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La modernidad y su crítica

León Felipe Barrón Rosas

Para comprender la modernidad en su complejidad hay diversas vías, mismas que revelan

lo extenso e incluso laberíntico que llega a ser el mapa de lo moderno. No todas las visiones

que la abordan llegan al mismo punto, algo que, en cierto modo, es sintomático de la propia

modernidad que se funda en la crítica como forma de modelamiento y perfeccionamiento

del conocimiento. A pesar de las diferencias, siempre hay puntos en común que se pueden

rescatar en pos de un mayor entendimiento, aunque siempre los desacuerdos matizan y

clarifican la discusión profundizando en ella. Tomando en cuenta estas dos posibilidades

daré aquí un mapa general de la modernidad, especialmente, de su versión racional e

ilustrada, primero esclareciéndola de una forma positiva y después negativa para,

posteriormente, sustraerla hacia nuestro marco de discusión e interés que es Latinoamérica

y a cómo el barroco y el neobarroco nacieron en su seno, pero no de una manera armónica,

uniforme y asimilada, sino más bien contrapuesta, al margen, disímil y heterogénea,

mostrando el malestar de las contradicciones del despliegue moderno capitalista y

proponiendo un ethos contrapuesto al de la modernidad ilustrada occidental y, por tanto,

planteando una manera más de habitarla y de ser modernos.


3.1 La modernidad ilustrada

Dentro de la vasta investigación y de las diversas posturas que abordan y problematizan la

noción de modernidad en el siglo XIX y todo lo que ésta acarrea, surge, siempre ineludible,

la figura de Charles Baudelaire, quien parece haber representado perfectamente a aquel

sujeto que corre “a través del gran desierto de hombres” buscando algo y que describió de

forma puntual en El pintor de la vida moderna (1868). Pero ¿en busca de qué va ese

hombre1 que menciona?, eso es algo que el mismo poeta francés se cuestionó en un

contexto histórico aderezado ya por la velocidad y la implementación de un ritmo

vertiginoso en la vida humana, donde ya se hacía evidente la coloratura que había impreso

a la vida humana el triunfo del progreso civilizatorio sobre la pasividad del campo y la

naturaleza.

“La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya

otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (p. 92). Así, la definió Baudelaire. El poeta francés

logró penetrar en la lógica del ritmo vertiginoso de su tiempo y capturó en una imagen el

sentir contradictorio que esta ofrecía, donde lo fugitivo y lo inmutable se sostienen

mutuamente. Esta abstracción de la vida moderna es el resultado de la misma actitud con

la que el hombre moderno hace frente a su tiempo. Para Michel Foucault, Baudelaire

representó claramente esa actitud moderna que consistía precisamente en un

1
Era la modernidad lo que busca el hombre que se abría paso por la multitud. El mismo hombre constituido
y atravesado por la dinámica moderna intentaba aprehender aquello que lo dotaba de identidad y lo hacía ser
un caminante en un mar de personas e inquirirse por su estatus y por aquello que lo hacía ser un hombre
moderno. Pero a diferencia del flâneur, que también transitaba por las calles adornadas con las vitrinas de los
comercios, su búsqueda iba más allá “del placer fugitivo de la circunstancia” (Baudelaire. 1995, p. 91) que
ofrecían los pasajes: esos mundos pequeños que mencionaba Walter Benjamin (1972, p. 51) y que eran
evidencia de la aparición del mundo industrial.
posicionamiento particular del hombre ante su actualidad. Pero esto no significa que el

hombre anterior a la modernidad, el hombre premoderno2, no se cuestionara sobre su

presente, más bien, esa actitud o modo de estar en su tiempo implicaba “una voluntad de

volver heroico el presente” (Foucault. 1994, p. 9). Cabe matizar que esa exaltación del

presente no es la misma que el flâneur3 realizaba en una contemplación pasiva de lo fugaz.

Además de comprender el presente, extrayendo de él lo poético que puede tener

para la historia, el hombre moderno intenta autodeterminarse en relación con su tiempo.

Así, la actitud moderna establece un vínculo diferente del hombre consigo mismo. Esto es

algo que Foucault también localizó en la filosofía de Kant, especialmente en un texto

titulado a modo de pregunta “¿Qué es la Ilustración?”4. Tanto Kant como Baudelaire son

muestra de la actitud moderna que “problematiza, de modo simultáneo, la relación con el

presente, el modo de ser histórico y la constitución de sí mismo como sujeto autónomo”

(Foucault. 1994, p. 11). En este sentido para el filósofo francés, la modernidad podría

