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BENEDICTO XVI

Discursos, homilías, mensajes

2008
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LAS VOCACIONES AL SERVICIO DE LA IGLESIA-MISIÓN


20071203. Mensaje. Jornada Mundial Vocaciones 2008.04.13
1. Para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se
celebrará el 13 de abril de 2008, he escogido como tema: Las vocaciones
al servicio de la Iglesia–misión. Jesús Resucitado confió a los Apóstoles el
mensaje: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19),
garantizándoles: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo» (Mt 28, 20). La Iglesia es misionera en su conjunto y en
cada uno de sus miembros. Si por los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación cada cristiano está llamado a dar testimonio y a anunciar el
Evangelio, la dimensión misionera está especial e íntimamente unida a la
vocación sacerdotal. En la alianza con Israel, Dios confió a hombres
escogidos, llamados por Él y enviados al pueblo en su nombre, la misión
profética y sacerdotal. Así lo hizo, por ejemplo, con Moisés: «Ve, pues, –
le dijo el Señor– yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi
pueblo… cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en
este monte» (Ex 3, 10.12). Y lo mismo hizo con los profetas.
2. Las promesas hechas a los padres se realizaron plenamente en
Jesucristo. A este respecto, el Concilio Vaticano II dice: «Vino, pues, el
Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del
mundo, y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos... Cristo, por tanto, para
hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos
reveló su misterio, y nos redimió con su obediencia» (Const. dogm.
Lumen gentium, 3). Y Jesús escogió como estrechos colaboradores suyos
en el ministerio mesiánico a unos discípulos, ya en su vida pública,
durante la predicación en Galilea. Por ejemplo, cuando en la
multiplicación de los panes, dijo a los Apóstoles: «Dadles vosotros de
comer» (Mt 14, 16), impulsándolos así a hacerse cargo de las necesidades
del gentío, al que quería ofrecer pan que lo saciara, pero también revelar el
pan «que perdura, dando vida eterna» (Jn 6, 27). Al ver a la gente, sintió
compasión de ellos, porque mientras recorría pueblos y ciudades, los
encontraba cansados y abatidos «como ovejas que no tienen pastor» (cf.
Mt 9, 36). De aquella mirada de amor brotaba la invitación a los
discípulos: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su
mies» (Mt 9, 38), y envió a los Doce «a la ovejas perdidas de Israel», con
instrucciones precisas. Si nos detenemos a meditar el pasaje del Evangelio
de Mateo denominado «discurso misionero», descubrimos todos los
aspectos que caracterizan la actividad misionera de una comunidad
cristiana que quiera permanecer fiel al ejemplo y a las enseñanzas de
Jesús. Corresponder a la llamada del Señor comporta afrontar con
prudencia y sencillez cualquier peligro e incluso persecuciones, ya que
«un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo»
(Mt 10, 24). Al hacerse una sola cosa con el Maestro, los discípulos ya no
están solos para anunciar el Reino de los cielos, sino que el mismo Jesús
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es quien actúa en ellos: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el
que me recibe, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). Y además, como
verdaderos testigos, «revestidos de la fuerza que viene de lo alto» (cf. Lc
24, 49), predican «la conversión y el perdón de los pecados» (Lc 24, 47) a
todo el mundo.
3. Precisamente porque el Señor los envía, los Doce son llamados
«apóstoles», destinados a recorrer los caminos del mundo anunciando el
Evangelio como testigos de la muerte y resurrección de Cristo. San Pablo
escribe a los cristianos de Corinto: «Nosotros –es decir, los Apóstoles–
predicamos a Cristo crucificado» (1 Co 1, 23). En ese proceso de
evangelización, el libro de los Hechos de los Apóstoles atribuye un papel
muy importante también a otros discípulos, cuya vocación misionera brota
de circunstancias providenciales, incluso dolorosas, como el ser
expulsados de la propia tierra por ser seguidores de Jesús (cf. 8, 1-4). El
Espíritu Santo permite que esta prueba se transforme en ocasión de gracia,
y se convierta en oportunidad para que el nombre del Señor sea anunciado
a otras gentes y se ensanche así el círculo de la comunidad cristiana. Se
trata de hombres y mujeres que, como escribe Lucas en el libro de los
Hechos, «han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo»
(15, 26). El primero de todos, llamado por el mismo Señor a ser un
verdadero Apóstol, es sin duda alguna Pablo de Tarso. La historia de
Pablo, el mayor misionero de todos los tiempos, lleva a descubrir, bajo
muchos puntos de vista, el vínculo que existe entre vocación y misión.
Acusado por sus adversarios de no estar autorizado para el apostolado,
recurre repetidas veces precisamente a la vocación recibida directamente
del Señor (cf. Rm 1, 1; Ga 1, 11-12.15-17).
4. Al principio, como también después, lo que «apremia» a los
Apóstoles (cf. 2 Co 5, 14) es siempre «el amor de Cristo». Fieles
servidores de la Iglesia, dóciles a la acción del Espíritu Santo,
innumerables misioneros han seguido a lo largo de los siglos las huellas de
los primeros apóstoles. El Concilio Vaticano II hace notar que «aunque la
tarea de propagar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo según su
condición, Cristo Señor llama siempre de entre sus discípulos a los que
quiere para que estén con Él y para enviarlos a predicar a las gentes (cf.
Mc 3, 13–15)» (Decr. Ad gentes, 23). El amor de Cristo, de hecho, viene
comunicado a los hermanos con ejemplos y palabras; con toda la vida.
«La vocación especial de los misioneros ad vitam –escribió mi venerado
predecesor Juan Pablo II– conserva toda su validez: representa el
paradigma del compromiso misionero de la Iglesia, que siempre necesita
donaciones radicales y totales, impulsos nuevos y valientes» (Encl.
Redemptoris missio, 66).
5. Entre las personas dedicadas totalmente al servicio del Evangelio se
encuentran de modo particular los sacerdotes llamados a proclamar la
Palabra de Dios, administrar los sacramentos, especialmente la Eucaristía
y la Reconciliación, entregados al servicio de los más pequeños, de los
enfermos, de los que sufren, de los pobres y de cuantos pasan por
momentos difíciles en regiones de la tierra donde hay tal vez multitudes
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que aún hoy no han tenido un verdadero encuentro con Jesucristo. A ellos,
los misioneros llevan el primer anuncio de su amor redentor. Las
estadísticas indican que el número de bautizados aumenta cada año gracias
a la acción pastoral de esos sacerdotes, totalmente consagrados a la
salvación de los hermanos. En ese contexto, se expresa un agradecimiento
especial «a los presbíteros fidei donum, que con competencia y generosa
dedicación, sin escatimar energías en el servicio a la misión de la Iglesia,
edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan
de Vida. Hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido
hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo… Se trata de
testimonios conmovedores que pueden impulsar a muchos jóvenes a
seguir a Cristo y a dar su vida por los demás, encontrando así la vida
verdadera» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 26). A través de sus
sacerdotes, Jesús se hace presente entre los hombres de hoy hasta los
confines últimos de la tierra.
6. Siempre ha habido en la Iglesia muchos hombres y mujeres que,
movidos por la acción del Espíritu Santo, han escogido vivir el Evangelio
con radicalidad, haciendo profesión de los votos de castidad, pobreza y
obediencia. Esas pléyades de religiosos y religiosas, pertenecientes a
innumerables Institutos de vida contemplativa y activa, «han tenido hasta
ahora y siguen teniendo gran participación en la evangelización del
mundo» (Decr. Ad gentes, 40). Con su oración continua y comunitaria, los
religiosos de vida contemplativa interceden incesantemente por toda la
humanidad; los de vida activa, con su multiforme acción caritativa, dan a
todos el testimonio vivo del amor y de la misericordia de Dios.
Refiriéndose a estos apóstoles de nuestro tiempo, el Siervo de Dios Pablo
VI escribió: «Gracias a su consagración religiosa, ellos son, por
excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar
el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su
apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una
imaginación que suscitan admiración. Son generosos: se les encuentra no
raras veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes
riesgos para su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe
muchísimo» (Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 69).
7. Además, para que la Iglesia pueda continuar y desarrollar la misión
que Cristo le confió, y no falten los evangelizadores que el mundo tanto
necesita, es preciso que nunca deje de haber en las comunidades cristianas
una constante educación en la fe de los niños y de los adultos; es necesario
mantener vivo en los fieles un sentido activo de responsabilidad misional
y una participación solidaria con los pueblos de toda la tierra. El don de la
fe llama a todos los cristianos a cooperar en la evangelización. Esta toma
de conciencia se alimenta por medio de la predicación y la catequesis, la
liturgia y una constante formación en la oración; se incrementa con el
ejercicio de la acogida, de la caridad, del acompañamiento espiritual, de la
reflexión y del discernimiento, así como de la planificación pastoral, una
de cuyas partes integrantes es la atención vocacional.
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8. Las vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada sólo
florecen en un terreno espiritualmente bien cultivado. De hecho, las
comunidades cristianas que viven intensamente la dimensión misionera
del ministerio de la Iglesia nunca se cerrarán en sí mismas. La misión,
como testimonio del amor divino, resulta especialmente eficaz cuando se
comparte «para que el mundo crea» (cf. Jn 17, 21). El don de la vocación
es un don que la Iglesia implora cada día al Espíritu Santo. Como en los
comienzos, reunida en torno a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, la
comunidad eclesial aprende de ella a pedir al Señor que florezcan nuevos
apóstoles que sepan vivir la fe y el amor necesarios para la misión.

MARÍA CONSERVABA ESTAS COSAS EN SU CORAZÓN


20080101. Homilía. Santa María Madre de Dios
El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba
silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la
había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje
evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. "María conservaba
todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19). El verbo griego
usado, sumbállousa, en su sentido literal significa "poner juntamente", y
hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.
El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia
semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente
diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero
hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina
de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola
inteligencia humana.
Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo
que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener.
En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos
acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de
fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre
porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a
la voluntad del Padre. San Agustín escribe: "Ningún valor hubiera tenido
para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su
corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne" (De
sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando,
"poniendo juntamente", los acontecimientos sucesivos de los que fue
testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su
Hijo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir,
poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos,
podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por
amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un
amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los
hermanos.
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Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un
tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la
sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la
primera lectura, el Señor "ilumine su rostro sobre nosotros" y nos "sea
propicio" (cf. Nm 6, 25) y nos bendiga.
Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si
no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio
de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre
anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su
misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga
agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.

PERMITIR A JESÚS AMAR A LOS DEMÁS A TRAVÉS NUESTRO


20080104. Discurso. Visita a la casa Don de María
La madre Teresa solía decir: es Navidad cada vez que permitimos a
Jesús amar a los demás a través de nosotros. La Navidad es misterio de
amor, el misterio del Amor. El tiempo navideño, al volver a presentar a
nuestra contemplación el nacimiento de Jesús en Belén, nos muestra la
infinita bondad de Dios que, haciéndose Niño, quiso salir al encuentro de
la pobreza y la soledad de los hombres; aceptó habitar entre nosotros,
compartiendo nuestras dificultades diarias; no dudó en llevar juntamente
con nosotros el peso de la existencia, con sus fatigas y sus preocupaciones.
Nació por nosotros, para permanecer con nosotros y ofrecer a quienes le
abren la puerta de su corazón el don de su alegría, de su paz, de su amor.
Al nacer en una cueva, porque no había sitio para él en otros lugares, Jesús
experimentó las incomodidades que muchos de vosotros sufrís.
La Navidad nos ayuda a comprender que Dios no nos abandona nunca
y que siempre sale a nuestro encuentro, nos protege y se preocupa por
cada uno de nosotros, pues todas las personas, sobre todo las más
pequeñas e indefensas, son preciosas a sus ojos de Padre rico en ternura y
misericordia. Por nosotros y por nuestra salvación envió al mundo a su
Hijo, que en el misterio de la Navidad contemplamos como Emmanuel,
Dios con nosotros.

LA FIDELIDAD DE DIOS ES LA ESPERANZA DE LA HISTORIA


20080106. Homilía. Epifanía
Celebramos hoy a Cristo, luz del mundo, y su manifestación a las
naciones. En el día de Navidad el mensaje de la liturgia era: "Hodie
descendit lux magna super terram", "Hoy desciende una gran luz a la
tierra" (Misal romano). En Belén, esta "gran luz" se presentó a un pequeño
grupo de personas, a un minúsculo "resto de Israel": a la Virgen María, a
su esposo José, y a algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del
verdadero Dios. Una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién
nacido, que da vagidos en el silencio del mundo... Pero en torno a ese
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nacimiento oculto y desconocido resonaba el himno de alabanza de los
coros celestiales, que cantaban gloria y paz (cf. Lc 2, 13-14).
Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se
proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos
había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos.
Este fue el testimonio de "algunos Magos" que llegaron desde Oriente a
Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey
Herodes (cf. Mt 2, 1-2).
Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el
cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de
los astros. "De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel" (Nm 24,
17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al
pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le
reveló, "ese pueblo es bendito" (Nm 22, 12).
Cromacio de Aquileya, en su Comentario al evangelio de san Mateo,
relacionando a Balaam con los Magos, escribe: "Aquel profetizó que
Cristo vendría; estos lo vieron con los ojos de la fe". Y añade una
observación importante: "Todos vieron la estrella, pero no todos
comprendieron su sentido. Del mismo modo, nuestro Señor y Salvador
nació para todos, pero no todos lo acogieron" (ib., 4, 1-2). Este es, en la
perspectiva histórica, el significado del símbolo de la luz aplicado al
nacimiento de Cristo: expresa la bendición especial de Dios en favor de la
descendencia de Abraham, destinada a extenderse a todos los pueblos de
la tierra.
De este modo, el acontecimiento evangélico que recordamos en la
Epifanía, la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén, nos remite a los
orígenes de la historia del pueblo de Dios, es decir, a la llamada de
Abraham, que encontramos en el capítulo 12 del libro del Génesis. Los
primeros once capítulos son como grandes cuadros que responden a
algunas preguntas fundamentales de la humanidad: ¿Cuál es el origen del
universo y del género humano? ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué hay
diversas lenguas y civilizaciones?
Entre los relatos iniciales de la Biblia aparece una primera "alianza",
establecida por Dios con Noé, después del diluvio. Se trata de una alianza
universal, que atañe a toda la humanidad: el nuevo pacto con la familia de
Noé es, a la vez, un pacto con "toda carne" (cf. Gn 9, 15). Luego, antes de
la llamada de Abraham, se encuentra otro gran cuadro, muy importante
para comprender el sentido de la Epifanía: el de la torre de Babel. El texto
sagrado afirma que en los orígenes "todo el mundo tenía un mismo
lenguaje e idénticas palabras" (Gn 11, 1). Después los hombres dijeron:
"Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los
cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de
la tierra" (Gn 11, 4). La consecuencia de este pecado de orgullo, análogo
al de Adán y Eva, fue la confusión de las lenguas y la dispersión de la
humanidad por toda la tierra (cf. Gn 11, 7-8). Esto es lo que significa
"Babel"; fue una especie de maldición, semejante a la expulsión del
paraíso terrenal.
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En este punto se inicia la historia de la bendición, con la llamada de
Abraham: comienza el gran plan de Dios para hacer de la humanidad una
familia, mediante la alianza con un pueblo nuevo, elegido por él para que
sea una bendición en medio de todas las naciones (cf. Gn 12, 1-3). Este
plan divino se sigue realizando todavía y tuvo su momento culminante en
el misterio de Cristo. Desde entonces se iniciaron "los últimos tiempos",
en el sentido de que el plan fue plenamente revelado y realizado en Cristo,
pero debe ser acogido por la historia humana, que sigue siendo siempre
historia de fidelidad por parte de Dios y, lamentablemente, también de
infidelidad por parte de nosotros los hombres.
La Iglesia misma, depositaria de la bendición, es santa y a la vez está
compuesta de pecadores; está marcada por la tensión entre el "ya" y el
"todavía no". En la plenitud de los tiempos Jesucristo vino a establecer la
alianza: él mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Sacramento
de la fidelidad de Dios a su plan de salvación para la humanidad entera,
para todos nosotros.
La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías
recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los
pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un
movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la
dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo
entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es
también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los
pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la
"Iglesia políglota" realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después
de la Pascua.
El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de
generación en generación. Este es el "misterio" del que habla san Pablo
en sus cartas, también en el pasaje de la carta a los Efesios que se acaba de
proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le "fue comunicado por una
revelación" (Ef 3, 3) y él se encargó de darlo a conocer.
Este "misterio" de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la
historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que
desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos.
En la historia, la Iglesia está al servicio de este "misterio" de bendición
para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la
Iglesia sólo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la
luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el
camino de la paz y del auténtico progreso.
En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por
medio del profeta Isaías: "La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los
pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece" (Is 60,
2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de
Cristo: "A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu
aurora" (Is 60, 3).
Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los
pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la
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humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que
decía el profeta: "Espesa nube cubre a los pueblos" y nuestra historia. En
efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden
mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y
el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos, y de las materias
primas, dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan
por construir un mundo justo y solidario.
Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común
de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. "Esta gran esperanza
sólo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un
rostro humano" (Spe salvi, 31), el Dios que se manifestó en el Niño de
Belén y en el Crucificado Resucitado.
Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta
la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo
superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al
mundo. La moderación no sólo es una regla ascética, sino también un
camino de salvación para la humanidad.
Ya resulta evidente que sólo adoptando un estilo de vida sobrio,
acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las
riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible.
Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean
por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un
largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse ante un Niño
y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada
en una firme esperanza.
Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación
terrena con su protección materna. Amén.

LA MISIÓN DE LA ESTRELLA
20080106. Angelus. Epifanía
Celebramos hoy con alegría la Epifanía del Señor, es decir, su
manifestación a los pueblos del mundo entero, representados por los
Magos que llegaron de Oriente para adorar al Rey de los judíos. Estos
misteriosos personajes, observando los fenómenos celestes, vieron
aparecer una nueva estrella e, instruidos también por las antiguas
profecías, reconocieron en ella la señal del nacimiento del Mesías,
descendiente de David (cf. Mt 2, 1-12).
Por consiguiente, desde su primera aparición, la luz de Cristo
comienza a atraer hacia sí a los hombres "que ama el Señor" (Lc 2, 14), de
toda lengua, pueblo y cultura. Es la fuerza del Espíritu Santo que mueve
los corazones y las inteligencias que buscan la verdad, la belleza, la
justicia y la paz. Es lo que afirma el siervo de Dios Juan Pablo II en la
encíclica Fides et ratio: «El hombre se encuentra en un camino de
búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de
una persona de quien fiarse» (n. 33): los Magos encontraron ambas
realidades en el Niño de Belén.
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Los hombres y las mujeres de toda generación, en su peregrinación,
necesitan orientarse: entonces, ¿qué estrella podemos seguir? La estrella
que había guiado a los Magos, después de detenerse «encima del lugar
donde se encontraba el niño» (Mt 2, 9), terminó su función, pero su luz
espiritual está siempre presente en la palabra del Evangelio, que también
hoy puede guiar a todo hombre a Jesús.
La Iglesia hace resonar con autoridad esa palabra, que no es más que el
reflejo de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, para toda alma bien
dispuesta. También la Iglesia, por tanto, desempeña en favor de la
humanidad la misión de la estrella. Asimismo, algo semejante se puede
decir de todo cristiano, llamado a iluminar, con la palabra y el testimonio
de su vida, los pasos de los hermanos.
Por eso, ¡cuán importante es que los cristianos seamos fieles a nuestra
vocación! Todo auténtico creyente está siempre en camino en su itinerario
personal de fe y, al mismo tiempo, con la pequeña luz que lleva dentro de
sí, puede y debe ayudar a quien se encuentra a su lado y tal vez no logra
encontrar el camino que conduce a Cristo.

EL SECRETO DEL ÉXITO APOSTÓLICO


20080110. Carta. Al P. Kolvenbach, Prepósito de los jesuitas.
El Apóstol escribe a los fieles de Tesalónica que les ha anunciado el
evangelio de Dios, "animándoos y conjurándoos -precisa- a comportaros
de manera digna de aquel Dios que os llama a su reino y a su gloria" ( 1 Ts
2, 12), y añade: "Precisamente por esto también nosotros damos gracias a
Dios continuamente porque, habiendo recibido de nosotros la palabra
divina de la predicación, la habéis acogido no como palabra de hombres,
sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que actúa en vosotros que
creéis" (1 Ts 2, 13).
Por tanto, la palabra de Dios primeramente es "recibida", es decir,
escuchada; después, penetrando hasta el corazón, es "acogida" y quien la
recibe reconoce que Dios habla por medio de su enviado: de este modo la
palabra actúa en los creyentes. Al igual que entonces, también hoy la
evangelización exige una total y fiel adhesión a la palabra de Dios: ante
todo, adhesión a Cristo y escucha atenta de su Espíritu que guía a la
Iglesia, dócil obediencia a los Pastores que Dios ha puesto para guiar a su
pueblo, y prudente y franco diálogo con las instancias sociales, culturales
y religiosas de nuestro tiempo.
Todo esto presupone, como es sabido, una íntima comunión con Aquel
que nos llama a ser sus amigos y discípulos, una unidad de vida y de
acción que se alimenta de su palabra, de contemplación y oración, de
separación de la mentalidad del mundo y de incesante conversión a su
amor para que sea él, Cristo, quien viva y actúe en cada uno de nosotros.
Aquí radica el secreto del auténtico éxito del compromiso apostólico y
misionero de todo cristiano, y más aún de cuantos son llamados a un
servicio más directo del Evangelio.
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Deseo vivamente que esta Congregación general reafirme con claridad
el auténtico carisma del fundador, para alentar a todos los jesuitas a
promover la verdadera y sana doctrina católica. Como prefecto de la
Congregación para la doctrina de la fe pude apreciar la valiosa
colaboración de consultores y expertos jesuitas, que, en plena fidelidad a
su carisma, han contribuido de manera considerable a la fiel promoción y
recepción del Magisterio. Ciertamente, no es una tarea fácil,
especialmente cuando se está llamado a anunciar el Evangelio en
contextos sociales y culturales muy diversos y hay que confrontarse con
mentalidades diferentes. Por tanto, aprecio sinceramente ese esfuerzo
realizado al servicio de Cristo, un esfuerzo que es fructuoso para el
verdadero bien de las almas en la medida en que uno se deja guiar por el
Espíritu Santo y es dócil a las enseñanzas del Magisterio, refiriéndose a
los principios clave de la vocación eclesial del teólogo expuestos en la
Instrucción Donum veritatis.
Por consiguiente, la obra evangelizadora de la Iglesia cuenta mucho
con la responsabilidad formativa que la Compañía tiene en el campo de la
teología, de la espiritualidad y de la misión. Y, precisamente para ofrecer a
toda la Compañía de Jesús una clara orientación que la sostenga en una
entrega apostólica fiel y generosa, podría resultar muy útil que la
Congregación general reafirme, según el espíritu de san Ignacio, su propia
adhesión total a la doctrina católica, especialmente en puntos neurálgicos
hoy fuertemente atacados por la cultura secular, como, por ejemplo, la
relación entre Cristo y las religiones, algunos aspectos de la teología de la
liberación y varios puntos de la moral sexual, sobre todo en lo que se
refiere a la indisolubilidad del matrimonio y a la pastoral de las personas
homosexuales.
Resultan, además, muy actuales las palabras que mi venerado
predecesor Pablo VI os dirigió en otra ocasión análoga: "Debemos velar
todos para que la adaptación necesaria no se realice a expensas de la
identidad fundamental, de lo que es esencial en la figura del jesuita, tal
cual se describe en la Formula Instituti, como la proponen la historia y la
espiritualidad propia de la Orden y como exige todavía hoy la
interpretación auténtica de las necesidades mismas de los tiempos. Esta
fisonomía no debe ser alterada, no debe ser desfigurada" (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 8 de diciembre de 1974, p. 9).

EL BAUTISMO ES PLENITUD DE VIDA, VIDA DE DIOS


20080113. Homilía. Bautismo del Señor
La celebración de hoy es siempre para mí motivo de especial alegría.
En efecto, administrar el sacramento del bautismo en el día de la fiesta del
Bautismo del Señor es, en realidad, uno de los momentos más expresivos
de nuestra fe, en la que podemos ver de algún modo, a través de los signos
de la liturgia, el misterio de la vida. En primer lugar, la vida humana,
representada aquí en particular por estos trece niños que son el fruto de
vuestro amor, queridos padres, a los cuales dirijo mi saludo cordial,
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extendiéndolo a los padrinos, a las madrinas y a los demás parientes y
amigos presentes. Está, luego, el misterio de la vida divina, que hoy Dios
dona a estos pequeños mediante el renacimiento por el agua y el Espíritu
Santo. Dios es vida, como está representado estupendamente también en
algunas pinturas que embellecen esta Capilla Sixtina.
Sin embargo, no debe parecernos fuera de lugar comparar
inmediatamente la experiencia de la vida con la experiencia opuesta, es
decir, con la realidad de la muerte. Todo lo que comienza en la tierra, antes
o después termina, como la hierba del campo, que brota por la mañana y
se marchita al atardecer. Pero en el bautismo el pequeño ser humano
recibe una vida nueva, la vida de la gracia, que lo capacita para entrar en
relación personal con el Creador, y esto para siempre, para toda la
eternidad.
Por desgracia, el hombre es capaz de apagar esta nueva vida con su
pecado, reduciéndose a una situación que la sagrada Escritura llama
"segunda muerte". Mientras que en las demás criaturas, que no están
llamadas a la eternidad, la muerte significa solamente el fin de la
existencia en la tierra, en nosotros el pecado crea una vorágine que
amenaza con tragarnos para siempre, si el Padre que está en los cielos no
nos tiende su mano.
Este es, queridos hermanos, el misterio del bautismo: Dios ha querido
salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el
fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el
cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde
las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado. Todos
sentimos, todos percibimos interiormente que nuestra existencia es un
deseo de vida que invoca una plenitud, una salvación. Esta plenitud de
vida se nos da en el bautismo.
Acabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un
bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda
relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se
puede resumir con esta palabra: "bautismo", que en griego significa
"inmersión". El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el
Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se "sumergió" en
nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida:
se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la
edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el
"bautismo de conversión", que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto
público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los
pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no
quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf. Mt 3,
13-15).
¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al
mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf.
Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó
sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre
desde el cielo lo proclamaba "Hijo predilecto" (Mt 3, 17). Por tanto, desde
12
aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la
humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en
abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo
sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto
originario para el cual fue creado. El fin de la existencia de Cristo fue
precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para
que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación.
Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la
muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y
por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como
les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida
que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios
puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de
Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida
espiritual a sus hijos.
Queridos padres, juntamente con vosotros doy gracias al Señor por el
don de estos niños e invoco su asistencia para que os ayude a educarlos y
a insertarlos en el Cuerpo espiritual de la Iglesia. A la vez que les ofrecéis
lo que es necesario para el crecimiento y para la salud, vosotros, con la
ayuda de los padrinos, os habéis comprometido a desarrollar en ellos la fe,
la esperanza y la caridad, las virtudes teologales que son propias de la vida
nueva que han recibido con el sacramento del bautismo.
Aseguraréis esto con vuestra presencia, con vuestro afecto; y lo
aseguraréis, ante todo y sobre todo, con la oración, presentándolos
diariamente a Dios, encomendándolos a él en cada etapa de su existencia.
Ciertamente, para crecer sanos y fuertes, estos niños y niñas necesitarán
cuidados materiales y muchas atenciones; pero lo que les será más
necesario, más aún indispensable, es conocer, amar y servir fielmente a
Dios, para tener la vida eterna. Queridos padres, sed para ellos los
primeros testigos de una fe auténtica en Dios.
En el rito del bautismo hay un signo elocuente, que expresa
precisamente la transmisión de la fe: es la entrega, a cada uno de los
bautizandos, de una vela encendida en la llama del cirio pascual: es la luz
de Cristo resucitado que os comprometéis a transmitir a vuestros hijos.
Así, de generación en generación, los cristianos nos transmitimos la luz de
Cristo, de modo que, cuando vuelva, nos encuentre con esta llama
ardiendo entre las manos.
Durante el rito, os diré: "A vosotros, padres y padrinos, se os confía
este signo pascual, una llama que debéis alimentar siempre". Alimentad
siempre, queridos hermanos y hermanas, la llama de la fe con la escucha y
la meditación de la palabra de Dios y con la Comunión asidua de Jesús
Eucaristía.
Que en esta misión estupenda, aunque difícil, os ayuden los santos
protectores cuyos nombres recibirán estos trece niños. Que estos santos les
ayuden sobre todo a ellos, los bautizandos, a corresponder a vuestra
solicitud de padres cristianos. En particular, que la Virgen María los
acompañe a ellos y a vosotros, queridos padres, ahora y siempre. Amén.
13
SIGNIFICADO DEL BAUTISMO DE JESÚS
20080113. Angelus
Con la fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos hoy, se concluye
el tiempo litúrgico de Navidad. El Niño, a quien los Magos de Oriente
vinieron a adorar en Belén, ofreciéndole sus dones simbólicos, lo
encontramos ahora adulto, en el momento en que se hace bautizar en el río
Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mt 3, 13). El Evangelio narra que
cuando Jesús, recibido el bautismo, salió del agua, se abrieron los cielos y
bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Mt 3, 16). Se oyó
entonces una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien
me complazco" (Mt 3, 17). Esa fue su primera manifestación pública,
después de casi treinta años de vida oculta en Nazaret.
Testigos oculares de ese singular acontecimiento fueron, además del
Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron desde
entonces en seguidores de Cristo (cf. Jn 1, 35-40). Se trató
simultáneamente de cristofanía y teofanía: ante todo, Jesús se manifestó
como el Cristo, término griego para traducir el hebreo Mesías, que
significa "ungido". Jesús no fue ungido con óleo a la manera de los reyes y
de los sumos sacerdotes de Israel, sino con el Espíritu Santo. Al mismo
tiempo, junto con el Hijo de Dios aparecieron los signos del Espíritu Santo
y del Padre celestial.
¿Cuál es el significado de este acto, que Jesús quiso realizar —
venciendo la resistencia del Bautista— para obedecer a la voluntad del
Padre? (cf. Mt 3, 14-15). Su sentido profundo se manifestará sólo al final
de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección.
Haciéndose bautizar por Juan juntamente con los pecadores, Jesús
comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como
Cordero de Dios que "quita" el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Obra que
consumó en la cruz, cuando recibió también su "bautismo" (cf. Lc 12, 50).
En efecto, al morir se "sumergió" en el amor del Padre y derramó el
Espíritu Santo, para que los creyentes en él pudieran renacer de aquel
manantial inagotable de vida nueva y eterna.
Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu
Santo, para librarnos de la esclavitud de la muerte y "abrirnos el cielo", es
decir, el acceso a la vida verdadera y plena, que será "sumergirse siempre
de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados
simplemente por la alegría" (Spe salvi, 12).
Es lo que sucedió también a los trece niños a los cuales administré el
sacramento del bautismo esta mañana en la capilla Sixtina. Invoquemos
sobre ellos y sobre sus familiares la protección materna de María
santísima. Y oremos por todos los cristianos, para que comprendan cada
vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia,
testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

MANTENER DESPIERTA LA SENSIBILIDAD POR LA VERDAD


20080117. Discurso. Preparado, no pronunciado, distribuido.
14
En esta circunstancia deseo expresar mi gratitud por la invitación que
se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una
conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta:
¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como esta? En mi
conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre
todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad,
tratando de unir recuerdos y actualidad. En la universidad "Sapienza", la
antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente
como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es cierto que en
otros tiempos la "Sapienza" era la universidad del Papa; pero hoy es una
universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo
concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de
universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de
la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas la
universidad encuentra su función particular, precisamente también para la
sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el
encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta
pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería
llevar de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál
es la naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza
y la misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y
entreteneros con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado.
Baste una breve alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como
tal, en virtud de la sucesión del apóstol san Pedro, tiene una
responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia católica. La
palabra "obispo" —episkopos—, que en su significado inmediato se puede
traducir por "vigilante", se fundió ya en el Nuevo Testamento con el
concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación
más elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino
correcto y mantener la cohesión de todos sus componentes. En este
sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el
interior de la comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es el hombre
que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en
el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo
indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad,
de la que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las
condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra
influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su
conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más repercutirán en la humanidad
entera sus buenas condiciones o su posible degradación. Hoy vemos con
mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la
Iglesia —sus crisis y sus renovaciones— repercuten en el conjunto de la
humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad,
se ha convertido cada vez más también en una voz de la razón ética de la
humanidad.
15
Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el
Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética,
sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría
pretender que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos
volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión
absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una
afirmación —sobre todo una norma moral— demostrarse "razonable"? En
este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que
John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la
razón "pública", ve sin embargo en su razón "no pública" al menos una
razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el
punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la
sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el
hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y
motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado
argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva
doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de
que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo
histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad
y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de
construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de
la humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas
— se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a
la papelera de la historia de las ideas.
Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de
una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha
madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante
de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de
experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este
sentido habla como representante de una razón ética.
Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es
su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo
puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas
observaciones. Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen
de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del
hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En
este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad
occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo —por
mencionar sólo un texto—, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende
ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone
la pregunta: "¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra
mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón, ¿debemos decir que
todo eso es efectivamente verdadero?" (6 b c). En esta pregunta,
aparentemente poco devota —pero que en Sócrates se debía a una
religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios
verdaderamente divino—, los cristianos de los primeros siglos se
reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo
16
positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La
comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para
dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al
mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el
Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero
sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta
de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos.
Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante
socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como
parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar
el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana,
en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad.
Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer, quiere
encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender,
de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es
sólo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las
Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que
se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre "scientia" y
"tristitia": el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en efecto, quien
sólo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse.
Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la
verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el
sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace
verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es
el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la
visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se
reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma.
En la teología medieval hubo una discusión a fondo sobre la relación
entre teoría y praxis, sobre la correcta relación entre conocer y obrar, una
disputa que aquí no podemos desarrollar. De hecho, la universidad
medieval, con sus cuatro Facultades, presenta esta correlación.
Comencemos por la Facultad que, según la concepción de entonces, era la
cuarta: la de medicina. Aunque era considerada más como "arte" que
como ciencia, sin embargo, su inserción en el cosmos de la universitas
significaba claramente que se la situaba en el ámbito de la racionalidad,
que el arte de curar estaba bajo la guía de la razón, liberándola del ámbito
de la magia. Curar es una tarea que requiere cada vez más simplemente la
razón, pero precisamente por eso necesita la conexión entre saber y poder,
necesita pertenecer a la esfera de la ratio. En la Facultad de derecho se
plantea inevitablemente la cuestión de la relación entre praxis y teoría,
entre conocimiento y obrar. Se trata de dar su justa forma a la libertad
humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca: el derecho es
el presupuesto de la libertad, no su antagonista. Pero aquí surge
inmediatamente la pregunta: ¿Cómo se establecen los criterios de justicia
que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y sirven al hombre
para ser bueno? En este punto, se impone un salto al presente: es la
cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que
17
constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los
derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos
democráticos de formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos
angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad.
Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del
pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de
un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la
participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma
razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a
esta "forma razonable", afirma que no puede ser sólo una lucha por
mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un "proceso de
argumentación sensible a la verdad" (wahrheitssensibles
Argumentationsverfahren). Está bien dicho, pero es muy difícil
transformarlo en una praxis política. Como sabemos, los representantes de
ese "proceso de argumentación" público son principalmente los partidos
en cuanto responsables de la formación de la voluntad política. De hecho,
sin duda buscarán sobre todo la consecución de mayorías y así se
ocuparán casi inevitablemente de los intereses que prometen satisfacer.
Ahora bien, esos intereses a menudo son particulares y no están
verdaderamente al servicio del conjunto. La sensibilidad por la verdad se
ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses. Yo
considero significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad
por la verdad como un elemento necesario en el proceso de argumentación
política, volviendo a insertar así el concepto de verdad en el debate
filosófico y en el político.
Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la
verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la "razón
pública", como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué
es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En
cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del
derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe
escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés,
sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia. Así
volvemos a la estructura de la universidad medieval. Juntamente con la
Facultad de derecho estaban las Facultades de filosofía y de teología, a las
que se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre en su totalidad y,
con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se
podría decir incluso que este es el sentido permanente y verdadero de
ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad por la verdad, no
permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo
pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un
esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera
definitiva. En este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una
respuesta. Sólo puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con
esta pregunta, en camino con los grandes que a lo largo de toda la historia
han luchado y buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la
18
verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta
particular.
De este modo, la teología y la filosofía forman una peculiar pareja de
gemelos, en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de la
otra y, sin embargo, cada una debe conservar su propia tarea y su propia
identidad. Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la
diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico— el
haber puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el
derecho y la responsabilidad propios de la razón que se interroga
basándose en sus propias fuerzas. Los Padres, diferenciándose de las
filosofías neoplatónicas, en las que la religión y la filosofía estaban unidas
de manera inseparable, habían presentado la fe cristiana como la
verdadera filosofía, subrayando también que esta fe corresponde a las
exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe es el "sí" a la verdad,
con respecto a las religiones míticas, que se habían convertido en mera
costumbre. Pero luego, en el momento del nacimiento de la universidad,
en Occidente ya no existían esas religiones, sino sólo el cristianismo; por
eso, era necesario subrayar de modo nuevo la responsabilidad propia de la
razón, que no queda absorbida por la fe. A santo Tomás le tocó vivir en un
momento privilegiado: por primera vez, los escritos filosóficos de
Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes las
filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones
específicas de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo
diálogo con la razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo
que luchar por su propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como
"Facultad de los artistas" —así se llamaba—, hasta aquel momento había
sido sólo propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en
una verdadera Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la
fe reflejada en ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante
confrontación que se derivó de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás
sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la
fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la
filosofía y la teología deben relacionarse entre sí "sin confusión y sin
separación". "Sin confusión" quiere decir que cada una de las dos debe
conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo
verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia libertad y su
propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así también su
grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de
conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y
que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por
eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el "sin confusión"
está también el "sin separación": la filosofía no vuelve a comenzar cada
vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se
inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla
una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe
cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han
recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia
19
ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la
historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales,
eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la
historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base
de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial,
convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública.
Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer
propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia
para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo,
sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es
solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls,
sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más
ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser
siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del
poder y de los intereses.
Bien; hasta ahora he hablado sólo de la universidad medieval, pero
tratando de aclarar la naturaleza permanente de la universidad y de su
tarea. En los tiempos modernos se han abierto nuevas dimensiones del
saber, que en la universidad se valoran sobre todo en dos grandes ámbitos:
ante todo, en el de las ciencias naturales, que se han desarrollado sobre la
base de la conexión entre experimentación y presupuesta racionalidad de
la materia; en segundo lugar, en el de las ciencias históricas y
humanísticas, en las que el hombre, escrutando el espejo de su historia y
aclarando las dimensiones de su naturaleza, trata de comprenderse mejor a
sí mismo. En este desarrollo no sólo se ha abierto a la humanidad una
cantidad inmensa de saber y de poder; también han crecido el
conocimiento y el reconocimiento de los derechos y de la dignidad del
hombre, y de esto no podemos por menos de estar agradecidos. Pero
nunca puede decirse que el camino del hombre se haya completado del
todo y que el peligro de caer en la inhumanidad haya quedado totalmente
descartado, como vemos en el panorama de la historia actual. Hoy, el
peligro del mundo occidental —por hablar sólo de éste— es que el
hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su
poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo
tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y
ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio
último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad:
existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su
verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su mensaje
dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o
menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se
hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría,
se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan
vida. Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino
más pequeña. Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere
sólo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias
argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada
20
por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se
hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se fragmenta.
Con esto vuelvo al punto de partida. ¿Qué tiene que hacer o qué tiene
que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de
imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en
libertad. Más allá de su ministerio de Pastor en la Iglesia, y de acuerdo con
la naturaleza intrínseca de este ministerio pastoral, tiene la misión de
mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la
razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este
camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo
de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz
que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro.
21

ANHELO SINCERO DE SANTIDAD


20080119. Discurso. Almo Colegio Capránica
En diversas circunstancias he recordado a seminaristas y sacerdotes la
urgencia de cultivar una profunda vida interior, un contacto personal y
constante con Cristo en la oración y en la contemplación, y un anhelo
sincero de santidad. En efecto, para un cristiano, y con mayor razón para
un sacerdote, sin una verdadera amistad con Jesús es imposible cumplir la
misión que el Señor le confía. Ciertamente, para el presbítero conlleva
también una seria preparación cultural y teológica.

LA TAREA URGENTE DE LA EDUCACIÓN


20080121. Carta. A la diócesis de Roma.
He querido dirigirme a vosotros con esta carta para hablaros de un
problema que vosotros mismos experimentáis y en el que están
comprometidos los diversos componentes de nuestra Iglesia: el problema
de la educación. Todos nos preocupamos por el bien de las personas que
amamos, en particular por nuestros niños, adolescentes y jóvenes. En
efecto, sabemos que de ellos depende el futuro de nuestra ciudad. Por
tanto, no podemos menos de interesarnos por la formación de las nuevas
generaciones, por su capacidad de orientarse en la vida y de discernir el
bien del mal, y por su salud, no sólo física sino también moral. Ahora
bien, educar jamás ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil. Lo
saben bien los padres de familia, los profesores, los sacerdotes y todos los
que tienen responsabilidades educativas directas. Por eso, se habla de una
gran "emergencia educativa", confirmada por los fracasos en los que muy
a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas,
capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida. Así,
resulta espontáneo culpar a las nuevas generaciones, como si los niños que
nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado. Además, se
habla de una "ruptura entre las generaciones", que ciertamente existe y
pesa, pero es más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de
certezas y valores.
Por consiguiente, ¿debemos echar la culpa a los adultos de hoy, que ya
no serían capaces de educar? Ciertamente, tanto entre los padres como
entre los profesores, y en general entre los educadores, es fuerte la
tentación de renunciar; más aún, existe incluso el riesgo de no comprender
ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que se les ha confiado. En
realidad, no sólo están en juego las responsabilidades personales de los
adultos o de los jóvenes, que ciertamente existen y no deben ocultarse,
sino también un clima generalizado, una mentalidad y una forma de
cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado
mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida.
Entonces, se hace difícil transmitir de una generación a otra algo válido y
22
cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles en torno a los cuales
construir la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas de Roma, ante esta situación quisiera
deciros unas palabras muy sencillas: ¡No tengáis miedo! En efecto, todas
estas dificultades no son insuperables. Más bien, por decirlo así, son la
otra cara de la medalla del don grande y valioso que es nuestra libertad,
con la responsabilidad que justamente implica. A diferencia de lo que
sucede en el campo técnico o económico, donde los progresos actuales
pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del
crecimiento moral de las personas no existe esa misma posibilidad de
acumulación, porque la libertad del hombre siempre es nueva y, por tanto,
cada persona y cada generación debe tomar de nuevo, personalmente, sus
decisiones. Ni siquiera los valores más grandes del pasado pueden
heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través de
una opción personal, a menudo costosa.
Pero cuando vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, la
necesidad de esos valores vuelve a sentirse de modo urgente; así, en
concreto, hoy aumenta la exigencia de una educación que sea
verdaderamente tal. La solicitan los padres, preocupados y con frecuencia
angustiados por el futuro de sus hijos; la solicitan tantos profesores, que
viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la solicita la
sociedad en su conjunto, que ve cómo se ponen en duda las bases mismas
de la convivencia; la solicitan en lo más íntimo los mismos muchachos y
jóvenes, que no quieren verse abandonados ante los desafíos de la vida.
Además, quien cree en Jesucristo posee un motivo ulterior y más fuerte
para no tener miedo, pues sabe que Dios no nos abandona, que su amor
nos alcanza donde estamos y como somos, con nuestras miserias y
debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien.
Queridos hermanos y hermanas, para hacer aún más concretas mis
reflexiones, puede ser útil identificar algunas exigencias comunes de una
educación auténtica. Ante todo, necesita la cercanía y la confianza que
nacen del amor: pienso en la primera y fundamental experiencia de amor
que hacen los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus
padres. Pero todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo
de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los
egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico.
Además, en un niño pequeño ya existe un gran deseo de saber y
comprender, que se manifiesta en sus continuas preguntas y peticiones de
explicaciones. Ahora bien, sería muy pobre la educación que se limitara a
dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta acerca
de la verdad, sobre todo acerca de la verdad que puede guiar la vida.
También el sufrimiento forma parte de la verdad de nuestra vida. Por
eso, al tratar de proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y
experiencia de dolor, corremos el riesgo de formar, a pesar de nuestras
buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas, pues la capacidad
de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos.
23
Así, queridos amigos de Roma, llegamos al punto quizá más delicado
de la obra educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y
disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día
también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara
para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la relación
educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien
lograda es una formación para el uso correcto de la libertad. A medida que
el niño crece, se convierte en adolescente y después en joven; por tanto,
debemos aceptar el riesgo de la libertad, estando siempre atentos a
ayudarle a corregir ideas y decisiones equivocadas. En cambio, lo que
nunca debemos hacer es secundarlo en sus errores, fingir que no los
vemos o, peor aún, que los compartimos como si fueran las nuevas
fronteras del progreso humano.
Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace
creíble el ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia,
pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la
implicación personal, expresión del amor verdadero. Por consiguiente, el
educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también él es
frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en
sintonía con su misión.
Queridos fieles de Roma, estas sencillas consideraciones muestran
cómo, en la educación, es decisivo el sentido de responsabilidad:
responsabilidad del educador, desde luego, pero también, y en la medida
en que crece en edad, responsabilidad del hijo, del alumno, del joven que
entra en el mundo del trabajo. Es responsable quien sabe responder a sí
mismo y a los demás. Además, quien cree trata de responder ante todo a
Dios, que lo ha amado primero.
La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero hay también una
responsabilidad que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma
ciudad y de una misma nación, como miembros de la familia humana y, si
somos creyentes, como hijos de un único Dios y miembros de la Iglesia.
De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, las orientaciones
globales de la sociedad en que vivimos, y la imagen que da de sí misma a
través de los medios de comunicación, ejercen gran influencia en la
formación de las nuevas generaciones para el bien, pero a menudo
también para el mal.
Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final, somos nosotros
mismos, todos juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes
que elegimos, aunque los papeles y las responsabilidades de cada uno sean
diversos. Por tanto, se necesita la contribución de cada uno de nosotros, de
cada persona, familia o grupo social, para que la sociedad, comenzando
por nuestra ciudad de Roma, llegue a crear un ambiente más favorable a la
educación.
Por último, quisiera proponeros un pensamiento que desarrollé en mi
reciente carta encíclica Spe salvi, sobre la esperanza cristiana: sólo una
esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida.
Hoy nuestra esperanza se ve asechada desde muchas partes, y también
24
nosotros, como los antiguos paganos, corremos el riesgo de convertirnos
en hombres "sin esperanza y sin Dios en este mundo", como escribió el
apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 2, 12). Precisamente de
aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra
educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis de
confianza en la vida.
Por consiguiente, no puedo terminar esta carta sin una cordial
invitación a poner nuestra esperanza en Dios. Sólo él es la esperanza que
supera todas las decepciones; sólo su amor no puede ser destruido por la
muerte; sólo su justicia y su misericordia pueden sanar las injusticias y
recompensar los sufrimientos soportados. La esperanza que se dirige a
Dios no es jamás una esperanza sólo para mí; al mismo tiempo, es siempre
una esperanza para los demás: no nos aísla, sino que nos hace solidarios
en el bien, nos estimula a educarnos recíprocamente en la verdad y en el
amor.

LA NOVEDAD DEL MENSAJE DE CRISTO


20080127. Angelus.
En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará
durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de
Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la
curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más
aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la
región en la que creció, un territorio de "periferia" con respecto al centro
de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías
había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y
Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en
tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8, 23-9, 1), la luz de Cristo y de su
Evangelio (cf. Mt 4, 12-16).
El término "evangelio", en tiempos de Jesús, lo usaban los
emperadores romanos para sus proclamas. Independientemente de su
contenido, se definían "buenas nuevas", es decir, anuncios de salvación,
porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos,
buenos presagios. Por eso, aplicar esta palabra a la predicación de Jesús
asumió un sentido fuertemente crítico, como para decir: Dios, no el
emperador, es el Señor del mundo, y el verdadero Evangelio es el de
Jesucristo.
La "buena nueva" que Jesús proclama se resume en estas palabras: "El
reino de Dios —o reino de los cielos— está cerca" (Mt 4, 17; Mc 1, 15).
¿Qué significa esta expresión? Ciertamente, no indica un reino terreno,
delimitado en el espacio y en el tiempo; anuncia que Dios es quien reina,
que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está
realizando.
Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha
hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los
milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su
25
Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo, al que se le llama
"dedo de Dios" (cf. Lc 11, 20). El Espíritu creador infunde vida donde
llega Jesús, y los hombres quedan curados de las enfermedades del cuerpo
y del espíritu. El señorío de Dios se manifiesta entonces en la curación
integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del
verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser
humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En
consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz
de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la
misma pasión por el reino de Dios que animó la misión de Jesucristo:
pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el hombre,
encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el
amor de Dios, su Creador y Padre.

LA LEY DE LA IGLESIA ES LEY DE LIBERTAD


20080125. Discurso. Congreso 25 º promulgación del CIC
El congreso, que se celebra en este significativo aniversario, afronta un
tema de gran interés, porque pone de relieve la íntima relación que existe
entre la ley canónica y la vida de la Iglesia de acuerdo con la voluntad de
Jesucristo. Por eso, en esta ocasión deseo reafirmar un concepto
fundamental que informa el derecho canónico. El ius Ecclesiae no es sólo
un conjunto de normas emanadas por el Legislador eclesial para este
pueblo especial que es la Iglesia de Cristo. Es, en primer lugar, la
declaración autorizada, por parte del Legislador eclesial, de los deberes y
de los derechos, que se fundan en los sacramentos y que, por consiguiente,
han nacido de la institución de Cristo mismo.
Este conjunto de realidades jurídicas, indicado por el Código, forma un
admirable mosaico en el que se encuentran representados los rostros de
todos los fieles, laicos y pastores, y de todas las comunidades, desde la
Iglesia universal hasta las Iglesias particulares.
Me complace recordar aquí la expresión realmente incisiva del beato
Antonio Rosmini: "La persona humana es la esencia del derecho"
(Rosmini, A., Filosofía del derecho, parte I, libro 1, cap. 3). Lo que, con
profunda intuición, el gran filósofo afirmaba del derecho humano, con
mayor razón debemos reafirmarlo con respecto al derecho canónico: la
esencia del derecho canónico es la persona del cristiano en la Iglesia.
El Código de derecho canónico contiene, además, las normas
emanadas por el Legislador eclesial para el bien de la persona y de las
comunidades en todo el Cuerpo místico, que es la santa Iglesia. Como dijo
mi amado predecesor Juan Pablo II al promulgar el Código de derecho
canónico el 25 de enero de 1983, la Iglesia está constituida como un
cuerpo social y visible; como tal "tiene necesidad de normas para que su
estructura jerárquica y orgánica resulte visible; para que el ejercicio de las
funciones que le han sido confiadas divinamente, sobre todo la de la
sagrada potestad y la de la administración de los sacramentos, se lleve a
26
cabo de forma adecuada; para que promueva las relaciones mutuas de los
fieles con justicia y caridad, y garantice y defina los derechos de cada uno;
y, finalmente, para que las iniciativas comunes, en orden a una vida
cristiana cada vez más perfecta, se apoyen, refuercen y promuevan por
medio de las normas canónicas" (constitución apostólica Sacrae
disciplinae leges: Communicationes, XV [1983], 8-9; L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).
De ese modo, la Iglesia reconoce a sus leyes la naturaleza y la función
instrumental y pastoral para perseguir su propio fin, que, como es sabido,
es conseguir la salus animarum. "El derecho canónico muestra, de esta
manera, su nexo con la esencia misma de la Iglesia, y forma un mismo
cuerpo con ella para el recto ejercicio del munus pastorale" (Discurso del
Papa Juan Pablo II a los participantes en el simposio internacional con
ocasión del décimo aniversario de la promulgación del Código de
derecho canónico, 23 de abril de 1993, n. 6: Communicationes, XXV
[1993], 15; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de
abril de 1993, p. 8).
Para poder prestar este valioso servicio, la ley canónica debe ser ante
todo una ley bien estructurada; es decir, debe estar unida, por un lado, al
fundamento teológico que le proporciona racionalidad y es título esencial
de legitimidad eclesial; por otro lado, debe adecuarse a las circunstancias
cambiantes de la realidad histórica del pueblo de Dios. Además, debe
formularse de modo claro, sin ambigüedades, y siempre en armonía con
las demás leyes de la Iglesia.
Por tanto, es preciso abrogar las normas que resultan superadas;
modificar las que necesitan ser corregidas; interpretar, a la luz del
Magisterio vivo de la Iglesia, las que son dudosas; y, por último, colmar
las posibles lagunas de la ley (lacunae legis). Como dijo el Papa Juan
Pablo II a la Rota romana, "hay que tener presentes, y aplicarlas, las
muchas manifestaciones de aquella flexibilidad que, precisamente por
razones pastorales, siempre ha caracterizado al derecho canónico"
(Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: Communicationes,
XXII [1990], 5; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de
enero de 1990, p. 11).
Os corresponde a vosotros, en el Consejo pontificio para los textos
legislativos, velar para que la actividad de las diversas instancias llamadas
en la Iglesia a dictar normas para los fieles puedan reflejar siempre en su
conjunto la unidad y la comunión propias de la Iglesia.
Dado que el derecho canónico traza la regla necesaria para que el
pueblo de Dios pueda dirigirse eficazmente hacia su fin, se comprende la
importancia de que ese derecho deba ser amado y observado por todos los
fieles. La ley de la Iglesia es, ante todo, lex libertatis: ley que nos hace
libres para adherirnos a Jesús. Por eso, es necesario saber presentar al
pueblo de Dios, a las nuevas generaciones, y a todos los que están
llamados a hacer respetar la ley canónica, el vínculo concreto que tiene
con la vida de la Iglesia, para tutelar los delicados intereses de las cosas de
Dios, y para proteger los derechos de los más débiles, de los que no
27
cuentan con otras fuerzas, pero también en defensa de los delicados
"bienes" que todos los fieles han recibido gratuitamente —ante todo el don
de la fe, de la gracia de Dios— y que en la Iglesia no pueden quedar sin la
adecuada protección por parte del Derecho.
En el complejo cuadro que he trazado, el Consejo pontificio para los
textos legislativos está llamado a ayudar al Romano Pontífice, supremo
Legislador, en su tarea de principal promotor, garante e intérprete del
derecho de la Iglesia.

ORAD SIN CESAR: ECUMENISMO Y ORACIÓN


20080125. Homilía. Conversión de san Pablo
La fiesta de la Conversión de San Pablo nos pone nuevamente en la
presencia de este gran Apóstol, escogido por Dios para ser su "testigo ante
todos los hombres" (Hch 22, 15). Para Saulo de Tarso el momento del
encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco marcó el
cambio decisivo de su vida. Se realizó entonces su completa
transformación, una auténtica conversión espiritual. En un instante, por
intervención divina, el encarnizado perseguidor de la Iglesia de Dios se
encontró a sí mismo ciego, inmerso en la oscuridad, pero con el corazón
invadido por una gran luz, que lo llevaría en poco tiempo a ser un ardiente
apóstol del Evangelio.
San Pablo siempre tuvo la certeza de que sólo la gracia divina había
podido realizar una conversión semejante. Cuando había dado ya lo mejor
de sí, dedicándose incansablemente a la predicación del Evangelio,
escribió con renovado fervor: "He trabajado más que todos ellos. Pero no
yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Co 15, 10). Sin embargo,
incansable como si la obra de la misión dependiera enteramente de sus
esfuerzos, san Pablo estuvo siempre animado por la profunda convicción
de que toda su fuerza procedía de la gracia de Dios que actuaba en él.
Esta tarde, las palabras del Apóstol sobre la relación entre esfuerzo
humano y gracia divina resuenan llenas de un significado muy particular.
Al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, somos
aún más conscientes de que la obra del restablecimiento de la unidad, que
requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso
infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con
nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto, que brota de
la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en
ella se incrementa y se perfecciona.
No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará
plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo,
también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza "en la
gracia de Dios que está con nosotros". Queridos hermanos y hermanas,
esto es lo que quiere implorar la oración que elevamos juntos al Señor,
para que sea él quien nos ilumine y sostenga en nuestra búsqueda
constante de la unidad.
28
Así, asume su valor más pleno la exhortación de san Pablo a los
cristianos de Tesalónica: "Orad sin cesar" (1 Ts 5, 17), que se ha escogido
como tema de la Semana de oración de este año. El Apóstol conoce bien a
esa comunidad, nacida de su actividad misionera, y alberga grandes
esperanzas respecto de ella. Conoce tanto sus méritos como sus
debilidades. En efecto, entre sus miembros no faltan comportamientos,
actitudes y debates que pueden crear tensiones y conflictos, y san Pablo
interviene para ayudar a la comunidad a caminar en la unidad y en la paz.
En la conclusión de la carta, con una bondad casi paterna, añade una
serie de exhortaciones muy concretas, invitando a los cristianos a
fomentar la participación de todos, a sostener a los débiles, a ser pacientes,
a no devolver a nadie mal por mal, a buscar siempre el bien, a estar
siempre alegres y a dar gracias a Dios en toda circunstancia (cf. 1 Ts 5, 12-
22). En el centro de estas exhortaciones pone el imperativo "orad sin
cesar". En efecto, las demás recomendaciones perderían fuerza y
coherencia si no estuvieran sostenidas por la oración. La unidad con Dios
y con los demás se construye ante todo mediante una vida de oración, en
la búsqueda constante de la "voluntad de Dios en Cristo Jesús con respecto
a nosotros" (cf. 1 Ts 5, 18).
La invitación de san Pablo a los Tesalonicenses sigue siendo siempre
actual. Frente a las debilidades y los pecados que impiden aún la
comunión plena de los cristianos, cada una de esas exhortaciones ha
mantenido su pertinencia, pero eso es verdad de modo especial para el
imperativo: "orad sin cesar". ¿Qué sería el movimiento ecuménico sin la
oración personal o común, para que "todos sean uno, como tú, Padre, en
mí y yo en ti"? (Jn 17, 21). ¿Dónde podremos encontrar el "impulso
suplementario" de fe, caridad y esperanza que hoy necesita de modo
particular nuestra búsqueda de la unidad?
Nuestro anhelo de unidad no debería limitarse a ocasiones esporádicas,
sino que ha de formar parte integrante de toda nuestra vida de oración.
En esta histórica basílica, el próximo día 28 de junio, se inaugurará el
año consagrado al testimonio y a la enseñanza del apóstol san Pablo. Que
su incansable celo por construir el Cuerpo de Cristo en la unidad nos
ayude a orar sin cesar por la unidad plena de todos los cristianos. Amén.

LA IDENTIDAD CAMBIANTE DEL INDIVIDUO


20080128. Discurso. Coloquio internacional
Ahora que las ciencias exactas, naturales y humanas han logrado
avances prodigiosos en el conocimiento del hombre y de su universo, es
grande la tentación de querer circunscribir totalmente la identidad del ser
humano y encerrarlo en el conocimiento que se puede tener de él. Para
evitar este peligro, es preciso dejar espacio a la investigación
antropológica, filosófica y teológica, que permite mostrar y mantener el
misterio propio del hombre, puesto que ninguna ciencia puede decir quién
es el hombre, de dónde viene y adónde va. Por tanto, la ciencia del
hombre se convierte en la más necesaria de todas las ciencias.
29
Es lo que dijo Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio: «Un gran
reto que tenemos (...) es el de saber realizar el paso, tan necesario como
urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola
experiencia; incluso cuando esta expresa y pone de manifiesto la
interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión
especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que
se apoya» (n. 83).
El hombre está siempre más allá de lo que se ve o de lo que se percibe
mediante la experiencia. Descuidar la cuestión sobre el ser del hombre
lleva inevitablemente a dejar de buscar la verdad objetiva sobre el ser en
su integridad y, de este modo, a la incapacidad para reconocer el
fundamento sobre el que se apoya la dignidad del hombre, de todo
hombre, desde su fase embrionaria hasta su muerte natural.
Durante vuestro coloquio habéis experimentado que las ciencias, la
filosofía y la teología pueden ayudarse para percibir la identidad del
hombre, que está en constante devenir. A partir de la cuestión sobre el
nuevo ser surgido de la fusión celular, que es portador de un patrimonio
genético nuevo y específico, habéis mostrado elementos esenciales del
misterio del hombre, caracterizado por la alteridad: un ser creado por
Dios, un ser a imagen de Dios, un ser amado hecho para amar. En cuanto
ser humano, jamás está encerrado en sí mismo; siempre conlleva una
alteridad y, desde su origen, se encuentra en interacción con otros seres
humanos, como nos lo revelan cada vez más las ciencias humanas.
¿Cómo no evocar aquí la maravillosa meditación del salmista sobre el
ser humano, formado en lo secreto del vientre de su madre y al mismo
tiempo conocido en su identidad y en su misterio únicamente por Dios,
que lo ama y lo protege? (cf. Sal 139, 1-16).
El hombre no es fruto del azar, ni de una serie de circunstancias, ni de
determinismos, ni de interacciones físico-químicas; es un ser que goza de
una libertad que, teniendo en cuenta su naturaleza, la trasciende y es el
signo del misterio de alteridad que lo caracteriza. Desde esta perspectiva,
el gran pensador Pascal decía que «el hombre supera infinitamente al
hombre».
Esta libertad, propia del ser humano, hace que pueda orientar su vida
hacia un fin; hace que, con los actos que realiza, pueda dirigirse hacia la
felicidad a la que está llamado para la eternidad. Esta libertad muestra que
la existencia del hombre tiene un sentido. En el ejercicio de su libertad
auténtica, la persona cumple su vocación, se realiza y da forma a su
identidad profunda. En el ejercicio de su libertad también ejerce su
responsabilidad sobre sus actos. En este sentido, la dignidad particular del
ser humano es a la vez un don de Dios y la promesa de un futuro.
El hombre tiene la capacidad específica de discernir lo bueno y el bien.
La sindéresis, puesta en él por el Creador como un sello, lo impulsa a
hacer el bien. Movido por ella, el hombre está llamado a desarrollar su
conciencia mediante la formación y el ejercicio, para orientarse libremente
en su existencia, fundándose en las leyes esenciales, que son la ley natural
y la ley moral. En nuestra época, en la que el desarrollo de las ciencias
30
atrae y seduce por las posibilidades que ofrece, es más importante que
nunca educar las conciencias de nuestros contemporáneos para que la
ciencia no se convierta en criterio del bien y para que se respete al hombre
como centro de la creación y no se lo transforme en objeto de
manipulaciones ideológicas, ni de decisiones arbitrarias, ni tampoco de
abusos de los más fuertes sobre los más débiles. Se trata de peligros cuyas
manifestaciones hemos podido conocer a lo largo de la historia humana,
y en particular durante el siglo XX.
Toda práctica científica debe ser también una práctica de amor, debe
estar al servicio del hombre y de la humanidad, contribuyendo a la
construcción de la identidad de las personas. En efecto, como señalé en la
encíclica Deus caritas est, «el amor engloba la existencia entera y en todas
sus dimensiones, incluido también el tiempo. (...) El amor es "éxtasis"», es
decir, «como camino, como un permanente salir del yo cerrado en sí
mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este
modo, hacia el reencuentro consigo mismo» (n. 6).
El amor hace salir de sí para descubrir y reconocer al otro; al abrirse a
la alteridad, confirma también la identidad del sujeto, ya que el otro me
revela a mí mismo. Esta es la experiencia que, como muestra la Biblia,
han hecho numerosos creyentes, a partir de Abraham. El modelo del amor,
por excelencia, es Cristo. En el acto de entregar su vida por sus hermanos,
de entregarse totalmente, se manifiesta su identidad profunda, y ahí
tenemos la clave de lectura del misterio insondable de su ser y de su
misión.

IGLESIA, EVANGELIZACIÓN Y BIOÉTICA


20080131. Discurso. A la Congregación para la doctrina de la fe
La Congregación para la doctrina de la fe publicó el año pasado dos
importantes documentos, que proporcionaron algunas aclaraciones
doctrinales acerca de aspectos esenciales de la doctrina sobre la Iglesia y
sobre la evangelización. Son aclaraciones necesarias para el desarrollo
correcto del diálogo ecuménico y del diálogo con las religiones y las
culturas del mundo.
El primer documento, que lleva por título: "Respuestas a cuestiones
relativas a algunos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia", vuelve a
proponer, también en las formulaciones y en el lenguaje, la enseñanza del
concilio Vaticano II, en plena continuidad con la doctrina de la Tradición
católica. Así se confirma que la una y única Iglesia de Cristo, que
confesamos en el Credo, tiene su subsistencia, permanencia y estabilidad
en la Iglesia católica y que, por tanto, la unidad, la indivisibilidad y la
indestructibilidad de la Iglesia de Cristo no quedan anuladas por las
separaciones y divisiones de los cristianos.
Además de esta aclaración doctrinal fundamental, el documento vuelve
a proponer el uso lingüístico correcto de ciertas expresiones
eclesiológicas, que corren el peligro de ser mal entendidas, y con ese fin
llama la atención sobre la diferencia que sigue existiendo entre las
31
diversas confesiones cristianas en lo que se refiere a la comprensión del
ser Iglesia, en sentido propiamente teológico.
Eso, lejos de impedir el compromiso ecuménico auténtico, servirá de
estímulo para que la confrontación sobre las cuestiones doctrinales se
realice siempre con realismo y con plena conciencia de los aspectos que
aún separan a las confesiones cristianas, reconociendo con alegría las
verdades de fe que se profesan en común y la necesidad de orar sin cesar
por un camino más solícito hacia una mayor y, al final, plena unidad de los
cristianos.
Cultivar una visión teológica que considerara la unidad e identidad de
la Iglesia como sus dotes "ocultas en Cristo", con la consecuencia de que
históricamente la Iglesia existiría de hecho en múltiples configuraciones
eclesiales, sólo reconciliables en una perspectiva escatológica, no podría
por menos de retardar y, al final, paralizar el ecumenismo mismo.
La afirmación del concilio Vaticano II según la cual la verdadera
Iglesia de Cristo "subsiste en la Iglesia católica" (Lumen gentium, 8) no
atañe solamente a la relación con las Iglesias y comunidades eclesiales
cristianas, sino que también se extiende a la definición de las relaciones
con las religiones y las culturas del mundo. El mismo concilio Vaticano II,
en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, afirma
que "esta única verdadera religión subsiste en la Iglesia católica y
apostólica, a la que el Señor Jesús confió la tarea de difundirla a todos los
hombres" (n. 1).
La "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización" —
el otro documento publicado por vuestra Congregación en diciembre de
2007—, ante el peligro de un persistente relativismo religioso y cultural,
reafirma que la Iglesia, en el tiempo del diálogo entre las religiones y las
culturas, no se dispensa de la necesidad de la evangelización y de la
actividad misionera hacia los pueblos, ni deja de pedir a los hombres que
acojan la salvación ofrecida a todas las gentes.
El reconocimiento de elementos de verdad y bondad en las religiones
del mundo y de la seriedad de sus esfuerzos religiosos, el mismo coloquio
y espíritu de colaboración con ellas para la defensa y la promoción de la
dignidad de la persona y de los valores morales universales, no pueden
entenderse como una limitación de la tarea misionera de la Iglesia, que la
compromete a anunciar sin cesar a Cristo como el camino, la verdad y la
vida (cf. Jn 14, 6).
Además, queridos hermanos, os invito a seguir con particular atención
los difíciles y complejos problemas de la bioética, pues las nuevas
tecnologías biomédicas no sólo afectan a algunos médicos e
investigadores especializados, sino que son divulgadas a través de los
medios modernos de comunicación social, provocando expectativas e
interrogantes en sectores cada vez más amplios de la sociedad.
Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede ni debe intervenir en
cada novedad de la ciencia, pero tiene la tarea de reafirmar los grandes
valores que están en juego y de proponer a los fieles y a todos los hombres
32
de buena voluntad principios y orientaciones ético-morales para las
nuevas cuestiones importantes.
Los dos criterios fundamentales para el discernimiento moral en este
campo son: a) el respeto incondicional al ser humano como persona, desde
su concepción hasta su muerte natural; b) el respeto de la originalidad de
la transmisión de la vida humana a través de los actos propios de los
esposos.
Después de la publicación, en el año 1987, de la instrucción Donum
vitae, que enunció esos criterios, muchos han criticado al Magisterio de la
Iglesia, denunciándolo como si fuera un obstáculo para la ciencia y para el
verdadero progreso de la humanidad. Pero los nuevos problemas
relacionados, por ejemplo, con la crio-conservación de embriones
humanos, con la reducción embrionaria, con el diagnóstico pre-
implantatorio, con la investigación sobre células madre embrionarias y
con los intentos de clonación humana, muestran claramente cómo, con la
fecundación artificial extra-corpórea, se ha roto la barrera puesta en
defensa de la dignidad humana.
Cuando seres humanos, en la fase más débil e indefensa de su
existencia, son seleccionados, abandonados, eliminados o utilizados como
mero "material biológico", no se puede negar que ya no son tratados como
"alguien", sino como "algo", poniendo así en tela de juicio el concepto
mismo de dignidad del hombre.
Ciertamente, la Iglesia aprecia y estimula el progreso de las ciencias
biomédicas, que abren perspectivas terapéuticas hasta hoy desconocidas,
por ejemplo mediante el uso de células madre somáticas o mediante las
terapias encaminadas a la restitución de la fertilidad o a la curación de las
enfermedades genéticas.
Al mismo tiempo, siente el deber de iluminar las conciencias de todos,
para que el progreso científico respete verdaderamente a todo ser humano,
al que se le debe reconocer su dignidad de persona, por haber sido creado
a imagen de Dios; de otro modo no sería verdadero progreso. El estudio de
esas cuestiones, al que os habéis dedicado de modo especial en vuestra
sesión durante estos días, contribuirá ciertamente a promover la formación
de la conciencia de numerosos hermanos nuestros, según lo que afirma el
concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis humanae: "Los cristianos,
al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y
sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es
maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la
Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza
humana" (n. 14).

LA AVENTURA MÁS INTERESANTE Y NECESARIA


20080201. Homilía. Visita al seminario mayor de Roma
33
Para el obispo siempre es una gran alegría encontrarse en su seminario,
y esta tarde doy gracias al Señor porque me renueva esta alegría en la
víspera de la fiesta de la Virgen de la Confianza, vuestra patrona celestial.
Estamos todos aquí reunidos para las primeras Vísperas solemnes de
esta fiesta mariana tan querida por vosotros. Hemos escuchado algunos
versículos de la carta de san Pablo a los Gálatas, en los que se recoge la
expresión: «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). Sólo Dios puede «llenar
el tiempo» y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia.
Dios ha llenado de sí mismo el tiempo al enviar a su Hijo unigénito y en él
nos ha hecho hijos adoptivos suyos: hijos en el Hijo. En Jesús y con
Jesús, «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), podemos ahora encontrar las
respuestas exhaustivas a las expectativas más profundas del corazón. Al
desaparecer el miedo, crece en nosotros la confianza en el Dios a quien
nos atrevemos a llamar incluso «Abbá-Padre» (cf. Ga 4, 6).
Queridos seminaristas, precisamente porque el don de ser hijos
adoptivos de Dios ha iluminado vuestra vida, habéis sentido el deseo de
hacer partícipes de ese don también a los demás. Estáis aquí para eso, para
de- sarrollar vuestra vocación filial y para prepararos a la futura misión de
apóstoles de Cristo. Se trata de un único crecimiento, que, al permitiros
gustar la alegría de la vida con Dios Padre, os hace percibir con fuerza la
urgencia de convertiros en mensajeros del Evangelio de su Hijo Jesús. El
Espíritu Santo es quien os hace estar atentos a esta realidad profunda y
amarla.
Todo esto no puede por menos de suscitar una gran confianza, porque
el don recibido es sorprendente, llena de asombro y colma de íntima
alegría. Así podéis comprender el papel que desempeña también en
vuestra vida María, invocada en vuestro seminario con el hermoso título
de Virgen de la Confianza. Del mismo modo que «el Hijo nació de mujer»
(cf. Ga 4, 4), de María, Madre de Dios, así también en vuestro ser hijos de
Dios ella es la Madre, la verdadera Madre.
Queridos padres de familia, probablemente vosotros sois los más
sorprendidos de todos por lo que ha acontecido y está aconteciendo en
vuestros hijos. Tal vez habíais imaginado para ellos una misión diversa de
aquella para la cual se están preparando. ¡Quién sabe cuántas veces os
ponéis a reflexionar sobre ellos! Recordáis cuando eran niños y luego
muchachos; las ocasiones en que mostraron los primeros signos de la
vocación; o, en algún caso, por el contrario, los años en que la vida de
vuestro hijo parecía desarrollarse lejos de la Iglesia.
¿Qué sucedió? ¿Qué encuentros influyeron en sus decisiones? ¿Qué
luces interiores orientaron su camino? ¿Cómo pudieron abandonar
perspectivas de vida tal vez prometedoras, para escoger ingresar en el
seminario? Contemplemos a María. El Evangelio nos ayuda a comprender
que también ella se hacía numerosas preguntas sobre su Hijo Jesús y
meditaba mucho sobre él (cf. Lc 2, 19. 51).
Es inevitable que, en cierto modo, la vocación de los hijos se convierta
también en vocación de los padres. Tratando de comprenderlos y
siguiéndolos en su itinerario, también vosotros, queridos padres y queridas
34
madres, con mucha frecuencia os habéis visto implicados en un camino en
el que vuestra fe ha ido fortaleciéndose y renovándose. Habéis participado
en la aventura maravillosa de vuestros hijos.
En efecto, aunque pueda parecer que la vida del sacerdote no atrae el
interés de la mayoría de la gente, en realidad se trata de la aventura más
interesante y necesaria para el mundo, la aventura de mostrar y hacer
presente la plenitud de vida a la que todos aspiran. Es una aventura muy
exigente; y no podría ser de otra manera, porque el sacerdote está llamado
a imitar a Jesús, «que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos» (Mt 20, 28).
Queridos seminaristas, estos años de formación constituyen un tiempo
importante para prepararos a la entusiasmante misión a la que el Señor os
llama. Permitidme que subraye dos aspectos que caracterizan vuestra
experiencia actual. Ante todo, los años del seminario implican cierto
alejamiento de la vida común, cierto «desierto», para que el Señor pueda
hablar a vuestro corazón (cf. Os 2, 16). En efecto, él no habla en voz alta,
sino en voz baja; habla en el silencio (cf. 1 R 19, 12). Por tanto, para
escuchar su voz hace falta un clima de silencio.
Por esta razón, el seminario ofrece espacios y tiempos de oración
diaria, y cuida mucho la liturgia, la meditación de la palabra de Dios y la
adoración eucarística. Al mismo tiempo, os pide que dediquéis muchas
horas al estudio: orando y estudiando, podéis construir en vosotros el
hombre de Dios que debéis ser y que la gente espera que sea el sacerdote.
Hay luego un segundo aspecto en vuestra vida: durante los años del
seminario vivís juntos. Vuestra formación con vistas al sacerdocio implica
también este aspecto comunitario, que es de gran importancia. Los
Apóstoles se formaron juntos, siguiendo a Jesús. Vuestra comunión no se
limita al presente; concierne también al futuro. En la actividad pastoral
que os espera deberéis actuar unidos como en un cuerpo, en un ordo, el de
los presbíteros, que con el obispo atienden pastoralmente a la comunidad
cristiana. Amad esta «vida de familia», que para vosotros es anticipación
de la «fraternidad sacramental» (Presbyterorum ordinis, 8) que debe
caracterizar a todo presbítero diocesano.
Todo esto recuerda que Dios os llama a ser santos, que la santidad es el
secreto del auténtico éxito de vuestro ministerio sacerdotal. Ya desde
ahora la santidad debe constituir el objetivo de vuestra opción y decisión.
Encomendad este deseo y este compromiso diario a María, Madre de la
Confianza. Este título tan tranquilizador corresponde a la repetida
invitación evangélica: «No temas», que dirigió el ángel a la Virgen (cf. Lc
1, 29) y luego muchas veces Jesús a los discípulos. «No temas, porque yo
estoy contigo», dice el Señor. En el icono de la Virgen de la Confianza,
donde el Niño señala a la Madre, parece que Jesús añade: «Mira a tu
Madre, y no temas».
Queridos seminaristas, recorred el camino del seminario con el alma
abierta a la verdad, a la transparencia, al diálogo con quienes os dirigen;
esto os permitirá responder de modo sencillo y humilde a Aquel que os
llama, liberándoos del peligro de realizar un proyecto sólo personal.
35
GRACIAS POR CONOCERTE. SED DE DIOS
20080201. Discurso. Visita al seminario mayor de Roma
Hoy, en las Vísperas, me impresionó en particular las palabras del
salmo con que Israel da gracias a Dios por el don de la palabra que
desciende como la lana. Y dice: no lo has hecho a todos los demás, sólo a
nosotros nos has dado esta gracia de conocer tu voluntad, tus proyectos.
Los israelitas no consideraron un peso, un yugo sobre sus hombros,
conocer los mandamientos de Dios; para ellos era un gran don: en la
noche del mundo conocen quién es Dios y saben a dónde ir, cuál es el
camino de la vida.
Juntamente con esta palabra, vale mucho más aún para nosotros, los
cristianos, saber que la palabra de Dios no es sólo mandamiento, sino
también don del amor encarnado en Cristo. Realmente podemos decir:
gracias, Señor, porque nos has dado este don de conocerte a ti; quien te
conoce a ti, en Cristo, conoce así la palabra viva; y conoce, en medio de la
oscuridad, en medio de los numerosos enigmas de este mundo, en medio
de los numerosos problemas sin solución, el camino por donde ir: de
dónde venimos, qué es la vida, a qué estamos llamados.
Y pienso que, además de esta acción de gracias por el conocimiento y
el don, por el conocimiento del Dios encarnado, también debe suscitarse
en nosotros la idea: esto lo debo comunicar a los demás; también ellos
buscan, también ellos quieren vivir bien, también ellos anhelan encontrar
el camino recto y no lo encuentran. Y sobre todo es una gracia y también
una obligación conocer a Jesús y tener la gracia de haber sido llamado por
él precisamente para ayudar a los demás, para que también ellos puedan
dar gracias a Dios con alegría, para que tengan la gracia de saber quién
soy, de dónde vengo, a dónde voy.
La Virgen de la Gracia, la Virgen de la Confianza, se abandonó
totalmente en manos del Señor con gran valentía. El sacerdocio, como dije
en mi discurso, es una aventura en el mundo actual, en el que existen
tantas oposiciones, tantas negaciones de la fe. Es una aventura, pero una
aventura hermosísima, porque, en realidad, en lo más profundo del
corazón hay esta sed de Dios.
En días pasados recibí a los obispos greco-católicos de Ucrania con
ocasión de su visita ad limina. Sobre todo en la parte oriental, a causa del
régimen soviético, más de la mitad del pueblo se declara agnóstico, sin
religión. Les dije: ¿qué hacéis?, ¿cómo se comportan?, ¿qué quieren? Y
todos los obispos dicen: tienen gran sed de Dios y quieren conocer; ven
que así no pueden vivir.
Así pues, a pesar de todas las contradicciones, resistencias y
oposiciones, hay sed de Dios y nosotros tenemos la hermosa vocación de
ayudar, de iluminar. Esta es nuestra aventura. Ciertamente, hay muchas
cosas imprevisibles, muchas complicaciones, muchos sufrimientos, y todo
lo demás. Pero también la Virgen, en el momento del anuncio, sabía que
ante ella había un camino desconocido y, conociendo las profecías del
Siervo de Dios, conociendo la sagrada Escritura, podía calcular que habría
36
también muchos sufrimientos en ese camino. Pero creyó en la palabra del
ángel: no temas, porque al final Dios es más fuerte; no temas ni siquiera la
cruz, todos los sufrimientos, porque al final Dios nos guía, y también estos
sufrimientos ayudan a llegar a la plenitud de la luz.
Por consiguiente, que la Virgen de la Confianza os dé también a
vosotros esta gran confianza, esta valentía, esta alegría de ser servidores
de Cristo, de la verdad, de la vida.

LA REGLA SUPREMA ES VIVIR EL EVANGELIO


20080202. Discurso. A los religiosos. Fiesta Presentación
La vida consagrada hunde sus raíces en el Evangelio; en él, como en
su regla suprema, se ha inspirado a lo largo de los siglos; y a él está
llamada a volver constantemente para mantenerse viva y fecunda, dando
fruto para la salvación de las almas.
En los inicios de las diversas expresiones de vida consagrada siempre
se encuentra una fuerte inspiración evangélica. Pienso en san Antonio
abad, impulsado por la escucha de las palabras de Cristo: «Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un
tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21) (cf. Vita Antonii, 2,
4). San Antonio las escuchó como palabras que el Señor le dirigía
personalmente a él.
A su vez, san Francisco de Asís afirma que fue Dios quien le reveló
que debía vivir según la forma del santo Evangelio (cf. Testamento, 17:
FF 116). «Francisco —escribe Tomás de Celano— al oír que los
discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni dinero, ni llevar
alforja, ni pan, ni bastón para el camino, ni tener sandalias, ni dos
túnicas..., inmediatamente, lleno del gozo del Espíritu Santo, exclamó:
Esto quiero, esto pido, esto anhelo hacer con todo mi corazón» (1
Celano, 83: FF 670. 672).
«El Espíritu Santo —recuerda la instrucción Caminar desde Cristo—
ha iluminado con luz nueva la palabra de Dios a los fundadores y
fundadoras. De ella ha brotado todo carisma y de ella quiere ser expresión
toda Regla» (n. 24). En efecto, el Espíritu Santo atrae a algunas personas a
vivir el Evangelio de modo radical y a traducirlo en un estilo de
seguimiento más generoso. Así nace una obra, una familia religiosa que,
con su misma presencia, se convierte a su vez en «exégesis» viva de la
palabra de Dios.
Así pues, como dice el concilio Vaticano II, el sucederse de los
carismas de la vida consagrada puede leerse como un desplegarse de
Cristo a lo largo de los siglos, como un Evangelio vivo que se actualiza
continuamente con formas nuevas (cf. Lumen gentium, 46). En las obras
de las fundadoras y los fundadores se refleja un misterio de Cristo, una
palabra suya; se refracta un rayo de la luz que emana de su rostro,
esplendor del Padre (cf. Vita consecrata, 16).
Por tanto, en el decurso de los siglos, seguir a Cristo sin componendas
tal como se propone en el Evangelio ha constituido la norma última y
37
suprema de la vida religiosa (cf. Perfectae caritatis, 2). San Benito, en su
Regla, remite a la Escritura como «norma rectísima para la vida del
hombre» (n. 73, 2-5). Santo Domingo «por doquier se manifestaba como
un hombre evangélico, en sus palabras y en sus obras» (Libellus, 104: en
P. Lippini, San Domenico visto dai suoi contemporanei, ed. Studio Dom.,
Bolonia 1982, p. 110) y así quería que fueran también sus frailes
predicadores, «hombres evangélicos» (Primeras Constituciones o
Consuetudines, 31). Santa Clara de Asís pone fuertemente de relieve la
experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las
Hermanas pobres —escribe— es esta: observar el santo Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo» (Regla I, 1-2: FF 2750). San Vicente Pallotti
afirma: «La regla fundamental de nuestra mínima Congregación es la
vida de nuestro Señor Jesucristo para imitarla con toda la perfección
posible» (cf. Obras completas II, 541-546; VIII, 63, 67, 253, 254, 466). Y
san Luis Orione escribe: «Nuestra primera Regla y vida ha de consistir en
observar, con gran humildad y con amor dulcísimo y ardiente a Dios, el
santo Evangelio» (Lettere di don Orione, Roma 1969, vol. II, p. 278).
Esta riquísima tradición atestigua que la vida consagrada está
«profundamente enraizada en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el
Señor» (Vita consecrata, 1) y se presenta «como un árbol lleno de ramas,
que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época
de la Iglesia» (ib., 5). Tiene la misión de recordar que todos los cristianos
han sido convocados por la Palabra para vivir de la Palabra y permanecer
bajo su señorío.
Por tanto, corresponde en particular a los religiosos y a las religiosas
«mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores
fundamentales del Evangelio» (ib., 33). Al hacerlo, su testimonio da a la
Iglesia «un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica» (ib.,
3); más aún, podríamos decir que es una «elocuente, aunque con
frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (ib., 25). Por eso, en mis
dos encíclicas, al igual que en otras ocasiones, no he dejado de señalar el
ejemplo de santos y beatos pertenecientes a institutos de vida consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, alimentad vuestra jornada con la
oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios. Vosotros, que
tenéis familiaridad con la antigua práctica de la lectio divina, ayudad
también a los fieles a valorarla en su vida diaria. Y traducid en testimonio
lo que la Palabra indica, dejándoos plasmar por ella que, como semilla
caída en terreno bueno, da frutos abundantes.
Así seréis siempre dóciles al Espíritu y creceréis en la unión con Dios,
cultivaréis la comunión fraterna entre vosotros y estaréis dispuestos a
servir generosamente a los hermanos, sobre todo a los necesitados.
Que los hombres vean vuestras buenas obras, fruto de la palabra de Dios
que vive en vosotros, y den gloria a vuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 16).

EL SENTIDO CRISTIANO DE LA LIMOSNA


20071030. Mensaje para la cuaresma 2008.
38
1. Cada año, la Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para
profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, y nos estimula a
descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros
lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. En el tiempo
cuaresmal la Iglesia se preocupa de proponer algunos compromisos
específicos que acompañen concretamente a los fieles en este proceso de
renovación interior: son la oración, el ayuno y la limosna. Este año, en mi
acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo detenerme a reflexionar sobre la
práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los
necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del
apego a los bienes terrenales. Cuán fuerte es la seducción de las riquezas
materiales y cuán tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas,
lo afirma Jesús de manera perentoria: “No podéis servir a Dios y al
dinero” (Lc 16,13).
La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a
socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que
poseemos por bondad divina. Las colectas especiales en favor de los
pobres, que en Cuaresma se realizan en muchas partes del mundo, tienen
esta finalidad. De este modo, a la purificación interior se añade un gesto
de comunión eclesial, al igual que sucedía en la Iglesia primitiva. San
Pablo habla de ello en sus cartas acerca de la colecta en favor de la
comunidad de Jerusalén (cf. 2Cor 8,9; Rm 15,25-27 ).
2. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los
bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos
considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales
el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a ser un medio de su
providencia hacia el prójimo. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia
Católica, los bienes materiales tienen un valor social, según el principio
de su destino universal (cf. nº 2404).
En el Evangelio es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen
las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos. Frente a la
muchedumbre que, carente de todo, sufre el hambre, adquieren el tono de
un fuerte reproche las palabras de San Juan: “Si alguno que posee bienes
del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas,
¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17). La llamada a
compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los
que la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad
frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más
grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un
acto de caridad.
3. El Evangelio indica una característica típica de la limosna cristiana:
tiene que ser en secreto. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la
derecha”, dice Jesús, “así tu limosna quedará en secreto” (Mt 6,3-4). Y
poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas
acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los
cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo es que todo vaya a
mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: “Brille así vuestra luz delante de
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los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro
Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo
para la gloria de Dios y no para la nuestra. Queridos hermanos y
hermanas, que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo,
evitando que se transforme en una manera de llamar la atención. Si al
cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y
el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a
satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los
demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica. En la sociedad
moderna de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se
plantea continuamente. La limosna evangélica no es simple filantropía: es
más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige
la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de
Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros.
¿Cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos
de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu
acciones generosas de sostén al prójimo necesitado? Sirve de bien poco
dar los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria
por ello. Por este motivo, quien sabe que “Dios ve en el secreto” y en el
secreto recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras
de misericordia que realiza.
4. Invitándonos a considerar la limosna con una mirada más profunda,
que trascienda la dimensión puramente material, la Escritura nos enseña
que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando
actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no
hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los
hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que por amor de Dios compartimos
nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud
de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma
de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa
nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San Pedro cita entre los
frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –
escribe– cubre multitud de pecados” (1P 4,8). Como a menudo repite la
liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece, a los pecadores, la posibilidad de ser
perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos
dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que sienten el
peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten lejos de
Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna,
acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un
instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los
hermanos.
5. La limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito
Cottolengo solía recomendar: “Nunca contéis las monedas que dais,
porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no
tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que
saberlo” (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo el
episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del
40
templo “todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,44). Su pequeña e
insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no
da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino lo que es. Toda su
persona.
Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los
días inmediatamente precedentes a la pasión y muerte de Jesús, el cual,
como señala San Pablo, se ha hecho pobre a fin de enriquecernos con su
pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros. La
Cuaresma nos empuja a seguir su ejemplo, también a través de la práctica
de la limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de
nuestra vida un don total; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar,
no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos.
¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la
caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un
medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando
gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza
material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo
que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don,
según las posibilidades y las condiciones de cada uno.
6. Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma nos invita a
“entrenarnos” espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna,
para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los
Hechos de los Apóstoles cuentan que el Apóstol San Pedro dijo al hombre
tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: “No tengo plata
ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno,
echa a andar” (Hch 3,6). Con la limosna regalamos algo material, signo
del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el anuncio y el
testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera. Por tanto,
que este tiempo esté caracterizado por un esfuerzo personal y comunitario
de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor. María, Madre y Sierva
fiel del Señor, ayude a los creyentes a llevar adelante la “batalla espiritual”
de la Cuaresma armados con la oración, el ayuno y la práctica de la
limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados
en el espíritu.

¿QUÉ SIGNIFICA ENTRAR EN LA CUARESMA?


20080210. Angelus
El miércoles pasado, con el ayuno y el rito de imposición de la ceniza,
hemos entrado en la Cuaresma. Pero, ¿qué significa "entrar en la
Cuaresma"? Significa iniciar un tiempo de particular empeño en el
combate espiritual que nos opone al mal presente en el mundo, en cada
uno de nosotros y en torno a nosotros. Quiere decir mirar el mal cara a
cara y disponerse a luchar contra sus efectos, sobre todo contra sus causas,
hasta la causa última, que es Satanás. Significa no descargar el problema
del mal en los demás, en la sociedad o en Dios, sino reconocer las propias
responsabilidades y afrontarlo conscientemente. A este propósito, resuena
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con mucha urgencia, para nosotros cristianos, la invitación de Jesús a que
cada uno tome su "cruz" y lo siga con humildad y confianza (cf. Mt 16,
24). La "cruz", por pesada que sea, no es sinónimo de desventura, de
desgracia que hay que evitar lo más posible, sino de oportunidad para
seguir a Jesús y así adquirir fuerza en la lucha contra el pecado y el mal.
Por tanto, entrar en la Cuaresma significa renovar la decisión personal y
comunitaria de afrontar el mal junto con Cristo. En efecto, el camino de la
cruz es el único que conduce a la victoria del amor sobre el odio, del
compartir con los demás sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia.
Vista así, la Cuaresma es en verdad una ocasión de fuerte empeño ascético
y espiritual, fundado en la gracia de Cristo.

ORACIÓN, SUFRIMIENTO Y ESPERANZA EN LA CUARESMA


20080206. Homilía. Miércoles de Ceniza. Santa Sabina
Si el Adviento es, por excelencia, el tiempo que nos invita a esperar en
el Dios que viene, la Cuaresma nos renueva en la esperanza en Aquel que
nos hace pasar de la muerte a la vida. Ambos son tiempos de purificación
—lo manifiesta también el color litúrgico que tienen en común—, pero de
modo especial la Cuaresma, toda ella orientada al misterio de la
Redención, se define como «camino de auténtica conversión» (Oración
colecta).
Al inicio de este itinerario penitencial, quiero reflexionar brevemente
sobre la oración y el sufrimiento como aspectos característicos del tiempo
litúrgico cuaresmal. A la práctica de la limosna ya dediqué el Mensaje
para la Cuaresma, publicado la semana pasada.
En la encíclica Spe salvi puse de relieve que la oración y el
sufrimiento, juntamente con el obrar y el juicio, son «lugares de
aprendizaje y de ejercicio de la esperanza». Por tanto, podríamos afirmar
que el tiempo cuaresmal, precisamente porque invita a la oración, a la
penitencia y al ayuno, constituye una ocasión providencial para hacer más
viva y firme nuestra esperanza.
La oración alimenta la esperanza, porque nada expresa mejor la
realidad de Dios en nuestra vida que orar con fe. Incluso en la soledad de
la prueba más dura, nada ni nadie pueden impedir que nos dirijamos al
Padre «en lo secreto» de nuestro corazón, donde sólo él «ve», como dice
Jesús en el Evangelio (cf. Mt 6, 4. 6. 18).
Vienen a la mente dos momentos de la existencia terrena de Jesús, que
se sitúan uno al inicio y otro casi al final de su vida pública: los cuarenta
días en el desierto, sobre los cuales está calcado el tiempo cuaresmal, y la
agonía en Getsemaní. Ambos son esencialmente momentos de oración.
Oración en diálogo con el Padre, a solas, de tú a tú, en el desierto; oración
llena de «angustia mortal» en el Huerto de los Olivos. Pero en ambas
circunstancias, orando, Cristo desenmascara los engaños del tentador y lo
derrota. Así, la oración se muestra como la primera y principal «arma»
para «afrontar victoriosamente el combate contra las fuerzas del mal»
(Oración colecta).
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La oración de Cristo alcanza su culmen en la cruz, expresándose en las
últimas palabras que recogieron los evangelistas. Cuando parece lanzar un
grito de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado» (Mt 27, 46; Mc 15, 34; cf. Sal 21, 1), en realidad Cristo hace
suya la invocación del que, asediado por sus enemigos, sin escapatoria,
sólo tiene a Dios para dirigirse y, por encima de todas las posibilidades
humanas, experimenta su gracia y su salvación.
Con esas palabras del Salmo, primero de un hombre abrumado por el
sufrimiento y, después, del pueblo de Dios inmerso en sus sufrimientos
por la aparente ausencia de Dios, Jesús hace suyo ese grito de la
humanidad que sufre por la aparente ausencia de Dios y lleva este grito al
corazón del Padre. Al orar así en esta última soledad, junto con toda la
humanidad, nos abre el corazón de Dios.
Así pues, no hay contradicción entre esas palabras del Salmo 21 y las
palabras llenas de confianza filial: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 30, 6). También estas palabras están tomadas
de un Salmo, el 30, imploración dramática de una persona que,
abandonada por todos, se pone segura en manos de Dios.
La oración de súplica llena de esperanza es, por tanto, el leit motiv de
la Cuaresma y nos hace experimentar a Dios como única ancla de
salvación. Aun cuando sea colectiva, la oración del pueblo de Dios es voz
de un solo corazón y de una sola alma; es diálogo «de tú a tú», como la
conmovedora imploración de la reina Ester cuando su pueblo estaba a
punto de ser exterminado: «Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven
en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y mi vida está
en gran peligro» (Est 4, 17 l). Ante un «gran peligro» hace falta una
esperanza más grande, y esta esperanza es sólo la que puede contar con
Dios.
La oración es un crisol en el que nuestras expectativas y aspiraciones
son expuestas a la luz de la palabra de Dios, se sumergen en el diálogo con
Aquel que es la verdad y salen purificadas de mentiras ocultas y
componendas con diversas formas de egoísmo (cf. Spe salvi, 33). Sin la
dimensión de la oración, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo,
y la conciencia, que debería ser eco de la voz de Dios, corre el peligro de
reducirse a un espejo del yo, de forma que el coloquio interior se
transforma en un monólogo, dando pie a mil auto-justificaciones.
Por eso, la oración es garantía de apertura a los demás. Quien se abre a
Dios y a sus exigencias, al mismo tiempo se abre a los demás, a los
hermanos que llaman a la puerta de su corazón y piden escucha, atención,
perdón, a veces corrección, pero siempre con caridad fraterna. La
verdadera oración nunca es egocéntrica; siempre está centrada en los
demás. Como tal, lleva al que ora al «éxtasis» de la caridad, a la capacidad
de salir de sí mismo para hacerse prójimo de los demás en el servicio
humilde y desinteresado.
La verdadera oración es el motor del mundo, porque lo tiene abierto a
Dios. Por eso, sin oración no hay esperanza, sino sólo espejismos. En
efecto, no es la presencia de Dios lo que aliena al hombre, sino su
43
ausencia: sin el verdadero Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, las
esperanzas se transforman en espejismos, que llevan a evadirse de la
realidad. En cambio, hablar con Dios, permanecer en su presencia, dejarse
iluminar y purificar por su palabra, nos introduce en el corazón de la
realidad, en el íntimo Motor del devenir cósmico; por decirlo así, nos
introduce en el corazón palpitante del universo.
En conexión armónica con la oración, también el ayuno y la limosna
pueden considerarse lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza
cristiana. Los santos Padres y los escritores antiguos solían subrayar que
estas tres dimensiones de la vida evangélica son inseparables, se fecundan
recíprocamente y llevan tanto mayor fruto cuanto más se corroboran
mutuamente. Gracias a la acción conjunta de la oración, el ayuno y la
limosna, la Cuaresma forma a los cristianos para ser hombres y mujeres de
esperanza, a ejemplo de los santos.
Ahora quiero reflexionar brevemente también sobre el sufrimiento,
pues, como escribí en la encíclica Spe salvi, «la grandeza de la humanidad
está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el
que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad»
(n. 38). La Pascua, hacia la cual se orienta la Cuaresma, es el misterio que
da sentido al sufrimiento humano, partiendo de la sobreabundancia de la
com-pasión de Dios, realizada en Jesucristo.
Por consiguiente, el camino cuaresmal, al estar totalmente impregnado
de la luz pascual, nos hace revivir lo que aconteció en el corazón divino-
humano de Cristo mientras subía a Jerusalén por última vez, para
ofrecerse a sí mismo en expiación (cf. Is 53, 10). A medida que Jesús se
acercaba a la cruz, el sufrimiento y la muerte bajaban como tinieblas, pero
también se avivaba la llama del amor. En efecto, el sufrimiento de Cristo
está totalmente iluminado por la luz del amor (cf. Spe salvi, 38): el amor
del Padre que permite al Hijo afrontar con confianza su último
«bautismo», como él mismo define el culmen de su misión (cf. Lc 12, 50).
Ese bautismo de dolor y de amor, Jesús lo recibió por nosotros, por
toda la humanidad. Sufrió por la verdad y la justicia, trayendo a la historia
de los hombres el evangelio del sufrimiento, que es la otra cara del
evangelio del amor. Dios no puede padecer, pero puede y quiere com-
padecer. Por la pasión de Cristo puede entrar en todo sufrimiento humano
la con-solatio, «el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la
estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39).
Al igual que sucede con respecto a la oración, también por lo que atañe
al sufrimiento la historia de la Iglesia está llena de testigos que se
entregaron sin medida por los demás, a costa de duros sufrimientos.
Cuanto mayor es la esperanza que nos anima, tanto mayor es también en
nosotros la capacidad de sufrir por amor de la verdad y del bien,
ofreciendo con alegría las pequeñas y grandes pruebas de cada día e
insertándolas en el gran com-padecer de Cristo (cf. ib., 40).
Que en este camino de perfección evangélica nos ayude María, cuyo
corazón inmaculado, juntamente con el de su Hijo, fue traspasado por la
espada del dolor. Precisamente en estos días, recordando el 150°
44
aniversario de las apariciones de la Virgen en Lourdes, se nos invita a
meditar en el misterio de la participación de María en los dolores de la
humanidad. Al mismo tiempo se nos exhorta a encontrar consuelo en el
«tesoro de compasión» (ib.) de la Iglesia, al que ella contribuyó más que
cualquier otra criatura.
Iniciemos, por tanto, la Cuaresma en unión espiritual con María, que
«avanzó en la peregrinación de la fe» siguiendo a su Hijo (cf. Lumen
gentium, 58) y siempre precede a los discípulos en el itinerario hacia la luz
pascual. Amén.
45

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE ROMA


20080207. Discurso.
(Giuseppe Corona, diácono) Santo Padre, nos sentimos agradecidos
porque providencialmente el Concilio restauró el diaconado permanente.
Los diáconos realizamos tareas en ámbitos muy diferentes: familia,
trabajo, parroquia, sociedad, incluso misiones en África y América
Latina. Pero quisiéramos que nos indicara alguna iniciativa pastoral que
haga más incisiva la presencia del diaconado permanente en Roma, como
sucedía en la Iglesia primitiva.

Gracias por este testimonio de uno de los más de cien diáconos de


Roma. Yo también quiero expresar mi alegría y mi gratitud al Concilio,
porque restauró este importante ministerio en la Iglesia universal. Cuando
yo era arzobispo de Munich, no encontré más de tres o cuatro diáconos, y
fomenté mucho este ministerio, porque me parece que pertenece a la
riqueza del ministerio sacramental en la Iglesia. Al mismo tiempo, puede
ser también un nexo entre el mundo laico, el mundo profesional, y el
mundo del ministerio sacerdotal.
En efecto, muchos diáconos siguen desempeñando sus profesiones y
mantienen sus puestos, tanto cuando se trata de actividades importantes
como cuando son parte de una vida sencilla, mientras que el sábado y el
domingo trabajan en la Iglesia. Así testimonian en el mundo de hoy,
incluso en el mundo del trabajo, la presencia de la fe, el ministerio
sacramental y la dimensión diaconal del sacramento del Orden. Me parece
muy importante la visibilidad de la dimensión diaconal.
Naturalmente, también todo sacerdote sigue siendo diácono y siempre
debe pensar en esta dimensión, porque el Señor mismo se hizo nuestro
ministro, nuestro diácono. Pensemos en el gesto del lavatorio de los pies,
con el cual se manifiesta explícitamente que el Maestro, el Señor, actúa
como diácono y quiere que todos los que lo sigan sean diáconos, que
desempeñen este ministerio en favor de la humanidad, hasta el punto de
ayudar también a lavar los pies sucios de los hombres que nos han sido
encomendados. Esta dimensión me parece de gran importancia.
Con esta ocasión, me viene a la mente —aunque tal vez no sea
inmediatamente atinente al tema— una sencilla experiencia de Pablo VI.
Cada día del Concilio se entronizaba el Evangelio. Y el Santo Padre dijo a
los maestros de ceremonias que en alguna ocasión quería realizar él
mismo esa entronización del Evangelio. Le respondieron: "no, eso es
tarea de los diáconos y no del Papa, del Sumo Pontífice, ni de los
obispos". Él anotó en su diario: "Yo también soy diácono, sigo siendo
diácono, y yo también quiero ejercer este ministerio de diácono colocando
en el trono la palabra de Dios". Así pues, esto nos concierne a todos. Los
sacerdotes siguen siendo diáconos y los diáconos llevan a cabo en la
Iglesia y en el mundo esta dimensión diaconal de nuestro ministerio. Esta
entronización litúrgica de la palabra de Dios cada día durante el Concilio
46
era siempre para nosotros un gesto de gran importancia: nos decía quién
era el verdadero Señor de esa asamblea; nos decía que en el trono está la
palabra de Dios y nosotros ejercemos el ministerio para escuchar y para
interpretar, para ofrecer a los demás esta Palabra. Entronizar en el mundo
la palabra de Dios, la Palabra viva, Cristo, es muy significativo para todo
lo que hacemos. Que sea él realmente quien gobierne nuestra vida
personal y nuestra vida en las parroquias.
Además, usted me hace una pregunta que, en mi opinión, va un poco
más allá de mis fuerzas: ¿Cuáles serían las tareas propias de los diáconos
de Roma? Sé que el cardenal vicario conoce mucho mejor que yo las
situaciones concretas de la ciudad, de la comunidad diocesana de Roma.
Yo creo que una característica del ministerio de los diáconos es
precisamente la multiplicidad de las aplicaciones del diaconado. En la
Comisión teológica internacional, hace algunos años, estudiamos a fondo
el diaconado en la historia y también en el presente de la Iglesia. Y
descubrimos precisamente esto: no hay un perfil único. Lo que se debe
hacer varía según la preparación de las personas y las situaciones en las
que se encuentran. Puede haber aplicaciones y formas concretas muy
diversas, naturalmente siempre en comunión con el obispo y con la
parroquia. En las diferentes situaciones se presentan muchas posibilidades,
también según la preparación profesional que puedan tener estos
diáconos: podrían emplearse en el sector cultural, tan importante hoy; o
podrían tener una voz y un puesto significativo en el sector educativo.
Este año pensamos precisamente en el problema de la educación como
algo central para nuestro futuro, para el futuro de la humanidad.
Ciertamente, en Roma el sector de la caridad era el sector originario,
porque los títulos presbiterales y las diaconías eran centros de la caridad
cristiana. Desde el inicio, este sector era muy importante en la ciudad de
Roma. En mi encíclica Deus caritas est puse de relieve que no sólo la
predicación y la liturgia son esenciales para la Iglesia y para el ministerio
de la Iglesia, sino que también es esencial la ayuda a los pobres, a los
necesitados, el servicio de la cáritas en sus múltiples dimensiones. Por
tanto, espero que en todos los tiempos, en todas las diócesis, aun en
situaciones diversas, esta dimensión siga siendo fundamental e incluso
prioritaria en el compromiso de los diáconos, aunque no única, como nos
muestra también la Iglesia primitiva, donde los siete diáconos habían sido
elegidos precisamente para permitir a los Apóstoles dedicarse a la oración,
a la liturgia, a la predicación.
Con todo, san Esteban se vio en la necesidad de predicar a los
helenistas, a los judíos de lengua griega; así se ensancha el campo de la
predicación. Podríamos decir que se vio condicionado por las situaciones
culturales, donde él tenía voz para hacer presente la palabra de Dios en
este sector y así favorecer más la universalidad del testimonio cristiano,
abriendo las puertas a san Pablo, que fue testigo de su lapidación y luego,
en cierto sentido, su sucesor en la universalización de la palabra de Dios.
No sé si el cardenal vicario quiere añadir alguna palabra. Yo no sigo
tan de cerca las situaciones concretas.
47

(Cardenal Ruini) Santo Padre, le confirmo que, como decía usted,


también en Roma, en concreto, los diáconos trabajan en muchos ámbitos,
por lo general en las parroquias, ocupándose de la pastoral de la
caridad, pero por ejemplo muchos también colaboran en la pastoral de la
familia. Dado que casi todos los diáconos están casados, preparan para
el matrimonio, siguen a las parejas jóvenes, etc. Además, contribuyen de
modo notable a la pastoral sanitaria, colaboran en el Vicariato —algunos
trabajan en el Vicariato— y, como se ha dicho antes, en las misiones.
También hay alguna presencia misionera de diáconos. Naturalmente, por
lo que atañe al número, la mayoría se dedican a la pastoral en las
parroquias, pero también hay otros ámbitos que se están abriendo y
precisamente por esto ya tenemos más de cien diáconos permanentes.

(Padre Graziano Bonfitto, vicario parroquial) Soy religioso de don


Orione. Realizo mi apostolado sacerdotal especialmente con los jóvenes,
los cuales necesitan certezas, anhelan sinceridad, libertad, justicia y paz.
Quieren tener a su lado personas que los acompañen, como Jesús a los
discípulos de Emaús. Tienen sed de Cristo, sed de testigos gozosos que se
hayan encontrado con Jesús y hayan apostado por él toda su vida. Sin
embargo, muchos están alejados de la Iglesia. Además, les acechan
muchos falsos profetas. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?

Gracias por este hermoso testimonio de un sacerdote joven que está


cerca de los jóvenes, que los acompaña, como usted ha dicho, y les ayuda
a estar con Cristo, con Jesús. ¿Qué puedo decir? Todos sabemos cuán
difícil es para un joven de hoy vivir como cristiano. El contexto cultural,
el contexto mediático, ofrece un camino muy diferente al de Cristo. Parece
incluso que hace imposible ver a Cristo como centro de la vida y vivir la
vida como Jesús nos la muestra. Sin embargo, también creo que muchos
perciben cada vez más la insuficiencia de todas esas propuestas, de ese
estilo de vida, que al final deja vacíos.
En este sentido, me parece que las lecturas de la liturgia de hoy, la del
Deuteronomio (30, 15-20) y el pasaje evangélico de san Lucas (9, 22-25)
responden a lo que, en substancia, deberíamos decir siempre a los jóvenes
y también a nosotros mismos. Como ha dicho usted, la sinceridad es
fundamental. Los jóvenes deben percibir que no decimos palabras que no
hayamos vivido antes nosotros mismos, sino que hablamos porque hemos
encontrado y tratamos de encontrar de nuevo cada día la verdad como
verdad para nuestra vida. Para que nuestras palabras sean creíbles y tengan
una lógica visible y convincente, es preciso que nosotros mismos sigamos
ese camino, que nosotros mismos tratemos de que nuestra vida
corresponda a la del Señor.
Vuelvo al Deuteronomio: hoy la gran regla fundamental, no sólo para
la Cuaresma, sino también para toda la vida cristiana, es: "Escoge la vida.
Tienes ante ti la muerte y la vida: escoge la vida". Y me parece que la
respuesta es natural. Son muy pocos los que en lo más profundo de su ser
48
albergan una voluntad de destrucción, de muerte, los que ya no quieren el
ser, la vida, porque para ellos todo es contradictorio. Sin embargo, por
desgracia, se trata de un fenómeno que va aumentando. Con todas las
contradicciones, las falsas promesas, al final la vida parece contradictoria,
ya no es un don sino una condena, y de esta forma hay quien prefiere la
muerte a la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.
Con todo, el problema sigue consistiendo en cómo encontrar la vida,
en qué escoger, en cómo escoger la vida. Y ya conocemos las propuestas
que normalmente se hacen: ir a la discoteca, tomar todo lo que es posible,
considerar la libertad como hacer todo lo que apetezca, todo lo que venga
a la mente en un momento determinado. En cambio, sabemos —y
podemos demostrarlo— que este camino es un camino de mentira, porque
al final no se encuentra la vida, sino lo que en realidad se encuentra es el
abismo de la nada.
"Escoge la vida". La misma lectura del Deuteronomio dice: Dios es tu
vida, tú has escogido la vida y tú has hecho la elección: Dios. Esto me
parece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es suficientemente amplio
y sólo así estamos ante la fuente de la vida, que es más fuerte que la
muerte, que todas las amenazas de la muerte. Por consiguiente, la opción
fundamental es la que se indica aquí: escoge a Dios. Es preciso
comprender que quien avanza por el camino sin Dios, al final se encuentra
en la oscuridad, aunque pueda haber momentos en que le parezca haber
hallado la vida.
Un paso más es ver cómo encontrar a Dios, cómo escoger a Dios. Aquí
pasamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis tal vez
del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de
nosotros. Lo conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, que
nos habla en el Evangelio. Es hombre y Dios. Siendo Dios, escogió ser
hombre para que nosotros pudiéramos elegir a Dios. Por tanto, hay que
entrar en el conocimiento y luego en la amistad de Jesús para caminar con
él.
Me parece que este es el punto fundamental en nuestra atención
pastoral a los jóvenes, a todos pero especialmente a los jóvenes: atraer la
atención hacia la opción de escoger a Dios, que es la vida; hacia el hecho
de que Dios existe, y existe de un modo concreto. Y enseñar la amistad
con Jesucristo.
Hay un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una
persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los
hombres, a la diestra de Dios. Cristo está presente en su cuerpo, que es
aún de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos
construir, y hacer más accesibles, comunidades que reflejen, que sean el
espejo de la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un conjunto: la
experiencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas,
pero sin embargo real, con un camino claro, y una sólida vida sacramental,
en la que podamos palpar también lo que a nosotros nos pueda parecer
muy lejano, la presencia del Señor.
49
De este modo, para volver al Deuteronomio, del que partí, podemos
aprender también los mandamientos. Porque la lectura dice: escoger a
Dios quiere decir escoger según su Palabra, vivir según la Palabra. En un
primer momento esto parece casi en cierto modo positivista, pues son
imperativos. Pero lo más importante es el don, su amistad. Luego
podemos comprender que las señales del camino son explicaciones de la
realidad de esa amistad nuestra.
Podemos decir que esta es una visión general, tal como se desprende
del contacto con la sagrada Escritura y de la vida diaria de la Iglesia.
Luego se traduce, paso a paso, en los encuentros concretos con los
jóvenes: guiarlos al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la
sagrada Escritura —sobre todo la lectura común, pero también la personal
— y en la vida sacramental. Se trata de pasos para hacer presentes estas
experiencias en la vida profesional, aunque el contexto con frecuencia está
marcado por una total ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de
captar su presencia. Pero precisamente entonces, a través de nuestra vida y
de nuestra experiencia de Dios, debemos tratar de que la presencia de
Cristo entre también en este mundo alejado de Dios.
Hay sed de Dios. Hace poco tiempo recibí, en visita ad limina, a los
obispos de un país donde más del cincuenta por ciento se declara ateo o
agnóstico. Pero me dijeron: en realidad, todos tienen sed de Dios. En lo
más profundo existe esta sed. Por eso, comencemos primero nosotros,
junto con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en
las que se refleje la Iglesia; aprendamos la amistad con Jesús. Así, llenos
de esta alegría y de esta experiencia, también hoy podremos hacer
presente a Dios en este mundo.

(Don Pietro Riggi, sacerdote salesiano) Santo Padre, en un discurso


del 25 de marzo de 2007, dijo usted que hoy se habla poco de los
Novísimos. En muchos catecismos se han omitido algunas verdades de fe.
Ya casi no se habla del infierno, del purgatorio, del pecado, del pecado
original... ¿No cree que sin estas partes esenciales del Credo se
desmorona el sistema lógico que lleva a ver la redención de Cristo? Si se
pierde el sentido del pecado, se devalúa el sacramento de la
reconciliación. ¿No se está dando a la fe una dimensión meramente
horizontal?

Usted ha abordado con razón temas fundamentales de la fe, que por


desgracia aparecen raramente en nuestra predicación. En la encíclica Spe
salvi quise hablar precisamente también del juicio final, del juicio en
general y, en este contexto, también del purgatorio, del infierno y del
paraíso. Creo que a todos nos impresiona siempre la objeción de los
marxistas, según los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y
han descuidado la tierra. Así, nosotros queremos demostrar que realmente
nos comprometemos por la tierra y no somos personas que hablan de
realidades lejanas, de realidades que no ayudan a la tierra.
50
Aunque esté bien mostrar que los cristianos se comprometen por la
tierra —y todos estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea
realmente una ciudad para Dios y de Dios— no debemos olvidar la otra
dimensión. Si no la tenemos en cuenta, no trabajamos bien por la tierra.
Mostrar esto ha sido una de mis finalidades fundamentales al escribir la
encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la
posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida; no se
conoce la posibilidad y la necesidad de purificación. Entonces el hombre
no trabaja bien por la tierra, porque al final pierde los criterios; al no
conocer a Dios, ya no se conoce a sí mismo y destruye la tierra. Todas las
grandes ideologías han prometido: nosotros cuidaremos de las cosas, ya
no descuidaremos la tierra, crearemos un mundo nuevo, justo, correcto,
fraterno. En cambio, han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo
vemos también con el comunismo, que prometieron construir el mundo
como tendría que haber sido y, en cambio, han destruido el mundo.
En las visitas ad limina de los obispos de los países ex comunistas veo
siempre cómo en esas tierras no sólo han quedado destruidos el planeta, la
ecología, sino sobre todo, y más gravemente, las almas. Recobrar la
conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios,
es la primera tarea de reconstrucción de la tierra. Esta es la experiencia
común de esos países. La reconstrucción de la tierra, respetando el grito de
sufrimiento de este planeta, sólo se puede realizar encontrando a Dios en
el alma, con los ojos abiertos hacia Dios.
Por eso, usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente
por responsabilidad con la tierra, con los hombres que viven hoy. También
debemos hablar del pecado como posibilidad de destruirse a sí mismos, y
así también de destruir otras partes de la tierra. En la encíclica traté de
demostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia.
Todos queremos un mundo justo, pero no podemos reparar todas las
destrucciones del pasado, todas las personas injustamente atormentadas y
asesinadas. Sólo Dios puede crear la justicia, que debe ser justicia para
todos, también para los muertos. Como dice Adorno, un gran marxista,
sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear
justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no
todos serán iguales. Hoy se suele pensar: "¿Qué es el pecado? Dios es
grande y nos conoce; por tanto, el pecado no cuenta; al final Dios será
bueno con todos". Es una hermosa esperanza. Pero está la justicia y está
también la verdadera culpa. Los que han destruido al hombre y la tierra,
no pueden sentarse inmediatamente a la mesa de Dios juntamente con sus
víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso, me
pareció importante escribir ese texto también sobre el purgatorio, que para
mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y
consoladora, que no puede faltar. Traté de decir: tal vez no son muchos los
que se han destruido así, los que son incurables para siempre, los que no
tienen ningún elemento sobre el cual pueda apoyarse el amor de Dios, los
que ya no tienen en sí mismos un mínimo de capacidad de amar. Eso sería
el infierno.
51
Por otra parte, ciertamente son pocos —o, por lo menos, no
demasiados— los que son tan puros que puedan entrar inmediatamente en
la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo
sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de
servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay numerosas heridas,
mucha suciedad. Tenemos necesidad de estar preparados, de ser
purificados. Esta es nuestra esperanza: también con mucha suciedad en
nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente
con su bondad, que viene de su cruz. Así nos hace capaces de estar
eternamente con él. De este modo el paraíso es la esperanza, es la justicia
finalmente realizada.
Y también nos da los criterios para vivir, para que este tiempo sea de
algún modo un paraíso, para que sea una primera luz del paraíso. Donde
los hombres viven según estos criterios, existe ya un poco de paraíso en el
mundo, y esto se puede comprobar. Me parece también una demostración
de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir la senda de los
mandamientos, de la que debemos hablar más.
Los mandamientos son realmente las señales que nos indican el
camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo escoger la vida. Por eso,
debemos hablar también del pecado y del sacramento del perdón y de la
reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería
recomenzar, que debería ser purificado. Y esta es la maravillosa realidad
que nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser nuevos.
El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar
así también con los demás en nuestra vida.
Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después
de tantas cosas equivocadas, después de tantos pecados, es la gran
promesa, el gran don que la Iglesia ofrece, y que, por ejemplo, la
psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y
también es muy necesaria, teniendo en cuenta tantas psiques destruidas o
gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy
limitadas: sólo puede tratar de volver a equilibrar un poco un alma
desequilibrada. Pero no puede dar una verdadera renovación, una
superación de estas graves enfermedades del alma. Por eso,
siempre es provisional y nunca definitiva.
El sacramento de la penitencia nos brinda la ocasión de renovarnos
hasta el fondo con el poder de Dios —Ego te absolvo—, que es posible
porque Cristo tomó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que
hoy ésta es una gran necesidad. Podemos ser sanados nuevamente. Las
almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, no
sólo necesitan consejos, sino también una auténtica renovación, que
únicamente puede venir del poder de Dios, del poder del Amor
crucificado. Me parece que este es el gran nexo de los misterios que, al
final, influyen realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos
meditarlos continuamente, para poder después hacer que lleguen de nuevo
a nuestra gente.
52
(Don Massimo Tellan, párroco) Santidad, vivimos inmersos en un
mundo con inflación de palabras, a menudo sin significado, que
desorientan el corazón humano hasta el punto de que lo hacen sordo a la
Palabra de verdad: Dios hecho carne con el rostro de Jesús. Esa Palabra
queda oscurecida en medio de la selva de imágenes ambiguas y efímeras
con las que nos bombardean sin cesar. ¿Cómo educar en la fe, a través
del binomio palabra-imagen? ¿Cómo podemos volver a recuperar el arte
de narrar la fe e introducir el misterio, como se hacía en el pasado, a
través de la imagen? ¿Cómo educar en la búsqueda y la contemplación
de la verdadera belleza? A este propósito, queremos regalarle un icono de
Cristo atado a la columna, imagen de la humanidad que asumió el Verbo.

Gracias por este hermosísimo regalo. Me alegra que no sólo tengamos


palabras, sino también imágenes. Vemos que también hoy la meditación
cristiana suscita nuevas imágenes; renace la cultura cristiana, la
iconografía cristiana. Sí, vivimos en una inflación de palabras, de
imágenes. Por eso, es difícil crear espacio para la palabra y para la
imagen. Me parece que precisamente en la situación de nuestro mundo,
que todos conocemos, que es también nuestro sufrimiento, el sufrimiento
de cada uno, el tiempo de Cuaresma cobra un nuevo significado.
Ciertamente, el ayuno corporal, durante algún tiempo considerado pasado
de moda, hoy se presenta a todos como necesario. No es difícil
comprender que debemos ayunar. A veces nos encontramos ante ciertas
exageraciones debidas a un ideal de belleza equivocado. Pero, en
cualquier caso, el ayuno corporal es importante, porque somos cuerpo y
alma, y la disciplina del cuerpo, también la disciplina material, es
importante para la vida espiritual, que siempre es vida encarnada en una
persona que es cuerpo y alma.
Esta es una dimensión. Hoy crecen y se manifiestan otras dimensiones.
Me parece que precisamente el tiempo de Cuaresma podría ser también un
tiempo de ayuno de palabras y de imágenes. Necesitamos un poco de
silencio, necesitamos un espacio sin el bombardeo permanente de
imágenes. En este sentido, hacer accesible y comprensible hoy el
significado de cuarenta días de disciplina exterior e interior es muy
importante para ayudarnos a comprender que una dimensión de nuestra
Cuaresma, de esta disciplina corporal y espiritual, es crearnos espacios de
silencio y también sin imágenes, para volver a abrir nuestro corazón a la
imagen verdadera y a la palabra verdadera.
Me parece prometedor que también hoy se vea que hay un
renacimiento del arte cristiano, tanto de una música meditativa —como
por ejemplo la que surgió en Taizé—, como también, remitiéndome al arte
del icono, de un arte cristiano que se mantiene en el ámbito de las grandes
reglas del arte iconológico del pasado, pero ampliándose a las
experiencias y a las visiones de hoy.
Donde hay una verdadera y profunda meditación de la Palabra, donde
entramos realmente en la contemplación de esta visibilidad de Dios en el
mundo, de la realidad palpable de Dios en el mundo, nacen también
53
nuevas imágenes, nuevas posibilidades de hacer visibles los
acontecimientos de la salvación. Esta es precisamente la consecuencia del
acontecimiento de la Encarnación. El Antiguo Testamento prohibía todas
las imágenes y debía prohibirlas en un mundo lleno de divinidades. Había
un gran vacío, que se manifestaba en el interior del templo, donde, en
contraste con otros templos, no había ninguna imagen, sino sólo el trono
vacío de la Palabra, la presencia misteriosa del Dios invisible, no
circunscrito por nuestras imágenes.
Pero luego el paso nuevo consistió en que ese Dios misterioso nos
libró de la inflación de las imágenes, también de un tiempo lleno de
imágenes de divinidades, y nos dio la libertad de la visión de lo esencial.
Apareció con un rostro, con un cuerpo, con una historia humana que, al
mismo tiempo, es una historia divina. Una historia que prosigue en la
historia de los santos, de los mártires, de los santos de la caridad, de la
palabra, que son siempre explicación, continuación —en el Cuerpo de
Cristo— de esta vida suya divina y humana, y nos da las imágenes
fundamentales, en las cuales —más allá de las superficiales, que ocultan la
realidad— podemos abrir la mirada hacia la Verdad misma. En este
sentido, me parece excesivo el período iconoclástico del posconcilio, que
sin embargo tenía su sentido, porque tal vez era necesario librarse de una
superficialidad de demasiadas imágenes.
Volvamos ahora al conocimiento del Dios que se hizo hombre. Como
dice la carta a los Efesios, él es la verdadera imagen. Y en esta verdadera
imagen vemos —por encima de las apariencias que ocultan la verdad— la
Verdad misma: "Quien me ve, ve al Padre". En este sentido, yo diría que,
con mucho respeto y con mucha reverencia, podemos volver a encontrar
un arte cristiano y también las grandes y esenciales representaciones del
misterio de Dios en la tradición iconográfica de la Iglesia. Así podremos
redescubrir la imagen verdadera, cubierta por las apariencias.
Realmente, la educación cristiana tiene la tarea importante de librarnos
de las palabras por la Palabra, que exige continuamente espacios de
silencio, de meditación, de profundización, de abstinencia, de disciplina.
También la educación con respecto a la verdadera imagen, es decir, al
redescubrimiento de los grandes iconos creados en la cristiandad a lo largo
de la historia: con la humildad nos libramos de las imágenes superficiales.
Este tipo de iconoclasma siempre es necesario para redescubrir la imagen,
es decir, las imágenes fundamentales que manifiestan la presencia de Dios
en la carne.
Esta es una dimensión fundamental de la educación en la fe, en el
verdadero humanismo, que buscamos en este tiempo en Roma. Hemos
redescubierto el icono con sus reglas muy severas, sin las bellezas del
Renacimiento. Así podemos volver también nosotros a un camino de
redescubrimiento humilde de las grandes imágenes, hacia una liberación
siempre nueva de las demasiadas palabras, de las demasiadas imágenes,
para redescubrir las imágenes esenciales que nos son necesarias. Dios
mismo nos ha mostrado su imagen y nosotros podemos volver a encontrar
esta imagen con una profunda meditación de la Palabra, que hace renacer
54
las imágenes. Así pues, pidamos al Señor que nos ayude en este camino de
verdadera educación, de reeducación en la fe, que no sólo es escuchar,
sino también ver.

(Don Paul Chungat, de la India, vicario parroquial) En la reciente


Nota de la Congregación para la doctrina de la fe hay palabras difíciles
de entender en el campo del diálogo interreligioso. Habla de "plenitud de
la salvación", de "necesidad de incorporación formal a la Iglesia".
¿Cómo aplicar estos conceptos en la India, mi país, donde debemos tratar
con amigos hinduistas, budistas y de otras religiones? ¿La plenitud de la
salvación se ha de entender en sentido cualitativo o cuantitativo? El
Concilio habló de la semilla de luz que hay en otras religiones.

Gracias por esta intervención. Usted sabe bien que por la amplitud de
sus preguntas haría falta un semestre de teología. Trataré de ser breve.
Usted conoce la teología; hay grandes maestros y muchos libros. Ante
todo, gracias por su testimonio, porque usted se muestra contento de poder
trabajar en Roma, aunque es de la India. Para mí se trata de un fenómeno
admirable de la catolicidad. Ahora no sólo los misioneros van de
Occidente a los demás continentes; sino que hay un intercambio de
dones: indios, africanos, sudamericanos, trabajan entre nosotros, y los
nuestros van a los demás continentes. Todos dan y reciben. Esta es la
vitalidad de la catolicidad, donde todos somos deudores de los dones del
Señor, y luego podemos dar los unos a los otros.
En esta reciprocidad de dones, de dar y recibir, vive la Iglesia católica.
Vosotros podéis aprender de estos ambientes y experiencias occidentales,
y nosotros no menos de vosotros. Veo que precisamente el espíritu de
religiosidad que existe en Asia, al igual que en África, sorprende a los
europeos, que a menudo son un poco fríos en la fe. Así, esa vivacidad, al
menos del espíritu religioso que existe en esos continentes, es un gran don
para todos nosotros, sobre todo para los obispos del mundo occidental y,
en especial, para los países en donde es marcado el fenómeno de la
inmigración, procedente de Filipinas, la India, etc. Nuestro catolicismo
frío se reaviva con este fervor que nos viene de vosotros. Por tanto, la
catolicidad es un gran don.
Vengamos a las preguntas que usted me ha formulado. En este
momento no tengo presentes las palabras exactas del documento de la
Congregación para la doctrina de la fe al que usted se ha referido; pero, en
cualquier caso, quiero decir dos cosas. Por una parte, es absolutamente
necesario el diálogo, conocerse mutuamente, respetarse y tratar de
colaborar de todas las formas posibles para los grandes objetivos de la
humanidad, o para sus grandes necesidades, para superar los fanatismos y
crear un espíritu de paz y de amor.
Este es también el espíritu del Evangelio, cuyo sentido es precisamente
que el espíritu de amor, que hemos aprendido de Jesús, la paz de Jesús que
él nos dio mediante la cruz, se haga presente universalmente en el mundo.
En este sentido, el diálogo deber ser verdadero diálogo, respetando al otro
55
y aceptando su diversidad; pero también debe ser evangélico, en el sentido
de que su finalidad fundamental es ayudar a los hombres a vivir en el
amor y a hacer que ese amor se pueda difundir por todas las partes del
mundo.
Pero esta dimensión del diálogo, tan necesaria, es decir, la del respeto
del otro, de la tolerancia, de la cooperación, no excluye la otra, o sea, que
el Evangelio es un gran don, el don del gran amor, de la gran verdad, que
no podemos tener sólo para nosotros mismos, sino que debemos ofrecer a
los demás, considerando que Dios les da la libertad y la luz necesaria para
encontrar la verdad. Esta es la verdad. Y, por tanto, este es también mi
camino.
La misión no es una imposición, sino ofrecer el don de Dios, dejando a
su bondad iluminar a las personas para que se difunda el don de la amistad
concreta con el Dios de rostro humano. Por eso, queremos y debemos
testimoniar siempre esta fe y el amor que vive en nuestra fe. Dejaríamos
de cumplir un deber verdadero, humano y divino, si dejáramos a los
demás solos y reserváramos únicamente para nosotros la fe que tenemos.
También seríamos infieles a nosotros mismos si no ofreciéramos esta fe al
mundo, siempre respetando la libertad de los demás. La presencia de la fe
en el mundo es un elemento positivo, aunque nadie se convirtiera; es un
punto de referencia.
Algunos exponentes de religiones no cristianas me han dicho: "Para
nosotros la presencia del cristianismo es un punto de referencia que nos
ayuda, aunque no nos convirtamos". Pensemos en la gran figura del
Mahatma Gandhi: aun estando firmemente adherido a su religión, para él
el Sermón de la montaña era un punto de referencia fundamental, que
formó toda su vida. Así, el fermento de la fe, aun sin convertirlo al
cristianismo, entró en su vida. Y me parece que este fermento del amor
cristiano, que brota del Evangelio, es —además del trabajo misionero que
trata de ampliar los espacios de la fe— un servicio que prestamos a la
humanidad.
Pensemos en san Pablo. Hace poco tiempo profundicé su motivación
misionera. Hablé de ello también a la Curia con ocasión del encuentro de
fin de año. San Pablo se conmovió con las palabras del Señor en su
discurso escatológico. Antes de cualquier acontecimiento, antes de la
vuelta del Hijo del hombre, el Evangelio debe ser predicado a todas las
gentes. Una condición para que el mundo alcance su perfección, para su
apertura al paraíso, es que el Evangelio sea anunciado a todos.
San Pablo puso todo su celo misionero para que el Evangelio pudiera
llegar a todos, posiblemente ya en su generación, a fin de responder al
mandato del Señor "que se anuncie a todas las gentes". Su deseo no era
tanto bautizar a todas las gentes, cuanto la presencia del Evangelio en el
mundo y, por tanto, la culminación de la historia como tal.
Me parece que hoy, al ver el desarrollo de la historia, se puede
comprender mejor que esta presencia de la palabra de Dios, que este
anuncio que llega a todos como fermento, es necesario para que el mundo
pueda alcanzar realmente su finalidad. En este sentido, queremos
56
ciertamente la conversión de todos, pero dejamos que sea el Señor quien
actúe. Es importante que quien quiera convertirse tenga la posibilidad de
hacerlo, y que en el mundo se presente a todos esta luz del Señor como
punto de referencia y como luz que ayuda, sin la cual el mundo no puede
encontrarse a sí mismo.
No sé si me he explicado bien: diálogo y misión no sólo no se
excluyen, sino que el diálogo requiere la misión.

(Don Alberto Orlando, vicario parroquial) El año pasado, en el


encuentro con los jóvenes en Loreto, viví con ellos una experiencia muy
hermosa, pero noté cierta distancia entre usted y los jóvenes. Mi grupo
estaba muy lejos; casi no lográbamos ver ni escuchar; y los jóvenes
necesitan cercanía, calor. Además, hubo dificultades en la liturgia de la
misa. A pesar del fuerte calor, se alargaban mucho los cantos. ¿Por qué
esa distancia entre usted y ellos? y ¿cómo conciliar el tesoro de la liturgia
con la emotividad de los jóvenes?

El primer punto que me propone se refiere a la organización: yo me


encontré con una organización ya establecida; por tanto, no sé si se podía
haber organizado de otra manera. Considerando las miles de personas que
había, me parece que era imposible lograr que todos pudieran estar cerca
de la misma manera. Más aún, por eso hice un recorrido con el coche, para
acercarme un poco a cada persona. Sin embargo, tendremos en cuenta esto
y veremos si en el futuro, en otros encuentros con cientos de miles de
personas, es posible hacerlo de otra manera. Con todo, me parece
importante que crezca el sentimiento de una cercanía interior, que
encuentre el puente que nos une, aunque físicamente estemos distantes.
Un gran problema es, en cambio, el de las liturgias en las que
participan multitudes de personas. Recuerdo que en 1960, durante el gran
congreso eucarístico internacional de Munich, se trataba de dar una nueva
fisonomía a los congresos eucarísticos, que hasta entonces eran sólo actos
de adoración. Se quería poner en el centro la celebración de la Eucaristía
como acto de la presencia del misterio celebrado. Pero inmediatamente se
planteó la pregunta: ¿Cómo se puede hacer? Adorar, se decía, es posible
también a distancia; pero para celebrar la misa es necesaria una
comunidad limitada, que pueda participar activamente en el misterio; por
tanto, una comunidad que debía ser asamblea en torno a la celebración del
misterio.
Muchos eran contrarios a la celebración de la Eucaristía en público con
cien mil personas. Decían que no era posible precisamente por la
estructura misma de la Eucaristía, que exige la comunidad para la
comunión. También grandes personalidades, muy respetables, eran
contrarias a esta solución. Luego el profesor Jungmann, gran liturgista,
uno de los grandes arquitectos de la reforma litúrgica, creó el concepto de
statio orbis, es decir, se refirió a la statio Romae, donde precisamente en el
tiempo de Cuaresma los fieles se reúnen en un punto, la statio. Por tanto,
se encuentran en statio como los soldados por Cristo; y luego van juntos a
57
la Eucaristía. Si así era la statio de la ciudad de Roma —dijo—, donde la
ciudad de Roma se reunía, entonces esta es la statio orbis. Y desde ese
momento tenemos las celebraciones eucarísticas con la participación de
grandes multitudes.
Para mí, queda un problema, porque la comunión concreta en la
celebración es fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no se ha
encontrado realmente la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado
suscité esta pregunta, pero no encontró respuesta. También hice que se
planteara otra pregunta sobre la concelebración multitudinaria, porque si
por ejemplo concelebran mil sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la
estructura querida por el Señor. Pero en cualquier caso son preguntas.
Así, a usted se le presentó la dificultad al participar en una celebración
multitudinaria durante la cual no es posible que todos estén igualmente
implicados. Por tanto, se debe elegir cierto estilo, para conservar la
dignidad siempre necesaria para la Eucaristía; de ese modo, la comunidad
no es uniforme, y es diversa la experiencia de la participación en el
acontecimiento; para algunos, ciertamente, es insuficiente. Pero no
dependió de mí, sino más bien de quienes se encargaron de la preparación.
Por consiguiente, es preciso reflexionar bien sobre qué conviene hacer
en esas situaciones, cómo responder a los desafíos de esa situación. Si no
me equivoco, era una orquesta de discapacitados la que ejecutaba la
música, y tal vez la idea era precisamente la de dar a entender que los
discapacitados pueden ser animadores de la celebración sagrada y
precisamente ellos no deben quedar excluidos, sino que han de ser
protagonistas. De este modo, todos, amándolos, no se sintieron excluidos,
sino más bien involucrados. Me parece una reflexión muy respetable, y la
comparto.
Sin embargo, naturalmente, sigue existiendo el problema fundamental.
Pero creo que también aquí, sabiendo qué es la Eucaristía, aunque no se
tenga la posibilidad de una actividad exterior como se desearía para
sentirse plenamente partícipes, se entra en ella con el corazón, como dice
el antiguo imperativo en la Iglesia, tal vez creado para los que estaban
detrás en la basílica: "¡Levantemos el corazón! Ahora todos salgamos de
nosotros mismos, así todos estaremos con el Señor y estaremos juntos".
Como he dicho, no niego el problema, pero si realmente aplicamos estas
palabras: "¡Levantemos el corazón!", todos encontraremos la verdadera
participación activa, aunque sea en situaciones difíciles y a veces
discutibles.

