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Si tuviéramos caridad acompañada de compasión y de pena, no tendríamos en cuenta los

defectos del prójimo, según dice: “La caridad cubre una multitud de pecados” (1P 4,8) y
también: “La caridad no tiene en cuenta el mal, lo excusa todo” (1Co 13,5.7). Si pues,
tuviéramos caridad, ella misma ocultaría toda falta, y seríamos como los santos cuando veían
los defectos de los hombres. Los santos ¿son ciegos porque no ven los pecados? Mas ¿quién
detesta tanto el pecado como los santos? Y sin embargo, no odian al pecador, no lo juzgan, no
huyen de él. Al contrario, lo compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan como se hace
con un miembro enfermo; lo hacen todo para salvarle... Cuando una madre tiene un hijo
minusválido, no le gira la cara con horror, sino que goza arreglándolo y hace todo lo que puede
para que aparezca hermoso. Es así como los santos protegen siempre al pecador, se ocupan de
él para corregirlo en el momento oportuno, para evitar que perjudique a otro y también para
que ellos mismos progresen más y más en la caridad de Cristo...

Adquiramos, pues, también nosotros la caridad; adquiramos la misericordia con respecto al


prójimo, para guardarnos de la terrible maledicencia, del juicio y del menosprecio.
Ayudémonos unos a otros, como a miembros propios nuestros que somos... Porque “somos
miembros unos de otros”, dice el apóstol Pablo (Rm 12,5); “si un miembro sufre todos sufren
con él” (1Co 12,27) En una palabra, cuidemos, cada uno según pueda, estar unidos entre
nosotros. Porque cuanto más unido estás al prójimo, más unido estás a Dios.

Por otro lado…

El Evangelio de Jesucristo es una invitación, sin duda, pero también un desafío de principio a
fin. ¡Tantas cosas nos enseña Jesús, que nos dejan con una sensación de que esto es,
humanamente, imposible!

Este Evangelio, en particular, puede abordarse desde una reflexión general muy cómoda y por
tanto, superficial: El cristiano debe amar a todos, perdonar siempre, no juzgar a nadie. Fin.
¡Por supuesto que es así! Eso no está, en ningún caso, en duda. Pero, ¿Cuál es el sentido de
estos llamados tan poco evidentes desde la lógica establecida por siglos en la humanidad? Si,
finalmente, yo “perdono, pero no olvido” y “el que la hace, la paga” son los lemas que nos
rigen.

Siento un profundo llamado, constante, a buscar el sentido del amor cristiano. Creo que
muchas veces nos hemos acostumbrado a un adoctrinamiento que nos hace repetir como
loros lo que leemos o lo que otros nos señalan, y con eso nos quedamos para el resto de la
vida. Pero el ser humano está llamado a mucho más. Dios nos ha regalado la capacidad de
meditar en la mente y el corazón todas las cosas. A discernir.

La sabiduría de Dios se transmite de manera maravillosa al ser humano, y es triste ver cómo
desperdiciamos este don, privándonos de sumergirnos en lo profundo del sentido de su
mensaje. Pero es estremecedor darnos cuenta cómo Dios nos regala esta sabiduría, en la
manera de Jesús de amar.

Entonces, ¿cuál es el sentido del amor que Cristo quiere que vivamos? Creo que este Evangelio
se complementa perfectamente con Corintios 13, tan conocido: “El amor es paciente y
muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni
busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto,
sino que se goza en la verdad.” (1 Cor. 13, 4 - 6).

El amor, entonces, no es aquél que acepta el dolor, la humillación o las injusticias simplemente
poniendo la otra mejilla, sin sentido. ¡NO! El cristiano es aquel que actúa en consecuencia con
el Evangelio porque ha descubierto su sentido más profundo: Amar hasta dar la vida, gastarse
por entero en la construcción del Reino de Dios, que es un Reino de justicia, de liberación, de
caridad.

Me interpela profundamente este Evangelio, a la luz de lo que estamos viviendo este tiempo
como Iglesia. Creo que puede ser grande la tentación de algunos de decir: Bueno, somos
cristianos, Jesús nos llama a perdonar, perdonemos a estas personas que abusaron, ya que son
también hijos de Dios. Han cometido delitos, pecados, pero qué más, cerremos los ojos porque
no podemos juzgarlos. Qué fácil caer en la tentación del relativismo y la superficialidad para
comprender las palabras de Jesús. Él nos llama a amar, pero al mismo tiempo a buscar la
justicia: “El amor no se alegra de lo injusto, sino se goza en la VERDAD” escuchamos en la carta
a los Corintios.

Por supuesto que no podemos caer en ser como aquel fariseo que daba gracias a Dios por no
ser como el publicano. El amor cristiano nos llama a buscar la justicia, pero también a mirar al
otro con misericordia. Si no soy capaz de creer en la conversión del otro, ¿Qué mérito tengo?
¿Soy, entonces, más que Dios? No olvidemos cuántas cosas ha perdonado Jesús en mí, cuántas
veces ha puesto la otra mejilla luego de mis ofensas. ¡Pero nos toca poner los medios para
ayudar a la conversión, y para prevenir y evitar el daño del pecado – y más aún, de los delitos!
Amar, amar con tanta fuerza, con tanta convicción, que no me canse de buscar la justicia, no
me olvide de mirar mi propia historia, confíe absolutamente en la misericordia de Dios, en la
conversión y en que sí es posible nacer de nuevo.

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