2
Habría que apuntar aquí que esa premodernidad remite al periodo anterior a la Ilustración.
3
La actitud del flâneur tenía como finalidad la distracción y la salida del aburrimiento que bien ofrecían las
calles transformadas por la actividad comercial. Pasear por las vitrinas de los establecimientos y posar la
mirada en las mercancías, seguir caminado a la siguiente vitrina para ver las nuevas que sustituirán de
inmediato a las anteriores en la percepción, era el remedio contra el ennui. Lo que motivaba al flâneur era la
sorpresa de lo fugaz, algo que originaba la sumisión a lo instantáneo, una nueva forma de enajenación que
producía otra manera de percibir el tiempo y que se mostraba como la vía para salir de la alienación de la
producción, pero que sólo abría una dimensión más de la alienación del sistema moderno capitalista en
función de la circulación de la mercancía y de la fetichización de los objetos. Sin embargo, el hombre al que
hace referencia Baudelaire, lo que buscaba era la modernidad y lo hacía extrayendo para la historia lo poético
que hay en lo fugaz, es decir, su objetivo se basaba en “obtener lo eterno de lo transitorio” (Baudelaire, 1995,
p. 91).
4
Para Foucault, este texto muestra el deseo de Kant por dar una explicación sobre la motivación que originaba
su empresa filosófica, aunque esto era algo que otros filósofos ya habían realizado, lo que distinguía a Kant
del resto era la voluntad de pensar su obra respecto a un tiempo determinado de la historia que originaba y
determinaba su pensar.
explicarse, más que como un periodo histórico, como un ethos5 que se manifiesta en el

interés por responder a las preguntas que indagan sobre lo que determina al hombre en su

tiempo y le permite establecer una relación con él mismo. En la modernidad hay una

vivencia del tiempo específica en la que se verifica lo fugaz y lo inmutable por parte de un

hombre que comienza a reflexionarse de acuerdo a los marcos históricos que lo

determinan, al mismo tiempo que él los determina y transforma. Todo esto sucede en una

dimensión donde nuevas palabras6 surgen para crear grietas en el mundo anterior y sentar

5
La modernidad como un ethos y no exclusivamente como una temporalidad histórica específica es la postura
foucaultiana para comprender el fundamento de lo moderno, misma con la que parece coincidir, hasta cierto
punto, Marshall Berman (2010) cuando señala que existe una “experiencia vital” compartida por todos los
que estamos inmersos en la modernidad; sólo que el pensador estadounidense, a diferencia de Foucault, no
apunta a una voluntad de autoderterminación por parte del hombre moderno como característica de ese
ethos moderno, sino a una experiencia compartida en la que se verifica la dinámica moderna que se manifiesta
como una “vorágine” llena de contradicciones en su interior. Es por esto que ser modernos significa para
Marshall Berman estar en un entorno: “que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento,
transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos,
todo lo que sabemos, todo lo que somos” (2010, p. 2). Si para Baudelaire la modernidad se podía hallar en la
ardua labor de capturar lo poético del instante para asir su otra parte: lo eterno, es decir, en el hallazgo del
punto de su contradicción constitutiva, para Berman la modernidad se experimenta de una forma más directa
y menos compleja que es el simple vivir en las paradojas y contradicciones de la modernidad. Ser modernos
para él se simplifica en habitar la modernidad que atraviesa todos los aspectos de la experiencia humana, y
que determina al sujeto, pero sin que por ello resulte necesario que éste se pregunte por eso que lo
determina.
6
La modernidad ha establecido un lenguaje propio que se despliega para abarcar el mundo y naturalizar sus
características. Como señala Eric Hobsbawm: “Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que
los documentos” (2015, p. 9) y, siguiendo esa idea, apunta que palabras como industria, fábrica, clase media,
clase trabajadora, capitalismo y socialismo remiten inmediatamente al despliegue de la modernidad en
Europa y a los objetos y conceptos que surgieron en su progresivo nacimiento. Esas palabras, a las que se
pueden agregar muchas más como razón, racionalidad, autonomía, libertad, progreso, instrumentalidad,
naturaleza, civilización, cultura, dominio, mercado, etc., arman inmediatamente un panorama que no es nada
desconocido, puesto que forman el vocabulario con el que el hombre actual sigue dando orden y
entendimiento a su realidad. Bien se podría agregar a la idea de Hosbsbawm que las palabras, además de ser
testigos de un tiempo, son también protagonistas, ya que establecen el vínculo entre el hombre y su mundo,
pero también es posible decir que lo atan y lo hacen caminar a través de él de una forma particular. Cuando
estas palabras fueron apareciendo en el universo humano, el mundo se reconfiguró y el hombre se vio inmerso
en un nuevo ethos: en una nueva morada que pedía un comportamiento determinado para vivir en ella y que
lo hacía tener una “experiencia vital” renovada y compartida con los demás.
las bases de uno nuevo fundado en la escisión entre “las visiones del mundo unificadas de

la religión y la metafísica” (Habermas. 2004, p. 57).

Pese a la dispersión de los elementos que estructuran la modernidad7, hay la

posibilidad de poner cierto orden a la vorágine moderna para comprenderla. En este

sentido Marshall Berman la divide en tres momentos y, pese a las diversas posturas que

marcan el inicio de la modernidad8, lo que resulta interesante de la división de Berman es

la caracterización de cada una de esas tres etapas9 de la modernidad que concibe.

