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La isla de sangre

Capítulo 1

“¡Funciona!”, exclamó Ratchitt, apartándose nerviosamente de la máquina.


Una por una todas las lámparas de piedra de disformidad comenzaron a parpadear y
acabaron por apagarse, hasta que solo relucía de forma infernal del dispositivo, cada vez
más poderoso con cada resoplido del fuelle hecho con tripas de rata. “¡Funciona!”,
repitió el tembloroso skaven mientras agarraba por los hombros al esclavo que tenía
más próximo y lo zarandeaba violentamente. El cuerpo de la criatura yacía sin vida
entre sus garras y no obtuvo ninguna respuesta. Ratchitt lo dejó caer al suelo con un
gruñido de disgusto y miró hacia las parpadeantes sombras. La luz de la máquina se
reflejaba en las gafas de protección de su máscara de cuero, que creaba la ilusión de
tener dos esferas verdes perfectas en lugar de ojos. La polvareda que cubría por
completo las lentes era tan espesa que le obligó a retroceder unos pasos para poder
contemplar la caótica escena. Cuerpos humeantes yacían por doquier: desplomados
sobre las mesas de trabajo, arrugados junto al horno e incluso medio deshechos en el
suelo aceitoso. “Incompetentes”, bufó. “Mi mayor éxito y no queda nadie con vida para
verlo.”
Un agudo repiqueteo sonó desde la base de la enorme máquina y una cabina de latón
cayó al suelo diseminando chispas de color esmeralda.

“¡No!”, chilló Ratchitt, mientras se precipitaba hacia su creación. Acarició la esfera que
se encontraba en lo alto de la cabina, ignorando por completo el calor que ésta despedía,
mientras murmuraba una serie de encantamientos para apaciguarlo. Una vez los
irregulares ruidos se tornaron en una suave vibración, se alejó unos pasos para
contemplar su trabajo. “Ahora respetarán-temerán a Ratchitt”, espetó. “Ahora, las cosas
serán diferentes.”
Sacó una enorme llave del interior de la cabina y apagó la máquina, extinguiendo su luz
verde. Casi inmediatamente, las linternas de piedra de disformidad que había colocado a
lo largo de las paredes volvieron a encenderse, hinchadas con renovado brillo mientras
la esfera se apagaba lentamente. Ratchitt guardó la llave en un recoveco de sus sucios
ropajes e hizo una mueca de satisfacción. Por último, mientras pisaba sin cuidado
alguno los restos carbonizados de sus asistentes, salió de su guarida.
Una vez fuera, Ratchitt se quitó su máscara de cuero y olfateó el aire viciado,
disfrutando de la multitud de olores que hacían estremecer su hocico. Plagaskaven se
convirtió en una marea de pelaje y dientes, ciega a su genio; ciega al dios que emergía
en su seno. Estudió la horda de alimañas con desdén. Ratas de todas las formas y
tamaños se fueron correteando, pululando por los laberínticos túneles de la ciudad y
trepando por sus estrechas y retorcidas calles. A su alrededor las sombras cobraban vida
y se movían; las ruedas traqueteaban, la forja silbaba y las poleas chirriaban gracias a la
eterna y desenfrenada industria de los skaven.

Olfateó de nuevo. “Bien-bien”, murmuró, mientras dejaba a la vista sus colmillos tras
una sonrisa. “Ya huelo el cambio.”

Volvió a colocarse la máscara sobre su rostro y comenzó a abrirse paso entre las
chillonas masas.
Qretch Dientepodrido fue empotrado contra la pared y cayó al suelo, tras soltar un
agudo hillido que vació el aire de sus pulmones. Limpió la sangre fresca que le brotaba
de su hocico, y comenzó a arrastrarse de regreso sobre sus patas, ladeando como podía
su cabeza a causa del dolor, como servil muestra de sumisión. “Pero, su gloriosa
magnificencia,” gimoteó, aterrado ante los andrajosos estandartes y brutales armas que
decoraban las paredes de la caverna,” ¿qué esperanzas podía tener un mísero traidor en
contra del poderoso señor de la guerra Padrealimaña?”

“¡Idiota!”, espetó la enorme figura que se cernía sobre él. “La mitad de los clanes
complota-confabula con ese gusano.”

“Solo la peor mitad”, chillaba Dientepodrido al tiempo que pataleaba a los pies de su
poderoso amo. “¡Estamos mucho mejor sin ellos!”

Las humillantes súplicas de Dientepodrido fueron silenciadas por una brutal patada.
Rodó por toda la sala del trono, y acabó frente a uno de los señores del la guerra
enemigos, Scratch Colmillosangriento. Las aduladoras palabras de Colmillosangriento
tuvieron aún menos éxito. Su cabeza había sido aplastada de mala manera y su cuerpo
yacía a varios metros de ésta. Dientepodrido decidió guardar silencio por un momento.

“¡Le enseñé todo-todo desde que era un cachorro!”, vociferaba el señor de la guerra
Skreet Padrealimaña, mientras caminaba con paso forme a través de la cámara y pateaba
la gruesa coraza de bronce. “¡Todo!” Enderezó su cuerpo hasta alcanzar su estatura total
y soltó un rugido que resonó por la celda.” ¡Usaré sus tripas como collares!” Sacó una
pequeña espada y comenzó a esgrimirla sobre su cabeza, lanzando tajos y arremetiendo
contra los sucios estandartes, mientras se rodeaba a sí mismo de una nube de polvo y
telas rotas.

Dientepodrido aprovechó ese momento para escabullirse y acomodarse en una alcoba,


aliviado de que su señor se hubiese olvidado de él por el momento. Entonces hizo una
pausa de sus actos de furia desatada. En la parte más alejada de la cámara, una figura
encapuchada había esperado a que cesase el despliegue de ira. El rostro del recién
llegado estaba oculto tras las sombras, pero sus ojos brillaban de excitación ante el
alocado comportamiento del señor de la guerra. Únicamente sus más cercanos
consejeros habían sido admitidos en su lugar sagrado- de hecho, sus vísceras y huesos
rotos habían sido utilizadas para decorar la habitación.

“¡Amo!”, espetó Dientepodrido, mientras señalaba a la figura sombría.

Skreet se dirigió hacia Dientepodrido mientras babeaba rabioso. “¿A dónde vas?”,
chilló, mientras trepaba hacia la alcoba con la espada sobre su cabeza. “¿A arrastrarte
hacia la guarida de ese traidor?”
Dientepodrido dejó salir un chillido de pánico cuando Skreet se abalanzó sobre él. ”¡No,
mire-mire!”, señalando desesperadamente en dirección al extraño.

El voluminoso cuerpo de Skreet se movía se movía a espasmos furiosos hasta que miró
en la dirección que Dientepodrido le señalaba. Sus ojos se abrieron del todo al ver a la
figura encapuchada.

“¿Colaespina?” bramó.

“No, un amigo,” respondió el desconocido con una aguda voz monótona.

La figura que se ocultaba tras las sombras hizo una extraña revelación. Su armadura
estaba formada por un extraño conjunto de pistones y oscuros aparatos mecánicos, e
incluso su enmarañado pelaje había sido sustituido por partes de motor y enmarañadas
tuberías de cobre. Al acercarse, las lámparas de piedra de disformidad hicieron relucir el
pequeño tubo de metal que tenía firmemente entre sus garras.

“¿Un ingeniero?” gruñó Skreet, enseñando sus largos dientes mientras regresaba al
centro de la sala del trono. “¿Qué ha venido a hacer aquí el clan Skryre?” Saludó a las
filas de cadáveres que se ocultaban en las sombras. “¡Decidles que el Clan Klaw no está
derrotado aún, que aún tengo...!

“Dije que soy amigo-amigo” interrumpió el extraño. “Soy el ingeniero-brujo Ratchitt.


Estoy aquí para ofrecerte mi ayuda.”

Los ojos del señor de la guerra volvieron a sus órbitas y dejó salir un aullido ahogado
por la rabia. “¿Ayuda? ¿Crees que no puedo manejar a un miserable tránsfuga-traidor
como Colaespina?” Se movió de un lado a otro de la habitación, hacia Ratchitt,
empuñando su espada corta sobre su cabeza. “¡Ayuda a esto!” chilló, mientras dirigía un
golpe hacia la cara del ingeniero-brujo.

Hubo un breve destello de luz y el señor de la guerra gritó, a la vez que dejaba caer su
arma al suelo de forma ruidosa. Se sujetó la recién desarmada garra y retrocedió
confundido mientras un zumbido sordo resonaba por la habitación.

El ingeniero resultó ileso, pero ahora había sobre él algo aún más extraño. Las lineas de
su rostro eran confusas y vagas, como si las sombras se hubieran fundido sobre él para
protegerlo. Por un momento, al señor de la guerra le pareció tener delante a un
fantasma. Entonces, con un giro en una ruleta de su brazo, Ratchitt hizo disminuir el
vibrante sonido hasta hacerlo desvanecer. Sus pequeños ojos brillaron de temor. “Señor
de la guerra Padrealimaña, por favor entiéndame,” dijo rápidamente. “Estoy aquí para
ayudarte.” Le mostró el pequeño tubo de metal que guardaba en su garra. “Tengo algo
que necesitas.”
El señor de la guerra ojeó la ruleta del dispositivo de forma desconfiada, todavía no muy
seguro de lo que acababa de suceder Entonces tomó un lento, juicioso respiro y, en un
intento de calmarse, recogió su espada del suelo y su ceño se frunció al observar a
Ratchitt. Ahora, su rabia estaba mezclada con algo más. “¿Qué es eso-eso?”dijo a la vez
que señalaba el tubo.

Ratchitt suspiró aliviado y le propinó una servil reverencia. ”Había oído cuán poderoso
era el señor de la guerra Padrealimaña, pero ahora veo que también es sabio-sabio, a
pesar de...”

“Basta de adulaciones, cría” siseó Skreet, mientras blandía su arma. “Solo díme qué es
eso. Tengo un clan que reconstruir y un traidor que despellejar.”

“Sí” respondió Ratchitt. ”Eso es por lo que estoy aquí. Tú necesitas aplastar a ese
traidor rápido-rápido. Necesitas matar a Colaespina antes de que el resto del Clan Klaw
se una a él.”

El pelaje de Skreet se erizó. “¿Cómo sabes tanto del Clan Klaw?”

“Las calles de Plagaskaven están obstruidas con su muerte, señoría. La noticia de la


batalla se ha propagado rápido-lejos. Lo sé todo acerca de la traición de Colaespina.”

“No menciones a ese sucio-rastrero”, rugió Skreet. Dio un cabezazo cerca de una
estalactita y la columna explotó, esparciendo piedras por toda la sala del trono.
“¡Llevaré su cara de sombrero!”
“Sí-sí, por supuesto que lo harás. Pero, ¿y si tuvieras una enorme-poderosa arma que te
ayudara?” Ratchitt se acercó al señor de la guerra y bajó el volumen de su voz
monótona a un nivel de conspiración. “¿Por qué jugar limpio? Él tiene a la mitad de tu
clan de su parte ahora.”
Skreet pulverizaba un trozo de estalactita con sus poderosas garras, sonriéndose a sí
mismo mientras se imaginaba devorando la cabeza de su antiguo sirviente. “¿Qué?”dijo.
“¿Dijiste un arma?” Dejó caer los trozos de roca al suelo, y se inclinó hasta que su cara
estaba al mismo nivel que la del ingeniero. “¿Qué clase de arma?” Miró de forma
sospechosa la ruleta del brazo del ingeniero. “¿Magia disforme del Clan Skryre?”

Ratchitt reprimió la risa. “No, señor. Un antiguo amuleto mágico, tan inestimable y
poderoso que las cosas-elfas lo han mantenido oculto durante siglos en una isla. Lo
llaman la Piedra Fénix.”
El asesor del señor de la guerra, Dientepodrido, apareció de entre las sombras. Todavía
goteaba sangre de su nariz, mientras se humillaba de forma cobarde ante su amo. “Así
que, ¿qué es eso?” preguntó, señalando al tubo con su garra astillada.

Skreet miró con desprecio a su subordinado, entonces volvió a tratar con el ingeniero.
“Sí-sí, ¿qué es eso?
Ratchitt comenzó a destaponar el tubo. “¿Has oído alguna vez hablar de la Isla de
Sangre?” preguntó, mientras deslizaba en su garra un trozo de piel de rata descolorida.

Skreet bufó. “¿La Isla de Sangre? “ Cerró un poco los párpados. “¿Es con eso con lo
que has venido a hacerme perder el tiempo? ¿Esa historia para crías? Alimaña corrupta-
podrida. Nadie sabe dónde está esa isla, porque nunca nadie ha regresado de ella.”

Ratchitt asintió con entusiasmo y le dio otra servil reverencia. “Las palabras de su
señoría son sabias-sabias. Es cierto que la isla está marchita-maldita.” La cola del
ingeniero dio un respingo de excitación. “Pero,” - dijo mientras desenrollaba el trozo de
piel de rata que revelaba un mapa escrito con sangre - “para aquellos con el correcto
conocimiento, otorga un gran poder. Poder suficiente para igualar-competir con el de los
Señores de la Descomposición.”

Skreet y Dientepodrido se inclinaron sobre el mapa del ingeniero, pasando por alto la
crudeza de su semblante. Dientepodrido se coartó al fijarse en lo enorme que era su
amo. “¿De qué sirve un mapa? He oído las leyendas. Masas de demonios rojos guardan
la Isla de Sangre.” Examinó con su mirada nerviosa cada rincón de la apestosa cueva,
pensando que descubriría alguno de esos seres observándolos desde las sombras. “Lo
ven todo con brujería de las cosas-elfas. Y queman todo aquello que se les acerca
demasiado. No viviríamos lo suficiente para salvar el pellejo, no importan tus
indicaciones.”

Ratchitt posó una de sus largas, curvadas garras, sobre el mapa de piel de rata. “Aquí
están los demonios,” susurró, señalando una serie de círculos marcados a lo largo de
una zona costera. ”Las cosas-elfas los llaman los Ulthuan. No hay criaturas vivientes.
Hay grandes estatuas que han permanecido allí desde las grandes guerras en el origen de
los tiempos. Su poder proviene del lugar más apartado del océano – de las antiguas
piedras que las cosas-elfas guardan en su hogar. Es cierto que el lugar está plagado de
fuego rojo. Matan a cualquiera que se suponga no deba pertenecer a la isla.”

“Así que, cualquiera como nosotros, ¿no?” dijo Dientepodrido, agitando su cabeza
demostrando su confusión.
Ratchitt frunció su ceño con aires de orgullo. ”No,” dijo, mientras enrollaba el mapa y
lo ponía de vuelta dentro del tubo, “no tú. No el Clan Klaw. Te lo garantizo. Con el
paso del tiempo yo, Ratchitt, he encontrado el modo de vencer a los Ulthuan. He
construido un dispositivo más poderoso incluso que la magia de las cosas-elfas. La
Cámara de Escape de Difusión de Disformidad Discontinua.

“¿La qué...?” comenzó a decir Skreet, antes de sacudir la cabeza. ”¿Puede eso matar a
los demonios rojos?”
“No exactamente, pero los enviará a su sueño. Abrirá la entrada a la isla a cualquiera
con un mapa.”
El señor de la guerra respiró profundamente y se rascó el hocico. “¿Y esa joya-elfa, la
Piedra Fénix, es poderosa, dices?”

“Lo suficiente para que las cosas-elfas lo hayan guardado durante todo ese tiempo.
Fuerzas sobrenaturales protegen toda la isla. ¿Qué otra cosa merecería tamaño esfuerzo
mágico, que no fuese un arma?”
Skreet miró de cerca al ingeniero. “¿Por qué me llevarías tú hacia esa roca?”

Ratchitt levantó sus zarpas inocentemente. “Solo para ayudarte a reconstruir...”

Skreet hizo caer al suelo al ingeniero, y apretó en dirección a su garganta con la


sangrienta espada. “No pienses que soy estúpido, Ratchitt.”

Ratchitt pataleaba y tosía en la gruta del señor de la guerra. “Bueno, por supuesto, mi
trabajo no es barato. Si el sabio-astuto Padrealimaña pudiera compartir algo del poder
de la piedra...”

Skreet le soltó, no sin antes apretar un poco más su espada en el cuello del ingeniero. “Y
qué me impide rebanarte el pescuezo en cuanto lleguemos a la isla?”

El ingeniero lamió sus dientes con nerviosismo mientras intentaba alejar su cabeza del
alcance de la espada. “El señor de la guerra Padrealimaña haría bien en mantenerme con
vida. Puedo suministrar al Clan Klaw con las armas más increíbles,”sugirió. “Y sé
dónde se encuentra el amuleto de las cosas-elfas.”
Skreet dirigió de forma furiosa su atención hacia el mapa. “Pensé que dijiste...”

“El mapa solo muestra las localizaciones de los Ulthuan. Lo necesito para preparar mi
dispositivo, pero no muestra dónde se encuentra el amuleto.”

A Skreet le recorrió un breve estremecimiento y sus labios serpentearon a lo largo de la


viciosa expresión de su cara. Cuando habló, su voz era poco más que un susurro.
”Entonces, ¿cómo lo encontraremos?”

Ratchitt se atrevió finalmente a sonreír, y tocó un par de veces su cráneo. “Está todo
aquí, Señor de la Guerra Padrealimaña. Pasé horas con la cosa-elfa que portaba el mapa.
No quería hablar, pero mis inventos tienen múltiples aplicaciones. Fue difícil
comprender sus gritos al final.” Su sonrisa creció. “Pero lo supuse.”

Skreet le mostró un reprimido gesto de respeto, pero mantuvo la espada en su sitio. “Si
esto resulta ser alguna clase de artimaña, Ratchitt, incrustaré tu cara en tus tripas y
atravesaré tus sesos con una alabarda.”
Ratchitt se situó apresuradamente al lado de su nuevo amo, seguido de un coro de
sirvientes y dientes chirriantes. Cientos de guerreros de clan atestaban los túneles
colindantes: prestando atención a los heridos y haciendo un festín con sus restos. El
nacimiento del Clan Klaw fue inesperado y profético. Fue una escisión de un clan
mayor aún – el Clan Mors – en un frenesí sangriento de puñaladas por la espalda. El
maestro de las tretas, Colaespina, había sido uno de sus consejeros más cercanos y su
traición llegó justo en el momento en el que el clan se estaba convirtiendo en una
poderosa fuerza en Plagaskaven. Sus planes supusieron un duro golpe. Cualquiera que
hubiese podido dominar la horda de alimañas en su totalidad se hubiera convertido en
uno de los señores de la guerra más poderosos del imperio subterráneo, llegando a
rivalizar incluso con el poder de los cuatro grandes clanes.
Los centinelas se arrodillaron ante Ratchitt, mientras éste se dirigía al pasillo de la Gran
Rueda. Una impresionante fuerza musitaba bajo las arcadas de la antigua cueva. El
ingeniero agitó su cabeza, maravillado por las miles de figuras que se distinguían
formando filas entre las sombras. Allí fueron reunidos skaven de todo tipo: desde
huesudos y demacrados esclavos a musculosas y acorazadas alimañas; incluso
destructivas y descerebradas ratas-ogro. Así pudo comprobarlo el potentado Ratchitt,
por el espeluznante coro de chillidos que llenaban la cueva. Una colosal rueda de
madera giraba lentamente en el centro de la estancia, mientras de ésta caían tornillos,
planchas y esclavos que gritaban mientras se precipitaban inexorablemente hacia su eje,
empujando incontables poleas y arrastrando una infinidad de trozos diminutos de piedra
de disformidad desde las minas inferiores. Aquella cosa era tan grande que llegaba hasta
el lejano techo, enviando polvo y rocas a la masa de carne que se encontraba debajo. En
los alrededores de la rueda, los ingenieros preparaban grandes máquinas de guerra.
Mientras trabajaban, murmuraban y tarareaban, cantaban viles liturgias mientras
infundían a sus armas el destructivo poder de la piedra de disformidad. Ratchitt se paró
a observarlos unos minutos, mientras musitaba comentarios sobre la poderosa fuerza
que se había aliado con él. Entonces bajó a un corredor y se dirigió a la sala de mando.

Parpadeó en el momento en que entró en la laberíntica cueva. Las paredes parecían


balancearse, dando bandazos a causa de las sombras. Una corriente de agua subterránea
fluía hacia el interior formando una cascada de colores virulentos: enfermizos verdes y
rosados espeluznantes que relucían al verse reflejados en las armaduras de los skaven
que pasaban ante ellos. Al frente de las criaturas se encontraba una figura más
corpulenta y retorcida que el resto. Su piel parecía deformarse y ondular a la vez que el
agua y la misma luz demoníaca brilló en sus ojos. Su cola era antinaturalmente larga y
recubierta con un bosque de zarzas.

“¿Y bien?” preguntó Colaespina, mientras Ratchitt se reverenciaba ante él. “¿El idiota
mordió el anzuelo?”

“Por supuesto. Como su señoría predijo. No sospecha nada de a quién le debo mi lealtad
realmente.”
Colaespina chocó sus garras con excitación y comenzó a recorrer el lugar. Mientras
estaba erca del putrefacto estanque, las luces revelaban por completo la extensión de su
deformidad. Casi todo su pellejo se había desprendido dejando a la vista la
sanguinolenta mezcolanza de llagas supurantes. La mayor parte de su piel se encontraba
oculta tras una plateada armadura reforzada, pero su despellejado hocico era claramente
visible, arrugado y retorcido bajo su casco serrado. En una de las mitades de su rostro
era visible el enfado, tras capas de cicatrices rojas, y el ojo que seguía fijamente al servil
ingeniero-brujo estaba torcido en un estrabismo permanente “¿Estás seguro-seguro?”
gorgoteó, con una voz de alcantarilla atascada. Se volvió hacia los soldados que tenía
junto a sí. “Skreet puede que sea estúpido, pero esperará alguna clase de truco.”

“Estoy seguro” replicó Ratchitt, elevando el tono de su voz para ser escuchado por
encima del rumor del agua. “Piensa que solo él conoce la existencia del mapa, y mi
dispositivo. Le dije que tu rebelión estaba perdida-condenada. Le rogué un lugar a su
lado.”

Colaespina dejó salir un lento y ferviente gesto de deleite. ¡Bien-bien! ¡Bien-bien! Se


morirá del susto cuando me encuentre esperándolo en esa isla.”

“¡No!” espetó Ratchitt. Luego bajó el nivel de su voz a un tono más respetuoso y juntó
sus garras como muestra de súplica. “No. Su gloriosa eminencia debe esperar. He dado
instrucciones al señor de la guerra de encontrarse conmigo en la costa a medianoche
pero su eminencia no debe llegar al lugar hasta una hora más tarde – es crucial para el
éxito del plan. Hay docenas de antiguos túneles que parten desde la zona principal, bajo
el mar y fuera de la isla. Han estado bloqueados durante siglos, para mantenernos a
salvo de la magia de las cosas-elfas, pero con mi máquina en su emplazamiento,
¡estamos a salvo de abrirlos para invadir! Los túneles son enormes-grandes.” Se dirigió
a la entrada de la habitación , situándose a la entrada del Salón de la Gran Rueda.
Incluso las máquinas de guerra del Clan Klaw pasarán por ellos. Dirigiré a
Padrealimaña a través de los túneles primero – y entonces al mismo tiempo que tú nos
sigues, él abrirá camino hasta el centro de la isla.”

Colaespina se movía de forma escurridiza por la cámara y se acercó nervioso al rostro


del ingeniero. “¿Pero eso es sabio-seguro?” siseó. “¿Qué pasa si él encuentra la roca
primero? ¿Qué pasa si echa sus zarpas sobre el arma antes que yo?”

El ingeniero sacudió su cabeza. “Recuerde, amo: las estatuas no son los únicos
guardianes de la isla.”
La expresión de Colaespina se tornó en una mueca de desprecio. “Las cosas-elfo.”

“Sí-sí. Mantienen un pequeño contingente allí, solo en caso de que los Ulthuan
fracasasen.¿Por qué deberías enfrentarte en batalla con ellos?”

Colaespina estiró su deformada cola y rodeó con ella el cuello de Ratchitt. “Cuando
podríamos dejar a ese viejo bruto que lo hiciera primero.

Ratchitt se humilló como pudo. “Sí-sí, no los esperará, pero tendrá muchas fuerzas con
él,y probablemente despedacen a la mayor parte de ellos antes de que les maten. Tal vez
puedan matar a las cosas-elfas antes de que lleguemos.”

Colaespina rugió de placer, echando su cabeza hacia atrás con tanto entusiasmo que
varias de sus ampollas reventaron. “¡Entonces llegamos para hacer picadillo a los
supervivientes y reclamamos la piedra!”
“Su señoría es sabio-sabio,” dijo Ratchitt, propinándole otra sentida reverencia. “Su
plan es perfecto. ¿Por qué arriesgar su nuevo ejercito, si Padrealimaña puede pelear por
ti?”

