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Verdades a medias

Por Carolina Aguirre | Para LA NACION

Tengo una compañera de colegio en Facebook con la que no hablo hace dieciséis años. Un día la agregué o
me agregó, no recuerdo, pero jamás nos mandamos ni un solo mensaje. He visto mil veces sus fotos y sus
actualizaciones. Sé que tiene un hijo y una hija llamados Santiago y Malena que juegan al tenis. Que vive en
Victoria, al lado de su suegra. Que se casó con el novio que tenía en la secundaria. Que le gusta la música de
Joaquín Sabina, los fideos con manteca, la ropa de colores. Sé en dónde veranea, de qué trabaja, que amasa
pizza los domingos, que los chicos van al mismo colegio al que fuimos nosotras dos. Sé mucho, demasiado,
de su vida.

Quizás por eso, hace unos meses noté que su marido había muerto o se había ido de repente. No estaba más
en las fotos, ella decía que lo extrañaba mucho, y sus amigos le escribían en el muro que tuviera fuerza, que
todo iba a pasar. Varias veces quise preguntarle qué había pasado, pero a pesar de que hace cuatro años
sigo su vida con detalle, no siento que tengamos una relación suficientemente cercana como para permitirme
la indiscreción. Somos desconocidas que saben intimidades de la otra pero que no hablan de eso. No somos
amigas, ni vecinas, ni nada. Somos contactos de Facebook.

Internet acerca desconocidos de una forma irreal, arbitraria, un poco de los pelos. Uno lee e interactúa con
gente que nunca vio de forma tan asidua e intensa, que al final parecen compañeros o colegas. Seguimos la
intimidad de otros a través de un blog, sus caras a través de un álbum en Flickr, su vida social a través de
Facebook, sus carreras en la red Linkedin. Sabemos a dónde fueron de vacaciones, qué grupos de música les
gustan, en qué empresa trabajan y qué hacen, pero nunca los vimos frente a frente, no tenemos una relación
real fuera de la PC.

Yo misma (que a primera vista parezco cínica y poco amigable) me despierto todos los días y leo en Twitter a
un montón de desconocidos. Me río con sus chistes o sigo las anécdotas de sus jefes durante toda la semana
laboral como lo hago con mis amigos. Después de un tiempo siento que los conozco y me siento afín a su
humor, pero jamás les di la mano, ni vi sus caras, ni podría reconocerlos si me los cruzara en la fila de un
supermercado cualquiera.

Este fenómeno es inexplicable para los que no leen blogs o no participan activamente de foros y redes
sociales. A mis amigos de la vida real los confunde bastante que yo diga cosas como que "alguien vio la mesa
ratona que yo quiero en el mercado de pulgas" o que "yo conozco a una chica que manda los hijos a ese
colegio", porque después no puedo explicar quienes son, de dónde las conozco, qué vínculo nos une. Aunque
hable con ellas todos los santos días, no me animo a decirles amigas (porque jamás las vi en la vida), ni
lectoras (porque yo también la leo, es recíproco), ni "unas chicas" (porque es desacertado y mezquino). A
veces hago lo más fácil, y así como otros dicen que "es un amigo del club", o "un compañero de la oficina", yo
explico que son "son conocidas de internet". En otros casos, cuando la mano viene difícil, digo que son
amigos de otro lugar, un lugar lejano al que ellos no van ni conocen..

Carolina Aguirre se recibió de guionista en la Escuela Nacional de Experimentación y realización


cinematográfica (ENERC) en el año 2000. Es autora de los blogs Bestiaria (que se editó como libro bajo el
sello Aguilar en 2008) y Ciega a citas que además de transformarse en un libro se transformó en la primera
serie de televisión adaptada de un blog en español.

Colaboró con diversos diarios y revistas como Joy , Crítica de la Argentina, In, Metrópolis, Gataflora, Ohlalá y
La mujer de mi vida .

Como guionista escribe para televisión y publicidad en canales y productoras como Pramer, Promofilm,
Mandarina y Camilo Ad Hoc.