7
Así como Foucault señala que la pregunta lanzada por Kant sobre qué es la ilustración no ha podido ser
respondida a cabalidad, lo mismo sucede con la noción misma de modernidad. La definición siempre varía de
acuerdo a la perspectiva y a la situación contextual e, incluso habría que agregar que a la ubicación dentro del
sistema mundo de quién se pregunta por ella, es decir, no es lo mismo pensar la modernidad y la experiencia
que ésta ofrece al hombre desde los espacios hegemónicos de la cultura y la modernidad ilustrada, o desde
los márgenes de ella. Esto quiere decir que la modernidad, a pesar de que ofrece una “experiencia vital”
compartida como señala Marshall Berman, no siempre es homogénea, lisa y simétrica. Algo que se abordará
posteriormente
8
Sobra decir que toda periodización es relativa y, así como Berman propone esta división temporal, se pueden
traer aquí otras que dependen, específicamente, de la dimensión de la modernidad a la cual se esté haciendo
referencia. Así, se puede hablar del inicio de la filosofía moderna, del comienzo de la estética moderna, de la
construcción de la economía capitalista en la modernidad, de la expansión y colonización de los países
modernos, etc., cada uno de estos elementos ayuda a fijar fechas de inicio de la modernidad, pero de entrada
hay que comprender que no hay uno absoluto. En forma general la clasificación en tres momentos como lo
hace Berman coincide con lo que varios autores más señalan. Sin embargo, hay algunos como Habermas que
remontan el inicio de la modernidad o, al menos, el nacimiento de la noción de lo moderno como una apertura
que diferencia el presente del pasado, hasta el siglo V; pero también hay quienes como Theodor Adorno y
Max Horkheimer ven rasgos precisos de la modernidad en la antigua Grecia, específicamente, en la figura de
Odiseo esbozada por Homero. Por otro lado, habría que mencionar que para los integrantes del grupo
Modernidad/Colonialidad (entre los que figuran Enrique Dussel, Aníbal Quijano, Walter Mignolo, entre otros.)
la modernidad surge en 1492, puesto que el elemento colonial es fundamental para comprender el despliegue
de la modernización capitalista y la situación de América Latina respecto al sistema-mundo.
9
La división que hace Berman queda representada de esta forma: “En la primera fase, que se extiende más o
menos desde comienzos del silgo XVI hasta finales de XVIII, las personas comienzan a experimentar la vida
moderna; apenas si saben con qué han tropezado. Buscan desesperadamente, pero a medio a ciegas un
vocabulario adecuado […] Nuestra segunda fase comienza con la gran ola revolucionaria de la década de 1790.
Con la Revolución francesa y sus repercusiones, surge abrupta y especularmente el gran público moderno.
Este público comparte la sensación de estar viviendo una época revolucionaria, una época que genera
insurrecciones explosivas en todas las dimensiones de la vida personal, social y política. […] En el siglo XX,
nuestra fase tercera y final, el proceso de modernización se expande para abarcar prácticamente todo el
mundo y la cultura del modernismo en el mundo del desarrollo consigue triunfos espectaculares en el arte y
el pensamiento”. (2010, p. 3)
Por otro lado, Habermas precisa que la modernidad de cierta forma está presente

cuando el hombre toma conciencia de su actualidad para distinguirse de su pasado: “el

término [modernidad] aparece en todos aquellos periodos en que se formó la conciencia

de una nueva época, modificando su relación con la antigüedad” (2004, p. 54). Si bien

parece irrefutable que la noción de modernidad acarrea una necesaria distinción del pasado

con el presente, hay que matizar que esa conciencia, que ha podido estar en diferentes

momentos de la vida humana, toma un matiz específico en el marco de una modernidad

que politiza e ideologiza el tiempo, que con todas sus connotaciones filosóficas y políticas

en la modernidad se abstrajo a otra palabra: progreso.

La exaltación del tiempo presente, de lo fugaz e instantáneo, así como la emoción

que provocaba lo novedoso, eran evidencia de algo más profundo: que el hombre había

entrado e interiorizado la lógica de la modernidad y que, además, la recibía como una buena

noticia, ya que anunciaba el nacimiento de un mundo nuevo y una época nueva en la que

el temor del hombre ante lo inconmensurable del universo se disipaba, y donde esa

inseguridad desaparecía mediante la iluminación de la razón. Sin embargo, la excitación por

el presente guardaba algo más complejo en su interior. En él había un exceso; el presente

estaba hinchado de futuro. El tiempo reconfigurado ideológicamente como progreso se

convirtió en el elemento que tomaba el pulso a las sociedades10 en su afán por ser

10
Una sociedad podía consolidar una nación moderna únicamente si lograba la implementación del progreso.
Como señala Alain Touraine: “la idea de progreso ha querido imponer la identidad de crecimiento económico
y de desarrollo nacional. El progreso es la formación de una nación entendida como forma concreta de la
modernidad económica y social” (2012, p. 66). Todo esto conllevó a las naciones nacientes en la modernidad
a establecer una economía del tiempo que posibilitara un avance continuo y cada vez más acelerado en sus
procesos modernizadores, que se volvieron sinónimo de bienestar. En este sentido, todo problema social se
remitió a la incapacidad de las sociedades de instituir la lógica racional modernizadora en la resolución de sus
problemáticas. Y una de las maneras eficaces para revertir los contratiempos, algunas veces causados por las
modernas, es decir, en su voluntad por alcanzar las promesas de bienestar y abundancia.