“Exacto,” replicó Colaespina, mientras tensaba su cola alrededor del cuello del
ingeniero por la excitación. “Mi plan funcionará, Ratchitt, ¿pero estás seguro de que tu
máquina lo hará?” Agarró con su zarpa la pechera del ingeniero. “¿Funciona el
dispositivo a la perfección? Si fuésemos atrapados en la isla...”

Ratchitt se soltó de la presa del pecho y alzó su hocico de forma orgullosa. “Mi Señor
Colaespina no tiene nada que temer – es perfectamente seguro.”

Colaespina le dedicó un gesto a modo de reverencia y agarró la empuñadura de la


espada de su cinturón. “Entonces tú también lo estarás, Ratchitt.”

Mientras Ratchitt tomaba camino de las salas inferiores, se dio la enhorabuena a sí


mismo. Con las dos mitades del Clan Klaw matándose los unos a los otros, sería fácil
para alguien como él deslizarse entre las derrotadas cosas-elfas y conseguir la Piedra
Fénix. Para cuando se diesen cuenta de su traición, desactivaría el dispositivo y los
dejaría en manos de los monstruos de Ulthuan. Se reía mientras corría. ¿Qué podría salir
mal?

Nada más llegar a su laboratorio, se dio cuenta de que algo no iba bien. Las lámparas
habían sido apagadas, trayendo la oscuridad a la caverna, y un ruido le percató de que
tenía visitantes. Ni siquiera el olor carbonizado de sus ayudantes podía disimular el
rastro de los extraños, al acecho en algún lugar entre las sombras.

Sintió un escalofrío de terror mientras pensaba en Skreet Padrealimaña. ¿Habría enviado


ese viejo estúpido a sus guardias para robarle su preciada máquina? ¿O tal vez la mente
desconfiada de Colaespina encontró la verdad? ¿Había tomado él el dispositivo? La idea
le era tan aterradora que estuvo a punto de segregar el almizcle del miedo. Se escurrió
hacia una pared y pulsó una manivela. Hubo un sonido de varias lámparas de piedra de
disformidad encendiéndose en una marea de luz verdosa. El brillo se apoderó de
decenas de frascos, crisoles y montones de equipos usados en peligrosos experimentos
científicos, y para deleite de Ratchitt, de su máquina. Sin embargo, su alegría duró muy
poco. Dos figuras se encontraban junto al dispositivo, aguardando su llegada con calma.
Llevaban calaveras y fetiches hechos con piedra de disformidad colgaban de sus ropas
hechas jirones y gruesos cuernos retorcidos en espiral salían de sus toscamente cosidas
capuchas.

Su pelaje era de un extraño color grisáceo y cada uno de ellos llevaba consigo una vara
retorcida, rematadas en un enorme pedrusco de piedra de disformidad

Ratchitt se dejó caer sobre sus rodillas, dejando escapar un chillido de dolor. Los
videntes grises observaron en silencio al encogido ingeniero durante un rato, sin dar
respuesta alguna a los gestos de súplica de Ratchitt. Entonces uno de ellos dio un paso
al frente. Sus caninos inferiores eran grotescamente alargados, y se enroscaban en forma
de espiral a ambos lados de su hocico. Como resultado de su deformidad, cuando habló
lo hizo mediante un balbuceante susurro. “¿Funciona, Ratchitt?”
El honor de Ratchitt se sobrepuso a su temor inicial, y se puso erguido sobre sus rodillas
mirando de forma suplicante al sacerdote. “Sí-sí” lloriqueó, mientras tiritaba de
nerviosismo. “Nunca antes ha existido algo semejante.” Se puso de pie y extendió su
garra hasta posarla sobre una válvula de presión en el centro del panel de controles.
“Puede suprimir incluso la magia más poderosa.” Con su otra garra rebuscó entre sus
ropajes hasta sacar una pequeña llave, que sostuvo con orgullo ante los videntes. “Si
queréis que lo haga, yo...”

“¿Cuándo ibas a decirnos tal información?” dijo el segundo vidente gris, con un tono
más amenazador.
Ratchitt dejó de hacer muestras de ingenio y se mantuvo callado. Guardó la llave y
comenzó a dirigirse de forma distraída hacia la puerta.

“¿Has olvidado acaso quiénes son los verdaderos amos aquí, ingeniero?” dijo una
tercera voz que resonó a sus espaldas.

Ratchitt se giró sobre sí mismo y se le dio vuelta el corazón al ver a la tercera figura,
bloqueando la puerta. Se tiró al suelo, con sus garras cruzadas sobre su cabeza, mientras
suplicaba misericordia. “No estaba terminada” chilló. “¡Tenía que estar seguro de que
fuese segura!” Miró hacia arriba y reverenció a quien se encontraba tras las sombras de
la entrada. “No podía arriesgarme a que algo pudiese pasaros. No podía dejar que les
pasase algo a los emisarios de la Rata Cornuda. Tenía que realizar las últimas
comprobaciones”

El primer vidente avanzó y describió un arco con su báculo hasta golpear en la coraza
del ingeniero, impidiéndole levantarse del suelo. “Pero no tuviste problemas en
compartir esa noticia con otros.”
Ratchitt se quedó petrificado. “¿Qué quiere decir su magnificencia?”

La piedra engarzada en la punta del báculo del vidente comenzó a brillar con luz propia.
Pequeñas llamas verdes comenzaron a salir del báculo rodeando al desdichado
ingeniero, y un olor a carne quemada llenó la cueva.

“Iba a decíroslo” gritó Ratchitt. “Necesitaba preparar un informe que pudiera presentar
ante la Torre Partida. Sabía que no querríais importunar a los Señores de la
Descomposición hasta que no fuese seguro el éxito de mis planes.”

“¿Planes?” interrumpió el vidente gris. Separó su báculo del ingeniero y lo utilizó para
golpear su cara, haciendo que el ingeniero rodase por el suelo de la sala. “¿Qué te traes
entre manos haciendo planes?” siguió el recorrido que el ingeniero estaba describiendo
en el suelo y le golpeó en el hocico. “Hemos requerido tus servicios para que uses tus
dedos, no ese cascarón de nuez que llamas cerebro.”

La voz de Ratchitt fue elevándose poco a poco hasta un tono que pudo ser escuchado.
“Pero mis señores, me faltaba por realizar una prueba final. Ni en sueños querría
aburriros con esa serie detalles técnicos. Pensé que podría realizar ese último
experimento, y al mismo tiempo proporcionaros la ayuda de un clan que os ha estado
causando problemas.” Ratchitt se levantó sobre sus pies, teniendo cuidado de no hacer
movimientos bruscos. Mantuvo sus garras en una postura suplicante. La sangre corría
por su hocico, pero la excitación había vuelto a sus ojos escarlata. “Iba a presentarme
ante vosotros con esos maravillosos regalos. La destrucción del Clan Klaw, una nueva
máquina un artefacto de las cosas-elfas de un poder inimaginable.”

“¿Y por qué deberíamos desear la destrucción de Skreet Padrealimaña?” preguntó la


figura cercana a la puerta.

Ratchitt le echó una mirada llena de astucia. “Porque el Clan Klaw ha crecido
demasiado para vuestro gusto. Pero mi plan asegurará que se maten entre ellos en la isla
de las cosas-elfas, sin que caigan sospechas sobre el Culto a la Gran Cornuda.”

Los tres videntes grises se miraron unos a otros durante unos instantes, y Ratchitt tuvo
la enervante sensación de que estaban intercambiándose algo más que simples miradas.

El sacerdote con colmillos deformes agarró a Ratchitt por el cuello y lo estampó contra
las placas metálicas de la máquina. “¡Habla!” le ordenó, mientras apretaba un cuchillo
en su estómago tembloroso. “¡Rápido-rápido!”
Capítulo 2

“Me están juzgando” jadeó Kortharion, aún con sueño y subiendo, todavía aletargado,
desde su cama. Permaneció desnudo frente a la ventana abierta, dejando que la fina
brisa le acariciase; pero su sudoroso cuerpo no sintió ningún alivio. Cualquiera que
fuese la época del año, fuese el día y la hora que fuese, la temperatura era siempre la
misma: la temperatura de su propia sangre. En su silenciosa habitación, pudo sentir su
pulso latiendo rápidamente, como un tambor que resonaba en sus oídos y enturbiaba sus
pensamientos. Su alcoba estaba situada en lo alto del templo, pero incluso desde allí era
difícil ver demasiado de la isla. La niebla antinatural lo transformaba todo, dando al
oscuro paisaje un aspecto fantasmal que le recordaba a sus sueños. Retorcidas y
sinuosas ramificaciones de rocas cubrían la isla por completo y la vil, pálida flora
brotaba debajo de cada retorcida piedra. Sacudió su cabeza. Durante cerca de quince
años había evitado centrar sus pensamientos sobre la corrupción que lo rodeaba, pero al
final fue descubierta. En tan solo unos meses otro ocuparía su lugar, y regresaría a su
hogar donde curaría su alma herida. Así que, ¿por qué no sentía ningún alivio?

El templo se asentaba al final de una pequeña península que nacía en la parte sur de la
costa de la isla. Su arquitectura fue olvidada por mucho tiempo, pero en lo profundo de
sus criptas se guardaba el premio que se les ordenó proteger – la Piedra Fénix.
Kortharion nunca había visto el amuleto por sí mismo, pero conocía su importancia.
Sentía su presencia en el lugar más recóndito de sus pensamientos. Sabía que era la
única cosa que los separaba a ellos de los horrores del Caos. La carga se hacía pesada en
todo el emplazamiento. Kortharion sabía que no era el único con sueños embrujados.

El mago suspiró mientras miraba al otro lado del estrecho puente de piedra que los
conectaba al resto de la isla. “¿Qué quieres de mí?" murmuró, observando en la
distancia los faros que bordeaban la costa. Eran tan insustanciales como todo lo demás,
disipando la niebla con una luz de optimismo, pero él sintió sus ojos quemándolo por
dentro. "He cumplido mi deber. ¿Por qué me miras así? ¿Qué más puedo hacer? "

Se puso su atuendo ceremonial y caminó suavemente hacia un sombrío pasillo estrecho.


Ni siquiera las más hermosas cortinas sapherianas podían ocultar la grotesca naturaleza
que los elfos habían tomado como su hogar. A pesar de sus esfuerzos, el templo
mantenía reciamente su origen antinatural. Kortharion corría hacia las escaleras,
mientras esquivaba varios salientes de piedra irregular que brotaban de las paredes y
anduvo con cuidado por el desnivelado suelo, repleto de ondulaciones.

Asintió con la cabeza a modo de saludo a los guardias con cota de malla, mientras
seguía su camino con ansias de abandonar aquel calor empalagoso, y abandonó el
recinto del templo. Mientras caminaba hacia el estrecho golfo que conectaba el templo
con la isla, Kortharion se detuvo. El resonar del oleaje, que rompía contra las rocas a lo
lejos, finalmente ahogó el sonido de su corazón, y le permitió pensar. Mientras notaba la
fina niebla del mar pegarse a su rostro, Kortharion se dio cuenta de lo que tenía que
hacer. Se secó el agua salada de sus ojos y miró hacia la costa tras los lejanos faros.
“Debo comunicarme con ellos” murmuró. “Debo saber qué hice mal antes de
marcharme. Ya no lo soportaré por más tiempo.” Volvió apresuradamente a través de la
isla y siguió su camino hacia los establos.
Los nervios de Melena Plateada se fueron crispando a medida que se acercaba,
sacudiendo su crin y haciendo sus cascos contra el suelo de adoquines. Su excitación se
extendió rápidamente sobre los otros caballos, y Kortharion posó su mano sobre el
tembloroso cuello de la yegua para calmarla. Acarició el hocico de la yegua unos
segundos y luego le colocó su silla de montar.

“¿Kortharion?” preguntó una voz procedente de fuera.

El mago parecía tener una figura esbelta, llevando un abrigo de brillante malla y aquel
sombrero con filigranas de plata. La luz de la luna resaltaba la cara del viejo guerrero
mientras se acercaba, dejando al descubierto la preocupación en sus ojos rasgados.

Kortharion mostró una leve sonrisa mientras se subía sobre su caballo. “ Me gustaría ser
capaz de escucharte cuando te aproximas, Kalaer, Aunque solo fuese una vez. ¿No
podrías por lo menos aparentar ser tan torpe como el resto de nosotros?”
El guerrero no le devolvió la sonrisa, pero posó su mano en el costado de Melena
Plateada y levantó la mirada a su amigo. “¿Qué te trae desde tus aposentos a estas santas
horas? Es casi medianoche. ¿Son los sueños otra vez?”

Kortharion mantuvo su sonrisa unos segundos, pero falló al intentar ocultar el temblor
en los bordes de su boca. “Podría decir lo mismo de ti, Kalaer. ¿Acaso duermes alguna
vez?”

Kalaer tocó la empuñadura de su espada. “Me sentía descansado, y pensé que podría
salir a hacer algo de ejercicio. Todavía no estaba cansado, de modo que decidí dar una
vuelta por las murallas para estar seguro de que los guardias aún estaban despiertos.”

Kortharion estudió la hermosa arma a dos manos . La luz roja de los faros quedaba
reflejada en la espada, como si fueran regueros de sangre. Se estremeció y miro hacia
otro lado. “Sí, los sueños otra vez. Pensé que un paseo a caballo me despejaría.”

Kalaer frunció el ceño y siguió la mirada del mago hacia las distantes luces. “¿Montar
ahora? ¿Tú solo? ¿Es eso sabio? La isla ya es lo suficientemente traicionera durante el
día. Permíteme acompañarte, si realmente debes ir.”
Kortharion cerró sus ojos y pasó la mano sobre su frente. “ Son los Ulthane; me
persiguen. Puedo ver sus rostros cuando intento dormir. Incluso puedo sentir su
desaprobación durante el resto de la jornada. Me miran como si pensasen que les he
fallado de alguna manera.”

Kalaer sacudió su cabeza. “¿Fallarles? ¿Cómo podrías? Están aquí para servirnos, no al
contrario. Recuerda que los Señores del Saber dijeron: Ellos son nuestros únicos aliados
en esta infernal isla. ¿Por qué habrías de decepcionarles?” Kalaer llevó su mano a las
riendas de su caballo. “No te preocupes demasiado. No te vayas con esos ánimos.
Quédate, intenta dormir un poco.”

Kortharion negó con la cabeza y gentilmente retiró la mano de Kalaer de sus riendas.
“No iré lejos” dijo, con una sonrisa poco convincente. “Solo siento la necesidad de estar
cerca de uno de los guardianes.” Se rió ante su propia ridiculez. “No tengo idea de por
qué, pero siento que es importante que vaya allí ahora.”

“Entonces deja que te acompañe” insistió el maestro de la espada, señalando al mozo de


los caballos para que ensillase el suyo. “Podría hacer algo de ejercicio.”

“No, Kalaer. Te lo suplico. Ya me siento lo bastante estúpido sin arrastrarte lejos de


tu deber.”

“¿Algunos guardias, entonces?”

El mago volvió a mostrar su negativa de forma enojada. “No, eso sería todavía más
absurdo. No dejaré al templo sin la mitad de sus defensas solo para ayudarme a dormir.”

Kalaer se encogió de hombros y montó sobre su caballo. “Solo tú y yo” dijo, mientras
cabalgaba hacia el estrecho puente de piedra.

El mago se resignó con frustración. Sacudió su cabeza y se sonrió a sí mismo, mientras


cabalgaba tras el respaldo rígido del maestro de la espada.
Capítulo 3

“!Por la Rata Cornuda” chilló Ratchitt, “retened esa miserable cosa!”

Estaba situado a varios metros del dispositivo, pero incluso a esa distancia el calor era
inmenso. Cables de energía al rojo vivo estaban sujetos en la parte más alta,
chisporroteando desde la cabina de latón y soltando sacudidas, haciendo aullar de dolor
a los esclavos de Ratchitt. Docenas de ellos resultaron muertos; sus lamentables,
retorcidos cadáveres se amontonaban en torno al brillante dispositivo como si se tratase
de una extasiada audiencia, asignados a su lugar por la ondulante energía que recorría
sus cuerpos ennegrecidos. Unos pocos sobrevivieron, pero como Ratchitt les gritó desde
la seguridad de un saliente de roca, hicieron otro desesperado intento de enroscar el
artilugio entre todos. Hubo un sonido de metal entrechocándose y la máquina dio un
bote hacia atrás, provocando que la esfera de cristal rodase en su jaula de anillos de
latón, haciéndola brillar más intensamente que antes. Los esclavos se convirtieron en
siluetas polvorientas por el deslumbramiento de color esmeralda, antes de colapsarse en
pequeños montículos de cenizas y brasas.

Ratchitt gritó con frustración. “¡Traidores!” lloró, mientras saltaba fuera del saliente y
mesaba su pelaje erizado.

“¡El señor de la guerra llegará en cualquier momento!” Miró de forma ansiosa el paisaje
de rocas en las que rompía el oleaje. Se encontraba a casi dos kilómetros de la parte
central, y como siempre, estaba oculto en las sombras de la niebla antinatural; pero sus
guardias ni siquiera intentaron ocultar el fulgurante brillo rojo que emanaban. Le
miraron desafiantes a su espalda, a través del mar embravecido para ensalzar su error.
Ratchitt observó a los rojizos centinelas que se hallaban junto al chispeante dispositivo
para entonces volver de nuevo a la isla. La furia finalmente se sobrepuso a sus temores.
Se ciñó la máscara de cuero aún más a su cara y colocó en posición sus protectores
oculares. Entonces saltó de entre la espesura y correteó hacia el cristal chamuscado,
dando esquinazo a los cañonazos de energía que serpenteaban por el suelo. Mientras se
acercaba al lado de la cabina, se refugió tras un montón de tubos de cobre, tratando de
localizar una pequeña palanca. Un verdoso rayo que salió ondeando de las tuberías
comenzó a recorrer por su pelaje, volviéndolo tan brillante como lo era la máquina.

Mientras trataba de alcanzar la cabina, se produjo un atronador sonido de campos de


energía que chocaban entre sí. El calor se hizo tan intenso que la máscara de cuero de
Ratchitt comenzó a echar humo por sus poros y tuvo que bajársela al cuello. Sabía que
apenas le quedaban segundos antes de que el fuego de disformidad lo desgarrase, pero
había tantas fugas y tuberías rotas que no sabía por dónde empezar. Dejó salir un
gruñido de frustración y golpeó uno de los pocos paneles que aún estaba intacto. El
escabroso sonido cesó repentinamente y el brillante aura de la máquina quedó reducido
a un leve haz de luz. Ratchitt aulló debido a la conmoción del momento, y se dejó caer
de espaldas mientras reía de forma histérica. “Arreglado-arreglado” chilló, observando
las estrellas que brillaban sobre su cabeza. Entonces cerró los ojos durante un minuto
para calmar el incesante zumbido que le provocó la vibrante maquinaria del dispositivo.

“¿Ratchitt?” preguntó una voz procedente de la penumbra.


El ingeniero se levantó sobre sus patas y vio centenares de abultadas formas correteando
a través de los campos iluminados por la luna. Se trataba de alimañas de oscuro pelaje,
con gruesas armaduras plateadas y enormes alabardas. A la cabeza comandaba un
skaven aún más grande. En su bestial rostro lleno de cicatrices se reflejaba la funesta luz
que emanaba de un talismán, que oscilaba colgado bajo su mandíbula. La amenazadora
mirada del Señor de la Guerra Padrealimaña llenó a Ratchitt de miedo y se dirigió
apresuradamente hacia la máquina. “¡Casi listo!” espetó hacia atrás, mientras presionaba
con todo su peso una rueda dentada oxidada. Hubo un chirrido de metal traqueteando
lentamente. Al poco tiempo el vibrante sonido del dispositivo se apagó de repente.

Ratchitt se quedó bloqueado por el pánico mientras la luz de la esfera de cristal se


desvanecía.

“¿Ratchitt?” volvió a preguntar el señor de la guerra, ésta vez a tan solo unos pasos del
ingeniero.

El ingeniero se dio la vuelta hacia Padrealimaña con una explicación en sus labios, pero
antes de que pudiese hablar, la máquina soltó un perforador quejido sordo e iluminó el
cielo nocturno con un brillante resplandor de rayos. Los skaven cercanos a la máquina
fueron lanzados al suelo por la fuerza de los estallidos de energía y se revolcaban por el
suelo en un coro de gritos y maldiciones.

Skreet Padrealimaña se puso de rodillas y soltó una maldición, mientras tapaba sus ojos
del repentino resplandor. Echando una ojeada a través de sus garras, observó el arco
eléctrico que desprendían las ondas de choque, dirigiéndose hacia unas formas
neblinosas en la distante isla. Los rayos se movieron con una precisión antinatural: doce
finas agujas de luz, apuñalando el sangriento laberinto directamente hacia las almenaras
color carmesí.

Ratchitt se puso de pie, todavía aturdido por la caída, y se escabulló hasta situarse al
lado del señor de la guerra. Manoteó desesperadamente la armadura de Padrealimaña.
“¡Mi señor! ¡No se preocupe! Solo necesito hacer unos ajustes-ajustes y todo estará
bien.¡Sé que puedo realizar el trabajo!”

El señor de la guerra no pareció prestar atención a las palabras del ingeniero, mientras lo
lanzaba a Ratchitt un lado, haciéndole retroceder hacia el borde del precipicio, y
observó el mar que rodeaba la isla. Gruñó sorprendido.

Ratchitt frunció el ceño y se dio la vuelta, preguntándose por qué el señor de la guerra lo
había dejado con vida. Mientras subía a la cima obtuvo su respuesta: la isla había
desaparecido del horizonte. Había sido sumergida en la oscuridad. Las almenas ya no
estaban.
Capítulo 4

Kortharion hizo una mueca de desagrado mientras veía los pequeños destellos blancos
de movimiento delante de él. Los elfos no habían encontrado descendientes de los
habitantes originales de la isla – los trastornados seres que construyeron esos bizarros,
escalonados templos y altares – pero el lugar se encontraba lejos de estar deshabitado.
El suelo estaba empapado por la memoria de la hechicería oscura y durante siglos,
extrañas mutaciones habían transformado la flora y la fauna de la isla. Los mamíferos
no pudieron sobrevivir demasiado tiempo en aquel ambiente tan atormentado, de modo
que otras criaturas salieron de debajo del arruinado suelo para llenar el vacío: anémicos,
pegajosos seres que relumbraban, repiqueteantes como huesos que se diseminaban ante
el trote de los caballos. Los elfos vigilaban las sombras cuidadosamente buscando
señales de peligro. La escasez de depredadores naturales había permitido a aquellos
fantasmales insectos adquirir proporciones grotescas. Varios elfos incautos se habían
encontrado a sí mismos en el lado equivocado de sus pálidos, translúcidos caparazones.

“El camino ya casi se ha vuelto muy espeso otra vez” dijo Kalaer, mientras se abría
paso entre la maleza a base de tajos con su espada. “No clarea desde hace dos días.
Menuda vileza ésta. Y parece ponerse cada vez peor.”

Kortharion asintió, alzando su alargado báculo para iluminar las picudas rocas y
retorcidas espinas. La guarnición mantuvo ocupado un camino en la línea costera de la
isla; un estrecho pasadizo que se rodeaba la locura del podrido corazón de la isla. Nunca
fue un trayecto cómodo, pero ahora era casi intransitable. “Algo va mal” contestó. “algo
se está alterando.”

Mientras Kalaer luchaba por guiar su caballo por el dificultoso terreno, intentó localizar
el objetivo sobre el cual se posaba la vista del mago. “¿Qué ves, viejo amigo?”

Kortharion sacudió su cabeza de forma turbada. “Caos. Siento su presencia más que
antes. Caos por todas partes: en las rocas, en las plantas, en el aire. Lo nubla todo hasta
el punto que no sé qué es real y qué no lo es. En mis sueños veo lo enorme de los
Ulthane – aquel que mira en dirección opuesta a la zona principal. Tiene la mirada baja
hacia mí, lleno de desesperación y pena. Siento que si pudiera verlo, tal vez obtendría
una respuesta de algún tipo.”

Kalaer bajó su bota para aplastar un pálido gusano que intentaba enroscarse en su
calzado. Era como de treinta centímetros de largo y se dio cuenta con disgusto que tenía
incontables espinas hundidas en su carne. Se lo quitó de en medio con la punta de su
espada y sacudió su cabeza al despojo que dejaba tras de sí.

Tras una lenta y tortuosa jornada, finalmente llegaron a su destino. Mientras alcanzaban
la cima de la pequeña elevación de terreno, Kortharion se detuvo y dirigió su báculo
hacia el quebrado horizonte. “Ahí está” musitó.

Kalaer se dirigió su caballo para situarse a la par de Melena Plateada, aunque distante,
frente a la enorme estatua roja. “No estoy muy seguro de lo que esperas encontrar aquí,
Kortharion.”
“Yo tampoco” respondió el mago. Se volvió hacia Kalaer con duda en sus ojos, pero
antes de que pudiera decir nada más, el horizonte se iluminó en un fantástico despliegue
de rayos verdosos y el pesado silencio fue resquebrajado por un largo grito chirriante.

“En el nombre de Aenarion, ¿qué fue eso?” espetó Kortharion, mientras trataba de
calmar su asustada montura.