(Mons. Renzo Martinelli, delegado de la Academia pontificia de la


Inmaculada) Santidad, recientemente usted dijo que si se concibe al
hombre de forma individualista, según una tendencia hoy generalizada,
no se puede edificar una comunidad solidaria. En cierto modo, en el
seminario me educaron en esa tendencia individualista. ¿Cómo proponer
a los jóvenes lo que usted dice con frecuencia: que el yo del cristiano, una
vez investido por Cristo, ya no es su "yo"? ¿Cómo proponer esta
conversión, esta modalidad nueva, esta originalidad cristiana?
58

Es la gran cuestión que todo sacerdote, responsable de otros, se plantea


cada día. También para sí mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo
XX había la tendencia a una devoción individualista, sobre todo para
salvar la propia alma y crear méritos, incluso calculables, que incluso se
podían indicar con números en ciertas listas. Desde luego, todo el
movimiento del Vaticano II llevó a superar ese individualismo.
Yo no quiero juzgar ahora a esas generaciones pasadas, que, sin
embargo, a su modo trataban de servir así a los demás. Pero existía el
peligro de que se buscara sobre todo salvar la propia alma. De ello
derivaba una piedad muy exterior, que al final sentía la fe como un peso y
no como una liberación. Ciertamente, la nueva pastoral indicada por el
concilio Vaticano II tiene la finalidad fundamental de salir de esa visión
demasiado restringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma
sólo entregándola, como decía hoy el Señor en el Evangelio; sólo
liberándome de mí, sólo saliendo de mí, como Dios salió de sí mismo en
el Hijo para salvarnos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento
del Hijo, tratamos de salir de nosotros mismos, porque sabemos a dónde
llegar. Y no caemos en el vacío, sino que renunciamos a nosotros mismos,
abandonándonos al Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como
quiere él y no como pensamos nosotros.
Esta es la verdadera obediencia cristiana, que es libertad: no como
quisiera yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su
disposición, para que él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy
libre. Pero es un gran salto, que nunca se hace definitivamente. Pienso
aquí en san Agustín, que nos dijo esto muchas veces. Al inicio, después de
su conversión, pensaba que había llegado a la cima y que vivía en el
paraíso de la novedad del ser cristiano. Luego descubrió que el camino
difícil de la vida continuaba, aunque desde ese momento siempre en la luz
de Dios, y que era necesario cada día de nuevo salir de sí mismo; entregar
este yo, para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo, que es, en
cierta manera muy verdadero, el yo común de todos nosotros, nuestro
"nosotros".
Pero nosotros mismos, precisamente en la celebración de la Eucaristía
—este grande y profundo encuentro con el Señor, donde nos ponemos en
sus manos—, debemos dar este paso tan grande. Cuanto más lo
aprendemos nosotros mismos, tanto más podemos expresarlo a los demás,
hacerlo comprensible, accesible a los demás. Sólo caminando con el
Señor, abandonándonos en la comunión de la Iglesia a su apertura, no
viviendo para nosotros —tanto para una vida terrena feliz como para una
felicidad personal— sino haciéndonos instrumentos de su paz, viviremos
bien y aprenderemos esta valentía ante los desafíos de cada día, siempre
nuevos y graves, a menudo casi irrealizables. Nos abandonamos, porque el
Señor lo quiere y estamos seguros de que así vamos bien. Sólo podemos
orar al Señor para que nos ayude a hacer este camino cada día, para
ayudar, iluminar así a los demás, motivarlos para que de este modo puedan
ser liberados y redimidos.
59

(Don Paolo Tammi, párroco y profesor de religión) Hablar de Dios


con la cultura laica. Santo Padre, le agradecemos su libro sobre "Jesús de
Nazaret" que, juntamente con sus enseñanzas de magisterio, nos ayuda a
poner en el centro del cristianismo la figura de Jesús. Me limito a añadir
que en un ambiente laico como la escuela, veo cada día muchachos que
mantienen una gran distancia emotiva con respecto a Cristo, mientras
que en Asís he visto a jóvenes conmoverse al escuchar el testimonio de un
franciscano. ¿Cómo podemos apasionarnos cada vez más con lo esencial,
que es Jesús? ¿Cómo se ve que un sacerdote está enamorado de Jesús? Sé
que Su Santidad ya ha respondido muchas veces, pero su respuesta puede
ayudarnos a corregirnos, a recobrar la esperanza.

¿Cómo puedo corregir a los párrocos, que trabajan tan bien? Sólo
podemos ayudarnos mutuamente. Usted, por tanto, conoce este ambiente
laico, alejado no sólo con distancia intelectual, sino sobre todo emotiva, de
la fe. Según las circunstancias, debemos buscar el modo de crear puentes.
Me parece que las situaciones son difíciles, pero usted tiene razón.
Debemos pensar siempre: ¿qué es lo esencial?, aunque luego puede ser
diverso el punto donde se puede conectar el kerigma, el contexto, el modo
de actuar. Pero la cuestión debe ser siempre: ¿Qué es lo esencial? ¿Qué es
preciso descubrir? ¿Qué quisiera dar? Aquí repito lo de siempre: lo
esencial es Dios. Si no hablamos de Dios, si no se descubre a Dios, nos
quedamos siempre en las cosas secundarias. Por tanto, me parece
fundamental que al menos se plantee la pregunta: ¿Existe Dios? ¿Cómo
podría vivir sin Dios? ¿Dios es en verdad una realidad importante para
mí?
A mí me impresiona que el concilio Vaticano I quisiera entablar
precisamente este diálogo, comprender con la razón a Dios, aunque en la
situación histórica en que nos encontramos necesitamos que Dios nos
ayude y purifique nuestra razón. Me parece que ya se está tratando de
responder a este desafío del ambiente laico con Dios como la cuestión
fundamental, y luego con Jesucristo, como la respuesta de Dios.
Naturalmente, yo diría que ahí están los preambula fidei, que tal vez
son el primer paso para abrir el corazón y la mente hacia Dios: las virtudes
naturales. En días pasados me visitó un jefe de Estado, que me dijo: "no
soy religioso; el fundamento de mi vida es la ética aristotélica". Ya es algo
bueno, y estamos ya, juntamente con santo Tomás, en camino hacia la
síntesis de santo Tomás. Por tanto, este puede ser el punto de enganche:
aprender y hacer comprensible la importancia que tiene para la
convivencia humana esta ética racional, que luego —si se vive de modo
consecuente— se abre interiormente a la pregunta de Dios, a la
responsabilidad ante Dios.
Así pues, me parece que, por una parte, debemos tener claro nosotros
qué es lo esencial que queremos y debemos transmitir a los demás, y
cuáles son los preambula en las situaciones en que podemos dar los
primeros pasos: desde luego, precisamente en la actualidad, una primera
60
educación ética es, en cierto modo, un paso fundamental. Así hizo también
la cristiandad antigua. San Cipriano, por ejemplo, nos dice que antes
llevaba una vida totalmente disoluta; luego, al vivir en la comunidad
catecumenal, aprendió una ética fundamental; así se abrió el camino hacia
Dios.
También san Ambrosio, en la Vigilia pascual, dice: "Hasta ahora
hemos hablado de la moral; ahora pasemos a los misterios". Habían hecho
el camino de los preambula fidei con una educación ética fundamental,
que creaba la disponibilidad para comprender el misterio de Dios. Por
tanto, yo diría que tal vez debemos hacer una interacción entre educación
ética —hoy tan importante—, por una parte, también con un relieve
pragmático, y al mismo tiempo no omitir la cuestión de Dios. En este
entrecruzarse de dos caminos me parece que logramos en cierto modo
abrirnos a Dios, el único que puede dar la luz.

(Don Daniele Salera, vicario parroquial y profesor de religión)


Santidad, al leer la carta sobre la tarea urgente de la educación, enviada
a la diócesis y a la ciudad de Roma, he tomado nota de algunos aspectos
importantes. Alude usted a la presencia de no creyentes en la escuela. En
ella hay incluso chicos que parecen interiormente muertos, sin ilusiones
de futuro... Muchos educadores se desalientan; otros tienen miedo de
defender las reglas de la convivencia civil. Me pregunto: ¿por qué
nosotros, la Iglesia, que tanto hemos pensado y escrito sobre la
educación, no logramos cumplir los objetivos fundamentales de la
educación?

Gracias por este reflejo de sus experiencias en la escuela de hoy, de los


jóvenes de hoy, y también por estas preguntas autocríticas para nosotros
mismos. En este momento sólo puedo confirmar que me parece muy
importante que la Iglesia esté presente también en la escuela, porque una
educación que no sea al mismo tiempo educación con Dios y presencia de
Dios, una educación que no transmita los grandes valores éticos que
aparecieron con la luz de Cristo, no es educación. Nunca es suficiente una
formación profesional sin formación del corazón. Y el corazón no puede
formarse sin plantearse al menos el desafío de la presencia de Dios.
Sabemos que muchos jóvenes viven en ambientes, en situaciones que les
impiden acceder a la luz y a la palabra de Dios; están en situaciones de
vida que son una auténtica esclavitud, no sólo exterior, en cuanto
provocan una esclavitud intelectual que realmente oscurece el corazón y la
mente.
Tratemos de ofrecerles también a ellos, con todos los medios de que
disponga la Iglesia, una posibilidad de salida. Pero, en cualquier caso,
hagamos que la palabra de Dios esté presente en ese ambiente tan
diversificado de la escuela, donde existen desde creyentes hasta personas
en situaciones muy tristes. Precisamente esto hemos dicho de san Pablo,
que quería que el Evangelio llegara a todos. Este imperativo del Señor —
el Evangelio debe ser anunciado a todos— no es un imperativo diacrónico,
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no es un imperativo continental, que en todas las culturas se anuncie en
primera línea; sino un imperativo interior, en el sentido de entrar en los
diversos matices y dimensiones de una sociedad, para hacer más accesible
al menos un poco de la luz del Evangelio; que el Evangelio sea realmente
anunciado a todos.
Y me parece también un aspecto de la formación cultural de hoy.
Conocer qué es la fe cristiana que ha formado este continente y que es una
luz para todos los continentes. Los modos como se puede hacer presente y
accesible al máximo esta luz son diversos y sé que no tengo una receta
para esto. Pero la necesidad de ofrecerse para esta aventura hermosa y
difícil es realmente un elemento del imperativo del Evangelio mismo.
Pidamos al Señor que nos ayude cada vez más a responder a este
imperativo de hacer que llegue a todas las dimensiones de nuestra
sociedad su conocimiento, el conocimiento de su rostro.

(Padre Umberto Fanfarillo, franciscano conventual, párroco)


Santidad, la comunidad cristiana de nuestra parroquia se encuentra
diariamente con personas de otros contextos religiosos, respetándonos
mutuamente y conviviendo con gran estima recíproca. Hay muchos casos
de trato respetuoso y de buenas relaciones entre católicos y miembros de
otras confesiones. Por poner un caso, cuando murió Juan Pablo II
muchos jóvenes de otras creencias —luteranos, judíos, musulmanes...—
se reunieron en nuestra iglesia para orar. Recientemente, se confirió el
sacramento de la Confirmación a dos jóvenes anglicanos que se hicieron
católicos. Santo Padre, apreciamos sus exhortaciones al respeto y al
diálogo en búsqueda de la verdad. Ayúdenos con su palabra.

Gracias por este testimonio de una parroquia realmente


multidimensional y multicultural. Me parece que usted concretizó un poco
lo que dije antes al responder a la pregunta del sacerdote de la India: un
diálogo, una convivencia respetuosa, respetándonos unos a otros,
aceptándonos unos a otros, como somos en nuestra diversidad, en nuestra
comunión. Al mismo tiempo, la presencia del cristianismo, de la fe
cristiana como punto de referencia al que todos pueden mirar; como un
fermento que, respetando la libertad, es sin embargo una luz para todos y
nos une precisamente en el respeto de las diferencias. Esperamos que el
Señor nos ayude siempre en este sentido a aceptar a los demás en su
diversidad, a respetarlos y a hacer presente a Cristo con el gesto del amor,
que es la verdadera expresión de su presencia y de su palabra. Y que nos
ayude así a ser realmente ministros de Cristo y de su salvación para todo
el mundo. Gracias.

MUJER Y HOMBRE: EL HUMANUM EN SU TOTALIDAD


20080209. Discurso. Congreso en el XXº de Mulieris dignitatem
Con verdadero placer os acojo y os saludo a todos vosotros, que
participáis en el Congreso internacional sobre el tema: "Mujer y hombre:
62
el humanum en su totalidad", organizado con ocasión del XX aniversario
de la publicación de la carta apostólica Mulieris dignitatem..
El tema sobre el que estáis reflexionando es de gran actualidad: desde
la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, el movimiento de valoración de
la mujer en los diversos ámbitos de la vida social ha suscitado
innumerables reflexiones y debates, y ha visto multiplicarse muchas
iniciativas que la Iglesia católica ha seguido y a menudo acompañado con
atento interés. La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad,
reciprocidad y complementariedad constituye sin duda alguna un punto
central de la "cuestión antropológica", tan decisiva para la cultura
contemporánea y en definitiva para toda cultura. Numerosas son las
intervenciones y los documentos pontificios que han abordado la realidad
emergente de la cuestión femenina. Me limito a recordar los de mi amado
predecesor Juan Pablo II, el cual, en junio de 1995, escribió una Carta a
las mujeres, y el 15 de agosto de 1988, hace exactamente veinte años,
publicó la carta apostólica Mulieris dignitatem. Este texto sobre la
vocación y dignidad de la mujer, de gran riqueza teológica, espiritual y
cultural, inspiró a su vez la Carta a los obispos de la Iglesia católica
sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo,
de la Congregación para la doctrina de la fe.
En la Mulieris dignitatem, Juan Pablo II profundizó las verdades
antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, la igualdad en
dignidad y la unidad de los dos, la diversidad arraigada y profunda entre lo
masculino y lo femenino, y su vocación a la reciprocidad y a la
complementariedad, a la colaboración y a la comunión (cf. n. 6). Esta
unidad-dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la
dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, el cual
"varón y mujer los creó" (Gn 1, 27), evitando tanto una uniformidad
indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia
abismal y conflictiva (cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8). Esta
unidad dual lleva consigo, inscrita en los cuerpos y en las almas, la
relación con el otro, el amor al otro y la comunión interpersonal, que
indica "que en la creación del hombre se ha inscrito también una cierta
semejanza con la comunión divina" (n. 7). Por tanto, cuando el hombre o
la mujer pretenden ser autónomos y totalmente auto-suficientes, corren el
riesgo de encerrarse en una autorrealización que considera como conquista
de libertad la superación de todo vínculo natural, social o religioso, pero
que, de hecho, los reduce a una soledad agobiante. Para favorecer y
sostener la promoción real de la mujer y del hombre, no se puede menos
de tener en cuenta esta realidad.
Ciertamente, se necesita una renovada investigación antropológica
que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos
progresos de la ciencia y el dato de las actuales sensibilidades culturales,
contribuyendo de este modo a profundizar no sólo la identidad femenina,
sino también la masculina, también ella a menudo objeto de reflexiones
parciales e ideológicas. Ante corrientes culturales y políticas que tratan de
eliminar o, al menos, ofuscar y confundir las diferencias sexuales inscritas
63
en la naturaleza humana, considerándolas una construcción cultural, es
necesario recordar el designio de Dios, que ha creado el ser humano varón
y mujer, con una unidad y al mismo tiempo con una diferencia originaria y
complementaria. La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran
en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia
identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se
corresponden y se completan.
Al inaugurar los trabajos de la V Conferencia general del Episcopado
latinoamericano y del Caribe, en mayo del año pasado en Brasil, recordé
que aún persiste una mentalidad machista, que ignora la novedad del
cristianismo, el cual reconoce y proclama la igual dignidad y
responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y
culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho
de ser mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a
presiones familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de
los sexos, donde se perpetran actos de violencia contra la mujer,
convirtiéndola en objeto de maltratos y de explotación en la publicidad y
en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves
y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de
hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer,
en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete.
Dios confía a la mujer y al hombre, según sus peculiaridades propias,
una específica vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Pienso aquí
en la familia, comunidad de amor abierto a la vida, célula fundamental de
la sociedad. En ella la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad
y de la paternidad, desempeñan juntos un papel insustituible con respecto
a la vida. Desde su concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar
con el padre y con la madre, que los cuiden y los acompañen en su
crecimiento. Por su parte, el Estado debe apoyar con adecuadas políticas
sociales todo lo que promueve la estabilidad y la unidad del matrimonio,
la dignidad y la responsabilidad de los esposos, su derecho y su tarea
insustituible de educadores de los hijos. Además, es necesario que también
la mujer tenga la posibilidad de colaborar en la construcción de la
sociedad, valorando su típico "genio femenino".

EL VALOR DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


20080209. Discurso. Federación Italiana de Ejercicios espirituales
En Italia, aunque crecen y se difunden providencialmente múltiples
iniciativas de espiritualidad, sobre todo entre los jóvenes, parece que
disminuye el número de quienes participan en verdaderas tandas de
ejercicios espirituales, y esto se verificaría también entre los sacerdotes y
los miembros de institutos de vida consagrada. Por tanto, vale la pena
recordar que los "ejercicios" son una experiencia del espíritu con
características propias y específicas, bien resumidas en una definición
vuestra, que me complace citar: "Una fuerte experiencia de Dios,
suscitada por la escucha de su Palabra, comprendida y acogida en la
64
propia vida, bajo la acción del Espíritu Santo, la cual, en un clima de
silencio, de oración y con la mediación de un guía espiritual, capacita para
el discernimiento en orden a la purificación del corazón, a la conversión
de vida y al seguimiento de Cristo, para el cumplimiento de la propia
misión en la Iglesia y en el mundo". Junto a otras formas de retiro
espiritual, por lo demás loables, es bueno que no falte la participación en
los ejercicios espirituales, caracterizados por el clima de silencio completo
y profundo que favorece el encuentro personal y comunitario con Dios y
la contemplación del rostro de Cristo. Jamás se insistirá suficientemente
en esta exigencia, que mis predecesores y yo mismo hemos recordado
muchas veces.
En una época en la que la influencia de la secularización es cada vez
más fuerte y, por otra parte, se nota una necesidad generalizada de
encontrar a Dios, no debe faltar la posibilidad de ofrecer espacios de
intensa escucha de su Palabra en el silencio y en la oración. Lugares
privilegiados para dicha experiencia espiritual son especialmente las casas
de ejercicios espirituales a las que, con este fin, hay que sostener
materialmente y dotar de personal adecuado. Animo a los pastores de las
diversas comunidades a preocuparse de que no falten en las casas de
ejercicios responsables y agentes bien formados, guías, animadores y
animadoras disponibles y preparados, dotados de las cualidades
doctrinales y espirituales que hagan de ellos verdaderos maestros del
espíritu, expertos y apasionados de la palabra de Dios y fieles al
magisterio de la Iglesia. Una buena tanda de ejercicios espirituales
contribuye a renovar en quien participa la alegría y el gusto por la liturgia,
en particular por la celebración digna de las Horas y, sobre todo, de la
Eucaristía; ayuda a redescubrir la importancia del sacramento de la
Penitencia, meta del camino de conversión y don de reconciliación, así
como el valor y el significado de la adoración eucarística. Durante los
ejercicios es posible recuperar con fruto también el sentido pleno y
auténtico del santo rosario y de la práctica piadosa del vía crucis.

EL NUEVO SACERDOCIO DE JESÚS ES HUMILLACIÓN


20080216. Discurso. Ejercicios espirituales (Hebreos-Vanhoye)
Al final de estos días de ejercicios espirituales, le doy las gracias de
todo corazón a usted, eminencia, por su guía espiritual, ofrecida con tanta
competencia teológica y con tanta profundidad espiritual. Desde mi
perspectiva visual, he tenido siempre ante mis ojos la imagen de Jesús de
rodillas delante de san Pedro, lavándole los pies. A través de sus
meditaciones, esta imagen me ha hablado. He visto que precisamente aquí,
en este comportamiento, en este acto de suma humildad, se realiza el
nuevo sacerdocio de Jesús. Y se realiza precisamente en el acto de
solidaridad con nosotros, con nuestras debilidades, con nuestro
sufrimiento, con nuestras pruebas, hasta la muerte. Así, he visto con ojos
nuevos también la vestidura roja de Jesús, que nos habla de su sangre.
Usted, señor cardenal, nos ha enseñado que la sangre de Jesús, a causa de
65
su oración, estaba "oxigenada" por el Espíritu Santo. Y así ha llegado a ser
fuerza de resurrección y fuente de vida para nosotros.
Pero no podía dejar de meditar también en la figura de san Pedro con
el dedo sobre la frente. Es el momento en el que pide al Señor que no sólo
le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Me parece que
expresa —más allá de aquel momento— la dificultad de san Pedro y de
todos los discípulos del Señor para comprender la sorprendente novedad
del sacerdocio de Jesús, de este sacerdocio que es precisamente
humillación, solidaridad con nosotros, y así nos abre el acceso al
verdadero santuario, el cuerpo resucitado de Jesús.
Durante todo el tiempo de su discipulado y —me parece— hasta su
propia crucifixión, san Pedro debió escuchar constantemente a Jesús, para
entrar más profundamente en el misterio de su sacerdocio, del sacerdocio
de Cristo transmitido a los Apóstoles y a sus sucesores.
En este sentido, la figura de san Pedro me parece como la figura de
todos nosotros durante estos días. Usted, eminencia, nos ha ayudado a
escuchar la voz del Señor, a aprender así de nuevo lo que es el sacerdocio
suyo y nuestro. Nos ha ayudado a entrar en la participación del sacerdocio
de Cristo, y así a recibir también el corazón nuevo, el corazón de Jesús,
como centro del misterio de la nueva alianza.
Os deseo a todos vosotros, queridos hermanos, una buena Cuaresma,
espiritualmente fecunda, para que podamos realmente llegar a la Pascua
con una participación cada vez más profunda en el sacerdocio de nuestro
Señor.

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS
20080217. Ángelus
Hoy, segundo domingo de Cuaresma, prosiguiendo el camino
penitencial, la liturgia, después de habernos presentado el domingo pasado
el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a
reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración
en el monte. Considerados juntos, ambos episodios anticipan el misterio
pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la
Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la
Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que
comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos
como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad. De este modo,
podríamos decir que estos dos domingos son como dos pilares sobre los
que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, más aún,
toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el
dinamismo pascual: de la muerte a la vida.
El monte —tanto el Tabor como el Sinaí— es el lugar de la cercanía
con Dios. Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde
se respira el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se
está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías, que aparecen junto a
66
Jesús transfigurado y hablan con él del "éxodo" que le espera en Jerusalén,
es decir, de su Pascua.
La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando, Jesús se
sumerge en Dios, se une íntimamente a él, se adhiere con su voluntad
humana a la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece
visiblemente la verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. También el
vestido de Jesús se vuelve blanco y resplandeciente. Esto nos hace pensar
en el Bautismo, en el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace
en el Bautismo es revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que
el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap
7, 9. 13).
Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la
resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a
los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la
cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas
tribulaciones para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena
desde lo alto, proclama que Jesús es su Hijo predilecto, como en el
bautismo en el Jordán, añadiendo: "Escuchadlo" (Mt 17, 5). Para entrar en
la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la
cruz, llevando en el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. Spe
salvi, salvados en esperanza. Hoy podemos decir: "Transfigurados en
esperanza".
Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconozcamos en ella a la
criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo, y
encomendémonos a su guía para recorrer con fe y generosidad el itinerario
de la Cuaresma.

EL ESPÍRITU SANTO SOPLA CON FUERZA EN LA IGLESIA


20080218. Discurso. Unión de superiores generales
He escuchado con gran atención e interés vuestros testimonios,
vuestras experiencias, y he tomado nota de vuestras peticiones. Todos
constatamos que en la sociedad moderna globalizada resulta cada vez más
difícil anunciar y testimoniar el Evangelio. Si esto vale para todos los
bautizados, con mayor razón es verdad para las personas que Jesús llama a
su seguimiento de manera más radical a través de la consagración
religiosa. Por desgracia, el proceso de secularización que avanza en la
cultura contemporánea afecta también a las comunidades religiosas.
Sin embargo no hay que desalentarse porque, como se ha recordado
oportunamente, aunque no pocas nubes se ciernen sobre el horizonte de la
vida religiosa, también van surgiendo, más aún, aumentan constantemente
las señales de un despertar providencial que suscita motivos de esperanza
consoladora. El Espíritu Santo sopla con fuerza por doquier en la Iglesia,
suscitando un nuevo compromiso de fidelidad en los institutos históricos,
junto a formas nuevas de consagración religiosa en
consonancia con las exigencias de los tiempos.
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Hoy, como en todas las épocas, no faltan almas generosas dispuestas a
dejarlo todo y a todos para abrazar a Cristo y su Evangelio, consagrando a
su servicio su existencia dentro de comunidades impregnadas de
entusiasmo, generosidad y alegría. Lo que caracteriza a estas nuevas
experiencias de vida consagrada es el deseo común, compartido con
pronta adhesión, de pobreza evangélica practicada radicalmente, de amor
fiel a la Iglesia, de dedicación generosa al prójimo necesitado, prestando
atención especial a las pobrezas espirituales más generalizadas en la época
contemporánea.
Al igual que mis venerados predecesores, en varias ocasiones yo
también he reafirmado que los hombres de hoy experimentan una fuerte
atracción religiosa y espiritual, pero sólo están dispuestos a escuchar y a
seguir a quienes testimonian con coherencia su adhesión a Cristo. Y es
interesante constatar que tienen abundantes vocaciones precisamente
aquellos institutos que han conservado o han escogido un estilo de vida
con frecuencia muy austero y fiel al Evangelio vivido "sine glossa".
Pienso en tantas comunidades de fieles y en las nuevas experiencias de
vida consagrada que vosotros conocéis muy bien; pienso en el trabajo
misionero de numerosos grupos y movimientos eclesiales, de los que
surgen muchas vocaciones sacerdotales y religiosas; pienso en las
muchachas y en los jóvenes que lo dejan todo para entrar en monasterios y
conventos de clausura. Es verdad —lo podemos decir con alegría—:
también hoy el Señor sigue mandando obreros a su viña y enriqueciendo a
su pueblo con muchas y santas vocaciones. Le damos las gracias por esto
y le pedimos que al entusiasmo de las decisiones iniciales —muchos
jóvenes emprenden la senda de la perfección evangélica y entran en
nuevas formas de vida consagrada tras conmovedoras conversiones— le
siga el compromiso de la perseverancia en un auténtico camino de
perfección ascética y espiritual, en un camino de verdadera santidad.
Por lo que se refiere a las Órdenes y congregaciones con una larga
tradición en la Iglesia, como habéis subrayado, se constata que a lo largo
de los últimos decenios casi todas —tanto las masculinas como las
femeninas— han atravesado una difícil crisis, debida al envejecimiento de
sus miembros, a una disminución más o menos acentuada de las
vocaciones, y a veces incluso a un "cansancio" espiritual y carismático.
Esta crisis, en ciertos casos, ha sido incluso preocupante. Sin embargo,
junto a situaciones difíciles, que conviene mirar con valentía y verdad, se
dan también signos de recuperación positiva, sobre todo cuando las
comunidades deciden volver a sus orígenes para vivir en mayor
consonancia con el espíritu del fundador. En casi todos los recientes
capítulos generales de los institutos religiosos, el tema recurrente ha sido
precisamente el redescubrimiento del carisma fundacional para encarnarlo
y actuarlo de forma nueva en el tiempo presente. Redescubrir el espíritu
de los orígenes, profundizar en el conocimiento del fundador o de la
fundadora, ha ayudado a dar a los institutos un nuevo y prometedor
impulso ascético, apostólico y misionero. De este modo se han
revitalizado obras y actividades de siglos; y hay nuevas iniciativas de
68
auténtica actuación del carisma de los fundadores. Es necesario seguir
avanzando por este camino, orando al Señor para que lleve a pleno
cumplimiento la obra que él mismo ha comenzado.
Al entrar en el tercer milenio, mi venerado predecesor el siervo de
Dios Juan Pablo II invitó a toda la comunidad eclesial a "recomenzar
desde Cristo" (cf. carta apostólica Novo millennio ineunte, 29 ss). ¡Sí!
También los institutos de vida consagrada, si quieren mantener o recobrar
su vitalidad y eficacia apostólica, tienen que "recomenzar desde Cristo"
continuamente. Él es la roca firme sobre la que debéis construir vuestras
comunidades y cada uno de vuestros proyectos de renovación comunitaria
y apostólica.
Queridos hermanos y hermanas, gracias de corazón por la atención que
prestáis al cumplimiento de vuestro comprometedor servicio de guía de
vuestras familias religiosas. El Papa está junto a vosotros, os alienta y
asegura a cada una de vuestras comunidades un recuerdo diario en la
oración.
69

FORMAR EN LA CIENCIA Y EN LA VIRTUD, SIN MEDIOCRIDAD


20080221. Discurso. 35ª Cong. Gral. De la Compañía de Jesús
Vuestra Congregación tiene lugar en un período de profundos cambios
sociales, económicos y políticos; de urgentes problemas éticos, culturales
y medioambientales, y de conflictos de todo tipo; pero también de
comunicaciones más intensas entre los pueblos, de nuevas posibilidades
de conocimiento y diálogo, de hondas aspiraciones a la paz. Se trata de
situaciones que constituyen un reto importante para la Iglesia católica y
para su capacidad de anunciar a nuestros contemporáneos la Palabra de
esperanza y de salvación.
Por eso, deseo vivamente que toda la Compañía de Jesús, gracias a los
logros de vuestra Congregación, viva con impulso y fervor renovados la
misión para la que el Espíritu la suscitó en la Iglesia y la ha conservado
durante más de cuatro siglos y medio con extraordinaria fecundidad de
frutos apostólicos. Hoy deseo animaros a vosotros y a vuestros hermanos a
proseguir por el camino de esa misión, con plena fidelidad a vuestro
carisma originario, en el contexto eclesial y social característico de este
inicio de milenio.
Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la Iglesia os
necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo
especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no
llegan o les resulta difícil hacerlo. Han quedado grabadas en vuestro
corazón las palabras de Pablo VI: «Dondequiera que en la Iglesia, incluso
en los campos más difíciles y de primera línea, en las encrucijadas
ideológicas, en las trincheras sociales, ha habido o hay conflicto entre las
exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han estado y
están los jesuitas» (Discurso a la XXXII Congregación general, 3 de
diciembre de 1974,II: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 8 diciembre 1974, p. 9).
Como reza la Fórmula de vuestro instituto, la Compañía de Jesús está
constituida ante todo «para la defensa y la propagación de la fe». En una
época en la que se abrían nuevos horizontes geográficos, los primeros
compañeros de san Ignacio se pusieron a disposición del Papa
precisamente para que «los emplease en lo que juzgase ser de mayor
gloria de Dios y utilidad de las almas» (Autobiografía, n. 85). Así fueron
enviados a anunciar al Señor a pueblos y culturas que no lo conocían aún.
Y lo hicieron con una valentía y un celo que siguen sirviendo de ejemplo e
inspiración hasta nuestros días: el nombre de san Francisco Javier es el
más famoso de todos, pero ¡cuántos otros se podrían citar!
Hoy los nuevos pueblos que no conocen al Señor —o que lo conocen
mal, hasta el punto de que no saben reconocerlo como el Salvador—, más
que geográficamente, están alejados desde un punto de vista cultural. No
son los mares o las grandes distancias los obstáculos que afrontan hoy los
heraldos del Evangelio, sino las fronteras que, debido a una visión errónea
o superficial de Dios y del hombre, se interponen entre la fe y el saber
70
humano, entre la fe y la ciencia moderna, entre la fe y el compromiso por
la justicia.
Por eso, la Iglesia necesita con urgencia personas de fe sólida y
profunda, de cultura seria y de auténtica sensibilidad humana y social;
necesita religiosos y sacerdotes que dediquen su vida precisamente a
permanecer en esas fronteras para testimoniar y ayudar a comprender que
en ellas existe, en cambio, una armonía profunda entre fe y razón, entre
espíritu evangélico, sed de justicia y trabajo por la paz. Sólo así será
posible dar a conocer el verdadero rostro del Señor a tantos hombres para
los que hoy permanece oculto o irreconocible. Por tanto, a ello debe
dedicarse preferentemente la Compañía de Jesús. Fiel a su mejor tradición,
debe seguir formando con gran esmero a sus miembros en la ciencia y en
la virtud, sin contentarse con la mediocridad, pues la tarea de la
confrontación y el diálogo con los contextos sociales y culturales muy
diversos y las diferentes mentalidades del mundo actual es una de las más
difíciles y arduas. Y esta búsqueda de la calidad y de la solidez humana,
espiritual y cultural, debe caracterizar también a toda la múltiple actividad
formativa y educativa de los jesuitas en favor de los más diversos tipos de
personas, dondequiera que se encuentren.
A lo largo de su historia, la Compañía de Jesús ha vivido experiencias
extraordinarias de anuncio y de encuentro entre el Evangelio y las culturas
del mundo: basta pensar en Matteo Ricci en China, en Roberto De Nobili
en la India o en las "Reducciones" de América Latina. Y de ellas estáis
justamente orgullosos. Hoy siento el deber de exhortaros a seguir de
nuevo las huellas de vuestros antecesores con la misma valentía e
inteligencia, pero también con la misma profunda motivación de fe y
pasión por servir al Señor y a su Iglesia.
Sin embargo, mientras tratáis de reconocer los signos de la presencia y
de la obra de Dios en todos los lugares del mundo, incluso más allá de los
confines de la Iglesia visible; mientras os esforzáis por construir puentes
de comprensión y de diálogo con quienes no pertenecen a la Iglesia o
encuentran dificultades para aceptar sus posiciones y mensajes, debéis al
mismo tiempo haceros lealmente cargo del deber fundamental de la Iglesia
de mantenerse fiel a su mandato de adherirse totalmente a la palabra de
Dios, así como de la tarea del Magisterio de conservar la verdad y la
unidad de la doctrina católica en su integridad. Ello no sólo vale para el
compromiso personal de cada jesuita, pues, dado que trabajáis como
miembros de un cuerpo apostólico, debéis también velar para que vuestras
obras e instituciones conserven siempre una identidad clara y explícita,
para que el fin de vuestra actividad apostólica no resulte ambiguo u
oscuro, y para que muchas otras personas puedan compartir vuestros
ideales y unirse a vosotros con eficiencia y entusiasmo, colaborando en
vuestro compromiso al servicio de Dios y del hombre.
Como bien sabéis por haber realizado muchas veces, bajo la guía de
san Ignacio en sus Ejercicios espirituales, la meditación «de las dos
banderas», nuestro mundo es teatro de una batalla entre el bien y el mal, y
en él actúan poderosas fuerzas negativas que causan las dramáticas
71
situaciones de esclavitud espiritual y material de nuestros contemporáneos
contra las que habéis declarado varias veces que queréis luchar,
comprometiéndoos al servicio de la fe y de la promoción de la justicia.
Esas fuerzas se manifiestan hoy de muchas maneras, pero con especial
evidencia mediante tendencias culturales que a menudo resultan
dominantes, como el subjetivismo, el relativismo, el hedonismo y el
materialismo práctico.
Por eso he solicitado vuestro compromiso renovado de promover y
defender la doctrina católica «en particular sobre puntos neurálgicos hoy
fuertemente atacados por la cultura secular», algunos de los cuales los
ejemplifiqué en mi Carta. Es preciso profundizar e iluminar los temas —
hoy continuamente debatidos y puestos en tela de juicio— de la salvación
de todos los hombres en Cristo, de la moral sexual, del matrimonio y de la
familia, en el contexto de la realidad contemporánea, pero conservando la
sintonía con el Magisterio necesaria para que no se provoque confusión y
desconcierto en el pueblo de Dios.
Sé y comprendo bien que se trata de un punto particularmente sensible
y arduo para vosotros y para varios de vuestros hermanos, sobre todo para
los que se dedican a la investigación teológica, al diálogo interreligioso y
al diálogo con las culturas contemporáneas. Precisamente por ello os
invité y también hoy os invito a reflexionar para recuperar el sentido más
pleno de vuestro característico "cuarto voto" de obediencia al Sucesor de
Pedro, que no implica sólo disposición a ser enviados a misiones en tierras
lejanas, sino también —según el más genuino espíritu ignaciano de "sentir
con la Iglesia y en la Iglesia"— a "amar y servir" al Vicario de Cristo en la
tierra con la devoción "efectiva y afectiva" que debe convertiros en
valiosos e insustituibles colaboradores suyos en su servicio a la Iglesia
universal.
Al mismo tiempo, os animo a proseguir y renovar vuestra misión entre
los pobres y con los pobres. No faltan, por desgracia, nuevas causas de
pobreza y de marginación en un mundo marcado por graves desequilibrios
económicos y medioambientales; por procesos de globalización regidos
por el egoísmo más que por la solidaridad; por conflictos armados
devastadores y absurdos. Como reafirmé a los obispos latinoamericanos
reunidos en el santuario de Aparecida, «la opción preferencial por los
pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9)».
Por eso, resulta natural que quien quiera ser de verdad compañero de
Jesús comparta realmente su amor a los pobres. Nuestra opción por los
pobres no es ideológica, sino que nace del Evangelio. Son innumerables y
dramáticas las situaciones de injusticia y pobreza en el mundo actual, y si
es necesario esforzarse por comprender y combatir sus causas
estructurales, también es preciso bajar al corazón mismo del hombre para
luchar en él contra las raíces profundas del mal, contra el pecado que lo
separa de Dios, sin dejar de responder a las necesidades más apremiantes
con el espíritu de la caridad de Cristo.
72
Retomando y desarrollando una de las últimas intuiciones clarividentes
del padre Arrupe, vuestra Compañía sigue trabajando meritoriamente al
servicio de los refugiados, que a menudo son los más pobres de los pobres
y que no sólo necesitan ayuda material, sino también la cercanía espiritual,
humana y psicológica más profunda, que es más propia de vuestro
servicio.
Os invito, por último, a prestar especial atención al ministerio de los
Ejercicios espirituales, característico de vuestra Compañía desde sus
mismos orígenes. Los Ejercicios son la fuente de vuestra espiritualidad y
la matriz de vuestras Constituciones, pero también son un don que el
Espíritu del Señor ha hecho a la Iglesia entera. Por eso, tenéis que seguir
haciendo de él un instrumento valioso y eficaz para el crecimiento
espiritual de las almas, para su iniciación en la oración y en la meditación
en este mundo secularizado del que Dios parece ausente.
Precisamente la semana pasada yo también, junto con mis más
estrechos colaboradores de la Curia romana, hice los Ejercicios
espirituales, dirigidos por un ilustre hermano vuestro, el cardenal Albert
Vanhoye. En un tiempo como el actual, en el que la confusión y
multiplicidad de los mensajes, y la rapidez de cambios y situaciones,
dificultan de especial manera a nuestros contemporáneos la labor de poner
orden en su vida y de responder con determinación y alegría a la llamada
que el Señor nos dirige a cada uno, los Ejercicios espirituales constituyen
un camino y un método particularmente valioso para buscar y encontrar a
Dios en nosotros, en nuestro entorno y en todas las cosas, con el fin de
conocer su voluntad y de ponerla en práctica.
Con este espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, a Jesucristo, que
se convierte también en obediencia humilde a la Iglesia, os invito a
proseguir y a llevar a buen fin los trabajos de vuestra Congregación, y me
uno a vosotros en la oración que san Ignacio nos enseñó al final de los
Ejercicios, una oración que siempre me parece demasiado elevada, hasta
el punto de que casi no me atrevo a rezarla, y que, sin embargo, siempre
deberíamos repetir: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi
memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed
de todo a vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esto me
basta» (Ejercicios espirituales, 234).

EL NOBLE ARTE DE LA FORMACIÓN DE LA PERSONA


20080223. Discurso. A la diócesis de Roma.
Estamos reunidos aquí porque nos mueve una solicitud común por el
bien de las nuevas generaciones, por el crecimiento y por el futuro de los
hijos que el Señor ha dado a esta ciudad. Nos mueve también una
preocupación, es decir, la percepción de lo que hemos llamado "una gran
emergencia educativa". Educar nunca ha sido fácil, y hoy parece cada vez
más difícil; por eso, muchos padres de familia y profesores se sienten
73
tentados de renunciar a la tarea que les corresponde, y ya ni siquiera
logran comprender cuál es de verdad la misión que se les ha confiado.
En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en nuestra
sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social
transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil
proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de
conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida.
Pero hoy estamos aquí también y sobre todo porque nos sentimos
sostenidos por una gran esperanza y una fuerte confianza, es decir, por la
certeza de que el "sí" claro y definitivo, que Dios en Jesucristo dijo a la
familia humana (cf. 2 Co 1, 19-20), vale también hoy para nuestros
muchachos y jóvenes, vale para los niños que hoy se asoman a la vida. Por
eso, también en nuestro tiempo educar en el bien es posible, es una pasión
que debemos llevar en el corazón, es una empresa común a la que cada
uno está llamado a dar su contribución.
Estamos aquí, en concreto, porque queremos responder al interrogante
educativo que hoy perciben dentro de sí los padres, preocupados por el
futuro de sus hijos; los profesores, que viven desde dentro la crisis de la
escuela; los sacerdotes y los catequistas, que saben por experiencia cuán
difícil es educar en la fe; los mismos muchachos, adolescentes y jóvenes,
que no quieren que los dejen solos ante los desafíos de la vida. Esta es la
razón por la que os escribí, queridos hermanos y hermanas, la carta que
estoy a punto de entregaros. En ella podéis encontrar algunas indicaciones,
sencillas y concretas, sobre los aspectos fundamentales y comunes de la
obra educativa.
Hoy me dirijo a cada uno de vosotros para ofreceros mi afectuoso
aliento a asumir con alegría la responsabilidad que el Señor os
encomienda, para que la gran herencia de fe y de cultura, que es la riqueza
más verdadera de nuestra amada ciudad, no se pierda en el paso de una
generación a otra, sino que, por el contrario, se renueve, se robustezca, y
sea una guía y un estímulo en nuestro camino hacia el futuro.
Con este espíritu me dirijo a vosotros, queridos padres de familia, ante
todo para pediros que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor
recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para
crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida,
y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso.
Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la
valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y
también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas
generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal
y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las
pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más
valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida
diariamente.
Con el mismo espíritu os pido a vosotros, profesores de los diversos
niveles escolares, que tengáis un concepto elevado y grande de vuestro
importante trabajo, a pesar de las dificultades, las incomprensiones y las
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desilusiones que experimentáis con demasiada frecuencia. En efecto,
enseñar significa ir al encuentro del deseo de conocer y comprender ínsito
en el hombre, y que en el niño, en el adolescente y en el joven se
manifiesta con toda su fuerza y espontaneidad.
Por tanto, vuestra tarea no puede limitarse a comunicar nociones e
informaciones, dejando a un lado el gran interrogante acerca de la verdad,
sobre todo de la verdad que puede ser una guía en la vida. En efecto, sois
auténticos educadores: a vosotros, en estrecha sintonía con los padres de
familia, se ha encomendado el noble arte de la formación de la persona.
En particular, cuantos enseñan en las escuelas católicas han de llevar
dentro de sí y traducir cada día en actividad el proyecto educativo
centrado en el Señor Jesús y en su Evangelio.
Y vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas,
animadores y formadores de las parroquias, de los grupos juveniles, de las
asociaciones y movimientos eclesiales, de los oratorios, de las actividades
deportivas y recreativas, procurad tener siempre, con los muchachos y los
jóvenes a los que os acercáis, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf.
Flp 2, 5). Por consiguiente, sed amigos fiables, en los que puedan palpar
la amistad de Jesús hacia ellos; al mismo tiempo, sed testigos sinceros e
intrépidos de la verdad que hace libres (cf. Jn 8, 32) e indica a las nuevas
generaciones el camino que conduce a la vida.
Pero la educación no es solamente obra de los educadores; es una
relación entre personas en la que, con el paso de los años, entran cada vez
más en juego la libertad y la responsabilidad de quienes son educados. Por
eso, con gran afecto me dirijo a vosotros, niños, adolescentes y jóvenes,
para recordaros que vosotros mismos estáis llamados a ser los artífices de
vuestro crecimiento moral, cultural y espiritual. En consecuencia, a
vosotros os corresponde acoger libremente en el corazón, en la
inteligencia y en la vida, el patrimonio de verdad, de bondad y de belleza
que se ha formado a lo largo de los siglos y que tiene en Jesucristo su
piedra angular. A vosotros os corresponde renovar y desarrollar
ulteriormente este patrimonio, liberándolo de las numerosas mentiras y
fealdades que a menudo lo hacen irreconocible y provocan en vosotros
desconfianza y desilusión.
En cualquier caso, sabed que jamás estáis solos en este arduo camino:
además de vuestros padres, profesores, sacerdotes, amigos y formadores,
está cerca de vosotros sobre todo el Dios que nos ha creado y que es el
huésped secreto de nuestro corazón. Él ilumina desde dentro nuestra
inteligencia, orienta hacia el bien nuestra libertad, que con frecuencia
percibimos frágil e inconstante; él es la verdadera esperanza y el
fundamento sólido de nuestra vida. De él, ante todo, podemos fiarnos.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas, en el momento en que os
entrego simbólicamente la carta sobre la tarea urgente de la educación, nos
encomendamos todos juntos a Aquel que es nuestro verdadero y único
Maestro (cf. Mt 23, 8), para comprometernos juntamente con él, con
confianza y alegría, en la maravillosa empresa que es la formación y el
crecimiento auténtico de las personas.
75

ENCUENTRO DE JESÚS CON LA SAMARITANA


20080224. Homilía. Visita Pastoral Parroquia Sta. Mª Liberadora
Queridos hermanos y hermanas, ahora me pregunto juntamente con
vosotros. ¿qué nos dice el Señor en un aniversario tan importante para
vuestra parroquia? En los textos bíblicos de este tercer domingo de
Cuaresma hay sugerencias útiles para la meditación, muy adecuadas a esta
significativa circunstancia. A través del símbolo del agua, que
encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la
samaritana, la palabra de Dios nos transmite un mensaje siempre vivo y
actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos en él la
fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de
practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a
las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizar más bien a Dios
como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.
En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto
por falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se
lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés;
llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado
al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex
17, 7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y
exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la
prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede
también en nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que
conformarnos dócilmente a la voluntad divina, quisiéramos que Dios
realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En
cuántas ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y
nuestra religiosidad contaminada por elementos mágicos y meramente
terrenos!
En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un
itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la
recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "No
endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el
desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron,
aunque habían visto mis obras"» (Sal 94, 7-9).
El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre
página evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en
Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo
construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su
familia y la historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el
agua que salta hasta la vida eterna. Si hay una sed física del agua
indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed
espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el
diálogo entre Jesús y la mujer que había ido a sacar agua del pozo de
Jacob.
76
Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A
primera vista parece una simple petición de un poco de agua, en un
mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a
una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen
entendimiento—, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino
interior que hace surgir en ella el deseo de algo más profundo. San
Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella
mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento
determinado es la mujer misma la que pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15),
manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata de Dios y
de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que
solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu.
Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas palabras: Jesús, «al
pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y
si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella
el fuego del amor divino».
Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la
samaritana vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de
nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a redescubrir y
recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este
tiempo cuaresmal, asume un valor particularmente importante para los
catecúmenos ya próximos al bautismo. En efecto, este tercer domingo de
Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que es
un rito sacramental de purificación y de gracia.
Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y
convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra
y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre
tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio
evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra
vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús
quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en
él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos
la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en
nuestra existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y
acogido como Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el
rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la
samaritana, su existencia se transforma, y corre inmediatamente a
comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4, 29).
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María
Liberadora, la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente
propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada miembro
de vuestra comunidad parroquial. San Agustín decía que Dios tiene sed de
nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser
humano de Dios, tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.
Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que
estamos viviendo, nos estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a
buscar su rostro sin cansarnos. Y esto es indispensable para que vosotros,
77
queridos amigos, podáis continuar, en el nuevo contexto cultural y social,
la obra de evangelización y de educación humana y cristiana que desde
hace más de un siglo realiza esta parroquia, que en la serie de sus párrocos
cuenta también con el venerable Luigi Maria Olivares.
Abrid cada vez más el corazón a una acción pastoral misionera, que
impulse a cada cristiano a encontrar a las personas —en particular a los
jóvenes y a las familias— donde viven, trabajan y pasan el tiempo libre,
para anunciarles el amor misericordioso de Dios.
Que el oratorio, la escuela y los momentos de catequesis y oración
estén animados por auténticos educadores, es decir, por testigos cercanos
con el corazón especialmente a los niños, a los adolescentes y a los
jóvenes.

LA SAMARITANA REPRESENTA AL HOMBRE MODERNO


20080224. Discurso. Visita Pastoral Parroquia Sta. Mª Liberadora
Hoy leímos un pasaje del Evangelio muy actual. La mujer samaritana,
de la que se habla, puede parecer una representante del hombre moderno,
de la vida moderna. Había tenido cinco maridos y convivía con otro
hombre. Usaba ampliamente su libertad y, sin embargo, no era por ello
más libre; más aún, quedaba cada vez más vacía. Pero vemos también que
en esa mujer había un gran deseo de encontrar la verdadera felicidad, la
verdadera alegría. Por eso, siempre estaba inquieta y se alejaba cada vez
más de la verdadera felicidad.
Con todo, también esa mujer, que vivía una vida aparentemente tan
superficial, incluso lejos de Dios, en el momento en que Cristo le habla,
muestra que en lo más íntimo de su corazón conservaba esta pregunta
sobre Dios: ¿Quién es Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo? ¿Cómo
podemos adorarlo? En esta mujer podemos ver muy bien reflejada nuestra
vida actual, con todos los problemas que nos afligen; pero también vemos
que en lo más íntimo del corazón siempre está la cuestión de Dios, la
espera de que él se manifieste de otro modo.
Nuestra actividad es realmente la espera, respondemos a la espera de
quienes buscan la luz del Señor, y al dar respuesta a esa espera también
nosotros crecemos en la fe y podemos comprender que esta fe es el agua
de la que tenemos sed.
En este sentido, quiero animaros a proseguir vuestro compromiso
pastoral y misionero, con vuestro dinamismo para ayudar a las personas de
hoy a encontrar la verdadera libertad y la verdadera alegría. Todos, como
esa mujer del Evangelio, están en camino para ser totalmente libres, para
encontrar la plena libertad y para hallar en ella la alegría plena. Con todo,
a menudo andan por un camino equivocado. Ojalá que, con la luz del
Señor y nuestra cooperación con el Señor, descubran que la verdadera
libertad viene del encuentro con la Verdad que es el amor y la alegría.
Hoy me llamaron la atención en particular dos frases. La primera la
pronunció el párroco: "Tenemos más futuro que pasado". Esta es la
78
verdad de nuestra Iglesia: siempre tiene más futuro que pasado. Y por eso
seguimos adelante con valentía.
La otra frase que me llamó la atención la pronunció en su discurso el
representante del consejo pastoral: "La verdadera santidad consiste en
estar alegres". La santidad se manifiesta con la alegría. Del encuentro con
Cristo nace la alegría. Y este es mi deseo para todos vosotros, que nazca
siempre de nuevo esta alegría de conocer a Cristo y con ella un renovado
dinamismo al anunciarlo a vuestros hermanos.
Todos deseamos libertad; pero la Virgen nos dice que la libertad que
nos hace libres la hallamos en el encuentro con Cristo, que es quien nos da
la vida. La Virgen abrió la puerta a Cristo; así nos abrió a todos la puerta
de la verdadera libertad. Ojalá que también nosotros abramos nuestro
corazón a Cristo y encontremos la respuesta a nuestra búsqueda de
libertad.

DIOS TIENE SED DE NUESTRA FE Y DE NUESTRO AMOR


20080224. Ángelus.
En este tercer domingo de Cuaresma la liturgia vuelve a proponernos
este año uno de los textos más hermosos y profundos de la Biblia: el
diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42). San Agustín, del que
estoy hablando extensamente en las catequesis de los miércoles, se sentía
con razón fascinado por este relato, e hizo un comentario memorable de
él. Es imposible expresar en una breve explicación la riqueza de esta
página evangélica: es preciso leerla y meditarla personalmente,
identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a
sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado, «cansado del
camino», en medio del calor del mediodía. «Dame de beber», le dijo,
dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío
dirigiera la palabra a una mujer samaritana, por lo demás desconocida.
Pero el asombro de la mujer estaba destinado a aumentar: Jesús le habló
de un «agua viva» capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un
«manantial de agua que salta hasta la vida eterna»; le demostró, además,
que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de adorar
al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le aseguró
—cosa muy rara— que era el Mesías.
Todo esto a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de
la sed atraviesa todo el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la
samaritana, pasando por la gran profecía durante la fiesta de las Tiendas
(cf. Jn 7, 37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se
cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28). La sed de Cristo es
una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la
nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9).
Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre
bueno y misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este
bien es él mismo. En cambio, la mujer samaritana representa la
insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había
79
tenido «cinco maridos» y convivía con otro hombre; sus continuas idas al
pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y resignado. Pero todo
cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor Jesús, que la
desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y correr
a decir a la gente del pueblo: «Venid a ver un hombre que me ha dicho
todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» (Jn 4, 28-29).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros abramos el corazón
a la escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la
samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu
Salvador, «soy yo: el que habla contigo» (Jn 4, 26). Nos obtenga este don
María, la primera y perfecta discípula del Verbo encarnado.

INCURABLES Y MORIBUNDOS: ORIENTACIONES ÉTICAS


20080225. Discurso. Academia Pontificia para la vida
"Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y
operativas". Tratáis de responder a los numerosos problemas planteados
cada día por el incesante progreso de las ciencias médicas, cuya actividad
cuenta cada vez más con la ayuda de instrumentos tecnológicos de
elevado nivel. Frente a todo esto, se plantea para todos, y en especial para
la Iglesia, vivificada por el Señor resucitado, el urgente desafío de llevar al
amplio horizonte de la vida humana el esplendor de la verdad revelada y
el apoyo de la esperanza.
Cuando se apaga una vida en edad avanzada, en la aurora de la
existencia terrena o en la plenitud de la edad, por causas imprevistas, no se
ha de ver en ello un simple hecho biológico que se agota, o una biografía
que se concluye, sino más bien un nuevo nacimiento y una existencia
renovada, ofrecida por el Resucitado a quien no se ha opuesto
voluntariamente a su amor.
Con la muerte se concluye la experiencia terrena, pero a través de la
muerte se abre también, para cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la
vida plena y definitiva. El Señor de la vida está presente al lado del
enfermo como quien vive y da la vida, pues él mismo dijo: «Yo he venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10), «Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,
25) y «Yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54). En ese momento solemne
y sagrado, todos los esfuerzos realizados en la esperanza cristiana para
mejorarnos a nosotros mismos y mejorar el mundo que se nos ha
encomendado, purificados por la Gracia, encuentran su sentido y se
enriquecen gracias al amor de Dios Creador y Padre. Cuando, en el
momento de la muerte, la relación con Dios se realiza plenamente en el
encuentro con «Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor
mismo, entonces estamos en la vida, entonces "vivimos"» (Spe salvi, 27).
Para la comunidad de los creyentes, este encuentro del moribundo con
la Fuente de la vida y del amor constituye un don que tiene valor para
todos, que enriquece la comunión de todos los fieles. Como tal, debe
suscitar el interés y la participación de la comunidad, no sólo de la familia
80
de los parientes próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de
toda la comunidad que ha estado unida a la persona que muere. Ningún
creyente debería morir en la soledad y en el abandono.
La madre Teresa de Calcuta se esforzaba de modo particular por
recoger a los pobres y a los abandonados, para que al menos en el
momento de la muerte pudieran experimentar, en el abrazo de las
hermanas y de los hermanos, el calor del Padre.
Pero la comunidad cristiana, con sus vínculos particulares de
comunión sobrenatural, no es la única que está comprometida en
acompañar y celebrar en sus miembros el misterio del dolor y de la muerte
y el alba de la nueva vida. En realidad, toda la sociedad, a través de sus
instituciones sanitarias y civiles, está llamada a respetar la vida y la
dignidad del enfermo grave y del moribundo.
Aun conscientes de que "no es la ciencia la que redime al hombre"
(Spe salvi, 26), toda la sociedad y en particular los sectores relacionados
con la ciencia médica deben expresar la solidaridad del amor, la
salvaguardia y el respeto de la vida humana en todos los momentos de su
desarrollo terreno, sobre todo cuando se encuentra en situación de
enfermedad o en su fase terminal.
Más en concreto, se trata de asegurar a toda persona que lo necesite el
apoyo necesario por medio de terapias e intervenciones médicas
adecuadas, realizadas y gestionadas según los criterios de la
proporcionalidad médica, teniendo siempre en cuenta el deber moral de
suministrar (el médico) y de acoger (el paciente) los medios de
conservación de la vida que, en la situación concreta, se consideren
"ordinarios".
Al contrario, por lo que se refiere a las terapias especialmente
arriesgadas o que prudentemente puedan considerarse "extraordinarias",
recurrir a ellas es moralmente lícito, aunque facultativo. Además, es
necesario asegurar siempre a cada persona los cuidados necesarios y
debidos, así como el apoyo a las familias más probadas por la enfermedad
de uno de sus miembros, sobre todo si es grave o prolongada.
En el campo de la reglamentación laboral normalmente se reconocen
los derechos específicos de los familiares en el momento de un
nacimiento. Del mismo modo, y especialmente en ciertas circunstancias,
deberían reconocerse unos derechos parecidos a los parientes próximos en
el momento de la enfermedad terminal de un familiar. Una sociedad
solidaria y humanitaria no puede menos de tener en cuenta las difíciles
condiciones de las familias que, en ocasiones durante largos períodos,
deben cargar con el peso de la asistencia a domicilio de enfermos graves
no autosuficientes. Un respeto mayor de la vida humana individual pasa
inevitablemente por la solidaridad concreta de todos y de cada uno,
constituyendo uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo.
Como recordé en la encíclica Spe salvi, «la grandeza de la humanidad
está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el
que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad.
Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de
81
contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea compartido y
sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»
(n. 38).
En una sociedad compleja, fuertemente influenciada por las dinámicas
de la productividad y por las exigencias de la economía, las personas
frágiles y las familias más pobres corren el riesgo de no ser capaces de
afrontar los momentos de dificultad económica y/o de enfermedad. En las
grandes ciudades hay cada vez más personas ancianas y solas, incluso en
los momentos de enfermedad grave y de cercanía de la muerte. En estas
situaciones es fuerte la tentación de recurrir a la eutanasia, sobre todo
cuando se insinúa una visión utilitarista en relación con la persona. A este
respecto, aprovecho la ocasión para reafirmar, una vez más, la firme y
constante condena ética de toda forma de eutanasia directa, según la
enseñanza plurisecular de la Iglesia.
El esfuerzo conjunto de la sociedad civil y de la comunidad de los
creyentes debe orientarse a que todos puedan no sólo vivir de forma digna
y responsable, sino también atravesar el momento de la prueba y de la
muerte en la mejor condición de fraternidad y solidaridad, incluso cuando
la muerte se produce en una familia pobre o en el lecho de un hospital. La
Iglesia, con sus instituciones ya activas y con nuevas iniciativas, está
llamada a dar el testimonio de la caridad operante, especialmente en las
situaciones críticas de personas no autosuficientes y privadas de apoyos
familiares, y en los casos de enfermos graves que necesitan cuidados
paliativos, así como una adecuada asistencia religiosa.
Por una parte, la movilización espiritual de las comunidades
parroquiales y diocesanas, y por otra, la creación o potenciación de las
instituciones dependientes de la Iglesia, podrán animar y sensibilizar a
todo el ambiente social, para que a todo hombre que sufre, y de modo
especial a quien se acerca al momento de la muerte, se le brinden y
testimonien la solidaridad y la caridad.
La sociedad, por su parte, debe asegurar el debido apoyo a las familias
que quieren atender en casa, durante períodos a veces largos, a enfermos
que sufren patologías degenerativas (tumorales, neurodegenerativas, etc.)
o que necesitan una asistencia particularmente comprometedora. De
manera especial, se necesita la colaboración de todas las fuerzas vivas y
responsables de la sociedad en favor de las instituciones de asistencia
específica que requieren personal numeroso y especializado así como
equipos muy caros. La sinergia entre la Iglesia y las instituciones puede
ser especialmente importante en estos campos, para asegurar la ayuda
necesaria a la vida humana en el momento de la fragilidad.

HAY EN EL HOMBRE UNA INMENSA SED DE DIOS


20080228. Discurso. Obispos El Salvador
Frente a la pobreza de tantas personas, se siente como una necesidad
ineludible la de mejorar las estructuras y condiciones económicas que
permitan a todos llevar una vida digna. Pero no se ha de olvidar que el
82
hombre no es un simple producto de las condiciones materiales o sociales
en que vive. Necesita más, aspira a más de lo que la ciencia o cualquier
iniciativa humana puede dar. Hay en él una inmensa sed de Dios. Sí,
queridos Hermanos Obispos, los hombres anhelan a Dios en lo más íntimo
de su corazón, y Él es el único que puede apagar su sed de plenitud y de
vida, porque sólo Él nos puede dar la certeza de un amor incondicionado,
de un amor más fuerte que la muerte (cf. Spe salvi, 26). «El hombre
necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (ibíd., 23).
Por ello es preciso impulsar un ambicioso y audaz esfuerzo de
evangelización en vuestras comunidades diocesanas, orientado a facilitar
en todos los fieles ese encuentro íntimo con Cristo vivo que está a la base
y en el origen del ser cristiano (cf. Deus caritas est, 1). Una pastoral, por
tanto, que esté centrada «en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e
imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia
hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Novo millennio
ineunte, 29). Hay que ayudar a los fieles laicos a que descubran cada vez
más la riqueza espiritual de su bautismo, por el cual están «llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium,
40), y que iluminará su compromiso de dar testimonio de Cristo en medio
de la sociedad humana (cf. Gaudium et spes, 43). Para cumplir esta
altísima vocación necesitan estar bien enraizados en una intensa vida de
oración, escuchar asidua y humildemente la Palabra de Dios y participar
frecuentemente en los sacramentos, así como adquirir un fuerte sentido de
pertenencia eclesial y una sólida formación doctrinal, especialmente en
cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia, donde encontrarán
criterios y orientaciones claras para poder iluminar cristianamente la
sociedad en la que viven.
En vuestra solicitud pastoral, los sacerdotes han de ocupar un lugar
muy especial. Con ellos os unen lazos estrechísimos en virtud del
Sacramento del Orden que han recibido y de la participación en la misma
misión evangelizadora. Ellos merecen vuestros mejores desvelos y vuestra
cercanía a cada uno, conociendo su situación personal, atendiéndolos en
todas sus necesidades espirituales y materiales y animándoles a proseguir
con gozo su camino de santidad sacerdotal. Imitad en esto el ejemplo de
Jesús, que consideraba amigos suyos a quienes estaban con Él (cf. Jn 15,
15).
Como fundamento y principio visible de unidad en vuestras Iglesias
particulares (cf. Lumen gentium, 23) os aliento a ser promotores y
modelos de comunión en el propio presbiterio, encareciendo a vivir la
concordia y la unión de todos los sacerdotes entre sí y en torno a su
Obispo, como manifestación de vuestro afecto de padre y hermano, sin
dejar de corregir las situaciones irregulares cuando sea necesario.
El amor y la fidelidad del sacerdote a su vocación será la mejor y más
eficaz pastoral vocacional, así como un ejemplo y estímulo para vuestros
seminaristas, que son el corazón de vuestras Diócesis, y en los que tenéis
que volcar vuestros mejores recursos y energías (cf. Optatam totius, 5),
porque son esperanza para vuestras Iglesias.
83
UN SANTO CON UNA SOLA PASIÓN: DIOS Y LAS ALMAS
20080301. Carta. Al rector mayor de los salesianos
El carisma de don Bosco es un don del Espíritu para todo el pueblo de
Dios, pero sólo en la escucha dócil y en la disponibilidad a la acción
divina es posible interpretarlo y hacerlo actual y fecundo también en
nuestro tiempo. El Espíritu Santo, que en Pentecostés descendió con
abundancia sobre la Iglesia naciente, como viento sigue soplando donde
quiere; como fuego sigue derritiendo el hielo del egoísmo; y como agua,
sigue regando lo que es árido. Derramando sobre los capitulares la
abundancia de sus dones, llegará al corazón de los hermanos, los hará
arder con su amor, los inflamará con el deseo de santidad, los impulsará a
abrirse a la conversión y los fortalecerá en su audacia apostólica.
2. Los hijos de don Bosco pertenecen a la gran multitud de los
discípulos que Cristo ha consagrado para sí por medio de su Espíritu con
un especial acto de amor. Los ha reservado para sí; por eso, en su
testimonio debe resplandecer el primado de Dios y de su iniciativa.
Cuando se renuncia a todo por seguir al Señor, cuando se le da lo más
querido que se tiene, afrontando cualquier sacrificio, entonces no debe
sorprender que, como sucedió con el divino Maestro, la persona
consagrada se convierta en "signo de contradicción", porque su modo de
pensar y de vivir termina por encontrarse a menudo en contraste con la
lógica del mundo.
En realidad, esto es motivo de consuelo, porque testimonia que su
estilo de vida es alternativo con respecto a la cultura del tiempo y puede
desempeñar en ella una función en cierto modo profética. Pero, con este
fin, es necesario vigilar sobre las posibles influencias del secularismo,
para defenderse y así poder proseguir con determinación por el camino
emprendido, superando un "modelo liberal" de vida consagrada y viviendo
una existencia totalmente centrada en el primado del amor a Dios y al
prójimo.
3. El tema elegido para este capítulo general es el mismo programa de
vida espiritual y apostólica de don Bosco: "Da mihi animas, cetera tolle".
En él se encierra toda la personalidad del gran santo: una profunda
espiritualidad, el espíritu de iniciativa creativa, el dinamismo apostólico,
la laboriosidad incansable, la audacia pastoral y, sobre todo, su
consagración sin reservas a Dios y a los jóvenes.
Don Bosco fue un santo con una sola pasión: "la gloria de Dios y la
salvación de las almas". Es de vital importancia que cada salesiano se
inspire continuamente en don Bosco; que lo conozca, lo estudie, lo ame, lo
imite, lo invoque y tenga su misma pasión apostólica, que brota del
corazón de Cristo. Esa pasión es capacidad de entregarse, de apasionarse
por las almas, de sufrir por amor, de aceptar con serenidad y alegría las
exigencias diarias y las renuncias de la vida apostólica.
El lema "Da mihi animas, cetera tolle" expresa en síntesis la mística y
la ascética del salesiano. No puede haber una mística ardiente sin una
intensa ascesis que la sostenga; y, viceversa, nadie está dispuesto a pagar
84
un precio alto y exigente, si no ha descubierto un tesoro fascinante e
inestimable.
En un tiempo de fragmentación y de fragilidad como el nuestro, es
necesario superar la dispersión del activismo y cultivar la unidad de la
vida espiritual a través del logro de una profunda mística y de una sólida
ascética. Esto alimenta el compromiso apostólico y es garantía de eficacia
pastoral. En esto debe consistir el camino de santidad de todo salesiano;
en esto debe concentrarse la formación de las nuevas vocaciones a la vida
consagrada salesiana.
La lectio divina y la Eucaristía, vividas diariamente, son luz y fuerza
de la vida espiritual del salesiano consagrado. Debe alimentar su jornada
con la escucha y la meditación de la palabra de Dios, ayudando también a
los jóvenes y a los fieles laicos a valorarla en su vida diaria y esforzándose
luego por traducir en testimonio lo que la Palabra indica: "La Eucaristía
nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo
pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su
entrega" (Deus caritas est, 13). Llevar una vida sencilla, pobre, sobria,
esencial y austera ayudará a los salesianos a fortalecer su respuesta
vocacional frente a los peligros y las amenazas de la mediocridad y del
aburguesamiento; eso los llevará a estar más cerca de los necesitados y de
los marginados.
4. Los salesianos, a ejemplo de su amado fundador, deben arder de
pasión apostólica. La Iglesia universal y las Iglesias particulares en las que
están insertados esperan de ellos una presencia caracterizada por el
impulso pastoral y por un audaz celo evangelizador. Las exhortaciones
apostólicas postsinodales concernientes a la evangelización en los varios
continentes podrán servirles de estímulo y de orientación para realizar en
los diversos contextos una evangelización inculturada. La reciente Nota
doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización puede
ayudarles a profundizar en el modo de comunicar a todos, especialmente a
los jóvenes más pobres, la riqueza de los dones del Evangelio. La
evangelización ha de ser la frontera principal y prioritaria de su misión
hoy. Presenta compromisos múltiples, desafíos urgentes, campos de acción
vastos, pero su cometido fundamental consiste en proponer a todos que
vivan la existencia humana como la vivió Jesús.
En las situaciones plurirreligiosas y en las secularizadas es preciso
encontrar caminos inéditos para dar a conocer, especialmente a los
jóvenes, la figura de Jesús, a fin de que perciban su perenne fascinación.
Por tanto, en su acción apostólica debe ocupar un lugar central el anuncio
de Jesucristo y de su Evangelio, juntamente con la invitación a la
conversión, a la acogida de la fe y a la inserción en la Iglesia. De aquí
nacen luego los caminos de fe y de catequesis, la vida litúrgica y el
testimonio de la caridad activa. Su carisma los sitúa en la condición
privilegiada de poder valorar la aportación de la educación en el campo de
la evangelización de los jóvenes. En efecto, sin educación no hay
evangelización duradera y profunda, no hay crecimiento y maduración, no
se da cambio de mentalidad y de cultura.
85
Los jóvenes alimentan deseos profundos de vida plena, de amor
auténtico, de libertad constructiva; pero, lamentablemente, sus
expectativas a menudo se ven defraudadas y no llegan a realizarse. Es
indispensable ayudar a los jóvenes a valorar los recursos que llevan dentro
de sí como dinamismo y deseo positivo; ponerlos en contacto con
propuestas llenas de humanidad y de valores evangélicos; impulsarlos a
insertarse en la sociedad como parte activa a través del trabajo, la
participación y el compromiso en favor del bien común. Esto exige que
quienes los guían ensanchen los ámbitos del compromiso educativo con
atención a las nuevas pobrezas juveniles, a la educación superior, a la
inmigración; requiere, además, prestar atención a la familia y a su
implicación. Desarrollé este aspecto tan importante en la Carta sobre la
urgencia educativa, que dirigí recientemente a los fieles de Roma y que
ahora entrego idealmente a todos los salesianos.
5. Desde su origen, la congregación salesiana está comprometida en la
evangelización en diversas partes del mundo: desde la Patagonia y
América Latina hasta Asia y Oceanía, África y Madagascar. En un
momento en que en Europa las vocaciones disminuyen y los desafíos de la
evangelización aumentan, la congregación salesiana debe estar atenta a
fortalecer la propuesta cristiana, la presencia de la Iglesia y el carisma de
don Bosco en este continente. Al igual que Europa ha sido generosa
enviando numerosos misioneros a todo el mundo, así ahora toda la
congregación, apelando especialmente a las regiones ricas en vocaciones,
debe estar disponible con respecto a ella.
Para prolongar en el tiempo la misión entre los jóvenes, el Espíritu
Santo impulsó a don Bosco a dar vida a varias fuerzas apostólicas
animadas por el mismo espíritu y unidas por el mismo compromiso. En
efecto, las tareas de la evangelización y la educación requieren numerosas
aportaciones, que sepan actuar en sinergia; por eso, los salesianos han
implicado en dicha obra a numerosos laicos, a las familias y a los jóvenes
mismos, suscitando entre ellos vocaciones apostólicas que mantengan
vivo y fecundo el carisma de don Bosco.
Es preciso presentar a estos jóvenes la fascinación de la vida
consagrada, el radicalismo del seguimiento de Cristo obediente, pobre y
casto, el primado de Dios y del Espíritu, la vida fraterna en comunidad, la
entrega total a la misión. Los jóvenes son sensibles a propuestas de
compromiso exigente, pero necesitan testigos y guías que sepan
acompañarlos en el descubrimiento y en la acogida de dicho don.
Ante la emergencia educativa que existe en numerosas partes del
mundo, la Iglesia necesita la contribución de estudiosos que profundicen
la metodología de los procesos pedagógicos y formativos, la
evangelización de los jóvenes y su educación moral, elaborando juntos
respuestas a los desafíos de la era posmoderna, de la interculturalidad y de
la comunicación social, tratando al mismo tiempo de ayudar a las familias.
El sistema preventivo de don Bosco y la tradición educativa salesiana
impulsarán seguramente a la congregación a proponer una pedagogía
cristiana actual, inspirada en su carisma específico. La educación
86
constituye uno de los puntos fundamentales de la cuestión antropológica
actual, para cuya solución estoy seguro de que la Pontificia Universidad
Salesiana dará una valiosa contribución.
7. La Virgen María, a quien don Bosco os enseñó a invocar como
Madre de la Iglesia y Auxiliadora de los cristianos, os sostenga en
vuestros propósitos. "Es ella quien lo ha hecho todo", repetía don Bosco al
final de su vida, refiriéndose a María. Por tanto, ella será una vez más
vuestra guía y maestra. Os ayudará a comunicar "el carisma de don
Bosco". Será para vuestra congregación y para toda la familia salesiana,
para los educadores y sobre todo para los jóvenes, Madre y Estrella de la
esperanza.

LA CURACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO


20080302. Ángelus
En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio
de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal:
el domingo pasado, Jesús prometió a la samaritana el don del "agua viva";
hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como "la luz del mundo"; el
domingo próximo, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como "la
resurrección y la vida". Agua, luz y vida: son símbolos del bautismo,
sacramento que "sumerge" a los creyentes en el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles
la vida eterna.
Detengámonos brevemente en el relato del ciego de nacimiento (cf. Jn
9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad común de aquel tiempo, dan
por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de
sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: "Ni este
pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn
9, 3). ¡Qué consuelo nos proporcionan estas palabras! Nos hacen escuchar
la voz viva de Dios, que es Amor providencial y sabio. Ante el hombre
marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en
posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para
la vida. Y por eso declara solemnemente: "Tengo que hacer las obras del
que me ha enviado. (...) Mientras estoy en el mundo, soy la luz del
mundo" (Jn 9, 4-5).
Inmediatamente pasa a la acción: con un poco de tierra y de saliva
hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación
del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y
animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho, "Adán" significa
"suelo", y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos
de la tierra. Al curar al hombre, Jesús realiza una nueva creación. Pero esa
curación suscita una encendida discusión, porque Jesús la realiza en
sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Así, al final del
relato, Jesús y el ciego son "expulsados" por los fariseos: uno por haber
violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo
considerado pecador desde su nacimiento.
87
Al ciego curado Jesús le revela que ha venido al mundo para realizar
un juicio, para separar a los ciegos curables de aquellos que no se dejan
curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el hombre es fuerte la
tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la
religión puede convertirse en un elemento de este sistema, como el
ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por su propio
egoísmo.
Queridos hermanos, dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere
darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y,
sobre todo, lo que la Biblia llama el "gran pecado" (cf. Sal 19, 14): el
orgullo. Que nos ayude en esto María santísima, la cual, al engendrar a
Cristo en la carne, dio al mundo la verdadera luz.

LO CENTRAL EN LA CONFESIÓN: EL ENCUENTRO CON DIOS


20080307. Discurso. Penitenciaría Apostólica
La Cuaresma es un tiempo muy propicio para meditar en la realidad
del pecado a la luz de la misericordia infinita de Dios, que el sacramento
de la Penitencia manifiesta en su forma más elevada. Por eso, aprovecho
de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas
reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época,
que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.
Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura
divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios
evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por
ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la
pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico "notable" de la
ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente,
desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una
conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes,
que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien
furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de
perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí
conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los
enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al
actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga
hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los
censure.
Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la
situación: "Simón, tengo algo que decirte". El fariseo le responde: "Di,
maestro". Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que
podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige
fundamentalmente a Simón: "¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e,
impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio,
presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada
grave de lo cual pedir perdón".
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Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien
ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus
propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en
el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a
Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que
debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el
sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido,
si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote
confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de
Dios.
Desde esta perspectiva, asume notable importancia vuestro curso,
orientado a preparar confesores bien formados desde el punto de vista
doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes el amor
misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto
desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de
los pecados, que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a
comprender su importancia, se corre el peligro de relegar a un segundo
plano lo que es central en él, es decir, el encuentro personal con Dios,
Padre de bondad y de misericordia. En el centro de la celebración
sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que es
infinitamente más grande que nuestra culpa.
Los pastores, y especialmente los confesores, también deben
esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo que existe entre el
sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada
decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del
sacramento de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a
Cristo se instaure una especie de "círculo virtuoso" imparable, en el que la
gracia del sacramento sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos
fieles del Señor.
El tiempo cuaresmal, en el que nos encontramos, nos recuerda que
nuestra vida cristiana debe tender siempre a la conversión y, cuando nos
acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación, permanece
vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo
incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de
transformarse en algo formal que no influye en el entramado de la vida
diaria. Por otra parte, si, aun estando animados por el deseo de seguir a
Jesús, no nos confesamos regularmente, corremos el riesgo de reducir
poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo cada vez más y, tal vez,
incluso hasta apagarlo.
Queridos hermanos, no es difícil comprender el valor que tiene en la
Iglesia vuestro ministerio de dispensadores de la misericordia divina para
la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo de tantos santos
confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a
caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la
Penitencia y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes
inseparables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado. Y no
89
olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplos de auténtica vida
cristiana.
La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a
vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran
servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia.

LA CRISIS ACTUAL DE LA HISTORIOGRAFÍA


20080307. Al Comité pontificio de ciencias históricas
Me alegra dirigiros unas palabras especiales de saludo y de aprecio por
el trabajo que realizáis en un campo de gran interés para la vida de la
Iglesia.
Como bien sabéis, fue León XIII quien, ante una historiografía
orientada por el espíritu de su tiempo y hostil a la Iglesia, pronunció la
famosa frase: «No tenemos miedo de la publicidad de los documentos», e
hizo accesible el archivo de la Santa Sede a los investigadores. Al mismo
tiempo, creó la comisión de cardenales para la promoción de los estudios
históricos que vosotros, profesoras y profesores, podéis considerar como
antecesora del Comité pontificio de ciencias históricas, del que sois
miembros. León XIII estaba convencido de que el estudio y la descripción
de la historia auténtica de la Iglesia no podían por menos de ser favorables
a ella.
Desde entonces, el contexto cultural ha experimentado un cambio
profundo. Ya no se trata sólo de afrontar una historiografía hostil al
cristianismo y a la Iglesia. Hoy es la historiografía misma la que atraviesa
una crisis muy profunda y debe luchar por su propia existencia en una
sociedad modelada por el positivismo y el materialismo. Estas ideologías
han conducido a un entusiasmo descontrolado por el progreso que,
animado por espectaculares descubrimientos y éxitos técnicos, a pesar de
las desastrosas experiencias del siglo pasado, determina la concepción de
la vida de amplios sectores de la sociedad. Así, el pasado aparece sólo
como un fondo oscuro, sobre el cual el presente y el futuro resplandecen
con promesas atractivas. A esto se une también la utopía de un paraíso en
la tierra, a pesar de que dicha utopía se ha demostrado falsa.
Típico de esta mentalidad es el desinterés por la historia, que se
traduce en la marginación de las ciencias históricas. Donde están activas
estas fuerzas ideológicas, se descuidan la investigación histórica y la
enseñanza de la historia en la universidad y en las escuelas de todos los
niveles y grados. Esto produce una sociedad que, olvidando su pasado, y
por tanto desprovista de criterios adquiridos a través de la experiencia, ya
no es capaz de proyectar una convivencia armoniosa y un compromiso
común con vistas a la realización de objetivos futuros. Esta sociedad está
muy expuesta a la manipulación ideológica.
90
El peligro aumenta cada vez más a causa del excesivo énfasis que se
da a la historia contemporánea, sobre todo cuando las investigaciones en
este sector están condicionadas por una metodología inspirada en el
positivismo y en la sociología. Además, se ignoran importantes ámbitos de
la realidad histórica, incluso épocas enteras. Por ejemplo, en muchos
planes de estudio la enseñanza de la historia comienza solamente desde
los acontecimientos de la Revolución francesa. Producto inevitable de este
desarrollo es una sociedad que ignora su pasado y, por consiguiente,
carece de memoria histórica. Cualquiera puede ver la gravedad de esa
consecuencia: así como la pérdida de la memoria provoca en la persona la
pérdida de su identidad, de modo análogo este fenómeno se verifica en la
sociedad en su conjunto.
Es evidente que este olvido histórico conlleva un peligro para la
integridad de la naturaleza humana en todas sus dimensiones. La Iglesia,
llamada por Dios Creador a cumplir el deber de defender al hombre y su
humanidad, promueve una cultura histórica auténtica, un progreso efectivo
de las ciencias históricas. En efecto, la investigación histórica en un nivel
elevado también entra, en el sentido más estricto, en el interés específico
de la Iglesia. El análisis histórico, aunque no concierna a la historia
propiamente eclesiástica, contribuye en cualquier caso a la descripción del
espacio vital en el que la Iglesia ha cumplido y cumple su misión a lo
largo de los siglos. Indudablemente, los diversos contextos históricos
siempre han determinado, facilitado o dificultado la vida y la acción de la
Iglesia. La Iglesia no es de este mundo, pero vive en él y para él.
Si consideramos ahora la historia eclesiástica desde el punto de vista
teológico, notamos otro aspecto importante. Su cometido esencial es la
compleja misión de indagar y aclarar el proceso de recepción y de
transmisión, de paralepsis y de paradosis, a través del cual se ha fundado,
a lo largo de los siglos, la razón de ser de la Iglesia. En efecto, es
indudable que la Iglesia para sus opciones se inspira en su tesoro
plurisecular de experiencias y memorias.

LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LA SECULARIZACIÓN


20080308. Homilía. Al Consejo pontificio para la cultura
«La Iglesia y el desafío de la secularización». Se trata de una cuestión
fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La
secularización, que a menudo se vuelve secularismo abandonando la
acepción positiva de secularidad, pone a dura prueba la vida cristiana de
los fieles y de los pastores. Durante vuestros trabajos la habéis
interpretado y transformado también en un desafío providencial, con el fin
de proponer respuestas convincentes a los interrogantes y las esperanzas
del hombre, nuestro contemporáneo.
En efecto, hoy, más que nunca, la apertura recíproca entre las culturas
es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres
comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de
las divergencias que los separan. La secularización, que se presenta en las
91
culturas como una configuración del mundo y de la humanidad sin
referencia a la Trascendencia, invade todos los aspectos de la vida diaria y
desarrolla una mentalidad en la que Dios de hecho está ausente, total o
parcialmente, de la existencia y de la conciencia humanas.
Esta secularización no es sólo una amenaza exterior para los creyentes,
sino que ya desde hace tiempo se manifiesta en el seno de la Iglesia
misma. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y,
como consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los
creyentes. Estos viven en el mundo y a menudo están marcados, cuando
no condicionados, por la cultura de la imagen, que impone modelos e
impulsos contradictorios, negando en la práctica a Dios: ya no hay
necesidad de Dios, de pensar en él y de volver a él. Además, la mentalidad
hedonista y consumista predominante favorece, tanto en los fieles como
en los pastores, una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo
que daña la vida eclesial.
La «muerte de Dios», anunciada por tantos intelectuales en los
decenios pasados, cede el paso a un estéril culto del individuo. En este
contexto cultural, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un
vacío del corazón, caracterizados a veces por sucedáneos de pertenencia
religiosa y de vago espiritualismo. Es sumamente urgente reaccionar ante
esa tendencia mediante la referencia a los grandes valores de la existencia,
que dan sentido a la vida y pueden colmar la inquietud del corazón
humano en busca de felicidad: la dignidad de la persona humana y su
libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida, de la
muerte y de lo que nos espera después de la conclusión de la existencia
terrena.
Desde esta perspectiva, mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II,
consciente de los radicales y rápidos cambios de las sociedades, recordó
insistentemente la urgencia de salir al encuentro del hombre en el terreno
de la cultura para transmitirle el mensaje evangélico. Precisamente por eso
instituyó el Consejo Pontificio de la cultura, para dar nuevo impulso a la
acción de la Iglesia encaminada a hacer que el Evangelio se encuentre con
la pluralidad de las culturas en las diferentes partes del mundo (cf. Carta
al cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli, 20 de mayo de 1982:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p.
19).
La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II
lo impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y
los descubrimientos científicos han permitido responder a preguntas que
antes sólo la religión satisfacía en parte. La consecuencia ha sido que el
hombre contemporáneo a menudo tiene la impresión de que no necesita a
nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro
de todo, la medida de todo.
Más recientemente, la globalización, por medio de las nuevas
tecnologías de la información, con frecuencia ha tenido también como
resultado la difusión de muchos componentes materialistas e
individualistas de Occidente en todas las culturas. Cada vez más la
92
fórmula etsi Deus non daretur se convierte en un modo de vivir, cuyo
origen es una especie de «soberbia» de la razón —realidad también creada
y amada por Dios— la cual se considera a sí misma suficiente y se cierra a
la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera.
La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida por la
Ilustración, sustituye radicalmente a la luz de la fe, la luz de Dios (cf.
Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma «La
Sapienza», 17 de enero de 2008: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 25 de enero de 2008, p. 4). Grandes son, por tanto, los
desafíos que debe afrontar en este ámbito la misión de la Iglesia. Así,
resulta sumamente importante el compromiso del Consejo Pontificio de la
Cultura con vistas a un diálogo fecundo entre ciencia y fe. La Iglesia
espera mucho de este confrontarse recíprocamente, pero también la
comunidad científica, y os animo a proseguirlo. En él, la fe supone la
razón y la perfecciona; y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza
para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales.
En este sentido, la secularización no favorece el objetivo último de la
ciencia, que está al servicio del hombre, imago Dei. Este diálogo debe
continuar, con la distinción de las características específicas de la ciencia y
de la fe, pues cada una tiene sus propios métodos, ámbitos, objetos de
investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra
su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según sus propios principios
(cf. Gaudium et spes, 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la
humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de cada
uno y de todos.
Exhorto sobre todo a los pastores de la grey de Dios a una misión
incansable y generosa para hacer frente, en el terreno del diálogo y del
encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, al
preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la
obstaculiza en su deseo innato de la Verdad completa. Ojalá que así los
discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en especial por vuestro
dicasterio, sigan anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque
él es la luz que ilumina a la razón, al hombre y al mundo.
También nosotros debemos escuchar la exhortación que dirigió el
ángel a la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y paciencia;
(...) pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2, 2.4).
Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22, 17)
y dejemos que penetre en nuestro corazón la respuesta del Señor: «Sí,
vengo pronto» (Ap 22, 20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro
camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica,
llegando hasta el corazón de todas las culturas. Que Dios os ayude en el
cumplimiento de vuestra ardua pero excelsa misión.

YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA


20080309. Homilía. Centro Internacional Juvenil San Lorenzo
93
Pasemos ahora al evangelio de este día, dedicado a un tema importante
y fundamental: ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?, ¿cómo vivir?, ¿cómo
morir? Con el fin de ayudarnos a comprender mejor este misterio de la
vida y la respuesta de Jesús, san Juan usa para esta única realidad de la
vida dos palabras diferentes, indicando las diversas dimensiones de la
realidad llamada "vida": la palabra bíos y la palabra zoé. Bíos, como se
comprende fácilmente, significa este gran biocosmos, esta biosfera, que va
desde las células primitivas hasta los organismos más organizados, más
desarrollados, este gran árbol de la vida, en el que se han desarrollado
todas las posibilidades de la realidad bíos. A este árbol de la vida
pertenece el hombre; forma parte de este cosmos de la vida que comienza
con un milagro: en la materia inerte se desarrolla un centro vital; la
realidad que llamamos organismo.
Pero el hombre, aun formando parte de este gran biocosmos, lo
trasciende, porque también forma parte de la realidad que san Juan llama
zoé. Es un nuevo nivel de la vida, en el que el ser se abre al conocimiento.
Ciertamente, el hombre es siempre hombre con toda su dignidad, incluso
en estado de coma o en la fase de embrión, pero si sólo vive
biológicamente no se realizan ni desarrollan todas las potencialidades de
su ser. El hombre está llamado a abrirse a nuevas dimensiones. Es un ser
que conoce. Desde luego, también los animales conocen, pero sólo las
cosas que les interesan para su vida biológica. El conocimiento del
hombre va más allá; quiere conocerlo todo, toda la realidad, la realidad en
su totalidad; quiere saber qué es su ser y qué es el mundo. Tiene sed de
conocimiento del infinito; quiere llegar a la fuente de la vida; quiere beber
de esta fuente, encontrar la vida misma.
Así hemos tocado una segunda dimensión: el hombre no es sólo un ser
que conoce; también vive en relación de amistad, de amor. Además de la
dimensión del conocimiento de la verdad y del ser, existe, inseparable de
esta, la dimensión de la relación, del amor. Y aquí el hombre se acerca más
a la fuente de la vida, de la que quiere beber para tener la vida en
abundancia, para tener la vida misma.
Podríamos decir que toda la ciencia es una gran lucha por la vida; lo
es, sobre todo, la medicina. En definitiva, la medicina es un esfuerzo por
oponerse a la muerte, es búsqueda de inmortalidad. Pero, ¿podemos
encontrar una medicina que nos asegure la inmortalidad? Esta es
precisamente la cuestión del evangelio de hoy. Tratemos de imaginar que
la medicina llegue a encontrar la receta contra la muerte, la receta de la
inmortalidad. Incluso en ese caso, se trataría de una medicina que se
situaría dentro de la biosfera, una medicina ciertamente útil también para
nuestra vida espiritual y humana, pero de por sí una medicina confinada
dentro de la biosfera.
Es fácil imaginar lo que sucedería si la vida biológica del hombre no
tuviera fin, si fuera inmortal: nos encontraríamos en un mundo envejecido,
en un mundo lleno de viejos, en un mundo que no dejaría espacio a los
jóvenes, un mundo en el que no se renovaría la vida. Así comprendemos
94
que este no puede ser el tipo de inmortalidad al que aspiramos; esta no es
la posibilidad de beber en la fuente de la vida, que todos deseamos.
Precisamente en este punto, en el que, por una parte, comprendemos
que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida biológica y
sin embargo, por otra, deseamos beber en la fuente de la vida para gozar
de una vida sin fin, precisamente en este punto interviene el Señor y nos
habla en el evangelio diciendo: "Yo soy la resurrección y la vida. El que
cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no
morirá jamás" (Jn 11, 25-26). "Yo soy la resurrección": beber en la fuente
de la vida es entrar en comunión con el amor infinito que es la fuente de la
vida. Al encontrar a Cristo, entramos en contacto, más aún, en comunión
con la vida misma y ya hemos cruzado el umbral de la muerte, porque
estamos en contacto, más allá de la vida biológica, con la vida verdadera.
Los Padres de la Iglesia llamaron a la Eucaristía medicina de
inmortalidad. Y lo es, porque en la Eucaristía entramos en contacto, más
aún, en comunión con el cuerpo resucitado de Cristo, entramos en el
espacio de la vida ya resucitada, de la vida eterna. Entramos en comunión
con ese cuerpo que está animado por la vida inmortal y así estamos ya
desde ahora y para siempre en el espacio de la vida misma. Así, este
evangelio es también una profunda interpretación de lo que es la
Eucaristía y nos invita a vivir realmente de la Eucaristía para poder ser
transformados en la comunión del amor. Esta es la verdadera vida.
En el evangelio de san Juan el Señor dice: "Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Vida en abundancia no
es, como algunos piensan, consumir todo, tener todo, poder hacer todo lo
que se quiera. En ese caso viviríamos para las cosas muertas, viviríamos
para la muerte. Vida en abundancia es estar en comunión con la verdadera
vida, con el amor infinito. Así entramos realmente en la abundancia de la
vida y nos convertimos en portadores de la vida también para los demás.
Los prisioneros de guerra que estuvieron en Rusia durante diez años o
más, expuestos al frío y al hambre, después de volver dijeron: "Pude
sobrevivir porque sabía que me esperaban. Sabía que había personas que
me esperaban, sabía que yo era necesario y esperado". Este amor que los
esperaba fue la medicina eficaz de la vida contra todos los males.
En realidad, hay alguien que nos espera a todos. El Señor nos espera; y
no sólo nos espera: está presente y nos tiende la mano. Aceptemos la mano
del Señor y pidámosle que nos conceda vivir realmente, vivir la
abundancia de la vida, para poder así comunicar también a nuestros
contemporáneos la verdadera vida, la vida en abundancia. Amén.

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO
20080309. Ángelus
En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo,
caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-
45). Se trata del último gran "signo" realizado por Jesús, después del cual
los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y
95
decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad
de Cristo, Señor de la vida y de la muerte.
En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero
hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad
con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los
amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro,
nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló
a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de
Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un
sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando
devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la
niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña
no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los
presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un
sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una
sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y
María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se
conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35).
El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se
encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la
imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia,
ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.
Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la
vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y
cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-
26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una
pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de
comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.
La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí,
oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de
nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida
eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más
allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.
Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión
fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los
momentos de mayor prueba y dificultad.

EN LA CONFESIÓN EXPERIMENTAMOS LA ALEGRÍA


20080313. Homilía. Celebración penitencial para jóvenes
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos" (Hch 1, 8). No es casualidad que este encuentro tenga
forma de liturgia penitencial, con la celebración de las confesiones
individuales. ¿Por qué "no es casualidad"? Podemos hallar la respuesta en
96
lo que escribí en mi primera encíclica. En ella puse de relieve que se
comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva (cf. Deus caritas est, 1). Precisamente para favorecer este
encuentro os disponéis a abrir vuestro corazón a Dios, confesando
vuestros pecados y recibiendo, por la acción del Espíritu Santo y mediante
el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Así se deja espacio para la
presencia en nosotros del Espíritu Santo, la tercera Persona de la santísima
Trinidad, que es el "alma" y la "respiración vital" de la vida cristiana: el
Espíritu nos capacita para "ir madurando una comprensión de Jesús cada
vez más profunda y gozosa, y al mismo tiempo hacer una aplicación
eficaz del Evangelio" (Mensaje para la XXIII Jornada mundial de la
juventud, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de
julio de 2007, p. 6).
Cuando era arzobispo de Munich-Freising, en una meditación sobre
Pentecostés me inspiré en una película titulada Metempsicosis
(Seelenwanderung) para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma.
Esa película narra la historia de dos pobres hombres que, por su bondad,
no lograban triunfar en la vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no
teniendo otra cosa que vender, podía vender su alma. Se la compraron
muy barata y la pusieron en una caja. Desde ese momento, con gran
sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró un rápido ascenso, se hizo
cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes de su muerte, llegó a
ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se liberó de su alma
ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin escrúpulos,
preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre ya no
contaba nada. Él mismo ya no tenía alma. La película ─concluí─
demuestra de modo impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se
esconde a menudo una existencia vacía.
Aparentemente ese hombre no perdió nada, pero le faltaba el alma y
así le faltaba todo. Es obvio ─proseguí en esa meditación─ que
propiamente hablando el ser humano no puede desprenderse de su alma,
dado que es ella la que lo convierte en persona. En cualquier caso, sigue
siendo persona humana. Sin embargo, tiene la espantosa posibilidad de ser
inhumano, de ser persona que vende y al mismo tiempo pierde su propia
humanidad. La distancia entre una persona humana y un ser inhumano es
inmensa, pero no se puede demostrar; es algo realmente esencial, pero
aparentemente no tiene importancia (cf. Suchen, was droben ist.
Meditationem das Jahr hindurch, LEV, 1985).
También el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que
gracias al misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y
los Apóstoles en el día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente
a los ojos externos. No se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra,
en la persona; pero eso cambia y renueva toda la perspectiva de la
existencia humana. El Espíritu Santo no cambia las situaciones exteriores
de la vida, sino las interiores. En la tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a
97
los discípulos, "sopló sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo"" (Jn
20, 22).
De modo aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles
el día de Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de
lenguas de fuego. También esta tarde el Espíritu vendrá a nuestro corazón,
para perdonarnos los pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos
de una fuerza que también a nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la
audacia necesaria para anunciar que "Cristo murió y resucitó".
Así pues, queridos amigos, preparémonos con un sincero examen de
conciencia para presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado
el ministerio de la reconciliación. Con corazón contrito confesemos
nuestros pecados, proponiéndonos seriamente no volverlos a cometer y,
sobre todo, seguir siempre el camino de la conversión. Así
experimentaremos la auténtica alegría: la que deriva de la misericordia de
Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con él.
Esta alegría es contagiosa. "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros" -reza el versículo bíblico elegido como tema de la
XXIII Jornada mundial de la juventud- y seréis mis testigos" (Hch 1, 8).
Comunicad esta alegría que deriva de acoger los dones del Espíritu Santo,
dando en vuestra vida testimonio de los frutos del Espíritu Santo: "Amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y
dominio de sí" (Ga 5, 22-23). Así enumera san Pablo en la carta a los
Gálatas estos frutos del Espíritu Santo.
Recordad siempre que sois "templo del Espíritu". Dejad que habite en
vosotros y seguid dócilmente sus indicaciones, para contribuir a la
edificación de la Iglesia (cf. 1 Co 12, 7) y descubrir cuál es la vocación a
la que el Señor os llama. También hoy el mundo necesita sacerdotes,
hombres y mujeres consagrados, parejas de esposos cristianos. Para
responder a la vocación a través de uno de estos caminos, sed generosos;
tratando de ser cristianos coherentes, buscad ayuda en el sacramento de la
confesión y en la práctica de la dirección espiritual. De modo especial,
abrid sinceramente vuestro corazón a Jesús, el Señor, para darle vuestro
"sí" incondicional.
Queridos jóvenes, la ciudad de Roma está en vuestras manos. A vosotros
corresponde embellecerla también espiritualmente con vuestro testimonio
de vida vivida en gracia de Dios y lejos del pecado, realizando todo lo que
el Espíritu Santo os llama a ser, en la Iglesia y en el mundo. Así haréis
visible la gracia de la misericordia sobreabundante de Cristo, que brotó de
su costado traspasado por nosotros en la cruz. El Señor Jesús nos lava de
nuestros pecados, nos cura de nuestras culpas y nos fortalece para no
sucumbir en la lucha contra el pecado y en el testimonio de su amor.
Hace veinticinco años, Juan Pablo II dijo: "El que se deje colmar de este
amor -el amor de Dios- no puede seguir negando su culpa. La pérdida del
sentido del pecado deriva en último análisis de otra pérdida más radical y
secreta, la del sentido de Dios" (Homilía en la inauguración del Centro
internacional juvenil San Lorenzo, 13 de marzo de 1983, n. 5:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de abril de 1983,
98
p. 9). Y añadió: "¿A dónde ir en este mundo, con el pecado y la culpa, sin
la cruz? La cruz se carga con toda la miseria del mundo que nace del
pecado. Y se manifiesta como signo de gracia. Acoge nuestra solidaridad y
nos anima a sacrificarnos por los demás" (ib.).
Queridos jóvenes, que esta experiencia se renueve hoy para vosotros:
en este momento mirad la cruz y acoged el amor de Dios, que se nos da en
la cruz, por el Espíritu Santo, pues brota del costado traspasado del Señor.
Como dijo el Papa Juan Pablo II, "transformaos también vosotros en
redentores de los jóvenes del mundo" (ib.).
Divino Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como
manantial de misericordia para nosotros, en ti confiamos. Amén.
99

EL VERDADERO CULTO A DIOS


20080316. Homilía. Domingo de ramos
Año tras año el pasaje evangélico del domingo de Ramos nos relata la
entrada de Jesús en Jerusalén. Junto con sus discípulos y con una multitud
creciente de peregrinos, había subido desde la llanura de Galilea hacia la
ciudad santa. Como peldaños de esta subida, los evangelistas nos han
transmitido tres anuncios de Jesús relativos a su Pasión, aludiendo así, al
mismo tiempo, a la subida interior que se estaba realizando en esa
peregrinación. Jesús está en camino hacia el templo, hacia el lugar donde
Dios, como dice el Deuteronomio, había querido "fijar la morada" de su
nombre (cf. Dt 12, 11; 14, 23).
El Dios que creó el cielo y la tierra se dio un nombre, se hizo
invocable; más aún, se hizo casi palpable por los hombres. Ningún lugar
puede contenerlo y, sin embargo, o precisamente por eso, él mismo se da
un lugar y un nombre, para que él personalmente, el verdadero Dios,
pueda ser venerado allí como Dios en medio de nosotros. Por el relato
sobre Jesús a la edad de doce años sabemos que amaba el templo como la
casa de su Padre, como su casa paterna. Ahora, va de nuevo a ese templo,
pero su recorrido va más allá: la última meta de su subida es la cruz. Es la
subida que la carta a los Hebreos describe como la subida hacia una
tienda no fabricada por mano de hombre, hasta la presencia de Dios. La
subida hasta la presencia de Dios pasa por la cruz. Es la subida hacia "el
amor hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1), que es el verdadero monte de Dios,
el lugar definitivo del contacto entre Dios y el hombre. Durante la entrada
en Jerusalén, la gente rinde homenaje a Jesús como Hijo de David con las
palabras del Salmo 118 de los peregrinos: "¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!" (Mt 21,
9). Después, llega al templo. Pero en el espacio donde debía realizarse el
encuentro entre Dios y el hombre halla a vendedores de palomas y
cambistas que ocupan con sus negocios el lugar de oración. Ciertamente,
los animales que se vendían allí estaban destinados a los sacrificios para
inmolar en el templo. Y puesto que en el templo no se podían usar las
monedas en las que estaban representados los emperadores romanos, que
estaban en contraste con el Dios verdadero, era necesario cambiarlas por
monedas que no tuvieran imágenes idolátricas. Pero todo esto se podía
hacer en otro lugar: el espacio donde se hacía entonces debía ser, de
acuerdo con su destino, el atrio de los paganos. En efecto, el Dios de Israel
era precisamente el único Dios de todos los pueblos. Y aunque los paganos
no entraban, por decirlo así, en el interior de la Revelación, sin embargo
en el atrio de la fe podían asociarse a la oración al único Dios. El Dios de
Israel, el Dios de todos los hombres, siempre esperaba también su oración,
su búsqueda, su invocación.
En cambio, entonces predominaban allí los negocios, legalizados por
la autoridad competente que, a su vez, participaba en las ganancias de los
mercaderes. Los vendedores actuaban correctamente según el
100
ordenamiento vigente, pero el ordenamiento mismo estaba corrompido.
"La codicia es idolatría", dice la carta a los Colosenses (cf. Col 3, 5). Esta
es la idolatría que Jesús encuentra y ante la cual cita a Isaías: "Mi casa
será llamada casa de oración" (Mt 21, 13; cf. Is 56, 7), y a Jeremías: "Pero
vosotros estáis haciendo de ella una cueva de ladrones" (Mt 21, 13; cf. Jr
7, 11). Contra el orden mal interpretado Jesús, con su gesto profético,
defiende el orden verdadero que se encuentra en la Ley y en los Profetas.
Todo esto también nos debe hacer pensar a los cristianos de hoy: ¿nuestra
fe es lo suficientemente pura y abierta como para que, gracias a ella
también los "paganos", las personas que hoy están en búsqueda y tienen
sus interrogantes, puedan vislumbrar la luz del único Dios, se asocien en
los atrios de la fe a nuestra oración y con sus interrogantes también ellas
quizá se conviertan en adoradores? La convicción de que la codicia es
idolatría, ¿llega también a nuestro corazón y a nuestro estilo de vida? ¿No
dejamos entrar, de diversos modos, a los ídolos también en el mundo de
nuestra fe? ¿Estamos dispuestos a dejarnos purificar continuamente por el
Señor, permitiéndole arrojar de nosotros y de la Iglesia todo lo que es
contrario a él?
Sin embargo, en la purificación del templo se trata de algo más que de
la lucha contra los abusos. Se anuncia una nueva hora de la historia. Ahora
está comenzando lo que Jesús había anunciado a la samaritana a propósito
de su pregunta sobre la verdadera adoración: "Llega la hora ─ya estamos
en ella─ en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y
en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren" (Jn 4,
23). Ha terminado el tiempo en el que a Dios se inmolaban animales.
Desde siempre los sacrificios de animales habían sido sólo una
sustitución, un gesto de nostalgia del verdadero modo de adorar a Dios.
Sobre la vida y la obra de Jesús, la carta a los Hebreos puso como lema
una frase del salmo 40: "No quisiste sacrificio ni oblación; pero me has
formado un cuerpo" (Hb 10, 5). En lugar de los sacrificios cruentos y de
las ofrendas de alimentos se pone el cuerpo de Cristo, se pone él mismo.
Sólo "el amor hasta el extremo", sólo el amor que por los hombres se
entrega totalmente a Dios, es el verdadero culto, el verdadero sacrificio.
Adorar en espíritu y en verdad significa adorar en comunión con Aquel
que es la verdad; adorar en comunión con su Cuerpo, en el que el Espíritu
Santo nos reúne.
Los evangelistas nos relatan que, en el proceso contra Jesús, se
presentaron falsos testigos y afirmaron que Jesús había dicho: "Yo puedo
destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo" (Mt 26, 61). Ante
Cristo colgado de la cruz, algunos de los que se burlaban de él aluden a
esas palabras, gritando: "Tú que destruyes el templo y en tres días lo
reconstruyes, sálvate a ti mismo" (Mt 27, 40).
La versión exacta de las palabras, tal como salieron de labios de Jesús
mismo, nos la transmitió san Juan en su relato de la purificación del
templo. Ante la petición de un signo con el que Jesús debía legitimar esa
acción, el Señor respondió: "Destruid este templo y en tres días lo
levantaré" (Jn 2, 18 s). San Juan añade que, recordando ese
101
acontecimiento después de la Resurrección, los discípulos comprendieron
que Jesús había hablado del templo de su cuerpo (cf. Jn 2, 21s). No es
Jesús quien destruye el templo; el templo es abandonado a su destrucción
por la actitud de aquellos que, de lugar de encuentro de todos los pueblos
con Dios, lo transformaron en "cueva de ladrones", en lugar de negocios.
Pero, como siempre desde la caída de Adán, el fracaso de los hombres se
convierte en ocasión para un esfuerzo aún mayor del amor de Dios en
favor de nosotros.
La hora del templo de piedra, la hora de los sacrificios de animales,
había quedado superada: si el Señor ahora expulsa a los mercaderes no
sólo para impedir un abuso, sino también para indicar el nuevo modo de
actuar de Dios. Se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en el que el
amor de Dios se derrama sobre los hombres. Él, en su vida, es el templo
nuevo y vivo. Él, que pasó por la cruz y resucitó, es el espacio vivo de
espíritu y vida, en el que se realiza la adoración correcta. Así, la
purificación del templo, como culmen de la entrada solemne de Jesús en
Jerusalén, es al mismo tiempo el signo de la ruina inminente del edificio y
de la promesa del nuevo templo; promesa del reino de la reconciliación y
del amor que, en la comunión con Cristo, se instaura más allá de toda
frontera.
Al final del relato del domingo de Ramos, tras la purificación del templo,
san Mateo, cuyo evangelio escuchamos este año, refiere también dos
pequeños hechos que tienen asimismo un carácter profético y nos aclaran
una vez más la auténtica voluntad de Jesús. Inmediatamente después de
las palabras de Jesús sobre la casa de oración de todos los pueblos, el
evangelista continúa así: "En el templo se acercaron a él algunos ciegos y
cojos, y los curó". Además, san Mateo nos dice que algunos niños repetían
en el templo la aclamación que los peregrinos habían hecho a su entrada
de la ciudad: "¡Hosanna al Hijo de David!" (Mt 21, 14s). Al comercio de
animales y a los negocios con dinero Jesús contrapone su bondad
sanadora. Es la verdadera purificación del templo. Él no viene para
destruir; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la
curación. Se dedica a quienes, a causa de su enfermedad, son impulsados a
los extremos de su vida y al margen de la sociedad. Jesús muestra a Dios
como el que ama, y su poder como el poder del amor. Así nos dice qué es
lo que formará parte para siempre del verdadero culto a Dios: curar,
servir, la bondad que sana.
Y están, además, los niños que rinden homenaje a Jesús como Hijo de
David y exclaman "¡Hosanna!". Jesús había dicho a sus discípulos que,
para entrar en el reino de Dios, deberían hacerse como niños. Él mismo,
que abraza al mundo entero, se hizo niño para salir a nuestro encuentro,
para llevarnos hacia Dios. Para reconocer a Dios debemos abandonar la
soberbia que nos ciega, que quiere impulsarnos lejos de Dios, como si
Dios fuera nuestro competidor. Para encontrar a Dios es necesario ser
capaces de ver con el corazón. Debemos aprender a ver con un corazón de
niño, con un corazón joven, al que los prejuicios no obstaculizan y los
intereses no deslumbran. Así, en los niños que con ese corazón libre y
102
abierto lo reconocen a él la Iglesia ha visto la imagen de los creyentes de
todos los tiempos, su propia imagen.
Queridos amigos, ahora nos asociamos a la procesión de los jóvenes de
entonces, una procesión que atraviesa toda la historia. Juntamente con los
jóvenes de todo el mundo, vamos al encuentro de Jesús. Dejémonos guiar
por él hacia Dios, para aprender de Dios mismo el modo correcto de ser
hombres. Con él demos gracias a Dios porque con Jesús, el Hijo de David,
nos ha dado un espacio de paz y de reconciliación que, con la sagrada
Eucaristía, abraza al mundo. Invoquémoslo para que también nosotros
lleguemos a ser con él, y a partir de él, mensajeros de su paz, adoradores
en espíritu y en verdad, a fin de que en nosotros y a nuestro alrededor
crezca su reino. Amén.

CHIARA LUBICH, DON DEL SEÑOR A LA IGLESIA


20080318. Carta. Al card. Bertone en exequias de Chiara Lubich
Hay muchos motivos para dar gracias al Señor por el don que hizo a la
Iglesia con esta mujer de fe intrépida, amable mensajera de esperanza y de
paz, fundadora de una gran familia espiritual que abarca múltiples campos
de evangelización. Quiero dar gracias a Dios sobre todo por el servicio
que Chiara prestó a la Iglesia: un servicio silencioso y eficaz, siempre en
sintonía con el magisterio de la Iglesia: «Los Papas —decía— siempre
nos han comprendido». Esto porque Chiara y la Obra de María siempre
han tratado de responder con dócil fidelidad a cada uno de sus
llamamientos y deseos. Lo atestigua, de modo concreto, el vínculo
ininterrumpido con mis venerados predecesores: el siervo de Dios Pío
XII, el beato Juan XXIII y los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y
Juan Pablo II.
El pensamiento del Papa era para ella una guía segura para orientarse.
Más aún, al ver las iniciativas que suscitó, se podría incluso afirmar que
tenía casi la capacidad profética de intuirlo y de ponerlo en práctica con
anticipación.

EL TRIDUO PASCUAL
20080318. Audiencia general
Hemos llegado a la vigilia del Triduo pascual. Los próximos tres días
se suelen llamar "santos" porque nos hacen revivir el acontecimiento
central de nuestra Redención; nos remiten de nuevo al núcleo esencial de
la fe cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Son
días que podríamos considerar como un único día: constituyen el corazón
y el fulcro de todo el año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. Al
final del itinerario cuaresmal, también nosotros nos disponemos a entrar
en el mismo clima que Jesús vivió entonces en Jerusalén. Queremos
volver a despertar en nosotros la memoria viva de los sufrimientos que el
Señor padeció por nosotros y prepararnos para celebrar con alegría, el
próximo domingo, "la verdadera Pascua, que la sangre de Cristo ha
103
cubierto de gloria, la Pascua en la que la Iglesia celebra la fiesta que
constituye el origen de todas las fiestas", como dice el Prefacio para el día
de Pascua en el rito ambrosiano.
Mañana, Jueves santo, la Iglesia hace memoria de la última Cena,
durante la cual el Señor, en la víspera de su pasión y muerte, instituyó el
sacramento de la Eucaristía, y el del sacerdocio ministerial. En esa misma
noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo, mandatum novum, el
mandamiento del amor fraterno. Antes de entrar en el Triduo santo,
aunque ya en íntima relación con él, mañana por la mañana tendrá lugar
en cada comunidad diocesana la misa Crismal, durante la cual el obispo y
los sacerdotes del presbiterio diocesano renuevan las promesas de su
ordenación. También se bendicen los óleos para la celebración de los
sacramentos: el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el
santo crisma. Es un momento muy importante para la vida de cada
comunidad diocesana que, reunida en torno a su pastor, reafirma su unidad
y su fidelidad a Cristo, único sumo y eterno Sacerdote.
Por la tarde, en la misa in Cena Domini se hace memoria de la última
Cena, cuando Cristo se nos entregó a todos como alimento de salvación,
como medicina de inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía, fuente y
cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de salvación, el Señor ha
ofrecido y realizado para todos aquellos que creen en él la unión más
íntima posible entre nuestra vida y su vida. Con el gesto humilde pero
sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se nos invita a recordar lo
que el Señor hizo a sus Apóstoles: al lavarles los pies proclamó de manera
concreta el primado del amor, un amor que se hace servicio hasta la
entrega de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo de su
vida que se consumará al día siguiente, en el Calvario. Según una hermosa
tradición, los fieles concluyen el Jueves santo con una vigilia de oración y
adoración eucarística para revivir más íntimamente la agonía de Jesús en
Getsemaní.
El Viernes santo es el día en que se conmemora la pasión, crucifixión y
muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la Iglesia no prevé la
celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para
meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la
humanidad, para recordar, a la luz de la palabra de Dios y con la ayuda de
conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían
este mal. Después de escuchar el relato de la pasión de Cristo, la
comunidad ora por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adora
la cruz y recibe la Eucaristía, consumiendo las especies eucarísticas
conservadas desde la misa in Cena Domini del día anterior. Como
invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para
expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de
Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de
piedad popular, procesiones y representaciones sagradas, orientadas a
imprimir cada vez más profundamente en el corazón de los fieles
sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo.
Entre esas manifestaciones destaca el vía crucis, práctica de piedad que a
104
lo largo de los años se ha ido enriqueciendo con múltiples expresiones
espirituales y artísticas vinculadas a la sensibilidad de las diferentes
culturas. Así, han surgido en muchos países santuarios con el nombre de
"Calvario" hasta los que se llega a través de una cuesta empinada, que
recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles
participar en la subida del Señor al monte de la Cruz, al monte del Amor
llevado hasta el extremo.
El Sábado santo se caracteriza por un profundo silencio. Las iglesias
están desnudas y no se celebra ninguna liturgia. Los creyentes, mientras
aguardan el gran acontecimiento de la Resurrección, perseveran con María
en la espera, rezando y meditando. En efecto, hace falta un día de silencio
para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en
la gran fuerza del bien que brota de la pasión y de la resurrección del
Señor. En este día se da gran importancia a la participación en el
sacramento de la Reconciliación, camino indispensable para purificar el
corazón y prepararse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al
menos una vez al año necesitamos esta purificación interior, esta
renovación de nosotros mismos.
Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación,
desemboca en la Vigilia pascual, que introduce el domingo más
importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia
vela junto al fuego nuevo bendecido y medita en la gran promesa,
contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, de la liberación
definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la
oscuridad de la noche, con el fuego nuevo se enciende el cirio pascual,
símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad,
disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre que
viene al mundo. Junto al cirio pascual resuena en la Iglesia el gran anuncio
pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder
sobre él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a
todos los hombres la vida misma de Dios.
Según una antigua tradición, durante la Vigilia pascual, los
catecúmenos reciben el bautismo para poner de relieve la participación de
los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo.
Desde la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo
se difunden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a
todos los puntos del espacio y del tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días singulares, orientemos
decididamente la vida hacia una adhesión generosa y convencida a los
designios del Padre celestial; renovemos nuestro "sí" a la voluntad divina,
como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz. Los sugestivos ritos del
Jueves santo, del Viernes santo, el silencio impregnado de oración del
Sábado santo y la solemne Vigilia pascual nos brindan la oportunidad de
profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que
brota del Misterio pascual, y de concretizarla en el fiel seguimiento de
Cristo en toda circunstancia, como hizo él, hasta la entrega generosa de
nuestra existencia.
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Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en
adhesión profunda y solidaria al hoy de la historia, convencidos de que lo
que celebramos es realidad viva y actual. Por tanto, llevemos en nuestra
oración el dramatismo de hechos y situaciones que en estos días afligen a
muchos hermanos nuestros en todas las partes del mundo. Sabemos que el
odio, las divisiones y la violencia no tienen nunca la última palabra en los
acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a suscitar en nosotros la
gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo.
El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y debemos asociarnos a esta
victoria del amor.
Por tanto, debemos recomenzar desde Cristo y trabajar en comunión
con él por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este
compromiso, en el que todos estamos implicados, dejémonos guiar por
María, que acompañó a su Hijo divino por el camino de la pasión y de la
cruz, y participó, con la fuerza de la fe, en el cumplimiento de su designio
salvífico.

LA ESENCIA DEL MINISTERIO SACERDOTAL:


ESTAR EN TU PRESENCIA Y SERVIRTE
20080320. Homilía. Misa crismal
Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la
llamada de Dios que pronunciamos el día de nuestra ordenación
sacerdotal. «Adsum», «Heme aquí», dijimos, como respondió Isaías
cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién enviaré? ¿y
quién irá de parte nuestra?» (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las
manos del obispo, nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión.
Sucesivamente hemos recorrido caminos diversos en el ámbito de su
llamada. ¿Podemos afirmar siempre lo que escribió san Pablo a los
Corintios después de años de arduo servicio al Evangelio marcado por
sufrimientos de todo tipo: «No disminuye nuestro celo en el ministerio
que, por misericordia de Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4, 1).
«No disminuye nuestro celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre
encendido, que se alimente continuamente con la llama viva del
Evangelio.
Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de
preguntarnos de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote
de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue
redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del
ministerio sacerdotal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio
(cf. Dt 18, 5. 7) para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo
Testamento: astare coram te et tibi ministrare.
Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio
sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del
Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la
disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote
de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se
106
dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida
diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir
para él.
La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la
presencia de Dios y también un ministerio en representación de los demás.
Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía
también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía
vivir con la mirada dirigida a él.
Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa
inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada
del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso
indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como
centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va
más allá.
En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma
introduce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes
rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres
—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo
«arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más
intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como
«los que están de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.
Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón
podemos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como
interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote
tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas
amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios.
Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad.
De pie en el compromiso por el bien.
Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más
profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se
hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de él,
de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar
de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como
refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber
sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch
5, 41).
Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II
toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El
sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de
pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo
Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los
sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por
la Ley. Pero realizar las acciones del rito se consideraba como servicio,
como un encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu se debían
llevar a cabo esas acciones.
Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta
ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto
107
cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de
la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los
hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta
la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en
este servicio.
Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del
servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los
sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos
aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esencia,
desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a ser el
alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo
debido y será una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.
En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea
central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una
realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada
vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los
tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es
siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios,
amarla y vivirla. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado.
«Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también
aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas
aquellas personas que él nos encomienda.
Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan
cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más
privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere
familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo
sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros
en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas
las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente
realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.
Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la
indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre
nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega
así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa
también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi
voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto
de los Olivos, resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la
rebelión del corazón caído.
El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su
voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de
querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de
considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad sin
límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos
ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir
nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con
ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella
108
entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos
en la voluntad de Dios.
Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser
que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta
en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él
y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo anunciamos
correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra
obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con
ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a
Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar
a donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es
precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ir
contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza
del amor de Dios.
«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo
Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes
inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en el
Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto.
Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso
representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor
hasta el extremo, lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir
nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos permite
convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación
del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su
elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor
llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la elevación, la
verdadera «elevación» del hombre.
«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de
Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la
elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples
modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el
don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada:
«Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.

CRISTO NOS PURIFICA MEDIANTE SU PALABRA Y SU AMOR


20080320. Homilía. Misa en la Cena del Señor
San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus
discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes
de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de
Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.
San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso
(metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican
mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y
resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de
109
Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús,
después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y
volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne,
su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y
transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con
el Padre y al mismo tiempo con los hombres.
Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de
entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo»
san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz:
todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor,
la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser
partícipe de la gloria de Dios.
En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos
dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que,
estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación.
Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una
condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.
En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús
está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús
pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno
cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del
misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe
el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de
los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los
invita.
En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al
hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño
nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don
de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he
anunciado», dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3).
Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos
con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros
su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de
suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y
alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra
continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra
alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.
Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un
auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El
evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar
continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en
el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la
lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también
sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).
Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo.
Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega
«hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple
110
hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los
santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos
purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos
penetre y nos purifique cada vez más.
Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el
episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los
pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la
que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se
transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con
otros.
Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos
Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto,
sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de
Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección.
Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza
transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra
transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la
comunión con él.
Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro,
después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida.
El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de
los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El
cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo
primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es
ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso
no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios
sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos
precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía:
la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él
nos da.
Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad
divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y
vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en
nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que
dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del
lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también
vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El «mandamiento nuevo» no
consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo
nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo
con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco
damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así
no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se
demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más
insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para
el mandamiento nuevo.
111
En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de
Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en
el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento,
Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del
orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara
la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia
Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me
lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8), dice a Jesús con su acostumbrada
vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad,
de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de
Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en
abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el
despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo
sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de
pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor
viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.
Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte
con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies,
sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas
palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los
pies» (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían
hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.
Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo.
¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos
presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo,
no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su
conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor
hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.
Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se
puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los
discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos
purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que
somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que
cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que
permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.
Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el
bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el
«lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta
de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en
nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y
justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia»
(1Jn 1, 8-9).
Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los
pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de
la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en
nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión
112
tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el
Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa
con él.
Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con
las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un
exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el
Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies
unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el
mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también
en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente
más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto
a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que,
en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un
envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra
memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los
unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del
amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en
esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la
fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.

VIERNES SANTO: ¿QUÉ HEMOS HECHO CON ESTE DON?


20080321. Discurso. Via Crucis en el Coliseo
También este año hemos recorrido el camino de la cruz, el vía crucis,
volviendo a evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo. Nuestros ojos
han vuelto a contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro
Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que marcó la cumbre
de su misión terrena. Jesús muere en la cruz y yace en el sepulcro. El día
del Viernes santo, tan impregnado de tristeza humana y de religioso
silencio, se concluye en el silencio de la meditación y de la oración. Al
volver a casa, también nosotros, como quienes asistieron al sacrificio de
Jesús, nos golpeamos el pecho, recordando lo que sucedió (cf. Lc 23, 48).
¿Es posible permanecer indiferentes ante la muerte de un Dios? Por
nosotros, por nuestra salvación se hizo hombre y murió en la cruz.
Hermanos y hermanas, dirijamos hoy a Cristo nuestra mirada, con
frecuencia distraída por intereses terrenos superficiales y efímeros.
Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz es manantial de vida
inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de
perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e
infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros,
hasta morir crucificado. Sus brazos clavados se abren para cada ser
humano y nos invitan a acercarnos a él con la seguridad de que nos va a
acoger y estrechar en un abrazo de infinita ternura: «Cuando sea levantado
de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
113
A través del camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las
épocas, reconciliados y redimidos por la sangre de Cristo, han llegado a
ser amigos de Dios, hijos del Padre celestial. «Amigo», así llama Jesús a
Judas y le dirige el último y dramático llamamiento a la conversión.
«Amigo» nos llama a cada uno de nosotros, porque es verdadero amigo de
todos. Por desgracia, los hombres no siempre logran percibir la
profundidad de este amor infinito que Dios tiene a sus criaturas. Para él no
hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para librar a toda la
humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y venganza, de la
esclavitud del pecado. La cruz nos hace hermanos.
Pero preguntémonos: ¿qué hemos hecho con este don?, ¿qué hemos
hecho con la revelación del rostro de Dios en Cristo, con la revelación del
amor de Dios que vence al odio? También en nuestra época, muchos no
conocen a Dios y no pueden encontrarlo en Cristo crucificado. Muchos
buscan un amor y una libertad que excluya a Dios. Muchos creen que no
tienen necesidad de Dios.
Queridos amigos, después de vivir juntos la pasión de Jesús, dejemos
que en esta noche nos interpele su sacrificio en la cruz. Permitámosle que
ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es
la verdad que nos hace libres para amar. ¡No tengamos miedo! Al morir, el
Señor salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol san
Pedro escribe: «Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin
de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus
llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). Esta es la verdad del Viernes
santo: en la cruz el Redentor nos devolvió la dignidad que nos pertenece,
nos hizo hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza.
Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.
Cristo, Rey crucificado, danos el verdadero conocimiento de ti, la
alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de
infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto
por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.

VIGILIA PASCUAL: ME VOY Y VUELVO A VUESTRO LADO


20080322. Homilía. Vigilia pascual
En su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su
inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: «Me voy y
vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del
difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido
y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13, 36). Pero en el caso de Jesús
existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el
partir es algo definitivo; no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su
muerte: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Precisamente al irse, regresa.
Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su
presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto
de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se
114
transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo
más profundo y no acaba nunca.
En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las
condiciones externas de la existencia corpórea: a un lugar determinado y a
un tiempo determinado. La corporeidad pone límites a nuestra existencia.
No podemos estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro
tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la
alteridad. Ciertamente, por el amor podemos entrar, de algún modo, en la
existencia del otro. Sin embargo, queda la barrera infranqueable de que
somos diversos.
En cambio, Jesús, que por el acto de amor ha sido transformado
totalmente, está libre de esas barreras y límites. No sólo es capaz de
atravesar las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios
(cf. Jn 20, 19). También puede atravesar la puerta interior entre el yo y el
tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir.
Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos
pidió verlo, Jesús respondió con la parábola del grano de trigo que, para
dar mucho fruto, tiene que morir. De ese modo predijo su propio destino:
no quería limitarse a hablar unos minutos con algunos griegos. A través de
su cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría
realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo por la
fe.
Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la
presencia del Resucitado ayer, hoy y siempre. Él viene también hoy y
abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también
el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió a san Pablo,
que describe el proceso de su conversión y su bautismo con las palabras:
«Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Con la llegada del
Resucitado, san Pablo obtuvo una identidad nueva. Su yo cerrado se abrió.
Ahora vive en comunión con Jesucristo en el gran yo de los creyentes que
se han convertido —como él afirma— en «uno en Cristo» (Ga 3, 28).
Queridos amigos, así se pone de manifiesto que las palabras
misteriosas que pronunció Jesús en el Cenáculo ahora —mediante el
bautismo— se hacen de nuevo presentes para vosotros. En el bautismo el
Señor entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no
estamos ya uno junto a otro o uno contra otro. Él atraviesa todas estas
puertas. Esta es la realidad del bautismo: él, el Resucitado, viene, viene a
vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su
amor. Formáis una unidad; sí, sois uno con él y de este modo sois uno
entre vosotros.
En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista.
Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis
experimentar la verdad de estas palabras. En realidad, las personas
bautizadas y creyentes nunca son extrañas las unas para las otras. Pueden
separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también distancias
históricas. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo
Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos
115
conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestra vida
es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos
estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las
diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias.
Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro.
Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo
en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo; la
lejanía ha sido superada, pues estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).
Esta naturaleza íntima del bautismo, como don de una nueva identidad,
es representada por la Iglesia en el sacramento a través de elementos
sensibles. El elemento fundamental del bautismo es el agua. En segundo
lugar viene la luz, que en la liturgia de la Vigilia pascual destaca con gran
eficacia. Reflexionemos brevemente sobre estos dos elementos.
En el último capítulo de la carta a los Hebreos se encuentra una
afirmación sobre Cristo en la que el agua no aparece directamente, pero
que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja traslucir el misterio
del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: «El Dios de la paz hizo volver
de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de
la alianza eterna» (cf. Hb 13, 20). Esta frase guarda relación con unas
palabras del libro de Isaías, en las que Moisés es calificado como el pastor
que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. Is 63, 11). Jesús se
presenta ahora como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que
Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la
muerte.
En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su
madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado
de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así —salvado él mismo de
las aguas de la muerte— pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a
través del mar de la muerte. Jesús descendió por nosotros a las aguas
oscuras de la muerte. Pero, como nos dice la carta a los Hebreos, en
virtud de su sangre fue arrancado de la muerte: su amor se unió al del
Padre y así, desde la profundidad de la muerte, pudo subir a la vida. Ahora
nos eleva de las aguas de la muerte a la vida verdadera.
Sí, esto es lo que ocurre en el bautismo: él nos atrae hacía sí, nos atrae
a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia, a menudo tan
oscuro, en cuyas confusiones y peligros frecuentemente corremos el riesgo
de hundirnos. En el bautismo nos toma de la mano, nos conduce por el
camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la
vida eterna, en la vida verdadera y justa. Apretemos su mano. Pase lo que
pase, no soltemos su mano. Caminemos, pues, por la senda que conduce a
la vida.
En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. San Gregorio
de Tours, en el siglo IV, narra la costumbre, que se ha mantenido durante
mucho tiempo en ciertas partes, de tomar el fuego nuevo para la
celebración de la Vigilia pascual directamente del sol a través de un
cristal: así se recibía la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender
luego todas las luces y fuegos del año. Se trata de un símbolo de lo que
116
celebramos en la Vigilia pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que
el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo
ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: la luz
de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha
traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también
sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre; qué somos y para
qué existimos.
Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo
más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua, al
bautismo se le llamaba también el sacramento de la iluminación: la luz de
Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de
la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos
indica el camino. Queremos protegerla frente a todas las fuerzas que
pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre
nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda.
Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos
sido llamados a las tinieblas, sino a la luz.
En las promesas bautismales, por decirlo así, encendemos nuevamente
año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del
azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios
omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y
resurrección, se ha manifestado el Rostro de Dios; que en él Dios está
presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia
el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra de verdad
e ilumina nuestro corazón. Creo que en la comunión de la Iglesia nos
convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia
la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad.
Al mismo tiempo esta luz es también fuego, fuerza de Dios, una fuerza
que no destruye, sino que quiere transformar nuestro corazón, para que
seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este
mundo.
En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el
sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando:
«Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba
ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale
el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la
celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible,
dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para
orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de
este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia
Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.
Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del
Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos
el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros
deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro
corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de
alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum:
117
siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a
menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre
tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre
hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre
tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de
gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto:
hacia la verdad y el amor.
En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de
su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y
atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que
nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz,
llenos del fuego de tu amor. Amén

HE RESUCITADO Y ESTOY SIEMPRE CONTIGO


20080323. Mensaje urbi et orbi
«Resurrexi, et adhuc tecum sum. Alleluia!». «He resucitado, estoy
siempre contigo». ¡Aleluya! Queridos hermanos y hermanas, Jesús,
crucificado y resucitado, nos repite hoy este anuncio gozoso: es el anuncio
pascual. Acojámoslo con íntimo asombro y gratitud. También bajo la
lluvia sigue siendo verdad: el Señor ha resucitado y nos da su alegría.
Pidamos que la alegría esté presente entre nosotros incluso en estas
circunstancias.
«Resurrexi et adhuc tecum sum». «He resucitado y estoy aún y siempre
contigo». Estas palabras, tomadas de una antigua traducción latina —la
Vulgata— del Salmo 138 (v. 18 b), resuenan al inicio de la santa misa de
hoy. En ellas, al surgir el sol de la Pascua —así es, aunque no sea visible
—, la Iglesia reconoce la voz misma de Jesús que, resucitando de la
muerte, lleno de felicidad y amor, se dirige al Padre y exclama: Padre mío,
¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy contigo y lo estaré siempre; tu
Espíritu no me ha abandonado nunca. Así también podemos comprender
de modo nuevo otras expresiones del Salmo: «Si subo al cielo, allí estás
tú, si bajo al abismo, allí te encuentro... Porque ni la tiniebla es oscura
para ti; la noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como luz»
(Sal 138, 8.12). También para nosotros esas tinieblas, en el día de la
Resurrección, son como luz.
Es verdad: en la solemne Vigilia de Pascua las tinieblas se convierten
en luz, la noche cede el paso al día que no conoce ocaso. La muerte y
resurrección del Verbo de Dios encarnado es un acontecimiento de amor
insuperable, es la victoria del Amor que nos ha librado de la esclavitud del
pecado y de la muerte. Ha cambiado el curso de la historia, infundiendo
un indeleble y renovado sentido y valor a la vida del hombre.
«He resucitado y estoy aún y siempre contigo». Estas palabras nos
invitan a contemplar a Cristo resucitado, haciendo resonar su voz en
nuestro corazón. Con su sacrificio redentor Jesús de Nazaret nos ha hecho
hijos adoptivos de Dios, de modo que ahora podemos insertarnos también
nosotros en el diálogo misterioso entre él y el Padre. Viene a la mente lo
118
que dijo un día a sus oyentes: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). En esta perspectiva,
advertimos que la afirmación dirigida hoy por Jesús resucitado al Padre,
—«Estoy aún y siempre contigo»— nos concierne también a nosotros, que
somos «hijos de Dios y coherederos de Cristo, si realmente participamos
en sus sufrimientos para participar en su gloria» (cf. Rm 8, 17). Gracias a
la muerte y resurrección el Señor nos dice también a nosotros: he
resucitado y estoy siempre contigo.
Así entramos en la profundidad del misterio pascual. El
acontecimiento sorprendente de la resurrección de Jesús es esencialmente
un acontecimiento de amor: amor del Padre que entrega al Hijo para la
salvación del mundo; amor del Hijo que se abandona en la voluntad del
Padre por todos nosotros; amor del Espíritu que resucita a Jesús de entre
los muertos con su cuerpo transfigurado. Y todavía más: amor del Padre
que «vuelve a abrazar» al Hijo envolviéndolo en su gloria; amor del Hijo
que con la fuerza del Espíritu vuelve al Padre revestido de nuestra
humanidad transfigurada.
Esta solemnidad, que nos hace revivir la experiencia absoluta y única
de la resurrección de Jesús, es un llamamiento a convertirnos al Amor; una
invitación a vivir rechazando el odio y el egoísmo, y a seguir dócilmente
las huellas del Cordero inmolado por nuestra salvación, a imitar al
Redentor «manso y humilde de corazón», que es «descanso para nuestras
almas» (cf. Mt 11, 29).
Hermanos y hermanas cristianos de todo el mundo, hombres y mujeres
de espíritu sinceramente abierto a la verdad: que nadie cierre el corazón a
la omnipotencia de este amor redentor. Jesucristo ha muerto y resucitado
por todos: ¡Él es nuestra esperanza! Como hizo en Galilea con sus
discípulos antes de volver al Padre, Jesús resucitado nos envía hoy
también a nosotros a todas partes como testigos de la esperanza y nos
garantiza: Yo estoy siempre con vosotros, todos los días, hasta el fin del
mundo (cf. Mt 28, 20).
Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo
transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del sufrimiento,
podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la
humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos
los signos indelebles de la misericordia infinita del Dios del que habla el
profeta: él es quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien
defiende a los débiles y proclama la libertad de los esclavos, quien
consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del
vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un corazón triste (cf. Is
61, 1.2.3). Si nos acercamos a él con humilde confianza, encontraremos en
su mirada la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón:
conocer a Dios y entablar con él una relación vital que colme de su mismo
amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales.
Para esto la humanidad necesita a Cristo: en él, nuestra esperanza,
«fuimos salvados» (cf. Rm 8, 24).
119
¡Cuántas veces las relaciones entre personas, grupos y pueblos, están
marcadas por el egoísmo, la injusticia, el odio y la violencia, y no por el
amor! Son las llagas de la humanidad, abiertas y dolientes en todos los
rincones del planeta, aunque a veces ignoradas e intencionadamente
escondidas; llagas que desgarran el alma y el cuerpo de innumerables
hermanos y hermanas nuestros. Estas llagas esperan ser aliviadas y
curadas por las llagas gloriosas del Señor resucitado (cf. 1 P 2, 24-25) y
por la solidaridad de cuantos, siguiendo sus huellas y en su nombre,
realizan gestos de amor, se comprometen activamente en favor de la
justicia y difunden en su entorno signos luminosos de esperanza en los
lugares ensangrentados por los conflictos y dondequiera que la dignidad
de la persona humana continúe siendo denigrada y vulnerada. Es de desear
que precisamente allí se multipliquen los testimonios de benignidad y de
perdón.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por la luz
deslumbrante de Cristo; abrámonos con sincera confianza a Cristo
resucitado, para que la fuerza renovadora del Misterio pascual se
manifieste en cada uno de nosotros, en nuestras familias, en nuestras
ciudades y en nuestras naciones. Que se manifieste en todas las partes del
mundo.
Invoquemos la plenitud de los dones pascuales por intercesión de
María que, tras compartir los sufrimientos de la pasión y crucifixión de su
Hijo inocente, experimentó también la alegría inefable de su resurrección.
Que, al estar asociada a la gloria de Cristo, sea ella quien nos proteja y nos
guíe por el camino de la solidaridad fraterna y de la paz.