Para ello era preciso entender la temporalidad como un flujo lineal de acontecimientos y

no como una circularidad que procuraba el retorno del tiempo.

El tiempo en la modernidad, visto desde un ángulo positivo, es el elemento que

regula y evalúa la marcha de una sociedad que se ha impuesto la necesidad de ir hacia la

perfección social y humana a través de la razón. El tiempo en la modernidad funda también

una historia y una manera concreta de contarla. La historia, es la historia del progreso

humano y sus triunfos sobre la naturaleza que antes era indómita, postura que refleja el

historicismo hegeliano criticado por Marx. Pero la relación entre sujeto e historia es de

mutua construcción. Para que la historia se estructurara sobre la noción de tiempo que

prevaleció en la modernidad, tuvieron que haber tomado lugar varios sucesos, y una de

ellos fue el nacimiento del sujeto moderno que, al igual que la noción de tiempo moderno,

fue resultado de un proceso largo en el que diversos factores estuvieron presentes.

El sujeto moderno, específicamente el ilustrado, es el protagonista de los procesos

históricos vinculados con el triunfo de la razón. El alumbramiento del sujeto moderno

ilustrado comenzó a secularizar el conocimiento y a estructurar un método eficaz que le

permitiera de forma directa y sin ninguna intervención externa conocer la naturaleza del

mundo.

formas en que las sociedades se organizaban políticamente, que impedían establecerse en la modernidad, fue
la revolución. Ésta permitía deshacerse de las ataduras que inmovilizaban y asentaban a una sociedad en un
tiempo fijo, al mismo tiempo que desataba el impulso modernizador, dinamizando el flujo del progreso y, con
esto, abriendo el paso a la civilización.
Descartes11 puso en el panorama uno de los elementos centrales del sujeto

moderno: la racionalidad, misma que se reforzará en el periodo de la ilustración. Por un

lado, su investigación sobre el cuerpo humano, esa máquina que describe en su Tratado del

hombre, y por otro su voluntad por definir la misma existencia del hombre, resultaron

fundamentales para que el hombre diera un giro a su manera de concebirse a sí mismo.

Fue por medio de la razón y de su actuar reflexivo como el sujeto en la modernidad

pudo separarse del mundo para establecer la distancia epistemológica necesaria para

adentrase en su naturaleza. A la par de todo esto, el sujeto moderno ilustrado, en su

voluntad de autodeterminación, construyó la base de una identidad homogénea y

armónica; su identidad estaba centrada y regulada por la razón que disipaba cualquier

turbulencia interna y externa a él, es decir, si el hombre se dejaba guiar por la razón

universal y por los imperativos categóricos que recaían en él, cualquier contradicción dentro

o fuera podía ser esclarecida y, por consiguiente, nada más allá de la razón podía afectarlo.

Es más, cualquier elemento que pudiera contraponerse o colocar en peligro el dominio de

la razón comenzó a ser excluido y sometido a dinámicas de control.

La modernidad sólo pudo concretarse sobre los fundamentos establecidos por un

hombre nuevo. Touraine, lo señala de esta manera:

11
Como señala Touraine: “El pensamiento que domina la modernidad naciente no es el que reduce la
experiencia humana a la acción instrumental; tampoco es el pensamiento que sólo recurre a la tolerancia y
hasta el escepticismo, a la manera de Montaigne, para combinar razón y religión. Es el pensamiento de
Descartes, no porque sea el heraldo del racionalismo, sino porque hace andar a la modernidad sobre sus dos
pies” (2012, p.48). Lo que apunta Touraine en este párrafo, además de la importancia de Descartes, es que la
racionalidad ha sufrido transformaciones que hicieron que lo fundamentos de la modernidad también se
vieran trastocados. La modernidad nunca ha sido la misma, a pesar de que se muestre desde su lado positivo
como única y universal. En este sentido, el sujeto moderno tampoco ha sido el mismo, puesto que la
experiencia de la modernidad es diversa e incide en los individuos de varias maneras.
Nuestra conclusión es la siguiente: no hay modernidad sin racionalización,
pero tampoco sin la formación de un sujeto-en-el-mundo que se sintiera
responsable de sí mismo y de la sociedad. No confundamos la modernidad
con el modo puramente capitalista de modernización. (2012, p. 203)

Para que este nuevo sujeto-en-el-mundo naciera, tuvieron que desplegarse una variedad

de elementos en la vida humana que fungieran como transformadores de su identidad y

subjetividad para así sentirse, percibirse y pensarse él mismo de manera diferente y habitar

el nuevo mundo moderno que se estaba alzando. La modernidad, como señala Touriene,

no hay que confundirla12 con su lado quizá más visible desde hace dos siglos: el modo

capitalista de producción, y tampoco con las prácticas racionalizadoras en los procesos

modernizadores. La implementación de la razón a todos los puntos de la experiencia

humana dio como resultado la dinámica modernizadora13. Es necesario separar la

modernidad de los procesos modernizadores de ésta, exacerbados después de la

Revolución industrial y la Revolución francesa. Posterior a estos dos momentos, la vía

económica capitalista tomó mayor fuerza como modelo para acceder a las promesas de

abundancia planteadas por la modernidad.