“¡Mira!” exclamó Kalaer, señalando hacia su destino. La luz del distante faro hizo un
brillante estallido para luego apagarse, sumiendo parte de la isla en la oscuridad más
absoluta. “¡Y allí!” Kalaer señaló a las demás luces rojas que rodeaban la isla. Se
estaban desvaneciendo una tras otra. “Los Ulthane, ¿qué les está ocurriendo?”

El mago sacudía su cabeza mientras observaba cómo las luces desaparecían. “Qué
estúpido he sido, Hace tiempo que debí aprender a no ignorar mis propios sueños. ¿Por
qué he esperado tanto?” Espoleó su caballo, que galopó en dirección al ahora, invisible
centinela. “No tenemos tiempo que perder” dijo, mientras Kalaer cabalgaba tras de él.
“Nunca había oído algo semejante. Solo una hechicería del más alto poder podría dejar
ciegos a los Ulthane. Y esos han sido rayos como nunca antes he visto.”

Los dos elfos condujeron sus caballos tan rápido como se atrevían entre las rocas
desiguales y desmontaron a los pies del antiguo centinela. La estatua de mármol se
erguía por encima de rocas y árboles, vigilando el bosque con sus tristes ojos y posando
sus manos sobre la empuñadura de una espada que parecía una réplica de la de Kalaer,
pero diez veces mayor.

“Por los dioses, su fuego ha sido apagado” suspiró Kortharion, mientras miraba hacia
ella.

Cada uno de los Ulthane llevaba un adorno con forma de diadema sobre sus
majestuosas, reales cejas con una enorme piedra roja engarzada en ésta. Durante todo el
tiempo que los elfos habían ocupado la isla, las piedras habían brillado con fuego
interior: una poderosa amenaza para aquellos intrusos que alcanzaran la costa. Ver una
de esas coronas oscuras y sin vida desoló a los elfos profundamente.

Kortharion desmontó de Melena Plateada y fue hacia el inmenso, desmoronado pedestal


de la estatua. Puso sus manos sobre las piernas de la estatua y cerró los ojos. Tras unos
momentos, el mago se giró hacia Kalaer, con una cara que reflejaba la angustia. “Nada”
murmuró. “Todo rastro de vida se ha extinguido. Ya no es más que otro trozo de roca.”

Kalaer bajó de su propio caballo y miró a su alrededor con cautela, interponiendo su


espada entre él y las sombras. “¿Podría haber alguna explicación simple?” preguntó,
mientras se situaba a los pies de la estatua. “¿Qué clase de poder podría sofocar una
magia tan antigua? Si esperamos un momento, ¿volverá la luz?”

Kortharion agarró el hombro a su amigo y le habló con calmada, aunque tenebrosa voz.
“El poder de los Ulthane proviene directamente de Ulthuan. ¿Y si ésta es la señal de una
catástrofe aún mayor? ¿Y si el vórtice mismo está siendo atacado?”
El maestro de la espada se encogió de hombros. “Cálmate, Kortharion. Recuerda quién
eres, estudiante de la Torre Blanca. Somos los herederos de Aenarion. ¿Qué amenaza
podría desafiar la majestuosidad de los Asur? Simplemente deberíamos regresar al
templo y enviar un mensaje.” Se bajó con cuidado del pedestal de la estatua. “Vamos,
debemos dar la alarma.”

Tan pronto puso un pie en el suelo, se quedó paralizado. Había nuevas fuentes de luz en
el bosque. Docenas de luces rojas avanzaban tambaleantes bajo sus retorcidas ramas,
una marea de ojos brillantes, avanzando hacia ellos con premura.

“¿Khitons?” preguntó Kortharion, acercándose al maestro de la espada.

Kalaer sacudió su cabeza. “Nunca he visto insectos moverse de esa forma, no con tal
sentido del deber.” Se apretó más el casco y asintió hacia la delicadamente tallada vara
de su amigo.

Kortharion cerró los ojos y musitó un breve encantamiento. Durante unos segundos,
permitió que los vientos de la magia lo recorrieran a él y a su vara. Una deslumbrante
luz blanca surgió de la piedra incrustada en su cabeza y la claridad llenó el lugar en el
que se situaban.

El mago jadeó.

Centenares de jorobadas y sarnosas criaturas fueron atrapadas por el deslumbramiento,


tapándose los ojos de la repentina luz mientras se escondían tras los árboles. Eran tan
altos como un hombre, pero revestidos de un pelaje de alambre y con babeantes hocicos
alargados. Cada criatura portaba alguna clase de cruel arma y muchos de ellos llevaban
gruesas placas de maltratadas, serradas armaduras.
“Por la Reina Eterna” siseó Kortharion, mientras elevaba la luz de su vara para revelar
aún más monstruos. “Skaven.”

A la vista de las dos altas y esbeltas figuras los hombres-rata se detuvieron, apiñándose
al borde del claro y mirando sobre sus hombros entre un coro de agudos sonidos
chillones. Despedían un olor agrio de sudor, heces y carne podrida.

Kalaer se burló de la amenaza imperiosamente y adoptó una posición de combate,


cambiando de postura con la facilidad de un bailarín. “No hay nada que nos preocupe”
dijo. “esas miserables alimañas huirán ante la primera señal de peligro.” Blandió su
espada en una complicada serie de arcos y situó la hoja de la espada a la altura de los
skaven. “Deja que vengan.”

Kortharion mostró su acuerdo asintiendo con la cabeza, intentando asumir la misma


postura despreocupada de su compañero, pero le resultó sumamente difícil al recordar la
mirada vacía del Ulthane. Hubo un profundo, lejano grito desde el interior del bosque y
las criaturas comenzaron a avanzar. Se movían a una velocidad increíble, saltando al
interior del claro en un estallido frenético.

Tan pronto llegaron al pie, volvieron a detenerse, gruñendo y escupiendo a los elfos
mientras blandían sus embotadas armas. El porte sereno de su presa pareció
desconcertarles. Una enorme silueta apareció de entre los árboles, rugiendo con furia. El
líder de los skaven debía ser dos cabezas más alto que sus subordinados y su enorme,
robusta figura estaba formada por músculos bien marcados. Pinchó a sus tropas con una
alabarda de aspecto vicioso, lanzando insultos entre sus afilados colmillos, ordenando a
sus tropas avanzar.

Las criaturas parecían tener más miedo de su jefe que de los elfos, de modo que saltaron
al ataque.

En cuanto el primero de sus adversarios estuvo lo bastante cerca, Kalaer avanzó


silenciosamente hacia él, blandiendo su espada tan ligeramente como si fuese una daga
en una cegadora serie de tajos y golpes. El skaven chilló de dolor mientras diseminaba
su sangre por las heridas de sus miembros amputados. Con su líder azotándoles y
espetando maldiciones tras ellos,
no les quedaba otro remedio que seguir avanzando, trepando de forma desesperada
sobre sus semejantes caídos y saltando hacia el maestro de la espada, elfo de cara
sombría.

Mientras las enloquecidas criaturas lo rodeaban, el comportamiento tranquilo de Kalaer


se hizo más marcado. Su cuerpo casi permanecía inmóvil mientras su espada describía
arcos en torno a él, girando a una velocidad deslumbrante, casi sin esfuerzo. Las
esculpidas placas de su armadura se tiñeron rápidamente con la sangre de docenas de
skaven desintegrados ante la afilada nube de tajos.

Kortharion, mientras tanto, regresó lentamente sobre el pedestal en que se encontraba la


estatua, sujetando en alto su vara mientras murmuraba encantamientos en voz baja. Tan
pronto se situó sobre el pedestal, soltó un armonioso grito y golpeó con su vara el
pedestal de antigua roca, abriendo aún más su mente a los vientos de la magia. A su
orden, un muro circular de llamas blancas surgieron alrededor de la estatua, iluminando
el claro y consumiendo docenas de skaven.

Los hombres-rata chillaron de pánico y algunos comenzaron a huir, pero el señor de la


guerra les cortó el paso y los miembros con un cuchillo de carnicero y chilló de nuevo,
mientras otra figura aparecía a su lado. Éste skaven llevaba una repulsiva máscara de
cuero que se extendía por su estrecho hocico. Su armadura estaba repleta de
mecanismos de relojería ordenados de forma caótica y viales con un líquido verde en su
interior. Avanzó hasta el claro y la criatura de aspecto extraño levantó una pistola y
apuntó en su dirección.

Kortharion asintió con satisfacción mientras la pared de fuego devoraba montones de


espeluznantes alimañas. El letal virtuosismo de Kalaer tenía poco efecto sobre los ya
consumidos skaven y sus moral terminó por disiparse. Vio que su viejo amigo estaba en
lo cierto; unos minutos más y los que quedasen huirían hacia el cobijo del bosque.
Levantó su vara y se preparó para golpear por segunda vez, elevando su voz hasta un
furioso crescendo mientras torrentes de energía se acumulaban en torno a la escultura de
marfil.

Sonó un pequeño estallido al otro lado del claro y el enmascarado skaven se bamboleó
hacia atrás, echando maldiciones sobre la pistola que acababa de explotar entre sus
garras en una nube de humo y trozos metálicos.

Sobre el pedestal, el mago gritó de dolor y cayó de espaldas. Se desplomó contra uno de
los pies de la estatua y vio una mancha oscura extendiéndose rápidamente a través de su
pecho. La agonía que se apoderó de él era tan intensa que durante unos segundos falló al
buscar dónde fue alcanzado. Entonces levantó su capa y vio un fino e irregular hilo de
sangre que salía de su hombro. La imagen era tan surrealista que casi se echó a reír.

“¡Kortharion!” gritó Kalaer, mientras miraba al mago a su espalda con horror en su


rostro.

Mientras el mago se desplomaba lentamente sobre el pie de la estatua, sufría espasmos


por las nauseas y su vara de repente le parecía demasiado pesada para sujetarla.
Mientras caía por las escaleras, la luz de la roca que llevaba incrustada relumbró una
vez más y entonces se desvaneció.

Una ruidosa ovación resonó por el claro mientras la pared de fuego se extinguía y los
skaven presionaron los unos contra los otros para avanzar.

El maestro de la espada no cejó de golpear, ni siquiera mientras veía a Kortharion


desfallecer, derramando sangre fresca a cada paso hacia él. Pero con la caída del mago,
el temor de los skaven se evaporó y comenzaron a trepar hacia Kalaer con renovada
determinación. Más criaturas salían de entre los árboles, y Kalaer dejó salir un resoplido
de indignación al darse cuenta de que eran demasiados para enfrentarse a ellos él solo.
Lentamente, de mala gana, comenzó a retroceder hacia su agonizante amigo.

Mientras la vida de Kortharion le abandonaba, se golpeó en la cabeza contra la roca y se


encontró mirando hacia la cara del Ulthane. Era una escena que reconoció
inmediatamente – los nobles, encantadores detalles de la estatua, observándole desde
arriba con horror en su mirada. “Éste es mi sueño” gorgoteó, mientras su garganta se
llenaba de sangre. “Éste es mi fracaso.” De repente vio por completo la magnitud de sus
errores. Sin el mago o el maestro de la espada, la guarnición de elfos quedaría
enormemente debilitada. Con los Ulthane incapacitados, y sin magia para ayudarles, la
mitad de las defensas de la isla se habrán ido. Al traer consigo a Kalaer, había puesto en
riesgo todo. Éste era su fallo y lo había soñado. La premonición señalaba ese momento.
Le recorrió un horrible dolor y gritó de angustia, mientras llegaba ante el imperturbable
Ulthane con una súplica desesperada.

Kalaer apareció a su lado. Todavía manejaba su espada con increíble velocidad y


precisión, pero su rostro estaba pálido. Los skaven se regocijaban mientras docenas de
ellos le rodeaban, y aunque iban cayendo en rodajas, aparecían muchedumbres que los
reemplazaban. “Debemos alertar a los otros” jadeó, mientras echaba una mirada de
angustia a la sangre que manaba del pecho de Kortharion.

El mago sacudió la cabeza, y se las arregló para ponerse erguido sobre su codo. “Tú
debes avisarles” respondió, asintiendo con la cabeza hacia los caballos que se
encontraban atados al otro extremo del claro.

Los ojos de Kalaer se agrandaron de horror ante las palabras de su amigo y sacudió la
cabeza ferozmente, golpeando a las criaturas con aún más vigor.

La cara del mago era de un tono blanco fantasmagórico mientras se arrastraba a una
posición de sentado, pero con un brillo de determinación en sus ojos. “Debes irte ahora.
No puedes sacrificarte tan innecesariamente. Piensa en los demás – deben saber que
estamos siendo atacados.” Comenzó a hablar con dificultad a medida que el dolor
empeoraba, “E-ellos necesitan tu... tus dotes de líder para... defender el templo.”

El maestro de la espada volvió a negar con la cabeza mientras permanecía concentrado


en la batalla.

“¡Piensa en lo que está en juego!” gritó el mago con repentina vehemencia. “El templo
no... no debe caer antes esos monstruos.”

El maestro de la espada tropezó de espaldas ante la presión de los cuerpos que se


abalanzaban sobre él. Se encontraba ahora junto al yaciente mago, defendiéndole con un
salvaje despliegue de esgrima. Pero a medida que el círculo de skaven se cerraba en
torno a el, el volumen de espadas y dientes se hacía inaguantable; golpes y arañazos
aparecieron en su armadura y sus pasos no eran tan seguros a medida que el enemigo
saltaba sobre su delgado cuerpo.

“Huye ahora, o podrías arriesgarlo todo” jadeó Kortharion. Entonces comenzó a


murmurar un nuevo encantamiento.
Las palabras del mago eran roncas y confusas por culpa de la sangre, pero Kalaer
reconoció sus intenciones. Mientras el hechizo comenzaba a tomar forma, sintió
poderosas cuerdas de magia arremolinándose en torno al pedestal, haciendo temblar
desde las escaleras hasta su armadura mientras ondeaba su cabello rubio. Se arriesgó a
mirar a su compañero caído y observó una luz que emanaba de sus ojos. Incluso la piel
del mago relucía de poder. “¡No!” gritó Kalaer. “¡No te dejaré hacerlo, debes...!
“¡Ahora!” gritó Kortharion, tambaleándose sobre sus pies mientras alzaba las manos
sobre su cabeza.

Con un bramido de frustración, el maestro de la espada saltó hacia atrás. Volvió sobre
sus pasos en un movimiento demasiado rápido como para ser visto y desapareció.

Hizo su movimiento con tan solo unos segundos de sobra.

Mientras un skaven caía en el vacío que dejó el maestro de la espada, Kortharion


pronunció las palabras finales del hechizo y una atronadora explosión sacudió el claro.
Capítulo 5

Caladris tropezó y cayó soltando un llanto de dolor. Mientras caía a sus rodillas, la capa
color cobalto de sus ropajes lo envolvió como una mortaja.

Las Tormenta se han apoderado del Gran Océano durante meses y la cubierta de la
Llama de Asuryan era una mezcolanza grisácea de lluvia y espuma de mar, pero la caída
del joven mago no pasó desapercibida. Varias figuras saltaron desde el aparejo y
corrieron para ayudarlo a ponerse en pie, entregarle su vara, tirando de sus ropajes y
observando con preocupación su rostro blanquecino.

“Llevadme ante el príncipe” jadeó Caladris, apoyándose sobre sus hombros como si
tuviera un gran peso sobre su espalda mientras se ponía en pie. “Algo terrible ha
ocurrido.”

El guardián se estremeció al ver el dolor escrito en el rostro de Caladris. La flota élfica


había partido desde Ulthuane hacía casi un año, y el estudioso joven había sido el
blanco de sus bromas desde entonces; al verle de esa forma – enormes ojos
desesperados que parecían pegados a un cuerpo con enclenques brazos – incluso el más
endurecido de ellos sintió lástima. A medida que ayudaban al mago a cruzar la cubierta,
levantaron sus escudos para protegerle un poco de la furia de la tormenta, mientras lo
conducían hacia el camarote del príncipe.

“¿Pero por qué no he oído nunca hablar de esa roca?” exigió saber el Príncipe Althran,
Jinete de Tormenta. La voz del noble contenía un tono afilado mientras se tambaleaba
atrás y adelante, intentando restablecer el orden a su cabina de mando. Al abrirle la
puerta al mago, permitió que la tormenta bailara con las cartas y los mapas que cubrían
su escritorio, haciendo que se desperdigasen por las cuatro esquinas del camarote.
Mientras Caladris se dejaba caer débilmente sobre la silla tras la puerta, el príncipe
recogía sus papeles y los guardó en un alto armario de marfil, suspirando por la molestia
que sentía al ver sus papeles empapados. Incluso con la puerta cerrada, la furia de la
tormenta era inevitable y mientras regresaba a su mesa, el príncipe tuvo que sujetarse a
una de las vigas del bajo techo para no perder el equilibrio. “Si se trata de un talismán
tan poderoso, de valor incalculable y guardado en una de esas islas, ¿cómo es que yo no
sabía nada de su existencia?”

Caladris no pudo responderle inmediatamente. Empezó a temblar mientras repasaba


mentalmente los acontecimientos y se limitó a asentir con gratitud cuando el príncipe le
ofreció una copa de vino.

La expresión del Príncipe Jinete de Tormenta se suavizó al ver ervioso que se


encontraba su joven encargado. "Cálmate, no te apresures" dijo al joven mago
sentándose frente a él mientras se servía una copa de vino.

Caladris apuró del todo el interior de su copa y abrió los ojos. "Me dijeron que incluso
en la Torre Blanca hay muy pocos que sepan de la existencia existencia de la piedra. Se
lo aseguro, no es una crítica hacia usted, mi señor. Desde los tiempos de Bel-Korhadris,
únicamente los más dotados y sabios maestros del saber han sido cómplices del secreto
de los Ulthane y de la Piedra Fénix."

El príncipe dejó salir un bufido de desdén. "Mis ancestros patrullaron estas aguas ántes
de que Bel-Korhadris hubiese nacido. Si la Isla de Sangre es el hogar de tal tesoro, estoy
seguro de que mi padre lo hubiera sabido." Repiqueteó sus delgados dedos llenos de
joyas sobre el posabrazos de su silla, y observó por la única ventana de la cabina.
"Quedaron muchas cosas sin hablar entre nosotros antes de su muerte, pero estoy seguro
de que si no se lo hubieran llevado de repente habría confiado en mí."

Caladris levantó la barbilla de manera desafiante. "Eso no lo sé, señor. Solo sé que es un
secreto celosamente guardado. Y siempre ha sido así, porque..." hizo una pausa,
mientras se inclinaba hacia delante con mirada sombría. "Porque si otros a excepción de
los Asur supieran de la existencia de la piedra, las consecuencias serían terribles."

El príncipe se quedó sentado y se alisó su cota finamente bordada, con una expresión
que reflejaba su falta de convicción. "¿De verdad? ¿Estás seguro de que es tan
importante? ¿Qué clase de poder ejerce ese talismán? ¿Es realmente un arma tan
poderosa?"

"Oh, no" respondió Caladris, sacudiendo su cabeza enérgicamente. No posee ningún


poder en sí misma, no tiene aplicaciones militares de ningún tipo." Frunció el ceño y
miró hacia el suelo sin saber muy bien cómo continuar. "¿Recuerda que he mencionado
a los Ulthane?"

El príncipe asintió. "¿Las estatuas?"

"Sí... bueno, no. No son simples estatuas, ni siquiera faros. O por lo menos no lo han
sido siempre." Frunció el ceño mientras miraba la media luna dorada que coronaba su
vara, obviamente frustrado por verse en la necesidad de explicarlo detalladamente.

El príncipe mostró su arrojo. "Tú no eres el único aquí con ciertos conocimientos,
Caladris. Todo el conocimiento en Ulthuan no reside dentro de la Torre Blanca. Espero
que no estés dudando de mi capacidad para comprender. Si realmente esperas que
cambie nuestro rumbo debes darme una muy buena razón. Cuéntame, ¿qué eran los
Ulthane antes de convertirse en estatuas?"
"Grandes héroes" respondió el mago, mirando a los ojos del príncipe. "Como dice la
leyenda, eran prácticamente nuestros primeros caballeros, entrenados por el mismo
Defensor, mientras el mundo se tambaleaba al borde de la ruina. Mientras nuestros
antepasados creaban el vórtice mágico que mantiene cautivos a las legiones demoníacas,
los Ulthane batallaban al otro lado del mundo. Y mientras Caledor completaba su ritual
final en Ulthuan, los Ulthane descubrieron una grieta: un fatal defecto en su gran
hechizo."

El príncipe Althran soltó una bocanada de aire debido a la incredulidad y se echo hacia
delante mientras agarraba los reposa brazos de su silla. "Pero deben haber cerrado el
portal, o de lo contrario no estaríamos aquí ahora."

Caladris asintió con su mirada llena de orgullo. "He devorado incontables libros que
hablan sobre el tema. Las leyendas dicen que entregaron sus vidas, pero al hacerlo,
lograron contener el ruinoso torrente que inundaría la isla. A pesar de sus horribles
heridas, los doce vertieron todo su amor y su fe en Aenarion en una sencilla baratija --
un pequeño amuleto de obsidiana, que uno de ellos llevaba colgado con una cadena
alrededor de su cuello. Y con su último aliento, consiguieron sellar la brecha con el
amuleto. Solo entonces se les permitió morir, Antes de que jurasen proteger el amuleto
para toda la eternidad – incluso después de darles sepultura.

"¿Será eso cierto?" murmuró el príncipe. Miró tras la ventana hacia las montañosas olas
color esmeralda. “¿Y las estatuas?” preguntó al mago, volviéndose hacia él con un giro.
“Son tumbas, construidas en el luto de los héroes caídos. Pero con el tiempo, aquellos
que fueron enviados para proteger el amuleto creyeron que los espíritus de los
caballeros habían regresado, imbuyendo vida a las estatuas. Al principio las peticiones
fueron desestimadas por los maestros del saber, pero mientras pasaban los siglos, Los
Ulthane comenzaron a brillar con poder carmesí, iluminando la costa de la isla con su
feroz mirada.” Los ojos del mago se agrandaron de pasión. “En tiempos de crisis,
despertarían, adentrándose en el mar y destruirían las naves de nuestros enemigos con
sus gigantescas espadas de mármol.” Agitó su cabeza. “No es la única magia en la
partida, de todas formas. Con el paso de los milenios, trazas de la brecha han deformado
la isla. Aquellos enviados a proteger el lugar cumplieron su deber con orgullo; pero
regresaron a su hogar completamente cambiados. La isla carcomía el alma de sus
guardianes, devorando su cordura como una enfermedad.”

El príncipe se levantó de su silla y comenzó a deambular por el camarote. “¿Y ahora


dices que los Ulthane han sido destruidos? ¿Después de todos estos siglos de
vigilancia?”

El mago sujetó su cabeza con las manos. “No puedo estar seguro” jadeó. “Lo único que
sé es lo que vi: mi maestro, Kortharion, gritando mientras pedía auxilio.” Se estremeció
de horror al recordar aquella visión. “Lo vi gritar de pura desesperación. Y elevándose
sobre él, vi uno de los Ulthane, cuyo poder se había extinguido.”

El príncipe dejó salir un profundo suspiro. “Lamento escuchar que Kortharion está
sufriendo de cualquier forma, pero no puedo creer que los guardianes de la isla
abandonarían repentinamente su juramento, después de todos estos siglos. Y, como tú
mismo dijiste, algunos de los más expertos maestros de la espada de Hoeth están allí
para proteger la seguridad del amuleto. ¿Estás seguro de que debemos cambiar el
rumbo?”

El mago se levantó sobre sus pies y agarró al príncipe por los hombros. “Se lo ruego, mi
señor. Si tan solo hubieses visto la desesperación en los ojos de Kortharion, entonces lo
comprenderías. ¡La isla se encuentra en la más extrema de las necesidades!” Se cubrió
el pecho. “Solo yo podía escuchar la llamada de mi maestro y aquí estamos, a tan solo
unas millas de distancia. ¿Cómo puede ser tal cosa una mera coincidencia? Éste es
nuestro destino – ¡estoy seguro de ello!”

El príncipe apartó gentilmente la presa del mago y se apartó de él. Suspiró y tomó uno
de los mapas que aún estaban esparcidos por el suelo y lo puso sobre su escritorio. “de
cualquier otro, rechazaría esta propuesta sin sentido.” Puso el mapa cerca y se fijó en
una pequeña isla señalada en el grueso pergamino. “pero tienes la costumbre de estar en
lo cierto, mi joven amigo. Tal vez podamos perder un día o dos, solo para calmar tu
mente.” Dibujó un trazo hacia la isla con la punta de su dedo. “Tal vez el nombre de mi
familia esté conectado a la historia de esa piedra, después de todo.”