Actualmente es columnista del programa Mañana es tarde, en Radio del Plata AM 1030 y en su blog Wasabi ,
en Planeta Joy. Se encuentra trabajando en su próximo libro, que saldrá directamente en papel a fines del
2010.
Lunes 28 de febrero de 2011

Verdades a medias

Por Carolina Aguirre | Para LA NACION

Hasta ahora, el celular siempre había sido un teléfono móvil de carácter privado y personal que le permitía a
su dueño comunicarse desde cualquier lugar y con quien quisiera, sin intermediarios. Mientras que el teléfono
fijo aún se comparte entre mucha gente (una familia, una oficina) y se atiende desde una mesita al lado de un
pasillo, el celular acompaña a su dueño como un perro fiel, desde un bolsillito secreto, esté en su casa, en su
país, en su horario laboral o en su día de descanso, en cualquier destino sin que nadie lo sepa. El teléfono -
hasta ahora- siempre había sido de una casa, de una empresa, o de un negocio. El celular, en cambio, era
sólo de una persona: de su dueño.

Sin embargo, algo está cambiando y los celulares están saliendo del ámbito privado para transformarse en
parte de la vida pública. Basta con subirse a un colectivo o a un tren para ser testigo de un montón de chicos
escuchando música a todo volumen desde sus móviles como si estuvieran en su propio dormitorio. A veces
más de uno por vagón, superponiendo su cumbia con la cumbia de otro, mientras los pasajeros indefensos
soportan el sonido monomaníaco de sus raspadores y panderetas metálicas a las ocho de la mañana. La
música ya no es de ellos, es de todos, aunque nadie más que ellos haya elegido oírla.

Alcanza también con ir a tomar un café a un bar, y padecer a un cliente con delirios de Donald Trump que no
para de atender llamados a los gritos, compartiendo toda la intimidad de su conversación, la voz de su
interlocutor, y sus dilemas laborales con todos los demás clientes. Ni hablar de los celulares con radio del tipo
Nextel, los menos personales, privados y discretos, que contaminan todo un ambiente con una charla ajena,
que a nadie le interesa.

También las fotos han pasado del ámbito privado al público: hoy, sobre todo los adolescentes, les sacan
fotografías a sus novias desnudas, a una profesora mal sentada y con la bombacha a la vista, a una vieja que
duerme con la boca abierta en un colectivo, a una persona famosa. Se la sacan como un cachetazo, de
"prepo" y sin aviso, quitándole toda autoridad al otro sobre su propia imagen y su cuerpo, y la suben a
Internet, para que todos las vean.

El celular se muestra. Es un accesorio más de la moda, un símbolo de status, un gadget de lujo. Se elige cada
vez con más features , con un diseño más novedoso y más llamativo, con ringtones más variados, de colores
que hasta hace un tiempo eran imposibles e inconvenientes: el rosa, el dorado, o plateado, cubierto de
cristales Swarovski.

Mientras que en alguna época -no hace tanto tiempo- el objetivo era hacer un celular cada vez más pequeño,
discreto e invisible que entrara en un pequeño bolsillito para que nadie lo pudiera ver, hoy es todo lo opuesto.
Aquellos viejos celulares ladrillo (enormes y pesados), eran mucho más privados y personales que los
supermodernos y diminutos móviles que usamos hoy..
Carolina Aguirre se recibió de guionista en la Escuela Nacional de Experimentación y realización
cinematográfica (ENERC) en el año 2000. Es autora de los blogs Bestiaria (que se editó como libro bajo el
sello Aguilar en 2008) y Ciega a citas que además de transformarse en un libro se transformó en la primera
serie de televisión adaptada de un blog en español.

Colaboró con diversos diarios y revistas como Joy , Crítica de la Argentina, In, Metrópolis, Gataflora, Ohlalá y
La mujer de mi vida .

Como guionista escribe para televisión y publicidad en canales y productoras como Pramer, Promofilm,
Mandarina y Camilo Ad Hoc.

Actualmente es columnista del programa Mañana es tarde, en Radio del Plata AM 1030 y en su blog Wasabi ,
en Planeta Joy. Se encuentra trabajando en su próximo libro, que saldrá directamente en papel a fines del
2010.
01-08-12 | OPINION

Por Umberto Eco

Hace algún tiempo, yo estaba dando una conferencia en la Academia Española


en Roma -o, más bien, tratando de darla. Me encontré distraído por una luz
intensa que brillaba en mis ojos y me hacía difícil leer mis notas- era la luz de la
cámara de video del teléfono celular de una mujer en el público. Reaccioné en
una forma muy resentida, comentando (como usualmente lo hago ante fotógrafos
impertinentes) que de acuerdo con la adecuada división del trabajo, cuando yo
estoy trabajando ellos debían de dejar de trabajar. La mujer apagó su cámara,
pero con un aire oprimido, como si yo la hubiera sometido a una verdadera
afrenta.

