Chávez esté preparando al público
venezolano para una posible guerra, un enfrentamiento que le pudiese resultar rentable al llegar el momento
en que su popularidad en el país comience a desinflarse. Alternativamente, es posible que la posición de
Chávez tenga poco que ver con cualquier estrategia a largo plazo bien ponderada, debiéndose más bien al
predecible nacionalismo del primer mandatario.

En una nota algo más optimista, Chávez podría estar avivando la disputa a fin de preparar a Georgetown para
que acepte el mejor avenimiento posible —parecido a lo que se le propuso a Caldera y a Lusinchi—, según lo
cual Guyana cede una superficie limitada de territorio a cambio de asistencia para su desarrollo. Se trata de un
avenimiento que al pueblo venezolano le costará aceptar, pero si hay alguien que puede convencerlo de sus
méritos, ese alguien es el presidente Chávez.

Robert Bottome, Michaela Ridgway y Francisco Toro

Traducido por Francisco Pance

Fuentes principales:

Leslie B. Rout, Jr. Which Way Out? An Analysis of the Venezuela-Guyana Boundary Dispute. 1971, Centro
de Estudios Latinoamericanos, Universidad del

Estado de Michigan. East Lansing, Michigan (EE.UU.). Jorge Olavarría, El Protocolo de Puerto España. 5 de
abril de 1981. Revista Resumen. Caracas (Venezuela). Armando Rojas, Venezuela Limita al Este Con el
Essequibo. 1965, Informes Especiales de la Carta de Venezuela, Oficina Central de Información. Caracas

(Venezuela).

Presidente Grover Cleveland, the Venezuelan Boundary Controversy. 1913, Princeton University Press.
Princeton, Nueva Jersey (EE.UU.). Otto Schoenrich, The Venezuela-British Guiana Boundary Dispute (donde
apareció publicado por primera vez el famoso memorando de Severo Mallet-

Prevost Julio de 1949, American Journal of International Law. Vol. 43, No. 3. Pág. 523. Washington, DC.
(EE.UU.).

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