Este mundo moderno capitalista asimiló bastante bien la lógica del tiempo

progresivo y la noción de sujeto autónomo, capaz de construir su propio futuro. Así, el

12
Esta es una postura que Jürgen Habermas también hace notar cuando analiza la pregunta de Max Weber
sobre el porqué fuera de Europa la racionalidad de la modernidad no llevó por los mismos cauces. Para Weber,
como explica Habermas, la racionalidad producida en la modernidad penetró en la acción económica y en la
vida administrativa de las sociedades, además de haberse establecido en la esfera cultural.
13
Como Habermas señala: “El concepto de modernización se refiere a una gavilla de procesos acumulativos
que se refuerzan mutuamente: a la formación de capital y a la movilización de recursos, al desarrollo de
fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la implementación de poderes políticos
centralizados y al desarrollo de identidades nacionales; a la difusión de los derechos de participación política,
de las formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de valores y normas” (1993, p.12).
capitalismo que de acuerdo a Jügen Kocka (2015) había mostrado sus primeras

características en Oriente, se adhirió a la lógica de la modernidad racional e ilustrada para

reconfigurar profundamente la misma racionalidad, que terminó fungiendo como

herramienta para mejorar los procesos de producción capitalista, y no ya como fin en sí

misma, tal como lo había planteado Kant.

Para el surgimiento del mundo moderno capitalista fue necesaria la revolución

burguesa que, como señaló Marx en el Manifiesto del partido comunista14, no sirvió para

resolver los antagonismos de clase, presentes en el mundo y la economía feudal. Marx

describió el mundo moderno capitalista, mostrando las contradicciones arraigadas en su

propuesta liberadora. Asimismo, atinó a describir la condición del mundo moderno en el

que las relaciones sociales se veían trastocadas a la par que lo hacían instrumentos de

producción. Como también apuntó:

Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de


todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes
distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones
estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas
veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes
de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma;
todo lo sagrado es profanado (2016, p. 25)

Todo se esfuma, nada permanece, sólo el espíritu de cambio y renovación. Esta imagen

concisa que da Marx se asemeja a la de Baudelaire cuando habla de lo fugaz y lo eterno: la

14
Marx señalaba que: “La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal,
no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones
de opresión, las viejas formas de lucha por otras” (2016, p.22).
doble cara de la modernidad. El poeta francés lo que estaba describiendo en su momento

era ya la vivencia del mundo moderno capitalista, representada por el vértigo de la

incesante transformación y la angustia por capturar algo de lo instantáneo.

3.1.1 La crítica a la modernidad ilustrada

La actitud moderna, su discurso, así como su despliegue por el mundo, fueron pilares para

la implantación de nuevas formas de vivir y de crear experiencias compartidas que

asimilaban a todos los hombres mediante una apuesta universal. En el proceso gradual en

el que se dio forma a la modernidad que ahora se conoce, varios elementos se fueron

imbricando, algunos de ellos fueron proyectos que buscaban darle otro rumbo a la

modernidad sin mucha fortuna, pero que, a pesar de ello, quedaron como actitudes o

manifestaciones arraigadas como otras maneras de estar en la modernidad; un ejemplo de

esto fue el romanticismo y su contraposición a ciertos rasgos de ésta15.

La apuesta por un conocimiento universal que ayudara al hombre a comprender el

mundo, la búsqueda de un método eficaz para hacerlo, la transformación del hombre en un

sujeto moderno, racional y autónomo, así como el planteamiento de la producción

capitalista, y un sistema-mundo capitalista hiperracionalizado, se presentaron como la

panacea siempre buscada por el hombre. Sin embargo, en el interior de las mismas

propuestas de la modernidad habitaban sus inconsistencias y contradicciones que también

15
Como señala Michel Löwy: “La oposición romántica a la modernidad capitalista-industrial está lejos de
cuestionar siempre el sistema en su conjunto: […] reacciona a un cierto número de características de esa
modernidad que le parecen insoportables”. (2008, p. 40)
crearon “experiencias vitales” disímiles. En respuesta a esa otra parte de la modernidad,

que generaba siempre un excedente que había que ocultar, surgieron respuestas y

contraposiciones que rebatían el supuesto beneficio de la modernidad y de sus procesos

modernizadores que, más bien, eran tomados como peligros. En este sentido Marshall

Berman comenta con un ligero tono reivindicador que:

Las personas que se encuentran en el centro de esa vorágine son


propensas a creer que son las primeras, y tal vez las únicas, que pasan por
ella [la modernización]; esta creencia ha generado numerosos mitos
nostálgicos de un Paraíso Perdido premoderno. Sin embargo, la realidad
es que un número considerable y creciente de personas han pasado por
ella durante cerca de quinientos años. Aunque probablemente la mayoría
de estas personas han experimentado la modernidad como una amenaza
radical a su historia y tradiciones, en el curso de cinco siglos ésta ha
desarrollado una historia rica y una multitud de tradiciones propias (2010,
p.1)

Sin duda esta afirmación de Berman está producida desde una exaltación al impulso

modernizador que, aún en el peligro y en la catástrofe que ha representado para sociedades

que comprenden el mundo desde racionalidades distintas, pero que están inmersas en el

despliegue moderno-capitalista, ve el lado positivo de la modernidad. Pero esa vorágine

expansiva y totalizadora que es la modernidad, no ha sido más que un particularismo

disfrazado de universalidad, como bien diera a entender Octavio Paz (1974). La modernidad

como un ethos particular de ciertas sociedades en el mundo es una imagen sumamente

contradictoria frente al universalismo trascendental, pero refleja ejemplarmente parte de

la

esencia misma de la modernidad.