Apenas este verano en San Leo, cuando la ciudad italiana estaba lanzando una
iniciativa en honor del paisaje de la zona de Montefeltro que aparece en las
primeras pinturas renacentistas de Piero della Francesca, tres personas me
estaban cegando con los destellos de sus cámaras, y yo me detuve para
recordarles las reglas del comportamiento adecuado. Debe tomarse en cuenta
que, en estas dos ocasiones, la gente que estaba grabando no pertenecía a
equipos profesionales de fotógrafos y no habían sido enviados a cubrir el evento;
eran simplemente personas supuestamente educadas que habían acudido por
voluntad propia para asistir a lecturas que requerían cierto grado de
conocimientos. No obstante, mostraban todos los síntomas del "síndrome del ojo
electrónico". Al parecer prácticamente no tenían el mínimo interés en lo que se
estaba diciendo; todo lo que deseaban, aparentemente, era grabar la ocasión y,
quizá, subirla a YouTube. Habían renunciado a prestar atención al momento y
optado por grabar con sus teléfonos celulares en lugar de observar con sus
propios ojos.

Este deseo de estar presente con un ojo mecánico en lugar de con un cerebro
parece haber alterado mentalmente a un número significativo de gente que
normalmente es educada. Los miembros del público que estaban tomando
fotografías y filmando videos en Roma y San Leo probablemente salieron de allí
con algunas imágenes pero sin tener idea de lo que habían visto (tal
comportamiento está quizá justificado cuando se ve a una desnudista - pero no
en una conferencia académica). Y si, como imagino, estos individuos van por la
vida fotografiando todo lo que ven, están condenados a olvidar hoy los que
grabaron ayer.

En varias ocasiones he hablado acerca de cómo dejé de tomar fotografías en


1960, después de una gira para conocer catedrales francesas que yo había
fotografiado como un demente. Al regresar a casa del viaje me encontré en
posesión de unas series de fotografías muy mediocres - y ninguna memoria real
de lo que había visto. Arrojé la cámara, y durante mis viajes posteriores sólo he
grabado en mi mente lo que vi. He comprado excelentes tarjetas postales, más
que para mí, para otros, para recuerdos futuros.

Una vez, cuando tenía 11 años de edad, me topé con una conmoción inusual en
una avenida importante. Desde la distancia, vi las secuelas de un accidente. Un
camión había golpeado a un carromato que un granjero manejaba, acompañado
por su esposa. La mujer había sido arrojada al suelo. Su cabeza se había roto y
ella yacía en un charco de sangre y materia cerebral. (Todavía recuerdo con
horror que, en ese momento, a mí me parecía como si un pastel de crema y fresas
se hubiera estrellado en el asfalto.) El esposo de la mujer sostenía la cabeza de
ella, llorando desesperadamente. No me acerqué mucho, porque estaba aterrado.
No sólo era la primera vez que había visto un cerebro desparramado en el suelo (y
afortunadamente fue la última), sino que era también la primera vez que estaba en
presencia de la muerte. Y la angustia y la desesperación.

¿Qué habría pasado si yo hubiera tenido un teléfono celular equipado con una
cámara de video, como las que tienen todos los chicos hoy en día? Quizá hubiera
grabado la escena para mostrarle a mis amigos que yo había estado allí. Y quizá
hubiera subido mi tesoro visual a YouTube, para deleitar a otros devotos del
schadenfreude (*). Después de eso, ¿quién sabe? Si hubiera continuado
grabando tales desgracias, me habría hecho totalmente indiferente al sufrimiento
de otros.

En lugar de eso, conservé todo en mi memoria. Setenta años después, la imagen


mental de esa mujer me sigue rondando y, de hecho, me ha enseñado a
identificarme con el sufrimiento de otros en lugar de ser indiferente a él. No sé si
los jóvenes actuales tendrán las mismas oportunidades que yo de madurar al
llegar a la edad adulta - para no hablar de todos los adultos que, con los ojos
pegados a sus teléfonos celulares, ya se han perdido para siempre.