Mientras los dos elfos abandonaban el camarote, la tormenta aumentó con renovada
furia, estrellándose en la cubierta y aullando entre los mástiles. “ ¡Tenemos un nuevo
rumbo!” gritó el príncipe, permaneciendo de espaldas y regio mientras la tripulación se
acercaba hacia él a través de la agitada cubierta. “¡Convocad a las águilas! !Alertad al
resto de la flota¡” Escudó sus ojos de la rociada de agua y miró hacia las tormentosas
nubes en forma de espiral. “¡Poned rumbo hacia la Isla de Sangre!”
Capítulo 6

“¿Qué es este lugar?” siseó el Caudillo Colaespina mientras emergía del tunel, vigilando
con recelo a través de los harapos que cubrían el palanquín. La ruta desde la zona
central de la isla había resultado tan fácil de transitar como Ratchitt había prometido,
pero mientras los esclavos de Colaespina lo transportaban hacia el borde exterior de la
isla olisqueó el extraño y húmedo aire con desconfianza. Los árboles que rodeaban la
salida del túnel no se parecían a nada que Colaespina hubiese visto antes. Las finas,
segmentadas ramas se inclinaban hacia él, como arañas entre la niebla, y cada forma
arácnida estaba cubierta por una pálida capa de tonos grisáceos que parecían pasar por
hojas. “¿Son esos los guardianes?” le espetó a su guardia, mientras ojeaba las plantas
extrañamente animadas.

“No, su eminencia” respondió uno de los acorazados soldados. Hizo un movimiento con
su alabarda y señaló en dirección a la alta y sombría figura situada al otro lado del
bosque. “Aquél debe ser uno de los centinelas. El ingeniero dijo que eran estatuas. Su
máquina las ha matado a todas.”

“Sí-sí” dijo Colaespina, con un chillido nervioso. Se rascó de manera excitada las
pústulas y volvió la vista atrás, observando la zona principal de la isla a través del agua
que lo separaba del dispositivo. Mientras los bancos de niebla cambiaban y se retorcían
a la luz de la luna, pudo vislumbrar la cabina de latón, todavía encaramada en lo alto del
acantilado. Su esfera de cristal emitía pulsos con fuego interior. “Ha drenado la vida de
las estatuas. Ahora voy ha hacer lo mismo con él.”

El guardia volvió la mirada hacia su amo con preocupación. “¿Pero no le necesitamos


para encontrar el camino a través de la isla, mi señor?”

Colaespina dio un tajo con su espada dentada hacia el oscuro paisaje. “¡Idiota! ¿puedes
ver a ese adulador gusano por alguna parte? Prometió esperar aquí para guiarnos, pero
no le veo por ninguna parte, ¿y tú?” El caudillo se rió de forma amarga ante la confusa
expresión del soldado. “¡Por supuesto que no! Lerdo, nos ha traicionado. No lo dudé ni
por un segundo. O tal vez está muerto-muerto. Tal vez el Señor de la Guerra
Padrealimaña descubriese su doble juego y le cortase la garganta, o llegase a un acuerdo
para traicionarme.” Escupió al suelo y se puso a murmurar en voz baja. “Siempre, todo
el mundo ha estado en contra de Colaespina.”

El soldado agarró con más fuerza su alabarda y miró a su alrededor hacia las vagas
sombras. “Así que, ¿nos han conducido a una trampa?”

“Por supuesto” siseó Colaespina. Le lanzó un encolerizado ataque al skaven que tenía
más próximo, haciéndole huir en busca de un sitio donde guarecerse. “Me ha mentido.
¿Pero qué le importa eso a Colaespina?” Escupió de nuevo, tratando de limpiar el acre
interior de su pecho enfermo. “No importa. Ni Skreet ni ese traicionero ingeniero tienen
ni idea de las ofertas que he golpeado. Hizo una señal a las hordas de skaven, que
salieron del interior del túnel. “No tienen ni idea del tamaño de mi nuevo ejército. No
puedo esperar a ver sus caras cuando intenten tendernos una emboscada.”
“¿Pero qué hay del mapa del ingeniero?”
“¿Un mapa? ¿Para qué necesitamos un mapa?” Hizo un gesto con su zarpa para señalar
la gruesa hilera de huellas que dejaban los skaven al salir del túnel. “No creo que
tengamos problemas para encontrar el camino de vuelta. Echó un vistazo a la estatua,
arrugando su escamoso hocico con su mueca. “Comprobemos si la máquina de Ratchitt
ha hecho bien su trabajo. Tal vez nos mintiera en eso también.”

Los guardias se adentraron cuidadosamente entre los árboles. Cuando asomaron por
debajo de las vibrantes, delgadas hojas, una brisa les golpeó como llegada de ninguna
parte, ondulando entre las anchas, pálidas hojas, y haciendo caer un par de ellas.

Los skaven se apresuraron a adentrarse en el claro que rodeaba la estatua, pero antes de
que llegasen a la parte más alejada de los árboles uno de ellos dejó salir un grito. Los
otros se giraron para observar cómo una voluminosa hoja había saltado sobre su cara,
envolviendo con su membrana translúcida el torso del skaven como una fina pátina. Sin
embargo, el desafortunado skaven tiró y tiró de ella, pero no pudo separarla de sí
mismo.

“No es más que una hoja, patético canalla” espetó Colaespina, pero mientras veía
forcejear al soldado, se agazapó en su palanquín y murmuró entre dientes
nerviosamente.

Bajo la gris membrana, la carne del skaven comenzaba a deshacerse y derretirse. El


volumen de sus gritos aumentaba a medida que lo hacía su desesperación, mientras un
vapor silvaba al escaparse por los pliegues de la hoja. Cayó de rodillas, mientras
pataleaba en un frenético intento de liberarse. Mientras los guardias retrocedían, su
cuerpo se desplomaba sobre sí mismo con un repugnante plop. En cuestión de segundos
se había deshecho en una sanguinolenta masa de pellejo y rápidamente disolvió sus
huesos.

Como si fueran uno solo, los guardias treparon de vuelta hacia la entrada del túnel,
saltando sobre el agua humeante y esquivando las hojas, que caían a docenas a su
alrededor.

Colaespina continuaba haciendo muecas cuando los guardias aparecieron frente a él,
mirando ansiosamente hacia los extraños árboles sobre sus cabezas. Giraron corriendo
hacia el skaven que se encontraba a la salida del túnel. “Volved a campo abierto” gritó,
señalando con su espada hacia el sur. “Hacia aquellas colinas. Las plantas son...” Se
atragantó con sus palabras y sacudió su deforme cabeza, sin saber muy bien cómo
explicar el suceso del cuál había sido testigo. “Quedaos en campo abierto.”

Colaespina conducía su ejército tras él, en un frenesí de excitación y temor. “Debemos


encontrar la piedra antes de que Padrealimaña llegue” esputó, mientras salpicaba con su
saliva a los esclavos que acarreaban con su palanquín. “¡Están todos en mi contra! Y
llevamos un día de retraso.”

Los skaven saltaban y trepaban sobre las rocas retorcidas tan rápido como podían, pero
la roca era una masa de dientes afilados y pozos ocultos. Tras una hora de marcha,
estaban llenos de cortes y cardenales. Pero no eran las rocas lo que provocaban
murmullos y siseos: era el amplio despliegue de estrellas arqueando sobre sus cabezas.
Viajar en tamaño espacio abierto les hacía rascarse hasta despellejarse de miedo.
Anhelaban arrastrarse bajo las rocas, o buscar cobijo bajo los árboles; pero Colaespina
les había ordenado avanzar tan rápido como pudieran, correteando sobre las rocas como
una marea de pelaje y garras.

Transcurrida otra hora, los skaven llegaron a las orillas de un pequeño lago. Como con
el resto de cosas que habían dejado atrás, el lago no parecía seguir ninguna de las leyes
de la naturaleza. La arena que bordeaba la orilla ondeaba sinuosamente, como si una
serpenteante bestia se arrastrase por debajo, y el agua era negra como la tinta. Nada se
agitaba en la superficie, pero podían ser vistas unas formas pálidas y etéreas,
deslizándose atrás y delante en las profundidades.

“Alejadme del borde” rugió el caudillo, enroscando su cola en los postes del palanquín
y haciendo muecas hacia la oscura explanada.

Colaespina se refugió en el asiento de su palanquín y se rascó ansiosamente su ceño


fruncido. Mientras las trenzadas y retorcidas colinas se elevaban a su alrededor, sus
dudas crecieron. Cuanto más se dirigían hacia el sur, más extraño era todo cuanto se
encontraban. Un poderoso aroma mágico flotaba en el ambiente; Antigua magia
vengativa, la cual sangraba de las rocas y se filtraba por los ondulantes árboles. El
caudillo se colocó su casco un poco más agachado sobre su rostro y se alejó de las
destrozadas colinas.

Se estremeció por la sorpresa..

Al otro extremo del lugar, a tan solo unos metros de distancia, permanecía en pie uno de
los ancestrales centinelas, mirándole hacia abajo en un impasible, sepulcral silencio.
Colaespina se burló y escupió. “Están todos en mi contra”, murmuró.
Capítulo 7

Morvane tomó un profundo respiro, recordando su entrenamiento para oxigenar


mientras éste se escapaba de su cuerpo, maldiciendo sus extremidades exhaustas y
rellenándole sosegadamente de un renovado vigor. Podía sentir una infinidad de cosas al
mismo tiempo. El frío suelo de mármol sobre el cual estaba pisando, una gentil brisa de
mar que se filtraba a través de las diáfanas cortinas, el distante canto de las gaviotas que
sobrevolaban el Mar de Sueños, y, desde todos los rincones del mundo, el curso de la
magia, encaminándose hacia su mullido asiento. Por encima de todo, pensó, sentía la
presencia de su maestro. Sentía sus dos mentes orbitando la una sobre la otra como
cuerpos celestiales, y sabía que finalmente había comenzado el largo viaje de la
comprensión. A pesar de la poderosa magia que los envolvía, un intenso sentimiento de
calma llenaba la pequeña habitación, situada en la parte alta de la torre, a casi dos
kilómetros de los sombríos ramajes.

Las cosas habían sido así por siempre, o durante tan solo unos segundos; no tenía
sentido intentar determinar cuánto tiempo. El alma de Morvane había llegado a estar
conectada tan de cerca de la de su maestro que incluso el más leve cambio en su
percepción era evidente para él. De modo que, cuando su maestro abrió los ojos de
repente y soltó un aullido de angustia, Morvane lo sintió de forma tan dolorosa como
una fuerte bofetada en la cara. Jadeó y dejó caer el par de objetos que había olvidado
que llevaba sujetos en sus manos. Un enorme libro de bordes brillantes cayó en su
regazo y un candelabro de plata golpeó el suelo, derramando cera azul fundida por el
suelo pulido.

Morvane se puso a dar vueltas por ha habitación circular hasta que se apoyó en la
curvatura de la pared. Puso sus manos sobre su palpitante pecho y observó a su maestro
alarmado.

El mago se había levantado torpemente sobre sus pies y se asomaba por la única
ventana de la habitación. Su frágil cuerpo temblaba mientras apoyaba todo el peso de su
cuerpo sobre su vara.
“ Maestro” pensó Morvane, mientras hacía esfuerzos por controlar su aliento. “¿Qué ha
ocurrido?”

El mago le devolvió la mirada con la agonía escrita en su demacrado rostro, pero no le


dio una respuesta. Alisó su túnica de color azul y plata y se mantuvo tan erguido como
se lo permitía su demacrado cuerpo. Entonces cerró los ojos y agarró firmemente con
ambas manos la media luna que coronaba la punta de su vara.

A pesar de la conmoción, la mente de Morvane todavía se encontraba entrelazada con la


de su maestro, y mientras el mago comenzó a murmurar palabras, un torrente de
imágenes llenó su mente. Vio a los jorobados hombres-rata, maquinando en las
profundidades de la tierra; entonces vio a uno de los de su especie, un mago sapheriano,
gritando de culpabilidad mientras una antigua y despiadada estatua lo observaba.

“Mi hermano” dijo el mago en voz alta, la primera vez que Morvane pudiera recordar.
“No sobrevivirán sin nuestra ayuda.” Mientras Morvane le observaba maravillado, el
mago elevó su vara a través de la ventana, y señaló con ella hacia el claro cielo azul.
Saltó fuego blanco de la media luna, sacudiendo el brazo del mago que retrocedió por el
poder desplegado.

El ruido de las llamas ahogó sus palabras, pero Morvane las sintió claramente en su
cabeza. “Debes volar, hermano” dijo el mago. “Deja que te dé alas.”
Capítulo 8

La Luz de Asuryan traspasaba limpiamente el oleaje; sus elegantes lineas y ondeantes


banderines eran eclipsados por la brutal costa frente al navío. A pesar de la flora que se
extendía por toda la isla, vestigios de un amanecer hacían relucir el casco dorado de la
nave y la luz del sol se reflejaba en los mástiles y vigas. Filas de esbeltos marineros
elfos observaban pacientemente desde la cubierta cómo el capitán de la nave dirigía el
navío durante la traicionera etapa final de su trayectoria. La mayoría de ellos mostró
indiferencia hacia el florido paisaje que se desplegaba ante ellos, mirando en su lugar a
una forma leonada deslizándose sobre ellos, liderando el camino hacia la costa. Se
trataba de un gigantesco monstruo alado de enorme envergadura, poderosas garras
felinas y su cabeza tenía el noble aspecto de un gran águila. Sentado orgullosamente a
su espalda se encontraba su príncipe, portando una brillante lanza.

Cuando el barco echó el ancla, la tripulación saltó con confianza sobre el espumoso
oleaje. Eran los legendarios Guardianes del Mar de Lorthern, acostumbrados tras siglos
de experiencia a las penurias de la vida en el mar. Alzaron sus arcos y sus lanzas sobre
sus cabezas mientras avanzaban hacia la costa, y mientras solo se escuchaba el crujido
de sus pies en la arena, aseguraron su entorno con cierta falta de pasión. Incluso para
aquellos endurecidos soldados, de todas formas, el espectáculo que tenían ante sus ojos
resultó sorprendente. Las feas y retorcidas rocas que se amontonaban a los bordes de la
costa no eran como nada que hubiesen visto antes. Había una pálida cualidad carnosa
que a todos ellos les pareció obscena, finas venas de oscuro líquido latían bajo su
superficie y mientras los elfos se acercaban, algunas se desplazaron ligeramente hacia
delante, como si detectasen la presencia de los elfos.

“Alejaos de las rocas” dijo una voz procedente del oleaje.

Los elfos se giraron para ver al joven mago, Caladris, luchando a través del oleaje
mientras sujetaba su vara sobre su cabeza. Desde su colapso en la cubierta el día
anterior, su rostro había permanecido retorcido y pálido por la angustia, y no contaba
con la facilidad que poseían sus compañeros para moverse entre el oleaje. Mientras lo
ayudaron a llegar a la playa, el mago asintió hacia las temblorosas piedras. Rompió su
silencio. “La isla entera está maldita.”

Los elfos parecían un poco reacios a recibir órdenes del joven mago, pero sin embargo
se alejaron de las rocas y formaron una falange ordenada en el centro de la playa,
vigilando su alrededor con frío desdén.

Caladris escurrió el agua de mar de sus ropajes y permaneció atento a la fina niebla.
Una enorme sombra alada daba círculos y mientras lo observaba, dejo salir un largo
graznido chirriante. Todos los elfos miraron al cielo en el momento en que el grifo
llamaba su atención. La figura que llevaba a su espalda apenas podía ser vista por el
rocío de la niebla y la voz del príncipe era ahogada por la brisa, pero su señal fue lo
bastante clara; mientras el grifo se zarandeaba atrás y adelante bajo él, el noble señaló
con su lanza hacia el sur de la playa.
Caladris frunció el ceño hacia el cielo. “¡No!” gritó, mientras colocaba sus manos
alrededor de su boca para intentar ser escuchado por encima del sonido del viento.
Señaló en dirección a la empinada barranca que se elevaba al final de la playa.
“Debemos adentrarnos hacia el interior de la isla.”
El capitán de la guardia marina, un veterano con cara de pocos amigos llamado Althin,
rompió filas y se dirigió hacia el tembloroso mago. “Debemos obedecer las órdenes del
Príncipe Jinete de Tormenta” le dijo, claramente alterado debido al comportamiento
impertinente del mago. Sus palabras fueron pronunciadas de forma clara y con
serenidad, pero Caladris no se hizo ilusiones en cuanto a la opinión que éste tuviera de
él. La decisión de traer consigo a un mago con tan poca experiencia había sido tomada
por el príncipe. La desaprobación que reinaba entre los miembros de la tripulación se
había hecho sentir incluso antes de que se desmayase sobre la cubierta del barco y les
hiciera salirse por completo de su rumbo.

“Debemos adentrarnos hacia el interior de la isla” repitió Caladris, mientras enderezaba


su espalda y miraba fijamente al capitán.

El capitán arqueó las cejas. “¿Acaso dudas del juicio del príncipe?”

Caladris cerró levemente sus párpados. “Por supuesto que no. Pero no se haya en
posesión de todos los datos.”

Se produjo un exasperado grito sobre ellos mientras el príncipe dirigía su montura en


dirección a la playa, aterrizando a tan solo unos pasos de las filas de elfos. La enorme
criatura aterrizó con sorprendente gracilidad e inmediatamente el príncipe se bajó de su
lomo, desabrochándose su casco alado mientras se dirigía hacia ellos. “¿Cual es el
problema?” preguntó bruscamente. “No estamos de vacaciones. Debemos encontrar la
Piedra Fénix.” Señaló en dirección a la isla mientras miraba a Caladris. “La península
en que se encuentra el templo está al final de éste tramo de costa. Debemos presentarnos
ante la guardia inmediatamente.”

Caladris sacudió su cabeza. “Mi señor, Kortharion no se encuentra en el templo – mi


visión fue bastante clara al respecto. Yacía a los pies de uno de los Ulthane y parecía
atormentado – solo puedo creer que se hallaba en peligro mortal. Debemos encontrarle
rápidamente. O me temo que será demasiado tarde.”

El príncipe abrió más los ojos. “Estás probando mi paciencia, Caladris. Si la Piedra
Fénix es tan importante, debemos asegurarnos de que se encuentra a salvo.” Cerró sus
ojos durante un segundo para pensar. “Muy bien” dijo, señalando a unos pocos
soldados. “Llevaré conmigo una pequeña guarnición de soldados para ver si podemos
localizar a tu mentor. Podemos viajar ligeros y veloces. Deberíamos encontrarlo en poco
tiempo. ¿Dijiste que los Ulthane se encontraban diseminados por la isla?”

Caladris asintió.

“Bien entonces, no me supondrá un gran esfuerzo volar y comprobar cada uno de ellos.
Los guardias pueden seguirme la pista.” Le sonrió de forma burlesca. “Solo en caso de
que los nativos demuestren ser demasiado poderosos para el príncipe de los Asur.”

Varios miembros de la guardia marina comenzaron a reír.


“El resto de vosotros” continuó el príncipe, mirando hacia Caladris. “Continuareis por
la playa en dirección al templo y esperaréis a que llegue el resto de la flota.”

“¿No deberíamos viajar todos juntos?” replicó Caladris.

El príncipe negó con su cabeza de forma tajante, dando a entender que la conversación
había finalizado. “No. Tú, el capitán y los demás os dirigiréis hacia el templo y pondréis
a la guardia al tanto de mi llegada. No olvidaré el sentido del protocolo. De todas
formas, su necesidad podría ser mayor incluso que la de Kortharion.” Volvió a
colocarse el casco mientras se dirigía hacia el grifo. “Las águilas habrán llevado consigo
mis órdenes al resto de la flota en estos momentos y las instrucciones les mandaban
dirigirse al templo en cuanto llegasen a la isla. Deberían llegar pronto.” Asintió al joven
mago y saltó sobre su montura. “Nos encontraremos en el templo. Con un poco de
suerte, traeré a Kortharion conmigo y saldremos de este miserable lugar.”

El príncipe se recostó en su silla y sacudió su cabeza de asombro. Desde su ventajosa


posición en las alturas, pudo percatarse de la corrupción que bañaba por completo la
isla. Vio extensiones de hinchados árboles carnívoros que se comían los unos a los otros
en un círculo vicioso de glotonería; divisó larvas carnosas del tamaño de perros; y lo
peor de todo, observó la tierra en sí misma, abultada e inflada por zonas como si se
tratara de monstruos que excavan desde las profundidades para salir a la superficie y
devorar aquel maldito lío. “Por el Rey Fénix” murmuró el príncipe. “No me pregunto
por qué mi padre no me habló nunca de este lugar.”

Bajo él, la guardia no conseguía avanzar tan velozmente a través del escabroso terreno
como hubiese deseado. Habían tenido que tomar un sendero por la costa para poder
seguirlo, Pero parecía demasiado grande. Señaló sin embargo con orgullo, la calma con
que sus soldados aceptaron la grotesca visión que se les avecinaba, mientras marchaban
en filas ordenadas según el rango atravesando las espectrales siluetas y mirando de reojo
las rocas, y alzando sus lanzas que lo saludaban perfectamente al unísono. Asintió en
respuesta al saludo y señaló hacia adelante con un movimiento de su lanza,
encaminándolos hacia una lejana estatua que sabía que aún no podrían discernir. Fue la
cuarta de las estatuas del mismo tipo que habían encontrado y por el momento, no
habían descubierto nada. Las estatuas en sí mismas eran tremendamente hermosas –
maravillosos testamentos de los escultores fallecidos hacía tanto tiempo – pero por lo
demás nada en especial.

Las primeras dudas que el príncipe había tenido sobre la isla volvieron a su mente.
Ahora que había pasado bajo algunas de aquellas estatuas ruinosas, le resultó difícil de
creer que alguna vez hubiesen sido capaces de dirigirse hacia el mar, golpeando a sus
enemigos con sus grandes espadas, brillando con luz carmesí. Se preguntó si tal vez el
joven Caladris pudiera haber sido engañado. No por primera vez, se cuestionó su
decisión de traer al joven. Sus conocimientos sobre la magia eran indiscutibles – y con
anterioridad habían salvado la vida del príncipe – pero el chico parecía casi fuera de
control de sus propias emociones. Mientras el príncipe observaba el extraño paisaje que
tenía debajo, se preguntó si las historias acerca de los Ulthane no eran más que
leyendas. De ser así, ¿tal vez lo fuera también la Piedra Fénix? Sacudió la cabeza y
encaminó al grifo en dirección a la siguiente estatua.

Mientras el grifo aterrizaba, el príncipe se dejó caer de la silla con maestría y observó a
través de la penumbra. Inmediatamente pudo ver que ésta estatua parecía tener algo que
la diferenciaba del resto. Oscuras y humeantes formas yacían sobre el pedestal de
mármol a los pies de la estatua y sus espinillas habían sido chamuscadas por un fuego
reciente. Avanzó con cuidado hacia la estatua, con sus ojos vigilando los árboles que le
rodeaban. Sus fosas nasales se estremecieron a causa del desagradable olor de la carne y
pellejo quemados. Los restos calcinados de hombres-rata fueron dispersados por todo el
claro, apilados en grandes montones a los pies de la estatua y tiñendo la hermosa roca
con su asquerosa sangre coagulada.

El príncipe hizo una pausa, observando por encima del hombro a su grifo, que esperaba
pacientemente al borde de del claro. Sintió la desaprobación plasmada en los iris de
motas doradas de sus enormes ojos. Ralentizó su avance aún más y sacó de forma
sigilosa su espada. Empujó algunos de los cuerpos, sacudiendo la cabeza de desagrado
ante la imagen de los encorvados cuerpos llenos de sangre. Entonces, cuando se dirigía
de vuelta sobre sus pasos, se detuvo. Entre las marañas de grasa y acero roto, vio un
destello de color azul; un trozo de seda, apenas visible debajo de un montón de ramas
retorcidas.

El Príncipe Althran frunció el ceño y echó de nuevo un vistazo por el claro. Buscó entre
los árboles señales de algún tipo de vida, además de sus propios guardias, o quizá algo
más siniestro, pero todo parecía estar en calma, de modo que se dirigió hacia el trozo de
seda azul. Mientras se acercaba, el príncipe soltó un gemido y cayó de rodillas, mientras
apartaba a un lado del montículo trozos de carne sanguinolenta que revelaban los restos
de un esqueleto carbonizado. “Dios, ¿es él?” se preguntó mientras observaba las
costuras shaferianas que adornaban los ropajes azules y blancos. “¿Kortharion?”
susurró, mientras posaba sus manos sobre la calavera ennegrecida y se dispuso a alzarla.
“¿Pero qué hiciste?” Los huesos se convirtieron en cenizas en el momento en que eran
tocados y el príncipe sacudió su cabeza. “Oh, Caladris” dijo, recordando al joven mago
que le había hablado tan cariñosamente de su mentor. “Llegamos demasiado tarde.”
El príncipe escuchó el sonido de una rama que se quebraba en el borde del claro. Al
hacerlo, posicionó su espada entre él y los árboles. “¿Garra Afilada?” dijo, mirando en
dirección al grifo.

La cabeza de la criatura que reposaba sobre sus patas hizo un giro y le observó con real
desdén.

Hubo otro sonido, esta vez procedente del otro lado del claro, y el príncipe se giró sobre
sí mismo. “¿Quién anda ahí?” gritó el príncipe, tratando de proteger con una mano los
restos mientras se agazapaba aún más.