Las contradicciones de la modernidad como su contraparte incómoda y reprimida,

siempre retornan, a veces de manera salvaje y bárbara. Esas contradicciones fueron

asumidas y confrontadas antes del romanticismo por Jean-Jacques Rousseau. Ya en plena

Ilustración acometió contra las estructuras sociales construidas desde el paradigma

civilizatorio moderno16. Para Rousseau, quien acuñó el término de modernidad como se

entiende ahora, en Origen de la desigualdad entre los hombres (1755) subrayó la necesidad

de las sociedades autodeterminadas como civilizadas de discriminar y sobreponerse a

otras17.

Rousseau y el movimiento romántico son sólo algunos ejemplos que muestran cómo

la propia modernidad desde sus primeros momentos fue blanco de reflexión y crítica; sin

embargo, no han sido los únicos. Dentro de lo que se ha considerado como crítica a la

modernidad, Marx, Nietzsche y Freud tiene un lugar especial. No es casual que la crítica

más profunda a ciertos rasgos de la modernidad ilustrada y capitalista se haya dado en el

siglo XIX, ya que fue en este periodo que se tornaron más concretos y sustanciales los frutos

16
Esta crítica de Rousseau ya había sido expresada en la modernidad renacentista por Montaigne en su ensayo
De la desigualdad que existe entre nosotros, que sin duda inspiró el texto mencionado del primero y que
señalaba el aprecio que se tenía a unos hombres sobre otros. Ese aprecio radicaba en los rasgos superficiales
como la vestimenta o el estatus social al que pertenecían, pero si Montaigne los veía como características
superficiales e insuficientes para discriminar a los hombres, sí mostraban ya el antagonismo de clases que
Marx consideraba existente en la época premoderna y burguesa. De la misma forma, Montaigne, en De los
caníbales, vierte una crítica a las formas demasiado centradas en las visiones particulares para discriminar al
otro, remarcando la actitud europea de ver como bárbaro todo lo ajeno.
17
Lo civilizado llevaba a pensar irremediablemente en lo incivilizado o bárbaro, creando así una distancia,
primeramente, entre los hombres mismos que eran sujetos a esa clasificación, y después entre las sociedades.
Esto tenía como consecuencia la discriminación de hombres y sociedades que, aunque existieran en la misma
temporalidad, eran fijados en momentos diferentes respecto a ella. De esta manera había hombres y
sociedades que parecían haberse quedado en un tiempo primitivo y salvaje, alejado de las bonanzas de la
modernidad civilizada. Se deducía que, si la finalidad era llegar a un estado pleno de civilización, entonces, las
sociedades que aún no habían ingresado a este paradigma eran primitivas y, por tanto, estaban atrasados y
por debajo de las que sí.
de la Revolución francesa, como catalizador ideológico que propició el cambio de

organización social feudal a la estructura social burguesa; y de la Revolución industrial que

generó el modelo de vida capitalista-industrial, cambios que también produjeron

situaciones de contradicción e incomodidad. Fue en este periodo cuando los argumentos

de la modernidad se mostraron de manera más fehaciente tanto en su lado positivo como

negativo. Entre más se imponía la vida moderna, más exhibía sus debilidades. En cuanto

más relucía su fuerza liberadora, más se mostraba como una “jaula de hierro” de la que el

espíritu humano había desaparecido (Weber. 2013 p. 259).

Las reflexiones de Marx, Nietzsche y Freud lograron penetrar y analizar las

inconsistencias de la modernidad, moviendo de sus centros los elementos fundantes y

dinamizadores de ésta. En este sentido, y como señalaría Paul Ricoeur (2009), la obra de

estos es una hermenéutica de la sospecha que se centró en observar de modo diferente el

mundo, tomando de forma dudosa las verdades ya construidas. Así Marx mostró que el

sujeto autónomo de la modernidad en realidad existía de una forma alienada a los procesos

de producción capitalistas, bajo un discurso ideológico que lo hacía aceptar el mundo que

se le entregaba; asimismo, evidenció la contradicción del capitalismo reflejada en un mayor

antagonismo entre las clases sociales y en el incremento de la desigualdad entre ellas, algo

que evidentemente se contraponía a la mística de la libertad, la igualdad y la fraternidad

acuñada por la modernidad ilustrada. La modernidad burguesa, que había logrado el mayor
desarrollo de las fuerzas de producción mediante el sometimiento de la naturaleza, de

repente se veía excedida por su impulso18:

El triunfo del desarrollismo burgués se había desbocado y su impulso infernal

renovador, pero a la vez destructivo, se pronunciaba como una contradicción que reflejaba

el exceso de una sociedad que acumulaba “demasiada civilización, demasiados medios de

vida, demasiada industria, demasiado comercio”, algo que paradójicamente la sumía en un

estado “de barbarie momentánea”, donde ese sujeto liberado por la razón con su poder de

autogobernarse quedaba reducido a ser “un apéndice de la máquina” (Marx. 2016, p, 28).