SIGNIFICADO DEL ALELUYA PASCUAL Y DEL REGINA COELI


20080324. Regina Coeli
En la solemne Vigilia pascual volvió a resonar, después de los días de
Cuaresma, el canto del Aleluya, palabra hebrea universalmente conocida,
que significa «alabad al Señor». Durante los días del tiempo pascual esta
invitación a la alabanza se propaga de boca en boca, de corazón en
corazón. Resuena a partir de un acontecimiento absolutamente nuevo: la
muerte y resurrección de Cristo. El aleluya brotó del corazón de los
primeros discípulos y discípulas de Jesús en aquella mañana de Pascua, en
Jerusalén.
Casi nos parece oír sus voces: la de María Magdalena, la primera que
vio al Señor resucitado en el jardín cercano al Calvario; las voces de las
mujeres, que se encontraron con él mientras corrían, asustadas y felices, a
dar a los discípulos el anuncio del sepulcro vacío; las voces de los dos
discípulos que con rostros tristes se habían encaminado a Emaús y por la
tarde volvieron a Jerusalén llenos de alegría por haber escuchado su
palabra y haberlo reconocido «en la fracción del pan»; las voces de los
once Apóstoles, que aquella misma tarde lo vieron presentarse en medio
de ellos en el Cenáculo, mostrarles las heridas de los clavos y de la lanza y
decirles: «¡La paz con vosotros!». Esta experiencia ha grabado para
120
siempre el aleluya en el corazón de la Iglesia, y también en nuestro
corazón.
De esa misma experiencia deriva también la oración que rezamos hoy
y todos los días del tiempo pascual en lugar del Ángelus: el Regina caeli.
El texto que sustituye durante estas semanas al Ángelus es breve y tiene la
forma directa de un anuncio: es como una nueva «anunciación» a María,
que esta vez no hace un ángel, sino los cristianos, que invitamos a la
Madre a alegrarse porque su Hijo, a quien llevó en su seno, resucitó como
lo había prometido.
En efecto, «alégrate» fue la primera palabra que el mensajero celestial
dirigió a la Virgen en Nazaret. Y el sentido era este: Alégrate, María,
porque el Hijo de Dios está a punto de hacerse hombre en ti. Ahora,
después del drama de la Pasión, resuena una nueva invitación a la alegría:
«Gaude et laetare, Virgo Maria, alleluia, quia surrexit Dominus vere,
alleluia», «Alégrate y regocíjate, Virgen María, aleluya, porque
verdaderamente el Señor ha resucitado, aleluya».
Queridos hermanos y hermanas, dejemos que el aleluya pascual
también se grabe profundamente en nosotros, de modo que no sea sólo
una palabra en ciertas circunstancias exteriores, sino la expresión de
nuestra misma vida: la existencia de personas que invitan a todos a alabar
al Señor y lo hacen actuando como «resucitados». Decimos a María:
«Ruega al Señor por nosotros», para que Aquel que en la resurrección de
su Hijo devolvió la alegría al mundo entero, nos conceda gozar de esa
alegría ahora y siempre, en nuestra vida actual y en la vida sin fin.

LA MISERICORDIA: NÚCLEO CENTRAL DEL EVANGELIO


20080330. Regina coeli
Durante el jubileo del año 2000, el amado siervo de Dios Juan Pablo II
estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, además
de Dominica in Albis, se denominara también Domingo de la Misericordia
Divina. Esto sucedió en concomitancia con la canonización de Faustina
Kowalska, humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús
misericordioso, que nació en 1905 y murió en 1938.
En realidad, la misericordia es el núcleo central del mensaje
evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en
la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor
creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de
la Iglesia y se manifiesta mediante los sacramentos, especialmente el de la
Reconciliación, y mediante las obras de caridad, comunitarias e
individuales.
Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que
Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad
olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor
misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en
abundancia (cf. Jn 10, 10). De la misericordia divina, que pacifica los
121
corazones, brota además la auténtica paz en el mundo, la paz entre los
diversos pueblos, culturas y religiones.
Como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la
Misericordia divina. La tarde del inolvidable sábado 2 de abril de 2005,
cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del
segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia,
que unía en sí la dimensión mariana —era el primer sábado del mes— y la
de la Misericordia divina. En efecto, su largo y multiforme pontificado
tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad sobre
Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este
anuncio, como él mismo dijo en Cracovia-Lagiewniki en el año 2002 al
inaugurar el gran santuario de la Misericordia Divina: «Fuera de la
misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre»
(Homilía durante la misa de consagración del santuario de la
Misericordia Divina, 17 de agosto: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4). Así pues, su mensaje, como
el de santa Faustina, conduce al rostro de Cristo, revelación suprema de la
misericordia de Dios. Contemplar constantemente ese Rostro es la
herencia que nos ha dejado y que nosotros, con alegría, acogemos y
hacemos nuestra.

ENTRE PROTAGONISMO Y SERVICIO: BUSCAR LA VERDAD


20080124. Mensaje para la XVI JM Comunicaciones sociales
1. El tema de la próxima Jornada mundial de las comunicaciones
sociales, «Los medios de comunicación social: en la encrucijada entre
protagonismo y servicio. Buscar la verdad para compartirla», pone de
relieve la importancia del papel que estos instrumentos desempeñan en la
vida de las personas y de la sociedad. En efecto, no existe ámbito de la
experiencia humana —más aún si consideramos el amplio fenómeno de la
globalización— en el que los medios de comunicación social no se hayan
convertido en parte constitutiva de las relaciones interpersonales y de los
procesos sociales, económicos, políticos y religiosos. A este respecto,
escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz del pasado 1 de
enero: «Los medios de comunicación social, por las potencialidades
educativas de que disponen, tienen una responsabilidad especial en la
promoción del respeto por la familia, en ilustrar sus esperanzas y
derechos, en resaltar su belleza» (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).
2. Gracias a una vertiginosa evolución tecnológica, estos medios han
logrado potencialidades extraordinarias, lo cual plantea al mismo tiempo
nuevos e inéditos interrogantes y problemas. Es innegable la aportación
que pueden dar al flujo de noticias, al conocimiento de los hechos y a la
difusión del saber. Por ejemplo, han contribuido de manera decisiva a la
alfabetización y a la socialización, así como al desarrollo de la democracia
y al diálogo entre los pueblos. Sin su aportación sería realmente difícil
favorecer y mejorar la comprensión entre las naciones, dar alcance
122
universal a los diálogos de paz, garantizar al hombre el bien primario de la
información, asegurando a la vez la libre circulación del pensamiento,
sobre todo en orden a los ideales de solidaridad y justicia social.
Ciertamente, los medios de comunicación social en su conjunto no
solamente son medios para la difusión de las ideas, sino que también
pueden y deben ser instrumentos al servicio de un mundo más justo y
solidario. Lamentablemente, existe el peligro de que se transformen en
sistemas dedicados a someter al hombre a lógicas dictadas por los
intereses dominantes del momento. Es el caso de una comunicación usada
para fines ideológicos o para la venta de productos de consumo mediante
una publicidad obsesiva.
Con el pretexto de representar la realidad, se tiende de hecho a
legitimar e imponer modelos distorsionados de vida personal, familiar o
social. Además, para ampliar la audiencia, la llamada audience, a veces no
se duda en recurrir a la transgresión, a la vulgaridad y a la violencia. Y, por
último, puede suceder también que a través de los medios de
comunicación social se propongan y apoyen modelos de desarrollo que, en
vez de disminuir el abismo tecnológico entre los países pobres y los ricos,
lo aumentan.
3. La humanidad se encuentra hoy ante una encrucijada. También a los
medios de comunicación social se puede aplicar lo que escribí en la
encíclica Spe salvi sobre la ambigüedad del progreso, que ofrece
posibilidades inéditas para el bien, pero al mismo tiempo abre enormes
posibilidades de mal que antes no existían (cf. n. 22). Por tanto, es
necesario preguntarse si es sensato dejar que los medios de comunicación
social se subordinen a un protagonismo indiscriminado o que acaben en
manos de quien se vale de ellos para manipular las conciencias. ¿No se
debería, más bien, hacer todo lo posible para que permanezcan al servicio
de la persona y del bien común, y favorezcan «la formación ética del
hombre, el crecimiento del hombre interior»? (cf. ib.).
Su extraordinaria influencia en la vida de las personas y de la sociedad
es un dato ampliamente reconocido, pero hay que tomar conciencia del
viraje, diría incluso del cambio de función que los medios están
afrontando. Hoy, de manera cada vez más marcada, en ocasiones la
comunicación parece tener la pretensión no sólo de representar la realidad,
sino también de determinarla gracias al poder y a la fuerza de sugestión
que posee.
Se constata, por ejemplo, que con respecto a algunos acontecimientos
los medios no se utilizan para una adecuada función de información, sino
para "crear" los acontecimientos mismos. Muchos pastores ven con
preocupación este peligroso cambio en su función. Precisamente porque se
trata de realidades que influyen profundamente en todas las dimensiones
de la vida humana (moral, intelectual, religiosa, relacional, afectiva,
cultural), poniendo en juego el bien de la persona, es necesario reafirmar
que no todo lo que es técnicamente posible es también éticamente
realizable. El impacto de los medios de comunicación social en la vida del
123
hombre contemporáneo plantea, por tanto, interrogantes ineludibles, que
esperan decisiones y respuestas inaplazables.
4. El papel que los medios de comunicación han adquirido en la
sociedad debe considerarse como parte integrante de la cuestión
antropológica, que se plantea como un desafío crucial del tercer milenio.
De manera similar a lo que sucede en el campo de la vida humana, del
matrimonio y de la familia, y en el ámbito de las grandes cuestiones
contemporáneas relativas a la paz, la justicia y la conservación de la
creación, también en el sector de las comunicaciones sociales están en
juego dimensiones constitutivas del ser humano y de su verdad.
Cuando la comunicación pierde las raíces éticas y elude el control
social, termina por olvidar la centralidad y la dignidad inviolable del ser
humano, y corre el riesgo de influir negativamente sobre su conciencia y
sus opciones, condicionando así, en definitiva, la libertad y la vida misma
de las personas. Precisamente por eso es indispensable que los medios de
comunicación social defiendan celosamente a la persona y respeten
plenamente su dignidad. Son muchos los que piensan que en este ámbito
es necesaria una "info-ética", así como existe la bio-ética en el campo de
la medicina y de la investigación científica vinculada a la vida.
5. Hay que evitar que los medios de comunicación social se conviertan
en megáfono del materialismo económico y del relativismo ético,
verdaderas plagas de nuestro tiempo. Por el contrario, pueden y deben
contribuir a dar a conocer la verdad sobre el hombre, defendiéndola ante
los que tienden a negarla o destruirla. Se puede decir, incluso, que la
búsqueda y la presentación de la verdad sobre el hombre son la vocación
más alta de la comunicación social. Utilizar para este fin todos los
lenguajes, cada vez más bellos y refinados, de los que disponen los medios
de comunicación social, es una tarea entusiasmante confiada, en primer
lugar, a los responsables y operadores del sector. Es una tarea que, sin
embargo, nos corresponde en cierto modo a todos, porque en esta época de
globalización todos somos usuarios y a la vez operadores de
comunicaciones sociales. Los nuevos medios de comunicación, en
particular la telefonía e internet, están modificando el rostro mismo de la
comunicación y, tal vez, esta es una magnífica ocasión para volver a
diseñarlo, para hacer más visibles, como dijo mi venerado predecesor Juan
Pablo II, las líneas esenciales e irrenunciables de la verdad sobre la
persona humana (cf. carta apostólica El rápido desarrollo, 10).
6. El hombre tiene sed de verdad, busca la verdad; así lo demuestran
también la atención y el éxito que tienen tantos productos editoriales y
programas de ficción de calidad en los que se reconocen y son
adecuadamente representadas la verdad, la belleza y la grandeza de la
persona, incluyendo su dimensión religiosa. Jesús dijo: «Conoceréis la
verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). La verdad que nos hace
libres es Cristo, porque sólo él puede responder plenamente a la sed de
vida y de amor que existe en el corazón humano. Quien lo ha encontrado y
se apasiona por su mensaje, experimenta el deseo incontenible de
compartir y comunicar esta verdad: «Lo que existía desde el principio, lo
124
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos —escribe
san Juan—, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la
Palabra de vida (...), os lo anunciamos para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y
con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea
completo» (1 Jn 1, 1-3).
Invoquemos al Espíritu Santo para que no falten comunicadores
valientes y testigos auténticos de la verdad que, fieles al mandato de
Cristo y apasionados por el mensaje de la fe, «se hagan intérpretes de las
actuales exigencias culturales, comprometiéndose a vivir esta época de la
comunicación no como tiempo de alienación y extravío, sino como tiempo
oportuno para la búsqueda de la verdad y el desarrollo de la comunión
entre las personas y los pueblos» (Juan Pablo II, Discurso al congreso
Parábolas mediáticas, 9 noviembre 2002, 2: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 3).
125

DAME ALMAS, QUÍTAME LO DEMÁS


20080331. Discurso. Al capítulo general de los salesianos
Vuestro XXVI capítulo general se celebra en un período de grandes
cambios sociales, económicos y políticos; de marcados problemas éticos,
culturales y ambientales; y de conflictos aún por resolver entre etnias y
naciones. Por otra parte, en nuestro tiempo hay comunicaciones más
intensas entre los pueblos, nuevas posibilidades de conocimiento y de
diálogo, una confrontación más viva sobre los valores espirituales que dan
sentido a la existencia. En particular, las exigencias que los jóvenes nos
presentan, especialmente sus interrogantes sobre los problemas de fondo,
ponen de manifiesto los intensos deseos de vida plena, de amor auténtico
y de libertad constructiva que albergan.
Son situaciones que interpelan profundamente a la Iglesia y su
capacidad de anunciar hoy el evangelio de Cristo con toda su carga de
esperanza. Por eso, deseo vivamente que toda la congregación salesiana,
también gracias a los resultados de vuestro capítulo general, viva con
renovado impulso y fervor la misión para la que el Espíritu Santo, por la
intervención maternal de María Auxiliadora, la suscitó en la Iglesia. Hoy
quiero animaros a vosotros, y a todos los salesianos, a seguir por el
camino de esta misión, con plena fidelidad a vuestro carisma originario,
en el contexto del ya inminente bicentenario del nacimiento de don Bosco.
Con el tema "Da mihi animas, cetera tolle", vuestro capítulo general se
propuso reavivar el celo apostólico en cada salesiano y en toda la
congregación. Eso ayudará a definir mejor el perfil del salesiano, de modo
que sea cada vez más consciente de su identidad de persona consagrada
"para la gloria de Dios" y esté cada vez más inflamado de celo pastoral
"por la salvación de las almas".
Don Bosco quiso que la continuidad de su carisma en la Iglesia
estuviera asegurada por la opción de la vida consagrada. También hoy el
movimiento salesiano sólo puede crecer en fidelidad carismática si en su
interior sigue siendo un núcleo fuerte y vital de personas consagradas. Por
eso, con el fin de fortalecer la identidad de toda la congregación, vuestro
primer compromiso consiste en reforzar la vocación de cada salesiano a
vivir en plenitud la fidelidad a su llamada a la vida consagrada.
Toda la congregación debe tender a ser continuamente "memoria
viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado
ante el Padre y ante los hermanos" (Vita consecrata, 22). Cristo debe
ocupar el centro de vuestra vida. Es preciso dejarse aferrar por él y
recomenzar siempre desde él. Todo lo demás ha de considerarse "pérdida
ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús" y todo ha de tenerse
"por basura para ganar a Cristo" (Flp 3, 8).
De aquí brota el amor ardiente al Señor Jesús, la aspiración a
configurarse con él asumiendo sus sentimientos y su forma de vida, su
abandono confiado al Padre, su entrega a la misión evangelizadora, que
deben caracterizar a todo salesiano. Debe sentirse elegido para seguir a
126
Cristo obediente, pobre y casto, según las enseñanzas y el ejemplo de don
Bosco.
El proceso de secularización, que avanza en la cultura contemporánea,
lamentablemente afecta también a las comunidades de vida consagrada.
Por eso, es preciso velar sobre formas y estilos de vida que corren el
peligro de debilitar el testimonio evangélico, haciendo ineficaz la acción
pastoral y frágil la respuesta vocacional. En consecuencia, os pido que
ayudéis a vuestros hermanos a conservar y a reavivar la fidelidad a la
llamada. La oración que Jesús dirigió al Padre antes de su pasión para que
cuidara en su nombre a todos los discípulos que le había dado y para que
ninguno de ellos se perdiera (cf. Jn 17, 11-12), vale de modo particular
para las vocaciones de especial consagración.
Por eso, "la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el
programa" de vuestra congregación (Vita consecrata, 93). La palabra de
Dios y la liturgia han de ser las fuentes de la espiritualidad salesiana. En
particular, la lectio divina, practicada diariamente por todo salesiano, y la
Eucaristía, celebrada cada día en la comunidad, deben ser su alimento y su
apoyo. De aquí nacerá la auténtica espiritualidad de la entrega apostólica y
de la comunión eclesial. La fidelidad al Evangelio vivido sine glossa y a
vuestra Regla de vida, en particular un estilo de vida austero y la pobreza
evangélica practicada de modo coherente, el amor fiel a la Iglesia y la
entrega generosa de vosotros mismos a los jóvenes, especialmente a los
más necesitados y desvalidos, serán una garantía del florecimiento de
vuestra congregación.
Don Bosco es un ejemplo brillante de una vida impregnada de celo
apostólico, vivida al servicio de la Iglesia dentro de la congregación y la
familia salesianas. Siguiendo las huellas de san José Cafasso, vuestro
fundador aprendió a asumir el lema "da mihi animas, cetera tolle" como
síntesis de un modelo de acción pastoral inspirado en la figura y en la
espiritualidad de san Francisco de Sales. Ese modelo se sitúa en el
horizonte de la primacía absoluta del amor de Dios, un amor que llega a
forjar personalidades ardientes, deseosas de contribuir a la misión de
Cristo para encender toda la tierra con el fuego de su amor (cf. Lc 12, 49).
Juntamente con el amor a Dios, la otra característica del modelo
salesiano es la conciencia del valor inestimable de las "almas". Esta
percepción genera, por contraste, un agudo sentido del pecado y de sus
devastadoras consecuencias en el tiempo y en la eternidad. El apóstol está
llamado a colaborar en la acción redentora del Salvador, para que no se
pierda nadie. Por consiguiente, "salvar las almas", precisamente según las
palabras de san Pedro, fue la única razón de ser de don Bosco. El beato
Miguel Rua, su primer sucesor, sintetizó así toda la vida de vuestro amado
padre y fundador: "No dio ningún paso, no pronunció ninguna palabra, no
emprendió ninguna empresa que no estuviera orientada a la salvación de
la juventud. (...) Realmente, sólo le interesaban las almas". Así se refirió el
beato Miguel Rua acerca de don Bosco.
También hoy es urgente alimentar este celo en el corazón de cada
salesiano. Así no tendrá miedo de actuar con audacia incluso en los
127
ámbitos más difíciles de la acción evangelizadora en favor de los jóvenes,
especialmente de los más pobres material y espiritualmente. Tendrá la
paciencia y la valentía de proponer a los jóvenes vivir la misma totalidad
de entrega en la vida consagrada. Tendrá el corazón abierto a descubrir las
nuevas necesidades de los jóvenes y a escuchar su invocación de ayuda,
dejando eventualmente a otros los campos ya consolidados de
intervención pastoral.
Por eso, el salesiano afrontará las exigencias totalizadoras de la misión
con una vida sencilla, pobre y austera, compartiendo las mismas
condiciones de los más pobres, y tendrá la alegría de dar más a quienes en
la vida han recibido menos. Así el celo apostólico resultará contagioso e
implicará también a otros. Por tanto, el salesiano se hace promotor del
sentido apostólico, ayudando ante todo a los jóvenes a conocer y amar al
Señor Jesús, a dejarse fascinar por él, a cultivar el compromiso
evangelizador, a querer hacer el bien a sus coetáneos, a ser apóstoles de
otros jóvenes, como santo Domingo Savio, la beata Laura Vicuña y el
beato Ceferino Namuncurá, y los cinco jóvenes beatos mártires del
oratorio de Poznan. Queridos salesianos, comprometeos en la formación
de laicos con corazón apostólico, invitando a todos a caminar en la
santidad de vida que hace madurar discípulos valientes y apóstoles
auténticos.
En el mensaje que dirigí al rector mayor al inicio de vuestro capítulo
general entregué idealmente a todos los salesianos la carta que envié
recientemente a los fieles de Roma sobre la preocupación de lo que he
llamado una gran emergencia educativa. "Educar nunca ha sido fácil, y
hoy parece cada vez más difícil; por eso, muchos padres de familia y
profesores se sienten tentados de renunciar a la tarea que les corresponde,
y ya ni siquiera logran comprender cuál es de verdad la misión que se les
ha confiado. En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en
nuestra sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social
transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil
proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de
conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida"
(Discurso en la entrega a la diócesis de Roma de la carta sobre la tarea
urgente de la educación, 23 de febrero de 2008: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 29 de febrero de 2008, p. 6).
En realidad, el aspecto más grave de la emergencia educativa es el
sentido de desaliento que invade a muchos educadores, especialmente
padres de familia y profesores, ante las dificultades que plantea hoy su
tarea. En efecto, en la citada carta escribí: «Sólo una esperanza fiable
puede ser el alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra
esperanza se ve asechada desde muchas partes, y también nosotros, como
los antiguos paganos, corremos el riesgo de convertirnos en hombres "sin
esperanza y sin Dios en este mundo", como escribió el apóstol san Pablo a
los cristianos de Éfeso (Ef 2, 12). Precisamente de aquí nace la dificultad
tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de
la crisis de la educación hay una crisis de confianza en la vida»
128
(L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de febrero de
2008, p. 9) que, en el fondo, no es más que desconfianza en Dios, que nos
ha llamado a la vida.
En la educación de los jóvenes es sumamente importante que la familia
sea un sujeto activo. Con frecuencia encuentra dificultades para afrontar
los desafíos de la educación; muchas veces es incapaz de dar su aportación
específica, o está ausente. La predilección y el compromiso en favor de los
jóvenes, que son característica del carisma de don Bosco, deben traducirse
en un compromiso igual para la implicación y la formación de las
familias.
Por consiguiente, vuestra pastoral juvenil debe abrirse decididamente a
la pastoral familiar. Cuidar las familias no es restar fuerzas al trabajo en
favor de los jóvenes; al contrario, es hacerlo más duradero y eficaz. Por
eso, os animo a profundizar las formas de este compromiso, por el que ya
estáis encaminados. Eso redundará en beneficio de la educación y la
evangelización de los jóvenes.
Ante estas múltiples tareas es necesario que vuestra congregación
asegure, especialmente a sus miembros, una sólida formación. La Iglesia
necesita con urgencia personas de fe sólida y profunda, de preparación
cultural actualizada, de genuina sensibilidad humana y de fuerte sentido
pastoral. Necesita personas consagradas que dediquen su vida a estar en
estas fronteras. Sólo así será posible evangelizar de forma eficaz, anunciar
al Dios de Jesucristo y así la alegría de la vida.
Por consiguiente, a este compromiso formativo debe dedicarse vuestra
congregación como una prioridad. Debe seguir formando con gran esmero
a sus miembros sin contentarse con la mediocridad, superando las
dificultades de la fragilidad vocacional, favoreciendo un sólido
acompañamiento espiritual y garantizando en la formación permanente la
cualificación educativa y pastoral.

JUAN PABLO II, SIGNO DE CRISTO RESUCITADO


20080402. Homilía. 3º aniversario muerte de Juan Pablo II
La fecha del 2 de abril ha quedado grabada en la memoria de la Iglesia
como el día de la partida de este mundo del siervo de Dios Papa Juan
Pablo II. Revivimos con emoción las horas de aquel sábado por la noche,
cuando la gran multitud en oración que llenaba la plaza de San Pedro
recibió la noticia de su muerte. Durante varios días la basílica vaticana y
esta plaza fueron realmente el corazón del mundo. Un río ininterrumpido
de peregrinos rindió homenaje a los restos mortales del venerado Pontífice
y su funeral constituyó un testimonio ulterior de la estima y del afecto que
había conquistado en el corazón de numerosísimos creyentes y personas
de todas las partes de la tierra.
Como hace tres años, también hoy no ha pasado mucho tiempo desde
la Pascua. El corazón de la Iglesia está aún profundamente inmerso en el
misterio de la resurrección del Señor. En verdad, podemos leer toda la
vida de mi amado predecesor, especialmente su ministerio petrino, bajo el
129
signo de Cristo resucitado. Albergaba una fe extraordinaria en él, y con él
mantenía una conversación íntima, singular e ininterrumpida.
En efecto, entre sus numerosas cualidades humanas y sobrenaturales
tenía también la de una excepcional sensibilidad espiritual y mística.
Bastaba observarlo cuando oraba: se sumergía literalmente en Dios y
parecía que en aquellos momentos todo lo demás le resultaba ajeno. En las
celebraciones litúrgicas estaba atento al misterio que se realizaba, con una
notable capacidad de captar la elocuencia de la palabra de Dios en el
devenir de la historia, en el nivel profundo del plan de Dios. La santa
misa, como repetía a menudo, era para él el centro de cada jornada y de
toda su vida. La realidad "viva y santa" de la Eucaristía le daba la energía
espiritual para guiar al pueblo de Dios por el camino de la historia.
Juan Pablo II murió en la vigilia del segundo domingo de Pascua,
cuando se iniciaba el "día que hizo el Señor". Su agonía se desarrolló
enteramente dentro de este "día", en este espacio-tiempo nuevo que es el
"octavo día", querido por la santísima Trinidad mediante la obra del Verbo
encarnado, muerto y resucitado.
El Papa Juan Pablo II mostró repetidamente que ya desde antes,
durante su vida, y especialmente en el desempeño de su misión de Sumo
Pontífice, se encontraba inmerso de algún modo en esta dimensión
espiritual. En efecto, su pontificado, en su conjunto y en muchos
momentos específicos, se presenta como un signo y un testimonio de la
resurrección de Cristo. El dinamismo pascual que hizo de la existencia de
Juan Pablo II una respuesta total a la llamada del Señor no podía
expresarse sin participación en los sufrimientos y en la muerte del divino
Maestro y Redentor.
"Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos
con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él" (2 Tm 2,
11-12). Desde niño, Karol Wojtyla había experimentado la verdad de estas
palabras, encontrando la cruz a lo largo de su camino, en su familia y en
su pueblo. Pronto decidió cargarla juntamente con Jesús, siguiendo sus
huellas. Quiso ser su fiel servidor hasta acoger la llamada al sacerdocio
como don y compromiso de toda la vida. Con él vivió y con él quiso
también morir. Y todo ello a través de la singular mediación de María
santísima, Madre de la Iglesia, Madre del Redentor, asociada de forma
íntima y efectiva a su misterio salvífico de muerte y resurrección.
En esta reflexión evocativa nos guían las lecturas bíblicas que se
acaban de proclamar: "¡No tengáis miedo!" (Mt 28, 5). Las palabras del
ángel de la resurrección, que acabamos de escuchar, dirigidas a las
mujeres junto al sepulcro vacío, se convirtieron en una especie de lema en
labios del Papa Juan Pablo II, desde el inicio solemne de su ministerio
petrino. Las repitió muchas veces a la Iglesia y a la humanidad en camino
hacia el año 2000, luego durante aquella meta histórica, y también
después, en el alba del tercer milenio. Siempre las pronunció con
inflexible firmeza, primero blandiendo el báculo pastoral que culmina en
la cruz y luego, cuando sus energías físicas estaban decayendo, casi
130
agarrándose a él, hasta aquel último Viernes santo en el que participó en el
vía crucis desde su capilla privada estrechando la cruz entre sus brazos.
No podemos olvidar ese último y silencioso testimonio de amor a
Jesús. También esa elocuente escena de sufrimiento humano y de fe, en
aquel último Viernes santo, indicaba a los creyentes y al mundo el secreto
de toda la vida cristiana. Su "¡No tengáis miedo!" no se apoyaba en las
fuerzas humanas, ni en los éxitos obtenidos, sino solamente en la palabra
de Dios, en la cruz y en la resurrección de Cristo.
Este abandono en Cristo se puso de manifiesto de un modo cada vez
más evidente a medida que era despojado de todo, al final incluso de la
palabra misma. Como aconteció a Jesús, también a Juan Pablo II, al final,
las palabras dejaron su lugar al sacrificio extremo, al don de sí mismo. Y
la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo,
configurada a él incluso físicamente por los rasgos del sufrimiento y del
abandono confiado en los brazos del Padre celestial. Como atestiguan los
que estuvieron cerca de él, sus últimas palabras fueron: "Dejad que vaya
al Padre"; así culminaba una vida totalmente orientada a conocer y
contemplar el rostro del Señor.
Saludo en particular a los participantes en el primer Congreso mundial
sobre la Misericordia divina, que comienza precisamente hoy, en el que se
quiere profundizar su rico magisterio sobre este tema. Como dijo él
mismo, la misericordia de Dios es una clave de lectura privilegiada de su
pontificado. Quería que el mensaje del amor misericordioso de Dios
llegara a todos los hombres y exhortaba a los fieles a ser sus testigos (cf.
Homilía durante la consagración del santuario de la Misericordia divina
en Cracovia-Lagiewniki, 17 de agosto de 2002: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4). Por eso quiso
elevar al honor de los altares a sor Faustina Kowalska, humilde religiosa
que por misterioso designio de Dios se convirtió en mensajera profética de
la Misericordia divina.
El siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente
las enormes tragedias del siglo XX, y durante mucho tiempo se preguntó
qué podía detener la marea del mal. La única respuesta posible era el amor
de Dios. En efecto, sólo la Misericordia divina puede poner un límite al
mal; sólo el amor todopoderoso de Dios puede derrotar la prepotencia de
los malvados y el poder destructor del egoísmo y del odio. Por eso,
durante la última visita a Polonia, al volver a su tierra natal, dijo: "Fuera
de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el
hombre" (ib.).
Demos gracias al Señor por haber hecho a la Iglesia el don de este fiel
y valiente servidor suyo. Alabemos y bendigamos a la santísima Virgen
María por haber velado sin cesar sobre su persona y su ministerio, en
beneficio del pueblo cristiano y de la humanidad entera. Y, a la vez que
ofrecemos por su alma elegida el sacrificio redentor, le pedimos que
continúe intercediendo desde el cielo por cada uno de nosotros, a los que
la Providencia ha llamado a recoger su inestimable herencia espiritual, y
por mí de modo especial.
131
Quiera Dios que la Iglesia, siguiendo sus enseñanzas y sus ejemplos,
prosiga fielmente y sin componendas su misión evangelizadora,
difundiendo incansablemente el amor misericordioso de Cristo, fuente de
verdadera paz para el mundo entero. Amén.
132

LA CLAVE DE BÓVEDA DEL CRISTIANISMO


20080326. Audiencia general.
«Et resurrexit tertia die secundum Scripturas», «Resucitó al tercer día
según las Escrituras». Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra
profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente
que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se
comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la
historia y se hace actual en cada celebración eucarística.
Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central
de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su
riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez
más y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada
año, en el «santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado»,
como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y
penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a
muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra
salvación y su sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su
resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el
que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del
tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente
nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es
también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza
de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos
no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio.
«La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de
Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: «Dios dio a
todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los
muertos» (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para
demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías
esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a
una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha
amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es
«prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale
también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo
glorificó. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: «Si confiesas con
tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de
entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9).
Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya
verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el
pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la
niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita,
como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la
Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el
133
contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado
cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.
¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía,
audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? ¿No
es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos
hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen
dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio?
«Si Cristo no resucitó, —decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra
predicación y es vana también nuestra fe» (1Co 15, 14). Pero ¡resucitó!
El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es
precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es «el que vive» (Ap 1, 18), y
nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las
mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían
dirigido al sepulcro; como se encontraron con él los discípulos,
sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las mujeres;
y como se encontraron con él muchos otros testigos en los días que
siguieron a su resurrección.
Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre
sus amigos, como por lo demás había prometido: «He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). El Señor
está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los
miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el Espíritu Santo,
comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y
este anuncio, transmitiéndose de generación en generación, ha llegado
hasta nosotros y resuena cada año en Pascua con una fuerza siempre
nueva.
De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a
encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción
vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria.
Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor de los
dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Después de la crucifixión de
Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían a casa
desconsolados. Durante el camino conversaban entre sí sobre todo lo que
había pasado en aquellos días en Jerusalén; entonces se les acercó Jesús,
se puso a conversar con ellos y a enseñarles: «¡Oh insensatos y tardos de
corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que
el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 25-26). Luego,
empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo
que se refería a él en todas las Escrituras.
La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para los
discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa y
consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora
todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento.
Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que
se quedara a cenar con ellos. Y él aceptó y se sentó a la mesa con ellos. El
evangelista san Lucas refiere: «Sucedió que, cuando se puso a la mesa con
ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc
134
24, 30). Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de
los dos discípulos y lo reconocieron, «pero él desapareció de su lado» (Lc
24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: «¿No estaba
ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el
camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32).
En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la
semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las
Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto
también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran
igualmente nuestros ojos. El Señor está con nosotros, nos muestra el
camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir
el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su
presencia. Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los
momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace
pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de
la última Cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su
resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.
Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace
presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre
nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra,
también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la
Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la
comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su
testamento de amor y de servicio fraterno.
Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance
aún más nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre
todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que
María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua
para muchos hermanos nuestros.

EL ACEITE SOBRE LAS HERIDAS: ABORTO Y DIVORCIO


20080405. Discurso. Congreso
Con gran alegría me encuentro con vosotros, con ocasión del Congreso
internacional El aceite sobre las heridas. Una respuesta a las plagas del
aborto y del divorcio. Os felicito por el tema escogido como objeto de
vuestras reflexiones durante estos días, muy actual y complejo, en
particular por la referencia a la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,
25-37), que habéis elegido como clave para analizar las plagas del aborto
y del divorcio, que tanto sufrimiento causan en la vida de las personas, de
las familias y de la sociedad.
Sí, en verdad, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se
encuentran a veces despojados y heridos, al borde de los caminos que
recorremos, a menudo sin que nadie escuche sus gritos de auxilio y se
compadezca de ellos, para aliviarlos y curarlos. En el debate, con
frecuencia puramente ideológico, se crea con respecto a ellos una especie
de conjuración de silencio. Sólo con la actitud del amor misericordioso es
135
posible acercarse a las víctimas para llevarles ayuda y permitir que se
levanten y reanuden el camino de la existencia.
En un contexto cultural marcado por un creciente individualismo, por
el hedonismo y muy a menudo también por la falta de solidaridad y de un
adecuado apoyo social, la libertad humana, ante las dificultades de la vida,
en su fragilidad es impulsada a decisiones contrarias a la indisolubilidad
del pacto conyugal o al respeto debido a la vida humana recién concebida
y aún custodiada en el seno materno. Ciertamente, el divorcio y el aborto
son opciones de índole diferente, a veces maduradas en circunstancias
difíciles y dramáticas, que a menudo provocan traumas y son fuente de
profundos sufrimientos para quien las lleva a cabo. Afectan también a
víctimas inocentes: al niño recién concebido y aún no nacido, y a los hijos
implicados en la ruptura de los vínculos familiares. En todos dejan heridas
que marcan indeleblemente la vida.
El juicio ético de la Iglesia con respecto al divorcio y al aborto
provocado es claro y de todos conocido: se trata de culpas graves que, en
diversas medidas y quedando a salvo la valoración de las
responsabilidades subjetivas, menoscaban la dignidad de la persona
humana, implican una profunda injusticia en las relaciones humanas y
sociales, y también ofenden a Dios, garante del pacto conyugal y autor de
la vida. Y, sin embargo, la Iglesia, a ejemplo de su divino Maestro, piensa
siempre en las personas concretas, sobre todo en las más débiles e
inocentes, que son víctimas de las injusticias y los pecados, y también en
los demás hombres y mujeres que, habiendo cometido dichos actos, han
incurrido en culpa y llevan sus heridas interiores, buscando la paz y la
posibilidad de una recuperación.
La Iglesia tiene el deber primario de acercarse a estas personas con
amor y delicadeza, con solicitud y atención materna, para anunciarles la
cercanía misericordiosa de Dios en Jesucristo. En efecto, como enseñan
los Padres, él es el verdadero buen Samaritano, que se ha hecho nuestro
prójimo, que derrama aceite y vino sobre nuestras heridas y nos conduce a
la posada, la Iglesia, en la que hace que nos curen, encomendándonos a
sus ministros y pagando personalmente, por adelantado, nuestra curación.
Sí, el evangelio del amor y de la vida es también siempre evangelio de la
misericordia, que se dirige al hombre concreto y pecador —que somos
nosotros— para levantarlo de cualquier caída, para curarlo de cualquier
herida.
Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, de cuya muerte
acabamos de celebrar el tercer aniversario, al inaugurar el nuevo santuario
de la Misericordia Divina en Cracovia, dijo: "Fuera de la misericordia de
Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (Homilía, 17 de
agosto de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de
agosto de 2002, p. 4). A partir de esta misericordia, la Iglesia cultiva una
inquebrantable confianza en el hombre y en su capacidad de recuperarse.
Sabe que, con la ayuda de la gracia, la libertad humana es capaz de la
entrega definitiva y fiel que hace posible el matrimonio de un hombre y
una mujer como pacto indisoluble; que la libertad humana, incluso en las
136
circunstancias más difíciles, es capaz de gestos extraordinarios de
sacrificio y de solidaridad para acoger la vida de un nuevo ser humano.
Así, se puede ver que los "no" que la Iglesia pronuncia en sus
indicaciones morales y en los cuales a veces se concentra de modo
unilateral la atención de la opinión pública, en realidad son grandes "sí" a
la dignidad de la persona humana, a su vida y a su capacidad de amar. Son
la expresión de la confianza constante de que, a pesar de sus debilidades,
los seres humanos pueden corresponder a la altísima vocación para la cual
han sido creados: la de amar.
En esa misma ocasión, Juan Pablo II prosiguió: "Es preciso transmitir
al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el
mundo encontrará la paz". Aquí se inserta la gran tarea de los discípulos
del Señor Jesús, que son compañeros de camino de tantos hermanos,
hombres y mujeres de buena voluntad. Su programa, el programa del buen
samaritano, es ""un corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita
amor y actúa en consecuencia" (Deus caritas est, 31).
Durante estos días de reflexión y de diálogo os habéis compadecido de
las víctimas afectadas por las heridas del divorcio y del aborto. Ante todo,
habéis constatado los sufrimientos, a veces traumáticos, que padecen los
así llamados "hijos del divorcio", marcando su vida hasta el punto de que
su camino se hace mucho más difícil. En efecto, es inevitable que, cuando
se rompe el pacto conyugal, sufran sobre todo los hijos, que son el signo
vivo de su indisolubilidad. Por consiguiente, la atención solidaria y
pastoral deberá procurar que los hijos no sean víctimas inocentes de los
conflictos entre los padres que se divorcian, y garantizar, en la medida de
lo posible, la continuidad del vínculo con sus padres y también de la
relación con sus raíces familiares y sociales, que es indispensable para un
crecimiento psicológico y humano equilibrado.
También habéis centrado vuestra atención en el drama del aborto
provocado, que deja huellas profundas, a veces indelebles, en la mujer que
lo lleva a cabo y en las personas que la rodean, y que produce
consecuencias devastadoras para la familia y para la sociedad, entre otras
razones, por la mentalidad materialista de desprecio a la vida que
favorece. ¡Cuántas complicidades egoístas se encubren a menudo en una
decisión sufrida, que tantas mujeres han debido afrontar solas, y cuya
herida aún abierta llevan en su alma! Aunque lo que han realizado sigue
constituyendo una grave injusticia y ya no tiene remedio, hago mía la
exhortación dirigida en la encíclica Evangelium vitae a las mujeres que
han recurrido al aborto: "No os dejéis vencer por el desánimo y no perdáis
la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su
verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al
arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su
perdón y su paz en el sacramento de la reconciliación. Os daréis cuenta de
que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo" (n.
99).
Expreso mi profundo aprecio por todas las iniciativas sociales y
pastorales encaminadas a la reconciliación y a la atención a las personas
137
heridas por el drama del aborto y del divorcio. Esas iniciativas, junto con
muchas otras formas de compromiso, constituyen elementos esenciales
para la construcción de la civilización del amor que la humanidad necesita
hoy más que nunca.
Al implorar al Señor, Dios misericordioso, que os configure cada vez
más con Jesús, el buen Samaritano, para que su Espíritu os enseñe a mirar
de una forma nueva la realidad de los hermanos que sufren, os ayude a
pensar con criterios nuevos y os impulse a actuar con generosidad en la
perspectiva de una auténtica civilización del amor y de la vida, imparto a
todos una especial bendición apostólica.

LOS ABUELOS: TESTIMONIO Y PRESENCIA EN LA FAMILIA


20080405. Discurso. Asamblea plenaria Consejo para la Familia
«Los abuelos: su testimonio y su presencia en la familia». Os doy las
gracias por haber aceptado mi propuesta de Valencia, donde dije: «Ojalá
que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un
tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo
cuando dan testimonio de fe» (Encuentro festivo y testimonial, 8 de julio
de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio
de 2006, p. 11).
El tema que habéis afrontado es muy familiar a todos. ¿Quién no
recuerda a sus abuelos? ¿Quién puede olvidar su presencia y su testimonio
en el hogar? ¡Cuántos de nosotros llevan su nombre como signo de
continuidad y de gratitud! Es costumbre en las familias, después de su
muerte, recordar su aniversario con una misa de sufragio por ellos y, si es
posible, con una visita al cementerio. Estos y otros gestos de amor y de fe
son manifestación de nuestra gratitud hacia ellos. Por nosotros se
entregaron, se sacrificaron y, en ciertos casos, incluso se inmolaron.
La Iglesia ha prestado siempre una atención particular a los abuelos,
reconociendo que constituyen una gran riqueza desde el punto de vista
humano y social, así como desde el punto de vista religioso y espiritual.
Mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II intervinieron
muchas veces, subrayando el aprecio que la comunidad eclesial tiene por
los ancianos, por su dedicación y por su espiritualidad. En particular, Juan
Pablo II, durante el jubileo del año 2000, convocó en septiembre, en la
plaza de San Pedro, al mundo de la «tercera edad», y en esa circunstancia
dijo: «A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad,
conservo el gusto por la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso
poderse gastar hasta el final por la causa del reino de Dios». Son palabras
contenidas en la carta que aproximadamente un año antes, en octubre de
1999, había dirigido a los ancianos, y que conserva intacta su actualidad
humana, social y cultural (Carta a los ancianos, n. 17: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1999, p. 7).
Vuestra asamblea plenaria ha afrontado el tema de la presencia de los
abuelos en la familia, en la Iglesia y en la sociedad, con una mirada que
abarca el pasado, el presente y el futuro. Analicemos brevemente estos tres
138
momentos. En el pasado, los abuelos desempeñaban un papel importante
en la vida y en el crecimiento de la familia. Incluso en edad avanzada,
seguían estando presentes entre sus hijos, con sus nietos y, a veces, entre
sus bisnietos, dando un testimonio vivo de solicitud, sacrificio y entrega
diaria sin reservas. Eran testigos de una historia personal y comunitaria
que seguía viviendo en sus recuerdos y en su sabiduría.
Hoy, la evolución económica y social ha producido profundos cambios
en la vida de las familias. Los ancianos, entre los cuales figuran muchos
abuelos, se han encontrado en una especie de «zona de aparcamiento»:
algunos se sienten como una carga en la familia y prefieren vivir solos o
en residencias para ancianos, con todas las consecuencias que se derivan
de estas opciones.
Además, por desgracia, en muchas partes parece avanzar la «cultura de
la muerte», que amenaza también la etapa de la tercera edad. Con
creciente insistencia se llega incluso a proponer la eutanasia como
solución para resolver ciertas situaciones difíciles. La ancianidad, con sus
problemas relacionados también con los nuevos contextos familiares y
sociales a causa del desarrollo moderno, ha de valorarse con atención,
siempre a la luz de la verdad sobre el hombre, sobre la familia y sobre la
comunidad. Es preciso reaccionar siempre con fuerza contra lo que
deshumaniza a la sociedad. Estos problemas interpelan fuertemente a las
comunidades parroquiales y diocesanas, las cuales se están esforzando por
salir al paso de las exigencias modernas con respecto a los ancianos.
Hay asociaciones y movimientos eclesiales que han abrazado esta
causa importante y urgente. Es necesario unirse para derrotar juntos toda
marginación, porque la mentalidad individualista no sólo los atropella a
ellos —los abuelos, las abuelas, los ancianos—, sino a todos. Si, como en
muchas partes se suele decir a menudo, los abuelos constituyen un valioso
recurso, es preciso hacer opciones coherentes que permitan valorar lo
mejor posible ese recurso.
Ojalá que los abuelos vuelvan a ser una presencia viva en la familia, en
la Iglesia y en la sociedad. Por lo que respecta a la familia, los abuelos
deben seguir siendo testigos de unidad, de valores basados en la fidelidad
a un único amor que suscita la fe y la alegría de vivir. Los así llamados
«nuevos modelos de familia» y el relativismo generalizado han debilitado
estos valores fundamentales del núcleo familiar. Como con razón habéis
observado durante vuestros trabajos, los males de nuestra sociedad
requieren remedios urgentes. Ante la crisis de la familia, ¿no se podría
recomenzar precisamente de la presencia y del testimonio de los abuelos,
que tienen una solidez mayor en valores y en proyectos?
En efecto, no se puede proyectar el futuro sin hacer referencia a un
pasado rico en experiencias significativas y en puntos de referencia
espiritual y moral. Pensando en los abuelos, en su testimonio de amor y de
fidelidad a la vida, vienen a la memoria las figuras bíblicas de Abraham y
Sara, de Isabel y Zacarías, de Joaquín y Ana, así como de los ancianos
Simeón y Ana, o también Nicodemo: todos ellos nos recuerdan que a
cualquier edad el Señor pide a cada uno la aportación de sus talentos.
139

EL DRAMA DE LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS


20080406. Regina Coeli
El evangelio de este domingo —el tercero de Pascua— es el célebre
relato llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). En él se nos
habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir,
el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para
dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo
largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo
reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las
Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria.
Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo
partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista,
dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su
presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los
demás discípulos lo que había sucedido.
La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay
diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que
Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a
Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En
nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para
reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el
pan de la vida eterna.
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido
impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de
uno de ellos: «Nosotros esperábamos...» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado
lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado..., pero ahora
todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado
como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros
estamos decepcionados.
Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la
situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza
de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias
negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este
camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino
de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su
palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo
como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible
también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por
decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque
no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su
presencia real en la Eucaristía.
140
Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa
misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas
Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo
presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia,
alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva
día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de
María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad,
reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia
del encuentro transformador con el Señor resucitado.

¿POR QUÉ LOS MÁRTIRES ENTREGARON SU VIDA A


CRISTO?
20080407. Homilía. Memoria de los testigos de la fe ss. XX y XXI
Este encuentro en la antigua basílica de San Bartolomé en la isla
Tiberina podemos considerarlo como una peregrinación a la memoria de
los mártires del siglo XX, innumerables hombres y mujeres, conocidos y
desconocidos, que, en el arco del siglo XX derramaron su sangre por el
Señor. Una peregrinación guiada por la palabra de Dios, que como
lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero (cf. Sal 119, 105),
alumbra con su luz la vida de todos los creyentes.
Mi amado predecesor Juan Pablo II destinó este templo precisamente
para ser lugar de la memoria de los mártires del siglo XX y lo encomendó
a la Comunidad de San Egidio, que este año da gracias al Señor por el
cuadragésimo aniversario de su fundación.
En este lugar lleno de memorias nos preguntamos: ¿por qué nuestros
hermanos mártires no buscaron salvar a toda costa el bien insustituible de
la vida? ¿Por qué siguieron sirviendo a la Iglesia, a pesar de graves
amenazas e intimidaciones? En esta basílica, donde se conservan las
reliquias del apóstol san Bartolomé y donde se veneran los restos mortales
de san Adalberto, resuena el elocuente testimonio de todos los que, no sólo
durante el siglo XX, sino también desde los inicios de la Iglesia, viviendo
el amor, entregaron su vida a Cristo en el martirio.
En el icono colocado sobre el altar mayor, que representa a algunos de
estos testigos de la fe, destacan las palabras del Apocalipsis: «Esos son
los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7, 14). El anciano que pregunta
quiénes son y de dónde han venido los que están vestidos con vestiduras
blancas, recibe como respuesta que esos son los que «han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14).
Es una respuesta extraña, a primera vista. Pero, en el lenguaje cifrado
del vidente de Patmos, contiene una referencia precisa a la blanca llama
del amor, que impulsó a Cristo a derramar su sangre por nosotros. En
virtud de esa sangre hemos sido purificados. Sostenidos por esa llama,
también los mártires derramaron su sangre y se purificaron en el amor: en
el amor de Cristo que los hizo capaces de sacrificarse a su vez por amor.
Jesús dijo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 15, 13). Todo testigo de la fe vive este amor «mayor» y, a
141
ejemplo del divino Maestro, está dispuesto a sacrificar su vida por el reino
de Dios. De este modo, llega a ser amigo de Cristo; así se configura con
él, aceptando el sacrificio hasta el extremo, sin poner límites al don del
amor y al servicio de la fe.
Deteniéndonos ante los seis altares, que recuerdan a los cristianos
caídos bajo la violencia totalitaria del comunismo y del nazismo, a los
asesinados en América, en Asia y en Oceanía, en España y en México, en
África, recorremos idealmente muchas historias dolorosas del siglo
pasado. Muchos cayeron mientras cumplían la misión evangelizadora de
la Iglesia: su sangre se mezcló con la de los cristianos autóctonos a los
que se les había comunicado la fe. Otros, a menudo en situación de
minoría, fueron asesinados por odio a la fe. Por último, no pocos se
inmolaron por no abandonar a los necesitados, a los pobres, a los fieles
que les habían sido encomendados, sin miedo a amenazas y peligros.
Son obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, y fieles laicos. Son
muchos. El siervo de Dios Juan Pablo II, en la celebración ecuménica
jubilar de los nuevos mártires, que tuvo lugar el 7 de mayo del año 2000
en el Coliseo, dijo que estos hermanos y hermanas nuestros en la fe
constituyen un gran cuadro de la humanidad cristiana del siglo XX, un
mural de las Bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre
(cf. Homilía en la conmemoración de los mártires del siglo XX, n. 3:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de mayo de 2000,
p. 6). Y solía repetir que el testimonio de Cristo hasta el derramamiento de
la sangre habla con voz más fuerte que las divisiones del pasado.
Es verdad. Aparentemente la violencia, los totalitarismos, la
persecución y la brutalidad ciega parecen más fuertes, silenciando la voz
de los testigos de la fe, que humanamente pueden parecer los derrotados
de la historia. Pero Jesús resucitado ilumina su testimonio y así
comprendemos el sentido del martirio. A este propósito Tertuliano afirma:
«Plures efficimur quoties metimur a vobis: sanguis martyrum semen
christianorum», «Nos multiplicamos cada vez que somos segados por
vosotros: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» (Apol.
50, 13: CCL 1, 171).
En la derrota, en la humillación de quienes sufren a causa del
Evangelio actúa una fuerza que el mundo no conoce: «Cuando soy débil
—afirma el apóstol san Pablo—, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12,
10). Es la fuerza del amor, inerme y victorioso incluso en la derrota
aparente. Es la fuerza que desafía y vence a la muerte.
También este siglo XXI se ha iniciado con el signo del martirio.
Cuando los cristianos son verdaderamente levadura, luz y sal de la tierra,
se convierten como Jesús en objeto de persecuciones; como él son «signo
de contradicción». La convivencia fraterna, el amor, la fe, las opciones en
favor de los más pequeños y de los pobres, que marcan la existencia de la
comunidad cristiana, suscitan a veces una aversión violenta. ¡Cuán útil es
entonces contemplar el luminoso testimonio de quienes nos han precedido
en el signo de una fidelidad heroica hasta el martirio! En esta antigua
basílica, gracias al cuidado de la Comunidad de San Egidio, se conserva y
142
venera la memoria de numerosos testigos de la fe caídos en tiempos
recientes.

DESARME, DESARROLLO Y PAZ


20080410. Carta. Card. Martino. Seminario sobre el desarme
«Desarme, desarrollo y paz. Perspectivas para un desarme integral». El
tema sobre el que vais a reflexionar es muy actual. La humanidad ha
alcanzado un formidable progreso en la ciencia y en la técnica. El ingenio
humano ha producido frutos inimaginables hace pocos decenios. Al
mismo tiempo, en el mundo siguen existiendo áreas sin un adecuado nivel
de desarrollo humano y material; muchos pueblos y personas están
privados de los derechos y las libertades más elementales. Incluso en las
regiones del mundo que gozan de un elevado nivel de bienestar parecen
ensancharse las bolsas de marginación y miseria.
El proceso mundial de globalización ha abierto nuevos horizontes,
pero tal vez no ha dado aún los resultados esperados. Y aunque, después
de los horrores de la segunda guerra mundial, la familia humana ha dado
prueba de gran civilización fundando la Organización de las Naciones
Unidas, hoy la comunidad internacional parece desorientada. En diversas
áreas del mundo persisten tensiones y guerras, e incluso donde no se vive
la tragedia de la guerra predominan sentimientos de miedo e inseguridad.
Además, fenómenos como el terrorismo a escala mundial hacen frágil el
confín entre la paz y la guerra, poniendo en serio peligro la esperanza del
futuro de la humanidad.
¿Cómo responder a estos desafíos? ¿Cómo reconocer los "signos de
los tiempos"? Ciertamente, hace falta una acción común en el ámbito
político, económico y jurídico, pero, antes aún, es necesaria una reflexión
común en el ámbito moral y espiritual; parece cada vez más urgente
promover un "nuevo humanismo", que ilumine al hombre en la
comprensión de sí mismo y del sentido de su camino en la historia.
Al respecto, cuán actual es la enseñanza del siervo de Dios Papa Pablo
VI y su propuesta de un humanismo integral, es decir, orientado a
«promover a todos los hombres y a todo el hombre» (Populorum
progressio, 14). El desarrollo no puede reducirse a un simple crecimiento
económico: debe abarcar la dimensión moral y espiritual; un auténtico
humanismo integral debe ser al mismo tiempo solidario, y la solidaridad
es una de las expresiones más elevadas del espíritu humano; pertenece a
sus deberes naturales (cf. St 2, 15-16) y vale tanto para las personas como
para los pueblos (cf. Gaudium et spes, 86); de su aplicación dependen el
pleno desarrollo y la paz, pues el hombre, cuando sólo busca el bienestar
material permaneciendo encerrado en su propio yo, se cierra a sí mismo el
camino hacia la plena realización y la auténtica felicidad.
En vuestro seminario reflexionáis sobre tres elementos
interdependientes entre sí: el desarme, el desarrollo y la paz. En efecto, no
143
se puede concebir una paz auténtica y duradera sin el desarrollo de todas
las personas y de todos los pueblos: Pablo VI dijo que «el desarrollo es el
nuevo nombre de la paz» (ib., 87). Y no se puede realizar una reducción de
armamentos si antes no se elimina la raíz de la violencia, o sea, si antes el
hombre no se orienta decididamente a la búsqueda de la paz, de lo bueno y
de lo justo. La guerra, como toda forma de mal, tiene su origen en el
corazón del hombre (cf. Mt 15, 19; Mc 7, 20-23). En este sentido, el
desarme no sólo se refiere a los armamentos de los Estados, sino que
también implica a todos los hombres, llamados a desarmar su corazón y a
ser por doquier constructores de paz.
Mientras exista el peligro de una agresión, el armamento de los
Estados será necesario por razones de legítima defensa, que constituye
uno de los derechos inalienables de los Estados, pues también guarda
relación con el deber de los Estados de defender la seguridad y la paz de
los pueblos. Sin embargo, no parece lícito cualquier nivel de armamento,
porque «cada Estado puede poseer únicamente las armas necesarias para
garantizar su legítima defensa» (Consejo pontificio Justicia y paz, El
comercio internacional de armas, Ciudad del Vaticano, 1994, p. 13). La
falta de respeto de este "principio de suficiencia" conduce a la paradoja
por la que los Estados amenazan la vida y la paz de los pueblos que
pretenden defender; y los armamentos, en vez de ser garantía de paz,
corren el riesgo de convertirse en una trágica preparación para la guerra.
Existe, además, una estrecha relación entre desarme y desarrollo. De
hecho, los ingentes recursos materiales y humanos empleados en gastos
militares y en armamentos se sustraen a los proyectos de desarrollo de los
pueblos, especialmente de los más pobres y necesitados de ayuda. Y esto
va contra lo que afirma la misma Carta de las Naciones Unidas, que
compromete a la comunidad internacional, y a los Estados en particular, a
"promover el establecimiento y el mantenimiento de la paz y de la
seguridad internacional con el mínimo dispendio de los recursos humanos
y económicos mundiales en armamentos" (art. 26).
En efecto, ya Pablo VI, en 1964, pidió a los Estados que redujeran el
gasto militar de armamentos y crearan, con los recursos ahorrados de este
modo, un fondo mundial destinado a proyectos de desarrollo de las
personas y de los pueblos más pobres y necesitados (cf. Mensaje a los
periodistas para el mundo, 4 de diciembre de 1964). Pero lo que está
sucediendo es que la producción y el comercio de armas aumentan
continuamente y desempeñan un papel impulsor en la economía mundial.
Más aún, existe una tendencia a superponer la economía civil sobre la
militar, como muestra la difusión continua de bienes y conocimientos para
un «uso dual», o sea, para el posible doble uso, civil y militar. Este peligro
es grave en los sectores biológico, químico y nuclear, en los que los
programas civiles jamás serán seguros sin el abandono general y completo
de los programas militares y hostiles. Por eso, renuevo el llamamiento
para que los Estados reduzcan los gastos militares en armamentos y tomen
seriamente en consideración la idea de crear un fondo mundial, que se
destine a proyectos de desarrollo pacífico de los pueblos.
144
Existe igualmente una estrecha relación entre el desarrollo y la paz, en
un doble sentido. En efecto, puede haber guerras desencadenadas por
graves violaciones de los derechos humanos, por la injusticia y la miseria,
pero no hay que descuidar el peligro de verdaderas "guerras de bienestar",
es decir, causadas por la voluntad de extender o conservar el dominio
económico en perjuicio de los demás. El simple bienestar material, sin un
coherente desarrollo moral y espiritual, puede cegar al hombre hasta el
punto de impulsarlo a matar a su hermano (cf. St 4, 1 ss). Hoy, de modo
aún más urgente que en el pasado, es necesaria una decidida opción de la
comunidad internacional en favor de la paz. En el plano económico, es
preciso hacer que la economía se oriente al servicio de la persona humana,
a la solidariedad, y no sólo al lucro.
En el ámbito jurídico, los Estados están llamados a renovar su
compromiso, de modo particular por el respeto de los tratados
internacionales vigentes sobre el desarme y el control de todos los tipos de
armas, así como por la ratificación y la consiguiente entrada en vigor de
los instrumentos ya adoptados, como el Tratado sobre la prohibición
general de pruebas nucleares, y por el éxito de los negociaciones actuales,
como las que se están realizando sobre las armas de racimo, sobre el
comercio de armas convencionales o sobre el material fisible. Por último,
es necesario esforzarse todo lo posible contra la proliferación de armas
ligeras y de bajo calibre, que alimentan las guerras locales y la violencia
urbana, y matan cada día a demasiadas personas en todo el mundo.
Sin embargo, sin una conversión del hombre al bien en el plano
cultural, moral y espiritual, será difícil encontrar una solución a las
diversas cuestiones de índole técnica. Todo hombre, en cualquier
condición, está llamado a convertirse al bien y a buscar la paz, en su
corazón, con el prójimo, en el mundo. En este sentido, sigue siendo
siempre válido el magisterio del beato Papa Juan XXIII, que indicó con
claridad el objetivo de un desarme integral, afirmando: «Ni el cese en la
carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es
fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es
absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si
no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de
los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra» (Pacem in
terris, 113).
Al mismo tiempo, no hay que descuidar el efecto que los armamentos
producen en el estado de ánimo y en el comportamiento del hombre, pues
las armas tienden a alimentar a su vez la violencia. Pablo VI captó de
modo muy agudo este aspecto en su Discurso a la Asamblea general de
las Naciones Unidas de 1965. En aquella sede, a donde también yo me
preparo para ir en los próximos días, afirmó: «Las armas, sobre todo las
terribles armas que os ha dado la ciencia moderna, antes aún de causar
víctimas y ruinas, engendran malos sueños; alimentan malos sentimientos;
crean pesadillas, desconfianzas, negras resoluciones; exigen enormes
gastos; detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil; alteran la
psicología de los pueblos» (n. 5).
145
Como muchas veces reafirmaron mis predecesores, la paz es un don de
Dios, un don valioso que hay que buscar y conservar también con medios
humanos. Por consiguiente, es precisa la aportación de todos y es cada vez
más necesaria una amplia difusión de la cultura de la paz y una educación
común para la paz, sobre todo de las nuevas generaciones, con respecto a
las cuales las generaciones adultas tienen graves responsabilidades. Por lo
demás, subrayar el deber de cada hombre de construir la paz no significa
descuidar la existencia de un verdadero derecho humano a la paz. Derecho
fundamental e inalienable; más aún, derecho del que depende el ejercicio
de todos los demás derechos: "Es tan grande el bien de la paz -escribió
san Agustín-, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa
de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos
hallar cosa mejor" (La Ciudad de Dios, XIX, 11).

LA ESPERANZA, IMPOSIBLE SIN VIVIR LA REGLA DE ORO


20080414. Videomensaje a los estadounidenses antes del viaje
De modo especial, doy las gracias a todos los que están rezando por el
éxito de mi visita, puesto que la oración es lo más importante. Queridos
amigos, lo digo porque estoy convencido de que, como nos enseña nuestra
fe, sin la fuerza de la oración, sin la unión íntima con el Señor, valen muy
poco nuestros esfuerzos humanos. Es Dios quien nos salva, quien salva al
mundo y toda la historia. Él es el Pastor de su pueblo. Yo voy, enviado por
Jesucristo, para llevarles su palabra de vida.
Junto con sus obispos, he elegido como tema de mi viaje tres palabras
sencillas, pero esenciales: "Cristo, nuestra esperanza". Siguiendo las
huellas de mis venerables predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, iré por
primera vez a Estados Unidos como Papa, para proclamar esta gran
verdad: Jesucristo es la esperanza para los hombres y las mujeres de toda
lengua, raza, cultura y condición social. Sí, Cristo es el rostro de Dios
presente entre nosotros. Gracias a él, nuestra vida alcanza la plenitud, y
juntos, como individuos y como pueblos, podemos formar una familia
unida por el amor fraterno, según el designio eterno de Dios Padre.
En efecto, el mundo tiene hoy más necesidad que nunca de esperanza:
esperanza de paz, de justicia y de libertad, pero esta esperanza no puede
realizarse sin obediencia a la ley de Dios, que Cristo llevó a su plenitud
con el mandamiento del amor mutuo. Haz a los demás lo que quieras que
te hagan a ti, y no hagas lo que no quieras que te hagan a ti. Esta "regla de
oro" se encuentra en la Biblia, pero es válida para todos, incluso para los
no creyentes. Es la ley escrita en el corazón humano. En ella todos
podemos estar de acuerdo, de modo que, al afrontar otras cuestiones,
podamos hacerlo de una manera positiva y constructiva para toda la
comunidad humana.

UN DISCERNIMIENTO MUY ESTRICTO EN LOS SEMINARIOS


20080415. Entrevista durante el vuelo hacia Washington
146
John Allen: Santo Padre, mi pregunta es: la Iglesia que va a
encontrar en Estados Unidos es una Iglesia grande, una Iglesia viva, pero
también una Iglesia que sufre, en cierto sentido, sobre todo a causa de la
reciente crisis debida a los abusos sexuales. La gente en Estados Unidos
está esperando unas palabras de usted, un mensaje suyo sobre esta crisis.
¿Cuál será su mensaje para esta Iglesia que sufre?

Para la Iglesia en Estados Unidos, para la Iglesia en general y para mí


personalmente, es un gran sufrimiento el hecho de que haya podido
acontecer todo eso. Cuando leo la noticia de esos hechos, me resulta difícil
comprender cómo es posible que algunos sacerdotes hayan podido fallar
de ese modo en su misión de llevar consuelo, de llevar el amor de Dios a
esos niños. Me da vergüenza y haremos todo lo posible para garantizar
que eso no vuelva a repetirse en el futuro. Creo que deberemos actuar en
tres niveles: el primero es el nivel de la justicia, y el nivel político. En
este momento no hablo de homosexualidad: este es otro asunto.
Excluiremos rigurosamente a los pederastas del sagrado ministerio. Es
absolutamente incompatible y quien es realmente culpable de pederastia
no puede ser sacerdote. En este primer nivel podemos hacer justicia y
ayudar a las víctimas, que han sufrido mucho. Estos son los dos aspectos
de la justicia: uno, los pederastas no pueden ser sacerdotes; otro, ayudar a
las víctimas de todos los modos posibles.
Luego está el nivel pastoral. Las víctimas necesitarán curación y
ayuda, asistencia y reconciliación. Este es un gran compromiso pastoral y
yo sé que los obispos, los sacerdotes y todos los católicos en Estados
Unidos harán lo posible para ayudarlos, asistirlos y curarlos. Hemos hecho
inspecciones en los seminarios y haremos todo lo posible para que los
seminaristas reciban una profunda formación espiritual, humana e
intelectual. Al sacerdocio sólo podrán ser admitidas personas sanas,
personas con una profunda vida en Cristo, personas con una intensa vida
sacramental.
Yo sé que los obispos y los rectores de los seminarios harán lo posible
para llevar a cabo un discernimiento muy estricto, porque es más
importante tener buenos sacerdotes que muchos sacerdotes. Este es
nuestro tercer punto, y esperamos poder hacer, haber hecho y hacer en el
futuro todo lo que podamos para curar estas heridas.

Andrés Leonardo Beltramo Álvarez: Santidad, le hago la pregunta en


italiano. Si quiere, puede responder en español. Un saludo, sólo un
saludo. Está creciendo muchísimo la presencia hispana también en la
Iglesia de Estados Unidos en general. La comunidad católica cada vez es
más bilingüe y bi-cultural. Al mismo tiempo, en la sociedad hay un
creciente movimiento anti-inmigración. La situación de los inmigrantes se
caracteriza por formas de precariedad y discriminación. ¿Tiene usted
intención de hablar de este problema y de invitar a Estados Unidos a
acoger bien a los inmigrantes, muchos de los cuales son católicos?
147
No estoy en condiciones de hablar en español, pero mi saludo y mi
bendición para todos los hispanos. Ciertamente, hablaré de este tema. He
recibido diversas visitas "ad limina" de obispos de América central,
también de América del sur, y he visto la amplitud de este problema, sobre
todo el grave problema de la separación de las familias. Esto es realmente
peligroso para el entramado social, moral y humano de esos países. Sin
embargo, hay que distinguir entre medidas que se deben tomar de
inmediato y soluciones a largo plazo.
La solución fundamental es procurar que en su patria haya suficientes
puestos de trabajo, un entramado social suficiente, de modo que nadie
necesite emigrar. Por tanto, todos debemos trabajar por lograr este
objetivo, por promover un desarrollo social que permita ofrecer a los
ciudadanos trabajo y un futuro en su tierra de origen. También sobre este
punto quiero hablar con el presidente, porque sobre todo Estados Unidos
debe ayudar para que los países puedan desarrollarse así. Redundará en
beneficio de todos, no sólo de esos países, sino también del mundo y de
Estados Unidos.
Luego, hay que tomar medidas a corto plazo. Es muy importante sobre
todo ayudar a las familias. A la luz de las conversaciones que he
mantenido con los obispos, el problema principal es que las familias estén
protegidas, que no queden destruidas. Se debe hacer todo lo que se pueda.
Después, naturalmente, hay que hacer todo lo posible contra la
precariedad y contra todas las violencias, y ayudar para que puedan llevar
una vida digna donde están actualmente.
También quiero señalar que hay numerosos problemas, hay
sufrimientos, pero también hay mucha hospitalidad. Sé que sobre todo la
Conferencia episcopal de Estados Unidos colabora en gran medida con las
Conferencias episcopales de América Latina con vistas a las ayudas
necesarias. A pesar de todas las cosas dolorosas, no olvidemos que
también hay mucha auténtica humanidad, muchas acciones positivas.

Gracias, Santidad. Ahora, una pregunta que se refiere a la sociedad


estadounidense: exactamente al puesto que ocupan los valores religiosos
en esa sociedad. Andrea Tornielli: Santo Padre, al recibir a la nueva
embajadora de Estados Unidos, usted puso de relieve como valor positivo
el reconocimiento público de la religión en Estados Unidos. ¿Considera
que este es un modelo posible también para la Europa secularizada? ¿No
cree que existe también el peligro de que la religión y el nombre de Dios
puedan usarse para promover ciertas políticas e incluso la guerra...?

Desde luego, en Europa no podemos simplemente copiar a Estados


Unidos; tenemos nuestra historia. Pero todos debemos aprender unos de
otros. Lo que me encanta de Estados Unidos es que comenzó con un
concepto positivo de laicidad, porque este nuevo pueblo estaba compuesto
de comunidades y personas que habían huido de las Iglesias de Estado y
querían tener un Estado laico, secular, que abriera posibilidades a todas las
confesiones, a todas las formas de ejercicio religioso. Así nació un Estado
148
voluntariamente laico: eran contrarios a una Iglesia de Estado. Pero el
Estado debía ser laico precisamente por amor a la religión en su
autenticidad, que sólo se puede vivir libremente.
Así, encontramos este conjunto de un Estado voluntaria y
decididamente laico, pero precisamente por una voluntad religiosa, para
dar autenticidad a la religión. Y sabemos que Alexis de Tocqueville,
estudiando la situación de Estados Unidos, vio que las instituciones laicas
viven con un consenso moral que de hecho existe entre los ciudadanos.
Me parece que este es un modelo fundamental y positivo.
Por otra parte, hay que tener presente que en Europa, mientras tanto,
han pasado doscientos años, más de doscientos años, con muchas
vicisitudes. Actualmente, también Estados Unidos sufre el ataque de un
nuevo laicismo, totalmente diverso. Así pues, primero los problemas eran
la inmigración, pero la situación se ha complicado y diferenciado a lo
largo de la historia. Sin embargo, me parece que hoy el fundamento, el
modelo fundamental, es digno de ser tenido en cuenta también en Europa.

John Thavis: Santo Padre, a menudo se considera al Papa como la


conciencia de la humanidad. También por este motivo hay gran
expectación por su discurso a las Naciones Unidas. Quiero preguntarle:
¿Piensa usted que una institución multilateral como las Naciones Unidas
puede salvaguardar los principios que la Iglesia católica considera "no
negociables", es decir, los principios fundados en la ley natural?

Este es precisamente el objetivo fundamental de las Naciones Unidas:


salvaguardar los valores comunes de la humanidad, sobre los cuales se
basa la convivencia pacífica de las naciones, la observancia de la justicia y
el desarrollo de la justicia. Ya he aludido brevemente al hecho de que a mí
me parece muy importante que el fundamento de las Naciones Unidas sea
precisamente la idea de los derechos humanos, de los derechos que
expresan valores no negociables, que preceden a todas las instituciones y
son el fundamento de todas las instituciones.
Es importante que exista esta convergencia entre las culturas que han
encontrado un consenso en el hecho de que estos valores son
fundamentales, de que están inscritos en el ser mismo del hombre.
Conviene renovar esta conciencia de que las Naciones Unidas, con su
función pacificadora, sólo pueden actuar si tienen el fundamento común
de los valores que se expresan luego en "derechos" que deben ser
respetados por todos. Es necesario confirmar esta concepción fundamental
y actualizarla en la medida de lo posible, es un objetivo de mi misión.

LA LIBERTAD ES LLAMADA A LA RESPONSABILIDAD


20080416. Discurso. Washington. Bienvenida en la Casa Blanca
La libertad no es sólo un don, sino también una llamada a la
responsabilidad personal. Los americanos lo saben por experiencia: casi
todas las ciudades de este País tienen monumentos en honor a cuantos han
149
sacrificado su vida en defensa de la libertad, tanto en su propia tierra como
en otros lugares. La defensa de la libertad es una llamada a cultivar la
virtud, la autodisciplina, el sacrificio por el bien común y un sentido de
responsabilidad ante los menos afortunados. Además, exige el valor de
empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias religiosas y los
valores más profundos a un debate público razonable. En una palabra, la
libertad es siempre nueva. Se trata de un desafío que se plantea a cada
generación, y ha de ser ganado constantemente en favor de la causa del
bien (cf. Spe salvi, 24). Pocos han entendido esto tan claramente como el
Papa Juan Pablo II, de venerada memoria. Al reflexionar sobre la victoria
espiritual de la libertad sobre el totalitarismo en su Polonia nativa y en
Europa oriental, nos recordó que la historia demuestra en muchas
ocasiones que «en un mundo sin verdad la libertad pierde su fundamento»,
y que una democracia sin valores puede perder su propia alma (cf.
Centesimus annus, 46). En estas palabras proféticas resuena de algún
modo la convicción del Presidente Washington, expresada en su discurso
de despedida, de que la religión y la moralidad son «soportes
indispensables» para la prosperidad política.
Por su parte, la Iglesia desea contribuir a la construcción de un mundo
cada vez más digno de la persona humana, creada a imagen y semejanza
de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Está convencida de que la fe proyecta una luz
nueva sobre todas las cosas, y que el Evangelio revela la noble vocación y
el destino sublime de todo hombre y mujer (cf. Gaudium et spes, 10). La
fe, además, nos ofrece la fuerza para responder a nuestra alta vocación y la
esperanza que nos lleva a trabajar por una sociedad cada vez más justa y
fraterna. Como vuestros Padres fundadores bien sabían, la democracia
sólo puede florecer cuando los líderes políticos, y los que ellos
representan, son guiados por la verdad y aplican la sabiduría, que nace de
firmes principios morales, a las decisiones que conciernen la vida y el
futuro de la Nación.

ES PRECISO CONCENTRARSE EN LA IMITACIÓN DE CRISTO


20080416. Discurso. A los obispos de EEUU. Washington
En esta fértil tierra, alimentada por tan numerosos y diferentes
manantiales, es donde vosotros, queridos Obispos, estáis llamados hoy a
esparcir la semilla del Evangelio. Esto me lleva a preguntarme ¿cómo, en
el siglo veintiuno, puede un Obispo cumplir del mejor modo posible el
llamado a “renovarlo todo en Cristo, nuestra esperanza”? ¿Cómo puede
guiar a su pueblo al “encuentro con el Dios vivo”, fuente de aquella
esperanza que transforma la vida de la que habla el Evangelio? (cf. Spe
salvi, 4). Quizás necesita derribar ante todo algunas barreras que impiden
este encuentro. Si bien es verdad que este País está marcado por un
auténtico espíritu religioso, la sutil influencia del laicismo puede indicar
sin embargo el modo en el que las personas permiten que la fe influya en
sus propios comportamientos. ¿Es acaso coherente profesar nuestra fe el
domingo en el templo y luego, durante la semana, dedicarse a negocios o
150
promover intervenciones médicas contrarias a esta fe? ¿Es quizás
coherente para católicos practicantes ignorar o explotar a los pobres y
marginados, promover comportamientos sexuales contrarios a la
enseñanza moral católica, o adoptar posiciones que contradicen el derecho
a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte
natural? Es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión
como un hecho privado. Sólo cuando la fe impregna cada aspecto de la
vida, los cristianos se abren verdaderamente a la fuerza transformadora del
Evangelio.
Para una sociedad rica, un nuevo obstáculo para un encuentro con el
Dios vivo está en la sutil influencia del materialismo, que por desgracia
puede centrar muy fácilmente la atención sobre el “cien veces más”
prometido por Dios en esta vida, a cambio de la vida eterna que promete
para el futuro (Mc 10,30). Las personas necesitan hoy ser llamadas de
nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitan reconocer que en su
interior hay una profunda sed de Dios. Necesitan tener la oportunidad de
enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es fácil ser atraídas por las
posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es
fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios
esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una ilusión. Sin
Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar (cf.
Spe salvi, 31), nuestras vidas están realmente vacías. Las personas
necesitan ser llamadas continuamente a cultivar una relación con Cristo,
que ha venido para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
La meta de toda nuestra actividad pastoral y catequética, el objeto de
nuestra predicación, el centro mismo de nuestro ministerio sacramental ha
de ser ayudar a las personas a establecer y alimentar semejante relación
vital con “Jesucristo nuestra esperanza” (1 Tm 1,1).
En una sociedad que da mucho valor a la libertad personal y a la
autonomía es fácil perder de vista nuestra dependencia de los demás,
como también la responsabilidad que tenemos en las relaciones con ellos.
Esta acentuación del individualismo ha influenciado incluso a la Iglesia
(cf. Spe salvi, 13-15), dando origen a una forma de piedad que a veces
subraya nuestra relación privada con Dios en detrimento del llamado a ser
miembros de una comunidad redimida. Sin embargo, ya desde el
principio, Dios vio que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18).
Hemos sido creados como seres sociales que se realizan solamente en el
amor a Dios y al prójimo. Si queremos tener verdaderamente fija la
mirada hacia Él, fuente de nuestra alegría, tenemos que hacerlo como
miembros del Pueblo de Dios (cf. Spe salvi, 14). Si pareciera que esto va
en contra de la cultura actual, sería sencillamente una nueva prueba de la
urgente necesidad de una renovada evangelización de la cultura.
Aquí en América habéis sido bendecidos con un laicado católico de
considerable variedad cultural, que dedica sus propios y multiformes
talentos al servicio de la Iglesia y de la sociedad en general. Este laicado
mira hacia vosotros para recibir estímulo, guía y orientación. En una
época saturada de informaciones, la importancia de ofrecer una sólida
151
formación de la fe no corre el riesgo de ser sobrevalorada. Los católicos
americanos han reconocido, por tradición, un alto valor a la educación
religiosa, tanto en las escuelas como en el conjunto de los programas de
formación para adultos: conviene mantenerlo y difundirlo. Los numerosos
hombres y mujeres que se dedican generosamente a las obras caritativas
han de ser ayudados a renovar su compromiso mediante una “formación
del corazón”: un “encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el
amor y abra su espíritu al otro” (Deus caritas est, 31). En una época en
que el progreso de las ciencias médicas lleva nueva esperanza a muchos,
pueden darse desafíos éticos impensables anteriormente. Esto hace que sea
más importante que nunca asegurar una sólida formación en las
enseñanzas morales de la Iglesia para aquellos católicos que trabajan en el
ámbito de la salud. Es necesaria una sabia guía en todos estos campos de
apostolado para que puedan producir frutos abundantes. Si de verdad
quieren promover el bien integral de la persona, ellos mismos han de
renovarse en Cristo nuestra esperanza.
Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica,
vosotros estáis llamados también a participar en el intercambio de ideas en
la esfera pública, para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas. En
un contexto en el que se aprecia la libertad de palabra y se anima un
debate firme y honesto, se respeta vuestra voz que tiene mucho que
ofrecer a la discusión sobre las cuestiones sociales y morales de la
actualidad. Al promover que el Evangelio sea escuchado de modo claro,
no solamente formáis a las personas de vuestra comunidad, sino que, en el
ámbito de la más vasta platea de la comunicación de masas, ayudáis a
difundir el mensaje de la esperanza cristiana en todo el mundo.
Está claro que la influencia de la Iglesia en el público debate se realiza
a niveles muy diferentes. En Estados Unidos, como en otras partes, hay
actualmente muchas leyes ya en vigor o en discusión que suscitan
preocupación desde el punto de vista de la moralidad, y la comunidad
católica, bajo vuestra guía, debe ofrecer un testimonio claro y unitario
sobre estas materias. No obstante, es más importante aún la apertura
gradual de las mentes y de los corazones de la comunidad más amplia a la
verdad moral: aquí hay todavía mucho por hacer. En este ámbito es crucial
el papel de los fieles laicos para actuar como “levadura” en la sociedad.
Sin embargo, no se debe dar por supuesto que todos los ciudadanos
católicos piensen de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia sobre las
cuestiones éticas fundamentales de hoy. Una vez más es vuestro deber
procurar que la formación moral ofrecida a cada nivel de la vida eclesial
refleje la auténtica enseñanza del Evangelio de la vida.
A este respecto, un tema de profunda preocupación para todos nosotros
es la situación de la familia dentro de la sociedad. Es verdad: el Cardenal
George ha recordado antes cómo vosotros habéis fijado la consolidación
del matrimonio y de la vida familiar entre las prioridades de vuestra
atención pastoral en los próximos años. En el Mensaje de este año para la
Jornada Mundial de la Paz, he hablado de la contribución esencial que una
vida familiar sana ofrece a la paz en y entre las Naciones. En el hogar
152
familiar se experimentan “algunos elementos esenciales de la paz: la
justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad
manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más
débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua
en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si
fuera necesario, para perdonarlo” (n. 3). La familia, además, es el lugar
primario de la evangelización, en la transmisión de la fe, ayudando a los
jóvenes a apreciar la importancia de la práctica religiosa y la observancia
del domingo. ¿Cómo no sentirse desconcertados al observar la rápida
decadencia de la familia como elemento básico de la Iglesia y de la
sociedad? El divorcio y la infidelidad están aumentando, y muchos
jóvenes hombres y mujeres deciden retrasar la boda o incluso evitarla
completamente. Algunos jóvenes católicos consideran el vínculo
sacramental del matrimonio poco distinto de una unión civil, o lo
entienden incluso como un simple acuerdo para vivir con otra persona de
modo informal y sin estabilidad. Como consecuencia se percibe una
alarmante disminución de bodas católicas en Estados Unidos, junto con un
aumento de convivencias en las que está simplemente ausente la recíproca
autodonación de los novios a la manera de Cristo, mediante el sello de una
promesa pública de vivir las exigencias de un compromiso indisoluble
para toda la existencia. En esas circunstancias se les niega a los hijos el
ambiente seguro que necesitan para crecer como seres humanos, e incluso
se niegan a la sociedad aquellos pilares estables que son necesarios si se
quiere mantener la cohesión y el centro moral de la comunidad.
Como enseñó mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, “el primer
responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo… que debe
dedicar interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo
personal a las familias y a cuantos le ayudan en el pastoral de la familia”
(Familiaris consortio, 73). Es vuestro deber proclamar con fuerza los
argumentos de fe y de razón que hablan del instituto del matrimonio,
entendido como compromiso para la vida entre un hombre y una mujer,
abierto a la transmisión de la vida. Este mensaje debería resonar ante las
personas de hoy, ya que es esencialmente un “sí” incondicional y sin
reservas a la vida, un “sí” al amor y un “sí” a las aspiraciones del corazón
de nuestra común humanidad, a la vez que nos esforzamos en realizar
nuestro profundo deseo de intimidad con los demás y con el Señor.
Entre los signos contrarios al Evangelio de la vida que se pueden
encontrar en América, pero también en otras partes, hay uno que causa
profunda vergüenza: el abuso sexual de los menores. Muchos de vosotros
me habéis hablado del enorme dolor que vuestras comunidades han
sufrido cuando hombres de Iglesia han traicionado sus obligaciones y
compromisos sacerdotales con semejante comportamiento gravemente
inmoral. Mientras tratáis de erradicar este mal dondequiera que suceda,
tenéis que sentiros apoyados por la oración del Pueblo de Dios en todo el
mundo. Justamente dais prioridad a las expresiones de compasión y apoyo
a las víctimas. Es una responsabilidad que os viene de Dios, como
Pastores, la de fajar las heridas causadas por cada violación de la
153
confianza, favorecer la curación, promover la reconciliación y acercaros
con afectuosa preocupación a cuantos han sido tan seriamente dañados.
La respuesta a esta situación no ha sido fácil y, como ha indicado el
Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, ha sido “tratada a veces de
pésimo modo”. Ahora que la dimensión y gravedad del problema se
comprenden más claramente, habéis podido adoptar medidas de
recuperación y disciplinares más adecuadas, y promover un ambiente
seguro que ofrezca mayor protección a los jóvenes. Mientras se ha de
recordar que la inmensa mayoría de los sacerdotes y religiosos en América
llevan a cabo una excelente labor por llevar el mensaje liberador del
Evangelio a las personas confiadas a sus cuidados pastorales, es de vital
importancia que los sujetos vulnerables estén siempre protegidos de
cuantos pudieran causarles heridas. A este respecto, vuestros esfuerzos por
aliviarlos y protegerlos están dando no sólo gran fruto para quienes están
directamente bajo vuestro cuidado pastoral, sino también para toda la
sociedad.
No obstante, si queremos que las medidas y estrategias adoptadas por
vosotros alcancen su pleno objetivo, conviene que se apliquen en un
contexto más amplio. Los niños tienen derecho a crecer con una sana
comprensión de la sexualidad y de su justo papel en las relaciones
humanas. A ellos se les debería evitar las manifestaciones degradantes y la
vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan preponderante. Ellos tienen
derecho a ser educados en los auténticos valores morales basados en la
dignidad de la persona humana. Esto nos lleva a considerar la centralidad
de la familia y la necesidad de promover el Evangelio de la vida. ¿Qué
significa hablar de la protección de los niños cuando en tantas casas se
puede ver hoy la pornografía y la violencia a través de los medios de
comunicación ampliamente disponibles? Debemos reafirmar con urgencia
los valores que sostienen la sociedad, a fin de ofrecer a jóvenes y adultos
una sólida formación moral. Todos tienen un papel que desarrollar en este
cometido, no sólo los padres, los formadores religiosos, los profesores y
los catequistas, sino también la información y la industria del ocio.
Ciertamente, cada miembro de la sociedad puede contribuir a esta
renovación moral y sacar beneficio de ello. Cuidarse de verdad de los
jóvenes y del futuro de nuestra civilización significa reconocer nuestra
responsabilidad de promover y vivir los auténticos valores morales que
hacen a la persona humana capaz de prosperar. Es vuestro deber de
pastores que tienen como modelo Cristo, el Buen Pastor, proclamar de
modo valiente y claro este mensaje y afrontar, por tanto, el pecado de
abuso en el contexto más vasto de los comportamientos sexuales. Además,
al reconocer el problema y al afrontarlo cuando sucede en un contexto
eclesial, vosotros podéis ofrecer una orientación a los demás, dado que
esta plaga se encuentra no sólo en vuestras Diócesis, sino también en cada
sector de la sociedad. Esto exige una respuesta firme y colectiva.
Los sacerdotes necesitan también vuestra guía y cercanía durante este
difícil tiempo. Ellos han experimentado vergüenza por lo que ha ocurrido
y muchos de ellos se dan cuenta de que han perdido parte de aquella
154
confianza que tenían una vez. No son pocos los que experimentan una
cercanía a Cristo en su Pasión, a la vez que se esfuerzan por afrontar las
consecuencias de esta crisis. El Obispo, como padre, hermano y amigo de
sus sacerdotes, puede ayudarlos a sacar fruto espiritual de esta unión con
Cristo, haciéndoles tomar conciencia de la consoladora presencia del
Señor en medio de sus sufrimientos, y animándolos a caminar con el
Señor por la senda de la esperanza (cf. Spe salvi, 39). Como observaba el
Papa Juan Pablo II, hace seis años, “debemos confiar en que este tiempo
de prueba lleve a la purificación de toda la comunidad católica”, que
conducirá “a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y a una
Iglesia más santa” (Mensaje a los Cardenales de Estados Unidos, 23 abril
2002, 4). Hay muchos signos de que, en el período siguiente, ha tenido de
veras lugar esta purificación. La constante presencia de Cristo en medio de
nuestros sufrimientos está transformando gradualmente nuestras tinieblas
en luz: cada cosa es renovada realmente en Cristo Jesús, nuestra
esperanza.
En este momento una parte vital de vuestra tarea es reforzar las
relaciones con vuestros sacerdotes, especialmente en aquellos casos en
que ha surgido tensión entre sacerdotes y Obispos como consecuencia de
la crisis. Es importante que sigáis demostrándoles vuestra preocupación,
vuestro apoyo y vuestra guía con el ejemplo. De este modo los ayudaréis a
encontrar al Dios vivo y los orientaréis hacia aquella esperanza que
transforma la existencia de la que habla el Evangelio. Si vosotros mismos
vivís de un modo que se configura íntimamente con Cristo, el Buen Pastor,
que dio la vida por sus ovejas, animaréis a vuestros hermanos sacerdotes a
dedicarse de nuevo al servicio de la grey con la generosidad que
caracterizó a Cristo. En verdad, si queremos ir adelante es preciso
concentrarse más claramente en la imitación de Cristo con la santidad de
vida. Tenemos que redescubrir la alegría de vivir una existencia centrada
en Cristo, cultivando las virtudes y sumergiéndonos en la oración. Cuando
los fieles saben que su pastor es un hombre que reza y dedica la propia
vida a su servicio, corresponden con aquel calor y afecto que alimenta y
sostiene la vida de toda la comunidad.
El tiempo pasado en la oración nunca es desperdiciado, por muy
importantes que sean los deberes que nos apremian por todas partes. La
adoración de Cristo nuestro Señor en el Santísimo Sacramento prolonga e
intensifica aquella unión con Él que se realiza mediante la Celebración
eucarística (cf. Sacramentum caritatis, 66). La contemplación de los
misterios del Rosario difunde toda su fuerza salvadora conformándonos,
uniéndonos y consagrándonos a Jesucristo (cf. Rosarium Virginis Mariae,
11.15). La fidelidad a la Liturgia de las Horas asegura que todo nuestro día
sea santificado, recordándonos continuamente la necesidad de permanecer
concentrados en cumplir la obra de Dios, no obstante todas las urgencias o
las distracciones que pueden surgir ante las obligaciones que se han de
cumplir. De esta manera, la devoción nos ayuda a hablar y actuar in
persona Christi, a enseñar, gobernar y santificar a los fieles en el nombre
de Jesús, llevando su reconciliación, su curación y su amor a todos sus
155
queridos hermanos y hermanas. Esta radical configuración con Cristo
Buen Pastor es el centro de nuestro ministerio pastoral, y si través de la
oración nos abrimos nosotros mismos a la fuerza del Espíritu, Él nos
concederá los dones que necesitamos para cumplir nuestra enorme tarea,
de modo que no nos preocupemos nunca “de cómo o qué vamos a hablar”
(cf. Mt 10,19).

SECULARISMO, ABANDONO DE LA FE Y VOCACIONES


20080416. Discurso. Respuestas a los obispos norteamericanos
1. Se pide al Santo Padre que ofrezca su valoración sobre el reto del
secularismo creciente en la vida pública y sobre el relativismo en la vida
intelectual, así como sus sugerencias para afrontar dichos desafíos desde
el punto de vista pastoral, para poder llevar a cabo más eficazmente la
evangelización.

He tratado brevemente este tema en mi discurso. Me parece


significativo el hecho de que en América, a diferencia de muchas partes en
Europa, la mentalidad secular no se oponga intrínsecamente a la religión.
Dentro del contexto de la separación entre Iglesia y Estado, la sociedad
americana está siempre marcada por un respeto fundamental de la religión
y de su papel público y, si se quiere dar crédito a los sondeos, el pueblo
americano es profundamente religioso. Pero no es suficiente tener en
cuenta esta religiosidad tradicional y comportarse como si todo fuese
normal, mientras sus fundamentos se van erosionando lentamente. Un
compromiso serio en el campo de la evangelización no puede prescindir
de un diagnóstico profundo de los desafíos reales que el Evangelio tiene
que afrontar en la cultura americana contemporánea.
Evidentemente, es esencial una correcta comprensión de la justa
autonomía del orden secular, una autonomía que no puede desvincularse
de Dios Creador ni de su plan de salvación (cf. Gaudium et spes, 36). Tal
vez, el tipo de secularismo de América plantea un problema particular:
mientras permite creer en Dios y respeta el papel público de la religión y
de las Iglesias, reduce sutilmente sin embargo la creencia religiosa al
mínimo común denominador. La fe se transforma en aceptación pasiva de
que ciertas cosas “allí fuera” son verdaderas, pero sin relevancia práctica
para la vida cotidiana. El resultado es una separación creciente entre la fe
y la vida: el vivir “como si Dios no existiese”. Esto se ve agravado por un
planteamiento individualista y ecléctico de la fe y la religión: alejándose
de la perspectiva católica de “pensar con la Iglesia”, cada uno cree tener
derecho de seleccionar y escoger, manteniendo los vínculos sociales pero
sin una conversión integral e interior a la ley de Cristo.
Consiguientemente, más que transformarse y renovarse por dentro, los
cristianos caen fácilmente en la tentación de acomodarse al espíritu
mundano (cf. Rm 12,2). Lo hemos constatado de manera punzante en el
156
escándalo provocado por católicos que promueven un presunto derecho al
aborto.
En un plano más profundo, el secularismo obliga a la Iglesia a
reafirmar y perseguir todavía más activamente su misión en y hacia el
mundo. Como ha puesto de manifiesto el Concilio, los laicos tienen una
misión particular en este ámbito. Estoy convencido de que lo que
necesitamos es un mayor sentido de la relación intrínseca entre el
Evangelio y la ley natural por una parte y, por otra, la consecución del
auténtico bien humano, como se encarna en la ley civil y en las decisiones
morales personales. En una sociedad que tiene justamente en alta
consideración la libertad personal, la Iglesia debe promover en todos los
ámbitos de su enseñanza —en la catequesis, la predicación, la formación
en los seminarios y universidades— una apología encaminada a afirmar la
verdad de la revelación cristiana, la armonía entre fe y razón, y una sana
comprensión de la libertad, considerada en términos positivos como
liberación tanto de las limitaciones del pecado como para una vida
auténtica y plena. En una palabra, el Evangelio debe ser predicado y
enseñado como modo de vida integral, que ofrece una respuesta atrayente
y veraz, intelectual y prácticamente, a los problemas humanos reales. La
“dictadura del relativismo”, al fin y al cabo, no es más que una amenaza a
la libertad humana, la cual madura sólo en la generosidad y en la fidelidad
a la verdad.
Naturalmente, se podría añadir mucho más sobre este argumento. Sin
embargo, permítanme concluir diciendo que creo que la Iglesia en
América tiene ante sí en este preciso momento de su historia el reto de
encontrar una visión católica de la realidad y presentarla a una sociedad
que ofrece todo tipo de recetas para la autorrealización humana de manera
atrayente y con fantasía. En particular, pienso en la necesidad que tenemos
de hablar al corazón de los jóvenes, los cuales, aunque expuestos a
mensajes contrarios al Evangelio, continúan teniendo sed de autenticidad,
de bondad, de verdad. Queda todavía mucho por hacer en el terreno de la
predicación y de la catequesis en las parroquias y en las escuelas, si se
quiere que la evangelización produzca frutos para la renovación de la vida
eclesial en América.

2. Se le pregunta al Santo Padre sobre un “cierto proceso silencioso”


mediante el cual los católicos abandonan la práctica de la fe, a veces con
una decisión explícita, pero más a menudo alejándose quieta y
gradualmente de la participación en la Misa y de la identificación con la
Iglesia.

Ciertamente, mucho de todo eso depende de la reducción progresiva de


una cultura religiosa, parangonada en ocasiones de manera despectiva a un
“ghetto”, que podría reforzar la participación y la identificación con la
Iglesia. Como acabo de decir, uno de los grandes retos para la Iglesia en
este País es el de fomentar una identidad católica no tanto basada en
157
elementos externos, sino más bien en un modo de pensar y actuar
enraizado en el Evangelio y enriquecido con la tradición viva de la Iglesia.
Este tema implica claramente factores como el individualismo
religioso y el escándalo. Pero vayamos al corazón de la cuestión: la fe no
puede sobrevivir si no se alimenta, si no es “activa en la práctica del
amor” (Ga 5,6). ¿La gente tiene hoy dificultad para encontrar a Dios en
nuestras iglesias? ¿Quizás nuestra predicación se ha vuelto sosa? ¿No será
que todo esto se debe a que muchos han olvidado, o no aprendieron nunca,
cómo rezar en y con la Iglesia?
No hablo aquí de las personas que dejan la Iglesia en busca de
“experiencias” religiosas subjetivas; éste es un tema pastoral que se ha de
afrontar en sus propios términos. Pienso que estamos hablando de
personas que han perdido el camino sin haber rechazado conscientemente
la fe en Cristo, pero que, por una u otra razón, no han recibido fuerza vital
de la liturgia, de los Sacramentos, de la predicación. Y, sin embargo, la fe
cristiana es esencialmente eclesial, como sabemos, y sin un vínculo vivo
con la comunidad, la fe del individuo nunca crecerá hasta la madurez.
Volviendo a la cuestión apenas discutida: el resultado puede ser una
apostasía silenciosa.
Déjenme por tanto hacer dos breves observaciones sobre el problema
del “proceso de abandono”, que espero estimulará ulteriores reflexiones.
En primer lugar, como saben, en las sociedades occidentales se hace
cada vez más difícil hablar de manera sensata de “salvación”. Sin
embargo, la salvación —la liberación de la realidad del mal y el don de
una vida nueva y libre en Cristo— está en el corazón mismo del
Evangelio. Hemos de redescubrir, como ya he dicho, modos nuevos y
atractivos para proclamar este mensaje y despertar una sed de esa plenitud
que solamente Cristo puede dar. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo
en el sacramento de la Eucaristía, es donde se manifiestan estas realidades
de manera más poderosa y se viven en la existencia de los creyentes;
quizás tenemos todavía mucho que hacer para realizar la visión del
Concilio sobre la liturgia como ejercicio del sacerdocio común y como
impulso para un apostolado fructuoso en el mundo.
En segundo lugar, debemos reconocer con preocupación el eclipse casi
total de un sentido escatológico en muchas de nuestras sociedades
tradicionalmente cristianas. Como saben, he planteado esta cuestión en la
encíclica Spe salvi. Baste decir que fe y esperanza no se limitan a este
mundo: como virtudes teologales, nos unen al Señor y nos llevan hacia el
cumplimiento no solamente de nuestro destino, sino también al de toda la
creación. La fe y la esperanza son la inspiración y la base de nuestros
esfuerzos para prepararnos a la llegada del Reino de Dios. En el
cristianismo no puede haber lugar para una religión meramente privada:
Cristo es el Salvador del mundo y, como miembros de su Cuerpo y
partícipes de sus munera profético, sacerdotal y real, no podemos separar
nuestro amor por Él del compromiso por la edificación de la Iglesia y la
difusión del Reino. En la medida en que la religión se convierte en un
asunto puramente privado, pierde su propia alma.
158
Déjenme concluir afirmando algo obvio. Los campos están ya listos
hoy en día para la siega (cf. Jn 4,35); Dios sigue haciendo crecer la mies
(cf. 1 Co 3,6). Podemos y tenemos que creer, junto con el difunto Papa
Juan Pablo II, que Dios está preparando una nueva primavera para la
cristiandad (cf. Redemptoris missio, 86). Lo que más se necesita en este
específico tiempo de la historia de la Iglesia en América es la renovación
de ese celo apostólico que inspire a sus pastores a buscar de manera activa
a los extraviados, a curar a quienes han sido heridos y a reforzar a los
débiles (cf. Ez 34,16). Y, como ya he dicho, eso exige nuevos modos de
pensar basados en una diagnosis de los desafíos actuales y en un esfuerzo
por la unidad en el servicio a la misión de la Iglesia respecto a las
generaciones presentes.

3. Se pide al Santo Padre que dé su parecer sobre la disminución de


vocaciones, a pesar del crecimiento de la población católica, y sobre las
razones de la esperanza ofrecidas por las cualidades personales y por la
sed de santidad que caracterizan a los candidatos que deciden continuar.

Seamos sinceros: la capacidad de suscitar vocaciones al sacerdocio y a


la vida religiosa es un signo seguro de la salud de una Iglesia local. A este
respecto, no queda lugar para complacencia alguna. Dios sigue llamando a
los jóvenes, pero nos corresponde a nosotros animar una respuesta
generosa y libre a esa llamada. Por otro lado, ninguno de nosotros pueda
dar por descontada esa gracia.
En el Evangelio, Jesús nos dice que se ha de orar para que el Señor de
la mies envíe obreros; admite incluso que los obreros son pocos ante la
abundancia de la mies (cf. Mt 9,37-38). Parecerá extraño, pero yo pienso
muchas veces que la oración —el unum necessarium— es el único aspecto
de las vocaciones que resulta eficaz y que nosotros tendemos con
frecuencia a olvidarlo o infravalorarlo.
No hablo solamente de la oración por las vocaciones. La oración
misma, nacida en las familias católicas, fomentada por programas de
formación cristiana, reforzada por la gracia de los Sacramentos, es el
medio principal por el que llegamos a conocer la voluntad de Dios para
nuestra vida. En la medida en que enseñamos a los jóvenes a rezar, y a
rezar bien, cooperamos a la llamada de Dios. Los programas, los planes y
los proyectos tienen su lugar, pero el discernimiento de una vocación es
ante todo el fruto del diálogo íntimo entre el Señor y sus discípulos. Los
jóvenes, si saben rezar, pueden tener confianza de saber qué hacer ante la
llamada de Dios.
Se ha hecho notar que hoy hay una sed creciente de santidad en
muchos jóvenes y que, aunque cada vez en menor número, los que van
adelante demuestran un gran idealismo y prometen mucho. Es importante
escucharlos, comprender sus experiencias y animarlos a ayudar a sus
coetáneos a ver a la necesidad de sacerdotes y religiosos comprometidos,
así como a ver la belleza de una vida de sacrificio y servicio al Señor y a
su Iglesia. A mi juicio, se exige mucho a los directores y formadores de las
159
vocaciones: hoy más que nunca, hay que ofrecer a los candidatos una sana
formación intelectual y humana que los capacite no solamente para
responder a las preguntas reales y a las necesidades de sus
contemporáneos, sino también para madurar en su conversión y perseverar
en la vocación mediante un compromiso que dure toda la vida. Como
Obispos, son conscientes del sacrificio que se les pide cuando les solicitan
liberar de sus cometidos a uno de sus mejores sacerdotes para trabajar en
el seminario. Les exhorto a responder con generosidad por el bien de toda
la Iglesia.
Por último, pienso que saben por experiencia que muchos de vuestros
hermanos sacerdotes son felices en su vocación. Lo que dije en mi
discurso sobre la importancia de la unidad y la colaboración con el
presbiterio se aplica también a este campo. Es necesario para todos
nosotros que se dejen las divisiones estériles, los desacuerdos y los
prejuicios, y que se escuche juntos la voz del Espíritu que guía a la Iglesia
hacia un futuro de esperanza. Cada uno de nosotros sabe la importancia
que ha tenido en la propia vida la fraternidad sacerdotal; ésta no es
solamente algo precioso que tenemos, sino también un recurso inmenso
para la renovación del sacerdocio y el crecimiento de nuevas vocaciones.
Deseo concluir animándoles a crear oportunidades para un mayor diálogo
y encuentros fraternos entre vuestros sacerdotes, especialmente los
jóvenes. Estoy convencido que eso dará fruto para su enriquecimiento,
para el aumento de su amor al sacerdocio y a la Iglesia, así como también
para la eficacia de su apostolado.
Con estas pocas observaciones, les animo una vez más en su ministerio
respecto a los fieles confiados a su solicitud pastoral y les confío a la
entrañable intercesión de María Inmaculada, Madre de la Iglesia.

CRISTO, ESPERANZA NUESTRA


20080417. Homilía. Washington, EEUU.
En el ejercicio de mi ministerio de Sucesor de Pietro, he venido a
América para confirmaros, queridos hermanos y hermanas, en la fe de los
Apóstoles (cf. Lc 22,32). He venido para proclamar de nuevo, como lo
hizo san Pedro el día de Pentecostés, que Jesucristo es Señor y Mesías,
resucitado de la muerte, sentado a la derecha del Padre en la gloria y
constituido juez de vivos y muertos (cf. Hch 2,14ss). He venido para
reiterar la llamada urgente de los Apóstoles a la conversión para el perdón
de los pecados y para implorar al Señor una nueva efusión del Espíritu
Santo sobre la Iglesia en este País. Como hemos oído en este tiempo
pascual, la Iglesia ha nacido de los dones del Espíritu Santo: el
arrepentimiento y la fe en el Señor resucitado. Ella se ve impulsada por el
mismo Espíritu en cada época a llevar la buena nueva de nuestra
reconciliación con Dios en Cristo a hombres y a mujeres de toda raza,
lengua y nación (cf. Ap 5,9).
Las lecturas de la Misa de hoy nos invitan a considerar el crecimiento
de la Iglesia en América como un capítulo en la historia más grande de la
160
expansión de la Iglesia después de la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés. En estas lecturas vemos la unión inseparable entre el Señor
resucitado y el don del Espíritu para el perdón de los pecados y el misterio
de la Iglesia. Cristo ha constituido su Iglesia sobre el fundamento de los
Apóstoles (cf. Ap 21,14), como comunidad estructurada visible, que es a
la vez comunión espiritual, cuerpo místico animado por los múltiples
dones del Espíritu y sacramento de salvación para toda la humanidad (cf.
Lumen gentium, 8). La Iglesia está llamada en todo tiempo y lugar a crecer
en la unidad mediante una constante conversión a Cristo, cuya obra
redentora es proclamada por los Sucesores de los Apóstoles y celebrada en
los sacramentos. Por otro lado, esta unidad comporta una “expansión
continua”, porque el Espíritu incita a los creyentes a proclamar “las
grandes obras de Dios” y a invitar a todas las gentes a entrar en la
comunidad de los salvados mediante la sangre de Cristo y que han
recibido la vida nueva en su Espíritu.
El mundo necesita el testimonio. ¿Quién puede negar que el momento
actual sea decisivo no sólo para la Iglesia en América, sino también para la
sociedad en su conjunto? Es un tiempo lleno de grandes promesas, pues
vemos cómo la familia humana se acomuna de diversos modos,
haciéndose cada vez más interdependiente. Al mismo tiempo, sin
embargo, percibimos signos evidentes de un quebrantamiento preocupante
de los fundamentos mismos de la sociedad: signos de alienación, ira y
contraposición en muchos contemporáneos nuestros; aumento de la
violencia, debilitamiento del sentido moral, vulgaridad en las relaciones
sociales y creciente olvido de Cristo y de Dios. También la Iglesia ve
signos de grandes promesas en sus numerosas parroquias sólidas y en los
movimientos vivaces, en el entusiasmo por la fe demostrada por muchos
jóvenes, en el número de los que cada año abrazan la fe católica y en un
interés cada vez más grande por la oración y por la catequesis. Pero, al
mismo tiempo, percibe a menudo con dolor que hay división y contrastes
en su seno, descubriendo también el hecho desconcertante de que tantos
bautizados, en lugar de actuar como fermento espiritual en el mundo, se
inclinan a adoptar actitudes contrarias a la verdad del Evangelio.
“Señor, manda tu Espíritu y renueva la faz de la tierra” (cf. Sal
104,30). Las palabras del Salmo responsorial de hoy son una plegaria que,
siempre y en todo lugar, brota del corazón de la Iglesia. Nos recuerdan que
el Espíritu Santo ha sido infundido como primicia de una nueva creación,
de “cielos nuevos y tierra nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21, 1) en los que
reinará la paz de Dios y la familia humana será reconciliada en la justicia
y en el amor. Hemos oído decir a san Pablo que toda la creación “gime”
hasta a hoy, en espera de la verdadera libertad, que es el don de Dios para
sus hijos (cf. Rm 8,21-22), una libertad que nos hace capaces de vivir
conforme a su voluntad. Oremos hoy insistentemente para que la Iglesia
en América sea renovada en este mismo Espíritu y ayudada en su misión
de anunciar el Evangelio a un mundo que tiene nostalgia de una genuina
libertad (cf. Jn 8,32), de una felicidad auténtica y del cumplimiento de sus
aspiraciones más profundas.
161
La fidelidad y el valor con que la Iglesia en este País logrará afrontar
los retos de una cultura cada vez más secularizada y materialista
dependerá en gran parte de vuestra fidelidad personal al transmitir el
tesoro de nuestra fe católica. Los jóvenes necesitan ser ayudados para
discernir la vía que conduce a la verdadera libertad: la vía de una sincera y
generosa imitación de Cristo, la vía de la entrega a la justicia y a la paz. Se
ha progresado mucho en el desarrollo de programas sólidos para la
catequesis, pero queda por hacer todavía mucho más para formar los
corazones y las mentes de los jóvenes en el conocimiento y en el amor del
Dios. Los desafíos que se nos presentan exigen una instrucción amplia y
sana en la verdad de la fe. Pero requieren cultivar también un modo de
pensar, una “cultura” intelectual que sea auténticamente católica, que
confía en la armonía profunda entre fe y razón, y dispuesta a llevar la
riqueza de la visión de la fe en contacto con las cuestiones urgentes que
conciernen el futuro de la sociedad americana.
Queridos amigos, mi visita en los Estados Unidos quiere ser un
testimonio de “Cristo, esperanza nuestra”.
San Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, habla de una
especie de oración que brota de las profundidades de nuestros corazones
con suspiros que son demasiado profundos para expresarlos con palabras,
con “gemidos” (Rm 8,26) inspirados por el Espíritu. Ésta es una oración
que anhela, en medio de la tribulación, el cumplimiento de las promesas
de Dios. Es una plegaria de esperanza inagotable, pero también de
paciente perseverancia y, a veces, acompañada por el sufrimiento por la
verdad. A través de esta plegaria participamos en el misterio de la misma
debilidad y sufrimiento de Cristo, mientras confiamos firmemente en la
victoria de su Cruz. Que la Iglesia en América, con esta oración, emprenda
cada vez más el camino de la conversión y de la fidelidad al Evangelio. Y
que todos los católicos experimenten el consuelo de la esperanza y los
dones de la alegría y la fuerza infundidos por el Espíritu.
En el relato evangélico de hoy, el Señor resucitado otorga a los
Apóstoles el don del Espíritu Santo y les concede la autoridad para
perdonar los pecados. Mediante el poder invencible de la gracia de Cristo,
confiado a frágiles ministros humanos, la Iglesia renace continuamente y
se nos da a cada uno de nosotros la esperanza de un nuevo comienzo.
Confiemos en el poder del Espíritu de inspirar conversión, curar cada
herida, superar toda división y suscitar vida y libertades nuevas. ¡Cuánta
necesidad tenemos de estos dones! ¡Y qué cerca los tenemos,
particularmente en el Sacramento de la penitencia! La fuerza libertadora
de este Sacramento, en el que nuestra sincera confesión del pecado
encuentra la palabra misericordiosa de perdón y paz de parte de Dios,
necesita ser redescubierta en la experiencia propia de cada católico. En
gran parte la renovación de la Iglesia en América y en el mundo depende
de la renovación de la práctica de la penitencia y del crecimiento en la
santidad: los dos son inspirados y realizados por este Sacramento.
“En esperanza fuimos salvados” (Rm 8,24). Mientras la Iglesia en los
Estados Unidos da gracias por las bendiciones de los doscientos años
162
pasados, invito a ustedes, a sus familias y cada parroquia y comunidad
religiosa a confiar en el poder de la gracia para crear un futuro prometedor
para el Pueblo de Dios en este País. En el nombre del Señor Jesús les pido
que eviten toda división y que trabajen con alegría para preparar vía para
Él, fieles a su palabra y en constante conversión a su voluntad. Les
exhorto, sobre todo, a seguir a siendo fermento de esperanza evangélica en
la sociedad americana, con el fin de llevar la luz y la verdad del Evangelio
en la tarea de crear un mundo cada vez más justo y libre para las
generaciones futuras.
Quien tiene esperanza ha de vivir de otra manera (cf. Spe Salvi, 2).
Que ustedes, mediante sus plegarias, el testimonio de su fe y la fecundidad
de su caridad, indiquen el camino hacia ese horizonte inmenso de
esperanza que Dios está abriendo también hoy a su Iglesia, más aún, a
toda la humanidad: la visión de un mundo reconciliado y renovado en
Jesucristo, nuestro Salvador. A Él honor y gloria, ahora y siempre. Amén.

NATURALEZA E IDENTIDAD DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA


HOY
20080417. Discurso. Washington. Encuentro con los educadores
“¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!” (Rm
10,15). Es un verdadero placer encontrarme con ustedes y compartir
algunas reflexiones sobre la naturaleza y la identidad de la educación
católica hoy.
El deber educativo es parte integrante de la misión que la Iglesia tiene
de proclamar la Buena Noticia. En primer lugar, y sobre todo, cada
institución educativa católica es un lugar para encontrar a Dios vivo, el
cual revela en Jesucristo la fuerza transformadora de su amor y su verdad
(cf. Spe salvi, 4). Esta relación suscita el deseo de crecer en el
conocimiento y en la comprensión de Cristo y de su enseñanza. De este
modo, quienes lo encuentran se ven impulsados por la fuerza del
Evangelio a llevar una nueva vida marcada por todo lo que es bello, bueno
y verdadero; una vida de testimonio cristiano alimentada y fortalecida en
la comunidad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia.
La dinámica entre encuentro personal, conocimiento y testimonio
cristiano es parte integrante de la diakonia de la verdad que la Iglesia
ejerce en medio de la humanidad. La revelación de Dios ofrece a cada
generación la posibilidad de descubrir la verdad última sobre la propia
vida y sobre el fin de la historia. Este deber jamás es fácil: implica a toda
la comunidad cristiana y motiva a cada generación de educadores
cristianos a garantizar que el poder de la verdad de Dios impregne todas
las dimensiones de las instituciones a las que sirven. De este modo, la
Buena Noticia de Cristo puede actuar, guiando tanto al docente como al
estudiante hacia la verdad objetiva que, trascendiendo lo particular y lo
subjetivo, apunta a lo universal y a lo absoluto, que nos capacita para
proclamar con confianza la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). Frente
a los conflictos personales, la confusión moral y la fragmentación del
163
conocimiento, los nobles fines de la formación académica y de la
educación, fundados en la unidad de la verdad y en el servicio a la persona
y a la comunidad, son un poderoso instrumento especial de esperanza.
Algunos cuestionan hoy el compromiso de la Iglesia en la educación,
preguntándose si estos recursos no se podrían emplear mejor de otra
manera. Ciertamente, en una nación como ésta, el Estado ofrece amplias
oportunidades para la educación y atrae hacia esta honrada profesión a
hombres y mujeres comprometidos y generosos. Es oportuno, pues,
reflexionar sobre lo específico de nuestras instituciones católicas. ¿Cómo
pueden éstas contribuir al bien de la sociedad a través de la misión
primaria de la Iglesia que es la de evangelizar?
Todas las actividades de la Iglesia nacen de su conciencia de ser
portadora de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo: en su bondad
y sabiduría, Dios ha elegido revelarse a sí mismo y dar a conocer el
propósito escondido de su voluntad (cf. Ef 1,9; Dei Verbum, 2). El deseo
de Dios de darse a conocer y el innato deseo de cada ser humano de
conocer la verdad constituyen el contexto de la búsqueda humana sobre el
significado de la vida. Este encuentro único está sostenido por la
comunidad cristiana: quien busca la verdad se transforma en uno que vive
de fe (cf. Fides et ratio, 31). Esto puede ser descrito como un movimiento
del “yo” al “nosotros”, que lleva al individuo a formar parte del Pueblo de
Dios.
La misma dinámica de identidad comunitaria —¿a quién pertenezco?
— vivifica el ethos de nuestras instituciones católicas. La identidad de una
Universidad o de una Escuela católica no es simplemente una cuestión del
número de los estudiantes católicos. Es una cuestión de convicción:
¿creemos realmente que sólo en el misterio del Verbo encarnado se
esclarece verdaderamente el misterio del hombre (cf. Gaudium et spes,
22)? ¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia
y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo
revela? En nuestras universidades y escuelas ¿es “tangible” la fe? ¿Se
expresa férvidamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la
oración, los actos de caridad, la solicitud por la justicia y el respeto por la
creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio
sobre el sentido de quiénes somos y de lo que sostenemos.
Desde esta perspectiva se puede reconocer que la “crisis de verdad”
contemporánea está radicada en una “crisis de fe”. Únicamente mediante
la fe podemos dar libremente nuestro asentimiento al testimonio de Dios y
reconocerlo como el garante trascendente de la verdad que él revela. Una
vez más, vemos por qué el promover la intimidad personal con Jesucristo
y el testimonio comunitario de su verdad que es amor, es indispensable en
las instituciones formativas católicas. De hecho, todos vemos y
observamos con preocupación la dificultad o la repulsa que muchas
personas tienen hoy para entregarse a sí mismas a Dios. Éste es un
fenómeno complejo sobre el que reflexiono continuamente. Mientras
hemos buscado diligentemente atraer la inteligencia de nuestros jóvenes,
quizás hemos descuidado su voluntad. Como consecuencia, observamos
164
preocupados que la noción de libertad se ha distorsionado. La libertad no
es la facultad para desentenderse de; es la facultad de comprometerse con,
una participación en el Ser mismo. Como resultado, la libertad auténtica
jamás puede ser alcanzada alejándose de Dios. Una opción similar
significaría al final descuidar la genuina verdad que necesitamos para
comprendernos a nosotros mismos. Por eso, suscitar entre los jóvenes el
deseo de un acto de fe, animándolos a comprometerse con la vida eclesial
que nace de este acto de fe, es una responsabilidad particular de cada uno
de ustedes, y de sus colegas. Así es como la libertad alcanza la certeza de
la verdad. Eligiendo vivir de acuerdo a esta verdad, abrazamos la plenitud
de la vida de fe que se nos da en la Iglesia.
Así pues, está claro que la identidad católica no depende de las
estadísticas. Tampoco se la puede equiparar simplemente con la ortodoxia
del contenido de los cursos. Esto exige e inspira mucho más, a saber, que
cualquier aspecto de vuestras comunidades de estudio se refleje en una
vida eclesial de fe. La verdad solamente puede encarnarse en la fe y la
razón auténticamente humana, hacerse capaz de dirigir la voluntad a
través del camino de la libertad (cf. Spe salvi, 23). De este modo nuestras
instituciones ofrecen una contribución vital a la misión de la Iglesia y
sirven eficazmente a la sociedad. Han de ser lugares en los que se
reconoce la presencia activa de Dios en los asuntos humanos y cada joven
descubre la alegría de entrar en “el ser para los otros” de Cristo (cf. ibid.,
28).
La misión, primaria en la Iglesia, de evangelizar, en la que las
instituciones educativas juegan un papel crucial, está en consonancia con
la aspiración fundamental de la nación de desarrollar una sociedad
verdaderamente digna de la dignidad de la persona humana. A veces, sin
embargo, se cuestiona el valor de la contribución de la Iglesia al forum
público. Por esto es importante recordar que la verdad de la fe y la de la
razón nunca se contradicen (cf. Concilio Ecuménico Vaticano I, Const.
dogm. Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3017; S. Agustín, Contra
Academicos, III, 20,43). La misión de la Iglesia, de hecho, la compromete
en la lucha que la humanidad mantiene por alcanzar la verdad. Al exponer
la verdad revelada, la Iglesia sirve a todos los miembros de la sociedad
purificando la razón, asegurando que ésta permanezca abierta a la
consideración de las verdades últimas. Recurriendo a la sabiduría divina,
proyecta luz sobre el fundamento de la moralidad y de la ética humana, y
recuerda a todos los grupos sociales que no es la praxis la que crea la
verdad, sino que es la verdad la que debe servir de cimiento a la praxis.
Lejos de amenazar la tolerancia de la legítima diversidad, una
contribución así ilumina la auténtica verdad que hace posible el consenso,
y ayuda a que el debate público se mantenga razonable, honesto y
responsable. De igual modo, la Iglesia jamás se cansa de sostener las
categorías morales esenciales de lo justo y lo injusto, sin las cuales la
esperanza acaba marchitándose, dando lugar a fríos cálculos de
pragmática utilidad, que reducen la persona a poco más que a un peón de
un ajedrez ideológico.
165
Respecto al forum educativo, la diakonía de la verdad adquiere un alto
significado en las sociedades en las que la ideología secularista introduce
una cuña entre verdad y fe. Esta división ha llevado a la tendencia de
equiparar verdad y conocimiento y a adoptar una mentalidad positivista
que, rechazando la metafísica, niega los fundamentos de la fe y rechaza la
necesidad de una visión moral. Verdad significa más que conocimiento:
conocer la verdad nos lleva a descubrir el bien. La verdad se dirige al
individuo en su totalidad, invitándonos a responder con todo nuestro ser.
Esta visión optimista está fundada en nuestra fe cristiana, ya que en esta fe
se ofrece la visión del Logos, la Razón creadora de Dios, que en la
Encarnación se ha revelado como divinidad ella misma. Lejos de ser
solamente una comunicación de datos fácticos, “informativa”, la verdad
amante del Evangelio es creativa y capaz de cambiar la vida, es
“performativa” (cf. Spe salvi, 2). Con confianza, los educadores cristianos
pueden liberar a los jóvenes de los límites del positivismo y despertar su
receptividad con respecto a la verdad, a Dios y a su bondad. De este
modo, ustedes ayudarán también a formar su conciencia que, enriquecida
por la fe, abre un camino seguro hacia la paz interior y el respeto a los
otros.
No sorprende, pues, que no sean precisamente nuestras propias
comunidades eclesiales, sino la sociedad en general, la que espere mucho
de los educadores católicos. Esto entraña para ustedes una responsabilidad
y les ofrece una oportunidad. Cada vez son más, especialmente entre los
padres, los que reconocen la necesidad de algo excelso en la formación
humana de sus hijos. Como Madre y Maestra, la Iglesia comparte su
preocupación. Cuando no se reconoce como definitivo nada que sobrepase
al individuo, el criterio último de juicio acaba siendo el yo y la
satisfacción de los propios deseos inmediatos. La objetividad y la
perspectiva, que derivan solamente del reconocimiento de la esencial
dimensión trascendente de la persona humana, pueden acabar perdiéndose.
En este horizonte relativista, los fines de la educación terminan
inevitablemente por reducirse. Se produce lentamente un descenso de los
niveles. Hoy notamos una cierta timidez ante la categoría del bien y una
búsqueda ansiosa de las novedades del momento como realización de la
libertad. Somos testigos de cómo se ha asumido que cualquier experiencia
vale lo mismo y cómo se rechaza admitir imperfecciones y errores. Es
especialmente inquietante la reducción de la preciosa y delicada área de la
educación sexual a la gestión del “riesgo”, sin referencia alguna a la
belleza del amor conyugal.
¿Cómo pueden responder los educadores cristianos? Estos peligrosos
datos manifiestan lo urgente que es lo que podríamos llamar “caridad
intelectual”. Este aspecto de la caridad invita al educador a reconocer que
la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más
que un acto de amor. De hecho, la dignidad de la educación reside en la
promoción de la verdadera perfección y la alegría de los que han de ser
formados. En la práctica, la “caridad intelectual” defiende la unidad
esencial del conocimiento frente a la fragmentación que surge cuando la
166
razón se aparta de la búsqueda de la verdad. Esto lleva a los jóvenes a la
profunda satisfacción de ejercer la libertad respecto a la verdad, y esto
impulsa a formular la relación entre la fe y los diversos aspectos de la vida
familiar y civil. Una vez que se ha despertado la pasión por la plenitud y
unidad de la verdad, los jóvenes estarán seguramente contentos de
descubrir que la cuestión sobre lo que pueden conocer les abre a la gran
aventura de lo que deben hacer. Entonces experimentarán “en quién” y “en
qué” es posible esperar y se animarán a ofrecer su contribución a la
sociedad de un modo que genere esperanza para los otros.
Queridos amigos, deseo concluir llamando la atención específicamente
sobre la enorme importancia de vuestra competencia y testimonio en las
universidades y escuelas católicas.
A propósito de los miembros de las Facultades en los Colegios
Universitarios, quisiera reiterar el gran valor de la libertad académica. En
virtud de esta libertad, ustedes están llamados a buscar la verdad allí
donde el análisis riguroso de la evidencia los lleve. Sin embargo, es
preciso decir también que toda invocación del principio de la libertad
académica para justificar posiciones que contradigan la fe y la enseñanza
de la Iglesia obstaculizaría o incluso traicionaría la identidad y la misión
de la Universidad, una misión que está en el corazón del munus docendi
de la Iglesia y en modo alguno es autónoma o independiente de la misma.
Docentes y administradores, tanto en las universidades como en las
escuelas, tienen el deber y el privilegio de asegurar que los estudiantes
reciban una instrucción en la doctrina y en la praxis católica. Esto requiere
que el testimonio público de Cristo, tal y como se encuentra en el
Evangelio y es enseñado por el magisterio de la Iglesia, modele cualquier
aspecto de la vida institucional, tanto dentro como fuera de las aulas
escolares. Distanciarse de esta visión debilita la identidad católica y, lejos
de hacer avanzar la libertad, lleva inevitablemente a la confusión tanto
moral como intelectual y espiritual.
Quisiera igualmente expresar una especial palabra de ánimo a los
catequistas, tanto laicos como religiosos, los cuales se esfuerzan por
asegurar que los jóvenes cada día sean más capaces de apreciar el don de
la fe. La educación religiosa constituye un apostolado estimulante y hay
muchos signos entre los jóvenes de un deseo de conocer mejor la fe y
practicarla con determinación. Si se quiere que se desarrolle este despertar,
es necesario que los docentes tengan una comprensión clara y precisa de la
naturaleza específica y del papel de la educación católica. Deben estar
también preparados para capitanear el compromiso de toda la comunidad
educativa de ayudar a nuestros jóvenes y a sus familias a que
experimenten la armonía entre fe, vida y cultura.
Deseo también dirigir una exhortación especial a los religiosos, a las
religiosas y sacerdotes: no abandonen el apostolado educativo; más aún,
renueven su dedicación a las escuelas, en particular a las que se hallan en
las zonas más pobres. En los lugares donde hay muchas promesas falsas,
que atraen a los jóvenes lejos de la senda de la verdad y de la genuina
libertad, el testimonio de los consejos evangélicos que dan las personas
167
consagradas es un don insustituible. Aliento a los religiosos aquí presentes
a renovar su entusiasmo en la promoción de las vocaciones. Sepan que su
testimonio en favor del ideal de la consagración y de la misión en medio
de los jóvenes es una fuente de gran inspiración en la fe para ellos y sus
familias.
A todos ustedes les digo: sean testigos de esperanza. Alimenten su
testimonio con la oración. Den razón de la esperanza que caracteriza sus
vidas (cf. 1 Pe 3,15), viviendo la verdad que proponen a sus estudiantes.
Ayúdenles a conocer y a amar a Aquel que han encontrado, cuya verdad y
bondad ustedes han experimentado con alegría. Digamos con san Agustín:
“Tanto nosotros que hablamos, como ustedes que escuchan, sepamos que
somos fieles discípulos del único Maestro” (Serm. 23,2).

OBJETIVO DEL DIÁLOGO: DESCUBRIR LA VERDAD


20080417.Discurso. Washington. Representantes otras religiones
El deber de defender la libertad religiosa nunca termina. Nuevas
situaciones y nuevos desafíos invitan a los ciudadanos y a los líderes a
reflexionar sobre el modo en que sus decisiones respetan este derecho
humano fundamental. Tutelar la libertad religiosa dentro de la normativa
legal no garantiza que los pueblos –en particular las minorías– se vean
libres de formas injustas de discriminación y prejuicio. Esto requiere un
esfuerzo constante por parte de todos los miembros de la sociedad con el
fin de asegurar que a los ciudadanos se les dé la oportunidad de celebrar
pacíficamente el culto y transmitir a sus hijos su patrimonio religioso.
La transmisión de las tradiciones religiosas a las generaciones
venideras no sólo ayuda a preservar un patrimonio, sino que también
sostiene y alimenta en el presente la cultura que las circunda. Lo mismo
vale para el diálogo entre las religiones: tanto los que participan en él
como la sociedad salen enriquecidos. En la medida en que crezcamos en la
mutua comprensión, vemos que compartimos una estima por los valores
éticos, perceptibles por la razón humana, que son reconocidos por todas
las personas de buena voluntad. El mundo pide insistentemente un
testimonio común de estos valores. Por consiguiente, invito a todas las
personas religiosas a considerar el diálogo no sólo como un medio para
reforzar la comprensión recíproca, sino también como un modo para servir
a la sociedad de manera más amplia. Al dar testimonio de las verdades
morales que tienen en común con todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, los grupos religiosos influyen sobre la cultura en su sentido más
amplio e impulsan a quienes nos rodean, a los colegas de trabajo y los
conciudadanos, a unirse en el deber de fortalecer los lazos de solidaridad.
Usando las palabras del Presidente Franklin Delano Roosevelt, “nada más
grande podría recibir nuestra tierra que un renacimiento del espíritu de fe”.
Un ejemplo concreto de la contribución que las comunidades religiosas
pueden ofrecer a la sociedad civil son las escuelas confesionales. Estas
instituciones enriquecen a los niños tanto intelectual como
espiritualmente. Guiados por sus maestros en el descubrimiento de la
168
dignidad dada por Dios a todo ser humano, los jóvenes aprenden a
respetar las creencias y prácticas religiosas de los otros, enalteciendo la
vida civil de una nación.
¡Qué responsabilidad tan grande tienen los líderes religiosos! Ellos han
de impregnar la sociedad con un profundo temor y respeto por la vida
humana y la libertad; garantizar que la dignidad humana se reconozca y
aprecie; facilitar la paz y la justicia; enseñar a los niños lo que es justo,
bueno y razonable.
Hay otro punto sobre el que deseo detenerme. He notado un interés
creciente entre los gobiernos para patrocinar programas destinados a
promover el diálogo interreligioso e intercultural. Se trata de iniciativas
encomiables. Al mismo tiempo, la libertad religiosa, el diálogo
interreligioso y la educación basada en la fe, tienden a algo más que a
lograr un consenso encaminado a encontrar caminos para formular
estrategias prácticas para el progreso de la paz. El objetivo más amplio del
diálogo es descubrir la verdad. ¿Cuál es el origen y el destino del género
humano? ¿Qué es el bien y el mal? ¿Qué nos espera al final de nuestra
existencia terrena? Solamente afrontando estas cuestiones más profundas
podremos construir una base sólida para la paz y la seguridad de la familia
humana: “donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de
la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz” (Mensaje
para la Jornada mundial de la Paz, 2006, 3).
Vivimos en una época en la que con demasiada frecuencia se marginan
estas preguntas. Sin embargo, jamás se podrán borrar del corazón humano.
A lo largo de la historia, los hombres y las mujeres han buscado relacionar
sus inquietudes con este mundo que pasa. En la tradición judeocristiana,
los Salmos están llenos de expresiones como éstas: “Mi aliento desfallece”
(Sal 143,4; cf. Sal 6,7; 31,11; 32,4; 38,8; 77,3); “¿Por qué te acongojas,
alma mía, por qué te me turbas?” (Sal 42,6). La respuesta es siempre de
fe: “Espera en Dios, que volverás a alabarlo: ‘Salud de mi rostro, Dios
mío’” (ibíd.; cf. Sal 62,6). Los líderes espirituales tienen un deber
particular, y podríamos decir una competencia especial, de poner en un
primer plano las preguntas más profundas de la conciencia humana, de
despertar a la humanidad ante el misterio de la existencia humana, de
proporcionar un espacio para la reflexión y la plegaria en un mundo
frenético.
Ante estos interrogantes más profundos sobre el origen y el destino del
género humano, los cristianos proponen a Jesús de Nazaret. Él es, así lo
creemos, el Logos eterno, que se hizo carne para reconciliar al hombre con
Dios y revelar la razón que está en el fondo de todas las cosas. Es a Él a
quien llevamos al forum del diálogo interreligioso. El deseo ardiente de
seguir sus huellas impulsa a los cristianos a abrir sus mentes y sus
corazones al diálogo (cf. Lc 10,25-37; Jn 4,7-26).
Queridos amigos, en nuestro intento de descubrir los puntos de
comunión, hemos evitado quizás la responsabilidad de discutir nuestras
diferencias con calma y claridad. Mientras unimos siempre nuestros
corazones y mentes en la búsqueda de la paz, debemos también escuchar
169
con atención la voz de la verdad. De este modo, nuestro diálogo no se
detendrá sólo en reconocer un conjunto común de valores, sino que
avanzará para indagar su fundamento último. No tenemos nada que temer,
porque la verdad nos revela la relación esencial entre el mundo y Dios.
Somos capaces de percibir que la paz es un “don celestial”, que nos llama
a conformar la historia humana al orden divino. Aquí está la “verdad de la
paz” (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 2006).
Como hemos visto, pues, el objetivo más importante del diálogo
interreligioso requiere una exposición clara de nuestras respectivas
doctrinas religiosas. A este respecto, los colegios, las universidades y
centros de estudios son foros importantes para un intercambio sincero de
ideas religiosas.
Queridos amigos, dejemos que nuestro diálogo sincero y nuestra
cooperación impulsen a todos a meditar las preguntas más profundas sobre
su origen y destino. Que los miembros de todas las religiones estén unidos
en la defensa y promoción de la vida y la libertad religiosa en todo el
mundo. Y que, dedicándonos generosamente a este sagrado deber –a
través del diálogo y de tantos pequeños actos de amor, de comprensión y
de compasión– seamos instrumentos de paz para toda la familia humana.

