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Negra catinga, de Juana Porro*

Negra catinga (Porro, Juana) Hoy cumplí once años y papá me regaló un libro de
Italia lleno de mapas y fotos de iglesias, de plazas, de parras, de lanchas y de gente italiana
vestida con ropa de antes. Ahora ya sé de dónde vino mi abuelo porque papá hizo un
redondel donde decía Sicilia. Debe ser muy distinto al pueblo de nosotros y seguro que allí
los barrios son todos iguales, no como acá.
Nosotros vivimos en un barrio que está entre el centro y las villas de la gente pobre.
Todos los hombres de esta cuadra son empleados, como papá. Pero mi hermano y yo
somos más morochos que los chicos de los vecinos. De eso me di cuenta el año pasado, el
día que se armó la gran pelea.
Yo iba a cuarto y era amiga de todo el barrio. Más que nada de Chichita y Jorge
Petrelli, dos chicos muy rubios que viven aquí a la vuelta. También jugaba con la gorda
Marín, que es una aburrida, y con Marta Fraile, que siempre se hace la bonita porque
tiene ojos verdes. A veces lo invitábamos a Carlitos, el hijo del dueño de la Tienda El Siglo,
que por ser hijo de ricos es bastante tarado. Pero ese año estaba también un chico
holandés que vino a la Argentina porque el padre tenía que estudiar no sé qué de la Shell
o del petróleo.
Desde que llegó el holandés todos andábamos atrás de su monopatín y de todos
esos juguetes raros que trajo de Inglaterra. Lo que más nos divertía era enseñarle palabras
como “culo” y “carajo” y otras peores. Jorge Petrelli le pedía: —Decí soy un maricón —y
nosotros llorábamos de la risa antes de que él empezara a repetirlo.
Yo no sé por qué le entendía algunas palabras de las de él. Capaz que es cierto lo
que dice mi papá, que soy más viva que el zorro. Y con eso de que lo entendía, siempre
terminaba consiguiendo algo más que los otros.
Un día Chichita Petrelli se enojó porque nunca le tocaba usar el monopatín. Claro,
cuando yo lo agarraba, siempre me iba desde mi casa hasta el correo, que son tres
cuadras en bajada con la calle toda de asfalto.
Ese día, cuando volví del correo, ella se puso a llorar y, como no se lo daba, me miró
con cara de perra y me gritó delante de todos los chicos: —¡Negra catinga! ¡Sos una negra
catinga! —Ahí fue cuando yo me puse rabiosa, porque eso lo dicen a los pobres que
tienen cara de indios, a los negritos, y ahí no más le grité más fuerte: —Y vos sos una rubia
podrida. ¡Una rusa de mierda! ¡Sos una culosucio! ¡Eso es lo que sos! ¡Mejor lavate la
bombacha, que siempre andás sacando fotos gratis y se te ve toda la mugre! ¡Y sos muy
mocosa para que te guste el holandés! ¡Y ahora TODOS van a saber que un día en la
escuela un chico te tocó el culo! —Ella estaba toda colorada y me empezó a decir: —
Andate, india olorosa… —pero no la dejé terminar y le tiré el monopatín por la cabeza y vi
que le salió sangre.
Enseguida disparamos a mi casa, con mi hermano, que es menor que yo y más
tonto para pelear. Le conté a mamá que no iba a ser más amiga de Chichita. Y le iba a
mentir un poco pero entró la señora de Petrelli sin tocar el timbre y se peleó con mamá y
se fue diciendo que éramos una porquería.
Después me di cuenta de que papá estaba escuchando todo desde la pieza. Cuando
la señora ya estaba lejos él apareció con el cinto y nos pegó a mí y a mi hermano y le dijo a
mamá que ella tenía la culpa de que fuéramos tan camorreros y que las indias no sirven
para criar hijos, no como su mamá que era italiana y los tenía bien cortitos y los hacía
trabajar de chicos.
Mamá lloraba y mi hermano como un bobo se le colgaba de la pollera.
Y ahí fue cuando se me ocurrió que tenía que estar del lado de papá, porque si me
parecía a él nadie más me iba a gritar negra catinga. Por eso, ahora, no me subo más al
paredón. Ahora juego con la gorda aburrida y me pongo los ruleros y, cuando cumpla los
dieciocho, me voy a teñir el pelo de rubio.