El sujeto moderno e ilustrado había establecido también una diferenciación entro lo

individual y lo social, misma que establecía valores antagónicos como lo privado y lo público.

La individualización del sujeto permitía que éste tuviera la capacidad de autodeterminarse

y de construirse él mismo, algo que sólo podía suceder en una realidad en la que los factores

sociales e históricos no son vistos como determinantes de la constitución del sujeto mismo.

Sin embargo, en contra de esta idea de libertad plena del hombre autoconsciente de sí, se

volcaron las reflexiones de Nietzsche y Freud; el primero arremetiendo contra los valores

establecidos en la modernidad ilustrada y con características fuertemente referenciadas al

cristianismo. El autor de La gaya ciencia, inspirado en Schopenhauer, opuso a la

racionalidad individualista la voluntad: un elemento vitalista que contrarrestaba, según él,

la opacidad y debilidad en la que la moral cristiana había hecho caer al hombre. Asimismo,

18
Como Marx señalaba: “Las relaciones burguesas de producción y de cambio de relaciones burguesas de
propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y
de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado
con sus conjuros.” (2016, p.27)
su búsqueda nostálgica por cierto origen perdido en el que el hombre podría despertar del

letargo en el que las instituciones culturales y, más específicamente morales, lo habían

hecho caer, lo llevó a cuestionar19 los fundamentos que dotaban de valor a lo bueno en

detrimento de lo que se consideraba como malo y a proponer que esos valores que

establecían la moral se daban como naturales y que esto cerraba la posibilidad de pensar

que lo bueno pudiera encerrar también lo malo, es decir, que en la raíz de la afirmación se

encontrara su negación.

El cuestionamiento de la verdad como fundamento absoluto de los valores

determinados en la modernidad es lo que hace a Nietzsche un pensador antimoderno. Los

cuestionamientos que vierte aquí, y que bien los pudo haber firmado Jacques Derrida

posteriormente, trastocan la comodidad del sujeto ilustrado que se guía por la racionalidad

y la moral. La búsqueda por aquello que dota de valor a las cosas, lo llevó inexorablemente

a dudar y sospechar de los fundamentos de la vida del sujeto moderno y a crear la necesidad

de hacer una revisión genealógica que diera cuenta de ello, misma que posteriormente sería

convertida en una destrucción en Heidegger en una deconstrucción en Derrida y en una

arqueología en Foucault.

Por su lado, Freud, con una veta venida del romanticismo, señaló de forma

contundente la fragilidad de la razón del hombre. Ésta, como conciencia transparente que

19
Como se preguntó Nietzsche en La genealogía de la moral: “¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario?
¿Qué ocurriría si en el “bueno” también hubiese un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una
seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro?
¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más
bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad
y una magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo de hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese
el peligro de los peligros?” (2013, p. 33)
le posibilitaba al hombre ser dueño de sí mismo, aparecía ahora como un aspecto más de

su vida psíquica, y no como la única y central. El hombre racional que durante la modernidad

había apelado a la reducción y control de sus pasiones, de repente se veía confrontado con

todos sus deseos irracionales. El sujeto moderno que había construido la ilusión de una

identidad homogénea y armónica, se encontraba ahora en la incertidumbre producida por

la tensión que sus deseos, a veces contradictorios, le producían. En este sentido el yo

racional y soberano se veía amenazado por eso que pensó había logrado dominar, pero que

ahora retornaba agresivamente para destronarlo. Ese yo unificado y liso no era más que

una enorme reducción, producida en la modernidad, de la vida interior del hombre, que al

traspasar su superficie mostraba una geografía caótica, contradictoria, incluso

indescifrable, al menos, no con las formas lógicas habituales20.

Pero más allá de Marx, Nietzsche y Freud, la crítica a la modernidad se tornó

sistemática ya en el siglo XX, cuando las guerras mundiales hicieron presencia en el

escenario europeo, especialmente. A inicios del siglo ya estaba en la atmósfera occidental

un humor que hacía pensar en la decadencia, en una crisis del sistema reflejada en un

malestar cultural y en la aparición de obras como La decadencia de Occidente de Oswald

Spengler, que sostenía la idea de “la extinción de la cultura occidental” (1993, p.26). Aquí

cabría señalar la especificidad de la modernidad como una característica principal y de

20
Stuart Hall, al hablar de la importancia de Freud apunta que: “Teoriza que nuestras identidades, nuestra
sexualidad y la estructura de nuestros deseos están formadas sobre la base de los procesos psíquicos y
simbólicos del inconsciente, que funcionan según una ‘lógica’ muy distinta de aquella de la Razón, y causa
estragos al concepto del sujeto de conocimiento y del sujeto racional de identidad fija y unificada, el sujeto
del postulado cartesiano, ‘Pienso, luego existo’. Este aspecto del trabajo de Freud ha tenido, asimismo, un
profundo impacto en el pensamiento moderno durante las últimas tres décadas. Por ejemplo, pensadores
psicoanalíticos como Jacques Lacan, interpretaron que Freud sostenía que la imagen del yo como ‘entero’ y
unificado es algo que el infante aprende de manera gradual, parcial y con gran dificultad.” (2014, p. 412)
origen de la cultura occidental, más allá de que ésta en sus propósitos expansionistas

marcara a otras culturas fuera de ella.