LOS DERECHOS HUMANOS SE BASAN EN LA LEY NATURAL


NO HAGAS A OTROS LO QUE NO QUIERES QUE TE HAGAN A
TI
20080418. Discurso. Asamblea General de la ONU
A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos
universales que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia
humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien.
Los principios fundacionales de la Organización –el deseo de la paz, la
búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la
cooperación y la asistencia humanitaria– expresan las justas aspiraciones
del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar
subyacentes en las relaciones internacionales. Como mis predecesores
Pablo VI y Juan Pablo II han hecho notar desde esta misma tribuna, se
trata de cuestiones que la Iglesia Católica y la Santa Sede siguen con
atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo los
problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar
sujetos a una reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la
aspiración a “un grado superior de ordenamiento internacional” (Juan
Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado y gobernado por el
principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder a las demandas
de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y
estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los
pueblos. Esto es más necesario aún en un tiempo en el que
170
experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que
sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones
de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen
intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la
reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del
entorno, de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad
para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad
con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en
aquellos Países de África y de otras partes del mundo que permanecen al
margen de un auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de
experimentar sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto
de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior
que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a
promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana.
Dichas reglas no limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando
prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común,
obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad
de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber una
correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está
llamada a asumir la responsabilidad de sus opciones, tomadas al entrar en
relación con los otros. Aquí, nuestro pensamiento se dirige al modo en que
a veces se han aplicado los resultados de los descubrimientos de la
investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes beneficios
que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha
aplicación representan una clara violación del orden de la creación, hasta
el punto en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida,
sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su
identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida a
preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre la tierra
no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la
ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la
creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia y ética: se trata más bien
de adoptar un método científico que respete realmente los imperativos
éticos.
El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la
dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis
con el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido
definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los
orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en
una característica de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el
deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y
continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias
de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el
hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la
comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos
171
previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos
internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus
instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la
base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como
una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario,
es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo
que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir
y controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y
prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo
o deseo de reconciliación.
El principio de la “responsabilidad de proteger” fue considerado por el
antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los
gobernadores hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba
desarrollando el concepto de Estados nacionales soberanos, el fraile
dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor de la
idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un
aspecto de la razón natural compartida por todas las Naciones, y como el
resultado de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones
entre los pueblos. Hoy como entonces, este principio ha de hacer
referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de
una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las
Naciones Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por
la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la
trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron
gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso ocurre, los
fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden
internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios
inderogables e inviolables formulados y consolidados por las Naciones
Unidas. Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error
retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar “un
terreno común”, minimalista en los contenidos y débil en su efectividad.
La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo
de la responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos
sido invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario
de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento
fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales,
todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana
en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de
considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la
religión y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez
más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones
internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la
interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la
salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los
derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada
uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el
punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia.
172
Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre
y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los
derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y
ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la
interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en
nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso
religiosos. Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos
de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales,
sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el
internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las
garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que
sirven para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y
pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos humanos
sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre
Países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad. Es cierto
que las víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana
se ve impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la
violencia y convertirse ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin
embargo, el bien común que los derechos humanos permiten conseguir no
puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos correctos
ni tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos contrapuestos.
La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en
un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes
culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy
es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los
fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad,
facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para
satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares. La Declaración fue
adoptada como un “ideal común” (preámbulo) y no puede ser aplicada por
partes separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren
simplemente el riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y por
tanto la indivisibilidad de los derechos humanos.
La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre
la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace
aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones
normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder.
Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos
corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la
dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario,
la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de
los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no
cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las
proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente
desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera
función en nombre de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los
derechos y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la
173
interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común
de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los
miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y
todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo
V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia
intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros lo que no quieres que te
hagan a ti “en modo alguno puede variar, por mucha que sea la diversidad
de las naciones” (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto, los derechos
humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no
simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los
legisladores.
Señoras y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones
nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es
decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el
contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al
comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos. Al
afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas
situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento es al
mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.
Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a
cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de
conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros
puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un
orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por
otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión
religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el
reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer
favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a
la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz.
Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo
interreligioso que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo
modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad humana. El
diálogo debería ser reconocido como el medio a través del cual los
diversos sectores de la sociedad pueden articular su propio punto de vista
y construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u
objetivos particulares. Pertenece a la naturaleza de las religiones,
libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente un diálogo
de pensamiento y de vida. Si también a este nivel la esfera religiosa se
mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios
para las personas y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas
pueden contar con los resultados del diálogo entre las religiones y
beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes para poner sus propias
experiencias al servicio del bien común. Su cometido es proponer una
visión de la fe, no en términos de intolerancia, discriminación y conflicto,
sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los derechos y la
reconciliación.
174
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la
libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al
mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la
unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de
ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los
años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a
puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus
dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de
informaciones, así como la libertad de profesar o elegir una religión. Es
inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte
de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser
necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los
derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se
los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con
posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede
limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto,
sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de
la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la
construcción del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por
ejemplo, a través de su implicación influyente y generosa en una amplia
red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones
científicas, escuelas, centros de atención médica y a organizaciones
caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a
reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión
religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión por su propia
naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un
planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona.
Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las
Naciones Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que
la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los
Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana.
Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia
aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en
que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un
elemento capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para
obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa
Sede, de manera coherente con la propia contribución en la esfera ética y
moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente, la Santa
Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones,
manifestando así el propio carácter específico en cuanto sujeto en el
ámbito internacional. Como han confirmado recientemente las Naciones
Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia contribución según las
disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella se remite.
Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la
Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”,
desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y
a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad
175
internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad
para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece
a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados
en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y
mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El
reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos
fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear
condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la
garantía de los derechos de las generaciones futuras.
En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado “que la búsqueda,
siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades
humanas es una tarea de cada generación” (n. 25). Para los cristianos, esta
tarea está motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de
Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con
la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la
responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo.
Queridos amigos, os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a
vosotros y prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra
noble tarea.

BASARSE EN LA ENSEÑANZA APOSTÓLICA NORMATIVA


20080418. Discurso. Encuentro ecuménico. Nueva York
Acabamos de escuchar el texto de la Escritura en el que Pablo, “el
prisionero por Cristo”, formula una vehemente invitación a los miembros
de la comunidad cristiana de Éfeso: “Les ruego, escribe, que anden como
pide la vocación a la que han sido convocados… esforzándose en
mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4,1-3). Por
tanto, al final de su apasionada invitación a la unidad, Pablo recuerda a sus
lectores que Jesús, una vez ascendido al cielo, ha derramado sobre los
hombres todos los dones necesarios para la edificación del Cuerpo de
Cristo (cf. Ef 4,11-13).
Hoy la exhortación de Pablo resuena con mayor fuerza. Sus palabras
nos infunden la certeza de que el Señor no nos abandonará jamás en la
búsqueda de la unidad. Nos invitan, además, a vivir de modo que podamos
dar testimonio “pensando y sintiendo lo mismo” (cf. Hch 4,32), que ha
sido siempre la característica de la koinonia cristiana (cf. Hch 2,42), y la
fuerza que atrae a los que están fuera para entrar a formar parte de la
comunidad de los creyentes, y que también ellos puedan compartir la
“riqueza insondable que es Cristo” (Ef 3,8).
La globalización ha colocado a la humanidad entre dos extremos. Por
una parte, el sentido creciente de interrelación e interdependencia entre los
pueblos, incluso cuando, hablando en términos geográficos y culturales,
están distantes unos de otros. Esta nueva situación ofrece la posibilidad de
mejorar el sentido de la solidaridad global y compartir responsabilidades
para el bien de la humanidad. Por otra parte, no se puede negar que las
rápidas mutaciones que suceden en el mundo presentan también algunos
176
signos desagradables de fragmentación y de repliegue en el
individualismo. El uso cada vez más extendido de la electrónica en el
mundo de las comunicaciones ha comportado paradójicamente un
aumento del aislamiento. Muchos, jóvenes incluidos, buscan por esta
razón formas más auténticas de comunidad. También es fuente de grave
preocupación la difusión de la ideología secularista, que socava e incluso
rechaza la verdad trascendente. La misma posibilidad de una revelación
divina, y por tanto de la fe cristiana, se ha puesto a menudo en discusión
por tendencias de pensamiento muy difundidas en los ambientes
universitarios, en los medios de comunicación y en la opinión pública. Por
estas razones, es necesario más que nunca un testimonio fiel del
Evangelio. Se pide a los cristianos que den razón de su esperanza con
claridad (cf. 1 Pe 3,15).
Con mucha frecuencia los no cristianos, al ver la fragmentación de las
comunidades cristianas, quedan confundidos con razón sobre el mensaje
mismo del Evangelio. A veces las creencias y comportamientos cristianos
fundamentales son modificados dentro de las comunidades por las así
llamadas “acciones proféticas”, basadas en una hermenéutica no siempre
en consonancia con la Escritura y la Tradición. Como consecuencia, las
comunidades renuncian a actuar como un cuerpo unido, y prefieren en
cambio actuar según el principio de “las opciones locales”. En este
proceso, se pierde la necesidad de una koinonia diacrónica —la comunión
con la Iglesia de todos los tiempos— precisamente en el momento en el
que el mundo ha perdido su orientación y necesita testimonios comunes y
convincentes del poder salvador del Evangelio (cf. Rm 1,18-23).
Frente a estas dificultades, en primer lugar, debemos recordarnos que
la unidad de la Iglesia deriva de la perfecta unidad de Dios uno y trino. El
Evangelio de Juan nos dice que Jesús ha rogado al Padre para que sus
discípulos sean uno, “como tú… en mí y yo en ti” (cf. Jn 17,21). Este
pasaje refleja la firme convicción de la comunidad cristiana primitiva de
que su unidad era fruto y reflejo de la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Esto, a su vez, muestra que la cohesión recíproca de los
creyentes se fundaba en la plena integridad de la confesión de su credo (cf.
1 Tm 1,3-11). En todo el Nuevo Testamento vemos cómo los Apóstoles
fueron llamados reiteradamente a dar razón de su fe, tanto ante los gentiles
(cf. Hch 17,16-34) como ante los judíos (cf. Hch 4,5-22; 5,27-42). El
núcleo central de su argumentación fue siempre el hecho histórico de la
resurrección corporal del Señor de la tumba (Hch 2,24-32; 3,15; 4,10;
5,30; 10,40; 13,30). La eficacia última de su predicación no dependía de
“palabras rebuscadas” o de “sabiduría humana” (1 Co 2,13), sino más bien
de la acción del Espíritu (Ef 3,5), que confirmaba el testimonio autorizado
de los Apóstoles (cf. 1 Co 15,1-11). El núcleo de la predicación de Pablo y
de la Iglesia de los orígenes no fue otro que Jesucristo, y “éste,
crucificado” (1 Co 2,2). Y esta proclamación debía de ser garantizada por
la pureza de la doctrina normativa expresada en las fórmulas de fe, los
símbolos, que articulaban la esencia de la fe cristiana y constituían el
177
fundamento de la unidad de los bautizados (cf. 1 Co 15,3-5; Ga 1,6-9;
Unitatis redintegratio, 2).
Mis queridos amigos, la fuerza del kerigma no ha perdido nada de su
dinamismo interior. Sin embargo, debemos preguntarnos si no se ha
atenuado toda su fuerza por una aproximación relativista a la doctrina
cristiana similar a la que encontramos en las ideologías secularizadas, que,
al sostener que solamente la ciencia es “objetiva”, relegan completamente
la religión a la esfera subjetiva del sentimiento del individuo. Los
descubrimientos científicos y sus realizaciones a través del ingenio
humano ofrecen a la humanidad sin duda nuevas posibilidades de mejora.
Esto no significa, sin embargo, que lo que “puede ser conocido” ha de
limitarse a lo que es verificable empíricamente, ni que la religión esté
confinada al reino cambiante de la “experiencia personal”.
La aceptación de esta línea errónea de pensamiento conduciría a los
cristianos a la conclusión de que en la exposición de la fe cristiana no es
necesario subrayar la verdad objetiva, porque no hay más que seguir la
propia conciencia y escoger la comunidad que más concuerde con los
propios gustos personales. El resultado de esto se puede observar en la
continua proliferación de comunidades, que con frecuencia evitan
estructuras institucionales y minimizan la importancia de la vida cristiana
en el contexto doctrinal.
También en el movimiento ecuménico, los cristianos se muestran
reacios a afirmar el papel de la doctrina por temor a que esto sirva sólo
para exacerbar, más que para curar, las heridas de la división. A pesar de
esto, un testimonio claro y convincente de la salvación que Cristo Jesús ha
realizado en favor nuestro debe basarse en la noción de una enseñanza
apostólica normativa, esto es, una enseñanza que realmente subraye la
palabra inspirada de Dios y sustente la vida sacramental de los cristianos
de hoy.
Solamente “manteniéndose firmes” en la enseñanza segura (cf. 2 Ts
2,15) lograremos responder a los retos que nos asaltan en un mundo
cambiante. Sólo así daremos un testimonio firme de la verdad del
Evangelio y de su enseñanza moral. Éste es el mensaje que el mundo
espera oír de nosotros. Igual que los primeros cristianos, tenemos la
responsabilidad de dar un testimonio transparente de las “razones de
nuestra esperanza”, de manera que los ojos de todos los hombres de buena
voluntad se abran para ver que Dios ha manifestado su rostro (cf. 2 Co
3,12-18) y nos ha permitido acceder a su vida divina a través de
Jesucristo. Sólo Él es nuestra esperanza. Dios ha revelado su amor a todos
los pueblos mediante el misterio de la pasión y muerte de su Hijo, y nos ha
llamado a proclamar que ha resucitado verdaderamente, que está sentado a
la diestra del Padre y que “de nuevo vendrá en la gloria a juzgar a vivos y
muertos” (Credo niceno).

SÓLO DESDE DENTRO DE LA FE SE VE A LA IGLESIA COMO


ES
178
20080419. Homilía. Catedral San Patricio, Nueva York
En la primera lectura de hoy hemos visto cómo los Apóstoles, con la
fuerza del Espíritu Santo, salieron de la sala del piso superior para
anunciar las grandes obras de Dios a personas de toda nación y lengua. En
este país la misión de la Iglesia ha conllevado siempre atraer a la gente “de
todas las naciones de la tierra” (Hch 2,5) hacia una unidad espiritual
enriqueciendo el Cuerpo de Cristo con la multiplicidad de sus dones. Al
mismo tiempo que damos gracias por estas preciosas bendiciones del
pasado y consideramos los desafíos del futuro, queremos implorar de Dios
la gracia de un nuevo Pentecostés para la Iglesia en América. ¡Que
desciendan sobre todos los presentes lenguas como de fuego, fundiendo el
amor ardiente a Dios y al prójimo con el celo por la propagación del Reino
de Dios!
En la segunda lectura de esta mañana san Pablo nos recuerda que la
unidad espiritual – aquella unidad que reconcilia y enriquece la diversidad
– tiene su origen y su modelo supremo en la vida del Dios uno y trino. La
Trinidad, como comunión de amor y libertad infinita, hace nacer
incesantemente la vida nueva en la obra de la creación y redención. La
Iglesia, como “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo” (Lumen gentium, 4), está llamada a proclamar el don de la
vida, a proteger la vida y a promover una cultura de la vida. La
proclamación de la vida, de la vida abundante, debe ser el centro de la
nueva evangelización. Pues la verdadera vida – nuestra salvación – se
encuentra sólo en la reconciliación, en la libertad y en el amor que son
dones gratuitos de Dios.
Éste es el mensaje de esperanza que estamos llamados a anunciar y
encarnar en un mundo en el que egocentrismo, avidez, violencia y cinismo
parecen sofocar muy a menudo el crecimiento frágil de la gracia en el
corazón de la gente. San Ireneo comprendió con gran profundidad que la
exhortación de Moisés al pueblo de Israel: “Elige la vida” (Dt 30,19) era
la razón más profunda para nuestra obediencia a todos los mandamientos
de Dios (cf. Adv. Haer. IV, 16, 2-5). Quizás hemos perdido de vista que en
una sociedad en la que la Iglesia parece a muchos que es legalista e
“institucional”, nuestro desafío más urgente es comunicar la alegría que
nace de la fe y de la experiencia del amor de Dios.
Soy particularmente feliz que nos hayamos reunido en la catedral de
San Patricio. Este lugar, quizás más que cualquier otro templo de Estados
Unidos, es conocido y amado como “una casa de oración para todos los
pueblos” (cf. Is 56,7; Mc 11,17). Cada día miles de hombres, mujeres y
niños entran por sus puertas y encuentran la paz dentro de sus muros. El
Arzobispo John Hughes –como nos ha recordado el Cardenal Egan– fue el
promotor de la construcción de este venerable edificio; quiso erigirlo en
puro estilo gótico. Quería que esta catedral recordase a la joven Iglesia en
América la gran tradición espiritual de la que era heredera, y que la
inspirase a llevar lo mejor de este patrimonio en la edificación del Cuerpo
de Cristo en este país. Quisiera llamar vuestra atención sobre algunos
179
aspectos de esta bellísima estructura, que me parece que puede servir
como punto de partida para una reflexión sobre nuestras vocaciones
particulares dentro de la unidad del Cuerpo místico.
El primer aspecto se refiere a los ventanales con vidrieras historiadas
que inundan el ambiente interior con una luz mística. Vistos desde fuera,
estos ventanales parecen oscuros, recargados y hasta lúgubres. Pero
cuando se entra en el templo, de improviso toman vida; al reflejar la luz
que las atraviesa revelan todo su esplendor. Muchos escritores –aquí en
América podemos recordar a Nathaniel Hawthorne– han usado la imagen
de estas vidrieras historiadas para ilustrar el misterio de la Iglesia misma.
Solamente desde dentro, desde la experiencia de fe y de vida eclesial, es
como vemos a la Iglesia tal como es verdaderamente: llena de gracia,
esplendorosa por su belleza, adornada por múltiples dones del Espíritu.
Una consecuencia de esto es que nosotros, que vivimos la vida de gracia
en la comunión de la Iglesia, estamos llamados a atraer dentro de este
misterio de luz a toda la gente.
No es un cometido fácil en un mundo que es propenso a mirar “desde
fuera” a la Iglesia, igual que a aquellos ventanales: un mundo que siente
profundamente una necesidad espiritual, pero que encuentra difícil “entrar
en el” misterio de la Iglesia. También para algunos de nosotros, desde
dentro, la luz de la fe puede amortiguarse por la rutina y el esplendor de la
Iglesia puede ofuscarse por los pecados y las debilidades de sus miembros.
La ofuscación puede originarse por los obstáculos encontrados en una
sociedad que, a veces, parece haber olvidado a Dios e irritarse ante las
exigencias más elementales de la moral cristiana. Vosotros, que habéis
consagrado vuestra vida para dar testimonio del amor de Cristo y para la
edificación de su Cuerpo, sabéis por vuestro contacto diario con el mundo
que nos rodea, cuantas veces se siente la tentación de ceder a la
frustración, a la desilusión e incluso al pesimismo sobre el futuro. En una
palabra: no siempre es fácil ver la luz del Espíritu a nuestro alrededor, el
esplendor del Señor resucitado que ilumina nuestra vida e infunde nueva
esperanza en su victoria sobre el mundo (cf. Jn 16,33).
Sin embargo, la palabra de Dios nos recuerda que, en la fe, vemos los
cielos abiertos y la gracia del Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y que
lleva una esperanza segura a nuestro mundo. “Señor, Dios mío”, canta el
salmista, “envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Sal
104,30). Estas palabras evocan la primera creación, cuando “el Aliento de
Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gn 1,2). Y ellas impulsan
nuestra mirada hacia la nueva creación, hacia Pentecostés, cuando el
Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles e instauró la Iglesia como
primicia de la humanidad redimida (cf. Jn 20,22-23). Estas palabras nos
invitan a una fe cada vez más profunda en la potencia infinita de Dios, que
transforma toda situación humana, crea vida desde la muerte e ilumina
también la noche más oscura. Y nos hacen pensar en otra bellísima frase
de san Ireneo: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; donde
está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia” (Adv. Haer. III,
24,1).
180
Esto me lleva a otra reflexión sobre la arquitectura de este templo.
Como todas las catedrales góticas, tiene una estructura muy compleja,
cuyas proporciones precisas y armoniosas simbolizan la unidad de la
creación de Dios. Los artistas medievales a menudo representaban a
Cristo, la Palabra creadora de Dios, como un “aparejador” celestial con el
compás en mano, que ordena el cosmos con infinita sabiduría y
determinación. Esta imagen, ¿no nos hace pensar quizás en la necesidad
de ver todas las cosas con los ojos de la fe para, de este modo, poder
comprenderlas en su perspectiva más auténtica, en la unidad del plan
eterno de Dios? Esto requiere, como sabemos, una continua conversión y
el esfuerzo de “renovarnos en el espíritu de nuestra mente” (cf. Ef 4,23)
para conseguir una mentalidad nueva y espiritual. Exige también el
desarrollo de aquellas virtudes que hacen a cada uno de nosotros capaz de
crecer en santidad y dar frutos espirituales en el propio estado de vida.
Esta constante conversión “intelectual”, ¿acaso no es tan necesaria como
la conversión “moral” para nuestro crecimiento en la fe, para nuestro
discernimiento de los signos de los tiempos y para nuestra aportación
personal a la vida y misión de la Iglesia?
Una de las grandes desilusiones que siguieron al Concilio Vaticano II,
con su exhortación a un mayor compromiso en la misión de la Iglesia para
el mundo, pienso que haya sido para todos nosotros la experiencia de
división entre diferentes grupos, distintas generaciones y diversos
miembros de la misma familia religiosa. ¡Podemos avanzar sólo si fijamos
juntos nuestra mirada en Cristo! Con la luz de la fe descubriremos
entonces la sabiduría y la fuerza necesarias para abrirnos hacia puntos de
vista que no siempre coinciden del todo con nuestras ideas o nuestras
suposiciones. Así podemos valorar los puntos de vista de otros, ya sean
más jóvenes o más ancianos que nosotros, y escuchar por fin “lo que el
Espíritu nos dice” a nosotros y a la Iglesia (cf. Ap 2, 7). De este modo
caminaremos juntos hacia la verdadera renovación espiritual que quería el
Concilio, la única renovación que puede reforzar la Iglesia en la santidad y
en la unidad indispensable para la proclamación eficaz del Evangelio en el
mundo de hoy.
¿No ha sido quizás esta unidad de visión y de intentos –basada en la fe
y en el espíritu de continua conversión y sacrificio personal– el secreto del
crecimiento sorprendente de la Iglesia en este país? Basta pensar en la
obra extraordinaria de aquel sacerdote americano ejemplar, el venerable
Michael McGivney, cuya visión y celo le llevaron a la fundación de los
Caballeros de Colón, o en la herencia espiritual de generaciones de
religiosas, religiosos y sacerdotes que, silenciosamente, han dedicado su
vida al servicio del pueblo de Dios en innumerables escuelas, hospitales y
parroquias.
Queridos amigos, estas consideraciones me llevan a una última
observación sobre esta gran catedral en la que nos encontramos. La unidad
de una catedral gótica, es sabido, no es la unidad estática de un templo
clásico, sino una unidad nacida de la tensión dinámica de diferentes
fuerzas que empujan la arquitectura hacia arriba, orientándola hacia el
181
cielo. Aquí podemos ver también un símbolo de la unidad de la Iglesia que
es –como nos ha dicho san Pablo– unidad de un cuerpo vivo compuesto
por muchos elementos diferentes, cada uno con su propia función y su
propia determinación. Aquí vemos también la necesidad de reconocer y
respetar los dones de cada miembro del cuerpo como “manifestación del
Espíritu para provecho común” (1 Co 12,7). Ciertamente, en la estructura
de la Iglesia querida por Dios se ha de distinguir entre los dones
jerárquicos y los carismáticos (cf. Lumen gentium, 4). Pero precisamente
la variedad y riqueza de las gracias concedidas por el Espíritu nos invitan
constantemente a discernir cómo estos dones tienen que ser insertados
correctamente en el servicio de la misión de la Iglesia. Vosotros, queridos
sacerdotes, por medio de la ordenación sacramental, habéis sido
conformados con Cristo, Cabeza del Cuerpo. Vosotros, queridos diáconos,
habéis sido ordenados para el servicio de este Cuerpo. Vosotros, queridos
religiosos y religiosas, tanto los contemplativos como los dedicados al
apostolado, habéis consagrado vuestra vida a seguir al divino Maestro en
el amor generoso y en plena fidelidad a su Evangelio. Todos vosotros que
hoy llenáis esta catedral, así como vuestros hermanos y hermanas
ancianos, enfermos o jubilados que ofrecen sus oraciones y sus sacrificios
para vuestro trabajo, estáis llamados a ser fuerzas de unidad dentro del
Cuerpo de Cristo. A través de vuestro testimonio personal y de vuestra
fidelidad al ministerio o al apostolado que se os ha confiado preparáis el
camino al Espíritu. Ya que el Espíritu nunca deja de derramar sus
abundantes dones, suscitar nuevas vocaciones y nuevas misiones, y de
dirigir a la Iglesia –como el Señor ha prometido en el fragmento
evangélico de esta mañana– hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13).
¡Dirijamos, pues, nuestra mirada hacia arriba! Y con gran humildad y
confianza pidamos al Espíritu que cada día nos haga capaces de crecer en
la santidad que nos hará piedras vivas del templo que Él está levantando
justamente ahora en el mundo. Si tenemos que ser auténticas fuerzas de
unidad, ¡esforcémonos entonces en ser los primeros en buscar una
reconciliación interior a través de la penitencia! ¡Perdonemos las ofensas
padecidas y dominemos todo sentimiento de rabia y de enfrentamiento!
¡Esforcémonos en ser los primeros en demostrar la humildad y la pureza
de corazón necesarias para acercarnos al esplendor de la verdad de Dios!
En fidelidad al depósito de la fe confiado a los Apóstoles (cf. 1 Tm 6,20),
¡esforcémonos en ser testigos alegres de la fuerza transformadora del
Evangelio!
¡Queridos hermanos y hermanas, de acuerdo con las tradiciones más
nobles de la Iglesia en este país, sed también los primeros amigos del
pobre, del prófugo, del extranjero, del enfermo y de todos los que sufren!
¡Actuad como faros de esperanza, irradiando la luz de Cristo en el mundo
y animando a los jóvenes a descubrir la belleza de una vida entregada
enteramente al Señor y a su Iglesia! Dirijo este llamado de modo especial
a los numerosos seminaristas y jóvenes religiosas y religiosos aquí
presentes. Cada uno de vosotros tiene un lugar particular en mi corazón.
No olvidéis nunca que estáis llamados a llevar adelante, con todo el
182
entusiasmo y la alegría que os da el Espíritu, una obra que otros han
empezado, un patrimonio que un día vosotros tendréis que pasar también a
una nueva generación. ¡Trabajad con generosidad y alegría, porque Aquél
a quien servís es el Señor!
Las agujas de las torres de la catedral de san Patricio han sido muy
superadas por los rascacielos del tipo de Manhattan; sin embargo, en el
corazón de esta metrópoli ajetreada ellas son un signo vivo que recuerda la
constante nostalgia del espíritu humano de elevarse hacia Dios. En esta
Celebración eucarística queremos dar gracias al Señor porque nos permite
reconocerlo en la comunión de la Iglesia y colaborar con Él, edificando su
Cuerpo místico y llevando su palabra salvadora como buena nueva a los
hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y después, cuando salgamos de este
gran templo, caminemos como mensajeros de la esperanza en medio de
esta ciudad y en todos aquellos lugares donde nos ha puesto la gracia de
Dios. De este modo la Iglesia en América conocerá una nueva primavera
en el Espíritu e indicará el camino hacia aquella otra ciudad más grande, la
nueva Jerusalén, cuya luz es el Cordero (cf. Ap 21,23). Por esto Dios está
preparando también ahora un banquete de alegría y de vida infinitas para
todos los pueblos. Amén
Palabras improvisadas del Santo Padre al final de la celebración de la
Santa Misa
En este momento no me queda más que agradecerles su amor a la
Iglesia y a Nuestro Señor; agradecerles que también ofrezcan su amor al
pobre Sucesor de San Pedro. Intentaré hacer todo lo posible para ser un
digno sucesor de este gran Apóstol, el cual era también un hombre con sus
defectos y sus pecados, pero que al final sigue siendo la roca de la Iglesia.
Con toda mi pobreza espiritual, también yo puedo ser ahora, por gracia del
Señor, el Sucesor de Pedro. Ciertamente las plegarias y el amor de ustedes
son lo que me da la certeza de que el Señor me ayudará en mi ministerio.
Les agradezco profundamente, pues, su amor, sus oraciones. En este
momento, mi respuesta a todo lo que me han dado durante mi visita es la
bendición que ahora les imparto al final de esta hermosa Celebración.

SER DISCÍPULO DE JESUCRISTO


20080419. Discurso. Jóvenes y seminaristas. Nueva York
Proclamen a Cristo Señor, “siempre prontos para dar razón de su
esperanza a todo el que se la pidiere” (1 Pe 3,15).
Esta tarde quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre el
ser discípulo de Jesucristo; siguiendo las huellas del Señor, nuestra vida se
transforma en un viaje de esperanza.
Tienen delante las imágenes de seis hombres y mujeres ordinarios que
se superaron para llevar una vida extraordinaria. La Iglesia les tributa el
honor de Venerables, Beatos o Santos: cada uno respondió a la llamada de
Dios y a una vida de caridad, y lo sirvió aquí en las calles y callejas o en
los suburbios de Nueva York. Me ha impresionado la heterogeneidad de
este grupo: pobres y ricos, laicos y laicas –una era una pudiente esposa y
183
madre–, sacerdotes y religiosas, emigrantes venidos de lejos, la hija de un
guerrero Mohawk y una madre Algonquin, un esclavo haitiano y un
intelectual cubano.
Santa Isabel Ana Seton, Santa Francisca Javier Cabrini, San Juan
Neumann, la beata Kateri Tekakwitha, el venerable Pierre Toussaint y el
Padre Félix Varela: cada uno de nosotros podría estar entre ellos, pues en
este grupo no hay un estereotipo, ningún modelo uniforme. Pero mirando
más de cerca se aprecian ciertos rasgos comunes. Inflamados por el amor
de Jesús, sus vidas se convirtieron en extraordinarios itinerarios de
esperanza. Para algunos, esto supuso dejar la Patria y embarcarse en una
peregrinación de miles de kilómetros. Para todos, un acto de abandono en
Dios con la confianza de que él es la meta final de todo peregrino. Y cada
uno de ellos ofrecían su “mano tendida” de esperanza a cuantos
encontraban en el camino, suscitando en ellos muchas veces una vida de
fe. Atendieron a los pobres, a los enfermos y a los marginados en
hospicios, escuelas y hospitales, y, mediante el testimonio convincente que
proviene del caminar humildemente tras las huellas de Jesús, estas seis
personas abrieron el camino de la fe, la esperanza y la caridad a muchas
otras, incluyendo tal vez a sus propios antepasados.
Y ¿qué ocurre hoy? ¿Quién da testimonio de la Buena Noticia de Jesús
en las calles de Nueva York, en los suburbios agitados en la periferia de
las grandes ciudades, en las zonas donde se reúnen los jóvenes buscando a
alguien en quien confiar? Dios es nuestro origen y nuestra meta, y Jesús es
el camino. El recorrido de este viaje pasa, como el de nuestros santos, por
los gozos y las pruebas de la vida ordinaria: en vuestras familias, en la
escuela o el colegio, durante vuestras actividades recreativas y en vuestras
comunidades parroquiales. Todos estos lugares están marcados por la
cultura en la que estáis creciendo. Como jóvenes americanos se les
ofrecen muchas posibilidades para el desarrollo personal y están siendo
educados con un sentido de generosidad, servicio y rectitud. Pero no
necesitan que les diga que también hay dificultades: comportamientos y
modos de pensar que asfixian la esperanza, sendas que parecen conducir a
la felicidad y a la satisfacción, pero que sólo acaban en confusión y
angustia.
Mis años de teenager fueron arruinados por un régimen funesto que
pensaba tener todas las respuestas; su influjo creció –filtrándose en las
escuelas y los organismos civiles, así como en la política e incluso en la
religión– antes de que pudiera percibirse claramente que era un monstruo.
Declaró proscrito a Dios, y así se hizo ciego a todo lo bueno y verdadero.
Muchos de los padres y abuelos de ustedes les habrán contado el horror de
la destrucción que siguió después. Algunos de ellos, de hecho, vinieron a
América precisamente para escapar de este terror.
Demos gracias a Dios, porque hoy muchos de su generación pueden
gozar de las libertades que surgieron gracias a la expansión de la
democracia y del respeto de los derechos humanos. Demos gracias a Dios
por todos los que lucharon para asegurar que puedan crecer en un
ambiente que cultiva lo bello, bueno y verdadero: sus padres y abuelos,
184
sus profesores y sacerdotes, las autoridades civiles que buscan lo que es
recto y justo.
Sin embargo, el poder destructivo permanece. Decir lo contrario sería
engañarse a sí mismos. Pero éste jamás triunfará; ha sido derrotado. Ésta
es la esencia de la esperanza que nos distingue como cristianos; la Iglesia
lo recuerda de modo muy dramático en el Triduo Pascual y lo celebra con
gran gozo en el Tiempo pascual. El que nos indica la vía tras la muerte es
Aquel que nos muestra cómo superar la destrucción y la angustia; Jesús
es, pues, el verdadero maestro de vida (cf. Spe salvi, 6). Su muerte y
resurrección significa que podemos decir al Padre celestial: “Tú has
renovado el mundo” (Viernes Santo, Oración después de la comunión).
De este modo, hace pocas semanas, en la bellísima liturgia de la Vigilia
pascual, no por desesperación o angustia, sino con una confianza colmada
de esperanza, clamamos a Dios por nuestro mundo: “Disipa las tinieblas
del corazón. Disipa las tinieblas del espíritu” (cf. Oración al encender el
cirio pascual).
¿Qué pueden ser estas tinieblas? ¿Qué sucede cuando las personas,
sobre todo las más vulnerables, encuentran el puño cerrado de la represión
o de la manipulación en vez de la mano tendida de la esperanza? El primer
grupo de ejemplos pertenece al corazón. Aquí, los sueños y los deseos que
los jóvenes persiguen se pueden romper y destruir muy fácilmente. Pienso
en los afectados por el abuso de la droga y los estupefacientes, por la falta
de casa o la pobreza, por el racismo, la violencia o la degradación, en
particular muchachas y mujeres. Aunque las causas de estas situaciones
problemáticas son complejas, todas tienen en común una actitud mental
envenenada que se manifiesta en tratar a las personas como meros objetos:
una insensibilidad del corazón, que primero ignora y después se burla de
la dignidad dada por Dios a toda persona humana. Tragedias similares
muestran también lo que podría haber sido y lo que puede ser ahora, si
otras manos, vuestras manos, hubieran estado tendidas o se tendiesen
hacia ellos. Les animo a invitar a otros, sobre todo a los débiles e
inocentes, a unirse a ustedes en el camino de la bondad y de la esperanza.
El segundo grupo de tinieblas –las que afectan al espíritu– a menudo
no se percibe, y por eso es particularmente nocivo. La manipulación de la
verdad distorsiona nuestra percepción de la realidad y enturbia nuestra
imaginación y nuestras aspiraciones. Ya he mencionado las muchas
libertades que afortunadamente pueden gozar ustedes. Hay que
salvaguardar rigurosamente la importancia fundamental de la libertad. No
sorprende, pues, que muchas personas y grupos reivindiquen en voz alta y
públicamente su libertad. Pero la libertad es un valor delicado. Puede ser
malentendida y usada mal, de manera que no lleva a la felicidad que todos
esperamos, sino hacia un escenario oscuro de manipulación, en el que
nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo se hace confusa o
se ve incluso distorsionada por quienes ocultan sus propias intenciones.
¿Han notado ustedes que, con frecuencia, se reivindica la libertad sin
hacer jamás referencia a la verdad de la persona humana? Hay quien
afirma hoy que el respeto a la libertad del individuo hace que sea erróneo
185
buscar la verdad, incluida la verdad sobre lo que es el bien. En algunos
ambientes, hablar de la verdad se considera como una fuente de
discusiones o de divisiones y, por tanto, es mejor relegar este tema al
ámbito privado. En lugar de la verdad –o mejor, de su ausencia– se ha
difundido la idea de que, dando un valor indiscriminado a todo, se asegura
la libertad y se libera la conciencia. A esto llamamos relativismo. Pero,
¿qué objeto tiene una “libertad” que, ignorando la verdad, persigue lo que
es falso o injusto? ¿A cuántos jóvenes se les ha tendido una mano que, en
nombre de la libertad o de una experiencia, los ha llevado al consumo
habitual de estupefacientes, a la confusión moral o intelectual, a la
violencia, a la pérdida del respeto por sí mismos, a la desesperación
incluso y, de este modo, trágicamente, al suicidio? Queridos amigos, la
verdad no es una imposición. Tampoco es un mero conjunto de reglas. Es
el descubrimiento de Alguien que jamás nos traiciona; de Alguien del que
siempre podemos fiarnos. Buscando la verdad llegamos a vivir basados en
la fe porque, en definitiva, la verdad es una persona: Jesucristo. Ésta es la
razón por la que la auténtica libertad no es optar por “desentenderse de”.
Es decidir “comprometerse con”; nada menos que salir de sí mismos y ser
incorporados en el “ser para los otros” de Cristo (cf. Spe salvi, 28).
Como creyentes, ¿cómo podemos ayudar a los otros a caminar por el
camino de la libertad que lleva a la satisfacción plena y a la felicidad
duradera? Volvamos una vez más a los santos. ¿De qué modo su
testimonio ha liberado realmente a otros de las tinieblas del corazón y del
espíritu? La respuesta se encuentra en la médula de su fe, de nuestra fe. La
encarnación, el nacimiento de Jesús nos muestra que Dios, de hecho,
busca un sitio entre nosotros. A pesar de que la posada está llena, él entra
por el establo, y hay personas que ven su luz. Se dan cuenta de lo que es el
mundo oscuro y hermético de Herodes y siguen, en cambio, el brillo de la
estrella que los guía en la noche. ¿Y qué irradia? A este respecto pueden
recordar la oración recitada en la noche santa de Pascua: “¡Oh Dios!, que
por medio de tu Hijo, luz del mundo, nos has dado la luz de tu gloria,
enciende en nosotros la llama viva de tu esperanza” (cf. Bendición del
fuego). De este modo, en la procesión solemne con las velas encendidas,
nos pasamos de uno a otro la luz de Cristo. Es la luz que “ahuyenta los
pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los
tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos”
(Exsultet). Ésta es la luz de Cristo en acción. Éste es el camino de los
santos. Ésta es la visión magnífica de la esperanza. La luz de Cristo les
invita a ser estrellas-guía para los otros, marchando por el camino de
Cristo, que es camino de perdón, de reconciliación, de humildad, de gozo
y de paz.
Sin embargo, a veces tenemos la tentación de encerrarnos en nosotros
mismos, de dudar de la fuerza del esplendor de Cristo, de limitar el
horizonte de la esperanza. ¡Ánimo! Miren a nuestros santos. La diversidad
de su experiencia de la presencia de Dios nos sugiere descubrir
nuevamente la anchura y la profundidad del cristianismo. Dejen que su
fantasía se explaye libremente por el ilimitado horizonte del discipulado
186
de Cristo. A veces nos consideran únicamente como personas que hablan
sólo de prohibiciones. Nada más lejos de la verdad. Un discipulado
cristiano auténtico se caracteriza por el sentido de la admiración. Estamos
ante un Dios que conocemos y al que amamos como a un amigo, ante la
inmensidad de su creación y la belleza de nuestra fe cristiana.
Queridos amigos, el ejemplo de los santos nos invita, también, a
considerar cuatro aspectos esenciales del tesoro de nuestra fe: oración
personal y silencio, oración litúrgica, práctica de la caridad y vocaciones.
Lo más importante es que ustedes desarrollen su relación personal con
Dios. Esta relación se manifiesta en la plegaria. Dios, por virtud de su
propia naturaleza, habla, escucha y responde. En efecto, San Pablo nos
recuerda que podemos y debemos “ser constantes en orar” (cf. 1 Ts 5,17).
En vez de replegarnos sobre nosotros mismos o de alejarnos de los
vaivenes de la vida, en la oración nos dirigimos hacia Dios y, por medio
de Él, nos volvemos unos a otros, incluyendo a los marginados y a cuantos
siguen vías distintas a las de Dios (cf. Spe salvi, 33). Como
admirablemente nos enseñan los santos, la oración se transforma en
esperanza en acto. Cristo era su constante compañero, con quien
conversaban en cualquier momento de su camino de servicio a los demás.
Hay otro aspecto de la oración que debemos recordar: la
contemplación y el silencio. San Juan, por ejemplo, nos dice que para
acoger la revelación de Dios es necesario escuchar y después responder
anunciando lo que hemos oído y visto (cf. 1 Jn 1,2-3; Dei Verbum, 1).
¿Hemos perdido quizás algo del arte de escuchar? ¿Dejan ustedes algún
espacio para escuchar el susurro de Dios que les llama a caminar hacia la
bondad? Amigos, no tengan miedo del silencio y del sosiego, escuchen a
Dios, adórenlo en la Eucaristía. Permitan que su palabra modele su
camino como crecimiento de la santidad.
En la liturgia encontramos a toda la Iglesia en plegaria. La palabra
“liturgia” significa la participación del pueblo de Dios en “la obra de
Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Sacrosanctum
concilium, 7). ¿En qué consiste esta obra? Ante todo se refiere a la Pasión
de Cristo, a su muerte y resurrección y a su ascensión, lo que
denominamos “Misterio pascual”. Se refiere también a la celebración
misma de la liturgia. Los dos significados, de hecho, están vinculados
inseparablemente, ya que esta “obra de Jesús” es el verdadero contenido
de la liturgia. Mediante la liturgia, “la obra de Jesús” entra continuamente
en contacto con la historia; con nuestra vida, para modelarla. Aquí
percibimos otra idea de la grandeza de nuestra fe cristiana. Cada vez que
se reúnen para la Santa Misa, cuando van a confesarse, cada vez que
celebran uno de los Sacramentos, Jesús está actuando. Por el Espíritu
Santo los atrae hacia sí, dentro de su amor sacrificial por el Padre, que se
transforma en amor hacia todos. De este modo vemos que la liturgia de la
Iglesia es un ministerio de esperanza para la humanidad. Vuestra
participación colmada de fe es una esperanza activa que ayuda a que el
mundo -tanto santos como pecadores- esté abierto a Dios; ésta es la
verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno (cf. Spe salvi, 34).
187
Su plegaria personal, sus tiempos de contemplación silenciosa y su
participación en la liturgia de la Iglesia les acerca más a Dios y les prepara
también para servir a los demás. Los santos que nos acompañan esta tarde
nos muestran que la vida de fe y de esperanza es también una vida de
caridad. Contemplando a Jesús en la cruz, vemos el amor en su forma más
radical. Comencemos a imaginar el camino del amor por el que debemos
marchar (cf. Deus caritas est, 12). Las ocasiones para recorrer este camino
son muchas. Miren a su alrededor con los ojos de Cristo, escuchen con sus
oídos, intuyan y piensen con su corazón y su espíritu. ¿Están ustedes
dispuestos a dar todo por la verdad y la justicia, como hizo Él? Muchos de
los ejemplos de sufrimiento a los que nuestros santos respondieron con
compasión, siguen produciéndose todavía en esta ciudad y en sus
alrededores. Y han surgido nuevas injusticias: algunas son complejas y
derivan de la explotación del corazón y de la manipulación del espíritu;
también nuestro ambiente de la vida ordinaria, la tierra misma, gime bajo
el peso de la avidez consumista y de la explotación irresponsable. Hemos
de escuchar atentamente. Hemos de responder con una acción social
renovada que nazca del amor universal que no conoce límites. De este
modo estamos seguros de que nuestras obras de misericordia y justicia se
transforman en esperanza viva para los demás.
Queridos jóvenes, quisiera añadir por último una palabra sobre las
vocaciones. Pienso, ante todo, en sus padres, abuelos y padrinos. Ellos han
sido sus primeros educadores en la fe. Al presentarlos para el bautismo, les
dieron la posibilidad de recibir el don más grande de su vida. Aquel día
ustedes entraron en la santidad de Dios mismo. Llegaron a ser hijos e hijas
adoptivos del Padre. Fueron incorporados a Cristo. Se convirtieron en
morada de su Espíritu. Recemos por las madres y los padres en todo el
mundo, en particular por los que de alguna manera están lejos, social,
material, espiritualmente. Honremos las vocaciones al matrimonio y a la
dignidad de la vida familiar. Deseamos que se reconozca siempre que las
familias son el lugar donde nacen las vocaciones.
Saludo a los seminaristas congregados en el Seminario de San José y
animo también a todos los seminaristas de América. Me alegra saber que
están aumentando. El Pueblo de Dios espera de ustedes que sean
sacerdotes santos, caminando cotidianamente hacia la conversión,
inculcando en los demás el deseo de entrar más profundamente en la vida
eclesial de creyentes. Les exhorto a profundizar su amistad con Jesús, el
Buen Pastor. Hablen con Él de corazón a corazón. Rechacen toda
tentación de ostentación, hacer carrera o de vanidad. Tiendan hacia un
estilo de vida caracterizado auténticamente por la caridad, la castidad y la
humildad, imitando a Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, del que deben
llegar a ser imágenes vivas (cf. Pastores dabo vobis, 33). Queridos
seminaristas, rezo por ustedes cada día. Recuerden que lo que cuenta ante
el Señor es permanecer en su amor e irradiar su amor por los demás.
Las Religiosas, los Religiosos y los Sacerdotes de las Congregaciones
contribuyen generosamente a la misión de la Iglesia. Su testimonio
profético se caracteriza por una convicción profunda de la primacía del
188
Evangelio para plasmar la vida cristiana y transformar la sociedad.
Quisiera hoy llamar su atención sobre la renovación espiritual positiva que
las Congregaciones están llevando a cabo en relación con su carisma. La
palabra “carisma” significa don ofrecido libre y gratuitamente. Los
carismas los concede el Espíritu Santo que inspira a los fundadores y
fundadoras y forma las Congregaciones con el consiguiente patrimonio
espiritual. El maravilloso conjunto de carismas propios de cada Instituto
religioso es un tesoro espiritual extraordinario. En efecto, la historia de la
Iglesia se muestra tal vez del modo más bello a través de la historia de sus
escuelas de espiritualidad, la mayor parte de las cuales se remontan a la
vida de los santos fundadores y fundadoras. Estoy seguro que,
descubriendo los carismas que producen esta riqueza de sabiduría
espiritual, algunos de ustedes, jóvenes, se sentirán atraídos por una vida de
servicio apostólico o contemplativo. No sean tímidos para hablar con
hermanas, hermanos o sacerdotes religiosos sobre su carisma y la
espiritualidad de su Congregación. No existe ninguna comunidad perfecta,
pero es el discernimiento de la fidelidad al carisma fundador, no a una
persona en particular, lo que el Señor les está pidiendo. Ánimo. También
ustedes pueden hacer de su vida una autodonación por amor al Señor Jesús
y, en Él, a todos los miembros de la familia humana (cf. Vita consecrata,
3).
Amigos, de nuevo les pregunto, ¿qué decir de la hora presente? ¿Qué
están buscando? ¿Qué les está sugiriendo Dios? Cristo es la esperanza que
jamás defrauda. Los santos nos muestran el amor desinteresado por su
camino. Como discípulos de Cristo, sus caminos extraordinarios se
desplegaron en aquella comunidad de esperanza que es la Iglesia. Y
también ustedes encontrarán dentro de la Iglesia el aliento y el apoyo para
marchar por el camino del Señor. Alimentados por la plegaria personal,
preparados en el silencio, modelados por la liturgia de la Iglesia,
descubrirán la vocación particular a la que el Señor les llama. Acójanla
con gozo. Hoy son ustedes los discípulos de Cristo. Irradien su luz en esta
gran ciudad y en otras. Den razón de su esperanza al mundo. Hablen con
los demás de la verdad que les hace libres.
Palabras del Santo Padre a los jóvenes y seminaristas de lengua
española
Les animo a abrirle al Señor su corazón para que Él lo llene por
completo y con el fuego de su amor lleven su Evangelio a todos los
barrios de Nueva York. La luz de la fe les impulsará a responder al mal
con el bien y la santidad de vida, como lo hicieron los grandes testigos del
Evangelio a lo largo de los siglos. Ustedes están llamados a continuar esa
cadena de amigos de Jesús, que encontraron en su amor el gran tesoro de
sus vidas. Cultiven esta amistad a través de la oración, tanto personal
como litúrgica, y por medio de las obras de caridad y del compromiso por
ayudar a los más necesitados. Si no lo han hecho, plantéense seriamente si
el Señor les pide seguirlo de un modo radical en el ministerio sacerdotal o
en la vida consagrada. No basta una relación esporádica con Cristo. Una
189
amistad así no es tal. Cristo les quiere amigos suyos íntimos, fieles y
perseverantes.

JESÚS ES EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA


20080420. Homilía. Yankee Stadium, Nueva York
En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús dice a sus Apóstoles
que tengan fe en Él, porque Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn
14,6). Cristo es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido
a la existencia humana, y la fuente de esa vida que es alegría eterna con
todos los Santos en el Reino de los cielos. Acojamos estas palabras del
Señor. Renovemos nuestra fe en Él y pongamos nuestra esperanza en sus
promesas.
La celebración de hoy es también un signo del crecimiento
impresionante que Dios ha concedido a la Iglesia en vuestro País en los
pasados doscientos años. A partir de un pequeño rebaño, como el descrito
en la primera lectura, la Iglesia en América ha sido edificada en la
fidelidad a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo.
En esta tierra de libertad y oportunidades, la Iglesia ha unido rebaños muy
diversos en la profesión de fe y, a través de sus muchas obras educativas,
caritativas y sociales, también ha contribuido de modo significativo al
crecimiento de la sociedad americana en su conjunto.
Este gran resultado no ha estado exento de retos. La primera lectura de
hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de las tensiones
lingüísticas y culturales que había en la primitiva comunidad eclesial. Al
mismo tiempo, muestra el poder de la Palabra de Dios, proclamada
autorizadamente por los Apóstoles y acogida en la fe, para crear una
unidad capaz de ir más allá de las divisiones que provienen de los límites
y debilidades humanas. Se nos recuerda aquí una verdad fundamental: que
la unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la Palabra de Dios,
hecha carne en Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos de
identidad, todas las estructuras, asociaciones o programas, por válidos o
incluso esenciales que sean, existen en último término únicamente para
sostener y favorecer una unidad más profunda que, en Cristo, es un don
indefectible de Dios a su Iglesia.
La primera lectura muestra además, como vemos en la imposición de
manos sobre los primeros diáconos, que la unidad de la Iglesia es
“apostólica”, es decir, una unidad visible fundada sobre los Apóstoles, que
Cristo eligió y constituyó como testigos de su resurrección, y nacida de lo
que la Escritura denomina “la obediencia de la fe” (Rm 1,5; Hch 6,7).
“Autoridad”… “obediencia”. Siendo francos, estas palabras no se
pronuncian hoy fácilmente. Palabras como éstas representan “una piedra
de tropiezo” para muchos de nuestros contemporáneos, especialmente en
una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal. Y, sin
embargo, a la luz de nuestra fe en Cristo, “el camino, la verdad y la vida”,
alcanzamos a ver el sentido más pleno, el valor e incluso la belleza de
tales palabras. El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la
190
libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo,
que es parte del misterio del amor. Sólo perdiendo la propia vida, como
nos dice el Señor, nos encontramos realmente a nosotros mismos (cf. Lc
17,33). La verdadera libertad florece cuando nos alejamos del yugo del
pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra determinación, y
ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito,
libertad infinita, vida sin fin. “En su voluntad está nuestra paz”.
Por tanto, la verdadera libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la
conversión a su verdad, a la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Y
dicha libertad en la verdad lleva consigo un modo nuevo y liberador de
ver la realidad. Cuando nos identificamos con “la mente de Cristo” (cf. Fil
2,5), se nos abren nuevos horizontes. A la luz de la fe, en la comunión de
la Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para llegar a ser
fermento del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal
de la tierra (cf. Mt 5,13-14), encargados del “apostolado” de conformar
nuestras vidas y el mundo en que vivimos cada vez más plenamente con el
plan salvador de Dios.
La magnífica visión de un mundo transformado por la verdad
liberadora del Evangelio queda reflejada en la descripción de la Iglesia
que encontramos en la segunda lectura de hoy. El Apóstol nos dice que
Cristo, resucitado de entre los muertos, es la piedra angular de un gran
templo que también ahora se está edificando en el Espíritu. Y nosotros,
miembros de su cuerpo, nos hacemos por el Bautismo “piedras vivas” de
ese templo, participando por la gracia en la vida de Dios, bendecidos con
la libertad de los hijos de Dios, y capaces de ofrecer sacrificios
espirituales agradables a él (cf. 1 P 2,5). ¿Qué otra ofrenda estamos
llamados a realizar, sino la de dirigir todo pensamiento, palabra o acción a
la verdad del Evangelio, o a dedicar toda nuestra energía al servicio del
Reino de Dios? Sólo así podemos construir con Dios, sobre el cimiento
que es Cristo (cf. 1 Co 3,11). Sólo así podemos edificar algo que sea
realmente duradero. Sólo así nuestra vida encuentra el significado último
y da frutos perdurables.
“Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación
consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del
que les llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P
2,9). Estas palabras del Apóstol Pedro no sólo nos recuerdan la dignidad
que por gracia de Dios tenemos, sino que también entrañan un desafío y
una fidelidad cada vez más grande a la herencia gloriosa recibida en Cristo
(cf. Ef 1,18). Nos retan a examinar nuestras conciencias, a purificar
nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso bautismal de rechazar a
Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo de la
alegría, heraldos de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) nacida de la
fe en la Palabra de Dios y de la confianza en sus promesas.
En esta tierra, ustedes y muchos de sus vecinos rezan todos los días al
Padre con las palabras del Señor: “Venga tu Reino”. Esta plegaria debe
forjar la mente y el corazón de todo cristiano de esta Nación. Debe dar
fruto en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera en que
191
construyen su familia y su comunidad. Debe crear nuevos “lugares de
esperanza” (cf. Spe salvi, 32ss) en los que el Reino de Dios se haga
presente con todo su poder salvador.
Además, rezar con fervor por la venida del Reino significa estar
constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando para que
crezca en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los
desafíos del presente y del futuro confiados en la victoria de Cristo y
comprometiéndose en extender su Reino. Comporta no perder la confianza
ante resistencias, adversidades o escándalos. Significa superar toda
separación entre fe y vida, oponiéndose a los falsos evangelios de libertad
y felicidad. Quiere decir, además, rechazar la falsa dicotomía entre la fe y
la vida política, pues, como ha afirmado el Concilio Vaticano II, “ninguna
actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse
a la soberanía de Dios” (Lumen gentium, 36). Esto quiere decir esforzarse
para enriquecer la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la
verdad del Evangelio, sin perder jamás de vista esa gran esperanza que da
sentido y valor a todas las otras esperanzas que inspiran nuestra vida.
Queridos amigos, éste es el reto que os presenta hoy el Sucesor de
Pedro. Como “raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada”, sigan
con fidelidad las huellas de quienes les han precedido. Apresuren la venida
del Reino en esta tierra. Las generaciones pasadas les han legado una
herencia extraordinaria. También en nuestros días la comunidad católica
de esta Nación ha destacado en su testimonio profético en defensa de la
vida, en la educación de los jóvenes, en la atención a los pobres, enfermos
o extranjeros que viven entre ustedes. También hoy el futuro de la Iglesia
en América debe comenzar a elevarse partiendo de estas bases sólidas.
Queridos jóvenes amigos: igual que los siete hombres “llenos de
espíritu de sabiduría” a los que los Apóstoles confiaron el cuidado de la
joven Iglesia, álcense también ustedes y asuman la responsabilidad que la
fe en Cristo les presenta. Que encuentren la audacia de proclamar a Cristo,
“el mismo ayer, hoy y siempre”, y las verdades inmutables que se
fundamentan en Él (cf. Gaudium et spes, 10; Hb 13,8): son verdades que
nos hacen libres. Se trata de las únicas verdades que pueden garantizar el
respeto de la dignidad y de los derechos de todo hombre, mujer y niño en
nuestro mundo, incluidos los más indefensos de todos los seres humanos,
como los niños que están aún en el seno materno. En un mundo en el que,
como Juan Pablo II nos recordó hablando en este mismo lugar, Lázaro
continúa llamando a nuestra puerta (Homilía en el Yankee Stadium, 2 de
octubre de 1979, n. 7), actúen de modo que su fe y su amor den fruto
ayudando a los pobres, a los necesitados y a los sin voz. Muchachos y
muchachas de América, les reitero: abran los corazones a la llamada de
Dios para seguirlo en el sacerdocio y en la vida religiosa. ¿Puede haber un
signo de amor más grande que seguir las huellas de Cristo, que no dudó en
dar la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13)?
En el Evangelio de hoy, el Señor promete a los discípulos que
realizarán obras todavía más grandes que las suyas (cf. Jn 14,12).
Queridos amigos, sólo Dios en su providencia sabe lo que su gracia debe
192
realizar todavía en sus vidas y en la vida de la Iglesia de los Estados
Unidos. Mientras tanto, la promesa de Cristo nos colma de esperanza
firme. Unamos, pues, nuestras plegarias a la suya, como piedras vivas del
templo espiritual que es su Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Dirijamos nuestra mirada hacia él, pues también ahora nos está
preparando un sitio en la casa de su Padre. Y, fortalecidos por el Espíritu
Santo, trabajemos con renovado ardor por la extensión de su Reino.
“Dichosos los creyentes” (cf. 1 P 2,7). Dirijámonos a Jesús. Sólo Él es
el camino que conduce a la felicidad eterna, la verdad que satisface los
deseos más profundos de todo corazón, y la vida trae siempre nuevo gozo
y esperanza, para nosotros y para todo el mundo. Amén.
Palabras del Santo Padre a los fieles de lengua española
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Al mirar el camino de fe recorrido en estos años, no exento también de
dificultades, alabamos al Señor por los frutos que la Palabra de Dios ha
dado en estas tierras y le manifestamos nuestro deseo de que Cristo,
Camino, Verdad y Vida, sea cada vez más conocido y amado.
Aquí, en este País de libertad, quiero proclamar con fuerza que la
Palabra de Cristo no elimina nuestras aspiraciones a una vida plena y
libre, sino que nos descubre nuestra verdadera dignidad de hijos de Dios y
nos alienta a luchar contra todo aquello que nos esclaviza, empezando por
nuestro propio egoísmo y caprichos. Al mismo tiempo, nos anima a
manifestar nuestra fe a través de nuestra vida de caridad y a hacer que
nuestras comunidades eclesiales sean cada día más acogedoras y fraternas.

NO SER PEREZOSOS NI COBARDES EN LA MISIÓN DE JESÚS


20080423. Homilía. Funeral por el Card. Alfonso López Trujillo
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si
muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). El evangelista san Juan anuncia así la
glorificación de Cristo a través del misterio de su muerte en cruz. En este
tiempo de Pascua, precisamente a la luz del prodigio de la Resurrección,
esas palabras cobran una elocuencia aún más profunda e intensa. Aunque
es verdad que en ellas se percibe cierta tristeza por la próxima separación
de sus discípulos, también es verdad que Jesús indica el secreto para
derrotar el poder de la muerte.
La muerte no tiene la última palabra; no es el fin de todo, sino que,
redimida por el sacrificio de la cruz, puede ser ya el paso a la alegría de la
vida sin fin. Dice Jesús: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su
vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Así
pues, si aceptamos morir a nuestro egoísmo, si no nos cerramos en
nosotros mismos y hacemos de nuestra vida un don a Dios y a los
hermanos, también nosotros podremos conocer la rica fecundidad del
amor. Y el amor no muere.
¿Cómo no poner de relieve, en este momento, el celo y la pasión con
que trabajó durante estos casi dieciocho años, llevando a cabo una
incansable actividad en defensa y promoción de la familia y del
193
matrimonio cristiano? ¿Cómo no agradecerle la valentía con que defendió
los valores innegociables de la vida humana? Todos hemos admirado su
incansable actividad. Fruto de este compromiso suyo es el Lexicon, que
constituye un valioso texto de formación para agentes pastorales y un
instrumento para dialogar con el mundo contemporáneo sobre temas
fundamentales de ética cristiana.
No podemos menos de agradecerle la tenaz lucha que libró en defensa
de la «verdad» del amor familiar y en favor de la difusión del «evangelio
de la familia». El entusiasmo y la determinación con que actuaba en este
campo eran el fruto de su experiencia personal, particularmente vinculada
al calvario que tuvo que afrontar su madre, fallecida a la edad de 44 años
por una enfermedad muy dolorosa. «Cuando en mi trabajo —dijo en cierta
ocasión— hablo de los ideales del matrimonio y de la familia, me resulta
natural pensar en la familia de la que provengo, porque a través de mis
padres pude constatar que es posible realizar ambos».
El querido cardenal López Trujillo fundamentaba su amor a la verdad
del hombre y al evangelio de la familia en la consideración de que todo ser
humano y toda familia reflejan el misterio de Dios que es Amor. En la
memoria de todos ha quedado grabada su conmovedora intervención en la
Asamblea del Sínodo de los obispos de 1997: fue un auténtico canto a la
vida. Presentó una espiritualidad muy concreta para quienes están
comprometidos en la realización del proyecto divino sobre la familia, y
subrayó que si la ciencia no se dedica a comprender y educar para la vida,
perderá las batallas más decisivas en el terreno fascinante y misterioso de
la ingeniería genética.
El cardenal López Trujillo hizo de la defensa de la vida y del amor a la
familia el compromiso característico de su servicio en el Consejo
pontificio del que era presidente, y dedicó toda su existencia a la
afirmación de la verdad. Lo testimonia uno de sus escritos, en el que
explica: «Escogí personalmente el lema "Veritas in caritate", porque todo
lo que atañe a la verdad se encuentra en el centro de mis estudios». Y
añade que la verdad en el amor fue siempre para él un «polo existencial»,
primero cuando en Colombia se esforzaba por «hallar el sentido de una
genuina liberación en ámbito teológico»; y, luego, aquí en Roma, cuando
se dedicó a «profundizar, proclamar y difundir el evangelio de la vida y el
evangelio de la familia, como colaborador del Santo Padre». Y concluye:
«Tengo gran fe en el valor de esta lucha decisiva para la Iglesia y para la
humanidad, y pido al Señor que me dé fuerza para no ser ni perezoso ni
cobarde».
Si queremos llevar a cabo la misión que Jesús nos encomienda, no
debemos ser ni perezosos ni cobardes. En la segunda lectura hemos
escuchado cómo el apóstol san Pablo, preso en Roma, exhorta a su fiel
discípulo Timoteo a tener valentía y perseverar en el testimonio de Cristo,
incluso a costa de sufrir duras persecuciones, siempre con la certeza de
que «si morimos con él, también viviremos con él; si nos mantenemos
firmes, también reinaremos con él» (2 Tm 2, 11-12).
194
MISIÓN SACERDOTAL: LLENAR LAS CIUDADES DE ALEGRÍA
20080427. Homilía. Ordenaciones sacerdotales en Roma
Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras
que dicen: "Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (Is 9, 2). En efecto, a
la alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo
espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y
sobre todo la fiesta de la ordenación de nuevos sacerdotes.
Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos
que dentro de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo
agradecimiento a cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y
de preparación, y os invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos
nuevos sacerdotes a la Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración
durante esta celebración, con espíritu de ferviente alabanza al Padre que
los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y al Espíritu Santo que los
ha formado.
Normalmente, la ordenación de nuevos sacerdotes tiene lugar el IV
domingo de Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, que es también la
Jornada mundial de oración por las vocaciones, pero este año no fue
posible, porque yo estaba partiendo para mi visita pastoral a Estados
Unidos. El icono del buen Pastor ilustra mejor que cualquier otro el papel
y el ministerio del presbítero en la comunidad cristiana. Pero también los
pasajes bíblicos que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación
iluminan, desde un ángulo diverso, la misión del sacerdote.
La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los
Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer
inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera
parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión
no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un
acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una
determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera
persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió
algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?
El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa
desatada en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo,
todos los discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y
se dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso
surgió, de manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la
difusión del Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también
Felipe, uno de los siete diáconos de la comunidad, diácono como vosotros,
queridos ordenandos, aunque ciertamente con modalidades diversas,
puesto que en la etapa irrepetible de la Iglesia naciente, el Espíritu Santo
había dotado a los Apóstoles y a los diáconos de una fuerza extraordinaria,
tanto en la predicación como en la acción taumatúrgica.
Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la
que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de
forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio,
195
Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en
medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada
por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el
corazón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san
Lucas—, aquella ciudad "se llenó de alegría".
Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a
todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las
ciudades se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto?
¿Hay algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la
Palabra de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu
Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra
misión, queridos diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.
El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de
la alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No
es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a
vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son
palabras programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la
alegría de los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es
necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en
vosotros la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y
multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos
están tristes y afligidos.
Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de
meditación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar
precisamente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe.
La presiden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la
Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva
comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos,
el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.
En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la
"Confirmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También
para nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición
de las manos es muy significativo. En efecto, también es el gesto central
del rito de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los
candidatos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración,
de la que constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna
palabra, el obispo consagrante y, después de él, los demás sacerdotes
ponen las manos sobre la cabeza de los ordenandos, expresando así la
invocación a Dios para que derrame su Espíritu sobre ellos y los
transforme, haciéndolos partícipes del sacerdocio de Cristo. Se trata de
pocos segundos, un tiempo brevísimo, pero lleno de extraordinaria
densidad espiritual.
Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este
momento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está
lleno de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión.
En esa oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la
libertad de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del
196
hombre. La imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad
específica de este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que
está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre
al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y
se encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es
importante, pero infinitamente más importante es el movimiento
espiritual, invisible, que expresa; un movimiento bien evocado por el
silencio sagrado, que lo envuelve todo, tanto en el interior como en el
exterior.
También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso
"movimiento" trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en
los discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre
que mande a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16),
término griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En
efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al
hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en
que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu
como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los
creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos
se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una
relación íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y
yo en vosotros", dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una
condición, que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14,
15), y que repite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo
también lo amaré y me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que
se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se
excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma,
perdiendo la capacidad de recibir y comunicar a Dios.
"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras
durante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la
Eucaristía y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en
cierto sentido se dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son
los colaboradores más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las
volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor
coherencia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos,
las escucháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os
hace partícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se
graben en vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino
de toda vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino.
Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así,
permaneceréis fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría
continua, de que su palabra divina "caminará" con vosotros y "crecerá" en
vosotros.
Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera
carta de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya
intercesión quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus
palabras y con afecto os las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo
197
Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo
el que os la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros
corazones, es decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor
primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar,
iluminar y santificar todas las demás relaciones.
"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a
Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra
esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En
vosotros esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza
sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a
vuestros deseos según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón
para las personas encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de
santidad y de fecundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia;
esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se
acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo
para los que sufren y para los heridos por la vida.
Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi
deseo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que
seáis siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y
fuertes, respetuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en
esta misión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a
acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como
Madre y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio. Amén.

LA CIUDAD SE LLENÓ DE ALEGRÍA


20080427. Regina coeli
En los Hechos de los Apóstoles se lee que el diácono Felipe llevó el
Evangelio a una ciudad de Samaria; la gente acogió con entusiasmo su
predicación, viendo también los signos prodigiosos que realizaba en favor
de los enfermos: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8).
Como he recordado a los nuevos presbíteros durante la celebración
eucarística, este es el sentido de la misión de la Iglesia y en particular de
los sacerdotes: sembrar en el mundo la alegría del Evangelio. Donde se
anuncia a Cristo con la fuerza del Espíritu Santo y se lo acoge con corazón
abierto, la sociedad, aunque tenga muchos problemas, se transforma en
"ciudad de la alegría", como reza el título de un célebre libro referido a la
obra de la madre Teresa de Calcuta. Por tanto, mi deseo para los nuevos
sacerdotes, por los cuales os invito a todos a rezar, es este: que en sus
lugares de destino difundan la alegría y la esperanza que brotan del
Evangelio.

ORDEN ÉTICO VÁLIDO PARA TODOS LOS TIEMPOS Y


PUEBLOS
198
20080430. Audiencia. Viaje apostólico a los Estados Unidos
En el sexagésimo aniversario de la Declaración universal de derechos
humanos, la Providencia me permitió confirmar, en la más amplia y
autorizada asamblea supranacional, el valor de esa Carta, recordando su
fundamento universal, es decir, la dignidad de la persona humana, creada
por Dios a su imagen y semejanza para cooperar en el mundo en su gran
designio de vida y de paz.
Al igual que la paz, también el respeto de los derechos humanos está
arraigado en la "justicia", es decir, en un orden ético válido para todos los
tiempos y para todos los pueblos, que se puede resumir en la célebre
máxima: "No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti", o
expresada de manera positiva con las palabras de Jesús: "Todo cuanto
queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos"
(Mt 7, 12). Sobre esta base, que constituye la contribución típica de la
Santa Sede a la Organización de las Naciones Unidas, renové, y vuelvo a
renovar hoy, el compromiso efectivo de la Iglesia católica de contribuir a
reforzar relaciones internacionales caracterizadas por los principios de
responsabilidad y solidaridad.
A los jóvenes, que por naturaleza tienen sed de verdad y de amor, les
propuse algunas figuras de hombres y mujeres que han testimoniado de
manera ejemplar el Evangelio en tierra estadounidense, el Evangelio de la
verdad que hace libres en el amor, en el servicio, en la vida entregada por
los demás. Al ver las tinieblas que hoy amenazan su vida, los jóvenes
pueden encontrar en los santos la luz que las disipa: la luz de Cristo,
esperanza para todo hombre.

PERSEGUIR EL BIEN COMÚN


20080503. Discurso. Academia Pontifica de ciencias sociales
Al elegir el tema: "Perseguir el bien común. ¿Cómo pueden actuar
juntamente la solidaridad y la subsidiariedad?", habéis decidido examinar
la interrelación entre cuatro principios fundamentales de la doctrina social
católica: la dignidad de la persona humana, el bien común, la
subsidiariedad y la solidaridad (cf. Compendio de la doctrina social de la
Iglesia, nn. 160-163). Estas realidades clave, que emergen del contacto
vivo entre el Evangelio y las circunstancias sociales concretas, ofrecen un
marco para considerar y afrontar los imperativos que la humanidad tiene
ante sí en el alba del siglo XXI, como reducir las desigualdades en la
distribución de los bienes, ampliar las oportunidades de educación,
fomentar un crecimiento y un desarrollo sostenibles, y proteger el medio
ambiente.
¿Cómo pueden actuar juntamente la solidaridad y la subsidiariedad en
la búsqueda del bien común, de modo que no sólo respete la dignidad
humana, sino que también le permita desarrollarse? Este es el núcleo de la
cuestión que estáis estudiando. Como han revelado vuestros debates
preliminares, una respuesta satisfactoria sólo puede surgir después de un
199
esmerado examen del significado de los términos (cf. Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, capítulo 4). La dignidad humana es el valor
intrínseco de la persona creada a imagen y semejanza de Dios y redimida
por Cristo. El conjunto de las condiciones sociales que permiten a las
personas realizarse individual y comunitariamente se conoce como bien
común. La solidaridad es la virtud que permite a la familia humana
compartir plenamente el tesoro de los bienes materiales y espirituales, y la
subsidiariedad es la coordinación de las actividades de la sociedad en
apoyo de la vida interna de las comunidades locales.
Con todo, estas definiciones son sólo el comienzo, y sólo se
comprenden adecuadamente si se las relaciona de modo orgánico entre sí
y se las considera apoyadas unas en otras. Al inicio podemos delinear las
conexiones entre estos cuatro principios poniendo la dignidad de la
persona en el punto de intersección de dos ejes: uno horizontal, que
representa la "solidaridad" y la "subsidiariedad", y otro vertical, que
representa el "bien común". Esto crea un campo en el que podemos trazar
los diversos puntos de la doctrina social de la Iglesia católica, que forman
el bien común.
Aunque esta analogía gráfica nos brinda un cuadro rudimentario de
cómo estos principios fundamentales son imprescindibles unos para otros
y están necesariamente vinculados, sabemos que la realidad es mucho más
compleja. En efecto, las profundidades insondables de la persona humana
y la maravillosa capacidad de los hombres para la comunión espiritual —
realidades que sólo se han manifestado plenamente a través de la
revelación divina— superan con creces la posibilidad de representación
esquemática. En cualquier caso, la solidaridad que une a la familia
humana y los niveles de subsidiariedad que la refuerzan desde dentro
deben situarse siempre en el horizonte de la vida misteriosa de Dios uno y
trino (cf. Jn 5, 26; 6, 57), en quien percibimos un amor inefable
compartido por personas iguales, aunque distintas (cf. Summa Theologiae,
I, q. 42).
Queridos amigos, os invito a dejar que esta verdad fundamental
impregne vuestras reflexiones: no sólo en el sentido de que los principios
de solidaridad y subsidiariedad se enriquecen indudablemente con nuestra
fe en la Trinidad, sino particularmente en el sentido de que estos
principios tienen el potencial para poner a hombres y mujeres en el
camino de descubrir su destino definitivo y sobrenatural. La natural
inclinación humana a vivir en comunidad se confirma y se transforma
gracias a la "unidad del Espíritu", que Dios ha concedido a sus hijos e
hijas adoptivos (cf. Ef 4, 3; 1 P 3, 8).
En consecuencia, la responsabilidad de los cristianos de trabajar por la
paz y la justicia, su compromiso irrevocable de construir el bien común, es
inseparable de su misión de proclamar el don de la vida eterna, a la que
Dios ha llamado a todo hombre y a toda mujer. A este respecto, la
tranquillitas ordinis, de la que habla san Agustín, se refiere a "todas las
cosas", es decir, tanto a la "paz civil", que es una "concordia entre
ciudadanos", como a la "paz de la ciudad celestial", que es la
200
"ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y
unos de otros en Dios" (De civitate Dei, XIX, 13).
Los ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y celestial
se compenetran entre sí y están ordenadas intrínsecamente una a otra, ya
que ambas pertenecen a Dios Padre, que "está sobre todos, por todos y en
todos" (Ef 4, 6). Al mismo tiempo, la fe evidencia con mayor énfasis la
legítima autonomía de las realidades terrenas, en la medida en que "están
dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes
propias" (Gaudium et spes, 36).
Por consiguiente, podéis estar seguros de que vuestros debates serán
útiles para todas las personas de buena voluntad, e impulsarán a los
cristianos a aceptar con mayor prontitud su deber de mejorar la solidaridad
con sus conciudadanos y entre ellos, y de actuar según el principio de
subsidiariedad promoviendo la vida familiar, las asociaciones de
voluntariado, la iniciativa privada y un orden público que facilite el buen
funcionamiento de las comunidades más fundamentales de la sociedad (cf.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 187).
Cuando examinamos los principios de solidaridad y de subsidiariedad
a la luz del Evangelio, comprendemos que no son simplemente
"horizontales": ambos tienen una dimensión vertical esencial. Jesús nos
manda hacer a los demás lo que queramos que los demás nos hagan a
nosotros (cf. Lc 6, 31); amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos
(cf. Mt 22, 35 ss). Estas leyes han sido inscritas por el Creador en la
misma naturaleza del hombre (cf. Deus caritas est, 31). Jesús enseña que
este amor nos llama hoy a dedicar nuestra vida al bien de los demás (cf.
Jn 15, 12-13).
En este sentido, la verdadera solidaridad —aunque comienza con un
reconocimiento del valor igual del otro— sólo se realiza cuando pongo de
buen grado mi vida al servicio de los demás (cf. Ef 6, 21). Esta es la
dimensión "vertical" de la solidaridad: me siento impulsado a hacerme a
mí mismo menos que el otro, para atender a sus necesidades (cf. Jn 13, 14-
15), precisamente como Jesús "se humilló a sí mismo" para permitir a los
hombres y a las mujeres participar en su vida divina con el Padre y el
Espíritu (cf. Flp 2, 8; Mt 23, 12).
De igual modo, la subsidiariedad —en la medida en que alienta a los
hombres y a las mujeres a entablar libremente relaciones vivificantes con
aquellos a quienes están unidos más íntimamente y de quienes dependen
más directamente, y exige que las más altas autoridades respeten estas
relaciones— manifiesta una dimensión "vertical" que tiende al Creador del
orden social (cf. Rm 12, 16-18). Una sociedad que respeta el principio de
subsidiariedad libra a las personas del desaliento y la desesperación,
garantizándoles la libertad de comprometerse unos con otros en los
ámbitos del comercio, la política y la cultura (cf. Quadragesimo anno,
80).
Cuando los responsables del bien común respetan el deseo humano
natural de autogobierno basado en la subsidiariedad, dejan espacio para la
responsabilidad y la iniciativa individual, pero, lo que es más importante,
201
dejan espacio para el amor (cf. Rm 13, 8; Deus caritas est, 28), que sigue
siendo siempre "el camino más excelente" (1 Co 12, 31).
Al revelar el amor del Padre, Jesús no sólo nos enseñó a vivir como
hermanos y hermanas aquí, en la tierra; también nos mostró que él mismo
es el camino que lleva a la comunión perfecta de unos con otros y con
Dios en el mundo futuro, puesto que a través de él "tenemos acceso al
Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2, 18). Mientras os esforzáis para
articular los modos como los hombres y las mujeres pueden promover
mejor el bien común, os animo a examinar las dimensiones "vertical" y
"horizontal" de la solidaridad y la subsidiariedad.
De este modo, podréis proponer modos más eficaces de resolver los
múltiples problemas que afligen a la humanidad en el umbral del tercer
milenio, testimoniando también la primacía del amor, que trasciende y
realiza la justicia pues impulsa a la humanidad hacia la misma vida de
Dios (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2004).

EL ROSARIO AYUDA A PONER A CRISTO EN EL CENTRO


20080503. Discurso. Rosario en la basílica Santa María la Mayor
Hoy, juntos, confirmamos que el santo rosario no es una práctica
piadosa del pasado, como oración de otros tiempos en los que se podría
pensar con nostalgia. Al contrario, el rosario está experimentando una
nueva primavera. No cabe duda de que este es uno de los signos más
elocuentes del amor que las generaciones jóvenes sienten por Jesús y por
su Madre, María. En el mundo actual, tan dispersivo, esta oración ayuda a
poner a Cristo en el centro, como hacía la Virgen, que meditaba en su
corazón todo lo que se decía de su Hijo, y también lo que él hacía y decía.
Cuando se reza el rosario, se reviven los momentos importantes y
significativos de la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas
de la misión de Cristo. Con María, el corazón se orienta hacia el misterio
de Jesús. Se pone a Cristo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo,
de nuestras ciudades, mediante la contemplación y la meditación de sus
santos misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria.
Que María nos ayude a acoger en nosotros la gracia que procede de
estos misterios para que, a través de nosotros, pueda difundirse en la
sociedad, a partir de las relaciones diarias, y purificarla de las numerosas
fuerzas negativas, abriéndola a la novedad de Dios. En efecto, cuando se
reza el rosario de modo auténtico, no mecánico y superficial sino
profundo, trae paz y reconciliación. Encierra en sí la fuerza sanadora del
Nombre santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor en el centro de
cada avemaría.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios, que nos ha
concedido vivir esta tarde una hora de gracia tan hermosa, y en las
próximas tardes de este mes mariano, aunque estemos distantes, cada uno
en su propia familia y comunidad, sintámonos igualmente cercanos y
unidos en la oración. Especialmente durante estos días que nos preparan
para la solemnidad de Pentecostés, permanezcamos unidos a María,
202
invocando para la Iglesia una renovada efusión del Espíritu Santo. Que,
como en los orígenes, María santísima ayude a los fieles de cada
comunidad cristiana a formar un solo corazón y una sola alma.
Os encomiendo las intenciones más urgentes de mi ministerio, las
necesidades de la Iglesia, los grandes problemas de la humanidad: la paz
en el mundo, la unidad de los cristianos, el diálogo entre todas las culturas.

ASCENSIÓN DEL SEÑOR: UNA SÓLIDA ANCLA


20080504. Regina caeli.
Hoy se celebra en varios países, entre los cuales Italia, la solemnidad
de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los
Hechos de los Apóstoles sitúa cuarenta días después de la resurrección (cf.
Hch 1, 3-11); por eso, en el Vaticano y en algunas naciones del mundo ya
se celebró el jueves pasado. Después de la Ascensión, los primeros
discípulos permanecieron reunidos en el Cenáculo, en torno a la Madre de
Jesús, en ferviente espera del don del Espíritu Santo, prometido por Jesús
(cf. Hch 1, 14). En este primer domingo de mayo, mes mariano, también
nosotros revivimos esta experiencia, experimentando más intensamente la
presencia espiritual de María.
En sus discursos de despedida a los discípulos, Jesús insistió mucho en
la importancia de su "regreso al Padre", coronamiento de toda su misión.
En efecto, vino al mundo para llevar al hombre a Dios, no en un plano
ideal —como un filósofo o un maestro de sabiduría—, sino realmente,
como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este "éxodo" hacia la
patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó totalmente por
nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él,
después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado
hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la
máxima lejanía de Dios.
Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo "exaltó" (Flp 2,
9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra
humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una
verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en
Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos,
"en ella tenemos como una ancla de nuestra alma" (Hb 6, 19), una ancla
que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido.
¿Y qué es lo que más necesita el hombre de todos los tiempos, sino
esto: una sólida ancla para su vida? He aquí nuevamente el sentido
estupendo de la presencia de María en medio de nosotros. Dirigiendo la
mirada a ella, como los primeros discípulos, se nos remite inmediatamente
a la realidad de Jesús: la Madre remite al Hijo, que ya no está físicamente
entre nosotros, sino que nos espera en la casa del Padre. Jesús nos invita a
no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos, unidos en la
oración, para invocar el don del Espíritu Santo. En efecto, sólo a quien
"nace de lo alto", es decir, del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el
reino de los cielos (cf. Jn 3, 3-5), y la primera "nacida de lo alto" es
203
precisamente la Virgen María. Por tanto, nos dirigimos a ella en la
plenitud de la alegría pascual.

LA IGLESIA ENTRE LA ASCENSIÓN Y PENTECOSTÉS


20080507. Audiencia general. Visita Patriarca armenio Karekin II
Estos días de preparación inmediata para la solemnidad de Pentecostés
nos impulsan a reavivar la esperanza en la ayuda del Espíritu Santo para
avanzar por el camino del ecumenismo. Tenemos la certeza de que el
Señor Jesús no nos abandona nunca en la búsqueda de la unidad, dado que
su Espíritu actúa incansablemente para apoyar nuestros esfuerzos
orientados a superar toda división y a volver a coser todo desgarro en el
tejido vivo de la Iglesia.
Esto es precisamente lo que Jesús prometió a los discípulos en los
últimos días de su misión terrena, como acabamos de escuchar en el
pasaje del Evangelio: les aseguró la asistencia del Espíritu Santo, que él
mandaría para que siguiera haciéndoles experimentar su presencia (cf. Jn
14, 16-17). Esta promesa se hizo realidad cuando, tras la resurrección,
Jesús entró en el Cenáculo, saludó a los discípulos con las palabras: "La
paz esté con vosotros" y, soplando sobre ellos, les dijo: "Recibid el
Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Les autorizaba a perdonar los pecados. Por
tanto, el Espíritu Santo se presenta como fuerza del perdón de los pecados,
de renovación de nuestro corazón y de nuestra vida; así renueva la tierra y
crea unidad donde había división.
Después, en la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo se manifiesta
mediante otros signos: un viento impetuoso, lenguas de fuego, y los
Apóstoles hablando todas las lenguas. Este es un signo de que la
dispersión de Babilonia, fruto de la soberbia que separa a los hombres, ha
quedado superada por el Espíritu, que es caridad y da unidad en la
diversidad. Desde el primer momento de su existencia la Iglesia habla
todas las lenguas —gracias a la fuerza del Espíritu Santo y a las lenguas
de fuego— y vive en todas las culturas, no destruye nada de los diversos
dones, de los diferentes carismas, sino que lo reúne todo en una nueva y
gran unidad que reconcilia: la unidad y la variedad.
El Espíritu Santo, que es la caridad eterna, el vínculo de la unidad en la
Trinidad, une con su fuerza en la caridad divina a los hombres dispersos,
creando así la grande y multiforme comunidad de la Iglesia en todo el
mundo. En los días que pasaron entre la Ascensión del Señor y el domingo
de Pentecostés, los discípulos estaban reunidos con María en el Cenáculo
para orar. Sabían que por sí solos no podían crear, organizar la Iglesia: la
Iglesia debe nacer y organizarse por iniciativa divina; no es una criatura
nuestra, sino un don de Dios. Sólo así crea también unidad, una unidad
que debe crecer. La Iglesia en todo tiempo —y de modo especial en estos
nueve días entre la Ascensión y Pentecostés— se une espiritualmente en el
Cenáculo con los apóstoles y con María para implorar incesantemente la
efusión del Espíritu Santo. Así, impulsada por su viento impetuoso, será
capaz de anunciar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra.
204
Precisamente por eso, a pesar de las dificultades y las divisiones, los
cristianos no pueden resignarse ni caer en el desaliento. El Señor nos pide
perseverar en la oración para mantener viva la llama de la fe, de la caridad
y de la esperanza, de las que se alimenta el anhelo de unidad plena. Ut
unum sint!, dice el Señor. En nuestro corazón resuena siempre esta
invitación de Cristo.
San Pablo, en la carta a los Gálatas, recuerda que "el fruto del Espíritu
es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23). Estos son los dones del
Espíritu Santo que invocamos también hoy para todos los cristianos, a fin
de que en el servicio común y generoso al Evangelio sean en el mundo
signo del amor de Dios a la humanidad. Dirijamos, con confianza, la
mirada a María, santuario del Espíritu Santo, y por su intercesión
pidamos: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende
en ellos el fuego de tu amor". Amén.

LA VERDAD DE LA HUMANAE VITAE NO CAMBIA


20080510. Discurso. Congreso Actualidad de la Humanae vitae
Con gran placer os acojo al final de los trabajos, en los que habéis
reflexionado sobre un problema antiguo y siempre nuevo como es el de la
responsabilidad y el respeto al surgir de la vida humana. Vuestra
aportación se inserta eficazmente en la producción más amplia que, a lo
largo de los decenios, ha ido aumentando sobre este tema controvertido
y, a pesar de ello, tan decisivo para el futuro de la humanidad.
El concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, ya se
dirigía a los hombres de ciencia invitándolos a aunar sus esfuerzos para
alcanzar la unidad del saber y una certeza consolidada acerca de las
condiciones que pueden favorecer "una honesta ordenación de la
procreación humana" (n. 52). Mi predecesor, de venerada memoria, el
siervo de Dios Pablo VI, el 25 de julio de 1968, publicó la carta encíclica
Humanae vitae. Ese documento se convirtió muy pronto en signo de
contradicción.
Elaborado a la luz de una decisión sufrida, constituye un significativo
gesto de valentía al reafirmar la continuidad de la doctrina y de la
tradición de la Iglesia. Ese texto, a menudo mal entendido y tergiversado,
suscitó un gran debate, entre otras razones, porque se situó en los inicios
de una profunda contestación que marcó la vida de generaciones enteras.
Cuarenta años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue
manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se
afrontó el problema.
De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global
que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del
sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la
persona y la total participación de los esposos que, en la acogida
recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y
exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese
205
amor permanecer cerrado al don de la vida? La vida es siempre un don
inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción
creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a
construir el futuro con la fuerza de la esperanza.
El Magisterio de la Iglesia no puede menos de reflexionar siempre
profundamente sobre los principios fundamentales que conciernen al
matrimonio y a la procreación. Lo que era verdad ayer, sigue siéndolo
también hoy. La verdad expresada en la Humanae vitae no cambia; más
aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su
doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor
intrínseco que posee.
La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos sigue
siendo el amor. Como escribí en mi primera encíclica, Deus caritas est:
"El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una
unidad íntima; (...) ni el cuerpo ni el espíritu aman por sí solos: es el
hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual
forman parte el cuerpo y el alma" (n. 5). Si se elimina esta unidad, se
pierde el valor de la persona y se cae en el grave peligro de considerar el
cuerpo como un objeto que se puede comprar o vender (cf. ib.).
En una cultura marcada por el predominio del tener sobre el ser, la
vida humana corre el peligro de perder su valor. Si el ejercicio de la
sexualidad se transforma en una droga que quiere someter al otro a los
propios deseos e intereses, sin respetar los tiempos de la persona amada,
entonces lo que se debe defender ya no es sólo el verdadero concepto del
amor, sino en primer lugar la dignidad de la persona misma. Como
creyentes, no podríamos permitir nunca que el dominio de la técnica
infecte la calidad del amor y el carácter sagrado de la vida.
No por casualidad Jesús, hablando del amor humano, se remite a lo
que realizó Dios al inicio de la creación (cf. Mt 19, 4-6). Su enseñanza se
refiere a un acto gratuito con el cual el Creador no sólo quiso expresar la
riqueza de su amor, que se abre entregándose a todos, sino también
presentar un modelo según el cual debe actuar la humanidad. Con la
fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer participan en el acto
creador del Padre y ponen de manifiesto que en el origen de su vida
matrimonial hay un "sí" genuino que se pronuncia y se vive realmente en
la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida.
Esta palabra del Señor sigue conservando siempre su profunda verdad
y no puede ser eliminada por las diversas teorías que a lo largo de los años
se han sucedido, a veces incluso contradiciéndose entre sí. La ley natural,
que está en la base del reconocimiento de la verdadera igualdad entre
personas y pueblos, debe reconocerse como la fuente en la que se ha de
inspirar también la relación entre los esposos en su responsabilidad al
engendrar nuevos hijos. La transmisión de la vida está inscrita en la
naturaleza, y sus leyes siguen siendo norma no escrita a la que todos
deben remitirse. Cualquier intento de apartar la mirada de este principio
queda estéril y no produce fruto.
206
Es urgente redescubrir una alianza que siempre ha sido fecunda,
cuando se la ha respetado. En esa alianza ocupan el primer plano la razón
y el amor. Un maestro tan agudo como Guillermo de Saint Thierry
escribió palabras que siguen siendo profundamente válidas también para
nuestro tiempo: "Si la razón instruye al amor, y el amor ilumina la razón;
si la razón se convierte en amor y el amor se mantiene dentro de los
confines de la razón, entonces ambos pueden hacer algo grande"
(Naturaleza y grandeza del amor, 21, 8).
¿Qué significa ese "algo grande" que se puede conseguir? Es el surgir
de la responsabilidad ante la vida, que hace fecundo el don que cada uno
hace de sí al otro. Es fruto de un amor que sabe pensar y escoger con
plena libertad, sin dejarse condicionar excesivamente por el posible
sacrificio que requiere. De aquí brota el milagro de la vida que los padres
experimentan en sí mismos, verificando que lo que se realiza en ellos y a
través de ellos es algo extraordinario. Ninguna técnica mecánica puede
sustituir el acto de amor que dos esposos se intercambian como signo de
un misterio más grande, en el que son protagonistas y partícipes de la
creación.
Por desgracia, se asiste cada vez con mayor frecuencia a sucesos tristes
que implican a los adolescentes, cuyas reacciones manifiestan un
conocimiento incorrecto del misterio de la vida y de las peligrosas
implicaciones de sus actos. La urgencia formativa, a la que a menudo me
refiero, concierne de manera muy especial al tema de la vida. Deseo
verdaderamente que se preste una atención muy particular sobre todo a
los jóvenes, para que aprendan el auténtico sentido del amor y se preparen
para él con una adecuada educación en lo que atañe a la sexualidad, sin
dejarse engañar por mensajes efímeros que impiden llegar a la esencia de
la verdad que está en juego.
Proporcionar ilusiones falsas en el ámbito del amor o engañar sobre las
genuinas responsabilidades que se deben asumir con el ejercicio de la
propia sexualidad no hace honor a una sociedad que declara atenerse a los
principios de libertad y democracia. La libertad debe conjugarse con la
verdad, y la responsabilidad con la fuerza de la entrega al otro, incluso
cuando implica sacrificio; sin estos componentes no crece la comunidad
de los hombres y siempre está al acecho el peligro de encerrarse en un
círculo de egoísmo asfixiante.
La doctrina contenida en la encíclica Humanae vitae no es fácil. Sin
embargo, es conforme a la estructura fundamental mediante la cual la vida
siempre ha sido transmitida desde la creación del mundo, respetando la
naturaleza y de acuerdo con sus exigencias. El respeto por la vida humana
y la salvaguarda de la dignidad de la persona nos exigen hacer lo posible
para que llegue a todos la verdad genuina del amor conyugal responsable
en la plena adhesión a la ley inscrita en el corazón de cada persona.

PENTECOSTÉS: UNIDAD EN LA MULTIPLICIDAD


20080511. Homilía. Pentecostés
207
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles
el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la
primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1). Son
palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había
descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente
en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14).
Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo
— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les
menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago,
las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a
«algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos»,
integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre,
sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las
personas, que era de «unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del
Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una
«asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la comunidad
convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro
de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un
mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad
de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se
deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de
echar a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hch
1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo,
durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en
la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios,
mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de
entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el
libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable
manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí
humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido
sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte
retemblaba con violencia» (Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los
elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En
particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno
de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por
efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar en lenguas extranjeras»
(Hch 2, 4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de la
comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no
es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de
Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad
que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de
Babel (cf. Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad
en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la
208
humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena
que quiere dominar y uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas
Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya
antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar
aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el
Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la
verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso
«excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente
esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la
Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu
Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la
segunda lectura, tratando de la armonía de los diversos carismas en la
comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que
hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.
En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia
pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden
comprenderse y fecundarse recíprocamente. San Lucas quiere transmitir
claramente una idea fundamental: en el acto mismo de su nacimiento la
Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el principio todas las
lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos
los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt
28, 19).
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad
particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla
las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades
en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y
siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la
Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad:
la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad
que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica
de los Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a
Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés
san Lucas cita a los «forasteros de Roma» (Hch 2, 10). En ese momento,
Roma era aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo
del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los
pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), hasta
Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente
cuando san Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del
imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino de
la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma
representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san
Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la
continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su
misión.
209
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos
presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia
creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos
veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al
anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros» (Jn 20, 19. 21). La
palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz
prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es
el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es
una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios
por haber concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los
pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo,
renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este
don: responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e
instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de transmitir
este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir
mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo
en estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la
paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio
de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor
y de misericordia que la acompañan (cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la
Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en
el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en
la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les
dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn
20, 21-23).
¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es
el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo
sólo se difunde a través del corazón renovado de hombres y mujeres
reconciliados y convertidos en servidores de la justicia, dispuestos a
difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la verdad, sin
componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede
dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación
que viene de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da
testimonio del Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús.
Precisamente esto es lo que testimonian los santos y las santas de todos los
tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de
ser aún más ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en
unión espiritual con la Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la
Madre de la Iglesia, obtenga para nuestras comunidades y para todos los
cristianos una renovada efusión del Espíritu Santo Paráclito.
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae»,
«Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la
tierra». Amén.
210
PENTECOSTÉS: BAUTISMO EN EL ESPÍRITU SANTO
20080511. Regina coeli
Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, antigua fiesta judía en
la que se recordaba la Alianza sellada por Dios con su pueblo en el monte
Sinaí (cf. Ex 19). Se convirtió también en fiesta cristiana precisamente por
lo que sucedió en esa ocasión, cincuenta días después de la Pascua de
Jesús. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos estaban
reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con
fuerza el Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a
anunciar en muchas lenguas la buena nueva de la resurrección de Cristo
(cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el «bautismo en el Espíritu Santo», que había sido
anunciado por Juan Bautista: «Yo os bautizo en agua —decía a las
multitudes—, pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. (...)
Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11).
En efecto, toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu
de Dios a los hombres y a bautizarlos en su "baño" de regeneración. Esto
se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte
y resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo
sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones,
de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del
amor divino.
Los Hechos de los Apóstoles presentan Pentecostés como
cumplimiento de esa promesa y, por tanto, como coronamiento de toda la
misión de Jesús. Él mismo, después de su resurrección, ordenó a los
discípulos que permanecieran en Jerusalén, porque —dijo— «vosotros
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1, 5); y
añadió: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
Por tanto, Pentecostés es, de modo especial, el bautismo de la Iglesia
que emprende su misión universal comenzando por las calles de Jerusalén,
con la prodigiosa predicación en las diversas lenguas de la humanidad. En
este bautismo de Espíritu Santo son inseparables las dimensiones personal
y comunitaria, el "yo" del discípulo y el "nosotros" de la Iglesia. El
Espíritu consagra a la persona y, al mismo tiempo, la convierte en
miembro vivo del Cuerpo místico de Cristo, partícipe de la misión de
testimoniar su amor. Y esto se realiza mediante los sacramentos de la
iniciación cristiana: el Bautismo y la Confirmación.
En mi Mensaje para la próxima Jornada mundial de la juventud de
2008 propuse a los jóvenes que redescubran la presencia del Espíritu
Santo en su vida y, por tanto, la importancia de estos sacramentos. Hoy
quisiera extender esta invitación a todos: redescubramos, queridos
hermanos y hermanas, la belleza de haber sido bautizados en el Espíritu
Santo; volvamos a tomar conciencia de nuestro Bautismo y de nuestra
Confirmación, manantiales de gracia siempre actual.
211
Pidamos a la Virgen María que obtenga también hoy para la Iglesia un
renovado Pentecostés, que infunda en todos, de modo especial en los
jóvenes, la alegría de vivir y testimoniar el Evangelio.

EL RESPETO A LA VIDA ES LA PRIMERA JUSTICIA


20080512. Discurso. Movimiento por la vida
Es necesario testimoniar de manera concreta que el respeto a la vida es
la primera justicia que se debe aplicar. Para quien tiene el don de la fe,
esto se convierte en un imperativo inderogable, porque el seguidor de
Cristo está llamado a ser cada vez más "profeta" de una verdad que jamás
podrá eliminarse: únicamente Dios es Señor de la vida. Él conoce, ama,
quiere y guía a todo hombre. La unidad más profunda y grande de la
humanidad sólo radica en el hecho de que todo ser humano realiza el
proyecto único de Dios, cada uno tiene origen en la misma idea creadora
de Dios. Por tanto, se comprende por qué la Biblia afirma: quien profana
al hombre, profana la propiedad de Dios (cf. Gn 9, 5).
Este año se celebra el 60° aniversario de la Declaración universal de
derechos humanos, cuyo mérito ha sido haber permitido a diferentes
culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales converger en
torno a un núcleo fundamental de valores y, por tanto, de derechos. Como
recordé recientemente, durante mi visita a la ONU, a los miembros de las
Naciones Unidas, "los derechos humanos han de ser respetados como
expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar
mediante la voluntad de los legisladores. La promoción de los derechos
humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las
desigualdades entre países y grupos sociales, así como para aumentar la
seguridad" (Discurso, 18 de abril de 2008: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 10-11).

LAS VÍRGENES: UN DON EN Y PARA LA IGLESIA


20080515. Segundo congreso del Ordo virginum
1. Os acojo y saludo con alegría a cada una de vosotras, consagradas
con "solemne rito nupcial a Cristo" (Ritual de consagración de vírgenes,
30).
Al elegir el tema guía de estos días, os habéis inspirado en una
afirmación mía que sintetiza lo que dije en otra ocasión sobre vuestra
realidad de mujeres que viven la virginidad consagrada en el mundo: un
don en la Iglesia y para la Iglesia. A esta luz, deseo confirmaros en
vuestra vocación e invitaros a crecer cada día en la comprensión de un
carisma tan luminoso y fecundo a los ojos de la fe, como oscuro e inútil a
los del mundo.
212
2."Sed esclavas del Señor de nombre y de hecho, a imitación de la
Madre de Dios" (Ritual de consagración de vírgenes, 29). El Orden de las
vírgenes constituye una expresión particular de vida consagrada, que
volvió a florecer en la Iglesia después del concilio Vaticano II (cf. Vita
consecrata, 7). Pero sus raíces son antiguas: se remontan a los inicios de
la vida evangélica, cuando, como novedad inaudita, el corazón de algunas
mujeres comenzó a abrirse al deseo de la virginidad consagrada, es decir,
al deseo de entregar a Dios todo su ser, que había tenido en la Virgen de
Nazaret y en su "sí" su primera realización extraordinaria. El pensamiento
de los Padres ve en María el prototipo de las vírgenes cristianas y muestra
la novedad del nuevo estado de vida al que se accede mediante una libre
elección de amor.
3."Que en ti, Señor, lo posean todo, porque te han elegido a ti solo, por
encima de todo" (Ritual de consagración de vírgenes, 38). Vuestro
carisma debe reflejar la intensidad, pero también la lozanía de los
orígenes. Se funda en la sencilla invitación evangélica de que "quien
pueda entender, que entienda" (Mt 19, 12) y en el consejo paulino sobre la
virginidad por el Reino (cf. 1 Co 7, 25-35). Y, sin embargo, en él se
encierra todo el misterio cristiano. Cuando nació, vuestro carisma no se
configuraba con modalidades particulares de vida, pero después fue
institucionalizándose paulatinamente, hasta llegar a una verdadera
consagración pública y solemne, conferida por el obispo mediante un
sugestivo rito litúrgico, que convertía a la mujer consagrada en la sponsa
Christi, imagen de la Iglesia esposa.
4. Queridas hermanas, vuestra vocación está profundamente arraigada
en la Iglesia particular a la que pertenecéis: a vuestros obispos
corresponde reconocer en vosotras el carisma de virginidad, consagraros y
posiblemente permanecer cerca de vosotras en vuestro camino, para
enseñaros el temor del Señor, como se comprometen a hacer durante la
solemne liturgia de consagración. Desde el ámbito de la diócesis, con sus
tradiciones, sus santos, sus valores, sus límites y sus dificultades, os
extendéis al ámbito de la Iglesia universal, sobre todo compartiendo su
oración litúrgica, que se os confía para que "resuene sin interrupción en
vuestro corazón y en vuestros labios" (Ritual de consagración de vírgenes,
42). De este modo, vuestro "yo" orante se dilatará progresivamente hasta
que en la oración sólo haya un gran "nosotros". Esta es la oración eclesial
y la verdadera liturgia. En el diálogo con Dios, abríos al diálogo con todas
las criaturas, para las cuales seréis como madres, madres de los hijos de
Dios (cf. Ritual de consagración de vírgenes, 29).
5. Sin embargo, vuestro ideal, en sí mismo verdaderamente elevado, no
exige ningún cambio exterior particular. Normalmente, cada una de las
consagradas permanece en su propio ambiente de vida. Es un camino que
parece exento de las características específicas de la vida religiosa, sobre
todo de la obediencia. Pero para vosotras el amor se convierte en
seguimiento: vuestro carisma implica una entrega total a Cristo, una
configuración con el Esposo, que requiere implícitamente la observancia
213
de los consejos evangélicos, para conservar íntegra la fidelidad a él (cf.
Ritual de consagración de vírgenes, 47).
Estar con Cristo exige interioridad, pero, al mismo tiempo, impulsa a
comunicarse con los hermanos: aquí se inserta vuestra misión. Una "regla
de vida" esencial define el compromiso que cada una de vosotras asume
con el permiso del obispo, tanto a nivel espiritual como existencial. Se
trata de caminos personales. Entre vosotras hay diversos estilos y
modalidades de vivir el don de la virginidad consagrada, y esto se hace
aún más evidente durante un encuentro internacional, como el que estáis
celebrando durante estos días. Os exhorto a ir más allá de las apariencias,
captando el misterio de la ternura de Dios que cada una lleva en sí y
reconociéndoos como hermanas, dentro de vuestra diversidad.
6. "Que vuestra vida sea un testimonio particular de caridad y signo
visible del Reino futuro" (Ritual de consagración de vírgenes, 30). Haced
que vuestra vida personal irradie siempre la dignidad de ser esposa de
Cristo, que exprese la novedad de la existencia cristiana y la espera serena
de la vida futura. Así, con vuestra vida recta, podréis ser estrellas que
orientan el camino del mundo. En efecto, la elección de la vida virginal
recuerda a las personas la transitoriedad de las realidades terrenas y la
anticipación de los bienes futuros. Sed testigos de la espera vigilante y
operante, de la alegría, de la paz, que es propia de quien se abandona al
amor de Dios. Estad presentes en el mundo y, sin embargo, sed peregrinas
hacia el Reino, pues la virgen consagrada se identifica con la esposa que,
juntamente con el Espíritu, invoca la venida del Señor: "El Espíritu y la
esposa dicen: "¡Ven!"" (Ap 22, 17).
7. Al concluir, os encomiendo a María. Y hago mías las palabras de san
Ambrosio, el cantor de la virginidad cristiana, dirigiéndolas a vosotras:
"Que en cada una de vosotras esté el alma de María para proclamar la
grandeza del Señor; que en cada una de vosotras esté el espíritu de María
para que os alegréis en Dios. Aunque hay una sola madre de Cristo según
la carne, en cambio, según la fe, Cristo es el fruto de todos, puesto que
cada alma recibe al Verbo de Dios, con tal que, inmaculada y sin vicios,
conserve la castidad con pudor virginal" (Comentario a san Lucas 2, 26:
PL 15, 1642).

LA SANTÍSIMA TRINIDAD ES MISERICORDIA


20080517. Homilía. Savona
En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por
una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la
belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a
contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda,
que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de
amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él
mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador
del universo y Señor de la historia.
214
Hoy hemos escuchado un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo
del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre. Lo hace
en presencia de Moisés, con el que hablaba cara a cara, como con un
amigo. ¿Y cuál es este nombre de Dios? Es siempre conmovedor
escucharlo: "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira
y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34, 6). Son palabras humanas, pero
sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad
sobre Dios: eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas
siempre; nos permiten ver con los ojos de la mente el rostro del Invisible,
nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia,
Fidelidad.
Queridos amigos, al encontrarme aquí, en Savona, no puedo menos de
alegrarme con vosotros por el hecho de que este es precisamente el
nombre con el que se presentó la Virgen María cuando se apareció, el 18
de marzo de 1536, a un campesino, hijo de esta tierra. "Virgen de la
Misericordia" es el título con el que se la venera —desde hace algunos
años también tenemos una imagen suya en los jardines vaticanos—. Pero
María no hablaba de sí misma, nunca habla de sí misma, sino siempre de
Dios, y lo hizo con este nombre tan antiguo y siempre nuevo:
misericordia, que es sinónimo de amor, de gracia.
Aquí radica toda la esencia del cristianismo, porque es la esencia de
Dios mismo. Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero,
precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación
con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia,
perdón. Dios ha creado todo para la existencia, y su voluntad es siempre y
solamente vida.
Para quien se encuentra en peligro, es salvación. Acabamos de
escucharlo en el evangelio de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en
él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16). En este entregarse de Dios en la
persona del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra
disposición lo que más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se
despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del
sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad. Para esta
obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso
necesitar un "sí" humano, el "sí" de una mujer que se convirtiera en la
Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia
divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la "Madre de la
Misericordia", como se dio a conocer también aquí, en Savona.
A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más
que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a él en la oración,
a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón misericordioso.
En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de
su gracia. "Misericordia y no justicia", imploró María, sabiendo que su
Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de igual modo consciente de la
necesidad de conversión del corazón de los pecadores. Por eso, invitó a la
oración y a la penitencia.
215
Por tanto, mi visita a Savona, en el día de la Santísima Trinidad, es
ante todo una peregrinación, mediante María, a los manantiales de la fe,
de la esperanza y del amor. Una peregrinación que es también memoria y
homenaje a mi venerado predecesor Pío VII, cuya dramática historia está
indisolublemente unida a esta ciudad y a su santuario mariano. A distancia
de dos siglos, vengo a renovar la expresión de la gratitud de la Santa Sede
y de toda la Iglesia por la fe, el amor y la valentía con que vuestros
conciudadanos sostuvieron al Papa en la residencia forzada que le impuso
Napoleón Bonaparte en esta ciudad. Se conservan numerosos testimonios
de las muestras de solidaridad dadas al Pontífice por los savoneses, a
veces incluso corriendo riesgos personales.
Aquella página oscura de la historia de Europa ha llegado a ser, por la
fuerza del Espíritu Santo, rica en gracias y enseñanzas, también para
nuestros días. Nos enseña la valentía para afrontar los desafíos del mundo:
el materialismo, el relativismo, el laicismo, sin ceder jamás a
componendas, dispuestos a pagar personalmente con tal de permanecer
fieles al Señor y a su Iglesia.
El ejemplo de serena firmeza que dio el Papa Pío VII nos invita a
conservar inalterada en las pruebas la confianza en Dios, conscientes de
que él, aunque permita que su Iglesia pase por momentos difíciles, no la
abandona jamás. Las vicisitudes que vivió ese gran Pontífice en vuestra
tierra nos invitan a confiar siempre en la intercesión y en la asistencia
materna de María santísima.
La aparición de la Virgen, en un momento trágico de la historia de
Savona, y la experiencia tremenda que afrontó aquí el Sucesor de Pedro,
concurren a transmitir a las generaciones cristianas de nuestro tiempo un
mensaje de esperanza, nos animan a tener confianza en los instrumentos
de la gracia que el Señor pone a nuestra disposición en cada situación. Y,
entre estos medios de salvación, quiero recordar ante todo la oración: la
oración personal, familiar y comunitaria.
En esta fiesta de la Trinidad deseo subrayar la dimensión de alabanza,
de contemplación, de adoración. Pienso en las familias jóvenes, y quiero
invitarlas a no tener miedo de experimentar, desde los primeros años de
matrimonio, un estilo sencillo de oración doméstica, favorecido por la
presencia de niños pequeños, muy predispuestos a dirigirse
espontáneamente al Señor y a la Virgen. Exhorto a las parroquias y a las
asociaciones a dedicar tiempo y espacio a la oración, porque las
actividades son pastoralmente estériles si no están precedidas,
acompañadas y sostenidas constantemente por la oración.
¿Y qué decir de la celebración eucarística, especialmente de la misa
dominical? El día del Señor ocupa con razón el centro de la atención
pastoral de los obispos italianos: es preciso redescubrir la raíz cristiana del
domingo, a partir de la celebración del Señor resucitado, encontrado en la
palabra de Dios y reconocido en la fracción del Pan eucarístico. Y luego
también se ha de revalorizar el sacramento de la Reconciliación como
medio fundamental para el crecimiento espiritual y para poder afrontar
con fuerza y valentía los desafíos actuales.
216
Junto con la oración y los sacramentos, otros instrumentos
inseparables de crecimiento son las obras de caridad, que se han de
practicar con fe viva. Sobre este aspecto de la vida cristiana quise
reflexionar también en la encíclica Deus caritas est. En el mundo
moderno, que a menudo hace de la belleza y de la eficiencia física un ideal
que se ha de perseguir de cualquier modo, como cristianos estamos
llamados a encontrar el rostro de Jesucristo, "el más hermoso de los hijos
de Adán" (Sal 45, 3), precisamente en las personas que sufren y en las
marginadas. Por desagracia, hoy son numerosas las emergencias morales y
materiales que nos preocupan.
Deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotros, queridos
sacerdotes, para expresaros mi aprecio por vuestro trabajo silencioso y por
la ardua fidelidad con que lo lleváis a cabo. Queridos hermanos en Cristo,
creed siempre en la eficacia de vuestro servicio sacerdotal diario. Es muy
valioso a los ojos de Dios y de los fieles; su valor no puede cuantificarse
en cifras y estadísticas: sólo conoceremos sus resultados en el Paraíso.
Muchos de vosotros sois de edad avanzada: esto me hace pensar en aquel
estupendo pasaje del profeta Isaías, que dice: "Los jóvenes se cansan, se
fatigan; los adultos tropiezan y vacilan; mientras que a los que esperan en
el Señor él les renovará el vigor; subirán con alas como de águilas;
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is 40, 30-31).
Junto con los diáconos que están al servicio de la diócesis, vivid la
comunión con el obispo y entre vosotros, manifestándola mediante una
colaboración activa, el apoyo recíproco y una coordinación pastoral
común. Dad testimonio valiente y gozoso de vuestro servicio. Id en busca
de la gente, como hacía el Señor Jesús: en la visita a las familias, en el
contacto con los enfermos, en el diálogo con los jóvenes, haciéndoos
presentes en todos los ambientes de trabajo y de vida.
Naturalmente, quiero reservaros un saludo especial y afectuoso a
vosotros, jóvenes. Queridos amigos, poned vuestra juventud al servicio de
Dios y de los hermanos. Seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir
contra corriente. Pero vale la pena: este es el camino de la verdadera
realización personal y, por tanto, de la verdadera felicidad, pues con Cristo
se experimenta que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20,
35). Por eso, os animo a tomar en serio el ideal de la santidad.
En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una
frase que hoy quiero compartir con vosotros: "Hay una sola tristeza: no ser
santos" (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos
a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos,
sino con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que
derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no
mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al
participar en la misma experiencia de Cristo.
Y esto vale también para los cristianos de más edad. A todos deseo que
la fe en Dios uno y trino infunda en cada persona y en cada comunidad el
fervor del amor y de la esperanza, la alegría de amarse entre hermanos y
217
ponerse humildemente al servicio de los demás. Esta es la "levadura" que
hace crecer a la humanidad, la luz que brilla en el mundo.
María santísima, Madre de la Misericordia, juntamente con todos
vuestros santos patronos, os ayude a encarnar en la vida diaria la
exhortación del Apóstol que acabamos de escuchar. Con gran afecto la
hago mía: "Alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid
en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros" (2 Co 13,
11). Amén.

LA TRINIDAD NO ES UNA MÓNADA: ES AMOR


20080518. Homilía. Génova
Al final de una intensa jornada pasada en vuestra ciudad, nos
volvemos a congregar en torno al altar para celebrar la Eucaristía, en la
solemnidad de la Santísima Trinidad.
En la primera lectura (cf. Ex 34, 4-9) escuchamos un texto bíblico que
nos presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno,
el Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el
monte Sinaí. Y su nombre es: "El Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34, 6). San
Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra:
"Amor" (1 Jn 4, 8. 16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy:
"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3, 16).
Así pues, este nombre expresa claramente que el Dios de la Biblia no
es una especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia
autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura,
relación. Palabras como "misericordioso", "compasivo", "rico en
clemencia", nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que
se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y
perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero.
La sagrada Escritura no conoce otro Dios que el Dios de la alianza, el
cual creó el mundo para derramar su amor sobre todas las criaturas (cf.
Misal Romano, plegaria eucarística IV), y se eligió un pueblo para sellar
con él un pacto nupcial, a fin de que se convirtiera en una bendición para
todas las naciones, convirtiendo así a la humanidad entera en una gran
familia (cf. Gn 12, 1-3; Ex 19, 3-6). Esta revelación de Dios se delineó
plenamente en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús
nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios
es Amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo. Y, precisamente
en nombre de este Dios, el apóstol san Pablo saluda a la comunidad de
Corinto y nos saluda a todos nosotros: "La gracia del Señor Jesucristo, el
amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo estén con todos
vosotros" (2 Co 13, 13).
218
Por consiguiente, el contenido principal de estas lecturas se refiere a
Dios. En efecto, la fiesta de hoy nos invita a contemplarlo a él, el Señor;
nos invita a subir, en cierto sentido, al "monte", como hizo Moisés. A
primera vista esto parece alejarnos del mundo y de sus problemas, pero en
realidad se descubre que precisamente conociendo a Dios más de cerca se
reciben también las indicaciones fundamentales para nuestra vida: como
sucedió a Moisés que, al subir al Sinaí y permanecer en la presencia de
Dios, recibió la ley grabada en las tablas de piedra, en las que el pueblo
encontró una guía para seguir adelante, para encontrar la libertad y para
formarse como pueblo en libertad y justicia. Del nombre de Dios depende
nuestra historia; de la luz de su rostro depende nuestro camino.
De esta realidad de Dios, que él mismo nos ha dado a conocer
revelándonos su "nombre", es decir, su rostro, deriva una imagen
determinada de hombre, a saber, el concepto de persona. Si Dios es unidad
dialogal, ser en relación, la criatura humana, hecha a su imagen y
semejanza, refleja esa constitución. Por tanto, está llamada a realizarse en
el diálogo, en el coloquio, en el encuentro. Es un ser en relación.
En particular, Jesús nos reveló que el hombre es esencialmente "hijo",
criatura que vive en relación con Dios Padre, y, así, en relación con todos
sus hermanos y hermanas. El hombre no se realiza en una autonomía
absoluta, creyendo erróneamente ser Dios, sino, al contrario,
reconociéndose hijo, criatura abierta, orientada a Dios y a los hermanos,
en cuyo rostro encuentra la imagen del Padre común.
Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la
base de un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de
sociedad. Es un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa,
jurídica, institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales.
Un modelo de humanidad como familia, transversal a todas las
civilizaciones, que los cristianos expresamos afirmando que todos los
hombres son hijos de Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se
trata de una verdad que desde el principio está detrás de nosotros y, al
mismo tiempo, está permanentemente delante de nosotros, como un
proyecto al que siempre debemos tender en toda construcción social.
El magisterio de la Iglesia, que se ha desarrollado precisamente a partir
de esta visión de Dios y del hombre, es muy rico. Basta recorrer los
capítulos más importantes de la doctrina social de la Iglesia, a la que han
dado aportaciones sustanciales mis venerados predecesores, de modo
especial en los últimos ciento veinte años, haciéndose intérpretes
autorizados y guías del movimiento social de inspiración cristiana.
Aquí quiero mencionar sólo la reciente Nota pastoral del Episcopado
italiano "Regenerados para una esperanza viva: testigos del gran "sí" de
Dios al hombre", del 29 de junio de 2007. Esta Nota propone dos
prioridades: ante todo, la opción del "primado de Dios": toda la vida y
obra de la Iglesia dependen de poner a Dios en el primer lugar, pero no a
un Dios genérico, sino al Señor, con su nombre y su rostro, al Dios de la
alianza, que hizo salir al pueblo de la esclavitud de Egipto, resucitó a
219
Cristo de entre los muertos y quiere llevar a la humanidad a la libertad en
la paz y en la justicia.
La otra opción es la de poner en el centro a la persona y la unidad de
su existencia, en los diversos ámbitos en los que se realiza: la vida
afectiva, el trabajo y la fiesta, su propia fragilidad, la tradición, la
ciudadanía. El Dios uno y trino y la persona en relación: estas son las dos
referencias que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a todas las
generaciones humanas, como servicio para la construcción de una
sociedad libre y solidaria. Ciertamente, la Iglesia lo hace con su doctrina,
pero sobre todo mediante el testimonio, que por algo es la tercera opción
fundamental del Episcopado italiano: testimonio personal y comunitario,
en el que convergen vida espiritual, misión pastoral y dimensión cultural.
En una sociedad que tiende a la globalización y al individualismo, la
Iglesia está llamada a dar el testimonio de la koinonía, de la comunión.
Esta realidad no viene "de abajo", sino de un misterio que, por decirlo así,
tiene sus "raíces en el cielo", precisamente en Dios uno y trino. Él, en sí
mismo, es el diálogo eterno de amor que en Jesucristo se nos ha
comunicado, que ha entrado en el tejido de la humanidad y de la historia,
para llevarlas a la plenitud.
He aquí precisamente la gran síntesis del concilio Vaticano II: La
Iglesia, misterio de comunión, "es en Cristo como un sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano" (Lumen gentium, 1). También aquí, en esta gran ciudad, al igual
que en su territorio, la comunidad eclesial, con sus diversos problemas
humanos y sociales, hoy como ayer es ante todo el signo, pobre pero
verdadero, de Dios Amor, cuyo nombre está impreso en el ser profundo de
toda persona y en toda experiencia de auténtica sociabilidad y solidaridad.
Después de estas reflexiones, queridos hermanos, os dejo algunas
exhortaciones particulares. Cuidad la formación espiritual y catequística,
una formación "sustanciosa", más necesaria que nunca para vivir bien la
vocación cristiana en el mundo de hoy. Lo digo a los adultos y a los
jóvenes: cultivad una fe pensada, capaz de dialogar en profundidad con
todos, con los hermanos no católicos, con los no cristianos y los no
creyentes. Ayudad generosamente a los pobres y los débiles, según la
praxis originaria de la Iglesia, inspirándoos siempre y sacando fuerza de la
Eucaristía, fuente perenne de la caridad.
Animo con afecto especial a los seminaristas y a los jóvenes
implicados en un camino vocacional: no tengáis miedo; más aún, sentid el
atractivo de las opciones definitivas, de un itinerario formativo serio y
exigente. Sólo el alto grado del discipulado fascina y da alegría. Exhorto a
todos a crecer en la dimensión misionera, que es co-esencial para la
comunión, pues la Trinidad es, al mismo tiempo, unidad y misión: cuanto
más intenso sea el amor, tanto más fuerte será el impulso a extenderse, a
dilatarse, a comunicarse.
Iglesia de Génova, mantente unida y sé misionera, para anunciar a
todos la alegría de la fe y la belleza de ser familia de Dios. Mi
pensamiento se extiende a la ciudad entera, a todos los genoveses y a
220
cuantos viven y trabajan en este territorio. Queridos amigos, mirad al
futuro con confianza y esforzaos por construirlo juntos, evitando
sectarismos y particularismos, poniendo el bien común por encima de los
intereses particulares, por más legítimos que sean.
Quiero concluir con un deseo que tomo también de la estupenda
oración de Moisés que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor
camine siempre en medio de vosotros y haga de vosotros su herencia (cf.
Ex 34, 9). Que os lo obtenga la intercesión de María santísima, a la que los
genoveses, tanto en la patria como en el mundo entero, invocan como
Virgen de la Guardia. Que con su ayuda y con la de los santos patronos de
vuestra amada ciudad y región, vuestra fe y vuestras obras sean siempre
para alabanza y gloria de la santísima Trinidad. Siguiendo el ejemplo de
los santos de esta tierra, sed una comunidad misionera: a la escucha de
Dios y al servicio de los hombres. Amén

JÓVENES: ELEGID BIEN, NO ARRUINÉIS EL FUTURO


20080518. Discurso. Jóvenes. Génova
También os agradezco vuestro entusiasmo, que siempre debe
caracterizar vuestra alma, no sólo en los años de la juventud, llenos de
expectativas y sueños, sino siempre, incluso cuando hayan pasado los años
de la juventud y comencéis a vivir otras etapas de vuestra vida. Pero en el
corazón todos debemos seguir siendo jóvenes. Es hermoso ser jóvenes.
Hoy todos quieren ser jóvenes, permanecer jóvenes, y se disfrazan de
jóvenes, aunque el tiempo de la juventud haya pasado de manera visible.
Me pregunto —he reflexionado—: ¿por qué es hermoso ser joven?
¿Por qué el sueño de la juventud perenne? Me parece que son dos los
elementos determinantes. La juventud tiene todavía el futuro por delante;
todo es futuro, tiempo de esperanza. El futuro está lleno de promesas.
Para ser sinceros, debemos decir que para muchos el futuro también se
presenta oscuro, sembrado de amenazas. Hay incertidumbre: ¿encontraré
un puesto de trabajo?, ¿encontraré una vivienda?, ¿encontraré el amor?,
¿cuál será mi verdadero futuro?
Y ante estas amenazas, el futuro también puede presentarse como un
gran vacío. Por eso, hoy muchos quieren detener el tiempo, por miedo a
un futuro en el vacío. Quieren aprovechar al máximo inmediatamente
todas las bellezas de la vida. Y así el aceite en la lámpara se consuma
cuando la vida debería comenzar. Por eso es importante elegir las
verdaderas promesas, que abren al futuro, incluso con renuncias. Quien ha
elegido a Dios, incluso en la vejez tiene ante sí un futuro sin fin y sin
amenazas.
Por tanto, es importante escoger bien, no arruinar el futuro. Y la
primera opción fundamental debe ser Dios, Dios revelado en su Hijo
Jesucristo. A la luz de esta opción, que nos ofrece al mismo tiempo una
compañía para el camino, una compañía fiable, que no nos abandona
221
nunca, se encuentran los criterios para las demás opciones necesarias. Ser
joven implica ser bueno y generoso. Y la bondad en persona es Jesucristo,
el Jesús que conocéis o que busca vuestro corazón. Él es el Amigo que no
traiciona nunca, fiel hasta la entrega de su vida en la cruz. Rendíos a su
amor.
Como lleváis escrito en vuestras camisetas preparadas para este
encuentro: "Liberaos" gracias a Jesús, porque sólo él puede libraros de
vuestras preocupaciones y de vuestros temores, y colmar vuestras
expectativas. Él dio su vida por nosotros, por cada uno de nosotros.
¿Podría defraudar vuestra confianza? ¿Podría llevaros por senderos
equivocados? Sus caminos son caminos de vida, llevan a los pastos del
alma, aunque sean escarpados y difíciles.
Queridos amigos, os invito a cultivar la vida espiritual. Jesús dijo: "Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese
da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).
Jesús no hace juegos de palabras; es claro y directo. Todos le entienden y
toman posición. La vida del alma es encuentro con él, Rostro concreto de
Dios. Es oración silenciosa y perseverante, es vida sacramental, es
Evangelio meditado, es acompañamiento espiritual, es pertenencia cordial
a la Iglesia, a vuestras comunidades eclesiales.
Pero ¿cómo se puede amar, entrar en amistad con alguien a quien no se
conoce? El conocimiento impulsa al amor y el amor estimula el
conocimiento. Así sucede también con Cristo. Para encontrar el amor con
Cristo, para encontrarlo realmente como compañero de nuestra vida, ante
todo debemos conocerlo. Como los dos discípulos que lo siguen después
de escuchar las palabras del Bautista y le dicen tímidamente: "Rabbí,
¿dónde vives?" (Jn 1, 38), quieren conocerlo de cerca.
Es el mismo Jesús quien, hablando con los discípulos, distingue:
"¿Quién dice la gente que soy yo?" (cf. Mt 16, 13), refiriéndose a los que
lo conocen de lejos, por decirlo así "de segunda mano". "Y vosotros
¿quién decís que soy yo?", refiriéndose a los que lo conocen "de primera
mano", habiendo vivido con él, habiendo entrado realmente en su vida
personalísima hasta convertirse en testigos de su oración, de su diálogo
con el Padre.
Así, es importante que tampoco nosotros nos limitemos a la
superficialidad de tantos que escucharon algo acerca de él: que era una
gran personalidad, etc..., sino que entremos en una relación personal para
conocerlo realmente. Y esto exige el conocimiento de la Escritura, sobre
todo de los Evangelios, donde el Señor habla con nosotros. Estas palabras
no siempre son fáciles, pero entrando en ellas, entrando en diálogo,
llamando a la puerta de las palabras, diciendo al Señor: "Ábreme",
encontramos realmente palabras de vida eterna, palabras vivas para hoy,
tan actuales como lo fueron en aquel momento y como lo serán en el
futuro.
Este coloquio con el Señor en la Escritura no debe ser nunca un
coloquio individual; ha de hacerse en comunión, en la gran comunión de
la Iglesia, donde Cristo está siempre presente, en la comunión de la
222
liturgia, del encuentro personalísimo de la sagrada Eucaristía y del
sacramento de la Reconciliación, donde el Señor me dice: "Te perdono".
Un camino muy importante es también ayudar a los pobres, a los
necesitados, tener tiempo para los demás. Hay muchas dimensiones para
entrar en el conocimiento de Jesús. Naturalmente están también las vidas
de los santos. Tenéis numerosos santos aquí, en Liguria, en Génova, que
nos ayudan a encontrar el verdadero rostro de Jesús. Sólo así, conociendo
personalmente a Jesús, podemos también comunicar esta amistad nuestra a
los demás; podemos superar la indiferencia. Porque, aunque parezca
invencible —en efecto, a veces, la indiferencia da la impresión de no
necesitar a Dios—, en realidad, todos saben qué les falta en su vida.
Sólo cuando descubren a Jesús caen en la cuenta: "Esto era lo que yo
esperaba". Y nosotros, cuanto más amigos seamos de Jesús, tanto más
podremos abrir el corazón a los demás, para que también ellos sean
realmente jóvenes, es decir para que tengan ante sí un gran futuro.
Al final de este encuentro tendré la alegría de entregar el Evangelio a
algunos de vosotros como signo de un mandato misionero. Id, queridos
jóvenes, a los ambientes de vida, a vuestras parroquias, a los barrios más
difíciles, a los caminos. Anunciad a Cristo, el Señor, esperanza del mundo.
El hombre, cuanto más se aleja de Dios, su Fuente, tanto más se extravía;
la convivencia humana se hace difícil, y la sociedad se disgrega.
Estad unidos entre vosotros, ayudaos a vivir y a crecer en la fe y en la
vida cristiana, para que podáis ser testigos intrépidos del Señor. Estad
unidos, pero no cerrados. Sed humildes, pero no tímidos. Sed sencillos,
pero no ingenuos. Sed sensatos, pero no complicados. Entrad en diálogo
con todos, pero sed vosotros mismos. Permaneced en comunión con
vuestros pastores: son ministros del Evangelio, de la divina Eucaristía, del
perdón de Dios. Para vosotros son padres y amigos, compañeros de
camino. Los necesitáis y ellos os necesitan, todos os necesitamos.
Cada uno de vosotros, queridos jóvenes, si permanece unido a Cristo y
a la Iglesia, puede realizar grandes cosas. Este es el deseo que formulo
para vosotros y que os dejo como consigna.
Os encomiendo a la Virgen María, modelo de disponibilidad y de
humilde valentía para aceptar la misión del Señor. Aprended de ella a
hacer de vuestra vida un "sí" a Dios. Así Jesús vendrá a habitar en
vosotros, y lo llevaréis con alegría a todos.

CONFIAR, ORAR Y CRECER EN SANTIDAD


20080518. Discurso. Cabildo y religiosos. Génova
En particular, quisiera señalaros como ejemplo al apóstol san Pablo,
cuyo jubileo especial nos disponemos a celebrar con ocasión del
bimilenario de su nacimiento. Convertido a Cristo en el camino de
Damasco, se dedicó totalmente a la causa del Evangelio. Por Cristo
afrontó pruebas de todo tipo, y permaneció fiel a él hasta sacrificar su
vida. Al llegar al final de su peregrinación terrena, escribió así a su fiel
discípulo Timoteo: "Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el
223
momento de mi partida es inminente. He competido en la noble
competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe" (2
Tm 4, 6-7). Cada uno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, debería
poder decir lo mismo en el último día de su vida. Para que esto suceda —y
es lo que el Señor espera de sus amigos—, es preciso que cultivemos el
mismo espíritu misionero que animó a san Pablo, con una constante
formación espiritual, ascética y pastoral. Sobre todo, es necesario que nos
convirtamos en "especialistas" en la escucha de Dios y en ejemplos
creíbles de una santidad que se traduzca en fidelidad al Evangelio, sin
ceder al espíritu del mundo.
Os agradezco en particular a vosotros, personas consagradas, vuestra
presencia. Es una presencia antigua y siempre nueva, a pesar de que ha
disminuido en número y fuerzas. Pero tened confianza: nuestros tiempos
son diferentes a los de Dios y su Providencia. Es necesario orar y crecer
en la santidad personal y comunitaria. El Señor provee. Os ruego que
nunca os consideréis como si estuvierais en el "ocaso" de la vida: Cristo es
el alba perenne, nuestra luz.
Continuad vuestras obras, pero, sobre todo, vuestra presencia.
Os recomiendo sobre todo la educación de los muchachos y los
jóvenes. Como sabéis, el desafío educativo es el más urgente, porque sin
una auténtica educación del hombre no se va lejos. Y todos vosotros,
aunque de diversos modos, tenéis una experiencia educativa histórica.
Debemos ayudar a los padres en su extraordinaria y difícil misión
educativa; debemos ayudar a las parroquias y a los grupos; debemos
continuar, incluso con grandes sacrificios, las escuelas católicas, gran
tesoro de la comunidad cristiana y verdadero recurso para el país.
La larga tradición espiritual de Génova cuenta con seis Papas, de los
cuales recuerdo sobre todo a Benedicto XV de venerada memoria, el Papa
de la paz. En la encíclica Humani generis redemptionem escribió que "lo
que hace a la palabra humana capaz de beneficiar a las almas es la gracia
de Dios". No olvidemos nunca que lo que nos une a todos es el hecho de
estar llamados a anunciar juntos la alegría de Cristo y la belleza de la
Iglesia. Esta alegría y esta belleza, que provienen del Espíritu, son don y
signo de la presencia de Dios en nuestra alma.
Para ser testigos y heraldos del mensaje salvífico no podemos contar
sólo con nuestras energías humanas. La fidelidad de Dios es la que
estimula y conforma nuestra fidelidad a él; por eso, dejémonos guiar por
el Espíritu de verdad y de amor.

EL SIGNIFICADO ESPECÍFICO DEL CORPUS CHRISTI


20080522. Homilía. Letrán, Roma
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la
Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la
Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos
hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima
Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
224
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo
y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que
estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante
todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en
su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el
Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que
comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina
en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos
postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por
nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que
sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es
lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que
en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los
cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y
resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la
celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que
llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo
obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se
constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era
uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del
apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: "Ya no hay
judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). "Todos vosotros sois uno".
En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución
cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se
experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la
presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas
políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a
personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto
público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde,
no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos
encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos
en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos
unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de
clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para
convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios,
la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la
Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del
particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido
opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser
cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la
presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la
realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la
225
santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es
el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos
libra de nuestras "parálisis", nos levanta y nos hace "pro-cedere", es decir,
nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en
camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta
Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y
había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le
puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come —le dijo—,
porque el camino es demasiado largo para ti" (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos
quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a
levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios
nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el
éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos
ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es
constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el
hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3) es una
afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre.
Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es
Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el
Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la
peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como
sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el
camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no
basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el
"progreso", si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del
camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más
rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado
solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar juntamente
con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la
senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del
"Decálogo", los diez mandamientos, donde está escrito: "Yo, el Señor, soy
tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre.
No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). Aquí
encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi:
arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que
se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las
idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de
libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante
ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos
arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y
creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el
mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3,
16).
226
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre,
como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha
arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo
de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra
realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso
universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la
existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración
y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se
alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel
ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos
libera y nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo
nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo
especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos
por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti,
Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en
abundancia. Amén.

OS HARÉ SALIR DE VUESTRAS TUMBAS


20080523. Misa en sufragio del card. Bernardin Gantin
"Profetiza. Les dirás: He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré
salir de vuestras tumbas" (Ez 37, 12). Estas palabras tomadas del libro del
profeta Ezequiel nos llenan de esperanza.
Al pueblo oprimido y desanimado, abrumado por los sufrimientos del
exilio, el Señor le anuncia la restauración de Israel. El profeta evoca una
escena grandiosa, anunciando la intervención decisiva de Dios en la
historia de los hombres, una intervención que supera todo lo
humanamente posible. Cuando nos sentimos cansados, impotentes y
desalentados ante la realidad que nos oprime; cuando nos sentimos
tentados de ceder a la desilusión e incluso a la desesperación; cuando el
hombre se reduce a un cúmulo de "huesos secos", es entonces el momento
de la esperanza "contra toda esperanza" (cf. Rm 4, 18).
La verdad que la palabra de Dios recuerda con fuerza es que nada ni
nadie, ni siquiera la muerte, puede resistir a la omnipotencia de su amor
fiel y misericordioso. Esta es nuestra fe, fundada en la resurrección de
Cristo; esta es la consoladora seguridad que nos da el Señor, el cual nos
repite también hoy: "Sabréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros
sepulcros y os haga salir de vuestras tumbas (...). Infundiré mi espíritu en
vosotros y viviréis" (Ez 37, 13-14).
Repasando, aunque sea rápidamente, la biografía del cardenal Gantin,
viene a la mente la afirmación de san Pablo que acabamos de escuchar en
la segunda lectura: "Para mí la vida es Cristo; y la muerte, una ganancia"
(Flp 1, 21). El Apóstol ve su existencia a la luz del mensaje de Cristo,
porque fue totalmente "aferrado, conquistado" por él (cf. Flp 3, 12).
227
Podemos decir que también este amigo y hermano nuestro, al que hoy
rendimos con gratitud nuestro homenaje, estuvo impregnado de amor a
Cristo; un amor que lo hacía amable y disponible a la escucha y al diálogo
con todos; un amor que lo impulsaba a buscar siempre, como solía repetir,
lo esencial de la vida que dura, sin perderse en lo contingente, que por el
contrario pasa rápidamente; un amor que le hacía percibir su papel en las
diversas oficinas de la Curia como un servicio sin ambiciones humanas.
El tema eucarístico vuelve en la página evangélica proclamada en esta
asamblea litúrgica. San Juan recuerda que sólo comiendo "la carne" y
bebiendo "la sangre" de Cristo podemos permanecer en él y él en nosotros
(cf. Jn 6, 56).
En el ministerio pastoral del cardenal Gantin se manifestó su constante
amor a la Eucaristía, manantial de santidad personal y de sólida comunión
eclesial, que tiene en el Sucesor de Pedro su fundamento visible. Y
precisamente en esta basílica, al celebrar su última santa misa antes de
abandonar Roma, puso de relieve la unidad que la Eucaristía crea en la
Iglesia. En su homilía citó la célebre frase del obispo africano san
Cipriano de Cartago, grabada en la cúpula: "Desde aquí brilla para el
mundo la única fe; de aquí brota la unidad del sacerdocio". Este podría ser
el mensaje que nos deja el venerado cardenal Gantin como su testamento
espiritual.
Que sea la Virgen quien lo entregue a las manos misericordiosas del
Padre celestial y lo introduzca con alegría en la "casa del Señor", hacia la
cual todos nos encaminamos.