(*) Regodearse, complacerse maliciosamente con un percance, apuro, etc., que le


ocurre a otra persona (RAE)

© 2012 Umberto Eco/L'Espresso

(Distribuido por The New York Times Syndicate)


EL EXTRAÑO

Unos cuantos años después que yo naciera, mi padre conoció a un extraño, recién llegado a nuestra pequeña
población. Desde el principio, mi padre quedó fascinado con este encantador personaje, y enseguida lo invitó
a que viviera con nuestra familia.

El extraño aceptó y desde entonces ha estado con nosotros.

Mientras yo crecía, nunca pregunté su lugar en mi familia; en mi mente joven ya tenía un lugar muy especial.

Mis padres eran instructores complementarios:

Mi mamá me enseñó lo que era bueno y lo que era malo y mi papá me enseñó a obedecer. Pero el extraño era
nuestro narrador. Nos mantenía hechizados por horas con aventuras, misterios y comedias.

El siempre tenía respuestas para cualquier cosa que quisiéramos saber de política, historia o ciencia.

¡Conocía todo lo del pasado, del presente y hasta podía predecir el futuro!

Llevó a mi familia al primer partido de fútbol. Me hacia reír, y me hacía llorar.

El extraño nunca paraba de hablar, pero a mi padre no le importaba.

A veces, mi mamá se levantaba temprano y callada, mientras que el resto de nosotros estábamos pendientes
para escuchar lo que tenía que decir, pero ella se iba a la cocina para tener paz y tranquilidad. (Ahora me
pregunto si ella habrá rogado alguna vez, para que el extraño se fuera.)

Mi padre dirigió nuestro hogar con ciertas convicciones morales, pero el extraño nunca se sentía obligado para
honrarlas. Las blasfemias, las malas palabras, por ejemplo, no se permitían en nuestra casa… Ni por parte de
nosotros, ni de nuestros amigos o de cualquiera que nos visitase. Sin embargo, nuestro visitante de largo
plazo, lograba sin problemas usar su lenguaje inapropiado que a veces quemaba mis oídos y que hacia que
papá se retorciera y mi madre se ruborizara.

Mi papá nunca nos dio permiso para tomar alcohol. Pero el extraño nos animó a intentarlo y a hacerlo
regularmente.

Hizo que los cigarrillos parecieran frescos e inofensivos, y que los cigarros y las pipas se vieran distinguidas.

Hablaba libremente (quizás demasiado) sobre sexo. Sus comentarios eran a veces evidentes, otras sugestivos,
y generalmente vergonzosos.

Ahora sé que mis conceptos sobre relaciones fueron influenciados fuertemente durante mi adolescencia por
el extraño.

Repetidas veces lo criticaron, mas nunca hizo caso a los valores de mis padres, aun así, permaneció en nuestro
hogar.

Han pasado más de cincuenta años desde que el extraño se mudó con nuestra familia. Desde entonces ha
cambiado mucho; ya no es tan fascinante como era al principio.

No obstante, si hoy usted pudiera entrar en la guarida de mis padres, todavía lo encontraría sentado en su
esquina, esperando por si alguien quiere escuchar sus charlas o dedicar su tiempo libre a hacerle compañía...

¿Su nombre?

Nosotros lo llamamos: Televisor...

Nota:

Se requiere que este artículo sea leído en cada hogar .

¡Ahora tiene una esposa que se llama Ordenador

y un hijo que se llama Móvil !


Señor, esta noche quiero pedirte algo
especial: conviérteme en televisor. Quisiera
ocupar su lugar para vivir como él en mi
casa: tendría un cuarto especial para mí, y
toda la familia se reuniría a mi alrededor
horas y horas. Siempre me estarían todos
escuchando sin ser interrumpido ni
cuestionado, y me tomarían en serio. Mi
papá se sentaría a mi lado cuando vuelve
cansado del trabajo, mi mamá buscaría mi
compañía cuando se queda en la casa sola
y aburrida, mis hermanos se pelearían por
estar conmigo. ¡Cómo me gustaría poder
disfrutar de la sensación de que lo dejan
todo por pasar algunos momentos a mi
lado.
Por todo esto, Señor, conviérteme en un
televisor, yo te lo ruego.

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