“Mi señor” gritó uno de los guardias mientras salía de entre los árboles. “Creo que
hemos descubierto algo.”

El príncipe suspiró con alivio y bajó su arma. “Sí, yo también” respondió. “Me temo
que la visión de nuestro joven amigo le llegó demasiado tarde como para poder
remediarlo.”
El soldado miró con detenimiento el restos calcinados de los ropajes azules con claro
pesar. “¿Kortharion?”

El príncipe asintió tristemente. “ Creo que cayó por su propia voluntad” dijo, alejándose
de los huesos calcinados. Saludó a los copos de ceniza que flotaban, dispersándose en el
viento como la nieve. “Esta explosión no fue fruto de ningún skaven. Pienso que
Kortharion se sacrificó a sí mismo.”

Mientras el resto de la guardia personal del príncipe se adentraba en el claro, estos


agachaban las cabezas como signo de respeto. Varios de ellos saltaron hacia el lugar en
que se encontraba y posaron sus manos sobre los azules ropajes, murmurando oraciones
mientras reflexionaban sobre la pérdida de otro miembro de su ya disminuida y antigua
raza.

“¿Qué has descubierto?” preguntó el príncipe, dirigiéndose hacia el elfo que se adentró
en el claro en primer lugar.

El elfo alzó la barbilla y le respondió con voz calmada. “Estos cuerpos son solo una
pequeña parte de la armada skaven” dijo, mientras apartaba a manotazos el polvo que
sacudía a cada paso. “Hemos encontrado un rastro de sangre, armas y huellas de pisadas
de zarpas.” Miró hacia el príncipe. “Parece que son un grupo muy numeroso, Y se
dirigen hacia el sur; directos hacia el templo.”

Algo destelló en los ojos del príncipe y sujetó su espada un poco más fuerte. “¿Cómo de
recientes son las huellas?”

“Fueron hechas antes de una hora, mi señor.”

El príncipe se levantó sobre sus pies y se puso de frente a su montura, que esperaba
pacientemente al borde del claro. “Su muerte no quedará sin castigo” dijo, caminando
con paso ligero y señalando con su espada hacia el sur. “Seguidme tan rápido como
podáis, si queréis vengar la muerte de Kortharion” Inclinó su cabeza hacia ellos con
severidad mientras se subía a lomos de la enorme bestia. “Mi juicio será rápido.”
Capítulo 9

Ratchitt tomó una pequeña caja de cobre de uno de las muchas bolsas que cubrían su
armadura. Sus garras se mostraban torpes debido al miedo, pero finalmente se las
arregló para tirar del gancho. Le dio a la caja un firme golpe y el panel frontal se
desprendió, permitiendo que una serie de tubos unidos traqueteasen hacia el suelo,
formando entre ellos un enorme tubo con una bulbosa lente al otro extremo. El
ingeniero brujo lo arrastró fuera del borde del precipicio sobre el cual se encontraba,
elevando el tubo hacia su ojo para poder observar el horizonte. “Ahí está” siseó. Estaba
tan excitado devido a lo que vio que comenzó a trepar por las rocas. Sus frenéticos
movimientos hicieron desprenderse unas cuantas piedras de su sitio y tuvo que saltar
hacia atrás con un gruñido de sorpresa, chocando de espaldas con la imponente figura
que se encontraba tras él.

“¿Qué?” gruño el Señor de la Guerra Padrealimaña, mientras presionaba desde el cuello


a la nuca del ingeniero, mientras lo alzaba hasta su arrugado rostro. “¿Qué es lo que has
visto? ¿Otro bosque devorador de carne? ¿O un lago de ácido intransitable? ¿Qué más
puede lanzar esta maldita isla en contra nuestra?” Golpeó su frente contra la de Ratchitt
y le fulminó con la mirada. “Estoy comenzando a tener serias dudas sobre la
expedición.” Soltó a Ratchitt, y el ingeniero se cayó sobre la ladera del pequeño
montículo emitiendo un sonido de metal y cristales. Padrealimaña señaló con su
cuchillo los pilares de roca que los rodeaban. Docenas de pálidos gusanos, finos como
dedos, comenzaron a arrastrarse hacia él entre las grietas del suelo. “Este lugar tiene
vida propia” gritó. “Y nos quiere muertos.”

“Sí-sí” jadeó Ratchitt, mientras se levantaba del suelo palmoteando sobre la armadura
del señor de la guerra. “Estáis en lo cierto, como siempre, maestro. La isla está más
maldita de lo que hubiese podido imaginar.” Sus ojos crecieron de excitación. “Lo cual
prueba todo cuanto pensé.” Examinó con una pequeña lupa una de las ondulantes rocas.
“¿Qué clase de magia podría provocar tal cantidad de corrupción? ¡La magia del Caos!
¡Magia disforme! La roca de las cosas-elfas debe ser más poderosa aún de lo que
habíamos imaginado.”

El señor de la guerra alzó su cabeza mientras emitía un gruñido de frustración. Entonces


empujó al ingeniero contra una de las columnas, directamente sobre un nido de aquellos
retorcidos gusanos.

Ratchitt chilló de terror mientras notaba cómo los pálidos gusanos trepaban por su cara
y lo mantenían firmemente aprisionado en la roca. “¡Me están comiendo!”

El señor de la guerra le sujetó contra la roca y dejó salir una risa gutural. “Bueno” dijo.
“¿Y por qué no?” Alzó su cuchillo hacia la horda que se apiñaba por subir la colina que
tenía detrás. Cada uno de los skaven peleaba con alguna clase de bizarro atacante y
todos ellos estaban heridos de alguna forma. Cada palmo de la isla vibraba con
maliciosa vida y hambre feroz. “ Todos los demás están siendo comidos” argumentó
Padrealimaña. “¿Por qué deberías librarte?”

Ratchitt forcejeó desesperadamente mientras los gusanos se deslizaban por debajo de su


armadura y se extendían por su cuello.
“Cuéntame” espetó el señor de la guerra, mientras se agachaba a la altura del ingeniero
que pataleaba de miedo.” ¿Por qué no debería marcharme mientras puedo y dejar que te
pudras en tu preciosa isla?”

“Mire” gimoteó Ratchitt, arrastrando sus binoculares por el suelo. “Al otro lado de la
colina!”

El señor de la guerra miró el tubo de cobre que le tendió el ingeniero y dejó salir un
gruñido de desconfianza.

“ ¡Rápido!” chilló Ratchitt mientras sentía cómo los gusanos le quemaban el pellejo y se
abrían paso hasta su carne.

Padrealimaña selló de nuevo el tubo de cobre. “Ya he tenido suficiente de tus inútiles
artilugios” murmuró, mientras lo aplastaba bajo su talón.

Ratchitt rugió horrorizado mientras las lentes se hacían añicos bajo las curtidas garras
de Padrealimaña.

El señor de la guerra sacudió su cabeza mientras observaba los desesperados intentos


del ingeniero por liberarse. “¿En qué estaba pensando?”, murmuró.

Ratchitt volvió a gritar mientras sentía cómo los húmedos gusanos se retorcían bajo su
piel y anidaban bajo ella, haciendo camino hacia su palpitante corazón.

El señor de la guerra resopló y miró hacia arriba a través de las sombras, mientras una
sombra pasaba por encima. “¿Y ahora, qué?” gruñó.

El grifo del príncipe Jinete de Tormenta se posó con tal fuerza sobre el lateral de la
colina, que provocó un pequeño alud.

Padrealimaña dejó de agarrar a Ratchitt y se protegió la cara de la avalancha de rocas


que se precipitaban hacia él.

Ratchitt gritaba por el dolor y el alivio que sentía al liberarse de la roca infesta de
gusanos y acabó por desplomarse en el suelo. Mientras el ingeniero se alejaba rodando
de la columna de roca, se sintió al borde de la inconsciencia: la sangre manaba de
incontables agujeros que cubrían su torso, y su cabeza parecía colgarle frágilmente
mientras se alejaba del grifo.

El grifo soltó un chirrido ensordecedor mientras el príncipe se dirigía hacia el señor de


la guerra.

El Señor de la Guerra Padrealimaña se apartó de su trayectoria justo a tiempo para


esquivar los talones de la bestia. “¡Atacad!” aulló, desenganchando su alabarda y
apuntando con ella a la cría de grifo. Mientras se arrastraba hacia un lugar seguro, sujetó
el talismán de piedra de disformidad que colgaba alrededor de su cuello y lo resguardó
tras su coraza, murmurando una rápida oración a la Gran Rata Cornuda mientras lo
hacía.
Una multitud de skaven se precipitó hacia delante para proteger a Padrealimaña, pero
mientras el monstruo se alzaba delante de ellos, comenzaron a mirarse con nerviosismo
y se detuvieron. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ser el primero en enfrentarse a
aquella terrorífica criatura.
La elección les fue arrebatada en el momento en que el grifo se abalanzó sobre ellos,
chirriando y gruñendo hacia la confusa masa de figuras apretujadas. Mientras los skaven
alzaban un bosque de lanzas y alabardas, intentando desesperadamente defenderse del
ataque del grifo, estaban demasiado ocupados para detener la esbelta y dorada figura
que saltó del lomo de la criatura y se dirigía corriendo hacia su general.

El príncipe echó hacia atrás su arma, corriendo y murmurando un amargo juramento de


venganza mientras blandía su arma hacia la cabeza de Padrealimaña.

El señor de la guerra se alzó y permaneció erguido, siseando con rabia mientras


bloqueaba con su alabarda la espada del elfo y logrando empujarlo pendiente abajo.

El príncipe logro rodar grácilmente aterrizando sobre sus pies y cargó saltando hacia su
oponente con un ondulante grito de guerra.

Ratchitt permaneció apoyado sobre la roca y sonrió. Sus piernas le temblaban y su


cabeza aún estaba nublada por el dolor, pero una vez más se dio cuenta de que el destino
se encontraba de su parte. Sintió la poderosa mirada de la Gran Cornuda observándole,
alentándole a tener éxito. “Rápido-rápido” murmuró hacia sí y comenzó a trepar
torpemente por la pendiente. “Solo los juguetes de Ratchitt pueden salvarnos ahora” rió
de forma alocada, a la vez que corría tras las dos figuras que se batían en duelo y
llegaba a la principal fuerza skaven.

Mientras trepaba observó que el grifo ya se hallaba rodeado de un círculo de carne


ensangrentada y miembros retorcidos; pero los skaven eran tan numerosos que se
agolpaban hacia la criatura rodeándola con sus irregulares armas.

Uno de los skaven más grandes – un bruto de pesada coraza y casco con cresta – trepó
sobre los demás miembros de su clan y alzó su puño en señal de triunfo. “Lo tenemos
rodeado” dijo a gritos, preparándose para empujar su arma sobre el apaleado animal.
Pero antes de que pudiese golpear, una punta de flecha atravesó su coraza. Se agarró la
flecha mientras se encontraba en estado de shock, confundido por la sangre que brotaba
de su pecho; entonces cayó hacia delante en las garras del grifo que le daban la
bienvenida.

Los otros skaven aullaron de consternación y el círculo de alabardas se debilitó cuando


se giraron para comprobar quién más les estaba atacando.

Tal breve vacilación fue suficiente para sellar su destino, y el grifo se abalanzó hacia
delante despedazando las armaduras de sus atacantes con ferocidad.

Ratchitt se escabulló sobre una roca y miró desde la cima de la pendiente. Al fondo de
la colina, una columna de figuras blancas y azules se deslizaban atravesando la
vanguardia del ejército de Padrealimaña. “Cosas-elfo” siseó Ratchitt, dejándose caer
tras la roca para ocultarse de su vista. Mientras se apoyaba contra la roca, el ingeniero
dejó salir una nueva risa de satisfacción. “Sí-sí” murmuró. “Solo los juguetes de
Ratchitt podrán salvar a Padrealimaña ahora. Entonces tendrá que escuchar.” Todavía
riéndose para sí mismo, el ingeniero se dejó caer tras la roca y correteó colina abajo,
olvidándose del dolor de sus heridas ante la perspectiva de utilizar uno de sus inventos.

Con el señor de la guerra todavía enfrascado en el combate y el resto de los skaven


defendiéndose del grifo o bien batallando contra los elfos que se acercaban, ninguno
prestó demasiada atención a Ratchitt mientras corría hacia uno de los carros que había
persuadido a Padrealimaña para que trajese. Mientras se acercaba, ordenó a los esclavos
que desabrochasen la cubierta de lona y descargasen el contenido del carro.

Los esclavos jadeaban y gruñían debido al esfuerzo mientras empujaban una máquina
de aspecto extraño por una pequeña rampa en la ladera. Parecía un mortero de cuchillas
de alguna clase, pero el cañón estaba cubierto de placas de metal grabadas con runas y
relucientes pistones.

Ratchitt se estremeció cuando un rugido que le resultó familiar se escuchó tras las rocas.
A pesar de encontrarse en una desproporcionada inferioridad numérica, los elfos ya
habían conseguido abrir brecha entre las filas de los skaven y se encontraban a tan solo
unos pocos minutos del Señor de la Guerra Padrealimaña. El general había visto su
inexorable avance, pero le resultaba imposible escapar de los ataques del Príncipe Jinete
de Tormenta, los cuales eran rápidos como un rayo. Su hocico relucía por la sangre
mientras se esforzaba por defenderse y lo único que podía hacer era gritar de frustración
mientras los elfos avanzaban hacia él.

“Rápido-rápido” ordenó Ratchitt, repartiendo collejas entre los esclavos que forcejeaban
la engorrosa máquina. “¿Dónde se encuentran?”

Uno de los esclavos saltó al interior del carro y sujetó un enorme cofre, inclinándose
repetidamente mientras intentaba abrir la tapa.

Ratchitt rugió de excitación mientras observaba el contenido; docenas de bolas de


cristal, encerradas en jaulas de cobre remachado, que contenían un brillante líquido
verde de aspecto virulento. “Ratchitt es demasiado listo-listo como para que le traten tan
mal,” susurró mientras estrechaba sus garras. “¡Cargadla!”
Los esclavos se apresuraron a obedecer, tras una elaborada serie de reverencias.
Llevaron con cierta prudencia algunas de las bolas de cristal junto a la máquina y las
depositaron cuidadosamente en el interior del cañón.

Tan pronto vio que las bolas estaban aseguradas en su sitio, Ratchitt dio un codazo a los
esclavos para que se apartaran y se subió a la máquina. Se abrochó un alambre alrededor
de su cabeza y observó el caos que se encontraba bajo sus pies. Frunció el ceño y
murmuró un breve conjuro en voz baja, mientras tocaba un cilindro de latón que se
encontraba a un lado del arma. “¡A la izquierda!” espetó, convocando a los esclavos
para que se acercasen de nuevo. Corrieron al escuchar las órdenes del ingeniero y
empujaron la máquina ligeramente. “¡No tanto!” chilló Ratchitt, mientras golpeaba en la
cara al esclavo que se encontraba más próximo, dejando al desdichado escuálido caer
pendiente abajo. El resto de esclavos sujetaron la máquina rápidamente, haciéndola
retroceder unos pocos centímetros, y miraron expectantes a su amo. Observó de nuevo
tras el cableado y asintió de forma satisfactoria. Entonces se alejó unos pasos y señaló
una mecha situada a un lado del artefacto.

Los esclavos se miraron nerviosamente los unos a los otros.

“¡ Enciéndelo!” gritó Ratchitt, sacando su extraña pistola y apuntando a la cabeza del


esclavo que se hallaba más próximo.

Mientras los demás se alejaban del peligro, el esclavo murmuró una breve oración a la
Gran Rata cornuda y encendió la mecha.

No ocurrió nada.

Ratchitt se quedó perplejo durante unos segundos, todavía apuntando con su pistola a la
cabeza del tembloroso esclavo. “Mal” murmuró y apretó el gatillo. El retroceso echó
hacia atrás su brazo y sus ojos se llenaron de humo. Cuando la nube se disipó, los demás
skaven gritaron horrorizados.

El desdichado esclavo yacía retorciéndose sin cabeza junto a la máquina.

“Rápido-rápido” dijo Ratchitt, apuntando con su arma hacia otro de los esclavos. “Otra
vez.”

El esclavo elegido se acercó hacia la máquina y se inclinó hacia la chamuscada mecha.


Mientras Ratchitt observaba con recelo sobre su hombro, el esclavo revisaba
cuidadosamente el mecanismo. Con un gesto de satisfacción, el esclavo se dio cuenta de
que varios de los tornillos se habían aflojado. Comenzó a apretarlos rápidamente con
una de sus garras y arrastró una palanca a su posición inicial. Entonces observó nervioso
a sus pies el cuerpo sin cabeza y se giró hacia Ratchitt.

Ratchitt arqueó sus labios, dejando a la vista una fila de colmillos amarillentos.

El esclavo cerró los ojos y encendió la mecha.


Ratchitt chilló de deleite como un rayo disparado hacia delante con un fuerte crujido y
el mortero disparó su contenido colina abajo.

Debajo, las rocas estallaban en enormes hongos de fuego verde. El cañonazo resonó por
toda la colina, dispersando skaven y elfos como hojas en una tormenta.

El príncipe y el señor de la guerra detuvieron su contienda mientras observaban la


batalla conmocionados. A la vez que las columnas de humo color esmeralda se
disipaban, se revelaba la completa extensión de los daños causados. Un gran cráter
ennegrecido apareció al otro lado de la colina y junto a éste una pila de cuerpos
carbonizados. Muchos de los muertos eran skaven, pero también se encontraban varios
elfos en el interior del cráter y el príncipe gritó de consternación.

Mientras el príncipe se tambaleaba con la tez pálida debido al shock provocado por la
pérdida de sus compañeros, Padrealimaña vio clara su oportunidad y atacó con su
cuchillo de carnicero.

El príncipe vio el peligro justo a tiempo para protegerse el rostro, pero la hoja atravesó
la armadura de su antebrazo, logrando herirle. Comenzó a tambalearse hacia atrás
mientras le maldecía y cayó por la pendiente hacia el ejército skaven.

“¡Fuego-fuego! ¡Fuego-fuego!” chillaba Ratchitt, saltando atrás y adelante mientras los


esclavos continuaban cargando cuidadosamente más esferas de cristal en la máquina.
Esta vez no hubo necesidad de atosigarles; antes de que Ratchitt pudiera alzar su pistola,
uno de los esclavos encendió la mecha y las esferas salieron silbando a través del aire.

Otra explosión de color verdoso resonó en la colina. Ésta fue incluso mayor que la
primera y ésta vez la mayoría de las figuras que fueron diseminadas por el aire eran
elfas.

El príncipe consiguió ponerse de pie a tiempo de esquivar la pared de alabardas y


espadas que se precipitaba hacia él. Los skaven que se agolpaban a su alrededor
entraron en un estado de frenesí al olfatear la sangre fresca que corría por su brazo.
“Garra Afilada” jadeó, mientras trataba de arrastrarse de vuelta por la ladera.

El grifo se encontraba a tan solo a unos pocos metros de distancia. Tenía un corte
irregular en un costado y una alabarda clavada en su grueso cuello, pero al escuchar la
llamada de su amo, se levantó sobre sus patas traseras y dejó salir un chirrido
ensordecedor. Los skaven que rodeaban al monstruo se amilanaron ante el tamaño de la
criatura y ésta aprovechó una vez más para cargar, esparciendo miembros y armas a su
alrededor mientras avanzaba hacia donde se encontraba el príncipe.

Mientras el grifo avanzaba hacia él, sujetó con su brazo el cuello de la bestia y se subió
a su lomo. Con los skaven presionándolo a su alrededor, el grifo rugió de nuevo y esta
vez el príncipe gritó al unísono del ensordecedor rugido mientras observaba a sus
hermanos asesinados.

De todas formas, ni siquiera tal despliegue de furia fue capaz de ocultar la derrota de los
elfos, y los skaven rodearon con aire victorioso a la criatura, pululando por barrancos y
picos en imparable superioridad numérica.
“¡Seguidme!” ordenó el príncipe al resto de sus tropas, agarrándose el brazo
ensangrentado mientras el grifo se elevaba hacia los cielos. “¡Retirada hacia el templo!”

El segundo cañonazo le dio a los skaven nuevas reservas de valor, y para entonces
menos de la mitad de la guardia del mar pudo escuchar la orden del príncipe. Los que
pudieron, dieron media vuelta y huyeron hacia la bruma mientras un enjambre de
vociferantes skaven les pisaba los talones.

“En el nombre de Aenarion,” gritó el príncipe, mientras el grifo se elevaba hacia el


cielo. “Id hacia el templo.”

“¡Fuego-fuego!” chilló Ratchitt de nuevo, riendo de forma histérica ante la destrucción


que había creado, e ignorando el hecho de que ya solamente quedaban skaven en la
parte baja de la colina. Los esclavos también reían, y se empujaban los unos a los otros
en su afán de cargar las bolas en el dispositivo. Debido a la excitación que sufrían, dos
esclavos tropezaron y se produjo un chasquido de rotura de cristales.

Sonó un nuevo cañonazo y la máquina se desvaneció en una nube de astillas, roca


vaporizada y turbio humo verde.

Ratchitt se encontró desplomado sobre una roca, a varios metros de distancia,


observando el mundo boca abajo que estaba fragmentado en docenas de pequeños
diamantes. Un agudo silbido resonaba en sus oídos y se preguntó por un momento si su
cabeza se habría separado de su cuerpo. Entonces, se deslizó hacia el suelo y los
cristales rotos de sus gafas se desprendieron, retornando así su visión a algo parecido a
la normalidad.

Vislumbró entonces una silueta de un Señor de la Guerra Padrealimaña que estaba dado
la vuelta, cubierto de sangre y cojeando debido a una herida que le habían hecho en el
muslo. Sin embargo, seguía manejando con espectacular habilidad el cuchillo de
carnicero que portaba mientras avanzaba entre gruñidos.

“ ¡Espere!” chilló Ratchitt, alzándose como pudo mientras se alejaba de Padrealimaña.


“¡Acabo de salvarle la vida! Lo menos que puede hacer es dejar que le muestre lo que
he encontrado.”

“Lo menos que puedo hacer es nada” gruñó Padrealimaña, avanzando con tal velocidad
que saliva y sangre caían de su tembloroso hocico. “Pero todavía tengo fuerzas
suficientes para desollar tu inservible pellejo.”

“¡Espera!” chilló Ratchitt de nuevo, alzando su pistola hacia el rostro del señor de la
guerra.

Padrealimaña tropezó hasta detenerse. El sabía que la pistola era propensa a tener un
mal funcionamiento, pero a esa distancia podría incluso dejarlo sin rostro. Echó un
vistazo sobre su hombro. Su ejército se le aproximaba rápidamente, con las triunfantes
alimañas a la cabeza, pero todavía se encontraban a minutos de distancia. Se encogió de
hombros y bajó su arma. “Muéstrame” rugió. “Después, muere.”
Ratchitt mandó a Padrealimaña dirigirse hacia la parte alta del precipicio con su arma y
trepó rápidamente tras él. Al llegar al borde, hurgó bajo su armadura hasta sacar otra
caja de cobre cilíndrica. Al igual que antes, quitó el cerrojo, lo golpeó un par de veces y
comenzó a extender su interior por el suelo con una serie de ruidos. Entonces le entregó
el adornado tubo al señor de la guerra e hizo un gesto hacia el lado opuesto del valle.

Padrealimaña se limpió la saliva de su hocico con un gesto de desprecio y acercó el


catalejo hacia su ojo. “¿Qué se supone que voy a...?” Se detuvo y dio un paso al frente,
acercándose peligrosamente al borde. “¿Qué es eso?” siseó, bajando el dispositivo y
devolviéndoselo a Ratchitt.

Ratchitt cogió el catalejo y observó a través de él. Al lado opuesto del valle se
encontraba la costa sur de la isla, y saliendo de ésta había un estrecho cuello de tierra.
Al final del istmo, alzándose entre la bruma que rodeaba las rocas, había una imponente
masa de calaveras negras que se tambaleaban. Se elevaba cientos de metros hacia el
cielo y obviamente se trataba de un templo de algún tipo, pero su arquitectura no se
asemejaba a nada que hubieran visto antes. Los cráneos de piedra se alzaban en una
maraña imposible de fachadas, cúpulas y parapetos. A Ratchitt no le cabía la menor
duda de que aquella lunática y retorcida construcción era el corazón de toda la isla. “
Aquello, oh, el más sagaz de todos, es nuestro premio” respondió.
Capítulo 10

Mientras el Maestro de la Espada Kalaer levantaba la mirada desde su amplio escritorio


de marfil, la luz del candelabro se reflejaba en su rostro, revelando así la intrincada red
de antiguas y recientes cicatrices que la adornaban. Una de las paredes de su estudio
espartano estaba repleta de antiguos manuales de espaderos y tácticas de batalla, pero
eran sus cicatrices las que hablaban con mayor elocuencia de su pasado. Su esbelta
silueta de elfo había sido endurecida en multitud de guerras a lo largo de los siglos
debido a su propia abnegación, y mientras sus invitados se acercaban fue observándolos
desde su silla como una bestia arrinconada, como si esperase el momento propicio para
atacar.