EL VALOR FINAL DE LA COMUNICACIÓN: SU VERACIDAD


20080523. Discurso. Congreso
Las distintas formas de comunicación —diálogo, oración, enseñanza,
testimonio, proclamación— y sus diversos instrumentos —prensa,
electrónica, artes visuales, música, voz, gestos y contacto— son
manifestaciones de la naturaleza fundamental de la persona humana. La
comunicación revela a la persona, crea relaciones auténticas y comunidad,
y permite a los seres humanos madurar en conocimiento, sabiduría y amor.
Sin embargo, la comunicación no es sólo producto de una mera y fortuita
casualidad, o de nuestras capacidades humanas. A la luz del mensaje
bíblico, refleja más bien nuestra participación en el Amor trinitario
creativo, comunicativo y unificador, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Dios nos ha creado para estar unidos a él, y nos ha dado el don y la
tarea de la comunicación, porque quiere que obtengamos esta unión, no
solos, sino a través de nuestro conocimiento, nuestro amor y nuestro
servicio a él y a nuestros hermanos y hermanas, en una relación
comunicativa y amorosa.
Es evidente que en el centro de cualquier reflexión seria sobre la
naturaleza y la finalidad de las comunicaciones humanas debe estar un
compromiso con las cuestiones relativas a la verdad. Un comunicador
puede intentar informar, educar, entretener, convencer, consolar, pero el
228
valor final de cualquier comunicación reside en su veracidad. En una de
las primeras reflexiones sobre la naturaleza de la comunicación, Platón
subrayó los peligros de cualquier tipo de comunicación que busque
promover los objetivos y los propósitos del comunicador o de aquellos
para quienes trabaja sin considerar la verdad de cuanto se comunica.
También vale la pena recordar la sabia definición de orador que dio Catón
el Viejo: vir bonus dicendi peritus, un hombre bueno y honesto, hábil para
comunicar.
El arte de la comunicación, por su naturaleza, está vinculado a un valor
ético, a las virtudes que son el fundamento de la moral. A la luz de esa
definición, os aliento, como educadores, a que alimentéis y recompenséis
la pasión por la verdad y la bondad que siempre es fuerte en los jóvenes.
Ayudadles a dedicarse plenamente a la búsqueda de la verdad. Pero
enseñadles también que su pasión por la verdad, que también puede
servirse de cierto escepticismo metodológico, especialmente en cuestiones
de interés público, no debe distorsionarse ni convertirse en un cinismo
relativista según el cual se rechace o ignore habitualmente cualquier
apelación a la verdad y a la belleza.
Os aliento a poner mayor atención en los programas académicos del
ámbito de los medios de comunicación social, en especial en las
dimensiones éticas de la comunicación entre las personas, en un período
en el que el fenómeno de la comunicación está ocupando un lugar cada
vez mayor en todos los contextos sociales. Es importante que esta
formación jamás se considere como un simple ejercicio técnico o como
mero deseo de dar informaciones; conviene que sea principalmente una
invitación a promover la verdad en la información y a hacer reflexionar a
nuestros contemporáneos sobre los acontecimientos, a fin de ser
educadores de los hombres de hoy y construir un mundo mejor. También
es necesario promover la justicia y la solidaridad, y respetar en toda
circunstancia el valor y la dignidad de cada persona, que tiene derecho a
no ser ofendida en lo que concierne a su vida privada.
Sería una tragedia para el futuro de la humanidad si los nuevos
instrumentos de comunicación, que permiten compartir el conocimiento y
la información de manera más rápida y eficaz, no fueran accesibles a los
que ya están marginados económica y socialmente, o sólo contribuyeran a
agrandar la distancia que separa a estas personas de las nuevas redes que
se están desarrollando al servicio de la socialización humana, la
información y el aprendizaje. Por otro lado, sería igualmente grave que la
tendencia globalizante en el mundo de las comunicaciones debilitara o
eliminara las costumbres tradicionales y las culturas locales, de manera
especial las que han logrado fortalecer los valores familiares y sociales, el
amor, la solidaridad y el respeto a la vida.
En estos días estáis examinando la cuestión de la identidad de una
Universidad o de una escuela católica. Al respecto os recuerdo que esta
identidad no es sólo una cuestión de número de alumnos católicos; es
sobre todo una cuestión de convicción: se trata de creer verdaderamente
que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
229
encarnado. La consecuencia es que la identidad católica está en primer
lugar en la decisión de encomendarse uno mismo —inteligencia y
voluntad, mente y corazón— a Dios. Como expertos en la teoría y en la
práctica de la comunicación, y como educadores que están formando una
nueva generación de comunicadores, desempeñáis un papel privilegiado
no sólo en la vida de vuestros alumnos, sino también en la misión de
vuestras Iglesias locales y de sus pastores para dar a conocer la buena
nueva del amor de Dios a todas las personas.

CORPUS CHRISTI: DIOS SE HIZO GRANO DE TRIGO


20080525. Angelus.
En Italia y en diversos países se celebra hoy la solemnidad del Corpus
Christi. Es la fiesta de la Eucaristía, don maravilloso de Cristo, que en la
última Cena quiso dejarnos el memorial de su Pascua, el sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre, prenda de su inmenso amor por nosotros.
Hace una semana, nuestra mirada se centraba en el misterio de la
santísima Trinidad; hoy, estamos invitados a fijarla en la Hostia santa: es
Dios mismo, es el Amor mismo. Esta es la belleza de la verdad cristiana:
el Creador y Señor de todas las cosas se hizo "grano de trigo" para ser
sembrado en nuestra tierra, en los surcos de nuestra historia; se hizo pan
para ser partido, compartido, comido; se hizo nuestro alimento para darnos
la vida, su misma vida divina. Nació en Belén, que en hebreo significa
"Casa del pan"; y, cuando comenzó a predicar a las multitudes, reveló que
el Padre lo había mandado al mundo como "pan vivo, bajado del cielo",
como "pan de vida".
La Eucaristía es escuela de caridad y solidaridad. Quien se alimenta
del Pan de Cristo no puede permanecer indiferente ante quienes, también
en nuestros días, carecen del pan de cada día. Muchos padres de familia a
duras penas logran conseguirlo para sí y para sus hijos. Es un problema
cada vez más urgente, que la comunidad internacional no logra resolver
del todo. La Iglesia no sólo reza: "danos hoy nuestro pan de cada día",
sino que, siguiendo el ejemplo de su Señor, se compromete de todos los
modos posibles a "multiplicar los cinco panes y los dos peces" con
innumerables iniciativas de promoción humana y de comunión, para que a
nadie le falte lo necesario para vivir.
Queridos hermanos y hermanas, que la fiesta del Corpus Christi sea
una ocasión para incrementar esta atención concreta a los hermanos,
especialmente a los pobres. Que nos obtenga esta gracia la Virgen María,
cuya carne y sangre tomó el Hijo de Dios, como repetimos en un célebre
himno eucarístico, al que pusieron música los más grandes compositores:
"Ave verum corpus, natum de Maria Virgine", y que concluye con la
invocación: "O Iesu dulcis, o Iesu pie, o Iesu fili Mariae!".
María, que, al llevar en su seno a Jesús, fue el "sagrario" vivo de la
Eucaristía, nos comunique su misma fe en el santo misterio del Cuerpo y
la Sangre de su Hijo divino, para que sea verdaderamente el centro de
nuestra vida.
230
EL PROBLEMA FUNDAMENTAL DEL HOMBRE: DIOS
20080529. Discurso. Conferencia Episcopal Italiana
Ante todo, deseo felicitaros por haber centrado vuestros trabajos en la
reflexión sobre cómo favorecer el encuentro de los jóvenes con el
Evangelio y, por tanto, en concreto, sobre las cuestiones fundamentales de
la evangelización y la educación de las nuevas generaciones. En Italia,
como en muchos otros países, se constata claramente lo que podemos
definir una verdadera "emergencia educativa". En efecto, cuando en una
sociedad y en una cultura marcadas por un relativismo invasor y a menudo
agresivo parecen faltar las certezas fundamentales, los valores y las
esperanzas que dan sentido a la vida, se difunde fácilmente, tanto entre los
padres como entre los maestros, la tentación de renunciar a su tarea y,
antes incluso, el riesgo de no comprender ya cuál es su papel y su misión.
Así, los niños, los adolescentes y los jóvenes, aun rodeados de muchas
atenciones y protegidos quizá excesivamente contra las pruebas y las
dificultades de la vida, al final se sienten abandonados ante los grandes
interrogantes que surgen inevitablemente en su interior, al igual que ante
las expectativas y los desafíos que se perfilan en su futuro. Para nosotros,
los obispos, para nuestros sacerdotes, para los catequistas y para toda la
comunidad cristiana, la emergencia educativa asume un aspecto muy
preciso: el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.
También aquí, en cierto sentido especialmente aquí, debemos tener en
cuenta los obstáculos que plantea el relativismo: una cultura que pone a
Dios entre paréntesis y desalienta cualquier opción verdaderamente
comprometedora y, en particular, las opciones definitivas, para privilegiar
en cambio, en los diversos ámbitos de la vida, la afirmación de sí mismos
y las satisfacciones inmediatas.
Para afrontar estas dificultades, el Espíritu Santo ya ha suscitado en la
Iglesia muchos carismas y energías evangelizadoras, particularmente
presentes y activas en el catolicismo italiano. Los obispos tenemos el
deber de acoger con alegría estas nuevas fuerzas, sostenerlas, favorecer su
maduración, guiarlas y dirigirlas de modo que se mantengan siempre
dentro del gran cauce de la fe y de la comunión eclesial.
Además, debemos dar un perfil más marcado de evangelización a las
numerosas formas y ocasiones de encuentro y de presencia que todavía
tenemos con el mundo juvenil, en las parroquias, en los oratorios, en las
escuelas —de modo especial, en las escuelas católicas—, y en muchos
otros lugares de agrupación. Tienen mayor importancia, obviamente, las
relaciones personales, y en especial la confesión sacramental y la
dirección espiritual. Cada una de estas ocasiones es una posibilidad que se
nos concede para mostrar a nuestros muchachos y jóvenes el rostro del
Dios que es el verdadero amigo del hombre.
Asimismo, las grandes citas, como la que vivimos en septiembre del
año pasado en Loreto y la que viviremos en julio en Sydney, donde estarán
presentes también muchos jóvenes italianos, son la expresión comunitaria,
pública y festiva de la esperanza, del amor y de la confianza en Cristo y en
231
la Iglesia, que siguen arraigados en el alma de los jóvenes. Por tanto, estas
citas recogen el fruto de nuestro trabajo pastoral diario y, al mismo
tiempo, ayudan a respirar a pleno pulmón la universalidad de la Iglesia y
la fraternidad que debe unir a todas las naciones.
También en un contexto social más amplio, precisamente la actual
emergencia educativa incrementa la demanda de una educación que sea
verdaderamente tal; por tanto, en concreto, la demanda de educadores que
sepan ser testigos creíbles de las realidades y de los valores sobre los
cuales es posible construir tanto la existencia personal como proyectos de
vida comunes y compartidos.
Esta demanda, que viene del cuerpo social e implica a los muchachos y
a los jóvenes, al igual que a los padres y a los demás educadores,
constituye de por sí la premisa y el inicio de un itinerario de
redescubrimiento y reactivación que, con formas adecuadas a los tiempos
actuales, ponga de nuevo en el centro la formación plena e integral de la
persona humana.
Ante todo debemos decir y testimoniar con franqueza a nuestras
comunidades eclesiales y a todo el pueblo italiano que, aunque son
muchos los problemas por afrontar, el problema fundamental del hombre
de hoy sigue siendo el problema de Dios. Ningún otro problema humano y
social podrá resolverse verdaderamente si Dios no vuelve a ocupar el
centro de nuestra vida. Solamente así, a través del encuentro con el Dios
vivo, manantial de la esperanza que nos cambia desde dentro y no
defrauda (cf. Rm 5, 5), es posible recuperar una confianza fuerte y segura
en la vida, y dar consistencia y vigor a nuestros proyectos de bien.
«Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica,
vosotros estáis llamados también a participar en el intercambio de ideas en
la esfera pública, para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas»
(Homilía durante la celebración de las Vísperas, 16 de abril de 2008:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de abril de 2008,
p. 8).
Por tanto, en el marco de una laicidad sana y bien entendida, es preciso
resistir contra cualquier tendencia a considerar la religión, y en particular
el cristianismo, como un hecho solamente privado; al contrario, las
perspectivas que surgen de nuestra fe pueden dar una contribución
fundamental a la aclaración y solución de los mayores problemas sociales
y morales de Italia y de la Europa de hoy.
Así pues, hacéis bien en dedicar gran atención a la familia fundada en
el matrimonio, para promover una pastoral adecuada a los desafíos que
debe afrontar hoy, para incentivar la consolidación de una cultura
favorable, y no hostil, a la familia y a la vida, así como para solicitar a las
instituciones públicas una política coherente y orgánica, que reconozca el
papel central que desempeña la familia en la sociedad, en particular con
respecto a la generación y educación de los hijos: Italia tiene una
necesidad grande y urgente de esta política.
De igual modo, debe ser fuerte y constante nuestro compromiso en
favor de la dignidad y la defensa de la vida humana en todo momento y
232
condición, desde la concepción y la fase embrionaria, pasando por las
situaciones de enfermedad y sufrimiento, hasta la muerte natural.
Tampoco podemos cerrar los ojos y callar ante las pobrezas, las
dificultades y las injusticias sociales que afligen a gran parte de la
humanidad y que requieren el compromiso generoso de todos, un
compromiso que se extienda también a las personas que, aunque sean
desconocidas, atraviesan situaciones de necesidad.
Naturalmente, la disponibilidad a ayudarles debe manifestarse
respetando las leyes, que garantizan el desarrollo ordenado de la vida
social tanto dentro de un Estado como con respecto a quienes llegan a él
desde el exterior.

LA FIESTA DE LA VISITACIÓN DE MARÍA


20080531. Discurso. Celebración mariana
Celebramos hoy la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen y la
memoria del Inmaculado Corazón de María. Por tanto, todo nos invita a
dirigir con confianza la mirada a María. A ella, también esta noche, nos
hemos dirigido con la antigua y siempre actual práctica piadosa del
rosario. El rosario, cuando no es una repetición mecánica de fórmulas
tradicionales, es una meditación bíblica que nos permite recorrer
nuevamente los acontecimientos de la vida del Señor en compañía de la
santísima Virgen, guardándolos, como ella, en el corazón.
En numerosas comunidades cristianas, durante el mes de mayo existe
la hermosa costumbre de rezar de modo más solemne el santo rosario en
familia y en las parroquias. Quiera Dios que ahora, al terminar el mes, no
cese esta buena costumbre, sino que prosiga con mayor empeño aún para
que, en la escuela de María, la lámpara de la fe brille cada vez más en el
corazón de los cristianos y en sus hogares.
En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el
pasaje del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde
Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel. Imaginemos el estado de
ánimo de la Virgen después de la Anunciación, cuando el ángel se retiró.
María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que
había acontecido algo extraordinariamente único; se daba cuenta de que
había comenzado el último capítulo de la historia de la salvación del
mundo. Pero todo en torno a ella había permanecido como antes, y la
aldea de Nazaret ignoraba totalmente lo que le había sucedido.
Pero en vez de preocuparse por sí misma, María piensa en la anciana
Isabel, porque sabe que su embarazo estaba ya en una fase avanzada.
Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí misma, se
pone en camino y va "aprisa" a prestarle su ayuda. He aquí la grandeza
sencilla y sublime de María.
Cuando llega a la casa de Isabel, tiene lugar un hecho cuya belleza y
profundidad ningún pintor podrá representar jamás perfectamente. La luz
interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada por
el Espíritu, exclama: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de
233
tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En
cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi
vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá" (Lc 1, 42-45).
Estas palabras podrían parecernos desproporcionadas con respecto al
contexto real. Isabel es una de las muchas ancianas de Israel, y María una
muchacha desconocida de una aldea perdida de Galilea. ¿Qué pueden ser
y qué pueden hacer en un mundo en el que cuentan otras personas y otros
poderes? Sin embargo, María nos sorprende una vez más; su corazón es
límpido, totalmente abierto a la luz de Dios; su alma está libre de pecado,
no está agobiada por el orgullo y el egoísmo. Las palabras de Isabel
encienden en su espíritu un cántico de alabanza, que es una auténtica y
profunda lectura "teológica" de la historia: una lectura que debemos
aprender siempre de Aquella cuya fe no tiene sombras ni
resquebrajaduras. "Proclama mi alma la grandeza del Señor". María
reconoce la grandeza de Dios. Este es el sentimiento de fe primero e
indispensable; el sentimiento que da seguridad a la criatura humana y la
libra del miedo, aun en medio de las tormentas de la historia.
Al ir más allá de las apariencias, María "ve" con los ojos de la fe la
obra de Dios en la historia. Por eso es bienaventurada, porque creyó; en
efecto, por la fe acogió la palabra del Señor y concibió al Verbo
encarnado. Su fe le permitió ver que los tronos de los poderosos de este
mundo son todos provisionales, mientras que el trono de Dios es la única
roca que no cambia y no cae. Y su Magníficat, a distancia de siglos y
milenios, sigue siendo la más auténtica y profunda interpretación de la
historia, mientras que las lecturas hechas por tantos sabios de este mundo
han sido desmentidas por los hechos a lo largo de los siglos.
Queridos hermanos y hermanas, volvamos a casa con el Magníficat en
el corazón. Tengamos los mismos sentimientos de alabanza y de acción de
gracias de María hacia el Señor, su fe y su esperanza, su dócil abandono
en manos de la divina Providencia. Imitemos su ejemplo de disponibilidad
y generosidad para servir a los hermanos. En efecto, sólo acogiendo el
amor de Dios y haciendo de nuestra existencia un servicio desinteresado y
generoso al prójimo podremos elevar con alegría un cántico de alabanza al
Señor. Que nos obtenga esta gracia la Virgen, que esta noche nos invita a
encontrar refugio en su Inmaculado Corazón.

SAGRADO CORAZÓN: EL CENTRO DE LA FE Y DE LA VIDA


20080601. Angelus
En este domingo, que coincide con el inicio de junio, me complace
recordar que este mes está dedicado tradicionalmente al Corazón de
Cristo, símbolo de la fe cristiana particularmente apreciado tanto por el
pueblo como por los místicos y teólogos, porque expresa de modo sencillo
y auténtico la "buena nueva" del amor, resumiendo en sí el misterio de la
Encarnación y de la Redención.
234
El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús, tercera y última de las fiestas que siguen al tiempo pascual, después
de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Esta sucesión nos hace
pensar en un movimiento hacia el centro: un movimiento del espíritu, que
Dios mismo guía. En efecto, desde el horizonte infinito de su amor, Dios
quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó
un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar
lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón
humano de Jesús, el Nazareno.
En mi primera encíclica, sobre el tema del amor, el punto de partida
fue precisamente la mirada puesta en el costado traspasado de Cristo, del
que habla san Juan en su evangelio (cf. Jn 19, 37; Deus caritas est, 12). Y
este centro de la fe es también la fuente de la esperanza en la que hemos
sido salvados, esperanza que fue objeto de mi segunda encíclica.
Toda persona necesita tener un "centro" de su vida, un manantial de
verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y
la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en
silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también,
más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los
sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo,
corazón del mundo. Por tanto, os invito a cada uno a renovar durante el
mes de junio vuestra devoción al Corazón de Cristo, valorando también la
tradicional oración de ofrecimiento de la jornada y teniendo presentes las
intenciones que propuse a toda la Iglesia.
La liturgia no sólo nos invita a venerar al Sagrado Corazón de Jesús,
sino también al Inmaculado Corazón de María. Encomendémonos siempre
a ella con gran confianza.

DIÁLOGO EN LA VERDAD Y EN LA CARIDAD:


ORIENTACIONES
20080607. Discurso. Consejo Pontificio Diálogo Interreligioso
En la inauguración de mi pontificado, afirmé que "la Iglesia quiere
seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las
religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad
entera" (Discurso a las delegaciones de diversas Iglesias, 25 de abril de
2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de
2005, p. 2). A través del ministerio de los Sucesores de Pedro, incluyendo
la labor del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso y los
esfuerzos de los Ordinarios locales y del pueblo de Dios en todo el mundo,
la Iglesia sigue acercándose a los seguidores de las diferentes religiones.
De este modo expresa un deseo de encuentro y colaboración en la
verdad y en la libertad. Como dijo mi venerado predecesor el Papa Pablo
VI, la responsabilidad principal de la Iglesia es el servicio a la verdad, "la
verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso
destino, la verdad acerca del mundo. Verdad que buscamos en la palabra
de Dios"(Evangelii nuntiandi,78).
235
Los seres humanos buscan respuestas a algunos de los interrogantes
existenciales fundamentales: ¿Cuál es el origen y el destino de los seres
humanos? ¿Qué es el bien y el mal? ¿Qué aguarda a los seres humanos al
final de su existencia terrena? Todos tienen el deber natural y la obligación
moral de buscar la verdad. Una vez conocida, están obligados a adherirse
a ella y ordenar toda su vida de acuerdo con sus exigencias (cf. Nostra
aetate, 1; Dignitatis humanae, 2).
Queridos hermanos, "caritas Christi urget nos" (2 Co 5, 14). El amor
de Cristo es lo que impulsa a la Iglesia a acercarse a todos los hombres,
sin distinción, más allá de los límites de la Iglesia visible. La fuente de la
misión de la Iglesia es el amor divino. Este amor se revela en Cristo y se
hace presente a través de la acción del Espíritu Santo. Todas las
actividades de la Iglesia han de estar animadas por este amor (cf. Ad
gentes, 2-5; Evangelii nuntiandi, 26; Diálogo y misión, 9).
Así pues, el amor urge a cada creyente a escuchar al otro y a buscar
ámbitos de colaboración. Animo a los interlocutores cristianos en el
diálogo con los seguidores de otras religiones a proponer, no a imponer, la
fe en Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 16). Como
afirmé en mi última encíclica, la fe cristiana nos ha enseñado que "la
verdad, la justicia y el amor no son simplemente ideales, sino realidades
de enorme densidad" (Spes salvi, 39). Para la Iglesia, "la caridad no es una
especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a
otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable
de su propia esencia" (Deus caritas est, 25).
La gran proliferación de encuentros interreligiosos en el mundo actual
requiere discernimiento.
Es importante destacar la necesidad de que estén bien formados
quienes llevan a cabo el diálogo interreligioso, que para ser auténtico debe
ser un itinerario de fe. Por tanto, ¡cuán necesario es que sus promotores
estén bien formados en sus propias creencias y bien informados sobre las
de los demás!

PERSPECTIVAS PARA LA FILOSOFÍA


20080607. Discurso. Simposio Europeo Profesores Universitarios
Es para mí motivo de profunda alegría encontrarme con vosotros, con
ocasión del VI Simposio europeo de profesores universitarios sobre el
tema: "Ensanchar los horizontes de la racionalidad. Perspectivas para la
filosofía".
En continuidad con el encuentro europeo de profesores universitarios
del año pasado, vuestro simposio afronta un tema de gran relevancia
académica y cultural. Deseo expresar mi gratitud al comité organizador
por esta elección que, entre otras cosas, nos permite celebrar el décimo
aniversario de la publicación de la carta encíclica Fides et ratio de mi
amado predecesor el Papa Juan Pablo II.
En aquella ocasión cincuenta profesores de filosofía de las
universidades de Roma, públicas y pontificias, manifestaron su gratitud al
236
Papa con una declaración en la que se reafirmaba la urgencia de la
reactivación del estudio de la filosofía en las universidades y en las
escuelas. Compartiendo dicha preocupación y animando la colaboración
fructuosa entre profesores de diversos ateneos, romanos y europeos, deseo
dirigir a los profesores de filosofía una invitación particular a proseguir
con confianza la investigación filosófica, invirtiendo energías intelectuales
e implicando a las nuevas generaciones en dicho compromiso.
Los acontecimientos que se han sucedido durante los diez años que
han pasado desde la publicación de la encíclica, han delineado con mayor
evidencia el escenario histórico y cultural en el que la investigación
filosófica está llamada a adentrarse. En efecto, la crisis de la modernidad
no es sinónimo de decadencia de la filosofía; al contrario, la filosofía debe
comprometerse en un nuevo itinerario de investigación para comprender
la verdadera naturaleza de semejante crisis (cf. Discurso durante el
encuentro europeo con los profesores universitarios, 23 de junio de 2007)
e identificar nuevas perspectivas hacia las cuales orientarse.
La modernidad, si se la comprende bien, revela una "cuestión
antropológica" que se presenta de modo mucho más complejo y articulado
de lo que sucedía en las reflexiones filosóficas de los últimos siglos, sobre
todo en Europa. Sin restar importancia a los intentos realizados, queda
todavía mucho por investigar y comprender. La modernidad no es un
simple fenómeno cultural, con una fecha histórica determinada; en
realidad, implica un nuevo proyecto, una comprensión más exacta de la
naturaleza del hombre. No es difícil captar en los escritos de autorizados
pensadores contemporáneos una reflexión honrada sobre las dificultades
que impiden la solución de esta crisis prolongada. El crédito que algunos
autores atribuyen a las religiones, y en particular al cristianismo, es un
signo evidente del sincero deseo de que la reflexión filosófica abandone su
autosuficiencia.
Desde el inicio de mi pontificado he escuchado con atención las
peticiones que me hacen los hombres y las mujeres de nuestro tiempo y, a
la luz de esas expectativas, he presentado una propuesta de investigación
que, en mi opinión, puede suscitar interés con vistas a la reactivación de la
filosofía y de su papel insustituible dentro del mundo académico y
cultural. Esa propuesta, que ha sido objeto de vuestra reflexión durante el
simposio, consiste en "ensanchar los horizontes de la racionalidad".
Esto me permite reflexionar sobre ella con vosotros, como entre
amigos que desean realizar un itinerario común de investigación. Parto de
una profunda convicción, que he expresado muchas veces: "La fe
cristiana ha hecho su opción neta: contra los dioses de la religión a favor
del Dios de los filósofos, es decir, contra el mito de la sola costumbre a
favor de la verdad del ser" (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cap.
III). Esta afirmación, que refleja el camino del cristianismo desde sus
albores, resulta plenamente actual en el contexto histórico cultural que
estamos viviendo. En efecto, sólo a partir de dicha premisa, que es
histórica y a la vez teológica, es posible salir al encuentro de las nuevas
expectativas de la reflexión filosófica. También hoy es muy concreto el
237
peligro de que la religión, incluso la cristiana, sea instrumentalizada como
fenómeno subrepticio.
Pero, como recordé en la encíclica Spe salvi, el cristianismo no es sólo
un mensaje informativo, sino performativo (cf. n. 2). Esto significa que
desde siempre la fe cristiana no puede quedar encerrada en el mundo
abstracto de las teorías, sino que debe bajar a una experiencia histórica
concreta, que llegue al hombre en la verdad más profunda de su
existencia. Esta experiencia, condicionada por las nuevas situaciones
culturales e ideológicas, es el lugar que la investigación teológica debe
valorar y sobre el cual es urgente entablar un diálogo fecundo con la
filosofía.
La comprensión del cristianismo como transformación real de la
existencia del hombre, por una parte, impulsa la reflexión filosófica a un
nuevo enfoque de la religión; y, por otra, la estimula a no perder la
confianza de poder conocer la realidad. Por tanto, la propuesta de
"ensanchar los horizontes de la racionalidad" no debe incluirse
simplemente entre las nuevas líneas de pensamiento teológico y filosófico,
sino que debe entenderse como la petición de una nueva apertura a la
realidad a la que está llamada la persona humana en su uni-totalidad,
superando antiguos prejuicios y reduccionismos, para abrirse también así
el camino a una verdadera comprensión de la modernidad.
El deseo de una plenitud de humanidad no puede desatenderse: hacen
falta propuestas adecuadas. La fe cristiana está llamada a afrontar esta
urgencia histórica, implicando a todos los hombres de buena voluntad en
esa empresa. El nuevo diálogo entre fe y razón, que se hace necesario hoy,
no puede llevarse a cabo en los términos y modos como se realizó en el
pasado. Si no quiere reducirse a un estéril ejercicio intelectual, debe partir
de la actual situación concreta del hombre, y desarrollar sobre ella una
reflexión que recoja su verdad ontológico-metafísica.
Queridos amigos, tenéis ante vosotros un camino muy arduo. Ante
todo, es necesario promover centros académicos de perfil elevado, en los
que la filosofía pueda dialogar con las otras disciplinas, en particular con
la teología, favoreciendo nuevas síntesis culturales idóneas para orientar el
camino de la sociedad. La dimensión europea de vuestra reunión en Roma
—provenís de veintiséis países— puede favorecer una confrontación y un
intercambio seguramente fructuosos. Confío en que las instituciones
académicas católicas estén disponibles a la realización de verdaderos
laboratorios culturales. También quiero invitaros a impulsar a los jóvenes
a comprometerse en los estudios filosóficos, favoreciendo oportunas
iniciativas de orientación universitaria. Estoy seguro de que las nuevas
generaciones, con su entusiasmo, responderán generosamente a las
expectativas de la Iglesia y de la sociedad.
Dentro de pocos días tendré la alegría de inaugurar el Año paulino,
durante el cual celebraremos al Apóstol de los gentiles: deseo que esta
singular iniciativa constituya para todos vosotros una ocasión propicia
para redescubrir, tras las huellas del gran Apóstol, la fecundidad histórica
238
del Evangelio y sus extraordinarias potencialidades también para la
cultura contemporánea.

MISERICORDIA QUIERO Y NO SACRIFICIOS


20080608. Angelus
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo está una
expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: «Quiero
amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6,
6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en
el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace
suya, es la vocación de Mateo, de profesión "publicano", es decir,
recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por
eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de
llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los
impuestos —ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio
—, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con
otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (...) No he venido a llamar
a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13). El evangelista san Mateo,
siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este
momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended
lo que significa: "Misericordia quiero y no sacrificios"».
Es tal la importancia de esta expresión del profeta, que el Señor la cita
nuevamente en otro contexto, a propósito de la observancia del sábado (cf.
Mt 12, 1-8). También en este caso, Jesús asume la responsabilidad de la
interpretación del precepto, revelándose como "Señor" de las mismas
instituciones legales. Dirigiéndose a los fariseos, añade: «Si
comprendierais lo que significa: "Misericordia quiero y no sacrificios", no
condenaríais a personas sin culpa» (Mt 12, 7). Por tanto, Jesús, el Verbo
hecho hombre, "se reconoció", por decirlo así, plenamente en este oráculo
de Oseas; lo hizo suyo con todo el corazón y lo realizó con su
comportamiento, incluso a costa de herir la susceptibilidad de los jefes de
su pueblo. Esta palabra de Dios nos ha llegado, a través de los Evangelios,
como una de las síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera
religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al
culto y a la práctica de los preceptos.
Dirigiéndonos ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión
vivir siempre en la alegría de la experiencia cristiana. Que la Virgen,
Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono
filial a Dios, que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer
nuestra la oración que san Agustín formula en un famoso pasaje de sus
Confesiones: «¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis
llagas. Tú eres el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo,
lleno de miseria. (...) Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran
misericordia» (X, 28. 39; 29. 40).
239
JESÚS HA RESUCITADO: EDUCAR EN LA ESPERANZA
20080609. Discurso. Asamblea diocesana de Roma
Después de dedicar durante tres años una atención especial a la
familia, ya desde hace dos años hemos puesto en el centro el tema de la
educación de las nuevas generaciones. Es un tema que implica, ante todo,
a las familias, pero concierne también muy directamente a la Iglesia, a la
escuela y a toda la sociedad. Así tratamos de responder a la "emergencia
educativa", que constituye para todos un desafío grande e ineludible. El
objetivo que nos hemos propuesto para el próximo año pastoral, y sobre el
que reflexionaremos en esta Asamblea, también hace referencia a la
educación, desde la perspectiva de la esperanza teologal, que se alimenta
de la fe y de la confianza en el Dios que en Jesucristo se reveló como el
verdadero amigo del hombre.
Así pues, el tema de esta tarde será: "Jesús ha resucitado: educar en la
esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento". Jesús
resucitado de entre los muertos es verdaderamente el fundamento
indefectible sobre el que se apoya nuestra fe y nuestra esperanza. Lo es
desde el inicio, desde los Apóstoles, que fueron testigos directos de su
resurrección y la anunciaron al mundo a costa de su vida. Lo es hoy y lo
será siempre. Como escribe el apóstol san Pablo en el capítulo 15 de la
primera carta a los Corintios, "si Cristo no resucitó, vana es nuestra
predicación y vana es también vuestra fe" (v. 14); "si solamente para esta
vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de
compasión de todos los hombres" (v. 19).
Os repito a vosotros lo que dije el 19 de octubre de 2006 a la Asamblea
eclesial de Verona: "La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en
la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no
creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra
vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia,
el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el
ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de
Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la
historia y al universo entero" (L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 27 de octubre de 2006, p. 8).
Por tanto, a la luz de Jesús resucitado de entre los muertos podemos
comprender las verdaderas dimensiones de la fe cristiana, como "una
esperanza que transforma y sostiene nuestra vida" (Spe salvi, 10),
liberándonos de los equívocos y de algunas falsas alternativas que a lo
largo de los siglos han restringido y debilitado la proyección de nuestra
esperanza. En concreto, la esperanza de quien cree en el Dios que resucitó
a Jesús de entre los muertos se proyecta completamente hacia la felicidad
y la alegría plena y total que llamamos vida eterna, pero precisamente por
eso impregna, anima y transforma nuestra existencia terrena diaria, da una
orientación y un sentido no efímero a nuestras pequeñas esperanzas así
como a los esfuerzos que realizamos para cambiar y hacer menos injusto
el mundo en que vivimos.
240
De forma análoga, ciertamente la esperanza cristiana atañe de modo
personal a cada uno de nosotros, a la salvación eterna de nuestro yo y a
nuestra vida en este mundo, pero también es esperanza comunitaria,
esperanza para la Iglesia y para toda la familia humana, es decir,
"esencialmente también esperanza para los demás; sólo así es realmente
esperanza también para mí" (ib., 48).
En la sociedad y en la cultura de hoy, y por consiguiente también en
nuestra amada ciudad de Roma, no es fácil vivir bajo el signo de la
esperanza cristiana. En efecto, por una parte, prevalecen actitudes de
desconfianza, desilusión y resignación, que no sólo contradicen la "gran
esperanza" de la fe, sino también las "pequeñas esperanzas" que
normalmente nos confortan en el esfuerzo de alcanzar los objetivos de la
vida diaria. Hay una sensación generalizada de que han pasado ya los
mejores años tanto para Italia como para Europa, y que a las nuevas
generaciones les espera un destino de precariedad e incertidumbre.
Por otra parte, las expectativas de grandes novedades y mejoras se
concentran en las ciencias y las tecnologías, y por consiguiente en las
fuerzas y los descubrimientos del hombre, como si sólo de ellas pudiera
venir la solución de los problemas. Sería insensato negar o minimizar la
enorme aportación de las ciencias y tecnologías a la transformación del
mundo y de nuestras condiciones concretas de vida, pero asimismo sería
miope ignorar que sus progresos también ponen en manos del hombre
enormes posibilidades de mal y que, en cualquier caso, no son las ciencias
y las tecnologías las que pueden dar un sentido a nuestra vida y las que
pueden enseñarnos a distinguir el bien del mal. Por eso, como escribí en la
encíclica Spe salvi, no es la ciencia sino el amor lo que redime al hombre
y esto vale también en el ámbito terreno e intramundano (cf. n. 26).
Así nos acercamos al motivo más profundo y decisivo de la debilidad
de la esperanza en el mundo en que vivimos. En definitiva, este motivo no
es diverso del que indica el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso,
cuando les recuerda que, antes de encontrarse con Cristo, estaban "sin
esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2, 12). Nuestra civilización y
nuestra cultura, que también se encontraron con Cristo ya desde hace dos
mil años y, especialmente aquí en Roma, serían irreconocibles sin su
presencia, sin embargo, con demasiada frecuencia tienden a poner a Dios
entre paréntesis, a organizar la vida personal y social sin él, y también a
considerar que de Dios no se puede conocer nada, o incluso a negar su
existencia.
Pero, cuando se excluye a Dios, ninguna de las cosas que de verdad
nos apremian puede encontrar una colocación estable, todas nuestras
grandes y pequeñas esperanzas se apoyan en el vacío. Por consiguiente, a
fin de "educar en la esperanza", como nos proponemos en esta Asamblea y
en el próximo año pastoral, es necesario ante todo abrir a Dios nuestro
corazón, nuestra inteligencia y toda nuestra vida, para ser así, en medio de
nuestros hermanos, sus testigos creíbles.
En nuestras anteriores Asambleas diocesanas ya hemos reflexionado
sobre las causas de la actual emergencia educativa y sobre las propuestas
241
que pueden ayudar a superarla. Además, en los meses pasados, también a
través de mi carta sobre la tarea urgente de la educación, hemos tratado de
implicar en esta empresa común a toda la ciudad, de modo especial a las
familias y a las escuelas. Por eso, no es necesario volver a tratar ahora
esos aspectos. Más bien, veamos cómo educarnos concretamente en la
esperanza, dirigiendo nuestra atención a algunos "lugares" de su
aprendizaje práctico y de su ejercicio efectivo, que ya señalé en la
encíclica Spe salvi.
Entre esos lugares se encuentra en primer lugar la oración, con la que
nos abrimos y nos dirigimos a Aquel que es el origen y el fundamento de
nuestra esperanza. La persona que ora nunca está totalmente sola, porque
Dios es el único que, en toda situación y en cualquier prueba, siempre
puede escucharla y prestarle ayuda. Con la perseverancia en la oración, el
Señor aumenta nuestro deseo y dilata nuestra alma, haciéndonos más
capaces de acogerlo en nosotros. Por tanto, el modo correcto de orar es un
proceso de purificación interior. Debemos exponernos a la mirada de Dios,
a Dios mismo; así, a la luz del rostro de Dios caen las mentiras y las
hipocresías.
Este exponerse en la oración al rostro de Dios es realmente una
purificación que nos renueva, nos libera y nos abre no sólo a Dios, sino
también a nuestros hermanos. Por consiguiente, es lo opuesto a evadirnos
de nuestras responsabilidades con respecto al prójimo. Al contrario, en la
oración aprendemos a tener el mundo abierto a Dios y a ser ministros de la
esperanza para los demás, porque hablando con Dios vemos a toda la
comunidad de la Iglesia, a la comunidad humana, a todos nuestros
hermanos; así aprendemos la responsabilidad con respecto a los demás y
también la esperanza de que Dios nos ayuda en nuestro camino.
Así pues, educar a orar y aprender "el arte de la oración" de labios del
Maestro divino, como los primeros discípulos que pedían: "Señor,
enséñanos a orar" (Lc 11, 1), es una tarea esencial. Si aprendemos a orar,
aprendemos a vivir; debemos orar cada vez mejor con la Iglesia y con el
Señor en camino para vivir mejor.
Como nos recordaba el amado siervo de Dios Juan Pablo II en la carta
apostólica Novo millennio ineunte, "nuestras comunidades cristianas
tienen que llegar a ser auténticas "escuelas" de oración, donde el
encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino
también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación,
escucha e intensidad de afecto, hasta el "arrebato" del corazón" (n. 33).
Así, la esperanza cristiana crecerá en nosotros. Y con la esperanza crecerá
el amor a Dios y al prójimo.
En la encíclica Spe salvi escribí: "Toda actuación seria y recta del
hombre es esperanza en acto" (n. 35). Por consiguiente, como discípulos
de Jesús participamos con alegría en el esfuerzo por hacer más bello, más
humano y más fraterno el rostro de nuestra ciudad, para robustecer su
esperanza y la alegría de una pertenencia común.
Queridos hermanos y hermanas, precisamente la conciencia clara y
generalizada de los males y los problemas que afectan a Roma está
242
suscitando el deseo de realizar ese esfuerzo común. Tenemos la tarea de
daros nuestra contribución específica, comenzando por la labor decisiva
que es la educación y la formación de la persona, pero también afrontando
con espíritu constructivo los otros muchos problemas concretos que
complican la vida de quienes habitan en esta ciudad.
En particular, trataremos de promover una cultura y una organización
social más favorables a la familia y a la acogida de la vida, así como a la
valoración de las personas ancianas, tan numerosas entre la población de
Roma. Trabajaremos para responder a las necesidades primarias que son el
trabajo y la vivienda, sobre todo para los jóvenes. Compartiremos el
compromiso de hacer que nuestra ciudad sea más segura y "habitable",
pero nos esforzaremos por lograr que lo sea para todos, especialmente
para los más pobres, y que no se excluya a ningún inmigrante que venga a
nosotros con la intención de encontrar un espacio de vida respetando
nuestras leyes.
No es necesario entrar más concretamente en estas problemáticas, que
conocéis muy bien, porque las vivís cada día. Más bien, quiero subrayar la
actitud y el estilo con que trabaja y se compromete quien pone su
esperanza ante todo en Dios. Se trata, en primer lugar, de una actitud de
humildad, que no pretende tener siempre éxito o ser capaz de resolver
todos los problemas con sus propias fuerzas. Pero también, por el mismo
motivo, es una actitud de gran confianza, de tenacidad y de valentía, pues
el creyente sabe que, a pesar de todas las dificultades y los fracasos, su
vida, su actividad y la historia en su conjunto se encuentran custodiadas
por el poder indestructible del amor de Dios; y que, por tanto, no quedan
nunca sin fruto y no carecen de sentido.
Desde esta perspectiva podemos comprender más fácilmente que la
esperanza cristiana vive también en el sufrimiento; más aún, que
precisamente el sufrimiento educa y fortifica de modo especial nuestra
esperanza. Ciertamente, debemos "hacer todo lo posible para disminuir el
sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes;
aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas" (n. 36).
Efectivamente, se han logrado grandes progresos, de modo especial en
la lucha contra el dolor físico. Sin embargo, no podemos eliminar
totalmente el sufrimiento del mundo, porque no tenemos el poder de secar
sus fuentes: la finitud de nuestro ser y el poder del mal y de la culpa. De
hecho, por desgracia, el sufrimiento de los inocentes y también las
enfermedades psíquicas tienden a aumentar en el mundo. En realidad, la
experiencia humana de hoy y de siempre, de modo especial la experiencia
de los santos y los mártires, confirma la gran verdad cristiana según la
cual no es la evasión ante el dolor lo que cura al hombre, sino la capacidad
de aceptar la tribulación y madurar en ella, dándole sentido mediante la
unión con Cristo.
Así pues, nuestra humanidad, tanto para cada uno de nosotros como
para la sociedad en que vivimos, se mide por la relación con el sufrimiento
y con las personas que sufren. A la fe cristiana corresponde el mérito
histórico de haber suscitado en el hombre, de modo nuevo y con una
243
profundidad nueva, la capacidad de compartir también interiormente el
sufrimiento del prójimo, el cual así ya no está solo en su sufrimiento, y
también de sufrir por amor al bien, a la verdad y a la justicia. Todo esto
supera ampliamente nuestras fuerzas, pero resulta posible desde el com-
padecer de Dios por amor al hombre en la pasión de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos cada día en la
esperanza que madura en el sufrimiento. Estamos llamados a hacerlo, en
primer lugar, cuando nos afecta personalmente una grave enfermedad o
alguna otra dura prueba. Pero también creceremos en la esperanza
mediante la ayuda concreta y la cercanía diaria al sufrimiento tanto de
nuestros vecinos y familiares como de toda persona que es nuestro
prójimo, porque nos acercamos a ella con una actitud de amor.
Además, aprendamos a ofrecer a Dios, rico en misericordia, las
pequeñas pruebas de la existencia diaria, insertándolas humildemente en el
gran "com-padecer" de Jesús, en el tesoro de compasión que necesita el
género humano. En cualquier caso, la esperanza de los creyentes en Cristo
no puede limitarse a este mundo; está intrínsecamente orientada hacia la
comunión plena y eterna con el Señor.
Por eso, hacia el final de mi encíclica hablé del Juicio de Dios como
lugar de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza. Así traté de hacer
nuevamente familiar y comprensible a la humanidad y a la cultura de
nuestro tiempo la salvación que se nos ha prometido en el mundo que está
más allá de la muerte, aunque aquí abajo no podemos tener una verdadera
experiencia de ese mundo. Para que la educación en la esperanza recobre
sus verdaderas dimensiones y su motivación decisiva, todos, comenzando
por los sacerdotes y los catequistas, debemos volver a poner en el centro
de la propuesta de fe esta gran verdad, que tiene su "primicia" en
Jesucristo resucitado de entre los muertos (cf. 1 Co 15, 20-23).
Queridos hermanos y hermanas, termino esta reflexión agradeciéndoos
a cada uno la generosidad y la entrega con que trabajáis en la viña del
Señor. Os pido que custodiéis siempre dentro de vosotros, que alimentéis
y fortalezcáis ante todo con la oración el gran don de la esperanza
cristiana. Os lo pido de modo especial a vosotros, los jóvenes, que estáis
llamados a hacer vuestro este don en la libertad y en la responsabilidad,
para vivificar a través de él el futuro de nuestra amada ciudad.
Os encomiendo a cada uno y a toda la Iglesia de Roma a María
santísima, Estrella de la esperanza.

LA UNIÓN CON JESÚS ES EL SECRETO DEL MINISTERIO


20080609. Discurso. Academia Eclesiástica Pontificia
Nuestro encuentro tiene lugar en este mes de junio, durante el cual es
particularmente viva en el pueblo cristiano la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús, hoguera inagotable donde podemos obtener amor y
misericordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del
pueblo de Dios. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los
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sacerdotes, para poder comunicar a los demás la ternura divina al
desempeñar los diversos ministerios que la Providencia nos confía.
Cada uno de vosotros, queridos sacerdotes, ha de crecer cada vez más
en el conocimiento de este amor divino, pues sólo así podréis cumplir, con
una fidelidad sin componendas, la misión para la que os estáis preparando
durante estos años de estudio.
En vuestro trabajo diario entraréis en contacto con realidades eclesiales
que es preciso comprender y sostener; viviréis a menudo lejos de vuestra
tierra de origen, en países que aprenderéis a conocer y amar; deberéis
frecuentar el mundo de la diplomacia bilateral y multilateral, y estar
dispuestos a dar no sólo la aportación de vuestra experiencia diplomática,
sino también, y sobre todo, vuestro testimonio sacerdotal. Por eso, además
de la necesaria y obligatoria preparación jurídica, teológica y diplomática,
lo que más cuenta es que centréis vuestra vida y vuestra actividad en un
amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora
solicitud pastoral con respecto a todos.
Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe
del Hijo de Dios" (Ga 2, 20), es decir, esforzaos por ser pastores según el
corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La
unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo
sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia,
preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se
han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La
comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la
serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.
La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a
menudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras
cierta cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e
incluso la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario
testimoniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y
sepa hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en
proclamar con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el
anuncio gozoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces
muy alejados de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes
dóciles de la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente
en vuestra actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la
oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan
de cada día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no
sólo para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno.
Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la
Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de
todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la
comunión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al
Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi
cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el
Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos
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conquistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie
interiormente.
La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que
el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un
don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento
de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo,
fruto de una unión constante con Cristo.

EL DOBLE PRINCIPIO DE LA EXPERIENCIA CRISTIANA


20080614. Homilía. Santa María de Leuca
Mi visita a Puglia comienza como peregrinación mariana, en este
borde extremo de Italia y de Europa, en el santuario de Santa María de
finibus terrae. En este lugar de tanta importancia histórica para el culto de
la santísima Virgen María, he querido que la liturgia estuviera dedicada a
ella, Estrella del mar y Estrella de esperanza. "Ave maris stella, Dei Mater
alma, atque semper virgo, felix caeli porta!". Las palabras de este antiguo
himno son un saludo que recuerda de algún modo el del ángel en Nazaret.
Todos los títulos marianos son como joyas y flores que han brotado del
primer nombre con el que el mensajero celestial se dirigió a la Virgen:
"Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28).
Lo hemos escuchado en el evangelio según san Lucas, muy apropiado
porque este santuario —como lo atestigua la lápida situada sobre la puerta
central del atrio— está dedicado a la Virgen santísima de la Anunciación.
Cuando Dios llamó a María "llena de gracia", se encendió para el género
humano la esperanza de salvación: una hija de nuestro pueblo encontró
gracia a los ojos del Señor, que la escogió para ser Madre del Redentor. En
la sencillez de la casa de María, en una pobre aldea de Galilea, comenzó a
realizarse la solemne profecía de la salvación: "Pondré enemistad entre ti
y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú
acechas su calcañar" (Gn 3, 15).
Por eso, el pueblo cristiano ha hecho suyo el cántico de alabanza que
los judíos elevaron a Judit y que nosotros acabamos de rezar como salmo
responsorial: "¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo, más que todas las
mujeres de la tierra!" (Jdt 13, 18). Sin violencia, pero con la dócil valentía
de su "sí", la Virgen nos ha librado no de un enemigo terreno, sino del
antiguo adversario, dando un cuerpo humano a Aquel que le aplastaría la
cabeza una vez para siempre.
Precisamente por eso, en el mar de la vida y de la historia, María
resplandece como Estrella de esperanza. No brilla con luz propia, sino que
refleja la de Cristo, Sol que apareció en el horizonte de la humanidad; de
este modo, siguiendo la Estrella de María, podemos orientarnos durante el
viaje y mantener la ruta hacia Cristo, especialmente en los momentos
oscuros y tempestuosos.
El apóstol Pedro conoció bien esta experiencia, pues la vivió
personalmente. Una noche, mientras con los demás discípulos estaba
atravesando el lago de Galilea, se vio sorprendido por una tempestad. Su
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barca, a merced de las olas, ya no lograba avanzar. Jesús se acercó en ese
momento caminando sobre las aguas, e invitó a Pedro a bajar de la barca y
a caminar hacia él. Pedro dio algunos pasos entre las olas, pero luego
comenzó a hundirse y entonces gritó: "Señor, ¡sálvame!" (cf. Mt 14, 24-
33).
Este episodio fue un signo de la prueba que Pedro debía afrontar en el
momento de la pasión de Jesús. Cuando el Señor fue arrestado, tuvo
miedo y lo negó tres veces. Fue vencido por la tempestad. Pero cuando su
mirada se cruzó con la de Cristo, la misericordia de Dios lo volvió a asir y,
haciéndole derramar lágrimas, lo levantó de su caída.
He querido evocar la historia de san Pedro, porque sé que este lugar y
toda vuestra Iglesia están particularmente vinculados al Príncipe de los
Apóstoles. Como recordó al inicio el obispo, según la tradición, a él se
remonta el primer anuncio del Evangelio en esta tierra. El Pescador,
"pescado" por Jesús, echó las redes también aquí, y nosotros hoy damos
gracias por haber sido objeto de esta "pesca milagrosa", que dura ya dos
mil años, una pesca que, como escribe precisamente san Pedro, "nos ha
llamado de las tinieblas a su admirable luz (de Dios)" (1 P 2, 9).
Para convertirse en pescadores con Cristo es necesario antes ser
"pescados" por él. San Pedro es testigo de esta realidad, al igual que san
Pablo, gran convertido, de cuyo nacimiento dentro de pocos días
inauguraremos el bimilenario. Como Sucesor de san Pedro y obispo de la
Iglesia fundada sobre la sangre de estos dos eminentes Apóstoles, he
venido a confirmaros en la fe en Jesucristo, único Salvador del hombre y
del mundo.
La fe de san Pedro y la fe de María se unen en este santuario. Aquí se
puede constatar el doble principio de la experiencia cristiana: el mariano y
el petrino. Ambos, juntos, os ayudarán, queridos hermanos y hermanas, a
"recomenzar desde Cristo", a renovar vuestra fe, para que responda a las
exigencias de nuestro tiempo. María os enseña a permanecer siempre a la
escucha del Señor en el silencio de la oración, a acoger con disponibilidad
generosa su palabra con el profundo deseo de entregaros vosotros mismos
a Dios, de entregarle vuestra vida concreta, para que su Verbo eterno, con
la fuerza del Espíritu Santo, pueda "encarnarse" también hoy en nuestra
historia.
María os ayudará a seguir a Jesús con fidelidad, a uniros a él en la
ofrenda del sacrificio, a llevar en el corazón la alegría de su resurrección y
a vivir con constante docilidad al Espíritu de Pentecostés. De modo
complementario, también san Pedro os enseñará a sentir y a creer con la
Iglesia, firmes en la fe católica; os llevará a gustar y sentir celo por la
unidad, por la comunión; a tener la alegría de caminar juntamente con los
pastores; y, al mismo tiempo, os comunicará el anhelo de la misión, de
compartir el Evangelio con todos, de hacer que llegue hasta los últimos
confines de la tierra.
"De finibus terrae": el nombre de este lugar santo es muy hermoso y
sugestivo, porque evoca una de las últimas palabras de Jesús a sus
discípulos. Situado entre Europa y el Mediterráneo, entre Occidente y
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Oriente, nos recuerda que la Iglesia no tiene confines, es universal. Y los
confines geográficos, culturales y étnicos, como también los confines
religiosos, son para la Iglesia una invitación a la evangelización en la
perspectiva de la "comunión de las diversidades".
La Iglesia nació en Pentecostés; nació universal; y su vocación es
hablar todas las lenguas del mundo. Según la vocación y misión originaria
revelada a Abraham, la Iglesia existe para ser una bendición en beneficio
de todos los pueblos de la tierra (cf. Gn 12, 1-3); para ser, como dice el
concilio ecuménico Vaticano II, signo e instrumento de unidad para todo
el género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Queridos amigos, sabemos bien, porque el Señor Jesús fue muy claro
al respecto, que la eficacia del testimonio depende de la intensidad del
amor. De nada vale proyectarse hasta los confines de la tierra si antes no
nos amamos y ayudamos los unos a los otros en el seno de la comunidad
cristiana. Por eso, la exhortación del apóstol san Pablo, que hemos
escuchado en la segunda lectura (cf. Col 3, 12-17), es fundamental no sólo
para vuestra vida de familia eclesial, sino también para vuestro
compromiso de animación de la realidad social.
Efectivamente, en un contexto que tiende a fomentar cada vez más el
individualismo, el primer servicio de la Iglesia consiste en educar en el
sentido social, en la atención al prójimo, en la solidaridad, impulsando a
compartir. La Iglesia, dotada como está por su Señor de una carga
espiritual que se renueva continuamente, puede ejercer un influjo positivo
también en el ámbito social, porque promueve una humanidad renovada y
relaciones abiertas y constructivas, respetando y sirviendo en primer lugar
a los últimos y a los más débiles.
Aquí, en Salento, como en todo el sur de Italia, las comunidades
eclesiales son lugares donde las generaciones jóvenes pueden aprender la
esperanza, no como utopía, sino como confianza tenaz en la fuerza del
bien. El bien vence y, aunque a veces puede parecer derrotado por el
atropello y la astucia, en realidad sigue actuando en el silencio y en la
discreción, dando frutos a largo plazo.
Esta es la renovación social cristiana, basada en la transformación de
las conciencias, en la formación moral, en la oración; sí, porque la oración
da fuerza para creer y luchar por el bien, incluso cuando humanamente se
siente la tentación del desaliento y de dar marcha atrás.

CRISTO ES LA RESPUESTA A VUESTROS INTERROGANTES


20080614. Discurso. Jóvenes. Brindisi
Vuestras voces, que encuentran un eco inmediato en mi espíritu, me
transmiten vuestra confianza exuberante, vuestro deseo de vivir. En ellas
percibo también los problemas que os preocupan, y que a veces corren el
peligro de ahogar los entusiasmos típicos de esta etapa de vuestra vida.
Conozco, en particular, el peso que grava sobre muchos de vosotros y
sobre vuestro futuro a causa del dramático fenómeno del desempleo, que
afecta sobre todo a los muchachos y las muchachas del sur de Italia. Del
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mismo modo, sé que vuestra juventud siente la tentación de ganar dinero
fácilmente, de evadirse a paraísos artificiales o de dejarse atraer por
formas desviadas de satisfacción material. No os dejéis enredar por las
asechanzas del mal. Más bien, buscad una existencia rica en valores, para
construir una sociedad más justa y abierta al futuro.
Haced fructificar los dones que Dios os ha regalado con la juventud: la
fuerza, la inteligencia, la valentía, el entusiasmo y el deseo de vivir. Con
este bagaje, contando siempre con la ayuda divina, podéis alimentar la
esperanza en vosotros y en vuestro entorno. De vosotros y de vuestro
corazón depende lograr que el progreso se transforme en un bien mayor
para todos. Y, como sabéis, el camino del bien tiene un nombre: se llama
amor.
En el amor, sólo en el amor auténtico, se encuentra la clave de toda
esperanza, porque el amor tiene su raíz en Dios. En la Biblia leemos:
"Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en
él. Dios es amor" (1 Jn 4, 16). Y el amor de Dios tiene el rostro dulce y
compasivo de Jesucristo.
Así hemos llegado al corazón del mensaje cristiano: Cristo es la
respuesta a vuestros interrogantes y problemas; en él se valora toda
aspiración honrada del ser humano. Sin embargo, Cristo es exigente y no
le gustan las medias tintas. Sabe que puede contar con vuestra generosidad
y coherencia. Por eso, espera mucho de vosotros. Seguidlo fielmente y,
para poder encontraros con él, amad a su Iglesia, sentíos responsables de
ella; sed protagonistas valientes, cada uno en su ámbito.
Quiero llamar vuestra atención hacia este punto: tratad de conocer a la
Iglesia, de comprenderla, de amarla, estando atentos a la voz de sus
pastores. Está compuesta de hombres, pero Cristo es su Cabeza, y su
Espíritu la guía con seguridad. Vosotros sois el rostro joven de la Iglesia.
Por eso, no dejéis de darle vuestra contribución, para que el Evangelio que
proclama pueda propagarse por doquier. Sed apóstoles de vuestros
coetáneos.

EL ESTILO DE JESÚS ES INCONFUNDIBLE


20080615. Homilía. Brindisi
En el centro de mi visita a Brindisi celebramos, en el día del Señor, el
misterio que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia. Celebramos
a Cristo en la Eucaristía, el mayor don que ha brotado de su Corazón
divino y humano, el Pan de vida partido y compartido, para que lleguemos
a ser uno con él y entre nosotros.
Los textos bíblicos que hemos escuchado en este undécimo domingo
del tiempo ordinario nos ayudan a comprender la realidad de la Iglesia: la
primera lectura (cf. Ex 19, 2-6) evoca la alianza establecida en el monte
Sinaí durante el éxodo de Egipto; el pasaje evangélico (cf. Mt 9, 3610, 8)
recoge la llamada y la misión de los doce Apóstoles. Aquí se nos presenta
la "constitución" de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita
249
que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su
impulso misionero?
En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con
Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia
de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma,
en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se
manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a
todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios
propone convertirse en "su propiedad personal entre todos los pueblos"
(Ex 19, 5).
En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una "nación santa", no
sólo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad
ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de
los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se
debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente
con la venida de Jesucristo.
El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa
revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse
simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de
Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce,
dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial, aunque
solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando
los Doce, "llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4), proclamarán el
Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la
Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo
resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta
los últimos confines de la tierra (cf. Mt 28, 20).
El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios,
que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente
a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los
Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen
una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada
—no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran
árbol (cf. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales
cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia
en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la
compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra
convulsión, la que suscitan las potencias del mal.
Como hemos escuchado, a los Doce "les dio autoridad para expulsar
espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia" (Mt 10, 1). Los
Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es
decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia,
para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y
juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de
vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la
vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor.
250
Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular.
Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio,
crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el
Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en
la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así
la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su
amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera.
Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en
todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es
un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de
la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar
respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no
se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida
y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente
cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos
caras de la misma medalla: sólo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena
del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en
función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal.
Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo,
es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza
santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre
la historia. En el binomio "santidad-misión" —la santidad siempre es
fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad
eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo
diocesano.
Al respecto, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran
hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible.
Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al
mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso
graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos,
perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de
transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los
cristianos.
En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san
Pablo: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). La Iglesia es la
comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan
transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo.
A la luz de esta providencial palabra de Dios, tengo hoy la alegría de
confirmar el camino de vuestra Iglesia. Es un camino de santidad y de
misión, sobre el que vuestro arzobispo os ha invitado a reflexionar…
El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir,
la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el
estilo de Jesús: el estilo de la "compasión". El evangelista lo pone de
relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la
muchedumbre: "Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban
fatigados y decaídos como ovejas sin pastor" (Mt 9, 36). Y, después de la
251
llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de
dirigirse "a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10, 6).
En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres,
especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no
tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es
sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza.
¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: "Id
proclamando que el reino de los cielos está cerca"? (Mt 10, 7). Esta
esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su
Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de
Dios, está la novedad del mundo—, como lo recordaba bien en su título la
cuarta Asamblea eclesial italiana, celebrada en Verona: Cristo resucitado
es la "esperanza del mundo".
También vosotros, queridos hermanos y hermanas de esta antigua
Iglesia de Brindisi, animados por la esperanza en la que habéis sido
salvados, sed signos e instrumentos de la compasión, de la misericordia de
Cristo. Al obispo y a los presbíteros les repito con fervor las palabras del
Maestro divino: "Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos,
expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10, 8). Este
mandato se dirige también hoy en primer lugar a vosotros. El Espíritu que
actuaba en Cristo y en los Doce es el mismo que actúa en vosotros y que
os permite realizar entre vuestra gente, en este territorio, los signos del
reino de amor, de justicia y de paz que viene, más aún, que ya está en el
mundo.
Pero, por la gracia del Bautismo y de la Confirmación, todos los
miembros del pueblo de Dios participan, de maneras diversas, en la
misión de Jesús. Pienso en las personas consagradas, que han hecho los
votos de pobreza, virginidad y obediencia; pienso en los cónyuges
cristianos y en vosotros, fieles laicos, comprometidos en la comunidad
eclesial y en la sociedad tanto de forma individual como en asociaciones.
Queridos hermanos y hermanas, todos sois destinatarios del deseo de
Jesús de multiplicar los obreros de la mies del Señor (cf. Mt 9, 38).
Este deseo, que debe convertirse en oración, nos lleva a pensar, en
primer lugar, en los seminaristas y en el nuevo seminario de esta
archidiócesis; nos hace considerar que la Iglesia es, en sentido amplio, un
gran "seminario", comenzando por la familia, hasta las comunidades
parroquiales, las asociaciones y los movimientos de compromiso
apostólico. Todos, en la variedad de los carismas y de los ministerios,
estamos llamados a trabajar en la viña del Señor.

CRISTO HA DE SER EL MOTIVO DE NUESTRO VIVIR


20080615. Discurso. Sacerdotes y seminaristas. Brindisi
Queridos hermanos, al veros reunidos en esta iglesia, en la que muchos
de vosotros habéis recibido la ordenación diaconal y sacerdotal, me
vuelven a la mente las palabras que san Ignacio de Antioquía escribió a los
cristianos de Éfeso: "Vuestro venerable colegio de los presbíteros, digno
252
de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las
cuerdas con la lira. De este modo, en el acorde de vuestros sentimientos y
en la perfecta armonía de vuestro amor fraterno, ha de elevarse un
concierto de alabanza a Jesucristo". Y el santo obispo añadía: "Cada uno
de vosotros esfuércese por formar coro. En la armonía de la concordia y al
unísono con el tono de Dios por medio de Jesucristo, cantad a una voz al
Padre, y él os escuchará" (Carta a los Efesios, 4).
Perseverad, queridos presbíteros, en la búsqueda de esa unidad de
propósitos y de ayuda mutua, para que la caridad fraterna y la unidad en el
trabajo pastoral sirvan de ejemplo y de estímulo para vuestras
comunidades.
Con mi presencia hoy aquí quiero animaros a estar cada vez más
disponibles al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Sé que ya trabajáis
con celo e inteligencia, sin escatimar esfuerzos, con el fin de propagar el
alegre mensaje evangélico. Cristo, al que habéis consagrado vuestra vida,
está con vosotros. Todos creemos en él; sólo a él hemos consagrado
nuestra vida, a él queremos anunciar al mundo. Cristo, que es el camino,
la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), ha de ser el tema de nuestro pensar, el
argumento de nuestro hablar, el motivo de nuestro vivir.
Queridos hermanos sacerdotes, como bien sabéis, para que vuestra fe
sea fuerte y vigorosa, hace falta alimentarla con una oración constante.
Por tanto, sed modelos de oración, convertíos en maestros de oración. Que
vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de oración, durante los
cuales, a ejemplo de Jesús, debéis dedicaros al diálogo regenerador con el
Padre. Sé que no es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el
Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las
ocupaciones son cada vez más absorbentes.
Con todo, debemos convencernos de que los momentos de oración son
los más importantes de la vida del sacerdote, los momentos en que actúa
con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad a su ministerio. Orar
es el primer servicio que es preciso prestar a la comunidad. Por eso, los
momentos de oración deben tener una verdadera prioridad en nuestra vida.
Sé que tenemos muchos quehaceres urgentes. En mi caso, una audiencia,
una documentación por estudiar, un encuentro u otros compromisos. Pero
si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada
tampoco a los demás. Por eso, Dios es la primera prioridad. Siempre
debemos reservar el tiempo necesario para estar en comunión de oración
con nuestro Señor.
Queridos hermanos sacerdotes, el Papa os asegura un recuerdo
especial en la oración, para que prosigáis en el camino de la auténtica
renovación espiritual que estáis recorriendo juntamente con vuestras
comunidades. Que os ayude en este compromiso la experiencia de "estar
juntos" en la fe y en el amor recíproco, como los Apóstoles en torno a
Cristo en el Cenáculo. Fue allí donde el Maestro divino los instruyó,
abriéndoles los ojos al esplendor de la verdad y les donó el sacramento de
la unidad y del amor: la Eucaristía.
253
En el Cenáculo, durante la última Cena, en el momento del lavatorio
de los pies, quedó muy claro que el servicio es una de las dimensiones
fundamentales de la vida cristiana. Por tanto, el Sínodo tiene la tarea de
ayudar a vuestra Iglesia local, en todos sus componentes, a redescubrir el
sentido y la alegría del servicio: un servicio por amor. Eso vale ante todo
para vosotros, queridos sacerdotes, configurados con Cristo "Cabeza y
Pastor", siempre dispuestos a guiar a su rebaño. Agradeced y alegraos por
el don recibido. Sed generosos en el ejercicio de vuestro ministerio.
Apoyadlo con una oración continua y con una formación cultural,
teológica y espiritual permanente.

HUMILDAD Y VALOR DE LA PALABRA


20080620. Discurso. Congreso Radios Católicas
Las muchas y diversas formas de comunicación con las que contamos
manifiestan de forma evidente que el hombre, en su estructura
antropológica esencial, está hecho para entrar en relación con los demás.
Lo hace sobre todo por medio de la palabra. En su sencillez y aparente
pobreza, la palabra, insertándose en la gramática común del lenguaje, se
pone como instrumento que realiza la capacidad de relación de los
hombres. Esta capacidad se funda en la riqueza compartida de una razón
creada a imagen y semejanza del Logos eterno de Dios, es decir, del
Logos en el que todo es creado libremente y por amor. Nosotros sabemos
que ese Logos no ha permanecido ajeno a las vicisitudes humanas, sino
que, por amor, se ha comunicado a sí mismo a los hombres —ho Logos
sarx egheneto (Jn 1, 14)— y, en el amor revelado por él y donado en
Cristo, sigue invitando a los hombres a relacionarse con él y entre sí de
una manera nueva.
Al haberse encarnado en el seno de María, el Verbo de Dios ofrece al
mundo una relación de intimidad y amistad —"ya no les llamo siervos
(...), sino amigos" (Jn 15, 15)—, que se transforma en fuente de novedad
para el mundo y se pone en medio de la humanidad como comienzo de
una nueva civilización de la verdad y del amor. En efecto, "el Evangelio
no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una
comunicación que comporta hechos y cambia la vida" (Spe salvi, 2). Esta
autocomunicación de Dios es la que ofrece un nuevo horizonte de
esperanza y de verdad a las esperanzas humanas, y de esta esperanza es de
donde surge, ya en este mundo, el inicio de un mundo nuevo, de esa vida
eterna que ilumina la oscuridad del futuro humano.
Queridos amigos, al trabajar en estaciones de radio católicas estáis al
servicio de la Palabra. Las palabras que transmitís cada día son un eco de
la Palabra eterna que se hizo carne. Vuestras palabras sólo darán fruto si
están al servicio de la Palabra eterna, Jesucristo. En el plan de salvación y
en la providencia de Dios, esta Palabra vivió entre nosotros, o como dice
san Juan, "puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), con humildad. La
Encarnación tuvo lugar en una aldea distante, lejos del ruido de las
ciudades imperiales de la antigüedad. Hoy, aunque utilizáis las tecnologías
254
modernas de la comunicación, las palabras que transmitís son también
humildes y a veces os podría parecer que se pierden totalmente en la
competencia con otros medios de comunicación ruidosos y más
poderosos. Pero no os desalentéis. Estáis sembrando la Palabra "a tiempo
y a destiempo" (2 Tm 4, 2), cumpliendo de este modo el mandato de Jesús
de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28, 19).
Las palabras que transmitís llegan a innumerables personas. Algunas
de ellas están solas y reciben vuestra palabra como un don consolador;
otras tienen curiosidad y se interesan por lo que escuchan; otras nunca van
a la iglesia, porque pertenecen a otras religiones o no pertenecen a
ninguna; otras nunca han escuchado el nombre de Jesucristo, pero gracias
a vuestro servicio escuchan por primera vez las palabras de salvación. Esta
labor de siembra paciente, realizada día tras día, hora tras hora, constituye
la manera como cooperáis en la misión apostólica.
Si las múltiples formas y tipos de comunicación pueden ser un don de
Dios al servicio del desarrollo de la persona humana y de toda la
humanidad, la radio, con la que realizáis vuestro apostolado, propone una
cercanía y una escucha de la palabra y de la música, para informar y
entretener, para anunciar y denunciar, pero siempre en el respeto de la
realidad y en una clara perspectiva de educación en la verdad y la
esperanza. En efecto, Jesucristo nos da la Verdad sobre el hombre y la
verdad para el hombre, y a partir de esta verdad, una esperanza para el
presente y para el futuro de las personas y del mundo.
Como subrayó la Redemptoris missio, "no basta usar los medios de
comunicación social para difundir el mensaje cristiano y el magisterio
auténtico de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en la
"nueva cultura" creada por la comunicación moderna" (n. 37).
Por este vínculo con la palabra, la radio participa en la misión de la
Iglesia y en su visibilidad, pero al mismo tiempo genera una nueva manera
de vivir, de ser y de hacer Iglesia; implica desafíos eclesiológicos y
pastorales. Es importante hacer atractiva la palabra de Dios, dándole
cuerpo a través de vuestras producciones y emisiones, para tocar el
corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, y para participar
en la transformación de la vida de nuestros contemporáneos.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo: ¡qué perspectivas tan
entusiasmantes se abren ante vuestro compromiso y vuestro trabajo!
Vuestras redes pueden representar, ya desde ahora, un eco pequeño pero
concreto en el mundo de la red de amistad que la presencia de Cristo
resucitado, Dios con nosotros, inauguró entre el cielo y la tierra, y entre
los hombres de todos los continentes y de todas las épocas. Así, vuestro
trabajo se insertará plenamente en la misión de la Iglesia, a la que os
invito a amar profundamente. Ayudando al corazón de cada hombre a
abrirse a Cristo, ayudaréis al mundo a abrirse a la esperanza y a la
civilización de la verdad y el amor, que es el fruto más elocuente de su
presencia entre nosotros.
255
LA EUCARISTÍA, ENCUENTRO DE AMOR CON EL SEÑOR
20080621. Mensaje. Vigilia jóvenes Congreso Eucarístico Quebec
Ante todo, en la Eucaristía revivimos el sacrificio del Señor al final de
su vida, con el que salva a todos los hombres. Así estamos junto a él y
recibimos en abundancia las gracias necesarias para nuestra vida diaria y
para nuestra salvación. La Eucaristía es, por excelencia, el gesto del amor
de Dios hacia nosotros. ¿Qué hay más grande que dar la propia vida por
amor? En esto Jesús es el modelo de la entrega total de sí mismo, camino
por el que también nosotros debemos avanzar siguiéndole a él.
La Eucaristía también es un modelo para la vida cristiana, que debe
impregnar toda nuestra existencia. Cristo nos convoca para reunirnos, para
constituir la Iglesia, su Cuerpo en medio del mundo. Para acceder a las
mesas de la Palabra y del Pan, debemos acoger antes el perdón de Dios,
don que nos vuelve a levantar en nuestro camino diario, que restablece en
nosotros la imagen divina y nos muestra hasta qué punto somos amados.
Además, como al fariseo Simón, en el evangelio según san Lucas,
Jesús nos dirige continuamente las palabras de la Escritura: "Tengo algo
que decirte" (Lc 7, 40). En efecto, cada palabra de la Escritura es para
nosotros una palabra de vida, que debemos escuchar con suma atención.
De modo especial, el Evangelio constituye el corazón del mensaje
cristiano, la revelación total de los misterios divinos. En su Hijo, la
Palabra hecha carne, Dios nos lo ha dicho todo. En su Hijo, Dios nos ha
revelado su rostro de Padre, un rostro de amor, de esperanza. Nos ha
mostrado el camino de la felicidad y de la alegría. Durante la
consagración, momento particularmente intenso de la Eucaristía, porque
en él recordamos el sacrificio de Cristo, estáis llamados a contemplar al
Señor Jesús, como santo Tomás: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28).
Después de haber recibido la palabra de Dios, después de haberos
alimentado con su Cuerpo, dejaos transformar interiormente y recibid de
él vuestra misión. En efecto, él os envía al mundo para ser portadores de
su paz y testigos de su mensaje de amor. No tengáis miedo de anunciar a
Cristo a los jóvenes de vuestra edad. Mostradles que Cristo no es un
obstáculo para vuestra vida, ni para vuestra libertad. Al contrario,
mostradles que él os da la verdadera vida, os hace libres para luchar contra
el mal y para hacer que vuestra vida sea bella.
No olvidéis que la Eucaristía dominical es un encuentro de amor con el
Señor, sin el cual no podemos vivir. Cuando lo reconocéis "en la fracción
del pan", como los discípulos de Emaús, os convertís en compañeros
suyos. Os ayudará a crecer y a dar lo mejor de vosotros mismos. Recordad
que en el pan de la Eucaristía Cristo está real, total y sustancialmente
presente. Por tanto, en el misterio de la Eucaristía, en la misa y durante la
adoración silenciosa ante el santísimo Sacramento del altar lo encontraréis
de una forma privilegiada.
Si abrís todo vuestro ser y toda vuestra vida a la mirada de Cristo, no
quedaréis oprimidos; al contrario, descubriréis que sois amados de una
manera infinita. Recibiréis la fuerza que necesitáis para construir vuestra
256
vida y para realizar las opciones que se os presentan cada día. Ante el
Señor, en el silencio de vuestro corazón, algunos de vosotros podéis
sentiros llamados a seguirlo de un modo más radical en el sacerdocio o en
la vida consagrada. No tengáis miedo de escuchar esta llamada y de
responder con alegría. Como dije en la inauguración de mi pontificado,
Dios no quita nada a los que se entregan a él. Al contrario, les da todo.
Saca lo mejor que hay en cada uno de nosotros, de manera que nuestra
vida pueda florecer verdaderamente.

LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO


20080622. Homilía. Clausura 49º Congreso Eucarístico Quebec
El tema elegido para este nuevo Congreso eucarístico internacional es:
"La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". La Eucaristía es
nuestro tesoro más valioso. Es el sacramento por excelencia; nos
introduce anticipadamente en la vida eterna; contiene todo el misterio de
nuestra salvación; y es la fuente y la cumbre de la acción y de la vida de la
Iglesia, como recuerda el concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum
Concilium, 8).
Por tanto, es sumamente importante que los pastores y los fieles se
comprometan constantemente a profundizar en este gran sacramento. Así,
cada uno podrá fortalecer su fe y cumplir cada vez mejor su misión en la
Iglesia y en el mundo, recordando que la Eucaristía conlleva la fecundidad
en su vida personal, así como en la vida de la Iglesia y del mundo. El
Espíritu de verdad da testimonio en vuestro corazón; también vosotros dad
testimonio de Cristo ante los hombres, como reza la antífona del Aleluya
de esta misa.
Por consiguiente, la participación en la Eucaristía no nos aleja de
nuestros contemporáneos; al contrario, dado que es la expresión por
excelencia del amor de Dios, nos invita a comprometernos con todos
nuestros hermanos para afrontar los desafíos actuales y para hacer de la
tierra un lugar en que se viva bien. Por eso, debemos luchar sin cesar para
que se respete a toda persona desde su concepción hasta su muerte natural;
para que nuestras sociedades ricas acojan a los más pobres y reconozcan
toda su dignidad; para que cada persona pueda alimentarse y mantener a
su familia; y para que en todos los continentes reinen la paz y la justicia.
Estos son algunos de los desafíos que han de movilizar a todos nuestros
contemporáneos: para afrontarlos, los cristianos deben encontrar la fuerza
en el misterio eucarístico.
"Misterio de la fe": es lo que proclamamos en cada misa. Deseo que
todos se esfuercen por estudiar este gran misterio, especialmente
releyendo y profundizando, individual y colectivamente, en el texto del
Concilio sobre la liturgia, la constitución Sacrosanctum Concilium, con el
fin de testimoniar con valentía ese misterio. De este modo, cada persona
logrará entender mejor el sentido de cada aspecto de la Eucaristía,
comprendiendo su profundidad y viviéndola cada vez con mayor
intensidad.
257
Cada frase, cada gesto tiene su sentido, y entraña un misterio. Espero
sinceramente que este Congreso impulse a todos los fieles a
comprometerse igualmente en una renovación de la catequesis eucarística,
de modo que ellos mismos adquieran una auténtica conciencia eucarística
y, a su vez, enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio
central de la fe y a construir su vida en torno a él. Exhorto de manera
especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido
a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada
persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos
pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia.
La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento
—con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella
y prolongarla— nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de
él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en
comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza
"para la unidad con Dios y con los demás" (cf. san Cirilo de Alejandría, In
Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).
No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a
Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san
Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), la Eucaristía es el
sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo
cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última
Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra
redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el
seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía
se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva
continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor
conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el
domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo,
el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios.
También deseo invitar a los pastores y a los fieles a prestar atención
renovada a su preparación para recibir la Eucaristía. A pesar de nuestra
debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso,
debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro,
recuperando sin cesar, mediante el sacramento del perdón, la pureza que el
pecado mancilló, "poniendo nuestra alma de acuerdo con nuestra voz"
según la invitación del Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium, 11). De
hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la
gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar
debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de
deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia
salvadora.
La Eucaristía ocupa un lugar muy especial en la vida de los santos.
Seguid su ejemplo. Como ellos, no tengáis miedo. Dios os acompaña y os
protege. Haced que cada día sea una ofrenda a la gloria de Dios Padre y
participad en la construcción del mundo, recordando con sano orgullo
vuestra herencia religiosa y su arraigo social y cultural, y esforzándoos por
258
difundir en vuestro entorno los valores morales y espirituales que nos
vienen del Señor.
La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de
alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir
continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico,
toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en
su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur
inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en
este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el
don recibido en la Eucaristía.
La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter
sagrado: "Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de
su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya
eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra
acción de la Iglesia" (Sacrosanctum Concilium, 7). En cierto sentido, es
una "liturgia celestial", anticipación del banquete en el Reino eterno, al
anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, "hasta que vuelva" (1 Co
11, 26).
A fin de que al pueblo de Dios no le falten nunca ministros para darle
el Cuerpo de Cristo, debemos pedir al Señor que otorgue a su Iglesia el
don de nuevos sacerdotes. Os invito también a transmitir la llamada al
sacerdocio a los jóvenes, para que acepten con alegría y sin miedo
responder a Cristo. No quedarán defraudados. Que las familias sean el
lugar principal y la cuna de las vocaciones.

LOS MIEDOS HUMANOS Y EL TEMOR DE DIOS


20080622. Angelus
En el evangelio de este domingo encontramos dos invitaciones de
Jesús: por una parte, "no temáis a los hombres", y por otra "temed" a Dios
(cf. Mt 10, 26. 28). Así, nos sentimos estimulados a reflexionar sobre la
diferencia que existe entre los miedos humanos y el temor de Dios. El
miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se
experimentan formas de miedo que luego se revelan imaginarias y
desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen fundamentos
precisos en la realidad: estas se deben afrontar y superar con esfuerzo
humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy, una
forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se
transforma en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta
cultura impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado.
Ante el amplio y diversificado panorama de los miedos humanos, la
palabra de Dios es clara: quien "teme" a Dios "no tiene miedo". El temor
de Dios, que las Escrituras definen como "el principio de la verdadera
sabiduría", coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad
sobre la vida y sobre el mundo. No tener "temor de Dios" equivale a
ponerse en su lugar, a sentirse señores del bien y del mal, de la vida y de
la muerte. En cambio, quien teme a Dios siente en sí la seguridad que
259
tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131, 2): quien teme a Dios
permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades, porque Dios,
como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad.
Quien lo ama no tiene miedo: "No hay temor en el amor —escribe el
apóstol san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque
el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el
amor" (1 Jn 4, 18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada,
porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional
no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida
es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí
mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación.
Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de
amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo. En el
pasaje evangélico de hoy, Jesús repite muchas veces la exhortación a no
tener miedo. Nos tranquiliza, como hizo con los Apóstoles, como hizo con
san Pablo cuando se le apareció en una visión durante la noche, en un
momento particularmente difícil de su predicación: "No tengas miedo —
le dijo—, porque yo estoy contigo" (Hch 18, 9-10). El Apóstol de los
gentiles, de quien nos disponemos a celebrar el bimilenario de su
nacimiento con un especial Año jubilar, fortalecido por la presencia de
Cristo y consolado por su amor, no tuvo miedo ni siquiera al martirio.
Que este gran acontecimiento espiritual y pastoral suscite también en
nosotros una renovada confianza en Jesucristo, que nos llama a anunciar y
testimoniar su Evangelio, sin tener miedo a nada.

¿QUIÉN ES SAN PABLO? ¿QUÉ ME DICE A MÍ?


20080628. Homilía. Inauguración del año paulino
Estamos reunidos junto a la tumba de san Pablo, que nació, hace dos
mil años, en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quién era este Pablo?
En el templo de Jerusalén, ante la multitud agitada que quería matarlo, se
presenta a sí mismo con estas palabras: "Yo soy judío, nacido en Tarso de
Cilicia, pero educado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de
Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba
lleno de celo por Dios..." (Hch 22, 3). Al final de su camino, dirá de sí
mismo: "Yo he sido constituido... maestro de los gentiles en la fe y en la
verdad" (1 Tm 2, 7; cf. 2 Tm 1, 11).
Maestro de los gentiles, apóstol y heraldo de Jesucristo: así se define a
sí mismo con una mirada retrospectiva al itinerario de su vida. Pero su
mirada no se dirige solamente al pasado. "Maestro de los gentiles": esta
expresión se abre al futuro, a todos los pueblos y a todas las generaciones.
San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con
veneración. También para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de
Jesucristo.
Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre una historia
pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con nosotros
hoy. Por eso he querido convocar este "Año paulino" especial: para
260
escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro, "la fe y la
verdad" en las que se arraigan las razones de la unidad entre los discípulos
de Cristo.
Por consiguiente, estamos aquí reunidos para interrogarnos sobre el
gran Apóstol de los gentiles. No sólo nos preguntamos: ¿Quién era san
Pablo? Sobre todo nos preguntamos: ¿Quién es san Pablo? ¿Qué me dice a
mí? En esta hora, al inicio del "Año paulino" que estamos inaugurando,
quiero elegir del rico testimonio del Nuevo Testamento tres textos en los
que se manifiesta su fisonomía interior, lo específico de su carácter.
En la carta a los Gálatas nos dio una profesión de fe muy personal, en
la que abre su corazón ante los lectores de todos los tiempos y revela cuál
es la motivación más íntima de su vida. "Vivo en la fe del Hijo de Dios,
que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Todo lo que hace
san Pablo parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por
Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo
no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a él -a san Pablo-, y
que, como Resucitado, lo sigue amando, es decir, que Cristo se entregó
por él. Su fe consiste en ser conquistado por el amor de Jesucristo, un
amor que lo conmueve en lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una
teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. Su fe es el impacto del
amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo.
Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe
usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no
faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de
su Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: "Tuvimos la
valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas...
Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2.
5).
Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a
sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había
experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la
persecución y el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo
era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los
demás este amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar
y sufrir sólo se explican a partir de este centro. Los conceptos
fundamentales de su anuncio únicamente se comprenden sobre esta base.
Tomemos solamente una de sus palabras-clave: la libertad. La
experiencia de ser amado hasta el fondo por Cristo le había abierto los
ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana; aquella
experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por
Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con él. Este
amor es ahora la "ley" de su vida, y precisamente así es la libertad de su
vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y
responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Por estar en la
responsabilidad del amor, es libre; por ser alguien que ama, vive
totalmente en la responsabilidad de este amor y no considera la libertad
como un pretexto para el arbitrio y el egoísmo.
261
Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase que luego se hizo
famosa: "Dilige et quod vis fac" (Tract. In 1 Jo 7, 7-8), "Ama y haz lo que
quieras". Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente
puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de
Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está
anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su
voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad
de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.
En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar,
en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el
camino de Damasco. Primero el Señor le dice: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?". Ante la pregunta: "¿Quién eres, Señor?", recibe como
respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4 s). Persiguiendo
a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. "Tú me persigues". Jesús se
identifica con la Iglesia en un solo sujeto.
En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la
vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como
Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una
multitud de seguidores que llevan adelante "su causa". La Iglesia no es
una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de
una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como
Resucitado sigue siendo "carne". Tiene "carne y huesos" (Lc 24, 39),
como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los
discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo.
Está presente personalmente en su Iglesia; "Cabeza y Cuerpo" forman
un único sujeto, dirá san Agustín. "¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo?", escribe san Pablo a los Corintios (1 Co 6, 15). Y
añade: del mismo modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la
mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se
convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo
nuevo de la resurrección (cf. 1 Co 6, 16 ss).
En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el que Cristo entrega
continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: "El pan que
partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno,
nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos
participamos de ese único pan" (1 Co 10, 16-17).
En esta hora, no sólo san Pablo, sino también el Señor mismo se dirige
a nosotros con estas palabras: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi Cuerpo?
Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo en
una petición urgente: condúcenos nuevamente a la unidad desde todas las
divisiones. Haz que hoy sea de nuevo realidad: Hay un solo pan, por eso
nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.
Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo no
son una comparación cualquiera. Van más allá de una comparación. "¿Por
qué me persigues?". Cristo nos atrae continuamente dentro de su Cuerpo,
edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para san Pablo es el
centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos y cada uno
262
podemos experimentar de un modo totalmente personal: él me ha amado y
se ha entregado por mí.
Concluyo con unas de las últimas palabras de san Pablo, una
exhortación a Timoteo desde la cárcel, poco antes de su muerte: "Soporta
conmigo los sufrimientos por el Evangelio", dice el Apóstol a su discípulo
(2 Tm 1, 8). Estas palabras, escritas por el Apóstol como un testamento al
final de su camino, remiten al inicio de su misión. Mientras Pablo,
después de su encuentro con el Resucitado, estaba ciego en su casa de
Damasco, Ananías recibió la orden de ir a visitar al temido perseguidor e
imponerle las manos para devolverle la vista. Ante la objeción de que
Saulo era un perseguidor peligroso de los cristianos, Ananías recibió como
respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los pueblos y los
reyes. "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre"
(Hch 9, 16).
El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están
inseparablemente unidos. La llamada a ser maestro de los gentiles es al
mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la
comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un
mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el
sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí,
mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la
verdad, y así servidor de la fe.
No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí
mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera
libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida
misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se
funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del
amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor
que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con
Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida
se hace grande, madura y verdadera.
A la luz de todas las cartas de san Pablo, vemos cómo se cumplió en su
camino de maestro de los gentiles la profecía hecha a Ananías en la hora
de la llamada: "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi
nombre". Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no
busca su propio interés, su propia gloria, su propia satisfacción personal,
sino que se compromete por Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo
por todos nosotros.
En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san Pablo,
transformándolo en luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le
pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección,
conquistados por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio a
nuestro tiempo. San Pablo, ruega por nosotros. Amén.

PEDRO, PABLO Y ROMA. SIGNIFICADO DEL PALIO


20080629. Homilía.
263
Desde los tiempos más antiguos, la Iglesia de Roma celebra la
solemnidad de los grandes apóstoles san Pedro y san Pablo como una
única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. Con su martirio se
convirtieron en hermanos; juntos son los fundadores de la nueva Roma
cristiana. Como tales los celebra el himno de las segundas Vísperas, que
se remonta a san Paulino de Aquileya (+806): "O Roma felix. Dichosa tú,
Roma, purpurada por la sangre preciosa de tan grandes Apóstoles, que
aventajas a cuanto hay de bello en el mundo, no tanto por tu fama, cuanto
por los méritos de los santos, que martirizaste con espada sanguinaria".
La sangre de los mártires no clama venganza, sino que reconcilia. No
se presenta como acusación, sino como "luz áurea", según las palabras del
himno de las primeras Vísperas: se presenta como fuerza del amor que
supera el odio y la violencia, fundando así una nueva ciudad, una nueva
comunidad. Por su martirio, san Pedro y san Pablo ahora forman parte de
Roma: en virtud de su martirio también san Pedro se convirtió para
siempre en ciudadano romano. Mediante el martirio, mediante su fe y su
amor, los dos Apóstoles indican dónde está la verdadera esperanza, y son
fundadores de un nuevo tipo de ciudad, que debe formarse continuamente
en medio de la antigua ciudad humana, que sigue amenazada por las
fuerzas contrarias del pecado y del egoísmo de los hombres.
En virtud de su martirio, san Pedro y san Pablo están unidos para
siempre con una relación recíproca. Una imagen preferida de la
iconografía cristiana es el abrazo de los dos Apóstoles en camino hacia el
martirio. Podemos decir que su mismo martirio, en lo más profundo, es la
realización de un abrazo fraterno. Mueren por el único Cristo y, en el
testimonio por el que dan la vida, son uno.
En los escritos del Nuevo Testamento podemos seguir, por decirlo así,
el desarrollo de su abrazo, de este formar unidad en el testimonio y en la
misión. Todo comienza cuando san Pablo, tres años después de su
conversión, va a Jerusalén "para conocer a Cefas" (Ga 1, 18). Catorce
años después, sube de nuevo a Jerusalén para exponer "a las personas más
notables" el Evangelio que proclama, para saber "si corría o había corrido
en vano" (Ga 2, 2). Al final de este encuentro, Santiago, Cefas y Juan le
tienden la mano, confirmando así la comunión que los une en el único
Evangelio de Jesucristo (cf. Ga 2, 9). Un hermoso signo de este abrazo
interior que se profundiza, que se desarrolla a pesar de la diferencia de
temperamentos y tareas, es el hecho de que los colaboradores
mencionados al final de la primera carta de san Pedro -Silvano y
Marcos-, también son íntimos colaboradores de san Pablo. Al tener los
mismos colaboradores, se manifiesta de modo muy concreto la comunión
de la única Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles.
San Pedro y san Pablo se encontraron al menos dos veces en Jerusalén;
al final, el camino de ambos desembocó en Roma. ¿Por qué? ¿Sucedió
sólo por casualidad? ¿Ese hecho contiene un mensaje duradero? San Pablo
llegó a Roma como prisionero, pero, al mismo tiempo, como ciudadano
romano que, tras su detención en Jerusalén, precisamente en cuanto tal
264
había recurrido al emperador, a cuyo tribunal fue llevado. Pero en un
sentido aún más profundo, san Pablo vino voluntariamente a Roma.
Con la más importante de sus Cartas ya se había acercado
interiormente a esta ciudad: había dirigido a la Iglesia en Roma el escrito
que, más que cualquier otro, es la síntesis de todo su anuncio y de su fe.
En el saludo inicial de la Carta dice que todo el mundo habla de la fe de
los cristianos de Roma y que, por tanto, esta fe es conocida por doquier
por su ejemplaridad (cf. Rm 1, 8). Y escribe también: "Pues no quiero que
ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, pero
hasta el presente me he visto impedido" (Rm 1, 13). Al final de la Carta
retoma este tema, hablando de su proyecto de ir a España. "Cuando me
dirija a España..., espero veros al pasar, y ser encaminado por vosotros
hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía" (Rm
15, 24). "Y bien sé que, al ir a vosotros, lo haré con la plenitud de las
bendiciones de Cristo" (Rm 15, 29).
Aquí resultan evidentes dos cosas: Roma es para san Pablo una etapa
en su camino hacia España, es decir, según su concepto del mundo, hacia
el borde extremo de la tierra. Considera su misión como la realización de
la tarea recibida de Cristo de llevar el Evangelio hasta los últimos confines
del mundo. En este itinerario está Roma. Dado que por lo general san
Pablo va solamente a los lugares en los que el Evangelio aún no ha sido
anunciado, Roma constituye una excepción. Allí encuentra una Iglesia de
cuya fe habla el mundo. Ir a Roma forma parte de la universalidad de su
misión como enviado a todos los pueblos. El camino hacia Roma, que ya
antes de realizar concretamente su viaje ha recorrido en su interior con su
Carta, es parte integrante de su tarea de llevar el Evangelio a todas las
gentes, de fundar la Iglesia católica, universal. Para él, ir a Roma es
expresión de la catolicidad de su misión. Roma debe manifestar la fe a
todo el mundo, debe ser el lugar del encuentro en la única fe.
Pero, ¿por qué vino a Roma san Pedro? Sobre esto el Nuevo
Testamento no dice nada de modo directo. Sin embargo, nos da alguna
pista. El Evangelio según san Marcos, que podemos considerar como un
reflejo de la predicación de san Pedro, está íntimamente orientado al
momento en el que el centurión romano, ante la muerte de Jesucristo en la
cruz, dice: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39).
Junto a la cruz se revela el misterio de Jesucristo. Bajo la cruz nace la
Iglesia de los gentiles: el centurión del pelotón romano de ejecución
reconoce en Cristo al Hijo de Dios.
Los Hechos de los Apóstoles describen como etapa decisiva para el
ingreso del Evangelio en el mundo de los paganos el episodio de Cornelio,
el centurión de la cohorte Itálica. Por orden de Dios, manda a alguien a
llamar a san Pedro, y este, también siguiendo una orden divina, va a la
casa del centurión y predica. Mientras está hablando, el Espíritu Santo
desciende sobre la comunidad doméstica reunida, y san Pedro dice:
"¿Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a estos que han
recibido el Espíritu Santo como nosotros?" (Hch 10, 47).
265
Así, en el concilio de los Apóstoles, san Pedro intercede por la Iglesia
de los paganos, que no necesitan la Ley, porque Dios "purificó sus
corazones con la fe" (Hch 15, 9). Ciertamente, en la carta a los Gálatas
san Pablo dice que Dios dio a Pedro la fuerza para el ministerio apostólico
entre los circuncisos, mientras que a él, Pablo, para el ministerio entre los
paganos (cf. Ga 2, 8). Pero esta asignación sólo podía estar en vigor
mientras Pedro permanecía con los Doce en Jerusalén, con la esperanza de
que todo Israel se adhiriera a Cristo. Ante un desarrollo ulterior, los Doce
reconocieron la hora en la que también ellos debían dirigirse al mundo
entero, para anunciarle el Evangelio.
San Pedro, que según la orden de Dios había sido el primero en abrir la
puerta a los paganos, deja ahora la presidencia de la Iglesia cristiano-judía
a Santiago el Menor, para dedicarse a su verdadera misión: el ministerio
para la unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos.
Como hemos visto, entre las características de la Iglesia, el deseo de san
Pablo de venir a Roma subraya sobre todo la palabra catholica. El camino
de san Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo,
se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad
de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de
todos los pueblos.
Esta es la misión permanente de san Pedro: hacer que la Iglesia no se
identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo
Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por
encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo,
haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor. Gracias
a la técnica, que es igual por doquier, gracias a la red mundial de
informaciones, como también gracias a la unión de intereses comunes,
existen hoy en el mundo nuevos modos de unidad, que sin embargo
generan también nuevos contrastes y dan nuevo impulso a los antiguos. En
medio de esta unidad externa, basada en las cosas materiales, tenemos
gran necesidad de unidad interior, que proviene de la paz de Dios, unidad
de todos los que, mediante Jesucristo, se han convertido en hermanos y
hermanas. Esta es la misión permanente de san Pedro y también la tarea
particular encomendada a la Iglesia de Roma.
Queridos hermanos en el episcopado, quiero dirigirme ahora a
vosotros que habéis venido a Roma para recibir el palio como símbolo de
vuestra dignidad y de vuestra responsabilidad de arzobispos en la Iglesia
de Jesucristo. El palio ha sido tejido con lana de oveja, que el Obispo de
Roma bendice todos los años en la fiesta de la Cátedra de san Pedro,
apartándolas, por decirlo así, para que se transformen en un símbolo para
la grey de Cristo, que apacentáis.
Cuando se nos impone el palio sobre los hombros, ese gesto nos
recuerda al pastor que pone sobre sus hombros la oveja perdida, la cual
por sí sola ya no encuentra el camino a casa, y la devuelve al redil. Los
Padres de la Iglesia vieron en esta oveja la imagen de toda la humanidad,
de toda la naturaleza humana, que se ha perdido y ya no encuentra el
camino a casa. El Pastor que la devuelve a casa solamente puede ser el
266
Logos, la Palabra eterna de Dios mismo. En la encarnación, él nos puso a
todos -la oveja "hombre"- sobre sus hombros. Él, la Palabra eterna, el
verdadero Pastor de la humanidad, nos lleva; en su humanidad, nos lleva a
cada uno de nosotros sobre sus hombros. Por el camino de la cruz nos
llevó a casa, nos lleva a casa. Pero también quiere tener hombres que
"lleven" juntamente con él.
Ser pastores en la Iglesia de Cristo significa participar en esta tarea,
que el palio nos recuerda. Cuando nos revestimos con él, Cristo nos
pregunta: "¿Llevas también tú, conmigo, a aquellos que me pertenecen?
¿Los llevas a mí, a Jesucristo?". Y entonces nos viene a la mente el relato
del envío de Pedro por parte del Resucitado. Cristo resucitado une
inseparablemente la orden: "Apacienta mis ovejas" a la pregunta: "¿Me
amas más que estos?". Cada vez que nos revestimos con el palio del pastor
de la grey de Cristo deberíamos escuchar esta pregunta: "¿Me amas?", y
deberíamos dejarnos interrogar sobre el suplemento de amor que espera
del pastor.
Así, el palio se convierte en símbolo de nuestro amor al Pastor Cristo y
de nuestro amar con él; se convierte en símbolo de la llamada a amar a los
hombres como él, con él: a los que están en busca, a los que se plantean
interrogantes, a los que se sienten seguros de sí mismos y a los humildes, a
los sencillos y a los grandes; se convierte en símbolo de la llamada a
amarlos a todos con la fuerza de Cristo y con vistas a Cristo, para que
puedan encontrarlo a él y en él encontrarse a sí mismos.
Pero el palio, que recibís "desde" la tumba de san Pedro, tiene también un
segundo significado, unido inseparablemente al primero. Puede ayudarnos
a comprenderlo una palabra de la primera carta de san Pedro. En su
exhortación a los presbíteros a apacentar la grey de modo justo, san Pedro
se califica a sí mismo synpresbýteros, con-presbítero (cf. 1 P 5, 1). Esta
fórmula contiene implícitamente una afirmación del principio de la
sucesión apostólica: los pastores que se suceden son pastores como él, lo
son juntamente con él, pertenecen al ministerio común de los pastores de
la Iglesia de Jesucristo, un ministerio que continúa en ellos.
Pero ese "con" tiene también otros dos significados. Expresa asimismo
la realidad que indicamos hoy con la palabra "colegialidad" de los
obispos. Todos nosotros somos con-presbíteros. Nadie es pastor él solo.
Sólo estamos en la sucesión de los Apóstoles porque estamos en la
comunión del Colegio, en el que tiene su continuación el Colegio de los
Apóstoles. La comunión, el "nosotros" de los pastores forma parte del ser
pastores, porque la grey es una sola, la única Iglesia de Jesucristo.
Y, por último, ese "con" remite también a la comunión con Pedro y con su
sucesor como garantía de unidad. Así, el palio nos habla de la catolicidad
de la Iglesia, de la comunión universal entre el pastor y la grey. Y nos
remite a la apostolicidad: a la comunión con la fe de los Apóstoles, sobre
la que está fundada la Iglesia. Nos habla de la Ecclesia una, catholica,
apostolica y, naturalmente, uniéndonos a Cristo, nos habla precisamente
también del hecho de que la Iglesia es sancta y nuestro actuar es un
servicio a su santidad.
267
Por último, esto me hace volver otra vez a san Pablo y a su misión. En
el capítulo 15 de la carta a los Romanos, con una frase
extraordinariamente hermosa, expresó lo esencial de su misión, así como
la razón más profunda de su deseo de venir a Roma. Sabe que está
llamado "a ser para los gentiles liturgo de Jesucristo, ejerciendo como
sacerdote el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de
los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo"(Rm 15,16).
Sólo en este versículo san Pablo usa la palabra «hierourgein» (administrar
como sacerdote) junto con «leitourgós» (liturgo): habla de la liturgia
cósmica, en la que el mundo mismo de los hombres debe transformarse en
adoración a Dios, en oblación en el Espíritu Santo. Cuando el mundo en
su totalidad se transforme en liturgia de Dios, cuando su realidad se
transforme en adoración, entonces alcanzará su meta, entonces estará
salvado. Este es el objetivo último de la misión apostólica de san Pablo y
de nuestra misión. A este ministerio nos llama el Señor. Roguemos en esta
hora para que él nos ayude a ejercerlo como es preciso y a convertirnos en
verdaderos liturgos de Jesucristo. Amén.

AUSTRALIA: EL ESPÍRITU NOS HACE TESTIGOS DE CRISTO


20080712. Entrevista durante el vuelo a Australia
Pregunta: Santidad, esta es su segunda Jornada mundial de la
juventud; podríamos decir: la primera totalmente suya. ¿Con cuáles
sentimientos se dispone a vivirla y cuál es el mensaje principal que desea
transmitir a los jóvenes? Por otra parte, ¿piensa que las Jornadas
mundiales de la juventud influyen profundamente en la vida de la Iglesia
que las acoge? Y, por último, ¿piensa que la fórmula de estos encuentros
juveniles masivos sigue siendo actual?
Respuesta: Voy a Australia con sentimientos de gran alegría.
El mensaje esencial lo indican las palabras que constituyen el eslogan
de esta Jornada mundial de la juventud: hablamos del Espíritu Santo que
nos hace testigos de Cristo. Por tanto, quiero concentrar mi mensaje
precisamente en esta realidad del Espíritu Santo, que se presenta en varias
dimensiones: es el Espíritu que actúa en la creación. La dimensión de la
creación está muy presente, pues el Espíritu es creador. Me parece un tema
muy importante en el momento actual. Pero el Espíritu también es
inspirador de la Escritura: en nuestro camino, a la luz de la Escritura,
podemos caminar juntamente con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es
Espíritu de Cristo; por tanto, nos guía en comunión con Cristo. Por último,
según san Pablo, se muestra en los carismas, es decir, en gran número de
dones inesperados, que cambian los diferentes tiempos y que dan nueva
fuerza a la Iglesia. Así pues, estas dimensiones nos invitan a ver las
huellas del Espíritu y a hacer visible al Espíritu también a los demás.

Pregunta: "The Australian Newspaper". Santo Padre, quiero hacer mi


pregunta en inglés. Australia es un país muy secularizado, con poca
práctica religiosa y mucha indiferencia frente a la religión. Santidad, ¿es
268
usted optimista ante el futuro de la Iglesia en Australia? ¿o está
preocupado y teme que la Iglesia en Australia siga la decadencia de la de
Europa? ¿Qué mensaje lleva a Australia para ayudarle a superar su
indiferencia frente a la religión?
Respuesta: Hablaré lo mejor que pueda en inglés, y pido disculpa por
mis deficiencias en esta lengua. Creo que Australia, en su configuración
histórica actual, forma parte del "mundo occidental", tanto económica
como políticamente; por tanto, es evidente que Australia comparte los
éxitos y los problemas del mundo occidental. En los últimos 50 años el
mundo occidental ha experimentado grandes éxitos económicos y
técnicos; sin embargo, la religión, la fe cristiana, en cierto sentido está en
crisis. Es evidente: creemos que no necesitamos de Dios, que podemos
hacerlo todo por nosotros mismos, que no necesitamos de Dios para ser
felices, que no necesitamos de Dios para crear un mundo mejor, que Dios
no es necesario, que podemos hacerlo todo por nosotros mismos.
Por otro lado, vemos que la religión está siempre presente en el mundo
y lo estará siempre, porque Dios está presente en el corazón del ser
humano y no puede desaparecer nunca. Vemos cómo la religión es
realmente una fuerza en este mundo y en los diversos países. Yo no
hablaría de una decadencia de la religión en Europa; ciertamente hay una
crisis en Europa, no tanto en América, aunque también la haya, y en
Australia.
Con todo, la fe siempre está presente con formas nuevas y de nuevas
maneras; tal vez, en minoría, pero siempre está presente de forma visible
en toda la sociedad. Y ahora, en este momento histórico, comenzamos a
comprender que necesitamos de Dios. Podemos hacer muchas cosas, pero
no podemos crear nuestro clima. Pensábamos que podíamos hacerlo, pero
no podemos. Necesitamos el don de la Tierra, el don del agua;
necesitamos al Creador. El Creador se hace presente en su creación. De
este modo comprendemos que no podemos ser realmente felices, no
podemos promover realmente la justicia en todo el mundo, sin un criterio
en nuestras ideas, sin un Dios que sea justo, y nos dé la luz y la vida.
Por tanto, yo creo que, en cierto sentido, en este "mundo occidental"
nuestra fe sufrirá una crisis, pero siempre se producirá también un
renacimiento de la fe, porque la fe cristiana es simplemente verdadera, y la
verdad estará siempre presente en el mundo humano, y Dios siempre será
la verdad. En este sentido, en definitiva, soy optimista.

Pregunta: Santo Padre, disculpe, pero no hablo bien italiano. Por


tanto, le haré mi pregunta en inglés. Las víctimas de abusos sexuales del
clero, en Australia, le han solicitado que durante su visita a Australia
afronte la cuestión y les pida perdón. El cardenal Pell ha dicho que sería
apropiado que el Papa afronte la cuestión, y usted hizo un gesto
semejante en su reciente viaje a Estados Unidos. Santidad, ¿hablará de la
cuestión de los abusos sexuales y pedirá perdón?
Respuesta: Sí; el problema es fundamentalmente análogo al de
Estados Unidos. Allí sentí el deber de hablar sobre ello, porque para la
269
Iglesia es de importancia fundamental reconciliar, prevenir, ayudar y
también reconocer las culpas en estos problemas. Por eso, diré
esencialmente lo mismo que afirmé en Estados Unidos. Como dije,
debemos aclarar tres aspectos: el primero es nuestra enseñanza moral.
Debe quedar claro, y siempre ha sido claro, desde los primeros siglos, que
el sacerdocio, ser sacerdote, es incompatible con este comportamiento,
porque el sacerdote está al servicio de Nuestro Señor, y nuestro Señor es la
santidad en persona, que siempre nos enseña. La Iglesia siempre ha
insistido en esto.
Debemos reflexionar para descubrir en qué ha fallado nuestra
educación, nuestra enseñanza, durante los últimos decenios: en las
décadas de 1950, 1960 y 1970 se afirmaba el proporcionalismo en ética,
según el cual no hay nada malo en sí mismo, sino en proporción a otras
cosas. Según el proporcionalismo, se pensaba que algunas cosas, incluida
la pederastia, podían ser buenas en cierta proporción. Ahora debe quedar
claro que esta nunca ha sido la doctrina católica. Hay cosas que siempre
son malas, y la pederastia siempre es mala. En nuestra educación, en los
seminarios, en la formación permanente de los sacerdotes, debemos
ayudarles a estar realmente cerca de Cristo, a aprender de Cristo, para
ayudar así a nuestros hermanos los hombres, a los cristianos, y no ser sus
enemigos.
Por tanto, haremos todo lo posible para dejar claro cuál es la enseñanza
de la Iglesia y para ayudar en la educación, en la preparación de los
sacerdotes, en la formación permanente; haremos todo lo posible para
curar y reconciliar a las víctimas. Creo que este es el contenido
fundamental de la expresión "pedir perdón". Creo que es mejor y más
importante dar el contenido de la fórmula y creo que el contenido debe
explicar en qué ha fallado nuestro comportamiento, qué debemos hacer en
este momento, cómo podemos prevenir y cómo podemos todos sanar y
reconciliar.

Pregunta: Uno de los asuntos tratados en la cumbre del G8,


celebrada en Japón, fue la lucha contra los cambios climáticos. Australia
es un país muy sensible a este tema a causa de la fuerte sequía y las
dramáticas catástrofes climáticas en esta región del mundo. ¿Piensa que
las decisiones tomadas en este campo responden a los desafíos
planteados? ¿Hablará usted de este tema durante el viaje?
Respuesta: Como ya he mencionado en mi primera respuesta,
ciertamente este problema estará muy presente en esta Jornada mundial de
la juventud, pues hablamos del Espíritu Santo y, por tanto, hablamos de la
creación y de nuestras responsabilidades con respecto a la creación. No
quiero entrar en las cuestiones técnicas, que corresponde resolver a los
políticos y a los especialistas, sino más bien dar impulsos esenciales para
ver las responsabilidades, para ser capaces de responder a este gran
desafío: redescubrir en la creación el rostro del Creador, redescubrir
nuestra responsabilidad ante el Creador por su creación, que nos ha
confiado, formar la capacidad ética para un estilo de vida que es preciso
270
asumir si queremos afrontar los problemas de esta situación y si queremos
realmente llegar a soluciones positivas. Por tanto, despertar las
conciencias y ver el gran contexto de este problema, en el que después se
enmarcan las respuestas detalladas que no debemos dar nosotros, sino la
política y los especialistas.

AUSTRALIA: TODO ALTAR ES SÍMBOLO DE JESUCRISTO


20080719. Homilía. Obispos, seminaristas y novicios de Australia
Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta
venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal
esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como
sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado
y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y
sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo
Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la
Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del
mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir
su auto-oblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y
eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos
para la salvación del mundo.
En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar,
también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de
Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos
encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En
nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el
nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe
en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente
opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia
comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer
en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento,
debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un
diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista
de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos
demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la
indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana
acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste
el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral?
¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en
cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús,
Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia
humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino
que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña
también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza,
dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde
se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado,
271
pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una
cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto
un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que
en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas
como de toda la sociedad.
Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el
único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana
es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el
pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela
que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos
nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos
para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la
verdad que salvan al mundo.
En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido
consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos
llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana
a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué
difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión»,
un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer
plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que
conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La
liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación
espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La
aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación
de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la
purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos
estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal.
Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez
más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.
Deseo ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento a los
seminaristas y jóvenes religiosos que están aquí. Queridos amigos, con
gran generosidad os estáis encaminando por una senda de especial
consagración, enraizada en vuestro Bautismo y emprendida como
respuesta a la llamada personal del Señor. Os habéis comprometido, de
modos diversos, a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo
atrás y a dedicar vuestra vida a buscar la santidad y a servir a su pueblo.
En el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn
12,36). Estas palabras tienen un significado especial para vosotros,
queridos jóvenes seminaristas y religiosos. Son una invitación a confiar en
la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente en sus promesas.
Nos invitan a ver con los ojos de la fe la obra inefable de su gracia a
nuestro alrededor, también en estos tiempos sombríos en los que todos
nuestros esfuerzos parecen ser vanos. Dejad que este altar, con la imagen
imponente de Cristo, Siervo sufriente, sea una inspiración constante para
vosotros. Hay ciertamente momentos en que cualquier discípulo siente el
calor y el peso de la jornada (cf. Mt 20,12), y la dificultad para dar un
testimonio profético en un mundo que puede parecer sordo a las
272
exigencias de la Palabra de Dios. No tengáis miedo. Creed en la luz.
Tomad en serio la verdad que hemos escuchado hoy en la segunda lectura:
«Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8). La luz de la
Pascua sigue derrotando las tinieblas.
El Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de
vosotros ha emprendido la más grande y la más gloriosa de las batallas, la
de ser consagrados en la verdad, la de crecer en la virtud, la de alcanzar la
armonía entre pensamientos e ideales, por una parte, y palabras y obras,
por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo en la disciplina y
en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada día en la
luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica,
alimentados por la meditación de la Palabra inspirada por Dios. A los
Padres de la Iglesia les gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual,
un jardín donde podemos caminar libremente con Dios, admirando la
belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras da fruto en nuestra
propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la historia. Por
tanto, que la plegaria y la meditación de la Palabra de Dios sean lámpara
que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en el camino que os ha
indicado el Señor. Haced de la celebración diaria de la Eucaristía el centro
de vuestra vida. En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor
sean alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y
vuestra vida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo,
como sacrificio amoroso a Dios nuestro Padre.
De este modo, queridos jóvenes seminaristas y religiosos, llegaréis a
ser altares vivientes, sobre los cuales el amor sacrificial de Cristo se hace
presente como inspiración y fuente de alimento espiritual para cuantos
encontréis. Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad, pobreza
y obediencia, habéis emprendido el viaje de un discipulado radical que os
hará «signo de contradicción» (cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros
contemporáneos. Conformad cotidianamente vuestra vida a la auto-
oblación amorosa del Señor mismo en obediencia a la voluntad del Padre.
Así descubriréis la libertad y la alegría que pueden atraer a otros a ese
Amor que va más allá de cualquier otro amor como su fuente y su
cumplimiento último. No olvidéis jamás que la castidad por el Reino
significa abrazar una vida completamente dedicada al amor, a un amor que
os hace capaces de dedicaros vosotros mismos sin reservas al servicio de
Dios, para estar plenamente presentes entre los hermanos y hermanas,
especialmente entre los necesitados. Los tesoros más grandes que
compartís con otros jóvenes –vuestro idealismo, la generosidad, el tiempo
y las energías– son los verdaderos sacrificios que pondréis sobre el altar
del Señor. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma que Dios
os ha dado para su gloria y para la edificación de la Iglesia.

JMJ: LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO ES LA ESPERANZA


20080717. Discurso. Acogida de los jóvenes. Barangaroo,
Australia
273
Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de
la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron
llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario,
que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían
agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa
convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron
impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora
llamaban afectuosamente el Señor. Los Apóstoles eran en muchos
aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el
discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc
24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-
27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando
estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del
Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados,
gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-
38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos,
en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad
cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura
que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf.
Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33)
y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de
Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande
de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino
ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos
llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el
mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo
presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas,
incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran
buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran
encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él
vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).
Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para
proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y
contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos
pioneros –sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y
a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y
otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos
incluso con apenas veinte años– y, cuando saludaron para siempre a sus
padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos
volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses
egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran
parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de
bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de
inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe
que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de
educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme
convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al
274
Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres,
vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho
innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os
tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra
parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante,
de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo
personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.
Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí,
hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad
cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este
vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista
de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El
relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto
norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano
Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso
esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido
disfrutar durante un par de días, suscita un profundo sentido de temor
reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia
de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna,
las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos
de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse
eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es
tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?
Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y
mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros,
vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal
8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre
para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio,
en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.
Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que
también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la
deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para
alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de
islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del
nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías
desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como
algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso.
¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?
Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación
de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la
satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas
maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la
aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el
arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las
numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan
en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros
275
tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos
asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes
y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona
humana –perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la
disponibilidad de un adulto para perdonar– nos llena de profunda alegría y
gratitud.
Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de
reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural,
sino también el social –el hábitat que nos creamos nosotros mismos– tiene
sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en
nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar
hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es
bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos
sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más
evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la
violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e
internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a
cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación
sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera
virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».
Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la
tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está
fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad
absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor
a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más
importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier
consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una
auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un
debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a
la desesperación.
Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual.
Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y
con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple
sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una
búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto
hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir,
en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os
dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en
un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí
misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la
experiencia subjetiva suplanta a la verdad.
Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad,
puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los
Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la
vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el
Bautismo.
276
Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra
comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu
Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P
1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido
incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf.
1 Co 6,19). Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a
vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre,
dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).
Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los
lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo
cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro
humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la
«vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre
iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).
La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le
debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes
para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas
sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión
secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con
pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza
neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda
ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en
la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente
de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del
designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones
inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra
capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza
a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad
humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación
egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la
humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.
Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente
alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura
moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la
dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda –
como imagen del Creador– y que, por tanto, los derechos humanos son
universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de
negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos
lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres,
los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que
la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es
posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado,
se haya convertido en lugar de indecible violencia?
Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La
preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la
277
paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la
humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una
profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la
concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios
mismo y, por tanto, inviolable. Nuestro mundo está cansado de la codicia,
de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas
parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y
nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se
compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad
tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre
en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la
esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en
el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación
precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje
que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.

JMJ ¿QUÉ QUIERE DECIR VIVIR LA VIDA EN PLENITUD?


20080718. Discurso. Jóvenes en recuperación. Sydney, Australia
El nombre del programa que seguís nos invita a hacernos la siguiente
pregunta: ¿qué quiere decir realmente estar “vivo”, vivir la vida en
plenitud? Esto es lo que todos queremos, especialmente cuando somos
jóvenes, y es lo que Cristo quiere para nosotros. En efecto, Él dijo: “He
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). El
instinto más enraizado en todo ser vivo es el de conservar la vida, crecer,
desarrollarse y transmitir a otros el don de la vida. Por eso, es algo natural
que nos preguntemos cuál es la mejor manera de realizar todo esto.
Esta cuestión es tan acuciante para nosotros como le era también para
los que vivían en tiempos del Antiguo Testamento. Sin duda ellos
escuchaban con atención a Moisés cuando les decía: “Te pongo delante la
vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida, y vivirás tú y
tu descendencia amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a
él, pues él es tu vida” (Dt 30, 19-20). Estaba claro lo que debían hacer:
debían rechazar a los otros dioses para adorar al Dios verdadero, que se
había revelado a Moisés, y obedecer sus mandamientos. Se podría pensar
que actualmente es poco probable que la gente adore a otros dioses. Sin
embargo, a veces la gente adora a “otros dioses” sin darse cuenta. Los
falsos “dioses”, cualquiera que sea el nombre, la imagen o la forma que se
les dé, están casi siempre asociados a la adoración de tres cosas: los bienes
materiales, el amor posesivo y el poder.
Permitidme que me explique. Los bienes materiales son buenos en sí
mismos. No podríamos sobrevivir por mucho tiempo sin dinero, vestidos o
vivienda. Para vivir, necesitamos alimento. Pero, si somos codiciosos, si
nos negamos a compartir lo que tenemos con los hambrientos y los
pobres, convertimos nuestros bienes en una falsa divinidad. En nuestra
sociedad materialista, muchas voces nos dicen que la felicidad se consigue
poseyendo el mayor número de bienes posible y objetos de lujo. Sin
278
embargo, esto significa transformar los bienes en una falsa divinidad. En
vez de dar la vida, traen la muerte.
El amor auténtico es evidentemente algo bueno. Sin él, difícilmente
valdría la pena vivir. El amor satisface nuestras necesidades más
profundas y, cuando amamos, somos más plenamente nosotros mismos,
más plenamente humanos. Pero, qué fácil es transformar el amor en una
falsa divinidad. La gente piensa con frecuencia que está amando cuando
en realidad tiende a poseer al otro o a manipularlo. A veces trata a los
otros más como objetos para satisfacer sus propias necesidades que como
personas dignas de amor y de aprecio. Qué fácil es ser engañado por tantas
voces que, en nuestra sociedad, sostienen una visión permisiva de la
sexualidad, sin tener en cuenta la modestia, el respeto de sí mismo o los
valores morales que dignifican las relaciones humanas. Esto supone adorar
a una falsa divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.
El poder que Dios nos ha dado de plasmar el mundo que nos rodea es
ciertamente algo bueno. Si lo utilizamos de modo apropiado y responsable
nos permite transformar la vida de la gente. Toda comunidad necesita
buenos guías. Sin embargo, qué fuerte es la tentación de aferrarse al poder
por sí mismo, buscando dominar a los otros o explotar el medio ambiente
natural con fines egoístas. Esto significa transformar el poder en una falsa
divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.
El culto a los bienes materiales, el culto al amor posesivo y el culto al
poder, lleva a menudo a la gente a “comportarse como Dios”: intentan
asumir el control total, sin prestar atención a la sabiduría y a los
mandamientos que Dios nos ha dado a conocer. Este es el camino que
lleva a la muerte. Por el contrario, adorar al único Dios verdadero significa
reconocer en él la fuente de toda bondad, confiarnos a él, abrirnos al poder
saludable de su gracia y obedecer sus mandamientos: este es el camino
para elegir la vida.
Un ejemplo gráfico de lo que significa alejarse del camino de la
muerte y reemprender el camino de la vida, se encuentra en el relato del
Evangelio que seguramente todos conocéis bien: la parábola del hijo
pródigo. Al comienzo de la narración, aquél joven dejó la casa de su padre
buscando los placeres ilusorios prometidos por los falsos “dioses”.
Derrochó su herencia llevando una vida llena de vicios, encontrándose al
final en un estado de grande pobreza y miseria. Cuando tocó fondo,
hambriento y abandonado, comprendió que había sido una locura dejar la
casa de su padre, que tanto lo amaba. Regresó con humildad y pidió
perdón. Su padre, lleno de alegría, lo abrazó y exclamó: “Este hijo mío
estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.” (Lc
15, 24).
Muchos de vosotros habéis experimentado personalmente lo que vivió
aquél joven. Tal vez, habéis tomado decisiones de las que ahora os
arrepentís, elecciones que, aunque entonces se presentaban muy atractivas,
os han llevado a un estado más profundo de miseria y de abandono. El
abuso de las drogas o del alcohol, participar en actividades criminales o
nocivas para vosotros mismos, podrían aparecer entonces como la vía de
279
escape a una situación de dificultad o confusión. Ahora sabéis que en vez
de dar la vida, han traído la muerte. Quiero reconocer el coraje que habéis
demostrado decidiendo volver al camino de la vida, precisamente como el
joven de la parábola. Habéis aceptado la ayuda de los amigos o de los
familiares, del personal del programa “Alive”, de aquellos que tanto se
preocupan por vuestro bienestar y felicidad.
Queridos amigos, os veo como embajadores de esperanza para otros
que se encuentran en una situación similar. Al hablar desde vuestra
experiencia podéis convencerlos de la necesidad de elegir el camino de la
vida y rechazar el camino de la muerte. En todos los Evangelios, vemos
que Jesús amaba de modo especial a los que habían tomado decisiones
erróneas, ya que una vez reconocida su equivocación, eran los que mejor
se abrían a su mensaje de salvación. De hecho, Jesús fue criticado
frecuentemente por aquellos miembros de la sociedad, que se tenían por
justos, porque pasaba demasiado tiempo con gente de esa clase.
Preguntaban, “¿cómo es que vuestro maestro come con publicanos y
pecadores?” Él les respondió: “No tienen necesidad de médico los sanos,
sino los enfermos... No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir sus vidas eran los
más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Vosotros
podéis seguir sus pasos; también vosotros, de modo particular, podéis
acercaros particularmente a Jesús precisamente porque habéis elegido
volver a él. Podéis estar seguros que, a igual que el padre en el relato del
hijo pródigo, Jesús os recibe con los brazos abiertos. Os ofrece su amor
incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la
profunda amistad con él.
He dicho antes que cuando amamos satisfacemos nuestras necesidades
más profundas y llegamos a ser más plenamente nosotros mismos, más
plenamente humanos. Hemos sido hechos para amar, para esto hemos sido
hechos por el Creador. Lógicamente, no hablo de relaciones pasajeras y
superficiales; hablo de amor verdadero, del núcleo de la enseñanza moral
de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente, con todo tu ser”, y “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (cf. Mc 13, 30-31). Éste es, por así decirlo, el programa grabado
en el interior de cada persona, si tenemos la sabiduría y la generosidad de
conformarnos a él, si estamos dispuestos a renunciar a nuestras
preferencias para ponernos al servicio de los demás, y a dar la vida por el
bien de los demás, y en primer lugar por Jesús, que nos amó y dio su vida
por nosotros. Esto es lo que los hombres están llamados a hacer, y lo que
quiere decir realmente estar “vivo”.
Queridos jóvenes amigos, el mensaje que os dirijo hoy es el mismo
que Moisés pronunció hace tantos años: “elige la vida, y vivirás tú y tu
descendencia amando al Señor tu Dios”. Que su Espíritu os guíe por el
camino de la vida, obedeciendo sus mandamientos, siguiendo sus
enseñanzas, abandonando las decisiones erróneas que sólo llevan a la
muerte, y os comprometáis en la amistad con Jesús para toda la vida. Que
280
con la fuerza del Espíritu Santo elijáis la vida y el amor, y deis testimonio
ante el mundo de la alegría que esto conlleva.

JMJ: CÓMO LLEGAR A SER TESTIGOS DE CRISTO


20080719. Discurso. Vigilia JMJ. Hipódromo Randwick, Australia
Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de Cristo,
«cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y
hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del
mundo» (Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció
antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo
podemos imaginarlo. Pero sabemos que su amor profundo por Jesús y la
confianza en su palabra los impulsó a reunirse y esperar en la sala de
arriba, pero no una espera sin un sentido, sino juntos, unidos en la oración,
con las mujeres y con María (cf. Hch 1, 14). Esta tarde nosotros hacemos
lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del
icono de María, rezamos bajo el esplendor celeste de la constelación de la
Cruz del Sur. Esta tarde rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el
mundo. Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos. Acoged en
vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo.
Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida.
El otro día hablábamos de la unidad y de la armonía de la creación de
Dios y de nuestro lugar en ella. Hemos recordado cómo nosotros, que
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, mediante el gran don
del Bautismo nos hemos convertido en hijos adoptivos de Dios, nuevas
criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por
las velas encendidas que tenéis en vuestras manos, damos testimonio en
nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1,
5).
Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar a ser
testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su
presencia vivificante en nuestra vida. No es fácil. En efecto, la diversidad
de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu –viento,
fuego, soplo– ponen de manifiesto lo difícil que nos resulta tener una
comprensión clara de él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es
quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo
silencioso e invisible.
Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano es una ofrenda a un mundo
que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios se
debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen, o
el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la
explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad
contemporánea sufre un proceso de fragmentación por culpa de un modo
de pensar que por su naturaleza tiene una visión reducida, porque descuida
completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre Dios y sobre
nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro
281
en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de
vivir y de crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.
Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo
dividido y fragmentario? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz,
restablecimiento y armonía a esas «estaciones» de conflicto, de
sufrimiento y tensión por las que habéis querido pasar con esta Cruz de la
Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se
pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno
para el otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos
encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las
imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales,
tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad
«perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia
hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las
debilidades y los fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una
utopía espiritual.
Estos intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar
al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la
Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es
precisamente un don del Espíritu. Se traicionaría la naturaleza de la Iglesia
como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 3, 16). En efecto, es el
Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la
unifica en la comunión y el servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4).
Lamentablemente, la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan
de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así
llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y
abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente de Espíritu.
La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar.
Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de
contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de darnos media vuelta y
marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es
precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a
la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un
conocimiento más profundo. Queridos jóvenes, ¿acaso no es gracias a
vuestra fe que amigos en dificultad o en búsqueda de sentido para sus
vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois
capaces de oír, a través de las disonancias y las divisiones del mundo, la
voz acorde de la humanidad? Desde el niño abandonado en un campo de
Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre angustiado en un barrio
periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo de vuestro
corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento,
pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial
de ser uno, estar inmerso en la comunión, de estar edificado y ser guiado a
la verdad? El Espíritu Santo. Éste es su papel: realizar la obra de Cristo.
Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza de ir más allá
282
de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz,
para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.
Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida». El «Espíritu creador» es la fuerza de Dios
que da la vida a toda la creación y es la fuente de vida nueva y abundante
en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la
tradición apostólica. Él es quien inspira las Sagradas Escrituras y guía al
Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). De todos
estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón
mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto
mayor será nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será
nuestra inmersión en la vida de Dios uno y trino.
Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2 P 1, 4) tiene
lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de la vida, en los que Él
siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay momentos en los
que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de
Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis
marcharos?» (Jn 6, 67). Este alejamiento puede ofrecer tal vez la ilusión
de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En
nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de
vida eterna» (Jn 6, 67-69). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir
de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con
nosotros en la vida real, no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no
huir de ella: esto es lo que buscamos. Por eso el Espíritu Santo, con
delicadeza, pero también con determinación, nos atrae hacia lo que es real,
duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión
con la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos, la Persona olvidada de la
Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos parece algo
fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis
padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí
pronto que hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el
centro de la fe y de la vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener
un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo –los nombres ya
significaban mucho– mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad
seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado de
enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en
la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san
Agustín.
Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló de modo gradual; fue
una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, que era uno de
aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual
separando las cosas del espíritu de las de la carne. Como consecuencia de
ello, albergaba al principio sospechas respecto a la enseñanza cristiana
sobre la encarnación de Dios. Y, con todo, su experiencia del amor de Dios
presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida de Dios uno y
trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre el Espíritu Santo como
283
vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como
comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas
tres intuiciones no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo
actúa el Espíritu. Nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a
extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio, en un mundo en el
que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la
ausencia de unidad y de cohesión.
Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la
obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras
«Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a la naturaleza divina;
en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su
comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de ser lo que
es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad
peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una
unidad de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el
Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a vislumbrar
qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad,
como comunión. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre
relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y
tampoco la unidad es simplemente la suma total de los grupos mediante
los cuales intentamos a veces «definirnos» a nosotros mismos. De hecho,
sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente
la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios,
respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos
entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.
La segunda intuición de Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor
que permanece, se desprende del estudio que hizo sobre la Primera Carta
de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16).
Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su
conjunto, se han de entender también como expresión de una característica
particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza
permanente del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y
Dios en él» (ibíd.), Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien
garantiza el don duradero? La conclusión a la que llega es ésta: «El
Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor
el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De Trinitate
15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como
amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición?
El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o las
palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sagaces, no
pueden ser «del Espíritu». Más aún, el amor tiene un rasgo particular; en
vez de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o un fin que cumplir:
permanecer. El amor es duradero por su naturaleza. De nuevo, queridos
amigos, podemos echar una mirada a lo que el Espíritu Santo ofrece al
mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo de
la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero
que nos introduce en una unidad que permanece.
284
Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una
reflexión sobre una escena evangélica que todos conocemos y que nos
atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela
aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después
explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu es «el
don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que sacia de
verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta
observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como
don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más
echamos un vistazo sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es
Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, él se ofrece
nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, llegamos a
ver los límites de todo lo que acaba, la locura de una mentalidad
consumista. En particular, empezamos a entender porqué la búsqueda de
novedades nos deja insatisfechos y deseosos de algo más. ¿Acaso no
estaremos buscando un don eterno? ¿La fuente que nunca se acaba? Con
la Samaritana exclamamos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más
sed (cf. Jn 4, 15)!
Queridos jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien
realiza la maravillosa comunión de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su
naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa ahora a través de vosotros.
Inspirados por las intuiciones de san Agustín, haced que el amor
unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el
amor que se entrega vuestra misión.
Este mismo don del Espíritu Santo será mañana comunicado
solemnemente a los candidatos a la Confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de
espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de
fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu
santo temor». Estos dones del Espíritu –cada uno de ellos, como nos
recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único
amor de Dios- no son ni un premio ni un reconocimiento. Son
simplemente dados (cf. 1 Co 12, 11). Y exigen por parte de quien los
recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del misterio
profundo de lo que es ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es
principalmente lo que nosotros hacemos, sino lo que recibimos. Después
de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer
mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la
vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?
Los dones del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y
definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, orientados por su
naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía más estrechamente a la
totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos
edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4, 13). Nos
llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en las
parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la
escuela, en las capellanías universitarias o en otras organizaciones
católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, debe robustecerse en la
285
santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4).
Pero ¿con qué criterios? Con los del Espíritu Santo. Volveos a él, queridos
jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.
Esta tarde, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros
corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el don de
nuestra fe en la Trinidad. Recordemos a nuestros padres y abuelos, que
han caminado a nuestro lado cuando todavía éramos niños y han sostenido
nuestros primeros pasos en la fe. Ahora, después de muchos años, os
habéis reunido como jóvenes adultos alrededor del Sucesor de Pedro. Me
siento muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es
el autor de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741).
Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el
mismo camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a vivir los
dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra
fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte.
Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para
ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En
definitiva, la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el
simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el
interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza
del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias,
las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría, la
inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra
grandeza.
Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo
Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que
pronunció la beata Mary MacKillop cuando tenía precisamente veintiséis
años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en él.
Creed en la fuerza del Espíritu de amor.

JMJ: CUANDO EL ESPÍRITU DESCIENDA, RECIBIRÉIS


FUERZA
20080720. Homilía. XXIII JMJ. Hipódromo Randwick, Australia
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza»
(Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés,
como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado
a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en
el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a
predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en
cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las
maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la
esperanza y a la vida nueva en Cristo.
En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a
esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe,
jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder
del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran
286
asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra»
(Hch 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de
Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al
Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a
llevar a Cristo al mundo.
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza».
Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los
jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo,
durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada
uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu
de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en
sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen
cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En
efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en
la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones
del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para
transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo
cuerpo y un solo espíritu en Cristo».
Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida
de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el
alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de
la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo,
hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia
que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será
derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido
por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre
nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en
Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma
de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que
abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos
rodean.
Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo»,
todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y
del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han
abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente:
«colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la
gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de
jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una
experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida
de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de
Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación
y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el
Señor resucitado.
La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A
través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye
también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu
y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que
287
es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al
comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de
la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu
como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven,
ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).
Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que
podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El
amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos
cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de
nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego
conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos
permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más
profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la
privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo
Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura
receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el
Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a
nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre
presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos
dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su
amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos
permite ser sal y luz para nuestro mundo.
En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis
testigos… hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia,
damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros
como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión
de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a
todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres
y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia
en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter
Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu,
manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas
que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía
a vosotros.
Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis
vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas
sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis
viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un
mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un
falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han
dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar
sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán?
¿Qué os distinguirá?
La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos
encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión
magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la
nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que
288
Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías
que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad
entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de
esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha
efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera
unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza
puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal
104,30).
Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una
nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación
de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada
amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello
destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta,
sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su
dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una
nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la
apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones
humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas
de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente
hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la
humanidad.
El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras
sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto
espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de
desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes
agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de
significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor?
Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela
nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de
Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar
la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la
verdad sobre la vida.
También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de
vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser
siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura
de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un
don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene
especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes.
Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os
infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría.
Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo
especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No
tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría
en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la
santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.
Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El
Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con
289
el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa
recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados
indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas
criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo.
Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor
de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber sido
refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el
mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los
otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de
defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro
modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la
civilización del amor.
Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que
la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada
uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre
todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de
Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado
en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.