(En “Leer la Argentina” Nº 4. Publicación a cargo del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación y la Fundación Mempo
Giardinelli. Bs. As., Eudeba, 2005).

* Nació en San Antonio Oeste, Río Negro, en 1949, y reside actualmente en Viedma. Es profesora en Letras.
Réquiem con tostadas
Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y
eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo
conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de
Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo
mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace
tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de
todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con
usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era
buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la
palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea
casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi
hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras
que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero
entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella
es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo.
¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer
borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la
nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año
y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio
nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a
mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa
estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado
despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar.
Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le
pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más
rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá
cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo
perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer
fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato
empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era
pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la
fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo
embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el
Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron.
Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe
nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques
del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo
hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero
la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese
la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la
plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un
conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá
siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando
alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si
viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se
emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo
en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos.
Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante
alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no
nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que
después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre
después de medianoche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía
era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro.
Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro,
porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo
por mí y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para
hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo
llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la
podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero
quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de
ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos
viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que
pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por
ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por
recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese
matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con
nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses.
Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo
pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted,
porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue
importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca
podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos.
Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una
emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía
joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se
merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente,
por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía
esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el
hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban
unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En
realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero
antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más
apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una
noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una
manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera
vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con
vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí
me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos
hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que
los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un
desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi
padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso
para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la
quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo
también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende?
Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí,
o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él,
por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y
quién sabe por cuánto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace
por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño
verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces
no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a
lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le
parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado
tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado
a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos?
No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa
que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él
habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio
sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo.
Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con
tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle
todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy
callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio
para ella, que no lloraba nunca.
FIN
Como si estuvieras jugando
J.J. Hernández
Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos como si fuera un
palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera vez se alejaba de la casa y veía el
monte de algarrobos donde sus hermanos cazaban cardenales para venderlos a los pasajeros
del tren.

Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso de tierra de
la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con granos de anís, para
fabricar cigarros de chala. La abuela solía marcharse de la casa: iba a curarle el dolor de
muelas a su comadre, a preguntar si había correspondencia en la estafeta, a comprar
provisiones en el almacén. Los hermanos estaban en el monte. Ella quedaba sola, jugando con
su caja de zapatos llena de carreteles y semillas secas. Aburrida, apantallaba el fuego del
brasero donde hervía la mazamorra, hacía globitos de saliva con la boca, poco a poco se
dormía.

Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido arreglar con una cañas
tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que los hermanos cargaron sobre los
hombros.
--Ya sabés, Inesita, como si estuvieras jugando --le dijo la abuela antes que partieran. Y le
alcanzó el tarro de conservas vacío.
Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones iban a la estación.
Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones perfumados. Cuando volvían, al
anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de su delantal los pesos arrugados, que después
alisaba con la uña del pulgar, y los hermanos levantaban torrecitas de diez y cinco centavos
sobre la mesa de la cocina.
A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:
--Más adelante. Cuando hayas crecido.

Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban las piernas y caía
sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y de dejaba caer de nuevo, feliz de
divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la mortificaran a menudo. "Si abrís la boca y
cerrás los ojos te damos un caramelo", le decían. Inés aguardaba un rato, con la boca abierta,
el caramelo que resultaba ser la pluma de un pájaro o una hormiga, nunca recibió un dedo
porque ella sabía morder. Pero muy pronto descubrió el modo de vengarse: le bastaba lanzar
un chillido para que la escoba o la zapatilla de la abuela fuese a dar contra la cabeza de uno de
sus hermanos. "Grita porque tiene ganas, abuela. No le hemos hecho nada", decían. La abuela
alzaba a su nieta en brazos, murmuraba:
--Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos satanases.
Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a dos leguas de la
casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el vecino. Cuando el maestro se jubiló,
ningún otro quiso sustituirlo y la escuela dejó de funcionar. Ellos, que ya sabían leer,
conservaban el libro de primero superior y antes de acostarse deletreaban algunas lecciones.
Inés, a fuerza de escucharlos, las había aprendido de memoria; tomaba el libro con sus manos
y fingía leer. Cuando terminaban la sopa, la abuela los mandaba a la cama. Dormían los tres
juntos en un catre de tientos. Las noches eran frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a
la lámpara de querosén, armaba cigarros y tomaba mates dulces, con olor a poleo. Afuera se
extendía el campo árido bajo la luna, la sombra crispada de los algarrobos, el canto de los
grillos. A veces, una lechuza gritaba sobre el techo del rancho. La abuela se persignaba para
ahuyentar la desgracia. "Creo en Dios y no en vos -decía-. Ayer pasó a esta misma hora:
alguien estará por morir".
"Se va a morir", pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta en una colcha.
Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro años antes, en que Rosa fue a la
ciudad para trabajar de mucama poco después que muriera su marido. A la abuela no le
importó cuidar de los mellizos. Se parecían al padre, un hombre fuerte, peón de ferrocarril,
que vivió con su hija en una pieza de madera y techo de zinc, detrás de la estación.
El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y quedarse dormido sobre las
vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus hijos. Para ganar unos pesos preparaba
refrescos y empanadillas dulces que ofrecía a los pasajeros del tren.
En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de mucama. Aceptó sin
vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que viajaban en los coches de primera, con
sus turbantes de colores, sus hileras de perlas y sus anteojos ahumados. Nunca bebían
refrescos, pero se interesaban en las pantallas decoradas con plumas y a veces compraban
tortuguitas. Había ciertas señoras aprensivas que se negaban a probar una empanada porque
"vaya a saber uno con qué están hechas"; otras, indiferentes, hojeaban revistas y comían
caramelos; las muy viejas, sofocadas, se refrescaban la frente con algodones empapados con
agua de Colonia.
La mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres llevaban, a manera de
boina, pañuelos de bolsillo anudados en las puntas. El tren no había terminado de parar
cuando ya estaban corriendo en dirección a la bomba del andén; allí se mojaban el pelo, la
cara, y llenaban las botellas para tener con qué lavarse cuando el polvo del viaje los volviera a
cubrir. Acto continuo se paseaban, asediados por los vendedores; regateaban el precio de una
sandía; compraban por el solo placer de comprar, cigarros, pantallas, cardenales. Y cuando
partía el tren, trepaban ágilmente a los estribos de los vagones; después sonreían y agitaban
la mano en señal de adiós.
Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a ver a su madre, ni a
sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con un billete de diez pesos. En esas cartas,
escritas probablemente por la señora de la casa, nunca había mencionado el nacimiento de
Inés.
--Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.
La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una colcha. "Se va a
morir", pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los ojos:
--Tiene cara de cabrito -dijo.
Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del sarampión.
--No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.
Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de grasa, le contó sus
proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para que todos vivieran juntos. Ella
trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla con el lavado y el planchado de la ropa.
--He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa, un roperito que es
mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga me va a dejar la pieza que alquila cerca
de una avenida asfaltada. Es una pieza grande con balcón a la calle.
La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante cambiada: hablaba
demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy anchas y le faltaban dos dientes: llevaba
además una pollera floreada sujeta al talle por un cinturón ajustado que casi le impedía
respirar.
Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando con recelo a la mujer
que había venido con la criatura.
--Entren a saludar a su madre --dijo la abuela--. Entren, no sean ariscos.
Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:
--Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.
Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su madre, en el andén de
la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de fin de año, el dinero para los pasajes.
Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su nieta; para
fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la hora del almuerzo le daba
trozos de pan untados con caracú. Al principio, Inés recordaba a su madre, "Quiero ir con mi
mamá", lloriqueaba. Después acabó por no pensar más en ella. Sentada en el piso de tierra de
la cocina, jugaba con carreteles o miraba a los mellizos que fabricaban jaulas con ramitas para
los cardenales del monte. Algunas siestas, aprovechando que la abuela dormía, la llevaban a
robar higos del vecino. Inés los recogía en la falda de su delantal. A veces, un higo, demasiado
maduro, caía con fuerza y reventaba sobre su cabeza. Ocultos entre las hojas, los mellizos
sofocaban la risa, pero cuando bajaban del árbol dejaban de reír: al hacer el reparto,
comprobaban que Inés se había comido las mejores brevas. Los días de lluvia jugaban en la
cocina. Los mellizos, para asustar a su hermana, imitaban al hijo de la comadre de la abuela,
que era retardado y se llamaba Simón.
--Háganse los pícaros, nomás --rezongaba la abuela--. A ver si Dios castiga y quedan tan opas
como Simón.
También jugaban al gallo ciego. A veces Inés los espiaba debajo del pañuelo, pero los mellizos
siempre la descubrían. "Trampa. No jugamos más", gritaban, y le tiraban del pelo hasta
hacerla llorar. La abuela intervenía con la escoba.
--¡No parecen hermanos! --exclamaba. Después, con un suspiro: --Cuándo llegará fin de año.
Ya aprenderán a ser juiciosos con la Rosa. Ella no es tan blanda como yo.
Pasó el fin de año y también el carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los pasajes.
Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la provincia. Como los pozos
estaban agotados, la abuela con los mellizos tenía que trasladarse a la estación donde un
conscripto vigilaba la distribución del agua. Cargados con latas, esperaban pacientemente su
turno en la fila de gente morena y callada que venía del monte con sus hijos descalzos y sus
perros escuálidos. Apenas se abría la estafeta, la abuela mandaba a uno de los mellizos a
preguntar di había llegado carta de la ciudad. Con el dinero prometido por Rosa pensaba
comprar provisiones en el almacén. No le quedaba azúcar para el mate, ni había más hojas de
tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los aplicados huesos del puchero, de tanto
hervir en la olla, no conseguían darle ningún sabor a la sopa. La abuela hubiese preferido
morir de hambre antes de comerse una de sus cuatro gallinas. Aquel jueves, sin embargo,
después de palpar la rabadilla de la paraguaya y cerciorarse de que no estaba a punto de
huevear, resolvió sacrificarla. Era la más vieja de sus gallinas, y desde hacía una semana
andaba medio tristona, con las alas caídas.
Se levantó el alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La paraguaya, que
ponía huevos celestes, estaba muerta al pie de un arbusto. "Pobrecita, se ha muerto de vejez y
de sed, como un cristiano", pensó. La tomó de las patas, le acarició el cuerpo tieso y flaco, el
buche vacío. Después, en la cocina, encendió el fuego del brasero y puso a hervir el agua.
Sentada, con la paraguaya sobre las rodillas, la abuela empezó a llorar. "Si esto sigue así,
tendremos que comer tierra", se dijo, cuando por la puerta vio el sol detrás del monte que
iluminaba el cielo implacable, sin una nube.
Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de odio hacia Rosa.
Pensó con amargura, con rencor: "Mentira. No es que se nieguen a ocuparla con la criatura. A
mí no me engaña. Ha de estar ella tranquila. Ya aparecerá de nuevo aquí con otro hijo a
cuestas que yo tendré que criar, porque soy así de zonza".
Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido le chamuscó los
canutos de plumas que todavía quedaban debajo las alas y en la cola; después, con un cuchillo
filoso, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de agua hirviendo.
Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta. Aunque era viernes,
no irían a la estación porque nada tenían que vender. "Si mañana no llegara carta de Rosa --
pensó-- tendré que pedirle dinero prestado a mi comadre. La última vez que le curé el dolor
de muelas me regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta plata con Simón. Me dijo que el opa
estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto pasearlo por el andén y que, en adelante, para
no cansarse, lo llevaría en un cajón con ruedas. Tiene suerte con Simón.
Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés. Se levantó de la cama para
buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta, vio que Inés, agitando las manos y con los ojos
vendados, trataba de alcanzar a uno de los mellizos. De pronto se le ocurrió ponerle a la silla
dos travesaños de tacuara para que los mellizos pudieran cargarla sobre los hombros.
Caminando de prisa, alcanzarían la llegada del tren. Con pocas palabras, le explicó a su nieta
cómo debía comportarse. No era difícil en su improvisado palanquín, con lo ojos
entrecerrados, Inés se pasearía por el andén de la estación. "Una limosna para la cieguita",
dirían los mellizos.
Después la subió a la silla y le dio un tarro de conservas vacío para que guardara las monedas.
Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de algarrobos. Entonces,
alzando la voz, le recomendó nuevamente:
--Ya sabés, Inesita. Como si estuvieras jugando.

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