“No tuvo oportunidad de escapar” dijo con voz temblorosa. Sus ojos estaban en blanco,
pero su voz mostraba la furia que apenas podía contener. Se levantó de su escritorio y se
fijó en la enorme espada que había sobre éste. Al igual que el rostro del maestro de la
espada, resultaba obvio que había presenciado recientemente una batalla, pero el
mellado acero había sido limpiado y pulido como si se tratase de una reliquia sagrada.
“Tenía al enemigo a mi merced” continuó, mirando a sus invitados forma desafiante,
como si esperase que se atrevieran a contradecirle. “En pocos minutos hubiera acabado
con ellos, pero Kortharion...” se detuvo y sacudió su cabeza con incredulidad.
“Kortharion decidió que el mejor modo sería inmolarse. Destruyó a las criaturas con su
propia pira funeraria.”

La pequeña delegación reunida en el estudio de Kalaer se volvió para mirar al joven


mago que esperaba tras la puerta. Al escuchar las palabras del maestro de la espada,
Caladris se apoyó pesadamente sobre su vara y su semblante juvenil parecía
abandonarle, dejando así caer sus hombros y permitiendo que la angustia se plasmase en
su rostro. “¿Por qué haría una cosa así?” murmuró.

Mientras Kalaer observaba a Caladris, el temblor de su voz se hizo más pronunciado.


“No es de mi competencia el comprender la lógica de los magos”, murmuró.
“Kortharion había pasado largo tiempo en esta isla. Comenzó a sufrir a causa de
horribles pesadillas. Es posible que la carencia de sueño nublara su juicio.” Sacudió su
cabeza. “ Tal vez ya no le quedasen agallas para luchar.”

Caladris se puso rígido al escuchar las palabras de Kalaer. “Estoy seguro de que no os
habría abandonado si hubiese visto otra salida.”

Las mejillas de Kalaer se ruborizaron y posó una mirada fulminante sobre el mago.
“Kortharion se llevó sus motivos consigo a la tumba. Debemos tratar este asunto sin su
ayuda.” Durante un momento parecía que su máscara de serenidad iba a desprenderse de
su rostro. Entonces se alejó de Caladris y se dirigió hacia el caballero apostado a su
lado, un veterano de aspecto orgulloso, que portaba un alto escudo decorado con una
hermosa imagen de un dragón marino. “¿Cuántos soldados vinieron con vosotros en el
navío del príncipe, Capitán Althin?”

El capitán echó un breve vistazo hacia Caladris, pero el joven mago realizó un saludo
con desdén y se dirigió hacia la esquina de la habitación, de modo que Althin respondió
a la pregunta del capitán. “Mi propio destacamento de guardianes marinos y también,”
hizo un gesto hacia otra de las figuras acorazadas que había tras él, “Eltheus y sus
caballeros.”

Eltheus dio un paso al frente, seguido de una ligera reverencia. Su casco estaba
adornado con el pálido plumaje gris de un noble Ellyrion y su curtida piel reflejaba toda
una vida pasada sobre una silla de montar.

Kalaer se fijó en la ligera y flexible armadura del caballero, al igual que en su larga
lanza con runas grabadas. “Estamos muy alejados de las llanuras de Ellyrion, amigo
mío,” dijo con una perversa sonrisa. “Tal vez aquí te encuentres cabalgando a menor
velocidad de lo que estés acostumbrado.”

El caballero alzó la barbilla y dio un golpe con su lanza en el suelo de piedra. “La
velocidad no es la única arma de nuestro arsenal, maestro de la espada.”

Kalaer asintió vagamente y volvió a fijar su vista en la espada que se hallaba sobre su
escritorio.

Un incómodo silencio colmó la habitación.

“¿Y el príncipe llevó consigo más soldados?” preguntó Kalaer poco después.

“Así es” respondió Althin asintiendo con la cabeza. El príncipe Jinete de Tormenta
debería regresar en poco tiempo, con el resto de la guardia marina. Y más están por
llegar, cuando el resto de nuestra flota desembarque.”

El maestro de la espada soltó una amarga risotada. “¿Flota, dices? Bueno, bueno...”
murmuró, evitando entrar en contacto con la mirada de Caladris. “No creo que esos
skaven supongan ni la mitad de la amenaza que Kortharion se imaginaba. Suena como
si tuviésemos un ejército a nuestra entera disposición.” Recogió su espada y señaló
hacia la puerta. “No veo ninguna razón para demorarnos. Partamos a caballo ahora y
enviemos a esas miserables criaturas al maldito lugar del que proceden.”
Los elfos salieron en fila del estudio de Kalaer hacia un amplio recibidor abovedado,
con enormes estandartes shaferianos colgando del techo acanalado. Al igual que en el
resto del templo, los elfos habían logrado disimular por completo el extraño y ondulado
diseño de la arquitectura, y los recién llegados pisaban cautelosamente el suelo de la
habitación, sintiendo como si avanzaran por el estómago de un horrible y polvoriento
leviatán.

Los guardias avanzaban rápidamente con consternación en sus rostros y parecía haber
agitación en las almenaras del exterior. A la señal de Kalaer, un soldado atravesó el
recibidor. “Señor de la Espada Kalaer, los skaven se están agolpando en torno a las
murallas.

El único signo de sorpresa del maestro de la espada fue reflejada en la ligera tensión que
pasó por su entrecejo. “¿Ya están aquí?” Se giró hacia Caladris y el resto de caballeros.
“Esas alimañas se mueven velozmente. En cualquier caso, supongo que nos han
ahorrado el viaje.” Asintió hacia las armas de los caballeros. “Tal vez ni siquiera
lleguéis a usarlas. Si esos idiotas han decidido llamar a la puerta principal, podríamos
darles una impresionante bienvenida. Esto podría acabar muy rápido.” Volvió a dirigirse
al soldado. “ Preparad los lanzavirotes. ¿O tal vez ya estén desplegados?”

El soldado vaciló. “Las ratoniles criaturas no están solas. Será mejor que venga a verlo.”
Bajaron rápidamente por una estrecha escalera de caracol para finalmente salir hacia el
patio interior. Soldados y mozos de cuadra corrían por todos lados bajo la luz de la luna.
Mientras los sirvientes encendían las antorchas situadas en los muros, la luz comenzó a
reflejarse sobre un enorme mural de calaveras pétreas que parecían observar a los elfos
mientras avanzaban por el estrecho cuello de tierra que unía el templo con el resto de la
isla.

En el lejano final de la pequeña península, alcanzaron las defensas exteriores del


templo: una ondeante pared que serpenteaba hasta quedar rematada en altas torretas
como colmillos de quince metros de altura, que surgían desde dentadas rocas. Pudieron
contemplar cientos de elfos en formación tras los parapetos, todos ellos arqueros y
lanceros, pero todos ellos parecían reacios a usar sus armas.

“¿A qué están esperando?” murmuró Kalaer, mientras él y su grupo ascendían hacia los
asentamientos defensivos. En el momento en que llegaban a la parte superior de las
murallas, varios centinelas corrieron hacia el maestro de la espada con preguntas a
punto de salir de sus bocas, pero pasó a través de ellos como si no estuvieran allí y echó
un vistazo hacia la oscuridad nocturna.

“Por los dioses” jadeó Caladris mientras daba alcance a Kalaer y observaba la penumbra
de la isla.

El distorsionado terreno que había delante de ellos rebosaba skaven por doquier. El
ejército se aproximaba hacia ellos atravesando la oscuridad como un maremoto de
sombras retorcidas. Las manchadas siluetas avanzaban con paso veloz como un pesado
oleaje, haciendo que los elfos se esforzaran en distinguir los individuos que lo
formaban. De todas formas, no fue esa el motivo de su falta de determinación. El grifo
se encontraba sobrevolando la enorme masa de skaven, con una figura agachada sobre
su lomo, esquivando flechas y otros improvisados proyectiles que le lanzaban.
“¿Supongo que ése es vuestro príncipe?” preguntó Kalaer, girándose hacia el joven
mago a su lado.

El grifo estaba llevando a cabo una serie de impresionantes giros y piruetas aéreas
mientras su jinete disparaba hacia las masificadas formas que se hallaban bajo ellos.
Durante unos segundos, Caladris permaneció demasiado impactado por la escena como
para responder darle una respuesta. Se sentía como si estuviera mirando atrás a través de
eones. La visión de un noble elfo, aventurándose a batallar tan ferozmente contra tal
horda monstruosa, parecía sacada de las más antiguas leyendas. “Sí” jadeó finalmente,
con un gesto de asombro.

“Entonces por su propio bien, haz que venga a tu lado” precisó Kalaer. “No tengo ganas
de presenciar otro sacrificio inútil.”

“Está en lo cierto, Caladris” dijo el Capitán Althin, avanzando hacia las murallas.
“Mirad aquellas luces; tienen alguna clase de magia a su disposición. Está jugando a un
juego muy peligroso.”

Caladris siguió las señas del capitán y comprobó que estaba en lo cierto. Destellos de un
verde llameante hacían erupción entre las escurridizas masas al pie del muro. Cerró sus
ojos durante un segundo y permitió al resto de sus sentidos salir volando entre las
torretas para sondar el ejército frente a él. Tras unos segundos suspiró y regresó a su
cuerpo con los otros, con sus ojos abiertos de par en par en señal de alerta. “Deben
contar con poderosos hechiceros entre ellos. Sus armas están cargadas con magia de la
disformidad.”

“Puedo verlo por mí mismo” replicó el capitán, apuntando con su brazo hacia los
relucientes brillos intermitentes que emitían hacia el grifo.

“Hacedle regresar.”

Caladris asintió firmemente y cerró sus ojos de nuevo, mientras elevaba sus manos
desde lo más alto de la muralla y murmurando una única y fluida sílaba.

Inmediatamente, el grifo se elevó sobre los skaven y por un momento se detuvo en el


aire, batiendo sus alas con fuertes golpes y dándoles a los elfos una visión más clara del
Príncipe Jinete de Tormenta mientras éste les observaba. El príncipe asintió con la
cabeza, disparó una última flecha y dirigió su montura hacia el templo. Mientras
avanzaba hacia los expectantes elfos, levantó su lanza en un majestuoso gesto de
desafío. El fuego disforme que lo rodeaba hacía brillar su armadura de oro pulido y,
mientras descendía de las parpadeantes nubes, Caladris pensó que se parecía a un
Aenarion renacido, llevándose toda la furia y la tragedia de su raza con el dorado brillo
de su lanza.
Capítulo 11

“¡Somos legión!” rugió el Señor de la Guerra Padrealimaña, alzándose sobre la


retorcida masa que era su ejército. Y mientras se elevaba entre el enjambre de figuras,
sacudió su cuchillo de carnicero de forma desafiante al grifo que surcaba el cielo. “Huye
de vuelta a tu casita, cosa-elfo,” aulló. “¡El Imperio Subterráneo se alza! ¡Nuestro
tiempo ha llegado!” Luego miró a su alrededor, maravillado de cuán ciertas eran sus
palabras. Millares de skaven avanzaban a través de la isla en dirección al templo. “Hay
muchos de los nuestros,” dijo, mirando abajo hacia Ratchitt con un tono de confusión en
su voz. “Parece incluso que hubiese más guerreros de clan de los que partimos al
inicio.”

El ingeniero-brujo se subió a los hombros de un esclavo y miró hacia atrás para


observar al impresionante ejercito. “Es cierto. Hay muchos-muchos,” replicó con una
servil reverencia. “El más distinguido señor de la guerra ha vuelto a ganarse el respeto
de su clan.”

Padrealimaña frunció el ceño. “Quieres decir...”

Ratchitt asintió con entusiasmo. “Sí-sí, su brutalidad. Mi dispositivo está todavía


suprimiendo el poder de los guardianes de la isla, y los túneles están todavía abiertos.
Muchos de los guerreros de clan que te traicionaron están abandonando a Colaespina y
avanzando por los túneles para unirse a vos en la victoria.”

Padrealimaña volvió a mirar a su ejército y comenzó a asentir en conformidad. “Sí, es


cierto.” Señaló con su cuchillo a un soldado a pocas filas tras él. Ése es Skurry
Hocicomanchado, la rata traicionera. Debe haber recuperado el juicio y abandonó a ese
miserable usurpador.” Su excitación crecía a medida que reconocía más skaven que
creyó perdidos, de su lado. ” Sí-sí. Veo focos de esas alimañas que también me habían
abandonado.” Aulló hacia el grifo una vez más, agitado por el éxtasis y la sed de sangre.
“Huye mientras puedas, cosa-elfo. ¡La muerte te llegará!” Mientras la locura le
consumía, Padrealimaña agarró por la nuca a un esclavo que tenía próximo y lo arrojó
contra el grifo. El esclavo surcaba el aire mientras gritaba, en una mezcla de
extremidades agitadas y ojos desorbitados, antes de caer al suelo con un golpe seco.

Para deleite de Padrealimaña, el grifo voló para refugiarse tras los enormes muros del
templo. “¿Ves cómo huye?” rió, alzando su cuchillo hacia el cielo y moviéndolo hacia
las espaldas de sus soldados. “Teme provocar la ira del Señor de la Guerra
Padrealimaña.”

Un enorme rugido hizo erupción entre los skaven de alrededor y comenzaron a correr
hacia las puertas que bloqueaban su avance hacia la península. El ruido provocado por
el traqueteo de las espadas era ensordecedor mientras se lanzaban a través de la
retorcida roca, pero en cuanto llegaron a las puertas el clamor se apagó. Las enormes
puertas se elevaban diez metros sobre sus cabezas y estaban hechas de las mismas
retorcidas e impenetrables rocas que las de el resto del muro.
“Ratchitt,” chilló Padrealimaña, mientras agarraba al ingeniero por el cuello y lo
levantaba de entre la multitud. “¿Qué puedes hacer con esas puertas?” Soltó al ingeniero
tan cerca de sí mismo que Ratchitt podía ver las venas de los ojos hinchadas del color de
la sangre. “¡Rompe-derriba! ¡Rompe-derriba!”

Ratchitt se masajeó el cuello, intentado desesperadamente recuperar el aliento. “Sí”


jadeó por fin, tras asegurarse de que ya no estaba bajo la presa de Padrealimaña. “Mis
máquinas...” dijo entre toses, haciendo una seña con su brazo hacia la hilera de carretas
que avanzaban traqueteando por el rocoso suelo. “Permitidme...” Sus palabras se
convirtieron en un chillido angustiado en el momento en que el señor de la guerra
volvió a aferrarse a él.

“Quiero verlos hechos añicos, Ratchitt” gruñó el señor de la guerra, mientras dejaba
caer con ligero cuidado al ingeniero en el suelo. “Simplemente no me falles.”

Ratchitt cayó sobre las rocas negras con un gañido de dolor. Trató de levantarse, pero
una avalancha de garras, ruedas y armamento lo hicieron rodar otra vez. Escupiendo
maldiciones, se arrastró hacia una retorcida columna de piedra y corrió fuera de la carga
de los guerreros de clan. “No fallaré, Padrealimaña” murmuró, desenfundando su pistola
y apuntando hacia la espalda del señor de la guerra. “La hora de Ratchitt se acerca. Tú
serás el primero en saber cuándo va a llegar.” Miró hacia el ejército que avanzaba tras
de sí, próximo a las vagonetas. Entonces saltó de la roca y se escabulló entre los demás
skaven.

Mientras se abría paso entre la muchedumbre, una extraña brisa sibilina se hizo sentir a
sus espaldas. El ingeniero se detuvo y giró la cabeza para mirar en dirección al templo.
Estaba demasiado oscuro como para poder distinguir nada a esa distancia, de modo que
sacó de su bolsillo unos anteojos de espía y giró una pequeña manivela de su costado.
La manivela hacía girar una serie de engranajes y, ya que Ratchitt lo estaba haciendo
girar muy forzosamente, comenzaron a saltar chispas. Tras unos segundos, la lente
comenzó a brillar con una luz verdosa y Ratchitt se dispuso a observar por los anteojos.
Siseó. El sonido que había escuchado no era un viento natural. Las lentes potenciadas
con la energía de piedra de disformidad le permitían ver casi tan bien como de día, y vio
que ahora junto al príncipe tras la seguridad del muro, los elfos habían sacado a la vista
docenas de águilas de madera. Los pájaros finamente tallados, observaban de forma
serena sobre los parapetos, con su reluciente oro y pintura color marfil iluminados por
las almenaras de los alrededores, dándoles la apariencia de orgullosos espíritus aviares
mientras vertían nubes de brillante energía a las masas de pernos que tenían frente a
ellos.

En cuanto los pernos dieron en el blanco, un coro de gritos brotó de entre los skaven
más cercanos a la muralla. El hábil diseño de las armas no enmascaró su cruel
eficiencia. Descargas de flechas abatieron parte de la amenazante armada, y cada una
tenía fuerza suficiente para atravesar la armadura de varios aterrorizados skaven.
Ratchitt tembló y susurró de forma desalentada mientras observaba la letal tormenta. No
podía creer la rapidez y efectividad de aquellas armas. A ninguna de aquellas armas le
salía el disparo por la culata o estallaba y esparcía la muerte sobre las murallas.

“Ratchitt” rugió Padrealimaña a unos metros de distancia. Su rostro estaba retorcido de


furia mientras elevaba su cuchillo hacia la muralla. “¡Rompe-derriba! ¡Rompe-derriba!”

Ratchitt le reverenció de forma aduladora y giró sobre sus talones. Salió corriendo hacia
una de las carretas más grandes – una enorme carreta de madera – y comenzó a desatar
las lonas que lo cubrían. “Rápido-rápido” gritaba a los esclavos mientras les daba
empujones.

Con la ayuda de sus aterrados asistentes, quitó la lona y descubrió el colosal arma que
había bajo ella. Mientras las sucias telas caían al suelo, las rocas fueron bañadas por una
sobrenatural luz verde. Ratchitt sacudió la cola con excitación mientras rodeaba con
pequeños saltos el dispositivo: un enorme cañón con runas grabadas, alimentado por
una enorme piedra de disformidad atornillada a éste. El ingeniero gimió de placer
mientras posaba sus manos sobre el barril de cobre del arma. Ya habían sido construidas
cosas así antes, pero nunca tan grandes. Ratchitt había construido un arma cuyo poder
solo era alcanzable en sueños. “Echad abajo las murallas” siseó, saltando hacia el suelo
y empujando a los esclavos hacia el mecanismo de disparo. ” ¡Derribad-destruid!”

La dotación del arma se colocó protecciones de cuero en los hocicos y se apresuraron a


obedecer. Tras comprobar los arneses que fijaban la pieza de artillería en su sitio, tres de
ellos apoyaron su peso sobre un trinquete situado en la parte trasera del cañón. La placa
de piedra de disformidad comenzó a brillas más intensamente mientras los engranajes
iban siendo colocados en su lugar y una leve vibración comenzó a resonar entre el
laberinto de tuberías de cobre, ruedas dentadas y relucientes frascos de vidrio. Los
esclavos levantaron la mirada, ojeando el cañón con una mezcla de excitación y terror
mientras el vibrante sonido aumentaba. Tras unos segundos, todo el barril estaba
temblando por la fuerza de la vibración. Varios remaches comenzaron a saltar de las
placas de metal, silbando al pasar sobre las cabezas de los esclavos y provocando que el
dispositivo emitiera un ensordecedor sonido de traqueteo.

“ Ahora” dijo Ratchitt, apuntando a una segunda palanca, insertada al lado de la


primera. “¡Fuego-fuego!”

Si los esclavos podían escuchar la orden entre aquella cacofonía de ruidos, no dieron
señales de ello y continuaron alejados de la estridente masa de metal.
Ratchitt rebuscó entre su armadura en busca de su pistola, pero para cuando alzó la vista
vio a varios esclavos huyendo hacia la selva. “Fuego-fuego” gritó de nuevo, temblando
de rabia por su cobardía y mirando atrás hacia el cañón. Ahora se estaba agitando tan
violentamente que quedaban pocos segundos antes que que todo aquello se colapsase.
Ajustó sus gafas al brillo y se precipitó hacia la máquina. Chilló de dolor mientras
recordaba que las lentes estaban estropeadas, y mientras empujaba la segunda palanca,
las lágrimas brotaban de sus ojos.

Un atronador estallido hizo eco entre las rocas y durante un breve instante la noche fue
remplazada con un destello color esmeralda.

La agonía irrumpió en la cabeza de Ratchitt y ya no supo nada más.


Capítulo 13

Caladris sintió cómo se estremecía el muro bajo sus pies y se agarró a las rocas para no
caerse. Durante unos segundos una delgada columna de luz arqueó sobre las cabezas del
ejército skaven y arremetió contra las puertas de la muralla. La antigua piedra se onduló
y finalmente reventó hacia el patio de armas interior. La fuerza del impacto fue tan
intensa que mientras se derrumbaban las puertas el resto de la muralla comenzaba a
cambiar y a deslizarse también.

Entonces, tan rápido como vino, la luz se desvaneció.

Mientras duraba el eco del cañonazo los elfos contuvieron el aliento, esperando a ver
sus efectos. Durante unos segundos no ocurrió nada; entonces, con un terrible crujido,
toda la pared comenzó a desplomarse lentamente hacia atrás.

“Ha caído” gritó el Príncipe Jinete de Tormenta, haciendo despegar su grifo de la


antigua piedra y elevándose sobre sus cabezas. “¡Abandonen el muro!”

Incluso cuando parecía que la tierra se desmoronaba bajo sus pies, el Maestro de la
Espada Kaaer y sus hombres no mostraron temor alguno. Mientras una ensordecedora
erupción los cubría de polvo y rocas, corrieron silenciosamente de vuelta por los
desmoronados escalones hacia el patio interior y los istmos.

Mientras los soldados corrían hacia él, hacinándose en las vías de escape rápido,
Caladris pronunció un hechizo de enlazamiento y canalizó la magia sobre las
desmoronadas rocas. Durante unos minutos sentía como si todo el peso de la estructura
reposara sobre sus hombros. El poder mágico chisporroteaba entre sus dedos y salía
disparado como un mortero, mientras los soldados se apresuraban en bajar por las
escaleras. Finalmente dejó salir un grito de abandono y saltó de la muralla, dejando que
toda la estructura se colapsara tras él. Sus ojos brillaron con un blanquecino fogonazo
mientras flotaba grácilmente hacia las lejanas losas del patio. Nada más aterrizar, se giró
para mirar hacia la la pared mientras ésta iba desmoronándose. El arma Skaven había
dejado en el muro un agujero del tamaño de una casa mientras los elfos huían y las
torretas se desmoronaban en una mezcla de roca y argamasa. Caladris se percató con
una mezcla de orgullo y horror que varias docenas de guardas no habían intentado salir
corriendo para alcanzar las ya desvanecidas escaleras. La marea de cuerpos chocando
los unos con los otros hacía imposible la huida, de modo que simplemente
permanecieron en sus puestos – esperando pacientemente a morir, para que otros tal vez
tuvieran la oportunidad de vivir.

Caladris se dirigió rápidamente hacia la fina banda de tierra que conectaba con el
templo. Una vez que estuvo a una distancia prudente, se giro para contemplar un nuevo
muro alzándose en lugar del anterior. Este otro estaba hecho de colosales jirones de
humo, y se elevaba incluso a una altura superior a la del original. La enorme cortina de
polvo lo salvó de ver a los agonizantes elfos, aunque no de sus gritos, que hicieron que
el mago se estremeciera y se tambaleara hacia el borde del estrecho puente de piedra.

Grupos de polvorientos soldados comenzaron a emerger como fantasmas de entre el


caos que se había formado, incapaces de disimular su conmoción hacia el nivel de
destrucción que estaban presenciando. El muro había permanecido en pie durante miles
de años; construido por manos desconocidas, antes incluso de los tiempos de Aenarion.
Ninguno de ellos había imaginado que cayera ni en sus peores sueños.

Caladris vio al Maestro de la Espada Kalaer, caminando con paso sereno atravesando el
humo mientras hacía las veces de pastor de los maestros de la espada a través del caos.
Hizo un gesto hacia el mago mientras realizaba una serie de órdenes. Varios soldados se
apresuraron a obedecer, formando ordenadas filas en torno a Caladris.

Caladris echó un vistazo entre los escombros hacia las figuras que se aproximaban y
suspiró con alivio. El Capitán Althin estaba allí, liderando un grupo de sus guardianes
del mar, y estaban seguidos a su vez por Eltheus con su emplumado casco y por los
ágiles siluetas de sus Guardianes de Ellyrion.

“¡Alejaos!” gritó el príncipe desde el frente.

Todos miraron hacia arriba para observar una mancha de moteadas plumas leonadas y
una reluciente armadura dorada, mientras el grifo atravesaba las nubes de polvo.

“¡Aún no estáis a salvo!”


Caladris miró hacia la pared de humo y vio impresionantes sombras atravesando la
bruma. “Está en lo cierto. Algo se aproxima” murmuró, aferrando su vara en señal de
alarma.

“¡Seguid las órdenes del príncipe!” Gritó Kalaer, elevando su espada a dos manos en
dirección a los istmos. “¡Dirigíos hacia el templo!”