MARÍA, EL ÁNGEL Y EL ESPÍRITU


20080720. Angelus. Randwick, Australia
Nos disponemos ahora a recitar juntos la hermosa oración del Ángelus.
En ella reflexionaremos sobre María, mujer joven que conversa con el
ángel, que la invita, en nombre de Dios, a una particular entrega de sí
misma, de su vida, de su futuro como mujer y madre. Podemos imaginar
cómo debió sentirse María en aquel momento: totalmente estremecida,
completamente abrumada por la perspectiva que se le ponía delante.
El ángel comprendió su ansiedad e inmediatamente intentó calmarla:
«No temas, María… El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,30.35). El Espíritu fue quien le
dio la fuerza y el valor para responder a la llamada del Señor. El Espíritu
fue quien la ayudó a comprender el gran misterio que iba a cumplirse por
medio de Ella. El Espíritu fue el que la rodeó con su amor y la hizo capaz
de concebir en su seno al Hijo de Dios.
Esta escena es quizás el momento culminante de la historia de la
relación de Dios con su pueblo. En el Antiguo Testamento, Dios se reveló
de modo parcial y gradual, como hacemos todos en nuestras relaciones
personales. Se necesitó tiempo para que el pueblo elegido profundizase en
su relación con Dios. La Alianza con Israel fue como un tiempo de hacer
la corte, un largo noviazgo. Luego llegó el momento definitivo, el
momento del matrimonio, la realización de una nueva y eterna alianza. En
ese momento María, ante el Señor, representaba a toda la humanidad. En
el mensaje del ángel, era Dios el que brindaba una propuesta de
matrimonio con la humanidad. Y en nombre nuestro, María dijo sí.
290
En los cuentos, los relatos terminan en este momento: «y desde
entonces vivieron felices y contentos». En la vida real no es tan fácil.
Fueron muchas las dificultades que María tuvo que superar al afrontar las
consecuencias de aquel «sí» al Señor. Simeón profetizó que una espada le
traspasaría el corazón. Cuando Jesús tenía doce años, Ella experimentó las
peores pesadillas que los padres pueden tener, cuando tuvo a su hijo
perdido durante tres días. Y después de su actividad pública, sufrió la
agonía de presenciar su crucifixión y muerte. En las diversas pruebas Ella
permaneció fiel a su promesa, sostenida por el Espíritu de fortaleza. Y por
ello tuvo como recompensa la gloria.
Queridos jóvenes, también nosotros debemos permanecer fieles al «sí»
con que acogimos el ofrecimiento de amistad por parte del Señor.
Sabemos que Él nunca nos abandonará. Sabemos que Él nos sostendrá
siempre con los dones del Espíritu. María acogió la propuesta del Señor en
nombre nuestro. Dirijámonos, pues, a Ella y pidámosle que nos guíe en las
dificultades para permanecer fieles a esa relación vital que Dios estableció
con cada uno de nosotros. María es nuestro ejemplo y nuestra inspiración;
Ella intercede por nosotros ante su Hijo, y con amor materno nos protege
de los peligros.

NADIE NOS PUEDE QUITAR EL SER AMADOS POR DIOS


20080803. Ángelus. Bressanone
La primera lectura nos recuerda que las cosas más grandes de nuestra
vida no pueden ser adquiridas ni pagadas, porque las cosas más
importantes y elementales de nuestra vida sólo pueden ser un regalo: el sol
y su luz, el aire que respiramos, el agua, la belleza de la tierra, el amor, la
amistad, la vida misma. Todos estos bienes esenciales y centrales no
podemos comprarlos, sino que los recibimos como regalo.
La segunda lectura añade que eso significa que también hay cosas que
nadie nos puede quitar, que ninguna dictadura, ninguna fuerza destructora
nos puede robar. Nadie nos puede quitar el ser amados por Dios, que en
Cristo nos conoce y ama a cada uno; y, mientras tengamos esto, no somos
pobres, sino ricos.
El evangelio añade un tercer paso. Si de Dios recibimos dones tan
grandes, también nosotros debemos dar: en ámbito espiritual debemos dar
bondad, amistad y amor. Pero también debemos dar en el ámbito material.
El evangelio habla de compartir el pan. Estas dos cosas deben penetrar
hoy en nuestra alma. Debemos dar, porque también nosotros hemos
recibido. Debemos transmitir a los demás el don de la bondad, del amor y
de la amistad. A la vez, a todos los que necesitan de nosotros y a los que
podemos ayudar, debemos darles también dones materiales, haciendo así
que la tierra sea más humana, es decir, más cercana a Dios.

PABLO VI: EN EL CENTRO DE TODO ESTÁ SIEMPRE CRISTO


20080803. Ángelus. Bressanone
291
Ahora, queridos amigos, os invito a recordar con afecto filial,
juntamente conmigo, al siervo de Dios Papa Pablo VI, de cuya muerte
dentro de tres días conmemoraremos el trigésimo aniversario. En efecto, la
tarde del 6 de agosto de 1978 entregó su alma a Dios. Era la tarde de la
fiesta de la Transfiguración de Jesús, misterio de luz divina que siempre
ejerció una gran fascinación sobre su espíritu. Como Pastor supremo de la
Iglesia, Pablo VI guió al pueblo de Dios a la contemplación del rostro de
Cristo, Redentor del hombre y Señor de la historia.
Precisamente la amorosa orientación de la mente y del corazón hacia
Cristo fue uno de los ejes del concilio Vaticano II, una actitud
fundamental. En el centro de todo está siempre Cristo: en el centro de las
Escrituras y de la Tradición; en el corazón de la Iglesia, del mundo y de
todo el universo.
La divina Providencia llamó a Giovanni Battista Montini de la cátedra
de Milán a la de Roma en el momento más delicado del Concilio, cuando
la intuición del beato Juan XXIII corría el peligro de no tomar forma.
¡Cómo no dar gracias al Señor por su fecunda y valiente actividad
pastoral! A medida que nuestra mirada retrospectiva se hace más amplia y
consciente, resulta cada vez más grande, me atrevería a decir más
sobrehumano, el mérito de Pablo VI al presidir la asamblea conciliar, al
llevarla felizmente a término y al gobernar la agitada fase del posconcilio.
En realidad, podríamos decir, con el apóstol san Pablo, que la gracia de
Dios en él "no fue vana" (cf. 1 Co 15, 10). Hizo fructificar sus notables
dotes de inteligencia y su amor apasionado a la Iglesia y al hombre. A la
vez que damos gracias a Dios por el don de este gran Papa, nos
comprometemos a sacar provecho del tesoro de sus enseñanzas.
En el último período del Concilio, Pablo VI quiso rendir un homenaje
especial a la Madre de Dios y la proclamó solemnemente "Madre de la
Iglesia".

PERMANECER EN EL RADIO DEL SOPLO DEL ESPÍRITU


SANTO
20080806. Discurso. Encuentro con el clero. Bolzano-Bressanone
Santo Padre, me llamo Michael Horrer y soy seminarista. Con ocasión
de la XXIII Jornada mundial de la juventud, celebrada en Sydney,
Australia, en la que participé juntamente con otros jóvenes de nuestra
diócesis, usted reafirmó continuamente a los cuatrocientos mil jóvenes
presentes la importancia de la obra del Espíritu Santo en nosotros, los
jóvenes, y en la Iglesia. El tema de la Jornada era: "Recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch
1, 8). Hemos regresado fortalecidos por el Espíritu Santo y por sus
palabras. Le pregunto: ¿Cómo podemos vivir concretamente en nuestra
vida diaria los dones del Espíritu Santo y testimoniarlos a los demás, de
modo que también nuestros parientes, amigos y conocidos experimenten
la fuerza del Espíritu Santo y así podamos cumplir nuestra misión de
testigos de Cristo? ¿Qué nos aconseja para lograr que nuestra diócesis
292
siga siendo joven a pesar del envejecimiento del clero, y para que
permanezca abierta a la acción del Espíritu de Dios, que guía a la
Iglesia?
Gracias por su pregunta. Me alegra ver un seminarista, un candidato al
sacerdocio de esta diócesis, en cuyo rostro puedo descubrir, en cierto
sentido, el rostro joven de la diócesis. Asimismo, me alegra saber que
usted, juntamente con otros, estuvo en Sydney, donde en una gran fiesta de
la fe experimentamos juntos precisamente la juventud de la Iglesia.
También para los australianos fue una gran experiencia. Al inicio miraban
esta Jornada mundial de la juventud con gran escepticismo, porque como
es obvio implicaría muchas dificultades para su vida diaria, muchas
molestias, como por ejemplo para el tráfico, etc. Pero al final, como
hemos visto también en los medios de comunicación social, cuyos
prejuicios fueron desapareciendo poco a poco, todos se sintieron
implicados en ese clima de alegría y de fe. Vieron que los jóvenes vienen
y no crean problemas de seguridad ni de ningún otro tipo, sino que saben
estar juntos con alegría. También vieron que hoy la fe es una fuerza
presente; que es una fuerza capaz de dar la orientación correcta a las
personas. Por eso, fue un tiempo en que sentimos realmente el soplo del
Espíritu Santo, que barre los prejuicios, que hace entender a los hombres
que aquí encontramos lo que nos interesa realmente, que esta es la
dirección que debemos tomar, que así se puede vivir, que así nos abrimos
al futuro.
Usted ha dicho, con razón, que fue un tiempo fuerte, del que hemos
traído a casa una llamita. Ahora bien, en la vida diaria es mucho más
difícil percibir concretamente la acción del Espíritu Santo o incluso ser
personalmente un medio para que él pueda estar presente, para que se
realice aquel soplo que barre los prejuicios del tiempo, que en medio de la
oscuridad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tiene un futuro,
sino que es el futuro.
¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos
capaces. Al final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser
instrumentos disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que no
posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de modo
eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de él.
Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mismos
permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu Santo,
en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro
interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos
también nosotros transmitirlo a los demás. Entonces él nos da ideas
creativas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da ideas que no se pueden
programar, sino que surgen en la situación misma, porque allí está
actuando el Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es: nosotros mismos
debemos permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.
El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección,
el Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid
el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis,
293
donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida,
convirtiéndose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente
oscurecido y medio muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este
soplo de Dios que le da una nueva dimensión de vida, le da la vida con el
Espíritu Santo.
Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de
Jesucristo, y nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople
siempre sobre nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en
nosotros, y actúe en el mundo. Eso significa, por tanto, que debemos
mantenernos cerca de Cristo. Lo hacemos meditando en su Palabra.
Sabemos que el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu
Santo. Cuando a través de ella hablamos con Dios, cuando en ella no
buscamos sólo el pasado sino verdaderamente al Señor presente que nos
habla, entonces es como si nos encontráramos —como dije también en
Australia— paseando en el jardín del Espíritu Santo: nosotros hablamos
con él y él habla con nosotros. Aprender a ser de casa en este ámbito, en el
ámbito de la palabra de Dios, es muy importante, pues en cierto sentido
nos introduce en el soplo de Dios.
Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la
Palabra, debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en
el contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento
de la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros,
casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la
Penitencia, que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades
que la vida diaria pone en nosotros.
En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la
palabra de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San
Agustín dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de
Cristo". El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.
Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo
que sea una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga
acceso a nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo,
en que precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del
Espíritu Santo. Si hacemos esto, si no somos demasiado perezosos,
indisciplinados o indolentes, entonces nos sucederá algo, entonces nuestra
jornada tomará una forma, entonces nuestra vida misma tomará una forma
en ella y esta luz emanará de nosotros sin que tengamos que ponernos a
pensar demasiado, sin que tengamos que adoptar un modo de actuar —por
decirlo así— "propagandístico", pues vendrá por sí mismo, dado que
refleja nuestro espíritu.
A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada con
la primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos saldrán
bien. En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; además,
reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo muestra el
paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san Juan. La fe
se basa precisamente en la virtudes naturales: la honradez, la alegría, la
294
disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar, la
generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas.
Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que
verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se
refiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto:
hacer que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe
implica la plena realización del ser humano, de la humanidad. Deberíamos
poner mucha atención en realizar bien y de modo correcto nuestros
deberes humanos: en la profesión, en el respeto al prójimo,
preocupándonos de los demás, que es el mejor modo de preocuparnos de
nosotros mismos, pues pensar en el prójimo es el mejor modo de pensar en
nosotros mismos.
De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las
comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o
también la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan
dificultades, a los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y
muchas otras más... Así se nos abren los ojos para ver nuestras
capacidades personales, para poner en marcha otras iniciativas y saber
infundir en los demás la valentía de hacer lo mismo. Precisamente estas
obras humanas nos fortalecen, poniéndonos nuevamente, de algún modo,
en contacto con el Espíritu de Dios.
El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me
contó que en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar
algo de Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó
que uno de los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la
discoteca. Esto es realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los
demás". Estas son las iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros.
Sin muchas palabras, nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos
atención a Cristo.
Tal vez he dicho pocas cosas concretas, pero creo que lo más
importante es que, ante todo, nuestra vida esté orientada hacia el Espíritu
Santo, para que vivamos en el ámbito del Espíritu, en el Cuerpo de Cristo,
y que luego, a partir de esto, experimentemos la humanización, cultivemos
las sencillas virtudes humanas y así aprendamos a ser buenos en el sentido
más amplio de la palabra. De este modo se adquiere sensibilidad para las
iniciativas de bien que luego naturalmente desarrollan una fuerza
misionera y, en cierto sentido, preparan el momento en que resulta sensato
y comprensible hablar de Cristo y de nuestra fe.

Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y


trabajo en la escuela y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En
su discurso de Ratisbona, usted subrayó el vínculo sustancial que existe
entre el Espíritu Santo y la razón humana. Por otro lado, usted siempre ha
puesto de relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética.
Entonces, además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se
debería reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de
la Iglesia, para el anuncio y la liturgia?
295
Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón, la precisión, la
honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una razón que de
algún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada, sería una
razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para la fe esta
unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los desafíos del
pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de leyenda
irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una
respuesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre,
sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.
San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos
de la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su
labor teológica: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os
pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Apología del logos de la
esperanza, es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en
apología, en respuesta a los hombres. Evidentemente, san Pedro estaba
convencido de que la fe era logos, de que era una razón, una luz que
proviene de la Razón creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro
pensamiento. Precisamente por eso es universal; por eso puede ser
comunicada a todos.
Este Logos creador no es sólo un logos técnico —sobre este aspecto
volveremos en otra respuesta—; es amplio, es un logos que es amor y que,
por tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he
dicho en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor
apología de nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy
importantes, y no se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos,
sigue existiendo el disenso.
En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la
que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una
fuerza del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la
luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe,
constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa
catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la
belleza de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a
Cristo y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.
Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales —las catedrales
góticas y las espléndidas iglesias barrocas—, son un signo luminoso de
Dios y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el
cristianismo se trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una
velada Epifanía, aparece y resplandece.
Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la
gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible
la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las
catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros
muchos. Al escuchar todas estas obras —las Pasiones de Bach, su Misa en
si bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo
XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores
menos famosos— inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen
296
obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el
verdadero centro creador del mundo, no puede nacer esa belleza.
Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan
unidas, que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la
racionalidad de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón
no acaba donde acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en
el positivismo. La teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la
mitad de esa verdad. No ve que detrás está el Espíritu de la creación.
Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una
razón que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla
aparte como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un
arte racional —pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso
en nuestro arte barroco—, pero es expresión artística de una razón muy
amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión.
A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del
cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se
tocan. Y cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la
verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro
tiempo y a expresarse de forma artística convincente.
Así pues, querido padre Hopfgartner, gracias por su pregunta.
Tratemos de hacer que las dos categorías, la estética y la noética, estén
unidas, y que en esta gran amplitud se manifieste la integridad y la
profundidad de nuestra fe.

Santo Padre, soy don Willi Fusaro, tengo 42 años y estoy enfermo
desde el año de mi ordenación sacerdotal. Fui ordenado en junio de 1991.
Luego, en septiembre de ese mismo año me diagnosticaron esclerosis
múltiple. Soy cooperador parroquial en la parroquia del Corpus Christi
de Bolzano. Me impresionó mucho la figura del Papa Juan Pablo II,
sobre todo en el último tiempo de su pontificado, cuando llevaba con
valentía y humildad, ante el mundo entero, su debilidad humana. Dado
que usted estuvo muy cerca de su amado predecesor, y de acuerdo con su
experiencia personal, ¿qué palabras me puede comunicar, nos puede
comunicar a todos, para ayudar realmente a los sacerdotes ancianos y
enfermos a vivir bien y fructuosamente su sacerdocio en el presbiterio y
en la comunidad cristiana? Muchas gracias.
Gracias, padre. Para mí las dos partes del pontificado del Papa Juan
Pablo II son igualmente importantes. En la primera parte lo vimos como
gigante de la fe: con una valentía increíble, con una fuerza extraordinaria,
con una verdadera alegría de la fe, con una gran lucidez, llevó hasta los
confines de la tierra el mensaje del Evangelio. Habló con todos, abrió
nuevos caminos con los Movimientos, con el diálogo interreligioso, con
los encuentros ecuménicos, con la profundización de la escucha de la
palabra de Dios, con todo, con su amor a la sagrada liturgia. Realmente,
podemos decir que hizo caer no los muros de Jericó, sino los muros entre
dos mundos, precisamente con la fuerza de su fe. Este testimonio sigue
siendo inolvidable, sigue siendo una luz para este nuevo milenio.
297
Ahora bien, para mí sus últimos años de pontificado no tuvieron una
importancia menor, por el testimonio humilde de su pasión. ¡Cómo llevó
la cruz del Señor ante todos nosotros y realizó las palabras del Señor:
"Seguidme, llevando la cruz juntamente conmigo y siguiéndome a mí"!
Esta humildad, esta paciencia con la que aceptó casi la destrucción de su
cuerpo, la incapacidad cada vez mayor de usar la palabra, él que había
sido maestro de la palabra. Y así, creo yo, nos mostró visiblemente la
verdad profunda de que el Señor nos redimió con su cruz, con la Pasión,
como acto supremo de su amor. Nos mostró que el sufrimiento no es sólo
un "no", algo negativo, la falta de algo, sino que es una realidad positiva;
que el sufrimiento aceptado por amor a Cristo, por amor a Dios y a los
demás, es una fuerza redentora, una fuerza de amor y no menos poderosa
que los grandes actos que había realizado en la primera parte de su
pontificado. Nos enseñó un nuevo amor a los que sufren y nos hizo
comprender lo que quiere decir: "en la cruz y por la cruz hemos sido
salvados".
También en la vida del Señor tenemos estos dos aspectos. La primera
parte, en la que enseña la alegría del reino de Dios, da sus dones a los
hombres; y luego, en la segunda parte, el sumergirse en la Pasión, hasta el
último grito en la cruz. Precisamente así nos enseñó quién es Dios, que
Dios es amor y que, al identificarse con nuestro sufrimiento de seres
humanos, nos toma en sus manos y nos sumerge en su amor, y sólo el
amor es el baño de redención, de purificación y de un nuevo nacimiento.
Por eso, me parece que todos nosotros —siempre en un mundo que
vive de activismo, de juventud, de ser joven, fuerte, hermoso, de lograr
hacer grandes cosas— debemos aprender la verdad del amor que se
convierte en pasión y precisamente así redime al hombre y lo une a Dios
amor.
Por consiguiente, quiero dar las gracias a todos los que aceptan el
sufrimiento, a los que sufren con el Señor. Y quiero animar a todos a tener
un corazón abierto a los que sufren, a los ancianos, para comprender que
precisamente su pasión es una fuente de renovación para la humanidad y
crea en nosotros amor, nos une al Señor. Pero, al final, siempre es difícil
sufrir.
Recuerdo a la hermana del cardenal Mayer: estaba muy enferma, y,
cuando perdía la paciencia, él le decía: "Mira, tú estás ahora con el Señor".
Y ella le respondía: "Para ti es fácil decir eso, porque tú estás sano, pero
yo estoy en la pasión". Es verdad; en la pasión verdadera siempre resulta
difícil unirse realmente al Señor y permanecer en esta disposición de
unión con el Señor doliente. Oremos, pues, por todos los que sufren y
hagamos lo que esté de nuestra parte para ayudarles; mostremos nuestra
gratitud por su sufrimiento y ayudémosles en la medida en que podamos,
con gran respeto por el valor de la vida humana, precisamente de la vida
que sufre hasta el final. Y este es un mensaje fundamental del
cristianismo, que viene de la teología de la cruz: que el sufrimiento, la
pasión, es presencia del amor de Cristo, es desafío para nosotros a unirnos
a su Pasión.
298
Debemos amar a los que sufren, no sólo con palabras, sino con toda
nuestra acción y nuestro compromiso. Sólo así somos cristianos
realmente. En mi encíclica Spe salvi escribí que la capacidad de aceptar el
sufrimiento y a los que sufren es la medida de la humanidad que se posee
(cf. Spe salvi, 38). Donde falta esta capacidad, el hombre queda limitado,
redimensionado. Por tanto, oremos al Señor para que nos ayude en nuestro
sufrimiento y nos impulse a estar cerca de todos los que sufren en este
mundo.

Santo Padre, me llamo Karl Golser. Soy profesor de teología moral


aquí, en Bressanone, y también director del Instituto para la justicia, la
paz y la tutela de la creación; también soy canónigo. Me complace
recordar el tiempo en que pude trabajar con usted en la Congregación
para la doctrina de la fe. Como usted sabe, la Iglesia católica ha forjado
profundamente la historia y la cultura de nuestro país. Sin embargo, hoy,
a veces tenemos la sensación de que, como Iglesia, en cierto sentido nos
hemos retirado a la sacristía. Las declaraciones del magisterio pontificio
sobre las grandes cuestiones sociales no encuentran el debido eco en las
parroquias y en las comunidades eclesiales. Aquí, en Alto Adige, por
ejemplo, las autoridades y muchas asociaciones dedican mucha atención
a los problemas ambientales y de modo especial a los cambios climáticos:
los temas principales son el derretimiento de los glaciares, los
desprendimientos de tierra en las montañas, los problemas del coste de la
energía, el tráfico y la contaminación atmosférica. Son muchas las
iniciativas en favor de la tutela del ambiente. Sin embargo, para la mayor
parte de nuestros fieles esto tiene poca relación con la fe. ¿Qué podemos
hacer para llevar más a la vida de las comunidades cristianas el sentido
de responsabilidad con respecto a la creación? ¿Cómo podemos llegar a
ver cada vez más unidas la Creación y la Redención? ¿Cómo podemos
vivir de modo ejemplar un estilo de vida cristiano, que sea duradero? Y
¿cómo unirlo a una calidad de vida que sea atractiva para todos los
hombres de nuestra tierra?
Muchas gracias por su pregunta, querido profesor Golser. Seguramente
usted podría responder mucho mejor que yo a esas cuestiones, pero a
pesar de ello trataré de decir algo. Usted ha tocado el tema de la Creación
y de la Redención. Yo creo que es necesario poner nuevamente de relieve
este vínculo inseparable. En las últimas décadas, la doctrina de la
Creación casi había desaparecido de la teología, casi era imperceptible.
Ahora nos damos cuenta de los daños que derivan de esa actitud. El
Redentor es el Creador, y si nosotros no anunciamos a Dios en toda su
grandeza, de Creador y de Redentor, quitamos valor también a la
Redención.
En efecto, si Dios no tiene nada que decir en la creación; si es relegado
sólo a un ámbito de la historia, ¿cómo puede comprender realmente toda
nuestra vida? ¿Cómo podrá traer verdaderamente la salvación para el
hombre en su integridad y para el mundo en su totalidad? Por eso, para mí,
la renovación de la doctrina de la Creación y una nueva comprensión de la
299
inseparabilidad de la Creación y la Redención reviste una grandísima
importancia. Debemos reconocer de nuevo que él es el creator Spiritus, la
Razón que es el principio y de la que todo nace y de la que nuestra razón
no es más que una chispa. Y es él, el Creador mismo, quien también entró
en la historia y puede entrar en la historia y actuar en ella precisamente
porque él es el Dios del conjunto y no sólo de una parte.
Si reconocemos esto, se seguirá obviamente que la Redención, el ser
cristianos, es decir, sencillamente la fe cristiana, implican siempre y de
cualquier forma también responsabilidad con respecto a la creación. Hace
veinte o treinta años se acusaba a los cristianos —no sé si se les sigue
acusando de esto— de que eran los verdaderos responsables de la
destrucción de la creación, porque las palabras del Génesis —"someted la
tierra"— habrían llevado a una arrogancia con respecto a la creación,
cuyas consecuencias nosotros sufrimos hoy.
Creo que debemos esforzarnos de nuevo por ver toda la falsedad que
encierra esa acusación: a la vez que la tierra se consideraba creación de
Dios, la tarea de "someterla" nunca se entendió como una orden de hacerla
esclava, sino más bien como la tarea de ser custodios de la creación y de
desarrollar sus dones, de colaborar nosotros mismos activamente en la
obra de Dios, en la evolución que él ha puesto en el mundo, de forma que
los dones de la creación sean valorados y no pisoteados y destruidos.
Si pensamos en lo que ha surgido en torno a los monasterios; si vemos
cómo en esos lugares han surgido y siguen surgiendo pequeños paraísos,
oasis de la creación, resulta evidente que todo eso no son sólo palabras.
Donde la palabra del Creador se ha entendido de modo correcto, donde ha
habido vida con el Creador redentor, allí las personas se han
comprometido en la tutela de la creación y no en su destrucción.
En este contexto se puede citar el capítulo 8 de la carta a los Romanos,
donde se dice que la creación sufre y gime por la sumisión en que se
encuentra y que espera la revelación de los hijos de Dios: se sentirá
liberada cuando vengan criaturas, hombres que son hijos de Dios y que la
tratarán desde Dios. Yo creo que es precisamente esto lo que nosotros
podemos constatar como realidad: la creación gime —lo percibimos, casi
lo sentimos— y espera personas humanas que la miren desde Dios.
El consumo brutal de la creación comienza donde no está Dios, donde
la materia es sólo material para nosotros, donde nosotros mismos somos
las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad
nuestra y el consumo es sólo para nosotros mismos. El derroche de la
creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por
encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a nosotros mismos;
comienza donde no existe ya ninguna dimensión de la vida más allá de la
muerte, donde en esta vida debemos acapararlo todo y poseer la vida de la
forma más intensa posible, donde debemos poseer todo lo que es posible
poseer.
Por tanto, yo creo que sólo se pueden realizar y desarrollar,
comprender y vivir, instancias verdaderas y eficaces contra el derroche y
la destrucción de la creación donde la creación se considera desde Dios,
300
donde la vida se considera desde Dios y tiene dimensiones mayores, en la
responsabilidad ante Dios. Un día Dios nos dará la vida en plenitud, y ya
no nos será quitada: al dar la vida, nosotros la recibimos.
Así, yo creo que debemos esforzarnos con todos los medios que
tenemos por presentar la fe en público, especialmente donde ya hay
sensibilidad respecto de ella. Y pienso que la sensación de que el mundo
se nos está escapando —porque somos nosotros mismos los que lo
estamos expulsando— y el sentirnos agobiados por los problemas de la
creación, precisamente esto nos brinda una ocasión propicia para hablar
públicamente de nuestra fe y hacer que se la considere como una instancia
que propone. En efecto, no se trata sólo de encontrar técnicas que
prevengan los daños, aunque es importante descubrir energías alternativas
y otras cosas. Todo eso no bastará si nosotros mismos no asumimos un
nuevo estilo de vida, una disciplina, hecha también de renuncias; una
disciplina que nos obligue a reconocer a los demás, a los que pertenece la
creación tanto como a nosotros, los que más fácilmente podemos disponer
de ella; una disciplina de la responsabilidad con respecto al futuro de los
demás y a nuestro mismo futuro, porque es responsabilidad ante Aquel
que es nuestro Juez y, en cuanto Juez, también nuestro Redentor, pero
también es verdaderamente nuestro Juez.
Por consiguiente, creo que es necesario poner siempre juntas las dos
dimensiones —la Creación y la Redención, la vida terrena y la vida eterna,
la responsabilidad con respecto a la creación y la responsabilidad con
respecto a los demás y con respecto al futuro—, y que tenemos la tarea de
intervenir así, de manera clara y decidida, en la opinión pública. Para que
se nos escuche, al mismo tiempo debemos demostrar con nuestro ejemplo,
con nuestro propio estilo de vida, que estamos hablando de un mensaje en
el que nosotros mismos creemos y según el cual se puede vivir. Y pedimos
al Señor que nos ayude a todos a vivir la fe, la responsabilidad de la fe, de
tal manera que nuestro estilo de vida se transforme en testimonio; y que
nos ayude a hablar de tal manera que nuestras palabras transmitan de
modo creíble la fe como orientación en nuestro tiempo.

Santo Padre, me llamo Franz Pixner y soy párroco de dos grandes


parroquias. Yo mismo y muchos otros sacerdotes, e incluso laicos,
estamos preocupados por el aumento creciente del trabajo pastoral, entre
otras causas por las unidades pastorales que se están creando: la fuerte
presión del trabajo, la falta de reconocimiento, las dificultades con
respecto al Magisterio, la soledad, la disminución del número de
sacerdotes, pero también de las comunidades de fieles. Muchos se
preguntan qué nos está pidiendo Dios en esta situación y de qué modo el
Espíritu Santo quiere animarnos. En este contexto surgen preguntas, por
ejemplo con respecto al celibato de los sacerdotes; a la ordenación
sacerdotal de "viri probati"; a la implicación de los carismas,
especialmente de los carismas de las mujeres, en la pastoral; al encargo a
colaboradoras y colaboradores formados en teología para conferir el
bautismo y tener homilías. También se plantea la pregunta de cómo
301
podemos los sacerdotes, ante los nuevos desafíos, ayudarnos mutuamente
en una comunidad fraterna, y esto en los diversos niveles de diócesis,
decanato, unidad pastoral y parroquia.
Querido decano, ha planteado usted una serie de preguntas que ocupan
y preocupan a los pastores y a todos nosotros en esta época. Ciertamente,
usted es consciente de que yo no puedo dar una respuesta a todo en este
momento. Me imagino que usted habrá reflexionado con frecuencia en
todo esto también en diálogo con el obispo, y nosotros por nuestra parte
hablamos de ello en los Sínodos de los obispos. A mi parecer, todos
necesitamos mantener este diálogo entre nosotros, el diálogo de la fe y de
la responsabilidad, para encontrar el camino correcto en este tiempo
difícil, en muchos aspectos, para la fe y arduo para los sacerdotes. Nadie
tiene una receta pronta. Todos juntos la estamos buscando.
Con esta reserva, es decir, que juntamente con todos vosotros yo me
encuentro en este proceso de esfuerzo y de lucha interior, trataré de decir
unas palabras al respecto, como parte de un diálogo más amplio.
En mi respuesta, quiero tratar dos aspectos fundamentales. Por una
parte, el hecho de que el sacerdote es insustituible, así como el significado
y el modo del ministerio sacerdotal hoy; por otra —y esto hoy resalta más
que antes— la multiplicidad de los carismas y el hecho de que todos
juntos son Iglesia, edifican la Iglesia y, por esto, debemos esforzarnos por
suscitar los carismas, debemos cuidar este conjunto vivo que luego
sostiene también al sacerdote. Él sostiene a los demás, y los demás lo
sostienen a él. Solamente en este conjunto complejo y variado la Iglesia
puede crecer hoy y hacia el futuro.
Por una parte, siempre habrá necesidad del sacerdote totalmente
entregado al Señor y, por eso, totalmente entregado al hombre. En el
Antiguo Testamento está la llamada a la santificación, que más o menos
corresponde a lo que nosotros entendemos por consagración, incluso con
la ordenación sacerdotal: hay algo que es consagrado a Dios y, por eso, es
apartado de la esfera de lo común, es dado a Dios. Pero esto significa que
desde ese momento está a disposición de todos. Precisamente por haber
sido apartado y dado a Dios, ya no está aislado, sino que ha sido elevado
gracias al "para": para todos.
Creo que esto se puede aplicar también al sacerdocio de la Iglesia.
Significa que, por un lado, hemos sido entregados al Señor, apartados de
la esfera común, pero, por otro, hemos sido entregados a él porque de este
modo podemos pertenecerle totalmente y así pertenecer totalmente a los
demás. Debemos tratar de explicar continuamente esto a los jóvenes, que
son idealistas y quieren hacer algo por los demás; explicarles que
precisamente el hecho de haber sido "apartados del común" significa
"entrega al conjunto" y que esto es un modo importante, el modo más
importante de servir a los hermanos. Y de esto forma parte también el
ponerse verdaderamente a disposición del Señor con la totalidad del
propio ser y estar por eso totalmente a disposición de los hombres. Creo
que el celibato es una expresión fundamental de esta totalidad y ya por
esto es un gran reclamo en este mundo, porque sólo tiene sentido si
302
creemos verdaderamente en la vida eterna y si creemos que Dios nos
compromete y que nosotros podemos vivir para él.
Así pues, el sacerdote es insustituible porque en la Eucaristía,
partiendo de Dios, siempre edifica la Iglesia; porque en el sacramento de
la Penitencia siempre nos confiere la purificación; porque en el
sacramento el sacerdote es, precisamente, un ser implicado en el "para" de
Jesucristo. Pero yo sé bien que hoy, cuando un sacerdote no sólo debe
guiar una parroquia fácil de dirigir, sino varias parroquias, unidades
pastorales; cuando debe estar a disposición de un consejo o de otro, y así
sucesivamente, le resulta muy difícil llevar esa vida. Creo que en esta
situación es importante tener valentía para ponerse un límite y establecer
claramente las prioridades. Una prioridad fundamental de la vida
sacerdotal es estar con el Señor y, por tanto, dedicar tiempo a la oración.
San Carlos Borromeo decía siempre: "No podrás cuidar el alma de los
demás si descuidas la tuya. Al final, tampoco harás nada por los demás.
Debes dedicar también tiempo a estar con Dios".
Por tanto, quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que
podamos tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo
para estar en silencio para el Señor y con el Señor, como la Iglesia nos
propone hacer con el Breviario, con las oraciones del día, para poder así
enriquecernos siempre interiormente, para volver, como dije al responder
a la primera pregunta, al radio del soplo del Espíritu Santo. Con este punto
de partida ya puedo ordenar las prioridades. Debo aprender a ver qué es
verdaderamente esencial, dónde se requiere absolutamente mi presencia
de sacerdote y no puedo delegar a nadie. Al mismo tiempo, debo aceptar
con humildad el hecho de no poder realizar muchas cosas que tendría que
hacer, donde se requeriría mi presencia, porque reconozco mis límites. Yo
creo que la gente comprendería esta humildad.
Ahora, a eso quiero unir un segundo aspecto: saber delegar, llamar a
las personas a colaborar. Yo tengo la impresión de que la gente lo
comprende y también lo aprecia, cuando un sacerdote está con Dios,
cuando se entrega a su misión de ser quien ora por los demás. Nosotros —
dicen— no somos capaces de orar tanto; tú debes hacerlo por nosotros. En
el fondo, tú tienes el oficio de orar por nosotros. Quieren un sacerdote que
honradamente se esfuerce por vivir con el Señor y luego esté a disposición
de los hombres, de los que sufren, de los moribundos, de los niños, de los
jóvenes —yo diría que estas son las prioridades—, y que luego sepa
también distinguir las cosas que los demás pueden hacer mejor que él,
dejando actuar así a los carismas.
Pienso en los Movimientos y en muchas otras formas de colaboración
en la parroquia. Sobre todo esto se reflexiona juntamente también en la
diócesis misma, se crean formas y se promueven intercambios. Con razón
usted dijo que en ello es importante mirar, más allá de la parroquia, hacia
la comunidad de la diócesis, más aún, hacia la comunidad de la Iglesia
universal, que a su vez debe dirigir su mirada a lo que sucede en la
parroquia, analizando cuáles consecuencias derivan de ello para el
sacerdote.
303
Usted tocó, además, otro punto muy importante a mi parecer: los
sacerdotes, aunque tal vez viven geográficamente más lejos unos de otros,
son una verdadera comunidad de hermanos, que deben sostenerse y
ayudarse mutuamente. Esta comunión entre los sacerdotes hoy es muy
importante. Precisamente para no caer en el aislamiento, en la soledad con
sus tristezas, es importante encontrarnos con regularidad. Corresponde a la
diócesis establecer cómo se han de realizar del mejor modo posible los
encuentros entre los sacerdotes —hoy tenemos los coches, que facilitan
los desplazamientos— para que experimentemos continuamente el estar
juntos, para que aprendamos unos de otros, para que nos corrijamos y nos
ayudemos mutuamente, para que nos animemos y nos consolemos, de
modo que en esta comunión del presbiterio, juntamente con el obispo,
podamos prestar nuestro servicio a la Iglesia local.
Precisamente: ningún sacerdote está solo; formamos un presbiterio, y
cada uno sólo puede prestar su servicio en esta comunión con el obispo.
Ahora bien, esta hermosa comunión, que todos admitimos en el plano
teológico, debe llevarse también a la práctica, de las maneras que
establezca la Iglesia local. Y debe ampliarse, porque tampoco ningún
obispo es obispo solo, sino que es obispo en el Colegio, en la gran
comunión de los obispos. Esta es la comunión en la que debemos
comprometernos siempre. Y este es un aspecto muy hermoso del
catolicismo: a través del Primado, que no es una monarquía absoluta, sino
un servicio de comunión, podemos tener la certeza de esta unidad, de
forma que en una gran comunidad, con muchas voces, todos juntos
hagamos resonar la gran música de la fe en este mundo.
Pidamos al Señor que nos consuele siempre cuando creemos que ya no
aguantamos más. Sostengámonos unos a otros. Así el Señor nos ayudará a
encontrar juntos los caminos correctos.

Santo Padre, soy Paolo Rizzi, párroco y profesor de teología en el


Instituto superior de ciencias religiosas. Nos gustaría saber su opinión
pastoral sobre la situación de los sacramentos de la primera Comunión y
de la Confirmación. Cada vez con mayor frecuencia, los niños, los
muchachos y las muchachas que reciben estos sacramentos se preparan
con empeño por lo que se refiere a los encuentros de catequesis, pero no
participan en la Eucaristía dominical. Entonces cabe preguntarse: ¿qué
sentido tiene todo esto? A veces sentimos la tentación de decir:
"Entonces, mejor quedaos en vuestra casa". En cambio, se los sigue
aceptando, como siempre, pensando que en cualquier caso es mejor no
apagar el pabilo de la llamita que tiembla. Es decir, se piensa que, de
cualquier modo, el don del Espíritu puede influir más allá de lo que
vemos y que en una época de transición como esta es más prudente no
tomar decisiones drásticas. Más en general, hace treinta o treinta y cinco
años yo creía que nos estábamos encaminando a ser un pequeño rebaño,
una comunidad de minoría, más o menos en toda Europa; y que, por
consiguiente, se debería dar los sacramentos sólo a quienes se
comprometen verdaderamente en la vida cristiana. Luego, entre otras
304
razones por el estilo del pontificado de Juan Pablo II, he reconsiderado la
situación. Si se pueden hacer previsiones para el futuro, ¿qué piensa
usted? ¿Qué actitudes pastorales nos puede indicar? Gracias.
Bien; no puedo darle una respuesta infalible en este momento. Sólo
puedo tratar de responder según lo veo yo. Puedo decir que yo he
recorrido un itinerario semejante al suyo. En mi juventud yo era más bien
severo. Decía: los sacramentos son los sacramentos de la fe; por tanto,
donde no hay fe, donde no hay práctica de la fe, los sacramentos no se
pueden conferir. Después, siendo arzobispo de Munich, hablaba de ello
con mis párrocos. También entre ellos había dos corrientes: una severa y
una condescendiente. A lo largo de los tiempos también yo he
comprendido que debemos seguir siempre el ejemplo del Señor, que
estaba muy abierto incluso hacia las personas marginadas en Israel en
aquella época; era un Señor de la misericordia, según muchas autoridades
oficiales demasiado abierto hacia los pecadores, a los que acogía o
permitía que lo acogieran a él en sus cenas, atrayéndolos hacia sí en su
comunión.
Así pues, en sustancia, yo creo que los sacramentos son naturalmente
sacramentos de la fe, y donde no hubiera ningún elemento de fe, donde la
primera Comunión fuera sólo una fiesta con un banquete, hermosos
vestidos, grandes regalos, entonces ya no sería un sacramento de la fe. Sin
embargo, por otra parte, si vemos que hay una llamita de deseo de la
comunión en la Iglesia, un deseo también de estos niños que quieren
entrar en comunión con Jesús, me parece que conviene ser
condescendientes.
Desde luego, naturalmente, en nuestra catequesis debemos ayudarles a
entender que la Comunión, la primera Comunión, no debe quedar como
un hecho "aislado", sino que exige una continuidad de amistad con Jesús,
un camino con Jesús. Yo sé bien que los niños a menudo tienen intención
y deseo de ir el domingo a la misa, pero sus padres no les dejan cumplir
ese deseo. Si vemos que los niños lo quieren, que tienen el deseo de ir, me
parece que se trata casi de un sacramento de deseo, el deseo ("voto") de
una participación en la misa dominical. En este sentido, naturalmente, en
el marco de la preparación para los sacramentos, debemos hacer todo lo
posible para llegar también a los padres, a fin de despertar también en
ellos la sensibilidad por el camino que siguen sus hijos. Los padres deben
ayudar a sus hijos a seguir su deseo de entrar en amistad con Jesús, que es
forma de la vida, del futuro. Si los padres desean que sus hijos hagan la
primera Comunión, este deseo más bien social debería ampliarse al deseo
religioso, para hacer posible un camino con Jesús.
Por consiguiente, yo creo que en el contexto de la catequesis de los
niños, es muy importante también trabajar con los padres. Precisamente
esta es una ocasión para encontrarse con los padres, haciendo presente la
vida de la fe también a los adultos, porque de los niños —me parece—
pueden volver a aprender ellos la fe y comprender que esta gran
solemnidad sólo tiene sentido, sólo es verdadera y auténtica, si se realiza
en el contexto de un camino con Jesús, en el contexto de una vida de fe.
305
Por eso, es preciso convencer a los padres, a través de los niños, de la
necesidad de un camino preparatorio, que se manifiesta en la preparación
para los misterios y comienza a hacer que se amen estos misterios.
Soy consciente de que esta respuesta es bastante insuficiente, pero la
pedagogía de la fe siempre es un camino, y nosotros debemos aceptar las
situaciones de hoy, pero también abrirlas a algo más, para que no se limite
sólo a un recuerdo exterior de cosas, sino que toque verdaderamente el
corazón. En el momento en que quedamos convencidos, el corazón queda
tocado, pues ha sentido un poco el amor de Jesús, ha experimentado en
cierto modo el deseo de moverse en esta línea y en esta dirección. En ese
momento, a mi parecer, podemos decir que hemos hecho una verdadera
catequesis. En efecto, la catequesis tiene como finalidad propia llevar la
llama del amor de Jesús, aunque sea pequeña, al corazón de los niños y, a
través de los niños, a sus padres, abriendo así de nuevo los lugares de la fe
en nuestro tiempo.

EL SEÑOR JESÚS NOS TOMA DE LA MANO


20080810. Angelus. Bressanone
El Evangelio de este domingo nos lleva, de este lugar de reposo, a la
vida cotidiana. Narra cómo, después de la multiplicación de los panes, el
Señor va a la montaña para permanecer solo con el Padre. Entretanto, los
discípulos están en el lago y con su mísera barquita se esfuerzan en vano
por dominar el viento contrario. Este episodio tal vez se le presenta al
evangelista como una imagen de la Iglesia de su tiempo: cómo esta
barquita, que era la Iglesia de entonces, se hallaba en el viento contrario
de la historia y cómo parecía que el Señor la había olvidado. También
nosotros podemos ver allí una imagen de la Iglesia de nuestro tiempo, que
en muchas partes de la tierra fatiga por avanzar a pesar del viento
contrario y parece que el Señor está muy lejos. Pero el Evangelio nos da
respuesta, consolación y ánimo y al mismo tiempo nos indica un camino.
En efecto nos dice: sí, es verdad, el Señor está junto al Padre, pero
precisamente por eso no está lejos, sino que ve a cada uno, porque quien
está con Dios no se marcha, sino que está junto al prójimo. Y, en realidad,
el Señor los ve y en el momento oportuno va hacia ellos. Y cuando Pedro,
yendo a su encuentro corre el riesgo de ahogarse, él lo toma de la mano y
lo pone a salvo, en la barca. El Señor también a nosotros nos toma
continuamente de la mano: lo hace mediante la belleza de un domingo,
mediante la liturgia solemne, en la oración con la que nos dirigimos a él,
en el encuentro con la palabra de Dios, en múltiples situaciones de la vida
diaria. Él nos toma de la mano. Y sólo si nosotros agarramos la mano del
Señor, si nos dejamos guiar por él, nuestro camino será justo y bueno.
Por esto queremos rezarle, para que logremos encontrar siempre
nuevamente su mano. Y al mismo tiempo esto implica una exhortación:
que en su nombre, tendamos nuestra mano a los demás, a los que tienen
necesidad, para guiarlos a través de las aguas de nuestra historia.
306
EL SERVICIO MÁS IMPORTANTE: ANUNCIAR A JESUCRISTO
20080812. Mensaje. III Congreso americano misionero en Quito
El servicio más importante que podemos brindar a nuestros hermanos
es el anuncio claro y humilde de Jesucristo, que vino a este mundo para
que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10). De
nosotros, por tanto, que sin mérito alguno de nuestra parte somos
discípulos suyos, se espera "un testimonio muy creíble de santidad y
compromiso. Deseando y procurando esta santidad no vivimos menos,
sino mejor, porque cuando Dios pide más es porque está ofreciendo
mucho más" (Documento conclusivo de la V Conferencia general del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, n. 352).
Ante las dificultades de un ambiente a veces hostil, de la escasez de
resultados inmediatos y espectaculares o frente a la insuficiencia de
medios humanos, los invito a no dejarse vencer por el miedo, abatir por el
desánimo o arrastrar por la inercia. Recuerden las palabras de Jesús, el
buen Pastor: "Ustedes encontrarán la persecución en el mundo. Pero,
ánimo, yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).

ASUNCIÓN DE MARÍA
20080815. Homilía. Castelgandolfo
En el corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la
Asunción de la bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más
antigua. Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu,
donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la
belleza más auténtica, la de la santidad. El clima de la celebración de hoy
está todo él penetrado de alegría pascual. "Hoy —canta la antífona del
Magníficat— la Virgen María sube a los cielos; porque reina con Cristo
para siempre. Aleluya". Este anuncio nos habla de un acontecimiento
totalmente único y extraordinario, pero destinado a colmar de esperanza y
felicidad el corazón de todo ser humano. María es, en efecto, la primicia
de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo —
encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo— ha tenido ya
pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo
al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el
concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura
esperanza y de consolación (cf. Lumen gentium, 68). La fiesta de hoy nos
impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas
abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo
de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y él es
nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que
tendemos.
San Germán, obispo de Constantinopla en el siglo VIII, en un discurso
pronunciado en la fiesta de la Asunción, dirigiéndose a la celestial Madre
de Dios, se expresaba así: "Tú eres la que, por medio de tu carne
inmaculada, uniste a Cristo al pueblo cristiano... Como todo sediento corre
307
a la fuente, así toda alma corre a ti, fuente de amor; y como cada hombre
aspira a vivir, a ver la luz que no tramonta, así cada cristiano suspira por
entrar en la luz de la Santísima Trinidad, donde tú ya has entrado". Estos
mismos sentimientos nos animan hoy mientras contemplamos a María en
la gloria de Dios. Cuando ella se durmió en este mundo para despertarse
en el cielo, siguió simplemente por última vez al Hijo Jesús en su viaje
más largo y decisivo, en su paso "de este mundo al Padre" (cf. Jn 13, 1).
Como él, junto con él, partió de este mundo para volver "a la casa del
Padre" (cf. Jn 14, 2). Y todo esto no está lejos de nosotros, como quizá
podría parecer en un primer momento, porque todos somos hijos del
Padre, de Dios, todos somos hermanos de Jesús y todos somos también
hijos de María, nuestra Madre. Todos tendemos a la felicidad. Y la
felicidad a la que todos tendemos es Dios, así todos estamos en camino
hacia esa felicidad que llamamos cielo, que en realidad es Dios. Que
María nos ayude, nos anime, a hacer que todo momento de nuestra
existencia sea un paso en este éxodo, en este camino hacia Dios. Que nos
ayude a hacer así presente también la realidad del cielo, la grandeza de
Dios en la vida de nuestro mundo. En el fondo, ¿no es éste el dinamismo
pascual del hombre, de todo hombre, que quiere llegar a ser celestial,
totalmente feliz, en virtud de la resurrección de Cristo? ¿Y no es tal vez
este el comienzo y anticipación de un movimiento que se refiere a todo ser
humano y al cosmos entero? Aquella de la que Dios había tomado su
carne y cuya alma había sido traspasada por una espada en el Calvario fue
la primera en ser asociada, y de modo singular, al misterio de esta
transformación, a la que todos tendemos, traspasados a menudo también
nosotros por la espada del sufrimiento en este mundo.
La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así
como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada
es inseparable de la de su Madre terrena, María, y en ella toda la
humanidad está implicada en la Asunción hacia Dios, y con ella toda la
creación, cuyos gemidos, cuyos sufrimientos, son —como dice san Pablo
— los dolores de parto de la humanidad nueva. Nacen así los nuevos
cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque
ya no existirá la muerte (cf. Ap 21, 1-4).
¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra
contemplación! Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor.
Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por
nosotros y así a vencer la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino
de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después
de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible,
manteniendo abierto detrás de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy
la invocamos: "Puerta del cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los
pecadores". Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen
comprender estas realidades tan sublimes, sino la fe sencilla, pura, y el
silencio de la oración los que nos ponen en contacto con el misterio que
nos supera infinitamente. La oración nos ayuda a hablar con Dios y a
escuchar cómo el Señor habla a nuestro corazón.
308
Pidamos a María que nos haga hoy el don de su fe, la fe que nos hace
vivir ya en esta dimensión entre finito e infinito, la fe que transforma
incluso el sentimiento del tiempo y del paso de nuestra existencia, la fe en
la que sentimos íntimamente que nuestra vida no está encerrada en el
pasado, sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, allí donde Cristo nos ha
precedido y detrás de él, María.
Mirando a la Virgen elevada al cielo comprendemos mejor que nuestra
vida de cada día, aunque marcada por pruebas y dificultades, corre como
un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz.
Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino el ingreso en la vida
que no conoce la muerte. Nuestro ocaso en el horizonte de este mundo es
un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno.
"María, mientras nos acompañas en la fatiga de nuestro vivir y morir
diario, mantennos constantemente orientados hacia la verdadera patria de
las bienaventuranzas. Ayúdanos a hacer como tú has hecho".
Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos que esta mañana
participáis en esta celebración, hagamos juntos esta plegaria a María. Ante
el triste espectáculo de tanta falsa alegría y, a la vez, de tanta angustia y
dolor que se difunde en el mundo, debemos aprender de ella a ser signos
de esperanza y de consolación, debemos anunciar con nuestra vida la
resurrección de Cristo.
"Ayúdanos tú, oh Madre, fúlgida Puerta del cielo, Madre de la
Misericordia, fuente a través de la cual ha brotado nuestra vida y nuestra
alegría, Jesucristo. Amén".

EL MISTERIO DE LA ASUNCIÓN
20080815. Angelus. Castelgandolfo
En el corazón de las que los latinos llamaban feriae Augusti,
vacaciones de agosto —de ahí la palabra italiana "ferragosto"— la Iglesia
celebra hoy la Asunción de la Virgen María al cielo en alma y cuerpo. En
la Biblia, la última referencia a su vida terrena se halla al comienzo del
libro de los Hechos de los Apóstoles, que presenta a María recogida en
oración con los discípulos en el Cenáculo en espera del Espíritu Santo
(Hch 1, 14). Posteriormente, una doble tradición —en Jerusalén y en
Éfeso— atestigua su "dormición", como dicen los orientales, es decir, el
haberse "dormido" en Dios. Este acontecimiento que precedió su paso de
la tierra al cielo, ha sido confesado por la fe ininterrumpida de la Iglesia.
En el siglo VIII, por ejemplo, san Juan Damasceno, gran doctor de la
Iglesia oriental, afirma explícitamente la verdad de su asunción corpórea,
estableciendo una relación directa entre la "dormición" de María y la
muerte de Jesús. Escribe en una célebre homilía: "Era necesario que la
que había llevado en su seno al Creador cuando era niño, habitase con él
en los tabernáculos del cielo" (Homilía II sobre la Dormición, 14: PG 96,
741 B). Como es sabido, esta firme convicción de la Iglesia halló su
309
coronación en la definición dogmática de la Asunción, pronunciada por mi
venerado predecesor Pío XII en el año 1950.
Como enseña el concilio Vaticano II, a María Santísima hay que
colocarla siempre en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En esta
perspectiva, "la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y
alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el
siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf.
2 P 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de
esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium, 68). Desde el paraíso la
Virgen sigue velando siempre, especialmente en las horas difíciles de la
prueba, sobre sus hijos, que Jesús mismo le confió antes de morir en la
cruz. ¡Cuántos testimonios de esta materna solicitud suya se encuentran al
visitar los santuarios a ella dedicados!
María elevada al cielo nos indica la meta última de nuestra
peregrinación terrena. Nos recuerda que todo nuestro ser —espíritu, alma
y cuerpo— está destinado a la plenitud de la vida; que quien vive y muere
en el amor de Dios y del prójimo será transfigurado a imagen del cuerpo
glorioso de Cristo resucitado; que el Señor humilla a los soberbios y
enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 51-52). La Virgen proclama esto
eternamente con el misterio de su Asunción. ¡Que tú seas siempre alabada,
oh Virgen María! Ruega al Señor por nosotros.

CRISTO ES EL VERDADERO TESORO


20080824. Ángelus
La liturgia de este domingo nos dirige a los cristianos, pero al mismo
tiempo a todo hombre y a toda mujer, la doble pregunta que Jesús planteó
un día a sus discípulos. Primero les interrogó diciendo: "¿Quién dice la
gente que es el Hijo del hombre?". Ellos le respondieron que para algunos
del pueblo él era Juan el Bautista resucitado; para otros, Elías, Jeremías o
alguno de los profetas. Entonces el Señor interpeló directamente a los
Doce: "¿Y vosotros quién decís que soy yo?". En nombre de todos, con
impulso y decisión, fue Pedro quien tomó la palabra: "Tú eres el Cristo, el
Hijo del Dios vivo". Solemne profesión de fe, que desde entonces la
Iglesia sigue repitiendo.
También nosotros queremos proclamar esto hoy con íntima
convicción: ¡Sí, Jesús, tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! Lo hacemos
con la conciencia de que Cristo es el verdadero "tesoro" por el que vale la
pena sacrificarlo todo; él es el amigo que nunca nos abandona, porque
conoce las expectativas más íntimas de nuestro corazón. Jesús es el "Hijo
del Dios vivo", el Mesías prometido, que vino a la tierra para ofrecer a la
humanidad la salvación y para colmar la sed de vida y de amor que siente
todo ser humano. ¡Cuán beneficioso sería para la humanidad si acogiera
este anuncio que conlleva la alegría y la paz!
"Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". A esta inspirada profesión de
fe por parte de Pedro, Jesús replica: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
310
A ti te daré las llaves del reino de los cielos". Es la primera vez que Jesús
habla de la Iglesia, cuya misión es el cumplimiento del plan grandioso de
Dios de reunir en Cristo a toda la humanidad en una única familia.
La misión de Pedro y de sus sucesores consiste precisamente en servir
a esta unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos de
todos los pueblos; su ministerio indispensable es hacer que no se
identifique nunca con una sola nación, con una sola cultura, sino que sea
la Iglesia de todos los pueblos, para hacer presente entre los hombres,
marcados por numerosas divisiones y contrastes, la paz de Dios y la fuerza
renovadora de su amor. Por tanto, la misión particular del Papa, Obispo de
Roma y Sucesor de Pedro, consiste en servir a la unidad interior que
proviene de la paz de Dios, la unidad de cuantos en Jesucristo se han
convertido en hermanos y hermanas.

LA CRUZ NO ES UN DESIGNIO CRUEL DEL PADRE


20080831. Ángelus
También hoy, en el Evangelio, aparece en primer plano el apóstol san
Pedro, como el domingo pasado. Pero, mientras que el domingo pasado lo
admiramos por su fe sincera en Jesús, a quien proclamó Mesías e Hijo de
Dios, esta vez, en el episodio sucesivo, muestra una fe aún inmadura y
demasiado vinculada a la "mentalidad de este mundo" (cf. Rm 12, 2).
En efecto, cuando Jesús comienza a hablar abiertamente del destino
que le espera en Jerusalén, es decir, que tendrá que sufrir mucho y ser
asesinado para después resucitar, san Pedro protesta diciendo: "¡Lejos de
ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso" (Mt 16, 22). Es evidente que
el Maestro y el discípulo siguen dos maneras opuestas de pensar. San
Pedro, según una lógica humana, está convencido de que Dios no
permitiría nunca que su Hijo terminara su misión muriendo en la cruz.
Jesús, por el contrario, sabe que el Padre, por su inmenso amor a los
hombres, lo envió a dar la vida por ellos y que, si esto implica la pasión y
la cruz, conviene que suceda así. Por otra parte, sabe también que la
última palabra será la resurrección. La protesta de san Pedro, aunque fue
pronunciada de buena fe y por amor sincero al Maestro, a Jesús le suena
como una tentación, una invitación a salvarse a sí mismo, mientras que
sólo perdiendo su vida la recibirá nueva y eterna por todos nosotros.
Ciertamente, si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir
crucificado, no se trata de un designio cruel del Padre celestial. La causa
es la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad
tan grave y mortal que exigía toda su sangre. De hecho, con su muerte y
su resurrección, Jesús derrotó el pecado y la muerte, restableciendo el
señorío de Dios. Pero la lucha no ha terminado: el mal existe y resiste en
toda generación y, como sabemos, también en nuestros días. ¿Acaso los
horrores de la guerra, la violencia contra los inocentes, la miseria y la
injusticia que se abaten contra los débiles, no son la oposición del mal al
reino de Dios? Y ¿cómo responder a tanta maldad si no es con la fuerza
desarmada y desarmante del amor que vence al odio, de la vida que no
311
teme a la muerte? Es la misma fuerza misteriosa que utilizó Jesús, a costa
de ser incomprendido y abandonado por muchos de los suyos.
Queridos hermanos y hermanas, para llevar a pleno cumplimiento la
obra de la salvación, el Redentor sigue asociando a sí y a su misión a
hombres y mujeres dispuestos a tomar la cruz y seguirlo. Como para
Cristo, también para los cristianos cargar la cruz no es algo opcional, sino
una misión que hay que abrazar por amor. En nuestro mundo actual, en el
que parecen dominar las fuerzas que dividen y destruyen, Cristo no deja
de proponer a todos su invitación clara: quien quiera ser mi discípulo,
renuncie a su egoísmo y lleve conmigo la cruz. Invoquemos la ayuda de la
Virgen santísima, la primera que siguió a Jesús por el camino de la cruz,
hasta el final. Que ella nos ayude a seguir con decisión al Señor, para
experimentar ya desde ahora, también en las pruebas, la gloria de la
resurrección.

NATIVIDAD DE MARÍA
20080907. Homilía. Cágliari. Santuario de Bonaria
Estamos en el día del Señor, el domingo, pero, dada la circunstancia
particular, la liturgia de la Palabra nos ha propuesto lecturas propias de las
celebraciones dedicadas a la santísima Virgen. En concreto, se trata de los
textos previstos para la fiesta de la Natividad de María.
Son lecturas que contienen siempre una referencia al misterio del
nacimiento. Ante todo, en la primera lectura, el estupendo oráculo del
profeta Miqueas sobre Belén, en el que se anuncia el nacimiento del
Mesías. El oráculo dice que será descendiente del rey David, procedente
de Belén como él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues
"sus orígenes son de antigüedad", se pierden en los tiempos más lejanos,
confinan con la eternidad; su grandeza llegará "hasta los últimos confines
de la tierra" y así serán también los confines de la paz (cf. Mi 5, 1-4).
Para definir la venida del "Consagrado del Señor", que marcará el
inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión
enigmática: "Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5,
2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a
reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el
del Mesías, Hijo de David.
El evangelio, una página del apóstol san Mateo, nos ha presentado
precisamente el relato del nacimiento de Jesús. Ahora bien, antes el
evangelista nos ha propuesto la lista de la genealogía, que pone al inicio
de su evangelio como un prólogo. También aquí el papel de María en la
historia de la salvación resalta con gran evidencia: el ser de María es
totalmente relativo a Cristo, en particular a su encarnación. "Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado
Cristo" (Mt 1, 16).
Salta a la vista la discontinuidad que existe en el esquema de la
genealogía: no se lee "engendró", sino "María, de la que nació Jesús,
llamado Cristo". Precisamente en esto se aprecia la belleza del plan de
312
Dios que, respetando lo humano, lo fecunda desde dentro, haciendo brotar
de la humilde Virgen de Nazaret el fruto más hermoso de su obra creadora
y redentora.
El evangelista pone luego en escena la figura de san José, su drama
interior, su fe robusta y su rectitud ejemplar. Tras sus pensamientos y sus
deliberaciones está el amor a Dios y la firme voluntad de obedecerle. Pero
¿cómo no sentir que la turbación y, luego, la oración y la decisión de José
están motivados, al mismo tiempo, por la estima y por el amor a su
prometida? En el corazón de san José la belleza de Dios y la de María son
inseparables; sabe que no puede haber contradicción entre ellas. Busca en
Dios la respuesta y la encuentra en la luz de la Palabra y del Espíritu
Santo: "La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre
Emmanuel", que significa "Dios con nosotros" (Mt 1, 23; cf. Is 7, 14).
Así, una vez más, podemos contemplar el lugar que ocupa María en el
plan salvífico de Dios, el "plan" del que nos habla la segunda lectura,
tomada de la carta a los Romanos. Aquí, el apóstol san Pablo, en dos
versículos de notable densidad, expresa la síntesis de lo que es la
existencia humana desde un punto de vista meta-histórico: una parábola
de salvación que parte de Dios y vuelve de nuevo a él; una parábola
totalmente impulsada y gobernada por su amor.
Se trata de un plan salvífico completamente penetrado por la libertad
divina, la cual, sin embargo, espera que la libertad humana dé una
contribución fundamental: la correspondencia de la criatura al amor de su
Creador. Y aquí, en este espacio de la libertad humana, percibimos la
presencia de la Virgen María, aunque no se la nombre explícitamente. En
efecto, ella es, en Cristo, la primicia y el modelo de "los que aman a Dios"
(Rm 8, 28).
En la predestinación de Jesús está inscrita la predestinación de María,
al igual que la de toda persona humana. El "Heme aquí" del Hijo
encuentra un eco fiel en el "Heme aquí" de la Madre (cf. Hb 10, 7), al
igual que en el "Heme aquí" de todos los hijos adoptivos en el Hijo, es
decir, de todos nosotros.

FORMAR ES AYUDAR A CONGIFURARSE CON CRISTO


20080907. Discurso. Sacerdotes, seminaristas. Cágliari.
Acompañar en su itinerario formativo a los candidatos a la misión
sacerdotal significa ayudarles en primer lugar a configurarse con Cristo.
En ese compromiso, vosotros, queridos formadores y profesores, estáis
llamados a desempeñar una función insustituible, pues precisamente
durante estos años se ponen las bases del futuro ministerio del sacerdote.
Por eso, como he afirmado en varias ocasiones, es preciso ayudar a los
seminaristas a hacer una experiencia personal de Dios a través de la
oración personal y comunitaria diaria, y sobre todo a través de la
Eucaristía, celebrada y sentida como el centro de toda la propia vida.
En la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis Juan
Pablo II escribió: "La formación intelectual teológica y la vida espiritual
313
—en particular la vida de oración— se encuentran y refuerzan
mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la investigación ni al
gusto espiritual de la oración" (n. 53).
Queridos seminaristas y alumnos de la Facultad teológica, ya sabéis
que la formación teológica es tarea sumamente compleja y comprometida.
Debe llevaros a poseer una visión "completa y unitaria" de las verdades
reveladas y de su acogida en la experiencia de fe de la Iglesia. De aquí
brota la doble exigencia de conocer la totalidad de las verdades cristianas
y de conocer esas verdades no como verdades separadas una de otra, sino
de manera orgánica, como una unidad, como una única verdad de fe en
Dios, elaborando "una síntesis que sea fruto de las aportaciones de las
diversas disciplinas teológicas, cuyo carácter específico alcanza auténtico
valor sólo en la profunda coordinación de todas ellas" (ib., 54); esa
síntesis nos permite ver la unidad de la verdad, la unidad de nuestra fe.
Además, en estos años, todas las actividades e iniciativas deben
disponeros a entrar en comunión con la caridad de Cristo, buen Pastor.
Habéis sido llamados a ser el día de mañana sus ministros y
testigos: ministros de su gracia y testigos de su amor. Por tanto,
juntamente con el estudio y las experiencias pastorales y apostólicas, con
las que podéis contar, no olvidéis poner en primer lugar la búsqueda
constante de una íntima comunión con Cristo. Aquí, y sólo aquí, reside el
secreto de vuestro verdadero éxito apostólico.
Queridos presbíteros, queridos aspirantes al sacerdocio y a la vida
consagrada, Dios os quiere a todos para sí y os llama a ser obreros en su
viña… Que no os asusten ni os desalienten las dificultades. Como
sabemos, el grano de trigo y la cizaña crecerán juntos hasta el fin del
mundo (cf. Mt 13, 30). Es importante ser granos de trigo que, caídos en
tierra, dan fruto. Profundizad en la conciencia de vuestra identidad: el
sacerdote, para la Iglesia y en la Iglesia, es signo humilde pero real del
único y eterno Sacerdote, que es Jesús. Debe proclamar de modo
autorizado su palabra, renovar sus gestos de perdón y de entrega, imitar su
solicitud amorosa al servicio de su rebaño, en comunión con los pastores y
fielmente dócil a las enseñanzas del Magisterio.

FAMILIA, FORMACIÓN Y FE PROFUNDA


20080907. Discurso. Jóvenes. Cágliari.
Conozco vuestro entusiasmo, los deseos que albergáis y el empeño que
ponéis en realizarlos. Y no ignoro las dificultades y los problemas que
encontráis. Por ejemplo, pienso —y hemos oído hablar de ello— en la
plaga del desempleo y de la precariedad del trabajo, que ponen en peligro
vuestros proyectos; pienso en la emigración, en el éxodo de las fuerzas
más lozanas y emprendedoras, con el consiguiente desarraigo del
ambiente, que a veces implica daños psicológicos y morales, antes que
sociales.
Y ¿qué decir del hecho de que en la actual sociedad consumista el
lucro y el éxito se han convertido en los nuevos ídolos ante los cuales
314
muchos se postran? La consecuencia es que se tiende a dar valor sólo a
quien —como se suele decir— "ha hecho fortuna" y es "famoso", y no a
quien cada día debe luchar fatigosamente por salir adelante. La posesión
de los bienes materiales y el aplauso de la gente han sustituido el trabajo
sobre uno mismo que sirve para templar el espíritu y formar una
personalidad auténtica. Se corre el riesgo de ser superficial, de recorrer
atajos peligrosos en busca del éxito, entregando así la vida a experiencias
que suscitan satisfacciones inmediatas, pero que en sí mismas son
precarias y falaces. Aumenta la tendencia al individualismo y, cuando la
persona se concentra sólo en sí misma, se vuelve inevitablemente frágil;
falta la paciencia de la escucha, fase indispensable para comprender al
otro y trabajar juntos.
El 20 de octubre de 1985, el querido Papa Juan Pablo II, al encontrarse
aquí en Cágliari con los jóvenes provenientes de toda Cerdeña, propuso
tres valores importantes para construir una sociedad fraterna y solidaria.
Son indicaciones muy actuales también hoy y quiero retomarlas de buen
grado destacando en primer lugar el valor de la familia, que hay que
conservar —dijo el Papa— como "herencia antigua y sagrada". Todos
vosotros experimentáis la importancia de la familia, en cuanto hijos y
hermanos; pero la capacidad de formar una nueva no se puede dar por
descontada. Es necesario prepararse para ello. En el pasado, la sociedad
tradicional ayudaba más a formar y conservar una familia. Hoy ya no es
así, o lo es en teoría, pero en la realidad predomina una mentalidad
diversa. Se admiten otras formas de convivencia; a veces se usa el término
"familia" para uniones que, en realidad, no son familia. Sobre todo en
nuestro contexto se ha reducido mucho la capacidad de los esposos de
defender la unidad del núcleo familiar incluso a costa de grandes
sacrificios.
Queridos jóvenes, recuperad el valor de la familia; amadla, no sólo por
tradición, sino por una elección madura y consciente: amad a vuestra
familia de origen y preparaos para amar también la que, con la ayuda de
Dios, vosotros mismos formaréis. Digo "preparaos", porque el amor
verdadero no se improvisa. El amor no sólo consta de sentimiento, sino
también de responsabilidad, de constancia y de sentido del deber. Todo
esto se aprende con el ejercicio prolongado de las virtudes cristianas de la
confianza, la pureza, el abandono en la Providencia y la oración.
En este compromiso de crecimiento hacia un amor maduro os
sostendrá siempre la comunidad cristiana, porque en ella la familia tiene
su dignidad más alta. El concilio Vaticano II la llama "pequeña Iglesia",
porque el matrimonio es un sacramento, es decir, un signo santo y eficaz
del amor que Dios nos da en Cristo a través de la Iglesia.
Íntimamente unido a este primer valor, del que he hablado, está el otro
valor que deseo subrayar: la seria formación intelectual y moral,
indispensable para proyectar y construir vuestro fututo y el de la sociedad.
El que en esto os hace "descuentos" no quiere vuestro bien. En efecto,
¿cómo se podría proyectar seriamente el futuro, si se descuida el deseo
natural de saber y confrontaros que hay en vosotros? La crisis de una
315
sociedad comienza cuando ya no sabe transmitir a las nuevas generaciones
su patrimonio cultural y sus valores fundamentales.
No me refiero sólo y simplemente al sistema escolar. La cuestión es
más amplia. Como sabemos, existe una emergencia educativa y, para
afrontarla, hacen falta padres y formadores capaces de compartir todo lo
bueno y verdadero que han experimentado y profundizado personalmente.
Hacen falta jóvenes interiormente abiertos, deseosos de aprender y de
llevar todo a las exigencias y evidencias originarias del corazón. Sed de
verdad libres, o sea, apasionados por la verdad. El Señor Jesús dijo: "La
verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
En cambio, el nihilismo moderno predica lo opuesto, es decir, que la
libertad os hace verdaderos. Más aún, hay quien sostiene que no existe
ninguna verdad, abriendo así el camino al vaciamiento de los conceptos de
bien y de mal, haciéndolos incluso intercambiables. Me han dicho que en
la cultura sarda existe este proverbio: "Mejor que falte el pan y no la
justicia". En efecto, un hombre puede soportar y superar el hambre, pero
no puede vivir donde se proscriben la justicia y la verdad. El pan material
no basta, no es suficiente para vivir humanamente de modo pleno; hace
falta otro alimento del que es preciso tener siempre hambre, del que es
necesario alimentarse para el propio crecimiento personal y para el de la
familia y la sociedad.
Este alimento —es el tercer gran valor— es una fe sincera y profunda,
que se convierta en sustancia de vuestra vida. Cuando se pierde el sentido
de la presencia y de la realidad de Dios, todo se "achata" y se reduce a una
sola dimensión. Todo queda "aplastado" en el plano material. Cuando cada
cosa se considera solamente por su utilidad, ya no se capta la esencia de lo
que nos rodea y, sobre todo, de las personas con quienes nos encontramos.
Si se pierde el misterio de Dios, desaparece también el misterio de todo lo
que existe: las cosas y las personas me interesan en la medida en que
satisfacen mis necesidades, no por sí mismas. Todo esto constituye un
hecho cultural, que se respira desde el nacimiento y produce efectos
interiores permanentes. En este sentido, la fe, antes de ser una creencia
religiosa, es un modo de ver la realidad, un modo de pensar, una
sensibilidad interior que enriquece al ser humano como tal.
Pues bien, queridos amigos, Cristo es también en esto el Maestro,
porque compartió en todo nuestra humanidad y es contemporáneo del
hombre de todas las épocas. Esta realidad típicamente cristiana es una
gracia estupenda. Estando con Jesús, frecuentándolo como un amigo en el
Evangelio y en los sacramentos, podéis aprender, de modo nuevo, lo que
la sociedad a menudo ya no es capaz de daros, es decir, el sentido
religioso. Y precisamente porque es algo nuevo, descubrirlo es
maravilloso.
Queridos jóvenes, como el joven Agustín con todos sus problemas en
su camino difícil, cada uno de vosotros siente la llamada simbólica de toda
criatura hacia lo alto; toda criatura hermosa remite a la belleza del
Creador, que está como concentrada en el rostro de Jesucristo. Cuando la
experimenta, el alma exclama: "Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan
316
nueva; tarde te amé" (Confesiones X, 27, 38). Ojalá que cada uno de
vosotros redescubra a Dios como sentido y fundamento de toda criatura,
luz de verdad, llama de caridad, vínculo de unidad, como canta el himno
del Agorá de los jóvenes italianos.
Sed dóciles a la fuerza del Espíritu. Fue él, el Espíritu Santo, el
Protagonista de la Jornada mundial de la juventud en Sydney; él os
convertirá en testigos de Cristo. No con palabras, sino con hechos, con un
nuevo estilo de vida. Ya no tendréis miedo de perder vuestra libertad,
porque la viviréis en plenitud entregándola por amor. Ya no estaréis
apegados a los bienes materiales, porque sentiréis dentro de vosotros la
alegría de compartirlos. Ya no estaréis tristes con la tristeza del mundo,
sino que sentiréis dolor por el mal y alegría por el bien, especialmente por
la misericordia y el perdón. Y si es así, si descubrís realmente a Dios en el
rostro de Cristo, ya no pensaréis en la Iglesia como una institución externa
a vosotros, sino como vuestra familia espiritual, como la vivimos ahora,
en este momento. Esta es la fe que os han transmitido vuestros padres.
Esta es la fe que estáis llamados a vivir hoy, en tiempos muy diversos.
Familia, formación y fe. Queridos jóvenes de Cágliari y de toda
Cerdeña, como el Papa Juan Pablo II, también yo os dejo estas tres
consignas, tres valores que debéis hacer vuestros con la luz y la fuerza del
Espíritu de Cristo.

PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO Y UNA GANANCIA EL MORIR


20080910. Homilía. Funeral del cardenal Innocenti
El cardenal Innocenti tuvo una larga vida, consagrada al servicio del
Señor: ya en los primeros años de su adolescencia comenzó su
seguimiento de Jesús, entrando en el seminario episcopal de Fiésole. Nos
complace pensarlo a la luz de la hermosa frase del Sirácida, contenida en
el inicio de la primera lectura: "Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara
tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, manténte firme, y no te
aceleres en la hora de la adversidad" (Si 2, 1-2).
Como le sucedió a Jesús, toda la vida de los que están llamados a
seguirlo más de cerca es un combate espiritual, que se libra y se vence
correspondiendo generosa y alegremente a la gracia de Dios y a su
inquebrantable fidelidad. "Confíate a él, y él, a su vez, te cuidará" (Si 2,
6), exhorta el Sirácida. Y prosigue: "Los que teméis al Señor, confiaos a
él" (Si 2, 8). Pero, al mismo tiempo, sugiere actitudes de sabiduría: "Todo
lo que te sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación sé
paciente, porque en el fuego se purifica el oro; y los aceptos a Dios, en el
honor de la humillación" (Si 2, 4-5).
Fe y sabiduría de vida, íntimamente unidas, caracterizan el estilo del
discípulo del Señor y, de modo particular, de su ministro ordenado, hasta
llegar a la conformación plena, que el apóstol san Pablo confesaba de sí
mismo: "Mihi vivere Christus est" (Flp 1, 21). Con la extraordinaria
concisión que le inspiraba el Espíritu Santo, san Pablo resume en estas
palabras la forma perfecta de la existencia cristiana: consiste en estar
317
con Jesús, estar en él hasta el punto de que esta comunión rebasa el
umbral de la separación entre la vida terrena y el más allá, de forma que la
muerte misma del cuerpo ya no es una pérdida, sino "una ganancia" (Flp
1, 21).
Naturalmente, se trata de una meta que de algún modo tenemos
siempre por delante, pero que, sin embargo, ya podemos anticipar, como
el Apóstol, en esta vida, especialmente gracias al sacramento de la
Eucaristía, vínculo real de comunión con Cristo muerto y resucitado. Si la
Eucaristía llega a ser la forma de nuestra existencia, entonces para
nosotros verdaderamente vivir es Cristo y morir equivale a pasar
plenamente a él y a la vida trinitaria de Dios, donde también será plena la
comunión con nuestros hermanos.
"El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.
(...) El que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 56.58). Estas
palabras del Señor, que han resonado en esta liturgia, son luz de fe y de
esperanza, y confieren a nuestra oración de sufragio un fundamento sólido
y seguro, el fundamento sobre el que el cardenal Innocenti construyó su
vida.

LA LAICIDAD NO ESTÁ EN CONTRADICCIÓN CON LA FE


20080912. Entrevista durante el vuelo a Francia
En 1980, Juan Pablo II, durante su primer viaje, preguntó: "Francia,
¿eres fiel a las promesas de tu bautismo?". Hoy, ¿cuál será su mensaje a
los franceses? ¿Piensa que, a causa de la laicidad, Francia está a punto
de perder su identidad cristiana?
Hoy me parece evidente que la laicidad, de por sí, no está en
contradicción con la fe. Diría incluso que es un fruto de la fe, puesto que
la fe cristiana, desde sus comienzos, era una religión universal y, por tanto,
no identificable con un Estado; es una religión presente en todos los
Estados y diferente de cada Estado. Para los cristianos ha sido siempre
claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra
esfera de la vida humana... La política, el Estado no es una religión, sino
una realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben
estar abiertas una a la otra. En este sentido, diría que para los franceses, y
no solamente para los franceses, para nosotros los cristianos en este
mundo secularizado de hoy, es importante vivir con alegría la libertad de
nuestra fe, vivir la belleza de la fe y hacer visible en el mundo de hoy que
es hermoso conocer a Dios, al Dios con rostro humano en Jesucristo. Así
pues, mostrar la posibilidad de ser creyentes hoy y también la necesidad
de que en la sociedad de hoy haya hombres que conozcan a Dios y, por
tanto, puedan vivir según los valores que él nos ha dado, contribuyendo a
la presencia de los valores que son fundamentales para la construcción y
para la supervivencia de nuestros Estados y de nuestras sociedades.

Usted ama y conoce Francia. ¿Qué lo une más particularmente a este


país? ¿Cuáles son los autores franceses, laicos o cristianos, que le han
318
impresionado más o los recuerdos más emotivos que conserva de
Francia?
No me atrevo a decir que conozco bien Francia. La conozco un poco,
pero amo a Francia, la gran cultura francesa, sobre todo, naturalmente, las
grandes catedrales, y también el gran arte francés, la gran teología que
comienza con san Ireneo de Lyon hasta el siglo XIII; yo estudié la
Universidad de París del siglo XIII: san Buenaventura, santo Tomás de
Aquino. Esta teología fue decisiva para el desarrollo de la teología en
Occidente. Y, naturalmente, la teología del siglo en que se desarrolló el
concilio Vaticano II. Tuve el gran honor y la alegría de ser amigo del padre
De Lubac, una de las figuras principales del siglo pasado, pero también
tuve buenos contactos de trabajo con el padre Congar, con Jean Daniélou
y otros.
Mantuve relaciones personales muy buenas con Étienne Gilson y
Henri-Irénée Maroux. Por tanto, tuve realmente un contacto muy
profundo, muy personal y enriquecedor con la gran cultura teológica y
filosófica de Francia. Esto fue realmente decisivo para el desarrollo de mi
pensamiento. Pero también el redescubrimiento del canto gregoriano
original con Solesmes, la gran cultura monástica y, naturalmente, la gran
poesía. Siendo un hombre del barroco, me gusta mucho Paul Claudel, con
su alegría de vivir, y también Bernanos y los grandes poetas de Francia del
siglo pasado. Por consiguiente, es una cultura que realmente determinó mi
desarrollo personal, teológico, filosófico y humano.

¿Qué dice a los que, en Francia, temen que el motu proprio


"Summorum pontificum" sea una involución con respecto a las grandes
intuiciones del concilio Vaticano II? ¿Cómo puede tranquilizarlos?
Es un temor infundado, puesto que este motu proprio es simplemente
un acto de tolerancia, con una finalidad pastoral, para personas que se han
formado en esa liturgia, que les gusta, la conocen y quieren vivir con esa
liturgia. Es un grupo pequeño, pues supone una formación en la lengua
latina, una formación en una cierta cultura. Pero tener por estas personas
el amor y la tolerancia que les permita vivir con esa liturgia me parece una
exigencia normal de la fe y de la pastoral de un obispo de nuestra Iglesia.
No hay ninguna oposición entre la liturgia renovada por el concilio
Vaticano II y esa liturgia.
Cada día (del Concilio, n.d.r.) los padres conciliares celebraban la
misa según el rito antiguo y, al mismo tiempo, concebían un desarrollo
natural para la liturgia durante todo este siglo, dado que la liturgia es una
realidad viva que se desarrolla y, en su desarrollo, conserva su identidad.
Así pues, ciertamente hay aspectos diferentes, pero, sin embargo, existe
una identidad fundamental que excluye una contradicción, una oposición
entre la liturgia renovada y la liturgia precedente. En cualquier caso, creo
que existe una posibilidad de enriquecimiento en ambas partes. Por un
lado, los amigos de la liturgia antigua pueden y deben conocer los nuevos
santos, los nuevos prefacios de la liturgia, etc.; por otro, la nueva liturgia
subraya más la participación común, pero no es simplemente una
319
asamblea de una cierta comunidad, sino siempre un acto de la Iglesia
universal, en comunión con todos los creyentes de todos los tiempos, y un
acto de adoración. En este sentido, me parece que hay un enriquecimiento
recíproco, y está claro que la liturgia renovada es la liturgia ordinaria de
nuestro tiempo.

¿Con qué espíritu comienza su peregrinación a Lourdes? ¿Ya ha


estado en Lourdes?
Estuve en Lourdes para el Congreso eucarístico internacional, en 1981,
después del atentado contra el Santo Padre (Juan Pablo II, n.d.r.). Y el
cardenal Gantin era el delegado del Santo Padre. Para mí es un recuerdo
muy hermoso. El día de la fiesta de santa Bernardita es también el día de
mi nacimiento. Por eso me siento muy cercano a esta pequeña santa, a esta
muchacha pura, humilde, con la que habló la Virgen. Encontrar esta
realidad, esta presencia de la Virgen en nuestro tiempo, ver las huellas de
esta muchacha que fue amiga de la Virgen y, por otra parte, encontrarme
con la Virgen, su Madre, es para mí un acontecimiento muy importante.
Naturalmente, no voy para encontrar milagros. Voy a Lourdes para
encontrar el amor de nuestra Madre, que es la verdadera curación de todas
las enfermedades, de todos los dolores. Voy para ser solidario con todos
los que sufren; voy en el signo del amor a nuestra Madre. Esto me parece
un signo muy importante para nuestra época.

LA RAÍZ DE LA TEOLOGÍA Y DE LA CULTURA: BUSCAR A


DIOS
20080912. Discurso. Mundo de la cultura. Des Bernardins. Paris.
Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san
Bernardo de Claraval y que el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger,
quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes
culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual.
Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de
las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar
donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura
monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a
comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es
ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos
encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que
reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo
occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las
consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura
cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de
los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en
los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de
ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía
esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué
intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?
320
Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo
que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una
cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo
era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que
nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial:
trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar
la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo
esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice
que su orientación era «escatológica». Que no hay que entenderlo en el
sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la
propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo
definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una
expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío
absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado
un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino
era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta
ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca
exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el
monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente
vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p.
14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el
amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la
Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él,
hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en
su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la
búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos
señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía
la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que
indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte
también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San
Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio
sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre –una
formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a
Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón,
la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la
Palabra.
Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la
esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que
abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una
Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del
corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como
una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta
haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq,
ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La
Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística,
sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso
hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente.
321
Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del
individuo es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y
lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una
actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el
alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).
Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el
coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo
podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos
ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra
vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma
vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes
instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de
instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo
pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia
cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los
Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el
Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están
junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los
Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese
contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar
melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los
misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan
hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los
tonos» (cf. Ibid., p. 229).
En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla
determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi,
Domine –delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se
expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de
toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo:
orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los
Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del
cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad
de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de
tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los
monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin
importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un
precipitarse en la «zona de la desemejanza –en la regio dissimilitudinis.
Agustín había echado mano de esa expresión de la filosofía platónica para
calificar su estado interior antes de la conversión (cf. Confesiones VII,
10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde
en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya
no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí
mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo,
para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión,
que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra
también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del
canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su
322
canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su
exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y
cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música
occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el
individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio
esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de
reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de
la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas
por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música
digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre
e indica de manera pura su dignidad.
Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el
monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo
de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la
particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al
encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente
histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de
textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada
uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una
unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es
verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el
Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como
cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave
hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino
hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente
no se la califica como “la Escritura”, sino como “las Escrituras”, que sin
embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de
Dios dirigida a nosotros. Pero ya este plural evidencia que aquí la Palabra
de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las
palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los
hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que
el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio.
Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter
divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente
histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la
humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval
que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet – quid
credas allegoria… (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La
letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es
decir la interpretación cristológica y pneumática.
Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa
de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y
en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido
que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del
significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la
comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente
percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda
323
devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por
eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede decir que
el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido
clásico (cf. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el
Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal multiplicidad y de
la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es
un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza
excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de
Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto.
Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión,
que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe
convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad
dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de
Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y
en la historia humana.
Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san
Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y su comprensión
únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica en la
frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6).
Y también: “Donde hay el Espíritu… hay libertad” (2 Cor 3, 17). La
grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin embargo,
sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se
comprende entonces que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la
libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu, y
donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). El Espíritu
liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien
interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el
camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un
vasto horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación a la
arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera
inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de
la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo
y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la
Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del
monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa
tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como un reto
frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del
fanatismo fundamentalista, por otra. Sería fatal, si la cultura europea de
hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos y con
esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de
vínculos y arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción.
En la consideración sobre la «escuela del servicio divino» –como san
Benito llamaba al monaquismo– hemos fijado hasta ahora la atención sólo
en su orientación hacia la palabra, en el «ora». Y de hecho de ahí es de
donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero
nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos aunque sea
brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el
324
«labora». En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de
siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente
a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los
hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu.
Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos
ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino
y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor
de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye
una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El
monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte
constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla en su Regla no
propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje –como
hemos visto– en ella se daban por descontados. En cambio, en un capítulo
de su Regla habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace
Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos,
que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el
judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de
Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado:
«Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-
romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su
manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la
creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al
demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto el Dios cristiano: Él, el
Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja;
continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra
como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue
actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la
creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de
los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su
semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede
participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo
forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin
la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son
impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de
obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por
parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como
modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en
creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse
en su destrucción.
Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras
y seguridades antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere
Deum –la búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la actitud
verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y
lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. Quien se hacía
monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado
ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo
Dios. Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él.
325
Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible en su extensión, se
desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en
algunos aspectos, comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para
que esa búsqueda sea posible, que previamente se da ya un primer
movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace
incluso creíble que en esa Palabra está escondido el camino –o mejor: que
en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los hombres y por
eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras
palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así en él una
convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino
hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma
Palabra debe antes ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de
esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una
frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era
considerada la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: «Estad
siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que
os la pidiere» (3,15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse
apo-logia, debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la
Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una
propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino
como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios
en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había
mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la
respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los
hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón
abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del
anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales,
diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente
tiene en cuenta a todos.
El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» –a los
hombres que, con sus preguntas, buscan– se halla en el discurso de san
Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el
Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas
se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente
en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones
extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser
un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo
replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: ‘Al
Dios desconocido’. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo»
(cf. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que
los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel
que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el
Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del
sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir. Que en
el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la
Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a
que todos los hombres en cierto modo sabemos esto –como Pablo subraya
326
en la Carta a los Romanos (1, 21)– ese saber permanece irreal: Un Dios
sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no
llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de
decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y
ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no
consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto
no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos –
presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn
1,14): precisamente así en el hecho ahora está el Logos, el Logos presente
en medio de nosotros. El hecho es razonable. Ciertamente hay que contar
siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar
con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios.
Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que
Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en
muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están
llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios
se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces
tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la
pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de
Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum –
buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario
que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que
circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre
Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más
elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas
consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura
de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue
siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.

ES SÓLO DIOS QUIEN, EN NOSOTROS, EDIFICA LA CASA


20080912. Homilía. Sacerdotes. Catedral de Notre-Dame. París
Bajo las bóvedas de esta histórica catedral, testigo de la constante
comunicación que Dios ha querido entablar entre los hombres y Él, la
Palabra acaba de resonar bajo estas bóvedas para ser la materia de nuestro
sacrificio vespertino, evidenciado por la ofrenda del incienso que hace
visible la alabanza a Dios. Providencialmente, las palabras del salmista
describen la emoción de nuestra alma con una precisión que no nos
habríamos atrevido a imaginar: “¡Qué alegría cuando me dijeron: ‘Vamos
a la casa del Señor’!” (Sal 121,1). Laetatus sum in his quae dicta sunt
mihi: el gozo del salmista, contenido en estas palabras del salmo, se
expande en nuestros corazones y suscita en ellos un eco profundo. Alegría
en ir a la casa del Señor, porque, los Padres nos lo han enseñado, esta casa
no es más que el símbolo concreto de la Jerusalén de arriba, la que
desciende hacia nosotros (cf. Ap 21,2) para ofrecernos la más bella de las
moradas. “Si moramos en ella –escribe san Hilario de Poitiers–, somos
conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, porque es
327
la casa de Dios” (Tratado sobre los salmos, 121,2). Y San Agustín
reafirma: “Este salmo aspira a la Jerusalén celeste. Es uno de los cánticos
graduales, que no se compusieron para bajar, sino para subir. En nuestro
exilio, suspiramos, en la patria gozaremos; pero a veces, durante nuestro
exilio, nos encontramos con compañeros que han visto la ciudad santa y
que nos invitan a correr hacia ella” (Comentario sobre los salmos, 121, 2).
Queridos amigos, durante estas vísperas, nos unimos con el pensamiento y
la oración a las innumerables voces de los que han cantado este salmo,
aquí mismo, antes que nosotros, desde hace siglos y siglos. Nos unimos a
los peregrinos que subían a Jerusalén y las gradas de su templo, nos
unimos a los millares de hombres y mujeres que comprendieron que su
peregrinación en la tierra encuentra su meta en el cielo, en la Jerusalén
eterna, y que confiaron en Cristo como guía. ¡Qué gozo, pues, saber que
estamos rodeados por tan gran muchedumbre de testigos!
Nuestra peregrinación hacia la ciudad santa no sería posible, si no se
hiciera como Iglesia, semilla y prefiguración de la Jerusalén de arriba. “Si
el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126,1).
Quién es este Señor sino Nuestro Señor Jesucristo. Fue Él quien fundó la
Iglesia, quien la ha edificado sobre la roca, sobre la fe del Apóstol Pedro.
Como dice también san Agustín: “Es el Señor Jesucristo quien construye
su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si Él
no construye, en vano se cansan los albañiles” (Comentarios sobre los
salmos, 126,2). Ahora bien, queridos amigos, Agustín se plantea la
cuestión de saber quiénes son los albañiles, y él mismo responde: “Todos
los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los
misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos
construimos ahora”; pero es sólo Dios quien, en nosotros, “edifica, quien
exhorta, quien amonesta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a
las verdades de la fe” (Ibid.). ¡Qué maravilla reviste nuestra actividad al
servicio de la divina Palabra! Somos instrumentos del Espíritu; Dios tiene
la humildad de pasar a través de nosotros para sembrar su Palabra.
Llegamos a ser su voz después de haber vuelto el oído a su boca. Ponemos
su Palabra en nuestros labios para ofrecerla al mundo. La ofrenda de
nuestra plegaria le es agradable y le sirve para comunicarse con todos los
que nos encontramos. En verdad, como dice Pablo a los Efesios: “Él nos
ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales”
(1,3), ya que nos ha escogido para ser sus testigos hasta los confines de la
tierra y nos ha elegido antes de nuestra concepción, por un don misterioso
de su gracia.
Su Palabra, el Verbo, que desde siempre esta junto a Él (cf. Jn 1,1),
nació de una mujer, nacido bajo la Ley, “para rescatar a los que estaban
bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción (Ga 4,4-5). El
Hijo de Dios se encarnó en el seno de una Mujer, de una Virgen. Vuestra
catedral es un himno vivo de piedra y de luz para alabanza de este acto
único de la historia humana: la Palabra eterna de Dios entrando en la
historia de los hombres en la plenitud de los tiempos para rescatarlos por
la ofrenda de sí mismo en el sacrificio de la Cruz. Las liturgias de la tierra,
328
ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único de la historia, no
alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad. En efecto, la
belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo
suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para
Dios, que es la Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no
podrán ser más que un pálido reflejo de la liturgia, que se celebra en la
Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra. Que
nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible y la
hagan presentir.
Desde ahora, la Palabra de Dios nos ha sido dada para ser el alma de
nuestro apostolado, el alma de nuestra vida de sacerdotes. Cada mañana,
la Palabra nos despierta. Cada mañana, el Señor mismo nos “espabila el
oído” (Is 50,5) para los salmos del Oficio de Lecturas y Laudes. A lo largo
de la jornada, la Palabra de Dios se convierte en la materia de la oración
de toda la Iglesia, que desea así dar testimonio de su fidelidad a Cristo.
Según la célebre fórmula de san Jerónimo, que será retomada por la XII
Asamblea del Sínodo de los Obispos, en el próximo mes de octubre:
“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Prólogo del comentario a
Isaías). Queridos hermanos sacerdotes, no tengáis miedo de dedicar
mucho tiempo a la lectura, a la meditación de la Escritura y al rezo del
Oficio divino. Casi sin saberlo, la Palabra leída y meditada en la Iglesia
actúa sobre vosotros y os transforma. Como manifestación de la Sabiduría
de Dios, si se transforma en la “compañera” de vuestra vida, será vuestra
“compañera en la prosperidad”, vuestro “alivio en las preocupaciones y
tristezas” (Sab 8,9).
“La Palabra de Dios es viva y eficaz; más tajante que espada de doble
filo”, como escribe el autor de la Carta a los Hebreos (4,12). A vosotros,
queridos seminaristas, que os preparáis para recibir el Sacramento del
Orden, para participar en el triple oficio de enseñar, regir y santificar, esta
Palabra se os entrega como un bien precioso. Gracias a ella, meditándola
cotidianamente, entráis en la vida misma de Cristo que estáis llamados a
proclamar a vuestro alrededor. Con su Palabra, el Señor Jesús instituyó el
Sacramento de su Cuerpo y su Sangre; con su Palabra, curó a los
enfermos, expulsó a los demonios, perdonó los pecados; por su Palabra,
reveló a los hombres los misterios escondidos del Reino. Estáis destinados
a ser depositarios de esta Palabra eficaz, que hace lo que dice. Conservad
siempre el gusto por la Palabra de Dios. Aprended, por su medio, a amar a
todos los que encontréis en vuestro camino. Nadie sobra en la Iglesia,
nadie. Todo el mundo puede y debe encontrar su lugar.
Por un título especial, los religiosos, las religiosas y todas las personas
consagradas viven de la Sabiduría de Dios, expresada en su Palabra. La
profesión de los consejos evangélicos os ha configurado, queridos
consagrados, con Aquel que, por nosotros, se hizo pobre, obediente y
casto. Vuestra única riqueza –la única, verdaderamente, que traspasará los
siglos y el dintel de la muerte– es la Palabra del Señor. Él ha dicho: “El
cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). Vuestra
obediencia es, etimológicamente, una escucha, ya que el vocablo
329
“obedecer” viene del latín obaudire, que significa tender el oído hacia algo
o alguien. Obedeciendo, volvéis vuestra alma hacia Aquel que es el
Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6) y que os dice, como san Benito
enseñaba a sus monjes: “Escucha, hijo mío, las instrucciones del maestro
y prepara el oído de tu corazón” (Regla de San Benito, Prólogo). En fin,
dejaos purificar cada día por Aquel que nos dice: “A todo sarmiento que
da fruto, [mi Padre] lo poda, para que dé más fruto” (Jn 15,2). La pureza
de la divina Palabra es el modelo de vuestra propia castidad; garantía de
fecundidad espiritual.
Con una confianza inquebrantable en el poder de Dios que nos ha
salvado “en esperanza” (cf. Rom 8,24) y que quiere hacer de nosotros un
solo rebaño bajo el cayado de un solo pastor, Cristo Jesús, ruego por la
unidad de la Iglesia. Pido ardientemente al Señor que crezca en nosotros el
sentido de esta unidad de la Palabra de Dios, signo, prenda y garantía de la
unidad de la Iglesia: no un amor en la Iglesia sin amor a la Palabra, no una
Iglesia sin unidad en torno a Cristo redentor, no frutos de redención sin
amor a Dios y al prójimo, según los dos mandamientos que resumen toda
la Escritura santa.
Queridos hermanos y hermanas, en Notre-Dame, tenemos el más
hermoso ejemplo de fidelidad a la Palabra divina. Esta fidelidad llegó
hasta tal punto que se realizó en la Encarnación: “Aquí está la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), dijo María con una
confianza absoluta. Nuestra oración vespertina va a proclamar el
Magnificat de Aquella a la que felicitan todas las generaciones, porque
creyó en la realización de las palabras que le fueron dichas de parte del
Señor (cf. Lc 1,45); Ella esperó contra toda esperanza en la resurrección
de su Hijo; amó a la humanidad hasta el punto que se le entregó como su
Madre (cf. Jn 19,27). De este modo, “se pone de relieve que la Palabra de
Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda
naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios” (Deus
caritas est, n. 41). Podemos decirle con serenidad: “Santa María, Madre
de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo.
Indícanos el camino hacia su reino” (Spe salvi, n. 50). Amén.

DOS TESOROS: EL ESPÍRITU SANTO Y LA CRUZ


20080912. Discurso. Vigilia con los jóvenes. París
Esta tarde, quisiera hablaros de dos temas profundamente vinculados
el uno al otro, que constituyen un auténtico tesoro en donde podéis poner
vuestro corazón (cf. Mt 6,21).
El primero (…) se trata del pasaje sacado de los Hechos de los
Apóstoles, libro que algunos llaman muy justamente el Evangelio del
Espíritu Santo: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros,
recibiréis fuerza para ser mis testigos” (Hch 1,8). El Señor lo dice ahora a
330
vosotros. Sidney hizo redescubrir a muchos jóvenes la importancia del
Espíritu Santo en la vida del cristiano. El Espíritu nos pone en contacto
íntimo con Dios, en quien se encuentra la fuente de toda auténtica riqueza
humana. Todos buscáis amar y ser amados. Tenéis que volver a Dios para
aprender a amar y para tener la fuerza de amar. El Espíritu, que es Amor,
puede abrir vuestros corazones para recibir el don del amor auténtico.
Todos buscáis la verdad y queréis vivir de ella. Cristo es esta verdad. Él es
el único Camino, la única Verdad y la verdadera Vida. Seguir a Cristo
significa realmente “remar mar a dentro”, como dicen varias veces los
Salmos. El camino de la Verdad es uno y al mismo tiempo múltiple, según
los diversos carismas, como la Verdad es una y al mismo tiempo de una
riqueza inagotable. Confiad en el Espíritu Santo para descubrir a Cristo. El
Espíritu es el guía necesario de la oración, el alma de nuestra esperanza y
el manantial de la genuina alegría.
Para ahondar en estas verdades de fe, os invito a meditar en la
grandeza del sacramento de la Confirmación que habéis recibido y que os
introduce en una vida de fe adulta. Es urgente comprender cada vez mejor
este sacramento para comprobar la calidad y la hondura de vuestra fe y
para robustecerla. El Espíritu Santo os acerca al misterio de Dios y os hace
comprender quién es Dios. Os invita a ver en el prójimo al hermano que
Dios os ha dado para vivir en comunión con él, humana y espiritualmente,
para vivir, por tanto, como Iglesia. Al revelaros quién es Cristo muerto y
resucitado por nosotros, nos impulsa a dar testimonio de Él. Estáis en la
edad de la generosidad. Es urgente hablar de Cristo a vuestro alrededor, a
vuestras familias y amigos, en vuestros lugares de estudio, de trabajo o de
ocio. No tengáis miedo. Tened “la valentía de vivir el Evangelio y la
audacia de proclamarlo” (Mensaje a los jóvenes del mundo, 20 de julio de
2007). Os aliento, pues, a tener las palabras justas para anunciar a Dios a
vuestro alrededor, respaldando vuestro testimonio con la fuerza del
Espíritu suplicada en la plegaria. Llevad la Buena Noticia a los jóvenes de
vuestra edad y también a los otros. Ellos conocen las turbulencias de la
afectividad, la preocupación y la incertidumbre con respecto al trabajo y a
los estudios. Afrontan sufrimientos y tienen experiencia de alegrías únicas.
Dad testimonio de Dios, porque, en cuanto jóvenes, formáis parte
plenamente de la comunidad católica en virtud de vuestro Bautismo y por
la común profesión de fe (cf. Ef 4,5). Quiero deciros que la Iglesia confía
en vosotros.
En este año dedicado a San Pablo, quisiera confiaros un segundo
tesoro, que estaba en el centro de la vida de este Apóstol fascinante: se
trata del misterio de la Cruz. El domingo, en Lourdes, celebraré la Fiesta
de la Exaltación de la Santa Cruz junto con una multitud de peregrinos.
Muchos de vosotros lleváis colgada del cuello una cadena con una cruz.
También yo llevo una, como por otra parte todos los Obispos. No es un
adorno ni una joya. Es el precioso símbolo de nuestra fe, el signo visible y
material de la vinculación a Cristo. San Pablo habla claramente de la cruz
al principio de su primera carta a los Corintios. En Corinto, vivía una
comunidad alborotada y revuelta, expuesta a los peligros de la corrupción
331
de las costumbres imperantes. Peligros parecidos a los que hoy
conocemos. No citaré nada más que los siguientes: las querellas y luchas
en el seno de la comunidad creyente, la seducción que ofrecen pseudo
sabidurías religiosas o filosóficas, la superficialidad de la fe y la moral
disoluta. San Pablo comienza la carta escribiendo: “El mensaje de la cruz
es necedad para los que están en vías de perdición; pero, para los que
están en vías de salvación –para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Co 1,18).
Después, el Apóstol muestra la singular oposición que existe entre la
sabiduría y la locura, según Dios y según los hombres. Habla de ello
cuando evoca la fundación de la Iglesia en Corinto y a propósito de su
propia predicación. Concluye insistiendo en la hermosura de la sabiduría
de Dios que Cristo y, tras de Él, sus Apóstoles enseñan al mundo y a los
cristianos. Esta sabiduría, misteriosa y escondida (cf. 1 Co 2,7), nos ha
sido revelada por el Espíritu, porque “a nivel humano uno no capta lo que
es propio del Espíritu de Dios, le parece una locura; no es capaz de
percibirlo porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu” (1 Co
2,14).
El Espíritu abre a la inteligencia humana nuevos horizontes que la
superan y le hace comprender que la única sabiduría verdadera reside en la
grandeza de Cristo. Para los cristianos, la Cruz simboliza la sabiduría de
Dios y su amor infinito revelado en el don redentor de Cristo muerto y
resucitado para la vida del mundo, en particular, para la vida de cada uno.
Que este descubrimiento impresionante de un Dios que se ha hecho
hombre por amor os aliente a respetar y venerar la Cruz. Que no es sólo el
signo de vuestra vida en Dios y de vuestra salvación, sino también –lo
sabéis- el testigo mudo de los padecimientos de los hombres y, al mismo
tiempo, la expresión única y preciosa de todas sus esperanzas. Queridos
jóvenes, sé que venerar la Cruz a veces también lleva consigo el escarnio e
incluso la persecución. La Cruz pone en peligro en cierta medida la
seguridad humana, pero manifiesta, también y sobre todo, la gracia de
Dios y confirma la salvación. Esta tarde os confío la Cruz de Cristo. El
Espíritu Santo os hará comprender su misterio de amor y podréis exclamar
con San Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el
mundo” (Gál 6,14). Pablo había entendido la palabra de Jesús –
aparentemente paradójica- según la cual sólo entregando (“perdiendo”) la
propia vida se puede encontrarla (cf. Mc 8,35; Jn 12,24) y de ello había
sacado la conclusión de que la Cruz manifiesta la ley fundamental del
amor, la fórmula perfecta de la vida verdadera. Que a algunos la
profundización en el misterio de la Cruz os permita descubrir la llamada a
servir a Cristo de manera más total en la vida sacerdotal o religiosa.
Es el momento de comenzar la vigilia de oración, para la que os habéis
reunido esta tarde. No olvidéis los dos tesoros que el Papa os ha
presentado esta tarde: el Espíritu Santo y la Cruz.

NO TENGÁIS QUE VER CON LA IDOLATRÍA


332
20080913. Homilía. Explanada de los Inválidos. París
La primera carta de San Pablo, dirigida a los Corintios, nos hace
descubrir, en este año Paulino inaugurado el pasado 28 de junio, hasta qué
punto sigue siendo actual el consejo dado por el Apóstol. “No tengáis que
ver con la idolatría” (1 Co 10, 14), escribió a una comunidad muy
afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del
Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus
antepasados. No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de
honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos.
Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de los profetas del Antiguo
Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano a hacerse
falsas representaciones de Dios. Como dice el Salmo 113 a propósito de
las estatuas de los ídolos, éstas no son más que “oro y plata, obra de
manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen,
narices y no huelen” (vv. 4-5). Fuera del pueblo de Israel, que había
recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del
culto a los ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto,
debían ser denunciados porque eran una potente alienación y desviaban al
hombre de su verdadero destino. Impedían reconocer que Cristo es el
único y verdadero Salvador, el único que indica al hombre el camino hacia
Dios.
Este llamamiento a huir de los ídolos sigue siendo válido también hoy.
¿Acaso nuestro mundo contemporáneo no crea sus propios ídolos? ¿No
imita, quizás sin saberlo, a los paganos de la antigüedad, desviando al
hombre de su verdadero fin de vivir por siempre con Dios? Ésta es una
cuestión que todo hombre honesto consigo mismo se plantea un día u otro.
¿Qué es lo que importa en mi vida? ¿Qué debo poner en primer lugar? La
palabra “ídolo” viene del griego y significa “imagen”, “figura”,
“representación”, pero también “espectro”, “fantasma”, “vana apariencia”.
El ídolo es un señuelo, pues desvía a quien le sirve de la realidad para
encadenarlo al reino de la apariencia. Ahora bien, ¿no es ésta una
tentación propia de nuestra época, la única sobre la que podemos actuar de
forma eficaz? Es la tentación de idolatrar un pasado que ya no existe,
olvidando sus carencias, o un futuro que aún no existe, creyendo que el ser
humano hará llegar con sus propias fuerzas el reino de la felicidad eterna
sobre la tierra. San Pablo dice a los Colosenses que la codicia insaciable es
una idolatría (cf. 3,5) y recuerda a su discípulo Timoteo que el amor al
dinero es la raíz de todos los males. Por entregarse a ella, precisa, muchos,
arrastrados por la codicia “se han apartado de la fe y se han acarreado
muchos sufrimientos” (1 Tm 6, 10). El dinero, el afán de tener, de poder e
incluso de saber, ¿acaso no desvían al hombre de su verdadero fin, de su
auténtica verdad?
Queridos hermanos y hermanas, la cuestión que plantea la liturgia de
este día encuentra su respuesta en la misma liturgia, que hemos heredado
de nuestros padres en la fe, y en particular del mismo San Pablo (cf. 1 Co
11,23). Comentando este texto, San Juan Crisóstomo, observa que San
333
Pablo condena severamente la idolatría como una “falta grave”, un
“escándalo”, una verdadera “peste” (Homilía 24 sobre la primera carta a
los Corintios, 1). E inmediatamente añade que la condena radical de la
idolatría no es en modo alguno una condena de la persona del idólatra.
Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es
inaceptable, y el pecador del que no podemos juzgar su estado de
conciencia y que, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de convertirse
y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de sus lectores, la razón de
todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del Creador en la
criatura: “Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre lo
que digo” (1 Co 10, 15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado,
nunca pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en
contradicción real con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
ha creado la razón y nos da la fe, proponiendo a nuestra libertad que la
reciba como un don precioso. Lo que desencamina al hombre de esta
perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar
ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a
purificarnos de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro
ser, para acceder a la verdad de su ser infinito.
¿Cómo llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel
que el hombre busca en lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse
frecuentemente de sí? San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra
razón, sino sobre todo nuestra fe para descubrirlo. Ahora bien, ¿qué nos
dice la fe? El pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el
cáliz de acción de gracias que bendecimos es comunión con la Sangre de
Cristo. Extraordinaria revelación que proviene de Cristo y que se nos ha
transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia desde hace casi dos mil
años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la noche del Jueves
Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta cada vez
que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino.
Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más
humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor
resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa
expresión de San Agustín, “más íntimo en nosotros que nuestra propia
intimidad” (cf. Confesiones, III, 6.11).
Hermanos y hermanas, veneremos fervientemente el sacramento del
Cuerpo y la Sangre del Señor, el Santísimo Sacramento de la presencia
real del Señor en su Iglesia y en toda la humanidad. Hagamos todo lo
posible por mostrarle nuestro respeto y amor. Démosle nuestra mayor
honra. Nunca permitamos que con nuestras palabras, silencios o gestos,
quede desvaída en nosotros y en nuestro entorno la fe en Cristo resucitado
presente en la Eucaristía. Como dijo magistralmente San Juan Crisóstomo:
“Consideremos los favores inefables de Dios y todos los bienes de los que
nos hace gozar cuando le ofrecemos la copa, cuando comulgamos,
dándole gracias por haber liberado al género humano del error, por haber
acercado a él a los que estaban alejados y haber convertido a los
desesperados y ateos de este mundo en un pueblo de hermanos, de
334
coherederos del Hijo de Dios” (Homilía 24 sobre la Primera Carta a los
Corintios, 1). De hecho, sigue diciendo, “lo que está en la copa es
precisamente lo que ha brotado de su costado, y eso es lo que
participamos” (ibíd.). No se trata sólo de participar y compartir, sino que
hay “unión”, nos dice.
La Misa es el sacrificio de acción de gracias por excelencia, el que nos
permite unir nuestra propia acción de gracias a la del Salvador, el Hijo
eterno del Padre. Por sí misma, la Misa nos invita también a huir de los
ídolos, porque, como reitera San Pablo, “no podéis participar en dos
mesas, la del Señor y la de los malos espíritus” (1 Co 10,21). La Misa nos
invita a discernir lo que en nosotros obedece al Espíritu de Dios y lo que
en nosotros aún permanece a la escucha del espíritu del mal. En la Misa
sólo queremos pertenecer a Cristo, y repetimos con gratitud –con “acción
de gracias”- el clamor del salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien
que me ha hecho?” (Sal 116,12). Sí, ¿cómo dar gracias al Señor por la
vida que me ha dado? La respuesta a la pregunta del salmista está en el
mismo Salmo, pues la Palabra de Dios responde con misericordia a las
cuestiones que plantea. ¿Cómo pagar al Señor todo el bien que nos hace
sino retomando sus propias palabras: “Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre” (Sal 116,13)?
Alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor, ¿no es
precisamente la mejor manera de “no tener que ver con la idolatría”,
como nos pide San Pablo? Cada vez que se celebra una Misa, cada vez
que Cristo se hace sacramentalmente presente en su Iglesia, se realiza la
obra de nuestra salvación. Celebrar la Eucaristía significa, por tanto,
reconocer que sólo Dios puede darnos la felicidad plena, enseñándonos los
verdaderos valores, los valores eternos que nunca declinarán. Dios está
presente en el altar, pero también está presente en el altar de nuestro
corazón cuando en la comunión le recibimos en el sacramento de la
Eucaristía. Sólo Él nos enseña a huir de los ídolos, espejismos del
pensamiento.
Ahora bien, queridos hermanos y hermanas, ¿quién puede alzar la copa
de la salvación e invocar el nombre del Señor en nombre de todo el pueblo
de Dios, sino el sacerdote ordenado para ello por el Obispo? A este
respecto, queridos ciudadanos de París y de la región parisina, así como
los venidos de toda Francia y de otros países vecinos, permitidme hacer un
llamamiento, esperanzado en la fe y en la generosidad de los jóvenes que
se plantean la cuestión de la vocación religiosa o sacerdotal: ¡No tengáis
miedo! ¡No tengáis miedo de dar la vida a Cristo! Nada sustituirá jamás el
ministerio de los sacerdotes en el corazón de la Iglesia. Nada suplirá una
Misa por la salvación del mundo. Queridos jóvenes o no tan jóvenes que
me escucháis, no dejéis sin respuesta la llamada de Cristo. San Juan
Crisóstomo, en su Tratado sobre el sacerdocio, puso de manifiesto cómo
la respuesta del hombre puede ser lenta en llegar, pero es el ejemplo vivo
de la acción de Dios en el corazón de una libertad humana que se deja
formar por la gracia.
335
Finalmente, si retomamos las palabras que Cristo nos ha dejado en su
Evangelio, nos damos cuenta de que Él mismo nos ha enseñado a huir de
la idolatría y nos invita a construir nuestra casa “sobre roca” (Lc 6,48).
¿Quién es esta roca sino Él mismo? Nuestros pensamientos, palabras y
obras sólo adquieren su verdadera dimensión si las referimos al mensaje
del Evangelio. “Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca” (Lc 6, 45).
Cuando hablamos, ¿buscamos el bien de nuestro interlocutor? Cuando
pensamos, ¿tratamos de poner nuestro pensamiento en sintonía con el
pensamiento de Dios? Cuando actuamos, ¿intentamos difundir el Amor
que nos hace vivir? Como dice una vez más San Juan Crisóstomo: “Si
ahora todos participamos del mismo pan, y nos convertimos en la misma
sustancia, ¿por qué no mostramos todos la misma caridad? ¿Por qué, por
lo mismo, no nos convertimos en un todo único?... Oh hombre, ha sido
Cristo quien vino a tu encuentro, a ti que estabas tan lejos de Él, para
unirse a ti; y tú, ¿no quieres unirte a tu hermano?” (Homilía 24 sobre la
Primera Carta a los Corintios, 2).
La esperanza seguirá siempre la más fuerte. La Iglesia, construida
sobre la roca de Cristo, tiene las promesas de vida eterna, no porque sus
miembros sean más santos que los demás, sino porque Cristo hizo esta
promesa a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y
el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16,18-19). Con la
inquebrantable esperanza de la presencia eterna de Dios en cada una de
nuestras almas, con la alegría de saber que Cristo está con nosotros hasta
el final de los tiempos, con la fuerza que el Espíritu ofrece a todos
aquellos y aquellas que se dejan alcanzar por él, queridos cristianos de
París y de Francia, os encomiendo a la acción poderosa del Dios de amor
que ha muerto por nosotros en la Cruz y ha resucitado victoriosamente la
mañana de Pascua. A todos los hombres de buena voluntad que me
escuchan les repito las palabras de San Pablo: Huid del culto de los ídolos,
no dejéis de hacer el bien.
Que Dios nuestro Padre os acoja y haga brillar sobre vosotros el
esplendor de su gloria. Que el Hijo único de Dios, Maestro y Hermano
nuestro, os revele la belleza de su rostro resucitado. Que el Espíritu Santo
os colme de sus dones y os dé la alegría de conocer la paz y la luz de la
Santísima Trinidad, ahora y por siempre. Amén.

LOURDES, TIERRA DE LUZ, ESPERANZA Y CONVERSIÓN


20080913. Homilía. Procesión con antorchas. Lourdes
Hace ciento cincuenta años, el 11 de febrero de 1858, en el lugar
llamado la gruta de Massabielle, apartada del pueblo, una simple
muchacha de Lourdes, Bernadette Soubirous, vio una luz y, en la luz, una
mujer joven “hermosa, la más hermosa”. La mujer le habló con dulzura y
bondad, respeto y confianza: “Me hablaba de Usted (narra Bernadette)...
¿Querrá Usted venir aquí durante quince días? (le pregunta la Señora)...
Me miró como una persona que habla a otra persona”. En la conversación,
en el diálogo impregnado de delicadeza, la Señora le encarga transmitir
336
algunos mensajes muy simples sobre la oración, la penitencia y la
conversión. No es de extrañar que María fuera hermosa, porque, en las
apariciones del 25 de marzo de 1858, ella misma revela su nombre de este
modo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Contemplemos también nosotros a esta Mujer vestida de sol de la que
nos habla la Escritura (cf. Ap 12,1). La Santísima Virgen María, la Mujer
gloriosa del Apocalipsis, lleva sobre su cabeza una corona de doce
estrellas que representan las doce tribus de Israel, todo el pueblo de Dios,
toda la comunión de los santos, y a sus pies la Luna, imagen de la muerte
y la mortalidad. María ha dejado atrás la muerte, está completamente
revestida de vida, la vida de su Hijo, Cristo resucitado. Así es signo de la
victoria del amor, de la bondad y de Dios, dando a nuestro mundo la
esperanza que necesita. Volvamos esta noche la mirada hacia María, tan
gloriosa y tan humana, dejándola que nos lleve a Dios que es el vencedor.
Muchos fueron testigos: el encuentro con el rostro luminoso de
Bernadette conmovía los corazones y las miradas. Tanto durante las
apariciones mismas como cuando las contaba, su rostro era radiante.
Bernadette estaba transida ya por la luz de Massabielle. La vida cotidiana
de la familia Soubirous estaba hecha de dolor y miseria, de enfermedad e
incomprensión, de rechazo y pobreza. Aunque no faltara amor y calor en
el trato familiar, era difícil vivir en aquella especie de mazmorra. Sin
embargo, las sombras terrenas no impedían que la luz del cielo brillara.
“La luz brilla en la tiniebla” (Jn 1, 5).
Lourdes es uno de los lugares que Dios ha elegido para reflejar un
destello especial de su belleza, por ello la importancia aquí del símbolo de
la luz. Desde la cuarta aparición, Bernadette, al llegar a la gruta, encendía
cada mañana una vela bendecida y la tenía en la mano izquierda mientras
se aparecía la Virgen. Muy pronto, la gente comenzó a dar a Bernadette
una vela para que la pusiera en tierra al fondo de la gruta. Por eso muy
pronto, algunos comenzaron a poner velas en este lugar de luz y de paz.
La misma Madre de Dios hizo saber que le agradaba este homenaje de
miles de antorchas que, desde entonces, mantienen iluminada sin cesar,
para su gloria, la roca de la aparición. Desde entonces, ante la gruta, día y
noche, verano e invierno, un enramado ardiente brilla rodeado de las
oraciones de los peregrinos y enfermos, que expresan sus preocupaciones
y necesidades, pero sobre todo su fe y su esperanza.
Al venir en peregrinación aquí, a Lourdes, queremos entrar, siguiendo
a Bernadette, en esta extraordinaria cercanía entre el cielo y la tierra que
nunca ha faltado y que se consolida sin cesar. Hay que destacar que,
durante las apariciones, Bernadette reza el Rosario bajo la mirada de
María, que se une a ella en el momento de la doxología. Este hecho
confirma en realidad el carácter profundamente teocéntrico de la oración
del Rosario. Cuando rezamos el Rosario, María nos ofrece su corazón y su
mirada para contemplar la vida de su Hijo, Jesucristo. Mi venerado
Predecesor Juan Pablo II vino aquí, a Lourdes, en dos ocasiones. Sabemos
cuánto se apoyaba su oración en la intercesión de la Virgen María, tanto en
su vida como en su ministerio. Como muchos de sus Predecesores en la
337
sede de Pedro, también él promovió vivamente la oración del Rosario; lo
hizo, entre otras, de una forma muy singular, enriqueciendo el Santo
Rosario con la meditación de los Misterios Luminosos. Están
representados en los nuevos mosaicos de la fachada de la Basílica
inaugurados el año pasado. Como con todos los acontecimientos de la vida
de Cristo que Ella “conservaba meditándolos en su corazón” (cf. Lc 2,19),
María nos hace comprender todas las etapas del ministerio público como
parte integrante de la revelación de la gloria de Dios. Lourdes, tierra de
luz, sigue siendo una escuela para aprender a rezar el Rosario, que inicia
al discípulo de Jesús, bajo la mirada de su Madre, en un diálogo cordial y
verdadero con su Maestro.
Por boca de Bernadette, oímos a la Virgen María que nos pide venir
aquí en procesión para orar con fervor y sencillez. La procesión de las
antorchas hace presente ante nuestros ojos de carne el misterio de la
oración: en la comunión de la Iglesia, que une a los elegidos del cielo y a
los peregrinos de la tierra, la luz brota del diálogo entre el hombre y su
Señor, y se abre un camino luminoso en la historia humana, incluidos sus
momentos más oscuros. Esta procesión es un momento de gran alegría
eclesial, pero también de gravedad: las intenciones que presentamos
subrayan nuestra profunda comunión con todos los que sufren. Pensamos
en las víctimas inocentes que padecen la violencia, la guerra, el
terrorismo, la penuria, o que sufren las consecuencias de la injusticia, de
las plagas, de las calamidades, del odio y de la opresión, de la violación de
su dignidad humana y de sus derechos fundamentales, de su libertad de
actuar y de pensar. Pensamos también en quienes tienen arduos problemas
familiares o en quienes sufren por el desempleo, la enfermedad, la
discapacidad, la soledad o por su situación de inmigrantes. No quiero
olvidar a los que sufren a causa del nombre de Cristo y que mueren por Él.
María nos enseña a orar, a hacer de nuestra plegaria un acto de amor a
Dios y de caridad fraterna. Al orar con María, nuestro corazón acoge a los
que sufren. ¿Cómo es posible que nuestra vida no se transforme de
inmediato? ¿Cómo nuestro ser y nuestra vida entera pueden dejar de
convertirse en lugar de hospitalidad para nuestro prójimo? Lourdes es un
lugar de luz, porque es un lugar de comunión, esperanza y conversión.
Al caer la noche, hoy Jesús nos dice: “Tened encendidas vuestras
lámparas” (cf. Lc 12,35); la lámpara de la fe, de la oración, de la esperanza
y del amor. El gesto de caminar de noche llevando la luz, habla con fuerza
a nuestra intimidad más honda, toca nuestro corazón y es más elocuente
que cualquier palabra dicha u oída. El gesto resume por sí solo nuestra
condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la vez, estamos
llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos, nos impide proponernos
como guía para nuestros hermanos, y nos lleva a desconfiar de ellos para
dejarnos guiar. Necesitamos ser iluminados y repetimos la súplica del
ciego Bartimeo: “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 51). Haz que vea el
pecado que me encadena, pero sobre todo, Señor, que vea tu gloria.
Sabemos que nuestra oración ya ha sido escuchada y damos gracias
porque, como dice San Pablo en su Carta a los Efesios, “Cristo será tu luz”
338
(Ef 5,14), y San Pedro y añade: “[Dios] os llamó a salir de la tiniebla y a
entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9).
A nosotros, que no somos la luz, Cristo puede decirnos a partir de
ahora: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14), encomendándonos la
tarea de hacer brillar la luz de la caridad. Como escribe el Apóstol san
Juan: “El que ama a su hermano, permanece en la luz, y no hay nada que
lo haga caer” (1 Jn 2,10). Vivir el amor cristiano es al mismo tiempo
hacer entrar en el mundo la luz de Dios e indicar su verdadero origen. Así
lo dice San León Magno: “En efecto, todo el que vive pía y castamente en
la Iglesia, que aspira a las cosas de lo alto y no a las de la tierra (cf. Col
3,2), es en cierto modo como la luz celeste; en cuanto observa él mismo el
fulgor de una vida santa, muestra a muchos, como una estrella, el camino
hacia Dios” (Sermón III, 5).
En este santuario de Lourdes al que vuelven sus ojos los cristianos de
todo el mundo desde que la Virgen María hizo brillar la esperanza y el
amor al dar el primer puesto a los enfermos, los pobres y los pequeños, se
nos invita a descubrir la sencillez de nuestra vocación: Basta con amar.
Mañana, la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz nos hará
entrar precisamente en el corazón de este misterio. En esta vigilia, nuestra
mirada se dirige hacia el signo de la Nueva Alianza en la que converge
toda la vida de Jesús. La Cruz constituye el supremo y perfecto acto de
amor de Jesús, que da la vida por sus amigos. “Así tiene que ser elevado
el Hijo del hombre, para que todo el cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,
14-15).
Anunciada ya en los Cantos del Siervo de Dios, la muerte de Jesús es
una muerte que se convierte en luz para los pueblos; una muerte que, en
relación con la liturgia de expiación, trae la reconciliación, la muerte que
marca el fin de la muerte. Desde entonces, la Cruz es signo de esperanza,
el estandarte de la victoria de Jesús “Porque tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen
en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16).Toda nuestra vida recibe luz,
fuerza y esperanza por la Cruz. Por ella se revela toda la hondura de amor
que encierra el designio original del Creador; por ella, todo es sanado y
llevado a su plenitud. Por eso la vida en la fe en Cristo muerto y
resucitado se convierte en luz.
Las apariciones estuvieron rodeadas por la luz y Dios ha querido
encender en la mirada de Bernadette una llama que ha convertido
innumerables corazones. ¿Cuántos vienen aquí para ver, esperando quizás
secretamente recibir alguna gracia?; después, en el camino de regreso,
habiendo hecho una experiencia espiritual de vida auténticamente eclesial,
vuelven su mirada a Dios, a los otros y a sí mismos. Les llena una pequeña
llama con el nombre de esperanza, compasión, ternura. El encuentro
discreto con Bernadette y la Virgen María puede cambiar una vida, pues
están presentes en este lugar de Massabielle para llevarnos a Cristo que es
nuestra vida, nuestra fuerza y nuestra luz. Que la Virgen María y Santa
Bernadette os ayuden a vivir como hijos de la luz para ser testigos cada
339
día en vuestra vida de que Cristo es nuestra luz, nuestra esperanza y
nuestra vida.

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ EN LOURDES


20080914. Homilía. 150 aniversario de apariciones. Lourdes
“Id y decid a los sacerdotes que vengan en procesión y que se
construya aquí una capilla”. Éste es el mensaje que Bernadette recibió de
la “Hermosa Señora” en las apariciones del 2 de marzo de 1858. Desde
hace ciento cincuenta años, los peregrinos nunca han dejado de venir a la
gruta de Massabielle para escuchar el mensaje de conversión y esperanza.
Y también nosotros, estamos aquí esta mañana a los pies de María, la
Virgen Inmaculada, para acudir a su escuela con la pequeña Bernadette.
“¡Qué dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S.
Andrés de Creta, Sermón 10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz: PG
97,1020). En este día en el que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de
la Exaltación de la Santa Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar,
nos recuerda el significado de este gran misterio: Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único para salvar a los hombres (cf. Jn
3,16). El Hijo de Dios se hizo vulnerable, tomando la condición de siervo,
obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Fil 2,8). Por su Cruz
hemos sido salvados. El instrumento de suplicio que mostró, el Viernes
Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de
vida, de perdón, de misericordia, signo de reconciliación y de paz. “Para
ser curados del pecado, miremos a Cristo crucificado”, decía san Agustín
(Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII, 11). Al levantar los ojos
hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para quitar el pecado del
mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a levantar con orgullo
la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el amor del
Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar
gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo
la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos revela
que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de
nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros,
Quien invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza.
Es el gran misterio que María nos confía también esta mañana
invitándonos a volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en
la primera aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la
señal de la Cruz. Más que un simple signo, Bernadette recibe de María
una iniciación a los misterios de la fe. La señal de la Cruz es de alguna
forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado
Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte,
más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El poder del amor es más
fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la universalidad del
amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en Lourdes.
Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren
340
en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús
para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.
La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso
de Dios, manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el
Crucificado del Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que,
empañada por el pecado, nos fue devuelta? Volvamos nuestras miradas
hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para
construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el
peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha
cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en
numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros
por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre
nuestra, presente al pie de la Cruz.
Para acoger en nuestras vidas la Cruz gloriosa, la celebración del
jubileo de las apariciones de Nuestra Señora en Lourdes nos ha permitido
entrar en una senda de fe y conversión. Hoy, María sale a nuestro
encuentro para indicarnos los caminos de la renovación de la vida de
nuestras comunidades y de cada uno de nosotros. Al acoger a su Hijo, que
Ella nos muestra, nos sumergimos en una fuente viva en la que la fe puede
encontrar un renovado vigor, en la que la Iglesia puede fortalecerse para
proclamar cada vez con más audacia el misterio de Cristo. Jesús, nacido
de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de todos los hombres, vivo
y operante en su Iglesia y en el mundo. La Iglesia ha sido enviada a todo
el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los hombres a
acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión, que
fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de este
jubileo, un nuevo impulso. Que siguiendo a los grandes evangelizadores
de vuestro País, el espíritu misionero que animó tantos hombres y mujeres
de Francia a lo largo de los siglos, sea todavía vuestro orgullo y
compromiso.
Siguiendo el recorrido jubilar tras las huellas de Bernadette, se nos
recuerda lo esencial del mensaje de Lourdes. Bernadette era la
primogénita de una familia muy pobre, sin sabiduría ni poder, de salud
frágil. María la eligió para transmitir su mensaje de conversión, de oración
y penitencia, en total sintonía con la palabra de Jesús: “Porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la
gente sencilla” (Mt 11,25). En su camino espiritual, también los cristianos
están llamados a desarrollar la gracia de su Bautismo, a alimentarse de la
Eucaristía, a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la
solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad (cf. Homenaje a la
Inmaculada Concepción, Plaza de España, 8 diciembre 2007). Es, pues,
una auténtica catequesis la que también a nosotros se nos propone, bajo la
mirada de María. Dejémonos también nosotros instruir y guiar en el
camino que conduce al Reino de su Hijo.
Continuando su catequesis, la “Hermosa Señora” revela su nombre a
Bernadette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. María le desvela de este
modo la gracia extraordinaria que Ella recibió de Dios, la de ser concebida
341
sin pecado, porque “ha mirado la humillación de su esclava” (cf. Lc 1,48).
María es la mujer de nuestra tierra que se entregó por completo a Dios y
que recibió de Él el privilegio de dar la vida humana a su eterno Hijo.
“Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Ella es la hermosura transfigurada, la imagen de la nueva humanidad. De
esta forma, al presentarse en una dependencia total de Dios, María expresa
en realidad una actitud de plena libertad, cimentada en el completo
reconocimiento de su genuina dignidad. Este privilegio nos concierne
también a nosotros, porque nos desvela nuestra propia dignidad de
hombres y mujeres, marcados ciertamente por el pecado, pero salvados en
la esperanza, una esperanza que nos permite afrontar nuestra vida
cotidiana. Es el camino que María abre también al hombre. Ponerse
completamente en manos de Dios, es encontrar el camino de la verdadera
libertad. Porque, volviéndose hacia Dios, el hombre llega a ser él mismo.
Encuentra su vocación original de persona creada a su imagen y
semejanza.
Queridos hermanos y hermanas, la vocación primera del santuario de
Lourdes es ser un lugar de encuentro con Dios en la oración, y un lugar de
servicio fraterno, especialmente por la acogida a los enfermos, a los
pobres y a todos los que sufren. En este lugar, María sale a nuestro
encuentro como la Madre, siempre disponible a las necesidades de sus
hijos. Mediante la luz que brota de su rostro, se trasparenta la misericordia
de Dios. Dejemos que su mirada nos acaricie y nos diga que Dios nos ama
y nunca nos abandona. María nos recuerda aquí que la oración, intensa y
humilde, confiada y perseverante debe tener un puesto central en nuestra
vida cristiana. La oración es indispensable para acoger la fuerza de Cristo.
“Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una
situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción” (Deus
caritas est, n. 36). Dejarse absorber por las actividades entraña el riesgo
de quitar de la plegaria su especificad cristiana y su verdadera eficacia. En
el Rosario, tan querido para Bernadette y los peregrinos en Lourdes, se
concentra la profundidad del mensaje evangélico. Nos introduce en la
contemplación del rostro de Cristo. De esta oración de los humildes
podemos sacar copiosas gracias.
La presencia de los jóvenes en Lourdes es también una realidad
importante. Queridos amigos aquí presentes esta mañana alrededor de la
Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud, cuando María recibió la visita
del ángel, era una jovencita en Nazaret, que llevaba la vida sencilla y
animosa de las mujeres de su pueblo. Y si la mirada de Dios se posó
especialmente en Ella, fiándose, María quiere deciros también que nadie
es indiferente para Dios. Él os mira con amor a cada uno de vosotros y os
llama a una vida dichosa y llena de sentido. No dejéis que las dificultades
os descorazonen. María se turbó cuando el ángel le anunció que sería la
Madre del Salvador. Ella conocía cuánta era su debilidad ante la
omnipotencia de Dios. Sin embargo, dijo “sí” sin vacilar. Y gracias a su sí,
la salvación entró en el mundo, cambiando así la historia de la humanidad.
Queridos jóvenes, por vuestra parte, no tengáis miedo de decir sí a las
342
llamadas del Señor, cuando Él os invite a seguirlo. Responded
generosamente al Señor. Sólo Él puede colmar los anhelos más profundos
de vuestro corazón. Sois muchos los que venís a Lourdes para servir
esmerada y generosamente a los enfermos o a otros peregrinos, imitando
así a Cristo servidor. El servicio a los hermanos y a las hermanas ensancha
el corazón y lo hace disponible. En el silencio de la oración, que María sea
vuestra confidente, Ella que supo hablar a Bernadette con respeto y
confianza. Que María ayude a los llamados al matrimonio a descubrir la
belleza de un amor auténtico y profundo, vivido como don recíproco y
fiel. A aquellos, entre vosotros, que Él llama a seguirlo en la vocación
sacerdotal o religiosa, quisiera decirles la felicidad que existe en entregar
la propia vida al servicio de Dios y de los hombres. Que las familias y las
comunidades cristianas sean lugares donde puedan nacer y crecer sólidas
vocaciones al servicio de la Iglesia y del mundo.
El mensaje de María es un mensaje de esperanza para todos los
hombres y para todas las mujeres de nuestro tiempo, sean del país que
sean. Me gusta invocar a María como “Estrella de la esperanza” (Spe
salvi, n. 50). En el camino de nuestras vidas, a menudo oscuro, Ella es una
luz de esperanza, que nos ilumina y nos orienta en nuestro caminar. Por su
sí, por el don generoso de sí misma, Ella abrió a Dios las puertas de
nuestro mundo y nuestra historia. Nos invita a vivir como Ella en una
esperanza inquebrantable, rechazando escuchar a los que pretenden que
nos encerremos en el fatalismo. Nos acompaña con su presencia maternal
en medio de las vicisitudes personales, familiares y nacionales. Dichosos
los hombres y las mujeres que ponen su confianza en Aquel que, en el
momento de ofrecer su vida por nuestra salvación, nos dio a su Madre
para que fuera nuestra Madre.
Que Ella sea para todos la Madre que acompaña a sus hijos tanto en
sus gozos como en sus pruebas. Santa María, Madre de Dios y Madre
nuestra, enséñanos a creer, a esperar y a amar contigo. Muéstranos el
camino hacia el Reino de tu Hijo Jesús. Estrella del mar, brilla sobre
nosotros y guíanos en nuestro camino (cf. Spe salvi, n. 50). Amén.