El sentimiento de que algo estaba fallando en el sistema, que había prometido el

bienestar y la resolución de los conflictos por medio de la razón universal, se instaló por

completo en Europa y, desde ella misma, se originó una crítica empeñada en analizar a

través de una revisión histórica los fundamentos mismos de las promesas modernas. En

este momento y como protagonista importante surgió el Instituto de Investigación Social,

mejor conocido como la Escuela de Frankfurt, donde el trabajo de Max Horkheimer,

Theodor Adorno, Leo Löwenthal, Herbert Marcuse, Walter Benjamin, entre otros, tuvo

como objetivo, según Horkheimer: “La apelación a un mundo completamente otro, distinto

a éste, tenía primeramente un ímpetu filosófico social” (1989, p.10). La búsqueda de otro

mundo, evidentemente, señala la existencia de un malestar que lleva a pensar otras

posibilidades, y para ello es necesario un trabajo profundo de análisis de las fallas que han

originado esa incomodidad que se extiende a un nivel en el que se reclaman nuevos

planteamientos. Ese trabajo fue realizado por los integrantes de la Escuela de Frankfurt, no

para decir cómo debía ser el fututo, sino para señalar cómo no debía serlo, como en algún

momento señaló Adorno.

La manera de estar en el mundo y habitar la modernidad por parte de los filósofos

de Frankfurt fue marcadamente diferente a sus predecesores, más si son comparados con

los ilustrados y su confianza en la razón. La crítica a la modernidad no pudo haber sucedido

desde las instituciones hegemónicas que siempre coadyuvan a conservar el status quo, sino

de las marginales, como ocurrió en este caso con los intelectuales de Frankfurt. Desde ese
espacio incómodo, pero necesario para la reflexión, la Teoría crítica surgió como objeción a

los desvíos de la modernidad que había pasado de ser una fuerza liberadora del hombre a

ofrecer las herramientas para su destrucción. Para ellos, la racionalidad, que había tenido

en sus orígenes una finalidad positiva, había sido pervertida y convertida en mera

instrumentalidad. El discurso racional y objetivo planteado en la Ilustración o el Iluminismo

muestra contundentemente su reverso mítico cuando la razón instrumental se impone21.

El torbellino del progreso capitalista ahogó las posibilidades liberadoras de la

modernidad, haciendo que sus promesas se vieran aún más lejanas. Walter Benjamin en

sus Tesis sobre la historia señala que el progreso excluye de su historia a aquellos sobre los

que la máquina civilizatoria ha pasado: “Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta

nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por

encima de aquellos que hoy yacen en el suelo” (2008, p.42). El progreso industrial a través

de la razón instrumental es para Benjamin un vendaval que impide voltear atrás y ver las

ruinas que deja a su paso, tal como lo expresara en su famosa tesis IX cuando habla del

ángel de la historia:

21
Como Horkheimer y Adorono señalaron: “La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en
continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos
en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad. El
programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la
imaginación mediante la ciencia” (1998, p. 59). El sujeto moderno ilustrado terminó experimentando la
contradicción de su triunfo, fundada en una actitud patriarcal que se verificaba en la voluntad de poder y
dominio sobre la naturaleza, misma que radicaba en el interior del deseo de saber. Esta doble cara de la razón
ilustrada resultó catastrófica cuando la dinámica moderna capitalista experimentó la necesidad de una mayor
acumulación de capital en un menor tiempo y el bienestar social se redujo al consumo, ya que esto provocó
que el impulso moderno ilustrado se decantara hacia el lado del poder y la barbarie. Esto tuvo como sello el
sometimiento de triunfo de la razón al triunfo del progreso industrial capitalista. La voluntad de poder del
saber ilustrado tenía para Adorno y Horkheimer la finalidad no sólo de dominar a la naturaleza, sino también
a los hombres. Y en ese deseo de dominio, la prometida liberación de la modernidad ilustrada quedó
suprimida junto con la autoconciencia del hombre.
El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus
alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo
arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas,
mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es
lo que nosotros llamamos progreso (p.44)

A todas estas críticas a la modernidad que han sido señaladas de manera muy general se

adhirieron posteriormente, las teorías posmodernas, la crítica postestructuralista,

poscolonial y decolonial. En cierta forma, la clasificación de éstas podría fijarse en el espacio

de enunciación desde el que se originan, ya sea desde el centro o los márgenes, ya desde la

experiencia particular y la forma de experimentar la modernidad. Este es el caso del

neobarroco de Severo Sarduy que, inserto en la modernidad, se expone como un malestar,

a veces como una violencia hacia aspectos concretos de ella, pero siempre desde una

particularidad que impide ser asimilada a otras expresiones críticas a la modernidad.

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