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El vínculo del ser humano con la muerte es ontológico.

Esto significa que no es algo exterior, algo


de lo que podríamos prescindir y seguir siendo humanos. La muerte nos constituye. La estructura
de nuestra existencia está dispuesta por el hecho ineluctable de la finitud, y que para colmo
responde a un promedio medio de ciclo cumplido: nadie sabe exactamente cuándo va a morir,
pero sabemos más o menos en qué tiempo. O como sostiene Heidegger, nuestra propia muerte es
a la vez inminente (podríamos morirnos ya, ahora) y sin embargo cuando la pensamos, la
concebimos siempre demasiado lejana (siempre creemos que falta mucho para morirse). O cómo
se pregunta provocativamente Derrida, “¿es posible mi muerte?”, ya que en realidad, justo al
morir todo deja de ser posible…
Lo extraño es que sabiendo que nacemos para morir, sin embargo no hacemos otra cosa que
intentar trascender este hecho. Y sin embargo, hay una incomodidad de base, un sinsentido
originario que tiñe todos nuestros actos: hagamos lo que hagamos igual nos vamos a morir y por
eso huimos hacia la cotidianeidad para olvidar y sosegarnos. Tal vez gran parte de la cultura
humana se explique en esta ambigüedad: así como buscamos negar la muerte, también buscamos
sobrepasarnos a nosotros mismos.
Unamuno sostiene que la angustia primaria del ser humano se produce por la tensión entre una
razón que por un lado entiende que la vida es finita y por otro lado el deseo de que la misma
continúe infinitamente. Y ese deseo se ha vuelto motor del desarrollo de todos los intentos por
exceder nuestros propios límites. Así, cada novedad tecnológica, cada transformación simbólica,
cada revolución axiológica, cada nueva narrativa sobre el sentido de la vida, ¿no aspiran en última
instancia a la inmortalidad?
Ahora bien, no es lo mismo la muerte, que siempre es de otro, que el propio morir, algo imposible
de tener experiencia. Los cementerios y sus rituales son un modo de vincularnos con la muerte del
otro, que es la única experiencia posible a tener con la muerte. En todo caso, uno supone que
también va a ser enterrado, honrado y recordado (u olvidado). Los cementerios nos recuerdan
tanto nuestra proveniencia como nuestro destino, y por eso generan la misma sensación ambigua
de respeto y angustia.
Pero también los cementerios son hijos de su tiempo. La tecnología posibilita hoy convivir con
imágenes y voces, que hacen de la experiencia de la ausencia una presencia. Es interesante
analizar el impacto de omnipresencia de la muerte y la reconversión tanto del duelo como de la
función activa de una memoria que ya no imagina sino reproduce. En realidad, en línea con el
direccionamiento tecnológico futuro, tanto la robótica como la clonación irán modificando de raíz
no solo nuestra relación con la muerte del otro sino con nuestro propio morir. Hasta que algún día
se resuelva definitivamente la cuestión de la muerte: seguro que algún día dejaremos de morir,
pero en ese mismo acto, dejaremos de ser humanos. Y mutaremos. Una vez más…

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