Mientras los elfos se apresuraban a obedecer, Caladris observó las enormes siluetas
emergiendo del humo tras ellos. Mientras las pesadas formas fueron reveladas
totalmente, el mago permaneció en shock. Los monstruos que se acercaban desde el
muro no se parecían a nada que hubiera visto jamás. Se asemejaban a grotescos skaven
sobredimensionados, pero parecían estar cosidos a partes de otras criaturas. Sus
musculosos miembros se extendían sobre una mezcla de pellejos desparejados y carne
putrefacta, y sus hocicos llenos de cicatrices estaban retorcidos por el dolor y la
frenética sed de sangre. A medida que se golpeaban a través de los escombros, se dieron
un festín con los elfos caídos, haciendo pasar sus miembros amputados por sus
deformes gargantas y arañándose los unos a los otros en su afán de avanzar.
Aparecieron unas figuras más pequeñas en torno a las ratas-ogro, repartiendo latigazos y
pinchando las piernas de los monstruos en un intento de controlar sus torpes
movimientos.

Mientras el Maestro de la Espada Kalaer llegaba al lado de Caladris vigilaba su


retaguardia del enemigo que avanzaba y no pudo disimular su sorpresa. A pesar de ello
se puso erguido inmediatamente, e hizo un guiño al mago mientras avanzaba a paso
ligero. “Muy bien” dijo, girándose hacia el mago. “Tú y los otros debéis hacer lo que el
príncipe diga.” hizo un movimiento con su espada hacia los monstruos. “Pero esas cosas
se mueven demasiado rápido. Si no les oponemos resistencia nos desgarrarán a medida
que huimos. Los mantendré ocupados durante el tiempo suficiente para que lleguéis al
templo y organicéis adecuadamente la defensa.”

Caladris sacudió la cabeza en negativa, pero el caballero ya había ordenado avanzar al


resto de maestros de la espada.

Inmediatamente después siguió la confusión. Los soldados que habían estado siguiendo
las órdenes del príncipe se detuvieron a la vista de Kalaer y formaron una linea
defensiva.

No había señal alguna del grifo, de modo que Caladris sostuvo en alto su vara e iluminó
brevemente el puente con un destello de luz. “¡Debemos llegar al templo!” gritó. “¡Los
maestros de la espada nos darán todo el tiempo que puedan!”

El Capitán Althin y los demás asintieron como respuesta y continuaron avanzando por
el estrecho puente, ayudando a los heridos a moverse mientras avanzaban.

Kalaer lideró a sus maestros de la espada hacia la parte mas estrecha del puente de
piedra. Solo pudo llevar a diez de ellos, pegados hombro con hombro, para cortarles el
paso de las ratas-ogro. Con una simple palabra en código, las filas de elfos tomaron sus
largas espadas a dos manos y formaron una especie de espesura metálica puntiaguda.
Mientras los retorcidos monstruos se dirigían hacia ellos, el grado de su terrible
deformidad se iba haciendo más claro hasta revelarse por completo, pero los elfos no
mostraron temor alguno y comenzaron a golpear grácilmente con sus espadas en una
serie de mortíferos arcos. A pesar de estar apretujados los unos a los otros, se dirigieron
hacia las ratas-ogro con increíble velocidad y precisión. Décadas de entrenamiento les
han otorgado unos sentidos para el combate que casi excede las habilidades propias de
su raza para detectar los movimientos de sus compañeros y se movían hacia el enemigo
con sigilosa gracilidad.

Las ratas-ogro rugieron de frustración mientras las brillantes figuras bailaban con
facilidad fuera de su alcance. Comenzaron a aparecer heridas recientes sobre su gruesa
piel y sin embargo, aunque arremetieron contra sus delgados oponentes no consiguieron
propinarles un solo golpe.

Una enorme figura surgió de oscuridad y una de las ratas-ogro se tambaleó hacia atrás,
golpeando a las demás mientras trataba de detener la sangre que había comenzado a
brotar de su delgado cuello.

“El príncipe” dijo Kalaer con una triste sonrisa, mientras el grifo hundía sus garras en la
presa mientras ésta se resistía.

La herida rata-ogro dejó salir un leve gorgoteo mientras el Príncipe Jinete de Tormenta
sacaba su lanza del cuello de la bestia y volvía a clavárselo en la columna.

“¡Por el Rey Fénix!” gritó el príncipe, a la vez que el monstruo golpeaba al skaven que
tenía bajo sus pies. Un coro de chillidos comenzó a sonar mientras aterrizaba
pesadamente sobre el puente, al mismo tiempo que la bestia emitía un gutural eructo.

Antes de que el resto de skaven pudieran rodearle, el príncipe hizo que el grifo retomara
el vuelo, mientras la sangre de la rata-ogro colgaba de su lanza como un estandarte.
“¡Por Aenarion!”

Los maestros de la espada fueron incapaces de aguantar sus sonrisas ante el grito
agónico de la rata-ogro, pero el rostro de Kalaer permaneció inalterado. En el momento
en que la criatura cayó, dejó una pequeña brecha en el muro de pútrida carne
pespunteada que eran las ratas-ogro, permitiendo así ver el enorme tamaño de la horda
que avanzaba hacia ellos. “Hay demasiados...” murmuró, bajando levemente su espada
durante un segundo.

Por primera vez en su vida, el Maestro de la Espada Kalaer sintió temor.


Capítulo 13

El Capitán Ulthrain caminaba de un lado a otro sobre la cubierta del Orgullo de Finubar.
“¿A qué te refieres?” dijo, intentando elevar su voz sobre el agitar de las lonas y el
aullido del viento.

“Mire” le respondió el navegante, señalando a la feroz tormenta. “Tenemos un nuevo


amigo. Y observe cuán rápido se desplaza.”

El capitán se cubrió los ojos del rocío del mar y miró las ondeantes banderas blancas.
Varios navíos estaban siguiéndolo en su despertar. Pudo nombrar a varios de ellos con
facilidad, pero se quedó boquiabierto de la impresión. Se encontraba bastante rezagada
del resto de la flota, pero avanzaba cortando el oleaje con una velocidad imposible. Sus
altas velas eran empujadas por un viento antinatural, soplando en directa contradicción
al clima prevaleciente. Mientras el misterioso buque era empujado sin cesar hacia ellos,
lo hacía como si fuese impulsado por el mismísimo aliento de Asuryan.

“Las águilas del príncipe han debido llevar sus mensajes bien lejos” dijo. “No hay
motivo para alarmarse. Ésa es claramente un navío de Ulthuan – fijaros en sus colores.”
El navegante entrecerró los ojos para observar mejor el distante navío. Era difícil de
distinguir sus estandartes a través de la espuma, pero pensó que podría fijarse mejor en
el diseño: un dragón marino de color blanco sobre un fondo azul. “Correcto” respondió
finalmente. “No tenía dudas de su lealtad. Nunca había visto una nave desplazarse como
esa.”

El capitán asintió y se giró para mirar hacia el navegante con un brillo en su mirada de
color azul grisáceo. “¿Puedes sentirlo, Meniath? Preguntó, con una tímida sonrisa
dibujada en los bordes de sus labios.

El navegante frunció el ceño. Entonces se apartó el pelo mojado de su cara y le devolvió


al capitán la sonrisa. “Sí, capitán. Puedo sentirlo. Hay algo en el aire.”

El capitán posó la mano sobre su hombro. “¡Nos encontramos a punto de hacer


historia!” gritó. “He sentido que los dioses nos observan desde que el Príncipe Jinete de
Tormenta nos ordenó poner rumbo hacia la isla. Tanto para bien como para mal, no lo
sé, pero el día de hoy pasará a los anales a través de nuestro pueblo. Estoy seguro de
ello.” Miró hacia atrás para observar de nuevo la nave que se aproximaba rápidamente.
“Algo importante está a punto de suceder.
Capítulo 14

“No podemos ganar” jadeó Caladris, mientras atravesaba a la carrera los portones del
templo.

Los elfos se congregaron en el patio que rodeaba el santuario y se observaron los unos a
los otros, atemorizados. Ninguno de ellos se lo había esperado. Ellos eran los herederos
de Aenarion. ¿Cómo era posible que se encontrasen huyendo de semejantes alimañas
piojosas? Docenas de ellos se encontraban heridos en mayor o menor grado, pero fue el
aguijón de la derrota lo que torcía sus rostros. Alrededor de cien guardianes del mar se
encontraban todavía en pie pero el colapso de los muros fue un duro golpe para ellos y
todos se asomaban a ver la columna de polvo sumidos en la confusión. Estaban siendo
flanqueados por la mayoría de los jinetes de Eltheus, pero tampoco parecían muy
seguros de qué hacer después. No existía posibilidad alguna de una carga de caballería
por aquel estrecho paso de rocas irregulares y habían sido forzados a guarecer sus
monturas en los establos y continuar su lucha a pie.

El Capitán Althin caminó sobre las losas de piedra hacia el lado de Caladris. Su cara
estaba blanca del dolor y el dragón marino de su emblema se había esfumado bajo una
mancha de sangre. “¿No puedes ayudarles?” pregunto, gesticulando en dirección al
istmo sobre el cual los maestros de la espada estaban librando la cruenta batalla. Su voz
vibraba con una inusual nota de pasión. “No pueden detener el avance de las criaturas
indefinidamente. “¿Seguro que toda tu sabiduría y aprendizaje sirven de algo?”

El mago frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero no dio respuesta alguna. Estaba
claramente sumido en sus pensamientos y parecía que apenas había comprendido lo que
el capitán le decía.

“Entonces, ¿no vas a hacer nada?” Los nervios del capitán afloraron y agarró al mago
por sus ropajes. “¿Acaso tienes miedo?”

Caladris soltó sus ropas de las manos del capitán. “No, soldado” le espetó. “Tan solo
dudaba por una pequeña razón.”

“Cómo te atreves” rugió el capitán, dando unos pasos al frente al son del entrechocar de
las placas de su armadura. “Vosotros los intelectuales estáis siempre dispuestos a
señalar rápidamente a los necios.” Flexionó los dedos de la mano con la que sujetaba su
espada, con claras ganas de sentir su empuñadura. “No voy a soportar más tus...” Sus
palabras se ahogaron mientras se veía a sí mismo. Miró las sorprendidas caras de sus
compañeros y sacudió la cabeza. “Perdóname, mago” dijo, mientras se alejaba rígido
como un arco.

El color volvió a las mejillas de Caladris y miró sobre su aguileña nariz hacia el capitán,
pero cuando le respondió, lo hizo en un tono más que controlado. “Si voy allí ahora
mismo, ciertamente podré ayudar al Maestro de la Espada Kalaer. Tal vez incluso
durante varios minutos. Entonces, cuando esas criaturas sean conscientes de mi poder,
me quitarán de en medio sus armas de energía disforme y, tras hacer una carnicería
contigo y los demás, podrán pasearse a sus anchas por el templo.” Señaló a la pila de
enrevesadas torres y contrafuertes que tenían tras ellos. “¿Te das cuenta – susurró – de
lo que eso significaría?”
“¿Entonces qué?” gruñó el capitán, intentando calmar su voz mientras la bajaba al
mismo tono que la del mago. “¿Nos sentamos aquí y miramos cómo Kalaer muere?”

“Debo hablar con el príncipe” musitó el mago, pareciendo olvidar todo lo relacionado
con el capitán. Sus ojos se abrieron de par en par mientras sus pensamientos llegaban a
una terrible conclusión. “Ya solo nos queda una esperanza.”

Caladris se dirigió de vuelta por el arco torcido que llevaba hacia el patio y fue
observando a lo largo del puente de piedra. El polvo surgido del muro derribado por fin
se estaba asentando y pudo ver claramente el relucir de las espadas de Kalaer y sus
compañeros bajo la luz de la luna. “Mi príncipe” susurró, mientras elevaba sus sentidos
sobre la batalla en dirección a las nubes.

Tomó aliento horrorizado mientras observaba a través de los ojos del Príncipe Jinete de
Tormenta. Desde su elevada situación, el príncipe observaba por completo el tamaño del
ejército que avanzaba hacia ellos. Varios miles de aquellos andrajosos jorobados que
parecían la sopa de un caldero en ebullición correteaban por toda la isla en dirección a la
estrecha defensa plateada de Kalaer. De todas formas, no era solo el número de skaven
lo que hacía que Caladris perdiera el aliento – sino las horripilantes invenciones de sus
máquinas de guerra. Enormes, con ruedas de madera, empujadas sobre las colinas,
alimentadas por enormes pedruscos brillantes de piedra de disformidad y el frenético
empuje de millares de ratas; enormes bolas de metal motorizadas abrían el paso, con
enormes filos metálicos sujetos a éstas de cualquier manera; tambaleantes púlpitos con
runas inscritas salían de la espesura del bosque, esgrimiendo humeantes incensarios y
un sin número de máquinas arcanas se acercaban, parpadeando en la oscuridad como los
espíritus cuando son molestados.

“¿Qué esperanza nos queda?” preguntó el príncipe, que sentía la presencia del mago en
su mente. “Hay demasiados.”

“¿Qué hay del resto de nuestra flota?” le replicó Caladris.


El Príncipe Jinete de Tormenta dirigió su montura a través de las nubes, y con su lanza
apuntó hacia las playas situadas al oeste de ellos.

Caladris dejó salir un grito de euforia al contemplar el grupo de barcos que se


aproximaban a la irregular linea costera. “¡Están aquí!” pensó. “Seguro que entonces
estamos a salvo.”

“No todavía” puntualizó el príncipe en sus pensamientos, señalando con su lanza en el


corazón de la isla hacia otra enorme columna de skaven que avanzaba para unirse a la
fuerza principal. Este nuevo ejército era casi tan grande como el inicial y estaba situado
directamente hacia los refuerzos de los elfos que aún estaban por llegar. A la cabeza se
encontraba otra ruinosa máquina de guerra: un extravagante andamio con ruedas, desde
el cual colgaba de lo más alto una enorme campana de bronce.

Caladris sintió como le daba un vuelco el corazón. Tres figuras de grises ropajes se
acurrucaban bajo la campana y sintió su maligno poder tan claramente como sentía el
viento en el rostro del príncipe. “Poseen gran hechicería bajo su mando” pensó. “Y esa
campana – hay algo terrible en su manufactura. Ha sido forjada con sufrimiento y
muerte.” Se estremeció. “La temo más que cualquier otra cosa, mi príncipe.”

“Entonces debemos detenerla” gritó Jinete de Tormenta, alzando su lanza mientras


dirigía a Garra Afilada hacia la pesada estructura.

“¡No, espere!” pensó el mago. “Solo hay un modo de detener a tal multitud.”

El príncipe retuvo su montura y la permitió quedarse flotando en el aire un momento,


perm itiendo que la enfermiza brisa lo sujetara. “Dibuja mentalmente tus ideas con
presteza, Caladris.” Señaló de nuevo al reducido grupo de maestros de la espada que
mantenía su posición en el puente a pesar de tener nulas posibilidades de éxito.
“Tenemos muy poco tiempo.”

“¿Recuerda lo que le dije de la Piedra Fénix?”

“Recuerdo que me comentaste que no posee ninguna utilidad como arma, si.”

“Es cierto. Como objeto en sí mismo es inútil; pero pensad en lo que retiene.”

El príncipe sacudió su cabeza. “¿Qué estás sugiriendo? Me dijiste que el amuleto


protege una débil conexión en el vórtice. ¿Estás diciendo que desatemos las hordas
demoníacas? Nuestros ancestros murieron para conseguir contener esas fuerzas.” Se
puso de pie sobre su silla de montar y gritó a los cielos. “¿Has perdido el juicio,
Caladris? ¡Hemos venido aquí precisamente para evitarlo!”

De camino hacia las puertas del templo, hizo una mueca al recordar las palabras del
príncipe. “Le ruego que lo entienda, mi señor. Sigo en mi sano juicio. Mi plan no
consiste en retirar el amuleto, sino unir mi espíritu al amuleto y canalizar el poder que lo
mantiene en su sitio. Si puedo aprovecharlo correctamente, aunque solo sea por una
fracción de segundo, tendré mas poder bajo mi control del que usted pueda imaginar.
Podría incluso deshacerme de toda la horda.”
El príncipe gruñó de desaprobación. “Es una locura, Caladris. ¿Acaso no te das cuenta?
Tu mente será expulsada.”

“Es nuestra única esperanza, príncipe. Pero Kalaer necesita retener a los skaven el
tiempo suficiente para que complete las protecciones necesarias. Ésa es la razón por la
cual debe olvidarse de la campana y volar inmediatamente hacia el puente. Con su
presencia a su lado, estoy seguro de que Kalaer podrá retenerlos el tiempo suficiente.”

El príncipe volvió a mirar hacia la enorme columna de refuerzos skaven y comprobó


que no le quedaba más que la pequeña posibilidad que Caladris le ofrecía. Rugió
nuevamente e hizo chocar su lanza contra su pechera dorada. “¿De verdad puedes hacer
algo semejante?”

“Le doy mi palabra” pensó Caladris mientras abría nuevamente los ojos.
Capítulo 15

El Maestro de la Espada Kalaer murió con un aullido de incredulidad.

Mientras la colosal rata-ogro partía su cuerpo por la mitad, el arma del espadero
permanecía sujeta a su mano, como si fuese incapaz de asimilar que pudiera caer ante
un rival tan indigno. La criatura utilizó el torso partido de Kalaer como una extensión de
su garra, esparciendo su sangre sobre los elfos mientras agitaba el cadáver sobre sus
cabezas. Entonces golpeó a otro elfo fuera del puente, enviándolo hacia el lejano oleaje
situado bajo el puente.

Los maestros de la espada que aún resistían continuaban luchando con la misma
determinación sigilosa que antes, pero con la muerte de Kalaer, se dieron cuenta de que
pronto le seguirían. El estrecho paso de roca había impedido a los skaven atacarles con
toda su potencia, pero aún así, estaban a punto de llegar a la extenuación. Por cada
skaven que derribaban, otro aparecía para reemplazarlo. Ya habían acabado con
centenares de aquellas cosas, pero sabían que no quedaba esperanza. Todo cuanto les
quedaba por hacer era morir con la mayor dignidad posible.

La rata-ogro que había acabado con Kalaer avanzaba ahora hacia los otros maestros de
la espada, enviando a varias decenas de skaven al vacío, ya que avanzaba con
inexorable paso pesado hacia los elfos. Sujetó el mellado trozo descomunal trozo de
hierro que estaba utilizando como garrote e intentó esgrimirlo contra sus enemigos, pero
al pisar sobre los cuerpos que yacían en suelo hizo que tropezase y cayera de bruces.

Varios de los elfos bailaban con gracilidad sobre el borde de la pieza de metal y
hundieron sus espadas en el pespunteado pecho de la criatura. Entonces lo arrojaron por
el puente hacia el mismo abismo en el cual Kalaer había hallado su destino.

Mientras la rata-ogro caía a la vista de todos, el grifo de Jinete de Tormenta bajaba


desde los cielos una vez más. Mientras su montura se deslizaba sobre los apretujados
combatientes, el príncipe se dejó caer entre los elfos. “No podéis morir aún” dijo el
príncipe de forma serena mientras ocupaba su lugar entre los combatientes. “El puente
debe resistir.”

El dorado casco alado del príncipe actuó como un faro para los elfos que permanecían
en su sitio y, mientras avanzaba, le rodearon con un impresionante escudo de espadas
giratorias. No estaban tan engañados consigo mismos como para creer que podrían
vencer a todo un ejército, pero con el brioso príncipe reluciente liderándoles, sentían
todo el orgullo de su raza a punto de explotar de sus pechos y guiando sus golpes. Las
posibilidades de morir eran totales, pero tendrían su lugar en la historia.

El príncipe sostuvo su espada en el aire y aulló victorioso mientras docenas de skaven


cayeron de repente al suelo con flechas de plumaje blanco incrustadas profundamente
en sus delgados cuellos. Se giró para ver a Althin y a sus guardianes marinos, agachados
tras los maestros de la espada mientras continuaban disparando flechas sobre sus
cabezas. Junto a ellos se encontraban Eltheus y sus jinetes, desprovistos de sus caballos
pero sujetando sus lanzas con siniestra determinación. Volvió a dirigir órdenes a sus
hombres. “Llenad el mar con sus apestosos pellejos. Os prohíbo morir hasta que no
eliminemos esa asquerosa plaga del mundo.” Mientras propinaba jatos sin cesar a los
cuerpos infestados de flechas, el príncipe gritó sobre su hombro. “Capitán Althin, ¿ha
visto a Caladris?”

“No tenía estómago para pelear” gritó el capitán, mientras disparaba otra flecha. “La
última vez que lo vi, se dirigía hacia el templo.”

El príncipe asintió. “Ese muchacho es más valiente de lo que se imagina, Althin”


murmuró mientras tomaba aliento nuevamente. “Más valiente que cualquiera de
nosotros.”
Capítulo 16

Mientras Caladris atravesaba a la carrera las cámaras vacías del templo, su pulso se
aceleraba a causa del miedo. “¿Dónde puede estar?” murmuró, mientras apartaba las
cortinas, fijándose en los sombríos y sinuosos corredores. Durante sus largos años de
estudio en la Torre Blanca, siempre le había fascinado la leyenda de los Ulthuane. Sus
olvidadas y desinteresadas acciones parecían hablar con el a través de los siglos. Morir
tan lejos del hogar, y entonces atar sus almas a las estatuas, ofreciéndose a sí mismos
como eternos guardianes... Fue humilde al pensar en su valor. Pero, a pesar de haber
investigado incontables textos sobre el asunto, no podía ni por su vida acordarse de la
localización exacta de la Piedra Fénix. Su instinto le sugirió que llegase al corazón del
templo. Los elfos habían situado los barracones y los establos en los bordes de
construcción y Caladris se imaginó que era porque preferían dormir lo más alejados
posible de la antigua grieta. Mientras corría, varias puertas atrancadas bloqueaban su
avance, pero apenas aminoró su marcha y, tras musitar una palabra encantada, las
echaba abajo con un ligero giro de muñeca, dejando tras de sí las planchas de madera
humeantes y trozos brillantes de metal incandescente.

Llegó a un punto en que vio unos estrechos escalones que se adentraban en las entrañas
de la roca. En aquel lugar, las paredes eran aún mas retorcidas y asimétricas que en el
resto del templo de aquellas escaleras y sintió una corriente de oscuro poder emanando
de las rocas. Sus dudas lo abandonaron. El amuleto yacía en lo más profundo de
aquellos escalones, estaba seguro de ello. Mientras descendía cuidadosamente por los
desiguales escalones, permitió que un leve rayo de luz amarilla surgiese de su cetro.
Relucía sobre las húmedas rocas y alejaba las sombras, haciendo que las rocas creasen
la ilusión de una amplia y alargada boca que le observaba desde sus paredes.

Al final de las escaleras se encontró con otra puerta cerrada. Al igual que antes,
murmuró un breve hechizo y avanzó. Ésta vez, sin embargo, sus palabras simplemente
resonaron entre las sombras. Frunció el ceño y cerró los ojos para sondear la puerta con
su mente. “Estoy sobre la pista” murmuró, a la vez que descubría una intrincada red de
protecciones mágicas impresas en la puerta. Pocos años atrás, aquella antigua hechicería
le habría desconcertado, pero recientemente los poderes de Caladris habían sobrepasado
los de los señores del saber en quienes tanto pensaba. Con un gesto de aprobación,
Caladris posó sus manos sobre la retorcida madera y comenzó a cantar una tenue y triste
balada. Las gruesas cerraduras se abrían con un satisfactorio chasquido, tras lo cual
Caladris abrió la puerta.

El siguiente corredor era incluso de una arquitectura más tosca e irregular que el resto
del templo. Los elfos no habían hecho ni el más mínimo intento de disimular la fealdad
de aquella parte de la construcción y al oler al viciado aire tuvo la sospecha de que era
la primera persona que se adentraba en aquel lugar en siglos. En ese corredor, el
habitual bochorno que dominaba la isla era reemplazado por un calor aún más sofocante
y el mago se dio cuenta de que comenzaba a faltarle el aire a medida que avanzaba. No
eran solamente las características del ambiente las que le hacían jadear. Mientras
Caladris daba tumbos por el corredor, las rocas le jugaban malas pasadas, pareciendo
que iban a lanzarse en su contra hasta el momento en que la luz de su vara las limpiaba.
Se aferraba a su cetro mientras un coro de voces ininteligibles comenzaron a murmurar
a espaldas de sus pensamientos. A pesar de que no podía entender sus palabras, el tono
amenazador de éstas hizo que se le erizase la piel. Sentía cómo mil demonios lo
acechaban desde las rocas, pasando entre sus pies e infundiendo malicia en sus
pensamientos.
A medida que el corredor quedaba atrás, degeneraba en una amplia expansión de rocas
desperdigadas que aparentaban ser alguna colina subterránea de algún tipo. Caladris
permitió que saliese un poco más de luz de su bastón y comprobó que se hallaba en una
amplia caverna natural y que la ondulada pendiente se extendía muy lejos en la
distancia. Parecía que toda la edificación fue construida sobre un ancho pico
subterráneo, había un claro sendero que conducía a la cima; un reguero de relucientes
huesos blancos que conducían a un profundo cráter en la cima de la pendiente. Caladris
trepaba sobre aquellos restos, pensando en las terribles fuerzas que habrían conducido a
la muerte a aquellas pobres almas. No podía detenerse en aquel morboso pensamiento
mucho tiempo; las voces de su cabeza habían alcanzado tal volumen que temía que su
mente se colapsara bajo un revoltijo de maldiciones.