MARÍA, INFINITAMENTE CERCANA A NOSOTROS


20080914. Ángelus. Lourdes
Cada día, la oración del Ángelus nos ofrece la posibilidad de meditar
unos instantes, en medio de nuestras actividades, en el misterio de la
encarnación del Hijo de Dios. A mediodía, cuando las primeras horas del
día comienzan a hacer sentir el peso de la fatiga, nuestra disponibilidad y
generosidad se renuevan gracias a la contemplación del “sí” de María. Ese
“sí” limpio y sin reservas se enraiza en el misterio de la libertad del María,
libertad plena y total ante Dios, sin ninguna complicidad con el pecado,
gracias al privilegio de su Inmaculada Concepción.
Este privilegio concedido a María, que la distingue de nuestra
condición común, no la aleja, más bien al contrario la acerca a nosotros.
Mientras que el pecado divide, nos separa unos de otros, la pureza de
343
María la hace infinitamente cercana a nuestros corazones, atenta a cada
uno de nosotros y deseosa de nuestro verdadero bien. Estáis viendo, aquí,
en Lourdes, como en todos los santuarios marianos, que multitudes
inmensas llegan a los pies de María para confiarle lo que cada uno tiene de
más íntimo, lo que lleva especialmente en su corazón. Lo que, por
miramiento o por pudor, muchos no se atreven a veces a confiar ni
siquiera a los que tienen más cerca, lo confían a Aquella que es toda pura,
a su Corazón Inmaculado: con sencillez, sin fingimiento, con verdad. Ante
María, precisamente por su pureza, el hombre no vacila a mostrarse en su
fragilidad, a plantear sus preguntas y sus dudas, a formular sus esperanzas
y sus deseos más secretos. El amor maternal de la Virgen María desarma
cualquier orgullo; hace al hombre capaz de verse tal como es y le inspira
el deseo de convertirse para dar gloria a Dios.
María nos muestra de este modo la manera adecuada de acercarnos al
Señor. Ella nos enseña a acercarnos a Él con sinceridad y sencillez.
Gracias a Ella, descubrimos que la fe cristiana no es un fardo, sino que es
como una ala que nos permite volar más alto para refugiarnos en los
brazos de Dios.
La vida y la fe del pueblo creyente manifiestan que la gracia de la
Inmaculada Concepción hecha a María no es sólo una gracia personal,
sino para todos, una gracia hecha al entero pueblo de Dios. En María, la
Iglesia puede ya contemplar lo que ella está llamada a ser. En Ella, cada
creyente puede contemplar desde ahora la realización cumplida de su
vocación personal. Que cada uno de nosotros permanezca siempre en
acción de gracias por lo que el Señor ha querido revelar de su designio
salvador a través del misterio de María. Misterio en el que estamos todos
implicados de la más impresionante de las maneras, ya que desde lo alto
de la Cruz, que celebramos y exaltamos hoy, Jesús mismo nos ha revelado
que su Madre es Madre nuestra. Como hijos e hijas de María,
aprovechemos todas las gracias que le han sido concedidas, y la dignidad
incomparable que le procura su Concepción Inmaculada redunda sobre
nosotros, sus hijos.
Aquí, muy cerca de la gruta, y en comunión especial con todos los
peregrinos presentes en los santuarios marianos y con todos los enfermos
de cuerpo o alma que buscan consuelo, bendecimos al Señor por la
presencia de María en medio de su pueblo y a Ella dirigimos con fe
nuestra oración:
“Santa María, tú que te apareciste aquí, hace ciento cincuenta años, a
la joven Bernadette, ‘tú eres la verdadera fuente de esperanza’ (Dante,
Par., XXXIII,12). Como peregrinos confiados, llegados de todos los
lugares, venimos una vez más a sacar de tu Inmaculado Corazón fe y
consuelo, gozo y amor, seguridad y paz. ‘Monstra Te esse Matrem’.
Muéstrate como una Madre para todos, oh María. Danos a Cristo,
esperanza del mundo. Amén”.
344

EL SACERDOCIO ES ESENCIAL A LA IGLESIA


20080914. Discurso. Conferencia episcopal francesa. Lourdes
La Iglesia –Una, Santa, Católica y Apostólica– os ha hecho nacer por
el Bautismo. Ella os ha llamado a su servicio; le habéis donado vuestra
vida, primero como diáconos y sacerdotes, después como obispos. Os
manifiesto toda mi estima por esta entrega personal: a pesar de la
magnitud de la tarea, que subraya el honor que comporta –honor, onus–,
cumplís con fidelidad y humildad la triple función que os es propia con
respecto a la grey que se os ha encomendado: enseñar, gobernar, santificar,
a la luz de la Constitución Lumen gentium (nn. 25-28) y del Decreto
Christus Dominus. Sucesores de los Apóstoles, representáis a Cristo al
frente de las diócesis que se os han confiado, y os esforzáis por plasmar la
imagen de Obispo dibujada por san Pablo; habéis de crecer continuamente
en este sentido, para ser siempre «hospitalarios, amigos de lo bueno, de
sanos principios, justos, fieles, dueños de sí, apegados a la doctrina cierta
y a la enseñanza sana» (cf. Tt 1,8-9). El pueblo cristiano debe teneros
afecto y respeto. La tradición cristiana ha hecho hincapié desde el
principio en este punto: «Los que son de Dios y de Jesucristo, están con el
Obispo», decía san Ignacio de Antioquía (Ad Phil., 3,2), que añadía
también: «A quien el dueño de la casa haya mandado para la
administración de la casa, hay que recibirlo como al que lo ha mandado
(Ad Ef. 6, 1). Vuestra misión, espiritual sobre todo, consiste, pues, en crear
las condiciones necesarias para que los fieles, citando de nuevo a san
Ignacio, puedan «cantar al unísono por Jesucristo un himno al Padre»
(ibíd., 4, 2) y hacer así de su vida una ofrenda a Dios.
Estáis convencidos con razón de que la catequesis es de fundamental
importancia para acrecentar en cada bautizado el gusto de Dios y la
comprensión del sentido de la vida. Los dos principales instrumentos que
tenéis a disposición, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Catecismo de
los Obispos de Francia son valiosas bazas. Dan una síntesis armoniosa de
la fe católica y permiten anunciar el Evangelio con una fidelidad
correspondiente a su riqueza. La catequesis no es tanto una cuestión de
método, sino de contenido, como indica su propio nombre: se trata de una
comprensión orgánica (kat-echein) del conjunto de la revelación cristiana,
capaz de poner a disposición de la inteligencia y el corazón la Palabra de
Aquel que dio su vida por nosotros. Así, la catequesis hace resonar en el
corazón de todo ser humano una sola llamada siempre renovada:
«Sígueme» (Mt 9,9). Una esmerada preparación de los catequistas
permitirá la transmisión íntegra de la fe, a ejemplo de san Pablo, el más
grande catequista de todos los tiempos, al que miramos con admiración
particularmente en este segundo milenio de su nacimiento. En medio de
sus preocupaciones apostólicas, exhortaba de este modo: «Vendrá un
tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para
halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y,
345
apartado el oído de la verdad, se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4).
Conscientes del gran realismo de sus previsiones, os esforzáis con
humildad y perseverancia en hacer caso a sus recomendaciones:
«Proclama la Palabra, insiste a tiempo y destiempo [...] con toda paciencia
y deseo de instruir» (ibíd., 4, 2).
Para llevar a cabo eficazmente esta tarea, necesitáis colaboradores. Por
eso se han de alentar más que nunca las vocaciones sacerdotales y
religiosas. He sido informado sobre las iniciativas emprendidas
animosamente en este campo, y quisiera dar todo mi apoyo a quienes,
como Cristo, no tienen miedo de invitar a los jóvenes o menos jóvenes a
ponerse al servicio del Maestro que está ahí y llama (cf. Jn 11, 28).
Quisiera agradecer cordialmente y alentar a todas las familias, parroquias,
comunidades cristianas y movimientos de la Iglesia que son la tierra fértil
que da el buen fruto de las vocaciones (cf. Mt 13, 8). En este contexto, no
deseo omitir mi agradecimiento por las innumerables oraciones de los
verdaderos discípulos de Cristo y de su Iglesia, entre los que se hallan:
sacerdotes, religiosos y religiosas, ancianos o enfermos, también reclusos,
que durante décadas han elevado sus plegarias a Dios para cumplir el
mandato de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande
trabajadores a su mies» (Mt 9,38). El Obispo y las comunidades de fieles
deben, por lo que les concierne, favorecer y acoger las vocaciones
sacerdotales y religiosas, apoyándose en la gracia otorgada por el Espíritu
Santo para el necesario discernimiento. Sí, queridos Hermanos en el
Episcopado, seguid llamando al sacerdocio y a la vida religiosa, como
Pedro echó las redes por orden del Maestro, tras pasar una noche de pesca
sin obtener nada (cf. Lc 5,5).
Nunca se repetirá bastante que el sacerdocio es esencial para la Iglesia,
por el bien mismo del laicado. Los sacerdotes son un don de Dios para la
Iglesia. No pueden delegar sus funciones a los fieles en lo que se refiere a
las misiones que les son propias. Queridos Hermanos en el Episcopado, os
invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en íntima
unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida
apostólica. Exhortadles con dulzura a la oración cotidiana y a la
celebración digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la
Reconciliación, como lo hacía San Francisco de Sales con sus sacerdotes.
Todo sacerdote debe poder sentirse dichoso de servir a la Iglesia. A
ejemplo del cura de Ars, hijo de vuestra tierra y patrono de todos los
párrocos del mundo, no dejéis de reiterar que un hombre no puede hacer
nada más grande que dar a los fieles el cuerpo y la sangre de Cristo, y
perdonar los pecados. Tratad de estar atentos a su formación humana,
intelectual y espiritual, y a sus recursos para vivir. Pese a la carga de
vuestras gravosas ocupaciones, intentad encontraros con ellos
regularmente, sabiéndolos acoger como hermanos y amigos (cf. Lumen
gentium, 28; Christus Dominus, 16). Los sacerdotes necesitan vuestro
afecto, vuestro aliento y solicitud. Estad a su lado y tened una atención
especial con los que están en dificultad, los enfermos o de edad avanzada
(cf. Christus Dominus, 16). No olvidéis que, como dice el Concilio
346
Vaticano II usando una espléndida expresión de san Ignacio de Antioquía
a los Magnesios, son «la corona espiritual del Obispo» (Lumen gentium,
41).
El culto litúrgico es la expresión suprema de la vida sacerdotal y
episcopal, como también de la enseñanza catequética. Queridos
Hermanos, vuestro oficio de santificar a los fieles es esencial para el
crecimiento de la Iglesia. Me he sentido impulsado a precisar en el “Motu
proprio” Summorum Pontificum las condiciones para ejercer esta
responsabilidad por lo que respecta a la posibilidad de utilizar tanto el
misal del Beato Juan XXIII (1962) como el del Papa Pablo VI (1970). Ya
se han dejado ver los frutos de estas nuevas disposiciones, y espero el
necesario apaciguamiento de los espíritus que, gracias a Dios, se está
produciendo. Tengo en cuenta las dificultades que encontráis, pero no me
cabe la menor duda de que podéis llegar, en un tiempo razonable, a
soluciones satisfactorias para todos, para que la túnica inconsútil de Cristo
no se desgarre todavía más. Nadie está de más en la Iglesia. Todos, sin
excepción, han de poder sentirse en ella “como en su casa”, y nunca
rechazados. Dios, que ama a todos los hombres y no quiere que ninguno
se pierda, nos confía esta misión haciéndonos Pastores de su grey. Sólo
nos queda darle gracias por el honor y la confianza que Él nos otorga. Por
tanto, esforcémonos por ser siempre servidores de la unidad.
¿Qué otros temas requieren mayor atención? Las respuestas pueden
variar de una diócesis a otra, pero hay sin duda un problema
particularmente urgente que aparece en todas partes: la situación de la
familia. Sabemos que el matrimonio y la familia se enfrentan ahora a
verdaderas borrascas. Las palabras del evangelista sobre la barca en la
tempestad en medio del lago se pueden aplicar a la familia: «Las olas
rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua» (Mc 4,37). Los
factores que han llevado a esta crisis son bien conocidos y, por tanto, no
me demoraré en enumerarlos. Desde hace algunas décadas, las leyes han
relativizado en diferentes países su naturaleza de célula primordial de la
sociedad. A menudo, las leyes buscan acomodarse más a las costumbres y
a las reivindicaciones de personas o de grupos particulares que a promover
el bien común de la sociedad. La unión estable entre un hombre y una
mujer, ordenada a construir una felicidad terrenal, con el nacimiento de los
hijos dados por Dios, ya no es, en la mente de algunos, el modelo al que se
refiere el compromiso conyugal. Sin embargo, la experiencia enseña que
la familia es el pedestal sobre el que descansa toda la sociedad. Además, el
cristiano sabe que la familia es también la célula viva de la Iglesia. Cuanto
más impregnada esté la familia del espíritu y de los valores del Evangelio,
tanto más la Iglesia misma se enriquecerá y responderá mejor a su
vocación. Por otra parte, conozco y aliento ardientemente los esfuerzos
que hacéis para dar vuestro apoyo a las diferentes asociaciones dedicadas
a ayudar a las familias. Tenéis razón en mantener, incluso a costa de ir
contracorriente, los principios que son la fuerza y la grandeza del
Sacramento del Matrimonio. La Iglesia quiere seguir siendo
indefectiblemente fiel al mandato que le confió su Fundador, nuestro
347
Maestro y Señor Jesucristo. Nunca deja de repetir con Él: “Lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6). La Iglesia no se ha
inventado esta misión, sino que la ha recibido. Ciertamente, nadie puede
negar que ciertos hogares atraviesan pruebas, a veces muy dolorosas.
Habrá que acompañar a los hogares en dificultad, ayudarles a comprender
la grandeza del matrimonio y animarlos a no relativizar la voluntad de
Dios y las leyes de vida que Él nos ha dado. Una cuestión particularmente
dolorosa, lo sabemos bien, es la de los divorciados y vueltos a casar. La
Iglesia, que no puede oponerse a la voluntad de Cristo, mantiene con
firmeza el principio de la indisolubilidad del matrimonio, rodeando
siempre del mayor afecto a quienes, por los más variados motivos, no
llegan a respetarla. No se pueden aceptar, pues, las iniciativas que tienden
a bendecir las uniones ilegítimas. La Exhortación Apostólica Familiaris
consortio ha indicado el camino abierto por una concepción respetuosa de
la verdad y de la caridad.
Queridos Hermanos, sé bien que los jóvenes están en el centro de
vuestras preocupaciones. Les dedicáis mucho tiempo, y hacéis bien. Como
bien sabéis, acabo de encontrarme con una multitud de ellos en Sidney,
durante la Jornada Mundial de la Juventud. He apreciado su entusiasmo y
su capacidad para dedicarse a la oración. Incluso viviendo en un mundo
que les halaga y estimula sus bajos instintos, cargando ellos también el
lastre bien pesado de herencias difíciles de asumir, los jóvenes conservan
una lozanía de espíritu que me ha admirado. He hecho un llamamiento a
su sentido de responsabilidad, invitándoles a apoyarse siempre en la
vocación que Dios les concedió el día de su Bautismo. “Nuestra fuerza es
lo que Cristo quiere de nosotros”, decía el Cardenal Jean-Marie Lustiger.
Durante su primer viaje a Francia, mi venerado Predecesor transmitió a los
jóvenes de vuestro País un mensaje que no ha perdido nada de su
actualidad, y que fue acogido entonces con un fervor inolvidable. “La
permisividad moral no hace feliz al hombre”, proclamó en el Parque de
los Príncipes entre aplausos atronadores. El buen sentido que inspiró esa
sana reacción de su auditorio, no ha muerto. Ruego al Espíritu Santo que
hable al corazón de todos los fieles y, en general, al de todos vuestros
compatriotas, para darles -o hacerles ver- el gusto de llevar una vida según
los criterios de una felicidad verdadera.
En el Elíseo, mencioné el otro día la originalidad de la situación
francesa, que la Santa Sede desea respetar. En efecto, estoy convencido de
que las Naciones nunca deben aceptar que desaparezcan lo que forma su
identidad propia. En una familia, sus miembros, aun teniendo el mismo
padre y la misma madre, no son sujetos indiferenciados, sino personas con
su propia individualidad. Esto vale también para los Países, que han de
estar atentos a salvaguardar y desarrollar su propia cultura, sin dejarse
absorber nunca por otras o ahogarse en una insulsa uniformidad. “La
nación es, en efecto -retomando las palabras del Papa Juan Pablo II- la
gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos,
pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe ‘por’ la
cultura y ‘para’ la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres
348
para que puedan ‘ser más’ en la comunidad” (Discurso a la UNESCO, 2
de junio de 1980, n. 14). En esta perspectiva, resaltar las raíces cristianas
de Francia permitirá a cada uno de los habitantes de este País comprender
mejor de dónde viene y adónde va. Por tanto, en el marco institucional
vigente y con el máximo respeto por las leyes en vigor, habrá que
encontrar una nueva manera de interpretar y vivir en lo cotidiano los
valores fundamentales sobre los que se ha edificado la identidad de la
Nación. Vuestro Presidente ha hecho alusión a esta posibilidad. Los
presupuestos sociopolíticos de la antigua desconfianza o incluso de
hostilidad se desvanecen paulatinamente. La Iglesia no reivindica el
puesto del Estado. No quiere sustituirle. La Iglesia es una sociedad basada
en convicciones, que se sabe responsable de todos y no puede limitarse a
sí misma. Habla con libertad y dialoga con la misma libertad con el deseo
de alcanzar la libertad común. Gracias a una sana colaboración entre la
comunidad política y la Iglesia, realizada con la conciencia y el respeto de
la independencia y de la autonomía de cada una en su propio campo, se
lleva a cabo un servicio al ser humano con miras a su pleno desarrollo
personal y social.
El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso, diferentes
obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es la búsqueda y la
profundización de la Verdad. Se trata de una tarea noble y obligatoria para
todo hombre de fe, pues Cristo mismo es la Verdad. Construir puentes
entre las grandes tradiciones eclesiales cristianas y el diálogo con otras
tradiciones religiosas, exige un esfuerzo real de conocimiento recíproco,
porque la ignorancia destruye más que construye. Además, no es más que
la Verdad la que permite vivir auténticamente el doble mandamiento del
amor que nos dejó nuestro Salvador. No basta la buena voluntad. Creo que
es bueno comenzar por escuchar, pasar después a la discusión teológica,
para llegar finalmente al testimonio y al anuncio de la misma fe (Cf. Nota
doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, 3 de diciembre
de 2007. n. 12). Que el Espíritu Santo os conceda el discernimiento que
debe caracterizar a todo Pastor. San Pablo recomienda: “Examinadlo todo,
quedándoos con lo bueno” (1 Ts 5,21). La sociedad globalizada,
multicultural y multirreligiosa en que vivimos, es una oportunidad que el
Señor nos da para proclamar la Verdad y llevar a la práctica el Amor, con
el fin de llegar a todo ser humano sin distinción, más allá incluso de los
límites de la Iglesia visible.
El año anterior a mi elección a la Sede de Pedro tuve la alegría de
venir a vuestro País para presidir las ceremonias conmemorativas del
sexagésimo aniversario del desembarco en Normandía. Pocas veces como
entonces, sentí el apego de los hijos e hijas de Francia por la tierra de sus
antepasados. Francia celebraba entonces su liberación temporal, tras una
guerra cruel que se cobró muchas víctimas. Lo que conviene ahora es
lograr una auténtica liberación espiritual. El hombre necesita siempre
verse libre de sus temores y de sus pecados. El hombre debe aprender o
reaprender constantemente que Dios no es su enemigo, sino su Creador
lleno de bondad. Necesita saber que su vida tiene un sentido y que, al final
349
de su recorrido sobre la tierra, le espera participar por siempre en la gloria
de Cristo en el cielo. Vuestra misión es llevar a la porción del Pueblo de
Dios confiada a vuestro cuidado al reconocimiento de este final glorioso.
Quisiera que vierais aquí mi admiración y gratitud por todo lo que hacéis
por avanzar en esta dirección. Estad seguros de mi oración cotidiana por
cada uno de vosotros. Y creedme si os digo que nunca dejo de pedir al
Señor y a su Madre que os guíen en vuestro camino.
El poder de Dios se ha manifestado siempre en la debilidad. El Espíritu
Santo ha lavado siempre la suciedad, regado lo árido, enderezado lo
torcido. Cristo Salvador, que ha tenido a bien convertirnos en instrumentos
para transmitir su amor a los hombres, nunca dejará de haceros crecer en
la fe, la esperanza y la caridad, para daros el gozo de llevar a Él un
número creciente de hombres y mujeres de nuestro tiempo.

MEDITACIÓN EUCARÍSTICA
20080914. Discurso. Procesión eucarística en La Prairie, Lourdes
Señor Jesús, estás aquí.
Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos.
Estáis aquí, conmigo, ante Él.
Señor, hace dos mil años, aceptaste subir a una Cruz de infamia para
resucitar después y permanecer siempre con nosotros, tus hermanos, tus
hermanas.
Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos, habéis aceptado
dejaros atraer por Él.
Lo contemplamos, lo adoramos, lo amamos. Buscamos amarlo todavía
más.
Contemplamos a Aquel que, durante la cena pascual, ha entregado su
Cuerpo y su Sangre a sus discípulos, para estar con ellos “todos los días,
hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Adoramos a Aquel que está al inicio y al final de nuestra fe, sin el que
no estaríamos aquí esta tarde, sin el que no seríamos nada, sin el que no
existiría nada, nada, absolutamente nada. Aquel, por medio de quien “se
hizo todo” (Jn 1,3); por quien hemos sido creados, para la eternidad; el
que nos ha dado su propio Cuerpo y su propia Sangre, Él está aquí, esta
tarde, ante nosotros, ofreciéndose a nuestras miradas.
Amamos, y buscamos amar todavía más, a Quien está aquí, ante
nosotros, abierto a nuestras miradas, tal vez a nuestras preguntas, a nuestro
amor.
Sea que caminemos, o estemos clavados en el lecho del dolor —que
caminemos con gozo o estemos en el desierto del alma (cf. Num 21,5)—,
Señor, acógenos a todos en tu Amor: en el amor infinito, que es
eternamente el del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, el del Padre y del
Hijo al Espíritu, y el del Espíritu al Padre y al Hijo.
La Hostia Santa expuesta ante nuestros ojos proclama este poder
infinito del Amor manifestado en la Cruz gloriosa. La Hostia Santa
proclama el increíble anonadamiento de Quien se hizo pobre para darnos
350
su riqueza, de Quien aceptó perder todo para ganarnos para su Padre. La
Hostia Santa es el Sacramento vivo y eficaz de la presencia eterna del
Salvador de los hombres en su Iglesia.
Hermanos, hermanas, amigos míos, aceptemos, aceptad, ofreceros a
Quien nos lo ha dado todo, que vino no para juzgar al mundo, sino para
salvarlo (cf. Jn 3,17), aceptad reconocer en vuestras vidas la presencia
activa de Quien está aquí presente, ante nuestras miradas. Aceptad
ofrecerle vuestras propias vidas.
María, la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace
dos mil años, entregarle todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del
Creador. Todo ha venido de Cristo, incluso María; todo ha venido por
María, incluso Cristo.
María, la Santísima Virgen, está con nosotros esta tarde, ante el Cuerpo
de su Hijo, ciento cincuenta años después de revelarse a la pequeña
Bernadette.
Virgen Santa, ayúdanos a contemplar, ayúdanos a adorar, ayúdanos a
amar, a amar más todavía a Quien nos amó tanto, para vivir eternamente
con Él.
Una inmensa muchedumbre de testigos está invisiblemente presente a
nuestro lado, cerca de esta bendita gruta y ante esta iglesia querida por la
Virgen María;
la multitud de todos los que han contemplado, venerado, adorado, la
presencia real de Quien se nos entregó hasta la última gota de su sangre;
la muchedumbre de todos los que pasaron horas adorándolo en el
Santísimo Sacramento del Altar.
Esta tarde, no los vemos, pero los oímos aquí, diciéndonos a cada uno
de nosotros: “Ven, déjate llamar por el Maestro. Él está aquí y te llama (cf.
Jn 11,28). Él quiere tomar tu vida y unirla a la suya. Déjate atraer por Él.
No mires ya tus heridas, mira las suyas. No mires lo que te separa aún de
Él y de los demás; mira la distancia infinita que ha abolido tomando tu
carne, subiendo a la Cruz que le prepararon los hombres y dejándose
llevar a la muerte para mostrar su amor. En estas heridas, te toma; en estas
heridas, te esconde. No rechaces su amor”.
La multitud inmensa de testigos que se dejó atraer por su Amor, es la
muchedumbre de los santos del cielo que no cesan de interceder por
nosotros. Eran pecadores y lo sabían, pero aceptaron no mirar sus heridas
y mirar sólo las heridas de su Señor, para descubrir en ellas la gloria de la
Cruz, para descubrir en ellas la victoria de la Vida sobre la muerte. San
Pierre-Julien Eymard lo dijo todo cuando escribió: “La Santa Eucaristía,
es Jesucristo pasado, presente y futuro” (Predicaciones e instrucciones
parroquiales después de 1856, 4-2,1. Sobre la meditación).
Jesucristo pasado, en la verdad histórica de la tarde en el cenáculo, que
se nos recuerda en toda celebración de la Santa Misa.
Jesucristo presente, porque nos dice: “Tomad y comed todos, porque
esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre”. “Esto es”, en presente, aquí y ahora,
como en todos los aquí y ahora de la historia de los hombres. Presencia
real, presencia que sobrepasa nuestros pobres labios, nuestros pobres
351
corazones, nuestros pobres pensamientos. Presencia ofrecida a nuestras
miradas como aquí, esta tarde, cerca de la gruta donde María se reveló
como Inmaculada Concepción.
La Eucaristía es también Jesucristo futuro, Jesucristo que viene.
Cuando contemplamos la Hostia Santa, su cuerpo glorioso transfigurado y
resucitado, contemplamos lo que contemplaremos en la eternidad,
descubriendo el mundo entero llevado por su Creador cada segundo de su
historia. Cada vez que lo comemos, pero también cada vez que lo
contemplamos, lo anunciamos, hasta que el vuelva, “donec veniat”. Por
eso lo recibimos con infinito respeto.
Algunos de nosotros no pueden o no pueden todavía recibirlo en el
Sacramento, pero pueden contemplarlo con fe y amor, y manifestar el
deseo de poder finalmente unirse a Él. Es un deseo que tiene gran valor
ante Dios: esperan con mayor ardor su vuelta; esperan a Jesucristo, que
debe venir.
Cuando una amiga de Bernadette, el día después de su Primera
Comunión, le preguntó: “¿Cuándo has sido más feliz: en tu Primera
Comunión o en la apariciones?”, Bernadette respondió: “Son dos cosas
inseparables, pero no se pueden comparar. He sido feliz en las dos”
(Manuelita Estrade, 4 junio 1958). Su párroco ofreció este testimonio al
Obispo de Tarbes acerca de su Primera Comunión: “Bernadette se
comportó con gran recogimiento, con una atención que no dejaba nada
que desear… Aparecía profundamente consciente de la acción santa que
estaba llevando a cabo. Todo sucedió en ella de manera sorprendente”.
Con Pierre-Julien Eymard y con Bernadette, invocamos el testimonio
de tantos y tantos santos y santas ardientemente enamorados de la Santa
Eucaristía. Nicolás Cabasilas escribió y nos dice esta tarde: “Si Cristo
permanece en nosotros, ¿de qué tenemos necesidad? ¿Qué nos falta? Si
permanecemos en Cristo, ¿qué más podemos desear? Es nuestro huésped
y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros que estamos en su casa! ¡Qué gozo
ser nosotros mismos la morada de tal huésped!” (La vie en Jésus-Christ,
IV,6).
El Beato Charles de Foucauld nació en 1858, el mismo año de las
apariciones de Lourdes. No lejos de su cuerpo ajado por la muerte, se
encuentra, como el grano de trigo caído en tierra, el viril con el Santísimo
Sacramento que el Hermano Charles adoraba cada día durante largas
horas. El Padre de Foucauld nos ofrece la oración desde el hondón de su
alma, plegaria dirigida a nuestro Padre, pero que con Jesús podemos con
toda verdad hacer nuestra ante la Hostia Santa:
«“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Es la última oración de
nuestro Maestro, de nuestro Amado… Que sea también la nuestra, que no
sea sólo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros instantes:
“Padre, me pongo en tus manos;
Padre confío en ti;
Padre, me entrego a ti;
Padre, haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias;
352
gracias por todo;
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo;
te doy las gracias,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí, Dios mío,
y en todas tus criaturas, en todos tus hijos,
en todos aquellos que ama tu corazón.
No deseo nada más, Dios mío.
Te confío mi alma, te la doy, Dios mío,
con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo,
y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre”».
Amados hermanos y hermanas, peregrinos y habitantes de estos valles,
Hermanos Obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, todos
vosotros que estáis viendo el infinito anonadamiento del Hijo de Dios y la
gloria infinita de la Resurrección, permaneced en silencio y adorad a
vuestro Señor, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Permaneced en
silencio, después hablad y decid al mundo: no podemos callar lo que
sabemos. Id y proclamad al mundo entero las maravillas de Dios, presente
en cada momento de nuestras vidas, en toda la tierra. Que Dios nos
bendiga y nos guarde, que nos conduzca por el camino de la vida eterna,
Él que es la Vida, por los siglos de los siglos. Amén.

NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES


20080915. Homilía. Misa con los enfermos. Lourdes
Ayer celebramos la Cruz de Cristo, instrumento de nuestra salvación,
que nos revela en toda su plenitud la misericordia de nuestro Dios. En
efecto, la Cruz es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión de
Dios con nuestro mundo. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora
de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su
Hijo por los pecadores. Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo
entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo
de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se cumple la profecía
de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por
el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró
(cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de
su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su
dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el
símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo
Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf.
Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su
Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la
Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del
353
discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su
Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27).
María está hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas
que derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya
nada podrá extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión
maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen
María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable
confianza en Ella; la oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!
expresa bien este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos,
prestando una atención particular a quienes, como su Hijo en la hora de su
Pasión, están sumidos en el dolor; los ama simplemente porque son sus
hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz.
El salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la
Madre de Cristo con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen
María que “los más ricos del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44,13). De
este modo, movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos
han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los
artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan
prodigiosamente. Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy
especialmente a quienes sufren, para que encuentren en Ella consuelo y
sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o
desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y
profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado como
Madre.
Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una
imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los
labios de María cuando entona el Magnificat: “Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-
47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos.
María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la
alegría que vive su corazón, para que se convierta también en la nuestra.
Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa. Aquí,
en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858,
Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de
María. Ésa fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven
vidente que quería saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos
días más tarde como “la Inmaculada Concepción”, María le dio a conocer
primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para
la revelación de su misterio.
En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se
refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona
a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de
Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia,
el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una
vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a
veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el
hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina.
354
Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria
una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los
parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también
la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más
íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más
que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra
el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no
sólo “no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha
sido probado en todo exactamente como nosotros” (cf. Hb 4,15). Quisiera
decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados
de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen
está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la
enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la
gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que
Dios quiera.
Qué acertada fue la intuición de esa hermosa figura espiritual francesa,
Dom Jean-Baptiste Chautard, quien en El alma de todo apostolado,
proponía al cristiano fervoroso encontrarse frecuentemente con la Virgen
María “con la mirada”. Sí, buscar la sonrisa de la Virgen María no es un
infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que son “los
más ricos del pueblo” (44,13). “Los más ricos” se entiende en el orden de
la fe, los que tienen mayor madurez espiritual y saben reconocer
precisamente su debilidad y su pobreza ante Dios. En una manifestación
tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra
única riqueza es el amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de
la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo
acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con
nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo
modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo
que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió
a los sirvientes de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).
La sonrisa de María es una fuente de agua viva. “El que cree en mí
-dice Jesús- de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn 7,38).
María es la que ha creído, y, de su seno, han brotado ríos de agua viva para
irrigar la historia de la humanidad. La fuente que María indicó a
Bernadette aquí, en Lourdes, es un humilde signo de esta realidad
espiritual. De su corazón de creyente y de Madre brota un agua viva que
purifica y cura. Al sumergirse en las piscinas de Lourdes cuántos no han
descubierto y experimentado la dulce maternidad de la Virgen María,
juntándose a Ella para unirse más al Señor. En la secuencia litúrgica de
esta memoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores, se honra a
María con el título de Fons amoris, “Fuente de amor”. En efecto, del
corazón de María brota un amor gratuito que suscita como respuesta un
amor filial, llamado a acrisolarse constantemente. Como toda madre, y
más que toda madre, María es la educadora del amor. Por eso tantos
enfermos vienen aquí, a Lourdes, a beber en la “Fuente de amor” y para
355
dejarse guiar hacia la única fuente de salvación, su Hijo, Jesús, el
Salvador.
Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera
muy especial, a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a
través de la gracia de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el
sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede
domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún -como lo han
hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo- acogerlo como
ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha formulado Bernadette,
aceptar “sufrir todo en silencio para agradar a Jesús”. Para poder decir
esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús. Desde
ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de
Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos.
Bernadette misma, durante una vida a menudo marcada por la
enfermedad, recibió este sacramento en cuatro ocasiones. La gracia propia
del mismo consiste en acoger en sí a Cristo médico. Sin embargo, Cristo
no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él no permanece fuera del
sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está afectado
por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La
presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el dolor. El
hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se
ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él,
al nacimiento de la nueva creación.
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es
cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos
otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de
que su yugo será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que
recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una
esperanza como ésta.
El Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se
resume todo el misterio de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su
trayectoria personal representa el camino de la Iglesia, invitada a estar
completamente atenta a las personas que sufren. Dirijo un afectuoso
saludo a los miembros del Cuerpo médico y de enfermería, así como a
todos los que, de diverso modo, en los hospitales u otras instituciones,
contribuyen al cuidado de los enfermos con competencia y generosidad.
Quisiera también decir a todos los encargados de la acogida, a los
camilleros y acompañantes que, de todas las diócesis de Francia y de más
lejos aún, acompañan durante todo el año a los enfermos que vienen en
peregrinación a Lourdes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la
Iglesia servidora. Deseo, en fin, animar a los que, en nombre de su fe,
acogen y visitan a los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las
parroquias o, como aquí, en los santuarios. Que, como portadores de la
misericordia de Dios (cf. Mt 25, 39-40), sientan en esta misión tan
delicada e importante el apoyo efectivo y fraterno de sus comunidades. En
este sentido, saludo de modo particular, y doy las gracias también, a mis
hermanos en el Episcopado, los Obispos franceses, los Obispos de otros
356
lugares y los sacerdotes, los cuales acompañan a los enfermos y a los
hombres tocados por el sufrimiento en el mundo. Gracias por vuestro
servicio al Señor que esta sufriendo.
El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano. María os
confía su sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos, fieles a su Hijo,
en fuente de agua viva. Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la Iglesia,
de la que María es la imagen más pura. ¡Que llevéis a todos su sonrisa!
Al concluir, quiero sumarme a las oraciones de los peregrinos y de los
enfermos y retomar con vosotros un fragmento de la oración a María
propuesta para la celebración de este Jubileo:
“Porque eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la
morada del Espíritu Santo, porque escogiste a Bernadette en su miseria,
porque eres la estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera
criatura resucitada, Nuestra Señora de Lourdes, junto con nuestros
hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te decimos:
ruega por nosotros”.

SAN PABLO ES NUESTRO MAESTRO


20080920. Discurso. Nuevos Obispos países de misión
San Pablo no es para nosotros simplemente una figura del pasado, que
recordamos con veneración. Es también nuestro maestro, es el apóstol y el
heraldo de Jesucristo también para nosotros. Sí, es nuestro maestro y de él
debemos aprender a mirar con simpatía a los pueblos a los que somos
enviados. De él debemos aprender también a buscar en Cristo la luz y la
gracia para anunciar hoy la buena nueva; debemos seguir su ejemplo para
recorrer incansablemente los senderos humanos y geográficos del mundo
actual, llevando a Cristo a los que ya le han abierto el corazón y a los que
aún no lo han conocido.
En muchos aspectos vuestra vida de pastores se asemeja a la del
apóstol san Pablo. A menudo el campo de vuestro trabajo pastoral es muy
vasto y sumamente difícil y complejo. Desde el punto de vista geográfico,
vuestras diócesis, en su mayor parte, son muy extensas y con frecuencia
carecen de caminos y de medios de comunicación. Esto dificulta llegar a
los fieles más alejados del centro de vuestras comunidades diocesanas.
Además, en vuestras sociedades, como en otras partes, se abate cada vez
con mayor violencia el viento de la descristianización, del indiferentismo
religioso, de la secularización y de la relativización de los valores. Esto
crea un ambiente ante el cual las armas de la predicación pueden parecer,
como en el caso de Pablo en Atenas, carentes de la fuerza necesaria. En
muchas regiones, los católicos son una minoría, a veces incluso escasa.
Esto os compromete a confrontaros con otras religiones mucho más
fuertes y no siempre acogedoras con respecto a vosotros. Por último, no
faltan situaciones en las que, como pastores, debéis defender a vuestros
fieles ante la persecución y ataques violentos.
No tengáis miedo y no os desaniméis por todos estos inconvenientes, a
veces incluso serios; al contrario, seguid los consejos y las sugerencias de
357
san Pablo, que tuvo que sufrir mucho por esas mismas causas, como
vemos en su segunda carta a los Corintios. Al recorrer los mares y las
tierras, sufrió persecuciones, azotes e incluso la lapidación; afrontó los
peligros de los viajes, el hambre, la sed, ayunos frecuentes, frío y
desnudez; trabajó incansablemente viviendo a fondo la preocupación por
todas las Iglesias (cf. 2 Co 11, 24 ss). No huía de las dificultades y los
sufrimientos, porque era muy consciente de que forman parte de la cruz
que, como cristianos, es necesario llevar cada día. Comprendió a fondo la
condición a la que la llamada de Cristo expone al discípulo: "Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame"
(Mt 16, 24). Por este motivo, recomendaba a su hijo espiritual y discípulo
Timoteo: "Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio" (2 Tm 1,
8), indicando de este modo que la evangelización y su éxito pasan por la
cruz y el sufrimiento. San Pablo nos dice a cada uno: "Sufre también tú
conmigo por el Evangelio". El sufrimiento une a Cristo y a los hermanos,
y expresa la plenitud del amor, cuya fuente y prueba suprema es la misma
cruz de Cristo.
San Pablo llegó a esta convicción tras la experiencia de las
persecuciones que tuvo que afrontar al anunciar el Evangelio; pero por
este camino descubrió la riqueza del amor de Cristo y la verdad de su
misión de Apóstol. "La verdad que había experimentado en el encuentro
con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento.
Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por
Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este amor" (28 de junio de
2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de julio de
2008, p.5). Sí, san Pablo fue un hombre "conquistado" (Flp 3, 12) por el
amor de Cristo, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de este
centro.
No dudéis en recurrir a este poderoso maestro de la evangelización,
aprendiendo de él a amar a Cristo, a sacrificaros al servicio de los demás,
a identificaros con los pueblos en medio de los cuales estáis llamados a
anunciar el Evangelio, a proclamar y testimoniar su presencia de
Resucitado. Para aprender estas lecciones es indispensable invocar con
insistencia la ayuda de la gracia de Cristo. San Pablo con frecuencia hace
referencia a esta gracia en sus cartas. Vosotros, que como sucesores de los
Apóstoles sois continuadores de la misión de san Pablo de llevar el
Evangelio a los gentiles, inspiraos en él para comprender vuestra vocación
en estrecha dependencia de la luz del Espíritu de Cristo. Él os guiará por
los caminos a menudo arduos, pero siempre apasionantes, de la nueva
evangelización.

EL ALTAR ES INVITACIÓN CONSTANTE AL AMOR


20080921. Homilía. Consagración nuevo altar Catedral Albano
La celebración de hoy es muy rica en símbolos y la Palabra de Dios
que se ha proclamado nos ayuda a comprender el significado y el valor de
lo que estamos realizando. En la primera lectura hemos escuchado el
358
relato de la purificación del Templo y de la dedicación del nuevo altar de
los holocaustos por obra de Judas Macabeo en el año 164 antes de Cristo,
tres años después de que el Templo fuera profanado por Antíoco Epifanes
(cf. 1 M 4, 52-59). En recuerdo de aquel acontecimiento se instituyó la
fiesta de la Dedicación, que duraba ocho días. Esa fiesta, unida
inicialmente al Templo a donde el pueblo iba en procesión para ofrecer
sacrificios, también se engalanaba con la iluminación de las casas y
sobrevivió, bajo esta forma, después de la destrucción de Jerusalén.
El autor sagrado subraya con razón la alegría y la felicidad que
caracterizaron aquel acontecimiento. Pero, queridos hermanos y hermanas,
¡cuánto más grande debe ser nuestra alegría al saber que sobre el altar que
nos disponemos a consagrar se ofrecerá cada día el sacrificio de Cristo;
sobre este altar él seguirá inmolándose, en el sacramento de la Eucaristía,
por nuestra salvación y por la de todo el mundo! En el misterio
eucarístico, que se renueva en todos los altares, Jesús se hace realmente
presente. Su presencia es dinámica; nos abraza para hacernos suyos, para
configurarnos con él; nos atrae con la fuerza de su amor, haciéndonos salir
de nosotros mismos para unirnos a él, haciéndonos uno con él.
La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su "casa", y
todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla san
Pedro. "Acercándoos a él, piedra viva desechada por los hombres, pero
elegida, preciosa ante Dios —escribe el Apóstol—, también vosotros, cual
piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por
mediación de Jesucristo" (1 P 2, 4-5). Casi desarrollando esta hermosa
metáfora, san Agustín observa que, mediante la fe, los hombres son como
tablas y piedras tomadas de bosques y montes para la construcción;
mediante el bautismo, la catequesis y la predicación, son tallados, labrados
y escuadrados; pero sólo se convierten en casa de Dios cuando se unen
unos a otros mediante la caridad. Cuando los creyentes se unen entre sí
dentro de un cierto orden, yuxtaponiéndose y combinándose
estrechamente en la caridad, entonces se convierten de verdad en casa de
Dios, y no hay peligro de que se desplome (cf. Serm. 336).
Por tanto, el amor de Cristo, la caridad "que no acaba nunca" (1 Co 13,
8), es la energía espiritual que une a todos los que participan en el mismo
sacrificio y se alimentan del único Pan partido para la salvación del
mundo. En efecto, ¿es posible comulgar con el Señor si no comulgamos
entre nosotros? Así pues, no podemos presentarnos ante el altar de Dios
divididos, separados unos de otros. Este altar, sobre el que dentro de poco
se renovará el sacrificio del Señor, ha de ser para vosotros, queridos
hermanos y hermanas, una invitación constante al amor; debéis acercaros
siempre a él con el corazón dispuesto a acoger el amor y a difundirlo, a
recibir el perdón y a concederlo.
A este propósito, el relato evangélico que acaba de proclamarse (cf. Mt
5, 23-24) nos ofrece una importante lección de vida. Es un llamamiento,
breve pero apremiante, a la reconciliación fraterna, reconciliación
indispensable para presentar dignamente la ofrenda ante el altar; una
359
exhortación que retoma la enseñanza ya bien presente en la predicación
profética. En efecto, también los profetas denunciaban con vigor la
inutilidad de los actos de culto realizados sin las correspondientes
disposiciones morales, especialmente en las relaciones con el prójimo (cf.
Is 1, 10-20; Am 5, 21-27; Mi 6, 6-8). Por tanto, cada vez que os acerquéis
al altar para la celebración eucarística, debéis abrir vuestro corazón al
perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de
quienes os han herido; dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.
En la liturgia romana el sacerdote, una vez realizada la ofrenda del pan
y del vino, inclinado hacia el altar reza en voz baja: "Acepta, Señor,
nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy
nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia". Así, se prepara
para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio
eucarístico, en el corazón de la liturgia celestial a la que hace referencia la
segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que
ofrece "muchos perfumes para unirlos a las oraciones de todos los santos
sobre el altar de oro colocado delante del trono" (Ap 8, 3).
En cierto modo, el altar del sacrificio se convierte en el punto de
encuentro entre el cielo y la tierra; el centro —podríamos decir— de la
única Iglesia que es celestial y al mismo tiempo peregrina en la tierra,
donde, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios,
los discípulos del Señor anuncian su pasión y su muerte hasta que vuelva
en la gloria (cf. Lumen gentium, 8). Más aún, cada celebración eucarística
anticipa ya la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y
muestra en el misterio el esplendor de la Iglesia, "esposa inmaculada del
Cordero inmaculado, esposa a la que Cristo amó y se entregó por ella para
santificarla" (ib., n. 6).
El rito que nos disponemos a llevar a cabo en esta catedral, que hoy
admiramos en su renovada belleza y que con razón queréis hacer cada vez
más bella y acogedora, suscita en nosotros estas reflexiones. Este
compromiso os implica a todos y exige, en primer lugar, que toda la
comunidad diocesana crezca en la caridad y en la entrega apostólica y
misionera. En concreto, se trata de testimoniar con la vida vuestra fe en
Cristo y la confianza total que depositáis en él. También se trata de
cultivar la comunión eclesial, que es ante todo un don, una gracia, fruto
del amor libre y gratuito de Dios, es decir, algo divinamente eficaz,
siempre presente y operante en la historia, más allá de toda apariencia
contraria. Pero la comunión eclesial es también una tarea confiada a la
responsabilidad de cada uno. Que el Señor os conceda vivir una comunión
cada vez más convencida y activa, en colaboración y con
corresponsabilidad en todos los niveles: entre presbíteros, consagrados y
laicos, entre las diversas comunidades cristianas de vuestro territorio y
entre las diferentes asociaciones laicales.

TRABAJAR EN LA VIÑA YA ES LA PRIMERA RECOMPENSA


20080921. Ángelus
360
Quizá recordéis que el día de mi elección, cuando me dirigí a la
multitud en la plaza de San Pedro, se me ocurrió espontáneamente
presentarme como un obrero de la viña del Señor. Pues bien, en el
evangelio de hoy (cf. Mt 20, 1-16) Jesús cuenta precisamente la parábola
del propietario de la viña que, en diversas horas del día, llama a jornaleros
a trabajar en su viña. Y al atardecer da a todos el mismo jornal, un denario,
suscitando la protesta de los de la primera hora. Es evidente que este
denario representa la vida eterna, don que Dios reserva a todos. Más aún,
precisamente aquellos a los que se considera "últimos", si lo aceptan, se
convierten en los "primeros", mientras que los "primeros" pueden correr el
riesgo de acabar "últimos".
Un primer mensaje de esta parábola es que el propietario no tolera, por
decirlo así, el desempleo: quiere que todos trabajen en su viña. Y, en
realidad, ser llamados ya es la primera recompensa: poder trabajar en la
viña del Señor, ponerse a su servicio, colaborar en su obra, constituye de
por sí un premio inestimable, que compensa por toda fatiga. Pero eso sólo
lo comprende quien ama al Señor y su reino; por el contrario, quien
trabaja únicamente por el jornal nunca se dará cuenta del valor de este
inestimable tesoro.
El que narra la parábola es san Mateo, apóstol y evangelista, cuya
fiesta litúrgica, por lo demás, se celebra precisamente hoy. Me complace
subrayar que san Mateo vivió personalmente esta experiencia (cf. Mt 9, 9).
En efecto, antes de que Jesús lo llamara, ejercía el oficio de publicano y,
por eso, era considerado pecador público, excluido de la "viña del Señor".
Pero todo cambia cuando Jesús, pasando junto a su mesa de impuestos, lo
mira y le dice: "Sígueme". Mateo se levantó y lo siguió. De publicano se
convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De "último" se convirtió
en "primero", gracias a la lógica de Dios, que —¡por suerte para nosotros!
— es diversa de la del mundo. "Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos", dice el Señor por
boca del profeta Isaías (Is 55, 8).
También san Pablo, de quien estamos celebrando un particular Año
jubilar, experimentó la alegría de sentirse llamado por el Señor a trabajar
en su viña. ¡Y qué gran trabajo realizó! Pero, como él mismo confiesa, fue
la gracia de Dios la que actuó en él, la gracia que de perseguidor de la
Iglesia lo transformó en Apóstol de los gentiles, hasta el punto de decir:
"Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21). Pero
añade inmediatamente: "Pero si el vivir en la carne significa para mí
trabajo fecundo, no sé qué escoger" (Flp 1, 22). San Pablo comprendió
bien que trabajar para el Señor ya es una recompensa en esta tierra.
La Virgen María, a la que hace una semana tuve la alegría de venerar
en Lourdes, es sarmiento perfecto de la viña del Señor. De ella brotó el
fruto bendito del amor divino: Jesús, nuestro Salvador. Que ella nos ayude
a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar
nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.
361
SAN PABLO: UN GRAN AMOR A JESUCRISTO
20080922. Discurso. Nuevos Obispos
Quiero detenerme brevemente en la figura de san Pablo. San Pablo fue
un maestro y un modelo sobre todo para los obispos. San Gregorio Magno
lo define "el más grande de todos los pastores" (Regla pastoral, 1, 8).
Como obispos debemos aprender del Apóstol, ante todo, un gran amor a
Jesucristo. Desde el momento de su encuentro con el Maestro divino en el
camino de Damasco, toda su existencia fue un itinerario de configuración
interior y apostólica a él entre las persecuciones y los sufrimientos (cf. 2
Tm 3, 11). San Pablo se define a sí mismo un hombre "conquistado por
Cristo" (cf. Flp 3, 12), hasta el punto de poder decir: "Ya no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20); y también: "Estoy crucificado
con Cristo. (...) La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe
del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 19-
20).
El amor de san Pablo a Cristo nos conmueve por su intensidad. Era un
amor tan fuerte y tan vivo que lo impulsó a afirmar: "Juzgo que todo es
pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por
quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo"
(Flp 3, 8). El ejemplo del gran Apóstol nos estimula a los obispos a crecer
cada día en la santidad de la vida para tener los mismos sentimientos que
tuvo Jesucristo (cf. Flp 2, 5).
La exhortación apostólica Pastores gregis, hablando del compromiso
espiritual del obispo, afirma con claridad que debe ser ante todo "hombre
de Dios", porque no es posible estar al servicio de los hombres sin ser
antes "siervo de Dios" (cf. n. 13).
Por consiguiente, el primer compromiso espiritual y apostólico del
obispo debe ser precisamente progresar en el camino de la perfección
evangélica, en el camino del amor a Jesucristo. Al igual que el apóstol san
Pablo, debe estar convencido de que "nuestra capacidad viene de Dios, el
cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza" (2 Co 3, 5-6).
Entre los medios que le ayudan a progresar en la vida espiritual está, ante
todo, la Palabra de Dios, que de modo indiscutible debe ocupar el lugar
central en la vida y en la misión del obispo. La exhortación apostólica
Pastores gregis recuerda que "antes de ser transmisor de la Palabra, el
obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, (...) tiene que ser oyente de
la Palabra" y añade que "no hay primacía de la santidad sin escucha de la
Palabra de Dios, que es guía y alimento de la santidad" (n. 15). Por tanto,
queridos obispos, os exhorto a impregnaros cada día de la Palabra de Dios
para ser maestros de la fe y auténticos educadores de vuestro fieles; no
como los que negocian con esa Palabra, sino como los que, con sinceridad
y movidos por Dios y bajo su mirada, hablan de él (cf. 2 Co 2, 17).
Para afrontar el gran desafío del laicismo propio de la sociedad
contemporánea es necesario que el obispo medite cada día la Palabra en la
oración, a fin de que pueda ser heraldo eficaz al anunciarla, doctor
auténtico al explicarla y defenderla, maestro iluminado y sabio al
362
transmitirla. Os encomiendo al poder de la Palabra del Señor, para que
seáis fieles a las promesas que habéis hecho ante Dios y ante la Iglesia el
día de vuestra consagración episcopal, perseverantes en el cumplimiento
del ministerio que se os ha confiado, fieles al conservar puro e íntegro el
depósito de la fe, arraigados en la comunión eclesial juntamente con todo
el orden episcopal. Debemos ser siempre conscientes de que la Palabra de
Dios garantiza la presencia divina en cada uno de nosotros de acuerdo con
las palabras del Señor: "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi
Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23).
Cuando se os entregó la mitra, el día de vuestra consagración
episcopal, se os dijo: "Resplandezca en ti el fulgor de la santidad". El
apóstol san Pablo, con su enseñanza y con su testimonio personal, nos
exhorta a crecer en la virtud delante de Dios y de los hombres. El camino
de perfección del obispo debe inspirarse en los rasgos característicos del
buen Pastor, para que en su rostro y en su obrar los fieles puedan descubrir
las virtudes humanas y cristianas que deben caracterizar a todo obispo (cf.
Pastores gregis, 18).
Al progresar en el camino de la santidad, expresaréis la indispensable
autoridad moral y la prudente sabiduría que se requiere a quien está al
frente de la familia de Dios. Esa autoridad moral hoy es muy necesaria.
Vuestro ministerio sólo será pastoralmente eficaz si se apoya en vuestra
santidad de vida: la autoridad del obispo —afirma la exhortación
apostólica Pastores gregis— nace del testimonio, sin el cual difícilmente
los fieles podrán descubrir en el obispo la presencia activa de Cristo en su
Iglesia (cf. n. 43).
Con la consagración episcopal y con la misión canónica se os ha
encomendado el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y diario de
vuestras diócesis. El apóstol san Pablo, con las conocidas palabras que
dirigió a Timoteo, os indica el camino para ser pastores buenos y
autorizados de vuestras Iglesias particulares: "Proclama la Palabra, insiste
a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y
doctrina. (...) Vigila atentamente" (2 Tm 4, 2.5). A la luz de estas palabras
del Apóstol, no dejéis de comprometeros "no sólo con el consejo, la
persuasión y el ejemplo, sino también con la autoridad y la potestad
sagrada" (Lumen gentium, 27), para hacer que la grey encomendada a
vosotros progrese en la santidad y en la verdad. Este será el modo más
adecuado para ejercer en plenitud la paternidad propia del obispo con
respecto a los fieles. Tened una solicitud especial por los sacerdotes,
vuestros primeros e insustituibles colaboradores en el ministerio, y por los
jóvenes.
Estad cerca de los sacerdotes prestándoles la máxima atención. No
escatiméis esfuerzos al poner en práctica todas las iniciativas, incluida la
de una concreta comunión de vida, que indicó el concilio Vaticano II,
gracias a la cual se ayude a los sacerdotes a crecer en la entrega a Cristo y
en la fidelidad al ministerio sacerdotal. Procurad promover una auténtica
fraternidad sacerdotal que contribuya a vencer el aislamiento y la soledad,
363
favoreciendo la ayuda mutua. Es importante que todos los sacerdotes
sientan la cercanía paterna y la amistad del obispo.
Para construir el futuro de vuestras Iglesias particulares, sed
animadores y guías de los jóvenes. A numerosos muchachos y jóvenes les
fascina el Evangelio y están dispuestos a comprometerse en la Iglesia. Es
necesario que los sacerdotes y los educadores sepan transmitir a las
nuevas generaciones, juntamente con el entusiasmo por el don de la vida,
el amor a Jesucristo y a la Iglesia. Conscientes de que el seminario es el
corazón de la diócesis, entre los jóvenes animad con especial solicitud a
los seminaristas. No dejéis de proponer a los muchachos y a los jóvenes la
opción de una entrega plena a Cristo en la vida sacerdotal y religiosa.
Sensibilizad a las familias, las parroquias, los centros educativos, para que
ayuden a las nuevas generaciones a buscar y a descubrir el proyecto de
Dios sobre su vida.

LA CRISIS CONYUGAL: UN PASO HACIA EL CRECIMIENTO


20080926. Discurso. Al movimiento “Retrouvaille”
La crisis conyugal —aquí hablamos de crisis serias y graves—
constituye una realidad con dos facetas. Por una parte, especialmente en
su fase aguda y más dolorosa, se presenta como un fracaso, como la
prueba de que el sueño ha terminado o se ha transformado en una
pesadilla y, por desgracia, "ya no hay nada que hacer". Esta es la faceta
negativa. Pero hay otra faceta, a menudo desconocida para nosotros, pero
que Dios ve. En efecto, toda crisis —nos lo enseña la naturaleza— es un
paso hacia una nueva fase de vida. Pero si en las criaturas inferiores esto
sucede automáticamente, en el hombre implica la libertad, la voluntad y,
por tanto, una "esperanza mayor" que la desesperación. En los momentos
más oscuros, los esposos pierden la esperanza; entonces, es necesario que
otros la custodien, un "nosotros", una compañía de verdaderos amigos
que, con el máximo respeto pero también con sincera voluntad de bien,
estén dispuestos a compartir algo de su propia esperanza con quien la ha
perdido. No de modo sentimental o veleidoso, sino organizado y realista.
Así, en el momento de la ruptura, os convertís en la posibilidad concreta
para la pareja de tener una referencia positiva en la que confiar en medio
de la desesperación. En efecto, cuando la relación degenera, los esposos
caen en la soledad, tanto individual como de pareja. Pierden el horizonte
de la comunión con Dios, con los demás y con la Iglesia. Entonces,
vuestros encuentros ofrecen el "apoyo" para no extraviarse del todo y para
superar gradualmente las dificultades. Me complace pensar en vosotros
como custodios de una esperanza mayor para los esposos que la han
perdido.
La crisis, pues, como paso hacia el crecimiento. En esta perspectiva se
puede leer el relato de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11). La Virgen María
se da cuenta de que los esposos "ya no tienen vino" y se lo dice a Jesús.
Esta falta de vino hace pensar en el momento en que, en la vida de la
pareja, se termina el amor, se agota la alegría y disminuye bruscamente el
364
entusiasmo del matrimonio. Después de que Jesús transformó el agua en
vino, felicitaron al esposo porque —decían— había conservado hasta ese
momento "el vino bueno". Esto significa que el vino de Jesús era mejor
que el precedente. Sabemos que este "vino bueno" es símbolo de la
salvación, de la nueva alianza nupcial que Jesús vino a realizar con la
humanidad. Pero precisamente todo matrimonio cristiano, incluso el más
desdichado y vacilante, es sacramento de esta alianza y por eso puede
encontrar en la humildad la valentía de pedir ayuda al Señor. Cuando una
pareja pasa por dificultades o —como demuestra vuestra experiencia—
incluso ya está separada, si se encomienda a María y se dirige a Aquel que
hizo de dos "una sola carne", puede estar segura de que esa crisis será, con
la ayuda del Señor, un paso hacia el crecimiento, y su amor se purificará,
madurará y se reforzará. Esto sólo puede hacerlo Dios, que quiere servirse
de sus discípulos como de valiosos colaboradores para acercarse a las
parejas, escucharlas y ayudarles a redescubrir el tesoro escondido del
matrimonio, el fuego que ha quedado enterrado bajo las cenizas. Es él
quien reaviva y vuelve a hacer arder la llama; ciertamente, no del mismo
modo del enamoramiento, sino de manera diversa, más intensa y
profunda: pero siempre la misma llama.
Queridos amigos que habéis elegido poneros al servicio de los demás
en un campo tan delicado, os aseguro mi oración para que vuestro
compromiso no se convierta en mera actividad, sino que, en el fondo, siga
siendo siempre testimonio del amor de Dios. Vuestro servicio es un
servicio "contra corriente". En efecto, hoy, cuando una pareja entra en
crisis, encuentra a muchas personas dispuestas a aconsejar la separación.
También a los esposos casados en el nombre del Señor se les propone con
facilidad el divorcio, olvidando que el hombre no puede separar lo que
Dios ha unido (cf. Mt 19, 6; Mc10, 9). Para cumplir vuestra misión,
también vosotros necesitáis alimentar continuamente vuestra vida
espiritual, poner amor en lo que hacéis para que, en contacto con
realidades difíciles, vuestra esperanza no se agote o no se reduzca a una
fórmula.

LECCIÓN DE HUMILDAD DE JUAN PABLO I


20080928. Ángelus
Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos
enviados por el padre a trabajar en su viña. De estos, uno le dice
inmediatamente que sí, pero después no va; el otro, en cambio, de
momento rehúsa, pero luego, arrepintiéndose, cumple el deseo paterno.
Con esta parábola Jesús reafirma su predilección por los pecadores que se
convierten, y nos enseña que se requiere humildad para acoger el don de la
salvación. También san Pablo, en el pasaje de la carta a los Filipenses que
hoy meditamos, nos exhorta a la humildad: "No hagáis nada por rivalidad,
ni por vanagloria -escribe-, sino con humildad, considerando cada cual a
los demás como superiores a sí mismos" (Flp 2, 3). Estos son los mismos
sentimientos de Cristo, que, despojándose de la gloria divina por amor a
365
nosotros, se hizo hombre y se humilló hasta morir crucificado (cf. Flp 2,
5-8). El verbo utilizado -ekenosen- significa literalmente que "se vació a sí
mismo", y pone bien de relieve la humildad profunda y el amor infinito de
Jesús, el Siervo humilde por excelencia.
Reflexionando sobre estos textos bíblicos, he pensado inmediatamente
en el Papa Juan Pablo I, de cuya muerte se celebra hoy el trigésimo
aniversario. Eligió como lema episcopal el mismo de san Carlos
Borromeo: Humilitas. Una sola palabra que sintetiza lo esencial de la vida
cristiana e indica la virtud indispensable de quien, en la Iglesia, está
llamado al servicio de la autoridad. En una de las cuatro audiencias
generales que tuvo durante su brevísimo pontificado, dijo entre otras
cosas, con el tono familiar que lo caracterizaba: "Me limito a recordaros
una virtud muy querida del Señor, que dijo: "Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón"... Aun si habéis hecho cosas grandes, decid:
siervos inútiles somos". Y agregó: "En cambio la tendencia de todos
nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila" (Audiencia
general, 6 de septiembre de 1978: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 10 de septiembre de 1978, p. 11). La humildad puede
considerarse como su testamento espiritual.
Precisamente gracias a esta virtud, bastaron treinta y tres días para que
el Papa Luciani entrara en el corazón de la gente. En sus discursos ponía
ejemplos tomados de hechos de la vida concreta, de sus recuerdos de
familia y de la sabiduría popular. Su sencillez transmitía una enseñanza
sólida y rica, que, gracias al don de una memoria excepcional y una vasta
cultura, adornaba con numerosas citas de escritores eclesiásticos y
profanos. Así, fue un catequista incomparable, siguiendo las huellas de san
Pío x, su paisano y predecesor, primero en la cátedra de san Marcos y
después en la de san Pedro. "Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios",
dijo en esa misma audiencia. Y añadió: "No me avergüenzo de sentirme
como un niño ante su madre; a la madre se le cree; yo creo al Señor y creo
lo que él me ha revelado" (ib., p. 4). Estas palabras muestran toda la
grandeza de su fe. A la vez que damos gracias a Dios por haberlo dado a la
Iglesia y al mundo, atesoremos su ejemplo, comprometiéndonos a cultivar
su misma humildad, que lo capacitó para hablar con todos, especialmente
con los pequeños y con los así llamados lejanos. Con este fin, invoquemos
a María santísima, humilde Esclava del Señor.

EL NÚCLEO ESENCIAL DE LA HUMANAE VITAE


20081002. Mensaje. Congreso sobre 40 º Humanae vitae
Un congreso internacional con ocasión del 40° aniversario de la
publicación de la encíclica Humanae vitae, importante documento en el
que se afronta uno de los aspectos esenciales de la vocación matrimonial y
del camino de santidad específico que deriva de ella. En efecto, los
esposos, habiendo recibido el don del amor, están llamados a convertirse a
su vez en un don sin reservas el uno para el otro. Sólo así los actos propios
y exclusivos de los cónyuges son verdaderamente actos de amor que,
366
mientras los unen en una sola carne, constituyen una genuina comunión
personal. Por tanto, la lógica de la totalidad del don configura
intrínsecamente el amor conyugal y, gracias a la efusión sacramental del
Espíritu Santo, se convierte en el medio para realizar en la propia vida una
auténtica caridad conyugal.
La posibilidad de procrear una nueva vida humana está incluida en la
donación integral de los cónyuges. En efecto, si toda forma de amor tiende
a difundir la plenitud de la que vive, el amor conyugal tiene un modo
propio de comunicarse: engendrar hijos. Así, no sólo se asemeja, sino que
también participa en el amor de Dios, que quiere comunicarse llamando a
la vida a las personas humanas. Excluir esta dimensión comunicativa
mediante una acción que tienda a impedir la procreación significa negar la
verdad íntima del amor esponsal, con el que se comunica el don divino:
"Si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar
la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a
la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus
funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad,
es lícito quebrantar" (Humanae vitae, 17). Este es el núcleo esencial de la
enseñanza que mi venerado predecesor Pablo VI dirigió a los cónyuges y
que el siervo de Dios Juan Pablo II, a su vez, reafirmó en muchas
ocasiones, iluminando su fundamento antropológico y moral.
A 40 años de distancia de la publicación de la encíclica podemos
entender mejor cuán decisiva es esta luz para comprender el gran "sí" que
implica el amor conyugal. A esta luz, los hijos ya no son el objetivo de un
proyecto humano, sino que se reconocen como un auténtico don, que se ha
de acoger con actitud de generosidad responsable ante Dios, fuente
primera de la vida humana. Ciertamente, este gran "sí" a la belleza del
amor implica la gratitud, tanto de los padres al recibir el don de un hijo,
como del hijo mismo al saber que su vida tiene origen en un amor tan
grande y acogedor.
Por otra parte, es verdad que en el camino de la pareja pueden darse
circunstancias graves por las que es prudente distanciar el nacimiento de
los hijos o incluso suspenderlo. Y es aquí donde el conocimiento de los
ritmos naturales de fertilidad de la mujer resulta importante para la vida de
los cónyuges. Los métodos de observación, que permiten a la pareja
determinar los períodos de fertilidad, le consienten administrar lo que el
Creador ha inscrito sabiamente en la naturaleza humana, sin turbar el
significado íntegro de la donación sexual. De este modo los cónyuges,
respetando la plena verdad de su amor, podrán modular su expresión en
conformidad con estos ritmos, sin quitar nada a la totalidad del don de sí
mismos, que expresa la unión en la carne. Obviamente, esto requiere una
madurez en el amor, que no es inmediata, sino que implica un diálogo y
una escucha recíproca, y un singular dominio del impulso sexual en un
camino de crecimiento en la virtud.
Hoy, "gracias al progreso de las ciencias biológicas y médicas, el
hombre dispone de medios terapéuticos cada vez más eficaces, pero puede
también adquirir nuevos poderes, preñados de consecuencias
367
imprevisibles sobre el inicio y los primeros estadios de la vida humana"
(Donum vitae, 1). Desde esta perspectiva, "muchos investigadores se han
esforzado en la lucha contra la esterilidad. Salvaguardando plenamente la
dignidad de la procreación humana, algunos han obtenido resultados que
anteriormente parecían inalcanzables. Se debe impulsar a los hombres de
ciencia a proseguir sus trabajos de investigación, con objeto de poder
prevenir y remediar las causas de la esterilidad, de manera que los
matrimonios estériles consigan procrear respetando su dignidad personal y
la de quien ha de nacer" (Donum vitae, 8).
Podemos preguntarnos: ¿Cómo es posible que hoy el mundo, y
también muchos fieles, encuentren tanta dificultad para comprender el
mensaje de la Iglesia que ilustra y defiende la belleza del amor conyugal
en su manifestación natural? Ciertamente, a menudo la solución técnica,
también en las grandes cuestiones humanas, parece la más fácil, pero en
realidad oculta la cuestión de fondo, que se refiere al sentido de la
sexualidad humana y a la necesidad de un dominio responsable, para que
su ejercicio pueda llegar a ser expresión de amor personal. Cuando está en
juego el amor, la técnica no puede sustituir la maduración de la libertad.
Más aún, como sabemos bien, ni siquiera basta la razón: es necesario que
el corazón vea. Sólo los ojos del corazón logran captar las exigencias
propias de un gran amor, capaz de abrazar la totalidad del ser humano. Por
esto, el servicio que la Iglesia presta en su pastoral matrimonial y familiar
deberá orientar a los matrimonios a comprender con el corazón el designio
maravilloso que Dios ha inscrito en el cuerpo humano, ayudándoles a
acoger todo lo que implica un auténtico camino de maduración.

PARÁBOLA DE LOS VIÑADORES HOMICIDAS


20081005. Homilía. Inauguración del Sínodo de Obispos
La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, así como la
página del evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea
litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura: la
imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos
precedentes. El pasaje inicial del relato evangélico hace referencia al
"cántico de la viña", que encontramos en Isaías. Se trata de un canto
ambientado en el contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra
maestra de la poesía judía, que debía resultar muy familiar a los oyentes
de Jesús y gracias a la cual, como gracias a otras referencias de los
profetas (cf. Os 10, 1; Jr 2, 21; Ez 17, 3-10; 19, 10-14; Sal 79, 9-17), se
comprendía bien que la viña indicaba a Israel. Dios dedica a su viña, al
pueblo que ha elegido, los mismos cuidados que un esposo fiel reserva a
su esposa (cf. Ez 16, 1-14; Ef 5, 25-33).
Por tanto, la imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el
proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora
alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús
retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora
de la historia de la salvación. Más que en la viña pone el acento en los
368
viñadores, a quienes los "servidores" del propietario piden, en su nombre,
el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso
asesinados.
¿Cómo no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte
reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la
viña hace un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al
menos a él lo escucharán. En cambio, sucede lo contrario: los viñadores lo
asesinan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos
de quedarse fácilmente con la viña. Por tanto, se trata de un salto de
calidad con respecto a la acusación de violación de la justicia social, como
aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio
de la orden impartida por el propietario se transforma en desprecio de él:
no es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero
rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.
Lo que denuncia esta página evangélica interpela nuestro modo de
pensar y de actuar. No habla sólo de la "hora" de Cristo, del misterio de la
cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los
tiempos. De modo especial, interpela a los pueblos que han recibido el
anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia, nos vemos obligados
a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes.
Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de
salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo.
En este contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del
Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente
florecientes, que después desaparecieron y hoy sólo se las recuerda en los
libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época?
Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están
perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta
cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha muerto", se
declara a sí mismo "dios", considerándose el único artífice de su destino,
el propietario absoluto del mundo.
Desembarazándose de Dios, y sin esperar de él la salvación, el hombre
cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la
única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a
Dios de su horizonte, cuando declara "muerto" a Dios, ¿es verdaderamente
más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se
proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la
creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la
libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra
ampliamente la crónica diaria— que se difunden el arbitrio del poder, los
intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus
manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad
más dividida y confundida.
Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será
destruida. Mientras abandona a su suerte a los viñadores infieles, el
propietario no renuncia a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto
indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse,
369
siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por eso
Jesús, citando el salmo 117: "La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular" (v. 22), asegura que su muerte no será la derrota
de Dios. Tras su muerte no permanecerá en la tumba; más aún,
precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará el inicio de una
victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz seguirá la
gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo uva y
el dueño la arrendará "a otros labradores que le entreguen los frutos a su
tiempo" (Mt 21, 41).
La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y
espirituales aparecerá de nuevo en el discurso de la última Cena, cuando,
al despedirse de los Apóstoles, el Señor dirá: "Yo soy la vid verdadera, y
mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y
todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto" (Jn 15, 1-2). Por
consiguiente, a partir del acontecimiento pascual la historia de la salvación
experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas serán los "otros
labradores" que, injertados como brotes elegidos en Cristo, verdadera vid,
darán frutos abundantes de vida eterna (cf. Oración colecta). Entre estos
"labradores" estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiso
convertirse él mismo en la "verdadera vid". Pidamos al Señor, que nos da
su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que nos ayude a "dar
fruto" para la vida eterna y para nuestro tiempo.
El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la
certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al
final vence Cristo. ¡Siempre! La Iglesia no se cansa de proclamar esta
buena nueva.
Cuando Dios habla, siempre pide una respuesta; su acción de salvación
requiere la cooperación humana; su amor espera correspondencia. Que no
suceda jamás, queridos hermanos y hermanas, lo que relata el texto bíblico
apropósito de la viña: "Esperó que diese uvas, pero dio agrazones" (Is 5,
2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del
hombre; por eso, es importante que tanto los creyentes como las
comunidades entren en una intimidad cada vez mayor con ella. La
Asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la
vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse con la palabra de Dios es para
ella la tarea primera y fundamental. En efecto, si el anuncio del Evangelio
constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia
conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar
de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la componen.
Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene
como contenido el reino de Dios (cf. Mc 1, 14-15), pero el reino de Dios
es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la
salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la
consideración de san Jerónimo: "El que no conoce las Escrituras no
conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa
ignorar a Cristo" (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24, 17).
370
En este Año paulino oiremos resonar con particular urgencia el grito
del Apóstol de los gentiles: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1
Co 9, 16); grito que para todo cristiano se convierte en invitación
insistente a ponerse al servicio de Cristo. "La mies es mucha" (Mt 9, 37),
repite también hoy el Maestro divino: muchos aún no se han encontrado
con él y están a la espera del primer anuncio de su Evangelio; otros, a
pesar de haber recibido una formación cristiana, han perdido el
entusiasmo y sólo conservan un contacto superficial con la Palabra de
Dios; y otros se han alejado de la práctica de la fe y necesitan una nueva
evangelización. Además, no faltan personas de actitud correcta que se
plantean preguntas esenciales sobre el sentido de la vida y de la muerte,
preguntas a las que sólo Cristo pude dar respuestas satisfactorias. En esos
casos es indispensable que los cristianos de todos los continentes estén
preparados para responder a quienes les pidan razón de su esperanza (cf. 1
P 3, 15), anunciando con alegría la Palabra de Dios y viviendo sin
componendas el Evangelio.
Venerados y queridos hermanos, que el Señor nos ayude a
interrogarnos juntos, durante las próximas semanas de trabajos sinodales,
sobre cómo hacer cada vez más eficaz el anuncio del Evangelio en nuestro
tiempo. Todos comprobamos cuán necesario es poner en el centro de
nuestra vida la Palabra de Dios, acoger a Cristo como nuestro único
Redentor, como Reino de Dios en persona, para hacer que su luz ilumine
todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el
trabajo, el tiempo libre y los demás sectores de la sociedad y de nuestra
vida.
Al participar en la celebración eucarística, experimentamos siempre el
íntimo vínculo que existe entre el anuncio de la Palabra de Dios y el
sacrificio eucarístico: es el mismo Misterio que se ofrece a nuestra
contemplación. Por eso "la Iglesia —como puso de relieve el concilio
Vaticano II— siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo, sobre todo en la sagrada liturgia, y nunca ha
cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de
la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (Dei Verbum, 21). El Concilio
concluye con razón: "Como la vida de la Iglesia se desarrolla por la
participación asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá
nuevo impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la Palabra de
Dios, "que dura para siempre"" (ib., 26).
Que el Señor nos conceda acercarnos con fe a la doble mesa de la
Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Que nos obtenga este don
María santísima, que "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su
corazón" (Lc 2, 19). Que ella nos enseñe a escuchar las Escrituras y a
meditarlas en un proceso interior de maduración, que jamás separe la
inteligencia del corazón. Que también nos ayuden los santos, en particular
el apóstol san Pablo, a quien durante este año estamos descubriendo cada
vez más como intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios. Amén.
371
APRENDER A ESTAR EN EL CORAZÓN DE LA PALABRA
20081006. Discurso. Meditación al inicio del Sínodo de Obispos
Al inicio de nuestro Sínodo la liturgia de las Horas nos propone un
pasaje del gran Salmo 118 sobre la Palabra de Dios: un elogio de esta
Palabra, expresión de la alegría de Israel por poder conocerla y, en ella,
poder conocer su voluntad y su rostro. Quiero meditar con vosotros
algunos versículos de este pasaje del Salmo.
Comienza así: "In aeternum, Domine, verbum tuum constitutum est in
caelo... Firmasti terram, et permanet". Se habla de la solidez de la
Palabra. Es sólida, es la verdadera realidad sobre la cual podemos fundar
nuestra vida. Recordemos las palabras de Jesús que sigue esas palabras del
Salmo: "Los cielos y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará jamás".
En realidad, humanamente hablando, la palabra, nuestra palabra humana
casi no es nada, es un suspiro. En cuanto es pronunciada, desaparece.
Parece que no es nada.
Pero la palabra humana tiene ya una fuerza increíble. Son las palabras
que luego crean la historia; son las palabras que dan forma a los
pensamientos, los pensamientos de los cuales viene la palabra. Es la
palabra que forma la historia, la realidad.
Con mayor razón, la Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la
verdadera realidad. Y, para ser realistas, debemos contar precisamente con
esta realidad. Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas
sólidas, que se tocan, serían la realidad más sólida, más segura. Al final
del Sermón de la Montaña el Señor nos habla de las dos posibilidades de
construir la casa de nuestra vida: sobre arena o sobre roca. Sobre arena
construye quien construye sólo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre
el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente estas son las
verdaderas realidades. Pero todo esto un día pasará. Lo vemos ahora en la
caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada.
Así, todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que
podemos contar, son realidades de segundo orden. Quien construye su
vida sobre estas realidades, sobre la materia, sobre el éxito, sobre todo lo
que es apariencia, construye sobre arena. Únicamente la Palabra de Dios
es el fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo y más que el
cielo, es la realidad. Por eso, debemos cambiar nuestro concepto de
realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta
realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Realista es quien
construye su vida sobre este fundamento que permanece siempre. Así,
estos primeros versículos del Salmo nos invitan a descubrir qué es la
realidad y a encontrar de esta manera el fundamento de nuestra vida, cómo
construir la vida.
En el versículo siguiente se lee: "Omnia serviunt tibi". Todas las cosas
vienen de la Palabra, son un producto de la Palabra. "Al principio era la
Palabra". Al principio el cielo habló. Así, la realidad nace de la Palabra, es
"creatura Verbi". Todo es creado por la Palabra y todo está llamado a
servir a la Palabra. Esto quiere decir que toda la creación, en definitiva,
372
está pensada para crear el lugar de encuentro entre Dios y su criatura, un
lugar donde el amor de la criatura responda al amor divino, un lugar en el
que se desarrolle la historia del amor entre Dios y su criatura.
"Omnia serviunt tibi". La historia de la salvación no es un
acontecimiento insignificante, en un planeta pobre, en la inmensidad del
universo. No es una cosa mínima, que sucede por casualidad en un planeta
perdido. Es el móvil de todo, el motivo de la creación. Todo es creado para
que exista esta historia, el encuentro entre Dios y su criatura. En este
sentido, la historia de la salvación, la alianza, precede la creación. En el
período helenístico, el judaísmo desarrolló la idea de que la Torá habría
precedido la creación del mundo material. Este mundo material habría
sido creado sólo para dar lugar a la Torá, a esta Palabra de Dios que crea
la respuesta y se convierte en historia de amor.
Aquí aparece ya de forma misteriosa el misterio de Cristo. Es lo que
nos dicen las cartas a los Efesios y a los Colosenses: Cristo es el prototipo,
la primicia de la creación, la idea por la cual es concebido el universo. Él
acoge todo. Nosotros entramos en el movimiento del universo cuando nos
unimos a Cristo. Se puede decir que, mientras la creación material es la
condición para la historia de la salvación, la historia de la alianza es la
verdadera causa del cosmos. Llegamos a las raíces del ser llegando al
misterio de Cristo, a su palabra viva, que es el fin de toda la creación.
"Omnia serviunt tibi". Sirviendo al Señor, realizamos el objetivo del ser, el
objetivo de nuestra propia existencia.
Demos ahora un paso más: "Mandata tua exquisivi". Nosotros estamos
siempre en busca de la Palabra de Dios. Esta Palabra no está simplemente
presente en nosotros. Si nos quedamos en la letra, entonces no hemos
comprendido realmente la Palabra de Dios. Existe el peligro de que sólo
veamos las palabras humanas y no encontremos dentro al verdadero actor,
el Espíritu Santo. No encontramos en las palabras la Palabra.
San Agustín, en este contexto, nos recuerda a los escribas y a los
fariseos consultados por Herodes en el momento de la llegada de los
Magos. Herodes quiere saber dónde debía nacer el Salvador del mundo.
Ellos lo saben, dan la respuesta correcta: en Belén. Son grandes
especialistas, que conocen todo. Y, sin embargo, no ven la realidad, no
conocen al Salvador. San Agustín dice: indican el camino a los demás,
pero ellos mismos no se mueven. Este es un gran peligro también en
nuestra lectura de la Escritura: nos quedamos en las palabras humanas,
palabras del pasado, historia del pasado, y no descubrimos el presente en
el pasado, el Espíritu Santo que nos habla hoy en las palabras del pasado.
De esta manera no entramos en el movimiento interior de la Palabra, que
en palabras humanas esconde y abre las palabras divinas. Por esto siempre
necesitamos el "exquisivi". Debemos buscar la Palabra en las palabras.
Así pues, la exégesis, la verdadera lectura de la Sagrada Escritura, no
es solamente un fenómeno literario, no es sólo la lectura de un texto. Es el
movimiento de mi existencia. Es moverse hacia la Palabra de Dios en las
palabras humanas. Sólo cuando nos conformamos al misterio de Dios, al
Señor que es la Palabra, podemos entrar en el interior de la Palabra,
373
podemos encontrar verdaderamente en palabras humanas la Palabra de
Dios. Oremos al Señor para que nos ayude a buscar no sólo con el
intelecto, sino con toda nuestra existencia, para encontrar la palabra.
Al final: "Omni consummationi vidi finem, latum praeceptum tuum
nimis". Todas las cosas humanas, todas las cosas que nosotros podemos
inventar, crear, son finitas. Incluso todas las experiencias religiosas
humanas son finitas, muestran un aspecto de la realidad, porque nuestro
ser es finito y comprende siempre sólo una parte, algunos elementos:
"latum praeceptum tuum nimis". Sólo Dios es infinito. Por eso, también su
Palabra es universal y no tiene fronteras. Así pues, al entrar en la Palabra
de Dios, entramos realmente en el universo divino. Salimos de la
limitación de nuestras experiencias y entramos en la realidad que es
verdaderamente universal. Al entrar en la comunión con la Palabra de
Dios, entramos en la comunión de la Iglesia que vive la Palabra de Dios.
No entramos en un pequeño grupo, en la regla de un pequeño grupo, sino
que salimos de nuestros límites. Salimos hacia el espacio abierto, en la
verdadera amplitud de la única verdad, la gran verdad de Dios. Estamos
realmente en lo universal.
Así salimos a la comunión de todos los hermanos y hermanas, de toda
la humanidad, porque en nuestro corazón se esconde el deseo de la
Palabra de Dios, que es una. Por eso, incluso la evangelización, el anuncio
del Evangelio, la misión, no son una especie de colonialismo eclesial con
el que queremos integrar a los demás en nuestro grupo. Es salir de los
límites de cada cultura para entrar en la universalidad que nos relaciona a
todos, que une a todos, que nos hace a todos hermanos. Oremos de nuevo
para que el Señor nos ayude a entrar realmente en la "amplitud" de su
Palabra, de forma que nos abramos al horizonte universal de la
humanidad, el que nos une a pesar de todas las diversidades.
Al final volvemos a un versículo anterior: "Tuus sum ego: salvum me
fac". El texto italiano traduce: "Yo soy tuyo". La Palabra de Dios es como
una escalera con la que podemos subir y, con Cristo, también bajar a la
profundidad de su amor. Es una escalera para llegar a la Palabra en las
palabras. "Yo soy tuyo". La palabra tiene un rostro, es persona, Cristo.
Antes de que podamos decir "Yo soy tuyo", él ya nos ha dicho "Yo soy
tuyo". La carta a los Hebreos, citando el Salmo 39, dice: "En cambio, me
has preparado un cuerpo... Entonces dije: He aquí que vengo". El Señor se
ha hecho preparar un cuerpo para venir. Con su encarnación dijo: "Yo soy
tuyo". Y en el bautismo me dijo: "Yo soy tuyo". En la sagrada Eucaristía
lo dice siempre de nuevo: "Yo soy tuyo", para que nosotros podamos
responder: "Señor, yo soy tuyo". En el camino de la Palabra, al entrar en el
misterio de su encarnación, de su ser con nosotros, queremos apropiarnos
de su ser, queremos expropiarnos de nuestra existencia, dándonos a él que
se nos ha dado a nosotros.
"Yo soy tuyo". Oremos al Señor para poder aprender con toda nuestra
existencia a decir estas palabras. Así estaremos en el corazón de la
Palabra. Así seremos salvados.
374
PÍO XII: LA SANTIDAD FUE SU IDEAL
20081009. Homilía. 50 aniversario muerte de Pío XII
El pasaje del libro del Sirácida y el prólogo de la primera carta de san
Pedro, proclamados como primera y segunda lecturas, nos ofrecen
significativos elementos de reflexión en esta celebración eucarística,
durante la cual recordamos a mi venerado predecesor el siervo de Dios Pío
XII. Han trascurrido exactamente cincuenta años desde su muerte, que
tuvo lugar en las primeras horas del 9 de octubre de 1958. El Sirácida,
como hemos escuchado, ha recordado a todos los que se proponen seguir
al Señor que tienen que prepararse para afrontar pruebas, dificultades y
sufrimientos. Para no sucumbir a ellos —advierte— se necesita un
corazón recto y constante, hacen falta la fidelidad a Dios y la paciencia,
unidas a una inflexible determinación de mantenerse en el camino del
bien. El sufrimiento afina el corazón del discípulo del Señor, como se
purifica el oro en el fuego. "Todo lo que te sobrevenga, acéptalo —escribe
el autor sagrado—; y en las humillaciones sé paciente, porque en el fuego
se purifica el oro, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación"
(Si 2, 4-5).
San Pedro, por su parte, en el pasaje que hemos escuchado,
dirigiéndose a los cristianos de las comunidades de Asia menor que se
veían "afligidos con diversas pruebas", va incluso más allá: les pide que, a
pesar de ello, "rebosen de alegría" (1 P 1, 6). En efecto, la prueba es
necesaria —observa— "a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más
preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta
en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la revelación de
Jesucristo" (1 P 1, 7). Y luego, por segunda vez, los exhorta a rebosar de
alegría, incluso a exultar "de alegría inefable y gloriosa" (v. 8). La razón
profunda de este gozo espiritual está en el amor a Jesús y en la certeza de
su presencia invisible. Él hace inquebrantables la fe y la esperanza de los
creyentes, incluso en las fases más complicadas y duras de su existencia.
A la luz de estos textos bíblicos podemos leer la vida terrena del Papa
Pacelli y su largo servicio a la Iglesia, que comenzó en 1901 durante el
pontificado de León XIII y continuó con san Pío X, Benedicto XV y Pío
XI. Estos textos bíblicos nos ayudan sobre todo a comprender cuál fue la
fuente de la que sacó valor y paciencia en su ministerio pontificio,
realizado durante los atormentados años de la segunda guerra mundial y el
período siguiente, no menos complejo, de la reconstrucción y de las
difíciles relaciones internacionales que pasaron a la historia con el
significativo nombre de "guerra fría".
"Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam". Con
esta invocación del Salmo 50 comienza Pío XII su testamento. Y sigue:
"Estas palabras, que, consciente de no ser digno y de no estar a la altura,
pronuncié en el momento en que acepté, temblando, mi elección a Sumo
Pontífice, con mayor fundamento las repito ahora". En ese momento
faltaban dos años para su muerte. Abandonarse en las manos
misericordiosas de Dios: esta fue la actitud que cultivó constantemente
375
este venerado predecesor mío, último de los Papas nacidos en Roma y
perteneciente a una familia vinculada desde hacía muchos años a la Santa
Sede. En Alemania, donde llevó a cabo su misión de nuncio apostólico,
primero en Munich y luego en Berlín hasta 1929, dejó tras de sí un grato
recuerdo, sobre todo por haber colaborado con Benedicto XV en el intento
de detener "la inútil matanza" de la gran guerra, y por haber percibido
desde el principio el peligro que constituía la monstruosa ideología
nacionalsocialista con su perniciosa raíz antisemita y anticatólica. Creado
cardenal en diciembre de 1929, y nombrado poco después secretario de
Estado, durante nueve años fue fiel colaborador de Pío XI, en una época
marcada por los totalitarismos: el fascista, el nazi y el comunista soviético,
condenados respectivamente en las encíclicas Non abbiamo bisogno, Mit
brennender Sorge y Divini Redemptoris.
"El que escucha mi palabra y cree (...) tiene vida eterna" (Jn 5, 24).
Esta afirmación de Jesús, que hemos escuchado en el Evangelio, nos hace
pensar en los momentos más duros del pontificado de Pío XII cuando, al
darse cuenta de que fallaban todas las certezas humanas, sentía gran
necesidad, también mediante un constante esfuerzo ascético, de adherirse
a Cristo, única certeza que no falla. La Palabra de Dios se convertía así en
luz de su camino, un camino en el que el Papa Pacelli consoló a
desplazados y perseguidos, tuvo que secar lágrimas de dolor y llorar las
innumerables víctimas de la guerra. Sólo Cristo es verdadera esperanza
del hombre; sólo confiando en él el corazón humano puede abrirse al amor
que vence al odio.
Esta certeza acompañó a Pío XII en su ministerio de Sucesor de Pedro,
ministerio que comenzó precisamente cuando se adensaban sobre Europa
y sobre el resto del mundo las nubes amenazadoras de una nueva guerra
mundial, que intentó evitar por todos los medios: "El peligro es inminente,
pero todavía hay tiempo. Con la paz, nada está perdido. Todo puede
perderse con la guerra", exclamó en su mensaje por radio del 24 de agosto
de 1939 (AAS, XXXI, 1939, p. 334).
La guerra puso de relieve el amor que albergaba por su "Roma amada",
un amor testimoniado por la intensa obra de caridad que promovió en
defensa de los perseguidos, sin distinción alguna de religión, etnia,
nacionalidad o ideología política. Cuando, tras la ocupación de la ciudad,
le aconsejaron repetidas veces que dejara el Vaticano para ponerse a salvo,
su respuesta fue siempre idéntica y decidida: "No dejaré Roma y mi
puesto, aunque tuviese que morir" (cf. Summarium, p. 186). Los familiares
y otros testigos hablaron también de privaciones de alimento, calefacción,
ropa y comodidades, a las que se sometió voluntariamente para compartir
las condiciones de la gente duramente probada por los bombardeos y las
consecuencias de la guerra (cf. A. Tornielli, Pio XII, Un uomo sul trono di
Pietro). Y ¿cómo olvidar el mensaje navideño pronunciado por radio en
diciembre de 1942? Con la voz quebrada por la emoción deploró la
situación de los "centenares de miles de personas, las cuales, sin culpa
alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, están destinadas a
la muerte o a un progresivo deterioro" (AAS, XXXV, 1943, p. 23), con una
376
clara referencia a la deportación y al exterminio perpetrado contra los
judíos.
A menudo actuó de manera secreta y silenciosa, precisamente porque,
consciente de las situaciones concretas de ese complejo momento
histórico, intuía que sólo de ese modo se podía evitar lo peor y salvar el
mayor número posible de judíos. Debido a estas intervenciones, recibió
numerosos y unánimes testimonios de gratitud al final de la guerra, así
como en el momento de su muerte, de las más altas autoridades del mundo
judío, como, por ejemplo, de la ministra de Asuntos exteriores de Israel
Golda Meir, que escribió lo siguiente: "Cuando el martirio más espantoso
golpeó a nuestro pueblo, durante los diez años de terror nazi, la voz del
Pontífice se elevó en favor de las víctimas", y concluyó con emoción:
"Nosotros lloramos la pérdida de un gran servidor de la paz".
Lamentablemente, el debate histórico, no siempre sereno, sobre la
figura del siervo de Dios Pío XII, ha descuidado algunos aspectos de su
poliédrico pontificado. Fueron muchísimos los discursos, las alocuciones
y los mensajes que dirigió a científicos, médicos y exponentes de los más
variados grupos profesionales, algunos de los cuales conservan todavía
hoy una extraordinaria actualidad y siguen siendo un punto seguro de
referencia. Pablo VI, que fue su fiel colaborador durante muchos años, lo
describió como un erudito, un estudioso atento, abierto a los modernos
caminos de la investigación y de la cultura, con una fidelidad siempre
firme y coherente tanto a los principios de la racionalidad humana como al
intangible depósito de las verdades de la fe. Lo consideraba un precursor
del concilio Vaticano II (cf. Ángelus del 10 de marzo de 1974).
En esta perspectiva, muchos documentos suyos merecerían ser
recordados, pero me limito a citar sólo algunos. Con la encíclica Mystici
Corporis, publicada el 29 de junio de 1943 mientras la guerra aún
arreciaba, él describía las relaciones espirituales y visibles que unen a los
hombres con el Verbo encarnado y proponía incluir en esa perspectiva
todos los temas principales de la eclesiología, ofreciendo por primera vez
una síntesis dogmática y teológica, que sería la base de la constitución
dogmática conciliar Lumen gentium.
Pocos meses después, el 20 de septiembre de 1943, con la encíclica
Divino afflante Spiritu estableció las normas doctrinales para el estudio de
la Sagrada Escritura, poniendo de relieve su importancia y su papel en la
vida cristiana. Se trata de un documento que testimonia una gran apertura
a la investigación científica de los textos bíblicos. ¿Cómo no recordar esta
encíclica mientras se están desarrollando los trabajos del Sínodo que tiene
como tema precisamente: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de
la Iglesia"? Se debe a la intuición profética de Pío XII la puesta en marcha
de un serio estudio de las características de la historiografía antigua, para
comprender mejor la naturaleza de los libros sagrados, sin debilitar ni
negar su valor histórico. Un estudio profundo de los "géneros literarios",
cuya finalidad era comprender mejor lo que el autor sagrado quiso decir,
hasta el año 1943 se miraba con cierta sospecha, debido entre otras
razones a los abusos que se habían producido.
377
La encíclica reconocía su justa aplicación, declarando legítimo su uso
no sólo para el estudio del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo.
"Hoy, además, este arte —explicó el Papa— que suele llamarse crítica
textual y en las ediciones de los autores profanos se emplea con gran
aprobación y también con frutos, se aplica con pleno derecho a los Libros
sagrados precisamente por la reverencia debida a la Palabra de Dios". Y
añade: "El objetivo de ese arte es devolver al texto sagrado, con la mayor
precisión posible, su contenido originario, limpiándolo de las
deformaciones introducidas por los errores de los copistas y liberándolo de
las glosas y lagunas, de la trasposición de palabras, de las repeticiones y
de otros defectos de todo género, que en los escritos transmitidos a mano
durante muchos siglos suelen infiltrarse" (AAS, XXXV, 1943, p. 336).
La tercera encíclica que quiero mencionar es la Mediator Dei,
dedicada a la liturgia, publicada el 20 de noviembre de 1947. Con este
documento el siervo de Dios impulsó el movimiento litúrgico, insistiendo
en el "elemento esencial del culto", que "debe ser el interior: de hecho, —
escribió— es necesario vivir siempre en Cristo, dedicarse por completo a
él, para que en él, con él y por él se dé gloria al Padre. La sagrada liturgia
requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos. (...) De otra
forma, la religión se convierte en un formalismo sin fundamento y sin
contenido".
Además, no podemos menos de mencionar el impulso notable que este
Pontífice dio a la actividad misionera de la Iglesia con las encíclicas
Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957), poniendo de relieve el
deber de toda comunidad de anunciar el Evangelio a las gentes, como el
concilio Vaticano II hará con valiente vigor. Por lo demás, el Papa Pacelli
demostró su amor a las misiones desde el inicio de su pontificado cuando,
en octubre de 1939, quiso consagrar personalmente a doce obispos de
países de misión, entre los cuales un indio, un chino, un japonés, el primer
obispo africano y el primer obispo de Madagascar. Una de sus constantes
preocupaciones pastorales fue, por último, la promoción del papel de los
laicos, para que la comunidad eclesial pudiera aprovechar todos los
recursos y las energías disponibles. También por este motivo la Iglesia y el
mundo le están agradecidos.
Queridos hermanos y hermanas, mientras oramos para que continúe
felizmente la causa de beatificación del siervo de Dios Pío XII, conviene
recordar que la santidad fue su ideal, un ideal que propuso siempre a
todos. Por eso impulsó las causas de beatificación y de canonización de
personas pertenecientes a pueblos diversos, representantes de todos los
estados de vida, funciones y profesiones, reservando un gran espacio a las
mujeres.
Y precisamente indicó a María, la Mujer de la salvación, como signo
de esperanza cierta para la humanidad cuando proclamó el dogma de la
Asunción durante el Año santo de 1950. En este mundo que, como
entonces, está afligido por preocupaciones y angustias por su futuro; en
este mundo, donde, tal vez más que entonces, el alejamiento de muchos de
la verdad y de la virtud deja entrever unos escenarios privados de
378
esperanza, Pío XII nos invita a dirigir nuestra mirada a María elevada a la
gloria celestial. Nos invita a invocarla con confianza, para que nos haga
apreciar cada vez más el valor de la vida en la tierra y nos ayude a fijar la
mirada en la meta verdadera a la que todos estamos destinados: la vida
eterna que, como asegura Jesús, posee ya quien escucha y sigue su
palabra. Amén.

DIOS INVITA A TODOS A SU FIESTA DE BODAS


20081012. Homilía. Canonizaciones
Hoy, se propone a la veneración de la Iglesia universal cuatro nuevas
figuras de santos: Cayetano Errico, María Bernarda Bütler, Alfonsa de la
Inmaculada Concepción y Narcisa de Jesús Martillo Morán. La liturgia
nos las presenta con la imagen evangélica de los invitados que participan
en el banquete revestidos con el traje nupcial. La imagen del banquete se
encuentra también en la primera lectura y en otras páginas de la Biblia: es
una imagen jubilosa, porque el banquete acompaña la celebración de una
boda, la Alianza de amor entre Dios y su pueblo. Hacia esta Alianza los
profetas del Antiguo Testamento orientaron constantemente la espera de
Israel.
En una época marcada por pruebas de todo tipo, cuando se corría el
peligro de que las dificultades desalentaran al pueblo elegido, se elevó la
voz tranquilizadora del profeta Isaías: "En este monte, el Señor de los
ejércitos —afirma— preparará para todos los pueblos un convite de
manjares frescos, (...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos
generosos" (Is 25, 6). Dios pondrá fin a la tristeza y a la vergüenza de su
pueblo, que finalmente podrá vivir feliz en comunión con él. Dios no
abandona jamás a su pueblo: por esto el profeta invita al júbilo: "Ahí
tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve (...); nos regocijamos y nos
alegramos por su salvación" (v. 9).
Si la primera lectura exalta la fidelidad de Dios a su promesa, el
Evangelio, con la parábola del banquete nupcial, nos hace reflexionar
sobre la respuesta humana. Algunos invitados de la primera hora
rechazaron la invitación, porque estaban ocupados en distintos asuntos;
otros incluso despreciaron la invitación del rey, provocando un castigo que
cayó no sólo sobre ellos, sino sobre toda la ciudad. Sin embargo, el rey no
se desanima y envía a sus siervos a buscar a otros comensales para llenar
la sala de su banquete. De esta forma, el rechazo de los primeros tiene
como efecto que la invitación se extienda a todos, con una predilección
especial por los pobres y los desheredados. Es lo que ocurrió en el
Misterio pascual: la supremacía del mal ha sido derrotada por la
omnipotencia del amor de Dios. El Señor resucitado ya puede invitar a
todos al banquete del gozo pascual, proporcionando él mismo a los
comensales el vestido nupcial, símbolo del don gratuito de la gracia
santificante.
Pero a la generosidad de Dios tiene que responder la libre adhesión del
hombre. Este es precisamente el camino generoso que recorrieron también
379
quienes hoy veneramos como santos. En el bautismo recibieron el traje
nupcial de la gracia divina, lo conservaron puro o lo purificaron y lo
volvieron espléndido durante su vida mediante los sacramentos. Ahora
participan en el banquete nupcial del cielo. El banquete de la Eucaristía, al
que el Señor nos invita cada día y en el que debemos participar con el traje
nupcial de su gracia, es una anticipación de la fiesta final del cielo. Si este
vestido alguna vez se mancha o se desgarra con el pecado, la bondad de
Dios no nos rechaza ni nos abandona a nuestro destino, sino que con el
sacramento de la Reconciliación nos ofrece la posibilidad de recuperar en
su integridad el traje nupcial necesario para la fiesta.
El ministerio de la Reconciliación es, por tanto, un ministerio siempre
actual. A él se dedicó con diligencia, asiduidad y paciencia, sin negarse
jamás a ejercerlo y sin escatimar esfuerzos, el sacerdote Cayetano Errico,
fundador de la congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones
de Jesús y de María. De esta forma se inscribe entre las figuras
extraordinarias de presbíteros que, incansables, han hecho del
confesonario el lugar para dispensar la misericordia de Dios, ayudando a
los hombres a encontrarse a sí mismos, a luchar contra el pecado y a
avanzar en el camino de la vida espiritual.
La calle y el confesonario fueron los lugares privilegiados de la acción
pastoral de este nuevo santo. La calle le permitía encontrarse con personas
a las que solía dirigir su habitual invitación: "Dios te quiere, ¿cuándo nos
vemos?", y en el confesonario les hacía posible el encuentro con la
misericordia del Padre celestial. ¡Cuántas heridas del alma sanó de esta
forma! ¡A cuántas personas llevó a reconciliarse con Dios mediante el
sacramento del perdón! De este modo, san Cayetano Errico se transformó
en un especialista de la "ciencia" del perdón, y se preocupó de enseñarla a
sus misioneros, a quienes aconsejaba: "Dios, que no quiere la muerte del
pecador, siempre es más misericordioso que sus ministros; por eso, sed lo
más misericordiosos que podáis, porque encontraréis misericordia en
Dios".
María Bernarda Bütler, que nació en Auw, en el cantón suizo de
Argovia, siendo aún muy joven, vivió la experiencia de un amor profundo
al Señor. Como dijo, "es casi imposible de explicar a quienes aún no lo
han experimentado personalmente". Este amor llevó a Verena Bütler,
como se llamaba entonces, a entrar en el monasterio de las capuchinas de
María Auxiliadora en Altstätten, donde a los 21 años hizo su profesión
religiosa. A los 40 años recibió su vocación misionera y se fue a Ecuador y
luego a Colombia. Por su vida y su compromiso en favor del prójimo, el
29 de octubre de 1995 mi venerado predecesor Juan Pablo ii la elevó a los
altares como beata.
La Madre María Bernarda, una figura muy recordada y querida, sobre
todo en Colombia, entendió a fondo que la fiesta que el Señor ha
preparado para todos los pueblos está representada de modo muy
particular por la Eucaristía. En ella el mismo Cristo nos recibe como
amigos y se nos entrega en la mesa del pan y de la palabra, entrando en
íntima comunión con cada uno. Esta es la fuente y el pilar de la
380
espiritualidad de esta nueva santa, así como de su impulso misionero, que
la llevó a dejar su patria natal, Suiza, para abrirse a otros horizontes
evangelizadores en Ecuador y Colombia. En las serias adversidades que
tuvo que afrontar, incluido el exilio, llevó impresa en su corazón la
exclamación del salmo que hemos oído hoy: "Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo" (Sal 22, 4). De este modo,
dócil a la Palabra de Dios, siguiendo el ejemplo de María, hizo como los
criados de que nos habla el relato del Evangelio que hemos escuchado: fue
por doquier proclamando que el Señor invita a todos a su fiesta. Así hacía
partícipes a los demás del amor de Dios al que ella dedicó con fidelidad y
gozo toda su vida.
"El Señor eliminará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las
lágrimas de todos los rostros" (Is 25, 8). Estas palabras del profeta Isaías
contienen la promesa que sostuvo a Alfonsa de la Inmaculada Concepción
en una vida de extremo sufrimiento físico y espiritual. Esta mujer
excepcional, que hoy se ofrece al pueblo de India como su primera santa
canonizada, estaba convencida de que su cruz era el verdadero medio para
llegar al banquete que el Padre había preparado para ella. Aceptando la
invitación a la fiesta de boda y adornándose con el vestido de la gracia de
Dios por medio de la oración y el sufrimiento, conformó su vida a la de
Cristo y ahora goza del "banquete de manjares suculentos y vinos
generosos" del reino de los cielos (cf. Is 25, 6). Escribió: "Yo considero
que un día sin sufrimientos es un día perdido". Imitémosla llevando
nuestras propias cruces para poder gozar juntamente con ella en el paraíso.
La joven laica ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán nos ofrece
un ejemplo acabado de respuesta pronta y generosa a la invitación que el
Señor nos hace a participar de su amor. Ya desde una edad muy temprana,
al recibir el sacramento de la Confirmación, sintió clara en su corazón la
llamada a vivir una vida de santidad y de entrega a Dios. Para secundar
con docilidad la acción del Espíritu Santo en su alma, buscó siempre el
consejo y la guía de buenos y expertos sacerdotes, considerando la
dirección espiritual como uno de los medios más eficaces para llegar a la
santificación. Santa Narcisa de Jesús nos muestra un camino de perfección
cristiana asequible a todos los fieles. A pesar de las abundantes y
extraordinarias gracias recibidas, su existencia transcurrió con gran
sencillez, dedicada a su trabajo como costurera y a su apostolado como
catequista. En su amor apasionado a Jesús, que la llevó a emprender un
camino de intensa oración y mortificación, y a identificarse cada vez más
con el misterio de la cruz, nos ofrece un testimonio atrayente y un ejemplo
acabado de una vida totalmente dedicada a Dios y a los hermanos.
Queridos hermanos y hermanas, agradezcamos al Señor el don de la
santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con especial belleza. Jesús nos
invita a cada uno a seguirlo, como estos santos, por el camino de la cruz,
para recibir luego como herencia la vida eterna que él nos regaló muriendo
por nosotros. Que su ejemplo nos aliente; sus enseñanzas nos orienten y
animen; y su intercesión nos sostenga en las fatigas cotidianas, para que
381
también nosotros lleguemos un día a compartir con ellos y con todos los
santos la alegría del banquete eterno en la Jerusalén celestial.

LA SANTIDAD ES EL DESTINO COMÚN DE LOS HOMBRES


20080820. Audiencia.
Cada día la Iglesia ofrece a nuestra consideración uno o más santos y
beatos a los que invocar e imitar. En esta semana, por ejemplo,
recordamos algunos muy apreciados por la devoción popular. Ayer, san
Juan Eudes, que frente al rigorismo de los jansenistas —en el siglo XVII
— promovió una tierna devoción, cuyas fuentes inagotables indicó en los
sagrados Corazones de Jesús y de María. Hoy recordamos a san Bernardo
de Claraval, a quien el Papa Pío VIII llamó "doctor melifluo" porque
destacaba en "hacer destilar de los textos bíblicos el sentido que se
encontraba escondido en ellos". A este místico, deseoso de vivir
sumergido en el "valle luminoso" de la contemplación, los
acontecimientos lo llevaron a viajar por Europa para servir a la Iglesia en
las necesidades de su tiempo y para defender la fe cristiana. Ha sido
definido también como "doctor mariano", no porque haya escrito
muchísimo sobre la Virgen, sino porque supo captar su papel esencial en
la Iglesia, presentándola como el modelo perfecto de la vida monástica y
de todas las demás formas de vida cristiana.
Mañana recordaremos a san Pío X, que vivió en un periodo histórico
atormentado. De él Juan Pablo II dijo, cuando visitó su pueblo natal en
1985: "Luchó y sufrió por la libertad de la Iglesia, y por esta libertad se
manifestó dispuesto a sacrificar privilegios y honores, a afrontar
incomprensión y escarnios, puesto que valoraba esta libertad como
garantía última para la integridad y la coherencia de la fe" (Discurso a los
sacerdotes de la diócesis de Treviso, n. 2: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 14 de julio de 1985, p. 16).
El próximo viernes estará dedicado a Santa María Reina, memoria
instituida por el siervo de Dios Pío XII en el año 1954, y que la
renovación litúrgica impulsada por el concilio Vaticano II puso como
complemento de la festividad de la Asunción, ya que ambos privilegios
forman un único misterio.
Por último, el sábado rezaremos a santa Rosa de Lima, la primera
santa canonizada del continente latinoamericano, del que es la patrona
principal. Santa Rosa solía repetir: "Si los hombres supieran qué es vivir
en gracia, no se asustarían de ningún sufrimiento y aguantarían con gusto
cualquier pena, porque la gracia es fruto de la paciencia". Murió a los 31
años, en 1617, tras una breve existencia llena de privaciones y
sufrimiento, en la fiesta del apóstol san Bartolomé, del que era muy devota
porque había sufrido un martirio particularmente doloroso.
Así pues, queridos hermanos y hermanas, día tras día la Iglesia nos
ofrece la posibilidad de caminar en compañía de los santos. Hans Urs von
Balthasar escribió que los santos constituyen el comentario más
importante del Evangelio, su actualización en la vida diaria; por eso
382
representan para nosotros un camino real de acceso a Jesús. El escritor
francés Jean Guitton los describía como "los colores del espectro en
relación con la luz", porque cada uno de ellos refleja, con tonalidades y
acentos propios, la luz de la santidad de Dios. ¡Qué importante y
provechoso es, por tanto, el empeño por cultivar el conocimiento y la
devoción de los santos, así como la meditación diaria de la palabra de
Dios y el amor filial a la Virgen!
El período de vacaciones constituye, ciertamente, un tiempo útil para
repasar la biografía y los escritos de algunos santos o santas en particular,
pero cada día del año nos ofrece la oportunidad de familiarizarnos con
nuestros patronos celestiales. Su experiencia humana y espiritual muestra
que la santidad no es un lujo, no es un privilegio de unos pocos, una meta
imposible para un hombre normal; en realidad, es el destino común de
todos los hombres llamados a ser hijos de Dios, la vocación universal de
todos los bautizados. La santidad se ofrece a todos; naturalmente no todos
los santos son iguales: de hecho, como he dicho, son el espectro de la luz
divina. Y no es necesariamente un gran santo el que posee carismas
extraordinarios. En efecto, hay muchísimos cuyo nombre sólo Dios
conoce, porque en la tierra han llevado una vida aparentemente muy
normal.
Precisamente estos santos "normales" son los santos que Dios quiere
habitualmente. Su ejemplo testifica que sólo cuando se está en contacto
con el Señor se llena uno de su paz y de su alegría y se es capaz de
difundir por doquier serenidad, esperanza y optimismo. Considerando la
variedad de sus carismas, Bernanos, gran escritor francés a quien siempre
fascinó la idea de los santos —cita a muchos en sus novelas— destaca que
"cada vida de santo es como un nuevo florecimiento de primavera".
Que esto nos suceda también a nosotros. Así pues, dejémonos atraer
por la fascinación sobrenatural de la santidad. Que nos obtenga esta gracia
María, la Reina de todos los santos, Madre y refugio de los pecadores.

SUPERAR EL DUALISMO ENTRE EXÉGESIS Y TEOLOGÍA


20081014. Discurso. Intervención en el Sínodo
Queridos hermanos y hermanas, el trabajo para mi libro sobre Jesús
nos ofrece ampliamente la ocasión de ver todo el bien que nos llega de la
exégesis moderna, pero también de reconocer sus problemas y sus riesgos.
La Dei Verbum (n. 12) ofrece dos indicaciones metodológicas para un
adecuado trabajo exegético. En primer lugar, confirma la necesidad de la
utilización del método histórico-crítico, cuyos elementos esenciales
describe brevemente. Esta necesidad es la consecuencia del principio
cristiano formulado en el evangelio de san Juan: "Verbum caro factum est"
(Jn1, 14). El hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe
cristiana. La historia de la salvación no es una mitología, sino una
verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la
investigación histórica seria.
383
Sin embargo, esta historia posee otra dimensión, la de la acción divina.
En consecuencia la Dei Verbum habla de un segundo nivel metodológico
necesario para una interpretación correcta de las palabras, que son al
mismo tiempo palabras humanas y Palabra divina. El Concilio, siguiendo
una regla fundamental para la interpretación de cualquier texto literario,
dice que la Escritura se ha de interpretar con el mismo espíritu con que fue
escrita y para ello indica tres elementos metodológicos fundamentales
cuyo fin es tener en cuenta la dimensión divina, pneumatológica de la
Biblia; es decir: 1) Se debe interpretar el texto teniendo presente la unidad
de toda la Escritura; esto hoy se llama exégesis canónica; en los tiempos
del Concilio este término no había sido creado aún, pero el Concilio dice
lo mismo: es necesario tener presente la unidad de toda la Escritura.
2) También se debe tener presente la tradición viva de toda la Iglesia.
3) Es necesario, por último, observar la analogía de la fe.
Sólo donde se aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-
crítico y el teológico, se puede hablar de una exégesis teológica, de una
exégesis adecuada a este Libro. Mientras que con respecto al primer nivel
la actual exégesis académica trabaja a un altísimo nivel y nos ayuda
realmente, no se puede decir lo mismo del otro nivel. A menudo este
segundo nivel, el nivel constituido por los tres elementos teológicos
indicados por la Dei Verbum, casi no existe. Y esto tiene consecuencias
bastante graves.
La primera consecuencia de la ausencia de este segundo nivel
metodológico es que la Biblia se convierte en un libro sólo del pasado. Se
pueden extraer de él consecuencias morales, se puede aprender la historia,
pero el libro como tal habla sólo del pasado y la exégesis ya no es
realmente teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en
historia de la literatura. Esta es la primera consecuencia: la Biblia queda
como algo del pasado, habla sólo del pasado.
Existe también una segunda consecuencia aún más grave: donde
desaparece la hermenéutica de la fe indicada por la Dei Verbum, aparece
necesariamente otro tipo de hermenéutica, una hermenéutica secularizada,
positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que lo divino no
aparece en la historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece
que hay un elemento divino, se debe explicar de dónde viene esa
impresión y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se
proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos
divinos.
Hoy, el llamado mainstream de la exégesis en Alemania niega, por
ejemplo, que el Señor haya instituido la sagrada Eucaristía y dice que el
cuerpo de Jesús permaneció en la tumba. La Resurrección no sería un
hecho histórico, sino una visión teológica. Esto sucede porque falta una
hermenéutica de la fe: se consolida entonces una hermenéutica filosófica
profana, que niega la posibilidad de la entrada y de la presencia real de lo
Divino en la historia.
La consecuencia de la ausencia del segundo nivel metodológico es la
creación de una profunda brecha entre exégesis científica y lectio divina.
384
Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad también en la
preparación de las homilías. Cuando la exégesis no es teología, la
Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la
teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia,
esta teología ya no tiene fundamento.
Por eso, para la vida y para la misión de la Iglesia, para el futuro de la
fe, es absolutamente necesario superar este dualismo entre exégesis y
teología. La teología bíblica y la teología sistemática son dos dimensiones
de una única realidad, que llamamos teología. Por consiguiente, sería de
desear que en una de las propuestas se hable de la necesidad de tener
presentes en la exégesis los dos niveles metodológicos indicados en el
número 12 de la Dei Verbum, en donde se habla de la necesidad de
desarrollar una exégesis no sólo histórica, sino también teológica. Así
pues, será necesario ampliar la formación de los futuros exegetas en este
sentido, para abrir realmente los tesoros de la Escritura al mundo de hoy y
a todos nosotros.

CONFIANZA EN LA RAZÓN
20081016. Discurso. Congreso X aniversario Fides et ratio
A diez años de distancia, una mirada atenta a la encíclica Fides et ratio
permite percibir con admiración su actualidad perdurable: en ella se
revela la clarividente profundidad de mi inolvidable predecesor. En efecto,
la encíclica se caracteriza por su gran apertura con respecto a la razón,
sobre todo en una época en la que se ha teorizado la debilidad de la razón.
Juan Pablo II subraya en cambio la importancia de conjugar la fe y la
razón en su relación recíproca, aunque respetando la esfera de autonomía
propia de cada una.
La Iglesia, con este magisterio, se ha hecho intérprete de una exigencia
emergente en el contexto cultural actual. Ha querido defender la fuerza de
la razón y su capacidad de alcanzar la verdad, presentando una vez más la
fe como una forma peculiar de conocimiento, gracias a la cual nos
abrimos a la verdad de la Revelación (cf. Fides et ratio, 13). En la
encíclica se lee que hay que tener confianza en la capacidad de la razón
humana y no prefijarse metas demasiado modestas: "La fe mueve a la
razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es
bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y
convincente de la razón" (n. 56).
Por lo demás, el paso del tiempo manifiesta cuántos objetivos ha
sabido alcanzar la razón, movida por la pasión por la verdad. ¿Quién
podría negar la contribución que los grandes sistemas filosóficos han dado
al desarrollo de la autoconciencia del hombre y al progreso de las diversas
culturas? Estas, por otra parte, se hacen fecundas cuando se abren a la
verdad, permitiendo a cuantos participan en ellas alcanzar objetivos que
hacen cada vez más humana la convivencia social. La búsqueda de la
verdad da sus frutos sobre todo cuando está sostenida por el amor a la
verdad. San Agustín escribió: "Lo que se posee con la mente se tiene
385
conociéndolo, pero ningún bien se conoce perfectamente si no se ama
perfectamente" (De diversis quaestionibus 35, 2).
Con todo, no podemos ignorar que se ha verificado un deslizamiento
desde un pensamiento preferentemente especulativo a uno más
experimental. La investigación se ha orientado sobre todo a la observación
de la naturaleza tratando de descubrir sus secretos. El deseo de conocer la
naturaleza se ha transformado después en la voluntad de reproducirla. Este
cambio no ha sido indoloro: la evolución de los conceptos ha
menoscabado la relación entre la fides y la ratio con la consecuencia de
llevar a una y a otra a seguir caminos distintos. La conquista científica y
tecnológica, con que la fides es cada vez más provocada a confrontarse, ha
modificado el antiguo concepto de ratio; de algún modo, ha marginado a
la razón que buscaba la verdad última de las cosas para dar lugar a una
razón satisfecha con descubrir la verdad contingente de las leyes de la
naturaleza.
La investigación científica tiene ciertamente su valor positivo. El
descubrimiento y el incremento de las ciencias matemáticas, físicas,
químicas y de las aplicadas son fruto de la razón y expresan la inteligencia
con que el hombre consigue penetrar en las profundidades de la creación.
La fe, por su parte, no teme el progreso de la ciencia y el desarrollo al que
conducen sus conquistas, cuando estas tienen como fin al hombre, su
bienestar y el progreso de toda la humanidad. Como recordaba el
desconocido autor de la Carta a Diogneto: "Lo que mata no es el árbol de
la ciencia, sino la desobediencia. No se tiene vida sin ciencia, ni ciencia
segura sin vida verdadera" (XII, 2.4).
Sucede, sin embargo, que no siempre los científicos dirigen sus
investigaciones a estos fines. La ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia
de sustituir al Creador desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta
es una forma de hybris de la razón, que puede asumir características
peligrosas para la propia humanidad. La ciencia, por otra parte, no es
capaz de elaborar principios éticos; puede sólo acogerlos en sí y
reconocerlos como necesarios para erradicar sus eventuales patologías. En
este contexto, la filosofía y la teología son ayudas indispensables con las
que es preciso confrontarse para evitar que la ciencia avance sola por un
sendero tortuoso, lleno de imprevistos y no privado de riesgos. Esto no
significa en absoluto limitar la investigación científica o impedir a la
técnica producir instrumentos de desarrollo; consiste, más bien, en
mantener vigilante el sentido de responsabilidad que la razón y la fe
poseen frente a la ciencia, para que permanezca en su estela de servicio al
hombre.
La lección de san Agustín está siempre llena de significado, también
en el contexto actual: "¿A qué llega —se pregunta el santo obispo de
Hipona— quien sabe usar bien la razón, sino a la verdad? No es la verdad
la que se alcanza a sí misma con el razonamiento, sino que a ella la buscan
quienes usan la razón. (...) Confiesa que no eres tú la verdad, porque ella
no se busca a sí misma; en cambio, tú no has llegado a ella pasando de un
lugar a otro, sino buscándola con la disposición de la mente" (De vera
386
religione, 39, 72). Equivale a decir: venga de donde venga la búsqueda de
la verdad, permanece como dato que se ofrece y que puede ser reconocido
ya presente en la naturaleza. De hecho, la inteligibilidad de la creación no
es fruto del esfuerzo del científico, sino condición que se le ofrece para
permitirle descubrir la verdad presente en ella. "El razonamiento no crea
estas verdades —continúa san Agustín en su reflexión— sino que las
descubre. Por tanto, estas subsisten en sí antes incluso de ser descubiertas,
y una vez descubiertas nos renuevan" (ib., 39, 73). En síntesis, la razón
debe cumplir plenamente su recorrido, con su plena autonomía y su rica
tradición de pensamiento.
La razón, por otro lado, siente y descubre que, más allá de lo que ya ha
alcanzado y conquistado, existe una verdad que nunca podrá descubrir
partiendo de sí misma, sino sólo recibir como don gratuito. La verdad de
la Revelación no se sobrepone a la alcanzada por la razón; más bien
purifica la razón y la exalta, permitiéndole así dilatar sus propios espacios
para insertarse en un campo de investigación insondable como el misterio
mismo. La verdad revelada, en la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4),
tomó el rostro de una persona, Jesús de Nazaret, que trae la respuesta
última y definitiva a la pregunta de sentido de todo hombre. La verdad de
Cristo, en cuanto toca a cada persona que busca la alegría, la felicidad y el
sentido, supera ampliamente cualquier otra verdad que la razón pueda
encontrar. Por tanto, en torno al misterio es donde la fides y la ratio
encuentran la posibilidad real de un trayecto común.
En estos días está teniendo lugar el Sínodo de los obispos sobre el
tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". ¿Cómo
no ver la coincidencia providencial de este momento con vuestro
Congreso? La pasión por la verdad nos impulsa a volver a entrar en
nosotros mismos para captar en el interior del hombre el sentido profundo
de nuestra vida. Una filosofía verdadera conducirá de la mano a cada
persona para hacerle descubrir cuán fundamental es para su propia
dignidad conocer la verdad de la Revelación. Ante esta exigencia de
sentido que no da tregua hasta que no desemboca en Jesucristo, la Palabra
de Dios revela su carácter de respuesta definitiva. Una Palabra de
revelación que se convierte en vida y que pide ser acogida como fuente
inagotable de verdad.

EL SEÑOR TE RENOVARÁ CON SU AMOR


20081019. Homilía. Santuario de Pompeya
La primera lectura y el salmo responsorial expresan la alegría del
pueblo de Israel por la salvación dada por Dios, salvación que es
liberación del mal y esperanza de vida nueva. El oráculo de Sofonías se
dirige a Israel, que es designado con los apelativos de "hija de Sión" e
"hija de Jerusalén", y se le invita a la alegría: "Alégrate (...). Lanza gritos
de gozo (...) Exulta" (So 3, 14). Es el mismo saludo que el ángel Gabriel
dirige a María, en Nazaret: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28). "No
temas, Sión" (So 3, 16), dice el profeta; "No temas, María" (Lc 1, 30), dice
387
el ángel. Y el motivo de la confianza es el mismo: "El Señor, tu Dios, en
medio de ti es un salvador poderoso" (So 3, 17), dice el profeta; "el Señor
está contigo" (Lc 1, 28), asegura el ángel a la Virgen.
También el cántico de Isaías concluye así: "Canta y exulta, tú que
vives en Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel" (Is 12,
6). La presencia del Señor es fuente de gozo, porque donde está él, el mal
es vencido, y triunfan la vida y la paz. Quiero subrayar, en particular, la
estupenda expresión de Sofonías que, dirigiéndose a Jerusalén, dice: el
Señor "te renovará con su amor" (So 3, 17). Sí, el amor de Dios tiene este
poder: de renovarlo todo, a partir del corazón humano, que es su obra
maestra y donde el Espíritu Santo realiza mejor su acción transformadora.
Con su gracia, Dios renueva el corazón del hombre perdonando su pecado,
lo reconcilia e infunde en él el impulso hacia el bien. Todo esto se
manifiesta en la vida de los santos, y aquí lo vemos en particular en la
obra apostólica del beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya.
Y así en esta hora también abrimos nuestro corazón a este amor renovador
del hombre y de todas las cosas.
Desde sus inicios, la comunidad cristiana vio en la personificación de
Israel y de Jerusalén en una figura femenina una significativa y profética
referencia a la Virgen María, a la que se reconoce precisamente como "hija
de Sión" y arquetipo del pueblo que "ha encontrado gracia" a los ojos del
Señor. Es una interpretación que volvemos a encontrar en el relato
evangélico de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11). El evangelista san Juan
pone de relieve simbólicamente que Jesús es el esposo de Israel, del nuevo
Israel que somos todos nosotros en la fe, el esposo que vino a traer la
gracia de la nueva Alianza, representada por el "vino bueno". Al mismo
tiempo, el Evangelio destaca también el papel de María, a la que al
principio se la llama "la madre de Jesús", pero a quien después el Hijo
mismo llama "mujer". Y esto tiene un significado muy profundo: implica
de hecho que Jesús, para maravilla nuestra, antepone al parentesco el
vínculo espiritual, según el cual María personifica a la esposa amada del
Señor, es decir, al pueblo que él se eligió para irradiar su bendición sobre
toda la familia humana.
El símbolo del vino, unido al del banquete, vuelve a proponer el tema
de la alegría y de la fiesta. Además, el vino, como las otras imágenes
bíblicas de la viña y de la vid, alude metafóricamente al amor: Dios es el
viñador, Israel es la viña, una viña que encontrará su realización perfecta
en Cristo, del cual nosotros somos los sarmientos; el vino es el fruto, es
decir, el amor, porque precisamente el amor es lo que Dios espera de sus
hijos. Y oremos al Señor, que concedió a Bartolo Longo la gracia de traer
el amor a esta tierra, para que también nuestra vida y nuestro corazón den
este fruto de amor y así renueven la tierra.
Al amor exhorta también el apóstol san Pablo en la segunda lectura,
tomada de la carta a los Romanos. En esta página encontramos delineado
el programa de vida de una comunidad cristiana, cuyos miembros han sido
renovados por el amor y se esfuerzan por renovarse continuamente, para
388
discernir siempre la voluntad de Dios y no volver a caer en el
conformismo de la mentalidad mundana (cf. Rm 12, 1-2).
Ahora bien, cuando san Pablo escribe a los cristianos de Roma: "Sed
diligentes sin flojedad; fervorosos de espíritu, como quien sirve al Señor"
(Rm 12, 11), nuestro pensamiento se dirige a Bartolo Longo y a las
numerosas iniciativas de caridad puestas en marcha por él en favor de los
hermanos más necesitados. Impulsado por el amor, fue capaz de proyectar
una nueva ciudad, que surgió luego en torno al santuario mariano, casi
como irradiación de la luz de su fe y esperanza. Una ciudadela de María y
de la caridad, pero no aislada del mundo; no es, como suele decirse, una
"catedral en el desierto", sino insertada en el territorio de este valle para
rescatarlo y promoverlo. La historia de la Iglesia, gracias a Dios, está llena
de experiencias de este tipo, y también hoy se realizan muchas en todas las
partes del mundo. Son experiencias de fraternidad, que muestran el rostro
de una sociedad diversa, puesta como fermento dentro del contexto civil.
La fuerza de la caridad es irresistible: el amor es lo que verdaderamente
hace avanzar el mundo.
¿Quién habría podido pensar que aquí, junto a los restos de la antigua
Pompeya, surgiría un santuario mariano de alcance mundial? ¿Y tantas
obras sociales para traducir el Evangelio en servicio concreto a las
personas que atraviesan más dificultades? Donde Dios llega, el desierto
florece. También el beato Bartolo Longo, con su conversión personal, dio
testimonio de esta fuerza espiritual que transforma al hombre
interiormente y lo capacita para hacer grandes cosas según el designio de
Dios. Las circunstancias de su crisis espiritual y de su conversión son de
grandísima actualidad. En el período de sus estudios universitarios en
Nápoles, influenciado por filósofos inmanentistas y positivistas, se había
alejado de la fe cristiana convirtiéndose en un anticlerical militante y
dándose también a prácticas espiritistas y supersticiosas. Su conversión,
con el descubrimiento del verdadero rostro de Dios, contiene un mensaje
muy elocuente para nosotros, porque por desgracia estas tendencias no
faltan en nuestros días. En este Año paulino me complace subrayar que
también Bartolo Longo, como san Pablo, fue transformado de perseguidor
en apóstol: apóstol de la fe cristiana, del culto mariano, y en particular del
rosario, en el que encontró una síntesis de todo el Evangelio.
Esta ciudad que él volvió a fundar es, por tanto, una demostración
histórica de cómo Dios transforma el mundo: colmando nuevamente de
caridad el corazón de un hombre y haciendo de él un "motor" de
renovación religiosa y social. Pompeya es un ejemplo de cómo la fe puede
actuar en la ciudad del hombre, suscitando apóstoles de caridad que se
ponen al servicio de los pequeños y de los pobres, y que trabajan para que
también a los últimos se les respete su dignidad y encuentren acogida y
promoción.

EL ROSARIO ES ESCUELA DE CONTEMPLACIÓN Y SILENCIO


20081019. Discurso. Meditación en Pompeya
389
Lo atestigua la experiencia de los santos: esta popular oración mariana
es un medio espiritual valioso para crecer en la intimidad con Jesús y para
aprender, en la escuela de la Virgen santísima, a cumplir siempre la
voluntad de Dios. Es contemplación de los misterios de Cristo en unión
espiritual con María…
Es necesario ante todo dejarse conducir de la mano por la Virgen
María a contemplar el rostro de Cristo: rostro gozoso, luminoso, doloroso
y glorioso. Quien, como María y juntamente con ella, conserva y medita
asiduamente los misterios de Jesús, asimila cada vez más sus sentimientos
y se configura con él.
El rosario es escuela de contemplación y de silencio. A primera vista
podría parecer una oración que acumula palabras, y por tanto difícilmente
conciliable con el silencio que se recomienda oportunamente para la
meditación y la contemplación. En realidad, esta cadenciosa repetición del
avemaría no turba el silencio interior, sino que lo requiere y lo alimenta.
De forma análoga a lo que sucede con los Salmos cuando se reza la
liturgia de las Horas, el silencio aflora a través de las palabras y las frases,
no como un vacío, sino como una presencia de sentido último que
trasciende las palabras mismas y juntamente con ellas habla al corazón.
Así, al rezar las avemarías es necesario poner atención para que
nuestras voces no "cubran" la de Dios, el cual siempre habla a través del
silencio, como "el susurro de una brisa suave" (1 R 19, 12). ¡Qué
importante es, entonces, cuidar este silencio lleno de Dios, tanto en el rezo
personal como en el comunitario!
Si la contemplación cristiana no puede prescindir de la Palabra de
Dios, también el rosario, para que sea oración contemplativa, debe brotar
siempre del silencio del corazón como respuesta a la Palabra, según el
modelo de la oración de María. Bien mirado, el rosario está todo él
entretejido de elementos tomados de la Sagrada Escritura. Está, ante todo,
la enunciación del misterio, hecha preferiblemente, como hoy, con
palabras tomadas de la Biblia. Sigue el padrenuestro: al dar a la oración
una orientación "vertical", abre el alma de quien reza el rosario a una
correcta actitud filial, según la invitación del Señor: "Cuando oréis decid:
Padre..." (Lc 11, 2). La primera parte del avemaría, tomada también del
Evangelio, nos hace volver a escuchar cada vez las palabras con que Dios
se dirigió a la Virgen mediante el ángel, y las palabras de bendición de su
prima Isabel. La segunda parte del avemaría resuena como la respuesta de
los hijos que, dirigiéndose suplicantes a su Madre, no hacen sino expresar
su propia adhesión al plan salvífico revelado por Dios. Así el pensamiento
de quien reza está siempre anclado en la Escritura y en los misterios que
en ella se presentan.

ALIMENTARSE DE LA PALABRA: TAREA PRIORITARIA


20081026. Homilía. Conclusión del Sínodo de la Palabra
La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos
ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina. El
390
evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús
respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para
ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le
preguntó: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22,
36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua
tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas
formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si
tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos
y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús
no titubea y responde con prontitud: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el
primer mandamiento" (Mt 22, 37-38).
En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso
reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6,
4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total
que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres
facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas
profundas: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta
entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional.
Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y
del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser
excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el
que debe conformarse al pensamiento de Dios.
Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley
no había pedido: "El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo" (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de
Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza
entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta
ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad
(cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos
mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se
apoya toda la Revelación bíblica: "De estos dos mandamientos penden
toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 40).
La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser
discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen
en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el
mandamiento del amor. También la primera Lectura, tomada del libro del
Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente
en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto,
de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es
también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los
ciudadanos que no tienen ningún "defensor". El autor sagrado se detiene
en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por
uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien
se hace cargo de la situación de este prójimo.
En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del
mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades
391
cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender
que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con
cariño en su corazón. Por este motivo los señala como "modelo para todos
los creyentes de Macedonia y de Acaya" (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no
faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco
tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el
amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las
palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel
discípulo suyo.
"Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san
Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas". "Partiendo
de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y
vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino
por todas partes" (1 Ts 1, 6.8). La lección que sacamos de la experiencia
de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda
auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la
escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también
pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece
el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué
importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia
personal y comunitaria!
En esta celebración eucarística, con la que concluyen los trabajos
sinodales, advertimos de manera singular el especial vínculo que existe
entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio
desinteresado a los hermanos. ¡Cuántas veces, durante los días pasados,
hemos escuchado experiencias y reflexiones que ponen de relieve la
necesidad, hoy cada vez mayor, de escuchar más íntimamente a Dios, de
conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más
sinceramente la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la
Palabra divina!
Todos los que hemos participado en los trabajos sinodales llevamos la
renovada conciencia de que la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de
este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de
Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del
anuncio en nuestro tiempo. Ahora es necesario que esta experiencia
eclesial sea llevada a todas las comunidades; es preciso que se comprenda
la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque
sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las
fragilidades humanas que marcan a las personas. Esto exige, en primer
lugar, un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil
de su Palabra.
En este Año paulino, haciendo nuestras las palabras del Apóstol: "Ay
de mí si no predicara el Evangelio" (1 Co 9, 16), deseo de corazón que en
cada comunidad se sienta con una convicción más fuerte este anhelo de
san Pablo como vocación al servicio del Evangelio para el mundo. Al
inicio de los trabajos sinodales recordé la llamada de Jesús: "La mies es
mucha" (Mt 9, 37), llamada a la cual nunca debemos cansarnos de
392
responder, a pesar de las dificultades que podamos encontrar. Mucha gente
está buscando, a veces incluso sin darse cuenta, el encuentro con Cristo y
con su Evangelio; muchos sienten la necesidad de encontrar en él el
sentido de su vida. Por tanto, dar un testimonio claro y compartido de una
vida según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesús, se convierte en un
criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia.
Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos
recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras
divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras,
o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir,
mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en
realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero,
¿cómo poner en práctica este mandamiento?, ¿cómo vivir el amor a Dios y
a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las Sagradas Escrituras?
El concilio Vaticano II afirma que "los fieles han de tener fácil acceso
a la Sagrada Escritura" (Dei Verbum, 22) para que las personas, cuando
encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un
requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el
encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser "un hecho"
de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la arbitrariedad,
resulta indispensable una promoción pastoral intensa y creíble del
conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar, celebrar y vivir la
Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de nuestro
tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del
momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los
hombres (cf. ib., 21).
Con esta finalidad es preciso prestar atención especial a la preparación
de los pastores, que luego dirigirán la necesaria acción de difundir la
práctica bíblica con los subsidios oportunos. Es preciso estimular los
esfuerzos que se están llevando a cabo para suscitar el movimiento bíblico
entre los laicos, la formación de animadores de grupos, con especial
atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo por dar a conocer
la fe a través de la Palabra de Dios, también a los "alejados" y
especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido de la vida.
Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por
último, a destacar que el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra
de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la
liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un
pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los
lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación
testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y
vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el
pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en
él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua
dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea
litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él
quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza
393
que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen
en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia
a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian
las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta
vivida, de respuesta que brota del amor (cf. Is 55, 10-11).
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que de la escucha
renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, brote
una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las comunidades
cristianas. Encomendemos los frutos de esta Asamblea sinodal a la
intercesión materna de la Virgen María.