Nada mas alcanzar la cima del cráter, Caladris comenzó a tener dudas y a preguntarse
sobre el terrible poder del artefacto que estaba a punto de contemplar. Entonces, se
acordó de Kalaer y el príncipe, se calmó a sí mismo y siguió avanzando, prestando
atención a las rocas de la superficie.

Estaba vacío.

Caladris gritó alarmado. “He venido al sitio equivocado” jadeó, posando su mano en el
cráter y llenándolo con la luz de su vara. Mientras sus dedos de deslizaban sobre la roca,
la luz hizo se reflejó sobre una superficie lisa que lo deslumbró brevemente con su
brillo. Se asomó un poco más y se fijó en el agujero. Casi indistinguible de la negra roca
que la acunaba se encontraba un pequeño amuleto de obsidiana. Si la luz no hubiese
atravesado el lugar en aquella dirección, el objeto hubiese sido invisible ante el ojo
desnudo. Caladris contuvo el aliento y extendió la mano para alcanzar el pequeño y
modesto amuleto.

En el momento en que los dedos del mago rozaron el amuleto sintió una nausea que
dobló su cuerpo. Se desplomó en el suelo con un llanto de dolor mientras vomitaba con
violencia hacia la penumbra. “Por los dioses” gimió mientras un terrible dolor lo
apuñalaba. Durante varios minutos no pudo hacer otra cosa que gritar de pánico
mientras se revolcaba en el suelo en postura fetal.

Una vez que se sobrepuso al ataque que había sufrido, Caladris se limpió el vómito de
su boca y se incorporó. Sentía su cabeza asquerosamente lúcida y le dolía cada músculo
de su cuerpo, pero sabía que tenía que moverse. Las voces de su cabeza eran ahora una
cacofonía de gritos, gruñidos y chillidos. Se las arregló para encontrar la fuerza
necesaria para levantarse y mientras se apoyaba de nuevo sobre el pináculo de roca
observó con renovado respeto a la Piedra Fénix. “Debo intentarlo” gruñó y se aproximó
más hacia el amuleto. Ésta vez, lo hizo un sondeo previo con su mente, buscando el
amuleto en la superficie de la roca con sus pensamientos y relajándose a sí mismo sobre
la formación de rocas. La nausea lo golpeó de nuevo, pero esta vez se aferró con fiereza
al borde del cráter y consiguió mantenerse en pie. Sacudió su cabeza ante la enormidad
de la tarea. Incluso cuando simplemente dejaba fluir sus pensamientos sobre el amuleto,
pudo sentir inmediatamente el peso del odio que tiraba de él hacia abajo. Sentía como si
todo el mal del cosmos luchase contra ese pequeño amuleto. Se dio cuenta con disgusto
de que las voces que escuchaba agitarse en su cabeza eran las demoníacas criaturas
encerradas por la Piedra Fénix. Estaban arañando su mente y exigiéndole que los
desencadenase con todo el peso de su voluntad. Intentó apartarlos de sus pensamientos
y se acercó un poco más hacia el amuleto. Entonces se echó hacia atrás sobre sus
talones y vomitó otra vez. Resultaba imposible. El odio que inundó su mente era
abrumador. “No puedo” gimió, postrándose sobre sus rodillas y dejando caer su frente
sobre una roca. “Es demasiado.”

Mientras Caladris se daba cuenta por completo de las consecuencias, las lágrimas
comenzaron deslizarse sobre su rostro. Pensó en Kalaer y el príncipe, que estaban
arriesgando sus vidas porque él se lo había pedido. El príncipe había puesto toda su fe
en él y le había fallado. Se dejó caer hacia delante y permitió que la luz se desvaneciera,
ocultando su vergüenza bajo un profundo manto de oscuridad.

La culpa remordía por dentro a Caladris, tanto que durante unos instantes no se percató
de los sonidos que emergían de entre las sombras. Entonces se puso rígido y contuvo el
aliento. Alguien se aproximaba. Escuchó varios pares de pasos que avanzaban hacia la
oscuridad en la que él se encontraba. Agarró su vara y se dio la vuelta, volviendo a
llenar el lugar de luz.

“Por Asuryan” dijo con su aliento mientras observaba las criaturas de pesadilla que
trepaban por las rocas. Los huesos antiguos que había dejado atrás de alguna forma se
habían vuelto a recomponer y se tambaleaban torpemente hacia él, como un grupo de
polvorientas marionetas ruidosas. Mientras la luz de su cetro hacía relucir los
blanquecinos huesos pudo observar las llamas del interior de sus cuencas vacías.

“¡Quedaos atrás!” gritó, mientras apuntaba con su vara en dirección a los horrores.

Para su sorpresa, los esqueletos se detuvieron. Entonces uno de ellos dio unos pasos al
frente y le tendió un desmoronado brazo que solo tenía tres dedos en su mano.

La comprensión se apoderó de Caladris. Antiguos restos de armaduras élficas aún


colgaban de sus torsos y brillantes diademas descansaban sobre sus destrozadas frentes.
“Vosotros sois los Ulthane” susurró a la vez que bajaba su vara.

Los esqueletos no dieron respuesta.

En la mente de Caladris no había lugar para la duda. Mientras que una tormenta de odio
y corrupción descargaba en los bordes de su mente, sintió la pureza de las almas de los
Ulthane brillar como si de faros se tratasen. Bajó del todo su vara y extendió su mano.

Las extrañas figuras continuaron avanzando adornada con el ruido de los huesos que
chocaban entre sí. Mientras los ojos de Caladris se abrían con temor, formaron un
círculo alrededor de él y posaron sus huesudos dedos sobre sus hombros temblorosos.

Comenzaron a fluir visiones por la mente del mago. Vio a los Ulthane como una vez
fueron: orgullosos, hermosos y condenados, luchando contra inimaginables enemigos y
derramando sus almas en el amuleto de obsidiana. Con sus recuerdos le vino un
increíble poder. Caladris pudo sentirlo recorriendo sus venas y llenando su corazón de
inimaginable vitalidad. La luz salió de él con tal ferocidad que lo volvió incandescente,
abrasador como el sol mientras se dirigía de nuevo hacia el cráter.

Con las almas de los Ulthane en su interior, sujetó firmemente la Piedra Fénix entre las
dos manos y se vertió en ella. Cayó como un cometa entre las chillonas sombras que se
retorcían y se permitió a sí mismo convertirse en uno con las corrientes mágicas que lo
rodeaban. Mientras sus pensamientos se entrelazaban con el torrente de energía,
Caladris comenzó a reír de alivio y de éxtasis. Finalmente tuvo la fuerza de voluntad
suficiente para acallar los gritos de los demonios y comenzó a preparar los intrincados
encantamientos que lo enlazarían al amuleto.

El tiempo se volvió abstracto tan rápido como murmuraba su hechizo y dibujaba formas
llameantes en el aire viciado. Solo habían pasado segundos, pero se sentía como si los
Ulthane hubiesen estado con él durante siglos, prestándole su sabiduría y su fuerza para
que sus antiguos votos no se rompieran.

A medida que el hechizo llegaba a su culminación, algo tiró de los bordes de la mente
de Caladris, algo metálico y áspero que recorrió las relucientes runas que había
dibujado. Intentó ignorarlo, desesperado por completar el ritual ahora que se encontraba
tan cerca, pero la magnitud de su alteración fue aumentando, dispersando sus
pensamientos, lo cual le hizo gritar de frustración. Salió del arremolinado abismo a
regañadientes y se centró el la discordante ilusión. Se trataba de una campana. Tañendo
como si fuese el fin del mundo. Condenación gritaba, suprimiendo su hechizo con sus
siniestras y ominiosas notas. Mientras el sonido golpeaba la mente de Caladris, se aferró
a sí mismo, olvidando su propósito y cayendo al suelo entre gritos de agonía.

La vara del mago cayó estrepitosamente, rodando roca abajo y dejando que la cámara se
llenase de oscuridad una vez más.
Capítulo 17

Morvane hizo una mueca al percatarse del sufrimiento de su señor. El cuerpo torcido del
mago temblaba de dolor mientras éste se levantaba del suelo de mármol, y sus manos
entrelazadas sobre su cabeza le tapaban las orejas.

“¿Puedo ayudarle?” pensó Morvane mientras alcanzaba la frágil figura con su mente.

El mago no dio respuesta alguna mientras observaba una vez más los despejados cielos
shaferianos, pero parecía que hablaba con alguien de todas formas. “Hermano”
murmuró, dejando que su voz fuese transportada por la brisa del mar. “Les queda poco
tiempo. Debéis silenciar esa campana.” El anciano mago asintió como respuesta a la
silenciosa réplica. “ Lo entiendo, pero debéis abandonarlos a su destino. Su sacrificio es
inevitable. Solo el Corazón Blanco de Sunfang podría silenciar tal música.”

Ante la mención de Sunfang, Morvane dejó salir su aliento por la conmoción. Se


levantó sobre sus pies a tiempo para sujetar a su maestro antes de que cayera por la
ventana.

“Le he enviado demasiado tarde” gimió el mago, zafándose de los brazos de su acólito.
“El puente caerá antes de que llegue.” Sacudió la cabeza mientras observaba la
reluciente cámara, como si creyese haberla visto por primera vez. “¿Qué he hecho?”
susurró. “¿Qué he hecho?”
Capítulo 18

“¡Romped-matad!” Chillaba el Señor de la guerra Padrealimaña, agitando su alabarda


hacia los pocos elfos restantes. El resonar de la gran campana había llevado a su ejército
a nuevos niveles de locura asesina y sed de sangre, pero le llenó de temor. Una magia
tan poderosa solo era utilizada por los videntes grises, y no podía permitirles que
echasen sus zarpas sobre el amuleto antes que él lo hiciese. “¡Golpead-cortad!” aulló,
mientras se elevaba sobre la espalda de una de sus alimañas de negro pelaje y golpeando
su casco furiosamente. Sacudió su cabeza perplejo. La cosa-elfo de dorada armadura
había retenido el avance de su ejército casi con una sola mano. Tan solo unos pocos
soldados heridos permanecían a su lado, protegiéndose las espaldas los unos a los otros
mientras sus espadas a dos manos iban y venían; a pocos pies de distancia tras el
estrecho puente de roca, había un par más de ellos, disparando sus flechas hacia la
inminente horda. “Matadles” rugió, golpeando el metal de su propio casco de
frustración, incapaz de creer que un pequeño grupo como ese pusiera en peligro sus
planes tan cuidadosamente trazados.

Miró atrás en dirección a la horda que intentaba meterse por el estrecho puente.
Ninguno de los rostros que veía le resultaba familiar. Entonces, para terminar de
horrorizarlo, vio el hocico lleno de costras de ese traicionero caudillo, Colaespina.
“¡Traidor!” chilló señalando al skaven mientras avanzaba. Golpeó nuevamente a la
alimaña, pero esta vez para que se girase hacia Colaespina. “¡Detenedle!” chilló,
empujando a sus guardias fuera del alcance de los elfos. “¡Matad al traidor!”

El sonido de la horrorosa campana vibró de nuevo mientras los enloquecidos skaven se


giraban los unos a los otros. Padrealimaña y Colaespina arrojaron órdenes a sus
guerreros de clan, pero la escena degeneró rápidamente en un caos total. Mientras el aire
vibraba por los tañidos de la sacrílega campana, el ejército skaven rompió sobre sí
mismo en una orgía de garras ensangrentadas y brillantes dientes.

“¡Ratchitt!” gritó Padrealimaña, intentando sacar su musculoso cuerpo de la fatigada


masa de espadas y colmillos. “¡Matadle!” chilló, espiando al ingeniero agachado sobre
una roca al lado del puente. “¡Usa tu pistola, maldito gusano!”

El ingeniero asintió con entusiasmo como respuesta, y señaló a la extraña pistola de


cañón largo de su túnica, levantándola con evidente excitación.

Padrealimaña se giró hacia Colaespina y sonrió triunfante. “¡Muere, sucio traidor! He


esperado durante...”

Sus palabras se volvió un confuso gorgoteo tan pronto como la sangre comenzaba a
manar de su boca. Observó a Ratchitt confuso y vio que el ingeniero no estaba
apuntando con su arma hacia el puente, sino a él. El sonido del disparo había sido
aplacado por los tañidos de la campana y el clamor de la batalla, pero mientras
Padrealimaña bajó la mirada y observó su pecho vio un ennegrecido agujero del tamaño
de un puño en su coraza.

“Ratchitt” murmuró antes de caerse del puente y de precipitarse sobre las rocas en las
que rompía el oleaje.
La isla de sangre (capítulo 19)

“Debemos llegar al templo” dijo el Capitán Ulthrain mientras hundía su espada en el


cuerpo de otro skaven. Apenas los refuerzos elfos habían pisado la playa, se vieron
envueltos en la desconcertante masa del ejército skaven. Por las pasarelas de los barcos
habían desembarcado numerosas filas de orgullosos guerreros sobre las implacables
rocas de la isla: arqueros, lanceros, nobles de plateadas armaduras y jinetes de las
llanuras de Ellyrian se precipitaron sobre la playa, deseosos de unirse a la refriega.
Incluso a la luz de la luna podía divisarse el templo asediado. La península se
encontraba a tan solo un kilómetro escaso de distancia de la costa en la cual habían
desembarcado, incluso la estructura parecía lo suficientemente cercana como para poder
tocarla, pero mientras las aterradoras tonadas de la campana resonaban en la noche hasta
las fanáticas alimañas, a los elfos les resultaba imposible avanzar. El Capitán Ulthrain
se percató horrorizado de que si no hacían algo, todos ellos serían podrían ser
masacrados a la vista de sus propios barcos.

“Capitán” jadeó uno de los soldados que combatía a su lado. “Mire.”

Ulthrain dirigió su mirada hacia el mar y gritó a causa del júbilo.

La extraña nave que les había estado siguiendo acababa de alcanzar la orilla. Antes de
que la proa de marfil hubiese tocado los guijarros de la playa, un caballo de guerra con
barda saltó hacia el oleaje mientras resoplaba y se dirigió a galope hacia la playa. El
jinete de rostro sombrío vestía una reluciente armadura de azul y oro, y portaba una
espada casi metro y medio de largo que brillaba con el cálido blanco de sus runas. Su
cabeza era protegida por un casco con la forma de un dragón con cresta y alas de marfil
y una gema roja engarzada sobre el protector nasal. Mientras el caballero comenzaba su
carga hacia los skaven, algunos elfos comenzaron a murmurar un nombre; se propagó
tan rápido entre las filas como lo hacía el mismo caballero, elevando el volumen y sus
ánimos hasta convertirse en un canto ensordecedor que rivalizaba incluso con el sonido
de la campana. El caballero se desplazaba tan veloz que resultaba casi imposible
distinguir su rostro, pero su porte y armadura real resultaban inconfundibles.

Ulthrain sacudió su cabeza maravillado y comenzó a sonreír en el momento en el que se


unió a sus compañeros en su cántico: “Tyrion” gritó, mientras su figura avanzaba hacia
ellos como una tormenta. Gritaba su nombre una y otra vez mientras las sílabas
quemaban su garganta y hacían palpitar su corazón.

El caballero no se detuvo a responder sus alabanzas mientras cargaba sobre la masa de


frenéticos skaven, tan tranquilo como si estuviese cabalgando sobre las olas. Fue tan
rápido que para cuando los skaven se dieron cuenta de su acometida ya había atravesado
varias filas de hombres-rata y llegó al lado del esforzado capitán.

Althrain levantó la mirada por encima de su espada y tuvo una fugaz visión de un noble
elfo a su lado. El temor se apoderó de él y durante unos segundos no pudo hacer nada
más que contemplar la majestuosa figura. Mientras los elfos se alzaban con renovada
furia, Ulthrain trató de mantener la compostura. Golpeó su escudo a modo de saludo e
intentó acercarse mientras volvía a la refriega. “¿Príncipe Tyrion?” jadeó,dudando de
sus propias palabras mientras las pronunciaba.

El caballero le miró desde su hermoso corcel y asintió como respuesta.


Ulthrain se estremeció al contemplar la mirada de Tyrion. Los ojos del príncipe ardían
en su interior con tal sed de sangre que por un momento el capitán pensó que iba a
ejecutarlo. En ese momento tyrion se volvió hacia los skaven y comenzó a rajarlos con
una serie de brutales golpes de su espada.

“No podréis alcanzarles” dijo Tyrion mientras agarraba a un skaven del pelaje de su
cabeza y hundía su espada en el cuello de la criatura. Su voz era baja pero gruesa por el
odio y Ulthrain no estaba muy seguro de haberle entendido correctamente.

Miró a su alrededor y vio que sus soldados estaban aplacando el afán de los skaven de
llegar hasta Tyrion. A lo largo de las filas de relucientes lanzas y ondeantes estandartes,
vio columnas de carruajes dorados y escuadrones de deslumbrantes caballeros
acorazados que llenaban las playas de luz y avanzaban tan rápido como el ojo podía ver.
Suspiró ante su belleza. Por un momento pareció que el mar había desatado un ejército
que competía con las huestes del Rey Fénix. “Lidérenos, mi señor” gritó, temblando de
emoción. “Con usted a nuestro lado podremos...”

“No puedo” respondió Tyrion simplemente.


Antes de que el capitán tuviera oportunidad de responderle, Tyrion condujo su caballo
hacia el corazón de las fuerzas enemigas mientras dejaba escapar un incoherente rugido.

“¡Espere!” gritó el capitán, intentando dirigir su propia montura tras el ya desaparecido


jinete; pero fue inútil. Por muy duro que luchase era incapaz de seguirlo, y con Tyrion
fuera de escena pronto los elfos se verían obligados a retroceder hacia el mar. “¡Mi
señor!” gritó Ulthrain mientras se adentraba violentamente en un bosque de hojas de
metal serrado y hocicos babosos. La campana resonó una vez más, incluso más fuerte
que antes y el capitán rugió de agonía mientras se tapaba los oídos. “¡Tyrion, no nos
abandones!”

Tyrion hizo oídos sordos a las súplicas de su compatriota. Su velocidad era tan
prodigiosa que muchas de las criaturas apenas pudieron percatarse de su paso entre
ellos, pero sus movimientos no pasaron del todo desapercibidos. Su destino estaba
claro: el altar de madera con ruedas que alojaba la campana, y las tres figuras de grises
ropajes encaramados a su marco de madera. Mientras el caballo de guerra de Tyrion
tronaba a través de las negras rocas hacia ellos, los videntes grises gritaron furiosos a
los skaven cercanos a ellos, empujándolos hacia el elfo con sus varas.

El caballo de Tyrion dio un salto limpio sobre las cabezas de los serviles guardias y sus
cascos golpearon en los tablones de madera que cubrían la campana.

Tan próximo, el sonido de la campana era ensordecedor, pero Tyrion lo soportó con
estoicismo mientras levantaba su espada hacia los encapuchados skaven.

Los videntes grises retrocedieron y simultáneamente levantaron sus cetros, enviando un


crepitante estallido de verdosos rayos a toda velocidad hacia el elfo.

Tyrion alzó su espada poniendo la acanaladura frente a su rostro, como si se tratase de


un homenaje a los rastreros videntes. Las runas que estaban grabadas a lo largo de la
hoja se hicieron aún mas brillantes en el momento en el que la energía disforme la
golpeaba y ésta los diseminó por el campo de batalla como un abanico de letal luz
esmeralda. Todos los skaven que se encontraban cerca del andamiaje estallaron en
llamas y cayeron al suelo, haciendo que la siniestra estructura quedase rodeada por un
círculo de diez metros de diámetro de carne chamuscada. Los chillidos de los
agonizantes skaven eran tan altos que podían ser oídos incluso por encima del ominoso
resonar de la campana.

Tyrion saltó de su montura y decapitó uno de los videntes grises con un simple
movimiento de su espada.

Mientras la cabeza rodaba a la vista de todos, los otros dos sacerdotes treparon sobre la
desvencijada torre, maldiciendo y lanzando ráfagas de luz a su enemigo.

Tyrion salió ileso de las descargas que fueron devueltas hacia la base de la torre,
incendiando la madera con fuego verde y causando que una de las ruedas colapsase en
una llovizna de fuego y astillas. La fuerza de la explosión retumbó por toda la estructura
y la campana fue lanzada violentamente a un lado. La rata-ogro que había estado
haciendo sonar la campana fue arrojada fuera del altar y sin su musculatura para
balancear todo el peso de la enorme campana a la cual estaba encadenada, la arrancó de
la torre y cayó al suelo con un último estruendo ensordecedor.

Mientras el corcel de Tyrion llegaba al claro, estiró los brazos alrededor de su cuello y
se subió a su montura de nuevo. El caballo se hallaba ya a varios metros de distancia de
la desintegrada máquina de guerra cuando se detuvo. Tyrion vio los miles de brillantes
ojos rojos que lo observaban anonadados, mientras los skaven se esforzaban por
comprender el silencio que había creado. Entonces, con un coro de gritos agudos
saltaron hacia delante.

Mientras Tyrion se desvanecía tras una cortina de sangre y dientes si risa se escuchaba
por encima del clamor, haciendo eco sobre las rocas mientras más skaven caían ante él.
Capítulo 21: Epílogo

El Señor de la Guerra Padrealimaña observaba desde el túnel y olisqueaba el fresco aire


nocturno. Durante unos instantes su hocico se torció y se agachó en la penumbra, hasta
que estuvo seguro de que estaba solo. Luego salió corriendo y se precipitó hacia la cima
del acantilado para contemplar el mar. Se estremeció ante la visión de las distantes
llamas que cubrían toda la isla. Incluso desde la seguridad de la zona principal podía
oler el acre hedor de la carne quemada. Sacudió la cabeza asombrado por la magnitud
de la destrucción. “Muertos-muertos” murmuró. “Todos ellos.” Mientras reflexionaba
sobre este hecho comenzó a reírse. “Muertos-muertos” repitió, con un poco más de
entusiasmo. Una luz verde relumbraba por toda su armadura cuando comenzó a correr
adelante y atrás a lo largo del borde del acantilado. El destrozado talismán bajo su
coraza todavía latía con poder, a pesar de tener incrustado en su centro el disparo
encantado de Ratchitt.

“¡Muertos!” gritó triunfante hacia las distantes llamas. “¡Estás muerto, Colaespina! ¡Tú!
¡Estás! ¡Muerto! ¡Y el Clan Klaw me pertenece!” El hecho de ser el único superviviente
del clan no pareció preocupar al señor de la guerra mientras bailoteaba y saltaba sobre
las rocas. Entonces se detuvo, golpeando con sus garras los restos de su armadura
mientras un pensamiento lo golpeó. Se dio la vuelta y se puso a buscar algo por el borde
del acantilado.

La Cámara de Escape de Difusión de Disformidad Discontinua estaba justo donde la


habían dejado. El maltratado latón de la cabina estaba emitiendo un leve zumbido y la
esfera de cristal continuaba emitiendo pulsos sobre las rocas.

El señor de la guerra dudó por un momento, ojeando la esfera con sospecha mientras
iluminaba los restos calcinados de los asistentes de Ratchitt. Entonces soltó un rugido
desafiante y se lanzó hacia la máquina. Su armadura se estrelló contra la caja metálica,
haciendo que se soltasen los tirantes que la sujetaban en el sitio y enviando la máquina
que Ratchitt fabricó con tanto cariño con sus propias garras girando desde la parte
superior del acantilado mientras se dispersaban engranajes y cristales rotos. Pareció
flotar en el aire durante un segundo, parpadeando con renovado brillo: luego se
precipitó hacia la zona rocosa de debajo.

Padrealimaña gruñó de satisfacción mientras la máquina explotaba en una bola de fuego


que pintó de un verde enfermizo toda la colina. Mientras las llamas se apagaban, miró a
través de las olas hacia la isla. Durante unos pocos minutos no ocurrió nada y el señor
de la guerra comenzó a inquietarse y a murmurar para sí mismo. Entonces, a lo lejos,
una única luz roja palpitó con vida. Padrealimaña jadeó cuando otra luz se encendió, y
después otra. Al poco, una bulliciosa niebla rojiza rodeaba la isla por completo. El señor
de la guerra se alejó nervioso del borde del acantilado. Mientras observaba a través de la
espesa niebla, pensó que podría evitar los vigilantes rostros que vigilaban marea
carmesí. El temor se apoderó de él y durante unos segundos fue incapaz de moverse.
Entonces sonrió echando hacia atrás su cabeza. “¡Estáis todos muertos-muertos!” gritó,
alzando su cuchillo de carnicero hacia la isla. “¡Y Klaw es mío!”

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