LA RELACIÓN ENTRE LA PALABA Y LAS PALABRAS


20081026. Angelus
Un aspecto sobre el que se ha reflexionado mucho es la relación entre
la Palabra y las palabras, es decir, entre el Verbo divino y las Escrituras
que lo expresan. Como enseña el concilio Vaticano II en la constitución
Dei Verbum (n. 12), una buena exégesis bíblica exige tanto el método
histórico-crítico como el teológico, porque la Sagrada Escritura es Palabra
de Dios con palabras humanas. Esto implica que todo texto debe leerse e
interpretarse teniendo presentes la unidad de toda la Escritura, la tradición
viva de la Iglesia y la luz de la fe.
Aunque es verdad que la Biblia es también una obra literaria, más aún,
el gran código de la cultura universal, también es verdad que no debe ser
despojada del elemento divino, sino que debe leerse en el mismo Espíritu
con que fue compuesta. La exégesis científica y la lectio divina son, por
tanto, necesarias y complementarias para buscar, a través del significado
literal, el espiritual, que Dios quiere comunicarnos hoy.

LA SABIDURÍA DIVINA Y LA SABIDURÍA DEL MUNDO


20081030. Discurso. Universidades eclesiásticas romanas
Me refiero a lo que escribe san Pablo sobre la sabiduría cristiana, de
modo particular en su primera carta a los Corintios, comunidad en la que
habían surgido rivalidades entre los discípulos. El Apóstol afronta el
problema de esas divisiones en la comunidad, afirmando que son un signo
de la falsa sabiduría, es decir, de una mentalidad aún inmadura por ser
carnal y no espiritual (cf. 1Co 3, 1-3). Refiriéndose después a su propia
experiencia, san Pablo recuerda a los Corintios que Cristo lo envió a
anunciar el Evangelio "no con sabiduría de palabras, para no desvirtuar la
cruz de Cristo" (1 Co 1, 17).
Partiendo de allí, desarrolla una reflexión sobre la "sabiduría de la
cruz", es decir, sobre la sabiduría de Dios, que se contrapone a la sabiduría
de este mundo. El Apóstol insiste en el contraste existente entre las dos
sabidurías, de las cuales sólo una es verdadera, la divina, mientras que la
otra en realidad es "necedad". Ahora bien, la novedad sorprendente, que
exige ser siempre redescubierta y acogida, es el hecho de que la sabiduría
394
divina, en Cristo, nos ha sido dada, nos ha sido participada. Al final del
capítulo 2 de esa Carta, hay una expresión que resume esta novedad y que,
precisamente por esto, nunca deja de sorprender. San Pablo escribe:
"Ahora tenemos el pensamiento de Cristo" —ημεĩς δε νουν Хριστου
έχομεν— (1 Co 2, 16). Esta contraposición entre las dos sabidurías no se
ha de identificar con la diferencia entre la teología, por una parte, y la
filosofía y las ciencias, por otra. En realidad, se trata de dos posturas
fundamentales. La "sabiduría de este mundo" es un modo de vivir y de ver
las cosas prescindiendo de Dios y siguiendo las opiniones dominantes,
según los criterios del éxito y del poder. La "sabiduría divina" consiste en
seguir el pensamiento de Cristo: es Cristo quien nos abre los ojos del
corazón para seguir el camino de la verdad y del amor.
Queridos estudiantes, habéis venido a Roma para profundizar vuestros
conocimientos en el campo teológico; y, aunque estudiéis otras materias
distintas de la teología, por ejemplo derecho, historia, ciencias humanas,
arte, etc., sin embargo la formación espiritual según el pensamiento de
Cristo sigue siendo fundamental para vosotros, y esta es la perspectiva de
vuestros estudios. Por eso para vosotros son importantes estas palabras del
apóstol san Pablo y las que leemos inmediatamente después, también en la
primera carta a los Corintios: "¿Quién conoce lo íntimo del hombre sino
el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo
íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el
espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las
gracias que Dios nos ha otorgado" (1 Co 2, 11-12). Seguimos dentro del
esquema de contraposición entre la sabiduría humana y la sabiduría
divina. Para conocer y comprender las cosas espirituales es preciso ser
hombres y mujeres espirituales, porque si se es carnal, se recae
inevitablemente en la necedad, aunque uno estudie mucho y sea "docto" y
"sutil razonador de este mundo" (cf. 1 Co 1, 20).
En este texto paulino podemos ver un acercamiento muy significativo
a los versículos del Evangelio que narran la bendición de Jesús dirigida a
Dios Padre, porque —dice el Señor— "has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a los pequeños" (Mt 11, 25). Los
"sabios" de los que habla Jesús son aquellos a quienes san Pablo llama
"los sabios de este mundo". En cambio, los "pequeños" son aquellos a
quienes el Apóstol califica de "necios", "débiles", "plebeyos y
despreciables" para el mundo (1Co 1, 27-28), pero que en realidad, si
acogen "la palabra de la cruz" (1 Co 1, 18), se convierten en los
verdaderos sabios. Hasta el punto de que san Pablo exhorta a quienes se
creen sabios según los criterios del mundo a "hacerse necios", para llegar a
ser verdaderamente sabios ante Dios (cf. 1 Co 3, 18). Esta no es una
actitud anti-intelectual, no es oposición a la "recta ratio". San Pablo,
siguiendo a Jesús, se opone a un tipo de soberbia intelectual en la que el
hombre, aunque sepa mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la
disponibilidad a abrirse a la novedad del obrar divino.
Queridos amigos, esta reflexión paulina no quiere en absoluto llevar a
subestimar el empeño humano necesario para el conocimiento, sino que se
395
pone en otro plano: a san Pablo le interesa subrayar —y lo hace con
claridad— qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en
cambio, puede ocasionar división y ruina. El Apóstol, por tanto, denuncia
el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. En efecto, no es
el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el
"vanagloriarse" de lo que se ha llegado —o se presume haber llegado— a
conocer.
Precisamente de aquí derivan las facciones y las discordias en la
Iglesia y, análogamente, en la sociedad. Así pues, se trata de cultivar la
sabiduría no según la carne, sino según el Espíritu. Sabemos bien que san
Pablo con las palabras "carne, carnal" no se refiere al cuerpo, sino a una
forma de vivir sólo para sí mismos y según los criterios del mundo. Por
eso, según san Pablo, siempre es necesario purificar el propio corazón del
veneno del orgullo, presente en cada uno de nosotros. Por consiguiente,
también nosotros debemos gritar como san Pablo: "¿Quién nos librará?"
(cf. Rm 7, 24). Y también nosotros podemos recibir como él la respuesta:
la gracia de Jesucristo, que el Padre nos ha dado mediante el Espíritu
Santo (cf. Rm 7, 25).
El "pensamiento de Cristo", que por gracia hemos recibido, nos
purifica de la falsa sabiduría. Y este "pensamiento de Cristo" lo acogemos
a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su
tradición viva. Lo expresa muy bien la iconografía que representa a Jesús-
Sabiduría en el seno de su Madre María, símbolo de la Iglesia: In gremio
Matris sedet Sapientia Patris: en el regazo de la Madre está la Sabiduría
del Padre, es decir, Cristo. Permaneciendo fieles a ese Jesús que María nos
ofrece, al Cristo que la Iglesia nos presenta, podemos dedicarnos
intensamente al trabajo intelectual, libres interiormente de la tentación del
orgullo y gloriándonos siempre y sólo en el Señor.

VISIÓN CIENTÍFICA DE LA EVOLUCIÓN DEL UNIVERSO


20081031. Discurso. Academia Pontificia de Ciencias
Con la elección del tema: "Visión científica de la evolución del
universo y de la vida", tratáis de concentraros en un área de investigación
que despierta mucho interés. De hecho, hoy muchos de nuestros
contemporáneos desean reflexionar sobre el origen fundamental de los
seres, sobre su causa, sobre su fin y sobre el sentido de la historia humana
y del universo.
En este contexto se plantean naturalmente cuestiones concernientes a
la relación entre la lectura del mundo que hacen las ciencias y la que
ofrece la Revelación cristiana. Mis predecesores el Papa Pío XII y el Papa
Juan Pablo II reafirmaron que no hay oposición entre la visión de la
creación por parte de la fe y la prueba de las ciencias empíricas. En sus
inicios, la filosofía propuso imágenes para explicar el origen del cosmos,
basándose en uno o varios elementos del mundo material. Esta génesis no
se consideraba una creación, sino más bien una mutación o una
396
transformación. Implicaba una interpretación en cierto modo horizontal
del origen del mundo.
Un avance decisivo en la comprensión del origen del cosmos fue la
consideración del ser en cuanto ser y el interés de la metafísica por la
cuestión fundamental del origen primero o trascendente del ser
participado. Para desarrollarse y evolucionar, el mundo primero debe
existir y, por tanto, haber pasado de la nada al ser. Dicho de otra forma,
debe haber sido creado por el primer Ser, que es tal por esencia.
Afirmar que el fundamento del cosmos y de su desarrollo es la
sabiduría providente del Creador no quiere decir que la creación sólo tiene
que ver con el inicio de la historia del mundo y la vida. Más bien, implica
que el Creador funda este desarrollo y lo sostiene, lo fija y lo mantiene
continuamente. Santo Tomás de Aquino enseñó que la noción de creación
debe trascender el origen horizontal del desarrollo de los acontecimientos,
es decir, de la historia, y en consecuencia todos nuestros modos puramente
naturalistas de pensar y hablar sobre la evolución del mundo. Santo Tomás
afirmaba que la creación no es ni un movimiento ni una mutación. Más
bien, es la relación fundacional y continua que une a la criatura con el
Creador, porque él es la causa de todos los seres y de todo lo que llega a
ser (cf. Summa theologiae, i, q.45, a.3).
"Evolucionar" significa literalmente "desenrollar un rollo de
pergamino", o sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro
tiene sus raíces en el cristianismo y ha sido apreciada por muchos
científicos. Galileo veía la naturaleza como un libro cuyo autor es Dios,
del mismo modo que lo es de la Escritura. Es un libro cuya historia, cuya
evolución, cuya "escritura" y cuyo significado "leemos" de acuerdo con
los diferentes enfoques de las ciencias, mientras que durante todo el
tiempo presupone la presencia fundamental del autor que en él ha querido
revelarse a sí mismo.
Esta imagen también nos ayuda a comprender que el mundo, lejos de
tener su origen en el caos, se parece a un libro ordenado: es un cosmos. A
pesar de algunos elementos irracionales, caóticos y destructores en los
largos procesos de cambio en el cosmos, la materia como tal se puede
"leer". Tiene una "matemática" ínsita. Por tanto, la mente humana no sólo
puede dedicarse a una "cosmografía" que estudia los fenómenos
mensurables, sino también a una "cosmología" que discierne la lógica
interna y visible del cosmos.
Al principio tal vez no somos capaces de ver la armonía tanto del todo
como de las relaciones entre las partes individuales, o su relación con el
todo. Sin embargo, hay siempre una amplia gama de acontecimientos
inteligibles, y el proceso es racional en la medida que revela un orden de
correspondencias evidentes y finalidades innegables: en el mundo
inorgánico, entre microestructuras y macroestructuras; en el mundo
orgánico y animal, entre estructura y función; y en el mundo espiritual,
entre el conocimiento de la verdad y la aspiración a la libertad. La
investigación experimental y filosófica descubre gradualmente estos
órdenes; percibe que actúan para mantenerse en el ser, defendiéndose de
397
los desequilibrios y superando los obstáculos. Y, gracias a las ciencias
naturales, hemos ampliado mucho nuestra comprensión del lugar único
que ocupa la humanidad en el cosmos.
La distinción entre un simple ser vivo y un ser espiritual, que es capax
Dei, indica la existencia del alma intelectiva de un sujeto libre y
trascendente. Por eso, el magisterio de la Iglesia ha afirmado
constantemente que "cada alma espiritual es directamente creada por Dios
—no es "producida" por los padres—, y es inmortal" (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 366). Esto pone de manifiesto la peculiaridad de la
antropología e invita al pensamiento moderno a explorarla.
Ilustres académicos, deseo concluir recordando las palabras que os
dirigió mi predecesor el Papa Juan Pablo II en noviembre de 2003: "La
verdad científica, que es en sí misma participación en la Verdad divina,
puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender cada vez más
plenamente la persona humana y la revelación de Dios sobre el hombre,
una revelación completada y perfeccionada en Jesucristo. Estoy
profundamente agradecido, junto con toda la Iglesia, por este importante
enriquecimiento mutuo en la búsqueda de la verdad y del bien de la
humanidad" (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 10 de
noviembre de 2003: L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
21 de noviembre de 2003, p. 5).
Sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todas las personas
relacionadas con el trabajo de la Academia pontificia de ciencias, invoco
de corazón las bendiciones divinas de sabiduría y paz.

IRRUPCIONES DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA


20081031. Discurso. Renovación carismática católica
Como ya he afirmado en otras circunstancias, los movimientos
eclesiales y las nuevas comunidades, que han florecido después del
concilio Vaticano II, constituyen un don singular del Señor y un valioso
recurso para la vida de la Iglesia. Es preciso acogerlos con confianza y
valorarlos en sus diferentes contribuciones que han de ponerse al servicio
de la utilidad común de manera ordenada y fecunda.
Lo que vemos en el Nuevo Testamento sobre los carismas, que
surgieron como signos visibles de la venida del Espíritu Santo, no es un
acontecimiento histórico del pasado, sino una realidad siempre viva: el
mismo Espíritu divino, alma de la Iglesia, actúa en ella en todas las
épocas, y sus intervenciones, misteriosas y eficaces, se manifiestan en
nuestro tiempo de manera providencial. Los movimientos y las nuevas
comunidades son como irrupciones del Espíritu Santo en la Iglesia y en la
sociedad contemporánea.
El concilio Vaticano II, en varios documentos, hace referencia a los
movimientos y a las nuevas comunidades eclesiales, especialmente en la
constitución dogmática Lumen gentium, donde se dice: "Los carismas,
tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho
de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que
398
recibirlos con agradecimiento y consuelo" (n. 12). Después, también el
Catecismo de la Iglesia católica ha subrayado el valor y la importancia de
los nuevos carismas en la Iglesia, cuya autenticidad es garantizada por la
disponibilidad a someterse al discernimiento de la autoridad eclesiástica
(cf. n. 2003). Precisamente por el hecho de que somos testigos de un
prometedor florecimiento de movimientos y comunidades eclesiales, es
importante que los pastores ejerzan con respecto a ellos un discernimiento
prudente, sabio y benévolo.
Deseo de corazón que se intensifique el diálogo entre pastores y
movimientos eclesiales en todos los niveles: en las parroquias, en las
diócesis y con la Sede apostólica. Sé que se están estudiando formas
oportunas para dar reconocimiento pontificio a los nuevos movimientos y
comunidades eclesiales, y muchos ya lo han recibido. Los pastores,
especialmente los obispos, por el deber de discernimiento que les
compete, no pueden desconocer este dato: el reconocimiento o la
erección de asociaciones internacionales por parte de la Santa Sede para
la Iglesia universal (cf. Congregación para los obispos, Directorio para el
ministerio pastoral de los obispos, Apostolorum Successores, cap. 4, 8).

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS


20081101. Ángelus.
Celebramos hoy con gran alegría la fiesta de Todos los Santos. Al
visitar un jardín botánico, nos sorprende la variedad de plantas y flores, y
resulta natural pensar en la fantasía del Creador, que ha transformado la
tierra en un maravilloso jardín. Experimentamos un sentimiento análogo
cuando consideramos el espectáculo de la santidad: el mundo se nos
presenta como un "jardín", donde el Espíritu de Dios ha suscitado con
admirable fantasía una multitud de santos y santas, de toda edad y
condición social, de toda lengua, pueblo y cultura.
Cada uno es diferente del otro, con la singularidad de la propia
personalidad humana y del propio carisma espiritual. Pero todos llevan
grabado el "sello" de Jesús (cf. Ap 7, 3), es decir, la huella de su amor,
testimoniado a través de la cruz. Todos viven felices, en una fiesta sin fin,
pero, como Jesús, conquistaron esta meta pasando por fatigas y pruebas
(cf. Ap 7, 14), afrontando cada uno su parte de sacrificio para participar en
la gloria de la resurrección.
La solemnidad de Todos los Santos se fue consolidando durante el
primer milenio cristiano como celebración colectiva de los mártires. En el
año 609, en Roma, el Papa Bonifacio IV consagró el Panteón, dedicándolo
a la Virgen María y a todos los mártires. Por lo demás, podemos entender
este martirio en sentido amplio, es decir, como amor a Cristo sin reservas,
amor que se expresa en la entrega total de sí a Dios y a los hermanos. Esta
meta espiritual, a la que tienden todos los bautizados, se alcanza siguiendo
el camino de las "bienaventuranzas" evangélicas, que la liturgia nos indica
en la solemnidad de hoy (cf. Mt 5, 1-12). Es el mismo camino trazado por
399
Jesús y que los santos y santas se han esforzado por recorrer, aun
conscientes de sus límites humanos.
En su existencia terrena han sido pobres de espíritu, han sentido dolor
por los pecados, han sido mansos, han tenido hambre y sed de justicia, han
sido misericordiosos, limpios de corazón, han trabajado por la paz y han
sido perseguidos por causa de la justicia. Y Dios los ha hecho partícipes de
su misma felicidad: la gustaron anticipadamente en este mundo y, en el
más allá, gozan de ella en plenitud. Ahora han sido consolados, han
heredado la tierra, han sido saciados, perdonados, ven a Dios, de quien son
hijos. En una palabra: "de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3.10).
En este día sentimos que se reaviva en nosotros la atracción hacia el
cielo, que nos impulsa a apresurar el paso de nuestra peregrinación
terrena. Sentimos que se enciende en nuestro corazón el deseo de unirnos
para siempre a la familia de los santos, de la que ya ahora tenemos la
gracia de formar parte. Como dice un célebre canto espiritual: "Cuando
venga la multitud de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre
ellos!".
Que esta hermosa aspiración anime a todos los cristianos y les ayude a
superar todas las dificultades, todos los temores, todas las tribulaciones.
Queridos amigos, pongamos nuestra mano en la mano materna de María,
Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella hacia la patria
celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados "de toda nación,
pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Y unamos ya en la oración el recuerdo de
nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos.

VIVAMOS LA RELACIÓN CON LOS FIELES DIFUNTOS EN LA


FE
20081102. Ángelus.
Ayer, la fiesta de Todos los Santos nos hizo contemplar "la ciudad del
cielo, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre" (Prefacio de Todos los
Santos). Hoy, con el corazón dirigido todavía a estas realidades últimas,
conmemoramos a todos los fieles difuntos, que "nos han precedido con el
signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz" (Plegaria eucarística i). Es
muy importante que los cristianos vivamos la relación con los difuntos en
la verdad de la fe, y miremos la muerte y el más allá a la luz de la
Revelación. Ya el apóstol san Pablo, escribiendo a las primeras
comunidades, exhortaba a los fieles a "no afligirse como los hombres sin
esperanza". "Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado —escribía—,
del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con él" (1
Ts 4, 13-14). También hoy es necesario evangelizar la realidad de la
muerte y de la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias
supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el
riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos.
En mi encíclica sobre la esperanza cristiana, me interrogué sobre el
misterio de la vida eterna (cf. Spe salvi, 10-12). Me pregunté: la fe
cristiana, ¿es también para los hombres de hoy una esperanza que
400
transforma y sostiene su vida? (cf. ib., 10). Y más radicalmente: ¿desean
aún los hombres y las mujeres de nuestra época la vida eterna? ¿O tal vez
la existencia terrena se ha convertido en su único horizonte?
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la "vida
bienaventurada", la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué
es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una
esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos
los lugares. La expresión "vida eterna" querría dar un nombre a esta espera
que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en
el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el
después. Una plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y
aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12).
Renovemos hoy la esperanza en la vida eterna fundada realmente en la
muerte y resurrección de Cristo. "He resucitado y ahora estoy siempre
contigo", nos dice el Señor, y mi mano te sostiene. Dondequiera que
puedas caer, caerás entre mis manos, y estaré presente incluso a las puertas
de la muerte. A donde ya nadie puede acompañarte y a donde no puedes
llevar nada, allí te espero para transformar para ti las tinieblas en luz. Pero
la esperanza cristiana nunca es solamente individual; también es siempre
esperanza para los demás. Nuestras existencias están profundamente
unidas unas a otras, y el bien y el mal que cada uno realiza también afecta
siempre a los demás.
Así, la oración de un alma peregrina en el mundo puede ayudar a otra
alma que se está purificando después de la muerte. Por eso hoy la Iglesia
nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus tumbas en
los cementerios. Que María, Estrella de la esperanza, haga más fuerte y
auténtica nuestra fe en la vida eterna y sostenga nuestra oración de
sufragio por los hermanos difuntos.

DIOS MIRA LA RECTITUD DEL CORAZÓN


20081103. Homilía. Misa por cardenales y obispos fallecidos
La primera lectura —un pasaje del libro de la Sabiduría (Sb 4, 7-15)—
nos ha recordado que la verdadera ancianidad venerable no es sólo la edad
avanzada, sino la sabiduría y una existencia pura, sin malicia. Y si el
Señor llama a sí a un justo antes de tiempo, es porque sobre él tiene un
plan de predilección que nosotros no conocemos: la muerte prematura de
una persona a la que amamos es una invitación a no limitarnos a vivir de
modo mediocre, sino a tender lo antes posible hacia la plenitud de la vida.
En el texto de la Sabiduría hay una vena paradójica que encontramos
también en el pasaje evangélico (cf. Mt 11, 25-30).
En ambas lecturas hay un contraste entre lo que aparece a la mirada
superficial de los hombres y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. El
mundo considera afortunado a quien vive muchos años, pero Dios no mira
la edad, sino la rectitud del corazón. El mundo da crédito a los "sabios" y a
los "doctos", mientras que Dios siente predilección por los "pequeños". La
enseñanza general que se deriva de esto es que hay dos dimensiones de la
401
realidad: una más profunda, verdadera y eterna; y la otra, marcada por la
finitud, la provisionalidad y la apariencia.
Ahora bien, es importante subrayar que estas dos dimensiones no se
siguen en simple sucesión temporal, como si la vida verdadera comenzara
sólo después de la muerte. En realidad, la vida verdadera, la vida eterna,
comienza ya en este mundo, aun dentro de la precariedad de las
circunstancias de la historia; la vida eterna comienza en la medida en que
nos abrimos al misterio de Dios y lo acogemos en medio de nosotros. Dios
es el Señor de la vida y en él "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch
17, 28), como dijo san Pablo en el Areópago de Atenas.
Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, es la riqueza auténtica
que no se marchita, es la felicidad a la que aspira en profundidad el
corazón de todo hombre. Esta verdad, que recorre los Libros sapienciales
y vuelve a aparecer en el Nuevo Testamento, se cumple en la existencia y
en la enseñanza de Jesús. En la perspectiva de la sabiduría evangélica, la
muerte misma es portadora de una enseñanza saludable, porque obliga a
mirar cara a cara la realidad, impulsa a reconocer la caducidad de lo que
parece grande y fuerte a los ojos del mundo. Ante la muerte pierde interés
todo motivo de orgullo humano y, en cambio, resalta lo que vale de
verdad. Todo acaba, todos en este mundo estamos de paso. Sólo Dios tiene
vida en sí mismo; él es la vida. Nuestra vida es participada, dada "ab alio";
por eso un hombre sólo puede llegar a la vida eterna a causa de la relación
particular que el Creador le ha dado consigo. Pero Dios, viendo que el
hombre se había alejado de él, dio un paso más, creó una nueva relación
entre él y nosotros, de la que habla la segunda lectura de la liturgia de hoy.
Él, Cristo, "dio su vida por nosotros" (1 Jn 3, 16).
Si Dios —escribe san Juan— nos ha amado gratuitamente, también
nosotros podemos y, por tanto, debemos dejarnos implicar en este
movimiento oblativo, haciendo de nosotros mismos un don gratuito para
los demás. De esta forma conocemos a Dios como él nos conoce; de esta
forma habitamos en él como él ha querido habitar en nosotros, y pasamos
de la muerte a la vida (cf. 1 Jn 3, 14) como Jesucristo, que venció a la
muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre
celestial.
Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de vida y de esperanza
nos conforta profundamente ante el misterio de la muerte, de modo
especial cuando afecta a las personas que más queremos. El Señor nos
asegura hoy que nuestros hermanos difuntos, por quienes oramos
especialmente en esta santa misa, han pasado de la muerte a la vida porque
eligieron a Cristo, acogieron su yugo suave (cf. Mt 11, 29) y se
consagraron al servicio de los hermanos. Por eso, aun cuando deban
expiar su parte de pena debida a la fragilidad humana —que a todos nos
marca, ayudándonos a ser humildes—, la fidelidad a Cristo les permite
entrar en la libertad de los hijos de Dios.
Así pues, si nos ha entristecido separarnos de ellos, y nos duele su
ausencia, la fe nos conforta íntimamente al pensar que, como sucedió al
Señor Jesús, y siempre gracias a él, la muerte ya no tiene poder sobre ellos
402
(cf. Rm 6, 9). Pasando, en esta vida, a través del Corazón misericordioso
de Cristo, han entrado "en un lugar de descanso" (Sb 4, 7). Y ahora nos
complace pensar en ellos en compañía de los santos, finalmente liberados
de las amarguras de esta vida, y sentimos también nosotros el deseo de
unirnos un día a tan feliz compañía.
En el salmo responsorial hemos repetido estas consoladoras palabras:
"Dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada
será la casa del Señor a lo largo de los días" (Sal 23, 6). Sí, esperamos que
el buen Pastor haya acogido a estos hermanos nuestros, por quienes
celebramos el sacrificio divino, al ocaso de su jornada terrena y los haya
introducido en su intimidad bienaventurada. El aceite bendecido —del que
se habla en el Salmo (v. 5)— se puso tres veces sobre su cabeza y una vez
sobre sus manos; el cáliz (ib.) glorioso de Jesús sacerdote también fue su
cáliz, que alzaron día tras día, alabando el nombre del Señor. Ahora han
llegado a las praderas del cielo, donde los signos dejan paso a la realidad.
Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestra oración común y
elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia para que, por
intercesión de María santísima, el encuentro con el fuego de su amor
purifique pronto a estos amigos nuestros ya difuntos de toda imperfección
y los transforme para alabanza de su gloria. Y oremos para que nosotros,
peregrinos en la tierra, mantengamos siempre orientados los ojos y el
corazón hacia la meta última a la que aspiramos, la casa del Padre, el
cielo. Así sea.

DONACIÓN DE ÓRGANOS Y TRASPLANTES


20081107. Discurso. Congreso donación de órganos
La donación de órganos es una forma peculiar de testimonio de la
caridad. En un tiempo como el nuestro, con frecuencia marcado por
diferentes formas de egoísmo, es cada vez más urgente comprender cuán
determinante es para una correcta concepción de la vida entrar en la lógica
de la gratuidad. En efecto, existe una responsabilidad del amor y de la
caridad que compromete a hacer de la propia vida un don para los demás,
si se quiere verdaderamente la propia realización. Como nos enseñó el
Señor Jesús, sólo quien da su vida podrá salvarla (cf. Lc 9, 24).
La historia de la medicina muestra con evidencia los grandes progresos
que se han podido realizar para permitir una vida cada vez más digna a
toda persona que sufre. Los trasplantes de tejidos y de órganos constituyen
una gran conquista de la ciencia médica y son ciertamente un signo de
esperanza para muchas personas que atraviesan graves y a veces extremas
situaciones clínicas.
Si extendemos nuestra mirada al mundo entero, es fácil constatar los
numerosos y complejos casos en los que, gracias a la técnica del trasplante
de órganos, muchas personas han superado fases sumamente críticas y han
recuperado la alegría de vivir. Esto nunca hubiera podido suceder si el
compromiso de los médicos y la competencia de los investigadores no
hubieran podido contar con la generosidad y el altruismo de quienes han
403
donado sus órganos. Por desgracia, el problema de la disponibilidad de
órganos vitales para trasplantes no es teórico, sino dramáticamente
práctico; se puede constatar en la larga lista de espera de muchos enfermos
cuyas únicas posibilidades de supervivencia están vinculadas a las pocas
donaciones que no corresponden a las necesidades objetivas.
Es útil, sobre todo en el contexto actual, volver a reflexionar en esta
conquista de la ciencia, para que la multiplicación de las peticiones de
trasplantes no altere los principios éticos que constituyen su fundamento.
Como dije en mi primera encíclica, el cuerpo nunca podrá ser considerado
como un mero objeto (cf. Deus caritas est, 5); de lo contrario, se
impondría la lógica del mercado. El cuerpo de toda persona, junto con el
espíritu que es dado a cada uno individualmente, constituye una unidad
inseparable en la que está impresa la imagen de Dios mismo. Prescindir de
esta dimensión lleva a perspectivas incapaces de captar la totalidad del
misterio presente en cada persona. Por tanto, es necesario que en primer
lugar se ponga el respeto a la dignidad de la persona y la defensa de su
identidad personal.
Por lo que se refiere a la técnica del trasplante de órganos, esto
significa que sólo se puede donar si no se pone en serio peligro la propia
salud y la propia identidad, y siempre por un motivo moralmente válido y
proporcionado. Eventuales lógicas de compraventa de órganos, así como
la adopción de criterios discriminatorios o utilitaristas, desentonarían hasta
tal punto con el significado mismo de la donación que por sí mismos se
pondrían fuera de juego, calificándose como actos moralmente ilícitos.
Los abusos en los trasplantes y su tráfico, que con frecuencia afectan a
personas inocentes, como los niños, deben ser unánimemente rechazados
de inmediato por la comunidad científica y médica como prácticas
inaceptables. Por tanto, deben ser condenados con decisión como
abominables. Es preciso reafirmar el mismo principio ético cuando se
quiere llegar a la creación y destrucción de embriones humanos con fines
terapéuticos. La sola idea de considerar el embrión como "material
terapéutico" contradice los fundamentos culturales, civiles y éticos sobre
los que se basa la dignidad de la persona.
Con frecuencia, la técnica del trasplante de órganos se realiza por un
gesto de total gratuidad por parte de los familiares de pacientes cuya
muerte se ha certificado. En estos casos, el consentimiento informado es
condición previa de libertad para que el trasplante se considere un don y
no se interprete como un acto coercitivo o de abuso. En cualquier caso, es
útil recordar que los órganos vitales sólo pueden extraerse de un cadáver
(ex cadavere), el cual, por lo demás, posee una dignidad propia que se
debe respetar.
La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores en la
constatación de la muerte del paciente. Conviene, por tanto, que los
resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica
para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un
ámbito como este no puede existir la mínima sospecha de arbitrio y,
cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el
404
principio de precaución. Para esto es útil incrementar la investigación y la
reflexión interdisciplinar, de manera que se presente a la opinión pública
la verdad más transparente sobre las implicaciones antropológicas,
sociales, éticas y jurídicas de la práctica del trasplante.
En estos casos, desde luego, debe regir como criterio principal el
respeto a la vida del donante de modo que la extracción de órganos sólo
tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del
Catecismo de la Iglesia católica, n. 476). El acto de amor que se expresa
con el don de los propios órganos vitales es un testimonio genuino de
caridad que sabe ver más allá de la muerte para que siempre venza la vida.
El receptor debería ser muy consciente del valor de este gesto, pues es
destinatario de un don que va más allá del beneficio terapéutico. Lo que
recibe, antes que un órgano, es un testimonio de amor que debe suscitar
una respuesta igualmente generosa, de manera que se incremente la
cultura del don y de la gratuidad.
El camino real que es preciso seguir, hasta que la ciencia descubra
nuevas formas posibles y más avanzadas de terapia, deberá ser la
formación y la difusión de una cultura de la solidaridad que se abra a
todos, sin excluir a nadie. Una medicina de los trasplantes coherente con
una ética de la donación exige de todos el compromiso de realizar todos
los esfuerzos posibles en la formación y en la información a fin de
sensibilizar cada vez más a las conciencias en lo referente a un problema
que afecta directamente a la vida de muchas personas. Será necesario, por
tanto, superar prejuicios y malentendidos, disipar desconfianzas y temores
para sustituirlos con certezas y garantías, permitiendo que crezca en todos
una conciencia cada vez más generalizada del gran don de la vida.

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN


20081109. Ángelus
La liturgia nos invita a celebrar hoy la Dedicación de la basílica de San
Juan de Letrán, llamada "madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y
del orbe". En efecto, esta basílica fue la primera en ser construida después
del edicto del emperador Constantino, el cual, en el año 313, concedió a
los cristianos la libertad de practicar su religión. Ese mismo emperador
donó al Papa Melquíades la antigua propiedad de la familia de los
Laterani, y allí hizo construir la basílica, el baptisterio y patriarquio, es
decir, la residencia del Obispo de Roma, donde habitaron los Papas hasta
el período aviñonés. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica
hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador; sólo
después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y
san Juan Evangelista, de donde deriva su denominación más conocida.
Esta fiesta al inicio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a
partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano. De este
modo, honrando el edificio sagrado, se quiere expresar amor y veneración
a la Iglesia romana que, como afirma san Ignacio de Antioquía, "preside
en la caridad" a toda la comunión católica (Carta a los Romanos, 1, 1).
405
En esta solemnidad, la Palabra de Dios recuerda una verdad esencial:
el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana,
que ya los apóstoles san Pedro y san Pablo, en sus cartas, consideraban
como "edificio espiritual", construido por Dios con las "piedras vivas" que
son los cristianos, sobre el único fundamento que es Jesucristo, comparado
a su vez con la "piedra angular" (cf. 1 Co 3, 9-11. 16-17; 1 P 2, 4-8; Ef 2,
20-22). "Hermanos: sois edificio de Dios", escribe san Pablo, y añade: "El
templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros" (1Co 3, 9.17). La
belleza y la armonía de las iglesias, destinadas a dar gloria a Dios, nos
invitan también a nosotros, seres humanos limitados y pecadores, a
convertirnos para formar un "cosmos", una construcción bien ordenada, en
estrecha comunión con Jesús, que es el verdadero Santo de los Santos.
Esto sucede de modo culminante en la liturgia eucarística, en la que la
ecclesia, es decir, la comunidad de los bautizados se reúne para escuchar
la Palabra de Dios y alimentarse del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En
torno a esta doble mesa la Iglesia de piedras vivas se edifica en la verdad y
en la caridad, y es plasmada interiormente por el Espíritu Santo,
transformándose en lo que recibe, conformándose cada vez más a su Señor
Jesucristo. Ella misma, si vive en la unidad sincera y fraterna, se convierte
así en sacrificio espiritual agradable a Dios.
Queridos amigos, la fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual:
Dios quiere edificarse en el mundo un templo espiritual, una comunidad
que lo adore en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24). Pero esta
celebración también nos recuerda la importancia de los edificios
materiales, en los que las comunidades se reúnen para alabar al Señor. Por
tanto, toda comunidad tiene el deber de conservar con esmero sus edificios
sagrados, que constituyen un valioso patrimonio religioso e histórico. Por
eso, invoquemos la intercesión de María santísima, para que nos ayude a
convertirnos, como ella, en "casa de Dios", templo vivo de su amor.

PARÁBOLA DE LOS TALENTOS


20081116. Ángelus
La Palabra de Dios de este domingo, penúltimo del año litúrgico, nos
invita a estar vigilantes y activos, en espera de la vuelta del Señor Jesús al
final de los tiempos. La página del Evangelio narra la célebre parábola de
los talentos, referida por san Mateo (cf.Mt 25, 14-30). El "talento" era una
antigua moneda romana, de gran valor, y precisamente a causa de la
popularidad de esta parábola se ha convertido en sinónimo de dote
personal, que cada uno está llamado a hacer fructificar. En realidad, el
texto habla de "un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les
encomendó su hacienda" (Mt 25, 14).
El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son
los discípulos; y los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Por
tanto, estos dones, no sólo representan las cualidades naturales, sino
también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para
que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio;
406
el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración —el
"padrenuestro"— que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su
perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo
inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de Dios, que
es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.
Este es el tesoro que Jesús encomendó a sus amigos al final de su
breve existencia terrena. La parábola de hoy insiste en la actitud interior
con la que se debe acoger y valorar este don. La actitud equivocada es la
del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso,
esconde la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por
ejemplo, a quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la
Confirmación, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios,
bajo una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando
las expectativas del Señor.
Pero la parábola da más relieve a los buenos frutos producidos por los
discípulos que, felices por el don recibido, no lo mantuvieron escondido
por temor y celos, sino que lo hicieron fructificar, compartiéndolo,
repartiéndolo. Sí; lo que Cristo nos ha dado se multiplica dándolo. Es un
tesoro que hemos recibido para gastarlo, invertirlo y compartirlo con
todos, como nos enseña el apóstol san Pablo, gran administrador de los
talentos de Jesús.
La enseñanza evangélica que la liturgia nos ofrece hoy ha influido
también en el plano histórico-social, promoviendo en las poblaciones
cristianas una mentalidad activa y emprendedora. Pero el mensaje central
se refiere al espíritu de responsabilidad con el que se debe acoger el reino
de Dios: responsabilidad con Dios y con la humanidad.
La Virgen María, que, al recibir el don más valioso, Jesús mismo, lo
ofreció al mundo con inmenso amor, encarna perfectamente esta actitud
del corazón. Pidámosle que nos ayude a ser "siervos buenos y fieles", para
que podamos participar un día en "el gozo de nuestro Señor".

EL REINO DE CRISTO CORRE PELIGRO EN NOSOTROS


20081122. Discurso. Peregrinación de Amalfi
Nuestro encuentro tiene lugar precisamente en la víspera de la
solemnidad de Cristo Rey. Por tanto, os invito a dirigir la mirada del
corazón a nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. En el rostro del
Pantocrátor, como afirmó admirablemente el Papa Pablo VI durante el
concilio Vaticano II, reconocemos "a Cristo, nuestro principio. A Cristo,
nuestro camino y nuestro guía, nuestra esperanza y nuestro término"
(Discurso de apertura del segundo período, 29 de septiembre de 1963).
La Palabra de Dios, que escucharemos mañana, nos repetirá que su
rostro, revelación del misterio invisible del Padre, es el rostro del buen
Pastor, dispuesto a cuidar de sus ovejas dispersas y a reunirlas para
apacentarlas y hacer que descansen en un lugar seguro. Él busca con
paciencia a la oveja perdida y cura a la enferma (cf. Ez 34, 11-12. 15-17).
Sólo en él podemos encontrar la paz que nos ha adquirido al precio de su
407
sangre, tomando sobre sí los pecados del mundo y obteniéndonos la
reconciliación.
La Palabra de Dios nos recordará también que el rostro de Cristo, Rey
del universo, es el rostro del juez, porque Dios es al mismo tiempo Pastor
bueno y misericordioso y Juez justo. En particular, la página evangélica
(cf.Mt 25, 31-46) nos presentará el gran cuadro del juicio final. En esta
parábola, el Hijo del hombre en su gloria, rodeado por sus ángeles, se
comporta como el pastor que separa las ovejas de las cabras y pone a los
justos a su derecha y a los réprobos a su izquierda. Invita a los justos a
entrar en la herencia preparada desde siempre para ellos, mientras que a
los réprobos los condena al fuego eterno, preparado para el diablo y para
los demás ángeles rebeldes.
Es decisivo el criterio del juicio. Este criterio es el amor, la caridad
concreta con el prójimo, en particular con los "pequeños", con las
personas que atraviesan más dificultades: los que tienen hambre y sed, los
forasteros, los desnudos, los enfermos, los presos. El rey declara
solemnemente a todos que lo que han hecho o no han hecho a ellos, lo han
hecho o no lo han hecho a él mismo. Es decir, Cristo se identifica con sus
"hermanos más pequeños" y en el juicio final se dará cuenta de lo que ya
se realizó en la vida terrena.
Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que le interesa a Dios. No le
importa la realeza histórica; lo que quiere es reinar en el corazón de las
personas y desde allí en el mundo: él es rey de todo el universo, pero el
punto crítico, la zona donde su reino corre peligro, es nuestro corazón,
porque en él Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros, y sólo
nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto,
podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la
sociedad y en la historia. Nosotros, hombres y mujeres, tenemos la
posibilidad de elegir con quién queremos aliarnos: con Cristo y con sus
ángeles, o con el diablo y con sus seguidores, para usar el mismo lenguaje
del Evangelio. A nosotros corresponde la decisión de practicar la justicia o
la iniquidad, abrazar el amor y el perdón o la venganza y el odio homicida.
De esto depende nuestra salvación personal, pero también la salvación del
mundo.
Por eso Jesús quiere asociarnos a su realeza; por eso nos invita a
colaborar en la venida de su reino de amor, de justicia y de paz. Debemos
responderle, no con palabras, sino con obras: eligiendo el camino del amor
operante y generoso al prójimo, le permitimos extender su señorío en el
tiempo y en el espacio.

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


20081123. Ángelus
Celebramos hoy, último domingo del año litúrgico, la solemnidad de
nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Sabemos por los Evangelios
que Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político, al
408
estilo de los "jefes de las naciones" (cf. Mt 20, 25). En cambio, durante su
Pasión, reivindicó una singular realeza ante Pilato, que lo interrogó
explícitamente: "¿Tú eres rey?", y Jesús respondió: "Sí, como dices, soy
rey" (Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: "Mi reino no es de este
mundo" (Jn 18, 36).
En efecto, la realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios
Padre, que gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre
encomendó al Hijo la misión de dar a los hombres la vida eterna,
amándolos hasta el supremo sacrificio y, al mismo tiempo, le otorgó el
poder de juzgarlos, desde el momento que se hizo Hijo del hombre,
semejante en todo a nosotros (cf. Jn 5, 21-22. 26-27).
El evangelio de hoy insiste precisamente en la realeza universal de
Cristo juez, con la estupenda parábola del juicio final, que san Mateo
colocó inmediatamente antes del relato de la Pasión (cf. Mt 25, 31-46).
Las imágenes son sencillas, el lenguaje es popular, pero el mensaje es
sumamente importante: es la verdad sobre nuestro destino último y sobre
el criterio con el que seremos juzgados. "Tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis" (Mt
25, 35), etc. ¿Quién no conoce esta página? Forma parte de nuestra
civilización. Ha marcado la historia de los pueblos de cultura cristiana: la
jerarquía de valores, las instituciones, las múltiples obras benéficas y
sociales. En efecto, el reino de Cristo no es de este mundo, pero lleva a
cumplimiento todo el bien que, gracias a Dios, existe en el hombre y en la
historia. Si ponemos en práctica el amor a nuestro prójimo, según el
mensaje evangélico, entonces dejamos espacio al señorío de Dios, y su
reino se realiza en medio de nosotros. En cambio, si cada uno piensa sólo
en sus propios intereses, el mundo no puede menos de ir hacia la ruina.
Queridos amigos, el reino de Dios no es una cuestión de honores y de
apariencias; por el contrario, como escribe san Pablo, es "justicia y paz y
gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Al Señor le importa nuestro bien,
es decir, que todo hombre tenga la vida y que, especialmente sus hijos más
"pequeños", puedan acceder al banquete que ha preparado para todos. Por
eso, no soporta las formas hipócritas de quien dice: "Señor, Señor", y
después no cumple sus mandamientos (cf. Mt 7, 21). En su reino eterno,
Dios acoge a los que día a día se esfuerzan por poner en práctica su
palabra. Por eso la Virgen María, la más humilde de todas las criaturas, es
la más grande a sus ojos y se sienta, como Reina, a la derecha de Cristo
Rey. A su intercesión celestial queremos encomendarnos una vez más con
confianza filial, para poder cumplir nuestra misión cristiana en el mundo.

EL ADVIENTO Y LA ESPERANZA CRISTIANA


20081129. Homilía. Primeras vísperas de Adviento
Con esta liturgia vespertina iniciamos el itinerario de un nuevo año
litúrgico, entrando en el primero de los tiempos que lo componen: el
Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la
409
primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo usa precisamente
esta palabra: "venida", que en griego se dice parusia y en latín adventus (1
Ts 5, 23). Según la traducción común de este texto, san Pablo exhorta a los
cristianos de Tesalónica a ser irreprensibles "hasta la venida" del Señor.
Pero el texto original dice: "en la venida" (en te parusia), como si la
venida del Señor no fuera un punto futuro del tiempo, sino un lugar
espiritual en el que debemos caminar en el presente, durante la espera, y
dentro del cual precisamente debemos conservarnos irreprensibles en
todas las dimensiones personales.
En efecto, es precisamente esto lo que vivimos en la liturgia: al
celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos de tal modo el misterio —en
este caso la venida del Señor— que, por decirlo así, podemos "caminar en
ella" hacia su plena realización, hasta el fin de los tiempos, pero
aprovechando ya su virtud santificadora, dado que los últimos tiempos ya
han comenzado con la muerte y la resurrección de Cristo.
La palabra que resume este estado particular, en el que se espera algo
que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta
por anticipado, es "esperanza". El Adviento es, por excelencia, el tiempo
espiritual de la esperanza, y en él la Iglesia entera está llamada a
convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todo el organismo
espiritual del Cuerpo místico asume, por decirlo así, el "color" de la
esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone de nuevo en camino atraído por
este misterio: nuestro Dios es "el Dios que viene" y nos invita a salir a su
encuentro.
¿De qué modo? Ante todo en la forma universal de la esperanza y la
espera que es la oración, la cual encuentra su expresión eminente en los
Salmos, palabras humanas en las que Dios mismo puso y pone
continuamente la invocación de su venida en los labios y en el corazón de
los creyentes. Por eso, reflexionemos unos momentos sobre los dos
Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos también en el Libro
bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.
"Señor, te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te
llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis
manos como ofrenda de la tarde" (Sal 141, 1-2). Así comienza el primer
salmo de las primeras Vísperas de la primera semana del Salterio: palabras
que al inicio del Adviento adquieren un nuevo "color", porque el Espíritu
Santo siempre las hace resonar nuevamente en nosotros, en la Iglesia que
está en camino entre el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.
"Señor, (...) ven de prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se
siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia en medio de
las múltiples asechanzas que la rodean, que amenazan su santidad, la
integridad irreprensible de la que habla el apóstol san Pablo y que, en
cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor. Y en esta invocación
resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren
resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que
ofenden la dignidad humana y la condición de los pobres.
410
Al inicio del Adviento la liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este
grito, y lo eleva a Dios "como incienso" (v. 2). En efecto, el ofrecimiento
vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones
dirigidos a Dios, al Altísimo, así como "el alzar de las manos como
ofrenda de la tarde" (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios
materiales, como acontecía también en el templo de Jerusalén, sino que se
eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que
es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la Alianza nueva y eterna.
En el grito del Cuerpo místico reconocemos la voz misma de su Cabeza:
el Hijo de Dios, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones,
para darnos la gracia de su victoria.
Esta identificación de Cristo con el salmista es particularmente
evidente en el segundo Salmo (142). Aquí, cada palabra, cada invocación
hace pensar en Jesús, en su pasión, de modo especial en su oración al
Padre en Getsemaní. En su primera venida, con la encarnación, el Hijo de
Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana.
Naturalmente, no compartió el pecado, pero por nuestra salvación sufrió
todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez
la gracia de esta compasión, de esta "venida" del Hijo de Dios en la
angustia humana hasta tocar fondo.
Así, el grito de esperanza del Adviento expresa, desde el inicio y del
modo más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, nuestra extrema
necesidad de salvación. Es como decir: esperamos al Señor no como una
hermosa decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino
de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que él mismo, el
Liberador, tuvo que sufrir y morir para hacernos salir de esta prisión (cf. v.
8).
En pocas palabras, estos dos Salmos nos previenen de cualquier
tentación de evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa
esperanza, que tal vez quisiera entrar en el Adviento e ir hacia la Navidad
olvidando nuestra dramática existencia personal y colectiva. En efecto,
una esperanza fiable, no engañosa, no puede menos de ser una esperanza
"pascual", como nos recuerda cada sábado por la tarde el cántico de la
carta a los Filipenses, con el que alabamos a Cristo encarnado,
crucificado, resucitado y Señor universal.
A él dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, en unión espiritual
con la Virgen María, Nuestra Señora del Adviento. Pongamos nuestra
mano en la suya y entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia
que Dios regala a su Iglesia, para el bien de toda la humanidad. Como
María, y con su ayuda materna, seamos dóciles a la acción del Espíritu
Santo, para que el Dios de la paz nos santifique plenamente, y la Iglesia se
convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres.

EL MENSAJE ESPIRITUAL DEL ADVIENTO


20081130. I Domingo de Adviento. Basílica S. Lorenzo Extramuros
411
Con este primer domingo de Adviento entramos en el tiempo de cuatro
semanas con que inicia un nuevo año litúrgico y que nos prepara
inmediatamente para la fiesta de la Navidad, memoria de la encarnación
de Cristo en la historia. Pero el mensaje espiritual de Adviento es más
profundo y ya nos proyecta hacia la vuelta gloriosa del Señor, al final de
nuestra historia. Adventus es palabra latina que podría traducirse por
"llegada", "venida", "presencia". En el lenguaje del mundo antiguo era un
término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la
visita de reyes o emperadores a las provincias, pero también podía
utilizarse para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta
y así manifestaba su poder divino: su presencia se celebraba
solemnemente en el culto.
Los cristianos, al adoptar el término "Adviento", quisieron expresar la
relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el
Rey que, al entrar en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el
don de su visita y, después de su resurrección y ascensión al cielo, ha
querido permanecer siempre con nosotros: percibimos su misteriosa
presencia en la asamblea litúrgica.
En efecto, al celebrar la Eucaristía, proclamamos que él no se ha
retirado del mundo y no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver
y tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, siempre
está con nosotros y entre nosotros; más aún, está en nosotros, porque
puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abra el
corazón. Por tanto, Adviento significa hacer memoria de la primera venida
del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva; y, al mismo
tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se
hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, que celebra su
misterio.
Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, alimentada por la
escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo de una
manera diversa, a interpretar cada uno de los acontecimientos de la vida y
de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor
que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones; en particular, esta
certeza debería prepararnos para acogerlo cuando "de nuevo venga con
gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin", como
repetiremos dentro de poco en el Credo. En esta perspectiva, el Adviento
es para todos los cristianos un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo
privilegiado de escucha y de reflexión, con tal de que se dejen guiar por la
liturgia, que invita a salir al encuentro del Señor que viene.
"¡Ven, Señor Jesús!": esta ferviente invocación de la comunidad
cristiana de los orígenes debe ser también, queridos amigos, nuestra
aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de todas las épocas, que
anhela y se prepara para el encuentro con su Señor. "¡Ven hoy, Señor!";
ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia. ¡Ven, Señor!
rezamos precisamente en estas semanas. "Señor, ¡que brille tu rostro y nos
salve!": hemos rezado así, hace unos instantes, con las palabras del salmo
responsorial. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha revelado que
412
el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que
cuida de nosotros en todas las circunstancias, porque somos obra de sus
manos: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro
redentor"" (Is 63,16).
Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores
arrepentidos y a acoger a los que confían en su misericordia (cf. Is 64, 4).
Nos habíamos alejado de él a causa del pecado, cayendo bajo el dominio
de la muerte, pero él ha tenido piedad de nosotros y por su iniciativa, sin
ningún mérito de nuestra parte, decidió salir a nuestro encuentro, enviando
a su Hijo único como nuestro Redentor. Ante un misterio de amor tan
grande brota espontáneamente nuestro agradecimiento, y nuestra
invocación se hace más confiada: "Muéstranos, Señor, hoy, en nuestro
tiempo, en todas las partes del mundo, tu misericordia; haz que sintamos
tu presencia y danos tu salvación" (cf. Aleluya).
Queridos hermanos y hermanas, en este inicio del Adviento, el mejor
mensaje que recibimos de san Lorenzo es el de la santidad. Nos repite que
la santidad, es decir, el salir al encuentro de Cristo que viene
continuamente a visitarnos, no pasa de moda; más aún, con el paso del
tiempo resplandece de modo luminoso y manifiesta la perenne tensión del
hombre hacia Dios.
Prepararnos para la venida de Cristo es también la exhortación que nos
dirige el evangelio de hoy: "¡Velad!", nos dice Jesús en la breve parábola
del dueño de casa que se va de viaje y no se sabe cuándo volverá (cf. Mc
13, 33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar
lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada
instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir
por las dificultades inevitables y los problemas diarios.

ADVIENTO: DIOS TIENE TIEMPO PARA NOSOTROS


20081130. Ángelus
Hoy, con el primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año
litúrgico. Este hecho nos invita a reflexionar sobre la dimensión del
tiempo, que siempre ejerce en nosotros una gran fascinación. Sin embargo,
siguiendo el ejemplo de lo que solía hacer Jesús, deseo partir de una
constatación muy concreta: todos decimos que "nos falta tiempo", porque
el ritmo de la vida diaria se ha vuelto frenético para todos.
También a este respecto, la Iglesia tiene una "buena nueva" que
anunciar: Dios nos da su tiempo. Nosotros tenemos siempre poco tiempo;
especialmente para el Señor no sabemos, o a veces no queremos,
encontrarlo. Pues bien, Dios tiene tiempo para nosotros. Esto es lo
primero que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una
admiración siempre nueva. Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en
la historia con su palabra y con sus obras de salvación, para abrirla a lo
eterno, para convertirla en historia de alianza. Desde esta perspectiva, el
tiempo ya es en sí mismo un signo fundamental del amor de Dios: un don
que el hombre puede valorar, como cualquier otra cosa, o por el contrario
413
desaprovechar; captar su significado o descuidarlo con necia
superficialidad.
Además, el tiempo de la historia de la salvación se articula en tres
grandes "momentos": al inicio, la creación; en el centro, la encarnación-
redención; y al final, la "parusía", la venida final, que comprende también
el juicio universal. Pero estos tres momentos no deben entenderse
simplemente en sucesión cronológica. Ciertamente, la creación está en el
origen de todo, pero también es continua y se realiza a lo largo de todo el
arco del devenir cósmico, hasta el final de los tiempos. Del mismo modo,
la encarnación-redención, aunque tuvo lugar en un momento histórico
determinado —el período del paso de Jesús por la tierra—, extiende su
radio de acción a todo el tiempo precedente y a todo el siguiente. A su vez,
la última venida y el juicio final, que precisamente tuvieron una
anticipación decisiva en la cruz de Cristo, influyen en la conducta de los
hombres de todas las épocas.
El tiempo litúrgico de Adviento celebra la venida de Dios en sus dos
momentos: primero, nos invita a esperar la vuelta gloriosa de Cristo;
después, al acercarse la Navidad, nos llama a acoger al Verbo encarnado
por nuestra salvación. Pero el Señor viene continuamente a nuestra vida.
Por tanto, es muy oportuna la exhortación de Jesús, que en este primer
domingo se nos vuelve a proponer con fuerza: "Velad" (Mc 13, 33.35.37).
Se dirige a los discípulos, pero también "a todos", porque cada uno, en la
hora que sólo Dios conoce, será llamado a rendir cuentas de su existencia.
Esto implica un justo desapego de los bienes terrenos, un sincero
arrepentimiento de los propios errores, una caridad activa con el prójimo
y, sobre todo, un abandono humilde y confiado en las manos de Dios,
nuestro Padre tierno y misericordioso. La Virgen María, Madre de Jesús,
es icono del Adviento. Invoquémosla para que también a nosotros nos
ayude a convertirnos en prolongación de la humanidad para el Señor que
viene.

ADVIENTO: DIOS HABLA AL CORAZÓN DE SU PUEBLO


20081207. Ángelus
Desde hace una semana estamos viviendo el tiempo litúrgico de
Adviento: tiempo de apertura al futuro de Dios, tiempo de preparación
para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta,
vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde
dentro. En la liturgia de Adviento resuena un mensaje lleno de esperanza,
que invita a levantar la mirada al horizonte último, pero, al mismo tiempo,
a reconocer en el presente los signos del Dios-con-nosotros.
En este segundo domingo de Adviento la Palabra de Dios asume el
tono conmovedor del así llamado segundo Isaías, que a los israelitas,
probados durante decenios de amargo exilio en Babilonia, les anunció
finalmente la liberación: "Consolad, consolad a mi pueblo —dice el
profeta en nombre de Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén, decidle
bien alto que ya ha cumplido su tribulación" (Is 40, 1-2). Esto es lo que
414
quiere hacer el Señor en Adviento: hablar al corazón de su pueblo y, a
través de él, a toda la humanidad, para anunciarle la salvación.
También hoy se eleva la voz de la Iglesia: "En el desierto preparadle
un camino al Señor" (Is 40, 3). Para las poblaciones agotadas por la
miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren
graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como
centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: "Aquí está vuestro Dios.
Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza" (Is 40, 11).
Este anuncio profético se realizó en Jesucristo. Él, con su predicación
y después con su muerte y resurrección, cumplió las antiguas promesas,
revelando una perspectiva más profunda y universal. Inauguró un éxodo
ya no sólo terreno, histórico y como tal provisional, sino radical y
definitivo: el paso del reino del mal al reino de Dios, del dominio del
pecado y la muerte al del amor y la vida. Por tanto, la esperanza cristiana
va más allá de la legítima esperanza de una liberación social y política,
porque lo que Jesús inició es una humanidad nueva, que viene "de Dios",
pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se
deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar
plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de
salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su
reino. En efecto, la justicia y la paz son un don de Dios, pero requieren
hombres y mujeres que sean "tierra buena", dispuesta a acoger la buena
semilla de su Palabra.
Primicia de esta nueva humanidad es Jesús, Hijo de Dios e hijo de
María. Ella, la Virgen Madre, es el "camino" que Dios mismo se preparó
para venir al mundo. Con toda su humildad, María camina a la cabeza del
nuevo Israel en el éxodo de todo exilio, de toda opresión, de toda
esclavitud moral y material, hacia "los nuevos cielos y la nueva tierra, en
los que habita la justicia" (2 P 3, 13). A su intercesión materna
encomendamos las esperanza de paz y de salvación de los hombres de
nuestro tiempo.

LA LEY NATURAL. SENTIDO DE LA TEOLOGÍA


20081205. Discurso. Comisión Teológica Internacional
Como ya he recordado en ocasiones anteriores, reafirmo la necesidad y
la urgencia, en el contexto actual, de crear en la cultura y en la sociedad
civil y política las condiciones indispensables para una conciencia plena
del valor irrenunciable de la ley moral natural. (…) La ley natural
constituye la verdadera garantía ofrecida a cada uno para vivir libre y
respetado en su dignidad de persona, y para sentirse defendido de
cualquier manipulación ideológica y de cualquier atropello perpetrado
apoyándose en la ley del más fuerte.
Todos sabemos bien que, en un mundo formado por las ciencias
naturales, el concepto metafísico de la ley natural está prácticamente
ausente y resulta incomprensible. Tanto más cuanto que, viendo su
importancia fundamental para nuestras sociedades, para la vida humana,
415
es necesario que en el contexto de nuestro pensamiento se vuelva a
proponer y se haga comprensible este concepto: el hecho de que el ser
mismo lleva en sí un mensaje moral y una indicación para las sendas del
derecho.
Con respecto al tercer tema, "Sentido y método de la teología", que
durante este quinquenio ha sido objeto de estudio particular, deseo
subrayar su importancia y actualidad. En una "sociedad planetaria" como
la que se está formando hoy, la opinión pública pide a los teólogos sobre
todo que promuevan el diálogo entre las religiones y las culturas, que
contribuyan al desarrollo de una ética que tenga como coordenadas de
fondo la paz, la justicia y la defensa del ambiente natural. Y se trata
realmente de bienes fundamentales.
Pero una teología limitada a estos nobles objetivos no sólo perdería su
propia identidad, sino también el fundamento mismo de estos bienes. La
primera prioridad de la teología, como ya lo indica su nombre, es hablar
de Dios, pensar en Dios. Y la teología no habla de Dios como de una
hipótesis de nuestro pensamiento. Habla de Dios porque Dios mismo ha
hablado con nosotros. La verdadera tarea de la teología consiste en entrar
en la Palabra de Dios, tratar de entenderla en la medida de lo posible y
hacer que nuestro mundo la entienda, a fin de encontrar así las respuestas
a nuestros grandes interrogantes. En esta tarea también se pone de
manifiesto que la fe no sólo no es contraria a la razón, sino que además
abre los ojos de la razón, ensancha nuestro horizonte y nos permite
encontrar las respuestas necesarias a los desafíos de los diversos tiempos.
Desde el punto de vista objetivo, la verdad es la Revelación de Dios en
Cristo Jesús, que requiere como respuesta la obediencia de la fe en
comunión con la Iglesia y su Magisterio. Recuperada así la identidad de la
teología, entendida como reflexión argumentada, sistemática y metódica
sobre la Revelación y sobre la fe, también la cuestión del método queda
iluminada. El método en teología no podrá constituirse sólo sobre la base
de los criterios y las normas comunes a las demás ciencias, sino que
deberá observar ante todo los principios y las normas que derivan de la
Revelación y de la fe, del hecho de que Dios ha hablado.
Desde el punto de vista subjetivo, es decir, desde el punto de vista de
quien hace teología, la virtud fundamental del teólogo es buscar la
obediencia a la fe, la humildad de la fe que abre nuestros ojos: la
humildad que convierte al teólogo en colaborador de la verdad. De este
modo no se dedicará a hablar de sí mismo; al contrario, interiormente
purificado por la obediencia a la verdad, llegará a hacer que la Verdad
misma, el Señor, pueda hablar a través del teólogo y de la teología. Al
mismo tiempo, logrará que, por su medio, la verdad pueda ser llevada al
mundo.
Por otra parte, la obediencia a la verdad no significa renuncia a la
búsqueda y al esfuerzo del pensar; por el contrario, la inquietud del
pensamiento, que indudablemente nunca podrá quedar aplacada del todo
en la vida de los creyentes, dado que también ellos están en un camino de
búsqueda y profundización de la Verdad, será sin embargo una inquietud
416
que los acompañe y los estimule en la peregrinación del pensamiento
hacia Dios, y así resultará fecunda.
Por tanto, deseo que vuestra reflexión sobre estos temas logre volver a
poner de relieve los auténticos principios y el significado sólido de la
verdadera teología, a fin de que percibamos y comprendamos cada vez
mejor las respuestas que la Palabra de Dios nos da y sin las cuales no
podemos vivir de una manera sabia y justa, porque sólo así se abre el
horizonte universal, infinito, de la verdad.

JUAN DUNS SCOTO: DIOS ES ANTE TODO CARIDAD


20081028. Carta apostólica. VII Centenario de su muerte
Alégrate, ciudad de Colonia, que un día acogiste entre tus muros a
Juan Duns Scoto, hombre doctísimo y piadosísimo, el cual el 8 de
noviembre de 1308 pasó de la vida presente a la patria celestial…
En efecto, uniendo la piedad y la investigación científica, de acuerdo
con su invocación: "Que el primer Principio de los seres me conceda
creer, gustar y expresar todo lo que sea grato a su majestad y que eleve
nuestra mente a su contemplación" (Tractatus de primo Principio, c. 1, ed.
Muller M., Friburgo de Brisgovia 1941, p. 1), con su fino ingenio penetró
tan profundamente en los secretos de la verdad natural y revelada, y
formuló una doctrina tan elevada que fue llamado "Doctor de la Orden",
"Doctor sutil" y "Doctor mariano", llegando a ser maestro y guía de la
escuela franciscana, luz y ejemplo para todo el pueblo cristiano.
Por tanto, deseo invitar a los estudiosos y a todos, creyentes y no
creyentes, a seguir el itinerario y el método que Scoto recorrió para
establecer la armonía entre fe y razón, al definir de tal manera la
naturaleza de la teología que exaltaba constantemente la acción, el influjo,
la práctica, el amor, más que la pura especulación. Al llevar a cabo este
trabajo, se dejó guiar por el Magisterio de la Iglesia y por un sano sentido
crítico con respecto al crecimiento en el conocimiento de la verdad, y
estaba convencido de que la ciencia tiene valor en la medida en que se
lleve a la práctica.
Muy firme en la fe católica, se esforzó por comprender, explicar y
defender la verdad de la fe a la luz de la razón humana. Por eso, lo único
que pretendió fue demostrar la armonía de todas las verdades, naturales y
sobrenaturales, que brotan de una única fuente.
Al lado de la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, se sitúa la
autoridad de la Iglesia. Duns Scoto parece seguir el dicho de san Agustín:
"No creería en el Evangelio, si antes no creyera en la Iglesia" (id.,
Ordinatio I, d. 5, n. 26, ed. Vat. IV, 24-25). En efecto, nuestro doctor a
menudo pone de relieve la autoridad suprema del Sucesor de Pedro.
Decía: "Aunque el Papa no pueda dispensar del derecho natural y divino,
pues su poder es inferior a ambos, al ser el Sucesor de Pedro, el Príncipe
de los Apóstoles, tiene la misma autoridad que tuvo Pedro" (id., Rep. IV,
d. 33, q. 2, n. 19, ed. Vives XXIV, 439 a).
417
Por consiguiente, la Iglesia católica, que tiene como cabeza invisible a
Cristo mismo, el cual dejó como vicarios a san Pedro y sus sucesores,
guiada por el Espíritu de verdad, es custodia auténtica del depósito
revelado y regla de la fe. La Iglesia es criterio firme y estable de la
canonicidad de la Sagrada Escritura pues "es ella la que estableció de
forma autorizada cuáles son los libros que forman el canon de la Biblia"
(id., Ordinatio I, d. 5, n. 26, ed. Vat. IV, p. 25).
En otro lugar afirma que "las Escrituras han sido expuestas con el
mismo Espíritu con el que fueron escritas, y así se debe considerar que la
Iglesia católica las presentó con el mismo Espíritu con que se ha
transmitido la fe, es decir, instruida por el Espíritu de verdad" (ib., IV,
d. 11, q. 3, n. 15, ed. Vat. IX, p. 181).
Después de probar con diversos argumentos, tomados de la razón
teológica, el hecho mismo de que la santísima Virgen María fue
preservada del pecado original, estaba completamente dispuesto a
renunciar incluso a esta convicción, si no estuviera en sintonía con la
autoridad de la Iglesia, diciendo: "Si no se opone a la autoridad de la
Iglesia o a la autoridad de la Escritura, parece probable que se debe
atribuir a María lo que es más excelente" (ib., III, d. 3, n. 34, ed. Vives
XIX, 167 b).
El primado de la voluntad pone de manifiesto que Dios es ante todo
caridad. Duns Scoto tiene presente esta caridad, este amor, cuando quiere
reconducir la teología a una sola expresión, es decir, a la teología práctica.
Según su pensamiento, al ser Dios "formalmente amor y formalmente
caridad" (ib., I, d. 17, n. 173, ed. Vat V, 221-222), irradia con grandísima
generosidad fuera de sí los rayos de su bondad y de su amor (cf. id.,
Tractatus de primo Principio, c. 4, ed. Muller M., 127). Y, en realidad, por
amor Dios "nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos
e inmaculados en su presencia, en el amor, predestinándonos para ser sus
hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1, 4-5).
El beato Juan, fiel discípulo de san Francisco de Asís, contempló y
predicó asiduamente la encarnación y la pasión salvífica del Hijo de Dios.
Pero la caridad o el amor de Cristo no sólo se manifiesta de modo especial
en el Calvario, sino también en el santísimo sacramento de la Eucaristía,
sin el cual "desaparecería toda piedad en la Iglesia, y no se podría tributar
a Dios el culto de latría, salvo por la veneración del mismo sacramento"
(id., Rep., IV, d. 8, q. 1, n. 3, ed. Vives XXIV, 9-10). Además, la Eucaristía
es sacramento de unidad y de amor; nos impulsa a amarnos mutuamente y
a amar a Dios como bien común, que debe ser amado también por los
demás.
Y del mismo modo que este amor, esta caridad, fue el inicio de todo,
así también sólo en el amor y en la caridad estará nuestra felicidad: "El
querer, o la voluntad amorosa, es simplemente la vida eterna, feliz y
perfecta" (ib., IV, d. 49, q. 2, n. 21, ed. Vives XXIV, 630 a).
Dado que al inicio de mi ministerio prediqué ante todo la caridad, que
es el mismo Dios, veo con alegría que la singular doctrina de este beato
418
otorga un lugar especial a esta verdad, que considero sumamente digna de
ser investigada y enseñada en nuestro tiempo.

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA


20081208. Ángelus
El misterio de la Inmaculada Concepción de María, que hoy
celebramos solemnemente, nos recuerda dos verdades fundamentales de
nuestra fe: ante todo el pecado original y, después, la victoria de la gracia
de Cristo sobre él, victoria que resplandece de modo sublime en María
santísima. Por desgracia, la existencia de lo que la Iglesia llama "pecado
original" es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y
sobre todo dentro de nosotros mismos.
En efecto, la experiencia del mal es tan consistente, que se impone por
sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede?
Especialmente para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si
Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal?
Las primeras páginas de la Biblia (Gn 1-3) responden precisamente a esta
pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana, con
el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios
creó todo para que exista; en particular, creó al hombre a su propia
imagen; no creó la muerte, sino que esta entró en el mundo por envidia del
diablo (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24), el cual, rebelándose contra Dios, engañó
también a los hombres, induciéndolos a la rebelión. Es el drama de la
libertad, que Dios acepta hasta el fondo por amor, pero prometiendo que
habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza de la antigua serpiente (Gn
3, 15).
Así pues, desde el principio, el "eterno consejo" —como diría Dante—
tiene un "término fijo" (Paraíso, XXXIII, 3): la Mujer predestinada a ser
madre del Redentor, madre de Aquel que se humilló hasta el extremo para
devolvernos a nuestra dignidad original. Esta Mujer, a los ojos de Dios,
tiene desde siempre un rostro y un nombre: "Llena de gracia" (Lc 1, 28),
como la llamó el ángel al visitarla en Nazaret. Es la nueva Eva, esposa del
nuevo Adán, destinada a ser madre de todos los redimidos. San Andrés de
Creta escribió: "La Theotókos María, el refugio común de todos los
cristianos, fue la primera en ser liberada de la primitiva caída de nuestros
primeros padres" (Homilía IV sobre la Navidad, PG 97, 880 A). Y la
liturgia de hoy afirma que Dios "preparó una digna morada para su Hijo y,
en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado"
(Oración Colecta).
Queridos hermanos, en María Inmaculada contemplamos el reflejo de
la Belleza que salva al mundo: la belleza de Dios que resplandece en el
419
rostro de Cristo. En María esta belleza es totalmente pura, humilde, sin
soberbia ni presunción.

LA CARTA A LOS ROMANOS


20081211. Discurso. A los universitarios de Roma
La carta a los Romanos es sin duda uno de los textos más importantes
de la cultura de todos los tiempos. Pero es y sigue siendo principalmente
un mensaje vivo para la Iglesia viva y, como tal, como un mensaje
precisamente para hoy, yo la pongo esta tarde en vuestras manos. Quiera
Dios que este escrito, que brotó del corazón del Apóstol, se transforme en
alimento sustancioso para vuestra fe, impulsándoos a creer más y mejor, y
también a reflexionar sobre vosotros mismos, para llegar a una fe
"pensada" y, al mismo tiempo, para vivir esta fe, poniéndola en práctica
según la verdad del mandamiento de Cristo.
Sólo así la fe que uno profesa resulta "creíble" también para los demás,
a los que conquista el testimonio elocuente de los hechos. Dejad que san
Pablo os hable a vosotros, profesores y alumnos cristianos de la Roma de
hoy, y os haga partícipes de la experiencia que hizo él personalmente, es
decir, que el Evangelio de Jesucristo "es una fuerza de Dios para la
salvación de todo el que cree" (Rm 1, 16).
El anuncio cristiano, que fue revolucionario en el contexto histórico y
cultural de san Pablo, tuvo la fuerza para derribar el "muro de separación"
que existía entre judíos y paganos (cf. Ef 2, 14; Rm 10, 12). Conserva una
fuerza de novedad siempre actual, capaz de derribar otros muros que
vuelven a erigirse en todo contexto y en toda época. La fuente de esa
fuerza radica en el Espíritu de Cristo, al que san Pablo apela
conscientemente. A los cristianos de Corinto les asegura que, en su
predicación, no se apoya "en los persuasivos discursos de la sabiduría,
sino en la manifestación del Espíritu y del poder" (cf. 1 Co 2, 4). Y ¿cuál
era el núcleo de su anuncio? Era la novedad de la salvación traída por
Cristo a la humanidad: en su muerte y resurrección la salvación se ofrece
a todos los hombres sin distinción.
Se ofrece; no se impone. La salvación es un don que requiere siempre
ser acogido personalmente. Este es, queridos jóvenes, el contenido
esencial del bautismo, que este año se os propone como sacramento por
redescubrir y, para algunos de vosotros, por recibir o confirmar con una
opción libre y consciente. Precisamente en la carta a los Romanos, en el
capítulo sexto, se encuentra una grandiosa formulación del significado del
bautismo cristiano. "¿Es que ignoráis —escribe san Pablo— que cuantos
fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?" (Rm
6, 3).
Como podéis intuir, se trata de una idea muy profunda, que contiene
toda la teología del misterio pascual: la muerte de Cristo, por el poder de
Dios, es fuente de vida, manantial inagotable de renovación en el Espíritu
420
Santo. Ser "bautizados en Cristo" significa estar inmersos espiritualmente
en la muerte que es el acto de amor infinito y universal de Dios, capaz de
rescatar a toda persona y a toda criatura de la esclavitud del pecado y de la
muerte.
En efecto, san Pablo prosigue así: "Fuimos, pues, con él sepultados
por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 4).
El Apóstol, en la carta a los Romanos, nos comunica toda su alegría
por este misterio cuando escribe: "¿Quién nos separará del amor de
Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni
los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la
profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rm 8, 35. 38-39).
Y en este mismo amor consiste la vida nueva del cristiano. También
aquí san Pablo hace una síntesis impresionante, igualmente fruto de su
experiencia personal: "El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. (...) La
caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Rm 13, 8. 10).
Así pues, queridos amigos, esto es lo que os entrego esta tarde.
Ciertamente, es un mensaje de fe, pero al mismo tiempo es una verdad que
ilumina la mente, ensanchándola a los horizontes de Dios; es una verdad
que orienta la vida real, porque el Evangelio es el camino para llegar a la
plenitud de la vida. Este camino ya lo recorrió Jesús; más aún, él mismo,
que vino del Padre a nosotros para que pudiéramos llegar al Padre por
medio de él, es el Camino. Este es el misterio del Adviento y de la
Navidad.

ADVIENTO: LA CERCANÍA DE DIOS ES CUESTIÓN DE AMOR


20081214. Ángelus
Este domingo, tercero del tiempo de Adviento, se llama domingo
"Gaudete", "estad alegres", porque la antífona de entrada de la santa misa
retoma una expresión de san Pablo en la carta a los Filipenses, que dice
así: "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres". E
inmediatamente después añade el motivo: "El Señor está cerca" (Flp 4, 4-
5). Esta es la razón de nuestra alegría. Pero ¿qué significa que "el Señor
está cerca"? ¿En qué sentido debemos entender esta "cercanía" de Dios?
El apóstol san Pablo, al escribir a los cristianos de Filipos, piensa
evidentemente en la vuelta de Cristo, y los invita a alegrarse porque es
segura. Sin embargo, el mismo san Pablo, en su carta a los
Tesalonicenses, advierte que nadie puede conocer el momento de la venida
del Señor (cf. 1 Ts 5, 1-2), y pone en guardia contra cualquier alarmismo,
como si la vuelta de Cristo fuera inminente (cf. 2 Ts 2, 1-2). Así, ya
entonces, la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, comprendía cada vez
mejor que la "cercanía" de Dios no es una cuestión de espacio y de
tiempo, sino más bien una cuestión de amor: el amor acerca. La próxima
Navidad nos recordará esta verdad fundamental de nuestra fe y, ante el
421
belén, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en Jesús recién
nacido el rostro de Dios que por amor se acercó a nosotros.

NAVIDAD: SENTIDO Y VALOR DE NUESTRA EXISTENCIA


20081217. Audiencia general
Comenzamos precisamente hoy los días del Adviento que nos preparan
inmediatamente para el Nacimiento del Señor: estamos en la Novena de
Navidad, que en muchas comunidades cristianas se celebra con liturgias
ricas en texto bíblicos, todos ellos orientados a alimentar la espera del
nacimiento del Salvador. En efecto, toda la Iglesia concentra su mirada de
fe en esta fiesta, ya cercana, disponiéndose, como cada año, a unirse al
canto alegre de los ángeles, que en el corazón de la noche anunciarán a los
pastores el extraordinario acontecimiento del nacimiento del Redentor,
invitándolos a dirigirse a la cueva de Belén. Allí yace el Emmanuel, el
Creador que se ha hecho criatura, envuelto en pañales y acostado en un
pobre pesebre (cf. Lc 2, 12-14).
La Navidad, por el clima que la caracteriza, es una fiesta universal. De
hecho, incluso quien se dice no creyente puede percibir en esta
celebración cristiana anual algo extraordinario y trascendente, algo íntimo
que habla al corazón. Es la fiesta que canta el don de la vida. El
nacimiento de un niño debería ser siempre un acontecimiento que trae
alegría: el abrazo de un recién nacido suscita normalmente sentimientos de
atención y de solicitud, de conmoción y de ternura.
La Navidad es el encuentro con un recién nacido que llora en una
cueva miserable. Contemplándolo en el pesebre, ¿cómo no pensar en
tantos niños que también hoy, en muchas regiones del mundo, nacen en
una gran pobreza? ¿Cómo no pensar en los recién nacidos que no son
acogidos sino rechazados, en los que no logran sobrevivir por falta de
cuidados y atenciones? ¿Cómo no pensar también en las familias que
quisieran tener la alegría de un hijo y no ven cumplida esta esperanza? Por
desgracia, por el impulso de un consumismo hedonista, la Navidad corre
el riesgo de perder su significado espiritual para reducirse a una mera
ocasión comercial de compras e intercambio de regalos.
Sin embargo, en realidad, las dificultades, las incertidumbres y la
misma crisis económica que en estos meses están viviendo tantas familias,
y que afecta a toda la humanidad, pueden ser un estímulo para volver a
descubrir el calor de la sencillez, la amistad y la solidaridad, valores
típicos de la Navidad. Así, sin las incrustaciones consumistas y
materialistas, la Navidad puede convertirse en una ocasión para acoger,
como regalo personal, el mensaje de esperanza que brota del misterio del
nacimiento de Cristo.
422
Todo esto, sin embargo, no basta para captar en su plenitud el valor de
la fiesta a la que nos estamos preparando. Nosotros sabemos que en ella se
celebra el acontecimiento central de la historia: la Encarnación del Verbo
divino para la redención de la humanidad. San León Magno, en una de sus
numerosas homilías navideñas, exclama: «Exultemos en el Señor,
queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura.
Porque ha amanecido el día que para nosotros significa la nueva
redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Así, en el ciclo
anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación,
que, prometido al principio y realizado al final de los tiempos, está
destinado a durar sin fin» (Homilía XXII). San Pablo comenta muchas
veces esta verdad fundamental en sus cartas. Por ejemplo, a los Gálatas
escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la Ley (...) para que recibiéramos la filiación
adoptiva» (Ga 4, 4-5). En la carta a los Romanos pone de manifiesto las
lógicas y exigentes consecuencias de este acontecimiento salvador: «Si
somos hijos (de Dios), también somos herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados» (Rm 8, 17). Pero es sobre todo san Juan, en el Prólogo del
cuarto Evangelio, quien medita profundamente en el misterio de la
Encarnación. Y por eso desde los tiempos más antiguos el Prólogo forma
parte de la liturgia de la Navidad. En efecto, en él se encuentra la
expresión más auténtica y la síntesis más profunda de esta fiesta y del
fundamento de su alegría. San Juan escribe: «Et Verbum caro factum est et
habitavit in nobis», «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn
1, 14).
Así pues, en Navidad no nos limitamos a conmemorar el nacimiento
de un gran personaje; no celebramos simplemente y en abstracto el
misterio del nacimiento del hombre o en general el misterio de la vida;
tampoco celebramos sólo el inicio de la nueva estación. En Navidad
recordamos algo muy concreto e importante para los hombres, algo
esencial para la fe cristiana, una verdad que san Juan resume en estas
pocas palabras: «El Verbo se hizo carne».
Se trata de un acontecimiento histórico que el evangelista san Lucas se
preocupa de situar en un contexto muy determinado: en los días en que
César Augusto emanó el decreto para el primer censo, cuando Quirino era
ya gobernador de Siria (cf. Lc 2, 1-7). Por tanto, en una noche fechada
históricamente se verificó el acontecimiento de salvación que Israel
esperaba desde hacía siglos. En la oscuridad de la noche de Belén se
encendió realmente una gran luz: el Creador del universo se encarnó
uniéndose indisolublemente a la naturaleza humana, siendo realmente
«Dios de Dios, luz de luz» y al mismo tiempo hombre, verdadero hombre.
Aquel a quien san Juan llama en griego “ho Logos” —traducido en
latín «Verbum» y en español «el Verbo» — significa también «el
Sentido». Por tanto, la expresión de san Juan se puede entender así: el
«Sentido eterno» del mundo se ha hecho perceptible a nuestros sentidos y
a nuestra inteligencia: ahora podemos tocarlo y contemplarlo (cf. I Jn 1,
423
1). El «Sentido» que se ha hecho carne no es simplemente una idea
general inscrita en el mundo; es una «Palabra» dirigida a nosotros. El
Logos nos conoce, nos llama, nos guía. No es una ley universal, en la que
nosotros desarrollamos algún papel; es una Persona que se interesa por
cada persona: es el Hijo del Dios vivo, que se ha hecho hombre en Belén.
A muchos hombres, y de algún modo a todos nosotros, esto parece
demasiado hermoso para ser cierto. En efecto, aquí se nos reafirma: sí,
existe un sentido, y el sentido no es una protesta impotente contra lo
absurdo. El Sentido tiene poder: es Dios. Un Dios bueno, que no se
confunde con un poder excelso y lejano, al que nunca se podría llegar,
sino un Dios que se ha hecho nuestro prójimo, muy cercano a nosotros,
que tiene tiempo para cada uno de nosotros y que ha venido a quedarse
con nosotros.
Entonces surge espontáneamente la pregunta: «¿Cómo es posible algo
semejante? ¿Es digno de Dios hacerse niño?». Para intentar abrir el
corazón a esta verdad que ilumina toda la existencia humana, es necesario
plegar la mente y reconocer la limitación de nuestra inteligencia. En la
cueva de Belén Dios se nos muestra «niño» humilde para vencer nuestra
soberbia. Tal vez nos habríamos rendido más fácilmente frente al poder,
frente a la sabiduría; pero él no quiere nuestra rendición; más bien apela a
nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor. Se ha hecho
pequeño para liberarnos de la pretensión humana de grandeza que brota de
la soberbia; se ha encarnado libremente para hacernos a nosotros
verdaderamente libres, libres de amarlo.
Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es una oportunidad
privilegiada para meditar en el sentido y en el valor de nuestra existencia.
La proximidad de esta solemnidad nos ayuda a reflexionar, por una parte,
en el dramatismo de la historia en la que los hombres, heridos por el
pecado, buscan permanentemente la felicidad y el sentido pleno de la vida
y de la muerte; y, por otra, nos exhorta a meditar en la bondad
misericordiosa de Dios, que ha salido al encuentro del hombre para
comunicarle directamente la Verdad que salva y para hacerlo partícipe de
su amistad y de su vida.
Preparémonos, por tanto, para la Navidad con humildad y sencillez,
disponiéndonos a recibir el don de la luz, la alegría y la paz que irradian
de este misterio. Acojamos el Nacimiento de Cristo como un
acontecimiento capaz de renovar hoy nuestra vida. Que el encuentro con
el Niño Jesús nos haga personas que no piensen sólo en sí mismas, sino
que se abran a las expectativas y necesidades de los hermanos. De esta
forma nos convertiremos también nosotros en testigos de la luz que la
Navidad irradia sobre la humanidad del tercer milenio.

LOS DOS EJES DE LA REDENCIÓN


20081221. Angelus
El evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos vuelve a
proponer el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38), el misterio al que
424
volvemos cada día al rezar el Ángelus. Esta oración nos hace revivir el
momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir
su "sí", comenzó a tomar carne en ella y de ella.
A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la
mirada al misterio inefable que María llevó durante nueve meses en su
seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Este es el primer
eje de la redención. El segundo es la muerte y resurrección de Jesús, y
estos dos ejes inseparables manifiestan un único plan divino: salvar a la
humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo al hacerse
plenamente cargo de todo el mal que las oprime.

AÑO 2008: LA PALABRA DE DIOS Y EL ESPÍRITU SANTO


20081222. Discurso. A la Curia Romana
La tarde del 28 de junio inauguré en la basílica de San Pablo
extramuros el Año paulino, para recordar el nacimiento del Apóstol de los
gentiles, acontecido hace dos mil años.
Para nosotros san Pablo no es una figura del pasado. Mediante sus
cartas nos sigue hablando. Y quien entra en diálogo con él, es impulsado
por él hacia Cristo crucificado y resucitado. El Año paulino es un año de
peregrinación, no sólo en el sentido de un camino exterior hacia los
lugares paulinos, sino también, y sobre todo, en el de una peregrinación
del corazón, junto con san Pablo, hacia Jesucristo. En definitiva, san Pablo
nos enseña también que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, que la Cabeza y el
Cuerpo son inseparables y que no puede existir amor a Cristo sin amor a
su Iglesia y su comunidad viva (…)
Hay que recordar el Sínodo de los obispos: pastores procedentes de
todo el mundo se reunieron en torno a la Palabra de Dios, situada en
medio de ellos en un lugar destacado; en torno a la Palabra de Dios, cuya
gran manifestación se encuentra en la Sagrada Escritura. Lo que en
nuestra vida diaria damos ya demasiado por descontado, lo volvimos a
captar en su sublimidad: el hecho de que Dios hable, de que Dios
responda a nuestras preguntas; el hecho de que hable él en persona,
aunque sea con palabras humanas, y que nosotros podamos escucharlo y,
al escucharlo, podamos aprender a conocerlo y a comprenderlo; el hecho
de que él entre en nuestra vida modelándola y nosotros podamos salir de
nuestra vida y entrar en la amplitud de su misericordia.
Así, nuevamente nos dimos cuenta de que Dios en su Palabra se dirige
a cada uno de nosotros, de que habla al corazón de cada uno. Si nuestro
corazón se despierta y nuestro oído interior se abre, entonces cada uno
puede aprender a escuchar la Palabra dirigida expresamente a él. Pero
precisamente si escuchamos a Dios que nos habla de este modo tan
personal a cada uno, comprendemos que su Palabra está presente para que
también nosotros nos acerquemos los unos a los otros, para que
encontremos la manera de salir de lo que es solamente personal. Esta
Palabra ha forjado una historia común y quiere seguir forjándola.
425
Así pues, nuevamente nos dimos cuenta de que, precisamente porque
la Palabra es tan personal, sólo podemos comprenderla de modo correcto y
total en el "nosotros" de la comunidad instituida por Dios: siendo siempre
conscientes de que nunca podemos agotarla por completo, que siempre
tiene algo nuevo que decir a cada generación. Comprendimos que,
ciertamente, los escritos bíblicos fueron redactados en épocas
determinadas y, por tanto, en este sentido constituyen ante todo un libro
procedente de un tiempo pasado. Pero vimos que su mensaje no se limita
al pasado ni puede quedar encerrado en él: en el fondo, Dios habla
siempre en presente, y sólo escucharemos de modo pleno la Biblia cuando
descubramos este "presente" de Dios, que nos llama ahora.
Por último, era importante experimentar que también hoy en la Iglesia
hay un Pentecostés, es decir, que la Iglesia habla en muchas lenguas; y
esto no sólo en el sentido exterior de que en ella están representadas todas
las grandes lenguas del mundo, sino sobre todo en un sentido más
profundo: en ella están presentes los múltiples modos de la experiencia de
Dios y del mundo, la riqueza de las culturas; sólo así se manifiesta la
amplitud de la existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la
Palabra de Dios.
Sin embargo, también nos dimos cuenta de que Pentecostés sigue "en
marcha", de que aún no se ha completado: existen numerosas lenguas que
aún esperan la Palabra de Dios contenida en la Biblia.
Esperamos ahora que las experiencias y las aportaciones del Sínodo
influyan de un modo eficaz en la vida de la Iglesia: en la relación
personal con las Sagradas Escrituras, en su interpretación en la liturgia y
en la catequesis, así como en la investigación científica, a fin de que la
Biblia no sea sólo una Palabra del pasado, sino que su vitalidad y
actualidad se lean y abran en la amplitud de las dimensiones de sus
significados.
También en los viajes pastorales de este año se trató de la presencia de
la Palabra de Dios, de Dios mismo en el momento actual de la historia: el
verdadero sentido de los viajes sólo puede ser el de servir a esa presencia.
En esas ocasiones la Iglesia se hace perceptible públicamente, y con ella
también la fe y por eso al menos la cuestión sobre Dios. Esta
manifestación pública de la fe constituye un reclamo para todos los que
tratan de comprender el tiempo presente y las fuerzas que actúan en él.
Especialmente el fenómeno de las Jornadas mundiales de la juventud se
hace cada vez más objeto de análisis, con el fin de comprender esta
especie de cultura juvenil, por decirlo así.
Nunca antes, ni siquiera con ocasión de las Olimpiadas, Australia
había visto tanta gente de todos los continentes como durante la Jornada
mundial de la juventud. Y si antes se temía que la presencia de tantos
miles de jóvenes pudiera implicar alguna alteración del orden público,
paralizar el tráfico, obstaculizar la vida diaria, provocar violencia y dar
espacio a la droga, todo eso se demostró infundado. Fue una fiesta de
alegría, una alegría que al final invadió también a los reacios: al final
nadie se sintió molestado. Las jornadas se transformaron en una fiesta para
426
todos; más aún, sólo entonces se cayó verdaderamente en la cuenta de lo
que es en realidad una fiesta: un acontecimiento en el que todos, por
decirlo así, salen de sí mismos, van más allá de sí mismos y precisamente
así están consigo y con los demás.
Así pues, ¿cuál es la naturaleza de lo que sucede en una Jornada
mundial de la juventud? ¿Cuáles son las fuerzas que actúan en ella?
Algunos análisis que están de moda tienden a considerar estas jornadas
como una variante de la cultura juvenil moderna, como una especie de
festival rock modificado en sentido eclesial con el Papa como estrella.
Con fe o sin fe, en el fondo estos festivales serían siempre lo mismo; y así
se piensa dejar de lado la cuestión sobre Dios. También hay voces
católicas que van en esta dirección, considerando todo ello como un gran
espectáculo que, aunque sea hermoso, sería de poco significado para la
cuestión sobre la fe y sobre la presencia del Evangelio en nuestro tiempo.
Serían momentos de un éxtasis festivo, pero que en fin de cuentas luego
dejarían todo como estaba antes, sin influir profundamente en la vida.
De ese modo, sin embargo, la peculiaridad de estas Jornadas y el
carácter particular de su alegría, de su fuerza creadora de comunión, no
encuentran ninguna explicación. Ante todo, es importante tener en cuenta
el hecho de que las Jornadas mundiales de la juventud no consisten sólo
en la única semana en que se hacen visibles públicamente al mundo. Hay
un largo camino exterior e interior que lleva a ellas. La cruz, acompañada
por la imagen de la Madre del Señor, realiza una peregrinación a través de
los países. La fe, a su modo, necesita ver y tocar. El encuentro con la cruz,
que es tocada y llevada, se transforma en un encuentro interior con Aquel
que en la cruz murió por nosotros. El encuentro con la cruz suscita en lo
más íntimo de los jóvenes el recuerdo del Dios que quiso hacerse hombre
y sufrir con nosotros. Y vemos a la mujer que él nos dio como Madre.
Las Jornadas solemnes son sólo la culminación de un largo camino, en el
que se encuentran unos con otros, y juntos se encuentran con Cristo.
En Australia, no por casualidad, el largo vía crucis a través de la
ciudad se convirtió en el acontecimiento culminante de esas jornadas. Ese
vía crucis resumía una vez más todo lo que había acontecido en los años
anteriores e indicaba a Aquel que nos reúne a todos: el Dios que nos ama
hasta la cruz. Asimismo, el Papa no es la estrella en torno a la cual gira
todo. Es totalmente y sólo vicario. Remite a Otro que está en medio de
nosotros.
Por último, la liturgia solemne es el centro de todo el conjunto, porque
en ella acontece lo que nosotros no podemos realizar y que, sin embargo,
siempre esperamos. Él está presente. Él entra en medio de nosotros. Se ha
rasgado el cielo y esto hace luminosa la tierra. Esto es lo que hace alegre y
abierta la vida, y une a unos y otros en una alegría que no se puede
comparar con el éxtasis de un festival rock. Friedrich Nietzsche dijo en
cierta ocasión: "El arte no consiste en organizar una fiesta, sino en
encontrar personas capaces de alegrarse en ella". Según la Escritura, la
alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22). Este fruto se pudo
constatar abundantemente en los días de Sydney.
427
Del mismo modo que un largo camino precede a las Jornadas
mundiales de la juventud, así también de ellas deriva el camino sucesivo.
Se hacen amistades que estimulan a un estilo de vida diverso y lo
sostienen desde dentro. Las grandes Jornadas tienen también como
finalidad suscitar esas amistades y hacer que de este modo surjan en el
mundo lugares de vida en la fe, que son a la vez lugares de esperanza y de
caridad vivida.
La alegría como fruto del Espíritu Santo: así llegamos al tema central
de Sydney, que era precisamente el Espíritu Santo. A este respecto, quiero
aludir, aunque sea brevemente, a la orientación implícita en ese tema.
Teniendo presente el testimonio de la Escritura y de la Tradición, en el
tema del "Espíritu Santo" se reconocen fácilmente cuatro dimensiones.
1. Ante todo, está la afirmación que encontramos ya desde el inicio del
relato de la creación. Allí se habla del Espíritu creador que aletea sobre las
aguas, crea el mundo y lo renueva sin cesar. La fe en el Espíritu creador es
un contenido esencial del Credo cristiano. El dato de que la materia lleva
consigo una estructura matemática, de que está llena de espíritu, es el
fundamento en el que se apoyan las ciencias modernas de la naturaleza.
Nuestro espíritu sólo es capaz de interpretarla y de modificarla
activamente porque la materia está estructurada de modo inteligente.
El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu
creador que nos dio el espíritu también a nosotros, implica a la vez una
tarea y una responsabilidad. En la fe sobre la creación está el fundamento
último de nuestra responsabilidad con respecto a la tierra, la cual no es
simplemente propiedad nuestra, que podemos explotar según nuestros
intereses y deseos. Más bien, es don del Creador que trazó sus
ordenamientos intrínsecos y de ese modo nos dio las señales de
orientación a las que debemos atenernos como administradores de su
creación. El hecho de que la tierra, el cosmos, reflejan el Espíritu creador
significa también que sus estructuras racionales —que, más allá del orden
matemático, se hacen casi palpables en el experimento— llevan en sí
también una orientación ética. El Espíritu que los ha plasmado es más que
matemática, es el Bien en persona, el cual, mediante el lenguaje de la
creación, nos señala el camino de la vida recta.
Dado que la fe en el Creador es parte esencial del Credo cristiano, la
Iglesia no puede y no debe limitarse a transmitir a sus fieles sólo el
mensaje de la salvación. Tiene una responsabilidad con respecto a la
creación y debe cumplir esta responsabilidad también en público. Al
hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la
creación que pertenecen a todos. También debe proteger al hombre contra
la destrucción de sí mismo. Es necesario que haya algo como una ecología
del hombre, entendida correctamente. Cuando la Iglesia habla de la
naturaleza del ser humano como hombre y mujer, y pide que se respete
este orden de la creación, no es una metafísica superada. Aquí, de hecho,
se trata de la fe en el Creador y de escuchar el lenguaje de la creación,
cuyo desprecio sería una autodestrucción del hombre y, por tanto, una
destrucción de la obra misma de Dios.
428
Lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término "gender",
se reduce en definitiva a la auto-emancipación del hombre de la creación y
del Creador. El hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y
exclusivamente por sí solo de lo que le atañe. Pero de este modo vive
contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. Ciertamente, los bosques
tropicales merecen nuestra protección, pero también la merece el hombre
como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa
contradicción de nuestra libertad, sino su condición. Grandes teólogos de
la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y
una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el
Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la
creación, acogió después en la historia de la salvación como sacramento
de la nueva alianza. El testimonio en favor del Espíritu creador presente
en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del
hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia
debe transmitir. Partiendo de esta perspectiva, sería conveniente releer la
encíclica Humanae vitae: el Papa Pablo VI tenía la intención de defender
el amor contra la sexualidad como consumo, el futuro contra la pretensión
exclusiva del presente y la naturaleza del hombre contra su manipulación.
2. Sólo voy a hacer una breve alusión a las demás dimensiones de la
pneumatología. Si el Espíritu creador se manifiesta ante todo en la
grandeza silenciosa del universo, en su estructura inteligente, la fe,
además de eso, nos dice algo inesperado, o sea, que este Espíritu también
habla, por decirlo así, con palabras humanas; ha entrado en la historia y,
como fuerza que forja la historia, es también un Espíritu que habla, más
aún, es la Palabra que sale a nuestro encuentro en los escritos del Antiguo
y del Nuevo Testamento.
San Ambrosio, en una de sus cartas, explica de modo admirable lo que
significa esto para nosotros: "También ahora, mientras leo las divinas
Escrituras, Dios pasea por el paraíso" (Ep. 49, 3). En cierto modo, al leer
la Escritura, podemos también hoy andar en el jardín del paraíso y
encontrarnos con Dios que pasea por allí: entre el tema de la Jornada
mundial de la juventud en Australia y el del Sínodo de los obispos existe
una profunda conexión interior. Los dos temas: "Espíritu Santo" y
"Palabra de Dios" están unidos. Sin embargo, al leer la Escritura
aprendemos también que Cristo y el Espíritu Santo son inseparables entre
sí. Si san Pablo, con desconcertante síntesis, afirma: "El Señor es el
Espíritu" (2 Co 3, 17), en el fondo no sólo aparece la unidad trinitaria
entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino sobre todo su unidad respecto de la
historia de la salvación: en la pasión y resurrección de Cristo se rasgan los
velos del sentido meramente literal y se hace visible la presencia del Dios
que está hablando. Al leer la Escritura juntamente con Cristo, aprendemos
a escuchar en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y
descubrimos la unidad de la Biblia.
3. Así hemos llegado ya a la tercera dimensión de la pneumatología,
que consiste precisamente en la inseparabilidad de Cristo y del Espíritu
Santo. Tal vez se manifiesta del modo más hermoso en el relato de san
429
Juan sobre la primera aparición del Resucitado ante los discípulos: el
Señor sopla sobre los discípulos y así les infunde el Espíritu Santo. El
Espíritu Santo es el soplo de Cristo. Y del mismo modo que el soplo de
Dios en la mañana de la creación había transformado el polvo de la tierra
en el hombre viviente, así el soplo de Cristo nos acoge en la comunión
ontológica con el Hijo, nos hace nueva creación. Por eso, es el Espíritu
Santo quien nos hace decir, juntamente con el Hijo: "Abbá, Padre" (cf. Jn
20, 22; Rm 8, 15).
4. Así, como cuarta dimensión, emerge espontáneamente la conexión
entre Espíritu e Iglesia. San Pablo, en el capítulo 12 de la primera carta a
los Corintios y en el capítulo 12 de la carta a los Romanos, ilustró la
Iglesia como Cuerpo de Cristo y precisamente así como organismo del
Espíritu Santo, en el que los dones del Espíritu Santo funden a los
individuos en una unidad viva. El Espíritu Santo es el Espíritu del Cuerpo
de Cristo. En el conjunto de este Cuerpo encontramos nuestra tarea,
vivimos los unos para los otros y los unos en dependencia de los otros,
viviendo en profundidad de Aquel que vivió y sufrió por todos nosotros y
que mediante su Espíritu nos atrae a sí en la unidad de todos los hijos de
Dios. "¿Quieres vivir también tú del Espíritu de Cristo? Entonces,
permanece en el Cuerpo de Cristo", dice san Agustín a este respecto (Tr.
in Jo. 26, 13).
Así, con el tema "Espíritu Santo", que orientaba las jornadas en
Australia y, de modo más oculto, también las semanas del Sínodo, se hace
visible toda la amplitud de la fe cristiana, una amplitud que desde la
responsabilidad respecto de la creación y de la existencia del hombre en
sintonía con la creación lleva, a través de los temas de la Escritura y de la
historia de la salvación, hasta Cristo y de allí a la comunidad viva de la
Iglesia, en sus órdenes y responsabilidades así como en su amplitud y
libertad, que se manifiesta tanto en la multiplicidad de los carismas
como en la imagen pentecostal de la multitud de las lenguas y de las
culturas.
La alegría es parte integrante de la fiesta. La fiesta se puede organizar;
la alegría no. Sólo se puede ofrecer como don; y, de hecho, nos ha sido
donada en abundancia. Por esto damos gracias. Al igual que san Pablo
califica la alegría como fruto del Espíritu Santo, así también san Juan en
su evangelio unió estrechamente el Espíritu y la alegría. El Espíritu Santo
nos da la alegría. Y él es la alegría. La alegría es el don en el que se
resumen todos los demás dones. Es la manifestación de la felicidad, de
estar en armonía consigo mismo, lo cual sólo puede derivar de estar en
armonía con Dios y con su creación. La alegría, por su propia naturaleza,
debe irradiarse, debe comunicarse. El espíritu misionero de la Iglesia no es
más que el impulso de comunicar la alegría que nos ha sido dada. Mi
deseo al concluir este año es que esté siempre viva en nosotros y que, por
tanto, se irradie al mundo en sus tribulaciones.

NAVIDAD: DIOS SE INCLINA HACIA ABAJO


430
20081224. Homilía. Misa de Nochebuena
«¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se
abaja para mirar al cielo y a la tierra?». Así canta Israel en uno de sus
Salmos (113 [112],5s), en el que exalta al mismo tiempo la grandeza de
Dios y su benévola cercanía a los hombres. Dios reside en lo alto, pero se
inclina hacia abajo... Dios es inmensamente grande e
inconmensurablemente por encima de nosotros. Esta es la primera
experiencia del hombre. La distancia parece infinita. El Creador del
universo, el que guía todo, está muy lejos de nosotros: así parece
inicialmente. Pero luego viene la experiencia sorprendente: Aquél que no
tiene igual, que «se eleva en su trono», mira hacia abajo, se inclina hacia
abajo. Él nos ve y me ve. Este mirar hacia abajo es más que una mirada
desde lo alto. El mirar de Dios es un obrar. El hecho que Él me ve, me
mira, me transforma a mí y al mundo que me rodea. Así, el Salmo
prosigue inmediatamente: «Levanta del polvo al desvalido...». Con su
mirar hacia abajo, Él me levanta, me toma benévolamente de la mano y
me ayuda a subir, precisamente yo, de abajo hacia arriba. «Dios se
inclina». Esta es una palabra profética. En la noche de Belén, esta palabra
ha adquirido un sentido completamente nuevo. El inclinarse de Dios ha
asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. Él se inclina: viene
abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo,
símbolo toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja
realmente. Se hace un niño y pone en la condición de dependencia total
propia de un ser humano recién nacido. El Creador que tiene todo en sus
manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado
del amor humano. Dios está en el establo. En el antiguo Testamento el
templo fue considerado algo así como el escabel de Dios; el arca sagrada
como el lugar en que Él, de modo misterioso, estaba presente entre los
hombres. Así se sabía que sobre el templo, ocultamente, estaba la nube de
la gloria de Dios. Ahora, está sobre el establo. Dios está en la nube de la
miseria de un niño sin posada: qué nube impenetrable y, no obstante, nube
de la gloria. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y
más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? La nube
del ocultación, de la pobreza del niño totalmente necesitado de amor, es al
mismo tiempo la nube de la gloria. Porque nada puede ser más sublime,
más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que
se hace dependiente. La gloria del verdadero Dios se hace visible cuando
se abren los ojos del corazón ante del establo de Belén.
El relato de la Natividad según San Lucas, que acabamos de escuchar
en el pasaje evangélico, nos dice que Dios, en primer lugar, ha levantado
un poco el velo que lo ocultaba ante personas de muy baja condición, ante
personas que en la gran sociedad eran más bien despreciadas: ante los
pastores que velaban sus rebaños en los campos de las cercanías de Belén.
Lucas nos dice que estas personas «velaban». Podemos sentirnos así
atraídos de nuevo por un motivo central del mensaje de Jesús, en el que,
repetidamente y con urgencia creciente hasta el Huerto de los Olivos,
431
aparece la invitación a la vigilancia, a permanecer despiertos para percibir
llegada de Dios y estar preparados para ella. Por tanto, también aquí la
palabra significa quizás algo más que el simple estar materialmente
despiertos durante la noche. Fueron realmente personas en alerta, en las
que estaba vivo el sentido de Dios y de su cercanía. Personas que estaban
a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida
cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran
alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante
es capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir
el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un
niño en el establo. Roguemos en esta hora al Señor que nos ayude también
a nosotros a convertirnos en personas vigilantes.
San Lucas nos cuenta, además, que los pastores mismos estaban
«envueltos» en la gloria de Dios, en la nube de luz, que se encontraron en
el íntimo resplandor de esta gloria. Envueltos por la nube santa escucharon
el canto de alabanza de los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo, y en la
tierra paz a los hombres que Dios ama». Y, ¿quiénes son estos hombres de
su benevolencia sino los pequeños, los vigilantes, los que están a la
espera, que esperan en la bondad de Dios y lo buscan mirando hacia Él
desde lejos?
En los Padres de la Iglesia se puede encontrar un comentario
sorprendente sobre el canto con el que los ángeles saludan al Redentor.
Hasta aquel momento –dicen los Padres– los ángeles conocían a Dios en
la grandeza del universo, en la lógica y la belleza del cosmos que
provienen de Él y que lo reflejan. Habían escuchado, por decirlo así, el
canto de alabanza callado de la creación y lo habían transformado en
música del cielo. Pero ahora había ocurrido algo nuevo, incluso
sobrecogedor para ellos. Aquél de quien habla el universo, el Dios que
sustenta todo y lo tiene en su mano, Él mismo había entrado en la historia
de los hombres, se había hecho uno que actúa y que sufre en la historia.
De la gozosa turbación suscitada por este acontecimiento inconcebible, de
esta segunda y nueva manera en que Dios ha manifestado –dicen los
Padres– surgió un canto nuevo, una estrofa que el Evangelio de Navidad
ha conservado para nosotros: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz
a los hombres que Dios ama». Tal vez podemos decir que, según la
estructura de la poesía judía, este doble versículo, en sus dos partes, dice
en el fondo lo mismo, pero desde un punto de vista diferente. La gloria de
Dios está en lo más alto de los cielos, pero esta altura de Dios se encuentra
ahora en el establo: lo que era bajo se ha hecho sublime. Su gloria está en
la tierra, es la gloria de la humildad y del amor. Y también: la gloria de
Dios es la paz. Donde está Él, allí hay paz. Él está donde los hombres no
pretenden hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para
ello de la violencia. Él está con las personas del corazón vigilante; con los
humildes y con los que corresponden a su elevación, a la elevación de la
humildad y el amor. A estos da su paz, porque por medio de ellos entre la
paz en este mundo.
432
El teólogo medieval Guillermo de S. Thierry dijo una vez: Dios ha
visto que su grandeza –a partir de Adán– provocaba resistencia; que el
hombre se siente limitado en su ser él mismo y amenazado en su libertad.
Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha
hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. Ahora –dice ese
Dios que se ha hecho niño– ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo
podéis amarme.
Con estos pensamientos nos acercamos en esta noche al Niño de
Belén, a ese Dios que ha querido hacerse niño por nosotros. En cada niño
hay un reverbero del niño de Belén. Cada niño reclama nuestro amor.
Pensemos por tanto en esta noche de modo particular también en aquellos
niños a los que se les niega el amor de los padres. A los niños de la calle
que no tienen el don de un hogar doméstico. A los niños que son utilizados
brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de violencia, en
lugar de poder ser portadores de reconciliación y de paz. A los niños
heridos en lo más profundo del alma por medio de la industria de la
pornografía y todas las otras formas abominables de abuso. El Niño de
Belén es un nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer todo lo posible
con el fin de que termine la tribulación de estos niños; a hacer todo lo
posible para que la luz de Belén toque el corazón de los hombres.
Solamente a través de la conversión de los corazones, solamente por un
cambio en lo íntimo del hombre se puede superar la causa de todo este
mal, se puede vencer el poder del maligno. Sólo si los hombres cambian,
cambia el mundo y, para cambiar, los hombres necesitan la luz que viene
de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha entrado en nuestra
noche.
En el Salmo 96 [95] Israel, y con él la Iglesia, alaban la grandeza de
Dios que se manifiesta en la creación. Todas las criaturas están llamadas a
unirse a este canto de alabanza, y en él se encuentra también una
invitación: «Aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya
llega», (12s.). La Iglesia lee también este Salmo como una profecía y, a la
vez, como una tarea. La venida de Dios en Belén fue silenciosa.
Solamente los pastores que velaban fueron envueltos por unos momentos
en el esplendor luminoso de su llegada y pudieron escuchar una parte de
aquel canto nuevo nacido de la maravilla y de la alegría de los ángeles por
la llegada de Dios. Este venir silencioso de la gloria de Dios continúa a
través de los siglos. Donde hay fe, donde su palabra se anuncia y se
escucha, Dios reúne a los hombres y se entrega a ellos en su Cuerpo, los
transforma en su Cuerpo. Él «viene». Y, así, el corazón de los hombres se
despierta. El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de los
hombres que, a lo largo de los siglos y de manera siempre nueva, cantan la
llegada de Dios como niño y, se alegran desde lo más profundo de su ser.
Y los árboles del bosque van hacia Él y exultan. El árbol en Plaza de san
Pedro habla de Él, quiere transmitir su esplendor y decir: Sí, Él ha venido
y los árboles del bosque lo aclaman. Los árboles en las ciudades y en las
casas deberían ser algo más que una costumbre festiva: ellos señalan a
Aquél que es la razón de nuestra alegría, al Dios que viene, el Dios que
433
por nosotros se ha hecho niño. El canto de alabanza, en lo más profundo,
habla en fin de Aquél que es el árbol de la vida mismo reencontrado. En la
fe en Él recibimos la vida. En el sacramento de la Eucaristía Él se nos da,
da una vida que llega hasta la eternidad. En estos momentos nosotros nos
sumamos al canto de alabanza de la creación, y nuestra alabanza es al
mismo tiempo una plegaria: Sí, Señor, haz vernos algo del esplendor de tu
gloria. Y da la paz en la tierra. Haznos hombres y mujeres de tu paz.
Amén.

NAVIDAD: HA APARECIDO LA GRACIA DE DIOS


20081225. Mensaje urbi et orbi
«Apparuit gratia Dei Salvatoris nostri omnibus hominibus" (Tt 2,11).
Queridos hermanos y hermanas, renuevo el alegre anuncio de la
Natividad de Cristo con las palabras del apóstol San Pablo: Sí, hoy «ha
aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres».
Ha aparecido. Esto es lo que la Iglesia celebra hoy. La gracia de Dios,
rica de bondad y de ternura, ya no está escondida, sino que «ha
aparecido», se ha manifestado en la carne, ha mostrado su rostro. ¿Dónde?
En Belén. ¿Cuándo? Bajo César Augusto durante el primer censo, al que
se refiere también el evangelista San Lucas. Y ¿quién la revela? Un recién
nacido, el Hijo de la Virgen María. En Él ha aparecido la gracia de Dios,
nuestro Salvador. Por eso ese Niño se llama Jehoshua, Jesús, que significa
«Dios salva».
La gracia de Dios ha aparecido. Por eso la Navidad es fiesta de luz. No
una luz total, como la que inunda todo en pleno día, sino una claridad que
se hace en la noche y se difunde desde un punto preciso del universo:
desde la gruta de Belén, donde el Niño divino ha «venido a la luz». En
realidad, es Él la luz misma que se propaga, como representan bien tantos
cuadros de la Natividad. Él es la luz que, apareciendo, disipa la bruma,
desplaza las tinieblas y nos permite entender el sentido y el valor de
nuestra existencia y de la historia. Cada belén es una invitación simple y
elocuente a abrir el corazón y la mente al misterio de la vida. Es un
encuentro con la Vida inmortal, que se ha hecho mortal en la escena
mística de la Navidad; una escena que podemos admirar también aquí, en
esta plaza, así como en innumerables iglesias y capillas de todo el mundo,
y en cada casa donde el nombre de Jesús es adorado.
La gracia de Dios ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro
de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para
algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado
en la humilde y destartalada morada de Belén, pero Él ha venido para
todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no
creyentes..., todos. La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está
destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que
diga su «sí» como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo
de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al
Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto
434
a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a
adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y
a todos los hombres de buena voluntad. También hoy, quienes en su vida
lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro
hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean
conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino. Jesús mismo lo
dice en su predicación: estos son los pobres de espíritu, los afligidos, los
humildes, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de
corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por la causa de la
justicia (cf. Mt 5,3-10). Estos son los que reconocen en Jesús el rostro de
Dios y se ponen en camino, como a los pastores de Belén, renovados en su
corazón por la alegría de su amor.
Hermanos y hermanas que me escucháis, el anuncio de esperanza que
constituye el corazón del mensaje de la Navidad está destinado a todos los
hombres. Jesús ha nacido para todos y, como María lo ofreció en Belén a
los pastores, en este día la Iglesia lo presenta a toda la humanidad, para
que en cada persona y situación se sienta el poder de la gracia salvadora
de Dios, la única que puede transformar el mal en bien, y cambiar el
corazón del hombre y hacerlo un «oasis» de paz.
Que sientan el poder de la gracia salvadora de Dios tantas poblaciones
que todavía viven en tinieblas y en sombras de muerte (cf. Lc 1,79) (…)
Esta Luz la esperan sobre todo los niños de estos y de todos los Países en
dificultad, para que se devuelva la esperanza a su porvenir.
Donde se atropella la dignidad y los derechos de la persona humana;
donde los egoísmos personales o de grupo prevalecen sobre el bien
común; donde se corre el riesgo de habituarse al odio fratricida y a la
explotación del hombre por el hombre; donde las luchas intestinas dividen
grupos y etnias y laceran la convivencia; donde el terrorismo sigue
golpeando; donde falta lo necesario para vivir; donde se mira con
desconfianza un futuro que se esta haciendo cada vez más incierto, incluso
en las Naciones del bienestar: que en todos estos casos brille la Luz de la
Navidad y anime a todos a hacer su propia parte, con espíritu de auténtica
solidaridad. Si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo se
encamina a la ruina.
Queridos hermanos y hermanas, hoy «ha aparecido la gracia de Dios,
el Salvador» (cf. Tt 2,11) en este mundo nuestro, con sus capacidades y
sus debilidades, sus progresos y sus crisis, con sus esperanzas y sus
angustias. Hoy resplandece la luz de Jesucristo, Hijo del Altísimo e hijo de
la Virgen María, «Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del
cielo». Lo adoramos hoy en todos los rincones de la tierra, envuelto en
pañales y acostado en un pesebre. Lo adoramos en silencio mientras Él,
todavía niño, parece decirnos para nuestro consuelo: No temáis, «no hay
otro Dios fuera de mí» (Is 45,22). Venid a mí, hombres y mujeres, pueblos
y naciones; venid a mí, no temáis. He venido al mundo para traeros el
amor del Padre, para mostraros la vía de la paz.
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Vayamos, pues, hermanos. Apresurémonos como los pastores en la
noche de Belén. Dios ha venido a nuestro encuentro y nos ha mostrado su
rostro, rico de gracia y de misericordia. Que su venida no sea en vano.
Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la tristeza y el
miedo del corazón del hombre; acerquémonos con confianza; postrémonos
con humildad para adorarlo. Feliz Navidad a todos.

ESTEBAN Y SAULO
20081226. Angelus
La fiesta de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia, nos sitúa en la
luz espiritual del Nacimiento de Cristo. San Esteban, un joven "lleno de fe
y de Espíritu Santo", como nos lo presentan los Hechos de los Apóstoles
(Hch 6, 5), juntamente con otros seis fue ordenado diácono en la primera
comunidad de Jerusalén y, a causa de su predicación ardiente y valiente,
fue arrestado y lapidado. En el relato de su martirio hay un detalle que
merece destacarse durante este Año paulino y es la anotación de que "los
testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo" (Hch
7, 58). Aquí aparece por primera vez san Pablo, con su nombre judío,
Saulo, en calidad de celoso perseguidor de la Iglesia (cf. Flp 3, 6), pues
entonces lo consideraba un deber y un motivo de orgullo. A posteriori, se
podrá decir que precisamente el testimonio de san Esteban fue decisivo
para su conversión. Veamos de qué manera.
Poco tiempo después del martirio de san Esteban, Saulo, impulsado
por el celo contra los cristianos, se dirigió a Damasco para arrestar a los
que pudiera encontrar allí. Y mientras se acercaba a la ciudad aconteció su
deslumbramiento, la singular experiencia en la que Jesús resucitado se le
apareció, le habló y le cambió la vida (cf. Hch 9, 1-9). Cuando Saulo,
caído en tierra, escuchó una voz misteriosa que lo llamaba por su nombre
y preguntó: "¿Quién eres, Señor?", escuchó como respuesta: "Yo soy
Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 5).
Saulo perseguía a la Iglesia y había colaborado también en la
lapidación de san Esteban; lo había visto morir a causa de los golpes de las
piedras y sobre todo había visto el modo como san Esteban había muerto:
en todo como Cristo, es decir, orando y perdonando a los que lo mataban
(cf. Hch 7, 59-60). En el camino de Damasco Saulo comprendió que al
perseguir a la Iglesia estaba persiguiendo a Jesús, muerto y
verdaderamente resucitado; a Jesús que vivía en su Iglesia, que vivía
también en san Esteban, a quien él había visto morir, pero que ciertamente
ahora vivía juntamente con su Señor resucitado.
Podríamos decir que en la voz de Cristo percibió la de san Esteban y,
también por su intercesión, la gracia divina le tocó el corazón. Así sucedió
que la existencia de san Pablo cambió radicalmente. Desde ese momento
Jesús fue su justicia, su santidad, su salvación (cf. 1 Co 1, 30), su todo. Y
un día también él seguirá a Jesús por las mismas huellas de san Esteban,
derramando su sangre para testimoniar el Evangelio, aquí, en Roma.
436
Queridos hermanos y hermanas, en san Esteban vemos realizarse los
primeros frutos de la salvación que el Nacimiento de Cristo ha traído a la
humanidad: la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio,
de la luz de la verdad sobre las tinieblas de la mentira. Alabemos a Dios
porque esta victoria permite también hoy a muchos cristianos no
responder al mal con el mal, sino con la fuerza de la verdad y del amor.
Que la Virgen María, Reina de los mártires, obtenga a todos los creyentes
la gracia de seguir con valentía este mismo camino.

SAGRADA FAMILIA DE NAZARET


20081228. Angelus
En este domingo, que sigue al Nacimiento del Señor, celebramos con
alegría a la Sagrada Familia de Nazaret. El contexto es el más adecuado,
porque la Navidad es por excelencia la fiesta de la familia. Lo demuestran
numerosas tradiciones y costumbres sociales, especialmente la de reunirse
todos, precisamente en familia, para las comidas festivas y para
intercambiarse felicitaciones y regalos. Y ¡cómo no notar que en estas
circunstancias, el malestar y el dolor causados por ciertas heridas
familiares se amplifican!
Jesús quiso nacer y crecer en una familia humana; tuvo a la Virgen
María como madre; y san José le hizo de padre. Ellos lo criaron y
educaron con inmenso amor. La familia de Jesús merece de verdad el
título de "santa", porque su mayor anhelo era cumplir la voluntad de Dios,
encarnada en la adorable presencia de Jesús.
Por una parte, es una familia como todas las demás y, en cuanto tal, es
modelo de amor conyugal, de colaboración, de sacrificio, de ponerse en
manos de la divina Providencia, de laboriosidad y de solidaridad; es decir,
de todos los valores que la familia conserva y promueve, contribuyendo de
modo primario a formar el entramado de toda sociedad.
Sin embargo, al mismo tiempo, la Familia de Nazaret es única, diversa
de todas las demás, por su singular vocación vinculada a la misión del
Hijo de Dios. Precisamente con esta unicidad señala a toda familia, y en
primer lugar a las familias cristianas, el horizonte de Dios, el primado
dulce y exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos
destinados. Por todo esto hoy damos gracias a Dios, pero también a la
Virgen María y a san José, que con tanta fe y disponibilidad cooperaron al
plan de salvación del Señor.
La familia es ciertamente una gracia de Dios, que deja traslucir lo que
él mismo es: Amor. Un amor enteramente gratuito, que sustenta la
fidelidad sin límites, aun en los momentos de dificultad o abatimiento.
Estas cualidades se encarnan de manera eminente en la Sagrada Familia,
en la que Jesús vino al mundo y fue creciendo y llenándose de sabiduría,
con los cuidados primorosos de María y la tutela fiel de san José.
Queridas familias, no dejéis que el amor, la apertura a la vida y los
lazos incomparables que unen vuestro hogar se desvirtúen. Pedídselo
constantemente al Señor, orad juntos, para que vuestros propósitos sean
437
iluminados por la fe y ensalzados por la gracia divina en el camino hacia
la santidad. De este modo, con el gozo de vuestro compartir todo en el
amor, daréis al mundo un hermoso testimonio de lo importante que es la
familia para el ser humano y la sociedad. El Papa está a vuestro lado,
pidiendo especialmente al Señor por quienes en cada familia tienen mayor
necesidad de salud, trabajo, consuelo y compañía.

LOS PRINCIPALES MAESTROS DE LA HUMANIDAD


20081228. Carta al Cardenal Bertone, Legado pontificio
El VI Encuentro mundial de las familias (…) tiene por tema: "La
familia formadora en los valores humanos y cristianos".
Este tema es de suma importancia, pues "la familia está llamada a
desempeñar su deber educativo en la Iglesia, participando así en la vida y
en la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por medio de la
familia, habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa "gracia
de estado"" (Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 16).
Realmente, los principales maestros de la humanidad son los mismos
padres de familia que, sostenidos por la gracia divina, se esfuerzan por
transmitir a sus hijos las virtudes de la fe en Cristo, la caridad operante y
una gran esperanza, y "en este campo tienen incluso una competencia
fundamental: son educadores por ser padres" (ib.).
Conviene recordar que a todas las familias cristianas se presentan los
brillantes ejemplos de algunos fieles, tanto de tiempos antiguos como de
épocas recientes, que no sólo a los jóvenes, sino también a la gran mayoría
de la gente, dejaron su vida como ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud
(cf. 2 M 6, 31). Entre ellos cabe destacar en Oriente a los santos Basilio y
Emelia, que entre sus nueve hijos cuentan con cuatro santos, y en
Occidente a los santos Gordiano y Silvia, padres del Sumo Pontífice san
Gregorio Magno.
Al inicio de este milenio, la Madre Iglesia ha inscrito en el catálogo de
los beatos a María Teresa Ferragud Roig, que en España juntamente con
sus cuatro hijas vírgenes consagradas a Cristo consiguió la palma del
martirio y la gloria celestial; a los esposos Luis Beltrame Quattrocchi y
María Corsini, en Italia; Luis Martin y Celia María Guérin, en Francia,
padres de santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones y flor del
Carmelo.

INVERTIR EN LA FORMACIÓN DE LAS PERSONAS


20081208. Mensaje Jornada mundial de la Paz 2009
También en este año nuevo que comienza, deseo hacer llegar a todos
mis mejores deseos de paz, e invitar con este Mensaje a reflexionar sobre
el tema: Combatir la pobreza, construir la paz (…)
La lucha contra la pobreza requiere una cooperación tanto en el plano
económico como en el jurídico que permita a la comunidad internacional,
y en particular a los países pobres, descubrir y poner en práctica
438
soluciones coordinadas para afrontar dichos problemas, estableciendo un
marco jurídico eficaz para la economía. Exige también incentivos para
crear instituciones eficientes y participativas, así como ayudas para luchar
contra la criminalidad y promover una cultura de la legalidad. Por otro
lado, es innegable que las políticas marcadamente asistencialistas están en
el origen de muchos fracasos en la ayuda a los países pobres. Parece que,
actualmente, el verdadero proyecto a medio y largo plazo sea el invertir en
la formación de las personas y en desarrollar de manera integrada una
cultura de la iniciativa.
439
Índice
Las vocaciones al servicio de la Iglesia-misión...........................................1
María conservaba estas cosas en su corazón...............................................4
Permitir a Jesús amar a los demás a través nuestro.....................................5
La fidelidad de Dios es la esperanza de la historia......................................5
La misión de la estrella................................................................................8
El secreto del éxito apostólico.....................................................................9
El bautismo es plenitud de vida, vida de Dios...........................................10
Significado del bautismo de Jesús.............................................................12
Mantener despierta la sensibilidad por la verdad......................................13
Anhelo sincero de santidad........................................................................20
La tarea urgente de la educación...............................................................20
La novedad del mensaje de Cristo.............................................................23
La ley de la Iglesia es ley de libertad.........................................................24
Orad sin cesar: Ecumenismo y oración.....................................................26
La identidad cambiante del individuo.......................................................27
Iglesia, evangelización y bioética..............................................................29
La aventura más interesante y necesaria....................................................31
Gracias por conocerte. Sed de Dios...........................................................33
La regla suprema es vivir el Evangelio.....................................................35
El sentido cristiano de la limosna..............................................................36
¿Qué significa entrar en la cuaresma?.......................................................39
Oración, sufrimiento y esperanza en la cuaresma.....................................40
Encuentro con los sacerdotes de Roma.....................................................43
Mujer y hombre: el humanum en su totalidad...........................................59
el valor de los ejercicios espirituales.........................................................61
El nuevo sacerdocio de Jesús es humillación............................................62
La Transfiguración de Jesús......................................................................63
El Espíritu Santo sopla con fuerza en la Iglesia........................................64
Formar en la ciencia y en la virtud, sin mediocridad.................................66
El noble arte de la formación de la persona...............................................69
Encuentro de Jesús con la samaritana........................................................72
La samaritana representa al hombre moderno...........................................74
Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor.........................................75
Incurables y moribundos: Orientaciones éticas.........................................76
Hay en el hombre una inmensa sed de Dios..............................................78
Un santo con una sola pasión: Dios y las almas........................................79
La curación del ciego de nacimiento.........................................................83
Lo central en la confesión: el encuentro con Dios.....................................84
La crisis actual de la historiografía............................................................86
La Iglesia y el desafío de la secularización...............................................87
Yo soy la resurrección y la vida.................................................................89
la resurrección de Lázaro...........................................................................91
En la confesión experimentamos la alegría...............................................92
El verdadero culto a Dios..........................................................................95
Chiara Lubich, don del Señor a la Iglesia..................................................98
El triduo pascual........................................................................................98
440
La esencia del ministerio sacerdotal: estar en tu presencia y servirte.....101
Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor..................................104
Viernes Santo: ¿Qué hemos hecho con este don?....................................108
Vigilia pascual: Me voy y vuelvo a vuestro lado.....................................109
He resucitado y estoy siempre contigo....................................................113
Significado del aleluya pascual y del regina coeli...................................115
La misericordia: núcleo central del evangelio.........................................116
Entre protagonismo y servicio: buscar la verdad.....................................117
Dame almas, quítame lo demás...............................................................120
Juan Pablo II, signo de Cristo resucitado................................................123
La clave de bóveda del cristianismo........................................................126
El aceite sobre las heridas: aborto y divorcio..........................................128
Los abuelos: testimonio y presencia en la familia...................................131
El drama de los discípulos de Emaús......................................................133
¿Por qué los mártires entregaron su vida a Cristo?.................................134
Desarme, desarrollo y paz.......................................................................136
La esperanza, imposible sin vivir la regla de oro....................................139
Un discernimiento muy estricto en los seminarios..................................139
La libertad es llamada a la responsabilidad.............................................142
Es preciso concentrarse en la imitación de Cristo...................................143
Secularismo, abandono de la fe y vocaciones.........................................149
Cristo, esperanza nuestra.........................................................................153
Naturaleza e identidad de la educación católica hoy...............................156
Objetivo del diálogo: descubrir la verdad................................................160
Los derechos humanos se basan en la ley natural No hagas a otros lo que
no quieres que te hagan a ti.....................................................................163
Basarse en la enseñanza apostólica normativa........................................168
Sólo desde dentro de la fe se ve a la Iglesia como es..............................171
Ser discípulo de Jesucristo.......................................................................176
Jesús es el camino, la verdad y la vida....................................................182
No ser perezosos ni cobardes en la misión de Jesús................................185
Misión sacerdotal: llenar las ciudades de alegría....................................187
La ciudad se llenó de alegría...................................................................190
Orden ético válido para todos los tiempos y pueblos..............................191
Perseguir el bien común..........................................................................191
El rosario ayuda a poner a Cristo en el centro.........................................194
Ascensión del Señor: una sólida ancla....................................................195
La Iglesia entre la ascensión y pentecostés.............................................196
La verdad de la Humanae vitae no cambia.............................................197
Pentecostés: Unidad en la multiplicidad..................................................199
Pentecostés: Bautismo en el Espíritu Santo.............................................202
El respeto a la vida es la primera justicia................................................204
Las vírgenes: un don en y para la iglesia.................................................204
La Santísima Trinidad es Misericordia....................................................206
La Trinidad no es una mónada: es Amor.................................................210
Jóvenes: elegid bien, no arruinéis el futuro.............................................213
Confiar, orar y crecer en santidad............................................................215
441
El significado específico del Corpus Christi...........................................216
Os haré salir de vuestras tumbas..............................................................219
El valor final de la comunicación: su veracidad......................................220
Corpus Christi: Dios se hizo grano de trigo............................................221
El problema fundamental del hombre: Dios............................................222
La fiesta de la visitación de María...........................................................224
Sagrado Corazón: el centro de la fe y de la vida.....................................226
Diálogo en la verdad y en la caridad: orientaciones................................227
Perspectivas para la filosofía...................................................................228
Misericordia quiero y no sacrificios........................................................230
Jesús ha resucitado: Educar en la esperanza............................................231
La unión con Jesús es el secreto del ministerio.......................................236
El doble principio de la experiencia cristiana..........................................237
Cristo es la respuesta a vuestros interrogantes........................................240
El estilo de Jesús es inconfundible..........................................................241
Cristo ha de ser el motivo de nuestro vivir..............................................244
Humildad y valor de la palabra................................................................245
La Eucaristía, encuentro de amor con el Señor.......................................247
La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo.................................248
Los miedos humanos y el temor de Dios.................................................250
¿Quién es san Pablo? ¿Qué me dice a mí?..............................................251
Pedro, Pablo y Roma. Significado del palio............................................255
Australia: El Espíritu nos hace testigos de Cristo....................................259
Australia: Todo altar es símbolo de Jesucristo........................................262
JMJ: La obra del Espíritu Santo es la esperanza.....................................264
JMJ ¿Qué quiere decir vivir la vida en plenitud?....................................269
JMJ: Cómo llegar a ser testigos de Cristo...............................................271
JMJ: Cuando el Espíritu descienda, recibiréis fuerza..............................277
María, el ángel y el Espíritu.....................................................................281
Nadie nos puede quitar el ser amados por Dios.......................................282
Pablo VI: En el centro de todo está siempre Cristo.................................282
Permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo...............................283
El Señor Jesús nos toma de la mano........................................................296
El servicio más importante: anunciar a Jesucristo...................................297
Asunción de María...................................................................................297
El misterio de la Asunción.......................................................................300
Cristo es el verdadero tesoro...................................................................300
La cruz no es un designio cruel del Padre...............................................301
Natividad de María..................................................................................302
Formar es ayudar a congifurarse con Cristo............................................304
Familia, formación y fe profunda............................................................305
Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir...................................307
La laicidad no está en contradicción con la fe.........................................308
La raíz de la teología y de la cultura: buscar a Dios................................310
Es sólo Dios quien, en nosotros, edifica la casa......................................317
Dos tesoros: el Espíritu Santo y la cruz...................................................321
No tengáis que ver con la idolatría..........................................................323
442
Lourdes, tierra de luz, esperanza y conversión........................................326
Exaltación de la santa Cruz en Lourdes...................................................330
María, infinitamente cercana a nosotros..................................................333
El sacerdocio es esencial a la Iglesia.......................................................335
Meditación eucarística.............................................................................340
Nuestra Señora de los Dolores.................................................................343
San Pablo es nuestro maestro..................................................................347
El altar es invitación constante al amor...................................................348
Trabajar en la viña ya es la primera recompensa.....................................350
San Pablo: un gran amor a Jesucristo......................................................351
La crisis conyugal: un paso hacia el crecimiento....................................354
Lección de humildad de Juan Pablo I......................................................355
El núcleo esencial de la Humanae vitae..................................................356
Parábola de los viñadores homicidas.......................................................358
Aprender a estar en el corazón de la Palabra...........................................361
Pío XII: la santidad fue su ideal...............................................................364
Dios invita a todos a su fiesta de bodas...................................................368
La santidad es el destino común de los hombres.....................................371
Superar el dualismo entre exégesis y teología.........................................373
Confianza en la razón..............................................................................374
El Señor te renovará con su amor............................................................377
El rosario es escuela de contemplación y silencio...................................379
Alimentarse de la Palabra: tarea prioritaria.............................................380
La relación entre la Palaba y las palabras................................................383
La sabiduría divina y la sabiduría del mundo..........................................383
Visión científica de la evolución del universo.........................................385
Irrupciones del Espíritu Santo en la Iglesia.............................................387
Fiesta de todos los santos.........................................................................388
Vivamos la relación con los fieles difuntos en la fe................................389
Dios mira la rectitud del corazón.............................................................390
Donación de órganos y trasplantes..........................................................392
Dedicación de la Basílica de Letrán........................................................394
Parábola de los talentos...........................................................................395
El reino de Cristo corre peligro en nosotros............................................396
Jesucristo, Rey del universo....................................................................398
El Adviento y la esperanza cristiana........................................................399
El mensaje espiritual del Adviento..........................................................401
Adviento: Dios tiene tiempo para nosotros.............................................402
Adviento: Dios habla al corazón de su pueblo........................................403
La ley natural. Sentido de la teología......................................................404
Juan Duns Scoto: Dios es ante todo caridad............................................406
Inmaculada Concepción de María...........................................................408
La carta a los Romanos............................................................................409
Adviento: La cercanía de Dios es cuestión de amor................................410
Navidad: Sentido y valor de nuestra existencia.......................................411
Los dos ejes de la Redención...................................................................413
Año 2008: La Palabra de Dios y el Espíritu Santo..................................414
443
Navidad: Dios se inclina hacia abajo.......................................................419
Navidad: Ha aparecido la gracia de Dios................................................422
Esteban y Saulo.......................................................................................424
Sagrada Familia de Nazaret.....................................................................425
Los principales maestros de la humanidad..............................................426
Invertir en la formación de las personas..................................................427

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